psicologia del amor parte 3

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Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud
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la emulación y de la verdad racional. En Abelardo se
cumple una suerte de espiritualización intelectual del
impulso dominador y beligerante de sus ancestros, como
si los antiguos caballeros de la espada hubiesen evolucionado espiritualmente a una verdadera nobleza de la
inteligencia.
Pedro Abelardo es un hombre que sólo vive en la
inteligencia, desde la inteligencia y para la inteligencia.
Una interminable máquina de razonar, imparable. ¿Sólo
eso, una máquina de razonar? Aparentemente él suscribiría la afirmación gloriosa de un pensador bizantino de
su misma época y que él no conoció, Calixto Kathaphigiotis (siglo xn): «El acto de la inteligencia es la vida».
Sí, el acto de la inteligencia es la vida, pero... ¿la vida es
sólo el acto de la inteligencia?
Y es aquí que aparece Eloísa. ¿Quién es Eloísa?
¿Cómo así aparece en la vida de Pedro Abelardo? ¿A
qué grado de profundidad llega su vinculación existencial con Abelardo? Según los datos que se tienen a disposición, cuando se produce el encuentro Eloísa era una
jovencita de diecisiete años, sus padres muertos, estaba
en París al cuidado de su «tío», el canónigo Fulberto.
Tenía una vocación intensa y profunda por las letras,
sabía leer en latín, griego y hebreo, algo tan desusual que
se hizo famosa en todo París e incluso en toda Francia.
Y el fenómeno era infrecuente, pues las mujeres solían
ser analfabetas y sólo preparadas para la procreación y
los cuidados infantiles. Y el canónigo Fulberto, su tío,
favorecía con entusiasmo el amor de la joven por las
letras y por el avance de su educación. Así que cuando
hubo la ocasión de que el gran maestro y famoso sabio
Pedro Abelardo tuviera a su cargo, directamente, la
enseñanza de su sobrina, e incluso fuese a vivir bajo el
mismo techo, la idea fue acogida no sólo con entusiasmo
sino con gratitud, por el honor dispensado. Por su parte,
Eloísa, jovencita inteligentísima, culta, y de belleza nada
común, no solamente estaba encantada por tratarse del
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Leopoldo Chiappo
respetadísimo Abelardo, célebre y festejado en las escuelas de París, sino que en general los intelectuales tenían
muy buena reputación como amantes, según todos los
testimonios recogidos no sólo en la poesía goliardica (del
tipo de «Carmina burana», por ejemplo), sino también
en la poesía cortesana, como «Altercado Phyllidis et Florae» (primera mitad del siglo xn), donde se puede leer
«Dulcis amicitia clericis est gloria. / Quidquid dicant
alie, apti sunt in opere. / Clericus est habilis, dulcis et
affabilis» («La dulce amistad es la gloria del clérigo
[«clerici» es sinónimo de «scholares», gente de
«escuela», «universitaria»]; según Rupert de Tuy «se
designa bajo el nombre de clérigo aquel que está convenientemente instruido, cualquiera sea la condición a la
que pertenezca», es el hombre «letrado», experto en
libros, cultivador de la lectura, estudioso, es decir, «intelectual»; por eso digo: «La dulce amistad es la gloria del
intelectual. / Cualquier cosa que digan los otros, [son
gente muy bien dotada] aptos son en obras. / El intelectual es hábil, dulce y afable»). Y en una conversación
entre dos muchachitas sobre sus enamorados, dos jeunefilles del siglo xn, una le dice a la otra: «El mío se viste
de púrpura, el tuyo tiene coraza; / El tuyo vive en el
combate, el mío en la cátedra. / El mío lee y relee las
hazañas de los Antiguos, / él escribe y escribe, investiga
e investiga, piensa y piensa y todo para su amiga» (en
latín, el final, «scribit, querit, cogitat totum de árnica»,
datos de Régine Pernoud, quien traduce al francés, deliciosamente, «II écrit, cherche, et pense, e tout pour son
amie», lo cual suena más coqueto todavía).
Eloísa está perfectamente enterada de lo que cantan
los estudiantes, refiriéndose al predominio del clérigo
sobre el chevalier: «secundum scientiam et secundum
morem, / ad amorem clericum dicunt aptiorem»,
tomado de Méthamorphoses de Golias, que trae el veredicto del juicio del dios Amor sobre el tema del «clérigo» y del «caballero», del intelectual, escolar, universi-
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tario, y del guerrero noble medieval: «por su ciencia
como por sus costumbres, dicen ellas, es el clérigo (léase
«intelectual») el más apto para el amor». Y comenta
Régine Pernoud: «Bueno, si ha habido jamás un clérigo
seductor, dotado de todos los prestigios, aquellos del
espíritu como del cuerpo, es precisamente Pedro Abelardo». En verdad, Abelardo era apuesto y simpático,
afable y muy inteligente y famoso, celebrado y deseado.
Y era muy vital y punzante. Un verdadero espadachín
del intelecto. Un combatiente viril en las cosas de la inteligencia, lado visible de su capacidad combativa, amorosa, es decir, su impetuosidad. En su encanto se podía
adivinar su índole de impetuoso. Era un héroe público
del pensar y del hablar, un temperamento heroico, por
ende, carismático. Podría decirse de Abelardo que tenía
aquellas características que Platón en el Pedro considera
del primer linaje de almas: philosophos (amigo del saber),
philokalos (amante de la belleza), musikos (músico) y
erotikos (Pedro, 248-259). Nuestra Eloísa estaba, por
juventud, belleza, encanto, inteligencia, cultura, vocación, situación y circunstancias, preparada para enamorarse de Pedro Abelardo. Y él, ¿en qué disposición
estaba? Es increíble, ella estaba dispuesta para él, como
puede suponerse, y él para ella, según sabemos. De esta
mutua disposición surgió el gran amor. Y la tragedia.
Y la plenitud.
AHORA COMIENZA LA ACCIÓN
Entonces escuchemos cómo nos cuenta su experiencia en su famosa carta a un amigo y que él tituló «Historia calamitatum»:
Había entonces, en la misma ciudad de París una
jovencita llamada Eloísa [la medievalista Régine Pernoud, con una linda observación comenta que esto
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Leopoldo Chiappo
podría ser el comienzo de un cuento: «había una
vez...»], sobrina de un canónigo de nombre Fulberto.
Su amor por ella era tal que le llevaba a procurarla
cuanto estuviera en su mano para que progresara en el
conocimiento de las letras. Esta jovencita que por su
cara y belleza no era la última, las superaba a todas por
la amplitud de sus conocimientos. Este don —es decir el
conocimiento de las letras— tan raro en las mujeres, distinguía tanto a la niña, que la había hecho celebérrima
en todo el reino. Ponderando todos los detalles que suelen atraer a los amantes, pensé que podía hacerla mía
enamorándola. Y me convencí que lo podía hacer fácilmente.
Como se ve, Abelardo confiesa abiertamente que se
portó como un genuino seductor premeditado. Se trataba de una verdadera conquista amorosa, una aventura
emocionante. Ella tenía diecisiete años, él tenía treinta y
nueve años; la alumna jovencita, sedienta de saber, llameando en el fuego de la admiración al maestro, entendidos en el resplandor de la inteligencia; y Abelardo en
plena madurez de la edad viril. Podemos deducir que
este encuentro flamígero ocurre en 1118, comienzos de
la cumbre de la cultura medieval, hace ochocientos
ochenta y tantos años. Como puede verse, ella estaba
dispuesta a ser seducida y deslumbrada y él iba decidido
a deslumbrarla y seducirla.
La situación espiritual previa la describe antes el propio Abelardo: «Has de recordar —le dice al amigo, no se
sabe si existente desconocido, ficticio o impersonal, probablemente indistintamente colectivo, por el género
usual en la Edad Media de epístolas abiertas, como se
podría llamarlas— que la prosperidad hincha a los
necios y que la tranquilidad mundana enerva el vigor del
espíritu, que se disipa a través de los placeres de la
carne. Creyéndome el único filósofo que quedaba en el
mundo y sin tener ya ninguna inquietud comencé a soltar los frenos de la carne, que hasta entonces había
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tenido a raya». En otra parte, anterior al relato de su
experiencia con Eloísa, afirma: «Siempre me mantuve
alejado de la inmundicia de prostitutas. Evité igualmente
el trato y frecuencia de las mujeres nobles en aras de mi
entrega al estudio. Tampoco sabía gran cosa de las conversaciones mundanas». Efectivamente, Abelardo estaba
total y absolutamente entregado a la pura pasión por el
estudio, la meditación y las clases y cuestiones disputadas, en suma, dedicado a la dialéctica, a la filosofía y a la
teología. ¿Qué pasó que se aflojaron los frenos? Es a mi
juicio el terrible demonio tentador conocido por los
ascetas y anacoretas contemplativos del desierto, el
«demonio de mediodía», el que aparece en plena edad
madura, y con su «acidia», como dicen los teólogos,
digamos tristeza, depresión, melancolía, se pierde el interés en lo más serio que se está haciendo y se vuelca uno
a cualquier tipo de locura. En el caso de Abelardo, es un
matiz del demonio del mediodía, no la tristeza, sino lo
contrario emparentado con ella, en los tipo cicloide
maniaco-depresivos, la euforia, la embriaguez del éxito,
el paroxismo de las fuerzas vitales e intelectuales desbordantes y frenéticas, sin riendas. Pero sí el mismo leit
motiv profundo: la pérdida de seriedad sobre lo que uno
está haciendo. Abelardo era hombre impulsivo y querellante. Sigamos oyendo su relato.
Era tal entonces mi renombre y tanto descollaba por
mi juventud y belleza que no temía el rechazo de ninguna mujer a quien ofreciera mi amor. Creí que esta
jovencita accedería tanto más fácilmente a mis requerimientos cuanto mayor era mi seguridad de su amor y
conocimiento de las letras.
Es interesante, esto, a pesar de su aparente cinismo.
Porque en los seres selectos y superiores, como es el caso
de Abelardo, es a través del espíritu que ocurre el encendimiento del cuerpo. Es una situación parecida a la que
perenniza con poesía suprema Dante relatando cómo, a
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Leopoldo Chiappo
través de lecturas, Francesca y Paolo se reconocieron en
amor. Esto expresa la diferenciación y la excelencia de
estos amantes, en los que el amor-pasión es una manifestación profunda de la vida de la inteligencia, el espíritu que insufla de única distinción y absorbente concentración, selectiva, el atractivo de los cuerpos. Es la
plenitud del amor, pues armonizan conjuntamente y
comulgan la vida del alma y la vida del sexo. Es la
comunicación total, en todos los niveles del hombre.
Continúa Abelardo:
Me convencí además que aun estando ausentes podíamos estar presentes por medio de cartas mensajeras.
Sabía, también, que podía escribir con más libertad que
decir las cosas de viva voz y de este modo estar siempre
en un diálogo dulcísimo.
Son las altas dimensiones de comunicación que se
abren a la condición de letrados, ya que pueden continuar el diálogo y perfeccionar y elaborar la comunicación, estar cerca estando lejos y decirse cosas que se
sueltan en la soledad del pensamiento, lenguaje interior y
silencioso propio de la escritura. Y es que cuando uno
escribe entra en un estado de verbalización, es decir, de
interior iluminación de los secretos del alma a través del
mágico espejo de la palabra, que los refleja. El escribir
cartas tiene para el que escribe un sentido y función que
podría llamarse cardiodélicas (de revelación del corazón,
o psicodélica, autorevelación de la mente). A la comunicación de los cuerpos mediante la caricia se adelanta esta
comunicación de las mentes que es la palabra escrita,
caricia del alma. Se adelanta y la prepara.
Continúa Abelardo: «Enamorado locamente de esta
jovencita traté de acercarme a ella en un trato diario y
amistoso, para, de esta manera, llegar más fácilmente a
que me aceptara». Y aquí se mezcla la autenticidad de su
amor con las astucias del seductor, ambas presentes en el
hombre apasionado e inteligentísimo que era Abelardo.
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Nos dice que, con el fin de ser aceptado, «logré de su tío
—no sin la intervención de algunos amigos suyos— que
ella me recibiera en su casa...». «Le di como pretexto
que los cuidados de la casa me impedían estudiar...». Y así
el tío, admirado de la fama del gran profesor en las
escuelas de París y deseando darle todas las facilidades y
honrado de tener a tal eminencia en su casa y nada
menos que alentando la sed de saber de su sobrina, le
dijo: «Te la recomiendo a tu magisterio —me dijo— de
tal manera que cuando vuelvas de tus clases has de
entregarte día y noche a enseñarla. Si la ves negligente,
repréndela con energía». Y comenta Abelardo:
Quedé admirado y confundido de su simpleza en
este asunto, no menos que si entregase a una inocente
cordera a un lobo famélico. Pues al entregármela —no
sólo para que la enseñase, sino también para que la
corrigiese con fuerza—, ¿qué otra cosa hacía más que
dar rienda suelta a mis deseos y darme la ocasión, aun
sin quererlo, para que si no podía atraerla hacia mí con
caricias lo hiciera más fácilmente con las amenazas y
azotes?
Continúa Abelardo:
Había dos cosas, sin embargo, que le impedían pensar mal: el amor a su sobrina y la fama adquirida de mi
continencia. ¿Puedo decir algo más? Primero nos juntamos en casa; después se juntaron nuestras almas. Con
pretexto de la ciencia nos entregamos totalmente al
amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros,
pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que
de la lección. Había más besos que palabras. Mis manos
se dirigían más fácilmente a sus pechos que a los libros.
Con mucha más frecuencia el amor dirigía nuestras
miradas hacia nosotros mismos, que la lectura las fijaba
en las páginas. Para infundir menos sospechas, le daba
de vez en cuando azotes, pero no de ira. Era la gracia
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Leopoldo Chiappo
—no la ira— la que superaba toda la fragancia de los
ungüentos. ¿Puedo decirte algo más? Ninguna gama o
grado del amor se nos pasó por alto. Y hasta se añadió
cuanto de insólito puede crear el amor. Cuanto menos
habíamos gustado estas delicias, con más ardor nos
enfrascamos en ellas, sin llegar nunca al hastío. Y cuanto
más dominado estaba por la pasión, menos podía entregarme a la filosofía y dedicarme a las clases.
La sensualización erótica de la mente del enamorado
es una suerte de hechizo mental que impedía, obnubilaba, la claridad y la independencia, el despejo del pensamiento y la independencia de la inteligencia para dedicarse a sus objetos propios, las ideas superiores de la
vida.
Como se ve, la tempestad huracanada, el viento del
amor pasión, las olas gigantescas de la pasión erótica, el
terrible mar del cuerpo agitado tumultuosamente habían
inundado la isla, la roca firme de la continencia y de la
alta intelectualidad dialéctica y filosófica del hombre que
era el más brillante del siglo xn por su inteligencia analítica y agudeza en el debate. El mismo dice:
Tan descuidado y perezoso me tornaba la clase que
todo lo hacía por rutina, sin esfuerzo alguno de mi
parte. Me había reducido a mero repetidor de mi pensamiento anterior. Y si por casualidad lograba hacer
algunos versos, eran de tipo amoroso, no secretos filosóficos. Buena parte de esos poemas —como sabes— los
siguen cantando y repitiendo todavía en muchos lugares, esos a quienes les sonríe la vida.
Tristísima afirmación de la gran melancolía, es decir,
la tristeza nostálgica de quien ha perdido el paraíso y ha
pasado a ser un lánguido contemplador de la felicidad
ajena, que ya le es negada, una dura actualidad de un
bello pasado.
Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud
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YA SE ACERCA EL HORROR
¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué
significa esto de que Abelardo diga que sus poemas de
amor los siguen repitiendo o cantando «esos a quienes
les sonríe la vida»? ¿No sentimos todos la terrible
melancolía que tienen estas palabras confiadas al amigo,
a nosotros?: «esos a quienes les sonríe la vida». Y es aquí
que comienza el horror y termina la plenitud del amor
pasión deliciosamente erótico, íntimo y secreto.
Era de esperar:
Puedes imaginarte el dolor del tío al descubrirlo. ¡Y
cuál la amargura de los amantes al tener que separarse!
¡Qué vergüenza la mía y qué bochorno al ver el llanto y
la aflicción de la muchacha! ¡Qué tragos de amargura
tuvo ella que aguantar por mi misma vergüenza!
Y aquí Abelardo revela un resquicio por el cual podemos atisbar la nobleza de este tremendo amor. Dice:
Ninguno lamentaba sus propias desdichas sino las
del otro. La separación de los cuerpos hacía más estrecha la unión de las almas. Y la misma ausencia del
cuerpo encendía más el amor.
Y en un párrafo más adelante, intelectual al fin, y
amor entre intelectuales, discípula y maestro, compara el
episodio al que narra la leyenda mitológica «cuando fueron sorprendidos Marte y Venus», citando el Ars Amatoria y la Metamorphosis del divino Ovidio, artista del
amor y de los mitos.
Pero la cosa se complica:
No mucho después la jovencita entendió que estaba
encinta. Y con gran gozo me escribió comunicándome
la noticia y pidiéndome al mismo tiempo consejo sobre
lo que yo había pensado hacer. Así pues, cierta noche,
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Leopoldo Chiappo
en la que su tío estaba ausente, puestos previamente de
acuerdo la saqué furtivamente de la casa del tío y la traje
sin dilación a mi patria.
Se trata de Bretaña, lejos de París en el norte de
Francia. «Aquí vivió en casa de mi hermana, hasta que
dio a luz un varón a quien llamó Astrolabium». Lindo
nombre, al que los excelentes traductores de las cartas,
Pedro R. Santidrián y Manuela Astruga, de la edición
«Alianza», llaman «extraño», pero que para mí resulta
hermoso porque asocio Astrolabio con un poema del
místico y poeta persa Jalal eddin Rumi (murió el 17 de
diciembre de 1273) que dice: «El Amor es el Astrolabio
de los misterios de Dios», siendo astrolabio un instrumento astronómico para ubicar y medir, para escudriñar
el movimiento de las estrellas en la noches inmensas de
las altas mesetas persas. Me pregunto, ¿este amor y este
hijo no es también una suerte de astrolabio para escudriñar los misterios de Dios?
Un hijo. Un profesor célebre, hombre maduro, una
jovencita hija de familia, teenager, alumna. Si estuviéramos en el mundo y en la mentalidad burguesas: matrimonio. ¿Cómo hacer decente, diríamos, «decentificar»
esta «indecencia» del hijo extramatrimonial? ¡Qué
escándalo! ¿Y quién estaría más interesada en recuperar
la decencia mediante un matrimonio? Es lógico, de
acuerdo a ciertas prejuiciosas premisas, que sería Eloísa,
y, más bien, Abelardo sería el renuente, si no evasivo. No
fue así. Abelardo nos cuenta cómo fue:
Partí para Bretaña y me traje a la amiga para hacerla
mi esposa. Ella no estaba absolutamente de acuerdo con
mi propuesta y daba dos razones fundamentales: el peligro que yo corría con ello y la deshonra que se me venía
encima.
Lo del peligro era presunción razonable de la venganza del tío, inaplacable. Interesa la segunda razón: el
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deshonor, no para la chica soltera, Eloísa, sino para Abelardo. Y es que Eloísa, con inmenso desprendimiento,
piensa que sería un baldón y bastante ridículo en el
ambiente de las escuelas de París, un filósofo casado,
con mujer e hijo, envuelto en prosaicas y pedestres intimidades y dedicaciones domésticas, cuando el filósofo
debía guardar una olímpica independencia y aislamiento
y desasimiento de todo cuidado material matrimonial,
dedicado solamente a los agudos ejercicios de la dialéctica y a las altas especulaciones de la filosofía y de la teología. ¿Cuál era el alegato de ella? Escuchemos las palabras de Abelardo:
¿Qué honor podía a ella acarrearle un matrimonio
—alegaba ella— [dice Abelardo], que tanto me había
deshonrado a mí y humillado a los dos? ¿No debía castigarla a ella el mundo habiéndole privado de semejante
lumbrera?» [...] «Sería injusto y lamentable que aquel a
quien la naturaleza había creado para todos se entregase
a una sola mujer como ella, sometiéndome a tanta
bajeza. Le horrorizaba este matrimonio que más que
todo será para mí un oprobio y una carga.
La abnegación de Eloísa, la total renuncia a sí misma,
la humildad y la entrega son conmovedoras. Y además,
qué aguda conciencia de las responsabilidades de un
filósofo, qué enorme respeto a la vida del intelecto y de
sus absorbentes exigencias. Estamos en un medio escolar
de París, capital de la inteligencia, en el siglo xn. El propio Abelardo, cuando enfrenta al tío, dice: «me ofrecí a
darle satisfacción, uniéndome en matrimonio a la que
había corrompido, con tal que se hiciera en secreto y mi
fama no sufriera detrimento alguno». Pero Eloísa se
negaba rotundamente a cualquier forma de matrimonio,
público o secreto. Antes que nada estaba el prestigio y la
alta profesión de Abelardo.
Pero, a pesar de todo, el matrimonio se realizó y en
«presencia de su tío y de algunos amigos, tanto nuestros
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Leopoldo Chiappo
como de él. Luego nos fuimos secretamente cada uno
por su lado». Había que preservar un secreto absoluto.
Pero el tío y los criados empezaron a divulgar lo del
matrimonio, faltando a la promesa. Entonces Abelardo
trasladó a Eloísa a una abadía de monjas cercana a París,
la abadía de Argenteuil, donde se había educado ella.
Esto molestó al tío, y a sus familiares y amigos, pensando
que «ahora mi engaño era completo, pues hecha ella
monja, me quedaba libre».
He intitulado esta historia de Eloísa y Abelardo como
«una historia de horror y de plenitud». Ya relaté la primera plenitud, la alegría del entendimiento intelectual, la
plenitud del amor físico. Y ahora viene el horror. El tío,
los familiares y amigos
sumamente enojados, se conjuraron contra mí. Cierta
noche, cuando yo me encontraba descansando y durmiendo en una habitación secreta de mi posada, me castigaron con una cruelísima e incalificable venganza, no
sin antes haber comprado con dinero a un criado que
me servía. Así me amputaron —con gran horror del
mundo— aquellas partes de mi cuerpo con las que
había cometido el mal que lamentaban. Se dieron después a la fuga. A dos de ellos que pudieron ser cogidos
se les arrancaron los ojos, y como a mí, los genitales. Uno
de ellos era el criado arriba mencionado que, estando a
mi servicio, fue arrastrado a la traición por codicia.
La narración continúa con terribles acentos de
horror. A la emasculación, con su horrible privación, se
juntó el ridículo, los envidiosos, los lívidos enemigos
del brillo ajeno, quedaban saciados. Abelardo, el subyugante maestro, bello de cuerpo y esplendoroso de
inteligencia, el seductor y la luminaria de París, había
quedado reducido a eunuco, ente execrable y ridículo.
Y no sólo los enanos del espíritu, los envidiosos mediocres, hasta un gran maestro del siglo xn, Roscelino de
Compiégne, el iniciador de la gran corriente nomina-
Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud
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lista en la cuestión de los universales, se cree con derecho a refutar la tesis conceptualista de Abelardo utilizando argumentos ad hominem, y lo acusa de reunir
dinero con falsas enseñanzas para ponerlo, aludiendo a
Eloísa, a los «pies de tu prostituta y así remuneras
impunemente el estupro del pasado», y concluye
diciéndole: «Porque como a ti se te ha extraído lo que
hace hombre al hombre, hay que llamarte no Pedro a
secas, sino Pedro, el Incompleto.» Todo esto y más persecuciones tiene que padecer Abelardo, incluso el no
poder instruir a sus monjas, incluida Eloísa, a quienes
les ha regalado el terreno y el edificio de un convento
de su propiedad y que llaman el Paráclito, convento
que duró más de seiscientos años hasta que vinieron los
«civilizados» propugnadores de los derechos del hombre, quienes conjuntamente con el populacho enardecido de la Revolución Francesa lo demolieron y arrasaron en el año de 1792.
Pero del sufrimiento viene la plenitud, en este caso, la
segunda plenitud. Y esto a pesar de nuevos sufrimientos.
Abelardo relata su superación espiritual:
Estando, pues, dominado por la soberbia y la lujuria,
la gracia divina puso remedio, sin yo quererlo, a las dos
enfermedades. Primero a la lujuria, después a la soberbia. A la lujuria, privándome de los órganos con que la
ejercitaba. Y a la soberbia —que nacía en mí por el
conocimiento de las letras, según aquello del Apóstol
«la ciencia hincha»— humillándome con la quema de
aquel libro del que más orgulloso estaba.
Efectivamente, en el Concilio de Soissons, se condenó el libro de Abelardo Sobre la unidad y trinidad
de Dios, libro que fue quemado por orden del concilio (1121). Abelardo tenía cuarenta y dos años. Pero
vino la segunda plenitud, a pesar de las dos castraciones:
el órgano de la copulación, para un amador, y el órgano
de la expresión, para un pensador.
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Leopoldo Chiappo
La «Carta a un amigo» en la que Abelardo cuenta la
historia de sus calamidades («Historia calamitatum») circula por todas partes. Y, naturalmente, llega a lectura y
pleno conocimiento de Eloísa. Y Eloísa responde.
Y Abelardo responde a la respuesta y, gracias a esa
maravillosa posibilidad de guardar en garabatos de tinta
sobre pergamino las «aladas» palabras, se establece una
comunicación espiritual entre dos seres separados por la
vida y la adversidad, y nosotros, más de ocho siglos después, podemos volver a resucitarlas, mediante el acto de
frotar los ojos sobre el papel impreso de palabras encerradas en tinta sobre papel, y como la lámpara de Aladino, hacemos que se despierte el genio de la intelección, provocando así el vuelo de esas palabras en el interior de nuestras almas.
ESTAMOS EN LA SEGUNDA PLENITUD, LA ESPIRITUAL
Se ha frustrado la posibilidad de que Abelardo sea el
instructor espiritual de las monjas, a las que ha dejado el
convento del Espíritu Santo, el Paráclito, significativo
presente del gran amante, regalo a Eloísa. El mundo artificial de las jerarquías y papeles sociales impide la comunicación directa de la amiga y el amigo. Y es una comunicación, en altísimo nivel, de la vida religiosa y del perfeccionamiento del alma. Todo el caudal de sabiduría
teológica y de profundo sufrimiento humano, caudal
acumulado a través del estudio, de la meditación y de la
más cruel adversidad, podía haber llegado desde Abelardo a la sensitiva, inteligente y amorosa Eloísa, gracias
a la dirección conventual, que le fue negada. Pero más
puede el prejuicio y la malevolencia. Abelardo se ve privado de esta acción. Y entonces viene el testimonio de
las cartas. Posiblemente nunca habrían existido las cartas
si Eloísa y Abelardo no hubiesen sido impedidos de
comunicarse directamente, y nosotros ignoraríamos
Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud
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quizá la intimidad que puede ser guardada, como en un
cofre de maravilla, en el papel que con la escritura conserva las palabras. Parece increíble, pero debemos pensar en las sutiles herramientas que usa la Providencia: a
través de la crueldad imbécil de los hombres puede
lograr los más sabrosos y perfectos frutos. Y esto es lo
maravilloso, fueron impedidos de comunicarse directamente, pero eso abrió dos posibilidades: la posibilidad
de la íntima comunicación vía espistolar, que hace más
intensamente cerca lo lejos, y la posibilidad de comunicarse con los venideros, con nosotros, a través de los
siglos. Se cerró para ellos la comunicación inmediata y
en cambio se abrió la comunicación que supera los límites del espacio y del tiempo.
En total son ocho cartas, incluida la primera «Carta a
un amigo» o «Historia calamitatum» que desencadena la
respuesta de Eloísa. Son tres de Eloísa a Abelardo y cuatro de Abelardo a Eloísa. De la segunda a la quinta, son
personales, y de la sexta a la octava son cartas de dirección espiritual.
Es la culminación del amor y de la amistad. Las cartas tienen a la vez intimidad y lejanía. Toda carta hace el
milagro de comunicar el pensar que surge en el horizonte cerrado de una intimidad al pensar que ocurre en
el horizonte cerrado de otra intimidad, transvasando el
mismo pensamiento, de mente a mente. Y entonces la
vinculación es selectamente espiritual, superior. Eloísa
inicia la comunicación, respondiendo la carta abierta de
Abelardo. ¡Qué diferencia! Ella empieza así «Eloísa a Abelardo, su dueño, o mejor, su padre, marido; o más bien,
hermano. Ella su criada; o mejor, su hija, mejor, su hermana», y dirigiéndose ya directamente: «Amado: Poco
ha, cierta persona me trajo casualmente tu carta a un
amigo». Ella se apresura a contestarla, está ansiosa de
comunicarse directamente, con el amado. La primera
carta de Abelardo es una carta pública, una explicación
ante el mundo, casi una exhibición de sus penurias y
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Leopoldo Chiappo
desahogo de sus no siempre justificadas paranoias, es la
carta de un intelectual públicamente vejado y que se
defiende. No está específicamente dirigida a Eloísa,
quizá ha sido escrita sin pensar en ella. Por el contrario,
la carta de Eloísa es privada, personal, amorosa, es una
suerte de caricia dulce, es un beso en el alma, es expresión de compañía, es una carta-bálsamo, suave ternura
sobre las lacerantes llagas físicas y anímicas del amado.
Y es una carta no solamente grandiosa por la alta admiración fervorosa y enamorada que Eloísa profesa a Abelardo, invitándolo a derramar su sabiduría sobre ella y
las monjas del Paráclito conventual, claustro del alto
amor y sabiduría del Espíritu Santo, Consolador, sino de
la más rendida abnegación, por amor incondicional. Y en
esto le dice estas palabras inverosímiles a pesar de que
son verdaderas y auténticas, veraces:
Dios sabe que nunca busqué en ti nada más que a ti
mismo. Te quería simplemente a ti, no a tus cosas. No
esperaba los beneficios del matrimonio, ni dote alguna.
Finalmente nunca busqué satisfacer mis caprichos y
deseos, sino —como tú sabes— los tuyos. El nombre de
esposa puede ser más santo y más vinculante, pero para
mí la palabra más dulce es la de amiga, y, si no te
molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida
estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata
sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo
de tu gloria. / Tú mismo no te olvidaste del todo de
estas pruebas en la carta de consuelo al amigo [...].
Y suavemente le reprocha no haber dicho algunas
cosas en su «Abelardi ad amicum suum consolatoria
epistula» [título con que aparece la «Historia calamitatum» en algunos manuscritos de los mejores y más antiguos] , pero el reproche leve queda sepultado ante la más
grande expresión de amor. Dice así:
En ella no juzgaste indigno exponer algunas razones
que yo te daba para disuadirte de un matrimonio des-
Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud
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graciado. Pero dejaste en el tintero la mayoría de los
argumentos que yo te di y en los que prefería el amor al
matrimonio y la libertad al vínculo conyugal. Dios me es
testigo de que si [César Octaviano] Augusto —emperador del mundo entero— quisiera honrarme con el
matrimonio y me diera la posesión, de por vida, de toda
la tierra, sería más honroso y preferiría ser llamada tu
ramera que su emperatriz.
Estas palabras tienen el sabor del altísimo desprendimiento del amor, su suprema belleza, su plenitud. Y las
que siguen, fundamentando la raíz del más auténtico
humanismo sobre la dignidad de la persona humana y
que, escritas en la primera mitad del siglo xii, tienen perfecta actualidad, dicen así:
No es más digno un hombre por ser más rico o más
poderoso. Esto depende de la fortuna, aquello de la virtud [es decir, la dignidad depende de la virtud]. La
mujer ha de comprender que si se casa con más alegría
con un hombre rico que con un hombre pobre y quiere
a su marido más por sus cosas que por él mismo está
mostrando ser una mercancía. Cualquier mujer que va al
matrimonio con esta concupiscencia merece un sueldo,
no gratitud. Se sabe que persigue las cosas, no al hombre [a la persona] y, si pudiera, se vendería al más rico.
Pero las cartas, de ambos lados, van evolucionando a
una suerte de serenidad lúcida, en la que los puntos personales van desapareciendo para entrar en el desapegado
nivel de los temas universales de la inteligencia y del
amor. Es la segunda plenitud, la plenitud en el Espíritu.
Es interesante observar que mientras en las cartas de
Abelardo predominan las citas de escritores exclesiásticos, evangelistas, Padres de la Iglesia, teólogos, en cambio en las de Eloísa resulta impresionante ver su amplia
cultura clásica de escritores latinos y de citas, quizá no
directas, de filósofos griegos. Los autores más frecuentes
citados de primera mano por Eloísa son Séneca, Ovidio,
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Leopoldo Chiappo
Cicerón, Lucano, Propercio y Juvenal, algo excepcional
no sólo en una mujer, sino en el Medioevo del siglo xn.
Habría que esperar a Dante en el siglo xiv para tal despliegue de erudición clásica.
Eloísa se ocupó personalmente de sus dos grandes
amores, Pedro Abelardo, su amigo, y Astrolabio, su
hijo. Logró que Abelardo, a través de una carta de
Pedro el Venerable, abad del monasterio benedictino
de Cluny, obtuviese el permiso del Papa para pasar sus
últimos años en serena meditación y reposo en el
mismo monasterio de Cluny sin ser molestado. Tuvo
Eloísa el supremo consuelo de saber, por la carta que le
enviara Pedro el Venerable, que «aquí volvió otra vez a
sus estudios, en cuanto se lo permitía su mala salud,
estando siempre inclinado sobre sus libros. Lo mismo
que se dijo de Gregorio el Grande, él nunca dejó pasar
un momento sin rezar, leer, escribir o componer. En
estas santas ocupaciones le salió al encuentro el Visitador de los Evangelios [es decir, la muerte] y lo encontró despierto, no dormido, como a tantos. Le encontró
totalmente en vela y le llamó a las bodas de la vida
eterna como a una virgen sabia, no necia». Y sigue
diciendo Pedro el Venerable en su carta a la abadesa
Eloísa: «Así acabó sus días el Maestro Pedro. Era
conocido en todo el mundo por su excepcional dominio de la ciencia». Y le reafirma «Aquel, sí, aquel
—venerable y carísima hermana en Cristo— con quien
después de tu unión en la carne está ahora unida por
un mejor y más fuerte lazo del amor divino». En la
misma carta Pedro el Venerable le dice: «Y si el nombre de Débora —como tú sabes por tus conocimientos— significa «abeja» en hebreo, tú has de seguir
siendo una «débora», es decir, abeja. Harás miel, pero
no sólo para ti misma». Eloísa, mujer de vida en verdad superior y trascendente, transforma la amarga
experiencia en dulce miel epistolar y comunica su sentido espiritual de manera transubjetiva.
Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud
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Y Eloísa logró también que fuese enterrado en su
convento del Paráclito y que el mismo gran Pedro el
Venerable, abad del Convento de Cluny, le enviase el
pergamino manuscrito absolviendo a Abelardo de todos
sus pecados, manuscrito que depositó en su tumba. Eloísa se ocupó de los últimos años de Abelardo, de su
muerte y entierro y hasta de su salud en la gloria de la
vida eterna.
Se ocupó de su hijo Astrolabio, pues conservamos la
carta en la que le recuerda, también al influyente Pedro
el Venerable, «por amor de Dios, a mi hijo Astrolabio, a
fin de que obtengas para él alguna prebenda, ya sea del
obispo de París o en cualquier otra diócesis».
Gran mujer Eloísa, joven enamorada de la inteligencia y de sus dulzuras, amante ardiente y leal, amiga,
madre solícita de su hijo, según la última noticia que de
ella tenemos, modelo de monja conventual, y sobre
todo templo vivo del gran amor, y por eso mismo testimonio de que a pesar de todo la vida es hermosa, un
don de Dios.
Quizá sin darme cuenta este trabajo ha sido un renovado homenaje a Eloísa, heroína del verdadero amor. El
amor y la atracción entre los sexos es una experiencia
llena de profundidad y altura. Y, en el caso de Eloísa, su
propia profundidad señala el alto nivel espiritual, y, en el
caso de Abelardo, su generosidad. Se trata en esta historia de mostrar un ejemplo de la profundidad del psiquismo humano, su espesor interior, el contenido de
riqueza vivencial y de sentido que puede cobrar la experiencia erótica.
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CAPÍTULO V
Julieta y Romeo: la pureza del amor
Romeo aparece desde el primer momento como un
predestinado para el amor. En la tragedia de Shakespeare así lo vemos: lánguido, triste. Es la tristeza del amor
no correspondido. La luz y el día son sus adversarios. Es
la noche la que le es afín. Es que está enamorado. Y la
amada es inaccesible. Pero en el fondo, ¿qué es lo que
en verdad le sucede a Romeo? ¿Cuál es el sentido de
esta tristeza, de ese insomnio, de esa palidez y desabrimiento, de ese desgano de vivir? Creo que se trata de
una vocación profunda y que se muestra como melancolía, la noble y principesca melancolía. Y hay que desentrañar su sentido.
La melancolía revela una vocación profunda por la
grandeza y la magnificencia y el esplendor de la vida.
La melancolía revela en su profunda tristeza la existencia de una ausencia que se anhela y que se añora.
La melancolía es ausencia y añoranza. Se está triste,
nostálgico, anhelante, melancólico, en fin, porque se
presiente una alta felicidad negada, una bella plenitud
frustrada. Se está melancólico porque se está en
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Leopoldo Chiappo
estado de incompleción. Y lo único que podría colmar
al príncipe de la melancolía es esa plenitud que a través de la gran tristeza se presiente, el amor.
Romeo tiene una profunda vocación y esa profunda
vocación es para el amor, la gran nobleza de la vida, la
sazón de la existencia, la dulzura. Y es desde la melancolía que se tiene por contraposición vacía, por carencia,
la medida de la plenitud posible, el amor. A tal vocación
es llamado, y saberse llamado es saberse predestinado
para aquello para lo cual está uno llamado. Y la melancolía es nostalgia y anhelo, es nostalgia de una felicidad
perdida o anhelo de una felicidad por obtener, que se
espera. En todo caso, la melancolía denuncia un presentimiento y un llamado. Bienaventurados los melancólicos
porque ellos se orientan hacia la plenitud, bienaventurados los melancólicos porque serán colmados. Melancolía
es esperanza. Bienaventurado Romeo porque él conocerá
el amor puro. Sí, el puro amor puro. ¿Cómo? Veamos.
La primera vivencia que encontramos en Romeo es la
vivencia del tiempo. Es en el encuentro con su amigo
Benvolio y le dice «Ay me, sad hours seem long» («¡Ay
de mí! ¡Qué largas parecen las horas tristes!»). Es una
excelente observación de la relación de la melancolía con
el contenido y manera de vivir el tiempo. En la tristeza el
tiempo transcurre lento, pesado. En la melancolía hay
tedio y rechazo de lo actual. En cambio la plenitud quita
peso, lentitud, al transcurrir del tiempo, que se abrevia y
aligera en la brevedad. Efectivamente, Benvolio le pregunta: «What sadness lengthens Romeo's hours?»
(«¿Qué tristeza alarga la horas de Romeo?»). Y Romeo
contesta acertando en el meollo del asunto: «Not having
that which, having, makes them short» («No tener lo
que teniéndolo las hace cortas»). Naturalmente Benvolio
da en el clavo cuando pregunta: «In love?» («¿En
amor?»). Romeo contesta, seguramente triste, disgustado, brevemente: «Out» («privado»). Benvolio insiste:
«Of love?» («¿De amor?»). Y Romeo resume su triste
Julieta y Romeo: la pureza del amor
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situación: «Out of her favor where I am in love» («Privado del favor de aquella a quien amo»). Y es que
Romeo se nos presenta como destinado. Está enamorado
porque es un enamorado. Vive en estado de amor. Y ese
estado de amor es su misma esencia. Tiene, diría el poeta
Dante, un corazón gentil, («Amor che al cor gentil ratto
s'apprende», el dios Amor que rápidamente, sin dificultad, sin obstáculo se prende del corazón gentil, pues, por
el contrario, en un corazón rústico, carente de gentileza,
en un corazón sin sensibilidad, un corazón de palurdo,
grosero, tosco, el dios Amor no encuentra espacio para
alojarse y expandirse como en morada favorable). Y
Romeo tiene un corazón gentil. Está enamorado de la
mujer errónea, inaccesible. Pero esto es un ensayo preparatorio de su naturaleza de amante. Se prepara, sin
saberlo, para conocer a Julieta. De allí su soledad y su
melancolía, precusoras de la gran compañía y de la plenitud, el amor correspondido.
¿Y Julieta? Julieta es una página en blanco. Y por
ello mismo en ella puede ocurrir lo inaudito, el gran
milagro del amor, o lo contrario, el matrimonio convencional. Sorprendemos un diálogo en el que la señora
Capuleto quiere preparar a su hija para el matrimonio.
El diálogo ocurre en presencia de la nodriza, quien hace
bromas picarescas sobre el asunto. Lady Capuleto dice a
la nodriza que su hija ya está en una pretty age, es decir,
una edad «razonable» para marido y tener hijos, o sea,
cerca de catorce años. Está ya en una edad para cumplir
un rol social, una programación de las convenciones
humanas. Y entonces le habla a Julieta de «desposorio»
y le pregunta: «Dime Julieta, hija mía, ¿sientes inclinación a casarte?». Por supuesto, ya la madre tiene en
mente un candidato definido. Julieta responde con candorosa humildad: «Es un honor con el que nunca había
soñado». La madre dice «Tiempo es ya de pensar en el
matrimonio, otras más jóvenes que tú hay aquí en
Verona, damas de gran estimación, y que ya son
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Leopoldo Chiappo
madres». Y suelta la liebre escondida: «El animoso y
valiente conde París te solicita por esposa». En inglés:
«Thus then in brief: the valiant París seeks you for his
love».
Se trata un caso típico de programación perfecta y
definida de la vida ajena, la alienación existencial abierta
y desnuda, sin rodeos. «En breve», le dice, como quien
dice bueno ya, para abreviar, París te busca como «su
amor», «his love». Es no sólo alienación del propio proyecto de vida, sino directo apoderamiento de la persona
para satisfacer otro proyecto de vida, el de París, que la
busca para su amor. ¿Qué responde Julieta? Se queda
muda. Pero dulcemente entre la madre y la nodriza preparan la respuesta de Julieta alabando a París, «una
flor», «qué hombre», «una figura de cera» (dice la
nodriza palurdona). Julieta está muda y ante la pregunta
apremiante de la madre: «Dilo brevemente, ¿verás con
agrado el amor de París?». Julieta contesta: «Miraré por
que me guste, si es que mirar puede mover a que me
guste. Pero las flechas de mis ojos no irán más lejos de lo
que permita el impulso que preste a su vuelo vuestro
permiso». Es decir, una muchacha obediente, obediente
por amorfa aún, aunque en sus palabras traiciona una
interior independencia, pues hay algo de condicionamiento, «miraré porque me guste, si es que mirar puede
mover a que me guste».
Este fondo residual, me parece, esta reserva interior
es el punto de apoyo sobre el que la palanca del enamoramiento genuino puede actuar para levantar la vida
al nivel del gran amor. Hay en Julieta, como ser
humano digno, un fondo interior desde el que puede
esbozarse, lanzarse y realizarse un propio y auténtico
proyecto de vida. Es lo que en profundidad se puede
llamar libertad.
Todos sabemos que Verona está dividida y en un crónico e inmemorial conflicto y luchas callejeras y muertes
y sangre, por la enemistad de dos familias patricias, los
Julieta y Romeo: la pureza del amor
91
Mónteseos, a la que pertenece Romeo, y los Capuletos, a
la que pertenece Julieta. Después del diálogo programático prematrimonial mencionado, Julieta asiste a una
gran fiesta que ofrecen sus padres, Lord y Lady Capuleto, y en la que especialmente le van a presentar al pretendiente convencional y prehablado, el superelogiado y
flamante conde París. El hecho es que entra al salón de
la fiesta Romeo, quien al ver a Julieta queda inmediatamente hechizado, preguntando al criado «¿Quién es
aquella dama que enriquece la mano de ese caballero?»
(Es una linda manera de decir que la mano de Julieta es
una joya). E inmediatamente, también, el pensamiento
del melancólico Romeo se ilumina, su conciencia se llena
de la luz que irradia la belleza de Julieta, piensa: «Su
hermosura parece que pende del rostro de la noche
como una joya inestimable en la oreja de un etíope...
belleza demasiado rica para gozarla, demasiado preciosa
para la tierra... ¿Por ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo, porque hasta esta noche jamás
conocí la verdadera hermosura!». Se trata de un estado
de arrobamiento, de un éxtasis estético, casi místico.
Gracias a la cortés amabilidad del viejo Capuleto,
Romeo puede sortear la hostilidad de Teobaldo, primo
de Julieta, que está indignado por la presencia de un
Montesco en la fiesta. Y así llega hasta Julieta. La conversación de ambos, durante el baile, está llena de picardía y atrevimiento y galanura, y por la cual, luego del
beso de las palmas de la mano, se dan el beso de los
labios. La nodriza los separa porque Lady Capuleto
llama a Julieta. Poco después, ambos se enteran de la
realidad exterior que los separa: ella, la hija única de la
cabeza de familia de los Capuletos, enemigos de los
Mónteseos, y él, hijo único de la cabeza de familia de sus
enemigos, los Mónteseos. Romeo y su amigo Benvolio se
retiran de la fiesta, dándose cuenta de que las cosas han
subido de punto, a pesar de los amables requerimientos
del dueño de casa, el señor Capuleto. Romeo exclama:
92
Leopoldo Chiappo
«Soy deudor de mi vida a mi adversario». Julieta
exclama: «Mi único amor nacido de mi único odio.
Demasiado pronto le vi, sin conocerle y demasiado
tarde lo he conocido. Prodigioso nacimiento de amor
hay en mí, pues tengo que amar a un aborrecido enemigo». Y es entonces que empieza la terrible tragedia: la
contradicción entre la realidad del mundo social
externo y la autenticidad de la vida interna, entre las
disputas y el odio de las familias, y la simpatía, atracción
y amor de las personas Julieta y Romeo. El coro de la
tragedia proclama la situación con estas palabras: «But
passion lends them power, time, means, to meet, / tempering extremities with extreme sweet» («Pero la pasión
les presta a ellos poder, ocasión y medios para encontrarse y así atemperar las extremidades de la adversidad
con la extremada dulzura».
Y así es. Romeo entra en el jardín de Julieta. Ha saltado los muros. Escudado en la noche atisba Romeo. De
pronto aparece Julieta en la ventana. Para Romeo es la
luz. Dice «¿Qué es ese resplandor que se abre a través
de aquella ventana?» Romeo está atónito, en el mundo
de la oscuridad Julieta no sólo es la luz, es el Este, el
Oriente mismo del mundo, es el sol naciente en su
esplendor radiante y virginal, es el ángel resplandeciente
que gloriosamente desciende sobre la noche como alado
mensajero del cielo. En suma, en tal noble estado de
amor se abre un horizonte de belleza que brilla sublime
sobre la oscuridad del mundo. Es la experiencia del
amor, noble nivel al que se puede elevar la vida, por
encima de la adversidad miserable de los hombres.
Julieta y Romeo se reconocen. Y luego del diálogo
consiguiente quedan en encontrar el camino para unirse,
lealmente. Romeo a la primera hora de la madrugada
vuela donde el santo franciscano fray Lorenzo y en su
celda le cuenta su nuevo enamoramiento. Ya no es Rosalina sino Julieta Capuleto, la de la familia enemiga de los
Mónteseos. Fray Lorenzo ve en este amor una providen-
Julieta y Romeo: la pureza del amor
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cial posibilidad de reconciliar a las desavenidas familias
uniendo en matrimonio a los dos únicos y representativos vastagos de los señores rivales. El matrimonio se realiza. Casi inmediatamente, hay una reyerta callejera en la
cual Teobaldo Capuleto mata al amigo de Romeo, Mercucio; luego Romeo, airado y sediento de venganza por
la muerte del amigo, mata en duelo a Teobaldo, el primo
de Julieta. Escalus, el príncipe de Verona, decreta el destierro de Romeo, para quien es peor que la muerte, pues
vivir lejos de Julieta es como morir, la vida carece de sentido, es el exilio de su propio ser. Fray Lorenzo le aconseja huir a Mantua, y permanecer allá hasta que bajen las
aguas de violencia subidas con las muertes de los jóvenes
Mercucio y Teobaldo, y haya ocasión favorable para
anunciar el matrimonio y con ello seguramente la reconciliación de las dos familias. Y es lo que hace Romeo, no
sin antes pasar la noche en la alcoba de Julieta.
Shakespeare, discretamente, no muestra en la escena
la noche de amor. Vemos, ya al alba, a los jóvenes esposos en la triste despedida. Es una escena muy hermosa.
Julieta: «¿Quieres irte ya? Aún no es el día: ha sido el
ruiseñor y no la alondra el que ha herido la hendidura
temerosa de tu oído. Todas las noches trina el ruiseñor
en el granero, créeme amor mío, era el ruiseñor». Esto es
muy hermoso. El reloj del tiempo lo da el canto de las
aves, es de noche, el ruiseñor, es ya de día, la alondra. Y
algo más: pareciera que Romeo cumpliera un cierto destino masculino centrífugo, de alejamiento, un destino
nómade, tránsfuga, y, como quiere Philipp Lersch, la
mujer cumpliese un cierto destino centrípeto, de retención, de estabilidad, agrícola. Ella interpreta retentivamente el canto del ave y así lo percibe como canto de
ruiseñor, lo que indica, todavía es la noche, no te vayas,
quédate. Mientras que Romeo insiste: «Era la alondra, la
mensajera de la mañana, no el ruiseñor... Mira, amor
mío, esas envidiosas franjas de luz ribetean allá en el
oriente... las candelas de la noche se han extinguido ya
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Leopoldo Chiappo
y el bullicioso día asoma en la brumosa cima de las montañas. Yo debo irme y vivir o quedarme y morir». Julieta
insiste en que la lejana luz es la de un meteoro, que aún
es de noche, y le pide a Romeo que se quede. Pero el
amor es un espacio suave y transitable de intercambio
recíproco. Ahora Romeo es el que decide quedarse y
arriesgarlo todo, morir, pues el príncipe ha decretado su
muerte si es que no cumple con el inmediato exilio. Él,
ahora, interpreta la franja de la aurora como el nocturno
pálido resplandor de la luna y dice: «Tengo más ganas de
quedarme que voluntad de partir». Ella pone un gesto
de alarma y Romeo le dice: «¡Qué pasa, amor mío, aún
no es de día, conversemos!». Y ella interrumpe apasionadamente: «Sí, sí, sí, es de día, huye de aquí, es la alondra, con sus disonancias ásperas, sus chirridos, pues aunque digan que es dulce el canto de la alondra, para mí
son chirridos enemigos, pues nos separa y te arranca de
mis brazos». El reloj funesto, el reloj ornitológico, la
cruel cronotomía pajareril, ha señalado la triste hora de
la separación porque ha determinado que es el día, que
es ya el alba, funesta y aciaga orden que separa a los
amantes y borrando sus rostros auténticos de la noche
ardiente les devuelve las máscaras del día, ella una Capuleto, él un Montesco, las máscaras fatales y enemigas. Y
el canto de la alondra, que era dulce, ahora es amargo y
hostil: la emoción humana cambia el signo expresivo. Es
que el heraldo del día que ahora empieza marca la separación de los amantes.
Pero este mundo de máscaras y de roles sociales, un
mundo de Mónteseos y Capuletos enemigos, de grupos y
familias rivales, de condes y príncipes, y en el cual están
insertos Julieta y Romeo, en verdad no es un mundo fantasmagórico, que sólo aparece en la ilusión del día, sino
un mundo muy real, un odioso mundo real que los
afecta y que actúa agresivamente sobre ellos, y en el cual
son víctimas perseguidas. Es el mundo que obliga a
Romeo a huir a Mantua, que es algo terrible como la
Julieta y Romeo: la pureza del amor
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muerte, el destierro. Para Romeo, fuera de los muros de
Verona no existe mundo. Dice Romeo: «There is no
world without Verona walls», no hay mundo sin las
paredes de Verona. Es que el mundo, la realidad, el
paraíso mismo de la existencia está en un horizonte de
vida diseñado, marcado, constituido por y desde la presencia de Julieta, es decir, de la fuente irradiante del
amor. Y éste es el sentido del amor, constituir el mundo
como mundo, esto es, el mundo como morada luminosa
y caliente, fuera de la cual sólo hay muerte y sólo
muerte, frío y oscuridad. Insiste con estas palabras
Romeo: «Hence-banished is banish'd from the world»,
(«puesto que destierro es destierro del mundo»), es
decir, no hay más mundo que el mundo de Julieta, «and
worlds exile is death» («el exilio del mundo es la
muerte»).
El mundo fantasmagórico de los roles, el del padre,
señor Capuleto, que prepara a su hija para el gran matrimonio convencional con el conde París, un muñecón del
mundo social para Julieta, un portento para el crédulamente feliz futuro suegro, se vuelve mundo real, pues es
el que desata las iras del padre furioso, el negarse ella al
casamiento, y la que antes era su «niña», Julieta, se convierte en objeto de la lluvia de estos improperios que le
lanza el padre: «¡Cómo, cómo! Hilvanadora de retóricas,
prepara tus piernas para el próximo jueves, señorita deslenguada, te llevaré a la Iglesia a rastras, fuera de mi presencia encarroñada clorótica, cara de sebo, ahórcate
mocosa libertina, criatura desobediente, fuera de mi
vista, mujerzuela». Y termina desheredándola en el
acceso de ira.
Entonces no hay otro recurso que el de la estratagema ideada por fray Lorenzo, experto en hierbas y brebajes. Efectivamente, en la mañana del matrimonio
Julieta es presa de una muerte aparente. Fray Lorenzo
avisa a Romeo, pero la carta no llega. El sirviente de
Romeo se adelanta en darle la noticia de la muerte de
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