TRAUMA POLITICO Y MEMORIA SOCIAL

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Psicología Política, Nº 6, 1993, 95-116
TRAUMA POLITICO Y MEMORIA SOCIAL
E.Lira-MªI.Castillo
Instituto Latinoamericano de Salud Mental
y Derechos Humanos. ILAS
RESUMEN
En este trabajo se realiza una revisión
histórica de la represión y violencia política ocurrida en Chile. Describimos la
represión y sus efectos (miedo, rechazo
social, culpabilidad, aislamiento, pasividad, pesimismo e impotencia). Definimos conceptos tales como trauma político, duelo y compensación social. La
memoria social se define como el significado dado a los sucesos traumáticos del
pasado y sus efectos sobre las relaciones
sociales. Problemas del recuerdo y olvido de hechos traumáticos se asocian con
el deseo de evitar el conflicto. En Chile
se puede observar el dilema de la coexistencia de la memoria y el olvido y al
mismo tiempo una tensión entre ambos
en aquellas personas que quieren recordar y en los que desearían saltar la página.
ABSTRACT
This article is a historical review of the
violence and political repression which
has taken place in Chile. We describe the
repression and its effects (fear, social
denial, auto-censorship, isolation, passiveness, pessimism and impotence). We
define concepts such as political trauma,
mourning and social reparation. Social
memory is defined as the meaning given
to the traumatic events from the past, and
their effects on social relationships.
Problems in remembering as well as in
forgetting traumatic events are associated with the desire to avoid conflict. In
Chile, we can observe the dilemma of
the coexistence of memory and forgetfulness and the same time a tension between both in those who want to remember and those who would wish to
turn over the page.
Introducción
Chile es una república independiente y soberana cuya institucionalidad
actual fue organizada a principios del siglo XIX, caracterizada por su estabilidad política. Diego Portales en l830 estableció un estado autocrático, sustentado en la tradición de los gobernadores y capitanes españoles de la Colonia. Ese orden político fue apenas interrumpido en más de 160 años, por con-
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flictos políticos o bélicos que no lograron alterar sustancialmente dicha institucionalidad.
Una de las características de la sociedad chilena, desde la llegada de los
conquistadores en el siglo dieciséis hasta ahora, ha sido la dura explotación
de la fuerza de trabajo en las minas, en las haciendas y en las industrias. Desde los primeros años de la conquista hasta la década de los 80, la sociedad y
la cultura chilena reflejaron las tensiones entre los intentos de mejorar las
condiciones de vida y de trabajo de la mayoría del pueblo chileno y la realidad de un orden político y económico que se sustentaba en la existencia de
condiciones de sometimiento y represión de los trabajadores (Loveman,
1988).
Desde fines del siglo XIX se fue organizando el movimiento social. Las
primeras organizaciones de obreros fueron conocidas como las mutuales con
finalidades de ayuda y protección recíproca. En 1887 surgió la primera expresión de lo que serían más tarde los partidos populares. Posteriormente en
el norte grande aparecieron las mancomunales agrupando organizaciones
obreras del salitre, estibadores y lancheros, las que fueron expresiones incipientes de lo que sería el movimiento sindical chileno.
Las demandas de estos sectores de trabajadores fueron inicialmente reivindicaciones salariales, en una sociedad que estaba organizada y gobernada
desde su fundación por una elite nacional, principalmente terrateniente. La
organización de los trabajadores fue obstaculizada mediante la represión y el
miedo. Los gobiernos de turno intentaron impedir las reivindicaciones de los
trabajadores reprimiendo esas demandas. Muchas veces esa represión tuvo
resultados de muerte. La historia política del país tuvo que admitir como actores relevantes a los trabajadores organizados a pesar de la represión política
que se ejerció sobre ellos. Diversas organizaciones expresaron sucesivamente
sus demandas. La Federación Obrera de Chile (FOCH), fundada en 1909 fue
la primera organización nacional de los trabajadores chilenos. Más tarde en
1936 se fundó la Confederación General de Trabajadores de Chile (CGT)
sucediendo como organización nacional a la anterior, que fue disuelta. Los
planteamientos de la CGT vincularon las reivindicaciones salariales con demandas políticas. Estas se expresaron concretamente en la unidad entre los
partidos populares y las organizaciones sindicales dando origen al Frente Popular, y eligiendo al presidente de la República Don Pedro Aguirre Cerda en
1938.
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La «guerra fría» modificó las precarias relaciones de poder de los sectores populares. La represión de las huelgas y demandas de los trabajadores
significó cárcel, «listas negras» de quienes eran considerados subversivos de
acuerdo a sus ideas y propuestas políticas. A causa de ello se les impedía acceder a cualquier empleo. Esta práctica era ya muy antigua en el campo, ya
que los campesinos y sus familias eran expulsados de los fundos si participaban en huelgas o hacían reivindicaciones de derechos.
La Central Unica de Trabajadores de Chile fue fundada 1953 y agrupó a
la mayor parte del movimiento sindical organizado. A partir de su tercer congreso (1962) las demandas políticas ocuparon un lugar central en su plataforma, generándose frecuentes conflictos internos dadas las diferentes concepciones ideológicas que existían en el movimiento sindical chileno (Noé,
1971), reflejando las que existían en la sociedad chilena.
En los años 60 parecía predominar la convicción que los diferentes grupos sociales podían resolver los grandes problemas que afectaban a los sectores mayoritarios del país, mediante reformas dentro del marco de la legalidad
vigente. Los conflictos entre los distintos sectores sociales se tendían a resolver dentro de lo que se llamó un estado de compromiso. Eduardo Frei, demócrata cristiano, elegido en 1964 inició el proceso llamado revolución en libertad que implicó ampliar, entre otras cosas, el proceso de reforma agraria. En
ese período aumentó la demanda de participación de los sectores populares,
principalmente a través de las organizaciones sindicales, vecinales y comunitarias urbanas y campesinas, que se tradujo en una demanda creciente de participación en las estructuras de poder social y político.
En ese contexto, se materializó el proceso de unidad política de los sectores populares, expresada en la coalición denominada Unidad Popular, la que
eligió a Salvador Allende en 1970 y cuyo programa fue caracterizado como
transición al socialismo. La elección de Salvador Allende produjo una reacción política muy intensa de parte de los sectores políticos, principalmente de
derecha, intentado impedir que asumiera la presidencia de la República, lo
que no dependió solamente de la situación nacional sino también de la influencia del contexto mundial (Lira y Castillo, 1991).
La sociedad chilena entró en un conflicto político creciente que fue involucrando progresivamente a toda la sociedad produciéndose una fuerte polarización que fue caracterizando todas las relaciones sociales. Pronto se hizo
evidente, que la democracia chilena había conciliado pero no había resuelto
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los conflictos entre libertad y participación, y que la ideología autoritaria era
un factor relevante en las estructuras de poder nacional (Loveman, 1988).
Al inicio el conflicto social fue percibido por la mayoría de sus actores
solo como un problema político, como un problema de intereses y de fuerzas
en pugna. Con el transcurso del tiempo la polarización se fundamentó en
convicciones y perspectivas ético-políticas. Para los opositores los conceptos
de democracia y libertad jugaron un papel relevante a nivel ideológico y subjetivo. A su vez, la convicción de la legitimidad de la lucha por condiciones
de vida más justas y humanas de las mayorías, que predominaba en la izquierda, subrayó la dimensión utópica del proyecto político de la Unidad Popular. Desde esa perspectiva el desenlace constituyó una tragedia para las
mayorías populares, para sus organizaciones sociales y para sus esperanzas
históricas.
El día 11 de septiembre de 1973 las Fuerzas Armadas chilenas ocuparon
el país. Declararon mediante el decreto ley Nº 5 del 12 de septiembre de 1973
el estado de guerra y derrocaron al Gobierno constituido, iniciándose una
dictadura que gobernó el país hasta el 11 de marzo de 1990.
Salvador Allende en sus últimas palabras al país señaló su percepción del
carácter límite del conflicto:
«Colocado en un tránsito histórico pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos a la conciencia digna, de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán
avasallar, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza.
La historia es nuestra, y la hacen los pueblos».
El primer Bando de la Junta Militar proclamaba:
«El Presidente de la República debe proceder a la inmediata entrega de su cargo. Las
Fuerzas Armadas y de Carabineros están unidas para iniciar la histórica y responsable misión de luchar por la liberación de la Patria y evitar que nuestro país caiga bajo
el yugo marxista y la restauración del orden y la institucionalidad. Los trabajadores
de Chile pueden tener la seguridad de que las conquistas económicas y sociales que
han alcanzado hasta la fecha no sufrirán modificaciones en lo fundamental».
En pocas horas una situación de conflicto social agudizado se había
transformado en una «guerra», de acuerdo a la definición de las nuevas autoridades, sin distinción entre supuestos combatientes y población civil1 (Cavallo, Salazar y Sepúlveda, 1988). La amenaza política, el miedo y la represión
caracterizarán las relaciones sociales a partir de ese momento.
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El informe de la Organización de los Estados Americanos acerca de la
situación de derechos humanos en Chile señala: «El gobierno (se refiere a la
Junta Militar), inicialmente convencido de encontrarse ante una situación
bélica y en su afán de terminar con todo vestigio de la situación anterior al 11
de septiembre de 1973, utilizó con este propósito todos los recursos a su disposición, incluyendo los métodos de violencia más extremos. (...) asimismo
concedió sustento legal a estas acciones a través de la legislación que autorizaba a las Fuerzas Armadas a dar muerte, en ciertas circunstancias, sin necesidad de proceso»2.
Trauma político
El concepto de trauma político3 (Montero, 1987) permite comprender el
impacto de la dictadura militar (1973-90) en la sociedad chilena. Este trauma
implica no sólo la ruptura del funcionamiento institucional de la sociedad
sino la introducción de la amenaza política como un factor constituyente de
las relaciones sociales bajo condiciones de violencia y terrorismo de estado.
En esta descripción adoptamos el concepto de trauma psicosocial descrito
por Ignacio Martin Baró (1990), en el que se distingue el impacto diferenciado sobre los distintos grupos sociales y sobre los individuos de acuerdo a su
extracción social, su grado de participación en el conflicto así como otras
características de su personalidad y experiencia.
Se observa la rigidez de las relaciones sociales «de guerra», caracterizadas por un tipo de interacción social polarizada, que reduce las posibilidades de solución del conflicto, hasta el punto de no tener más alternativa
que la guerra, la destrucción y la muerte.
En situaciones de guerra civil o dictadura la argumentación ideológica
predominante suele desarrollarse justamente desde la división y polarización
de la sociedad, catalogando a un sector de ella como los «otros», los «enemigos», los «subversivos», los «delincuentes», los «terroristas» o alguna otra
denominación equivalente, dotando a los sujetos de una «identidad maligna»
(Erikson, 1985)4, lo que permite despojarlos de su condición humana. De esta
manera la violencia política parece transformarse en legítima, una vez que
sus destinatarios han sido deshumanizados.
La represión política
La dictadura militar chilena con el fin de legalizar, justificar y legitimar
el golpe militar intentó efectuar una reducción estereotipada del conflicto po-
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lítico del país. La situación fue definida política, social y subjetivamente como si el conflicto político pudiera reducirse a dos posiciones enfrentadas y
como si la existencia de unos dependiese de la destrucción de los otros. El
marco político global fue la Doctrina de Seguridad Nacional.
La violencia de la represión política implicó la normalidad de situaciones
extremas en la vida cotidiana. El efecto más aterrador provino de la constatación que la violencia era ejercida intencionalmente por el aparato del estado
mediante la violación masiva y sistemática de los derechos humanos. Fue
caracterizada como terrorismo de estado. Sus procedimientos más extremos
fueron la muerte, el desaparecimiento de personas estigmatizadas como enemigos de la sociedad y la tortura sistemática y generalizada de los detenidos.
Todo ello se constituyó en un estado de amenaza permanente para un sector
político, la izquierda, lo que produjo una respuesta de miedo crónico en la
sociedad en su conjunto. El concepto de miedo crónico constituye en sí mismo una contradicción, ya que el miedo como la angustia son respuestas específicas ante una amenaza interna o externa percibida por el sujeto. Hablar de
miedo crónico implica que éste deja de ser una reacción específica a situaciones concretas y se transforma prácticamente en un estado permanente en
la vida cotidiana, no solo para los afectados directos de la represión, sino para
cualquiera que pudiera percibirse amenazado5.
Por otra parte, el estado de amenaza implica la existencia de un tipo de
violencia invisible muy difícil de eludir o evitar, ya que son las propias estructuras psíquicas de los sujetos las que los hacen vulnerables. La amenaza y
el miedo constituyen un solo proceso que articula diferentes niveles de relación de la realidad externa con la realidad interna de un sujeto. Al ocurrir simultáneamente en miles de sujetos, se constituye en un proceso que afecta la
vida cotidiana de esos sujetos y de la sociedad en la que ocurre (Lira y Castillo, 1991).
Los tipos de violencia política represiva han sido descritos de acuerdo a
sus efectos directos sobre las víctimas (Informe de la Comisión de Derechos
Humanos de la Organización de Estados Americanos, 1985). El Informe
identificó: ejecuciones colectivas, fusilamientos y ejecuciones individuales.
También constató que numerosas personas fueron condenadas a muerte por
consejos de guerra, ejecutándose inmediatamente después las sentencias (Decreto Ley Nº 6 de 1973) sin derecho a apelación. La mayor parte de estos ca-
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sos afectaron a los dirigentes de determinadas colectividades políticas, o funcionarios del gobierno del Presidente Allende.
La violencia represiva de la dictadura en este período utilizó la detención
masiva y la tortura6, los desaparecimientos sin huellas, los falsos enfrentamientos divulgados ampliamente aunque se trataba en muchos casos de personas detenidas previamente. A las situaciones de muerte descritas, es preciso agregar las muertes ocurridas en torturas7 (Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, 1991). Igualmente es preciso señalar que
miles de chilenos se fueron al exilio para proteger su vida. Ya sea porque pidieron asilo en embajadas, porque conmutaron la pena de cárcel por extrañamiento, o porque fueron expulsados del país.
La práctica sistemática de
torturas8 a los detenidos tuvo un efecto aterrador sobre los afectados, sus familiares, sus organizaciones políticas y sobre la sociedad. La tortura intentaba principalmente la destrucción de la identidad política y psicológica de los
sujetos mediante diferentes tipos de tormentos (Weinstein, Lira y Rojas,
1987). El carácter traumático de estas prácticas hace que sus consecuencias
se prolonguen en la vida de los sujetos y de sus familias mucho más allá del
fin de la tortura misma (Lira y Weinstein, 1984).
Su existencia como práctica regular fue una de las amenazas más poderosas que se ejercieron sobre los sectores organizados9. Sus efectos en la sociedad se han observado en el miedo, en la negación social, en la autocensura,
en el aislamiento, en la pasividad, en la resignación, en la impotencia, en el
escepticismo y en la alteración de la relación de los sujetos con la realidad.
Sobre esto comenta Hernán Vidal (1989):
«La cotidianeidad aparece como espacios y horarios profundamente violados, mutilados en sus rutinas (...). Domicilios y habitaciones pueden ser violentamente allanados sin que se respeten las diferencias entre día y noche, luz y oscuridad que normalmente guían la conducción de los negocios de la autoridad legítima que debe ventear sus transacciones a la vista y examen de la ciudadanía (...). Su tarea es facilitada
por los toques de queda que inmovilizan el tránsito nocturno, arraigan a los cuerpos
de los derrotados a lugares fijos, y los convierten en objetos inermes y disponibles
para el castigo (...). Los espacios públicos y laborales quedan penetrados por una lógica de la violencia por la cual los actos más atroces son esperados y justificados como consecuencia y posibilidad «natural» de los enfrentamientos masivos y la supuesta necesidad de restablecer una disciplina social alterada por el «caos» político».
Durante casi 10 años la sociedad chilena vivió bajo condiciones de extrema represión política, con reacciones muy débiles que implicaban un re-
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conocimiento de la amenaza de dicha represión. Sin embargo, la crisis económica de fines de 1982 facilitó una reacción de la sociedad civil, la que reclamaba respecto a las condiciones económicas y sociales vigentes en el país.
En 1983 se produce una expresión inédita «las protestas». Se denomina así a
las movilizaciones masivas en contra del gobierno de Pinochet. Las protestas
implicaban que un día al mes previamente determinado, la Oposición se
hacía presente mediante diversas expresiones colectivas, tanto en los sectores
populares, como en barrios acomodados mediante diversas conductas de «no
hacer» (no llevar los niños al colegio o la escuela, no hacer trámites, no comprar) Esta expresión cobró un perfil relevante utilizando justamente la ausencia de conductas activas esperadas a nivel masivo que era el temor a manifestarse políticamente.
Estas manifestaciones colectivas recogieron un sentir social específico.
El miedo no permitía que las mayorías se expresaran «en contra de», pero sí
posibilitaba que el gesto individual, al hacerse simultáneamente colectivo se
transformara en un gesto social visible, percibido como menos peligroso.
La autoridad tenía sin embargo el monopolio de la fuerza y la utilizaba
para consolidar su poder más allá de lo necesario, generando percepciones de
vulnerabilidad y amenaza que excedían la capacidad de discriminación racional de las mayorías, pero a la vez delimitaban el horizonte posible de la
vida social. Estas contradicciones se expresaron más adelante en diversas
alternativas políticas para terminar con la dictadura. Con todo, los chilenos de
oposición tenían una fuerte noción de sus propósitos y expectativas respecto
al fin de la dictadura. Sobre este punto un escritor argentino señalaba:
«Los chilenos hablan de Chile. Todas las horas. El corazón les estalla de angustia, ansiedad y nostalgia, pero no dejan de hablar (...). Se les adivinan miedos y
temblores, pero creen en la magia de ese nombre (...). Los chilenos dicen que la
vida transcurre en las iglesias, los tribunales y los cementerios. Lo demás es sobrevida. Sobrevivir al general Pinochet y la dictadura, porque del otro lado está
Chile» (Timmerman, 1987).
Los años posteriores a las protestas fueron atravesados por la búsqueda
de soluciones políticas alternativas a la dictadura. La fantasía de la dictadura
era perpetuarse indefinidamente.
Entre 1987 y 1988 recrudeció la represión política expresándose principalmente en amenazas de muerte. En 1987 se denunciaron legalmente 1088
amenazas. Un 10% de los afectados por ellas sufrieron alguna consecuencia
grave. Entre el plebiscito (1988) y las elecciones (14 de diciembre de 1989)
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esta situación de amenaza permanente se mantuvo. Una mirada de conjunto
sobre la violencia represiva sostenida durante la dictadura llevó a la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos
(1985) a señalar:
«La magnitud de las violaciones comprobadas, la diversidad de los métodos empleados en su ejecución, el prolongado lapso durante el cual ellas se han llevado
a cabo y la impunidad de los funcionarios que las han realizado, permiten considerar que no se trata de excesos individuales explicables en el contexto de una
lucha armada contra un enemigo interno, sino que, por el contrario, obedecen al
propósito deliberado del Gobierno de Chile en ejercicio, de eliminar toda forma
de disidencia aún a costa de violaciones tan graves al derecho a la vida como las
documentadas en este capítulo».
Trauma y Violencia política: un intento de interpretación
El contexto histórico social es decisivo para entender las condiciones que
generaron el colapso de la institucionalidad chilena en 1973 y la represión
política masiva de las fuerzas sociales que eran portadoras de un proyecto
político popular de cambio social.
Es preciso mirar al pasado, desde los orígenes fundacionales de Chile en
el siglo XVI, como en la institucionalización del estado y las luchas obreras
del siglo XIX, para entender como se jugó una vez más el dilema básico de la
sociedad chilena. Como hacer de Chile una tierra de libertad manteniendo el
orden institucional y político; como alcanzar el progreso económico sin que
ello implicara condiciones de explotación de las mayorías; como mantener el
orden social y generar condiciones de justicia social sin represión política. El
lema del escudo nacional proclama que los objetivos nacionales deben ser
alcanzados «por la razón o la fuerza» señalando ese desafío histórico y recordando que el presente ─el de ayer como el de hoy─ no puede eludir o escapar
del pasado, tanto respecto de los dilemas planteados por el proyecto de sociedad [que queremos] como los procedimientos [que utilicemos] para lograrlo (Loveman, 1988).
Desentrañar estos dilemas sigue siendo una tarea del presente intrínsecamente asociada al trauma político de 1973 y a las tareas emprendidas
para enfrentar ese trauma.
Las violaciones de derechos humanos fueron la manifestación más extrema de la violencia política y produjeron una experiencia colectiva de carácter traumático, tanto en las víctimas directas, las que han sido profunda-
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mente afectadas, como en las relaciones sociales. Esta experiencia incidió
también en la representación colectiva de la sociedad chilena y en el quehacer político. El consenso logrado para terminar con la dictadura representa,
en cierto sentido, el triunfo de la razón sobre la fuerza. Es un intento de exorcismo ante los condicionamientos de la fuerza cuyo ejercicio, al margen de la
ley, produjo las violaciones sistemáticas a los derechos de las personas, el
terror subsecuente y el trauma político al que hacemos referencia.
La pregunta acerca de como fue posible tanta violencia se mantiene latente y no resulta fácil de responder. Se trata de una situación de origen político, sin embargo sus consecuencias atraviesan todas las esferas de la vida
cotidiana de la sociedad y la lógica política explica solo una parte del proceso. Colocados estos problemas en una perspectiva histórica emerge fuertemente la dimensión autoritaria ─las raíces autocráticas de la cultura nacional,
tanto en la vida pública como en la vida cotidiana. Esta constatación suele
sorprender al ciudadano común. La explicación más socorrida ha sido atribuir esa vertiente autocrática a la irrupción militar en la vida nacional y en la
política, como si todo se hubiera originado a partir del golpe de 1973. La dimensión autoritaria en las relaciones sociales suele ser un elemento renegado
y desmentido, explicado como si fuera un resabio del pasado, apenas una vertiente cultural en proceso de modernización, evolucionando hacia expresiones más tolerantes y plurales como fruto natural del progreso en este siglo.
La experiencia del golpe militar puso en evidencia que las raíces autoritarias del comportamiento político y de las relaciones sociales estaban profundamente afincadas en sectores importantes de la sociedad. Un ejemplo de ello
fue que hubo más agresores de los que el pensamiento cotidiano chileno, aparentemente liberal y democrático, era capaz de imaginar. Los agresores surgieron de diferentes sectores de la sociedad. Las razones de estado y las justificaciones ideológicas contribuyeron a excluir de sus conciencias objeciones
o escrúpulos. La demonización de los enemigos facilitó liberarse del riesgo
de experimentar remordimientos. La masividad aparente de la violencia diluyó las responsabilidades. La capacidad de obediencia y aceptación sin crítica
de los dictámenes de la autoridad delegó la responsabilidad de los actos individuales en los que detentaban el poder. Las necesidades subjetivas de los
agresores pusieron las emociones y pasiones necesarias para identificarse con
la razón de estado y contribuir con una crueldad particular a su ejecución.
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¿Tenían esos agresores alguna característica particular? (Milgram, 1980).
Es muy probable que fueran aparentemente seres humanos comunes y corrientes. Su ubicación en contextos que legitimaron políticamente la represión y la violencia desde la autoridad jerárquica, facilitaron la disociación en
la conciencia individual y colectiva respecto a las consecuencias éticas y políticas concretas de sus actos. El proceso social en el cual esta situación cristalizó puede ser descrito como un contexto psicosocial paranoico, que ya
existía antes del estallido de la represión política10.
El clima de polarización política estimuló la construcción de relaciones
sociales atravesadas por la desconfianza, el miedo y la agresividad. La represión política definió la exclusión de un sector de la sociedad haciéndolo objeto de la violencia. Sin embargo, al interior de ese sector, por masiva que fuese la represión, no podía afectar a todos y por lo mismo cada sujeto era potencialmente una víctima, justamente porque todos estaban amenazados. La
imposibilidad de discriminar quienes eran sujetos de amenaza y quienes no lo
eran, definió un tipo de relaciones paranoicas con la realidad, lo que paradójicamente podía llegar a permitir una discriminación adecuada de las amenazas posibles que se cernían sobre algunas personas.
El sistema paranoídeo se caracteriza porque resulta absurdo para los que
están fuera de él, pero es casi imposible de discernir para los que están atrapados dentro de él, justamente porque es un sistema de creencias. Una sociedad polarizada ideológicamente estigmatiza y devalúa de tal manera al enemigo que perseguirlo se transforma en un factor de salud social (Bulhan,
1985). La vida de los enemigos-víctimas depende del intercambio de paranoias entre los que controlan el poder en la sociedad. Una parte de la sociedad se identifica activamente con la autoridad y sus argumentaciones ideológicas; otra parte admite que si la autoridad lo determina, si algo es legal, es
también legítimo. Solo un sector muy minoritario puede denunciar el proceso
─como una suerte de metacomunicación─ confrontando la realidad sobre la
base de otro sistema de creencias.
Si observamos el proceso chileno desde una perspectiva psicosocial, podemos apreciar que el clima de polarización política que precedió al golpe
militar fue acompañado de la intensificación de ciertas imágenes colectivas
amenazantes. De esta manera el cambio político, la Unidad Popular, los izquierdistas, los extremistas, los revolucionarios fueron categorías en las que,
indistintamente, se fueron depositando los elementos estigmatizadores que
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permitieron la construcción de una «identidad maligna» desde el punto de
vista social y político. Dicha identidad aparecía como responsable de la catástrofe que se avecinaba, que era la destrucción inminente de la patria, de la
identidad nacional, de la vida de sus nacionales, de la vida de todos. Esta
amenaza colectiva estaba latente, puesto que el comunismo representaba la
condensación más permanente de ella. A pesar de todo lo anterior, la categoría de «enemigo» se mantuvo durante años en un nivel más bien abstracto, y
socialmente disociado de las personas concretas que eran expresiones de esa
ideología o de esas posiciones políticas. Sin embargo, paradójicamente esa
disociación posibilitó que el enemigo-víctima fuese deshumanizado también
en forma abstracta. El enemigo era el comunismo o los comunistas. No era
un ser humano concreto con nombre y apellido. El enemigo carecía de derechos. Estaba acechando en cualquier parte. Ese tipo de racionalización facilitó que una parte de la sociedad entrara en el funcionamiento paranoico sin
advertirlo claramente, pues éste se asentaba en viejos prejuicios de los cuales
no existía mayor conciencia.
La deshumanización, sustentada en el miedo a la propia destrucción y en
prejuicios sociales bastante extendidos, facilitó la represión sin que generara
al comienzo demasiado malestar. La institucionalización de la represión en
aparatos especializados la hizo menos visible y generó un cierto estatuto de
legalización de su funcionamiento, al aparecer como una forma de protección
de la patria frente a la amenaza del comunismo, la subversión y el terrorismo.
La fundamentación política y legal de la intervención militar justificó la represión política en función de esa amenaza identificada y percibida como la
destrucción de la patria, definiéndose una vez más que los militares era los
garantes de la institucionalidad y los defensores de la patria. Esta definición
es explícita en la constitución política del estado dictada en 1980.
Al analizar la subordinación de la sociedad chilena a la dictadura militar
se advierte el funcionamiento de mecanismos proyectivos a nivel masivo,
que operaron sobre los enemigos, pero que en verdad introdujeron la sospecha sobre todos. La violencia utilizada contra ese enemigo siempre era racionalizada en una primera instancia como una defensa de la identidad nacional
(la patria) y de la propia identidad, no diferenciando una de la otra. Esta no
diferenciación intentaba legitimar la razón de estado como racionalización de
las conductas e intereses individuales y de las violaciones de derechos humanos como política global.
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La represión política impuso por la fuerza un discurso paranoico a la sociedad chilena, el que no fue cuestionado cabalmente debido a que una parte
importante de la población se identificó al inicio con el autoritarismo, apreciando su capacidad de poner orden en una situación percibida como amenazante y caótica. Más tarde apreció los resultados del modelo económico como una promesa de modernidad y progreso.
En síntesis, las violaciones de derechos humanos generaron una amenaza
política percibida como una amenaza de aniquilación dirigida a la existencia
de los sujetos en su condición de seres vivientes y de seres sociales. Este tipo
de violencia se constituyó como una amenaza política (Lira y Castillo, 1991),
es decir una amenaza ligada al quehacer político, inicialmente dirigida en
contra de los partidarios del gobierno derrocado y posteriormente en contra
de los opositores al régimen militar.
Desde una perspectiva psicosocial este tipo de situaciones tuvo consecuencias en la vida cotidiana de la sociedad chilena que se pueden caracterizar, principalmente, por la estrechez e intransigencia del marco general de
la vida social, la polarización social y política sostenida, que implicaba una
reducción y esquematización de la vida y la ruptura del sentido común de las
rutinas cotidianas. Se manifestó también en el debilitamiento de la autonomía
personal y de la autoconfianza. Finalmente una característica psicosocial muy
drástica, unida a otras circunstancias, fue la devaluación de vida humana11.
Sobre este tipo de realidad Hernán Vidal (1989) habla del efecto cataclísmico que la dictadura tuvo sobre la realidad social, al dislocar todos sus
elementos de referencia y reordenarlos sobre la base de un proyecto social
diferente, en el cual pasó a tener preeminencia el proceso de transformación
económico social, sin tener en cuenta cuanta violencia se requería para ello.
La dictadura terminó formalmente después de un Plebiscito efectuado en
1988, en el que un 56% de los chilenos decidieron que no querían a Pinochet
como presidente de la República. Se convocó a elecciones y en 1989 fue elegido Patricio Aylwin, quien asumió el cargo en marzo de 1990. Sin embargo
Pinochet ha permanecido como comandante en jefe del Ejército sin que el
actual presidente tenga facultades para destituirle de su cargo.
Duelo y reparación social
Durante la dictadura, la naturaleza política de la violencia y la argumentación exculpadora de ésta tendía a desmentir la existencia de los hechos
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mismos. Aparecían como una percepción subjetiva inventada por las víctimas, quienes además del sufrimiento padecido parecían haber perdido el juicio de realidad. Lo vivido no había existido. Así las violaciones de derechos
humanos parecían ser materia de creer o no creer que habían sucedido y no
hechos objetivos que podían ser establecidos independientemente de la subjetividad de los individuos, ya fuesen víctimas o cualquier persona. Desde esta
experiencia social generalizada era necesario establecer la realidad de los
hechos.
Teniendo presente esta situación, la primera medida política del nuevo
gobierno consistió en la designación de la Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación en 1990, efectuada por el Presidente de la República. El mandato de la Comisión fue acotado a los casos de muerte y desaparición, dejando expresamente fuera los casos de tortura, principalmente porque la tortura
fue una práctica tan difundida que habría hecho que el trabajo de la Comisión
fuese interminable, argumento entregado por las autoridades al definir dicho
mandato. Igualmente no tenía autorización para identificar a los autores de
los crímenes, pues no se debía usurpar la autoridad de los tribunales en la
determinación de responsabilidades.
El informe realizado por la Comisión proporcionó un análisis acerca del
contexto en el cual se cometieron los crímenes, lo que implicó una identificación de las instituciones a las que pertenecían los perpetradores. La Comisión
Verdad y Reconciliación al analizar el proceso global de la represión política
a través de situaciones específicas, concluyó que ellas tuvieron efectos devastadores en las víctimas y en la convivencia social de la sociedad chilena.
El presidente de la República presentó el Informe de la Comisión al país
y pidió perdón a las víctimas reafirmando la responsabilidad de toda la sociedad en las violaciones de Derechos Humanos. Sin embargo, la derecha y las
fuerzas armadas reaccionaron negativamente reafirmando que habían salvado
a la patria del peligro marxista y que ese argumento bastaba para justificar los
hechos, que ya no pudieron continuar desmintiendo. La sólida presentación
del Informe pudo haber estimulado el debate acerca del pasado, pero se desató una escalada terrorista que se inició con el asesinato de un senador de derecha, ideólogo del régimen militar, lo que redefinió al terrorismo de pequeños grupos como el foco de atención nacional, en lugar del terrorismo de estado. Debido a este hecho las propuestas de reparación social dejaron de te-
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ner la relevancia política y cultural que habría permitido la reivindicación
social de las víctimas.
El Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación puso ante la sociedad chilena el inequívoco resultado de la represión política: las vidas y los
cuerpos destruidos no solo de los muertos, sino de quienes les sobrevivieron
y señaló la dimensión irreparable de este proceso. Por eso hablar de reparación social es una metáfora que da cuenta de un proceso político que se sustenta en el reconocimiento de la injusticia ─no hubo justicia para los muertos
y desaparecidos, no hubo debido proceso, no hubo cargos comprobados,
hubo la desmesura de una violencia política destinada a «extirpar el cáncer
marxista» y con ello todo vestigio de un proyecto político popular.
En relación a las violaciones de derechos humanos se han desarrollado
una serie de iniciativas vinculadas a una noción social de reparación. Compensaciones a las víctimas, atención en salud y salud mental en un programa
denominado PRAIS (Programa de reparación y atención integral en salud para las víctimas de las violaciones de derechos humanos). Atención especial
para los exiliados que vuelven al país en la Oficina Nacional del Retorno. El
problema derivado de las graves violaciones a los derechos humanos ha pasado a ser materia de los tribunales de justicia que siguen los casos de miles
de denuncias efectuadas por la desaparición de personas, por asesinatos, y
por torturas. Los juicios avanzan lentamente en el marco de una legislación
que tenía el propósito de garantizar la impunidad de los agresores (Ley de
Aministía de 1978) y de un sistema de lealtades internas que aseguraría dicha
impunidad. Sin embargo, muchos de ellos han empezado a ser identificados
públicamente y la sociedad no parece estar dispuesta a aceptar la impunidad
total de sus acciones si el proceso cursa mediante los tribunales de justicia.
Sin embargo es preciso reflexionar sobre la capacidad de la sociedad chilena para afrontar este proceso. El gobierno habla de la reconciliación, como
el objetivo perseguido en el afrontamiento de las secuelas dejadas por las violaciones de derechos humanos. Pareciera ser una palabra que exorciza los
temores de las Fuerzas Armadas y que intenta reconocer los derechos de las
víctimas. Sin embargo, el problema del daño causado a los individuos y a la
sociedad es más complejo y no parece posible resolverlo únicamente en el
nivel de las políticas sociales. Hay aspectos de este trauma político que no
están todavía identificados y que es preciso reconocer en diferentes signos
sociales.
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Reflexionando acerca de la reparación como una tarea social y política
para la sociedad chilena como para otras sociedades, Ignacio Martín Baró nos
escribía en octubre de 1989 :«todo este daño es de tal magnitud que resulta
ingenuo o cínico pretender que se olvide de la noche a la mañana, porque en
el fondo no se trata de un problema de individuos aislados, pocos o muchos.
Se trata de un problema estrictamente social. El daño producido no es simplemente el de la vida personal que se destruye; el daño se ha causado a las
estructuras sociales mismas, a las normas que rigen la convivencia, a las instituciones que regulan la vida de los ciudanos.. a los valores y principios con
los que se ha educado, y en función de las cuales se han intentado justificar la
represión...» (Becker y Lira, 1989).
Sin embargo, es posible sentir como el miedo que atravesó a toda la sociedad está allí latente y se activa cuando estos temas se colocan en la discusión nacional. El pasado, ya sea la dictadura o la forma de vida política anterior, añorada como la democracia, se transforman en un pasado difícil de
convocar para pensar sobre sus dilemas y lecciones. El tema de las violaciones de los derechos humanos es asociado automáticamente con la muerte y
rememora el tiempo traumático de la dictadura no solo para las víctimas. Hoy
día se transforma en una amenaza latente para los agresores.
El tema de las violaciones de derechos humanos hace referencia a experiencias traumáticas individuales y la crisis política al trauma político de la
sociedad chilena. Tal vez esas asociaciones expliquen los esfuerzos de diversos sectores sociales y políticos para cerrar el tema. Algunos por temor a
despertar venganzas, violencia y confrontación. Otros por cálculo político. Y
otros simplemente porque el horror puede llegar a hacerse intolerable. Uno
de los efectos psicosociales más evidentes de esta dimensión traumática es la
dificultad para discutir diferencias, y la tendencia mayoritaria a la evitación
del conflicto en la mayor parte de las relaciones sociales públicas, así como
una gran valoración del consenso por encima de cualquier otra forma de relación.
Sin embargo, a pesar de todas estas contradicciones y temores, la coalición política que sucedió a la dictadura, la Concertación de partidos por la
democracia, no se comprometió al silencio. Se comprometió a la Verdad, a la
Justicia en la medida de lo posible y a la Reparación Social. De esta manera
el silencio y el olvido no son fáciles de imponer, aunque formalmente la sociedad chilena aparece poco interesada en activar estos temas y diferentes
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sectores convergen en la convicción que sería mejor olvidar y que el tiempo
cierra todas las heridas.
Memoria social
Observamos que el impacto traumático de la dictadura en las relaciones
sociales se subordina a la definición de la vida social como una «guerra».
Dicho de una manera breve, en la guerra se trata de matar y como decía Canneti (1981) «se trata de matar por montones. Hay que acabar con la mayor
cantidad posible de enemigos; la peligrosa masa de adversarios vivos ha de
convertirse en un montón de muertos». Esta vinculación entre violencia y
muerte irrumpió de manera traumática en la vida cotidiana de la sociedad
chilena. Solo una mirada retrospectiva permitió delimitar quienes eran los
destinatarios de la amenaza de muerte. La violencia ejercida extendió el miedo a toda la sociedad el que duró abiertamente por muchos años.
El miedo es la primera huella social que encontramos respecto a la amenaza de aniquilación percibida por los sujetos durante la dictadura. No resulta
extraño que una sociedad en la que se mantuvo durante diecisiete años la violación sistemática a los derechos humanos como amenaza política principal,
la percepción del miedo se focalice en la desconfianza básica en las relaciones y en las estructuras sociales, pues éstas aparecen como estructuras que no
garantizan ni dan confianza a las personas respecto al cuidado de sus vidas y
de su desarrollo como seres humanos. Cabe preguntarse acerca del efecto del
miedo residual en las relaciones sociales. ¿Cuánta capacidad de reaparición
de la amenaza política se conserva dentro de la propia sociedad chilena más
allá de la dictadura militar?. ¿Qué influencia tienen las secuelas de las violaciones de derechos humanos en términos psicosociales, jurídicos y éticos en
el mantenimiento del miedo como proceso social político?. ¿Cuánta amenaza
política latente y cuánto miedo continúan operando como legado del pasado?.
¿Cómo influye este tipo de proceso en la transición política al operar como
elementos invisibles en la conducta y la conciencia política y psicológica de
los chilenos? (Lira y Castillo, 1991).
El dilema entre la memoria y el olvido en una situación política traumática tiene connotaciones específicas. Recordar lo traumático puede ser imposible. Pero olvidarlo también puede serlo y el recuerdo puede volver violentamente a la memoria irrumpiendo sin tregua una y otra vez.
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El anudamiento traumático entre olvido y memoria no puede ser resuelto
mientras no pueda ser reconocida la magnitud de lo perdido y de lo destruido
y que pueda diferenciarse lo que ha muerto y lo que sigue viviendo en cada
uno de nosotros. Este proceso puede ser reconocido como parte de la elaboración de las pérdidas a nivel individual, pero no puede ser asimilado como si
fuera idéntico al nivel social y político. Podría decirse que se trata de un proceso análogo, sin embargo, no se produce por la multiplicación de los duelos
individuales. A nivel social se trata más bien de la producción de procesos
simbólicos que permitan reconocer la distinción entre ambos, generando una
actitud de reconocimiento de la realidad traumática a nivel colectivo, cuestión que se ha ido haciendo parcialmente. Esta vez no ha predominado la actitud recogida en el dicho popular «ojos que no ven corazón que no siente».
A nivel individual, esta problemática transita a través de las estructuras
psíquicas de los sujetos y sus circunstancias particulares. Canetti (l981) decía: «Solo recuerdan los que saben, los que conocen o dicho de otra forma, se
conoce el muerto que se llora (...). El dolor se acrecienta cuanto mayor es la
intimidad con él. Los que mejor lo conocían se lamentan con mayor vehemencia (...). No se lleva luto por los forasteros». Para quién ha amado al que
ha muerto, el olvido es imposible. La pena por su ausencia puede mitigarse
con el tiempo asumiendo la separación definitiva como una realidad irreparable. Sin embargo, decir su nombre lo convoca a la condición de ser viviente
en la memoria y en el corazón de quién lo recuerda.
Dicho en estos términos, quienes se relacionan con los muertos y los sobrevivientes desde afuera, como forasteros les parece natural, sano y conveniente olvidar, cerrar la página. Esta invitación solo logra que el deudo se
apodere del duelo como la única posibilidad de escapar a su propia muerte en
vida, por la amenaza que le significa el olvido. Sin embargo, el ambiente se
hace tóxico si las víctimas se transforman en los portavoces de los muertos
colectivos que la sociedad quisiera enterrar y olvidar. Los «muertos colectivos» fueron individuos concretos, pero también los proyectos que esos individuos encarnaron y por los que dieron la vida.
Se trata de pensar, por tanto, acerca del contenido de la memoria social, a
la cual se hace referencia muchas veces en el discurso de las organizaciones
sociales, de los organismos de derechos humanos y de las víctimas. El recuento del trabajo de la Vicaría de la Solidaridad12, en la defensa de la vida y
de los derechos humanos, escrito durante la dictadura se llama Memoria
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Prohibida. Ese título recoge ya el dilema de la memoria y del olvido que iba
perfilándose para el futuro. El tema del olvido ha sido parte también de un
discurso político que ha circulado en América Latina. Memoria histórica o
memoria social a nuestro juicio, no hace referencia a los hechos en sí, sino al
significado que ellos han tenido en las relaciones sociales produciendo efectos que inciden sobre el presente, sobre el quehacer político y sobre el curso
de la vida social.
Empezamos este trabajo recordando viejos proyectos de las organizaciones populares chilenas que terminaron en violencia y muerte y que hoy
muy pocos recuerdan. Sin embargo, ese pasado fue el que hizo posible que
miles de personas se arriesgaran a cambiar la sociedad. La memoria del pasado ─los «recuerdos olvidados» nos devuelve la posibilidad de reconocernos
como sociedad, señalando las ilusiones y las utopías que fueron parte de ese
proceso. Nuestras contradicciones y dilemas. Los hechos no volverán a repetirse pues el tiempo no regresa ni se repite. No son los acontecimientos los
que conforman la memoria social sino el sentido que ellos tuvieron en su
tiempo y para el futuro. Cuando se habla de memoria social entonces, se alude a esta posibilidad de recordar y descubrir las estructuras permanentes de
las relaciones sociales de un pueblo que se reconoce, a pesar de sus grandes
contradicciones, en una identidad común.
Pensamos que en Chile se da el dilema de la coexistencia de la memoria
y del olvido en una doble tensión: el olvido subordinado a la memoria o la
memoria subordinada al olvido (Bertrand, 1977). Así bajo la epidermis de
una sociedad que afronta el próximo siglo están las huellas de lo que aún no
ha cicatrizado, de lo que no es posible cerrar si no se logra hablar de ello colectivamente. Pero recordar lo traumático parece ser que ha sido experimentado como «vivirlo otra vez». El recuerdo doloroso de las rupturas, de la presencia de la muerte y el miedo en las relaciones colectivas es aún amenazante. Hay un sinnúmero de muertos y desaparecidos que no descansan en paz...
y está el deseo de olvidar y dar vuelta a la página de unos y otros para seguir
viviendo. Este dilema no es abstracto. Se da en las vidas concretas de los chilenos, en las opciones cotidianas y como todos los dilemas históricos no tiene
alternativas unánimes ni consensos simples. Tiene prácticas sociales posibles,
ancladas en el pasado y transitando hacia el futuro, las que pueden permitir la
elaboración política y subjetiva de ese pasado traumático inserto en un pasado mayor: el de la historia social y política del país.
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Violeta Parra cantaba: «volver a los diecisiete, es como vivir un siglo, es
como descifrar signos sin ser sabio competente, volver a ser de repente tan
frágil como un segundo, volver a sentir profundo...». Dicho de otra forma,
nuestro dilema del futuro es también el dilema de la memoria de la vida.
Notas
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
El 12 de septiembre se declararon interinos a todo los empleados de la administración
pública. El día 17 se canceló la personalidad jurídica de la CUT, el día 24 se disolvió el
Congreso, el 1º de octubre se designaron rectores delegados en todas las universidades. El
8 se declararon ilícitos y disueltos los 7 partidos de la Unidad Popular; el día 11 se decretó
el receso de todos los otros partidos.
En el Informe sobre la situación de los Derechos Humanos en Chile de la Organización de
los Estados Americanos (Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Doc 17., 27 de
septiembre de l985. Washington U.S.A.) señala que lo afirmado corresponde al Bando
Militar Nº 24 del 12 de septiembre de l973 y el decreto Ley Nº 5 del 12 de septiembre de
l973 publicado en el Diario Oficial el 22 de diciembre de 1973.
Bajo la denominación de trauma político se ha clasificado en la literatura latinoamericana
de psicología política los escritos referidos al exilio, la tortura y los efectos de la guerra,
tanto aquellos que se desarrollan desde el trabajo clínico y la denuncia como aquellos que
surgen desde una investigación psicosocial.
Este concepto fue acuñado por Erik Erikson en relación a los procesos psicosociales observados en la persecución de los judíos, los comunistas, los negros y otros grupos humanos estigmatizados y perseguidos.
En la Encuesta FLACSO CED sobre Opinión Pública y cultura política realizada en l986
se preguntó acerca del miedo de la gente respecto a la ocurrencia de determinadas situaciones políticas en el período de los tres años siguientes. Las respuestas arrojaron los siguientes resultados: -que aumente el terrorismo 70.5%, -que aumente la represión 64.2%,
-que se produzca una guerra civil 59.8%.
La Secretaría Nacional de Detenidos (SENDET, organismo estatal creado ad hoc entre
l973 y l976) estableció que entre el 11 de Septiembre de 1973 y el 6 de febrero de l976
hubo 42.486 personas detenidas. Esta cifra es considerada conservadora.
El gobierno de la Concertación de los partidos por la Democracia estableció una Comisión
Presidencial de Verdad y Reconciliación, que investigó entre 1990 y 1991 los casos de
violaciones de derechos humanos con resultado de muerte.
Entre l973 y l977 se denunciaron 1429 casos de tortura en organismos internacionales.
Entre l978 y l988 se denunciaron legalmente 1300 casos de tortura a través de la Vicaría
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de la Solidaridad. Entre l981 y l988 la Comisión de Derechos Humanos registró 1663 casos de tortura y 6209 casos de tratos crueles e inhumanos.
9. La Comisión Chilena de Derechos Humanos señaló que la cifra de detenidos había sido de
116.275 entre 1981 y 1988.
10. En este contexto entendemos por paranoideo un tipo de alteración de la relación con la
realidad en la que se teme ser odiado y maltratado intencionalmente por otro, reacción
que aparece como irracional y sin fundamento.
11. Esta caracterización fue realizada por Ignacio Martín Baró en la Conferencia Consecuencias psicosociales del terrorismo político patrocinada CHRICA (Committee for
Health Rights in Central America) en San Francisco California (USA) en enero de 1989.
La hizo respecto a la vida cotidiana de la sociedad salvadoreña. A nuestro juicio refleja
adecuadamente el tipo de relaciones sociales que se producen en situaciones de terrorismo
de estado.
12. La Vicaría de la Solidaridad es un organismo pastoral creado a fines de l975 por el entonces Arzobispo de Santiago y Cardenal de la Iglesia de Chile Mons. Raúl Silva Henríquez.
Este organismo prestó atención jurídica y social de diferente tipo a personas afectadas por
la represión política.
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