Especial - Juventud Rebelde

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ESPECIAL
DOMINGO
22 DE SEPTIEMBRE DE 2013
juventud rebelde
Epitafios
La lírica de los sepulcros
Son como las cartas de presentación de los difuntos, textos que ponen
al desnudo mundos interiores, aspiraciones frustradas, expectativas satisfechas,
amores imposibles, resignaciones de último minuto…
por JUAN MORALES AGÜERO
[email protected]
Los epitafios son esos textos breves que los parientes de los difuntos —por iniciativa propia o por
encargo expreso de ellos— escriben sobre sus lápidas. Los hay de
la más variopinta naturaleza:
poéticos, abstractos, humorísticos, nostálgicos, refraneros, literarios… Tienen su génesis en el antiguo Egipto, donde primó una cultura eminentemente necrófila. La
mayoría rinde honor a sus propietarios.
Epitafios que han trascendido
más allá de sus mausoleos existen muchos y diversos. Cada camposanto exhibe en sus predios
una generosa muestra. Abundan
los que se atribuyen a hombres de
letras famosos. Como regla, reproducen en síntesis la filosofía que
alentó en vida a sus autores.
William Shakespeare (15641616), el gran dramaturgo inglés,
está sepultado en la iglesia de su
pueblo natal. Sobre su tumba yace tendida una figura suya en mármol, con una pluma de escritor en
la mano derecha. Su epitafio —afirman que dictado por él— es toda
una súplica y una advertencia.
Dice así: «Buen amigo, por Jesús,abstente de cavar el polvo aquí
encerrado. Bendito sea el hombre
que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos».
El comediante francés JeanBaptiste Poquelín (Moliere), muerto en 1673 y enterrado en la necrópolis parisina Pere-Lachaise
(donde reposan los restos mortales de muchos ilustres) hace gala
en su cripta de un epitafio que alguien rasgueó con refinada ironía
para ponderar sus dotes.
Lean: «Aquí yace Moliere, el rey
de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad
que lo hace bien».
Un texto póstumo memorable
está esculpido en el sepulcro del
también francés Donatien Alphonse
François de Sade, conocido por su
título de Marqués de Sade (17401814): «Si no viví más, fue porque
no me dio tiempo», afirma. Sus novelas, llenas de crueldad, originaron en 1884 el término sadismo,
aceptado por la Real Academia de
la Lengua.
Otros renombrados autores
transfirieron a la posteridad su último deseo, como el español Miguel
de Unamuno (1864-1936). Su epitafio es un contrasentido: «Solo le
pido a Dios que tenga piedad con
el alma de este ateo». El del escritor francés Francoise Rabelais
(1494-1553) implora: «Por favor,
(1863-1947), famoso fabricante de
automóviles,expresó poco antes de
su deceso: «Esta noche voy a dormir
bien». Pablo Picasso (1881-1973),
el gran pintor malagueño, quiso darle a su inminente muerte visos de
alegría: «Brinden a mi salud», dijo
la víspera.
Sobre la tumba de Shakespeare dice: «Buen amigo, por Jesús, abstente
de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas
piedras y maldito el que remueva mis huesos». Foto: www.unadocenade.com
que bajen el telón, la farsa ha terminado».
La inscripción en el nicho del
poeta irlandés Oscar Wilde (18541900), en Pere-Lachaise, no es
gran cosa. Pero redactó, afligido,
una para su perro Botswain. Asómbrense: «Aquí reposan los restos
de un ser que poseyó la belleza sin
la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas
las virtudes de un hombre sin sus
vicios». ¿Cuántas personas mereceríamos un epitafio así?
Y aquí les propongo esta perla
del novelista norteamericano Truman Capote. Expresa así sobre su
propia tumba el excelso autor de
la novela-reportaje A sangre fría:
«Truman Capote lamenta profundamente su desaparición física».
CINEASTAS, ARTISTAS, MÚSICOS…
Entre los mitos del cine ya fallecidos, los epitafios proliferan. El
mármol de la actriz alemana Marlene Dietrich (1901-1992) tiene
grabado uno singular: «Estoy aquí,
en el último escalón de mi vida».
Marylin Monroe (1926-1962), otra
diva del celuloide, fue tajante en el
suyo: «Mi viaje termina aquí», testó
la glamorosa rubia de la pantalla.
El inglés Alfred Hitchcock (18991980), rey del suspense, fue leal a
su personalidad, y mandó a que
escribieran sobre su tumba: «Esto
es lo que le pasa a los chicos malos». Y Orson Welles (1915-1985),
actor y director norteamericano, hizo gala de una altísima autoestima:
«No es que yo fuera superior: los
demás eran inferiores». Su colega
Buster Keaton (1865-1966) fue
más pragmático y seco: «The End».
El epitafio del actor cómico mexicano Mario Moreno (1911-1993)
no podía redactarse de otra manera sino con una cantinflada de las
suyas. «Parece que se ha ido, pero
no se ha ido», asegura el texto
lapidario encima de su panteón.
Entre los músicos, el epitafio en
la bóveda del compositor alemán
Johann Sebastián Bach (16851750) deviene doble sentido:
«Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga», bromea post mortem
el artífice de ese procedimiento musical.
El cantante norteamericano
Frank Sinatra (1915-1998) tiene en
su sepulcro, además de un paquete de cigarrillos Camel y una botella de whisky marca Jack Daniels,un
epitafio extraído de una canción
suya: «Lo mejor está por venir».
POLÍTICOS, MILITARES, CIENTÍFICOS…
Winston Churchill (1874-1965),
ex primer ministro inglés, hizo época por la reconocida ingeniosidad
de sus frases. Reservó una para
que la colocaran como su epitafio
encima de su sepultura londinense: «Estoy dispuesto a encontrarme con mi Creador. Ahora, si mi
Creador está preparado para la
gran prueba de reunirse conmigo,
es otra cuestión».
Otro grande,Alejandro Magno,rey
de Macedonia desde 336 a. C.
hasta su muerte en 323 a. C.,
también quiso perpetuar sobre la
losa su último pensamiento. Su
voraz apetito de poder quedó tallado en esta frase póstuma: «Una
tumba es suficiente para quien el
Universo no bastara».
Benjamín Franklin (1706-1790)
fue un político, científico e inventor
norteamericano. Está considerado como uno de los padres fundadores de Estados Unidos. La autoría de su epitafio se le suele endilgar a un amigo, que lo glosó así:
«Arrebató el rayo a los cielos y el
cetro a los reyes».
ÚLTIMAS PALABRAS
Las grandes personalidades
suelen enfrentar su encontronazo
con la muerte como cualquier hijo
de vecino: expectantes, sarcásticos,temerosos,irascibles,afligidos,
resignados… Aquí va una galería,
a través de sus últimas palabras.
Emily Bronte (1818-1848), no-
Entre los epitafios jocosos figura este, grabado en una lápida en el camposanto de Salamanca, España. Foto: blog lapaginadebetobuzali
velista norteamericana, murió de
tuberculosis. Reacia a ser consultada por los médicos, ante la cercanía de la Parca cambió de idea:
«Si llamáis al doctor, ahora sí que
estoy dispuesta a verle».
En 1823, el poeta inglés Lord
Byron (1788-1824) se vio atrapado por una tormenta. Llegó a casa
abrasado en fiebre. Las pócimas
no obraron y entró en coma. Recobró la lucidez solo para decir: «Me
voy a dormir. Buenas noches».
Otro que enfermó de resfriado
fue el filósofo alemán Karl Marx
(1818-1883). El mal devino pleuresía. Casi al expirar, una criada le
preguntó si tenía algo que decir.
Respondió, airado: «¡Vamos, fuera!
¡Las últimas palabras son para estúpidos que todavía no han hablado lo suficiente!».
Como su obra, la frase postrera de Michel de Notre Dame, el célebre Nostradamus (1503-1566),
resultó premonitoria. Cuando su mayordomo le preguntó que si se verían al día siguiente, dijo: «Mañana
ya no estaré aquí». Y así ocurrió.
Edgar Allan Poe (1809-1849),
autor norteamericano de novelas
policíacas, padeció de alcoholismo.
El 3 de octubre de 1849 lo hallaron
en una callejuela de Baltimore en
lamentable estado. Lo llevaron a la
fuerza al hospital. Sus últimas palabras fueron: «¡Que Dios se apiade
de mi pobre alma!».
A Fernando Pessoa (18881935), figura emblemática de la
lírica portuguesa, lo privó de la capacidad de hablar una crisis hepática derivada de su desenfrenada
adicción al alcohol. Así que sus últimas palabras las garrapateó en
un trozo de papel: «No sé qué me
depara el mañana».
El norteamericano Henry Ford
EPITAFIOS DIVERTIDOS
Algunos epitafios célebres toman distancia de la formalidad y
recurren al humor. Como asegura
un autor, «reír siempre ha sido un
antídoto temporal contra la muerte». De manera que abundan los
divertidos. En tal cuerda, Enrique
Jardiel Poncela (1901-1952), escritor español, ordenó poner sobre
su tumba: «Si queréis los mayores
elogios, moríos».
Dos íconos norteamericanos del
humor, Mark Twain (1835-1910) y
Groucho Mark (1890-1977), no
podían hacer mutis de la vida sin
epitafios que la honraran. Encima
de la tumba de Twain —empedernido consumidor de tabacos—
aparece consignado: «¡Al fin dejé
de fumar!». Mientras que Groucho,
en la suya, ofrece una «disculpa» a
tono con su proverbial caballerosidad: «Señora, perdone que no me
levante».
Entre los epitafios jocosos figuran los que se dedicaron cónyuges
mal llevados. Una muestra en un
osario mexicano: «A mi marido, fallecido después de un año de matrimonio. Su esposa, con profundo
agradecimiento». Y esta otra, grabada en una suntuosa lápida en el
camposanto de Salamanca, España, para una madre difunta: «Recuerdo de todos tus hijos (menos
Ricardo, que no dio nada)». Y el de
un yerno a la madre de su esposa
peruana: «Aquí descansa mi suegra, si hubiera vivido otro año más,
yo ocuparía su lugar».
En un cementerio de Bogotá, Colombia, hay un epitafio que hace
sonreír. Consta en la lápida de un
hombre que, según reseña un sitio web, llegó a pesar 140 kilogramos. Dice la nota mortuoria: «Por
fin me quedé en los huesos». Y
este en un camposanto de Minnesota, Estados Unidos: «Fallecido por
la voluntad de Dios y con la ayuda
de un médico inepto».
Los epitafios son como las cartas de presentación de los difuntos. Sus textos ponen el desnudo
mundos interiores, aspiraciones
frustradas, expectativas satisfechas, amores imposibles, resignaciones de último minuto… En los
camposantos tienen ellos su hábitat natural. Porque, como dijo el
poeta, «el cementerio es un aeropuerto de almas».
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