GUARAGUAO Revista de Cultura Latinoamericana CECAL Centro de Estudios y Cooperación para América Latina GUARAGUAO Revista de Cultura Latinoamericana Dirección: Mario Campaña Subdirección: Daniel Gamper y Francisco Marín Administración: Montserrat Peiró Consejo Editor: Carolina Hernández Terrazas, Mónica Gozalbo Felip, Francesco Zatta y Ramiro Matas. Consejo Asesor: Constantino Bértolo, Esperanza Bielsa, Susana Carro Ripalda, Antonio Cillóniz, Wilfrido Corral, Américo Ferrari, David Frisby, Bridget Fowler, Mike Gonzalez, Román Gubern, Rhonda Hart, Christian Hermansen, Jesús Martín Barbero, Carlos Monsiváis, Julio Ortega, Ulrich Oslender, Rossana Reguillo, Humberto Robles, José Sanchis Sinisterra, Vivian Schelling, Andy Smith, Meri Torras, Fernando Valls. Corrección: Mónica Gozalbo Felip Fotografía de portada: Ismael Llopis Navarro, [email protected] Representante en eeuu: Ligia Chadwick Representante en Francia: Porfirio Mamani Macedo GUARAGUAO es una publicación del Centro de Estudios y Cooperación para América Latina (cecal) Dirección: Pisuerga, 2, 1º 3ª, Barcelona, 08028. España Página web: http://www.revistaguaraguao.org Depósito legal: B-45.842-1996 ISSN: 1137-2354 Puntos de Venta en América: México: Librerías del Fondo de Cultura Económica y Librerías Gandhi Argentina: Librería Prometeo GUARAGUAO es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (arce) GUARAGUAO es miembro de la Federación Iberoamericana de Revistas Culturales (firc) Maquetación: Carolina Hernández Terrazas Impresión: xxxxxx «Esta revista ha recibido una subvención de la Dirección General de Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año 2009». Índice Editorial 5 Ensayo 7 Abismo y autocomplacencia. Los falsos dilemas de la nueva narrativa latinoamericana Francisco Marín Un debate tal vez urgente: la industria literaria y el control de la literatura hispanoamericana Pablo Sánchez Últimas noticias de la narrativa latinoamericana Elena Santos 9 19 29 ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 39 Wilfrido H. Corral Cambio de ciclo en la narrativa latinoamericana. Una conversación con Antonio José Ponte Francisco Marín Recuperación 55 65 Suenan timbres a la espera de la crítica Mario Campaña 67 Suenan timbres (Selección) de Luis Vidales 70 Creación 103 El catavientos (fragmento) Sergio Chejfec 105 Papeles revueltos Raúl Vallejo 114 Gris de borrasca (fragmento) Alberto Garrandés 118 Arte Peter Capusotto, la risa del rock Martín Ortegui Piñeyrúa Libros Disidentes, rebeldes, insurgentes, de Martín Lienhard, por Francisco Martínez Hoyos Pegar donde más duele. Violencia política y trauma social en Argentina, de Antonius C. G. M. Robben, por María Victoria De Negri y Martín Costanzo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, de Mario Vargas Llosa, por Dimas Mas Casi nunca, de Daniel Sada, por Elena Santos Un náufrago asido a una puerta, de Carlos Vitale, por Sònia Hernández Mis dos mundos, de Sergio Chejfec, por Paco Marín Missa solemnis, de Raúl Vallejo, por Jorge Aguilar Mora 127 129 135 137 139 142 146 150 153 156 Editorial El tiempo, la época, su novedad incesante, su conflicto siempre renovado, sus estrategias impúdicas o sutiles nos obligan a la reflexión alerta. ¿Por qué tantos premios literarios españoles, los más prestigiosos, los mejor dotados, recaen, una y otra vez, en escritores o en obras de Hispanoamérica? ¿Tiene eso algo que ver con el proceso de ampliación del mercado literario, por la lucha por una posición dominante en un espacio económico y político potencialmente productivo? ¿Las obras tan numerosas que llegan de Hispanoamérica parecen escritas, en un porcentaje alarmante, tal vez no sobre pedido o moldes pero sí estimuladas y conducidas por patrones previamente diseñados en los departamentos de ventas de los grandes grupos editoriales o en los despachos de los productores de cine? ¿Qué perspectiva debemos adoptar para juzgar lo que está ocurriendo? ¿A qué parte de la historia más o menos reciente hemos de acudir para interrogar el presente? ¿Qué tradiciones hemos de revisitar? El cosmopolitismo de Borges, Bioy y Mujica Lainez, la línea argentina o más bien bonaerense, ¿se prolonga triunfal y eterna en los narradores que disputan hoy el espacio público? Aquel escarnio que tan fácilmente se endilga ahora al García Márquez de la Cándida Eréndira y su abuela malvada, el de los seres voladores, ¿sirve también para olvidar a Rulfo, a Ribeyro, a Fonseca, a Saer, Arguedas? «Todavía América vive bajo el signo telúrico de las grandes tormentas y de las grandes inundaciones. Habrá siempre algún parte meteorológico de Miami, de La Habana, de la Isla de Gran Caimán, para recordarnos que nuestra naturaleza no ha llegado todavía a ser tan ‘amable’ ni tan ‘sosegada’ como Goethe hubiera querido que fuera la del mundo entero –a semejanza de su romántica Alemania». Alejo GUARAGUAO Carpentier escribía esto en 1952 y vinculaba aquella naturaleza no domesticada con la literatura que entonces germinaba. Hoy, hay sociólogos y geógrafos que afirman que Latinoamérica es la región más urbanizada del planeta. ¿Se ha vuelto «amable» y «sosegado» nuestro mundo? Las indagaciones sobre la narrativa hispanoamericana de hoy, a las que hemos invitado a destacados especialistas, son de primer orden, creemos, pero el resultado de nuestra tentativa como revista no nos deja del todo satisfechos, si bien damos por buena la invitación que recibimos de parte de nuestros colaboradores a pensar en las numerosas interrogantes que todos ellos proponen, y en sus respuestas a veces sutiles, como las de Ponte, el narrador y poeta cubano entrevistado en este número, cuya palabra, estamos seguros, resonará una y otra vez en la mente de lectores permeables a las benéficas meditaciones suscitadas por el arte de la narración. Ofrecemos aquí una amplia muestra del libro secretamente famoso y lleno de un incomprensible misterio, que sólo se explica por la incuria de cierta crítica universitaria. Me refiero a Suenan timbres, el libro del colombiano Luis Vidales, sin duda una de la grandes obras de la vanguardia, totalmente obviada en la mayoría de los estudios dedicados a la época y al tema. Nuestra sección de Creación mantiene su línea y presenta textos inéditos de narradores que con diferentes pertrechos e intenciones proponen proyectos nuevos. Chejfec, felizmente, empieza a ser leído en España como se merece. Vallejo y Garrandés esperan su turno. Mario Campaña Ensayo Abismo y autocomplacencia. Los falsos dilemas de la nueva narrativa latinoamericana Francisco Marín 1. Cuatro décadas después del despegue del boom, una nueva generación de narradores latinoamericanos ha tomado forma en la percepción que tienen los estudiosos de lo que sería un grupo de características comunes, y a falta de una denominación mejor se ha comenzado a hablar de ella como la nueva narrativa latinoamericana o, en algunas partes, como el post-boom. Es un grupo amplio. Fácilmente podrían llegar a la veintena el número de autores de interés que suelen reseñarse en los medios como representantes de una capacidad creadora que durante un paréntesis extraordinariamente largo han debido aguardar a que la alargada sombra de Borges, Onetti, Cortázar, Lezama, Fuentes, Rulfo, García Márquez, y Vargas Llosa se disolviera en la retina de un lector renovado. Como es bien sabido, el arte no progresa. Sin embargo, el sujeto al que va dirigido, plantea problemas a los que el artista debe adelantarse. Hay un punto de partida que nadie debiera soslayar a la hora de comentar el valor de los nuevos creadores: existen los nuevos narradores, en efecto, pero fundamentalmente lo que existen son nuevos lectores. En un alto porcentaje, el lector de Fresán, Villoro, Morábito, Roncagliolo, Castellanos, Volpi, Rey Rosa, Paz Soldán… se ha librado –dicho sea sin la menor de las ironías– del lastre de la experiencia seminal de las lecturas que marcaron un hito en la formación de concepto moderno de la novela. Corto y claro: hay nuevos descubridores (el autor) porque hay nuevos territorios (el lector). Eso no supone en ningún caso hablar de la creación como un fenómeno nacido a partir de una experiencia cero. Como bien señala Elena Santos en el artículo que publica este mismo número de Guaraguao, es en los autores donde se da la mayor conciencia de pertenecer a un campo de largo recorrido cuyas fuentes siguen estando en algo ocurrido, hace mucho, mucho tiempo. Para ello no hacen falta académicos. Vásquez ha leído a Onetti; Roncagliolo a Llosa, Pauls a Borges, Álvaro Enrigue a Cortázar, Antonio GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 9-18 GUARAGUAO 10 José Ponte a Lezama… Y los han integrado como creadores de modelos, no a emular, sino a actualizar. No son inocentes. Saben mirar hacia adelante y hacia atrás. Las estrategias narradoras para ellos ya no son las derivadas de una fundación necesariamente formada mediante la práctica reiterada del ensayo-error, sino las de una refundación –la modernidad, en términos históricos, ya había sido descubierta, ensayada amortizada– de la que han sido descartadas las creaciones previamente destinadas al fracaso. Si el terreno ha cambiado, todo ha cambiado. El demiurgo ha sido sustituido por un avezado hechicero con habilidad para el cálculo y, en muchos casos, una potentísima mirada crítica. En este sentido no deja de ser significativo el uso recurrente que los escritores de hoy hacen de la crítica literaria: el autor de hoy se siente global y necesita saber a qué atenerse. Muchos son asiduos firmantes de reseñas en los principales diarios del ámbito hispanoamericano: como ejemplos dispares, las críticas de Fresán o Villoro –la crítica, recordó atinadamente Ignacio Echevarría hace unos años, en uno de sus animados debates gremiales, no habla de literatura; es literatura– orientan muy bien sobre las metas que se plantean ellos mismos como novelistas, mientras otros escritores dan un paso atrás cuando transigen con que su ligereza como comentaristas carezca del atractivo turbio de obras. Pero en un caso u otro, todos ellos son ejemplos de lo mismo: el escritor de hoy es un escritor que ha hecho sus deberes. Y necesita mostrarlo. Hace un lustro, internet era un síntoma de ese exhibicionismo, hoy se ha colocado en el núcleo del asunto: algún día no muy lejano habrá que abordar en esta revista el fenómeno de los blogs. La lista de autores que mantienen su blog abierto es sorprendentemente llamativa, y en algunos casos con resultados enriquecedores (léase: estimulantes y orientadores). En otros, lo que se sigue evidenciando es que el ego no cobra por su peso en bites. También en el resto de las literaturas regionales (europeas, norteamericanas, asiáticas…) se ha dado ese proceso de reubicación: la década de los ochenta sentó las bases de un nuevo mundo literario que reaccionó a la exigencia de los setenta, y seguimos inmersos en él. Si como dijera Pere Gimferrer, en el cine hace décadas que triunfó Dickens como modelo narrativo, en la literatura la batalla la han ganado los hijos de Dickens formados por vía televisiva. No es momento de lamentarse, pero en el caso de una narrativa latinoamericana, la llamada a tomar el testigo de un fenómeno de implicaciones tan complejas como lo fue el boom, el resultado no puede sino producir melancolía. La conciencia no se ha trocado Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia 11 en un movimiento global de altura. Más bien, son muchos los autores que parecen plegarse a los parámetros del público que debieran dirigir. Rayuela necesitaba imperiosamente ser leído por una generación (la misma que ingería artefactos poco recomendables como 62/modelo para armar); la misma de Pedro Páramo y de Paradiso. ¿Alguien hoy considera plausible una complicidad entre autor y lector de un alcance tan profundo? ¿Y con tanta generosidad por ambas partes… incluso para el fracaso? Hubo un tiempo en que la lectura era una religión y autores y lectores se jugaban la vida. En su maravilloso y recién publicado libro de ensayos, Encuentros, Milan Kundera cuenta de Cien años de soledad: Tengo la impresión de que esta novela, que es una apoteosis del arte de la novela, es a la vez un adiós dirigido a la era de la novela. Corría el año 1967. Nunca una generación ha vuelto a exigir tanto del acto de novelar. Se lee, pero las expectativas se han escorado hacia asuntos menos trascendentes. Hoy, los lectores de narrativa latinoamericana, serían incapaces de disfrutar, de forma asidua, devota, la complejidad de aquellos artefactos: se los estudia y lee en las aulas. Como El Quijote. Fuera de ellas, el lector que mantiene la franja central del consumo busca otra cosa. Y el laboratorio de la creación se ha avenido a esa sensibilidad: las obras de largo recorrido son aquellas que siguen apareciendo en los planes de estudio; las novedades son las pirámides de las librerías/centro comercial. Oferta y demanda buscan su equilibrio. Por supuesto, esa reorganización del gusto no se ha hecho de forma premeditada. Ni tampoco (este detalle es fundamental) redunda en la calidad de los textos. Nunca en América Latina se había escrito tanto ni la media había sido tan alta. El lector avezado sabe que no hay una sola editorial de calidad de tamaño medio hacia arriba que no cuente con unos cuantos nombres de interés en su nómina (si nómina se puede llamar la ridícula cantidad que la mayoría de ellos cobran como porcentaje por sus libros). Entre todas ellas han construido una auténtica topografía narrativa latinoamericana, y se ha convertido en habitual la presencia en los premios convocados desde España (redistribuidor del caudal creativo por obvias razones industriales) de nombres transatlánticos. No faltan buenos autores. Lo que falta son las cimas. Abunda lo interesante, se encuentra con facilidad lo notable, pero la vieja sensación de trascendencia y connivencia con el lector se instala en los recovecos, en los autores empecinados, en los fogonazos. ¿Cuántos lectores tiene Chejfec? ¿Bellatin? ¿Kohan? ¿Ponte? Pasar de cientos a miles, en estos casos, es hablar de un best-seller. Su singularidad queda reducida al nivel de GUARAGUAO 12 excéntricos, recordando con sarcasmo el altísimo significado literario que tiene esa palabra: excéntrico. No es un problema. Si bien es cierto que las exigencias de las nuevas generaciones de lectores son descorazonadoramente inanes, el lector de secta sigue respirando. Y por el mismo motivo que internet tiene un uso fútil, cabe esperar que este medio pueda cumplir con dignidad un nuevo papel para lectores convertidos en refugiados. Como se insiste una y otra vez por todos los interesados en el fenómeno de la nueva narrativa, el chileno Roberto Bolaño es la excepción del panorama. En su caso, subsiste algo del viejo aroma de comunidad de iniciados flotando en el aire, y su temprano fallecimiento ha ayudado a alentar el fenómeno. Con todo, hay un elemento en Bolaño que le separa claramente del resto: su visceralidad. La lectura de 2666 no deja indiferente a nadie que se haya introducido en ella, y con todo el cuidado que debe prestarse a los paralelismos, en la huella que deja hay algo del Informe sobre ciegos de Sábato. ¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato?, se pregunta el argentino en el arranque de su inolvidable puñalada inserta en Sobre héroes y tumbas. Como lectura, Monsieur Pain, Amberes o Nocturno de Chile, arrastran el mismo interrogante no formulado: ¿qué me ha arrastrado a este pozo? La pregunta se hace desde el interior del agujero. La literatura nace, en su caso, para palpar las irregularidades de unas paredes construidas por seres anónimos. Lo intempestivo se convierte en lo natural. No hay necesidad de ser conciliador con nadie. La admiración hacia Bolaño tiene algo de cuota para raros. Bolaño vende; también podía haber muerto solo y en París como su querido César Vallejo. Ya se sabe: Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo. De Bolaño dijo un crítico que, a sus cincuenta y dos años, el novelista había muerto en plena juventud. ¿Qué hubiese dicho de Vallejo, un anciano fallecido con apenas cuarenta y cinco? Demasiadas preguntas. Los seguidores de Bolaño no han apadrinado nuevos favorecidos y, aislado el fenómeno, se han reordenado de acuerdo con un gusto que coloca la narrativa latinoamericana, en su conjunto, al mismo nivel que la policíaca o la histórica. Dentro de ella el chileno es un capítulo más. Y no breve. Entre lo publicado, lo recuperado y lo inédito Bolaño puede acabar convirtiéndose en un subgénero. 2. A la vez, esa recomposición de gustos y mercado arrastra consigo una reformulación de lo latinoamericano en narrativa. El cosmopolitismo, el fuerte componente metaliterario presente en tantos autores, la seducción Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia 13 ejercida por la narrativa de género, esconde un elemento que a mi entender no ha sido todavía suficientemente analizado. Ello es la vivencia estereotipada de lo occidental. El boom fue muchas cosas, pero esencialmente fue el descubrimiento de una mirada capaz de enriquecer la sensibilidad occidental. De obligar a cambiar el punto de vista del lector culto, del lector formado en una estela que venía de Flaubert, pasaba por Proust, Joyce y Kafka, y se demoraba en los gigantes de la generación perdida norteamericana, sobre todo Faulkner. Con cada uno de esos estratos se había formado una experiencia poliédrica. Borges, Cortázar, Onetti añadieron una cara más al rostro cubista del auténtico lector. Su trascendencia radicaba en la posibilidad de ayudar a construir un corpus artístico nuevo en el que el mínimo común denominador no alteraba la capacidad creativa de cada mirada. Conversación en La Catedral era una obra inconcebible desde el núcleo de la propia tradición occidental; como Pedro Páramo; como Tres tristes tigres. La renovación venía desde lo periférico, desde la mirada creadora del mestizaje cultural. Desde entonces, no se ha vuelto a dar un paso de gigante como aquél y las cuatro décadas posteriores han servido para normalizar lo latinoamericano. Sigue habiendo una temática, un lenguaje, una percepción del medio propia a cada una de las geografías como la había en 1960, pero la sensación de estar añadiendo una alternativa llamada, no a sustituir, sino a enriquecer, el tronco de la literatura (Goytisolo dixit) ha desaparecido. Ese mínimo común denominador que unifica sensibilidades entre lectores de los lugares más alejados se manifiesta cada vez con más fuerza. Quizás esa sea la tragedia de la posmodernidad. Aprendimos a ser posmodernos con Barth y Coover (los últimos grandes deudores del boom; los últimos que supieron asimilar sus implicaciones creativas y trasladarlas a su propia obra: desde el norte del continente, actuaron como auténticos compañeros de generación) sólo para poder leer a Murakami por la mañana, a Roncagliolo por la tarde y a Amélie Nothomb por la noche, y a hacerlo como quien practica una dieta baja en calorías. Pocas obras de hoy tienen ese efecto terrible que es obligar al lector a replantearse la experiencia acumulada en función de lo nuevo. Alguna novela de Rey Rosa, de Estévez, el insoslayable Bolaño… Hay casos paradójicos que han imprimido un giro inesperado a las normas en juego, convirtiendo esa sensación de compartir espacio común en una base para la transgresión. Rodrigo Fresán ha ensayado en Jardines de GUARAGUAO 14 Kensington una curiosa forma de extraterritorialidad. Su biografía de JM Barrie, el autor de Peter Pan, es una compleja vuelta de tuerca que le coloca en una posición de privilegio: ha elegido su propio modo de asimilación y lo dirige como una forma de arte que remite a autores como Lethem, Chabon o el malogrado David Foster Wallace. Es curioso que una de las mejores voces provenientes de América Latina haya alineado su trayectoria con una líneas narrativa que tiene buena parte de sus raíces en la nueva cultura popular global: música pop, cómics…Una manera sorprendente de despedir Macondo. La de ser generacional al ciento por ciento. Se trata de una opción singular y no generalizable, pero emite una señal que, de modo distinto y menos explícito, han seguido otros auténticos cosmopolitas como Villoro o Bellatin: la de que las grandes creaciones actuales sólo cabe concebirlas desde la conciencia de las nuevas sensibilidades globales, subvirtiéndolas. El peruano Santiago Gamboa dio alguna pista cuando en 1997 publicó Perder es cuestión de método. Aquello hizo fruncir el ceño a más de uno: una novela latinoamericana se vendía. Y mucho. Y era novela negra. Pronto quedó claro que por lo que se vendía era precisamente por eso. En ella Gamboa adoptaba todos los tópicos chadlerianos y los refundía con ingenio en una novela diseñada para cubrir expectativas a la vez literarias y comerciales. Era una línea de trabajo. Ya no se trataba de escribir como Onetti, y enseguida vinieron otras novelas que tanteaban nuevas vías para rehacer su relación con el lector sobre la base del respeto mutuo. Pocos autores se arrogan hoy el derecho a hacerse sentir tonto al lector. A zarandearlo. En ese camino ocurrió un momento significativo cuando en 1999 Jorge Volpi ganó un premio importante, el Biblioteca Breve, con En busca de Klingsor, un artefacto histórico-político calculado para triunfar (un camino pseudocultural deudor de alguien más dotado que Volpi para las grandes bromas: Umberto Eco), y con ello el mexicano dio una nueva vuelta de tuerca a la reconciliación entre lector y escritor. Curiosamente, todas las virtudes que tenía En busca de Klingsor (y las tenía: las críticas entusiastas que tuvo a su aparición no mentían, sencillamente desviaban el tiro: hablaban de una novela culta cuando debían hablar de buena literatura popular) se han desvanecido en las obras posteriores de Volpi. La lectura de la desmesurada No será la tierra (2006) es un ejemplo desalentador de cómo hay autores que sobrevaloran sus límites. Pero en todas y cada una de las direcciones mencionadas, subyace la misma pulsión creativa: el anhelo es global. El lector de lo latinoamericano es capaz de compartir experiencias porque las lleva grabadas en el Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia 15 adn de la época, y cuando recibe información intuye fácilmente en qué casilla colocarla. Raramente va a descubrir que una parte de su capacidad alveolar estaba inédita, a la espera de un aire nuevo que exigiera su rápida autogeneración. 3. He hablado más arriba de excéntricos en alusión a aquellos que saben crear su propio centro. ¿Han quedado por el camino otros autores semejantes? Sí, pero ellos tuvieron la suerte –o la desgracia– de no conformar una generación. Disfrutaron de contemporáneos; lo fueron entre sí e, impensablemente para nosotros, con sus mayores, pero todos quedaban diluidos en la corriente de unos próceres cuyos rayos deslumbraban a todos. Cavaron cada uno su huerto. De ese modo Pitol, Piglia, Vallejo, Saer preservaron su singularidad. Y lo siguen haciendo. Por razones que nada tienen que ver con lo cronológico (un ejemplo: Vargas Llosa nació en el 36, Saer en el 37, Piglia en el 41, Vallejo en el 42 y, sin embargo, el primero pertenece al corazón del boom, el segundo es un inclasificable, el tercero es tenido como un hombre de tránsito todavía por asimilar, el cuarto se ha dedicado a la singularidad de su propia leyenda cultivada a raíz de su novela más estereotipada: La virgen de los sicarios), quedaron en un no man’s land literario en el que sobreviven con envidiable dignidad. Son autores que rondan los setenta o se aproximan peligrosamente a ellos (o, peor, han muerto sin llegar: Saer) y que no buscan su lugar al sol. Sencillamente escriben de acuerdo con la batalla más difícil de concebir. La de seguir adelante conscientes de la importancia de lo que otros acababan de hacer. Una novela como Respiración artificial (Piglia, 1980) sería una buena introducción a muchos de los temas de Bolaño, y sin embargo allí sigue, mero libro de culto que treinta años después se ve empujado hacia lo escolar y no acaba de ser bien leído ni disfrutado por quienes debieran. Vallejo, por su parte, ha renunciado públicamente a la novela: la edad y el espíritu corrosivo le han instado a mofarse de sus obsesiones, universalizándolas: La puta de Babilonia, sugestivamente analizada en su momento por Daniel Gamper para esta misma revista, es un magnífico libelo y también es el canto del cisne de una manera de provocar que choca con la capacidad de asimilación que se extiende ante todo desafío formulado con todas las cartas a la vista. Encerrado en sí mismo, Vallejo, el más cervantino de los grandes autores vivos, se ha convertido en metáfora de quien desea explicitar la falta de caminos en la narrativa de hoy. Su libertad es, en un reflejo transformado, una ampliación de la discreta labor GUARAGUAO 16 de Chejfec. Chejfec (Mis dos mundos) renuncia a la impostura de simular una narración, sencillamente narrándose, convirtiéndose en una meticulosa obra literaria, pudorosa y constante. Vallejo es mayor, ya ha escrito La virgen de los sicarios y El desembarrancadero, el alfa y el omega de un recorrido que sigue apostando por la narratividad; ahora utiliza la pasión de lo literario para disparar salvas que ya usaron los surrealistas. ¡Qué poco ha cambiado el mundo en algunas cosas para que un anticlericalismo como el suyo continúe provocando! El caso más paradigmático de esos excéntricos es Saer. Por su discreción. Por su elegancia. La ligereza, la enjundia, el papel germinal de una obra como El entenado (1983) sigue siendo un secreto bien guardado que periódicamente se reivindica como crucial. Por su visión radical de lo cosmopolita que logra cruzar de modo luminoso dos mundos alejados. En una entrevista Saer dijo: La literatura latinoamericana para mí es sólo una categoría histórica, o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no es una categoría estética. Una afirmación como esa recoloca la creación en un punto cero: su carácter occidental está en otro terreno al subyacente en buena parte de la nueva narrativa. Su occidentalidad, asentada en Santa Fe, viene de Homero, de la alta cultura y la más inmensa curiosidad; la otra, la imperante hoy en día, viene de la redistribución mundial del comercio. En sus novelas Saer reflexiona sobre lo político, sobre lo filosófico, sobre lo humano, a veces viajando a un pasado remoto, otras en un casi presente levemente anacrónico que permite dar una impresión literaria de una realidad aludida, cuidadosamente evocada. Obsesionado por la captura de la experiencia temporal, propietario de una prosa dúctil como pocas, su realismo es el realismo de una recreación alternativa, y en esa dirección avanzan sus personajes. La poesía y el sarcasmo se reúnen para hacer soportable obras cabalmente desquiciadas como Las nubes, donde unos pobres locos recorren un paisaje vacío en lo que es una de las grandes percepciones de la inmensidad que ha dado la literatura (que conecta con Un episodio en la vida del pintor viajero, de César Aira, otro de los grandes inclasificables). ¿Puede resultar a estas alturas Juan José Saer un escritor anacrónico? En La grande, su obra maestra póstuma, el mismo paisaje santafesino de siempre vuelve a ocupar la trama. La anécdota se convierte en posibilidad, en especulación; su visión mesocrática se adapta generosamente a unos personajes con los que lleva años conviviendo y de nuevo toca la médula de Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia 17 su existencia. A su muerte, ocurrida en 2005, Beatriz Sarlo escribió: Saer no elude el problema de la realidad. Si se dijera que sus novelas son filosóficas habría que aclarar que lo son más a la manera de Musil que a la de Thomas Mann. Problemas filósofos y estéticos, preguntas sobre si es posible una representación de la realidad, antes que planteados en los diálogos aparecen como performance del relato (…) Sus diálogos como los de Musil, transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que se intuye verdaderamente serio. De allí que sus personajes sean creaciones de los que él, como creador, no se puede desentender, y que son periódicamente retomados, como un pensamiento en creciente elaboración. Y quizás allí radique el problema de la dolorosa marginalidad de Saer. Pertenece a una narrativa (una geografía, dijo él), pero él decide sobre qué fundamentos se desarrolla el juego. Muchas de sus primeras obras (El limonero real, Nadie nada nunca, la para muchos mejor de todas: Glosa) resultan difíciles de conseguir. Siendo una obra inacabada, La grande –conviene insistir en ella– estaba planteada al principio como un libro en siete jornadas. Un hombre escrupuloso como era él dejó listas las cinco primeras y la sexta quedó tal y como estaba en el ordenador, sin que llegara a sacar una copia en papel para su corrección. No obstante, la coherencia de estas seis primeras partes resulta perfecta, y no cabe objetar nada a su maestría. Más bien todo lo contrario. Es admirable observar cómo extrajo fuerzas para disparar más y más alto hasta el final. La séptima jornada es solo una frase: Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino. En esa séptima jornada era previsible, no tanto que se cerrara una trama, como que se culminara un delicado artefacto artístico. El lector no queda desconocedor de lo esencial del libro, y el único problema es que se le ha arrebatado un desenlace explícito. Ese hecho, en una novela forjada a base de demoras y digresiones, se asemeja a la interrupción de una larga sobremesa por culpa de una inoportuna llamada telefónica. Sencillamente, algo queda en suspenso, una experiencia ha sido postergada, pero el lector tarda en asimilar la profundidad del golpe. Ese sentido de lo inminente enlaza muy bien con el amor declarado de Saer por la novela negra como artefacto de la permanente postergación. Qué paradoja que en un momento en que tantos se refugian en la narrativa policíaca, él, que fue uno de los que mejor la entendió y la ensayó, sea percibido como un raro. 4. Volviendo al comienzo del artículo, y a la vista de las dificultades para justificar la mayor o menor trascendencia de una nueva generación GUARAGUAO 18 de autores, y su comparación con quienes la precedieron, la sensación que queda tras el intento de efectuar una aproximación global es una sensación de vértigo: hay demasiados hilos que jalan en direcciones aparentemente contradictorias, aunque no necesariamente incompatibles entre sí. Premios multimillonarios y laborioso trabajo de portátil y Moleskine. Al final, muchos de los del segundo bloque escriben con la mirada puesta en los del primero. Fogonazos inclasificables como el del outsider Xavier Velasco y su Diablo guardián son la prueba de que todo puede convivir. A la novela latinoamericana de la última década se le han contagiado los problemas que agobian a otras formas de creación, y al igual que el cine, se mueve entre la invocación de los grandes modelos, la melancolía de una autocomplacencia conocedora de sus límites y, en fin, el trabajo desde la refundación laboriosamente pergeñada. Quienes hayan visto el cine de Lisandro Alonso o Carlos Reygadas no podrán dejar de sentirse gratificados al leer una novela de Chejfec o Sada. El problema lo tienen quienes crean que la salvación del cine latinoamericano viene del blando cosmopolitismo de Babel y esperen algo equivalente en el terreno de la narrativa. Aunque, ¿no estarán ambos pecando de optimistas al invocar lo que resulta ser una ausencia? Muchos son los que saben que los límites del juego están en el abismo, de un lado, y la autocomplacencia, del otro. Y asimismo son conocedores de que el tiempo se acaba. Los «top-manta» de novedades hábilmente ciclostiladas que pueden hallarse en muchas ciudades latinoamericanas anuncian la inminente llegada de los bárbaros con su poder de cuestionamiento y reubicación y, entonces, ¿cómo discriminar los autores verdaderamente valiosos de los que no aguantarán una, media generación? ¿Con qué herramientas cabe analizar la nueva narrativa… –una narrativa que ya empieza a ser vieja–, y, a la vez, preparar el análisis de la que está pidiendo entrada? Eso también permite visualizar la división, la falla que recorre un listado de nombres admirablemente dotados. Los que se juegan la vida en la elección de cada palabra no parecen interesados por saber si el futuro será un desastre o una refundación. Están ensimismados en su trabajo. Pero, ¿qué ocurrirá con los que amortizan su trabajo en el corto plazo y son jaleados por la crítica? ¿Habrá un día que podamos decir de ellos lo mismo que de Onetti: nuestra vida cambió después de conocer a Juntacadáveres? Un debate tal vez urgente: la industria literaria y el control de la literatura hispanoamericana Pablo Sánchez Investigador Ramón y Cajal. Universidad de Sevilla Una posible historia de la narrativa hispanoamericana del nuevo milenio podría empezar razonablemente, al menos en términos didácticos, con el premio Biblioteca Breve de Seix Barral que, con eficacia comercial, resucitó el editor Basilio Baltasar en 1999 y que ganó Jorge Volpi con En busca de Klingsor. Esa novela institucionalizó la aparición de una nueva vanguardia narrativa hispanoamericana, joven, ambiciosa y algo «parricida». Sin embargo, tal vez esa historia empezó realmente de forma menos carismática unos años antes, con el polémico premio Planeta que ganó Ricardo Piglia en 1995 por Plata quemada, que, como es sabido, fue el inicio de un largo y en muchos sentidos penoso proceso judicial. Que un referente de la posmodernidad más culta y difícil como Piglia acepte jugar con las prosaicas reglas del consumo masivo es quizá más relevante en términos socioliterarios que el triunfo de un joven novelista mexicano que impresiona a buena parte de los lectores con su renuncia deliberada a tratar temas autóctonos. Tal vez ahí, en la rendición simbólica de Piglia, podemos encontrar el pórtico del triunfo mercadotécnico en la literatura actual en español. El triunfo, en definitiva, de una ambivalencia esencial para el escritor: mejores condiciones profesionales a cambio de someterse a la disciplina de la industria editorial. Evidentemente, historiar un proceso literario a partir de las técnicas mercantiles y publicitarias contribuye en cierto modo a consagrarlas, y en ese sentido habría que buscar otros momentos emblemáticos. Pero no se puede prescindir de la evidencia: la abrumadora mercantilización de la literatura del nuevo siglo es indispensable para entender cómo se está configurando la nueva jerarquía de obras y autores y cómo se están imponiendo unos códigos de comportamiento en el campo literario (hay aproximaciones hispanoamericanas al fenómeno como la de Escalante Gonzalbo 2007). El nuevo circuito, como corresponde a la era global, es transnacional; es cierto que coexiste con los circuitos nacionales y aun regionales de GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 19-28 GUARAGUAO 20 producción y consumo, y por ello pueden circular, al mismo tiempo, obras de autores de prestigio regional y distribución escasa como el peruano Zein Zorrilla junto a autores alfaguarizados más jóvenes como su compatriota Santiago Roncagliolo. Sin embargo, lo que llama la atención es que las ventajas (y arbitrariedades) del mercado pueden situar a este último en una posición mucho más perdurable, y no sólo económicamente. No es, por supuesto, la primera vez que hay tensiones entre autonomía literaria y poder del mercado editorial en América Latina, pero ciertamente la situación actual tiene unas características particulares que podemos empezar a analizar, aunque sea con la prudencia que exige la falta de perspectiva histórica. En los años setenta del siglo xx, críticos tan reputados como Ángel Rama o Antonio Cándido mostraban su preocupación por el modo en que la vulnerabilidad cultural latinoamericana propiciaba la injerencia de instituciones externas y en muchos sentidos alienantes. Temían que el cosmopolitismo imperante y la ansiedad de modernización marginaran el tesoro de tradiciones literarias locales forjadas desde el siglo xix sometiéndolo todo a una nueva forma de dependencia cultural. En otras palabras, temían que el control del sistema cultural, la capacidad para legitimar y distribuir, quedara en manos de figuras poco preocupadas por el destino común hispanoamericano o latinoamericano. Eran los años del boom, que generó tantas polémicas y tantos agravios por el nuevo e inesperado reparto de dividendos. Pero entonces la cultura industrializada, aunque empezaba a imponerse, no tenía la misma fuerza de hoy, y aún tenía enfrente a un rival poderoso: la cultura socialista, promovida básicamente desde la Cuba revolucionaria. Hoy, en cambio, la vanguardia parece estar, por fin, en el mercado, y ese fenómeno sí es, como mínimo, novedoso (algunas voces incluso dirán que es alarmante). La era global de la narrativa hispanoamericana está creando una nueva relación de fuerzas en la que cada vez son más evidentes, incluso entre la propia crítica, el prestigio del mercado y la docilidad general frente a las estrategias empresariales. Sin entrar en alarmismos pseudoproféticos, podemos decir que asistimos a una reorganización de la literatura hispanoamericana como sistema o como conjunto. Ese cambio de las relaciones de fuerzas deriva en buena medida de razones internacionales de tipo ideológico consolidadas desde la última década del siglo pasado: la democratización de las sociedades hispanoamericanas bajo parámetros más o menos liberales y el descrédito del Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente... 21 socialismo europeo como alternativa práctica y crítica marcan, tanto como el auge de la cultura electrónica, unas nuevas reglas para la recepción y valoración de las actividades artísticas. Hay, por supuesto, diversas excepciones y estrategias de resistencia, pero eso no invalida la importancia de esas dominantes sistémicas. Desde los centros académicos estadounidenses se reflexiona intensamente sobre la articulación de respuestas poscoloniales, pero hay que admitir que poco pueden hacer esas élites intelectuales frente a la fuerza masiva del mercado. Para completar este panorama se debe añadir otro factor que aquí me interesa especialmente: la reentrada del sistema editorial español en posición hegemónica. Desde finales de los noventa España se ha configurado como nuevo centro de producción y consumo, especialmente en cuanto a la narrativa de Hispanoamérica (la poesía y el teatro merecerían un estudio aparte, y sin duda, las condiciones son sustancialmente distintas). Al clásico vigor editorial barcelonés, de larga tradición hispanoamericanista, se ha sumado de nuevo Madrid, una ciudad que en algunas épocas ya funcionó, o al menos intentó funcionar, como centro de difusión y consagración (por ejemplo, durante la Segunda República). Hoy muchos novelistas se han instalado en España buscando oportunidades profesionales y las editoriales españolas están ampliando su catálogo incluso contratando los derechos de autor de los clásicos de la segunda mitad del siglo xx (el caso más claro es Alfaguara). No voy a abrumar innecesariamente con datos, pero la evidencia es que en la actualidad España importa de Hispanoamérica muchísimos menos libros de los que exporta; casi diez veces menos, según algunos estudios (Escalante Gonzalbo, p. 279). Esta asimetría no es sólo una desproporción demográfica; puede ser fundamental en la creación de nuevas dinámicas centro-periferia para el desarrollo cultural en lengua española. Nos movemos en un mercado transnacional, y como tal mercado en él se están cumpliendo las lógicas mercantiles más elementales: Alfaguara o Planeta actúan con la misma obsesión por la rentabilidad de Telefónica o Repsol. Pero lo más importante es que ese poder de los oligopolios editoriales españoles está consolidando, en el terreno literario, una nueva vanguardia, porque promueve unas determinadas posibilidades estéticas en lugar de otras. Cabría la posibilidad, algo ingenua en nuestro actual contexto ideológico, de pensar que el proceso no es tan influyente como pudiera parecer, que GUARAGUAO 22 es una tendencia provisional o superficial y que la novela hispanoamericana puede circular y desarrollarse plenamente al margen de esas estrategias comerciales, que quizá caduquen más pronto de lo que pensamos, por culpa precisamente de las propias lógicas del mercado. Pero hay datos que contradicen ese diagnóstico e inducen a pensar que, en un campo literario tan extenso y fragmentario como el hispanoamericano, el mercado puede convertirse ya en la máxima autoridad de selección y jerarquización, de la misma manera que está sucediendo en tantos ámbitos sociales. Un ejemplo de deliberada estrategia canonizadora sería la función ancilar de las diversas recopilaciones de lo que podríamos llamar, actualizando un marbete de otra época, «nueva oferta narrativa hispanoamericana»: Líneas aéreas, McOndo o Palabra de América no coinciden siempre en la lista de nombres, pero sí en la voluntad de establecer un cambio generacional en el que las editoriales españolas aspiran a tener la decisiva capacidad de mediación. La desterritorialización de la cultura que corresponde a los nuevos tiempos tecnológicos y políticos está creando una vanguardia internacionalista, muy apta para funcionar en el mercado global, y las editoriales españoles están aprovechando de forma aparentemente bastante rentable ese nuevo movimiento. Eso significa, por supuesto, que Vargas Llosa y Fuentes siguen siendo modelos de comportamiento socioliterario, por encima de Arguedas y Rulfo. A ello habría que añadir que la estrategia de los premios literarios españoles ya no alcanza sólo a los jóvenes narradores, sino que veteranos de prestigio como Daniel Sada o Alonso Cueto están entrando en el juego. Mondadori ha contribuido al afianzamiento internacional de César Aira, y otro tanto podría decirse de cómo Alfaguara ha popularizado la escritura iracunda de Fernando Vallejo. Y, por encima de todos, destaca la totemización, claramente enfática, de Roberto Bolaño como figura canónica, que revela cierta orfandad simbólica de los nuevos narradores. Sin cuestionar los innegables méritos y la originalidad del novelista chileno y sin olvidar que la obra de Bolaño ha sido publicada mayoritariamente por una editorial como Anagrama (es decir, una editorial que no forma parte de los grandes conglomerados empresariales), su encumbramiento póstumo es un perfecto síntoma de la necesidad, por parte de críticos, medios de comunicación y autoproclamados herederos novelísticos, de reorganizar la narrativa hispanoamericana a partir de nuevos modelos que sirvan para jerarquizar el flujo desmesurado y, en muchos sentidos, inabarcable de novelas de los diferentes países hispanohablantes. Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente... 23 Desde luego, la relación editorial de la literatura hispanoamericana con España tiene muchísimos antecedentes célebres y no debería sorprender, en principio, que volvamos a encontrarnos en un periodo de interés por parte de España. Desde, al menos, la edición barcelonesa de Montaner y Simón de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma (1893-1896), en cuatro volúmenes, con una tirada inicial de veinte mil ejemplares, han sido muchas las intervenciones de la edición española para aprovechar las deficiencias seculares de la comunicación en el continente americano. Y aunque no siempre la literatura hispanoamericana recibía la misma valoración estética en la península que en ultramar, hay asimismo casos significativos en los que la aportación española fue decisiva en la evolución hispanoamericana. Unamuno y Menéndez Pelayo inauguraron las lecturas cultas y canonizadoras de Martín Fierro antes de que llegaran Lugones y Borges. José Bergamín ayudó a la difusión de la poesía de César Vallejo, y Carlos Barral fue el descubridor «oficial» del talento de Mario Vargas Llosa. El intercambio transatlántico no siempre ha pasado a la historia literaria con connotaciones negativas, a pesar de las muchas polémicas, como la famosa del «meridiano cultural» en 1927 o las que hubo en los años del boom. La diferencia es que esta vez el régimen de dependencia, a pesar de su evidente sentido neocolonial, goza de una aceptación insólita, hasta el punto de que poco se habla de ello, a ambos lados del océano; o al menos poco se habla de ello en los medios hegemónicos. Sin embargo, el hecho de que el sistema español controle y absorba un alto porcentaje de la nueva narrativa hispanoamericana no es solamente una asimetría demográfica y, por supuesto, económica: implica, en pocas palabras, un peligroso porvenir para la ignorancia. La capacidad española para producir hoy discursos sobre Hispanoamérica puede ponerse en cuestión sin demasiada dificultad. No es, desde luego, una situación homologable a la relación de Estados Unidos con América Latina; se puede discutir mucho sobre la idoneidad de esa relación, pero al menos en los centros académicos se genera un gran porcentaje de saber sobre América Latina. El hecho de que el poder sobre el pensamiento latinoamericanista actual se sitúe en Estados Unidos gracias a la diáspora intelectual de lengua española es un fenómeno importante y merece un estudio neutral y riguroso. Pero la relación con España no tiene, desde luego, un similar alcance intelectual. Los criterios españoles se basan muy directamente en el afán de lucro o en una sospechosa actitud de paternalismo. No se trata solamente de que para el lector medio español, GUARAGUAO 24 consumidor de Almudena Grandes o Juan José Millás, América Latina sea un todo borroso y amalgamado que apenas conoce por indicios turísticos; o de que la crítica española carezca muy frecuentemente de información y de criterio incluso antropológico acerca de temas de América. El problema es mucho más profundo: empieza con el menosprecio histórico de la cultura hispanoamericana por parte de España (muy visible, por ejemplo, en el mundo universitario), sigue con la falta de autocrítica sobre la huella colonial española (cada 12 de octubre, digamos) y llega hasta la obsesión neoliberal de algunos medios de comunicación e instituciones españolas por intervenir y ofrecer imágenes tendenciosas de la realidad cultural y política hispanoamericana. Algunos creemos que la falta de pluralidad crítica en los medios de comunicación españoles es un fenómeno ya demasiado evidente que se debe, sobre todo, a la dinámica de concentración empresarial de las últimas décadas, pero ese tema es especialmente notorio cuando se trata de Hispanoamérica, a causa de la importancia innegable de las inversiones económicas españolas. Algunas voces como la de Vicenç Navarro (2009) han llamado la atención sobre esa ausencia de diversidad ideológica en los medios supuestamente progresistas. Se podrían multiplicar los ejemplos, pero bastaría con pensar en la presencia, habitual hasta la machaconería, de Hugo Chávez en los medios españoles, cuando la inmensa mayoría de la población desconoce no sólo el nombre de su predecesor en el cargo, sino la compleja realidad política de otros muchos países a los que apenas se presta atención massmediática. En este contexto, destaca especialmente la actitud de los poderosos medios del grupo prisa, que, a pesar de algunas excepciones, ejercen por lo general una crítica muy severa contra las tentativas hispanoamericanas de una izquierda populista o estatalista que pueda poner en peligro los intereses económicos españoles. Esa actitud por parte española no es simplemente periodística: puede tener y, de hecho, tiene consecuencias en el conjunto de la actividad literaria, no sólo por la formación de los hábitos de lectura de los lectores españoles que pueden comprar las novedades hispanoamericanas, sino también por la entrada de escritores hispanoamericanos en la sinergia productiva de ese grupo empresarial (véanse algunos ejemplos en Sánchez 2008). Es cierto que la comunicación cultural hispanoamericana siempre ha estado muy lejos de ser eficaz, y que, por ejemplo, entre México y Perú hay también enormes distancias y errores de representación, o sea que no Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente... 25 todo se puede achacar a la creciente hegemonía española y a su oportunismo comercial. Si España o Estados Unidos pueden dominar, en diversos sentidos, la esfera del latinoamericanismo, en buena parte es por el poder y la rigidez de los nacionalismos culturales. De hecho, hay que admitir que tal vez sin la contribución de la edición española sería muy difícil para muchos escritores salir de sus ámbitos nacionales. Pero esa solución genera nuevos problemas, porque la imagen que en España críticos, lectores y editores tienen de la realidad hispanoamericana es objetivamente deficiente (¿quién conoce en España, fuera de las minorías académicas, a Mariátegui, a Arlt, siquiera a Andrés Bello?). Por eso, un esfuerzo generado desde Madrid o Barcelona por homogeneizar una totalidad tan contradictoria (en los términos famosos de Cornejo Polar) puede suponer cambios hasta cierto punto traumáticos para la cultura hispanoamericana, e incluso un grado de atrofia cultural. En ese sentido, no sabemos si la «herejía» literaria que ahora promueven las editoriales españolas (una red informal compuesta por Volpi, Padilla, Paz Soldán, Roncagliolo, Iwasaki, Fresán, Thays y tantos otros) quedará convertida finalmente en nueva ortodoxia dentro de unos años, pero la estrategia está en marcha y algunas consecuencias ya son comprobables. Escapa a los límites muy ajustados de este trabajo realizar un examen exhaustivo de todas esas consecuencias a la altura de 2009, porque para ello deberíamos, ante todo, analizar un corpus realmente significativo de textos de creación y de crítica, y esa tarea exige más tiempo y muchas más páginas. Tampoco se trata de realizar ningún tipo de proclama o manifiesto o ajuste de cuentas público, ya que podría ponerse en duda, legítimamente, la objetividad de quien esto escribe. Incluso podría decirse, no sin razón, que algo hay de retórica manida y previsible en la prédica antimercantil. Pero podríamos pensar al menos en lo interesante que sería una especie de observatorio de la globalización literaria que registrara e interpretara objetivamente los cambios actuales, es decir, que contrarrestara racionalmente el desbordamiento publicitario actual. La agenda inmediata de ese posible observatorio tendría que prestar atención a toda una serie de factores que afectan actualmente a los sistemas literarios de lengua española. Por ejemplo, habría que observar cuál es el sentido simbólico de la misma idea de «escritor hispanoamericano» hoy, cuando la unidad continental, que generó discursos literarios muy variados en el pasado, vive uno de sus momentos más bajos de credibilidad. Del mismo modo, habría que estudiar hasta qué GUARAGUAO 26 punto la promoción de la narrativa hispanoamericana desde España privilegia, por un lado, una tendencia cosmopolita susceptible de traducción a otros mercados, y, por otro lado, una tendencia a reforzar estereotipos nacionales hispanoamericanos, en particular los que tienen que ver con la violencia social. Muchos de los nuevos narradores que publican o han publicado en editoriales españolas se muestran, siguiendo el ejemplo de Bolaño, muy críticos con el realismo mágico epigonal de Isabel Allende y similares. Pero esa no es, probablemente, la clave de la nueva poética de esos narradores, ni la clave de su actual atractivo para los editores españoles. Esa clave habría que buscarla en otros aspectos: la ausencia de radicalismo ideológico, por ejemplo, o el desinterés por la experimentación formal y la complejidad anticomercial del texto. Pero también habría que ser cautos en ese punto: aunque el mercado los sitúe en la misma mesa de novedades libreras, no parece fácil aglutinar a un autor como Mario Bellatin con Santiago Gamboa, por ejemplo. Por ello es preciso evitar las groseras simplificaciones a las que tiende el márketing editorial. Y por ello nuestro observatorio debería asimismo proceder a un estudio de naturaleza empírica que dejara bien claro si hay o no preterición de editoriales locales frente a transnacionales en los principales medios de comunicación, especialmente suplementos literarios, tanto en España como en Hispanoamérica. Los datos probablemente revelarían de forma inequívoca la responsabilidad de esos medios con la situación actual de desequilibrio, e incluso tal vez testimonien la indulgencia, cuando no la connivencia, con los grandes grupos empresariales. Y aún quedaría un tercer aspecto que debería estudiarse con calma, aunque es bastante menos objetivable, y aquí me atrevo sólo a sugerirlo como otra hipótesis de trabajo. Me refiero al cambio general en la conciencia literaria que ha tenido lugar en España en las últimas décadas y que tal vez se esté exportando y asimilando en Hispanoamérica como la parte más discreta y disimulada de la estrategia neocolonial actual. Se trataría de entrar en el capítulo siempre complejo de los contactos entre sistemas culturales y el intercambio de modelos y estrategias entre ellos. Al menos en dos épocas históricas muy conocidas el sistema literario hispanoamericano influyó en el español y determinó importantes cambios: la primera fue el famoso «retorno de los galeones» que supuso el Modernismo, y la segunda sería el boom de los años sesenta, en el que Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa contribuyeron a oxigenar no sólo la literatura Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente... 27 sino la propia vida cultural del tardofranquismo. Tal vez ahora estamos asistiendo a un momento inverso, en el que el prestigio económico de España como octava o novena potencia del mundo (de momento) repercute en el prestigio, al mismo tiempo, de sus editoriales y de sus creadores en sistemas más «débiles» o periféricos, y supone la exportación de modelos de escritura y de escritor. El tema es complejo, repito, y aquí apenas puedo pasar del esbozo. Retrospectivamente, podemos decir que La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, fue la obra que probablemente marcó una dirección importante en la literatura española de la democracia, a partir del nuevo pacto tácito entre los novelistas y los lectores españoles, fundamental para el crecimiento de esa industria editorial. El ejemplo más banal y venal del triunfo de esa actitud décadas después es, naturalmente, la tenacidad con la que el premio Planeta ha ido ganando poco a poco terreno entre la «gran» literatura, combinando a presentadores de televisión de discutible talento literario con figuras importantes, tanto españolas (Pombo o Millás), como hispanoamericanas (Vargas Llosa). No obstante, por encima de la artificiosidad de los premios, se trata de un fenómeno de más alcance y ya interiorizado mayoritariamente en la comunidad intelectual: el debilitamiento de la resistencia ante la economía de mercado. Esa progresiva tolerancia de las reglas del mercado por parte de la clase letrada española tiene, además, su homología o su correlato con la atrofia del espectro ideológico de la narrativa española de las últimas décadas. De la misma manera que el bipartidismo político en España ha arrinconado a la izquierda no socialdemócrata, han desaparecido de la esfera pública los escritores e intelectuales que podrían reconocerse en ese margen (la «otra orilla» del polémico Julio Anguita). Uno de los pocos escritores de prestigio que se acercaban a esa posición era Manuel Vázquez Montalbán, y, sin embargo, él mismo reunía muchas características típicas del escritor profesional, por lo que también podía considerársele un representante de la cultura industrializada. Hoy subsisten algunas posiciones críticas (pienso en Belén Gopegui, por ejemplo, y quizá en Isaac Rosa o Rafael Chirbes), pero su condición minoritaria es obvia. En ese sentido, habría que preguntarse si hay relación, complicidad o simplemente confluencia de intereses entre el poder editorial español, la desaparición de la izquierda literaria, la aparición de una nueva vanguardia hispanoamericana «glocal» y el prestigio transoceánico de algunos españoles GUARAGUAO 28 autores actuales. Pienso en la cotización de dos autores españoles como Javier Marías o Enrique Vila-Matas (los dos, por ejemplo, ganadores del premio Rómulo Gallegos) al otro lado del océano; puede que no sean tan importantes como Bolaño, pero, en todo caso, su influencia es superior a la que tuvieron en otros tiempos Camilo José Cela o Miguel Delibes. Ambos son exponentes tanto de una literatura despolitizada como de la prosperidad del sistema editorial español, lo que permite plantear la hipótesis de otra vertiente en la relación transatlántica: la literatura española de hoy, industrializada y frecuentemente tibia desde el punto de vista ideológico, puede estar marcando una cierta iniciativa a la vez estética y social, una guía para la escritura, entendida como moral de la forma, de algunos escritores hispanoamericanos. Esa iniciativa completaría y, a la vez, se alimentaría del poder editorial actual, cerrando el círculo de la nueva relación centro-periferia en el ámbito de lengua española. Tal relación puede no ser duradera, dependiendo en gran medida de los intereses editoriales españoles, pero de cualquier modo es una influencia más que confirma el sesgo globalizador y mercantilista de la literatura del nuevo milenio y la importancia creciente de España como sistema literario «envidiable», que exhibe el fasto de las aparentes ventajas del capitalismo en literatura. Ese es el nuevo paradigma de la escritura en español; su dominio puede no ser total, y tal vez sea desplazado por nuevas reglas en un futuro próximo, pero de momento es un fenómeno insoslayable. Analizar este nuevo paradigma puede ser considerado un acto de vigilancia o de resistencia ética; sin embargo, también puede ser visto de manera menos grandilocuente, como un auténtico reto para el trabajo del crítico. Bibliografía Escalante Gonzalbo, Fernando (2007) A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, México, D. F.: El Colegio de México. Navarro, Vicenç (2009) «La escasa cultura democrática de los medios». El Plural.com http://www.elplural.com/opinion/detail.php?id=31323. 6 de marzo de 2009. Sánchez, Pablo (2008) «¿Otra vez la metrópoli? La tribuna de El País y la literatura hispanoamericana actual», Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-brasilien, nº 90, pp. 121-133. Últimas noticias de la narrativa latinoamericana Elena Santos 1. La premisa no puede ser más ambiciosa: realizar una breve reflexión sobre la renovación que las letras latinoamericanas están viviendo en la última década por parte de una generación de autores que, en muchos casos, empezó a publicar a finales de los ochenta. Hasta aquí dos falacias. Por un lado, el concepto «generación» parece obsoleto en un contexto como el nuestro, donde las solemnes categorías epistemológicas chirrían, más cuando se tiene en cuenta que se trata de un recurso académico para aprehender lo que a todas luces se trata de una coincidencia en ocasiones accidental. Por otra, y todavía más flagrante, la idea de que se pueda englobar, desde una perspectiva llamémosla eurocéntrica y por lo tanto paternalista, toda la riqueza literaria de un amplio continente bajo un epígrafe reductor y, desde luego, simplista. Vivimos tiempos donde la globalización permite desdibujar límites a vez que se señala una cierta transversalidad, pues resulta imposible deslindar la historia de la literatura contemporánea de la crisis de las ideologías, así como de la búsqueda de nuevas formas del arte en general, del desarrollo del cine –o de lo audiovisual– y de la resonancia de cualquier fenómeno sociocultural. Abordar con cierto rigor un asunto de tal envergadura, aportando conclusiones cuando menos provisionales, parece arriesgado, aunque sólo se pretenda consignar algunas pautas de investigación, resultado de unas pocas intuiciones esbozadas tras unas cuantas lecturas. A estas primeras dificultades deben añadirse otras: se trata de autores con conciencia de serlo, que trabajan también de una manera intertextual. Además, un gran número de ellos se ha dedicado profesionalmente a actividades como la traducción, la investigación o la docencia universitarias, relacionadas a su vez con la teoría literaria. Asimismo juegan con lo ensayístico, en su vertiente metaliteraria, como parte de sus postulados estilísticos. Por añadidura, algunos de sus libros llevan tras de sí un enorme bagaje de bibliografía crítica que ha analizado sus constantes, GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 29-38 GUARAGUAO 30 profundizando en cuestiones que, desde una mirada más amplia, como la que ahora se plantea, se amalgamarán bajo el peso de una abstracción que procure, en mayor o menor medida, atisbar una grieta a través de la cual podamos trazar la línea común que los unifica. Sin embargo, con todas las salvedades posibles, topamos con una paradoja que desvirtúa en parte lo dicho hasta aquí. Desde literaturas procedentes de tradiciones diversas, con trayectorias indiscutiblemente distintas, viviendo en muchos casos fuera de sus países de origen, estos escritores están perfilando textos que guardan semejanzas asombrosas, hasta el punto de permitir la osadía de una hipótesis de trabajo: la insoslayable coincidencia en una serie de rasgos que pueden extrapolarse no sólo a toda la literatura latinoamericana, sino a un ámbito que se escapa de los límites de esa acotación y que nos conduce directamente hacia una indagación literaria de mayor alcance. Pero para empezar habría que detenerse un instante para realizar un breve repaso de la nómina de creadores a los que indirectamente estamos aludiendo. Si antes ya hemos comentado una vaga fecha de referencia, entrarían en esa corriente renovadora el chileno Roberto Bolaño –por citar al más famoso de todos ellos–, los mexicanos Juan Villoro, Daniel Sada, Guillermo Fadanelli y Jorge Volpi –y con él la llamada «generación del crack»–, los argentinos Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Martín Kohan y Sergio Chejfec, el guatemalteco Rey Rosa, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, e incluso la cubana Wendy Guerra o el peruano Santiago Roncagliolo. Basten estos pocos nombres –y unos cuantos más que irán surgiendo al hilo del análisis– para obtener un retrato de conjunto que podría dar lugar a una línea de trabajo. La lista no se guía por un afán de exhaustividad, sino que obedece a un criterio de selección en el que, con toda seguridad, se nos escapan otros representantes preclaros y poseedores de textos tanto o más emblemáticos que los citados. Han nacido en los años cincuenta o sesenta, algunos incluso en los setenta, y se alejan por momentos de las figuras señeras del llamado realismo mágico y del denominado boom de la literatura latinoamericana. Se han desprendido del peso de esos referentes, pero no han optado por escribir desde la nada, porque eso es imposible y porque tampoco ése es su propósito, sino por interpelar de otro modo a sus raíces nacionales, mediante la vinculación con las literaturas europeas e incluso la norteamericana, en busca de un cosmopolitismo desde el que desprenderse de la herencia de unos maestros cuyo liderazgo es aún indiscutible, pero Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana 31 que compartían un mundo que poco o nada tenía que ver con el universo inestable y cambiante, pero también cada vez más homogéneo, que a ellos les ha tocado vivir. No obstante, hay que justificar dónde radica esa renovación emprendida por los autores mencionados. Para ello, nada mejor que un repaso general de sus hipotéticas marcas de estilo, sin incidir demasiado en las comparaciones con sus predecesores. 2. En primer lugar, estos autores utilizan temas de gran tradición literaria y los incorporan a su mundo novelesco mezclándolos y enriqueciéndolos con nuevas perspectivas. Se trata de una estrategia en la que se realiza una recreación actual de antiguos códigos narrativos, en este caso asuntos y motivos, para distanciarse e ironizar con respecto a ellos. No sólo acuden a la desmitificación, sino que también se sirven de ellos para abordar asuntos de plena vigencia. Aprovechan «grandes temas» del imaginario americano –o europeo, pues no se marcan demasiadas fronteras–, haciéndolos reconocibles mediante un pacto lúdico de complicidad con el lector. Así, acaban remitiendo inevitablemente a su filiación literaria y, a la vez, cobran un nuevo sentido al insertarse en un contexto diferente, como sucede con esa visión de una gran pasión amorosa, un auténtico amour fou, que muestra Alan Pauls en El pasado, cuyo título ya es lo suficientemente explícito en ese sentido. Pero tampoco dudan en mezclarlos con referencias de la cultura popular –la música rock, el cómic, el cine comercial y de gran espectáculo, los deportes de masas–, tal como sucede en las obras de Rodrigo Fresán y Juan Villoro, o incluso con materiales científicos, como ocurre con el polifacético Jorge Volpi. Entre los temas predominantes destacan, dentro de una línea intimista y más introspectiva que la de sus antecesores, la descripción de experiencias de la infancia y la juventud que jalonan un proceso de autoconocimiento entendido como aprendizaje. Podrían citarse en este sentido Roncagliolo, Fadanelli, Morábito o Wendy Guerra, cuyos relatos de formación tienen en algunos casos un regusto procedente de la tradición norteamericana, de Salinger a Philip Roth, donde se entremezcla lo confesional, lo iniciático y lo metafictivo, lejos, muy lejos –pongamos por caso– de los relatos fundacionales de Mario Vargas Llosa que podrían estar en el origen de esta tendencia. La literatura como modo de vida es el eje alrededor del cual giran 2666 o Los detectives salvajes, de Bolaño. No faltan las alusiones a libros, poetas GUARAGUAO 32 o narradores –o a la investigación literaria como en algunos relatos de Los culpables de Juan Villoro o en La novela de mi vida del cubano Leonardo Pandura–, del mismo modo que se pueden incorporar menciones a cineastas o iconos culturales de la modernidad. No es extraño, de esta manera, que el conflicto entre realidad y apariencia se contemple como la posibilidad de discernimiento entre verdad y mentira, memoria y olvido. Ni que la problemática integración del individuo en el marco social, a partir de este universo ilusorio, aparezca, por ejemplo, en la evolución de los protagonistas de novelas clave como en la citada El testigo de Juan Villoro o Casi nada, de Sada. Estamos, por tanto, en la vieja dicotomía entre civilización y barbarie, pero ahora adoptando una perspectiva más moral que localista. En última instancia, pues, perdura una reflexión político-histórica donde no falta la inevitable alusión a la violencia. Piénsese en el modo en que abordan el tema Volpi, Rey Rosa, el Vásquez de Los informantes o el Sada de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sin embargo, no hay deseo de novelar los grandes conflictos sociopolíticos del continente, por lo que se prefiere la resolución de un enigma, la búsqueda de un personaje, una seudobiografía o una historia de amor que puedan acabar mutando en procesos de maduración personal y de descubrimiento de uno mismo, aunque sin grandes epifanías. Estos itinerarios, a veces, recurren a leves alegorías que deben ser desentrañadas por el lector, sin forzar nunca el hilo narrativo, pero en ocasiones abriendo la puerta a la fantasía y la hipertrofia de la imaginación, no desde lo real maravilloso ni desde la hipérbole irrealista, sino mediante una serie de recursos o motivos –las visiones y sueños, los mitos y, en general, cualquier elemento irracional, como los ensueños religiosos de El testigo, de Villoro– integrados discretamente en el discurso con el fin de alejarlo del realismo canónico. En muchos casos, la visión del mundo está marcada por el reflejo del absurdo de la vida humana y del modelo social contemporáneo, donde el mito relativiza el dogmatismo y transforma esa perspectiva en una aproximación distanciada y cómplice, aunque no por ello pierda un ápice de su virulencia. 3. De este modo, su estrategia consiste en la asimilación casi indiscriminada de cualquier elemento procedente de la historia literaria anterior, o incluso del imaginario cinematográfico –sus relatos de carretera beben más del western que de Jack Kerouac–, con el fin de crear un mundo novelesco propio, desde una perspectiva aparentemente continuista (por lo menos Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana 33 en relación a la novela experimental de los sesenta y setenta, al realismo mágico), pero, en el fondo, tanto o más renovadora que la adoptada por la narrativa precedente. Se trata de una recuperación de determinados procedimientos tradicionales mezclados con mecanismos manipulados a gusto de los escritores, con una intención que va más allá del puro mimetismo. La vuelta a las fuentes del género lleva implícito un modo de narrar más clásico que, sin embargo, ya no podrá ser el decimonónico. A partir de ahí, ¿cómo plantear de un modo original la pervivencia y la vigencia de ciertos géneros? El modo en que Volpi, Roncagliolo, Rey Rosa, el boliviano Paz Soldán o el cubano José Carlos Somoza asumen el patrón detectivesco o policíaco resulta ser un buen ejemplo, sin dejar de poner de manifiesto que la interacción entre géneros produce una especie de entidad híbrida típicamente posmoderna que, participando de muchos rasgos de modelos predeterminados (la novela negra o histórica, el folletín, etc.), no se identifica con ninguno de ellos. Si el género «no es otra cosa que esa codificación de propiedades discursivas», como asegura Todorov, estos nuevos autores lo manejan no como una entelequia inamovible, sino como un código capaz de asociarse con distintos modelos. En ese sentido podríamos destacar otro elemento que se incorpora a esta confluencia genérica: el cuento y el relato corto, de gran tradición en las letras latinoamericanas. La mayoría de los autores son grandes maestros del cuento –incluso en el terreno de la compilación, como en el caso de Volpi–. Ejemplo de ello son las siete historias que integran Los amantes de todos los Santos de Vásquez, Los mejores relatos de Morábito o la antología, La joven guardia, donde Maximilano Tomas recoge la denominada «nueva narrativa argentina». Pero, a veces, subvierten su categoría integrándolo en el marco de un proyecto literario de mayor envergadura. Las arriesgadas estructuras de Los detectives salvajes y 2666, partiendo del relato breve, la nouvelle y la novela, mantienen un delicado equilibrio para llegar a una especie de neogénero desbordante y proteico. Dejando aparte los géneros puramente narrativos, hay otro componente que viene a complicar la mezcla: el ensayo como emanación natural de la escritura contemporánea, con una constante indagación sobre los límites y las fronteras entre relato y no ficción, al estilo de los libros de Claudio Magris. La flexibilidad estructural de la nueva novela –cuyo epígono vuelve a ser 2666–, permite la entrada del comentario personal, la autobiografía, la biografía, el diario íntimo o el libro de viajes, cuyos ejemplos serían Mis dos GUARAGUAO 34 mundos, de Chejfec –tan deudor de dos referentes tan poco latinoamericanos como W. G. Sebald o el más lejano Robert Walser– una autobiografía como La otra cara de Rock Hudson de Fadanelli o una biografía como la de J.M. Barrie, Jardines de Kensington, de Fresán. La asunción de formas narrativas a medio camino entre el ensayo y la novela se convierte en una opción natural porque el tipo de interpretación de la realidad que proponen no se desprende de un signo identificador ni presenta marcas propias. En la novela, el texto depende de sí mismo y su diseño es el de la realidad que estructura. Y la compleja realidad contemporánea parece exigir otro modo de aprehensión que se escape de lo puramente fictivo. La utilización paródica e irónica de los patrones genéricos, con la absorción indiscriminada de referencias –como las citadas de la culturas de masas: véase sobre todo Historia argentina, de Fresán–, junto a la superposición de convenciones de distinto origen, además de cierta tendencia a las historias intercaladas –que provienen en muchos casos de la citada afición al relato breve–, dan forma, pues, a esta base compositiva de la contaminación genérica. 4. Tras los temas y el tratamiento genérico, el tercer punto de coincidencia entre estos nuevos autores sería la autoconciencia lingüística, es decir, la manipulación deliberada del idioma que se convierte en instrumento esencial de la complicidad entre autor y lector. Es decir, el lenguaje actúa como puente entre el pasado literario –en tanto utiliza formas paródicas o imitativas– y la narrativa contemporánea –dado que mezcla y trastoca formas pretéritas y las filtra por medio de la ironía–, y de ahí que la cuestión lingüística se erija en uno de los mecanismos definitorios de esta literatura. En ese sentido las novelas juegan ampliamente con la mezcla de distintos usos dialectales del español, manejando con absoluta soltura todas sus variedades –como sucede en Tirana memoria del salvadoreño Horacio Castellanos–. De este modo, la arbitrariedad de la comunicación lingüística –donde conviven el registro culto y el vulgar, el pastiche literario y la voz mestiza– corrobora la visión fragmentaria e irónica ya sugerida por los recursos temáticos o genéricos. Estamos hablando de autores que dominan varias lenguas –como ocurre en el caso de Volpi, Morábito, Rey Rosa o Villoro, por mencionar unos pocos– y han vivido o viven fuera de sus países de origen. Muchos se han dedicado profesionalmente a la traducción literaria y se desenvuelven con Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana 35 comodidad entre tradiciones e idiomas distintos. Dentro de su internacionalismo, en su huida de lo exótico y lo pintoresco, la inclusión de dialectalismos no deja de ser un guiño autoconsciente, pero no trabajan las figuras retóricas o los juegos de palabras de una manera tan exacerbada como ocurría en la narrativa de Guillermo Cabrera Infante, pongamos por caso, pese a que algunos de ellos provienen de la poesía, como Bolaño o Morábito. El barroquismo parece haberse convertido en un estigma, y optan por una prosa que puede ser sinuosa, como el período proustiano que utiliza Pauls en El pasado, pero que poco tiene que ver con el barroquismo de García Márquez, Alejo Carpentier o cualquier otro gran nombre del realismo mágico. Se advierte, por tanto, una notable preocupación formal que en ocasiones deriva en un cierto manerismo de la prosa –que puede rozar el verso, como en el caso de Sada– y que, por lo general, revela sensibilidad y esfuerzo por lograr un estilo personal, a veces tan epigrámatico como el de Villoro o los aforismos de Descortesía del suicida del argentino Carlos Vitale. Sin embargo, hay un doble peligro que debe conjurarse: la excesiva ligereza del aforismo y el hecho de que, en la sofisticación de la prosa, por esa búsqueda desesperada del cosmopolitismo en detrimento de lo localista, se pierda la identidad nacional y a veces resulte difícil distinguir entre un libro de un autor argentino y otro de un colombiano, por ejemplo. No obstante, los indicios dialectales son una pista que recuerda irónicamente el marco geográfico y la tradición literaria en que han sido escritos. 5. El subrayado de los aspectos lingüísticos está estrechamente relacionado con otro rasgo: una intensificación general de técnicas literarias tan variopintas como la utilización del punto de vista subjetivo, los modos narrativos o la manipulación estructural. Ello exige en muchos casos una labor de desentrañamiento de referencias, parodias o mecanismos de todo tipo, porque se trata de una estrategia que opera constantemente con la intertextualidad. Pero no se abusa del contrapunto ni del perspectivismo, ni tampoco de las alteraciones temporales –con la lógica excepción de Bolaño–, y se prefiere que las tramas se desdibujen por el peso del lenguaje, que, a modo de tamiz irónico, acapara la atención del lector, distorsionando el sentido de lo narrado. La manipulación de mecanismos narrativos tradicionales nunca es ostentosa ni en la distribución en capítulos ni en la titulación de los epígrafes, GUARAGUAO 36 como muy bien demuestra de manera ejemplar la obra de Kohan. Se contrapone el estilo directo y el indirecto, se potencia el punto de vista confesional y vagamente autobiográfico, pero nada de ello aparece forzado, sino entendido como un procedimiento en consonancia con la formulación ideológica de los relatos, donde se pone en tela de juicio la identidad del sujeto contemporáneo. Pese a sus innegables diferencias compositivas, tanto las novelas de estructuras abiertas –que son las más abundantes– como las completamente cerradas, tanto las de ritmo frenético como las más bien pausadas, tanto las más concentradas como las más dispersas, guardan una serie de semejanzas muy profundas. Para empezar, destacan el predominio de lo digresivo y lo episódico, así como la utilización de la elipsis. Luego, la elección premeditada de una perspectiva, la exhaustividad, la obsesión por la verosimilitud, la autoconciencia de su función literaria y la inclusión de comentarios o excursos alargan y dispersan lo puramente argumental, hasta el punto de poder convertirse en la materia última del relato, como es el caso de Chejfec. Y, en fin, la innegable distancia entre los propios narradores y su relato –impuesta, cómo no, por el autor implícito– obliga al lector a desentrañar el valor de esa perspectiva. El mecanismo es idéntico en la mayoría de los casos: la elección de una «mirada» deliberadamente forzada para acceder, en clave irónica, a otra «mirada», la del autor implícito –véase Ciencias morales, de Martín Kohan– y finalmente a una tercera, la del autor real, aunque ello exija una sistemática tarea de reconstrucción e interpretación de una serie de contenidos ocultos tras la riqueza plurisignificativa de los textos. El narrador, que puede ser falsamente omnisciente –aquí coinciden Sada y Villoro–, se hará presente o bien desaparecerá por medio del ensamblaje del discurso directo, o del indirecto libre, hasta llegar al monólogo interior, dosificando la mimesis en mayor o menor grado. Se trata de clichés, de modo que se recurrirá de manera premeditada a una u otra forma con el fin de acentuar la figura del narrador y la distancia entre éste y los personajes. Los diálogos estarán insertos en la narración, aparecerán en cursiva o desaparecerán, subvirtiendo el uso reglamentado de tales convenciones narrativas. No es extraño, después de todo esto, que, aunque no ocurra en todas las novelas ni en todos los autores, por lo general exista en esta nueva narrativa un regusto irónico, a veces reconvertido en peripecias rocambolescas, que apunta directamente hacia el humor como elemento Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana 37 constitutivo de las situaciones o los juegos verbales. No hablamos ya de la ironía presente en los textos de Villoro o de Fresán, sino incluso de la comicidad inverosímil que destilan pasajes en principio más bien melancólicos de Los detectives salvajes, donde no sólo la parodia y la sátira, sino también la ironía, se convierten en el pilar sobre el que se asienta la subversión inherente a la escritura. Se descodifican las claves interpretativas, ya que nada tiene el sentido que aparenta: por supuesto la realidad reflejada en los relatos, pero igualmente los modelos literarios que han guiado al autor para la formulación de su discurso. 6. Cabría plantearse, pues, si podemos hablar de una ruptura absoluta, pues lo cierto es que, aunque estos autores no desprecian el realismo mágico ni la fuerza residual del boom, reflexionan sobre el acto creativo desde una postura distante. Y es innegable que el logro de aglutinar la amenidad de los relatos con la autoconciencia de los medios dispuestos en la ficción es un punto que se podría asociar con una cierta propuesta posmoderna. Asimismo, reafirman otro aserto de este último tipo de narrativa: la lectura moral de carácter ambiguo, como demostración patente de lo cambiante e ilusorio de las experiencias y de la descomposición de la identidad en el universo contemporáneo, una lectura alejada del fuerte compromiso que impregnaba las páginas de los grandes creadores del boom. De ahí a la novela metaliteraria sólo hay un paso, pues la realidad ya no será objeto de su reflexión, por lo menos como lo era el contexto latinoamericano en las obras maestras de sus antecesores, sino su signo de referencia. Se tratará, por tanto, de una metanovela que aporta a la vez un comentario sobre sí misma, subrayando y poniendo en evidencia sus mecanismos organizativos y dejando entrever el artificio que los sustenta. Se ha liberado de la ansiedad de la influencia, y sabe, por su bagaje intelectual, que toda escritura es reescritura, que los textos se nutren de otros textos –en el sentido más amplio de la palabra– y que, en definitiva, los libros siempre proceden de otros libros. Por lo tanto, estos autores no pueden ser modernos, porque ya lo fueron sus mayores, pero tampoco se pueden limitar a integrarse en una posmodernidad que no acaban de procesar con la exactitud que desearían. Los grandes nombres de esta renovación –pongamos Sada, Pauls y Villoro– consiguen superar el esquematismo de la propuesta por méritos propios, pero sobre todo por negarse a abjurar de los logros de la novela GUARAGUAO 38 más rabiosamente experimental de los sesenta y setenta, conscientes de no poder repetirla sin caer en el anacronismo pero también mostrando un gran respeto y admiración por sus predecesores. No obstante, algo ha cambiado: si estos últimos partían de un paraíso edénico donde todo estaba por inventar, los autores más recientes no sólo han leído a Borges, por citar nombre emblemático –por otra parte, el más atípico de los padres literarios–, sino también toda la literatura occidental posterior a él. Además saben que los lectores también la conocemos. Por ello han acabado encontrando su lenguaje en el resbaladizo terreno del cosmopolitismo, de lo pop, y asumen la paradoja de la sublimación de lo extraterritorial –en el sentido, por supuesto, de George Steiner, citado por Ignacio Echevarría en un texto no por azar titulado «Bolaño extraterritorial»– enraizándose en los fundamentos del realismo mágico. En este sentido, se hallan en el mismo punto que buena parte de la literatura actual, cuyo máximo ejemplo español sería Enrique Vila-Matas, pero con la inmensa ventaja –o desventaja, según se mire– de que sus maestros lo inventaron todo desde unos orígenes que para ellos están a gran distancia. 7. Me gustaría acabar centrándome en el autor al que se ha aludido profusamente y que personifica a la perfección todos los asertos expuestos: Roberto Bolaño. Él como ningún otro ha conseguido la cuadratura del círculo: el tratamiento de grandes temas no sólo de la posmodernidad, sino también del imaginario latinoamericano; la fusión de compromiso y legibilidad narrativa; el carácter proteico del juego genérico; la incorporación de una imaginería cultural amplísima a través de una prosa inconfundible y sus malabarismos con el autor implícito, ya sea desde la omnisciencia o desde el más fiero subjetivismo, hasta dinamitar los límites del género. Bolaño es el representante perfecto del modelo aquí descrito y la demostración de que ser el heredero de un legado de tal calibre, y a la vez tan ominoso, como el del realismo mágico y el fenómeno del boom no tiene por qué ser forzosamente un lastre. ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? Wilfrido H. Corral Aunque la mayoría de la crítica de los nuevos narradores hispanoamericanos de los últimos tres lustros no es virtuosa o intransigente respecto al «compromiso» que estos aparentemente desdeñan, la tercera edad crítica, que mantiene su poder interpretativo de manera similar al comportamiento de los protagonistas de las novelas de dictadores de los setenta, insiste en la necesidad de tomar partido. Cualquier intérprete o narrador tendría que ser un inconciente perfecto para negar las injusticias que seguirán afectando a los hispanoamericanos durante este siglo, si la crisis actual es un indicio de varias condiciones que debe avergonzar llamar «posmodernas». Las exigencias de un lado y otro permanecerán irresolutas, lo cual nos conducirá al aburrimiento o al regreso a discusiones inconsecuentes entre académicos y gacetilleros. La pregunta «¿qué queda?» obviamente implica que hubo algo llamado «sesentayochismo» y que ahora no existe. Creamos lo que creamos, en 1985 Luc Ferry y Alain Renaut publican La pensée 68, como recuento de un movimiento o campaña que, según ellos, marcó pautas que seguían existiendo hasta hace un cuarto de siglo. Ya en este, con La pensée anti-68: Essai sur une restoration intellectuelle (2008), Serge Audier pretende juntar varias oposiciones al 68. Pero estas no llegan a ser una tendencia convincente, y sería igual esperar lo mismo de lo que arguyo aquí, porque no veo la reacción al 68 como un odio o tema de moda, sino como un debate que no se ha dado en la historia literaria. Como demuestra claramente Claudia Gilman para el ambiente latinoamericano y latinoamericanista, las disputas por el control de la cultura ya eran cada vez más evidentes en esos años, y los cubanos no eran la parte menor de, entre otros problemas, la formulación explícita del antiintelectualismo como subordinación a la directiva «revolucionaria» (pp. 204-218, 219-230) El mero hecho de cuestionar los restos del 68 también implica una toma de posición, cuando aquí se trata de ver cómo una mentalidad cultural hace que detractores y panegiristas lidien directamente con una GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 39-54 GUARAGUAO 40 gama de comentarios fundamentados, y con las confusiones, debilidades y cualquier oscurantismo. Sólo así se podrá identificar ese pensamiento, y bosquejar sus consecuencias tal y como se representa en la literatura. En todo ese andamiaje se olvida o se rehúsa reconocer algo fundamental: los nuevos narradores y la representación de su «política». No hablo de los nacidos en los setenta u ochenta asociados con las recientes «generaciones instantáneas» como los ungidos o anunciados con la antología El futuro no es nuestro en Hispanoamérica, «Nocilla» en España o los «noveles», que no experimentaron los traumas que afectaron a sus padres, o abuelos. Más bien, me refiero a los nacidos en los cincuenta y sesenta, que en el mejor de los casos ya tienen obra establecida. El hecho es que incluso estos, como Roberto Bolaño y el hondureño Horacio Castellanos Moya, eran meros adolescentes en los setenta, apasionados, sí, pero rara vez con experiencia real. Podrían a lo máximo tirar piedras, pero aún sin considerar diferencias de clase y sofisticación, es dudable que hayan tenido un compromiso sostenible entonces. No sea crea por lo dicho que concibo a estos autores como individuos aislados, sino como narradores representativos que, precisamente, cuestionan las suposiciones de los menos enterados de, si se quiere, la mentalidad de esa generación. Castellanos Moya, que en el 68 tenía 11 años y vivió en El Salvador en los años 1975-1979, se pregunta en un texto de agosto del 2008, hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor influye para siempre en su visión del oficio y la literatura, y admite: «aún me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá más ficción que realidad» (p. 13). En un artículo inmediatamente anterior y académicamente documentado acerca de lo político en la novela latinoamericana, Castellanos Moya defiende lo literario en el ilusivo término «novela política», postulando que la defensa de lo político en el género ha sufrido «un reflujo causado por el hundimiento de la utopía comunista» (p. 16), puntualizando «puede que yo me equivoque, y que pronto volvamos a tener novelas de militantes, aunque sus causas o ideologías sean trasnochadas o fruto de entusiasmos desconocidos para mi generación» (p. 16, énfasis mío). La conclusión de Castellanos Moya es modesta, porque todo su artículo explica convincentemente los fracasos de los dos bloques en que según él se puede dividir la novela política latinoamericana (pp. 12-15), aunque en esas categorías expresa entusiasmo por La Fiesta del Chivo de Vargas Llosa y El apando de Revueltas. Nótese que añade «me llama la Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 41 atención que nunca haya encontrado una buena novela sobre la guerrilla colombiana» (p. 16), a pesar, sigue, de que todos hemos leído excelentes obras sobre la violencia y el narcotráfico colombianos. Ya que Castellanos Moya, como Héctor Abad Faciolince (1958) y otros que mencionaré posteriormente, no es un miembro «oficial» de los nuevos narradores, un factor primordial a considerar son los destiempos y desencuentros respecto a lo que se considera «nuevo narrador» o «nueva ‘nueva’narrativa». Y la parte de los críticos, como decía y aludía Bolaño en 2666, es responsable de apreciaciones inexactas e incompletas. Así, Antonio J. Gil González arguye que los empeños estéticos de la Nocilla Experience española giran en torno a: Reconstruir el de la novela de personaje, de la novela psicológica, de la novela de autoformación y, en general, de cualquier forma de narrativa egótica centrada en protagonistas representativos desde cualesquiera de los puntos de vista de género, sexual, socioeconómico, profesional emocional, neocultural, etc., del entorno de las clases dominantes (p. 27). Antes, Gil González despotrica contra los convencionalismos de la narrativa que antecede a los nocilleros, recurriendo a generalizaciones sobre estos y su apego a hibridaciones, postmodernismos cosmopolitas y culturas mediáticas. Bien. Pero uno se pregunta si en verdad se puede saltar tan fácilmente de, digamos Vila-Matas y la Generación X, a una «experiencia» admitidamente apolítica que en su práctica en verdad no ofrece otra cosas que reciclajes harto conocidos, y poco más que un cambio de rúbrica postmoderna. Como arguye Eagleton al examinar algunas ambivalencias del tema, «las formas más conservadoras del postmodernismo representan la ideología de aquellos que creen que, si el sistema va a sobrevivir, se debe sacrificar la verdad a la práctica» (pp. 40-41), criterio según el cual, añade Eagleton, «Poncio Pilato sería el primer postmodernista» (p. 41). Un movimiento como el nocillero palidece aún más si se lo compara con lo que ha ocurrido y logrado la narrativa hispanoamericana de los últimos quince años, y otros artículos de este número podrán dar cuenta de ese desarrollo. Se puede tomar como otro contrapunto de lo imprecisas que son estas aseveraciones el ejemplo del argentino César Aira, nacido en 1949 y autor de una obra ensayística extensa en que la política brilla por su ausencia. La narrativa de Aira comienza a publicarse fuera de su país GUARAGUAO 42 precisamente durante los años en que varias editoriales españolas principian a auspiciar y apostar por el grueso de lo que se considera la nueva narrativa del continente. En ese sentido, Aira también es tan nuevo como el mexicano Xavier Velasco (1959), autor de la exitosa Diablo guardián (2003), y éste tiene el valor añadido de no pertenecer o ser reconocido por las agrupaciones que todavía quieren definir lo que es nuevo en la narrativa hispanoamericana. Hay entonces que acercarse más al 68, sin reificarlo como error cognitivo o fracaso moral, sino como una falsedad estructural que se trasladó en un momento como condición necesaria para la narrativa hispanoamericana. Hace casi cuatro décadas se presentó en la University of North Carolina, Chapel Hill, un simposio memorable para la crítica latinoamericanista académica. Sus actas fueron publicadas por la misma universidad en 1973 con el título Narradores hispanoamericanos de hoy. El «hoy» significaba examinar la obra de Alfonso Reyes, Cortázar, Asturias, García Márquez y Puig, y un par de jóvenes de entonces, Vargas Llosa y Sarduy. Toda historia literaria posee ese tipo de relativismo cronológico, y es superfluo detallar por qué esos autores pertenecen al canon hoy. Los análisis a la sazón obligatoriamente presentaban la obra en ciernes de Puig y Sarduy. Así, en su artículo sobre el cubano, Ana María Barrenechea se refiere a la «aventura textual» de él, indudablemente el narrador más experimental de esa nómina y momento. Para la época de ese congreso había pasado un lustro del famoso 68 mundial y su reconocida e inmensa tergiversación de la cultura tradicional de Occidente. Los actos asociados con ese subterfugio crearon posteriormente un neologismo: el sesentayochismo, sobre todo porque a cuarenta años de su inicio, sigue siendo más fácil decir lo que no fue que lo que es. Y ya que México fue uno de los protagonistas mundiales de esa injerencia que cambió al mundo cultural hispanoamericano, por no decir el del resto del mundo, no extraña que en su narrativa «mexicana», sobre todo en Amuleto, Bolaño privilegie esas experiencias, aunque no por las razones que un público comprometido podría suponer, porque Bolaño tenía quince años en el 68. Si es verdad que la narrativa de Bolaño contiene destellos de Kerouac, es erróneo pensar que hay una influencia beat en él, por lo menos debido a un par de razones elementales. Primero, los beats, de los cincuenta, influyeron a los sesenta, cuando se convirtieron en hippies. Segundo, tanto en sus novelas como en sus cuentos, Bolaño muestra a aquellos, generalmente norteamericanos, como seres desechos, Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 43 detrito flotante quemado por la utopía a la que querían contribuir, pero no encontraron. ¿Qué sigue siendo ese sesentayochismo más allá de la consabida miscelánea de rebeldía, nihilismo, revolución, poder para el «pueblo», izquierdismo intransigente, amor libre, politización de todo para todos y, en sus momentos más poéticos, «una ráfaga de libertad»? Si no hay duda de que para la expresión cultural el sesentayochismo significó un utopismo que permitió cuestionar la autoridad y que se exculparan ciertos niños bien de los excesos y abusos de sus «viejos», tampoco hay duda de que las generaciones actuales pagan o quieren pagara los excesos de sus padres putativos, entre ellos una transmisión cultural acumulativa que no significa nada para su propia y renovada «contracultura» en un momento de crisis mundial. Para ellos, ese mundo es básicamente literario, en el sentido de que no lo vivieron, y sólo lo pueden sentir al leerlo. Por eso, Castellanos Moya se expresa de la siguiente manera, relatando la lectura subrepticia que él y sus compañeros salvadoreños hacían de Haroldo Conti durante los años de represión centroamericana: «el libro de Conti había liberado nuestras energías, al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras propias narices» («De cuando…», p. 13). Por supuesto, no hablan de la fallida Libro de Manuel de Cortázar, publicada en la misma época. En Los 68. París-Praga-México (2005), Carlos Fuentes se pregunta si el 68 fue una derrota pírrica, sin el tono de decepción apocalíptico y a la larga más real de un documental totalizante como Le fond de l’air est rouge (1977, 1993) del cineasta francés Chris Marker sobre el izquierdismo revolucionario de los sesenta y su enconamiento en los setenta. Tal fue el efecto de esos excesos que hoy se da por sentado que las nuevas generaciones son apolíticas, que el concomitante marchitarse de las aspiraciones socialistas académicas culminó en los noventas, y que para el entresiglo, incluso a la mejor crítica literaria política le faltaba convicción. ¿Se puede creer seriamente que fuera de México D. F. y la Córdoba argentina alguien se traumatiza por Tlatelolco o el Cordobaza? Así, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de 2007, en más de un reportaje periodístico se argüía que los nuevos autores se despegan de lo político y recurren a otros lenguajes, lo cual dice mucho pero no significa gran cosa. Paralelamente, si la mayoría de ellos, sobre todos los que no se formaron en universidades estadounidenses, no se siente atraída a lo que se entiende como teoría o GUARAGUAO 44 crítica entre los académicos hiperespecializados, es porque no conciben ambas ocupaciones como un remedio que le daría nuevo vigor a las ideas democráticas. Es interesante al respecto que en su reciente colección de ensayos publicada en su país el cubano Leonardo Padura (1955) no trate directamente la política, y más bien la reserve para la crítica artística no ideológica, afirmando: «La falta de independencia de la crítica, el peso de los compromisos de la más diversa índole, el temor a la responsabilidad que significa emitir un juicio –laudatorio o condenatorio, no importa ahora– lastran y devalúan la calidad de la crítica artística cubana» (p. 274). No es casual, como demuestra Esteban, que sea en la Cuba atascada en los sesenta que un escritor de los noventa como Padura tenga que buscar estrategias para sobrevivir la censura. Si es imposible precisar cuál es la «política» de los novísimos, la mayoría de ellos todavía sigue identificada con antologías como McOndo, Líneas aéreas, grupos como el Crack mexicano, y en un grado mucho menor con la compilación Se habla español. Hasta hoy sabemos que la política aceptada les parece menos importante que la estética, por decir una mala palabra crítica, y que siguen demostrando que la unión no hace la fuerza, por lo menos en términos de su recepción pública. Aunque la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia ha sido rechazada repetidamente en este entresiglo de creciente inestabilidad global, un retoño de esa teoría ha influido más: la ideología política contemporánea ha superado la división entre Derecha e Izquierda, sobre todo en estas fechas en que un presunto baluarte del derechismo como los Estados Unidos está nacionalizando sus instituciones financieras. Dentro de ese desarrollo global se da también una consideración cultural y generacional pertinente, que Carlos Monsiváis, partiendo del término «las alusiones perdidas» de José Emilio Pacheco, define como sigue: Desaparece la mayoría de las referencias que han sido el código compartido de los países de habla hispana, y los autores, lo reconozcan o no, se dirigen a los lectores desde la incertidumbre. ‘¿Qué sé yo de lo que en verdad leen, y cómo enterarme de si leen lo que escribo con datos incontrovertibles ajenos a los índices de ventas?’ Los puntos de acuerdo y recuerdo se van desvaneciendo… (p. 53) La condición señalada por Monsiváis no quiere decir que los nuevos narradores se dirijan a lectores nulos o principiantes. Todo lo contrario, la Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 45 narrativa actual es frecuentemente alusiva y política, y no hace llamados exclusivos a los avatares efímeros de la cultura popular o a la miopía y nostalgia social descuidada de los ideólogos de los sesenta. Lo que ocurre es que no lo hace como sus antecesores, y ya durante el apogeo de estos se intuía que debía haber una tercera vía, por lo menos en la literatura. Como señala Gilman, en el estudio más contextualizado y vigente de los sesenta, «Entre 1969 y 1971, lo político-revolucionario pareció encarnarse mejor en la poesía que en la novela. La pérdida de legitimidad ideológica de los narradores del boom (por su, en el mejor de los casos, ineficacia), por la predisposición del género a incorporarse al mercado y su aparato de publicidad, permitió es pasaje» (p. 345, énfasis suyo). Precisamente, es entonces que un poeta como el recientemente fallecido Mario Benedetti entra en la canonicidad y, valga la presunta paradoja, en un mercado para su obra que aparentemente no ha disminuido hasta este siglo. Así, tal vez el mejor ejemplo de la nueva manera de conceptualizar y escribir novelas políticas (incluidas una visión renovada del dictador y la violencia) es el nuevo giro que Castellanos Moya le da a la narrativa comprometida (término que rechaza para la suya), desde la novela que le obligó a exiliarse, El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997), hasta su novela más reciente, Tirana memoria (2008). Como explica en una entrevista (en otras habla de la «izquierda Stalinista»), sus novelas no son políticas porque las tramas no están determinadas por el juego del poder, y en sus libros «los personajes son gente desencantada que alguna vez tuvo algo que ver con la política, pero que vive pasiones personales» (Tarifeño, p. 11). A su visión hay que añadir la sutileza de su humor, que comparte con la mayoría de los otros narradores que menciono aquí, y un énfasis en una humanidad lejana de estereotipos, que nada tiene que ver con el propagandismo de El tungsteno (1931) de César Vallejo, o la continua imposibilidad de la narrativa comprometida cubana de los últimos quince años para decir algo nuevo. Hoy la «revolución» tiene enemigos diferentes de los del 68, y una indicación es que las novelas de narradores postreros como Eduardo Berti, Abad Faciolince, Santiago Gamboa, Leonardo Valencia y Jorge Volpi son altamente literarias en un sentido casi reivindicativo, y frecuentemente se apegan a la práctica de la «literatura en la literatura» (véase Corral). Vale decir que esos mismos narradores, particularmente Valencia y su El síndrome de Falcón (2008), Abad Faciolince y su Las formas de la pereza (2007), GUARAGUAO 46 no temen para nada tomar el toro político por los cuernos en su prosa no ficticia. No obstante otros como Alberto Fuguet y sus Apuntes autistas (2007), el precursor Enrique Serna con su Las caricaturas me hacen llorar (1996), e incluso Padura con su Entre dos siglos (2006) tensionan lo político de una manera que requiere otro artículo. Tal vez no arriesgo mucho al suponer que varios lectores de este artículo no habían nacido cuando se comenzó a luchar contra el poder ante las cámaras televisivas, y tal vez no tienen por qué saber qué fue el sesentayochismo. Como diría cualquier hippy de entonces, si uno se acuerda del 68, es probable que uno no lo viviera, y no sólo por los experimentos y atolladeros, digamos químicos, de entonces. La cultura popular y la culta cambiaron a un ritmo acelerado, y la narrativa no siempre respondió de la misma manera, como vemos para menor fortuna con el chileno Fuguet, el argentino Rodrigo Fresán y el boliviano Edmundo Paz Soldán. En un estudio sensato John Brushwood distribuye la producción novelística hispanoamericana del siglo pasado de acuerdo a años clave, y en torno a una novela importante. Para Brushwood, Cien años de soledad (1967) cierra un ciclo, y su libro, que examina novelas publicadas hasta 1970, unos cuatro años antes del presunto fin del boom. En un apéndice en que provee una lista de las novelas publicadas en cada año del período que trata, las únicas del 68 que también quedan en la mayoría de otras historias de la novela, son: 62. Modelo para armar de Cortázar, La traición de Rita Hayworth de Puig, Inventando que sueño de José Agustín, El hipogeo secreto de Salvador Elizondo, y País portátil, de Adriano González León. En términos de influencias en los nuevos narradores, es de notar que a pesar de que la discute brevemente (pp. 292-296) y la examina como «casi el opuesto», Brushwood opta por supeditar Tres tristes tigres a la novela del colombiano que define el ciclo. Como he argüido en otra ocasión, a la cual remito (Corral), no hay que pasar por alto el protagonismo del lenguaje y su relación con las nuevas percepciones de los lectores y la crítica y teoría, correspondencias que conducen a la metaficción. Después del 68 vendría el grueso del boom, sobre cuyos inicios no hay consenso, aunque terminaría en lo que Brushwood llama de manera circunspecta un alejamiento del «regionalismo trascendental», concluyendo que «El hecho que la cultura de una región produce este tipo de ficción dice algo sobre la cultura misma. La condición podría indicar un tipo de madurez cultural» (p. 335). Ese cuidadoso desenlace crítico de 1975 se Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 47 refiere al giro que tomó la novela hispanoamericana hacia su actualidad, en que frecuentemente puede ser un modelo para la narrativa exterior, como se observa ahora con Bolaño, el mejor y mayor representante de los nuevos. De hecho, ya está superada la época en que las abuelitas voladoras parecían ser nuestro monopolio y privilegio. Gilman señala que el boom tuvo como variantes históricas determinantes «la subrayada autoconciencia del papel del escritor-intelectual como figura pública […] las relaciones de amistad que generaron fenómenos de consagración horizontal; el énfasis sobre lo latinoamericano como entidad superadora de las fronteras nacionales y la difusión por parte de la crítica de la producción latinoamericana a nivel continental» (p. 265). Nótese que, por lo menos todavía, lo mismo no ha ocurrido con los nuevos narradores, más allá de su inicial agrupamiento en antologías, como he señalado. El fenómeno que señala Gilman tampoco se dio con el mal llamado y difuso «post-boom». Por otro lado, la generación del «postboom», que según han mostrado los debates de la historia literaria fue más la preocupación de críticos anglosajones que hispanoamericanos o españoles, fue tan apolítica como la actual. Y si se quiere comprobar que decirlo no es una descalificación sino una aseveración con conocimiento de causa, no hay más que examinar los leves nexos que proveen esos críticos, nada disimilares a los que he citado de Gil González. Al concentrarse en reemplazar figuras representativas con cierta arbitrariedad, o al limitar su elenco a narradores básicamente canónicos, infravaloran el hecho de que detrás de las polémicas en torno a terminologías postizas hay una complejidad formal, que no es el monopolio del novelista canónico.1 En resumidas cuentas, la historia literaria de la narrativa hispanoamericana «postmoderna» falla porque ignora o no admite que el género ya era posmoderno en los años veinte y treinta, y que varios narradores lo dominaban cuando eran jóvenes, y el género mismo estaba en una etapa embrionaria. Veamos entonces la obra de algunos de los nuevos narradores desde el desarrollo estético y político que he resumido. Mario Bellatin es uno de los mejores y más enigmáticos de los nuevos narradores nacidos en los sesenta. Hoy Director de la Escuela Dinámica de Escritores en su México natal, Bellatin tal vez sea el más atípico formalmente, el Elizondo o Sarduy de su generación, y como el cubano, el más apolítico de un conjunto todavía amorfo e indefinido de talentosos prosistas. Una diferencia que hay que establecer es que Sarduy y el mexicano Elizondo GUARAGUAO 48 vivieron en un tiempo en que se supeditaba la estética a la política, mientras Bellatin escribe en un período actual, el entresiglo, básicamente despolitizado, que paradójicamente ha producido un relativismo posmoderno que infrecuentemente se pretende político, múltiple, universalista, cultural y teórico, falacias que Eagleton ha pormenorizado en la parte más extensa de su libro sobre las ilusiones del tema (pp. 93-130). En un texto que sirve de postfacio y suerte de poética a su obra reunida hasta el 2005, Bellatin afirma que tal vez por la imprecisión crítica «cuando alguien se encuentra con una escritura que le parece un tanto extraña, de inmediato aparece la definición noveau [sic] roman para clasificarla. Lo mismo sucede con los términos kafkiano o experimental. No creo que mi escritura tenga nada que ver con esa denominaciones» (p. 517). No siempre hay que creerle al narrador que hace de crítico, sobre todo cuando habla de su propia obra. La práctica de Bellatin, si tiene poco que ver con el objetivismo francés de los cincuenta y sesenta, sí tiene mucho que ver con lo raro y extraño, por subjetiva que sea nuestra percepción de ello. Respecto a lo político, en esa misma poética Bellatin habla de cómo cuando hacía pininos con su escritura se compró una máquina de escribir portátil, marca Underwood, modelo 1915, y se puso a copiar páginas enteras del directorio telefónico o fragmentos de libros de sus escritores favoritos. Cuenta allí que: Aquel ejercicio de transcripción de textos de otros autores, reaparecería tiempo después, en Cuba, donde por razones de escasez mi máquina cumplía una especie de servicio público. Era la única disponible a varias cuadras a la redonda. Esto hacía imposible negarse al pedido de quien necesitaba redactar alguna petición al comité central, los cuentos que debían ser enviados con urgencia a un concurso, o la solicitud del permiso necesario para abandonar el país. (p. 504, énfasis suyo) Esta cita puede ser leída como un mensaje político, que proyecta cierta ideología, y puede compararse a la visión de Leonardo Padura que comenté anteriormente. Pero en el contexto del resto del postfacio de Bellatin no hay ningún otro indicio que apoye la suposición de una lectura política. Jacques Leenhardt, en su lectura de un relato representativo del nouveau roman, La celosía de Robbe-Grillet –que logra combinar elementos ficticios con una concentración obsesiva en la descripción de objetos–, advierte Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 49 que la literatura se escapa en cierta medida a las trabas ideológicas, aunque esté ligada a ellas. La única diferencia, explica, es que la literatura: Puede en ciertas circunstancias vincularse a sistemas ideológicos no dominantes, y por consiguiente adherirse a grupos sociales hostiles a la clase dominante, sea hacia delante –literatura progresista–, sea hacia atrás –literatura nostálgica–. Por lo tanto, no podrían quedar los vínculos entre literatura y sociedad fijos en la inmediatez de una relación causal o estructural: hay que apreciarlos dentro de la dinámica de los grupos y las clases sociales. (pp. 183-186) Por esas razones, y también porque no es tan claro que podamos oponer la literatura progresista a la «nostálgica» cuando ambas pueden pecar de utópicas, la ficción de Bellatin es ejemplar. Después de todo, en algunas de sus obras la falta de poder del individuo en sociedades totalitarias es el meollo que determina la rareza del comportamiento de los personajes. Así sucede en Canon perpetuo (1993), Poeta ciego (1998) y La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), que algunos críticos quieren identificar respectivamente con las sociedades cubana, soviética y china. ¿Cómo leer entonces a este tipo de autor cuando todavía y frecuentemente se asevera que «todo es político», como si fuera lógico que lo que se escoge no decir o ignorar es un gesto político por antonomasia? Como señala John Ellis, el error lógico es creer que una afirmación como «todo tiene una dimensión política» conduce directa e inevitablemente a la aseveración que «la política debe ser la consideración fundamental» al hablar de cualquier expresión cultural (pp. 61-62). Si se piensa en que el contexto provee a la política una patina diferencial o especificidad necesaria, argumento relativista de la crítica politizada, piénsese también en otro criterio de Castellanos Moya: El «ser político» en América Latina es un «ser político» frustrado, en el sentido de que la gestión de la cosa pública a lo largo del siglo ha sido tan catastrófica que mantuvo a más de la mitad de la población del subcontinente viviendo en condiciones de pobreza, bajo sistemas de justicia en que reinaba la impunidad y el crimen, con instituciones políticas débiles y vulnerables, y en marcos constitucionales en que se cambiaban las reglas del juego con la frecuencia de un calzón de meretriz («Apuntes…», p. 12). La cita encarna una admisión que los nostálgicos por el 68 no se atreven a hacer. La realidad es que en los últimos quince años se ha comprobado GUARAGUAO 50 que los nuevos narradores de hoy están comprometidos con su propia época, y el desafío es diferente. No es este el lugar para explayarse acerca de otras diferencias entre los nuevos narradores, razón por la cual los críticos tienden a mencionarlos sólo en el contexto de Bolaño. Sin embargo, no cabe duda de que la visión que se tiene de ellos revela la persistencia del paradigma Bolaño, junto con una natural falta de auto-especulación no exenta de reciclaje de parte de los narradores nuevos, y una previsible cautela de los críticos (a veces incluyendo espaldarazos de los mismos autores) en libros, revistas, entrevistas y sondeos respecto a qué pasará con ellos.2 El mexicano Juan Villoro expresa de la siguiente manera la expectativa estética que reinaba hasta el 68 respecto a nuestra narrativa, y que según él podría seguir definiendo lo que se espera hoy de nuestra cultura en el exterior: Uno de los negocios más seguros del momento sería la construcción de una Disneylandia del rezago latino donde los visitantes conocieran dictadores, guerrilleros, narcotraficantes, militantes del único partido que duró setenta y un años en el poder, mujeres que se infartan al hacer el amor y resucitan con el aroma del sándalo, toreros que comen vidrios, niños que duermen en alcantarillas, adivinas que entran en trance para descubrir las cuentas suizas del presidente. (p. 114) De los nuevos narradores tal vez el que más se ha interesado por la política, en sentido laxo, es también uno de los más visibles de ellos: Volpi. Su novela de 2003, El fin de la locura, muestra cómo transformar imperfectamente el discurso no ficticio de un ensayo suyo como La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998) en ficción. Autores como Vargas Llosa constantemente llevan a cabo ese tipo de transposición, pero sin la ironía y el sarcasmo de la voz narrativa de la novela de Volpi. Esa práctica es la virtud y limitación del mexicano, aún considerando el nivel paródico de su novela, porque un narrador superior como Bolaño logra mucho más en novelas como Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile (2000). El alto grado de refinamiento intelectual y cultural de los personajes de Volpi, ficticios y reales, como la mezcla de odio de sí mismo y autoestima que es su característica tribal más reconocible, hace de ellos seres que son a la vez exquisitamente propensos al dolor y expertos en causarlo. Tal vez sea así porque ante lo que Monsiváis llama «la catástrofe educativa, Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 51 robustecida por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal por las humanidades» (p. 89) los nuevos narradores se esfuerzan demasiado ante su público virtual, o simplemente lo menosprecian indirectamente con alusiones que sospechan no identificarán. En una reseña de El fin de la locura Roberto González Echevarría arguye que aquella novela: Es un esfuerzo por darles vida y a la vez un riguroso emplazamiento de los intelectuales latinoamericanos de entonces, incluidos, por supuesto, los novelistas, precursores inmediatos del autor. El logro de Volpi es guardar una distancia media ante esos individuos y acontecimientos, que aparecen simultáneamente como actuales y remotos, entelequias del recuerdo y agentes de la conciencia presente. (p. 60) No se puede sostener esa idea, precisamente porque esa novela de Volpi ha sido concebida de una manera demasiado suelta como para profundizar en una idea. El tono burlón respecto al compromiso de entonces, con el cual uno puede estar de acuerdo o no, revela una postura ideológica de la cual sólo un crítico que piensa igual puede extraer algo más trascendente. Cuando termina El fin de la locura, uno se siente como si hubiera asistido a un cóctel lleno de gente fascinante, con quien no tuvo tiempo de hablar. Volpi nos mete en las vidas de los personajes repentinamente, y uno procede hacia un matorral de alusiones, chistes privados e idiosincrasias, imperfectamente. Ese proceder ocasiona dos resultados. Primero, las complicaciones de la novela (que se multiplican) y las revelaciones dramáticas comienzan a parecernos apuradas e histéricas. Segundo, los lectores se podrían cansar de los personajes demasiado rápido. Volpi, entusiasmado por evitar lo obvio, construye una pila de incidentes atroces e improbables que terminan serruchando la lógica de su relato. Precisamente, en su más reciente colección de ensayos, Mentiras contagiosas, Volpi presenta por lo menos dos visiones apocalípticas de la narrativa y su futuro, «Réquiem por la novela» (pp. 11-16) y «La obsesión latinoamericana» (pp. 143-154). Es probable que esa percepción de nuevos narradores como él tenga que ver con la pérdida de una cultura medular, también señalada por Monsiváis, quien especifica: «el mayor peligro para la novela no es el culto a las imágenes (que obliga en demasiados sitios a sólo considerar novela a la telenovela), ni el desdén tecnocrático GUARAGUAO 52 hacia la letra escrita, sino la pretensión de eliminar la complejidad.» (p. 62, énfasis suyo). Por su parte, Castellanos Moya le manifiesta a Tarifeño que su generación está asediada por el «puterío» del mercado, y que en sus novelas «las tramas no están determinadas por el juego del poder» (p. 11). Si los nuevos narradores han vuelto generalmente al placer de contar historias, manteniéndose dentro de los avatares de un tipo de oralidad, todavía no superan la práctica de un narrador como Vargas Llosa, salvedad hecha de las diferencias de edad, experiencia y talento. Tal vez se trate de dedicación al oficio, y aunque se note cierto carácter reiterativo en la crítica y teoría del peruano, una cosa queda clara: su sentido de libertad total respecto a lo que hace y su conciencia de una continuidad entre el pasado oral y la escritura. Así, en un reciente ensayo sobre la ficción concluye que la escritura «dio a las ficciones una estabilidad y permanencia que no podían tener las ficciones orales» (p. 17). Desde el principio hasta el fin de sus novelas mayores, como se ve en Volpi, Gamboa e incluso Bolaño, no siempre se encuentra una selección del material que le da vida a la historia; no se reducen los detalles para mantener el movimiento del relato y darle forma a experiencias que son esencialmente contrahechas. Si los narradores de hoy a veces no se diferencian entre sí es porque no quieren levantar la voz para expresar alguna disidencia o matiz diferenciador con su propia línea oficial, y la paradoja es que en sus testamentos hablan de cómo no se puede abusar de la autoridad literaria para tomar represalias contra quien ejerce el derecho de opinión. Después de haber diagnosticado la ortodoxia irracional como el error de una Nueva Izquierda moribunda, como hace Volpi en El fin de la locura, ahora tendrán que encontrar correcciones para el moralismo predominante de la vieja izquierda, sin caer en las mismas trampas. Pero hasta la fecha es como si temieran el castigo al disenso, que irónicamente es la fuente principal de su presencia en la historia actual de la narrativa. Este debate es pertinente y necesario, sobre todo si se considera que se puede trazar un arco mexicano respecto al 68 que va desde Los periodistas (1978) de Vicente Leñero hasta 68 (1991) de Paco Ignacio Taibo, que representan a aquella generación comprometida, para desmitificarla. Hoy, si uno escribe una novela sobre los comprometidos sesenta, en verdad se está escribiendo una novela histórica, para críticos geriátricos. Como decía antes, pocos nuevos narradores quieren recordar esos años, porque saben cómo terminaron, y para quedar bien quieren seguir los buenos ejemplos. Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos? 53 Notas Así las distinciones de Donald L. Shaw que culminan en la versión ampliada de su Nueva narrativa hispanoamericana. Boom. Posboom. Posmodernismo (1999). Su A Companion to Modern Spanish American Fiction (Londres: Támesis, 2002) calca el libro anterior, aunque el capítulo «The 1940s, the Pre-Boom: The Changing View of the Writer’s Task» (83-108), renueva su genealogía. Shaw provee interpretaciones individuales valiosas (la tensión en torno al realismo es una) y reprueba varios excesos críticos con razón. Menos felices son dos esfuerzos similares de 1995, el reciclaje de Raymond L. Williams, The Postmodern Novel in Latin America: Politics, Culture, and the Crisis of Truth, y Philip Swanson, The New Novel in Latin America: Politics and Popular Culture after the Boom. Toda traducción es mía excepto donde se indique lo contrario. 2 Véase: Cuadernos Hispanoamericanos 604 (octubre 2000), dossier dirigido por Teodosio Fernández, Desafíos de la ficción, ed. Eduardo Becerra (Alicante: Cuadernos de América Sin Nombre, 2002), Iago de Balanzó et al., Cuadernos de la Cátedra de las Américas I (Barcelona: Institut Català de Cooperació Iberoamericana, 2004), José Luis de la Fuente, La nueva narrativa hispanoamericana (Valladolid: Universidad de Valladolid, 2005), Cuadernos Hispanoamericanos pp. 673-674 (julio-agosto 2006), dossier dirigido por Leonardo Valencia, Jorge Fornet, Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2006), Montoya Juárez y Esteban (véase Obras citadas), y La narrativa del milenio, ed. Jorge Ruffinelli. Nuevo texto crítico xxi, pp. 41-42 (2009). 1 Obras citadas Bellatin, Mario. «Underwood portátil. Modelo 1915». Obra reunida. México D.F.: Alfaguara, 2005, pp. 499-522. Brushwood, John S. The Spanish American Novel: A Twentieth-Century Survey. Austin: University of Texas Press, 1975. Castellanos Moya, Horacio. «Apuntes sobre lo político en la novela latinoamericana». Cuadernos Hispanoamericanos 694 (abril 2008), pp. 9-17. ____. «De cuando la literatura era peligrosa». Babelia 871 (2 agosto 2008), p. 3. Corral, Wilfrido. «Distanciamiento estético, literatura en la literatura y nuevos narradores». Aisthesis 41. 2 (Julio 2007): 91-116. Eagelton, Terry. The Illusions of Postmodernism. Oxford: Blackwell, 1996. Ellis, John M. «Gender, Politics, and Criticism». Literature Lost: Social Agendas and the Corruption of the Humanities. New Haven: Yale University Press, 1997, pp. 60-88. Esteban, Ángel. «Estrategias para sobrevivir a la censura en los 90 en Cuba (Sobre Leonardo Padura y su paradójica situación).» Entre lo local y lo global. La narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006). Ed. Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban. Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2008, pp. 183-196. Gil González, Antonio J. «El proyecto nocilla y la nueva narrativa». Insula LXIII. 26 (Noviembre 2008). 26-30. GUARAGUAO 54 Gilman, Claudia. Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Buenos Aires: Siglo veintiuno, 2003. González Echevarría, Roberto. «La razón recobrada». Letras Libres [España] III. 29 (Febrero 2004): 60-61. Leenhardt, Jacques. Lectura política de la novela. La celosía de Alain RobbeGrillet. Trad. Félix Blanco. México D. F.: Siglo Veintiuno, 1975. Monsiváis, Carlos. La ilusiones perdidas. Barcelona: Anagrama, 2007. Padura, Leonardo. «De la indigencia a la mendicidad». Entre dos siglos. La Habana: IPS/Hivos, 2006. 271-274. Tarifeño, Leonardo. «Horacio Castellanos Moya.’No tengo pasiones políticas». ADNCultura, La Nación. 2. 75 (17 de enero de 2009). 11. Vargas Llosa, Mario. «El viaje a la ficción». Letras Libres [México] X. 110 (Febrero 2008). 12-17. Villoro, Juan. «Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso». Efectos personales. Barcelona: Anagrama, 2000. 107-115. Volpi, Jorge. Mentiras contagiosas. Ensayos. Madrid: Páginas de Espuma, 2008. Cambio de ciclo en la narrativa latinoamericana. Una conversación con Antonio José Ponte Francisco Marín Francisco Marín –Cuando se habla de nueva narrativa latinoamericana, el referente, aun por omisión, es el boom y su conjunto de grandes figuras. Sin embargo, entre la época de mayor influencia de ese conjunto de autores y la percepción de un nuevo movimiento generacional hubo un tiempo muerto difícil de definir. En su opinión, ¿qué conjunto de hechos permitiría retomar el sentido de movimiento que parece haber cuajado en la última década? Antonio José Ponte –Pienso que ese tiempo muerto del cual me habla, difícil de definir, debió de estar lleno de tareas pendientes para la crítica literaria. Esa crítica, empeñada en sacrificar individuos con tal de formar especies, habrá sido incapaz de vérselas con una época en que las grandes figuras comenzaban a apagarse... Pero, hablando solamente de narrativa latinoamericana, suponiendo la hipótesis de un lector exclusivo de ésta y, si acaso he sido ese lector, puedo decir que no recuerdo haber notado tiempo muerto alguno. Aunque aclaro enseguida que este hipotético lector del que hablo no se conforma con grandes figuras y grandes libros solamente. –¿Pueden los nuevos narradores hacer un juicio ponderado sobre los viejos maestros? ¿Existe, de manera genérica, algún lazo con ellos? Me gustaría conocer su opinión personal sobre los autores del boom y saber si hay alguno de ellos –Lezama o Carpentier son emblemáticos en el caso cubano­– que inspire su propia creación y el motivo de ello. La revista Letras Libres me encargó hace dos meses que examinara la obra narrativa de Gabriel García Márquez. Volví a los libros suyos que había leído ya, y leí su producción última, que había evitado hasta entonces. Mi opinión recibió, al publicarse, acusaciones de estar teñida por la GUARAGUAO ∙ año 13, nº 29, 2009 - págs. 55-64 GUARAGUAO 56 envidia. Saltó a la vista de varios lectores la diferencia entre el crítico y el criticado: ¿quién era yo para acercármele al viejo maestro, y qué meteduras de pata no tendría por delante en mi camino, seguramente peores que las que él cometiera en sus obras más recientes? Llegó a pensarse que mi juicio venía dictado por la amistad de García Márquez con el dictador de mi país. Pero, de ser así, tendría que haber escrito (a diferencia de lo que hice en una entrega anterior de esa misma revista) maravillas de la novela póstuma de Guillermo Cabrera Infante. Y no fue el caso. Dicho esto, no creo que deba esperarse de los nuevos narradores un juicio ponderado sobre los viejos maestros. Será, casi siempre, un juicio interesado. Fui hace tiempo un rendido lector de Carpentier, llevo años sin leerlo, y me propongo volver a alguna de sus novelas próximamente. José Lezama Lima, en cambio, me ha acompañado desde que lo leí por primera vez. Me interesa cada nueva noticia biográfica suya que aparece (la biografía de Carpentier es execrable), y Lezama cuenta, además, con el aliciente de los varios géneros. De manera que, si desatiendo al poeta Lezama, me las estaré viendo con el Lezama ensayista o el Lezama narrador. –¿Puede darnos su juicio «interesado sobre los viejos maestros»? Nos intersaría particularmente su juicio actual precisamente sobre la obra de Carpentier y Cabrera Infante. ¿Qué encontraba entonces, qué le fue útil de ellos en su formación, si algo hubo? ¿Qué esperaría encontrar ahora, pues si piensa volver a Carpentier será a buscar algo, o me equivoco? Leí a Carpentier a fines de los setenta del siglo pasado. Sus últimas novelas alcancé a leerlas recién aparecidas. En la Cuba de esos años, Carpentier representaba la posibilidad cosmopolita. Rara posibilidad para un autor cubano, la de irse a vivir lejos, precisamente a París, sin que sus títulos dejaran de aparecer en editoriales cubanas. (José Lezama Lima, que hubiera representado también esa posibilidad de un conocimiento del mundo, había muerto poco antes y aún pesaba sobre él censura, por lo que ni siquiera había oído sus apellidos. Borges, Paz, Vargas Llosa y otros también estaban censurados y, por supuesto, tampoco conocía por entonces a todos aquellos autores cubanos que habían salido al exilio.) Pero mi admiración de entonces por algunos libros de Carpentier no ha sido puesta a prueba. François Mauriac sostuvo que la mayor amabilidad que podríamos dedicarle a ciertos autores de nuestra juventud es Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte 57 no volver a leerlos. En el caso de Alejo Carpentier no creo que sea necesaria esa amabilidad. Hoy, en una librería (la mayor parte de mis libros permanecen en La Habana), leí el inicio de El Siglo de las Luces: admirable. Leí también el final de El reino de este mundo y me pareció insoportable por su tono sentencioso y didáctico, que hizo que recordara toda aquella literatura del realismo socialista que conseguí evitar mientras leía a Carpentier. A Guillermo Cabrera Infante, en cambio, leído más tardíamente, sí que he logrado releerlo. Me divirtió enormemente por primera vez, y me ha aburrido casi siempre en los regresos. Porque, gastada la sorpresa de sus ocurrencias, creo que queda poco en sus páginas. Aunque tal vez detrás de esta objeción habría que declarar su virtuosa manera de hacer memorables juegos de palabras y situaciones. Pues si no sorprende al releerse, es debido al perfecto recuerdo de lo que se leyera en él. He llegado a pensar que sus dos novelas principales pertenecen al género japonés del ukiyo-soshi, novelas del mundo flotante, historias de la moda y de la belleza tras las que se corre: todo perecedero. Falta en ellas, sin embargo, algo del trasfondo filosófico encontrable en las anécdotas pasajeras de Ihara Saikaku. En cuanto a sus crónicas periodísticas y sus reseñas cinematográficas, me parecen sumamente disfrutables. –Tengo la sensación de que hay una serie de nombres de una trayectoria espléndida cuyo papel e importancia ha quedado muy disminuido por su complicada ubicación temporal. Pienso en Piñera, Pitol, Saer, Piglia… ¿Cuál cree que es su peso sobre los nuevos narradores? ¿Existe siquiera ese peso, esa influencia? Existe, al menos en mi caso. Al menos, en el caso de esos cuatro autores que menciona. (Leo, además, con entusiasmo al Piñera poeta y al poeta Saer.) Son oblicuos, son fragmentarios, son discretos. Si parecen soberbios, es a fuerza de tímidos que son. Me siento cerca de estos ejemplos, no sé si equivocadamente. –Ya que reconoce usted esta influencia, ¿puede precisarnos en qué consiste ésta, aclarando de paso el significado en su caso de «oblicuo» y «fragmentario»? De lo oblicuo y de lo fragmentario puede aprenderse, creo, delicadeza. Esos narradores que menciona tienen la suficiente delicadeza como para GUARAGUAO 58 que no sepamos de antemano hacia dónde van sus libros. Puede sacarse de ellos la lección de lo inapresable. Los encuentro tan azorados como debo de estar azorado yo, su lector. No saben, o saben poco. Comparten con sus lectores su ignorancia, sus incertidumbres, sus tanteos. Otros, en cambio, evitarían ofrecer al lector tan bochornoso espectáculo, y terminan por no dudar. Se muestran perfectos y resultan (al menos para mí) perfectamente ilegibles. –Cambiando de tema, desde su punto de vista, ¿existe algún elemento cohesionador de la actual nueva narrativa? Pienso en la percepción que en los setenta, en Europa, se tuvo del boom y del protagonismo que adquirió el concepto «realismo mágico». Ya era bastante reducido el concepto de ese grupo de escritores de los años sesenta como para estrecharlo aún más con los afiliados al realismo mágico, esa maquinaria de banalizar epifanías. En cuanto a la actualidad, supongo que las prácticas empaquetadoras de la cultura darán, tarde o temprano, con algún concepto equivalente. Tengo que confesar que a mí no me desvela descubrirlo. –¿Qué opina del peso que han ido asumiendo entre los novelistas de su generación temas como la infancia o los años de formación? ¿Hay una retirada hacia territorios más cómodos entre los nuevos narradores? Si estas dos preguntas están directamente relacionadas y la infancia es vista como territorio cómodo para un narrador, hablamos entonces de una infancia entendida laciamente, sin drama. Hablamos de una infancia para el aburrimiento. Pero hay también infancias endiabladas, ¿no? Y en ellas caben siempre unos protagonistas sumamente frágiles, que no comprenden del todo, y a quienes afectará terriblemente cuanto suceda: niños. De manera que una infancia puede ser tan incómoda (por ambiciosa) como la pretensión de narrar la historia política de todo un continente. Depende, en cualquier caso, de cada escritor. Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte 59 –Relacionado con eso me gustaría plantearle el tema de lo latinoamericano. En muchos de los viejos autores, el problema del conocimiento latinoamericano –y con ello me refiero tanto a los aspectos geográficos como históricos– estaba latente como un descubrimiento seminal. Sin embargo, esa orientación creadora parece haberse esfumado o bien juega un papel muy menor. ¿Han abdicado los nuevos narradores de la preocupación latinoamericana? ¿Subsiste en algunos de ellos, y de ser así, de que modo lo hace? En muchos de los viejos autores el problema del conocimiento latinoamericano pudo empezar como un descubrimiento seminal, pero no tardó en convertirse en cuestión de representatividad: por ellos hablaba todo un continente. De esos autores se esperaba la Gran Novela Latinoamericana, y esos autores alentaron tales expectativas, de modo parecido a como muchos narradores estadounidenses se han empeñado en dar la Gran Novela Norteamericana. Su preocupación latinoamericanista no tardó en convertirse en una moraleja razonada de antemano, moraleja todavía sin fábula, pero en busca de ella. Y calculo que una previsión así habrá de existir también entre los narradores más jóvenes. Yo prefiero, por el contrario, las fábulas cuyas posibles moralejas están por llegar. Aún mejor, las fábulas cuyas posibles moralejas no llegarán. Las fábulas (aunque esto constituya un imposible) sin moraleja. –¿Puede decirnos por qué encuentra objetable –al menos esa es la impresión que da– que los viejos maestros hayan inspirado a lo que usted llama la «representatividad», aparte de la «moraleja en buscar la trama»? Bueno, me gustaría que dudasen un poco. Cuando me gustan los viejos maestros, es porque no andaban convencidos del todo. Permítame definir esto «con la cobardía del ejemplo» (la frase es de Pessoa). Las páginas que Carlos Fuentes dedica a los Austria en Terra Nostra me parecen intachables, maravillosas. Han de estar entre lo mejor que ha escrito él, y entre lo mejor escrito en nuestra lengua por esa época. Pero no podría decirse lo mismo de aquellas que se ocupan, en la misma novela, de lo utópico. Éstas, llenas de baratija simbólica, no merecen aquéllas. Yo supongo que Fuentes gozaba de suficiente libertad al tratar con los GUARAGUAO 60 Austria, mientras que Utopía debió dictarle cuánto podía escribir acerca de ella. Porque lo utópico era un problema para el cual un celebrado autor latinoamericano debería aportar certezas. Y la moraleja, en este caso, existía antes que la trama. Fuentes no averiguaba acerca de lo que pudiera ser Utopía. El lector no podría acompañarlo en investigación alguna porque de antemano existían unas conclusiones. Y poco importa con cuánta suntuosidad fuera encubierto un cálculo de esta clase. –¿Cuáles son los temas que, en su opinión, no están suficientemente reflejados en la actual literatura? O, como alternativa, ¿qué puntos de vista o modos de abordar los viejos temas son los que echa usted en falta? Esta pregunta induce a nostalgias del boom, a nostalgias del modernismo, o a nostalgias de la novela de la tierra, ninguna de las cuales padezco. Pero no vaya a pensarse que esas nostalgias me faltan debido a un tremendo contento por la actual literatura latinoamericana. –Desde la revisión del relato decimonónico, ¿cómo juega, en su caso, con conceptos como memoria, pasado o ficción o grandes temas como el amour fou, el doble o el relato iniciático? ¿Desde esa perspectiva –o desde otras, por supuesto–, se siente cercano a los postulados posmodernos? Memoria, pasado y ficción son conceptos que podrían resumirse en la obtención de un tono narrativo convincente. Se trata, en suma, de un problema de dicción. Es cuestión de vencer la incertidumbre, cuestión de dar con esas zonas de seguridad desde las que (suponemos) habla el relato decimonónico. Un relato que, desde lejos, se nos ocurre seguro de sí mismo, muy poco nervioso. Sin embargo, visto desde adentro (perspectiva que puede alcanzarse mediante la relectura, la traducción, la adaptación teatral o cinematográfica), el relato decimonónico revela sus faltas de confianza. Y es preciso volver a leer la literatura más vigorosa hasta dar con sus indecisiones y flaquezas, hasta arribar al momento en que aún no estaba decidida del todo, y bien podría comportarse de otro modo. Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte 61 Tendríamos que aspirar a leer como si estuviésemos metidos en la escritura de lo que leemos. Visto así, también dudaban los maestros y su fuerza estuvo en encontrar el modo de dejar atrás sus dudas. Lo mismo, con suerte, debería ocurrirnos ahora. –¿Cree que esa misma visión es compartida por otros narradores? ¿Por quiénes? Generacionalmente, ¿a qué autores se siente cercano y cuáles son a su entender sus nombres de referencia? No puedo opinar por las confesiones que me hayan hecho otros narradores porque el diálogo entre colegas, tal como me ha tocado practicarlo, evita esas escabrosidades. Pero hay libros que siento cercanos, y menciono algunos autores de esos libros: César Aira, Lorenzo García Vega, Juan Villoro, Matilde Sánchez, Álvaro Enrigue, Sergio Chejfec, Rolando Sánchez Mejías, Reinaldo Laddaga… La lista es incompleta, por supuesto, y creciente. Caben en ella narradores de distintas generaciones. García Vega, por ejemplo, es octogenario. –Su generación empieza a tener sus iconos, y entre ellos, de manera muy significada, Roberto Bolaño. Me gustaría conocer su valoración de este autor. He leído poco a Bolaño. Por sólo tres libros suyos, dos excelentes y uno decepcionante, mi valoración no tiene mucho peso. Me gusta su economía narrativa. Me gusta cómo crea tiempos de espera, puntos muertos, calmas chichas. Me gusta que haya dado con una región (la frontera mexicana), una figura (el poeta) y una épica. –¿Qué papel cree que está jugando el ascenso de las literaturas de género –especialmente policíaco, pero también el de aventuras y otros– entre los nuevos narradores? La narración policíaca y la narración de aventuras gozan de esa insolencia envidiable que adjudicaríamos a la novela decimonónica. No es raro entonces recurrir a ellas para recuperar el hilo del relato. Y tal vez no existan mejores modelos para justificar una sucesión de peripecias. GUARAGUAO 62 –Relacionado con lo anterior, me gustaría preguntarle sobre el perfil del lector latinoamericano (o de lo latinoamericano). ¿Se podría hacer un perfil del actual lector de lo literario? Para muchos, el lector de los viejos tiempos, exigente, fiel, es una especie en extinción… ¿cómo ha evolucionado ese perfil? Si resulta difícil armar el retrato robot del nuevo narrador latinoamericano, cuánto no lo será obtener el del lector de éste. En cualquier caso, yo insisto en postular la figura del relector. Y esta postulación me obliga a escribir para ser leído más de una vez. –El cosmopolitismo parece ser otra de las señas de identidad de los nuevos narradores. ¿Va ese cosmopolitismo en detrimento de una creación fuerte? Me explico, y sin caer en una dicotomía total: ¿no es éste un elemento que juega a favor de la ligereza y en contra de la fundación de territorios literarios? Pienso ahora en Bolaño, en el poco Bolaño que conozco. Puede que sus libros mejores sean un buen ejemplo de cómo narrar territorios sin abjurar del cosmopolitismo. Y, hasta dónde sé, sin procurarse una representatividad a la fuerza. Aunque habrá que estar atento al modo en que Bolaño empieza a ser leído, porque esas lecturas podrían investirlo de una condición que él estaba lejos de querer otorgarse. –Volviendo a las temáticas abordadas por los nuevos narradores y sus modos de desarrollarlas, y si finalmente concluimos que el nexo unificador no existe, o lo hace de manera muy leve, ¿cree usted que podría hablarse de una identidad en negativo? Algo así como una unión en la diferencia, donde lo latinoamericano no sería el punto de llegada sino el de partida... ¿Para qué emprender una definición así por vía negativa? ¿Latinoamérica es Dios? La única definición por vía negativa que me parece, si no provechosa, ingeniosa, es la de Dios. A la larga, lo que desea un escritor es escaparse de cualquier clasificación y constituirse en especie. Cada escritor, una especie. Lo mismo que los ángeles. Dejar de pertenecer a tal o más cual generación, a tal o más cuál Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte 63 literatura nacional, a tal o más cual continentalidad, para representarse a sí mismo solamente. Que es, al final, representar a nadie. Caigo, sin embargo, en la cuenta de que esta contestación mía opone a un continente la soberbia más que continental del escritor. –Bajo ese enfoque, tal vez resulte clarificador la nada despreciable cantidad de narradores latinoamericanos que trabajan lejos de sus orígenes. ¿A qué cree que es debido ese hecho? Amén de las razones económicas y políticas, ¿pudiera ser por ese mismo impulso de superar detalles (patria, país, tierra) de que hablaba antes? Bien mirado, ese impulso constituye también una razón de economía y de política. De administración artística. De esa política del espíritu de la que alguna vez trató Válery. –En su caso, el exilio es inverso. ¿Cómo vive la experiencia de autor cubano que sólo publica en el exterior? ¿Cómo se plantea la integración de su posición ante el sistema político castrista en la creación literaria? En La fiesta vigilada cuento mi experiencia dentro de ese sistema político. Para escribir libremente tuve, durante años, que publicar mis libros fuera de Cuba. De no haberlo hecho así, habría tenido que referir lo político de manera velada, por alegorías. Y detesto las alegorías, que aplacan lo candente con sus rizos, y disuaden con su rococó. Yo vivía en La Habana, mis libros aparecían en México o en Barcelona o en San Francisco, y en la mayoría de los casos ni siquiera podía asomarme a las presentaciones de ellos, y las reseñas me alcanzaban como si fueran botellas echadas al mar. De manera que, libro tras libro, mi idea de quiénes los leían resultó ser bastante fantástica. Y, si es siempre misterioso el destinatario de unas páginas, en mi caso (hablo de hace algunos años) se hizo más misterioso todavía. GUARAGUAO 64 –Por último, ¿tiene alguna cosa que añadir o algún tema que le gustase abordar? Sólo me queda dar las gracias. Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964) Poeta, ensayista y narrador. Ha publicado, entre otros títulos, Las comidas profundas (Deleatur, Angers, 1997), Asiento en las ruinas (Renacimiento, Sevilla, 2005), In the cold of the Malecón & other stories (City Lights Books, San Francisco, 2000), Cuentos de todas partes del Imperio (Deleatur, Angers, 2000), Un seguidor de Montaigne mira La Habana/Las comidas profundas (Verbum, Madrid, 2001), Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002), El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, Sevilla, 2004), Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2005) y La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007). Es co-director de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, que se publica en Madrid. Recuperación Suenan timbres A la espera de la crítica Mario Campaña La vanguardia poética latinoamericana, aquel período de incesantes y multidireccionales transformaciones que, grosso modo, va de 1914 a 1941, de Non Serviam (1914), de Vicente Huidobro, a Muerte de Narciso (1937), Muerte sin Fin (1939) y Enemigo Rumor (1941), de Lezama Lima y José Gorostiza, es uno de los períodos más explorados de nuestra historia literaria. Tempranamente, en 1926, el peruano Alberto Hidalgo junto al mismo Huidobro y a Jorge Luis Borges confeccionaron y publicaron en Buenos Aires el Índice de la Nueva Poesía Americana. Con escasas excepciones, como las de Oliverio Girando y tal vez también Winett de Rodhka, absurdamente excluidos por Hidalgo, figuraba en ese libro la plana mayor del vanguardismo en lengua castellana escrito en América. Junto a 16 poetas argentinos, 16 chilenos y 14 peruanos, un solo colombiano queda acreditado en el mosaico vanguardista: Luis Vidales, un joven de 22 años de edad. Vidales acababa de publicar, en ese mismo año de 1926, su libro Suenan timbres. Mientras los vanguardistas argentinos, chilenos, peruanos, mexicanos, nicaragüenses o ecuatorianos han encontrado valiosos intérpretes y críticos, que han difundido sus obras y destacado sus logros, la suerte de Vidales ha sido distinta. En Colombia la vanguardia no despegó como en el cono sur, por ejemplo, y ésa tal vez sea una de las causas de las peculiaridades de su historia poética posterior. Vidales y su libro, sin duda una obra maestra del período, han sido y son citados sólo de paso en los libros de historia de la vanguardia. En la abstención de los críticos e historiadores ante ese libro mayor se revela una limitación elemental de la bibliografía colombiana e hispanoamericana: Suenan timbres no fue reeditado ni en Colombia ni en ninguna otra parte hasta 1976, cuando Colcultura celebró discretamente las «bodas de oro» del libro con una segunda edición. Pese a la tercera edición, de 1986, de la Universidad de Antioquia, Suenan timbres sigue sin contar con la difusión y la valoración crítica que necesita y merece. GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 67-69 GUARAGUAO 68 ¿Cuántos especialistas en literatura hispanoamericana del siglo xx conocen esta obra verdaderamente singular? Para todo lector será evidente que Suenan timbres no nació al dictado de nadie, de ninguna escuela o nombre de moda, americano o europeo, como ocurrió con otros vanguardistas. Su origen es una clara voluntad de subversión. Su inteligente y fino sarcasmo dio forma a la primera muestra de antipoesía hispanoamericana, como se puede observar en numerosos poemas; así en: Aquél que vuela muy alto El ministro cayó. Aquello ocurría cuando se encontraba más encumbrado. Cuando se sintió en el asfalto tuvo la neta impresión de que somos criaturas del cielo. Y si no, no hubiera caído. El libro nace también de una implacable indagación en la propia intimidad del personaje poético, cuya construcción es uno de los mayores logros del libro. Creo que hasta la aparición de la obra de Carlos Germán Belli no se produjo en la poesía hispanoamericana otra criatura perfectamente identificable en tanto personaje como la que se expresa con tanto desparpajo en Suenan timbres. La fecundidad de las intuiciones de Vidales en esa tarea constructiva de un personaje es innegable. Una prueba es «El vecino de adentro». Es más que probable que Borges, que, como hemos dicho, incluyó a Vidales en el Índice de nueva poesía americana, de 1926, evocara el poema recién mencionado en ese célebre texto llamado «Borges y yo», que todos tenemos en la memoria, publicado casi cuarenta años después de Suenan timbres: El vecino de adentro Me lo encontré en la avenida. Su identidad conmigo era, como si dijéramos, escandalosa. Le dije: «¿Quién es usted?». Y me soltó, susurrando las sílabas: «Luis Vidales». Le grité, angustiado: «¡No! Yo soy Luis Vidales». Y para asombro de mi parte, me respondió con aplomo: «¿Y quién lo contradice?». Y en verdad, no tuve nada qué argüirle. Mario Campaña • Suenan timbres. A la espera de la crítica 69 Vidales nació en 1900 y murió en 1990. Fue funcionario público, secretario general del partido comunista de Colombia, militante a favor de la guerrilla liberal y representante diplomático del gobierno de Jorge Eliécer Gaitán. Su bibliografía, oficialmente, está compuesta por Suenan Timbres (1926); Tratado de Estética (1945); La insurrección desplomada (1948); La circunstancia social en el arte (1973); Historia de la estadística en Colombia (1975); La Obreríada (1978); Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves (1985). Una colección de su obra inédita fue publicada en los Cuadernos de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes (Vol. V, núm. 3, Bogotá, julio-septiembre de 1982). El profesor Carlos Vidales, hijo del poeta, asegura que su padre sufrió el expolio o pérdida accidental de los siguientes libros inéditos: Espejo de la pintura, Diario suyo y mío, Teresianas y Dimensiones de la patria. Que Guaraguao pueda ahora presentar a sus lectores una antología de Suenan timbres se debe a la generosidad del editor y poeta Nicanor Vélez, que quiso poner en mis manos este libro largamente buscado. Suenan timbres Luis Vidales Visoncillas en la carretera séptima 1 Yo estaba ante una vitrina –preocupado– sacando manos y manos del escaparate de mi imaginación y midiéndoselas a una Venus de Milo. 2 Pasaron dos señoritas y por primera vez desde tanto tiempo que venía preocupándome vi cómo sus piesecillos iban desenvolviendo el hilo de su andar que habían dejado amarrado en casa. 3 Supe lo que decora el automóvil fugaz a la mujer que va por la acera elegantemente ataviada y lo que realza una iglesia a la mujer que pasa por junto. GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 70-102 Luis Vidales • Suenan timbres 71 Cinematografía nacional Por el cielo amarilloso de linterna pasan las nubes colombianas. Y cómo se las nota que no habían ensayado antes. Los árboles –por ser la primera vez que trabajan en el cine– aparecen tiesos cohibidos amanerados. Pero el salto de Tequendama lo hace con naturalidad como si tuviera una larga práctica en cinematógrafo. Por los alrededores de Bogotá merodea la luna. ¡Y qué luna! Es una Luna barnizada de blanco y con instalación propia. GUARAGUAO 72 Afuera el cielo de la noche oscuro ampuloso es un inmenso gongorismo. Luego veo la luna. ¡Oh! ¡Oh! ¡Les saca a los transeúntes sus fichas antropométricas contra el muro! ¡Son como clichés quemados que huyen! Y en el salón de la noche yo aplaudo las películas incoherentes de este Pathé Baby. Super-ciencia Por medio de los microscopios los microbios observan los sabios Luis Vidales • Suenan timbres 73 Los Arcos-Iris Arcos-Iris lejanos, Desde el principio del mundo. Caravanas de jirafas de colores los pies en el agua y el cuello dócil en el cielo. Arcos - Iris. Los que pasaron por los cielos de mi infancia azul. Yo tenía los ojos tristes y ensoñadores y viéndoos a vosotros –arcos-iris– sentía un indeterminado deseo como de acariciar cuellos o como de domar serpientes. Pero el dulce muchacho de mi niñez hace mucho tiempo que se ha marchado yo no sé para dónde. Y ahora –en esta tarde romántica– cierro los ojos y siento que me dejo estrangular de un arco-iris. GUARAGUAO 74 A Luis Tejada. Elegía Humorística No hay nada qué decirte. Jamás quería decirte nada. Pero aquí –en el periódico– me obligan a escribirte. Estoy en el escritorio tuyo en el rincón tuyo aquí –en el periódico. Y desde aquí te lanzo mi interrogación. Así. ? ¡Qué serpentina es la interrogación! Pero bueno–qué– ¿se baila bien en el espacio? ¡Los pies deben hacerlo deliciosamente! Y dime: ¿No has visto por allá las cometas que se me perdieron cuando yo era niño? Mándamelas que yo las amo todavía. Quisiera–en cambio– conseguir que no subiera hasta ti el ruido del mundo cuando estás dormido. ¿Suena mucho el mundo oído desde arriba? Óyeme. Llévame llévame contigo. Esta vida es mala. Y se confabulan contra uno. Por ejemplo–de noche Luis Vidales • Suenan timbres 75 –cuando estoy dormido– mi sombra se me va no sé para dónde y los pantalones–sonámbulos– salen en silencio de la noche andando andando. Y mi saco –guillotinado en el ropero– está desmadejado y sus bolsillos ¡oh sus bolsillos! ¡Me sacan la lengua sus bolsillos! Y hasta la misma cama es un vehículo que me lleva a regiones desconocidas. Llévame llévame contigo. Oye lo que te voy a decir. Es muy triste. Mira. Los relojes pierden el tiempo. GUARAGUAO 76 Geográfica Mi alma –¡Aeroplano!– voló serenamente por encima de la tierra. Los océanos navegaban hacia las costas remotas. Pero luego suspendieron el rumbo y bajo la curva de sus lomos azules se durmió el eterno mineral. Las estrellas giran en el viento. Europa es un escorpión España la cabeza Y la Península Escandinava la ponzoña. La América del Sur es un inmenso corazón botado en el mar por una mujer celeste. La bota de Italia apareció a mis ojos de dormido y me la calcé rápidamente y pasé a grandes saltos como un gigante cojo por sobre las manchas de los países. Y después... ¡Oh! El puerto. Pequeño. ¡El puerto de rosa de tu boca! Luis Vidales • Suenan timbres 77 Cirstología Las cruces que hay en el mundo son trampas puestas por los hombres para cazar a Jesucristo. Es verdad que el diablo le tiene miedo a la cruz pero Jesucristo le tiene mucho más miedo y huye donde ve una. Esto le ocurre desde aquella vez que le pusieron esa condecoración tan grande que se enredó en ella y se murió. Y sin embargo Jesucristo ha sido siempre a través de todos los tiempos el más perfecto maromero. Eso es. GUARAGUAO 78 El paseo El cielo espejea entre los árboles. Los árboles se imaginan que están a orillas de un lago color violeta. Nosotros advertimos el engaño y a grandes voces espantamos a los árboles como si se tratara de unos altos pájaros verdes que hubieran escondido en el plumaje la otra pierna. Cuando volvemos a casa empieza a holgar en mi cabeza el sombrero de copa de la noche. Vamos de brazo –monograma significativo que no hemos podido descifrar... En mi pupila del lado del paisaje llevo el monóculo de la luna. El sueño aumenta de volumen a través de la lente. Si tú quieres soñar y te hace falta un tónico vuelve la copa del cielo ¡y bébete el azul! Tú me escuchas. Abres los ojos claros. y toda tú–pequeñita– te quedas acurrucada detrás de tus ojos claros. Luis Vidales • Suenan timbres 79 El gato El gato se acomoda en el hueco del sueño. Lo miro con tristeza porque dormirse es lo mismo que perder un mundo. Indolente estila posturas dentro de su forma como esculpiendo fugitivas figuras de gatos. Oigo el tardo envolver el ovillo de su música. Y esto he comprendido. A la hora en que los gatos duermen –afuera–en los tejados andan las sombras solas. Gatos negros que caen de la luna. GUARAGUAO 80 Una carta a Pepe Mexía ¡Salud! ¡Pepe Mexía! Tiempo seco. Viento alto del Norte. Escribo y miro hacia el azul mientras alegre saco una lenta falsificación de nubes de la fábrica leve de mi pipa. Qué cielo más claro. Pasan en un vértigo las longitudes celestes. Los meridianos son hilos de araña. donde se enredan las estrellas. Quiero contarle que ayer vi a los transeúntes pisar intonsamente el meridiano. Pero yo envolví el meridiano lo hice un ovillo para ponérselo a mi ciudad ideal. Y quisiera contarle muchas cosas en versos claros y sencillos que no vayan a salir de mi cabeza como de una máquina norteamericana tirabuzones de azúcar. Pero siento que mi sombra está dándome tirones y me arrastra hacia afuera porque quiere tenderse patarriba con la panza al sol precisamente como los lagartos. Luis Vidales • Suenan timbres 81 Y antes de salir al aire libre y correr y–entusiasmado– ver que mi carrera va desbaratando perspectivas... de pie–sobre mis 2.600 metros por encima de la cordillera le doy mi mano de amigo. Pero hay que tener cuidado cuando zafemos las manos para que no se vaya a caer sobre los Andes el monobrama de nuestras emes. Las Campanas A través de la distancia las campanas conversan unas con otras sobre lo que sucede en el espacio. Pero cuando el día las inunda las campanas se olvidan de sus compañeras y dejan que sus voces reboten sobre el embaldosado y se alejan como un sinnúmero de pelotas de goma que rueda por las calles de sol. Y cuando el día se destiña las campanas le gritarán desde lejos a la tribu de nubes que pasa para la batalla del ocaso. Pero las nubes seguirán su rumbo. Y las campanas se asomarán para el lado de la noche y será como si estuvieran asomando las orejas de la hora. GUARAGUAO 82 Espejos Para Juan José Pérez Doménech En el rompecabezas de la noche hay sensación de árboles y de calles fluidas signos de la eterna fuga del planeta. Calles angostas las del cielo llenas de dengues y rincones. Las estrellas son farolitos colgados a la puerta de las casas. Y la luna alumbra porque le da su reflejo el vitral de una ventana. Las noches están bocabajo. Y vuelve el día que es cóncavo y que nos copia como un espejo. ¡Ay! que acaso nosotros no somos otra cosa que refracciones de otros mundos vistas en el espejo del día. Luis Vidales • Suenan timbres 83 El alcohol Alcohol. Espíritu. Vas siempre en fuga. Loco. Loco. Desequilibrista. No eres de nuestro planeta. ¿Qué forma tienes? Cuando te incorporas eres llama azul –inquieto– y así tocas el límite de nuestra vida animal. Pero luego te vas y no se sabe nuestra incertidumbre si es esa tu forma o si eres voluta o si viajas en círculos o si pasas en zig-zags por nuestra vida. Alcohol. Bajo tu influjo adentro nos tambalea la vida y afuera todas las cosas nos desconocen y ante nuestros ojos la calle –ese reptil inmóvil– empieza entonces a deslizarse y los postes no huyen y las casas en fuga comienzan a desocupar la ciudad. Alcohol. Voy a hacerte una ofrenda. No es muy pobre mi ofrenda. Te doy para siempre para toda la vida el par de muletas del equilibrio. GUARAGUAO 84 Las pisadas La mujer ha pasado pero sus pasos se quedaron sonando para siempre dentro de mí. ¿En qué seres ya muertos repercutiría el ruido de sus pasos cuando era niña? La ley de atracción Esta atracción universal que me tiene sujeto a la tierra... ¡Ah! pero algún día vas a lograr –¡oh! Sabio– dominar esa fuerza misteriosa –grave sobre mis hombros– y entonces ya no estaré pegado a la Tierra y podré irme hacia los canales azules de Marte o hasta Saturno –a montar en su rueda de luz– o hasta Urano triste o hasta Neptuno esquivo. ¿Me acompañarás entonces ¡oh! dulce niña? Iremos lejos lejos. Y si nos coge la noche nos quedaremos a dormir en un pequeño pueblo de la Luna. Luis Vidales • Suenan timbres 85 Oración de los bostezadores Dedicado a Leo Le Gris – Bostezador Señor. Estamos cansados de tus días y tus noches. Tu luz es demasiado barata y se va con lamentable frecuencia. Los mundos nocturnales producen un pésimo alumbrado en nuestros pueblos nos hemos visto precisados a sembrarle la noche un cosmos de globitas eléctricas. Señor. Nos aburren tus auroras y nos tienen fastidiados tus escándalos crepúsculos. ¿Por qué un mismo espectáculo todos los días desde que le diste cuerda al mundo? Señor. Deja que ahora el mundo gire al revés para que las tardes sean por la mañana y las mañanas sean por la tarde. O por lo menos –Señor– si no puedes complacernos entonces –Señor– te suplicamos todos los bostezadores que transfieras tus crepúsculos para las 12 del día. Amén. GUARAGUAO 86 Auto-semblanza Que no sea auto-semblanza– Señor Tú lo sabes. Que mi alba retozona se me caiga a los pies o me haga cosquillas en la punta de la nariz o se la pase todo el día jugando con un botón de mi americana– Yo digo–Señor– ¿qué puede eso interesarle a alguien? Desde que tú–Señor– me enviaste a hacer este largo mandado por el mundo yo voy alegre y ¡qué caramba! también orgulloso porque sé discernir que si llevo un corazón en el pecho fue porque tú me condecoraste. Cómo te he agradecido estos jugueticos fantasmagóricos de cuerda consecutiva que nos diste para los ratos desocupados. Nosotros les hemos puesto un nombre muy bonito. Los llamamos mujeres y están contentos con nosotros. Pero dime ¿no pudieras mandar uno para mí –para mí solo– que tuviera ruedecitas Luis Vidales • Suenan timbres 87 y una cuerda bien larga para hablar de cosas razonables? Qué lindo sería mi juguetico. Cómo retozaríamos. Cómo haríamos picardías. Y en los ratos serios yo le contaría las cosas que ni tú mismo sabes. Le diría que los caminos andan de noche. Que las voces son las manchas del silencio. Que los espejos viven muertos de sueño. Y cuando las nubes se pusieran tristes nos asomaríamos a las rejas de la lluvia a mirar cómo los rayos hacen Zig. Zag. Y para entonces–¡por fin!– yo me pondría a traducir la taquigrafía de los rayos. GUARAGUAO 88 Cuadrito de movimiento Estoy en la ventana. Pequeñito el paisaje soporta encima todo el enorme peso de la lejanía. ¡Oh! si dan ganas de domesticar el paisaje y amaestrarlo con docilidad hasta que se le pueda poner un marco y así –completamente civilizado– tenerlo colgado en la biblioteca. Y entonces –mientras yo leyera el libro nuevo sentado en el sillón giratorio– resultaría sumamente agradable alzar la vista de improviso y ver que en el cuadrito llovía– o hacía sol –o hacía viento– o empezaban a salir las primeras estrellas. En el parque El reloj formula 12 medio-día. Y cae sobre nosotros –exacta– la gran plomada. Los árboles del parque alharaquean como unos loros dentro de su jaula. Luis Vidales • Suenan timbres 89 Yo he cogido tus manos en mi diestra como un par de guantes. Pasan lagunas de viento. Nos aburrimos. Hace mucha luz para amarnos. Pasan más lagunas de viento. ¡Hé! te he tendido la mano para que te levantes y el peso de tu cuerpo como una bola densa y tibia ha caído en mi mano. Vuelve a esperarnos el escaño. ¡Cómo esperan los escaños en el parque! Este cielo es un gran pisapapeles de esos que tienen un paisaje por dentro. Y los dos nos alejamos por la callecita que hay en el pisapapeles. GUARAGUAO 90 Cuando estoy ausente Cuando estoy ausente oigo dentro de mí bochinches extraordinarios en el piso lejano. Los retratos charlan de pared a pared y sacan las manos y los pies y se ponen a hacer maroma colgándose de los noracos. La cama tira coces al aire. Los taburetes dejan de estar sentados y se incorporan y el andar se oyen tranquidos de huesos. Y las camisas las americanas y los sobretodos accionan como gentes que alegan. Los personajes de los libros salen de las páginas y se van agrupando sobre el escritorio. Surgen los paralíticos los asesinos los obsesionados los terroristas de Dostoiewsky. Y siguen enfilándose en las figuras rusas. Los hombres encadenados que se queman en los baños evaporados de Siberia. El estudiante de la máscara de risa trágica. Los médicos de almas desniveladas. Luis Vidales • Suenan timbres 91 Y Sacha Yegulev pasa con sus hombres y se ven los carros por la carretera empolvada. Y el viejo que va soltando libros por todo el camino corriendo a saltos tras el carro del muerto que llevan a escape. Y siguen saliendo las figuras rusas. Y salen las gentes de Poe y los poetas nuevos y los personajes ingleses yankees húngaros alemanes del humorismo y los neuróticos y los inconscientes y los niños fóbicos de Freud. Y se agrupan en corros diversos y disparatados y ríen o lloran o permanecen indiferentes. Entonces me meto las calles bajo las suelas y llego al piso. Y cuando interrumpo sólo alcanzo a ver que las pantuflas se vuelven a su puesto como dos cucarachas azules. GUARAGUAO 92 A una flor Tú tienes un alma que sube por el tallo y te alumbra. Pero tu alma no sabe hablar ni sabe quejarse ni discurrir sobre las cosas. Yo quisiera–oh pequeña flor (guión sin espacio) absorta en la materia– darte del alma intelectiva porque a mí me pesa mucho toda la que llevo y a tu alma le falta un poco de dolor. Las nubes Las nubes son almas de mujeres que perecieron ahogadas. Mentira. Las nubes son las ropas blancas que el viento se lleva de los alambres de los patios. También mentira. Porque –¿las nubes?– Naciones que hacen el mapa del cielo. Continentes países islas las manchas blancas de las nubes. ¡Oh! mi patria mi única patria. Luis Vidales • Suenan timbres 93 En los empapelados Oh primavera primavera Olvidad esas flores de campo y de cielo y venid a los cuartos para que revivan las flores del papel Oh primavera primavera os invoca la inmensa flora exótica Pero traed vuestros vientos porque será bello espectáculo ver cómo se mecen al aire las flores de los empapelados. GUARAGUAO 94 Poema de la grafonola En respuesta a la violenta crítica de Antonio José Restrepo contra Luis Vidales, publicada en el mismo número de «Lecturas Dominicales» de El Tiempo, No. 131, 15 de noviembre de 1925. La grafonola acababa de llegar al país. La gente que vivía en su interior no me dejaba dormir y por mucho tiempo –mucho– me aburrió la vida. Yo pensaba que al hombre que gritaba en la caja lo agarraría de los gañotes y –afuera– lo arrastraría de un tirón aunque se le quedaran los zapatos adentro. Tuve la intención de sacar a la maullante señorita pero estaba muy ligera de ropas porque yo se lo noté en la voz. Por mucho rato oí sus golpes de tacón al pasearse en el canto. Y hubo un instante en que accionó tan grande mente que los brazos se le iban a salir de la caja. Fue precisamente entonces cuando desperté... Luis Vidales • Suenan timbres 95 La grafonola seguía hablando y la vi hacer un gesto de pájaro de espulgarse las alas. Eso bastó. Le vi el cuello curvo el pico y el impreciso batir de alas verdes. el loro qué civilización tan asombrosa ha alcanzado el loro. GUARAGUAO 96 Poema en dos viajes i Biblioteca Libros. Aquí sobre mi pequeña mesa. Dormidos o con no sé qué de sueño en las hileras. De pasta a pasta, dentro, la vida lleva silenciosamente su cauce. Es un circular eterno y profundo como la sangre. Ciudades. Ciudades que se quedaron para siempre en una hora rigurosamente invariable y melancólica o alegre de la aurora o de la tarde. Ventanas entreabiertas que dan al misterio... Libros, libros. Selvas, selvas cuyo olor vaga aún en el recuerdo. Selvas que la imaginación ve ahora como ramas entre las páginas. Luis Vidales • Suenan timbres 97 ¡Y esos cielos espléndidos que hay en vosotros! Yo quisiera vivir eternamente en uno de esos mundos embrujados que guardáis en vuestro seno, al lado de esas gentes imaginarias, que huyen de lo visual; cerca de sus mujeres, invisibles y bellas y lejanas, cuyos cuerpos de sueño y de delirio nadie logra captar. Y perseguir ilusamente la mariposa que vuela cuando se abre un volumen. ii La risa en los muros Sueño recién llegado con mi júbilo: otro viaje. Viaje lleno de andén en la promesa. A este lado de la noche un libro se me abre como una puerta. Adiós. Mi tiempo quiere luz, quiere horizonte, y se me sale fuera. GUARAGUAO 98 Sueño que haces la ruta de mi tiempo: iza tus velas. Las esclusas están dando la hora. Desde la noche sin vacío subrayada en sendas de hierro los trenes de las doce de ayer me están llegando en ramas con un túnel luminoso por dentro. Santología ¡Oh, y el trabajo que me costó descubrirlo! Sucedió. Que yo estaba mirando al santo. ¿De dónde provendrán esos reflejos que lleva en la cabeza? Y de golpe. Cuando menos lo esperaba. Los santos usaron sombrero de copa. ¡Claro! y un día –al descubrirse– les quedaron en la cabeza los reflejos del sombrero de copa. Luis Vidales • Suenan timbres 99 La noche El día es lo más ciudadano que hay. Eso no me lo puede negar nadie. El día tiene gentes y casas y pegados en las cintas vertiginosas de las calles tiene tranvías–coches–autos– etc.–etc. Cualquier día de la semana–llámese lunes o sábado–está siempre lleno de ciudades. Pero la noche–¡ah! ¡caray! –la noche es lo más inculto que se conoce hasta hoy. La noche está bien en los matorrales. La noche– primitiva–selvática–reacia a la civilización–es el último resto de salvajismo en el mundo. ¿No habrá quién colonice la noche? Los dos gatos El gato y su sombra. Son dos gatos –pero en realidad no es más que uno. Esto me explica la divinidad. La sombra es un gato más enigmático. Es más gato. Así deberían ser todos los gatos. Untados a la pared. Sería bello verlos andar. Entonces tampoco podría dejar un gato arqueado de señal hasta donde he leído. Pero podría detenerlo en la pared y fijarle debajo un tomito de almanaque. Un almanaque es un pequeño tratado de filosofía. He intentado hacer una definición. ¡Es tan peligroso! Pero–afortunadamente para mí– el gato ha desbaratad mis ideas–de un salto–y se ha echado en la poltrona–sobre su sombra. De un envoltorio de piel–que parece como si una mujer lo hubiera dejado sobre la poltrona–sube una musiquilla constipada. Ahora todo ha quedado en silencio. He visto la musiquilla desteñirse en el aire como un color. GUARAGUAO 100 Teoría de los objetos Plática en el Café Como veis esto es un taco y esto es una bola de billar. Dos cosas distintas–¿verdad? Pues bien. Os digo que son iguales. La bola de billar es un taco estancado y el taco es una bola que ha hallado continuidad. Si por hipótesis dais ductilidad a la bola de billar y la estiráis, la estiráis, notaréis sorprendidos que la bola era un taco. Y si hacéis lo mismo con el taco–en sentido contrario–veréis cómo el taco era una bola de billar. Todos los objetos están en potencia con respecto a su forma contraria. Cuando yo voy por la calle vigilo siempre mi bastón porque me da miedo que de golpe pierda su continuidad y se vuelva una bola. Pero sobre todo tened presente esto–de donde se deriva lo que habéis oído. La línea es una circunferencia desinflada. Y la circunferencia es una recta que ha echado panza. Luis Vidales • Suenan timbres 101 Psicología de una actitud ¡Va! ponerse a cuatro patas en el suelo. Sentado veía lo insignificante que era esto. Arrastrarse. No tenía importancia. Cualquiera lo haría sin necesidad de un largo proceso mental. Me boté al suelo. ¡Oh, qué cambio tan brusco! Yo–¿yo en cuatro patas? Anonadamiento. Convicción de que yo era un hombre capaz de todas las bajezas. Naturalmente me levanté al punto. Pero así supe que ponerse a cuatro patas–también como muchas otras– es una cosa trascendental. Aquél que vuela muy alto El ministro cayó. Aquello ocurría cuando se encontraba más encumbrado. Cuando se sintió en el asfalto tuvo la neta impresión de que somos criaturas del cielo. Y si no, no hubiera caído. GUARAGUAO 102 El vecino de adentro Me lo encontré en la avenida. Su identidad conmigo era, como si dijéramos, escandalosa. Le dije: «¿Quién es usted?». Y me soltó, susurrando las sílabas: «Luis Vidales». Le grité, angustiado: «¡No! Yo soy Luis Vidales». Y para asombro de mi parte, me respondió con aplomo: «¿Y quién lo contradice?». Y en verdad, no tuve nada qué argüirle. El enigma Bastaba que yo me hiciese para mis adentros una pregunta, para que alguien, en el curso del día, me la respondiera con exactitud pasmosa. Entonces me quedaba perplejo: ¿estaba yo en sus adentros?; ¿o este alguien estaba en los míos? ¡Vaya uno a saberlo! Creación El catavientos (fragmento) Sergio Chejfec Si se pone a pensar, el momento más emocionante lo tuvo como observador. En la mitad de la calle, el hombre y la mascota enloquecida que se volvía contra su dueño y amenazaba devorarlo. Casi más nada había ocurrido en el último año. Días sucesivos, pautados y repetidos. El tiempo se estaba convirtiendo en una cinta por la que avanzaba sin oponer resistencia, muchas veces sin advertirlo, con excepción del despertar y el sueño; eso podía significar sumarse, transcurrir y no reaccionar, aunque prefería pensar que lo eludía. Recuerda que el hombre quería sacar al perro de un sitio donde había comida, y tiraba de la cuerda para apartarlo. Estuvieron así pujando un rato, pero el animal se enojó y aprovechó la fuerza que ejercía el dueño para saltar sobre él. No recuerda si la calle estaba desierta, era otra de las cosas en que ya no se fijaba, en gran medida porque en el barrio se había instalado desde hacía tiempo un mismo aire despoblado más allá de la presencia efectiva de la gente. Le cuesta recordar el orden de lo ocurrido, pero supone que el hombre debió de haber tropezado y caído de espaldas por la misma fuerza con que trataba de retener al perro, y que una vez en el piso se encontró en desventaja para defenderse. Recuerda mejor los gruñidos del animal, cómo contraía la nariz y levantaba los labios para mostrar los afilados dientes. Y según recuerda también, inesperadamente rescató de algún lado el nombre de eso, lo que el perro hacía: el perro arrufaba. El animal había apoyado las dos piernas delanteras sobre el pecho del dueño. Y cuando uno veía que había logrado someterlo y que, como se dice, sólo debía empezar a desgarrar el cuello o la cara a su disposición, la bestia cambió de idea, se distrajo un instante porque se produjo a lo mejor un movimiento en la incierta lejanía, y cuando volvió en sí cambió de idea y decidió restregar la lengua probablemente húmeda sobre la superficie de piel humana que tenía más cerca y a cuyo dueño de nuevo se sometía. GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 105-113 GUARAGUAO 106 Ahora recapitula la emocionante escena mientras está sentado en la única silla de la cocina, ante la mesa angosta junto a la pared, donde habitualmente come. Quizá debido al poco espacio, o a la población de azulejos amarillos, que por sí solos hablan de una época ubicada en el pasado y supone por lo tanto que guardan alguna memoria de vida diferente, la cocina le parece el sitio más íntimo y propio, el más auténtico y silencioso, como una esquiva concentración de vida. Allí se produce la ilusión del clima de hogar, una señal débil e inconsistente, pero a la que se pliega conforme y a veces ambiguamente agradecido, porque eso lo lleva a imaginar que él mismo es algo más cierto de lo que en verdad es o cree ser. Cuando le toca comer, si no tiene mejor opción lo hace mirando la pared, cuyos azulejos reflejan de día la claridad y de noche muestran un poco de brillo gracias a la luz del techo. La radio de su cuarto, en el otro extremo del departamento, está encendida todo el tiempo. Le gusta permanecer en la cocina aun fuera de las comidas, porque las palabras medio lejanas de los locutores, hablando incansables y de a ratos desertando o reanimados después de interrupciones, en cualquier caso produciendo lagunas de silencio verbal cuya razón o significado él no alcanza a entender, son lo más parecido a un clima de vida hogareña o acompañada, otro ingrediente que se suma a la ilusión. No sabe qué capricho lo empuja, o más bien no sabe a qué orden pertenece ese capricho, pero se consuela imaginándose como alguien que se aferra a la idea de continuar aunque el resto se haya derrumbado y esté al borde de la extinción. Entonces mantiene encendida la radio todo el día, pero no siempre la oye porque se ha incorporado, la radio, al paisaje convencional de los ruidos. Es un fondo permanente, dichoso a su modo, de a ratos un poco sórdido pero inocuo, que sin embargo se le hace intolerable cuando permanece más de lo acostumbrado en su cuarto, o sea al acostarse por la noche o cuando se sienta en la cama para pensar acerca de algo en particular. En tales ocasiones debe bajar el volumen hasta dejarlo en un nivel de murmullo. De modo que por un lado necesita la radio, no puede vivir sin ella –es desde hace tiempo un sucedáneo de la presencia humana, esporádica como se verá enseguida–, pero por otro lado, cuando está cerca del aparato, debido a lo cual el volumen parece un poco alto para la circunstancia, se siente aturdido y no la tolera. (Los ruidos de más allá de las paredes o la puerta también le gustan. Pisadas, llaves, voces o los golpes de las reparaciones.) Sergio Chejfec • El catavientos 107 Ya desde bastante antes del episodio de la mascota, el más emocionante, como decidió llamarlo en su lengua personal, lo peor del tiempo era su condición difusa, elástica y concisa a la vez, que lo impregnaba todo. En ocasiones llamaba a algún amigo para pedirle un poco de compañía; pero tenía la impresión de que eso ocurría cada vez menos. A la mañana siguiente o dos días después llegaba la visita, y se quedaba hasta que terminaba la tarde. La presencia de los amigos funcionaba como un consuelo de acción reducida y sobre todo anticipada; lo que era peor, porque era difícil sobreponerse al sentimiento sórdido que se instalaba antes de cada visita, y de ese modo desmentía su conveniencia y anunciaba la previsible situación inminente, los días por venir. Cuando eran amigas quienes lo visitaban, después del café, después de la conversación, después de un surtido verbal de quejas relacionadas con la familia, las amistades comunes o la política en general, se ponían a preparar comida para los próximos días y luego limpiaban bastante más de lo que habían usado para cocinar. En uno y otro caso, cualquiera fuera la visita, varón o mujer, había un signo que indicaba el final: salir a caminar. Se iban a recorrer juntos las calles de la media tarde; la hora, según él, en la que el día mostraba mayor duración, la sobrehora, como repetía, definida como un hito asociado a nada en particular pero a todo en general, así de indeterminado. Según su punto de vista, era el momento en que el día se estiraba sin necesidad, porque de todos modos llegaría la noche. Y en esa falta de necesidad y de premura se escondía el signo, o el costado metafórico, en que hora astronómica y experiencia propia se acercaban, ambos aspectos estaban abiertos a cualquier eventualidad y así duraban. Era en ese punto que él mencionaba el viento, palabra que sin embargo se resistía a usar. Prefería hablar de brisa, como si visitaran un lugar de descanso y estuvieran entregados a la contemplación. La brisa del mar, sopla la brisa del mar, sopla pareja, decía mientras apuntaba su nariz hacia arriba como si quisiera oler el gran río de aguas detenidas que tenían a pocas cuadras. La dirección de la brisa era tema obligado en la conversación, porque resultaba el ingrediente principal del pronóstico. Norte suponía calor, sur anunciaba frío, este era humedad y oeste clima seco. Sabía que la conversación sobre el tiempo podía encubrir cierta pobreza en la comunicación, sin embargo no encontraba mejor tributo a la realidad que demostrarse sensible a sus cambios más evidentes y de algún modo drásticos. Era volver a ser un poco primitivo, recuperar la noción del GUARAGUAO 108 pequeño lugar que se ocupa en el mundo, a merced de fenómenos inmanejables. En algún momento de este paseo, antes o después de aspirar el aire del río, todavía a merced de la sensación de impotencia ante los dictados del tiempo, su mente era ocupada por una idea. Asumía un punto de vista aéreo (él prefería llamarlo astronómico) y se veía a sí mismo y a su compañía como un punto extrañamente duplicado, rodeado de edificaciones y en medio del croquis reticular de las calles. Pero era un delirio que duraba menos de un segundo. La imagen cenital tenía el efecto de hacerlo más conciente de su propia situación y del espacio que ocupaba, por lo que enseguida tenía una muda reflexión nostálgica dirigida a las calles de su barrio, que a lo largo de los años había hecho propias y ahora no le gustaba visitar sin compañía. A diferencia de las amigas, los amigos no cocinaban. Traían el diario y comentaban las noticias. Pasado un rato, anfitrión y visitante recordaban a antiguos conocidos que habían dejado de ver: adoptaban el tema con entusiasmo, seguramente con la idea de agotarlo, aunque ellos esperaban que fuera inagotable, pero después de un determinado punto, aunque variable, eran incapaces de avanzar porque advertían, sin reconocerlo, que seguir escrutando lo ocurrido podía volverse contra ellos mismos. Hablaban de los viejos amigos como si pertenecieran a un mundo aparte: el pasado era una provincia múltiple y casi aterritorial hacia donde otros, casi siempre equivocadamente, habían elegido emigrar. Si tuviera que especular, diría que la conversación con los amigos (incluidas las amigas) es el único sentimiento de nacionalidad que conserva. Todo lo demás se ha ido diluyendo en la provincia del tiempo, o sea el pasado, y ha perdido vigencia. A veces los escucha hablar, preferiblemente sin verlos, desde otro lugar de la casa, cuando algún amigo lee el diario en voz alta o cuando alguna amiga conversa a viva voz mientras cocina, en ambos casos encuentra en esas voces con sus particulares acentos y entonaciones una señal, una especie de blasón común y propio, una clave a punto de deshacerse pero aún con vida. No es que se haya reducido, su idea del idioma se ha acotado. Con el paso del tiempo su lengua, el idioma que profesa, se fue haciendo privado. Por un lado es solipsista, por otro residual. El idioma es el campo de fuerzas de la elocuencia, y lo que no está bajo ese régimen sencillamente no pertenece, pertenece a otro. Encuentra que muchas palabras ofrecen una resistencia imprevista, quedan rebotando en el pensamiento, mientras otras llevan sin problemas su Sergio Chejfec • El catavientos 109 carga de transparencia. Tiene en claro que no sólo se trata de las palabras, sino sobre todo de los hablantes. Esos ignotos pobladores del mundo que pululan más allá de las paredes de su departamento, excepción hecha de sus amigos. Amigos y amigas pertenecen entonces a su país, sin embargo muestran paisajes diferentes. El de los amigos es un panorama asertivo, allí todo está claro, hasta lo que no se ve; las amigas, por su lado, vienen del territorio del enigma. Ya nada puede ocurrir entre sus amigas y él de lo que puedan sentirse felices o arrepentidos, pero hay una materia insegura que a lo mejor deriva del desconocimiento (cierta ignorancia profunda acerca del verdadero sentido del otro, proveniente del pasado). A veces se pone a pensar y no sabe muy bien qué decir frente a estos enigmas, ha pasado tanto tiempo y sigue habiendo cosas que ignora. Las caras de las amigas son casi siempre inescrutables. La paradoja reside en que por eso mismo son reveladoras. Quiere decir, ignora la profundidad, pero advierte el significado o el sentimiento que buscan transmitir, al contrario de lo que le ocurre con los amigos. No solamente la soledad sino también el solipsismo lo han hecho perspicaz. Develar los matices se ha convertido en un ejercicio constante; el problema reside en los largos periodos de silencio, que lo han llevado a prescindir del habla y por lo tanto de la propia representación de sus pensamientos. Entonces resulta que es un gran observador, alguien que lo advierte todo, pero a quien las palabras se le enredan cuando intenta transmitir las ideas. No solo por la falta de práctica y de conversación, sino porque los mismos pensamientos tendieron a abandonar su consistencia verbal. Ahora su cerebro se mueve alrededor de ideas rectoras, no sabe cómo llamarlas, una especie de corrientes interiores de opinión que se van intercalando o modificando a medida que la mente trabaja. Si tiene que recurrir a un símil, prefiere el de los colores y las formas. Varios años atrás descubrió en el monitor de una computadora el Windows Media, el famoso programa de reproducción de música. Estaba sonando una canción, que por otra parte poco tiempo después olvidaría, y en el costado de la pantalla vio cómo evolucionaba un dibujo en permanente variación, reaccionando al avance de la melodía y los cambios de ritmo. Manchas en disolución (por expansión o por concentración), espirales que caducaban en el mismo punto donde habían nacido, estrellas informes y proliferantes. El vórtice de la imagen devoraba la materia disponible y GUARAGUAO 110 reaccionaba por saturación: enseguida devolvía lo que había absorbido, aunque por supuesto transformado en otra cosa. Algo así como fluidos que brotaban al ritmo de la música y se derramaban sobre la superficie del cuadro hasta desaparecer por los costados. Los colores también cambiaban, en una secuencia a primera vista desordenada pero previsible. Se pasó un rato observando la traducción visual de la música. Como actividad era parecida a mirar una hoguera, o sea, puntos sobre los que uno tiende a abstraerse para terminar pensando en cosas imprevistas. En ese momento habrá pensado en la letra de la canción, en la comida que una amiga le había preparado hacía días y todavía conservaba, en que tendría que descongelarla al volver a su casa, en la mejor oportunidad para irse de donde estaba, etc. El desarrollo del dibujo lo tenía hipnotizado, porque más allá del contenido de sus propios pensamientos, el cambio de formas lo llevaba a seguir asociándolos con otros sin dejar de mirar la pantalla. En cierto momento un nuevo instrumento empezó sonar y se produjo un desorden, era una especie de tambor. La imagen se sobresaltaba con cada golpe, o más bien el contorno de la figura se expandía brevemente como si latiera. La percusión irregular amenazaba e interrumpía su propia concentración, pero asimismo le hizo advertir, viendo los efectos sobre la pantalla, que también su pensamiento evolucionaba a paso de manchas, saltos y formas variables. En su caso cada idea nueva, antes de adquirir alguna entidad verdadera, era reemplazada por otra, o mejor aún, cada nueva idea se interrumpía coartada por el régimen de escasas palabras al que estaba sometido, y así daba pie a la siguiente, a su vez también inevitablemente difusa o –para decirlo de acuerdo a sus medias formulaciones– manchada como si se tratara de un mosaico irregular. Desde entonces lo acompañó el símil del Windows Media, en ocasiones como autodisculpa, al no poder profundizar un razonamiento, y a veces como consuelo, al ver las profundidades que podía alcanzar pese a sus melladas herramientas verbales. Imaginaba su cerebro como un ecualizador a través del cual las densidades y texturas de las ideas se desparramaban en equilibrio y danzaban continuamente mientras formaban contornos variables. Cuando se asoma desde la ventana de su departamento hace un recuento mental de lo que va mirando. Barrio tranquilo, casi todo lo que alcanza a ver resulta repetido, de modo que buena parte del recuento es una comprobación. Las novedades obviamente despiertan su curiosidad; Sergio Chejfec • El catavientos 111 pero ante la constante reiteración, con el tiempo ha ido bajando el umbral o exigencia de las novedades: ahora puede llamar su atención la vida en las azoteas vecinas, por ejemplo una paloma de conducta apenas desviada, y terminar aferrado a ese animal durante semanas; o algún trabajo vial que produzca algún contratiempo y pueda ver desde su ventana, etc. En cualquier caso, mientras elabora las impresiones no puede dejar de pensar en su mente como una figura en desarrollo, a merced de flujos y colores variables. Es lo que irónicamente llama el máximo grado de su autoconciencia. Una mañana normal es un círculo que evoluciona sin contratiempos, con contornos esporádicos de discontinuidad, efectos de sus asociaciones habituales. Una mañana anormal se manifiesta, en cambio, en su mente, como un disco imprevisible, enervado, vapuleado por colapsos y deformaciones. Si al principio consideró que la escasa conversación reducía su capacidad mental, tiempo después supo que la representación dinámica de su pensamiento según el modelo del Windows Media era casi la última posibilidad de encontrar un correlato cierto, una prueba de existencia, de su actividad conciente. De modo que en los ratos de contemplación tiene pensamientos paralelos: uno se desarrolla de manera difusa, es la secuencia de lo que va observando; otro resulta más accesible y posee un lenguaje más familiar, es la representación gráfica de su proceso mental, «la pantalla» como la llama, aludiendo por asociación a la ventana del programa de música. Cuando sale a caminar con alguna amiga o cuando conversa con un amigo en su casa, su interés entonces debe concentrarse en tres puntos: el pensamiento derivado de la observación, el avance de los diálogos, y la representación de la pantalla, por supuesto mucho más accidentada de lo normal como consecuencia de la doble actividad. A estas tres tareas se ha reducido su experiencia del idioma, o sea, su actividad solipsista y sus diálogos cada vez más cortos y espaciados. Cuando camina por la calle con alguna amiga y llega el momento en que las réplicas y comentarios empiezan a ralear, él siente la absurda exigencia de decir algo. No es que el silencio moleste o imponga una brecha entre ambos –por lo menos no para él, para quien estar sin hablar es lo más normal y frecuente–, sino que romperlo pertenece al campo del intercambio social bien entendido, y por lo tanto está entre los avatares deseables. A veces se pregunta por qué la exigencia es sólo suya, ya que ninguna amiga, en los años que llevan de caminatas por el barrio, ha roto GUARAGUAO 112 jamás algún silencio. Se dice que es la deuda amistosa, la forma de compensar el cuidado que le brindan. Las amigas lo ayudan y él retribuye ofreciéndoles el paseo. No advierte que para varias de ellas precisamente esa es la parte ingrata de la visita, a la cual se pliegan de todos modos porque la conciben como una extensión de la ayuda. En ocasiones tienen apuro por regresar, y en otros casos están cansadas de los recorridos, que sin embargo repiten con una lealtad que sólo la amistad renueva. O puede ser que varias se hayan olvidado de las molestias y tomen los paseos como esas acciones inevitables que confirman lo viejo. Rato después esa mañana, sin justificación ni motivo se sintió inesperadamente alentado, y en un arranque de entusiasmo decidió salir a la calle con la idea de dar un paseo. Sabía que estaría solo y sin compañía, y eso no le importó. Quería percibir la mañana fresca y cavilar atravesando las calles despobladas del barrio. Hacía tiempo había leído que, en ocasiones, el paseo solitario impone una percepción singular de las cosas: no es lo mismo andar solo que con compañía, aunque, como ocurría con cierta frecuencia y le preocupaba cada vez más, entre el acompañante y él se impusiera el silencio. Supuso que una escena similar a las imágenes dinámicas del Windows Media surgía en esos momentos entre los dos caminantes, una especie de nube oscilante, cuando pese a la comunicación esporádica ambos asistían a los mismos hechos, escuchaban los mismos ruidos y estaban alcanzados por los mismos estímulos. Con un poco de optimismo y buena voluntad luego podían decir que era una forma de compartir la experiencia. El episodio quedaría registrado en la memoria, no importa si temporal o profunda, y tampoco importaba si la tarde acabaría confundida entre las miles de tardes previas o posteriores, casi siempre iguales. La nube de pensamientos entre los dos caminantes buscaría hacer tangible una comunicación que no siempre resultaba efectiva. También era una forma de materializar tantos paseos que muchas veces terminaban con una despedida confusa y rápida, como si no hubieran ocurrido y en todo caso sin dejar recuerdos. Imaginó algo similar a los globos de las historietas, tal como aparecen los diálogos o pensamientos sobre los personajes. Un globo imaginario flotaría entre ellos, aproximadamente a la altura de los ojos, y en el interior podría verse una figura en progreso, similar al programa de música, aunque en este caso derivada de las impresiones compartidas. Al fin y al cabo la decisión de salir solo a la calle significaba un cambio en su esquema de elaboración mental, por eso cuando dio los primeros Sergio Chejfec • El catavientos 113 pasos sintió una extraña combinación de desconcierto ante un hecho novedoso y felicidad por la recuperación de una experiencia olvidada. Siempre había despreciado un poco la tecnología, de la manera quizá más negativa, asumiendo el papel de quien no precisa creer. Pero ahora debía rendirse ante esta evidencia dirigida únicamente a sí mismo. Sentía que las formas se organizaban en su mente según nuevos dibujos, combinaciones de colores y desarrollos que hasta el día anterior hubieran sido estrambóticos; y que ese nuevo género de asociaciones repercutía obviamente en su capacidad perceptiva: veía mejor, más allá. No es que encontrara una mayor profundidad en los hechos, sino que, de forma coherente con los nuevos atributos de la actualización, ahora se organizaban de otro modo y acontecimientos de naturaleza hasta entonces ajena así resultaban visibles. Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956). Entre 1990 y 2005 vivió en Caracas y desde entonces reside en Nueva York. Ha publicado las novelas: Lenta biografía (1990), Moral (1990), El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (que contó con el apoyo de la beca Guggenheim, 2004), Baroni: un viaje (2007) y Mis dos mundos (2009). Es autor también de los libros de poemas: Tres poemas y una merced (2002) y Gallos y huesos (2003), y del libro de ensayos El punto vacilante (2005). Papeles revueltos Raúl Vallejo Y bajo el ojo de Dios escribir un verso No en un libro ni en una pared sino en los pliegues Íntimos, en la piel de ángeles supervivientes. Mario Campaña, Aires de Ellicott City. «¡Maldito atiborramiento de placenteras aberraciones!» Nunca ocupo las mesas de los bares que dan a la plaza. Están demasiado llenas de turistas para mi gusto. Toda esa gente se siente hermosa y tiene la cabeza llena de fantasías. Sexuales, por supuesto: son las únicas fantasías por las que los hombres vacían el bolsillo. Lo que me da risa es que esas fantasías son las que les vendió la agencia de viaje. Turismo erótico. Basura que apesta a pornografía para pecadores que van a misa los domingos. ¡Me dan náuseas de tanta risa! «A veces actúo como si fuera el ángel que blande la espada justiciera de la ira divina.» Yo disfruto más de esa zona que sólo frecuentamos quienes conocemos el sexo desnudo de esta ciudad. Queda a pocas cuadras de la plaza, ahí donde las cuadrillas de obreros abandonaron la instalación de las farolas de belleza municipal. No sé si fue por falta de dinero o simple miedo de alumbrar aquello que no se quiere que tenga luz. Lo que sé es que estas calles que palpitan a escondidas son las que alimentan los aburguesados placeres de la plaza sin que los turistas lo sepan. En esta zona oscura nada está claro. «Las más de la veces soy un cómplice de aquél que reina en la concupiscencia de la carne.» Aquí, como en cualquier sitio, pagas por todo. Entras a un bar y te estacionas junto a la barra. Pides un daiquiri que cuesta lo mismo que una botella de ron en el supermercado. Metes un par de monedas en la Wurlitzer GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 114-117 Raúl Vallejo • Papeles revueltos 115 para que suene la música que te gusta. Se te acerca esa rubia de tetas recién salidas del quirófano y tú sabes que si quieres tocarlas te va a costar. Y acuérdate que el regateo en cuestiones de sexo siempre es de mal gusto. Si te dicen que pagues 40, págalos y añade 10 de propina. El uso generoso del dinero en negocios sexuales es afrodisíaco. «Siento que el diablo obra amorosamente en mí; pero también siento que existe un ángel que me protege de mí mismo.» En este lado de la ciudad yo prefiero lo que parece y no es aunque siempre necesito bajarme varios daiquiris antes de entrar en acción. Cuando lo hago es como si pusiera mi mano sobre una hornilla caliente pero también es como si algún bálsamo de Oriente fuera esparcido sobre mi piel. Me provoca ternura la dependienta de un almacén que se viste de Lady Di cuando la invitan a un baile de máscaras y, al mismo tiempo, vomitaría sobre su cara sólo de verla con el pelo pintado, perlas de fantasía y anorexia de imitación. «Hoy mi ángel guardián se enfrentó una vez más al demonio custodio que me acosa.» En estas calles de la ciudad que los folletos turísticos ignoran, escojo esos seres prohibidos que son mujeres y hombres a la vez. Varonas. Viven igual que ángeles de sexo incierto que merecen la expulsión del paraíso. Pero también viven como demonios de doble sexo que deben ser redimidos mientras disfrutamos con ellos del placer que dan. No son lo que parecen pero entregan más de lo que uno se imagina. No, no soy maricón. Jamás me acostaría con un hombre. Lo que sucede es que me excitan los claroscuros de esta ciudad que se disfraza igual que cada uno de nosotros. «Y soy un ángel exterminador.» Mi ritual es simple: he palabreado a una Ella sabiendo que es un Él pero finjo que no sé de qué va la cosa. Para mí se trata de un juego de sorpresas esperadas. Ya en la cama atraso al máximo el momento de poner al descubierto su secreto. Dice que su nombre es Yuri. Al comienzo bromeamos. ¿Igual que la cantante de «La maldita primavera»? No, igual que el astronauta ruso. El ron del Caribe consigue que nuestro encuentro fluya. Ella maneja su rostro de pómulos y mandíbula ligeramente angulosos, iluminado por unos ojos grandes, con la juguetona coquetería de una adolescente dulce. «Y soy un demonio cómplice.» GUARAGUAO 116 Me detengo en sus tetas operadas y las chupo como si sólo ellas existieran. No hago el menor gesto por desnudarla por debajo de la línea de su cintura. Yuri tiene unas tetas suaves y firmes cuyo pezón erizado es un pequeño botón sobre el que caen mis delicados mordiscos. Se parecen a los pechos de Juliana, la prostituta a la que siempre acudo después de estar con cualquier Yuri, para que el sexo quede compensado en mi cuerpo. Juliana tiene una piel de leche fresca y azucarada. Cierro los párpados por algunos segundos y siento que acaricio a Yuri y a Juliana al mismo tiempo. «Ángel y demonio que me atormentan por igual en el crimen con el que lavo el crimen en que me satisfago.» En el fondo de mí permito que ambas ejerzan su oficio: ella baja el cierre de mi pantalón y con su mano traviesa empuña el tronco de mi miembro endurecido. Lo manosea con pericia y un espasmo eléctrico circula desde la base hasta su cabeza brillante. Es como si ella quisiera que termine en su mano que sube y baja rítmicamente. Cuando siento que me engolosino con las caricias sincronizadas de Yuri y Juliana las aparto de mí con suavidad. Ahora estoy de pie junto a la cama y Yuri de rodillas en el suelo. Su boca es un túnel pequeño en el que bombeo con parsimonia. Juliana tiene los labios húmedos, mojados por la saliva que baña mi pene. «También soy un animal puro que se alimenta de carroña.» De pronto, como en un acto de magia, ella tiene un condón en su mano que aparece de la nada y lo desliza rápidamente sobre mi masculinidad erguida. Se coloca en cuatro al borde de la cama y se levanta la falda. Métemelo, gime Yuri. Y yo, ciego, penetro de un solo golpe su glorioso ano expandido. Al sentir mi pinga henchida en esa cueva en la que calza con exactitud me transformo en la tormenta que azota sin tregua las calles de la urbe. Únicamente las mujeres sabias conocen este secreto. Muévete, grita Juliana. Y yo entro y salgo de esa caverna, que aprisiona mi pene arrebatado, con la furia de un poseído. «La carne corrompida me indigesta pero me apetece.» Finalmente he puesto al descubierto su masculinidad. Y, así, mientras imagino que Juliana es penetrada por mí, Yuri se masturba igual que lo hago yo cuando el demonio que cuida mis ansias puede más que el ángel que me protege de mis propias bajezas. Le abro sus nalgas. Quisiera desgarrarlas. Partir en dos ese culo firme. Sé lo que vendrá después y me corro. «Engullo la carne que hiede y la saboreo con delectación.» Raúl Vallejo • Papeles revueltos 117 He terminado otra vez. Mi pecho resopla con agitación, me tiemblan las manos y sudo a chorros. El fondo del mar es nuevamente mi cómplice. Lo último que me queda de Yuri es la intensidad del desamparo con el que sus enormes ojos me miraron. Jamás entendió por qué se hundía en la nada. *** Entro con facha de náufrago a la habitación de Juliana. ¿Qué te pasó? Juliana me abraza, me envuelve con una toalla mientras limpia mi cara salpicada de sangre. Intuye que nuevamente me he convertido en un descendiente de Caín que, como él, anda buscando el perdón de la madre. De pronto se transformó en hombre, gimo, me hizo su mujer y tú desapareciste. Fue demasiado para mi ángel custodio. ¿Dios mío, otra vez el ángel vengador? Juliana acaricia mi cabeza. Como siempre que esto pasa, Juliana me acoge en su seno como una madre que se apiada de su hijo criminal. Raúl Vallejo (Manta, Ecuador, 1959). Se licenció en Letras en la Universidad Católica de Gauyaquil. Obtuvo su maestría en Artes en la University of Maryland, College Park, con una beca Fullbright-Laspau. Integró la Literatura del Banco Central de Guayaquil que coordinó el novelista Miguel Donoso Pareja. Actualmente es Ministro de Educación de Ecuador. Ha publicado: Máscaras para un concierto (1986), Solo de palabras (1988), Emelec: cuando la luz es muerte (1988), Fiesta de solitarios (1992), Cuento ecuatoriano a finales del siglo xx. Antología crítica (1999), Cuento ecuatoriano contmeporáneo (2001), y de reciente publicación Missa solemnis (2008), entre otros. Gris de borrasca1 (fragmento) Alberto Garrandés En la Casa de los Muertos, mientras enjuga una lágrima inverosímil e imagina faisanes dorados, rellenos de castañas bajo vaporosos y distantes crepúsculos, Gata de Angora le ordena con irritación a Flor de Cactus: ¡Tápate eso, cochina! Extrañas excepciones –gráciles rostros en la niebla, susurros discontinuos– hacen que esa noche no sea cualquier noche. El parque frente a la Casa de los Muertos, donde pervive un ciprés enfermo y la gente se aglomera antes de entrar en las oficinas del Consejo de Europa, se encuentra desierto y continúa barrido, de vez en vez, por el aire que arrastra hojas y flores mustias. Hay otros objetos que se deslizan sobre el pavimento rajado y se traban en las grietas. Materias dispares, llenas de incongruencia y maldad: dientes recién extraídos, algodones húmedos, cabellos atados con cintas de colores, y papel sanitario seco, doblado en dos, con manchas de sangre y acartonamiento de trombocitos. ¡Muslos demasiado suaves, cánceres, orines, delirios! Los trombocitos brillan como el ámbar milenario. En el inicio mismo de la madrugada, tres niños de nueve o diez años consiguen sables de metal y combaten en el parque con pertinaz elegancia. No falta nitidez en el resuello de los metales. Pero ahora, por los iluminados corredores de la Casa de los Muertos, dos tipos metidos en sobretodos blancos transportan un carro de lata donde se huele el vapor del chocolate y brillan tazas de loza blanca. El día anterior, un sujeto que representaba al Consejo de Iglesias del Levante, había llegado con una carga de cruces de madera labrada –un obsequio venido de la impar Constantinopla– y las había distribuido dentro y fuera de las salas. Cada una de las cruces mostraba un bonito neón anaranjado que contribuía a acentuar el fervor. Los sarcófagos resplandecen ahora bajo la iluminación del Altísimo, y en los pasillos un aura nueva atempera la tristeza. 1. Fragmento del primer capítulo de La sombra de las nubes en el agua, novela inédita. GUARAGUAO GUARAGUAO ∙∙ año año 11, 13, nº nº 26, 30, 2007 2009 -- págs. págs. 9-20 118-125 Alberto Garrandés • Gris de borrasca 119 Gata de Angora había mandado sellar el ataúd de su marido. El maquillista, un connoisseur proveniente del Teatro Imperial de La Habana, no había podido disimular del todo el feo agujero en la frente de Roberto, practicado en vivo con un taladro eléctrico y una broca de media pulgada, mientras tres esbirros lo inmovilizaban, con cuerdas elásticas, en una silla de soberano estilo. Un cuarto esbirro, disfrazado de payaso, afincaba la broca –que, al ir perforando el hueso frontal, soltaba un humillo encantador–, y un quinto y último filmaba la totalidad del proceso, al tiempo que el payaso cantaba un aria de Purcell. En su casa, encima de una mesa habitualmente llena de revistas, y dentro de una inopinada bolsa de nailon para evidencias criminales, había visto Gata de Angora el taladro homicida. La sorpresa de llegar y encontrarse con todo revuelto no le impedía recordar perfectamente que en la empuñadura del taladro fulguraba un diminuto sello plástico con una marca desconocida y casi ilegible: Red Snake. Flor de Cactus es una chica atrevida. A pesar de las circunstancias, se mete en un baño para quitarse la tanga negra –un hilo dental calado con meticulosidad–, regresa a la sala donde Gata de Angora rumia su pena, y se acomoda frente a ella, encaramando las piernas y separando las rodillas. El borde del vestido está medio en alto y empieza a resbalar a causa del peso de una cenefa de satín de la que cuelgan cuentas de vidrio. Con las caras muy alegres los tipos del chocolate invaden el recinto. Y es entonces cuando Gata de Angora le susurra a Flor de Cactus, en el estilo de una cobra real, mientras intenta borrar un sollozo en el que nadie hubiera creído jamás: Tápate eso, cochina. Al oír semejante mandato y ver el balsámico trasiego de las chicas, uno de los chocolateros queda clavado en el piso de mármol gris, con la boca abierta, sin reparar en el horroroso encanto de un hilo de sangre que se escurre, inoportuno, por una de las patas traseras del catafalco. Los hombres retroceden, no sin antes depositar dos tazas llenas encima del ataúd de Roberto. A Flor de Cactus aquello le causa una risa nerviosa que no sabe cómo controlar, y Gata de Angora, que es un ser humano lo suficientemente normal, cede con naturalidad al contagio de aquella risa. Para cortarla –porque no era de buen gusto que se carcajeara de ese modo en el velorio de su marido– se levanta del sillón, ase las tazas y le ofrece una a Flor de Cactus, que encarna, todo el tiempo, un pequeño desastre, pero cuya vulva ditirámbica, con oscuros cañoncitos y algunas ronchas debidas GUARAGUAO 120 a un estío particularmente cruel, se comporta como una maravilla salida de algún secreto palacio del Reino de Cathay e incorporada, después, en una de las tantas historias que le censuraron a Marco Polo mientras dictaba sus crónicas. Gata de Angora hunde los labios bermejos en el chocolate –espesado con maicena y especiado con pimienta negra y nuez moscada, de acuerdo con una antigua receta precolombina– y le dice a la otra: Ponte en situación, amor, que ahorita empiezan a llegar los demás. Al hacerle ese encargo, mueve el dedo índice de la mano izquierda y apunta a la falda, aún en alto y a punto de enroscarse sobre las rodillas y caer al fin, desfachatadamente, sobre el anverso de los muslos. Imagina que así ha de ocurrir y se sorprende, sin embargo, de que en efecto la falda resbale con insolencia. Ahora Flor de Cactus lo muestra todo. La medusa bivalva se le empieza a abrir y Gata de Angora siente que el chocolate se le sube a la garganta. Por favor, amorcito –ruega vigilando la entrada de la sala–, no hagas eso, ¿quieres? Flor de Cactus bebe un sorbo y mastica una ínfima raspadura de pimienta. No le importa conducirse así en la Casa de los Muertos. No estoy en nada, es el calor, dice. No hace ningún calor, amorcito –masculla Gata de Angora–. Lo que pasa es que eres una cochina. Hay un instante a partir del cual las cosas se ponen peores. Cuando Flor de Cactus acaba su chocolate, se libera de la taza –ahora en el piso– y, con las dos manos, se abre aún más la chatte, para decirlo parisinamente. Qué calor, mi madre, qué calor, murmura. Los hombres de blanco y el carro de metal vuelven a irrumpir en la sala de Roberto, y Gata de Angora se lleva una mano al pecho. Qué susto, dice. Las ruedas del artefacto son de buena calidad, están bien aceitadas y el piso ha sido bruñido con aserrín y petróleo. No hay modo de oír cuando alguien se acerca sigilosamente. Flor de Cactus tiene los ojos cerrados y no se da cuenta de nada. Uno de los chocolateros, el astuto, ya está listo para intervenir en la odorífera cuestión de las chicas y contempla, conmovido, la medusa parpadeante de Flor de Cactus antes de que el espectáculo termine. El otro, un memo, recoge las tazas con lentitud. Blande una mirada de perfecto alejamiento. El chocolatero astuto se para delante de Flor de Cactus, se abre el blanco sobretodo y pone al descubierto un traje de poliéster gris sobre el que reluce una corbata amarilla de lazo. Termina de quitarse el sobretodo, se lo tiende a su acompañante y le dice a la chica: Soy el agente Legumbre, pero no vaya a equivocarse con mi apellido… Está resemantizado, no es un apodo. Flor Alberto Garrandés • Gris de borrasca 121 de Cactus sonríe ampliamente. Veo que entiende –asiente el poli–. Por eso le haré algunas preguntas. Gata de Angora tensa la cara. Mejor pregúnteme a mí, soy la viuda de ese hombre –señala hacia el ataúd–. Y, como quien dice, todo este asunto se encuentra en mis manos. El agente Legumbre se acerca a su acólito y le sopla una orden al oído. Cuando éste se marcha a cumplirla, enfrenta de nuevo el semblante serio de Gata de Angora, que ya ha detectado, en la pechera del traje, una curiosa mancha de grasa en forma de cabeza de conejo. No voy a detenerme en las cochinadas que ya se han visto aquí, delante del muerto… Sólo necesito saber si usted va por fin a presentar su denuncia. Es obvio que a su marido lo mataron, y nos cuesta mucho creer que de su parte no haya habido ninguna reclamación, sermonea. Flor de Cactus empieza a abanicarse con el borde del vestido. La cenefa y las cuentas de vidrio producen un sonido raro. Deje de hacer eso, ni siquiera hay calor, le prescribe el agente con una lástima impropia, como si estuviera dialogando con una enferma mental. Muy bueno el chocolate, señor Legumbre –opina Gata de Angora–. En cuanto a la denuncia, quiero que sepa que no moveré un dedo. En definitiva mi marido está muerto y ahora no soy más que una mujer demasiado joven que forma parte del patético ejército de las viudas. Estas palabras resuenan musculosas. El aliento de Gata de Angora huele a placidez y dulzor. Legumbre va a contestar, pero es interrumpido por la presencia de su acólito. Al fin los conseguí, jefe –muy contento le muestra al detective dos filosos sables de acero cromado–. Tuve que quitárselos a la fuerza y por poco me decapitan, pero aquí estoy… Y la verdad es que no sé qué pensar, parecen sables auténticos. El agente mira a Gata de Angora y después prueba la eficacia de uno de los sables en su antebrazo. Sobre el filo quedan unos pelillos aniñados y rubios y se estremece, vehemente. Armas peligrosísimas –exclama–. Y lo peor no es eso… Me pregunto de dónde las habrán sacado esos jovencitos. Flor de Cactus torna a levantarse la falda, aventándose con indolencia. Legumbre adivina el rasurado de la chica y, como un rayo de sol, el filo del sable le fulgura hiriente en los ojos. Aprieta la empuñadura con ambas manos y siente una especie de complacencia que se desprende de la seguridad que el sable le brinda. Es una empuñadura muy cómoda, con la textura y el grosor exactos. Gata de Angora frunce el ceño. Tápate eso ya, ¡cochina!, le dice a Flor de Cactus, que la mira como si al final entendiera. Se levanta de su sillón, movida por una extraña señal, y se acerca al agente Legumbre tras comprobar que Flor de Cactus se ha tranquilizado. Déjeme ver una cosa, por favor, le GUARAGUAO 122 pide. El olor irreproducible de la chatte sigue en el aire. ¿Qué cosa?, pregunta el hombre, reculando un poco ante aquel aliento de doncella exacerbada. Ahí, en la empuñadura, indica ella entrecerrando los ojos. Legumbre agarra con cuidado la hoja, deja libre la empuñadura. Gata de Angora se lleva una mano a la boca. Qué pasa, oye decir. La etiqueta… Mire la etiqueta, indica ella. El agente examina la pegatina de plástico que cubre la zona inferior de la empuñadura. Red Snake, lee sin inmutarse. Red Snake… ¿no sabe lo que es Red Snake?, grita la viuda. Serpiente roja, tercia el acólito. Dios ampara al inocente. O una referencia a una red… la Red Serpiente, concluye, triunfal, Legumbre. Qué infelices –susurra Gata de Angora con desprecio–. Red Snake es también la marca del taladro con que mataron a Roberto. Sin poder desprenderse todavía de la sorpresa, el agente Legumbre se retira, avergonzado por la imprevisión. No se ha atrevido a despedirse de Gata de Angora. Se siente cogido en falta y necesita sosiego y algunos ocios menores para meditar. En ese instante ni siquiera puede detenerse en la posibilidad de interrogar a los niños. ¿Cómo podría, si los protocolos son interminables? Baja las escaleras de la Casa de los Muertos, usa el teléfono público y, a punto de amanecer, luego de decirle adiós al acólito, entra en la cafetería de los bajos y desayuna unas frituras de maíz tierno con una taza de cereal saborizado. Al dueño, un marroquí que había hecho en Burdeos un doctorado en nutrición, le parece que es él mismo quien debe atender al agente. Y así lo hace. Como Legumbre no sale de su silencio y el marroquí lo conoce bastante bien, intenta sonsacarlo con un señorial café expreso Tánger 1958. Inventa recetas al vuelo y se siente atraído por el mundo del delito, con cuyas noticias alimenta un morbo muy oscuro. –Los chiquitos esos del parque por poco se matan a espadazos… Cualquier día ocurre una desgracia –se insinúa el doctor en nutrición. –Buen café –dice el agente sin mirarlo–. ¿Dónde lo consigues? El marroquí queda pensativo. –Suministros especiales –comenta reservado–. Todo legal. –No he dicho nada… ¿Especiales como qué? El marroquí se separa de la barra: –A ver, Legumbre… Tú no estarás interrogándome, ¿verdad? –¿Interrogándote? ¿Me ves cara de estar interrogándote? No. No estoy interrogándote. Estoy conversando contigo, a pesar de los líos que tengo en la cabeza. Intento ser cortés. Sólo eso. –Bueno… ¿Te ha gustado mi café? –sonríe un poco el nutritivo doctor. Alberto Garrandés • Gris de borrasca 123 –Perdona, hombre, a eso iba… Mira, no es que no me haya gustado, pero yo mismo podría hacerlo en casa… Preparo la cafetera con un polvito de canela y unos granos de anís, la pongo al fuego, espero a que cuele y después le agrego una gota de vainilla, tres gotas de brandy y un poco de cacao sin leche… ¿Se me olvida algo? El marroquí lo observa burlón: –Sí –recoge la taza y mira el reloj de pared–. El azúcar. Resoluto, el sol ya alumbra la calle cuando el agente Legumbre emprende la marcha hacia su casa. No bien llega a la esquina, siente el bronco ronroneo del helicóptero de la Central. Mira hacia arriba y distingue claramente la cabeza pelona del teniente Trufado bajo una señal de aviso en la que parpadea su número personal de registro. Entonces retrocede hacia el parquecito y espera, con cara de fastidio, a que el aparato descienda y se pose. En el parque no hay nadie. Aunque, en rigor, no está vacío. Se trata, en todo caso, de un vacío corrompido. El banco más alejado, que es el más próximo a la entrada principal de la Casa de los Muertos, lo ocupa una niña de unos doce o trece años. Junto a ella hay una pequeña jaula metálica dentro de la cual duerme un puma bebé. De vez en vez se agita un poco y la niña sonríe. Le parece gracioso que el puma bebé tenga pesadillas y que nadie pueda saber jamás en qué consisten. –¡Buenos días! –le grita a Legumbre. El agente cierra los ojos. «Dioses Benignos, ampárenme», pide en silencio. Evita, obsesivo, el contacto con desconocidos. Sin embargo, mueve una mano en dirección a la niña y asiente. De acuerdo con su experiencia, mediante la urbanidad se evitan algunas catástrofes. El ruido del helicóptero es cada vez mayor, pero algo extraño sucede: ya a unos siete metros del suelo el piloto deja de descender y apaga la señal enviada al agente. La niña se ha puesto de pie y vuelve a sonreír. Él empieza a sentirse raro y agita los brazos con el fin de indicarle a Trufado que se lo lleve de allí. Pero el helicóptero va encumbrándose despacio, y entonces Legumbre, convencido del origen infernal de los malentendidos, deja caer el cuerpo encima de un banco, baja la cabeza, la sostiene entre las manos –con los ojos clavados en el pavimento– y permite que el sol le haga un poco de daño. Cuando esto termina de suceder, ya la niña GUARAGUAO 124 está a su lado, moviendo la jaula reluciente mientras el puma bebé retoza entre gruñidos. –Tiene hambre –observa la niña–. Siempre despierta así, con hambre. Legumbre alza los ojos y se fija en la niña. –Qué quieres –le pregunta. A Legumbre le gusta leer historias, no que se las hagan. De hecho es un buen lector. –¿Yo? Nada… Procuro vender este ejemplar. ¿A usted no le gustaría tener uno así en su casa? –No me gustan esos animales. –Pero es una buena mascota –advierte la niña–. Sirve para muchas cosas. A Legumbre aquel diálogo le parece excesivo. Y, además, no deja de pensar en Red Snake. –¿No deberías estar en la escuela? –Hoy no tengo clases –responde la niña antes de poner la jaula en el suelo–. Creo que voy a entrar ahí, a ver si logro vender a Espartaco. –Así que se llama Espartaco –sonríe el agente–. Oye, ¿dices que vas a entrar ahí? Eso es una funeraria, por si no lo sabes. La niña se pone las manos en la cintura. –Claro que lo sé. Pero como las personas tristes suele comprar animalitos… –¡Vaya! Aun así, cuando crezca… –objeta el agente. –Para entonces ya Espartaco sería un animal muy manso. –Hmm, no lo dudo –cavila Legumbre, lleno de fastidio–. Pero todo puede suceder. De pronto se acuerda de que es una fiera y ¡zas!, el zarpazo, o la mordida. La niña sonríe otro poco y coge la jaula por la argolla que sirve de agarradera. El agente entrecierra los ojos: –Así que hoy no tienes clases. –Hoy no. –¿Y cómo te llamas? –Valaria. –Bonito nombre… ¿De dónde eres? No pareces de por aquí… –Pues ya ve, adivinó usted… Estudio en La Habana, pero mis padres viven en Isla del Rey, en San Miguel. Ojos de almendra, de color verdoso, y carita redonda, un tanto exhausta. Tez crepuscular, sombreada por genes precortesianos, y un cabello como de fibra óptica teñida con tinta china: duro, brillante y, sin embargo, acomodaticio. Alberto Garrandés • Gris de borrasca 125 –Eres panameña –asegura Legumbre, orgulloso de sus conocimientos de geografía. –Eso es. Se levanta y le da la mano a la niña. Hace una presentación ejemplar, muy formal, con la mirada incrustada en la puerta de la funeraria, por si las moscas. –Soy el agente Legumbre. Detective de primera clase. Valaria aprieta la mano tendida y se sienta en el banco, alisándose el vestido y observando el rostro del hombre. Este mira al puma bebé, que se ha quedado dormido otra vez, y regresa a su asiento, junto a su rara interlocutora. Por el momento no va a marcharse y no sabe exactamente por qué. –¿Qué me aconseja? ¿Entro ahí o no? –pregunta la niña. –No estaría mal. Si quieres te acompaño, por si acaso. –No se preocupe, ya es de día. Si no me pasó nada durante la noche y la madrugada, ahora menos… Soy una niña grande –le explica Valaria. –Bueno, se ve que eres niña y que eres grande –duda el agente–. Pero como quieras… Yo voy a estar un rato por aquí. Valaria sube la escalera de la funeraria y empuja el cristal de la puerta. Avanza resuelta por el vestíbulo, contoneándose, y se adentra en uno de los corredores. Al final, solitario, el carro de hojalata exhibe un reguero fulgurante de tazas sucias de chocolate. Alberto Garrandés (La Habana, 1960). Es narrador, ensayista y editor. Ha publicado las novelas Capricho habanero (1998) y Fake (2003, Premio La Llama Doble 2002 de novela erótica), así como los libros de relatos Artificios (1993), Salmos paganos (1996) y Cibersade (2001). Como ensayista se le conoce por Ezequiel Vieta y el bosque cifrado (1993), La poética del límite (1994), Síntomas (1999), Silencio y destino (1996, edición corregida y ampliada en Plaza Mayor, 2002), Los dientes del dragón (1999) y Presunciones (2005). En 1996 ganó el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba. Ha obtenido varias veces el Premio Nacional de la Crítica y en 2005 gana el Premio de Novela Plaza Mayor. Acaban de aparecer las segundas ediciones de Aire de luz –donde antologó cien años del cuento en Cuba –, y de El cuerpo inmortal, volumen en el que reunió 30 cuentos eróticos cubanos. Tiene inéditos el libro de ensayos Heresiarcas y pontífices y la novela Los indóciles. Arte Peter Capusotto, la risa del rock Martín Ortegui Piñeyrúa Hola, Susana. Mi nombre es Diego Esteban Capusotto, con una s y doble t. Porque hay Capuzotos con z, y una sola t…y no soy yo. Soy un hombre formal, que tiene un nombre, y que detrás del nombre hay…poco…o nada. Me gusta jugar al pádel, sin paleta. Sería con la mano o con una paleta imaginaria. Al pádel se juega siempre con un compañero, que a veces es uno mismo haciendo de otro, y a veces es un compañero real que acepta jugar al pádel sin paleta. ¿Si me gusta hacer notas? ¡Ah, me encanta, sí! Me gusta mucho hacer notas, sobre todo la del fa, de 5 a 5:10, y el do más tirando a la noche. Ahí está Capusotto, haciendo uso de su mejor arma, ridiculizando el papel del entrevistado en un programa de televisión (Cuatro Sillas, Canal á). Desafiando la sobria profundidad de las preguntas, la música instrumental que sugiere intimidad. Cuando le preguntan si le teme a algo, dice que sí, que a un tren que viene de frente. Es que es cierto, Capusotto no le tiene miedo a nada. No lo tuvo antes, cuando decidió crear un programa para que el público se riera de sí mismo, de todas aquellas cosas de las que nadie se podía reír. Y no lo tiene ahora, que carga con la irresponsabilidad de ser el personaje humorístico más importante de Argentina, con proyección internacional. Pedestal al que se trepó, con una mano detrás y otra delante, en poco menos de un año, por más que luchó toda una vida por llegar a él. Sus cabellos largos aparecieron por primera vez en De la cabeza, un programa de humor de comienzos de 1990, cuna de grandes humoristas argentinos como Alfredo Casero, Fabio Posca y Fabio Alberti. Al poco tiempo de estar en el aire, el grupo se disolvió, pero sólo para luego renacer de las cenizas, no tanto como el ave fénix, con Cha cha cha (sin Posca). Este nuevo ciclo, que se emitió por período de cinco años, se posicionó con el tiempo como un verdadero clásico del humor absurdo. De la mano, y el pie, de Juan Carlos Batman y Peperino Pómoro, entre otros, un reducido pero apasionado grupo de seguidores se fanatizaron con el programa que finalmente se dejó de emitir por el bajo nivel de audiencia. Sin embargo, este revés no GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 129-134 GUARAGUAO 130 hizo más que unificar a la secta de vaporesianos (nombre autoimpuesto por los fanáticos) que cerró filas en defensa de un producto que ponía la inteligencia al servicio del humor. Y rescataron, en gastadas cintas de video, los disparatados sketches, como una futura alternativa al tortazo en la cara y los resbalones con cáscara de banana. El siguiente episodio en la carrera televisiva de Capusotto fue Delikatessen, en 1998, junto con Horacio Fontova y Fabio Alberti. Pero la tierra tendría que orbitar todavía una vuelta más alrededor del sol para que apareciera Todo por dos pesos que, más que trampolín, sería un verdadero cañonazo a la fama para Capusotto. Aquellos que se inundaron en su propio llanto cuando vieron desaparecer Cha cha cha, y lo efímero que resultó Delikatessen, perdieron la cabeza con esta nueva propuesta dirigida por Capusotto y Alberti. Fieles a la herencia humorística, crearon sketches y personajes brillantes que hicieron enardecer a los adolescentes que cada noche colmaban la tribuna para ver el programa en vivo. La repercusión en las cifras de audiencia continuó siendo pobre en contraposición a la popularidad que el programa tenía en las calles. Todos en Argentina conocían ya a Capusotto y a Alberti, todos sabían de qué hablaban cuando hablaban de Boluda Total o de Flavio Pedemonti. El ranking musical, segmento en que se recreaban los grandes clásicos de la música con la letra adulterada, tuvo tal éxito que muchas veces los jóvenes preferían cantar las estrofas de Todo por dos pesos antes que las verdaderas. Así fue como, haciendo alarde de humildad y buen humor, Gustavo Cerati enloqueció a la tribuna con una versión en vivo de Llamen a Moe (Música ligera). Fue entonces que comenzó a crearse la noción de que no sólo se estaba ante un humor desternillante e ingenioso sino que existía definitivamente otro valor. Que los chistes no eran obra de un cómico oportunista sino de una persona (o personas) que tenía algo que decir, algo que provenía de una observación del mundo, de un análisis crítico y que como resultado no arrojaba un ensayo filosófico sino un programa de humor. Con ese mismo espíritu crítico, no siempre en el buen sentido de la palabra, nació Peter Capusotto y sus videos: un programa de rock. Sería con este nuevo show televisivo del absurdo rockero que Capusotto, acompañado por el talentoso guionista Pedro Saborido, obtendría el reconocimiento unánime del público y la crítica. En esta oportunidad, Capusotto es la figura excluyente delante de cámaras, dando vida a cada uno de los personajes, además del disparatado presentador que se hace Martín Ortegui Piñeyrúa • Peter Capusotto, la risa del rock 131 llamar Peter Capusotto en honor a sus dos mentores (Pedro «Peter» Saborido y Diego Capusotto). Es entonces que se da rienda suelta a pequeños sketches que basan su humor en los clichés del rock, intercalados con videoclips musicales previos a la era mtv. Porque ese es el espíritu y leit motiv del programa: rockeros que se ríen del mundo del rock. Aparecen desde un adorador de Bob Marley que encuentra con discutible éxito metáforas acerca de la marihuana en todo tipo de canciones, hasta un eterno buscador de mensajes subliminales. Pero las verdaderas estrellas del programa son aquellos videos que muestran en escasos 7 minutos la vida de un personaje del mundo del rock, siempre con la consigna de ser fieles radiografías de paradigmas sociales. Está Juan Carlos Pelotudo, el joven cuyo único objetivo en la vida es aprender a tocar un instrumento para tener mayor éxito con las mujeres, o Luis Almirante Brown, el exquisito poeta de la música que termina escribiendo canciones vulgares y ordinarias para ganar dinero. Sin embargo, existen dos personajes a los que resulta necesario realizar un análisis especial. Por lo que han generado en el público y lo que significan como abstracción de la sociedad. Se trata nada menos que de Pomelo, la estrella del rock, y Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero. Pomelo es el arquetipo perfecto de la estrella de rock argentino. Viste una chaqueta de cuero, unos jeans, un pañuelo para cuidar la garganta y un par de lentes de sol que no se quita jamás para no dar a conocer los ojos probablemente inyectados en sangre. Nervioso, exacerbando y hasta infantilmente violento. Narcisista por naturaleza y del tipo de transgresor que vuelca, por desafiante, una taza de café sobre la mesa de un bar. Pomelo es la ridiculización extrema de los personajes que durante años hemos http://www.youtube.com/watch?v=OlLT7-7FUiU GUARAGUAO 132 visto en la televisión agrediendo a periodistas o sentados en el banquillo de los acusados por apología a las drogas. Es todos y es ninguno, y es esa su principal virtud. Pomelo fue la perfecta carta de presentación para un público y un canal que no se llevarían ninguna decepción. A tal punto llegó la masividad del rockstar que en 2007 la revista Rolling Stone lo eligió Personaje del año. No obstante, las mediciones de audiencia se mantenían parejas, promediando los 3 puntos de rating en las mejores noches (sus competidores llegaban a 30). El otro gran protagonista del éxito de Peter Capusotto y sus videos es Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero. Bombita es la síntesis en blanco y negro del típico músico popular rioplatense, cuyas letras denotaban un fuerte compromiso social pero que a duras penas sonaban en las peñas; y el cantor del jet set, mediático, con letras cursis y tontas pero una música divertidísima y pegadiza, siempre presente en las radios y fiestas familiares. Tiene bigote y pelo largo, viste ropa aburrida, pero todo esto se contrasta con sus gestos amables, sus entretenidos pasos de bailes y su simpatía constante. Dos estructuras culturales absolutamente distintas conviven en Bombita, hijo de un payaso trotskista y una vedette nacional-católica. Este oxímoron con patas no es más que la esperanza (concreta) de la unión entre las melodías alegres y las letras con compromiso social. Estos dos paradigmas de la cultura rioplatense, Pomelo y Bombita, han traspasado la esfera del programa, la esfera del humor, incluso de la ficción y, como sucedió una vez con los personajes de Tolstoi en Rusia, se aseguran una página en la historia de la Argentina. La gente habla de estos personajes como si se tratase de personas reales… y quizá tenga razón. Porque la materia prima de estos particulares superhéroes es precisamente lo social, y esto los hace mucho más posibles que un Batman o un Superman. Si bien comparten esa popularidad extendida prácticamente a todo el Río de la Plata, reconocidos por personas que incluso nunca los vieron pero oyeron hablar, su residuo filosófico o humano es bien distinto. Pomelo no puede más que quedarse en la parodia, en la crítica y en el mostrar cómo son las cosas: absurdas, en el peor de los sentidos. Mientras que Bombita Rodríguez es el nexo social que nunca existió, es una vuelta a un pasado donde las clases sociales no se distancian por los gustos artísticos sino que comulgan. Es la esperanza del pasado, que lógicamente nunca se va a concretar, porque es pasado, pero que se concreta en el presente y deja la puerta abierta al arrepentimiento. Martín Ortegui Piñeyrúa • Peter Capusotto, la risa del rock 133 Tuvieron que pasar casi dos años al aire en el canal estatal argentino para que los premios y la popularidad aparecieran para Peter Capusotto y sus videos. Pero una vez que llegaron, ahí se quedaron, a pesar de las discontinuadas emisiones en televisión. Los adoradores (tan fieles como los de Cha cha cha) encontraron en YouTube la plataforma ideal para saciar su sed de Capusotto. Y así fue que a una velocidad envidiable, los videos de Capusotto en internet empezaron a tener cientos de miles de visitas provenientes de varias partes de América. La red ofrece ciertas ventajas insalvables: la posibilidad de ver donde y cuando se quiera, elegir qué video ver, y evitar los videoclips musicales que muchas veces alejan a los espectadores del televisor. Capusotto a la carta (y gratis): el sueño perfecto. Y tan así fue, que gracias al éxito en YouTube, miles de uruguayos comenzaron a interesarse por este disparatado programa del que nunca habían sentido nombrar. Como una verdadera bola de http://www.youtube.com/watch?v=6g4EZD1HKxw GUARAGUAO 134 nieve, la legión de seguidores uruguayos creció tanto que decidió juntar firmas para que el canal estatal comprara el programa. Un buen día, la noticia fue portada de todos los periódicos: «Peter Capusotto y sus videos llega a la pantalla estatal de Uruguay a pedido del público». Y en Uruguay pasó lo mismo que en Argentina. El rating fue bajísimo, incluso menos del esperado, pero el éxito continuó en internet. Capusotto dejó claro que no siempre sirven los números de audiencia para demostrar la popularidad de un programa. Y que el humor inteligente, que parecía muerto entre tantos jaimitos y luces de colores, está más vivo que nunca. Libros Libros 137 Disidentes, rebeldes, insurgentes Martín Leinhard Iberoamericana, Madrid, 2008, 163 págs. Un experimento de ingeniería social a gran escala; así puede definirse la historia de América después de 1492. Las sociedades indígenas se encuentran, o más bien colisionan, con los conquistadores, que a su vez trasladan al Nuevo Continente a miles y miles de esclavos africanos. Sobre esta mezcla racial se levanta un sistema colonial que generará, inevitablemente, el rechazo de sus víctimas, ignoradas por una historia oficial obsesionada con las gestas de los Corteses y los Pizarros. A rescatar sus voces silenciadas se ha dedicado Martín Lienhard, catedrático de literatura hispanoamericana en la Universidad de Zurich. Disidentes, rebeldes, insurgentes representa la culminación de una larga trayectoria dedicada a todos aquellos que dijeron «no» al dominio de españoles y portugueses, a través del estudio de diversos casos particulares, bien en México, Cuba, Santo Domingo, la Luisiana, Brasil o Perú. Algunos capítulos ya se habían publicado con anterioridad, aunque en versiones distintas, mientras otros son rigurosamente inéditos. En sus estudios, el autor parte de una premisa metodológica atrevida, aplicar la historia oral a una época de la que no quedan, evidentemente, testimonios vivos a los que entrevistar. El único medio para sortear este escollo es localizar aquella documentación en la que «hablan» los protagonistas, como las actas judiciales. Hay que ser, lógicamente, precavido. No en vano, los testimonios que nos interesan se encuentran siempre filtrados por personas a las que no debemos suponer imparcialidad. ¿Quién seleccionaba la información que debía ponerse por escrito? ¿Con qué criterios? Eso sin contar el problema idiomático. Esclavos procedentes de África, desconocedores del castellano, necesitaban un traductor cuando comparecían ante un tribunal. Por otra parte, salta a la vista que los reos, en situación de inferioridad, no estaban demasiado interesados en reconstruir los hechos con exactitud El historiador, lo acabamos de ver, maneja un material que posiblemente ha sufrido más de una distorsión. Para avanzar por este campo minado, y averiguar qué hay de verdad en los archivos, sólo le queda afinar el sentido crítico y acercarse, en la medida de lo posible, al contexto en el que los testimonios fueron enunciados y transcritos. Ha de ser, por utilizar la expresión de la historiadora oral Mercedes Vilanova, fiscal de la palabra y abogado GUARAGUAO 138 del silencio. Más que lo que dicen los documentos, interesa lo que ocultan. Acontecimientos aparentemente modestos, olvidados por los libros de historia al uso, nos proporcionan una puerta abierta a la comprensión de la sociedad, más allá de la anécdota puntual. Son, de hecho, «la punta del iceberg de una realidad por investigar» (p. 75). En el primer capítulo, el proceso inquisitorial contra don Carlos Ometochtzin, señor del reino de Tezcoco (México), ilustra la desestructuración de las sociedades nativas, a los pocos años de la conquista. A continuación, en el Perú dieciochesco, encontramos la figura fantasmal de Juan Santos Atahualpa, líder de un movimiento mesiánico contrario a la dominación española. Lienhard, con buen criterio, no intenta dilucidar quién fue Atahualpa realmente, empeño destinado a fracasar por las lagunas en la documentación, sino cómo se presentó a sus contemporáneos y cómo estos le percibían. Una vez más, formular preguntas auténticamente relevantes contribuye a iluminar un poco más el pasado. La peripecia de dos esclavos fugados, Enrique y Luis (uno de ellos, acusado de disparar a los blancos), nos introduce en el mundo subterráneo de los negros en la Luisiana española. Demuestra la existencia de canales de comunicación entre personas supuestamente incomunicadas, capaces, pese a sus agotadoras jornadas laborales, de crear espacios donde gozar de cierta libertad, por relativa que ésta fuera. De la aventura de dos personas pasamos a una comunidad de antiguos esclavos, en Santo Domingo. Desde el punto de vista europeo, un conjunto acéfalo. Sus miembros, en realidad, trataban con las autoridades hispanas de igual a igual. En lugar de oponerse al sistema esclavista, participan de él cobrando por capturar a cimarrones sueltos. No pretendían más que conservar su autonomía, cuestión de principio en la que no estaban dispuestos a ceder aunque admitieran negociar los «detalles». Las mayorías «subalternas» no presentaban, ni mucho menos, un conjunto homogéneo. Su universo mental y sus estrategias políticas, objeto primordial del análisis del autor, son producto de la mezcla de elementos tan distintos como el ideario ilustrado de la Revolución francesa y el fetichismo africano. Lienhard acuña el concepto de diglosia cultural para referirse a la existencia de unas prácticas culturales dominantes que coexisten con otras relegadas a la marginalidad. Lo comprobamos, sin ir más lejos, en el terreno religioso. Con el catolicismo oficial compiten los cultos más o menos clandestinos de indígenas y negros. Los esclavos no reaccionan de manera uniforme ante la tiranía blanca. Su posición dependía, para empezar, de su estatus. No era lo mismo deslomarse en la plantación que trabajar en la casa del amo, en condiciones más o menos cómodas. Este fue el caso de Juan Francisco Manzano, el esclavo cubano protagonista del capítulo quinto. Su autobiografía representa un caso único dentro del ámbito latino, en contraposición a las numerosas memorias de esclavos provenientes del mundo anglosajón. Muestra cómo incluso a un esclavo privilegiado le corresponde sufrir «todo el Libros 139 horror de un sistema basado en la apropiación del hombre por el hombre» (p. 125). El género también constituía otro factor influyente: las mujeres, a cargo de los hijos, solían ser reticentes ante los planes de los hombres para recuperar la libertad, siempre peligrosos e inciertos. Respecto a los objetivos de los rebeldes, queda claro que cualquier generalización resultaba peligrosa. A veces reaccionaban simplemente contra abusos especialmente crueles de sus dueños, en un «hasta aquí podemos llegar» donde se jugaba su dignidad como seres humanos. En otras ocasiones soñaban con establecerse en lugares poco accesibles, donde vivir tranquilos lejos de los blancos. Esto era el cimarronaje de ruptura, la forma más extrema de un conjunto de actuaciones destinadas a huir de la cruda realidad. Podía darse también el cimarronaje intermitente, es decir, la fuga ocasional para escapar de un castigo o ver a la pareja, por ejemplo. Más sutil, el cimarronaje encubierto consistía en actos clandestinos como reuniones religiosas, robos o comercio ilegal. Entre estas tres modalidades, las distinciones no siempre presentaban perfiles nítidos. Nos encontramos ante unos personajes poco perfilados, cierto. Les falta definición. Pero rastrear con la paciencia de un detective las huellas de los oprimidos no es fácil. Lienhard, con sus sagaces pesquisas, proporciona una visión «desde abajo» sumamente reveladora. Los marginados se convierten así en sujetos de la historia, en claro desafío al olvido y a la manipulación. Francisco Martínez Hoyos Pegar donde más duele. Violencia política y trauma social en Argentina Antonius C. G. M. Robben Anthropos, Barcelona, 2008, 462 págs. Con esta traducción al español que nos trae la Revista Anthropos de la obra de Antonius C .G. M. Robben originalmente editada en inglés en 2005, el público de habla hispana, y en especial el argentino, acceden a un trabajo de importancia capital para la comprensión del pasado reciente de Argentina. En Pegar donde más duele. Violencia política y trauma social en Argentina, Robben nos propone un análisis detallado del proceso de radicalización de varios sectores de la sociedad entre las décadas de 1950 y 1970. La violencia de los varios bandos enfrentados, que buscaran pegarle al otro donde más le dolía, causará el trauma social que a su vez se traducirá en una espiral de violencia que transformó a la sociedad argentina en un campo de batalla. GUARAGUAO 140 Este proceso tendrá como corolario, en 1976, la implantación de un gobierno dictatorial por parte de las Fuerzas Armadas (ffaa), quienes desplegaron una «guerra cultural» de tal magnitud que la sociedad argentina, según el autor, aun hoy no se recupera del trauma. El antropólogo y profesor de la Universidad de Utrecht (Países Bajos), realiza una minuciosa reconstrucción de la historia argentina comenzando en 1945, punto de partida de su análisis. Sin embargo, su propuesta no se reduce a esto, ya que el autor formula además una teoría acerca del papel del trauma en la generación de violencia política, recurriendo para ello a un modelo psicológico del trauma. Así, busca explicar las raíces y razones subyacentes a la escalada de violencia en la Argentina reciente. Desde una metodología que podríamos catalogar como propia de la antropología histórica, Robben recurre a diferentes y variadas fuentes primarias: entrevistas en profundidad con protagonistas y testigos de las épocas analizadas, análisis de artículos de la prensa masiva, pero también los secretos y clandestinos, además de otros escritos, documentos y discursos, y observación y participación en reuniones y manifestaciones ya en la década de 1990. La obra se encuentra dividida en cuatro partes que corresponden aproximadamente a cuatro periodos de la historia argentina de la segunda mitad del siglo xx. La primera parte Robben la dedica a la emergencia, en su opinión, de las masas políticas en la Argentina, ubicando este origen casi mítico en el 17 de octubre de 1945, cuando una multitud de obreros y trabajadores se reúne en la Plaza de Mayo (frente a la Casa de Gobierno) a exigir la liberación de Juan Perón y la convocatoria de elecciones. Según el antropólogo, a partir de allí la historia de la Argentina será la historia de las masas políticas: su utilización y manipulación por parte de Perón, su influencia decisiva para lograr la vuelta del líder en 1972, exiliado después del golpe de estado de 1955, y el temor que inspirarían en las fuerzas armadas, conocedoras de su fortaleza. El autor recorre los acontecimientos de 1969, luego la emergencia de un sindicalismo revolucionario, la importancia de la segunda generación de peronistas, y los choques y conflictos entre los diferentes grupos de peronistas. La segunda parte trata acerca de la llamada Resistencia Peronista, a partir de 1955: el surgimiento de la guerra de guerrillas (tanto la peronista como la marxista), la separación entre éstas y las masas obreras, a partir de la vuelta de Perón, y la progresiva militarización de los guerrilleros, a la par de una mimetización entre estos y las Fuerzas Armadas, y viceversa, en cuanto a los métodos de acción de unos y otras. En la tercera parte Robben presenta la idea de que la dictadura implantada en 1976 por los militares argentinos fue una «guerra cultural», y explicita la base ideológica de esta guerra. El lector es introducido aquí a los planes bélicos secretos de las ff.aa. y a las terroríficas estructuras de Libros 141 represión implementadas, los centros clandestinos de detención, la vida de los presos políticos y, en especial, las técnicas de tortura física y psicológica cuyo nivel de crueldad y atrocidad, según el autor, eran un indicador de que la tortura iba mucho más allá del objetivo de obtener información sobre las organizaciones guerrilleras. En la cuarta y última parte del libro, Robben describe las desapariciones forzadas de personas, otro de los estremecedores procedimientos implementados por el terrorismo de Estado, junto con las formas de reubicar a los niños y bebés secuestrados con familias adoptivas, y a las primeras formas de reclamo y protesta de parte de los familiares de las personas desaparecidas, especialmente las Madres de Plaza de Mayo. Luego, el autor recorre el periodo de caída de la dictadura y paso al régimen de gobierno democrático, con la creación de la conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) para develar la verdad de los horrores del terrorismo de Estado, y las complicadas relaciones de los nuevos gobiernos con ese pasado traumático para toda la sociedad argentina. La obra resulta un aporte invalorable a la comprensión del pasado reciente de la Argentina y el autor acomete una tarea exhaustiva de reconstrucción de los hechos históricos. Sin embargo, creemos pertinente realizar algunas observaciones a los aspectos teóricos de la obra. En primer lugar, ya desde el prólogo a la obra, Robben manifiesta la importancia de las multitudes políticas para la cultura argentina, y así es como ubica el origen de su análisis en el 17 de octubre de 1945. Sin embargo, a medida que avanza en el relato histórico, este hilo se va perdiendo de vista, pasando el autor a priorizar la idea del trauma social y la violencia política. Creemos que la importancia de las masas en la historia reciente de la Argentina no es igual en cada periodo, siendo que los contextos de 1945, 1969, de 1972, o de 1982, por poner algunos casos, son absolutamente diferentes. Así, y para retomar este hilo conductor, el autor termina dando demasiado peso explicativo a las protestas de los familiares de los desaparecidos y organizaciones de derechos humanos en la caída del régimen autoritario. Sin desestimar la importancia de la acción de los familiares, creemos que hubo otros factores más importantes que colaboraron en el debilitamiento del régimen, previos a las protestas multitudinarias de las Madres. Porque de otra forma, para un Estado capaz de desplegar tan formidable aparato represivo y supuestamente tan adverso a las multitudes, los «familiares» hubieran sido apenas una pequeña molestia fácilmente aplastable. Evidentemente, el régimen ya estaba profundamente debilitado para cuando las multitudes pudieran empezar a tener algún efecto de magnitud importante. Por otro lado, el concepto de «guerra cultural» no se encuentra adecuadamente explicitado. Sorprendentemente, al contrario del resto de su obra, en el caso de este concepto el autor no GUARAGUAO 142 nos remite a ninguna fuente teórica que ayude a comprender la idea. Así, en algunas ocasiones habla también de «guerra de culturas» como concepto intercambiable con el anterior. En este punto vemos también una falta de profundización de la relación de las bases ideológicas de las Fuerzas Armadas con el contexto internacional, a pesar de que el autor enuncia su importancia. Finalmente, creemos que sería importante profundizar en la extensión del trauma colectivo en la sociedad argentina actual, a partir del advenimiento de la democracia, y explicar por qué razones en este periodo el trauma social no se traduce en violencia política. Al contrario, los últimos 26 años en democracia, con sus diferentes conflictos y problemáticas, no han visto emerger grupos radicalizados del alcance y tenor de los surgidos en las décadas pasadas. Tal vez esto exceda los límites de la presente obra, y es posible que en este sentido se oriente el trabajo que nuestro autor se encuentra actualmente elaborando. A pesar de estas consideraciones, creemos que el libro de Robben representa un aporte de incalculable valor para el estudio y el análisis del pasado reciente de la Argentina. La obra constituye una importante contribución a la comprensión acerca del lugar de las masas en la cultura política Argentina, y la relación entre trauma social y violencia política. María Victoria De Negri Martín Costanzo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti Mario Vargas Llosa Alfaguara, Madrid, 2008, 240 págs. En contadas ocasiones tiene el crítico la oportunidad de manifestar su entusiasmo ante la publicación de un estudio literario, debido a la especialización pseudocientífica, con su jerigonza terminológica ad hoc, que se ha enseñoreado de la crítica desde que formalistas, estructuralistas, deconstruccionistas, pragmatistas y algunas -istas –o aristas...– más desterraron a la bonachona estilística –la de peculiar bonhomía, que obras tan excelentes nos ha legado, desde Vossler hasta Alonso– al lazareto donde la ingenuidad y lo humano, demasiado humano, tienen su asiento. Así que cerré este hermoso y transparente volumen de Vargas Llosa sobre la vida y la obra de Juan Carlos Onetti, Libros 143 vino a mi memoria el insuperable y bellísimo estudio que Pedro Salinas dedicara a Rubén Darío, La poesía de Rubén Darío (1975), porque ambos comparten la misma pasión por desvelarle al lector las claves con las que hacer la lectura correcta del autor que han escogido con impagable generosidad literaria, porque tanto en el caso de Salinas como en el de Vargas Llosa, su «entrega» a la crítica de la obra ajena ha sabido hacerse no tanto desde el despojamiento de su condición de autores reconocidos, cuanto con el bagaje que esa misma condición les habilita para agudizar el análisis y ver más profundo y con mayor claridad. Si la lectura del estudio e Salinas me reconcilió hasta con la veta más aparentemente superficial de Darío, el estudio de Vargas Llosa me ha lanzado –literalmente– a la adquisición de aquellas obras de Onetti que no había leído, no por desdén, sino por negligencia y descuido imperdonables. El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti tiene, entre otras muchas, la virtud de explicar toda la obra del escritor uruguayo –aunque mejor le cabría el calificativo de universal– desde un eje temático que la vertebra. El procedimiento crítico de Vargas Llosa es aparentemente sencillo, pero permite descubrir no sólo el verdadero significado de la obra de Onetti, sino los porqués de su retórica particular y de –¿quién da más?– la estrecha relación existente entre su obra y su vida, puesto que de ésta es aquélla emana- ción y casi réplica exacta, en la medida en que buen número de sus personajes representan su personalidad, sus costumbres y, sobre todo, su amarga, escéptica y nihilista visión de la existencia y de la sociedad. Para identificar el principio temático, con su inevitable corolario estructural, de la obra de Onetti: la creación de un universo de ficción paralelo al real, cuyos personajes pueden pasar, dentro incluso de la misma obra, de uno a otro, como sucede en La vida breve (1950), novela fundacional del universo de Santa María, Vargas Llosa abre su ensayo con una introducción de carácter antropológico en la que rescata la figura del «Hablador» en las tribus amazónicas como lejano antecedente del creador literario, a pesar de que buena parte de su actividad tenía un carácter referencial, no ficticio, pues servía de transmisor de noticias entre miembros de las tribus alejados los unos de los otros geográficamente. Con todo, en los relatos de esos «habladores» se mezclaban también narraciones ficticias de índole mítica que estarían emparentadas con la función que Vargas Llosa ha defendido desde siempre para la literatura: crear mundos de ficción a donde poder evadirse para escapar del constreñimiento de lo real y para vivir las otras vidas que nos es imposible vivir, por causa de nuestras limitaciones y de nuestra finitud. La mentira narrativa, así pues, es el fundamento de la ficción: una idea que Vargas Llosa ha defendido como primer artículo de fe GUARAGUAO 144 de su credo literario desde que se inició en el género del ensayo, en el que se ha prodigado con obras tan notables como las dedicadas al Tirant Lo Blanc, Madame Bovary o Victor Hugo. Se ha de agradecer a Vargas Llosa el haber evitado la tentación pedantusca de la erudición y el pseudocientifismo con que suelen adornarse quienes acaban llegando a conclusiones para cuya obviedad no hacían falta aquellas alforjas, y que nos hable, por el contrario, con tanta claridad humana sobre unos seres y unos espacios, y el creador de ambos, de quienes nos sentimos tan cercanos porque él ha sabido aproximárnoslos con su transparente capacidad analítica y su potente empatía. Esos mismos pedantes calificarían su obra como «ensayo de divulgación», pero Vargas Llosa puede recibirlo casi como un timbre de gloria, porque di-vulgar significa propiamente hacer accesible al pueblo algún conocimiento, lo que él ha realizado con tan pasmosa claridad que se ha hecho acreedor al reconocimiento y al agradecimiento públicos. Bien amarradito al hilo del orden cronológico, Vargas Llosa traza en su ensayo un recorrido por la obra de Onetti en lo que ésta tiene de perfeccionamiento y acendramiento de un mundo que, surgido casi como un repentismo genial en la novela La vida breve, el mundo fabuloso de Santa María, irá ganando en autonomía y densidad humana con cada nueva entrega novelística posterior a esa obra cumbre en su carrera literaria. De forma paralela, Vargas Llosa rastrea en la vida del autor en busca de la explicación, llamémosla genética, de los rasgos temáticos y estilísticos que caracterizan a ambos: al hombre y a la obra. El enfoque biográfico no se adentra en la minuciosidad con que suele entenderse el género, sino que se utilizan los datos imprescindibles para obtener un retrato del autor que nos ayude a comprender mejor su mundo literario, tan estrechamente unido a él. De hecho, es muy difícil no leer su obra sin la tentación de ver un trasunto autobiográfico en muchos personajes. «No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes», escribe Eladio Linacero en El Pozo (2007, p. 12). No se aprecian experiencias interesantes de carácter externo en la vida de Onetti, pues fue siempre un autor retraído, silencioso y poco dado a la aventura, salvo a la interior, la literaria; pero es cierto que en buen número de sus personajes hay una proyección de lo que a él le hubiera gustado ser, aun cuando esos ideales disten mucho de lo tenido por socialmente aceptable: chulos, jugadores, bebedores, dueños de burdel, filósofos escépticos..., una galería del lado oscuro de la sociedad cuyas existencias desgarradas se plasman magistralmente en todas sus novelas y cuentos. En el análisis de Vargas Llosa sobresale la idea genésica de la creación del mundo paralelo, si bien Onetti reconoció su Libros 145 deuda, en ese aspecto, con el famoso condado de Yoknapatawpha de Faulkner, a quien idolatraba literariamente, tanto que llegó a decir, tras leer sus obras, que ya no valía la pena escribir. Del autor americano toma Onetti buena parte de sus juegos narrativos con el tiempo y con los puntos de vista, además del recurso al narrador-personaje, con la fatal dosis de ambigüedad que, para el desarrollo de la trama, supone tal elección. Pero él lo adapta a un mundo propio cuya naturaleza es muy distinta del de Faulkner, pues los personajes de éste viven en un mundo que tienen por real, y en consonancia con esa realidad actúan, mientras que los de Onetti se saben siempre personajes de un mundo ficticio, lo que acentúa la complejidad narrativa de sus obras. A ello contribuye un estilo que ha tenido detractores de mérito, como Anderson Imbert, pero que a Vargas Llosa le parece el único posible para expresar «la difusa materia (...) del mundo que inventa», un estilo, en definitiva, que «lo crea, lo salva y lo redime a la vez». La dificultad estilística ha de ponerse en relación, finalmente, no sólo con la índole irreal del mundo creado, sino con los temas que a través de él se expresan: la mediocridad, el fracaso, el resentimiento, la sordidez, etc. Es interesante destacar el elogio que hace Vargas Llosa de los cuentos de Onetti, entre los cuales destaca un par: El infierno tan temido (1957) y La novia robada (1968), por los que, aunque no hubiera escrito más nada, Onetti debería figurar, a juicio de Vargas Llosa, en un lugar de honor de la literatura universal junto a Borges, Rulfo, Scott Fitgerald, el propio Faulkner y otros. Del segundo, es más que peculiar la índole cervantina del asunto, puesto que todo un pueblo acepta entrar en la fantasía de la protagonista para no contradecirla; se confabulan para darle visos de verosimilitud y realidad a los «espejismos eróticos de una enajenada.» Es inútil leer la obra de Onetti en clave social, a pesar del episodio de su encarcelamiento, del que él apenas quiso hablar nunca, puesto que, según Vargas Llosa, él fue de los primeros escritores que afrontaron la creación de una obra centrada en la problemática existencial del individuo, en vez de sumarse al regionalismo costumbrista dominante en casi toda Sudamérica. Sin embargo, no rechaza Vargas Llosa que pueda ser admisible una interpretación social de su obra si de lo que se trata es de establecer un paralelismo entre la derrota individual y el fracaso de una sociedad en la que aún las tentaciones caudillistas y el subdesarrollismo impiden su plena normalización como sociedades democráticas. Correlato de ese subdesarrollo social lo sería, por ejemplo, para Vargas Llosa, en la obra de Onetti, la presencia dominante del burdel, escenario donde el detestable machismo tradicional de esos países encuentra su hábitat natural y vehicula su agresividad desgarrada. Vuelve Vargas Llosa sobre la vida del autor para concluir el volumen y recuerda que, durante los últimos años GUARAGUAO 146 de su vida, apenas se levantaba ya de la cama, desde la que atendía incluso a las visitas. Y aquí le pondría el único pero a Vargas Llosa, pues nos dice que «esa situación de residente estable en la cama dotaba al novelista de un manifiesto aire de enfermo imaginario o de excéntrico personaje de alguna novela no escrita todavía». Me extraña que Vargas Llosa no haya recordado que sí existe, que se trata de Oblomov, de Goncharov, cuyo personaje central Oblomov, encarnación de la inercia y la apatía, no se levanta de la cama hasta bien entrado el centenar de páginas; un personaje que no anda muy lejos de la psicología nihilista del propio Onetti. Finalmente, que es siempre, volver al principio, como un insólito «viaje a la semilla» quiero dejarle al lector con una imagen-cifra que nos permite comprender íntimamente no sólo al autor, sino los temas vertebradores de su obra: «En colón, el joven lector [y pésimo estudiante] encontró otro lugar idiosincrásico para sus absorbentes lecturas: el fondo de un aljibe, al que su hermano Raúl lo bajaba en un balde, y donde se llevó una sillita de mimbre, una jarra de limonada y un ejemplar del Eclesiastés, libró que dejó fuerte impronta en su memoria y que en su edad adulta citaría a veces para justificar su pesimismo y su visión nihilista de la vida». Descenso ad inferos que nunca dejó de frecuentar, desde El pozo en adelante; porque la ficción también es, a veces, un infierno. Dimas Mas Casi nunca Daniel Sada Anagrama Barcelona, 2008, 373 págs. En el caso de Daniel Sada, no podemos decir que nos hallamos ante un descubrimiento. Autor mexicano nacido en 1953, cuenta con una obra considerable y respetada, a la que se le han otorgado en su país cuatro premios de gran prestigio: el Xavier Villaurritia en 1992, por Registro de causantes; el José Fuentes Mares en 1999, por la ambiciosa Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, y el premio de Narrativa Colima en 2005, por Ritmo Delta. Un quinto galardón recibido en España, el Premio Herralde de Novela de 2008 por Casi nunca, avala su prestigio y lo sitúa en una perspectiva inmejorable para su reconocimiento internacional, hasta el punto de que –coincidiendo con las actividades programadas por el Salón del Libro de París con México como país invitado, en marzo de 2009– el Instituto Cervantes de París le ha dado trato de figura consagrada. Por Libros 147 si fuera poco, sus textos se han traducido a varios idiomas y han sido objeto de diversas adaptaciones cinematográficas. Y si a todo eso le sumamos las alabanzas de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Juan Villoro y el fallecido Roberto Bolaño, incluso podemos llegar a sentirnos algo cohibidos ante un escritor al que el novelista chileno –que tan certeramente alineaba a sus colegas del lado de sus filias o de sus fobias– enmarcaba en una literatura cercana a la del maestro Lezama Lima. Sin embargo, por encima de las etiquetas y de los honores, olvidándonos incluso de la referencia al barroquismo, convendría realizar un experimento: adentrarse en Casi nunca sin sentar cátedra, desde un punto de vista ingenuo, para sumergirse, sin apriorismos, olvidándonos de los juicios emitidos por las autoridades, en el innegable placer de su arrebatadora lectura. El autor pide que «…los lectores cumplan las reglas del juego; es necesario que el lector haga un pacto con mis libros para que se venzan todos los obstáculos y esos obstáculos se vencen en las primeras páginas». En efecto, el relato así lo vale porque nos encontramos ante una novela bien trabada, ágil, absolutamente deslumbrante y sobre todo divertida, que lleva de la mano al lector, engañándole con mil piruetas narrativas hasta conducirle a un desenlace que parece la culminación, no sólo de las expectativas del protagonista, sino también de una intriga que se sostiene magistralmente, sin caer en lo fácil, a través de sus casi cuatrocientas páginas, lo cual supone un mérito enorme en unos tiempos donde, en ocasiones, en aras de la aceleración del tempo narrativo, se descuida la elaboración del lenguaje para avivar el desarrollo argumental. Pero vamos a desgranar dónde radica la excelencia de un texto que no renuncia a los estilemas del autor para dar vía libre al atractivo de la trama. Sada llevaba unos veinticinco años madurando el tema, basándose en una historia vagamente real, de resonancias familiares, incluso puede autobiográfica, según ha llegado a insinuarse. Le faltaba sólo, por tanto, escoger cuidadosamente un contexto y un personaje que marcaran la impronta del relato. El primer acierto es la delimitación del marco geográfico y temporal, el norte de México –recordemos que a Sada se le ha tildado de «escritor norteño»–, durante los años cuarenta del siglo pasado, y la elección del carismático protagonista, Demetrio Sordo, nombre de resonancias paródicas y que comparte iniciales con el autor, un antihéroe picaresco y atribulado, cuyo mundo se tambalea en medio del creciente deseo que siente hacia dos jóvenes, la prostituta Mireya –una mujer morena, apasionada y sensual– y su prometida Renata –una donna angelicata, una cándida muchacha, de conducta intachable y, cómo no, inmaculadamente rubia–. Este triángulo tan simple, esta figura geométrica formada por un hombre situado entre dos arquetipos femeninos a su vez trasuntos de la tentadora Eva y la Virgen María, sostiene todos los hilos del discurso, aunque sin ningún tipo de equilibrio entre sus vértices, pues Mireya deja de ser una seria competidora para Renata cuando prácticamente no hemos llegado GUARAGUAO 148 ni a la mitad del libro, mientras que el dilatado cortejo de la segunda mujer ocupa las restantes páginas, que equivalen a cuatro años de la vida de Demetrio, de diciembre de 1945 a noviembre de1949. Desde luego, no hay que creer por ello que nos hallamos ante una novela de corte sentimental. La poco ejemplar trayectoria de este ingeniero agrónomo –casi un agrimensor kafkiano– obsesionado por el sexo, se podría decir que «encerrado-conun solo-juguete», y febrilmente ocupado en conseguir dinero aunque tampoco sea especialmente codicioso, viene condicionada por un proceso casi épico de peripecias, a la manera de un cuento tradicional, con una estructura episódica y férreamente cronológica desplegada en capítulos más o menos breves, donde abundan los motivos temáticos dibujados como indicios metafóricos. Valga como ejemplo otra de las obsesiones del protagonista, la que siente por baños y duchas, como si tras sus frecuentes «pecados» se le exigiera un agua purificadora tan escasa en ese ambiente desértico. De ahí que la novela pueda adaptarse con tanta facilidad a un análisis en esquema compositivo básico y en forma de estructura actancial, en la línea de Vladimir Propp. Sus peculiares adyuvantes, figuras maternas que puntean la trama, y sus antagonistas, entre los que se cuentan también algunos memorables personajes femeninos, lo dibujan como un pelele de dudosa integridad moral, un tanto edípico, que no duda en recurrir incluso a la intercesión divina para saciar sus instintos más primarios, aunque eso le suponga pasar por el altar y realizar todo tipo de mezquindades con las que alcanzar su objetivo. La doble moral imperante en la época aplaude las tretas del héroe tragicómico cuya desfachatez suele verse coronada por el éxito, hasta llegar a un final más que feliz, glorioso, que corona la «perversión santa» de la consumación del matrimonio. La figura desgarbada de Demetrio, su gran altura –irónicamente el narrador le llama «el gigantón»– y su condición de buen partido en una sociedad machista y retrógrada, así como el arte del disimulo que tan ampliamente domina, son sus bazas fundamentales para el engaño en una espiral de acciones absurdas que, contra todo pronóstico, le llevan a buen puerto. El protagonista se erige en pionero de un mundo hostil y su grado de integración en la colectividad se recompensa con una boda en la que se santifica lo erótico. No obstante, la fuerza actancial queda refrendada por la figura del narrador, omnisciente y en tercera persona, imaginado como cronista pero también «indiscreto y muy cercano a los personajes», en palabras de Sada, que hace gala a la vez de «cinismo y sabiduría» al ofrecer un sinfín de citas metanarrativas y apelaciones al lector: se desvive por avisarle de sus intenciones y no duda en introducir leves flash-backs o aportar ligeros apuntes de época de tono irónicamente pedagógico, aludiendo al atraso de los medios de transporte –otro leit motif de la novela– o a paralelismos irónicos entre las poblaciones de la trama y ciudades más o menos señeras. De este modo, el lector es visto como un ingenuo desconocedor de la barbarie imperante Libros 149 en esa lejana época, al que incluso se le pueden escamotear determinados datos a base de fulminantes elipsis o dejarle algunos cabos sueltos –el desenlace de Mireya y su «embarazo», por ejemplo– como para demostrar su poder de manipulación respecto al material que tiene entre manos. Esta voz omnívora es la que se deja oír constantemente, de modo inmediato, y la que domina las voces de los personajes, cediéndoles algunas de sus funciones sólo cuando lo cree necesario. De esta manera, existe un desfase de claro tinte irónico entre esta voz del narrador, que personifica la comunidad, y la mirada de Demetrio, que aparece en estilo indirecto a través de una marcada introspección, resuelta en el fluir de conciencia de sus monólogos interiores. Su perspectiva, conocida a través de sus pensamientos, contrasta con la visión convencional del mundo que aporta ese narrador tan omnisciente como falsamente ingenuo. La visión del autor implícito no es análoga a la del narrador, y el verdadero atractivo de la novela proviene de la abismal contradicción existente entre ambas. Por supuesto, se trata de un juego de complicidad de raigambre casi diríamos clásica, que se propone desactivar la hipotética seriedad de una ficción que a todas luces pide una complicidad distanciada. Según el modo adoptado, la historia transmitirá un intenso vigor, produciendo la sensación del presente y la vida que fluyen sin cesar, o se alejará hacia un pasado que empieza a difuminarse, cambia de tonalidad y adquiere un nuevo significado a la luz de los acontecimientos sobrevenidos desde entonces. Los diálogos incrustados en cursiva y la transcripción de cartas contribuyen al subrayado de ese aire vagamente anacrónico, a su vez compensado por descripciones explícitas de las hazañas sexuales de Demetrio, que nos devuelven a la lectura irónica. Desde el punto de vista genérico, Sada opta por jugar con las convenciones del folletín, modelo premeditadamente obsoleto donde los haya y que lleva en su propio germen la parodia, la vulgarización del patrón culto del realismo, tanto por sus lances exagerados o historias delirantes como por esos personajes hiperbólicos inmersos en un impecable diseño narrativo repleto de golpes de efecto y con una intriga suspensiva al final de cada parte, a la manera de jalones del relato. En este sentido, habría que destacar la deuda con ciertas derivas del famoso boom de la narrativa latinoamericana de los sesenta, incluso con ecos de un cierto realismo mágico y reminiscencias del García Márquez de Cien años de soledad, por ejemplo, en la historia intercalada del pretendiente de doña Zulema., pese a que no se pueda decir con propiedad que en Casi nada existan elementos fantásticos. Al contrario, la maniobra que legitima todo el proceso es el apabullante dominio del estilo que demuestra Sada. Podríamos hablar de la «pérdida de la inocencia» del lenguaje –en otras palabras, el despliegue intencionado de todos sus recursos– y el forzamiento de la descodificación por parte del lector, al que Sada le exige conocer, o mejor dicho reconocer, las pistas que va dejando ese lenguaje autorreferencial. Sin hacer ostentación estilística, desde el dis- GUARAGUAO 150 curso nominal, con elipsis de predicados, juega con el contraste entre un castellano estándar y los giros y vocablos coloquiales mestizos, en una rica contaminación lingüística. La cadencia de la prosa, que no abusa de las figuras retóricas, adquiere un ritmo sincopado y sinuoso, que en algunos momentos bordea la prosodia del verso en sus enunciados casi telegráficos clausurados por puntos y aparte, al tiempo que su profuso despliegue recuerda a los logros del Valle Inclán más atrevido y esperpéntico, el de Tirano Banderas, a la vez que lo emparenta con el legado de una determinada novela experimental en su vertiente mexicana, como podría personificar el caso paradigmático de Juan Rulfo. El libro conjuga estos aspectos pivotando sobre los temas básicos del sexo y erotismo, metáfora última, principio y fin de la novela, alfa y omega de la epopeya de Demetrio, cuyo último capítulo se convierte en un tour de force que dinamita la línea narrativa y nos retrotrae al más elemental juego verbal y casi oral, el de la repetición, en un discurso donde se juega con la duplicidad y la antítesis como salmodia de un proceso orgásmico de proporciones cósmicas. En suma, Casi nada –cuyo título ya apunta, con su modestia irónica, a sus veladas intenciones– se dibuja como un texto sugerente, multiforme y que, en definitiva, no hace más que confirmar algo que ya intuíamos: estamos ante un autor de primera categoría que sabe dosificar con mano maestra su actitud no se sabe muy bien si posmoderna o barroquizante, en cualquier caso decididamente manierista. Elena Santos Descortesía del suicida Carlos Vitale Candaya, Barcelona, 2009, 219 págs. Un náufrago asido a una puerta Descortesía del suicida es una suerte de work in progress que reúne la narrativa que ya publicara con el mismo nombre Carlos Vitale (Buenos Aires, 1953) en 1997 junto a otras narrativas breves inéditas. El prólogo de José María Merino pone ya de manifiesto desde su primera línea las dificultades de catalogar estas narrativas breves de Carlos Vitale dentro de un género sobre cuyo nombre tampoco parecen ponerse de acuerdo críticos, teóricos y autores: microrrelatos, minificción, narrativa hiperbreve, ultracorto, textículo… Sin embargo, tampoco parece que a Vitale le importe demasiado esa indefinición, puesto que la ausencia de normas rígidas que encorseten las características de un género aumenta la libertad del creador, y Descortesía del suicida es, sobre todo, Libros 151 un espacio de libertad. Como suele suceder con muchas ideas y visiones interesantes, el libro surge de una paradoja: desde una composición de pocas palabras, a veces apenas una frase, se evoca todo un mundo, un pasado, una vida paralela. Especialmente interesante resulta la evocación de una vida paralela, esa que se desarrolla en otra dimensión de lo que conocemos como nuestra existencia. Esa otra vida en la obra de Carlos Vitale se forma a partir de los recuerdos, la nostalgia, las pérdidas, los olvidos y las posibilidades descartadas. Tal vez la manifestación más clara de la vida paralela es cuando aparece la figura del doble. El extrañamiento y la entrada en escena del doble es un componente que ha dado para mucho en la literatura, pero especialmente en la narrativa breve, en los cuentos y en los microrrelatos. Esto es así porque como concepto tiene una gran fuerza de evocación al poner de manifiesto toda una vida, otra vida: mi doble soy yo, pero a la vez no porque lo percibo como otro. Sobre este tema, especialmente útil y esclarecedor resulta el espléndido ensayo La amenaza del Yo. El doble en el cuento español del siglo xix, de Rebeca Martín. En Descortesía del suicida, Carlos Vitale aborda el tema del doble y la vida paralela que éste representa en diferentes ocasiones. Tal vez la más clara sea «El bello durmiente», donde en apenas siete líneas relata todo lo que le sucede a Lucas Medina cuando descubre que lo que bien podría considerar su propio cuerpo sigue durmiendo en su cama mientras ha tratado de levantarse para prepararse una infusión. Sin embargo, la vida paralela, nuestra otra vida no sólo se manifiesta a través del doble. «Teléfono» ofrece otro ejemplo: nuestra vida sucede también cuando no estamos en los lugares con los que se nos suele asociar y en los que transcurre buena parte de nuestra existencia. A veces, casi siempre, nos llaman por teléfono cuando no estamos. Y esa es la paradoja de la que surge y evoca una historia tan larga como nosotros queramos hacerla. De la disección de las cuatro líneas de «Teléfono» podríamos sacar muchos más de los hilos conductores con los que se teje Descortesía del suicida. Un libro en el que se incluyen aforismos, greguerías, microrrelatos o simples ocurrencias podría caer en la dispersión. Sin embargo, Vitale ha sabido construir un conjunto que probablemente continúa creciendo con un gran sentido de la coherencia y la unidad. Tal vez porque los temas abordados en cada uno de los textos son los temas universales que preocupan a todo el mundo y que están presentes en cualquier manifestación literaria, artística o cultural: las dificultades de la comunicación, el tiempo, la muerte, la soledad, el desencanto, la decepción… No obstante, a pesar de abordar temas tan visitados –y buscados por el lector, precisamente por su carácter universal, por tratarse de aspectos que afectan a GUARAGUAO 152 todo el mundo y sobre los que siempre estamos tratando de encontrar respuestas–, Vitale sabe tratarlos de manera que resulten atractivos, sorprendentes e inquietantes. Su trayectoria como poeta y traductor han servido a Carlos Vitale para conseguir una narrativa más acabada y más atenta a los cuidados y los detalles que exige el lenguaje de la brevedad. La intensidad de estas micronarraciones guarda una estrecha relación con el lenguaje poético. Como éste, ha de ser capaz de construir un mensaje o todo un mundo, a partir de imágenes, de evocaciones. Incluso podría decirse que alguno de los aforismos incluidos en el libro merecería ser considerados versos. Por muchos motivos que se han ido mencionando hasta ahora, la poesía tiene una presencia destacada y evidente en este libro, desde su negación, que a la vez es su exaltación –«O Eliot o nada»–, hasta la parodia o la crítica de los poetas y sus egos en una sociedad como la nuestra repleta de gente que mucho escribe y poco lee. Vuelvo a la disyuntiva planteada sobre Eliot. Son muchas las posibilidades que surgen de una frase aparentemente tan cerrada. Podría parecer que únicamente nos están dando a escoger entre dos posibilidades excluyentes. Sin embargo, las dos posibilidades son suficientemente amplias como para encerrar dos mundos. Eliot supone demasiadas emociones, conocimientos, evocaciones y experiencias como para descartarlo, porque puede llegar a significarlo todo, pero la nada también encierra o ha encerrado mucho, para llegar a la nada la trayectoria es muy larga y da un amplio bagaje, por lo que tal vez resulte tan atractiva para el suicida descortés. La posibilidad de la nada y el terror que provoca puede hacer que el sujeto se aferre a Eliot como el protagonista del microrrelato «La puerta condenada» se ase desesperadamente a una puerta por la que es imposible escapar. Hay aquí tres ideas que son una constante en la narrativa breve de Vitale: en primer lugar, el náufrago, desencantado de su entorno, abandonado, con serios problemas para comunicarse, nostálgico del pasado, al borde del abismo pero todavía con la energía suficiente para aferrarse a un precario cabo que le mantiene unido al mundo. La segunda idea sería la de la puerta. Dice Cristina Fernández Cubas, maestra de cuentistas, que las puertas y ventanas siempre tienen algo de inquietante. De hecho, sus cuentos están repletos de ventanas y puertas que tanto pueden ser de entrada como de salida y que esconden en la misma medida que muestran. Pero, si cabe, la puerta del náufrago de Vitale es aún más desconcertante, puesto que está flotando en el mar, no abre ni cierra sino aquello que quiere ver el náufrago del cuento o el náufrago que lo lee. Directamente relacionado, aparece el tercer elemento: la huida imposible. Este libro está lleno de huidas imposibles. Libros 153 Ya desde el título, en el que el suicida ensucia su huida definitiva con su descortesía. A partir de estos tres elementos, estas tres evocaciones, son variadas las combinaciones que permite, sin olvidar otro de los componentes que acaba de aderezar el compuesto: el humor, importante para salvar muchas de las situaciones o para incorporar buena parte de las situaciones absurdas a las que se ha de hacer frente a lo largo del día. De las evocaciones más abstractas y más poéticas, Vitale pasa de inmediato a referentes actuales, contemporáneos y casi costumbristas. De nuevo, en este tránsito el humor juega un papel destacado. Existe otro grupo de prosas breves en las que, dejando de lado la parte más reflexiva, Vitale sale a la calle y recoge cuanto ve, expresiones que roba de conversaciones, epitafios que copia de lápidas en cementerios o grafitis que quieren ser revolucionarios. En conclusión, esta Descortesía del suicida es una sola cosa siendo muchas a la vez. Ése es el principal mérito de los buenos cuentos y esa diversidad de elementos con los que el lector se encuentra al adentrarse en el mundo de este suicida descortés es el regalo que Vitale hace a sus lectores. Sònia Hernández Mis dos mundos Sergio Chejfec Candaya, Barcelona, 2008, 128 págs. En una novela anterior a la reseñada en esta revista (Boca de lobo, 2000) el novelista argentino Sergio Chejfec utiliza una curiosa expresión para visualizar el sentido que en su caso tiene el acto creativo como gesto ligado a un elaborado proceso de reflexión: una palabra –afirma el escritor– no siempre es únicamente esa sola palabra, como muestran muchas novelas. Es decir, por debajo de la narración desarrollada por la creación novelística, Chejfec (Buenos Aires 1956) induce a pensar algo terrible que determina el proceso creativo desde la humildad de sus orígenes, desde el simple acto de coger una cuartilla o un ordenador y comenzar a unir signos alfabéticos: las piedras sobre las que se construye el castillo de la trama, son las propias carceleras de su sentido. En la colocación de cada palabra no se diseña otra cosa sino un campo minado que el escritor (en una actitud de víctima y explorador equivalente a la del lector) recorre con GUARAGUAO 154 el pánico de saltar por los aires a causa de un mal paso. Desde esa perspectiva, Chejfec se aparta a un lado en relación con los modelos narrativos al uso; no los combate ni los denigra, sencillamente se distancia de su recorrido dejando que sean otros lo que carguen con la responsabilidad de recorrer una y otra vez los caminos de una narrativa que se ha adentrado en el siglo xxi con la sensibilidad del xix. En alusión a esa manera de Chejfec de entender la literatura, como un premeditado cuestionamiento sin otra solución que la creación misma, se suele hacer alusión a Sebald, penúltimo eslabón de una corriente de solitarios que vivió la creación con el pasmo de quien acaba de descubrir una fuente y no sabe como no desperdiciar el agua que mana de ella. La comparación no es mala, pero no creo –y tal vez me exceda en la apreciación– que ni los intereses de Sebald ni su metodología de taxonomista le resulten afines al novelista bonaerense. Más próxima a la mirada rasa que muestra Chejfec me parece otro de los grandes narradores y buscadores de sentido que ha dado Europa: el suizo Robert Walser, un escritor capaz de hacer explícita en su prosa los problemas esenciales de su relación con el mundo y de la ambivalencia de las palabras para dar un retrato adecuado de un desajuste insalvable. Y mucho más atrás, y escarbando en la raíz del asunto, se me antoja que un antecedente fuera Laurence Sterne, con su Tristram Shandy y, sobre todo, con Viaje sentimental por Francia e Italia, en un camino que acaba creando vínculos entre el autor de Mis dos mundos con otras compañías poco recomendables como Cervantes. No en vano es Sterne quien afirma en su segunda obra citada: Era ir, bien que lo sé, como el Caballero de la Triste Figura, en busca de aventuras melancólicas, mas es lo cierto que nunca me siento tan consciente de que existe en mí un alma como cuando me adentro en esta clase de aventuras. Sterne habla de las incertidumbres de su viaje en unos términos que se avienen con los que Chejfec experimenta recorriendo/amasando sus novelas; con las mismas expectativas a corto plazo de quienes –otros lo han dicho: Goytisolo, Marías...– navegan sin aguja de marear. En esa orientación que reconvierte la trama de la novela en el propio trabajo de escribirla radica la profunda felicidad lectora producida por Mis dos mundos. En la novela, un sujeto que no es otro que el propio autor arranca con una afirmación incidental que tiene algo de confesión y, por descontado, interpelación al lector: Quedan pocos días hasta un nuevo cumpleaños, y si decido comenzar de este modo es porque dos amigos a través de sus libros me hicieron ver que estas fechas pueden ser motivo de reflexión, y de excusa o justificación, sobre el tiempo vivido. Pocas veces en los últimos tiempos, en medio de las modas al uso que rehúyen enunciar el arranque de la novela como el inicio de un viaje sin otro destinatario que uno mismo, ha aparecido un reconocimiento tan sincero de la capacidad constructora de la narración. ¿Santa Teresa?, ¿de nuevo Laurence Sterne?, ¿el Sthendal de Vida de Henry Brulard, pero sobre todo de Recuerdos de egotismo…? Libros 155 Son tantos los ecos que arrancan esas palabras, que el lector enseguida se frota las manos sabiendo que va a encontrar algo que, acertado o fallido, no le coloque estadísticamente en la categoría de imbécil. Chejfec juega fuerte, y a partir de ese enunciado inicial, cumple su palabra, convirtiendo Mis dos mundos en esa reflexión invocada en la cuarta línea. El proceso, centrado cronológicamente, tiene también un espacio geográfico exacto: la ciudad brasileña en la que Chejfec se encuentra participando en una reunión de escritores y donde dispone de un tiempo libre –el interminable tiempo muerto de los congresos– para descansar en su hotel y conocer mejor la localidad que le ha invitado. Y en ese descubrimiento urbano, en el que se suman la soledad del hotel y el rumor de la ciudad incitando a su conocimiento, el escritor fija su atención en la visita a un parque descubierto en el mapa –la mancha más grande de la ciudad– y que se le antoja adecuado para su estado de ánimo (Walter Benjamin, y a través suyo, Baudelaire). Argumentalmente, Mis dos mundos no explica nada más que lo ocurrido en ese limitado espacio de tiempo del que dispone Chejfec y detalla el recorrido que se ve obligado a realizar para llegar, y finalmente disfrutar, de ese parque que visto en el plano le había parecido próximo, pero cuya llegada le supone retos e inconvenientes imprevisibles que le obligarán a demorar la excursión y planificar una estrategia de acceso. Absolutamente solo, el narrador, reconvertido en explorador, reacciona ante lo que ve y, sobre todo, ante lo que le sugiere lo que ve. Esa reacción implica una relación dúctil, en continua recomposición, con el presente y el pasado que le lleva a momentos de una intensidad extraordinaria descrita con la parsimonia de quien anota sus pensamientos sólo para entenderlos mejor. Cualquier desconocido puede evocar la existencia de otros desconocidos que, de forma equívoca, acompañan o acompañaron al autor. Desconocidos que: Hoy son vapor y sombra, o apenas la mancha insegura de una presencia furtiva. Pese a su aparente inutilidad (…) los fantasmas me rescatan, un poco me despabilan porque con su presencia incierta me instalan en otro lugar, no sé cómo llamarlo, en una secuencia lateral de los hechos. ¿No fue James quien definió los fantasmas como «presencias perfectas»? La recuperación de la palabra fantasma aplicada al contexto en que la usa Chejfec, seguramente no hubiese desagradado al autor de Otra vuelta de tuerca. Hay también viaje en el espacio combinado con el viaje temporal, y así el recorrido por ese parque, el descubrimiento de sus zonas oscuras y de sus zonas de recreo, de sus jaulas para pájaros y sus personajes habituales, de su lago…, le lleva a rememorar otros parques, o mejor, otro parque, en este caso europeo, alemán, al que se ha unido en su memoria alguna experiencia significativa equivalente. A partir de esas miradas y recuerdos, Chejfec construye un personaje desdoblado del propio autor. No es el escritor quien se confiese o autoanaliza, sino un autor posible que GUARAGUAO 156 flirtea con su propia soledad en busca de una identidad reconstruida sin censar. Y ese autoanálisis, en el otro parque, el evocado, le conduce a una visión de sí mismo en un momento crucial que se desliza con la suavidad de una confesión efectuada en voz baja: a la orilla del lago, con la libreta en la mano, repitiendo la imagen manida, previsible de tantas y tantas tardes en otros tantos lugares del globo que, estando abiertos dan pie a la intimidad, el bonaerense descubre que: De tanto adoptar una actitud de escritor, había terminado siéndolo; y ahora –en el ahora brasileño–, en una especie de pánico retrospectivo me aterrorizaba que me descubrieran, justamente cuando podía considerar despejados casi todos los peligros [...]; temía que alguien, pasando al lado de mi cuaderno abierto, me desenmascara como un simple y deliberado impostor. No es una mala lección de humildad la de quien cifra su supervivencia como escritor a la superación del pánico ante la impostura. La barrera entre lo ansiado y lo previsible es demasiado pequeña para acertar siempre a fijarla con nitidez, pero ese sigue siendo el reto de la escritura creativa. La renuncia a ese referente es la puerta a lo que Chejfec teme mientras abre su libreta en el parque y observa las viejas barcas con forma de cisne atadas al pontón. Sin quitar la mirada de las aguas del estanque este libro es la respuesta a la imprecación que encabezaba la primera página: la proximidad de un aniversario es buen momento para hacer balance entre lo obtenido y lo que ha quedado atrás. Y es que ese aniversario es la medida del tiempo, y el tiempo, inevitablemente, va unido a la idea de final, de conclusión. Construido sobre la doble base de una visión personal y de un trasfondo literario maduro Mis dos mundos logra ese balance de una vida captada a mitad de su recorrido, ese cuestionamiento melancólico de las propias arenas movedizas sobre las que se desplaza la figura del narrador, al tiempo que abunda en una singularidad de la experiencia con pocas equivalencias en la narrativa en castellano. En ese sentido, la novela tiene un doble valor: su logro narrativo y su denuncia, por omisión, de las imposturas que dominan el mercado narrativo global. Paco Marín Missa solemnis Raúl Vallejo Editorial Seix-Barral, Ecuador, 2008, 128 págs. ¿Qué palabra se puede decir en el sacrificio de un dios, cuando de su muerte depende la salud del mundo? Libros 157 ¿Qué palabra es la palabra necesaria para un dios que se entrega al sacrificio para salvarnos? ¿Qué podemos decirle al que nos ha creado cuando lo matamos para poder seguir viviendo? ¿Qué palabra si Él es la palabra? ¿No sólo le robamos la vida, también le robamos lo que es Él para poder justificar nuestro acto? La misa es el sacrificio, pero el sacrificio de la misa es el último privilegio que tenemos los hombres para pronunciar las palabras primeras de nuestra condición. El sacrificio repetido en la misa es ya un símbolo, pero es un símbolo que en cada consagración hace de la fe la única salud del mundo. Es un símbolo que regresa a este mundo y lo vuelve todo poderoso… sólo con la palabra y solo en la palabra. Justo en la orilla de la repetición de un acto irrepetible, la palabra recibe la única razón de su existencia: el sentido de recorrer ese acto hasta el final para que el símbolo siga siendo símbolo y siga siendo lo único real, lo único que no significa nada sino él mismo. Símbolo único que se significa a sí mismo, al que nada ni nadie puede simbolizar, y que, sin embargo, se difunde, se reproduce infinitamente al volverse cuerpo de los hombres. En Missa solemnis, Raúl Vallejo recoge las palabras rituales de la misa y las vuelve cuerpo. Si en la misa, las palabras se pronuncian con una legitimidad precaria pero que es la única posible; en el rito de Raúl Vallejo, las palabras son el cuerpo de la fe de cada creyente y no creyente. Dios en su muerte no sólo es un concepto sublime, que violenta todos los engranajes de la razón, de la imaginación, del entendimiento y de los sentidos; Dios en su muerte también es la posibilidad de encontrar en la palabra el reverso de nuestro cuerpo para acompañarlo a Él –»¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!», dice otro poeta– en ese acto insensato, en el acto más insensato y el único donde puede estar el sentido. Las palabras de la misa son las palabras de los presentes en el rito; las de Raúl Vallejo son nuestras palabras, para entrar en un diálogo imposible pero inevitable con el secreto de todos los secretos: la inocencia de este mundo. Para el creyente, las palabras de Missa solemnis recuperan el poder que Cristo les dio a los hombres en el momento de escuchar el silencio del Padre y de decidir que su sacrificio debía continuar. Para los no creyentes, las palabras de Raúl Vallejo son la expresión desgarradora de una condición trágica; son la sangre que corre en las venas trágicas de la creación: ¿cómo podemos crear tanta belleza y que tanta belleza sea tan frágil, tan efímera, tan eterna y perecedera? Missa solemnis tiene, sin duda, el parentesco de la música; pero el «sin duda» no es mío, no está escrito desde «mi» sabiduría; el «sin duda» está escrito desde la fuerza de las palabras mismas que quieren reclamar ese parentesco… GUARAGUAO 158 quizás porque la música sigue siendo ese territorio incógnito donde desaparecen las huellas del sentido. ¿No será que Él sólo ama la música? Y no la de las esferas, sino la música de esa espera de antemano frustrada que es la reconciliación con el silencio. ¿No será que Él es ese silencio que está detrás de toda música que reclama constantemente la inocencia de este mundo? Por eso Missa solemnis no es sólo el rito de la misa, sino también todo el recorrido del acontecimiento, de aquel acontecimiento incomprensible y que le ha querido dar un cuerpo a la historia. Raúl Vallejo también recoge las últimas palabras de Cristo y, como otros poetas y otros músicos, indaga en su sombra, porque en el cuerpo mismo de las siete palabras nada hay que buscar. Es en la sombra, es en el punto final donde se confunden con los momentos de la cicatriz donde caben nuevas palabras y nueva música: ¿qué puedo decir? ¿Qué puedo decir a parte de escuchar «Las siete palabras de Cristo en la cruz» traducidas por Haydn en dos cuartetos de cuerdas que no tienen orillas, que no tienen huellas, que sólo tienen cicatrices, que sólo tienen surcos, que sólo tienen desgarraduras? Y luego, porque el rito no termina ahí, luego está la imagen de la madre al pie de la cruz, sí, también estaba la madre, sí, la madre sigue estando, y en su estar ahí, al pie de la cruz, sigue emitiendo signos que no podemos sino recoger y reinterpre- tar. Madre abandonada por el hijo –por el único hijo de Dios y de este mundo–, e hijo abandonado por el Padre… momento en que estamos ante «la eternidad suspendida del irremediable mutismo de Dios». A esos abandonos también muchos poetas les han querido dar palabras, y muchos músicos, melodías. Y Raúl Vallejo les da palabras y melodías. Aunque sea, como él dice, «criatura de débil voz», las palabras y las melodías se bastan solas, porque sólo ellas saben arreglárselas con la muerte. ¿La muerte? ¿Palabras y melodías de la vida? Raúl Vallejo ha producido en «Stabat mater» un rosario de poemas que supieron ganarse la complicidad de la historia: en sus palabras y en sus silencios melódicos, aparecen trágica, conmovedoramente, todos los matices de la tristeza de Pergolesi y toda la sabiduría terrenal de Rossini. Y si la voz es «débil», la resurrección es propia, justa, exacta como la exaltación del Aleluya. Aleluya, decimos con el poema, Aleluya, sea lo que sea, ha resucitado, y basta la imagen, más acá o más allá de su realidad, para culminar el testimonio. Aleluya, sí, hacia dentro o hacia fuera, hacia la inmanente realidad del mundo o hacia su trascendencia, hacia el símbolo o hacia el mero signo, Aleluya, porque la música y la palabra siguen vivas. Jorge Aguilar Mora El valor de los derechos de autor Manifiesto de CEDRO en su vigésimo aniversario En el vigésimo aniversario de la creación de CEDRO, manifestamos que: 1. El trabajo de escritores, traductores y editores es una de las bases de la riqueza intelectual de la sociedad. 2. La dignidad profesional de autores y editores tiene su fundamento en el Derecho de Autor. Es legítima su aspiración a obtener una remuneración por el uso de sus obras, y a que su trabajo creativo se respete y se proteja. 3. El acceso a la información y a la cultura no puede ni debe realizarse sacrificando los derechos de autor. 4. Las obras de autores y editores constituyen un valor insustituible para la educación, la formación permanente y la innovación en empresas, organismos públicos y centros educativos. 5. El sector del libro y de las publicaciones periódicas tiene en España una relevancia estratégica: contribuye de forma significativa al producto interior bruto, a la creación de puestos de trabajo, a la mejora de la balanza comercial y a la generación en el extranjero de una imagen positiva de nuestro país. Por todo ello: 1. Reclamamos a los poderes públicos un decidido apoyo a los creadores de la cultura escrita y una defensa enérgica y activa de sus derechos de autor, para alcanzar los mismos niveles de respeto que existen en otros países europeos. 2. Demandamos el mantenimiento de la compensación para los autores y editores por la copia privada de sus obras, que se lleva a cabo masiva e indiscriminadamente en una gran variedad de aparatos y soportes. 3. Instamos a todos los centros de trabajo y de formación en los que se utilizan reproducciones de libros y publicaciones periódicas mediante fotocopia o digitalización, a obtener la autorización previa de los titulares de derechos, tal y como exige la ley, mediante una licencia de reproducción de CEDRO. 4. Expresamos nuestro compromiso con el desarrollo educativo, científico y cultural español, así como con el necesario progreso de las bibliotecas en nuestro país y con las políticas de fomento de la lectura. 5. Manifestamos nuestra voluntad de continuar trabajando para consolidar e incrementar los importantes logros obtenidos en los últimos veinte años en materia de reconocimiento de los derechos de autor, de remuneración a autores y editores por la reproducción de sus obras, y de educación a los jóvenes acerca del valor de la creación original, objetivos para los que pedimos la comprensión y la colaboración de la sociedad. Madrid, 1 de julio del 2008 Boletín de suscripción Deseo suscribirme a los números de GUARAGUAO Nombre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dirección. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . D.P. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 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