1 Una donación significativa Introducción Las colecciones de arte

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Una donación significativa
Introducción
Las colecciones de arte de Ángel Ramos y Argentina S. Hills (de aquí en adelante
nos referiremos a ellas como Colección Ángel Ramos y Tina Hills) han sido guiadas por
un afán de captar la esencia de la historia vivida en todo el rigor de la palabra. Dialogan
en ese contexto ideales y realidades, armonías y conflictos, lo objetivo y lo subjetivo,
razones e intuiciones. Gestada bajo preceptos filosóficos comunes, la selección ofrece un
panorama artístico-cultural representativo de eventos que de una u otra forma influyeron
en la vida isleña. De cierto modo, la conjunción de estas obras de arte delata la dinámica
de la segunda mitad del siglo XX, filtrando el desarrollo socio-estético a través de
representaciones ópticas que reflejan estados psicoespirituales particulares, incluidas las
dimensiones aportadas por el espíritu popular. Al observar el conjunto, el espacio en que
se encuentra se dinamiza, impregnado por el espíritu de la época en que fue concebida
cada obra. Alternan recuerdos e ilusiones, emoción y naturaleza, en un coloquio de
expresiones conmovedoras que emergen de imágenes diversas que a su vez se proyectan
como una unidad. Para los estudiosos, este acopio constituye una fuente de referencia
que a medida que se investigue ganará relevancia. La parsimoniosa química del tiempo,
que mezcla los flujos y reflujos de la lógica y las contradicciones humanas, obra
consistentemente a favor de la interacción de las generaciones distanciadas por el
devenir.
El acervo que hoy podemos apreciar en el Museo de Arte de Puerto Rico es
también un testimonio de la sensibilidad de quienes lo concibieron, del perfil anímico de
quienes emplazaron esta reunión de piezas y de la manera ejemplar en que se han
desprendido de ellas para compartirlas con todos los sectores sociales. Igualmente, sirve
de modelo para otros, convirtiéndose en paradigma orientador que revela la manera en
que la gestión privada puede transformarse en brazo auxiliar del estado en la labor
enriquecedora de la cultura.
Digna de mención es la significación de la donación que hoy se hace al pueblo de
Puerto Rico, pues reúne composiciones de artistas de gran envergadura en nuestra
historia. El legado es valioso en toda la amplitud del término, pues su valor se reflejará
de inmediato y a la vez tendrá repercusiones en el porvenir. Es de rigor señalar también
su amplitud de horizontes, que se manifiesta con fuerza en primer lugar con las obras de
Julio Rosado del Valle y Luis Hernández Cruz. Semejantes aperturas hacia la abstracción
conviven con las presencias figurativas de Ángel Botello Barros, Luisa Géigel Brunet y
Alejandro Sánchez Felipe. En ese sentido, notamos que existió una evolución con metas
que se han cumplido a cabalidad.
Consideraciones en torno a la Colección Ángel Ramos y Tina Hills
Las colecciones ofrecen al observador una selección de piezas representativas
cuya vigencia responde a requisitos socioculturales emanados de las realidades históricas
existentes al momento de su creación. Si examinamos minuciosamente esta donación,
podemos afirmar, sin lugar a duda, que las piezas han rebasado los planos temporales,
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han excedido las diferencias teóricas existentes en el ambiente en que fueron concebidas,
aunque sin dejar de reflejar sus tiempos y la interpretación que cada artista les imprimió.
Como tratan temas universales, nos refieren sentires compartidos entre la actualidad y el
porvenir. Deriva de ahí su capacidad para conmover la conciencia colectiva de las
comunidades presentes y activar el inconsciente de aquellas que pueblen nuestros límites
territoriales ulteriormente. Son obras generadas por creadores que han conocido
íntimamente las trémulas emanaciones de nuestra vida comunal.
Un asunto al que tenemos que retornar por la importancia que reviste son las
visiones escogidas por quienes a lo largo de los años desarrollan un acopio artístico.
Cada coleccionista depura criterios tan propios que su selección incita al contemplador
analítico a buscar en ella esa visión de mundo que lo anima. La sensibilidad distintiva
del coleccionista para allegar las composiciones apropiadas a sus conceptos se convierte
en alocución propia. Por otra parte, las obras de arte hablan a su manera del instante
histórico en que fueron pensadas y efectuadas. Así, en esta Colección confluyen
apreciaciones de artistas oriundos de este país, de otros que se establecieron e integraron
a él y también de los que nos visitaron periódicamente. Utilizando un término
matemático, podemos afirmar que el denominador común de la Colección, su centro de
atención, es Puerto Rico, aunque simultáneamente apreciamos los alcances cosmopolitas
de cuanto se ha elegido. Al espectador ilustrado le resulta evidente que las adquisiciones
responden a un deseo surgido del amor hacia la estética, a un deseo de conjugar los
trabajos de acuerdo a criterios idealistas que culminen en una síntesis óptica en que arte y
vida se enlacen. Emergen así acercamientos que se acoplan con naturalidad a una
espiritualidad en que lo racional y lo subjetivo se complementan. Se trata de una
estrategia estética en que lo emotivo y lo cognitivo se toman la mano para armonizar una
compilación significativa.
En lo que respecta a la donación hecha al Museo, los artistas representados gozan
de gran reconocimiento y prestigio, son nombres que han marcado hitos en nuestra
historia del arte: Ángel Botello Barros, Elvira Coya, Luisa Géigel Brunet, Luis
Hernández Cruz, Augusto Marín, José R. Oliver, Julio Rosado del Valle, Alejandro
Sánchez Felipe, Rafael Seco, James Shine Silva y Rafael Tufiño. Es de rigor señalar que
una baja en este escogido resultaría en una pérdida inestimable, pues alteraría la visión
que habla elocuentemente de la filosofía que animó a don Ángel Ramos y que impulsa a
doña Argentina S. Hills.
La presencia de Ángel Botello Barros
La presencia de artistas extranjeros en el ámbito isleño es un factor a considerar
cuando estudiamos el desarrollo de las artes puertorriqueñas. Es necesario, por ejemplo,
investigar no sólo el rol de Walt Dehner (1898-1955) en el establecimiento de un
departamento de bellas artes en la Universidad de Puerto Rico, sino también los alcances
de su interés en promover que se trajeran exposiciones mediante las cuales los artistas
locales establecieron contacto con las escuelas y movimientos del momento. Tampoco
podemos olvidar que en el mismo campus universitario el también estadounidense
George Warreck (1899-?) desarrolló un trabajo escultórico de fuerte presencia abstracta y
a la vez pinturas en que lo no objetivo y la figuración se alternaban. Desde hacía algún
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tiempo, también obraban en la isla Fernando Díaz McKenna (1873-1930), Alejandro
Sánchez Felipe (1895-1971) e Ismael de Alzina (1898-1977).
Las nefastas consecuencias de la Guerra Civil Española (1936-1939) trajeron a
nuestras playas un número selecto de artistas e intelectuales procedentes de la península
ibérica. Venían en calidad de exiliados, lo cual es una condición excepcional por tratarse
de una emigración forzada que deja sólo remotas posibilidades de renacer socialmente en
otro escenario. Y si el desangre del período bélico fue intenso, el que siguió a las
hostilidades tuvo consecuencias desgarradoras. Aquí llegaron personajes de la calidad de
Eugenio Fernández Granell (1912-2001), Federico Enjuto (1844-1966), Carlos Marichal
(1923-1969), Hipólito Hidalgo de Caviedes (1902-1996), Cristóbal Ruiz (1881-1962),
Esteban Vicente (1903-2001) y José Vela Zanetti (1913-1998). Con ellos arribó también
el Dr. Sebastián González García (1908-1967) gran historiador y teórico del arte, quien
tanto ayudó a despertar la estima por los movimientos estéticos que aquí se gestaban.
Opino que un tema a estudiarse en todas sus dimensiones es el legado de estos creadores
foráneos a través de su intensa labor pedagógica.
Al igual que aquellos, Ángel Botello Barros (1913-1986) tuvo como una de sus
primeras actividades en Puerto Rico la de mentor, en la Academia de Edna Coll. Cuando
llegó a la isla no era un extraño, pues nos había visitado en varias ocasiones y ya se había
aclimatado al Caribe en tierras de Haití. Por esa razón requieren especial atención dos
pinturas de gran formato encomendadas por don Ángel Ramos en 1946. Las
conversaciones del artista y el coleccionista se convirtieron en un verdadero intercambio
de ideas en torno al rol de Puerto Rico en el contexto universal. El resultado fue un par
de lienzos emblemáticos cuyas imágenes están impregnadas de concepciones utópicas.
En Flora de Puerto Rico (1946) Botello Barros plasmó una visión solemne y a la vez
sublime de la isla. La presentación luce como un homenaje a los valores tangibles e
intangibles que convergen en nuestro espacio geográfico. Es conmovedora su manera de
conciliar ambiente y vegetación, la cual ubica sobre un simbólico fondo dorado, evocador
de apreciaciones místicas. Probablemente quiso representar el esplendor de las fuerzas
supremas evocando símbolos que podrían fundirse para conformar una heráldica propia.
En cuanto al uso del oro, debemos observar que los artistas bizantinos, al igual que los
del período gótico, lo utilizaban como telón de fondo para aclimatar los íconos al ideal de
lo que creían era el Reino de Dios. El artista ofrece también un perfil cartográfico afín a
los empleados por los navegantes en los primeros tiempos de la colonización del Nuevo
Mundo. Simultáneamente, extrae elementos paisajísticos que surgen como una
ensoñación para enmarcar el mapa central. Ese panorama que aparenta salir del contexto
confiere al cuadro un movimiento rotativo que parece aludir al legado del mundo antiguo.
Este recurso remite al observador a esos dominios a los que sólo acceden aquellos
entrenados para percibir realidades distanciadas del lugar común.
El otro cuadro, Vista de la bahía de San Juan (1946), ostenta características
monumentales, apropiadas para representar gestas épicas. En ese lienzo, el entorno
arquitectónico del frente portuario está concebido con la severidad del cubismo. A la
vez, recuerda las visiones urbanas de Giorgio de Chirico (1888-1978). El ángulo
seleccionado para ver esas edificaciones las hace parecer como incursionando en el mar,
y por obra del esquema geometrizante parecen transformarse en una extensión de las
fortalezas militares que dominan el litoral atlántico de la ciudad. No obstante, cuando las
analizamos, experimentamos una ilusión de tranquilidad. Hasta cierto punto, Botello
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Barros mantiene una tensión conceptual que trae a la mente el pasado heroico del enclave
guerrerista, que se extendió por más de 400 años. Estructura su obra suscitando una
óptica cíclica con el fin de dotar al perfil urbano de un equilibrio ante los islotes que
preceden al horizonte. Es necesario señalar que esa movilización de recursos visuales se
acentúa en el extremo inferior derecho, en el techo correspondiente al antiguo edificio del
periódico El Mundo. En ese punto se origina un impulso cinético que invita a la mirada a
volver a recorrer el paraje. Si nos acogemos a un tipo de meditación que dé cabida a la
intuición, resalta cómo Botello Barros pudo hacer una síntesis, cual salto poético, entre el
carácter civil y el trasfondo castrense de la ciudad.
Podemos observar también los cambios sensibles que se operan al tratar el pintor
la topografía haitiana. En esos casos, efectuó estudios de perspectiva que constituyen
logros cuando se trata de terrenos agrestes y montañosos. Un ejemplo lo encontramos en
la obra identificada como Montes haitianos (ca. 1945-46), en la cual podemos divisar la
intensa profundidad de visión y a la vez podemos analizar los contrastes cromáticos y los
efectos del sol tropical. Para llegar a ese grado de precisión, hay que efectuar largos
procesos de observación y tener la calma necesaria para graduar adecuadamente los
tintes, a fin de permitir a la mirada acostumbrarse con naturalidad al conjunto. Además,
Botello Barros supo captar con maestría el desplazamiento de la corriente que deslinda
las montañas. Cuando atisbamos lo antes mencionado, podemos catar sus capacidades
para dar dinamismo al espacio.
El carácter polifacético de Botello Barros resalta cuando nos acercamos a lo que
podríamos denominar sus representaciones místicas. Hay en dicho aspecto de su obra
una clara definición del estado de arrebatamiento que alcanzan los seres cuando
experimentan contacto con lo divino. Botello consigue plasmar personajes tocados por la
gracia suprema que reflejan esos estados de éxtasis. (Nos da la impresión de que el
artista mismo precisaba un estado de ánimo particular para captar esas sensaciones de
bondad). Es necesario aquí indicar que, al parecer, exploró las tradiciones góticas y
bizantinas para extraer de ellas la espiritualidad y el gesto reverente que acompaña a la
santidad, pero las adaptó a la dinámica artística y los principios vigentes de su época. En
esta línea, las obras llamadas Virgen dorada (1957)1 y Madonna (1967) son
concepciones distanciadas por una década durante la cual el artista recurrió a sustanciar la
iconografía con valores pictóricos muy diferentes. El gran factor identificativo de ambas
es la huella inconfundible de la mano del pintor. En la primera, madre e hijo fueron
concebidos en un altar, de manera que Botello pudo nimbar su presencia con un arco
romano dorado y resplandores en forma de nube sobre ella, y un halo en torno a la cabeza
del niño. En dicho caso, el artista siguió la trayectoria de las vírgenes negras tan
populares durante la Edad Media. La segunda obra está dominada por acentos de tenue
cubismo y simbolismos de color. Así, el blanco atuendo representativo de la pureza de la
Señora se acopla al amarillo, alegórico de la salvación, que cubre al Redentor, quien con
su dedo índice apunta al cielo.
De ese mismo entronque son El rezo (ca. 1955), Oiseau bleu (sin fecha) y la obra
acotada como Vudú (sin fecha). Todas poseen denominadores comunes, aunque
aparentemente haya choques entre ellas. Opino que en el poder de concentración creativa
para evidenciar la exaltación espiritual son equivalentes, y en todas se alude a ritos
comunicativos. Por un lado encontramos el encuentro sublime con el Todopoderoso y,
por otro, el artista captó la manifestación física de un desdoblamiento anímico. En éste
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último caso, las contorsiones corporales de la protagonista de un rito de culto
afroantillano se amplían a través de una silueta fantasma que se desplaza en dirección
contraria a la figura central. El pintor también nos contacta con la meditación
introspectiva propia de las culturas orientales.
Otro asunto que debe abordarse en la labor de Botello Barros son los lienzos en
que da paso a remanentes románticos que, aun a pesar de las distancias cronológicas, nos
siguen conmoviendo. Esto es visible en obras como Niñas en la playa I y Niñas en la
playa II (ambas de 1947), en las que revive el ideal de presentar los estados primigenios
de la humanidad en un marco paradisíaco. En estas pinturas pueden verse las influencias
de Paul Gauguin (1848-1903) y posiblemente las siluetas emparentan con las de La
danza de Henri Matisse (1869-1954).
La fineza escultórica de Elvira Coya
Elvira Coya (1926-1985) perteneció al grupo de artistas cubanos que se asentaron
en nuestras playas a raíz del triunfo de la revolución cubana (1959). Se estableció aquí
ya para el 1960 y fijó su residencia en Ponce. Para ese tiempo arribaron tres escultores de
gran importancia, también procedentes de la mayor de las Antillas. Nos referimos a
Rolando López Dirube (1928-1997), Alfredo Lozano (1913-1997) y Raúl Mendoza (¿?).
De igual manera llegaron Agustín Fernández (1934-2005), Víctor Piedra (1922-?) y Zilia
Sánchez (1934), quienes se han distinguido como representantes de las corrientes
abstractas. Entre los trabajos más relevantes efectuados por Coya se encuentra el
Descendimiento de la cruz (ca. 1963) ubicado en el Cementerio La Piedad en Ponce.
Debemos señalar que esa obra monumental le tomó dos años de intensa labor. Durante
su estadía en la mencionada ciudad dejó una notable estela creativa. Es de rigor hacer
constar que fue la autora del baptisterio de la catedral de Ponce y de la efigie de Nuestra
Señora de Lourdes (ca. 1967) desarrollada para la Pontificia Universidad Católica de
Puerto Rico. En el pueblo de San Germán esculpió el monumento al baloncelista
Arquelio Torres Ramírez.
El desnudo que hoy se integra a la colección del Museo de Arte de Puerto Rico
delata la silueta característica de la mujer latina. Salta a la vista que su única prenda de
vestir es un velo, lo cual le confiere un carácter misterioso que mantiene la atención
puesta sobre ella. Probablemente la autora quiso extraer del mundo pagano una vestal
para instalarla en nuestras circunstancias. Existen en la representación juegos texturales
y una pose indicativa de cuán bien asimiló Coya las enseñanzas de Antonio Canova
(1757-1822) y Augusto Rodin (1840-1917). Se aprecia en la figura un protagonismo
matérico que de cierto modo exalta los rasgos fisionómicos.
Las tallas de Elvira Coya pueden encontrarse en Cuba, España, Estados Unidos y
Puerto Rico. Su presencia aquí fue sumamente productiva, ya que pudo expresarse
libremente. Una de sus series escultóricas más impactantes fue la titulada Fragmentos
de humanidad (ca. 1968). Esas piezas permiten analizar cuán bien conocía y aplicaba
los modos que le fueron contemporáneos. Una composición que tampoco debemos
olvidar es Las tres gracias (1966). La trayectoria de esta escultora amerita un estudio
monográfico que destaque sus ideas artísticas y su amplia labor.
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La vanguardia feminista de Luisa Géigel Brunet
Cuando Luisa Géigel Brunet (1916-2008) montó su exposición de desnudos en
1940 en la sala de exposiciones del Ateneo Puertorriqueño, la opinión pública, regida por
un conservadurismo extremo, le fue adversa. La muestra tuvo que cerrar rápidamente,
obligada a combatir con esos remilgos sociales que provocan ceguera parcial. En aquel
momento no se podía permitir que los “ojos vírgenes” de algunos se laceraran en su
aparente inocencia. En su hipocresía socio-moral, ciertos sectores del pueblo aplaudían
solamente el arte complaciente que mostraba escenas dulzonas, desvinculadas de la
realidad respecto de la cual permanecían engañosamente ajenos. Un hecho curioso es
que años antes ocurrió una situación parecida en la vecina República Dominicana,
cuando Celeste Woss y Gil (1891-1986) se vio criticada por razones análogas. Por
coincidencia, ambas artistas tenían en común el haber realizado estudios en Europa y ser
hijas de políticos prominentes en sus respectivas naciones.
El desnudo sin título (1938) de Géigel donado al MAPR es uno de los lienzos
sobrevivientes de ese acto que fue abortado por el fariseísmo estético en su afán por
doblegar la libertad creativa. En este sentido, la pieza constituye un emblema, un hito en
la evolución de la inventiva plástica. Al examinar este óleo, vemos que Géigel hace
aparecer sobre el lienzo a una mujer cuyo tinte epidérmico evidencia un prolongado
proceso de mestizaje. Su anatomía delata la fuerza de quien está acostumbrada a fuertes
faenas. De igual manera, la firmeza de sus senos y vientre denota una energía que aflora
de lo más íntimo del ser. Destaca su gesto campechano que permite entrever una actitud
valiente propia de quien se encuentra perennemente dispuesto a acometer las más
arriesgadas empresas.
Un asunto que demanda atención es la coincidencia de que la escultura de Elvira
Coya (un vaciado en resina sintética) y la pintura de Géigel traigan a la consideración
pública mujeres desnudas cuyas cabezas están cubiertas por velos. A mi entender, en las
dos realizaciones esa prenda está usada simbólicamente. El velo puede demostrar una
voluntad de alejamiento que separa a los personajes de toda ostentación vanidosa.
También puede obrar cual tenue blindaje, cuya sutilidad se convierte en escudo contra los
desafíos. De manera etérea, nos refiere a cultos remotos, y actuales, que imponen cubrir
al sexo femenino de esa manera con la intención de proteger la intimidad de sus
sentimientos, guardando así los misterios que anidan en estratos psicológicos más
profundos. Algunas veces el velo se emplea como signo litúrgico de iniciación, al punto
que podríamos verlo como agente intercesor para hacer perceptible algún cambio. Al
mismo tiempo, indica intenciones de preservar secretos revelados que no pueden
transferirse al plano profano. Tiene asimismo la función de agilizar la facultad de
ensimismamiento imprescindible para rebasar obstáculos que nos atan a lo inmediato.
Es pertinente apuntar que Luisa Géigel Brunet practicó la pintura y la escultura
magistralmente. No obstante, fue más prolífica en la segunda de dichas disciplinas. Su
formación artística fue altamente refinada y podemos afirmar que efectuó una obra
excelente y valiente, de ahí que su existencia sea un estandarte para las mujeres artistas
puertorriqueñas.
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Acercamientos al trópico de Luis Hernández Cruz
Uno de los representantes más destacados del abstraccionismo isleño es Luis
Hernández Cruz (1936). Sus conocimientos teóricos están apoyados por convicciones
genuinas que se han convertido en dínamo para desarrollar una producción que
consistentemente se ha mantenido a la altura de los tiempos. Su objetivo primordial ha
sido efectuar pinturas que sin acudir a mimetismos mantengan su validez estética por
derecho propio. Su Forma tropical (1979) podemos sentirla como una manifestación
proveniente de fuentes subjetivas. Color, línea y forma se sincronizan para originar una
composición desvinculada de las realidades exteriores. Emerge de ahí una concepción de
mundo en que el objeto estético se encuentra divorciado de toda relación figurativa.
Probablemente el único vínculo con la existencia exterior radique en el título. Esa
referencia verbalizada le sirve al artista para darnos una pista de lo que captaba su interés
cuando emprendió su faena. En el lienzo vemos pastas cromáticas que adquieren
presencia autónoma. Todo esto estimula el vuelo de la especulación.
Hernández Cruz nos enfrenta a una creación que por estar al margen de asuntos
inmediatos parece tornarse atemporal. Si nos acercamos a la obra, nos damos cuenta de
que su autor desencadenó un proceso desarticulador en el que recompuso, reutilizándolos
y reubicándolos, sujetos compactados a través de un proceso de simplificación. Así, las
formas geométricas escapadas de los principios euclidianos lograrían multiplicarse en los
recintos cerebrales. Si algo ha caracterizado al artista, han sido sus posturas
vanguardistas y su actitud valiente ante los cambios. Opino que la libertad que muestra
cuando siente la necesidad de renovar es una de sus aportaciones positivas al flujo
histórico del abstraccionismo en Puerto Rico.
Del cuadro que nos ocupa emana un lirismo atípico que escapa de
convencionalismos estructurados para ingresar en un esencialismo frugal que se nutre de
la voluntad arbitraria del artista. Para llegar a ese punto, las emociones y los sentimientos
se han liberado de las vetas del inconsciente y se han desbordado artísticamente a través
de normativas propias. La obra podría ser concebida cual si se tratara de un acto
desprendido del acontecer regular y transformado en hecho al margen de la historia. Nos
percatamos de que el autor detecta agentes imperativos excepcionales cuya presencia
obliga al intérprete a sostener diálogos intersubjetivos con el lienzo. Para facilitar esto,
deben estar presentes como instrumentos de análisis las motivaciones culturales,
espirituales y afectivas del instante en que la obra fue concebida. Así vemos
simultáneamente su escala humana y su proyección cósmica.
El mundo heroico de Augusto Marín
La primera época creativa de Augusto Marín (1921) se caracteriza por sus
proyecciones heroicas de los objetos y personajes representados. Su facultad para
evidenciar estados psíquicos le permitió desarrollar un lenguaje plástico metafórico en
que los gestos se agudizan a medida que nos distanciamos del cuadro. Tan pronto
analizamos sus temas y los protagonistas de sus trabajos, nos percatamos de que originó
cánones propios, que no responden a modas o escuelas institucionalizadas. Marín se ha
centrado en nociones vitales fundamentales que interceden para suscitar un universo
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pictórico en cuyo seno se agitan verdades míticas. Si nos adentramos en Vida y Siempre
la limosna (ambas de 1963), podemos catar cómo resalta los juegos lineales en que se
apoyan las expresiones del elenco residente en sus telas2. Ha sabido ponderar el peso
óptico de cada trazo, de manera que el observador pueda leer con fluidez los asuntos
expuestos.
En ambas piezas, Marín parece enfrentarnos a situaciones trágicas que son parte
de la condición humana. Los gestos, muchas veces hiperbólicos, recuerdan los recursos
histriónicos del teatro grecorromano en su búsqueda constante de vuelcos catárticos. Al
internarnos en la primera composición, notamos una semiótica probablemente derivada
de relatos sagrados. El individuo se sostiene de un tronco que puede ser una alusión al
árbol de la vida. A su izquierda se extiende un paisaje indicativo del espacio vivencial
donde se substancia su presencia en el mundo. El tema del segundo cuadro presenta a un
asceta en proceso de despojarse intelectualmente de los controles materiales. Lleva un
turbante blanco en posible alusión a aquel con el cual, según la leyenda, el arcángel
Gabriel ciñó la cabeza de Adán luego de despojarlo de la corona que poseía antes de su
expulsión del paraíso (simbólicamente, ésa era la manera de recordarle la dignidad
perdida). Por su parte, el acto de mendigar demuestra la disponibilidad para subsistir con
lo básico. Se trata, pues, de un pordiosero cuya función es responder a un voto de
pobreza que lo lleva a subsistir con lo mínimo y evitar los placeres. Al mostrarlo con los
ojos cerrados, Marín indica un estado de introspección contemplativa intencional para
soportar los embates del destino. La torre a sus espaldas implica que a pesar de todo se
mantiene en estado de vigilancia perpetua.
Es pertinente afirmar que Augusto Marín emplea un método de depuración
constante para desarrollar sus mensajes. El artista responde a un proceso sistemático que
le permite sostener la emoción proveniente del suspenso. No se permite agotar los temas
que trata para retomarlos desde perspectivas diferentes. Si algo lo distingue, es que ha
permanecido en continuo proceso de aprendizaje.
La luminotecnia de José R. Oliver
Para incursionar en los trabajos del Dr. José R. Oliver (1901-1979), es necesario
comprender su refinada formación científica. Los estudios de luz dominantes en sus
pinturas reflejan una observación metódica que lo conduce a descomponer y reordenar
para llegar a la síntesis. En sus cuadros resumió consistentemente los efectos ópticos
generados por la iluminación natural en distintos momentos del día. (En ocasiones hizo
algo parecido con las luces artificiales). Tal parece que ubicaba los objetos que iba a
interpretar bajo un prisma cubista, segmentador de la atmósfera donde se encontraban las
imágenes.
Su Bodegón del huevo frito (1963) desencadena unos movimientos particulares
en el espacio pictórico porque aísla instantes sin que se pierda la continuidad de la
representación. De cierto modo, ese recorrido luminotécnico permite transmitir el
aspecto fugaz de la vida. Oliver establece así vínculos entre ayer, hoy y mañana
mediante una visión extraída de secuencias del acontecer que revitalizan vivencias
retrospectivas y prospectivas.
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Un aspecto de este bodegón que debe resaltarse es su elegancia compositiva, que
le sirve a Oliver para ubicar las delicias presentadas al margen de la temporalidad
cronológica y conferirles un estado de permanencia en los depósitos del recuerdo para así
rebasar los límites de lo inmediato. Al parcelar la luz, el pintor confiere al cuadro un
sesgo mágico que permite a ojos tanto profanos como cultivados el poder apreciarlo en
un registro más amplio.
La presencia de José R. Oliver es relevante en nuestro panorama artístico en gran
medida por su peculiar manera de asimilar tendencias empleando depuraciones propias.
Si algo es digno de un análisis amplio en su obra, es su colorismo, cuyos matices
establecen sintaxis cromáticas que reclaman la atención de quienes se acerquen con
propósitos críticos.
El carácter polivalente de la obra de Julio Rosado del Valle
Las ideas esbozadas por Julio Rosado del Valle (1922)3 en sus pinturas nos
encaminan a comprender el alcance de cuanto ha realizado. El artista ha desarrollado un
perfil plástico único por medio de su creatividad. Una de sus grandes aportaciones a las
generaciones de artistas actuales y venideras ha sido el establecimiento de paradigmas
normativos. Sus acercamientos a sus fuentes de inspiración revelan no sólo su
conocimiento de los ideales fundamentales de la modernidad sino también su capacidad
para extraer el sentido profundo de las realidades a través de una sobresaliente destreza
interpretativa. Tal facultad le permite plasmar la validez universal y a la vez comprender
el alma nacional, dándole vigencia en su discurso artístico. El temperamento de Rosado
del Valle lo convierte en un esencialista, cualidad sostenida durante toda su carrera.
Su obra Sin título [Paloma en techo rojo] (1980-81) refleja su propensión a
plasmar un imaginario novedoso y en ella resalta la voluntad de rescatar elementos
intrínsecos arrancados de sus focos de atención. De igual manera, el autor no se ha
detenido ni un instante a elaborar frivolidades decorativas. Se confirma aquí uno de sus
grandes aciertos, que es someter todo lo captado por su mirada cleptómana a
reevaluaciones constantes. Rosado del Valle ha desarrollado un registro iconográfico
detallado de cuanto reclama su atención, y ello le da visa para tratar temas selectivamente
y reprocesarlos, permitiendo a la memoria y al marco subjetivo del tiempo reactivar el
pálpito de los instantes, y renovarlos. Digno de señalar es que nuestro pintor somete cada
procedimiento a exámenes intelectuales extensos. En unos casos los resuelve en los
estratos mentales; en otros, como en la pieza que nos ocupa, trabaja la visión pasándola
por el tamiz de experimentos continuos que preceden a la pieza definitiva.
El conceptualismo vanguardista de Rosado del Valle y su relación con los entes
interpretados por él reactualizan el procedimiento socrático de someter lo que ingrese en
su orbe artístico a una mayéutica especial. El propósito es sacar de ello lo que podríamos
definir como la genética que lo anima. De manera que si hay “abstracción” en su
quehacer, proviene de un afán platónico de violar el mundo habitado por los modelos que
permanecen en los estadios más cercanos a las fuentes de percepción. En ese sentido, se
autoimpone la función de eliminar toda distracción para llegar al principio fundamental
de las cosas.
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Cuando podemos contemplar su obra en conjunto, atisbamos en sus
representaciones el procesamiento de una mirada entrenada para responder a los
principios filosóficos del arte. Sus acercamientos tienen visos de atemporalidad porque
poseen rasgos permanentes y, por tanto, universales. Esto se debe a que el artista, al
convertir sus convicciones personales en disertación plástica, las transforma en código
estético. Ahí reside ese punto especial que confiere significación y contenido a su obra.
Hay que agregar que Rosado del Valle no se ha permitido altibajos en su trayectoria. La
“estámina” de su producción reside en la consistencia cualitativa. El sello inconfundible
de sus trazos denota la lucidez de quien es consciente de lo que es capaz de alcanzar.
También captamos incesantes impulsos materialistas que pueden remitirnos al ayer y al
mañana desde el eje por naturaleza fugaz del ahora. Así, el pintor ha podido dar a los
medios plásticos un recurso habitualmente de la literatura: el sentido figurado.
Opino que Julio Rosado del Valle no ha sido un creador ceñido a modas. Su
finalidad va más allá de las glorias efímeras de períodos particulares. Tampoco ha cedido
al empuje seductor de los llamados “ismos” y otros oleajes que aspiraron a monopolizar
el escenario artístico y de los cuales aún palpamos remanentes. De esos planteamientos,
como es lógico, pudo asimilar y poner en función selectivamente ciertos enunciados, pues
el ser humano está llamado a actuar a la altura del instante que le toca vivir.
Alejandro Sánchez Felipe: la captura del ambiente
Para la década de 1930, Alejandro Sánchez Felipe (1895-1971) ya se encontraba
en Puerto Rico desempeñándose como pintor y maestro. De su labor pedagógica
podemos afirmar que supo comunicar a sus alumnos la mística apropiada para lograr
sostener su producción artística aún en tiempos de penuria. A la vez, fue ejemplo de
dignidad, pues aplicó a su vida el estímulo de confianza y orgullo en su talento y lo
transfirió a sus discípulos. Durante su período formativo tuvo como preceptor al gran
maestro Julio Romero de Torres en la Academia de San Fernando en Madrid.
Si algo resalta en su carrera, es la importancia que dio al dibujo. Realizó una serie
de álbumes y libros de dibujo ejemplares que son de importancia artística y pueden servir
como modelo a los artistas del mañana. Entre ellos se encuentran Dibujos de Cuba, La
Habana (1936), Dibujos de España, Francia, Venezuela y Colombia (1926), Estampas
puertorriqueñas (1936), Estampas venezolanas (1941), En broma y en serio (retratos y
caricaturas, 1943), Rincones coloniales y tipos populares de Venezuela (1943), Álbum de
Caracas (1954), Estampas (pluma y lápiz) (1958), La ruta del libertador Bolívar (s/f) y
La ruta del Quijote (s/f). Su producción demuestra un esfuerzo por dejar constancia del
estado en que se encontraban las cosas cuando él las vio y evidencia su preocupación por
el legado histórico.
Si hago referencia a sus trabajos a lápiz y tinta sobre papel, es por el destaque que
adquieren en su desempeño como pintor: en sus óleos y acuarelas se trasluce la relevancia
dada a sus apuntes preliminares.
Sánchez Felipe pudo captar acertadamente fragmentos sobresalientes del
ambiente. Es evidente que mantuvo el parentesco con las tradiciones expresivas de las
artes ibéricas, como lo observamos en Los aguadores (s/f). Se trata de un cuadro
costumbrista en que las luces y las presencias folclóricas nos dicen que su autor poseía la
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habilidad de aislar el instante para darle presencia permanente en su obra. La escena
presentada es muy española, pueden alegar algunos; sin embargo, deja ver las
capacidades de Sánchez Felipe para adaptarse a nuevas tierras y ambientes.
Al asomarnos a Las Croabas (1965) y a la obra identificada como Calle Tanca
con farol (1964), apreciamos la capacidad del artista ante los retos presentados por una
escena. Su estrategia consistía en conceder a los conocimientos formales la flexibilidad
de adaptarse a través de procesos de ósmosis telúrica. No obstante, como buen
profesional, todas sus visiones detentaban una estructuración premeditada. En ellas, la
proporción y la aptitud para concertar que tiene el artista no responden a reflejos
mecánicos. Si algo definió el trabajo de Sánchez Felipe es la presencia que otorga a lo
activo y lo aparentemente pasivo, a materia y espacio, sin entrar en rigores sistemáticos.
Por esa razón pudo ofrecernos instantáneas callejeras que aún conservan el fervor del
momento cuando fueron captadas. Eso mismo sentimos ante las acuarelas identificadas
como Vendedor de frutas (1963) y Carro de frutas (1964), en las cuales la vivacidad
del instante se mantiene intacta. A mi juicio, algo que distingue al artista es su habilidad
para la aguada, que es a mi modo de ver el más difícil de los medios pictóricos. Otra
prueba de su talento es su aptitud para el retrato, cuya meta no se constriñe al aspecto
fisiológico. Probablemente su mayor logro es hacer aflorar los sentimientos más
profundos de su modelo.
Rafael Seco: visiones de un visitante
Uno de los aspectos sobresalientes de la historia artística de una nación es la
visión que de ésta aportan los visitantes. En nuestra isla, uno de esos visitantes fue el
madrileño Rafael Seco (1925), quien vino convidado por José Alegría y trabajó en la
decoración y el diseño de muebles para el hotel El Convento. A ese respecto, es
imperativo recordar que a él se deben los diseños interiores, murales y mobiliario del
Teatro Real de la capital española, donde además fue decorador del Palacio de la
Moncloa y de las vidrieras dedicadas a la moneda romana en el Museo Casa de la
Moneda. En Puerto Rico también fue comisionado por el Dr. Ricardo E. Alegría para
realizar las pinturas del museo de las ruinas coloniales de Caparra.
Seco desarrolló una serie pictórica cuyo conjunto constituye una fina semblanza
de su encuentro con nuestra vida de pueblo. La mayoría de esos cuadros son atesorados
en colecciones privadas y sería una experiencia de gran calado si se pudieran reunir
nuevamente en una exposición en que se mostraran como un diario de viaje que relata las
impresiones de autor en suelo isleño. Las dos obras de la donación Ángel Ramos y Tina
Hills nos alertan sobre la profundidad de análisis de tan perspicaz invitado. Su interés
sociológico y su naturaleza investigativa lo llevaron a destacar las condiciones de vida en
la isla, así como la aclimatación a los contrastes del pasado y presente, tal cual lo permitía
la premura de sus estadías. Tiene mucha elocuencia su peculiar enfoque de La catedral
(ca. 1965)4. En esta obra llevó a efecto una ojeada daltónica cuyos agentes protagónicos
son luces y sombras. Las gradaciones de los fulgores, al ajustarse a un cromatismo
limitado, permiten al autor precisar detalles, al tiempo que alterna claros y obscuridades a
fin de hacer conspicuos los rasgos monumentales del templo. El ángulo seleccionado
para captar las intensidades arquitectónicas de la estructura y las caídas perpendiculares
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de las sombras sobre las paredes se conjugan para intensificar la altura, inadvertida a
veces para quienes la toman por normal de tanto verla.
Seco trajo también a la consideración pública secuencias con las que se topaba en
las vías públicas. El aquí y ahora atrapado por su recuerdo a su paso por la ciudad
produjo obras como la llamada Trabajadores (ca. 1965)5, con personajes a quienes había
sorprendido en el desempeño de sus tareas. La pronunciada intensidad de los perfiles
revela un rigor interno denotador de su identificación con la clase obrera. Nos atrae
además la prominencia de las manos, cuya acción dramática es incrementada por
escorzos pautados de tal manera que no disminuyan el alcance del movimiento plasmado
en el lienzo. Los trabajos de Rafael Seco demuestran que sus conocimientos teóricos son
extensos. Sin embargo, sabe inyectarles la ductibilidad necesaria para preservar los
alientos de actualidad que recoge y así perpetuar los latidos vivenciales de su arte. De
hecho, supo tomarle el pulso al ambiente y traducirlo con un histrionismo emanado de la
dignidad del pueblo.
Una imagen infantil de James Shine Silva
James Shine Silva (1930) da presencia a un expresionismo figurativo distanciado
de las normas europeas de esa tendencia. En Niña y sus juguetes (1966) demuestra que
con una gama reducida de colores se puede originar una rica y a la vez elegante
policromía. Si algo lo ha destacado es que suscitó un imaginario que se proyecta en la
memoria cual si tuviera dimensiones más amplias. Probablemente semejante percepción
se debe al impulso centrípeto de sus pinceladas, que en muchas ocasiones se convierten
en trazos fantasmas que se expanden como ondas por todo el soporte.
Llama la atención el tratamiento dado por Shine al aspecto composicional de la
obra. Recurre a líneas sueltas, aparentemente no calculadas, y a la vez estudia y plasma
el esquematismo propio del arte infantil, que no permite sujeciones académicas. De esa
manera se aprovecha de una mecánica estética libre del corsé especulativo de los
manifiestos del arte, a fin de ubicarnos dentro del mundo conceptual de la lógica de los
párvulos. Ésta es una pintura que emana ese tipo de ternura que origina el poder de lo
imaginativo. Nos dice, sin lugar a dudas, la profundidad que se puede alcanzar por medio
de concepciones supuestamente elementales.
Alcances antropológicos de Rafael Tufiño
Rafael Tufiño (1922-2008) fue uno de los principales exponentes del realismo
social puertorriqueño, cuya labor se consolidó en los años cincuenta. Durante ese tiempo,
fue uno de los artistas que se propusieron ofrecer a la comunidad, a través de su
creatividad, concepciones que introdujeran los principios sobresalientes del arte en boga.
El portafolio El café, realizado bajo los auspicios de la Beca Guggenheim que le fue
otorgada en 1954, está compuesto de siete grabados que describen el proceso de recogido
y procesamiento de ese producto. La secuencia sigue un orden narrativo, al punto que se
convierte en una especie de crónica juglaresca óptica. La importancia de las faenas de la
mujer es resaltada notablemente por el artista. Por ejemplo, la colectora de la fragante
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semilla representa un tipo femenino perfilado y a la vez curtido por sus esfuerzos y los
efectos del sol. Tufiño supo captar el temple de la jíbara en su manera de desplazarse por
los escarpados caminos acarreando las cestas para depositar los granos, reflejando la
disciplina de trabajo que se requiere para tan duras tareas. De ahí nos conduce al proceso
de apilar el fruto, efectuado como parte de las funciones rutinarias del ama de casa. A
renglón seguido nos conduce al glacis donde la cosecha se seca con los rayos solares. De
ahí pasa a la molienda, y al final nos introduce en la fiesta del “acabe”, que se celebra al
fin de la temporada y supone el disfrute ulterior de las ganancias obtenidas. En este
portafolio la contundencia del dibujo es capital, como lo muestra el equilibrio impreso en
cada línea descriptiva de ese ritual laboral.
Hemos podido constatar que Tufiño enriqueció su producción con las
experiencias que le proporcionó la vida. Su concepción de La Perla (1969) presenta el
contraste entre las murallas que otrora defendieron la urbe y las endebles estructuras que
se apiñan en el estrecho margen existente entre el océano Atlántico y el paredón. (Estas
murallas por mucho tiempo sirvieron para marcar los límites legales de la población). El
artista nos hace ver que si en un lugar la clasificación de “marginado” se torna irrebatible,
es en esa estrecha franja territorial donde las superposiciones facilitadas por la
arquitectura de la pobreza toman aspecto de panal. Las residencias se superponen
ajustándose a las pautas dictadas por la geografía que les sirve de base y tal parece que el
caserío se encuentra a punto de saltar la barrera que otrora tantos intentaron expugnar.
Si algo descuella en la tela que ocupa nuestra atención es su independencia
artística. Tufiño estableció una dinámica que le permitió evitar las apariencias
transitorias para quedarse con lo esencial de la pobreza. Su delicada eficacia
representativa le permitió denunciar sin ambages situaciones complejas en que no existe
cabida para ningún tipo de manierismo.
En cuanto hizo Rafael Tufiño, la regularidad perceptiva es digna de mención.
Tuvo la virtud de salvar las brechas distanciadoras entre los estados psicológicos y las
situaciones sociales. Además, alternó los asuntos profanos y los imaginativos de manera
peculiar. Su forma de dinamizar el espacio fue un factor que le permitió no perder la
dimensión popular.
Consideración final
Cuando examinamos la magnitud del obsequio que hoy llega al pueblo de Puerto
Rico a través del Museo de Arte de Puerto Rico y en virtud del mecenazgo del Sr. Ángel
Ramos y la Sra. Argentina S. Hills, cobra aún más relevancia el espíritu filantrópico que
motiva esta donación. Tiene gran valor que la selección está constituida por joyas
artísticas de la Colección Ángel Ramos y Tina Hills. Es ésta, por tanto, una iniciativa
que habla elocuentemente del coleccionismo en Puerto Rico y que se convierte en
ejemplo a emular por otros amantes del arte. La calidad y la magnitud de las piezas
pictóricas y la escultura incluidas en este legado son muy peculiares y nos llevan a
constatar, sin titubear, la vigencia y pervivencia de estas artes, que cada vez adquieren
más prominencia. Son muchos los que han proclamado la “muerte de la pintura”, casi
tantos como los que han proclamado irreverentemente el deceso de Dios. No obstante,
ambos mantienen sus presencias imperturbables, a pesar de sus detractores.
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José Antonio Pérez Ruiz
San Juan, 9 de agosto de 2008
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Nota de edición: Fecha atribuida por este autor.
Lo indicado es aplicable a casi toda su producción de la década de 1960.
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Nota de edición: Julio Rosado del Valle murió en San Juan, Puerto Rico, el 20 de septiembre de 2008, poco después
de escribirse este ensayo.
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Nota de edición: Fecha atribuida por este autor.
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Nota de edición: Fecha atribuida por este autor.
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