San Lorenzo 81 Diario del AltoAragón - Miércoles, 10 de agosto de 2011 foni. Y por eso no cejó hasta que la recuperó. Desde aquel día del venturoso reencuentro después de casi treinta años, las familias de Tofoni y Gómez mantuvieron ya para siempre los lazos de amistad y afecto. Tantos años después, el tenor brigadista italiano se reencontraba por fin con su benefactora, la eventual enfermera surgida como por ensalmo en medio de la tragedia. Visitante asiduo del festival de cine de San Sebastián durante el mes de septiembre, Ennio había estado varias veces en Lascasas antes del reencuentro con doña Simona, pero por una mezcla de respeto y pudor, no se había atrevido a llamar a ninguna casa. Hasta esa primera vez en que decidió dar el paso y llamó en casa Ferrer para ver si podían enseñarle la Iglesia. El caso es que en ese momento no pudieron ayudarle y le remitieron a la casa de los Gómez. Allí, en la puerta, Tofoni y Renée se encontraron con Carmen Gómez que, sin saber nada de los visitantes, se prestó rauda a acompañarlos a la Iglesia. En el trayecto, Carmen les preguntó qué interés podía tener para dos italianos una iglesita como la de Lascasas. Tofoni le respondió que “en esta Iglesia me hirieron y aquí me salvó la vida una mujer bondadosa a la que siempre he deseado encontrar para darle las gracias”. Carmen escuchó con respeto e interés los recuerdos del viejo veterano de guerra y, seguidamente, como siempre hacen los Gómez, invitó a la educada pareja a que pasasen a su casa a descansar y tomar un refresco. Y fue entonces cuando tuvo lugar ese ansiado y fraternal reencuentro, que selló la amistad imperecedera de las dos familias. Ennio les confesó que el recuerdo de aquella desconocida mujer, humilde y bondadosa, que lo había curado se le había grabado de forma indeleble. De hecho, en Il Lungo cammino es central la presencia de la figura de la mujer enfermera, preocupada no sólo del estado físico del herido sino también de su condición anímica. Resulta muy difícil no pensar que ese arquetipo está basado en el hondo recuerdo que en el autor dejó doña Simona, esa inolvidable samaritana de los tiempos bélicos. Ese recuerdo subyace –debidamente metamorfoseado–, por ejemplo, en el personaje de Fernanda, una viuda caritativa que ejerce de enfermera y que cura a un soldado herido –“Belmonte”, o sea, Tofoni– en un hospital del bando sublevado, para después morir en brazos del propio “Belmonte”, abatida por una bala perdida tras protagonizar ambos una acción humanitaria dirigida a salvar a unos heridos. El hombre nuevo Ennio había podido saldar, por fin, la deuda de gratitud que tenía contraída con Simona desde aquel lejano 2 de septiembre de 1936. Pero todavía tenía otras deudas que saldar con su pasado. Con su visita a la Iglesia y, sobre todo, con la devolución ritual a la misma de la ropa litúrgica con que fue vendado, ese ámito que había conservado después de tantos años y vicisitudes, ese lienzo rectangular de lino blanco con el que, a falta de otros medios, doña Simona logró cortarle la hemorragia que brotaba de sus heridas, el otrora descreído Tofoni estaba sin duda expiando las faltas y excesos cometidos sin duda –no tanto por él, siempre respetuoso con las creencias de los demás, sino más bien por sus compañeros de guerra– en aquellos tiempos de radicalidad, maximalismo e intolerancia. De esta forma simbólica, Tofoni pretendía desagraviar y reconciliarse con todos aquellos que en algún momento podían haberse sentido mancillados en su espiritualidad. Sin abdicar de los principios básicos que habían guiado su vida –la libertad, la justicia y la solidaridad–, Tofoni había reforzado su confianza en la bondad innata del ser humano. Ya no creía tanto en las grandes teorías, ni en los grandes dogmas. Él, que había secundado obedientemente las directrices emanadas del partido que auguraban el bien de la humanidad, que más tarde había saboreado las mieles del triunfo profesional, siendo aclamado por entusiastas y entregados admiradores en auditorios tan selectos como La Scala de Milán, ahora en lo que realmente creía era en la bondad cotidiana de los hombres, en la bondad de las personas corrientes, “las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; las que aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo”. Como Simona… Todos los años, de la misma forma que la llegada de las golondrinas marca el inicio de la primavera, la visita de Tofoni y Renée anunciaba el final del estío y el inicio de una gozosa semana de amistad y camaradería. Comidas y cenas que se alargaban en largas sobremesas y apasionantes veladas, plenas de afectos, confidencias, recuerdos, canciones; excursiones y visitas a lugares y rincones inolvidables de nuestra geografía, como el castillo de Loarre –como recoge la foto- >La retórica franquista no podía ocultar la escasez, las privaciones, el racionamiento y el estraperlo grafía–, Alquézar, Santa Quiteria, la sierra de Alcubierre… Cuando llegaba la hora de la marcha, doña Simona siempre se despedía con el consabido “hasta el año que viene, si Dios quiere”, al que respondía un guasón Tofoni con su esperado “y si no lo quiere, también”. Nada ni nadie parecía poder romper esos vínculos tan fuertes. Sólo la muerte… Amor más fuerte que la muerte Y la dama negra llegó un día de 1985 y se llevó a Simona, la matriarca de esta entrañable estirpe. Al año siguiente, con mayor veneración y deseo si cabe, Tofoni y Renée volvieron de nuevo a Lascasas para rendir a la amiga Simona el más sentido, sincero y hermoso homenaje que se recuerda por estos lares. El agnóstico Tofoni informó al sacerdote don Jesús Andreu de que quería cantar con su mujer una misa por el alma de su amiga. Allí, en esa Iglesia donde estuvo a punto de morir y donde resucitó como Lázaro gracias a la intercesión de Simona, Ennio y Renée cantaron la música sacra de Mozart, Haydn, Verdi, Schubert, en una despedida que sabía más a reencuentro eterno y definitivo, en otra dimensión, más áurea y celeste. Cuando Renée atacó el aria La Mamma morta, de la ópera romántica de estilo verista Andrea Chénier, del compositor Umberto Giordano, todos los presentes se sintieron sobrecogidos. Desaparecida doña Simona, no por ello dejaron de acudir Ennio y Renée a su cita anual en Lascasas. También algunos miembros de la familia Gómez se decidieron a visitar a sus amigos del Adriático. En 1977 Victoria Gómez Nogarol, su marido Hilario Morcate y su hijita Ana pasaron unos días inolvidables en Porto San Giorgio. Un vitalista y eufórico Ennio y una entusiasta Renée los agasajaron como sólo ellos sabían hacer. Parecían poseer el don de la eterna juventud. Año tras año, la alegría y las canciones de estos amantes inundaban de felicidad por unos días el hogar de los Gómez. Pero un día de 1996 llegó la noticia más indeseada. Ennio había subido a la nave del olvido que nunca ha de tornar… Los Gómez habían perdido a su amigo del alma. Más tarde supieron de los reconocimientos y homenajes de que fue objeto en Italia tras su muerte, co- >Todos los años, la visita de Tofoni y Renée anunciaba el final del estío y el inicio de una gozosa semana de amistad y camaradería mo la institución en 1998 del Premio “Ennio Tofoni”, en Porto San Giorgio, que galardonaba al vencedor del Concurso Lírico Nacional de Voces Nuevas. Tras su muerte, Renée quedó depositaria de ese legado de amistad con los Gómez, y la verdad es que lo mimó y cuidó. Al año siguiente de la muerte de Ennio, Renée vino a España para asistir a la boda de Ana Morcate Gómez, la hija de Victoria y de Hilario. Las dos familias han seguido manteniendo el contacto, ahora fundamentalmente epistolar o telefónico, pues los condicionantes propios de la edad dificultan los encuentros. Este ha sido el primer año en que la felicitación navideña enviada por los Gómez no ha tenido respuesta. No quieren hacerse a la idea, pero todos se temen lo peor: que Renée haya partido a encontrarse con su inseparable Ennio. Un pequeño cuento con final feliz Cualquiera que no conozca a la familia Gómez puede pensar que este relato no es más que un melodrama inventado con tinte folletinesco. Quien suscribe estas líneas desafía a todo aquel que dude de la verosimilitud de esta historia, y está dispuesto a presentar las pruebas oportunas. Carácter probatorio de lo defendido en este artículo tiene sin duda el pequeño cuento con que voy a terminar. Érase una vez una humilde familia de Sangarrén que había aterrizado en el castillo de Pompién para trabajar en las granjas propiedad de D. José Sierra. En el castillo había también otras familias que trabajaban para el propio D. José y para D. Ladislao Zabala, y que también tenían hijos en edad escolar. Claro está que en aquellos En el castillo de Loarre, de izquierda a derecha, Ennio Tofoni, Pilar Arnal y Renée. 1972. (Foto: Hilario Morcate). tiempos todavía no existían los comedores escolares públicos, ni el transporte escolar, ni nada de nada… Quien tenía medios económicos se buscaba sus internados en colegios privados. El resto, o sea la mayoría, se buscaba la vida. Pues bien, estos niños de Pompién que no podían permitirse esos dispendios partían todos los días con sus diminutas bicicletas por un caminito rodeado de árboles –hoy casi todo desforestado– para asistir a las clases que impartía doña Modes en su escuela unitaria, la misma que aparece como telón de fondo de la mofa carnavalesca de los milicianos ataviados con ropas litúrgicas en la famosa foto de la agencia EFE. El diario trayecto entre Pompién y Lascasas se convertía para los niños en una verdadera aula de la naturaleza. También en toda una prueba deportiva de superación de obstáculos: camino embarrado, encharcado o helado en invierno; polvoriento y reseco cuando se acercaba el verano. Con sus más y sus menos, los cuatro niños lograban salir airosos en esta pequeña carrera ciclista diaria previa a la jornada educativa. Tras las clases había que salvar otro escollo: el avituallamiento. Había que buscarse un pequeño refugio para sortear la intemperie, que se hacía notar con sus fríos y heladas invernales, sus vendavales ventosos y sus chaparradas sorpresivas primaverales y sus sofocantes calores pre-estivales. ¡En fin, todo coadyuvaba para que estos niños adquirieran unos sólidos y contrastados conocimientos meteorológicos, a la par que forjaban y templaban su cuerpo y su espíritu para los grandes retos que les esperaban, según declaraban los voceros del Régimen! Pero no era fácil encontrar un abrigo donde resguardarse de las inclemencias meteorológicas. A veces, doña Modes se apiadaba de estos mocosos y les permitía que se tomaran los alimentos y se calentaran las manos heladas en la pequeña estufa de leña que existía en la sala donde se impartían las clases. Claro está, que eso no siempre estaba asegurado, pues a mediodía la estufa solía apagarse para ahorrar leña, y además aquellos niños sabían muy bien que no era cuestión de abusar de la misericordia de la seño… Había que encontrar una alternativa más fiable. A la altura del relato, ¿no se les ocurre, amables lectores, dónde podía estar la solución? Estoy seguro de que ya lo saben. No se equivocan. Efectivamente, los Gómez, de nuevo los Gómez, dando cobijo en esta ocasión a esta tropilla errante a la que proporcionaron un lugar donde descansar, algún que otro plato de sopa caliente y el calor y afecto que tan esquivos les habían sido hasta entonces. Estos niños, ahora ya personas mayores, pueden testificar acerca de la generosa hospitalidad y ternura de doña Simona y sus hijos. La mayor de esa comitiva se llama Mariángel y tenía entonces 12 años; le seguían Quiteria, con 9, y Pablo, con 8; cerraba el pelotón, Jesús, con 6. Las dos primeras eran mis hermanas, y yo, Jesús, el más pequeño, el mal comedor que sacaba de quicio a doña Simona, es quien ha evocado a esta inigualable familia. Como Ennio Tofoni, tampoco aquellos niños pudieron olvidar nunca a los Gómez.