Carlos Santiago Pirela Pérez

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Carlos Santiago Pirela Pérez
RUT: 23.883.319-1
Estudiante de Ingeniería Civil
Teléfonos: +56 9 888 64 660
+56 2 221 14 188
De cómo los gatos llegaron a Egipto.
En el principio del mundo, según antiguos autores refieren, todo lo creado no
formaba más que un Caos informe que consumía toda la realidad. Las aguas
mezclábanse con los cielos; la esfera primera deshacíase junto con la segunda; aromas y
colores juntábanse en el desconcierto de los primeros poderes: pero el mundo existía.
Cuando el Divino Poder estableció el Orden en medio del Caos, finalmente los grandes
cetáceos abandonaron las tierras y los mares de aves poblaron los cielos. El Sumo Saber
repartió equitativamente todo cuanto fue hecho entre todo cuanto fue hecho en las
proporciones justas y correspondientes: el mundo existía y el Orden existía.
Lejanos de aquel conocimiento infinito y majestades imperiales de los cielos,
incluso ignorantes de las altas esferas empíricas, los primeros hombres arrastrábanse
entre el polvo desde el cual habían sido creados. Pero marcados por ese sello inmortal,
comenzaron a ansiar la eternidad. Desde sus cuevas y cavernas comenzaron los
hombres a abandonar, dejar de lado podría decirse, aquellas vestiduras mortales
(guardando las diferencias, por supuesto), y juntando algo de esta fruta, de aquella
sangre, un poco de barro, manos temblorosas y un lienzo, finalmente a la imagen
otorgósele un sonido. Comenzó la historia: se inventó la escritura.
No es sorpresivo entonces, y con esto estamos de acuerdo con escritores como
Menàrd y Borges, que el hombre se dio a sí mismo la oportunidad de ser hombre.
Finalmente comenzaría a escalar la pirámide de Abraham Maslow, pues cubiertas las
necesidades más básicas, la presencia (mejor dicho, la necesidad) de Dios era latente.
Fuese el Dios o algún dios, la idea de la divinidad estaba plasmada más que en la mente
del hombre, en su alma. Ratzinger lo explica muy claramente con palabras asombrosas:
la sed de lo Infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún es su misma
esencia1. No es sorpresivo, como decíamos, que el hombre comenzara a tener una
ambición tan alta que ni siquiera las cosas terrenas fuéranle suficientes. Análogamente, el
deseo de responder a las interrogantes que afectaban diariamente sus vidas, en particular
las que involucran a la naturaleza, comenzóse a multiplicar entre los hombres: el trueno
era en realidad un martillo, el sol una serpiente y la muerte misma sólo un chacal.
Autores como Cavalier, y algunos de los Médici, son de la idea de que más que
asignar a cada efecto natural una representación animal (o ser antropomórfico, es decir,
sea un hombre, una esfinge, minotauro, etc.), aquellos primeros hombres asignaban a los
animales y componentes de sus vidas diarias, elementos divinos y supernaturales. (De
ahí que se llegue a la interpretación de que los dioses del Olimpo, por ejemplo,
genuinamente hubiesen existido, es decir, una familia rica y poderosa en aquel entonces).
Encontrando esta singularidad en diversísimos autores, desde Golding hasta
Vargas Llosa, surgen las dudas de qué animal representaba qué cosa. Descubrióse por
consiguiente, con mayor asombro cada vez, que de todas las historias y de todos los
mitos, aquéllos que dan respuesta a cómo el gato llegó a ser adorado por los egipcios
(hasta el extremo de otorgarle la potestad de un dios) son, sin lugar a dudas, los más
fascinantes (y ciertamente, sobre los cuales más libros se han escrito).
Posterior a la creación del mundo, continuamos, las especies animales fueron
repartidas por el globo. Pero el Gato, no hallando su lugar entre las demás bestias, no
sabía qué hacer en las tierras que originalmente habitaba. Repetidas veces, los poetas
han otorgado a Babilonia como el lugar de origen del primer Gato. La tradición afirma que
elevándose de las arenas del desierto, el Gato fue constituido en su totalidad a diferencia
de los demás animales. Uno por uno, cada uno de sus cabellos surgió de los granos del
suelo, y su mente, su corazón, fueron hechos para aquella tierra. Agudo, penetrante,
soberbio. El premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda, lo expresa antológicamente:
Los animales fueron / imperfectos,
largos de cola, tristes / de cabeza.
Poco a poco se fueron / componiendo,
haciéndose paisaje, / adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato, / sólo el gato
apareció completo / y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.2
Creyéndose entonces (y con razón) por superior a los otros animales, el Gato se
resistía a estar con aquellos junto a los que fue creado. Vagando entonces por los
campos de Urúk, y de acuerdo a Esopo, la Muerte salióle al encuentro al Gato. Esta
fábula tiene varias interpretaciones; sin embargo, la más aceptada (y hasta ahora la más
lógica) es que debido a la presencia de las escarpadas cumbres de Urúk (actual Irak), el
Gato hubiese muerto ahí. Sin embargo, nos sigue relatando el mito, el Gato no se sintió
amedrentado por la Muerte, más aún, creyéndose más listo que aquélla, ofrecióle un trato
a cambio de su vida.
1
2
Ratzinger, J., Mirar a Cristo, Valencia, Edicep, 2005, p.18.
Neruda, P., Navegaciones y regresos, “Oda al Gato”, Losada, 1959
Conmovida por la genuina belleza y astucia de aquel primer Gato, la Muerte logró
perdonarle en aquel momento con una condición: otorgóle siete años más de vida en los
cuales, el Gato, por su orgullosa soberbia de creerse mejor que los animales, debería
encontrar su puesto entre los hombres y ser adorado por ellos. Libre entonces de las
garras de la Muerte, el Gato comenzó a correr, determinado a encontrar una civilización
que reconociera su majestad y poder.
Por ser de Babilonia y reconocido por aquellas primeras gentes, no le fue difícil
encontrar entre las esferas divinas un lugar. Convirtióse en Ikhtar, temido dios de la vida y
la guerra. Y vivió feliz. Sin embargo, como una gota que permea lentamente por una
cueva, una nueva idea surgió en los corazones de los babilonios y no quisieron
reconocerle más.
Redujéronle hasta ser solo un símbolo, una mera representación
animal de Ishtar, la nueva y amada diosa del amor y fertilidad. Aborrecido, insultado por
aquella traición burda y sin sentido, sintióse decepcionado por una cultura que creyó
amar. Juróse entonces jamás volver, y más que esto, jamás volver a tocar el desierto.
Hallóse el Gato entonces sin saber qué hacer o adónde ir. Pero una criatura del
Sol, se dijo, hacia al Sol debe ir. En consecuencia dirigióse hacia el Este, determinado a
encontrar su legítimo hogar. Bordeando el Golfo Pérsico y de ahí el Golfo de Omán, no
detuvo su andar hasta llegar a una tierra donde el modo de hablar de los hombres era
distinto al que conocía. Veía al Sol levantarse cada mañana, pero por las tardes el aire
era más dulce, y las noches más frescas; la tierra parecía hablarle en la oscuridad y una
tranquilidad invadió su espíritu. Ascendió luego un monte para ver mejor todo cuanto le
rodeaba; pero desconocido para el Gato, del otro lado celebrábanse los terribles y
plañideros funerales de la última encarnación del dios Vishnu, el avatar jabalí Vahara.
Surgiendo temible como una estrella por el extremo del monte, el Gato encontróse
reconocido por aquellos hombres como una señal, una muestra divina. Fue proclamado
como el cuarto dashavatara, la cuarta reencarnación de Vishnu, y llamado desde ese
momento Narasimha, El Gran Protector. Y vivió feliz. Sin embargo, la idea del Gato fue
reemplazada lentamente por una más terrible, más poderosa, más lejana a él. El Rigveda
lo compara como una bestia salvaje, pavorosa, acechante, ambulante en las montañas3.
Muy tarde se dio cuenta el Gato que el León habíale reemplazado. Y más que el León, su
figura habíase convertido en la de un medio hombre. Al mirar sus cuadros y esculturas, el
Gato no reconocíase en ninguna de aquéllas, por lo que finalmente abandonó los templos
y palacios que desde hacía tiempo le ignoraban.
3
RV.I 154.2a
Miró al sol naciente y retomó de nuevo su camino. Lenta pero poderosamente
pasaron los días. Cada día el Sol surgía inclemente, y como un testigo de su desgracia,
parecía burlarse del Gato. La Muerte, se dijo, había sido muy lista, pues la víctima
andante desconocía las medidas temporales y comenzó a surgir en él una especie de
temor. ¿Cuánto habría pasado? ¿Un día, un mes, un año? Sus patas se volvieron llagas y
su sed le daba náuseas, pero nunca se detuvo. Recorrió el gran y misterioso oriente.
Cuántos pueblos habría atravesado, no podía afirmar con seguridad. Después de todo no
le importaban, pues por aquellas tierras la idea de la fuerza estaba muy marcada en los
corazones de los hombres, y nadie quería a un Gato, querían Leones. En una oportunidad
fue Barong, el Rey de los Espíritus y jurado enemigo de Rangda, en Bali. En China
llamáronle Shi, el Guardian Imperial, cuyas estatuas aún se mantienen hoy desde la
Dinastía Han. Fue incluso el hermoso tigre Dawon una vez, recordó, para los tibetanos.
Pero siempre se transformaba todo: nunca habíanle amado verdaderamente, sino a una
idea. Ninguno de estos seres divinos era un gato, mucho menos el Gato. Por esto
abandonó el continente y llegó por tercera vez a un lugar que sí valoróle por lo que era, no
como a un león y no como a un tigre, sino como a un gato. Había llegado a Japón.
Se dio cuenta de que había música en el aire. Todo estaba cargado de una
especie de luminosidad. ¿Cómo explicarlo? el Gato no pudo hacerlo. Encontró felicidad
en la oscuridad, y descubrió la riqueza y dureza del silencio. Sus movimientos hiciéronse
más hábiles, más exactos. Por esta razón pudieron identificarle los hombres de aquella
isla remota. Llamáronle Nekomata yōkai, la Sombra. Nunca le dieron mantos como en
Babilonia, joyas o coronas como en Maharashtra, pero al Gato no le importó, pues sabía
que le amaban y le veneraban. Nunca le faltó comida, ni abrigo. Y vivió feliz.
Sin embargo, las noches fueron muy oscuras y el Gato, demasiado silencioso. El
temor escurrióse en los corazones de aquellas gentes y al silencio siguióle el grito. La
adoración convirtióse en miedo, y la divinidad, en espanto. En Nanto (hoy Prefectura de
Nara) alguien vio un espíritu con forma de gato saltar por una ventana y devorar viva a
una familia entera4. Con tristeza y dolor dióse cuenta el Gato que el amor habíase
convertido en huida. Con el corazón hecho un nudo entonces, dirigióse más hacia el Este,
y embarcándose, partió al Nuevo Mundo.
Arrojado en este devenir incierto, el Gato preguntábase si habría actuado bien.
¿Encontraría genuinamente cuanto buscaba? ¿Por qué no pudo conformarse con una
tranquila vida entre los animales? Después de todo, tal vez sí era solo uno más de ellos.
4
Cfr. Fujiwara no Teika, Meigetsuki
Como Eneas, expatriado y deshecho, se embarcó con una fe ciega y una
promesa; como Ulises, cruzó mares infinitos a la vez que anhelaba un hogar que quizás
no existía. Pero llegó. Las aguas volviéronse tierra; en la costa la imponente selva abríase
frente a sus ojos, pero el Gato no sintió temor, pues aquí, se dijo, descansaría al fin. La
humedad del aire, incluso de la tierra, amortiguó el corazón del aventurero que no sabía
cuánto quedábale de vida. ¿Recordaría la Muerte aquella promesa?
Ponderaba esto en lo más profundo de la selva cuando la Muerte reveló su
presencia ante el Gato. Perfectamente recordaba su promesa, una vida es una vida, díjole
trémula. Y si bien aún quedábanle dos años más antes de que el trato venciese, suspiró,
la próxima vez que el Gato le tentase, la Muerte reclamaría su vida en el instante. Sin una
palabra más, la sombra deshízose en el aire, revelando ante el Gato a un pequeño
hombre escondido tras un árbol que había observado el final de la escena. Más veloz que
el Gato, levantóle del suelo y llevóle con otros como él. Comenzó a hablarles en una
lengua muy distinta, muy rústica y lenta. Casi monosilábica. Y aunque el Gato no
entendió, el mensaje fue claro: habíales relatado lo que acababa de ver. Y, ante su
sorpresa, los hombres postráronse ante él.
Llamáronle Xbalanque, el Guerrero. Hiciéronle tronos, coronas, espadas, bailes,
banquetes. Todo era oro, todo era esplendor. Y la selva se volvió el hogar del Gato.
Aprendió a escalar, sus sueños fueron plácidos, sus sentidos volviéronse más definidos.
Respetábanle, amábanle. Y vivió feliz. Sin embargo, como un recuerdo amargo para el
Gato, los hombres quisieron un dios más fuerte, más temible, glorioso, uno que no
pudiese sangrar: un Jaguar. No esperó ni siquiera una noche más. El Gato se fue ese
mismo día. No podría haber soportado ver de nuevo, todo cuanto amaba, destruido.
Con el corazón deshecho, el Gato embarcóse de nuevo más hacia el Este, más
hacia aquel Sol que le había creado. Aquellos meses fueron tormentosos, en el mar y en
su mente y sintió mucho frío por mucho tiempo. Tanto que ya no sintió nada más. Arribó
finalmente a una tierra que le pareció extraña desde el principio pues no conocía la nieve.
Pero decidido a encontrar su hogar siguió con paso firme hasta encontrar a los hombres
que poblaban aquellos lugares. Viéronle tan resplandeciente y alto, tan noble y audaz,
que sólo una mirada bastó a aquellas gentes para considerar al Gato un regalo divino.
Pusiéronle Vakker, el Hermoso, y gobernó sabiamente junto con Odín y Thor. Su corazón
volvióse más indiferente, quizás por el frío o por el dolor, pero era un dios. Y vivió feliz.
Sin embargo, los hombres quisieron adorar a otro como ellos. Y el Gato fue
convertido en un servidor de la diosa Freyja hasta el punto de no ser uno sino dos gatos
quienes guían su carruaje. Sus salones, sus palacios, todo vaciado y todo olvidado, lo
abandonó sin mirar atrás. Lloró amargamente y huyó a tal velocidad que no supo si corría
o si en realidad sólo estaba dando un salto muy largo y el mundo discurría bajo él.
Aunque pensó que iba al Este, el Sol dirigióle más vertiginosamente al Sur, lo más
alejado posible de aquel frío sempiterno; y sin darse cuenta había llegado a otro mar,
mucho más cálido y mucho más rico. Los árboles, la tierra, el viento que rebatía en sus
orejas, todo parecía emanar una especie de sabiduría y lógica. Casi como si todo
estuviese a punto de hablar o cobrar vida. Sus patas encontraron descanso, y él mismo
se inclinó bajo la sombra de un árbol a dormir. Dos niños llegaron junto a él y quedaron
sorprendidos por su tamaño. Eran tan pequeños, díjose, que para ellos el Gato debía ser
enorme. Comenzaron a jugar a su alrededor y le llamaron Vytina, el Enorme. ¿Contaría
esto, siendo que son niños? Pensó. Pero no le importó, porque alimentóse de sus risas. Y
vivió feliz. Sin embargo, cuando se cansaron, los niños fueron a la población y relataron
su aventura con el gigantesco león (pues aún muy pequeños, pensaron que el Gato era
uno). De esta forma los mayores tuvieron temor y consideraron al feroz león un peligro, al
cual Hera, célebre esposa de Zeus, crió y puso en los montes de Nemea, terror para los
hombres5. Sabiendo lo que le esperaba, el Gato sólo suspiró y levantándose, siguió al Sol.
Sólo entonces se dio cuenta que la Muerte lo había burlado a él. Habíale forzado a
ser un vago errante, eternamente maldito, eternamente perdido. Nunca encontraría
descanso, nunca paz. Aquellas palabras sabían a cenizas en su boca. Estaba tan
cansado, tan agotado, tan finalmente rendido. Caminaba con los ojos cerrados y sólo
dejaba que el calor del Sol fuese su guía. Sólo quería descansar, solo… dormir.
El agotamiento finalmente estaba comenzado a comer sus huesos uno a uno, y
rindiéndose, echóse al suelo. Para su sorpresa, hacía más calor debajo de él que en su
espalda. Al abrir los ojos sintió temor. Temor, por haber llegado al más grande de los
laberintos. Porque eso era, una enredadera, una esfera cuyo centro era el mismo Gato,
cuya circunferencia es inaccesible6, un laberinto eterno donde no hay escaleras que subir,
ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso:
había llegado al desierto7.
Sin saber de donde salieron sus fuerzas, se puso de pie y comenzó a caminar
sobre las tierras desde y en las cuales fue creado. Había huido por tanto, tanto tiempo del
desierto, pero era ahí donde nació y ahí donde encontraría paz. Caminó sobre la arena
5
Hesíodo, Teogonía, 327.
Cfr. Borges, J., Ficciones, “La Biblioteca de Babel”, Debolsillo, 2012, pág. 90
7
Cfr. Borges, J., El Aleph, “Los dos reyes y los dos laberintos”, Alianza, 2010, pág. 158
6
caliente, pero el dolor no lo sentía: fue hecho para eso, creado para eso. Sólo ahí su
corazón descansó y sólo ahí se dio cuenta de que toda luz brillaba más fuerte. El Sol, se
dijo, no salía del Este, sino de Egipto. Sentía dentro de sí, como un latido, un palpitar, un
zumbido que hacía vibrar todo su ser. No tardó en llegar a los hombres. Levantaron la
vista para verle, pues la sombra que proyectaba era casi infinita. Quedando prendidos de
aquella figura, inclináronse ante el Gato de una y definitiva vez. Con todo, su voz era
suave como la miel silvestre que se desprende gota a gota de un árbol y su piel era más
fina que el plumón8. Y llamáronle Bastet, Sekhmet, Mehit. Y fue feliz.
Los títulos no se hicieron esperar, y el Protector gozó de fortuna, y el Sanador, de
descanso; erigieron esfinges en honor al gran Guerrero. Había dormido bajo los árboles
de Xunantunich y soñado en la costa de Drøbak. Era hijo de Equidna. Y un fantasma en
Takizawa. Pero ahora, ahora era el hijo del dios Ra, engendro del Sol. No era un jaguar,
ni un tigre, ni medio humano, ni un espíritu, sino un gato y un dios.
Y cumplidos finalmente los siete años que le había dado la Muerte, el Gato con
alegría cerró los ojos y exhaló, satisfecho con aquel tiempo que se le había dado.
Satisfecho, porque había estudiado, había sufrido, había llorado y había amado.
Satisfecho, porque aunque muriese, aunque sufriese, aunque cayese en el olvido, aun
cuando aquel Primo Amor convirtiera todos los corazones a la Verdad, había cumplido.
Satisfecho, porque ya no era el Gato, sino un gato.
Satisfecho, porque, en definitiva, había pasado a la inmortalidad.
8
Kipling, R., El libro de la Selva, Tomo, 2004, pág. 18
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