Anual 2012-2013 - Amigos de la Ópera de Madrid

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INTERMEZZO es un publicación de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid
Editor: Alfredo Flórez ([email protected])
Coordinación editorial: Julio Cano ([email protected])
Redacción: Fernando Fraga, Enrique Martínez Miura, José Luis Téllez, Arturo Reverter, Luis Suñén,
Blas Matamoro, Carmelo di Gennaro, Laia Falcón, Santiago Martín Bermúdez, Santiago Salaverri,
Rafael Banús, Miguel Ángel González Barrio, Álvaro Guibert y Stefano Russomanno.
Maquetación, diseño e imágenes: EQUIPO KAPTA
La Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, no necesariamente comparte el contenido de los
artículos publicados en esta revista, ya que son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Información: [email protected]
Secretaria: [email protected]
Editor: [email protected]
Sugerencias: [email protected]
Noticias: [email protected]
Depósito Legal: M-26359-2005
© de los artículos: los autores
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Manteniendo su habitual frecuencia en la
comparecencia ante sus lectores, Intermezzo, publicación de la Asociación de Amigos de la Ópera de
Madrid, cumple con este número extraordinario
que llamamos “de verano” su propósito de ofrecer
a quienes nos conceden su atención una perspectiva global de la programación prevista por el Teatro Real para la siguiente temporada, en este caso
la 2012-2013, que incluye la relación de obras que
la integrarán, a la que acompañan sus respectivos
argumentos y un conjunto de artículos sobre todas
y cada una de ellas. Debo expresar nuestro reconocimiento a la tarea de quienes, con su pluma, su
conocimiento y su dedicación a la Ópera, en este
número colaboran, posibilitando así nuestra tarea.
asociados se comunican ya con nuestra Oficina mediante el correo electrónico, nuestras Circulares se
difunden a través de los procedimientos de lo que
hasta hace poco se conocían como de las “nuevas
tecnologías” (tecnologías que ya empiezan a no ser
tan nuevas, pues se hallan ampliamente generalizadas)…. ¿Por qué esta renovación?. Simplemente,
porque nuestra obligación –al menos así la entendemos- es la de ir construyendo la Asociación del
futuro, la Asociación que, manteniendo el espíritu
fundacional, sea capaz de continuar prestando su
cooperación al objetivo de extender y auspiciar el
conocimiento de la Ópera como elemento importante de la formación cultural.
Por eso también continuamos apoyando
–obviamente menos de lo que nos gustaría, pero
intensamente dentro de nuestro limitado marco de
posibilidades- las iniciativas de otros, que persiguen
fines convergentes con los nuestros. No puedo, en
este sentido, dejar de mencionar la colaboración
con Juventudes Musicales para dotar las becas Ángel Vegas para jóvenes cantantes, la generosa y permanentemente desinteresada colaboración de un
buen número de nuestros socios para la realización
de visitas guiadas al Teatro Real, la organización de
Conferencias referidas a cada título programado…
Sirvan estas alusiones (que no reflejan de manera exhaustiva el cotidiano hacer de la Asociación) como
indicación de nuestro compromiso con la Ópera y
con el Teatro Real, compromiso que sin el apoyo
de nuestros asociados no sería factible, compromiso
quizás de modesto alcance pero verificable.
Nos hallamos ante una temporada en la
que se combinan títulos bien conocidos, que con
toda seguridad despertarán el interés de los aficionados (los “de toda la vida”, desde luego, incluyendo en ésta también la de los más jóvenes),
con otros verosímilmente menos divulgados, que,
también toda seguridad, reclamarán la atención
de esos aficionados (incluyendo a los más veteranos). Dando por descontado –siempre es ése
nuestro deseo- el éxito de la programación, espero compartir con la generalidad de nuestros asociados (y también, ¿por qué no?, de los que nos
siguen aún sin serlo) la esperanza de que este sendero conduzca a un buen destino, el del gozo que
el arte representa para quienes con él lo sienten.
Nuestra Asociación continúa en y con su
propósito de actualización permanente. Hemos incorporado una renovada página Web, cada día más
visitada, un muy importante número de nuestros
Manuel López Cachero
Presidente de la Asociación
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Somos diferentes porque
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Director musical: Hartmut Haenchen
Director de escena: Johan Simons
Dramaturgo: Jan Vandenhouwe
Escenógrafo e iluminador: Jan Versweyveld
Director del coro: Andrés Máspero
Boris Godunov: Günther Groissböck
Fiódor: Alexandra Kadurina
Yenia: Alina Yarovaya
La nodriza de Yenia: Margarita Nekrasova
El príncipe Shuiski: Stefan Margita
Andrei Chelkalov: Yuri Nechaev
Pimen: Dmitry Ulyanov
Grigory, El falso Dmitri: Michael König
Marina Mnishek: Béatrice Uria-Monzon
Rangoni: Evgeny Nikitin
Varlaam: Anatoli Kotscherga
Misaíl: John Easterlin
La tabernera: Pilar Vázquez
El Inocente: Andrey Popov
Nikitich / Un oficial de Policía: Károly Szemerédy
Mitiushka: Fernando Radó
Un boyardo de la corte: Antonio Lozano
El boyardo Kruschov: Tomeu Bibiloni
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Septiembre: 28, 30 / Octubre: 3, 5, 8, 11, 13, 16, 18
19:00 horas; domingos, 18:00 horas
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La acción de la ópera transcurre en Rusia
(Moscú, sus alrededores y la frontera lituana),
entre 1598 y 1605. Los acontecimientos que se
relatan tienen su origen en el reinado de Iván el
Terrible (1530-1584), cuya sangrienta memoria
es evocada frecuentemente en la ópera. Hacia el
final de su vida, Iván dedicó buena parte de su
energía a aplacar el poder de los boyardos y de
familias tan influyentes como los Romanov o los
Chuisky. En su lugar se rodeó de una serie de personas de su confianza, entre ellas Boris Godunov
(nacido alrededor de 1551), cuya vinculación con
el trono resultó aún más reforzada cuando Iván
casó a su hijo y heredero al trono, el mentalmente
débil Feodor, con la hermana de Boris, Irina, convirtiendo además a Boris en un boyardo. Cuando
Iván murió, era necesario un regente y Boris pronto se convirtió en autócrata de Rusia. Iván había
dejado otro hijo, Dimitri, el hijo de su séptima y
última esposa, considerado ilegítimo por la iglesia.
Él y su madre fueron enviados a la fortaleza-prisión de Uglich, donde en 1591 el muchacho fue
encontrado muerto a causa de una herida en el
cuello, provocada por el mismo, ya que padecía de
epilepsia. Todo lo cual no impidió que Boris fuese
acusado durante todo su mandato de haber instigado su muerte. Esta leyenda serviría también de
base al drama histórico de Alexander Pushkin.
bró heredera a su esposa Irina, quien sin embargo
pronto se declaró incapaz de llevar la corona y se
retiró al monasterio de Novodievichi. El Consejo
de Estado viajó hasta allí para obtener de ella el
permiso para que reinase Boris. Los dos hermanos
se negaron, pero ante la insistencia del pueblo,
que en una solemne procesión acudió al monasterio, finalmente Boris accedió a ser proclamado
zar. Éste es el momento en el que empieza el
prólogo de la ópera, que se abre con un poderoso
coro, en un momento muy representativo de la
fuerza que las masas adquirirán a lo largo de esta
obra, como un verdadero protagonista.
El cuadro segundo del prólogo nos muestra
una plaza en el Kremlin de Moscú, donde el pueblo aclama la elección de Boris Godunov como
nuevo zar (Boris llegó a Moscú el 26 de febrero,
si bien no fue coronado hasta el 1 de septiembre
de 1598). Ésta es la versión oficial de los hechos,
aunque una crónica escrita en 1606 ofrece una
información diferente, claramente obtenida de
los círculos políticos hostiles al monarca, (entre
ellos, como se ha dicho, los Chiusky), según la
cual Boris habría intimidado a la nobleza y solicitado la ayuda de la policía para obtener, incluso
por la fuerza, el apoyo del pueblo a su salida del
monasterio de Novodievichi.
El acto primero se abre en una celda monacal del monasterio de Chudov, donde el monje Pimen está escribiendo su crónica de Rusia.
En 1598, el zar Feodor murió sin dejar descendencia, por lo que el Patriarca de Moscú nom
Solo le queda por relatar el asesinato del zarévich
Dimitri en Uglich. Los siete años de reinado de
Boris Godunov estuvieron caracterizados por su
deseo de lograr el bienestar de la gente y por introducir en Rusia las ideas progresistas de Europa,
si bien las circunstancias actuaron en su contra.
Entre 1601 y 1603 hubo una terrible hambruna
que diezmó los recursos del país minando también la autoridad del zar. Entonces comenzaron
a circular los rumores de que el zarévich Dimitri seguía vivo y se habría refugiado en Polonia,
donde habría abrazado la fe católica. El novicio
Grigori Otrepiev (que ha tenido una pesadilla en
la que se veía asimismo cayendo de una alta torre en Moscú) escucha la crónica de Pimen y se
propone derrocar a Boris del trono, para lo que
se hará pasar por el propio zarévich. En el cuadro segundo, el falso Dimitri, después de huir
del monasterio, ha llegado hasta una venta en la
frontera lituana donde la tabernera entona una
alegre canción popular. Llegan también dos monjes mendicantes y vividores, Varlaam y Missail, así
como unos guardias con la orden de arrestar a un
joven monje que se ha escapado. Aprovechando
el efecto de la bebida sobre Varlaam y Missail, la
posadera informa a Gregori de un camino secreto por el que podrá escapar a Polonia. El joven
huye, después de hacer recaer las sospechas sobre
el dormido Varlaam.
en combate, mientras Fiodor trata de animar a su
hermana con la exaltación de la gloria militar. En
la cima de su poder, el zar se ve atormentado por
los remordimientos (en esta versión, que sigue la
historia de Pushkin, él mismo se considera responsable de la muerte del zarévich). En ese momento
el ambicioso príncipe Vassili Ivanovich Chuisky le
informa de la existencia de un falso Dimitri, que
se propone invadir Rusia con su ejército entrando
desde Polonia, al tiempo que asegura a Boris que
el verdadero zarévich fue ejecutado, provocando
en Boris, que ordena cerrar las fronteras occidentales, un verdadero ataque de locura.
El tercer acto es el más “italianizante“ de la
ópera. Grigori, quien ahora afirma abiertamente
que es Dimitri, ha logrado llegar hasta el castillo de Sandomir, a orillas del rio Vístula, en Polonia, donde espera conquistar a la bella Marina
Mnishek. Marina tiene la intención de conseguir
a Grigori para alcanzar su ambición de ascender
al trono ruso, para lo que se acicala con sus mejores galas junto a sus damas en su tocador. Pero el
intrigante jesuita Rangoni tiene su propio plan:
Marina deberá seducir a Gregori para la gloria de
la Iglesia, convirtiendo a Rusia al catolicismo a
través de su unión. Rangoni le asegura que Marina lo ama, y Grigori espera a la joven en el jardín
del castillo. Grigori la corteja, pero ella rechaza sus
promesas de amor, hasta el momento que Grigori
le asegura, que está decidido a ser el nuevo zar y
en un apasionado dúo se funden las declaraciones
de amor con los intereses políticos.
En el acto segundo nos encontramos en el
interior de los aposentos del zar en el Kremlin,
en una de las escenas más entrañables de la obra,
donde contemplamos el lado humano del zar. Los
hijos del monarca están jugando con su nodriza.
La princesa Xenia llora a su enamorado muerto
La siguiente escena nos lleva ante la catedral de san Basilio en Moscú. El pueblo está ahora
hambriento y Boris pide a un inocente, que está
siendo burlado por unos niños, que rece por el.
Pero el inocente se niega a rezar por el que llama
el “zar Herodes”. Volvemos al Kremlin, en uno de
cuyos salones se celebra una reunión de los boyardos (Duma) sobre el modo de librarse del falso
Dimitri. Por medio de una intriga del príncipe
Chuisky, Boris se ve confrontado con Pimen, el
monje cronista, que vuelve a aparecer en la ópera
para una escena crucial. Al hablar de la muerte y
transfiguración del asesinado Dimitri, Boris entra
en la sala, con la razón trastornada, y declara
ante todos su crimen. A continuación designa a su hijo Fiodor como su sucesor y
muere, no sin antes haber pedido perdón
por sus hechos y rogar por el futuro de
Rusia, en el pasaje más estremecedor
de la ópera.
En la última escena, en un claro
del bosque cerca de Kromi, el pueblo
levantado, atormenta al boyardo Jruschov, atándole a un árbol y entonando
canciones sarcásticas. Los niños arrebatan al inocente su último kopeck.
Cuando la muchedumbre, azuzada por
Varlaam y Missail, se dispone a ahorcar
a dos jesuitas, aparece Dimitri, a quien
el pueblo aclama como el legítimo zar.
El inocente es el único que no participa
en la alegría general, llorando por el destino de Rusia y cerrando la obra en un clima
de conmovedora desolación.
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independiente, opuesta al criterio dramáticomusical del occidente (aunque mucho menos en sustancia de lo que se suponía), del mismo modo que la
música orquestal de sus compañeros de grupo era
la reacción contra el pseudoclasicismo y el superromanticismo de los países centrales. “Boris”, en
consecuencia, fué levantado como estandarte de las
gentes nuevas. La batalla que presidió fué ganada
hace bastantes años; y cuando “Boris” llegó a París, en la época de la gran Exposición de la última
década del siglo, era su momento. Hoy sólo es hora
ya de percatarse de sus defectos, cuando no existe un ambiente de entusiasmo para sus momentos
geniales y cuando lo modesto de su interpretación
sólo contribuye a delatar más los aspectos poco favorables.
Cuando se produjo la tardía llegada de la
ópera Boris Godunov a España, como primer título de la temporada 1915-1916 del Teatro del Liceo
de Barcelona, se hizo en unas condiciones muy
precarias, sin apenas ensayos y con una escenografía francamente pobre. Se diría que se trataba
de cumplir un expediente, a sabiendas de que el
público prefería la ópera belcantista italiana o, en
todo caso, los dramas musicales de Wagner. Sin
embargo, no muchos años después, al estrenarse
por fin la obra maestra de Musorgski en el Teatro
Real de Madrid en noviembre de 1923, muy poco
antes de su cierre para la lírica durante decenios,
el influyente crítico del diario El Sol, Adolfo Salazar, hacía hincapié, en su crítica publicada el
día 16, en el desfase de la incorporación de Boris
al primer teatro del país, porque no había “ya en
España un solo aficionado que no haya puesto la
partitura sobre el atril de su piano o que no lo
haya visto en teatros provinciales o extranjeros”.
Si es posible que el musicógrafo exagerase en el
grado de difusión de la ópera de Musorgski en
nuestro país, dio seguramente en el clavo al cifrar
su expansión por el hecho de haber triunfado en
París. Más chocantes nos resultan hoy sus palabras cuestionando la modernidad de la partitura:
Ahora bien, del propio texto de Salazar se
puede inferir uno de los principales problemas
para la difusión de Boris Godunov, el poco respeto
a lo verdaderamente compuesto por Musorgski,
pues el cronista señalaba también que los “cortes
fueron del máximo calibre, suprimiéndose personajes y cuadros enteros”. A ello debe añadirse que
lo escuchado por Salazar no fue la música salida de la mano de Musorgski, sino la versión de
Rimski-Korsakov, imperante de hecho en todos
los teatros del mundo hasta los años setenta del
pasado siglo.
“Boris Godunof ” es una obra de 1873. Representaba entonces la genialidad nueva, libre e
Diversas circunstancias, musicales o no,
llevaron a esa situación, y desde luego el contenido político de la ópera no fue ajeno a dicho resultado, algo en absoluto inesperado, puesto que
la obra teatral homónima de Alexander Pushkin
en que se basa ya hubo de pasar por su propio
calvario. El que luego sería uno de los padres de
la literatura rusa del siglo XIX escribió su drama
durante un exilio y aunque ya en el otoño de 1824
lo había finalizado la prohibición de la censura
impidió que se imprimiese hasta 1831, subiendo
sólo a las tablas de un escenario en 1870 -y con
un texto muy mutilado - muchos años después
de muerto su autor.
Desde la perspectiva actual, surge inevitablemente la pregunta acerca de qué era lo que temían las autoridades policiales rusas del siglo XIX
de unos hechos históricos de comienzos del XVII.
Pushkin, además, se había basado en una obra
capital de la historiografía rusa, la Historia del
Estado Ruso de Nikolai Karamzin (1766-1826).
No obstante, el Boris trazado por Karamzin no se
ajustaba estrictamente a la imagen más plausible
de este zar de transición tal como puede desprenderse de otras fuentes históricas.
Los problemas sucesorios habían empezado
en 1598 con la muerte de Teodoro, hijo de Iván
IV el Terrible, y último vástago de su estirpe. An-
y suposiciones, no en hechos. El zarévich Dimitri
Ivanovich, el hijo más pequeño del Terrible, murió en 1591 con únicamente ocho años de edad.
Pronto el pueblo acusaría a Boris Godunov de
mandar asesinarlo para eliminar posibles obstáculos en su camino hacia el poder, lo que no tenía
entonces una base sólida, puesto que aún vivía
Teodoro. Pero que las circunstancias del fallecimiento del niño distaban de estar claras lo prueba que se crease una comisión de investigación
que, ironías de la historia, estuvo presidida por
Vasili Chuiski, futuro zar después de años de guerra y turbulencias. La comisión dictaminó que el
príncipe Dimitri, que sufría ataques epilépticos,
murió al herirse accidentalmente jugando con un
cuchillo.
tes de esta fecha, Godunov, cuñado de Teodoro,
había subido hasta el primer pináculo de la corte.
Pronto fue consejero único del zar y los mismos
boyardos, que según la ópera de Musorgski y la
historia confirma se convertirían en sus mayores
enemigos, le otorgaron plenos poderes para negociar con las potencias extranjeras, hasta el extremo de que en Inglaterra le conocerían como el
“lord protector” de Rusia. En 1589, tuvo lugar el
acto de mayor trascendencia del poder de Godunov previo a su ascenso al trono, el establecimiento de un patriarca propio para la Iglesia Rusa, lo
que obtuvo de Jeremías, patriarca de Constantinopla, cabeza visible de la Iglesia Ortodoxa de la
que dependía la rusa. El primer metropolitano de
Moscú fue Job, que jugaría un importante papel
en la ascensión de Boris al poder absoluto.
Por supuesto que el problema del impostor
no fue el único con el que hubo de enfrentarse
el zar Boris, del que el arte y cierta historiografía
nos han trasmitido una imagen probablemente
distorsionada. No es equivocado reconocer que
buscó en efecto ser un soberano popular, pero las
circunstancias estuvieron en su contra bajo la forma del hambre y la peste, cundiendo el desánimo
con rapidez. En 1603, el atamán de cosacos Khlopko, que había aglutinado el descontento campesino –que Boris buscó en efecto aliviar-, tuvo incluso la audacia de intentar una incursión contra
el mismísimo Moscú.
Al morir Teodoro en 1598, el trono le fue
ofrecido a su viuda, Irina, quien se apartó a favor
de su hermano, tomando órdenes religiosas. Fue
entonces cuando Job y el gobierno le ofrecieron
a Boris el cetro abandonado, rechazado sorprendentemente por éste en un primer instante. Sólo
la decisión unánime de la Asamblea Nacional,
reunida en febrero de 1598, hizo que Godunov
aceptase el nombramiento. Que la coronación se
retrasase nada menos que hasta septiembre no ha
sido bien explicado, pero no es inverosímil que el
nuevo zar fuera consciente de los enormes problemas que habría de afrontar, no el menor de
ellos que todo el proceso de su elección supusiera
una afrenta imperdonable para la nobleza.
Precisamente ese año, salió del monasterio de Chudov un novicio, Grishka Otrepiev, que
pretendía ser Dimitri, milagrosamente puesto a
salvo del ataque de los sicarios de Boris. Obviamente, la aparición de este “Dimitri” era lo que
estaban esperando en Polonia, su nobleza, el rey
Otro escollo, con el que acaso no contaba,
sería el cáncer que al final derrumbaría su poder
efectivo, y que se basaba en realidad en rumores
Los hechos históricos fueron adaptados en
la obra teatral de Pushkin a las necesidades dramáticas, fuera o no consciente el escritor del grado limitado de veracidad de la narración de Karamzin.
Los historiadores de la literatura rusa han señalado reiteradamente el componente fuertemente
dieciochesco del arte de Pushkin, aunque precisamente en su Boris Godunov el escritor se adentró
con decisión por el territorio del romanticismo.
El clasicismo francés, con Racine como jefe de
fila, reinaba por entonces en los círculos academicistas y pedantes rusos, pero a Pushkin ese arte
le parecía aristocrático, formalista, abstracto y antihistórico. El ejemplo que deseaba seguir era el
de Shakespeare, a quien imitó en el retrato de los
personajes, en la sencillez de los tipos humanos y
en su variedad, mientras que el clasicismo francés no podía ofrecer sino personajes esquemáticos, arquetipos inalterables, no modelos artísticos
creíbles de seres humanos. Pushkin proclamó que
una tragedia romántica no podía seguir otra regla
que la inspiración del artista, una “ausencia de
cualquier ley” que defendía altaneramente y que
desde luego puso en práctica a toda conciencia
en Boris Godunov. No hay en el drama unidad de
tiempo, pues los hechos recogidos se extienden
a lo largo de siete años, de 1598 a 1605; no hay
unidad de lugar, porque la acción se reparte por
el Kremlin, la plaza roja, monasterios medievales,
palacios de boyardos, una casa en Cracovia y los
bosques rusos.
Segismundo III y el nuncio papal Rangoni, como
arma contra el enemigo ruso, al igual que los adversarios de Godunov en el interior del país, principalmente los boyardos y no pocos sectores de
una población que padecía incontables penurias.
Las fuentes de la época parecen confirmar que
Otrepiev acabó al final por creer ser realmente
quien decía que era, pero lo decisivo es que se vio
catapultado por fuerzas muy superiores a él que
actuaban en su único beneficio. Otrepiev invadió
en 1604 la frontera sudeste rusa al frente de un
variopinto ejército integrado por mercenarios polacos, cosacos y hasta desertores rusos.
Al morir Boris inesperadamente, el 13 de
abril de 1605 -según el calendario antiguo, la reforma gregoriana sólo se aceptó en Rusia después
de la Revolución -, el ejército proclamó zar a Dimitri, que entró en Moscú en junio. Su actuación
no se caracterizó precisamente por la generosidad: el hijo mayor de Boris, Fedor, fue asesinado,
y la hija del zar muerto violada por el impostor.
Poco le duraría el goce del poder, pues sólo un año
después Dimitri fue a su vez asesinado por una
turba enfurecida.
Por fin, el círculo se iba a cerrar con el nombramiento de uno de los boyardos como zar, aquel
Vasili Chuiski que había dictaminado que Boris
no había intervenido en la muerte del verdadero
Dimitri, que, paradojas de la ambición política,
accedería al trono con unos poderes muy mermados y habría de enfrentarse a la constante aparición de nuevos falsos Dimitris. Reinó hasta 1610,
cuando fue depuesto. A continuación entraría en
escena la dinastía de los Romanov, que poseería el
cetro ruso hasta la revolución bolchevique.
Además se entremezclan los géneros, la
comedia alterna con la tragedia; el estilo es cambiante: la prosa le cede el sitio al verso blanco, la
alta poesía debe coexistir con los vulgarismos del
criminal. Si esto por sí sólo puede verse como una
crítica contra cualquier poder, en especial si éste
es tiránico, de la época que sea, en la Rusia de
Pushkin actualizaba ideas que estaban en el aire,
pues el asesinato del zar Pablo I en 1801 recordaba demasiado a la muerte de Dimitri por orden
de Boris en la obra de Pushkin, ya que los rumores
sobre algún tipo de inter- vención del que luego sería Alejandro
I en la muerte
habla. No debe pasarse por alto que por primera
vez en el teatro ruso los miembros de la gente del
común se hablan unos a otros con naturalidad en
vez de declamar. Pushkin, que calificaba esta obra
de “novela dramática”, ideó un discurrir continuo, veinticinco escenas que otorgan al conjunto
una apariencia se diría que precinematográfica.
Siguiendo en esto el dato histórico, Boris y el falso Dimitri nunca se encuentran a la vez sobre la
escena, por lo que la acción debe seguir los dos
polos principales de la trama mediante líneas paralelas que a los coetáneos del escritor les pareció
un síntoma de falta de unidad. Curiosamente,
el pretendiente figura en nueve escenas en tanto que el personaje epónimo sólo en seis. La
oposición entre los dos es el eje del drama:
Boris, corroído por la culpa del asesinato
de Dimitri, que tanto en Pushkin como
en Musorgski sí ha cometido, y pese al origen criminal de su poder es un monarca ilustrado, partidario de la educación del pueblo y que
aprecia el valor del mérito, no el del nacimiento.
Pero también puede darse al arrebato autoritario
y entregarse a una religiosidad próxima al oscurantismo. Dimitri, por su parte, es un miserable
ambicioso y oportunista, sin principio alguno,
que se deja dominar por las mujeres y no duda en
vender al pueblo ruso a los intereses polacos si con ello consigue sus objetivos
personales.
El
tema
central en Pushkin, por lo tanto,
es el del poder generado por un acto
do del tipo de ópera que quería conseguirse. No
menos ligado estaba Musorgski a una filosofía de
fondo que procedía casi con certeza del ideario
de Stasov, la del arte asumiendo un papel de crítica política en un momento en que las libertades
ciudadanas estaban todavía lejos de florecer en
Rusia. Boris Godunov rompe por completo con el
dominio de la ópera italiana en Rusia, cierto que
Una vida por el zar (1836) de Glinka fue saludada
inmediatamente –entre otros, por Pushkin mismo y por Gogol- como el acta de nacimiento de
la largamente esperada escuela nacional rusa de
música, pero hay un auténtico abismo entre Musorgski y Glinka, quien nunca aspiró a alcanzar
el nivel trágico en sus óperas, frontera decididamente traspasada por Boris Godunov.
de su padre habían sido ensordecedores. No era
necesario leer entre líneas, como quieren algunos
críticos anglosajones, porque el paralelismo a dos
siglos de distancia era por demás obvio. Y así lo
entendieron sin duda las autoridades, que opusieron un interdicto a la obra durante decenios.
Había en el Boris de Pushkin demasiada verdad
como para aceptar el drama y, aunque ahora nos
parezca incomprensible, dados los dos siglos de
distancia que mediaban, demasiada cercanía en
los hechos que sustentaban la primera tragedia
histórica de la literatura rusa.
Cuando Musorgski se interesó por el tema,
el Boris literario no había subido todavía a las tablas de un teatro, por lo que no era aún el bastión
del patrimonio cultural ruso que luego sería. Al
músico le llamó la atención sobre el drama como
sujeto para una ópera el historiador de la literatura Vladimir Nikolski en 1868. Musorgski, que por
entonces se encontraba trabajando en otro proyecto lírico, El matrimonio, a partir de Gogol, lo
abandonó para entregarse febrilmente a la nueva
obra –con la ayuda teórica de Vladimir Stasov, el
mentor de los “Cinco”-, hasta el punto de que el
primer Boris Godunov operístico estaba concluido a finales de 1869.
Musorgski presentó su ópera recién escrita al comité de lectura de los teatros imperiales,
presidido por el director de orquesta bohemio
Eduard Nápravník. Siempre se ha criticado la
decisión negativa del comité como prueba de
una actitud reaccionaria ante las innovaciones
contenidas en Boris Godunov. Sin embargo,
como efecto de su rechazo existe la magistral
ópera que ahora conocemos, que en el estado
de la primera versión sólo aparecía en una fase
embrionaria. El comité razonó su objeción de
febrero de 1871 basándose en la práctica lírica
del momento, que obligaba a la presencia en el
reparto de una prima donna, algo ausente en la
primera redacción de la obra. Por supuesto que
no es inverosímil que se dieran presiones políticas, pero lo incuestionable es que ese contenido
no desaparece del segundo Boris que de hecho sí
consiguió ser estrenado.
La estructura en siete escenas continuas,
el empleo casi palabra por palabra de amplias
secciones del original de Pushkin hacen de esta
primera versión un producto cuya deuda con el
modelo literario es determinante.
Un paradigma musical, por su parte, fue
seguramente el Don Carlo de Verdi, estrenado
en Rusia mientras se componía Boris, en el senti
Gracias a la reforma, Boris Godunov alcanza la grandeza del estado final, más condensado, más dramático. Irónicamente, no poca de
esa grandeza se debe a sacrificar algunas de las
ideas o las palabras de Pushkin. Así, la mezcla
de géneros a lo Pushkin y Shakespeare deja paso
a un concepto mucho más unitario de tragedia.
Y, en tono menor, el compositor debió escribir
algunas letras, como la intervención lírica de
Marina. Otras no muy felices, caso de las asociadas al personaje de Rangoni, ausente en Pushkin, que revelan un anticatolicismo visceral,
sibilinamente plasmado en música, y la parte
más enriquecedora de la enigmática profecía
del Inocente.
La estructura se distribuye ahora en un
prólogo y cuatro actos. El llamado “acto polaco”
es por completo nuevo y ahí es donde introduce
el compositor un personaje femenino, la aristócrata polaca Marina Mnischek, cantado por una
mezzo, indisociable histórica y políticamente de
los hechos que se narran y que añade interés a la
trama y variedad a los timbres vocales.
Las variantes de la segunda versión con respecto a la primera son incontables, hasta el extremo de que sería más adecuado referirse a una
nueva ópera y no a un estado diferente de una
misma obra. Muy someramente, algunos de los
cambios pueden enumerarse. En la escena de la
celda de Pimen (I, 1), se añade el coro de monjes
en la distancia. La canción de la cantinera en la
taberna de la frontera lituana (I, 2) es completamente nueva. Al llegar al segundo acto, en las
habitaciones del zar, las alteraciones son tantas
que lo que realmente existe es una total desemejanza con la versión precedente. Las dos escenas
del acto polaco, el tercero, son igualmente de
nueva planta, aunque se sabe que Musorgski ya
lo había esbozado para la versión original, por lo
que aprovechó ese material en la redacción definitiva, que contiene la escena de amor de Marina
y el falso Dimitri, tal vez lo más convencional de
toda la ópera. La escena de la plaza de San Basilio
(IV, 1) fue eliminada a cambio de la revolucionaria del bosque de Kromi (IV, 3) -lo que debería
obligar a que ambas escenas no coexistieran en
una producción, como quería su autor -, salvo
por el incidente del Inocente, algo por completo
debido al ingenio de Musorgski. Las dos escenas
finales fueron invertidas en el orden, a instancias
de Nikolski, sencillo recurso que a Stasov le pareció un golpe de genio, porque así, después de la
muerte del zar, el Inocente deja oír como final su
inquietante profecía de males futuros para Rusia
al paso del triunfante impostor.
se hayan escrito para bajo o barítono dramático.
También es un poco diferente el Dimitri operístico -un tenor lírico - del teatral: en Pushkin es
un cínico de una pieza; en cambio, en Musorgski
cobra el sentido de un iluso que ha acabado por
creerse la leyenda que ha forjado sobre sí mismo.
El segundo Boris Godunov estuvo terminado el 23 de junio de 1872, estrenándose, dirigido
por Eduard Nápravník, el 27 de enero de 1874.
Musorgski debió plegarse a la imposición de algunos cortes de censura: la escena de Pimen en
la celda, la narración del zarévich del incidente
del loro…
La gran aportación de la nueva ópera ha de
cifrarse en la búsqueda de la reproducción musical de la palabra hablada, algo característico de
no pocos compositores eslavos, por ejemplo Janácek con el idioma checo. Musorgski pudo partir en esto de lo hecho por Dargomizhski en El
convidado de piedra, pero él lo llevaría muchísimo
más lejos. Musorgski aspiraba a la integración de
todos los factores tradicionales de la ópera, a eliminar los números separados, fundiendo recitativo y melodismo, en lo que denominaba “melodía
bien concebida”, a trascender, en suma, la polémica, vieja de siglos, de la preeminencia de uno u
otro elemento, música o palabra, pues la música
no está en Boris Godunov al servicio de la palabra, ni ésta queda subordina a aquélla, sino que la
música viene generada por los valores musicales
de la propia palabra.
El personaje de Boris Godunov cobra con
Musorgski unas dimensiones que están únicamente apuntadas en Pushkin. No es anecdótico
que el compositor haga morir sobre las tablas al
personaje, como momento culminante de la ópera, en vez de la indicación puramente escénica
que aparece en el escritor. Este papel, con muy
pocas dudas, constituye una de las partes más
impresionantes, vocal y dramáticamente, que
Todo apunta en la dirección contraria de
la marcada por la música clásica occidental: la
orquestación es ruda, sin la brillantez o el sensua
Stasov y Riabinin, un conocido bardo popular. No
hay en realidad muchos temas populares estrictos
en la ópera, pero Musorgski escribió el resto de la
obra en consonancia con ese estilo, dándole en tal
sentido una gran coherencia y unidad. Se han reconocido como cantos populares el de la nodriza,
el de la posadera, el del Inocente, el de Varlaam y
el de los peregrinos.
lismo de la hechura que luego le impondría Rimski-Korsakov, de una típica coloración sombría. La
armonía, muy personal, se sirve ingeniosamente
del cromatismo; el empleo de la modalidad y las
escalas de tonos enteros crean el marco que da al
conjunto un sesgo orientalizante.
El discurso se cimienta en una suerte de
melodía continua, apoyada en un repertorio de
motivos conductores que definen a los personajes, cuya aplicación, ni que decir tiene, carece en
absoluto de conexiones con el wagneriano. Significativamente, Boris no tiene leitmotiv propio,
seguramente porque Musorgski fue consciente
de que la complejidad del personaje escapaba de
esa simplificadora pintura sonora. Es un criminal,
pero se muestra justo; es humilde con el Inocente, pero tiene arrebatos autoritarios. El tema del
falso Dimitri remite inquietantemente al que
recuerda al verdadero. Marina tampoco tiene un
único motivo, pero el personaje siempre está asociado a ritmos de la música polaca, la mazurca
o la cracoviana. Pimen aparece ligado a una idea
tranquila; Chuiski, a un tema sinuoso, que revela
su naturaleza traicionera, y con Varlaam se oye
una célula de cuatro notas que figuran bajo las
más variadas formas. Uno de los cambios de la
primera a la segunda versión de Boris Godunov
radicó precisamente en la eliminación de muchos
motivos conductores, de los que había una verdadera saturación, teniendo uno asociado hasta el
personaje más insignificante. El de Boris poseía
en esa fase no menos de seis.
La innegable originalidad de la ópera fue
acogida con frialdad e incomprensión por la crítica. Se le reprochaba una dramaturgia inconexa,
lo que puede explicarse, porque todo parece asomarse al abismo del absurdo hasta que se percibe
una superior unidad que otorga sentido al conjunto.
A este respecto, es interesante recoger un
testimonio salido de la pluma de Chaikovski, aun
cuando este compositor representara una tendencia radicalmente contraria a la de Musorgski,
puesto que intentaba fusionar lo ruso con los procedimientos más refinados de la técnica compositiva occidental, su carta a Madame Von Meck,
de 24 de diciembre de 1877, en la que critica la
estética naturalista de Musorgski:
Tiene razón en pensar que Musorgski está
hecho para ello. Es posiblemente el más talentoso
de todos ellos, pero es un hombre que no desea mejorar sus deficiencias y está demasiado profundamente impregnado de las absurdas teorías de su pequeño círculo, lo mismo que por una creencia en su
propio genio natural. Pertenece además a un tipo
más bien bajo que gusta de lo ordinario, ineducado
y feo. Está enamorado de su propia falta de cultura
y parece orgulloso de su ignorancia; escribe precisa-
Algunos de los temas utilizados son cantos
folclóricos o también cantos tradicionales litúrgicos, que probablemente le aportaron a Musorgski
mente lo que se le viene a la cabeza, con una fe
ciega en la infalibilidad de su genio. Es verdad
que con frecuencia tiene ideas muy originales.
Aunque el idioma que habla no es bello, es nuevo,
a pesar de sus vulgaridades.
Puesta en su contexto, la carta de Chaikovski no es tan injusta como pudiera parecer, porque
lo que hoy nos atrae más de la singular escritura
y la instrumentación primitiva de Boris Godunov
se veía en su momento como deficiencias de la
formación de Musorgski. Con todo, el autor de
la Patética era lo bastante penetrante como para
percatarse de la personalidad única de su colega.
Otra cosa es que se dejara llevar por las apariencias en lo relativo a la ignorancia de Musorgski,
con toda seguridad un mito alimentado por
un músico al que no le importó ser retratado
con el desaliñado aspecto que lo pintó Repin.
Dentro de la correspondencia que se ha conservado, le comunica Musorgski a Stasov,
a 18 de octubre de 1872, estar leyendo El
origen del hombre de Darwin y conocer ya las
obras anteriores del naturalista británico, fundamentalmente, hemos de suponer, El origen
de las especies. Si se tiene en cuenta que la
primera edición del Origen del hombre es de
1871, no parecen estos los hábitos de lectura
de una persona ignorante. Por las cartas de Musorgski, se puede también tener constancia de
su incansable curiosidad musical, su admiración
por Saint-Saëns, su fervor por la Misa solemne
de Beethoven, su auténtica veneración por Liszt
–su gusto, por ejemplo, por Totentanz, que ahora
creemos muy tremendista-, al que envió un telegrama de felicitación el 28 de octubre de 1873.
timando por fin una segunda adaptación en 1906,
momento en el que el autor del Capricho español
reconocía al menos que debía tenderse a recuperar todo el material escrito por Musorgski:
Ahora bien, no queda sino rendirse a la
evidencia de que la opinión de Chaikovski sobre
las carencias en la cultura de Musorgski y, más
en concreto, en su pericia como compositor eran
la “verdad oficial” en los medios musicales de la
Rusia de finales del siglo XIX. Incluso César Cui,
hasta cierto punto compañero de filas de Musorgski, sentenciaba en contra de Boris Godunov
en su libro Música en Rusia, dedicado por cierto
a Ferenc Liszt, y por la misma razón estética de
fondo que Chaikovski:
Durante la primavera trabajé en las obras
de Musorgski; los reproches oídos más de una vez
por la omisión de algunas páginas en mi arreglo
de Boris Godunov me indujeron a revisar la obra,
modifiqué las páginas suprimidas y se editaron en
forma de suplemento. Por ello instrumenté el relato de Pimen sobre los zares Iván y Fedor, el canto
del papagayo, el reloj con el carillón, la escena del
usurpador con Rangoni en la fuente, y el monólogo
del usurpador que sigue a la polonesa.
El espectador, el oyente de la obra de Musorgski no creemos saque de su audición una impresión firme, estable, un extremado realismo, llevado
hasta la exageración, puede parecer contrario a lo
que siempre debe pedirse a la música, la expresión
de una belleza poética.
La versión de Rimski-Korsakov, aun dándole el crédito histórico que pueda tener por la
labor de difusión realizada en su momento, debe
ser relegada a favor de la de su autor, no sólo por
razones éticas sino puramente estéticas. La coloración instrumental, tan brillante, de RimskiKorsakov traiciona completamente los objetivos
deseados por Musorgski. Por ejemplo, la escena
de la aclamación de Boris la transforma Rimski
en un instante triunfal, cuando en el original en
absoluto se busca ese efecto. La sordidez y la oscuridad del colorido original forman parte indisociable de la grandeza trágica de la ópera.
Rimski-Korsakov fue quien asumió la enorme responsabilidad histórica de corregir a Musorgski, una tarea hecha seguramente de buena
fe, pues en su autobiografía, titulada Mi vida y mi
obra, se leen afirmaciones del tipo “¡Lástima de
música, bella y original en grado sumo!”, pero necesitada en su criterio de otro ropaje instrumental. Esa nueva orquestación, bajo el sello no pocas
veces de Wagner, fue realizada, muerto Musorgski, en 1895-1896, en un primer acercamiento, ul-
/6&7"130%6$$*Ä/&/&-5&"5303&"-
DPQSPEVDDJ§ODPOFM(SBO5FBUSFEFM-JDFVEF#BSDFMPOB
Director musical: Ingo Metzmacher
Director de escena: Lluís Pasqual
Escenógrafo e iluminador: Paco Azorín
Figurinista: Isidre Prunés
Iluminador: Pascal Mérat
Director del coro: Andrés Máspero
*MQSJHJPOJFSP
Luigi Dallapiccola (1904-1975)
La Madre: Deborah Polaski
El prisionero: Vito Priante (2, 4, 7, 9, 12, 15)
Georg Nigl (3, 6, 8, 11, 13)
El carcelero / El gran Inquisidor:
Donald Kaasch (2, 4, 7, 9, 12, 15)
René Kollo (3, 6, 8, 11, 13)
4VPSBOHFMJDB
Giacomo Puccini (1858-1924)
Suor Angelica: Veronika Dzhioeva ((2, 4, 7, 9, 12, 15)
Julianna Di Giacomo (3, 6, 8, 11, 13)
La tía princesa: Deborah Polaski
La abadesa: Maria Luisa Corbacho
La hermana celadora: Marina Rodríguez-Cusí
La maestra de las novicias: Itxaro Mentxaka
Sour Genovieffa: Auxiliadora Toledano
La Hermana Enfermera: Anna Tobella
Dos mendicantes: Sandra Ferrández, Maite Marurí
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Noviembre: 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 11, 12, 13, 15
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
"SHVNFOUP
*M1SJHJPOJFSP&MQSJTJPOFSP
'FSOBOEP'SBHB
La acción transcurre a mediados del siglo XVI.
se sobresalta: en la puerta ve como se filtra un
resquicio de luz.
En el Prólogo la Madre del Prisionero, a la
espera de encontrarse con su hijo, recuerda el terrible sueño que noche tras noche la angustia y
que al despertar la sumerge en negros presentimientos. En esta balada, poco a poco, la mujer
comienza a imaginarse la prisión y tras ella se
hace visible igualmente una figura amenazante,
es la de Felipe el Búho, el tirano que ha encarcelado a su hijo. Es una figura siniestra que paulatinamente toma la apariencia de la muerte.
Quizás, al marcharse, el Carcelero la ha
dejado abierta. El Prisionero se precipita hacia la
puerta, sale y se encuentra con un pasillo subterráneo apenas iluminado por unas débiles antorchas. Implora al Señor le ayude a escapar.
En ese pasadizo que parece no tener fin,
el Prisionero logra ocultarse ante la presencia de
dos sacerdotes que discuten cuestiones teológicas. Pero uno de ellos afirma haber escuchado
un suspiro de alguien que se escondiera entre las
sombras; el otro sacerdote afirma que es imposible; allí solo se encuentran ellos dos, pues los
encarcelados siguen en sus prisiones esperando
ser conducidos a la hoguera.
"DUP¾OJDP
En una de las celdas de la inquisición en
Zaragoza, yace el Prisionero. Todo está oscuro
para él: la prisión, la vida. La única palabra que
de consuelo encuentra es la del Carcelero cuando
le llama “hermano”. La Madre se muestra horrorizada por las torturas a las que su hijo está sometido. El encuentro que ambos suponen será el
último del que disfrutarán se interrumpe por la
aparición del Carcelero. Sumida en su desconsuelo, la Madre se va.
Una vez se han ido los sacerdotes, el Prisionero logra frenar su terror y llega a la salida,
un jardín bajo el estrellado cielo nocturno donde
escucha el tañido de una campana como si fuera la señal de que ha logrado evadirse. Cuando
parece que ha encontrado el camino a su libertad, tras un cedro aparece la imponente figura del
Gran Inquisidor que lo detiene pronunciando la
palabra que antaño tanto le había servido de consuelo: “Hermano”. Para el prisionero la única esperanza de libertad es la hoguera hacia la cual el
Gran Inquisidor le acompaña. La última tortura
del Prisionero ha sido, pues, la esperanza fallida.
El Carcelero trae noticias de los acontecimientos sucedidos en Flandes. La revuelta contra
los españoles puede servir de ánimo al Prisionero
quien, al quedarse solo, saca fuerzas de su flaqueza para ilusionarse con su inmediata liberación.
De pronto, en la siniestra oscuridad que le rodea,
"SHVNFOUP
4VPS"OHFMJDB4PS"OH±MJDB
'FSOBOEP'SBHB
La acción transcurre en el interior de un
monasterio femenino, una tarde de primavera,
hacia finales de 1600.
Madre Abadesa llama a Sor Angélica y le exige
autoritariamente que se calme.
La Princesa, tía de Sor Angélica, se encuentra con ella en el locutorio. Casi sin mirarla le explica el motivo de su visita. Su hermana
menor, Anna Viola, va a casarse y necesita la firma de la monja para poder distribuir los bienes
que las dos jóvenes han heredado de sus padres.
Insensible a las súplicas de la sobrina que espera de ella algún gesto de ternura, la Princesa
sólo tiene palabras de reproche y expiación. Sor
Angélica ha tenido un hijo de soltera, que se le
ha arrebatado como un castigo al que se suma
su expiación conventual.
"DUP¾OJDP
Se escucha un canto religioso que viene
de la capilla. La hermana Celadora, después de
llamar la atención a dos novicias por su poco piadoso comportamiento, declara un rato de tiempo libre. Mientras Sor Angélica cuida sus flores,
la Maestra de Novicias llama la atención hacia el
sol dorando el agua de la fuente del patio, un fenómeno que solamente ocurre cada tres tardes.
Cuando Sor Angélica comenta que las flores son
los deseos de los vivos, Sor Genoveva dice que
el suyo sería acariciar a un corderito como hacía
cuando era pastora. Sor Angélica, ante el estupor
de sus compañeras, afirma que no tiene ningún
deseo especial.
Sor Angélica implora noticias del hijo que
ahora tiene siete años. La Princesa, primero silenciosa, luego despiadada, secamente, le hace
saber que, pese a todo lo que se ha intentado por
salvarlo, su hijo ha muerto.
Sor Angélica, deshecha en llanto, se desmaya. Cuando recupera el sentido lamenta la
muerte de su hijo que no llegado a disfrutar del
cariño y las caricias maternas. Le gustaría encontrarse con él en la muerte. De pronto, recuerda medio en trance sus conocimientos sobre flores y plantas y febrilmente prepara una
pócima venenosa.
La Hermana Enfermera viene en busca de
un remedio para Sor Clara que ha sido víctima
de una avispa. Sor Angélica que es una especialista en remedios extraídos de sus flores y plantas se lo da.
Dos Hermanas Mendicantes llegan con
un asno cargado con los productos conseguidos. Comentan que han visto en la puerta un
carruaje lujoso allí detenido. Sor Angélica, alterada, desearía se tratara de una vista para ella. La
Las monjas que se han dado cuenta de la
anormal situación de su compañera de claustro
la condenación eterna, pidiéndole una señal de
perdón. En ese momento la capilla parece llenarse de una misteriosa y potente luz. De ella
sale un niño envuelto en ese celeste resplandor y
tras el la Virgen acompañándole cariñosamente.
Sor Angélica abraza a su hijo y muere.
están ahora en sus celdas reposando. Hacia ellas
destina Sor Angélica una dulce despedida antes
de apurar el brebaje.
Repentinamente se da cuenta del pecado cometido y pide a la Virgen que la salve de
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*OGFSOP***
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terísticos y definitorios (La bohème se sustenta en
una estructura de sinfonía cuatripartita, como el
insuperable acto inicial de Turandot).
Pese a sus obvias diferencias de lenguaje
musical y su distancia cronológica de tres décadas,
Il prigioniero y Suor Angelica son textos contiguos
en la tradición operística italiana que presentan
más semejanzas y contactos más profundos de
los que cabría imaginar: música, en ambos casos, extremadamente legible y extremadamente
funcional desde el punto de vista de su inserción
escénica, música de gran atractivo melódico, con
líneas de amplio trazo, reconocibles y de carácter
silábico (apenas unas discretas vocalizaciones en
palabras como liberate en la escena central de Il
prigioniero) que facilitan la comprensión del texto, música, sobre todo, de excepcional eficacia
dramática en razón de su expresividad y que, en
el caso de la obra de Dallapiccola, mantiene una
contención que la hace más romántico-clasicista
que expresionista: en realidad, el serialismo (del
que Il prigioniero es un ejemplo especialmente cualificado) es una consecuencia estética del
neoclasicismo de entreguerras, y en esa construcción argumental tan nítida y en su no menos nítido trazado de personajes, hay una preocupación
formalista perfectamente compartida con el mejor Puccini, cuyo equilibrio constructivo no deja
de implicar una referencia a la tradición de la música abstracta en algunos de sus textos más carac-
Desde el punto de vista de la vocalidad,
tanto Suor Angelica como Il prigioniero ofrecen
una escritura silábica y un estilo enunciativo que
cabría describir como conversacional, que solamente condesciende al aria (al monólogo, más
bien) en un episodio, único en ambas obras (descontando la intervención del carcelero en la escena central de Il prigioniero, que en realidad es
una canzonetta de forma estrófica y de un trazado
deliberadamente simple, en razón de la tosquedad que define al personaje). Estamos frente a
dos elaboraciones (las últimas cronológicamente)
de una forma operística del mayor abolengo en
la tradición italiana, la del lamento, cuyo primer
ejemplo (y más ilustre todavía) es el de L’Arianna
monteverdiana.
La diferencia –y ahí se marca la verdadera
distancia entre ambas obras- se cifra en el lugar y
la función que ese lamento ocupa en el discurso:
en Suor Angelica está al final (el popular senza
mamma), a guisa de resumen emotivo de lo que
antecede, precipitando la conclusión del drama,
mientras que en Il prigioniero está al comienzo
(el recitativo ti rivedró, mio figlio, y la ballata sucesiva, vedo, lo riconosco, configurando lo que,
tradicionalmente, se designaba como scena ed
aria), anticipando y sugiriendo en cierto grado lo
que habrá de venir. Por lo demás parece innecesario destacar que el sentimentalismo pucciniano
está ausente en la más austera y despojada intervención inicial del único personaje femenino en
la ópera de Dallapiccola: pero la situación dramática es paralela.
niéndolo sin modulación al Do sostenido menor
precedente con inesperada violencia armónica:
tonalidad trágica que a partir de este momento
estará ligada a la noticia de la muerte del hijo de
la mujer repudiada y obligada a enclaustrarse. Se
ha señalado, y con razón, el parentesco entre el
diálogo de Suor Angelica con la Zia Principessa y
la escena entre Tosca y Scarpia. En ambos casos
se trata de episodios en que un personaje actúa
sobre el otro depredándolo en razón de su poder
frente a la indefensión del otro, pero resulta aún
más revelador señalar la equivalencia de la vocalidad empleada en ambas ocasiones, que traduce
mejor que cualquier otra cosa la constancia de la
situación dramática: tanto la Princesa como el
jefe de la policía desarrollan un canto abrupto hecho de frases cortas, musicalmente inexpresivas,
carentes de verdadero desarrollo melódico: declamación, recitativo drammatico amenazador que
no condesciende a la expresión lírica. Y en ambos
casos también, la orquesta presenta ahí un tema
sinuoso, cromático, ascendente y descendente,
basado en una rítmica de puntillos cuyo carácter
reptante y obsesivo inficiona el momento de manera ominosa.
En ambos casos el aria está confiada a una
voz femenina y, en ambos casos también, se trata
del personaje de la madre que canta su desventura ante la suerte de su hijo, la mujer herida en lo
más hondo de sus sentimientos: pero esa diferencia de posición discursiva es esencial. En Il prigioniero, ese monólogo es una premonición mientras
en Suor Angelica es una especie de relieve, se diría
un resalto emotivo final que focaliza el texto sobre
el dolor de la protagonista para justificar su suicidio. En el primer caso, la madre procede a guisa
de corifeo, en el segundo, se resitúa el punto de
vista sobre el de la figura epónima proyectándolo
hacia su conclusión ineluctable, y es ahí donde
se establece la distinción de género entre ambas
obras: mientras Il prigioniero es una tragedia, Suor
Agelica es un melodrama. Neoclasicismo frente a
romanticismo terminal: dos enfoques formales
para una angustia única, la derivada de la relación
madre-hijo y el modo en que en ella se inscribe el
significado de la pérdida.
Pero ese parentesco puede extenderse al
rovescio a la escena central de la obra de Dallapiccola. Aquí, el carcelero, a través de su canzonetta,
trata de infundir el optimismo en el espíritu del
prisionero, despertando en él la esperanza en una
liberación que no sólo no se producirá, sino que
revelará, a posteriori, su naturaleza falaz: en realidad esa es la tortura que se nombra en el título del cuento (verdaderamente cruel) de Villiers
de l’Iisle-Adam que sirve de base a la ópera. Si
Es decir: del Destino. En Puccini ese presagio funesto arranca con el anuncio de la llegada de
la Princesa, tía de la protagonista, introduciendo
por sorpresa la tonalidad de Do menor, yuxtapo
intervención de entrada (su cavatina, cabría decir), Angelica, en su senza mamma, regresa sobre
la misma idea pentatónica que había introducido
el canto de las monjas al comienzo de la obra: es
como si la figura titular encarnase ahí, no ya la
función protagónica, sino la síntesis última de la
música del convento, de la que ella misma había
emergido en su brevísima intervención en la escena inicial (una característica arietta pucciniana
con sus típicas caídas de quintas y de cuartas), ese
i desideri sono i fiori dei vivi que acaba con unas
palabras no menos premonitorias (la morte è vita
bella) con que la atribulada Angelica deja traslucir su desasosiego. Ambas mujeres concentran
así, en diferente grado pero con plena nitidez, el
sentido profundo (musicalmente hablando) que
vertebra la integridad del discurso.
en Puccini esa tortura era explícita (y de ahí el
tipo de vocalidad empleado), en Dallapiccola se
manifiesta como su contrario, y solamente revelará su significado atroz ya en el desenlace de la
obra, y precisamente por ello se manifiesta musicalmente mediante su opuesto: frases melódicas
simétricas, de rítmica cuadrada.
En uno y otro caso, se trata del nudo argumental del relato, del lugar del conflicto, y de ahí
su trascendencia discursiva. Resulta importante señalar que en esa escena de Il prigioniero es
donde se destaca el leitmotiv esencial de la composición, ese fratello! entonado por el carcelero
sobre una célula de tres notas que contiene una
segunda y una tercera menor (Fa-Mi-Do sostenido, en su primera aparición), introducido como
un recuerdo que el protagonista entona ante su
madre, y a partir de la que, por trasposicición e inversión, nacerán las tres series dodecafónicas que
sustancian la música de la obra (obsesivamente
atravesada, por cierto, por el número tres: tres
escenas, tres ricercari, tres acordes de tres notas
como materia armónica básica…).
Las series empleadas por Dallapiccola son
muy cantables, y de ahí que el compositor las utilice no sólo armónica,
sino también melódicamente. El caso es similar al de
Lulu, la ópera de Alban
Berg,
En cualquiera de los dos casos, esa escena
central es el lugar en que el antagonista aporta
una información esencial para el avance del
relato (y la desdicha del protagonista). Información veraz en Suor Angelica (la muerte
del hijo) y deliberadamente engañosa
en Il prigioniero (el triunfo de la rebelión en los Países Bajos).
Si en la obra de Dallapiccola La Madre del condenado
expone la serie principal en su
función relevante: allí aparece en el comienzo y el
final, encuadrando la integridad de la peripecia y
aquí puntúa el desarrollo separando entre sí mediante dos interludios las tres escenas esenciales.
Por su parte, en Il prigioniero, las intervenciones
corales, amén de contribuír a la creación de un
clima opresivo, asumen el papel del coro de la tragedia clásica, cantando textos latinos de índole
litúrgica que parecen situarse al margen del relato pero que no dejan de jugar una función premonitoria: en realidad, esa misma que jugaba el
Miserere en el tercer acto de Il trovatore, cantado
también en interno para que la soledad de Leonora sea más evidente y más trágica, al igual que la
de Il prigioniero. El contacto de Dallapiccola con
la gran tradición operística italiana se manifiesta
aquí en toda su intensidad.
cuya serie principal se emplea de tal modo en
el Lied de la protagonista en el segundo acto: es
obvia la deuda de Dallapiccola con el discípulo
de Schönberg (mucho más que con éste), pero
lo fascinante de Il prigioniero es el modo en que
esa influencia se inscribe en la tradición italiana
postverista de un modo absolutamente natural y
sin rechinamientos.
La serie principal comienza con una triada
disminuída (Sol sostenido-Si-Re en su primera
aparición): el Fa natural que completaría el acorde séptima aparece como quinto sonido con un
Sol natural en cuarta posición. A su vez, la serie
finaliza con una caída de cuarta justa (Do sostenido-Fa sostenido), de modo que, en ciertos
momentos, la referencia pucciniana se hace lejana pero significativamente perceptible. De este
modo, la música suena a un tiempo como tonal
y como atonal, favoreciendo polarizaciones cuasi-tonales en ciertos momentos, en razón de las
triadas iniciales y de la caída de cuarta conclusiva,
provocando la ilusión de una tonalidad implícita
que no llega a enunciarse pero que pareciéramos
percibir: ¿cómo no ver ahí, en la propia entraña
armónica de la obra, una verdadera metáfora de
esa esperanza que no llegará a materializarse?.
Si en Puccini la escritura coral es monódica (o a dos voces ocasionalmente: en realidad se
trata de una referencia a la música litúrgica popular), en Dallapiccola hay un trabajo imitativo que
alterna con la homofonía: la base, por supuesto,
está en las armonías disminuídas, pero también
en las falsas relaciones que se originan al alternar
con triadas aumentadas que traen de inmediato
a la memoria los inquietantes cromatismos de
Luzzasco y de Gesualdo: la continuidad con la
tradición italiana (la madrigalística en este caso)
se prolonga modo particularmente eficaz.
Por lo demás, esa triada disminuída es la
base armónica de toda la composición: son los
acordes iniciales (a los que se añade una octava
alterada), que tan importante papel como motivo conductor juegan, sobre todo, a lo largo de las
primeras escenas.
En Suor Angelica, cada una de las dos intervenciones corales posée un carácter distinto:
al comienzo es un rasgo más o menos verista
(el canto de un Ave Maria que se supone entonado en la iglesia del convento por las monjas
que aparecerán al concluír), mientras que en el
Tanto en Suor Angelica como en Il prigioniero la presencia del coro en interno sustenta una
Dos personajes encerrados, prisioneros,
uno de la dictadura política, otro de la dictadura ideológica, dos víctimas de la represión y del
oscurantismo de los que no podrán liberarse, ni
siquiera al precio de una transfiguración ilusoria. Tragedia interior que admite en ambos casos
una lectura psicoanalítica en que un padre (el Inquisidor) o una madre (la Princesa) igualmente
castradores inscriben la impronta de La Ley con
idéntica, descarnada ferocidad.
final trasmite una función claramente alucinatoria, al carecer de sujeto enunciativo: ese milagro final cuya irrepresentabilidad pone lógico
fin a una anécdota desarrollada hasta entonces
dentro de un registro claramente realista. Lo
real y lo surreal abre y cierra el discurso, simpre
desde un empecinado fuera de campo: ¿cabe
entender la totalidad de la obra como un delirio de la mujer?.
Y en Il prigioniero, en esa conclusión en un
jardín bajo un cielo plácido y estrellado en que
el protagonista alcanza el contacto final con una
realidad delusoria ¿no cabe ver también la imagen de un sueño del que emergerá con el dolor
más profundo, transformando en pesadilla el despertar?.
Cárceles de la memoria, prisiones del espíritu: en realidad, ambas obras hablan de lo mismo, y lo hacen siguiendo procedimientos enunciativos equivalentes: su maridaje en una sesión
única no puede estar más justificado. Lo del dodecafonismo (o la tonalidad) es mera anécdota.
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Director musical: Teodor Currentzis
Director de escena, escenógrafo y figurinista: Dimitri Tcherniakov
Cofigurinista: Elena Zaytseva
Iluminador: Gleb Filshtinsky
Director del coro: Andrés Máspero
Macbeth: Dimitris Tiliakos
Lady Macbeth: Violeta Urmana
Banco: Dmitry Ulianov
Dama de Lady Macbeth: Marifé Nogales
Macduff: Stefano Secco
Malcolm: Alfredo Nigro
Un Médico / Un sirviente: Yuri Kissin
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Diciembre: 2, 5, 8, 11, 14, 17, 20, 23
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
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La acción transcurre en Escocia a mediados del siglo XI.
séquito para pernoctar esa noche en el castillo.
Lady Macbeth comprende que ha llegado el momento en que hay que tomar decisiones urgentes.
Macbeth contempla horrorizado su puñal, indeciso. Cuando escucha un extraño sonido, lo toma
como una señal de actuación y entra en la alcoba
donde descansa Duncan.
"DUP*
En un umbroso bosque varios grupos de
brujas danzan su baile salvaje orgullosas de sus
poderes adivinatorios. Llegan Macbeth y Banquo,
dos generales del rey Duncan que regresan de una
batalla. Las brujas saludan a Macbeth con tres títulos: señor de Glamis, señor de Caudor y rey de
Escocia y a Banquo como fundador de una estirpe real. Los dos nobles se quedan atónitos ante
tales declaraciones y el asombro es aún mayor
cuando unos mensajeros se presentan ante ellos
anunciando a Macbeth que el rey Duncan le ha
nombrado señor de Caudor. El cumplimiento de
la profecía brujeril hace que Macbeth piense en
el otro vaticinio, el de acceder al trono de Escocia.
Banquo le observa con inquietud. Cuando los dos
desaparecen, las brujas se dejan ver de nuevo con
la certeza de que Macbeth volverá a consultarlas.
Lady Macbeth, nerviosa por el inquietante
silencio flota en el aire, ve cómo su marido regresa con el puñal ensangrentado en la mano, aterrado. Es Lady Macbeth la que toma las riendas
entonces. Entra en la estancia de Duncan donde
deja el puñal y rocía con la sangre del muerto a
los criados allí durmientes para incriminarlos en
el luctuoso suceso.
Banquo, agitado por inexplicables temores,
llegan con Macduff, otro noble escocés, que está
encargado de despertar al rey. Macduff descubre
el cadáver regio y despierta a todos los habitantes
del castillo quienes, incrédulos y aterrados, ruegan a Dios que caiga sobre los culpables su justicia divina. Macbeth y su esposa, hipócritamente,
se unen la general plegaria.
En el castillo de Macbeth, su esposa lee la
carta del esposo donde le narra las sorprendentes
revelaciones de las brujas. Lady Macbeth se pregunta si su cónyuge será lo suficientemente malvado para alcanzar todas sus ambiciones. Ella se
encargará de ayudarlo.
"DUP**
En una estancia del castillo, varios meses
después, los dos esposos se encuentran. Ella le
reprocha al marido su huidiza actitud, pues lleva
un tiempo evitándola. Macbeth está preocupado
En el momento en que la pareja se encuentra, un siervo anuncia la llegada del rey y su
tamientos convocan a otros grupos de brujas y
diablos y, finalmente, a Hécate, diosa de los infiernos, la cual da las instrucciones que han de
tomarse cuando aparezca Macbeth (esto ocurre
en el ballet escrito para el estreno de París, 1865,
que seguramente no se bailará en la producción
del Teatro Real).
por la predicción de las brujas a Banquo, la de que
engendrará una estirpe de reyes. Ambos deciden
entonces eliminar a Banquo y a sus hijos. Lady
Macbeth, a solas, justifica exaltada esta letal decisión.
La maquinaria mortal reanuda su marcha.
En el parque del castillo un grupo de sicarios espera la llegada de Banquo. Este aparece con su
hijo Fleancio a quien hace partícipe de sus presentimientos. Los sicarios se abalanzan sobre él,
pero el hijo logra ponerse a salvo.
Con la llegada de Macbeth, se dispersa el
aquelarre. Para responder a sus preguntas, las brujas convocan a una cohorte de diversas apariciones. Estas anuncian a Macbeth que tenga cuidado
con Macduff y le tranquilizan al asegurarle que
ningún ser nacido de mujer podrá acabar con él.
Será, además, invencible hasta que no se ponga
en marcha el bosque de Birnam. Aunque vuelven
a vaticinar que los sucesores de Banquo acabarán
reinando en Escocia.
En la sala principal del castillo se celebra
una brillante fiesta donde los Macbeth son aclamados como reyes de Escocia. Lady Macbeth entona un solemne brindis en honor de los presentes. Uno de los sicarios informa a Macbeth de que
sus órdenes han sido llevadas a cabo.
Macbeth se desmaya. Al recobrar el sentido
se encuentra con la esposa a la que participa todo
lo que escuchó por boca de las brujas. Lady Macbeth incita al esposo a que mantenga su poder a
costa de cualquier sacrificio.
Macbeth lamenta ostentosamente la ausencia de Banquo y decide ocupar su asiento en
la mesa del banquete. Es entonces cuando ve
el fantasma de Banquo ocupando el lugar. Lady
Macbeth intenta calmarlo y dar una explicación
a los invitados perplejos. Macduff comienza a
sospechar por lo que decide exiliarse. Macbeth
se calma un momento, pero es fugaz el alivio: el
fantasma de Banquo reaparece más amenazador
aún. Mientras los presentes se preguntan con estupor sobre lo que ocurre, Macbeth decide volver al bosque de las brujas para interrogarlas de
nuevo.
"DUP*7
Al borde del bosque de Birnam, un grupo
de refugiados escoceses se lamenta del estado
que se halla su oprimida patria. Macduff, por su
lado, llora la muerte de su esposa e hijos, asesinados por Macbeth. El hijo de Duncan, Malcolm,
se presenta al frente de un ejército inglés con el
que ha de atacar al tirano Macbeth. Pide a todos
que se camuflen entre las ramas del bosque de
Birnam y consuela a Macduff asegurándole que
será vengado.
"DUP***
Alrededor de un caldero humeante las
brujas bailan una danza infernal. Sus encan
En sus habitaciones del castillo, Lady Macbeth sufre una crisis de sonambulismo. Sus remordimientos le han llevado a ese estado de desvelo y locura. Vigilada por su dama de compañía
y su médico, no encuentra agua suficiente capaz
de limpiar sus manos que ve continuamente cubiertas de sangre. En su delirio, acaba confesando
sus iniquidades ante la aterrorizada presencia del
médico y sirvienta.
te de Lady Macbeth, considera la futilidad de
la vida que no es otra cosa que el relato de un
pobre idiota.
Se le anuncia que el bosque de Birnam
se ha puesto en marcha y al frente de sus soldados Macbeth se lanza a la batalla. Pronto, en un
cuerpo a cuerpo, Macbeth se enfrenta a Macduff.
Este, en el curso de la lucha, le dice que él no
ha nacido de cuerpo de mujer sino que ha sido
arrancado de las entrañas de su madre, por cesárea. Macbeth recuerda la profecía de la brujas y
cae muerto por la espada de Macduff.
En otra sala del castillo, Macbeth se dispone a combatir a sus enemigos, pero en su
fuero interno sólo tiene palabras de decepción
ante una existencia que ha vivido sin piedad,
respeto y amor. Cuando se le comunica la muer-
Lograda la victoria, todos proclaman a Malcolm legítimo rey de Escocia.
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Macbeth –o Macbetto- supone el primer
acercamiento práctico de Verdi a la obra de
Shakespeare, un dramaturgo al que admiraba y
enormemente y admiró hasta el final de sus días.
No olvidemos que sus dos últimas obras maestras,
Otello y Falstaff, tienen en la literatura del inglés
su fuente de inspiración directa. Es frecuente ver
los nombres de estos dos grandes artistas, el dramaturgo y el compositor, juntos cuando se habla
de afinidades y cuando se quiere ejemplificar la
asunción que una música hace de un texto teatral; de la letra y del espíritu de una obra escénica
pretérita. Para el italiano las creaciones Shakespeare constituían una auténtica obsesión desde
su juventud. La idea de poner música a El Rey
Lear nació en él allá por 1843, aunque acometiera primero la puesta en música de este Macbeth
del que hoy hablamos. Del amor que profesaba
al dramaturgo da muestra esta frase a Escudier:
“Es mi poeta favorito, lo he tenido en mis manos
desde mi primera juventud y lo he leído y releído constantemente”. Pese a ello, Lear no llegaría
nunca a ser una ópera; sólo meros esbozos. Pero
volvamos a Macbeth. Obra original, que abre un
lenguaje nuevo, plasmado en un recitativo melódico de corte extremadamente dramático que
no impide el desarrollo de un neobelcantismo de
la mejor ley. En todo caso, estamos ante una de
las óperas más complejas de su autor. No llega a
ser todavía una obra maestra, pues hay en ella
desigualdades, alguna banalidad e incoherencias,
pero sirve en muchos casos de manera ejemplar,
con un lenguaje novedoso y altamente expresivo,
el discurso dramático de Shakespeare. Digamos
antes de continuar a fin de centrar los datos temporales, que el estreno tuvo lugar en La Pergola
de Florencia el 14 de marzo de 1847. Verdi preparó para París una revisión de bastante calado
que se presentó en el Teatro Imperial el 21 de
abril de 1865.
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Fue una ópera de larga gestación. El músico, agotado tras Attila, hubo de descansar durante varios meses y posponer un proyectado viaje a
Londres. Mientras se reponía llegó a un acuerdo
con el empresario de la Pergola, Alessandro Lanari. Estudiaba la adaptación de distintas obras
literarias, entre ellas Die Räuber de Schiller y la
que tratamos de Shakespeare. La primera, inicialmente preferida, daría lugar a I masnadieri, que
habría de estrenarse en Londres unos meses después. La segunda, elegida por último, había sido
ya transformada en libreto en prosa por el propio
Verdi, que encargó a Piave, uno de sus habituales
colaboradores, la versificación.
El que Verdi eligiera ese tema de su autor
preferido pudo deberse a varias razones. Hay que
tener en cuenta que lo fantástico o lo sobrenatural
–aspectos que se da cita en Macbeth- estaban de
moda en Europa después de la aparición en Italia
de óperas alemanas como Der Freischütz de Weber (Florencia, 1843), Der Vampir de Marschner,
Der Wildschütz de Lortzing o Roberto el Diablo
de Meyerbeer (Florencia, 1840). Y, en conexión
con Shakespeare, Amleto de Buzzola (Florencia,
1848). Aparte de los textos de Los bandidos y de
Macbeth, el compositor había estudiado algún
otro, como Der Ahnfrau de Grillparzer. No es baladí, por otro lado, un dato aparentemente superfluo como el de que para la nueva obra Verdi supiera con antelación que no podría contar con el
tenor Gaetano Fraschini, uno de sus preferidos.
de Middleton: canciones y pequeñas piezas alusivas (al estilo de las de Purcell), o las posteriores de
Davenant, con música escrita por Locke o Eccles.
En 1770 Boyce recopiló las canciones escritas por
el bajo Richard Leveridge, que en 1785 llegaron
a atribuirse a Purcell, Una de las más conocidas,
The Witch (La bruja), fue seguramente conocida
en Italia poco antes de que Verdi compusiera su
ópera. Otros muchos compositores se acercaron,
de distinta manera al tema. Solamente expondremos los nombres de Spohr, Lagoanere, Milhaud
y Walton. Y, en la parcela sinfónica, habría que
mencionar al menos a Pearsall, Pierson, Smetana,
Strauss y Malipiero. Sobre el teclado dejaron su
impronta Schumann y Grieg.
Debemos señalar, antes de seguir adelante,
que el tema de Macbeth no era nada nuevo para
la escena; y que antes y después del de Verdi aparecieron otros frutos líricos, en algún caso estimables. Entre las creaciones precedentes, en primer
término, dos pantomimas: Vida y muerte del rey
Macbeth de F. Aspelmayr (Viena, 1777) y Las hermanas extrañas de J. Whitaker (Londres, 1819).
Luego, diversas óperas propiamente dichas: Macbeth de Hippolyte Chélard, con libreto de Rouget de Lisle (París, 1827) y Macbeth de Piccinni
(París, 1829). Posteriores hay varias: Macbeth de
Wilhelm Taubert (Berlín, 1857), Bjorn de Lauro
Rossi, que traslada la acción a Noruega (Londres,
1877), Macbeth de Ernst Bloch (París, 1910). Se
tiene noticia asimismo de un sketch para coro de
brujas de Beethoven, que Nottebohm apunta en
Zweiter Beethoveniana (Leipzig, 188/), como parte de un nonato proyecto operístico sobre libreto
de Collin.
Shakespeare, mal conocido y mal traducido
en Italia, había, como se ha explicado, atraído la
atención de Verdi desde muy antiguo. Probablemente el compositor manejó las versiones de sus
dramas debidas a Michele Leoni, Carlo Rusconi
o Giulio Carcano (1848); todas ellas deficientes e
incompletas. Pudo consultar la traducción francesa del hijo de Victor Hugo. Indudablemente
debió de ayudarle Giuseppina, su amante primero y esposa después. Por supuesto que a la hora
de llevar a la escena la tragedia y de preparar el
libreto definitivo fue necesario, con la ayuda de
Piave y de Maffei, resumir, reducir, condensar y
prescindir de personajes, cosa habitual cuando se
trata de convertir en ópera una historia literaria
o teatral.
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El asunto dio además origen a distintas músicas incidentales, la mayoría surgidas en el momento del estreno de la tragedia, con las adiciones
En ese trabajo es posible que le fueran de
gran ayuda al músico las consideraciones verti
das por August Wilhelm Schlegel en su Curso
impresionantes y terroríficas son las reseñadas
como claves para Schlegel y para Verdi y su libretista: muerte de Duncan (fuera de la escena), la
fantasmal daga que flota ante los ojos de Macbeth, la visión del fantasma de Banquo en la fiesta,
la nocturnal entrada de Lady Macbeth en estado
de sonambulismo...
de lecturas sobre arte dramático y literatura, que
aportaba ideas básicas sobre la obra de Shakespeare. En el sentido, por ejemplo, de que las brujas son una proyección de la tradición popular.
O de que Macbeth es un noble pero ambicioso
héroe, a quien debemos compadecer de alguna
manera. Lady Macbeth, según ello, es la autén-
Verdi quiso hacer algo nuevo, distinto,
unitario, de extremada concisión dramática y en
buena parte lo consiguió: “una ópera experimental”, en palabras de Degrada, un drama a lo Séne-
tica culpable de todo, mientras su marido todavía encuentra al final tiempo de morir como un
héroe en el campo de batalla. Las escenas más
sos y crueles pero dubitativos y para ello cuajó la
partitura de minuciosas anotaciones (voce cupa,
soffocata, sotto voce, voce spiegata, tutta forza,
con slancio, etc), que modelan adecuadamente
la expresión, aunque en bastantes ocasiones los
resultados sean inferiores a las pretensiones y la
inspiración no se consiga por igual. Falta, como
apunta Mila, esa vibración humana, ese amor que
anima el arte del mejor Verdi. En esta ópera los
personajes se mueven y sufren en una pasión que
es su propia encarnación, pero están cerrados al
amor y al dolor. Pero Macbeth, pese a sus carencias, a sus artificios, a sus irregularidades es una
obra apasionante en la que, incluso, encontramos
páginas de enorme contenido emotivo y musical;
como el aria La luce langue, del segundo acto,
que no figuraba, en efecto, en la partitura primitiva y que constituye un modelo de libre y original
discurso, que une un desarrollo magistral, con un
recitativo acompañado maravilloso, a un despliegue vocal de altos vuelos. O la famosa escena del
sonambulismo del principio del cuarto acto, un
número delicadísimo y onírico de notable dificultad de ejecución para la soprano protagonista.
Son, por supuesto, de excelente factura los grandes finales de los actos primero y segundo, brillantes y tópicos, más el primero que el segundo,
en la mejor tradición del Verdi guerrero, el coro
de los prófugos escoceses y el himno de la victoria
que cierra la ópera.
ca releído según los esquemas culturales de moda
para unir el mundo de las brujas a las creencias
contemporáneas y a las tradiciones populares, fabricando una metáfora horrible y grandiosa de la
conciencia atormentada del protagonista. Una especie de intuitiva y sui generis Gesamtkuntswerk
wagneriana. Se establece la unión entre canto,
declamación, parlato, gesto escénico y se plantean nuevas relaciones entre música y drama.
Tenemos aquí la búsqueda del nuevo ideal: “La
palabra escénica”.
No hay duda –y lo dicho es una prueba másde que Verdi supo extraer del original shakespeareano lo más substancial para la construcción de
una obra en la que puso especial interés y cuidado: “Para ti este Macbeth, ópera que tengo en más
alta estima que otras mías”, escribió en la dedicatoria a su viejo maestro Antonio Barezzi. Además
de los factores relacionados con lo fantasmagórico o lo sobrenatural, le atraía el estudio de dos
caracteres tan atribulados y complejos como los
de Macbeth y su mujer. El primer aspecto aparece
representado por las brujas –muchas más de tres-,
descritas, como todo lo que las rodea, con una
escritura musical eficaz, aunque un tanto primaria y pueril a veces, en una búsqueda de una imposible mezcla de lo burdo y lo sublime, que no
siempre es convincente y puede resultar tópico.
El segundo sirve a Verdi para realizar lo que él
llamaba un estudio anímico de esas dos figuras
centrales, en una clara voluntad de alejarse de lo
que hasta entonces había venido siendo en sus
óperas un espectáculo teatral ilustrado.
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Las brujas aparecen en dos momentos clave, en el primero y en el tercer acto, un elemento
que contribuye a establecer la simetría interna
El músico de Le Roncole deseaba profundizar en las psicologías de esos dos seres ambicio
La figura de Macbeth está asociada a la secuencia fa mayor-fa menor, mientras que la de la
mayor-menor se conecta con Escocia, su trono, el
rey o el pueblo, lo que demuestra la importancia que
para el compositor tenía en esa segunda etapa la idea
de nación por encima de la figura singular del protagonista. Además de la relevancia fundamental de
esa tonalidad de fa mayor en la obra, sobre la que se
enfatiza sobremanera (preludios de apertura de los
actos I y II, los Finale de los actos II y III y los dúos
del primer acto, Due vaticini y Fatal mia donna), hay
que añadir, subraya Martin Chusid, en la versión
del 65, el nuevo énfasis que se da a la mayor: coros
de apertura de los actos I y IV, Finale del acto IV. Y se
prepara “magnéticamente” al auditor para los nue-
de la obra, que propone un estructura ternaria
de cada uno de los cuatro actos, con escenas estratégicamente distribuidas, algo que otorga aún
mayor solidez a la versión para París de 1865, que
es la que se suele interpretar hoy en día, y que
establece un cuadro de tonalidades muy bien
pensado. Al comienzo del acto II, la nueva aria
de Lady Macbeth, la mencionada La luce langue,
en mi mayor, siguiendo al preludio en fa mayor,
promueve una secuencia tonal (fa-mi) paralela
a la que se emplea en el segundo Finale, en la
escena del banquete. Como resultado del nuevo
dúo final, Ora di morte e di vendetta, en fa, esa
misma tonalidad forja la versión revisada del acto
III, aunque ahora en orden inverso.
vos acentos sobre ese la del acto cuarto otorgando
relieve en los dos actos precedentes a mi, dominante de la. Un rasgo técnico que avala el conocimiento
del compositor y demuestra su instinto operístico es
el empleo de una gigantesca variación en torno a la
célula de un semitono, que encontramos hábilmente aplicada en numerosas ocasiones. Por ejemplo, en
las primeras palabras pronunciadas por las brujas,
Che facesti? O en ese angustioso Tutto è finito de
Macbeth –con voce soffocata e lento- tras dar muerte
a Duncan y que aparece a veces en su inversión. Si
hablamos de elementos utilizados a guisa de células
temáticas o referencias temáticas recordemos las escalas de fusas conectadas con el crimen: preludio o
comienzo de la escena del sonambulismo, por ejemplo. Importante es el uso del cromatismo, mediante
el que se propone una distorsión expresionista de las
funciones tonales y que condiciona las relaciones de
la voz con la orquesta, creando, con la bien elegida y
siniestra tímbrica, una ambigüedad más conforme
a la aridez seca y triste del choque explosivo, de la
descarga eléctrica propia de Shakespeare, que de la
estética romántica en sentido estricto.
farrias, atravesadas por rápidas figuraciones de las
maderas, con el piccolo en primer plano.
En tercer lugar aparece punteado un juego
de semicorcheas paralelas conformando un tejido polifónico a dos voces que reaparecerá en la
escena del sonambulismo y que es cruzado por
una nueva batería de metales, lo que conduce a
la cuarta sección, una melodía implorante, antecedente claro de la que protagoniza el preludio de
La Traviata, sostenida por el arpa, dolcissimo. La
quinta parte es una urgente progresión en tutti,
que parece anunciar el espanto que está por venir. Finalmente, llegamos, tras un largo silencio,
a una repetición de la triste melodía en una instrumentación más ligera. Trinos de mal auspicio
preceden a un cierre que deja todo en suspenso.
La verdad es que la aparición de las brujas
produce una cierta perplejidad tras ese preludio
tan climático. Es muy banal el tratamiento que
Verdi da aquí a lo fantástico. Aunque no cabe descartar que la banalidad sea buscada. Son tres grupos que se reparten en la escena y que siguen un
canto acompasado y alternado. Leclercq apunta
sagazmente una conexión con ciertas músicas de
Rossini y con las “evocaciones sulfurosas” de la
Sinfonía Fantástica de Berlioz, editada en 1845.
Y no hay duda de que Verdi recuperará este colorido orquestal para la secuencia de la tempestad
de Rigoletto.
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Es básico para establecer las coordenadas
temáticas y atmosféricas de la obra estudiar algo
detenidamente el breve preludio del primer acto,
que puede dividirse, y en eso seguimos parcialmente a Leclercq, en seis secciones. Los primeros
diez compases contienen una escala bulliciosa
que parte del reposo y se instala sobre la dominante de do. Unos trinos más bien vulgares insinúan el misterio. El segundo segmento viene
constituido por un declamatorio forte de las fan-
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Hay una serie de escenas, de secuencias, de
momentos que marcan la grandeza de la obra y
establecen su categoría de partitura hasta cierto
solapan. Frente al canto spianato de él, las ágiles
exclamaciones de ella. Rompe la tercera sección en
Allegro, 6/8, Il pugnal là riportate, donde la Lady
intenta recuperar el equilibrio y hacer desaparecer las huellas del crimen. El diálogo es abrupto
y con él se mezclan, de repente, los golpes sordos
en la puerta del castillo, que recuerdan a muchos,
lógicamente, los del Comendador en la penúltima
escena de Don Giovanni de Mozart. Las dos voces
se entrecruzan y persiguen en un Presto alla breve,
Vien altrove, ogni sospetto, envueltas en el terror y
la angustia, casi fuera de sí. La escena concluye en
pianísimo, insensibilmente ed allargando.
punto rompedora, nueva, original. Por ejemplo,
el dúo, arriba enunciado, Fatal, mia donna, que
comienza justamente tras pronunciar Macbeth
la frase más atrás citada, Tuttto è finito. Sobre el
susurro de la célula de un semitono, que antes
señalábamos como fundamental en el desarrollo
de la ópera, se inicia este impresionante fragmento, en compás de 4/4, que debe ser dicho por los
dos cantantes, como pide Verdi, sotto voce y muy
sombríamente a excepción de unas pequeñas frases en las que se exige voz desplegada.
Francesco Degrada pone mucho énfasis en
señalar el estilo de canto, verdaderamente declamado, en un proceso muy realista de enunciar
la palabra siguiendo un juego de medias tintas
vocales, lo que provoca a su vez un empleo extremadamente selectivo de la orquestación: sordinas, maderas a media voz, timbales discretos…
La conducta vocal de ambos cantantes va divergiendo poco a poco en el servicio a una melodía
móvil y progresiva, que avanza sin desmayo. Macbeth, noble y expresivamente, expone sus cuitas,
mientras su esposa se muestra a cada paso más
nerviosa y agitada, lo que se marca muy bien en
su escritura cuajada por momentos de agilidades
y anotada leggera.
Otro fragmento singular, que exige la
participación de una soprano de enormes facultades vocales y dramáticas, es la famosa escena
del sonambulismo, Una macchia… e che tuttora,
un número capital, ya que muestra el terror, el
remordimiento, la locura, la vigilia inacabable,
la derrota y la desolación, todo a la vez, gracias
a una escritura magistral. Hasta seis partes pueden establecerse en esta página, en la que, según
Leclercq, Verdi logra por primera vez en el tratamiento de una gran aria la fusión de la forma estrófica con una más continua, durchkomponiert,
de una aplastante modernidad. Las estrofas en la
tonalidad general de re bemol mayor tienen un
tratamiento individual. No poseen la misma duración musical, pero utilizan una fórmula tipo en
el acompañamiento. Entre unas y otras se establece una separación marcada por la intervención
de dos personajes secundarios, el ama y el médico, que hablan del estado terminal de la dama.
Tras este doble monólogo de incomunicados, sobreviene la segunda parte del número, Allor
questa voce, Andantino, 3/8, en la que Macbeth
revive las palabras de las brujas y sus negros presagios, con el concurso otra vez de la célula de un
semitono. Se abre un diálogo muy moderno, en
el que la Lady, fingiendo una fuerza que en realidad no posee, afirma su seguridad en el proceso
acometido. Dos líneas melódicas se cruzan y se
Para Gabriele Baldini esta escena es una
de las más originales. Es, como otras partes de la
que inaugura la frase de Macbeth Finchè appelli,
silenti m’attendete.
obra, un fragmento de misterio y suspensión, en
donde retorna la bella frase desconsolada de los
arcos que se anunciaba, como hemos visto, en el
Preludio. La soprano hace su aparición en un andante sostenuto enunciando una curiosa frase que
tiene algo de burlón. La obstinación con la que
se presenta una y otra vez en vientos y cuerdas
subraya ese aspecto sorprendentemente irónico;
pero, es, mantiene el citado estudioso, una ironía
surreal, como suspendida. Lady Macbeth canta
este arioso como ida, ausente, lo que contrasta
con el aparente significado de la música; de ahí
el sentido trágico que envuelve a esta secuencia
singular. Sin embargo, puede decirse que la página tiene más de aria de bravura que de abandono
y, en todo caso, va mucho más allá de cualquier
convención. La atmósfera suspensiva se desvanece al tiempo que la cantante ha de emitir, en
pianísimo, un re bemol agudo, en un fil di voce.
Una proeza que pocas aciertan a realizar. De las
sopranos de la era moderna, solamente Callas ha
cumplimentado esa exigencia con éxito.
Tras una breve y nueva intervención delle
streghe, poco più lento, sobreviene un andante
maestoso y ellas mismas introducen la primera
de las apariciones, realizada bajo un tema que
establece una sorprendente combinación de dos
oboes, dos fagotes, un contrafagot y, he ahí la
novedad, seis clarinetes. Macbeth reacciona con
expresivos declamados envueltos en unos efectos
sonoros que, en algún instante, pueden recordar,
es verdad que lejanamente, a la lúgubre atmósfera de la Cañada del Lobo de Der Freischütz. El
incesante desfile de imágenes va reforzada por
las oportunas modulaciones, a medida que van
surgiendo los ocho reyes. Anotemos la admirable
orquestación, con los vientos como protagonistas, en el punto en el que Macbeth pronuncia las
palabras La caldaia è sparita y se escucha el sonido de una cornamusa al tiempo que aparecen
los escoceses con el fantasma de Banquo. Una
página, dice Baldini, que otorga todo el sentido
de “misterio fumoso y de suspensión de la realidad”. Las exclamaciones de Macbeth explotan
en un grito (Muori, fatal progenie!) sobre la incesante repetición del ritmo de las brujas –dos
semicorcheas-corchea- y alcanzan su cénit en un
expansivo dibujo melódico (Ah! … che non hai tu
vita!) que concluye en progresivo impulso cadencial que lleva a la música a la calma. La escena se
remata con un coro de espíritus danzantes, allegretto de muy ligeras hechuras.
Los musicólogos ensalzan habitualmente
la construcción y orquestación, el clima del tercer
acto, en el que se aprecia el genio de un compositor que, en cierto modo, todavía estaba aprendiendo y buscando caminos de perfección. La
primera escena está considerablemente alterada
en la versión de 1865 respecto a la de 1847. Y no
solamente por la presencia del ballet, que se suele
dar pocas veces. La música inicial, tempestuosa y
agitada, allegro vivacissimo, marca el regreso de
Macbeth a las brujas. El vals subsiguiente tiene
mucho de macabro y, en una atmósfera similar,
encaja perfectamente. Escena de las apariciones,
Contraste vívido con la escena y dúo subsiguiente entre Macbeth y su esposa, que es una
solución adoptada para la segunda versión. En la
primera Verdi había escrito una cabaletta, Vada
in fiamme e in polve cada/l’alta rocca di Macduffo, pero luego la rechazó por considerar que no
encajaba con la entraña dramática del momento,
aunque aisladamente pudiera tener valor. El dúo
sustitutivo posee fuerza, es conciso, febril, tenso
e intenso. Las dos voces han de cantar nerviosamente. La página se inicia con un recitativo, en el
que Macbeth da cuenta de la experiencia vivida.
Se escuchan tres secciones consecutivas. En la
primera, allegro assai, en fa menor (Ora di morte)
las dos voces se van alternando en intervalos de
dos compases, sostenidos por ritmos punteados.
La exclamación Vendetta!, por tres veces, cierra
esa sección inicial. La segunda, en si bemol mayor,
Poco ritenuto, sobre las mismas palabras, las dos
voces cantan paralelamente en pianísimo. Con
voz retenida, indica Verdi. La tercera (L’impresa
compier) retoma al fa menor y el tempo agitado y
culmina en un estruendoso do 5 de la soprano.
es inmediato: voces solas (O, gran Dio, che n’e cor
penetri), en alternancia con las del grupo coral,
que repite las mismas palabras. Un pasaje en pianísimo que entusiasmaba a Francis Toye. Enseguida el grandioso L’ira tua formidabili è pronta,
que marca, como señala con ingenio Osborne, un
swinging, un balanceo verdaderamente singular.
El número concluye en un allegro tutta forza (Sul
primo uccisor), un remate colosal con la exclamación postrera Gran Dio!
Queremos destacar también la escena
protagonizada por el coro de prófugos escoceses, con la que da comienzo el cuarto acto,
escrita de nuevo cuño, casi totalmente, para París. Es un andante doloroso que no deja de tener su valor musical y que mantiene un acompañamiento por semitonos descendentes que
subraya esa actitud. Indicaciones de come un
lamento, tristissimo, dolente o morendo nos dan
la clave expresiva. Antes del exultante y patriótico coro conclusivo del cuadro se abre el espacio para el aria de tenor, una bella y clásica página, Ah, la paterna mano, que exige una buena
línea de canto y una “expresión melancólica”,
la propia de alguien que llora la muerte de sus
hijos. El final es quizá uno de los números más
flojos, una cabaletta, allegro maestoso, “con
entusiasmo”, llamando a las armas, en la que
campanean las voces de Macduff y Malcolm, el
hijo del rey asesinado.
(SBOEFTDPODFSUBUJ
Se ha hablado, y bien, repetidamente, de
la orquestación, pero hay que resaltar también
el magnífico tratamiento dado a los coros, de los
que tenemos buenas muestras en la variedad de
números destinados a las brujas, y la planificación soberana de los grandes concertati. Por ejemplo, el que cierra el primer acto, tras la noticia de
la muerte del rey, Schiudi, inferno, un adagio que
ha de sonar fortissimo y en el que solistas y coro
han de mostrar, pide Verdi, stupore universal, coronado en su primera parte por todo lo alto, nada
menos que con un do 5 de Lady Macbeth, que ha
de campanear sobre los conjuntos. El contraste
Unas palabras para referirnos por último
al final de la ópera. Verdi decidió, en contra de
su costumbre, colocar una fuga en la secuencia
de la batalla, redactada de nuevo cuño para París.
El compositor estimó en este caso, sin embargo,
que tal forma musical “podía convenir” gracias al
juego establecido entre sujetos y contrasujetos y
al choque de disonancias. Con todo el pasaje no
es especialmente afortunado para Degrada por lo
problemático que resulta rendir una audición clara en su combinación con las voces de Macbeth y
Macduff. Pero deja vía libra para el grito de la victoria y la “progresiva expansión del tema coral de
las féminas en una frase legata e dolce, que rinde
casi visualmente el sentimiento de liberación de
la opresión y de elevación hacia un horizonte más
libre y más sereno”.
-PTUJQPTWPDBMFT
La interpretación de la ópera es enormemente dificultosa. Los dos cantantes principales
en Florencia fueron el barítono Felice Varesi y la
soprano Marianna Barbieri-Nini. La labor de ensayos fue extensa y exigente. La soprano contaba que la mencionaba escena el sonambulismo
le había llevado cerca de tres meses de ensayos:
“de la mañana a la tarde intentaba imitar a los
que hablan durmiendo, que articulan palabras,
como me decía Verdi, sin casi mover los labios,
mento ha de unir una flexibilidad y facilidad para
la coloratura propia de una lírico-ligera. Un canto
extremadamente exigente, que sólo sopranos muy
duchas han podido vencer con desahogo. Estamos
ante uno de los personajes femeninos más apasionantes del músico; pocas lo han cumplimentado
como se debe. La Tadolini, prevista en un principio, fue rechazada porque “cantaba demasiado
bien” y finalmente fue Marianna Barbieri-Nini,
que había creado Lucrezia y crearía de inmediato
la Medora de Il corsaro, la elegida por Verdi. Vieni
t’afretta, cuajada de virtuosismos, La luce langue
y sobre todo la extensa escena del sonambulismo,
estudiada más arriba, son tres de las arias más difíciles para una soprano de este tipo, propio de una
falcon con agilidades o de una voz tan singular y
un temperamento tan talentoso como el de Maria
Callas. Un carácter vocal que ya no volvería a aparecer en la obra verdiana, a no ser, si se quiere, en la
parte de Elena de Les vêpres siciliennes.
dejando inmóvil las otras partes del rostro, incluyendo los ojos.” El mismo día del estreno el
exigente compositor hizo vestirse a los dos cantantes para ensayar de nuevo con el piano poco
antes de salir a escena.
El personaje de Macbeth es probablemente
el más dramático escrito por Verdi para un barítono.
El manejo de un lenguaje a veces musitado, de un
canto variado y coloreado al máximo, necesitan desde luego de un artista de primera fila, de un actor,
de un fraseador consumado, revestido además de un
timbre a ser posible oscuro, de un instrumento denso y fornido, de un caudal importante. En ciertos
aspectos anticipa la línea de algunas partes de los
barítonos de mayor carácter del compositor, como
Rigoletto, Amonasro, Carlos de Vargas o Renato; y
avanza algunas de las maneras de figuras wagnerianas, así Sachs o, salvando muchas distancias, Wotan. Puesto que, hay que insistir, estamos ante una
personalidad decididamente dramática, e incluso
heroica dentro de la literatura verdiana. El atribulado y nervioso Macbeth es un hombre en permanente contradicción, lleno de remordimientos y a
merced de su ambiciosa y convincente esposa. Sin
embargo, ha de cantar, con línea y legato adecuados,
la hermosa página Pietà, rispetto, amore. Y, naturalmente, apretarse los machos en la escena de las apariciones del comienzo del tercer acto.
No hay mucho que decir de las demás voces protagonistas, en realidad, dos, la del tenor
Macduff y la del bajo Banquo. El primero, creado en 1847 por Angelo Brunacci, ha de mostrar
su línea en el aria del cuarto acto y mantener la
afinación en los pasajes a cappella del finale del
primero. Tenor lírico.
El segundo, cantado en Florencia por Nicola Benedetti, goza de otra página a solo, un aria,
Come dal ciel precipita, poco antes de caer asesinado, que es una de las mejores que el compositor
escribió para la cuerda. Redactada en dos partes,
sin da capo, muestra bien el ánimo tembloroso
del personaje, que se sabe acechado y quiere ante
todo salvar a su hijo. Ha de ser coronada por un
Lady Macbeth, mujer ambiciosa, insinuante, calculadora y sanguinaria, que es quien mueve
los hilos de la trama y la que “obliga” a su marido a
cometer los asesinatos en ese largo deambular nocturnal en pos del poder, requiere asimismo una voz
de recio dramatismo. Es una dramática de agilidad,
ya que a la amplitud, a la dimensión de su instru
–
robusto fa agudo. Una página que, según descubrió Degrada, se añadió a la partitura poco antes
del estreno florentino y que cumple un papel dramático-estructural. El texto es de Andrea Maffei.
Pide un sólido bajo cantante.
Francis Toye: Giuseppe Verdi. Vintage Books. Nueva York. 1946.
–
Charles Osborne The Complete Operas de
Verdi. Victor Gollancz Ltd. Londres. 1969.
–
#JCMJPHSBG­B
Massimo MIla: El arte de Verdi. Alianza
Música. Masdrid. 1990.
–
Fernand Leclercq: Macbeth. Guide des
Opéras de Verdi. Fayard. París. 1990.
–
–
Francesco Degrada: Macbeth. L’Avant Scéne, nº 40. París. 1982.
–
–
VVAA: Macbeth. A Sourcebook. Edición
David Rosen y Andrew Porter. Cambridge
University Press. Nueva York. 1984.
Gabriele Baldini. Abitare la battaglia. Garzanti. Milán. 1983.
Franco Abbiati: Giuseppe Verdi. 4 Vol. Milán. 1959
–
Partitura Macbeth: Kalmus Voical Scores.
Nueva York
5IFQFSGFDUBNFSJDBO
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Director musical: Dennis Russel Davies
Director de escena: Phelim McDermott
Escenógrafo y figurinista: Dan Potra
Coreógrafo: Ben Wright
Vídeo: 59 Producctions
Director del coro: Andrés Máspero
Walt Disney: Christopher Purves
Roy: David Pittsinger
Dantine: Por determinar
Hazel George: Janis Kelly
Lillían Disney: Marie McLaughlin
Sharon: Sarah Tynan
Lucy: Nazan Friket
Andy Warhol: John Easterlin
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Enero: 22, 24, 27, 30 / Febrero: 1, 3, 4, 6
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
#SFWFBQSPYJNBDJ§OB
QIJMJQHMBTT
Boulanger. En Francia, inició un periodo de
trabajo muy estrecho con Ravi Shankar, época
muy importante para el devenir de su peculiar
estilo. En 1966 viajo a la India, donde se hizo
budista.
Con ocasión del estreno mundial de la ópera The perfect american de Philip Glass en el Teatro Real, basada en la figura de Walt Disney, les
proponemos un breve esbozo del autor.
Philip Glass (Baltimore, 31 de enero de
1937), compositor estadounidense de música
minimalista. Alumno de la famosa escuela Juilliard, donde fue alumno de Darius Milhaud.
Posteriormente estudio en Paris con Nadia
A su vuelta a Nueva York, en 1967, empezó a escribir piezas en modo muy austero,
dejando atrás y olvidando sus composiciones
anteriores.
Gama en colaboración con Wilson, encargo de
la Comissao Nacional para a Comemoraçao dos
Descobrimentos Portugueses (EXPO´98) y que
coproducida por la Fundación Teatro Real, se
representó en el Teatro Real de Madrid (Corvo
branco) en noviembre de 1998, durante seis representaciones.
Según la autora del libreto, Luisa Costa
Gomes, en el programa editado por el Teatro
Real de Madrid, “la obra no busca ningún rigor
histórico. Antes al contrario, busca hacer una
reflexión abierta sobre la propia noción de descubrimiento”.
“Personaje difícilmente clasificable, cofundador del minimalismo, colaborador de célebres
estrellas del pop y prolífico operista”, según la
expresión empleada por el escritor y compositor
José Manuel Berea, en un excelente artículo, que
recomendamos, así como el citado programa con
otros artículos, para aquellos que quieran conocer
más sobre la obra de Glass, publicado en el citado
programa del Teatro Real.
En 1968, formó su propio grupo musical el
Philip Glass Ensemble, en el que incluyó órganos eléctricos, sintetizadores, flautas, saxofón y
voces.
Philip Glass ha compuesto más de 20 operas, nueve sinfonías, conciertos para violín, piano,
saxofón y orquesta y numerosas colaboraciones
con el mundo del cine, (música para La bella y
la bestia de Jean Cocteau, Las horas, Notes on a
scandal, Kundun, etc.) que le valieron varias nominaciones a los premios Oscar y Bafta).
El primer reconocimiento a su obra lo logró con su ópera Einstein on the beach, un alegato
antinuclear, que fue estrenado en España en el
Liceu de Barcelona, y representada en Madrid en
octubre de 1992, en el Teatro de la Vaguada. Con
esta obra comenzó su colaboración con el director escénico Robert Wilson.
A principios de los noventa Glass, acometió dos importantes proyectos, uno sobre
Cristobal Colón, encargo del MET, y el segundo sobre los descubrimientos de Vasco de
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Director musical: Sylvain Cambreling (23, 26, 28, 2, 4, 6, 9)
Till Drömann (12, 15, 17)
Director de escena: Michael Haneke
Escenógrafo: Christoph Kanter
Iluminador: Urs Schönebaum
Director del coro: Andrés Máspero
Fortepiano (continuo): Eugéne Michelangeli
Fiordiligi: Annett Fritsch
Dorabella: Por determinar
Ferrando: Juan Francisco Gatell
Guglielmo: Andreas Wolf
Despina: Kerstin Avemo
Don Alfonso: William Shimell
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Febrero: 23, 26, 28 / Marzo: 2, 4, 6, 9, 12, 15, 17
19:00 horas; domingos, 18:00 horas
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'FSOBOEP'SBHB
pues, aparecen con el uniforme militar endosado. La despedida es emocionante, aunque parten
hacia la batalla con la serenidad propia del buen
soldado. Las parejas se intercambian tiernos y
prolongados abrazos antes de que ellos embarquen rumbo a la aventura. Don Alfonso y las dos
muchachas les desean una feliz travesía. A solas
el viejo filósofo se regocija de su futuro triunfo.
La acción transcurre en Nápoles.en el siglo
XVIII.
"DUP*
En un café napolitano dos oficiales, Guglielmo y Ferrando, hablan con el viejo filósofo
Don Alfonso sobre el amor. Los dos muchachos
aman respectivamente a Fiordiligi y Dorabella
vanagloriándose de su fidelidad. Escéptico, Don
Alfonso asegura que la fidelidad de las mujeres es
como el ave Fénix que todo el mundo habla de
ella pero jamás se la ha visto. Primero irritados,
luego más conciliadores, los dos enamorados hacen una apuesta con el descreído viejo. Guglielmo y Ferrando aceptan las condiciones de Don
Alfonso en el plan que éste destina a demostrar
que las mujeres, si las circunstancias lo permiten,
no son fieles. La escena se acaba en plan jocoso.
Despina, la descarada criadita de las dos
hermanas, se lamenta de lo poco interesante que
es su vida laboral. Cuando entran sus amas en lamentable situación personal por la partida de sus
amantes, la criada no puede evitar manifestarles
sus cínicas concepciones: si pierden en la batalla a
sus pretendientes les quedan con vida el resto de
la humanidad masculina. Además, ante el peligro
de que en la ausencia ellos le sean infieles, ellas
tienen la oportunidad de ser libres para hacer lo
mismo. La reacción de las dos muchachas es, desde luego, de noble y altisonante rechazo.
Los jóvenes convencidos de que ganarán la
apuesta; el viejo de que el vencedor será él.
Don Alfonso, con dinero, ha sobornado a Despina para que le facilite las cosas. La criada accede,
claro está, de buena gana, sin reconocer a Ferrando
y Guglielmo que, disfrazados de albaneses, entran
en la casa. Fiordiligi y Dorabella, percibidas de esa
inesperada presencia, quieren echar a la calle a los
intrusos. Estos se deshacen en palabras amorosas
hacia las ellas. Fiordiligi les lanza un discurso donde
se compara como una roca de invencible constancia. Guglielmo le replica alabando sus cualidades y
En un jardín al borde del mar, en casa de
Fiordiligi y Dorabella, las dos hermanas de Ferrara, contemplan con amoroso deleite las imágenes
de sus pretendientes, un poco inquietas de pronto al comprobar que aún no se han presentado.
En su lugar aparece bastante agitado Don
Alfonso con una noticia que las derrumba. Una
orden gubernativa convoca a los muchachos para
que se incorporen al servicio militar. Los dos,
mayor peligro. Ella elegiría al morenito, es decir, Guglielmo; Fiordiligi el rubito, o sea, Ferrando. Oportunamente, Don Alfonso les avisa de que en el jardín
se ha montado un espectáculo en su honor.
las de su compañero. Llenas de indignación, las dos
muchachas se retiran a sus aposentos.
Ferrando y Guglielmo creen completamente ganada su partida, pero Don Alfonso no
les permite que canten victoria todavía. Queda
todavía mucho por hacer.
En efecto, los admiradores albaneses han
montado una fiesta y acompañados de un grupo
de músicos entonan una serenata, mientras cubren
de flores a las dos jóvenes. Despina y Don Alfonso,
ante la timidez de las homenajeadas, toman por
ellas la palabra y aceptan la celebración. Fiordiligi
se aleja paseando en compañía de Ferrando, dejando a solas a Guglielmo y Dorabella. Con edulcoradas palabras Guglielmo le hace entrega de una
colgante que intercambia con la muchacha por el
retrato que ella guardaba de Ferrando. Dorabella
está, de hecho, prácticamente en el bote.
El filósofo interroga a Despina acerca del
estado de ánimo de sus señoras. La criadita que
se burla de la actitud de aquellas se pone de parte
de los albaneses.
A Fiordiligi y Dorabella no les queda otro
recurso que lamentarse de la situación. Sin novios,
sin esperanzas de un pronto regreso, encima teniendo que soportar a esos individuos estrafalarios
que las pretenden. Estos, de pronto, entran en un
estado lamentable de agitación. Dado el rechazo
de las muchachas han ingerido un potente veneno
para que les libre de una vez por todas de tanto sufrimiento. A las llamadas de auxilio acude Despina
disfrazada de doctor. Con un método aprendido
de Mesmer logra salvar la vida a los infelices albaneses. Fiordiligi y Dorabella, un tanto enternecidas por los acontecimientos, rechazan no obstante
besar a los muchachos volviendo a demostrar hacia
ellos el mismo rechazo del principio.
No es el caso de Fiordiligi que, indignada
por los requiebros de Ferrando, entra precipitadamente sin querer escuchar más sus apasionadas
expresiones de cariño. A solas, quisiera reunirse
con su amado en el campo de batalla, renovándole sus promesas de amor.
Ferrando y Guglielmo intercambian sus experiencias. Ferrando entra en un ataque de ira al ver en
manos de su amigo su propio retrato, el que intercambió
con Dorabella. Se lanza a volcar sus reproches y amargura, mientras Guglielmo se vanagloria de su conquista.
Don Alfonso espera nuevos acontecimientos.
"DUP**
Despina, cínica como ninguna, mientras
ayuda a sus señoras a acicalarse, elogia sin tapujos la frivolidad, dándoles una serie de consejos
apropiados para que las señoras saquen provecho
de la presente situación que están viviendo.
Despina está contenta por la rendición de
Dorabella. Entretanto Fiordiligi se sume en un
mar de dudas. Para salir de las mismas decide viajar hasta donde se encuentra su prometido. Pero
en esto vuelve Ferrando a atacar y Fiordiligi, derrotada, no tiene fuerzas para resistírsele.
Dorabella es la primera en demostrar síntomas de deshielo. Se podrían divertir un rato, sin
Ahora es Guglielmo es que estalla en improperios ante la deslealtad de Fiordiligi. Don Alfonso
que ha ganado la apuesta, conciliador, le calma. Es
el momento ahora apropiado para que las dos parejas formalicen ante notario su matrimonio.
de las novias: mohínas y mudas parecen no disfru-
Despina, exultante, organiza la celebración
nupcial. Las dos parejas beben, felices y esperanzadas. Despina, ahora disfrazada de notario, formaliza la relación. Nada más acabada la misma, un
coro militar que antes les despidió anuncia ahora
el regreso de los dos prometidos. La situación es
terrible. Las jóvenes ocultan a los albaneses.
Guglielmo. Más muertas que vivas, Fiordiligi y
Ferrando y Guglielmo aparecen con el uniforme militar. Están perplejos por el recibimiento
ríen y aceptan sin más lo que ha pasado. Lo que
tar del reencuentro. Uno de ellos descubre a Despina vestida de notario y ésta dice que viene de un
baile de disfraces. Don Alfonso deja caer como si
nada el contrato de bodas que es descubierto por
Dorabella no aciertan a dar una explicación de sus
conductas. Don Alfonso aclara la situación y hace
que Ferrando y Guglielmo medio se disfracen de
nuevo de albaneses. Es el momento en que todo se
aclara. Las parejas vuelven a recomponerse y todo
lo sucedido se asimila de buena manera. Todos
sucederá después queda en el aire.
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de lo que tantos analistas han afirmado, sepa plegarlo como un guante a su música, salvar el vacío
que aparentemente pudiera existir entre palabra
y música. Es el mismo profesional impecable que
estrenará a pesar de los pesares La clemenza di
Tito al año siguiente, el de su muerte.
En diciembre de 1789, Mozart le pide prestados cuatrocientos florines a un compañero de
logia masónica que conoce su situación económica pues él mismo se la ha contado “con toda
confianza”. Al mes siguiente, le promete, cobrará
doscientos ducados por su nueva ópera y podrá
saldar su deuda. A continuación le dice que no
podrá verle al día siguiente pero que el jueves le
invita –“a usted solo”- a ir a su casa, a las diez
de la mañana, para asistir a un pequeño ensayo
de la citada ópera. “Sólo he convidado a usted y
a Haydn”, advierte –según David Wyn Jones, la
presencia de Haydn tendría que ver también con
algún plan para Eszterháza. Finalmente concluye
haciendo referencia a unas cábalas de Salieri que
“han caído todas en el agua”. Pues bien, esa ópera es Così fan tutte, estrenada en el Burgtheater
vienés el 26 de enero de 1790. Estamos, pues, en
los años (1789-1790) de los cuartetos dedicados
al Rey de Prusia –los K588, K589 y K590-, la Sonata para piano en re mayor K576 y el Quinteto de
cuerda K593, es decir, un Mozart serio, en el que
el discurso se ha hecho más denso, en el que el
crepúsculo se acerca por más que en él siempre
haya sitio para la suave melancolía o hasta la alegría un poco excesiva. Un Mozart, también, que
sabe que la ópera es otro medio, en el que hay
que cumplir profesionalmente un cometido que,
en este caso, le viene dado, además, por un libreto
que no ha escogido él aunque luego, en contra
Così fan tutte culmina la trilogía con textos
de Da Ponte –la pareja es ya una máquina muy
bien engrasada- iniciada con Las bodas de Fígaro
y proseguida con Don Giovanni y nace en unas
circunstancias no muy favorables para el autor.
Por otra parte, y en la línea de esas curiosas relaciones entre los creadores –por muchos que esto
estén ya en el mercado y no en palacio- y los poderes públicos, parece ser que fue el mismísimo
emperador José II –admirador de las otros dos
óperas de la trilogía- quien sugirió la trama a los
autores –lo que hoy llamaríamos una leyenda urbana que sin pretenderlo hizo fortuna-, basándose en un episodio, valga decir, galante que había
sucedido poco antes en Trieste y que se comentaba a media voz en los salones vieneses. Da Ponte
no da demasiada importancia en sus memorias
a una pieza que probablemente le parece menor,
menos trabajada, quizá más fácilmente concluida, en relación con las otras dos acciones salidas
de su pluma, empezando con que no la llama por
su primer nombre sino por el segundo: La scuola
dei amanti. Simplemente se refiere a que escribió la pieza para la Fiordiligi del estreno, Gabrieli
estético, como un problema de ajedrez resuelto
con precisión o un experimento de magia bien
ejecutado”. Está claro que Einstein confunde en
su análisis la resolución que él mismo llamaría
mecánica con otra que parece mentira que no advierta y que es más interesante por menos obvia.
La genialidad de ese final está en que mientras
presuntamente cierra la acción evidentemente
abre la imaginación.
del Bene, llamada “La Ferraresa”. Será como si
el desprecio de Da Ponte por su obra y la de Mozart en esa ocasión hubiera sido el pretexto para
una posteridad que nunca verá con buenos ojos
la trama de una ópera que quedará eclipsada por
sus compañeras de trilogía. Así que si vemos por
encima las opiniones de quienes la juzgaron a lo
largo del tiempo siempre pesará como un inconveniente el asunto, como un lastre para esa inspiración mozartiana a la que, sin embargo, se ha
ido haciendo la necesaria justicia, olvidando al fin
que lejos de compartir culpas con su libretista lo
que hace es engrandecer su trabajo y, de rechazo,
el logro conjunto. Es difícil encontrar una prosa
que convenga a la calidad de la música de Mozart, dice Colin Wilson mientras salva a Mörike
y su deliciosa novelita. Tengamos en cuenta que
Mozart ha escrito a las alturas del estreno del Così
diecisiete óperas y que una cierta experiencia a la
hora de superar libretos ya tiene –recordemos los
ejemplos bien evidentes de Mitridate, La finta
giardiniera y hasta, si se quiere, Idomeneo, que es,
sin duda su primera obra maestra en el género.
En el género serio, también y por cierto, que teóricamente abandona ahí hasta la vuelta con ese
testamento todavía tan sorprendente que es La
clemenza di Tito. Y viene a cuenta lo del género
porque Così es una maravillosa muestra de opera
bufa en la que se dan características propias de lo
serio pero retorcidas, agarradas por el cuello como
hiciera Rubén Darío con el cisne. Alfred Einstein,
tan discutible a veces en sus afirmaciones, es aquí
rotundo: “El libreto de Da Ponte es lo mejor que
hizo jamás…, mejor que el de Las bodas o que
el de Don Giovanni”. Bien estuviera dejarlo ahí,
pero sigue: “El final nos proporciona un placer
Quizá sea el momento de recordar someramente de qué va la cosa. Tras una obertura ambiental, nunca anticipadora de temas -eso vendrá
con los románticos- pero tan adaptada al clima
de la ópera como la de sus dos compañeras anteriores, nos encontraremos, si quiere el director de
escena, en un café de Nápoles. Don Alfonso, “viejo filósofo”, a quien suponemos inmediatamente
estar bastante corrido en cuestiones de amor y
envidioso de la felicidad de sus amigos Ferrando y
Guglielmo con sus novias -Dorabella y Fiordiligi,
respectivamente- les propone una apuesta sobre
la fidelidad de estas –y de las mujeres en general.
Ellos, ofendidos y convencidos de que no habrá
engaño por parte de sus adoradas, aceptan. Don
Alfonso trama el engaño, hace creer a las mujeres
que los chicos –muchos peores ellos que ellas a
pesar de la misoginia reinante- se van a la guerra pero los disfraza –siempre el disfraz en estas
últimas óperas mozartianas- de nobles albaneses.
Con la ayuda decisiva de la criada, Despina, las
dos muerden el anzuelo y se prometen a sus nuevos pretendientes. Se organizan las bodas de inmediato y los presuntos albaneses recobran ante
sus novias su verdadero aspecto. Estas quedan
chasqueadas, piden perdón y se casan con los de
está llevando lo serio por otros derroteros y desarrolla un género que en Mozart alcanza su última representación, entra en la vía muerta que,
en su caso, sube al Olimpo. No hay nada igual
después de Mozart. Ni siquiera una consecuencia estilística o una tradición a seguir. Son Gluck
–que muere dos años despues que se escriba
el Così- y Weber –que nace un año antes de la
muerte de aquel- los que abren el camino –el
camino que culmina en Wagner, naturalmentedesde bien distintos presupuestos mientras en
Italia se construirá un modelo distinto desde las
prematuras cenizas de un Rossini todavía vivo.
Sin embargo, si en lo estilístico las óperas de
Mozart aparecen como irrepetibles, más como
verdad cuando iban a casarse con los de mentira.
Así de simple y así de complejo. Volveremos sobre
lo que sucede y cómo lo hace. Lo que está claro
es que la música de Mozart otorga toda la naturalidad posible a lo artificioso del libreto, trasciende
lo anecdótico de un chascarrillo vienés en una reflexión sobre la inconstancia, sobre la volubilidad
del sentimiento amoroso cuando este tiene poco
cimiento. ¿Cómo? Con su música.
Grandes conceptos, como el amor desinteresado, la lealtad o la sinceridad se dan cita
aquí bajo la carcasa de lo festivo aunque bien
puntuados a lo largo del desarrollo con guiños
a lo que podríamos llamar el viejo régimen operístico. Desde un poco antes, ya sabemos, Gluck
Ponte. Y la verdad es que Così, sin llegar a la
adoración que los públicos sienten por Las bodas o Don Giovanni –tres obras shakespeareanas
para Michael Chanan- se ha ido imponiendo
hasta colocarse casi a la altura de sus compañeras –para Wilson, sin embargo, sólo queda un
escalón por encima de Gilbert y Sullivan- y su
libreto nos parece hoy una excelente muestra de
habilidad teatral y, sobre todo, y a estas alturas
del desarrollo escénico de la ópera, una oportunidad de lujo para jugar con los sentimientos y
su ambigüedad. La ventaja de Così en ese punto
es que no se sirve de un mito como Don Juan
quien, nos guste o no su conducta, se ha convertido en un arquetipo. Las bodas son una agudísima crítica social vestida de enredo. Y Così una
mirada hacia el amor en su manifestación más
palmaria y menos heroica –recordemos que los
Massin califican de marionetas a los cuatro enamorados. Es curioso que nadie se haya planteado
una continuación de Così como sí que la hubo
de Las bodas. I due Figaro de Mercadante nos
muestra un protagonista –el antaño enamorado
de Susanna- convertido en un hombre cruel y
un marido repugnante. Chérubin de Massenet
al expaje que sigue enamorado del amor, incurado e incurable. Es difícil, sin embargo, pensar
en una continuación del Così, pues su final abre
todas las posibilidades –por eso también es tan
agradecida para una puesta en escena adecuada,
de Giorgio Strehler a Peter Sellars, de la elegancia napolitana a la cotidianeidad de un diner a
la orilla del mar- a lo que puede suceder en dos
matrimonios que en una jornada han ido del
amor al amor pasando por la infidelidad cruzada. No hay caminos marcados. Lo que sucederá
generadoras de epígonos que como suscitadoras
de un ir más allá imposible por lo que tienen
de intrínsecamente perfecto, cerrado, completo,
en lo escénico aportan, vía Da Ponte, un nuevo
alcance escénico. En el caso del Così parece clara la herencia –mutatis mutandis- de Goldoni y
de Marivaux, es decir, de la evidencia de las miserias humanas domésticamente consideradas a
su puesta en solfa desde una elegancia engañosa, de la burla codificada al guiño galante. Esa
diferencia entre teatralidad y musicalidad que
para Gerald Abraham –su doble y contradictorio ejemplo eran Chaikovski y Cornelius-, hace
ya muchos años, era condición identificativa del
genio operístico y de quien no lo era se hace añicos en el Mozart más esplendente y, por tanto,
también en Così.
El caso es que el asunto del Così, o mejor,
su libreto, no han tenido muy buena fortuna desde su estreno –ya Niemtschek, el primer biógrafo de Mozart, hablará de ello en 1798: “Sorprende que haya podido condescender a desperdiciar
sus divinas melodías en beneficio de un texto
tan miserable. No le era posible rehusar el encargo y el tema, al fin, le venía impuesto”. Josef
Kerman, mucho más modernamente, se refiere
al contraste entre el “material miserable” de Da
Ponte y la “revelación mozartiana” con lo que
concluye que estamos ante una obra que “no es
una de sus mejores óperas pero sí una de sus más
adorables partituras”. Annie Paradis recuerda
que a lo largo del tiempo el libreto fue calificado
de estúpido, inverosímil e inmoral. Y recuerda
que hubo tentativas de rehacerlo. Será E.J. Dent
quien lo reivindique como el mejor de los de Da
en casa pero, a lo que parece, bastante menos en
la calle. Es un personaje que recuerda en parte
a otro igualmente consciente de su condición
de mujer y de su independencia, la Zerbinetta
de Ariadne auf Naxos de Richard Strauss, la que
le dice al compositor que tal y como planea las
cosas no han de salir bien. Y ahí termina la semejanza pues en el fondo Zerbinetta es mucho
mejor chica que Despina. Esta se enfrenta también a algo que ya hemos visto en Las bodas de
Fígaro: la diferencia de clase social. Recordemos
que allí la Condesa se lamenta de “pedir auxilio
a una criada” que, además, es mucho más lista
que ella. Aquí en el Così, Fiordiligi y Dorabella
se sorprenden de que la criada sea tan inteligen-
después de la boda será previsible en función
no de los hechos vistos sino de lo que a cada
espectador le haya parecido la conducta de los
protagonistas, del grado de verdad que encuentre en la resolución del engaño. Pero un engaño
que surge del amor, o de la atracción física, del
descontrol, en suma, de unas intenciones de diversa especie, de la mala baba de Don Alfonso a
las protestas de integridad de Fiordiligi pasando
por las burlas del burlado Guglielmo o por las
artes conocedoras de la condición humana –que
ella dividiría, a su manera, en masculina y femenina- de la criada Despina. Por cierto, es este el
personaje que mejor advierte la realidad de la
vida, que la vive desde su condición subalterna
te –“espíritu infernal”- y de que no les quede
más remedio que seguir sus consejos.
sadas pero fruto del ingenio, de dos conocedores del mundo, de Don Alfonso –seguramente
un desengañado y un resentido cuyo papel debe
cuidarse muy bien el espectador masculino de
asumir, de identificarse con él, pues es más un
cínico que un observador- y Despina –que posee
su propia conciencia de clase como mujer- y el
aria de Fiordiligi, Come scoglio, uno de los momentos fundamentales de la ópera toda, uno de
sus ejes en lo musical y en lo argumental. Y un
ejemplo de cómo se puede acertar de pleno en
un aria que lo único que revela a quienes conocemos la obra es que se trata de un sentidísimo
brindis al sol. Son, los citados, dos universos distintos y, sin embargo, ligados por lo argumental
pues se complementan en su significación a la
hora de dar la razón a los partidarios del amor
o a los del engaño mientras, por lo demás, cada
uno de sus protagonistas se manifiesta como es:
realistas la pareja de medio pícaros –él engañoso, ella directa cara al público y a sus señoras-,
idealista sin motivo la enamorada que piensa resistir como un escollo frente a la marea.
Ronald E. Mitchell asegura que Così es
“una mezcla muy rococó de frivolidad y sensibilidad”. Cuando uno lee una afirmación como
esa da un respingo pero, si se piensa, no está tan
descaminado el musicólogo americano. Lo que
duele, de primeras, es lo de rococó porque tiene connotaciones huecas pero el resto nos suena
tan moderno como certero. No olvidemos que
Mozart vive su época. Lo contrario es como si
renegáramos del galante de los conciertos para
violín porque sólo nos interesara el jupiterino de
las últimas sinfonías o como si cortáramos sus
conciertos para piano con un salchichón y tiráramos a la basura unas cuantas rodajas. Es ese
anhelo por descontextualizar siempre en función del futuro que ya conocemos, el mismo que
hace hablar mal a algunos de El caballero de la
rosa porque interrumpe la presunta progresión
cifrada en Elektra y Salomé. Mitchell da en el
clavo en tanto en cuanto la mezcla está ahí –y
no solo en el libreto, que la ópera son dos cosas.
Y una mezcla, algo habíamos anticipado antes,
que contiene elementos tan dispares como lo
bufo y lo serio y, por tanto, lo transcribe en música a través de fórmulas bufas y semi-serias –¿otra
vez el disfraz, ahora musical como antes escénico?-, acordes con momentos y situaciones. Pero
no creamos que sólo es un cliché. Es también
una crítica al propio cliché, un guiño y la correcta resolución, de época, de un discurso visto
con diferentes perspectivas que han de confluir
en la del oyente y sus códigos. Así, resultan bien
diferentes las conversaciones intrigantes, intere-
Hay momentos como el recitativo de conjunto acompañado -Che susurro! Che strepito!que culmina en el previo al aria citada que nos
lleva a uno de esos momentos inefables, que
aparecen en todas las óperas de Mozart, más allá
o más acá de la pertinencia del conjunto, pero
que contienen una dosis casi letal de genio concentrado a pesar de que pareciera que pretenden
pasar desapercibidos. En Las bodas hay dos muy
evidentes: el aria de Barbarina, L’ho perduta, y
esa apelación irresistible a la danza –con su cita
del fandango- que es el final del Acto II, Ecco la
marcia. En La flauta mágica, el dúo de los dos
hombres con armadura. Aquí es el recitativo citado y, naturalmente, ese Soave sia il vento, con los
violines con sordina, clarinetes y fagotes, cuando acción, transición y drama alcanzan, combinados, sentido pleno –aquí unas se lamentan y
otro, don Alfonso, ríe por dentro. Un sentido, por
cierto, que llega también, no lo olvidemos, de la
propia tonalidad de la obra, nada menos que do
mayor, como Un rapto en el serrallo y La clemenza di Tito –por cierto, como en ella, como en Las
bodas, véase el maravilloso uso del clarinete, esta
vez en el duetto entre las dos hermanas. Y ya que
estamos metidos en tonalidades, recordemos la
exigencia que Mozart plantea a sus cantantes en
este Così en el que los caracteres se miden también por diferencias vocales que corresponden a
las matizaciones de la fidelidad protestada, de
la traición asumida, de la astucia y del disimulo.
Cuando la obra se estrena la tipología vocal de
sus personajes es una y con el tiempo ha variado
hasta encontrarnos con una suerte de obligación
canónica que, por otra parte, tiene que ver tanto con las necesidades de la partitura como con
el cambio en las tipologías canoras. Fiordiligi es
una soprano lírica que debe subir bien pero también tener buenos graves mientras Dorabella es
una mezzo. Despina, una soprano lígera que no
sea necesariamente una soubrette, pues su papel
es el de una lista nada ridícula. Los hombres son
un tenor lírico ligero con agilidad suficiente para
abordar sin problemas Un aura amorosa para Ferrando, un barítono más claro que oscuro para
Guglielmo y un bajo cantante para Don Alfonso. Y todos, siempre y en toda ocasión, con la
capacidad actoral y la pronunciación necesarias
para sacar toda la expresividad posible a unos recitativos que son, como siempre en Mozart pero
quizá aquí más que en ninguna de sus óperas,
absolutamente fundamentales a la hora de ir advirtiendo la evolución de la trama en la conciencia de cada protagonista. Las arias, ya sabemos,
son siempre más un momento de reflexión, una
meditación más o menos dramática acerca de lo
que sucede –no tanto una posibilidad necesaria
de caracterización espiritual, como en el barroco- y, desde luego, la base del éxito de los cantantes. No olvidemos que, por más que Mozart
llame a su música opera buffa y Da Ponte a su
libreto dramma giocoso, en el cartel del día del
estreno la obra se anuncia como Ein komisches
singspiel. Es decir, una pieza musical cómica con
partes habladas.
Uno de los grandes logros del Così es precisamente esa superación del cliché por la vía
del uso de una tradición que lo establecía como
obligatorio por más que a partir de ella el genio
de cada músico –pensemos en ese Haendel al
que tanto admiraba Mozart- hacía de su capa
el sayo que podía. Los personajes de Da Ponte
son en eso un ejemplo en tanto los hombres y
las mujeres revelan un carácter que lejos de ser
unívoco los hace tan flexibles como para que
los sentimientos quepan en ellos y muevan a la
reflexión, a una reflexión, además, no cerrada,
independientemente de que nos gusten más o
menos. A pesar de que el título –como recuerdan los Massin, tomado de una frase de Basilio
en La bodas cuya música pasa a la obertura de
la nueva pieza- quiere ser tan rotundo –así hacen todas- como misógino –no hay que pedirle
heroísmos a Mozart que bastante hizo ya con
Susanna-, la moraleja es más un ejemplo que
una teoría: todo puede terminar así aunque pudiera haberlo hecho peor y hasta quizá este no
es el fin. Con Don Giovanni, sin embargo, no
valen bromas, a pesar de que Mozart amplía la
última escena para que la dureza del infierno
no se haga tan ominosa –y se equivoca dramáticamente, y seguramente él lo sabe. En Las
bodas todos corren a festejar. Aquí en el Così
se toman las cosas por el lado bueno como podían haberse tomado por el contrario pero es
necesario también un final feliz, pues estamos
en una ópera cómica -¿no les recuerda, como
a Donald Mitchell, a El sueño de una noche de
verano de Britten? El juego se resuelve con la
amargura propia de la duda razonable. Se nos
dice que, entre los avatares de la vida, el hombre que no se la toma en serio sabrá encontrar
la felicidad. O, ya lo sabemos, también su propia ruina. No hay, pues, una conclusión moral
–ni un juicio, lo que es más grave pero mejoren este finale que tampoco es el más triunfante
de los mozartianos, reflejo igualmente de que
la procesión va por dentro a pesar de todo lo
que pueda parecer.
#JCMJPHSBG­BDJUBEBFOFTUFBSU­DVMP
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Chanan, Michael: From Handel to Hendrix.
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%POHJPWBOOJ
8PMGHBOH"NBE±.P[BSU
/6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"-
$PQSPEVDDJ§ODPOFM'FTUJWBMEF"JYFO1SPWFODF
Director musical: Alejo Pérez
Director de escena, escenógrafo y figurinista: Dimitri Tcherniakov
Cofigurinista: Elena Zaytseva
Iluminador: Gleb Filshtinsky
Director del coro: Andrés Máspero
Fortepiano (continuo): Eugéne Michelangeli
Don Giovanni: Rusell Braun
El Comendador: Anatoli Kotscherga
Donna Anna: Christine Schäfer
Don Ottavio: Paul Groves
Donna Elvira: Ainhoa Arteta
Leporello: Kyle Ketelsen
Masetto: Eduard Tsanga
Zerlina: Mojca Erdmann
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Abril: 3, 6, 9, 12, 15, 18, 21, 24
19:00 horas; domingos, 18:00 horas
"SHVNFOUP
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Se cambia la escena a una calle donde Don
Juan comenta con Leporello las expectativas de
una nueva aventura que tiene en proyecto. El
libertino, de pronto, se alerta ante la llegada de
una fémina que ha descubierto a través de su fino
olfato para detectar el sexo femenino. Es Doña
Elvira, dama burgalesa, que viene lamentándose
ostentosamente de sus infortunios. Solícito Don
Juan se acerca a consolarla y descubre, malhumorado, que se trata de una de sus conquistas abandonada poco después de la seducción. Soporta
con calma y cierto desdén todos los reproches de
los que es objeto y, en un momento de despiste
de Doña Elvira, huye precipitadamente del lugar
dejándola en compañía de Leporello. A Leporello, por vía de un dudoso consuelo, no se le ocurre
otra cosa que relatar la lista de las mujeres seducidas por su amo. Doña Elvira, pese al amor que
aún siente por quien se ha burlado tanto de ella,
manifiesta sus deseos de venganza.
Tras la obertura que refleja la duplicidad de
elementos que convergen en la partitura, tanto
los cómicos como los trágicos, comienza la acción
en una ciudad española no detallada pero que se
ha identificado por Sevilla, en el siglo XVII.
"DUP*
El primer cuadro tiene lugar en el jardín de
la casa del Comendador en el que Leporello, criado
y confidente de Don Juan, espera a su amo que ha
entrado en la mansión en busca de una aventura. El
criado se queja con cierta amargura de su suerte.
Repentinamente se ve salir de la casa a
Don Juan, ocultando su identidad, a quien Doña
Ana, la hija del Comendador, intenta desesperadamente retener.
Alertado por los gritos de la muchacha, acude el padre espada en mano. En un breve duelo,
Don Juan le hiere mortalmente, huyendo a continuación en compañía de Leporello, favorecidos
los dos por la oscuridad de la noche.
No lejos del lugar, se está celebrando una
fiesta con motivo del próximo enlace de dos aldeanos, Zerlina y Masetto. El jolgorio despierta la
atención de Don Juan, que casualmente pasaba
por allá acompañado por el criado. Enseguida se
siente atraído por la gracia y belleza de Zerlina.
Leporello, por orden de su amo, invita a los aldeanos a continuar la fiesta en su palacio. Masetto
no acepta con agrado las atenciones de Don Juan
a su prometida que parece aceptarlas con sospe-
Doña Ana, que ha ido en busca de ayuda, reaparece con Don Octavio, su prometido,
a quien había confundido con Don Juan al entrar este furtivamente en su alcoba. A la luz de
las antorchas, Doña Ana descubre el cadáver de
su padre. El rastro del asesino, sin embargo se ha
perdido. Fuera de sí, Doña Ana hace jurar a su
prometido que le ayudará a vengarse.
choso agrado. Sus protestas son cortadas de plano
por un autoritario Don Juan. Una vez se han ido
todos, Masetto muy a su pesar, Don Juan comienza a seducir a Zerlina.
La fiesta en el palacio de Don Juan se halla en su apogeo. Se bebe, se come, se baila y se
canta. En medio del bullicio, Don Juan quiere
arrastrar a Zerlina hacia sus habitaciones, mientras Leporello distrae a Masetto. Pero los gritos de
la joven alarman a la concurrencia. Para salvar el
pellejo, Don Juan acusa a Leporello de ser el culpable del fallido rapto de Zerlina. Nadie cree en
sus palabras. Y menos los tres últimos invitados
en sumarse a la fiesta, camuflados en sus máscaras, Don Octavio, Doña Elvira y Doña Ana. Todos
acusan a Don Juan, pero éste hábilmente logra
ponerse a salvo de la ira de sus invitados.
Ella se deja enredar fácilmente por las
tiernas palabras del libertino, pero la inoportuna
aparición de Doña Elvira impide que las cosas se
compliquen para la joven aldeana, puesta en guardia enérgicamente contra el seductor. Doña Elvira
acaba llevándose a Zerlina, dejando a Don Juan
con tres palmos de narices. Para enfadarlo aún más
aparecen Don Octavio y Doña Ana quienes, para
colmo, le piden que les ayude a descubrir la identidad del asesino del Comendador. El malhumor
de Don Juan se multiplica cuando reaparece Doña
Elvira echándole en cara su conducta. La noble figura de la burgalesa impresiona a la pareja, pese a
que Don Juan afirma que la dama no está del todo
en sus cabales, consiguiendo alejarla.
"DUP**
Don Juan está rondando el albergue donde
Doña Elvira pernocta, atraído por una de sus sirvientas a la que se ha propuesto conquistar. Para
ello, cambia capa y sombrero con su criado, para
de tal manera disfrazado acercarse con mayor
facilidad a la criada. Mientras, para despistar a
Doña Elvira e impedir sus molestas intervenciones, Leporello bajo la apariencia del amo se dedicará a conquistar a la dama burgalesa. Asomada
a la ventana, Doña Elvira es sorprendida por los
arrepentidos acentos de disculpa que le dedica
Don Juan. Efectuada la sustitución de personalidades, Leporello se aleja del lugar con Doña Elvira dejando el campo libre a Don Juan para la realización de sus proyectos. El libertino se explaya
en una seductora serenata dirigida a la doncella.
Por sus actitudes y gestos, Doña Ana descubre
asombrada que Don Juan es el hombre que entró en
sus aposentos y luego causó la muerte a su padre. Las
últimas palabras pronunciadas antes de marcharse
acabaron por convencerla de esa identidad. Doña
Ana exige imperiosa a Don Octavio un juramento solemne de que su honor y su familia serán vengados.
Don Octavio al quedarse a solas reflexiona
en torno al cariño que siente por su amada, ya
que toda su paz interior y su tranquilidad dependen del bienestar de ella.
Pero la llegada de Masetto con unos aldeanos armados con lo que han encontrado desbarata
los planes de Don Juan. Confundido, para suerte
suya, con Leporello, con falsas informaciones lo-
En el jardín de la casa de Don Juan, Zerlina
con toda la astucia de su feminidad se defiende
de las acusaciones que le hace Masetto,
tan dichosa que es incapaz de quitársela de encima. El encuentro de la pareja con Doña Ana y
Don Octavio da lugar a la expresión de diversos
sentimientos.
gra dividir el grupo agresivo y al quedarse a solas
con Masetto, Don Juan le propina una soberana
paliza. Magullado y doliente encuentra Zerlina a
su Masetto. Con melosas palabras y dulces caricias acaba consolándole.
El grupo que persigue al fugado Don Juan se
topa con Leporello y Doña Elvira. El criado es desenmascarado y se ve amenazado con un severo co-
Leporello se ha hecho pasar muy bien por
Don Juan hasta el punto de que Doña Elvira está
carar la existencia. La molesta intrusa es despachada brusca y burlonamente. Se oye un terrible
grito con el que la dama preludia la entrada del
Comendador que viene, como ha sido invitado,
a cenar. La estatua, en vez de sentarse a la mesa,
conmina al libertino para que reniegue de sus pecados. Pero, arrogante, Don Juan elije la condena eterna en lugar de cambiar de arrepentirse. El
Comendador acaba por arrastrarle al averno, ante
la mirada horrorizada de Leporello.
rrectivo. Pero, siguiendo el ejemplo de su astuto amo
que sabe zafarse convenientemente una vez metido
en este tipo de situaciones, logra despistarlos.
Don Octavio, en un aparte, recuerda a su
querido tesoro, Doña Ana, y asume toda la responsabilidad de la venganza de la mujer amada.
Doña Elvira, por su parte vuelve, ahora con
más reforzadas razones a lamentarse del ingrato
comportamiento que Don Juan tiene con ella.
Devorado el libertino por el abismo, todos
los personajes de la obra se reúnen. Hacen planes
para su inmediato futuro, tras haberse librado de
la presencia de Don Juan que en diferentes formas se inmiscuía en sus respectivas existencias.
Su moraleja es:
En un cementerio cercado por elevadas
murallas, entre los monumentos funerarios coronados por imponente estatuas, Don Juan y Leporello han acabado por encontrar allí un refugio. El
criado, ante tan siniestro lugar, se siente cada vez
más incómodo. Al reparar que allí está enterrado
el Comendador que Don Juan ha asesinado, éste
obliga a Leporello a que invite a cenar a su estatua funeraria. Con gran asombro de aquél y con
un invencible terror por parte de éste, la estatua
del Comendador responde afirmativamente.
“Este es el fin de los malvados. La muerte
del pérfido se asemeja siempre a la vida que ha
llevado”.
En los aposentos de Doña Ana la joven se
defiende de las acusaciones de ingratitud que le
hace Don Octavio. Su actitud hacia él no ha cambiado pero debe comprender los malos instantes
personales por los que está pasando.
Don Juan y Leporello esperan para cenar al
Comendador. Una orquestita ameniza la velada.
Se escuchan temas musicales pertenecientes a
populares obras de Martín y Soler, Sarti y el propio Mozart.
Entra impetuosa Doña Elvira, decidida a
salvar a Don Juan de su licenciosa manera de en
-BNBESFEFEPOKVBO
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hecho de que el muerto haya sido una víctima del
homicidio aumenta, por el lado ético, su fuerza
dramática. Don Juan, que se mofa de la muerte y
del prójimo muerto por su mano, no sólo es cruel
con el semejante sino que blasfema y profana.
Cuando el 29 de octubre de 1787 Mozart
estrenó en Praga Don Giovanni llevó una trama
de antiguas leyendas y obras dramáticas a su punto de mayor notoriedad. A partir de entonces, el
mito de Don Juan tuvo en la partitura mozartiana
con texto de Lorenzo Da Ponte su principal referencia. Y eso que poco antes, en enero del mismo
año, se había conocido Don Giovanni o Il convitato di pietra con música de Gazzaniga y palabras
de Bertati, cuyo esquema de escenas y personajes
no dista demasiado del otro.
Al tocar estas orillas, montada sobre el desenfado histriónico y literario del libretista Lorenzo
da Ponte, se volvió la música mozartiana algo no
del todo fácil de admitir en su tiempo y, en especial, en el medio de la gazmoña y pacata sociedad
vienesa. Como ocurrió con Le nozze di Figaro, la
aclamación praguense resultó mucho más sonora
que la reticencia de la capital imperial. En esta
se conoció el 7 de mayo de 1788 con un elenco
más brillante que en el estreno. Doña Ana fue su
cuñada Aloysia Weber-Lange, de quien se había
enamorado el veinteañero compositor. Caterina
Cavalieri, ya diva, hizo de Doña Elvira y hubo
de añadirse para ella el memorable momento Mi
tradì quell’alma ingrata. Para el tenor Francesco
Morella fue escrito el seductor adagio Dalla sua
pace. Leporello y Zerlina contaron con un olvidable dúo Per queste tue manine, hoy casi siempre
traspuesto.
Por el lado de las leyendas, la estatua que
habla, el muerto que revive y se porta como un
vivo, la calavera parlante y –en lo que más nos interesa- la posibilidad de convidarlos a cenar, aparecen en casi todos los folclores de Europa, según
las sesudas investigaciones de Leander Petzoldt,
aunque Víctor Said Armesto en La leyenda de
Don Juan reivindica como originales las fuentes
gallegas.
Más allá de su sesgo popular, el cuento del
muerto viviente tuvo algunas consecuencias literarias y morales, cuando no altamente religiosas,
de importancia. Era y es un interrogante acerca
de los límites de la vida y la aparición de una existencia ultraterrena. Quien vuelve de la muerte,
además, contiene ya algo de venerable y de sagrado, y es sabido que ese culto al difunto constituye una de las señas culturales más antiguas de
la humanidad. En la variante que nos ocupa, el
Da Ponte admite que la obra no gustó.
Tuvo, no obstante, un admirador de calidad, el
ilustrado emperador habsbúrgico, amigo y protector de Mozart, José II. “La obra es divina, quizá mejor que Figaro, pero no es comida para los
dientes de mis vieneses” comentó. Y el músico:
rro como el Tenorio, y Doña Elvira, escarmentada
de su aventura malamente matrimonial, se meterá a monja. Si comparamos esta embrollada solución con las equivalentes de Le nozze di Figaro
y Così fan tutte, las dudas prosperan. El humor
cínico y desencantado de Da Ponte insiste en sus
ambigüedades.
“Démosles tiempo para masticarla”. Es sabido
que Mozart consideraba a la gente de esa ciudad
una suerte de aficionados al tiro al blanco, que se
ejercitaban en las salas de los teatros.
El primer final, con la aparición del Convidado de Piedra y la condenación del Burlador,
resultaba chocante. Debió adjuntarse el sexteto
final donde, como dice Massimo Mila, los personajes, ya vaciados de su contenido al rematarse la
acción, se convierten en maniquíes o marionetas
de la antigua comedia bufa italiana y recitan una
escenita moralizante, como lavándose las manos
de tanta barahúnda precedente.
La discusión sobre tal remate se alargó en
el tiempo. En el estreno vienés se suprimió, acaso por un inconveniente puntual: el mismo cantante hacía de Comendador y de Masetto, por lo
que no tenía tiempo de cambiarse de ropa y caracterización para integrar el conjunto. De hecho,
Gustav Mahler nunca lo incluyó en ninguna de
sus famosímas reposiciones cuando regía el teatro
imperial.
No queda claro que así sea. La historia los
ha marcado y los vemos muy compuestos pero
faltos de orientación. Doña Ana da largas a Don
Octavio, lo hace esperar un año para casarse y
ya veremos después. Zerlina y Masetto se van a
cenar juntos antes de su noche nupcial pero ¿seguirá tan campante el rústico rememorando que
su mujercita coqueteó con el sinvergüenza en la
misma fiesta de bodas? Leporello buscará
otro patrón, acaso tan gambe-
Theodor W. Adorno reprochó a Otto Klemperer que lo respetase en su grabación discográfica. La grandeza de la escena anterior quedaba
empequeñecida por esa concesión al gusto académico y neoclásico, que apartaba el patetismo
ya conseguido, preanuncio de Wagner, en el sentido de Nietzsche y, colmo de horrores, de Jean
Cocteau.
¿Aprobó Mozart el “bárbaro tajo”
practicado por los cirujanos vieneses?
desafiantes de la muerte se habían ya conocido
pero lo que fragua en dicha comedia es la figura
del burlador y su posible relación con una madre
ausente.
Hildesheimer y Osborne, dos mozartianos muy
atendibles, opinan que no, que le fue impuesto.
Aprueban el contraste porque realza la imponencia que lo antecede y no es obligatorio que un
drama termine cuando culmina su intensidad.
Un relajante contiguo contribuye a medirlo con
toda justeza teatral.
Sin compararme con semejantes autoridades, suscribo esta última postura. Toda la obra se
juega en el contraste de lo serio y lo cómico, responde a una visión trágica y burlesca de la vida.
En cierta proporción, esta ópera hereda al auto
sacramental del barroco español, donde los graciosos se codean con los teólogos. En cuanto a
la mezquina moralidad del caso, queda apuntada
la ambivalencia de la situación ya descrita. No se
piden disculpas por las inmoralidades narradas,
se muestran las contradicciones del mundo ético
humano, lo engañoso de las pasiones, la ridícula
pretensión donjuanesca de clamar por la libertad
al tiempo que se somete a los demás a la violencia
y la mentira.
En efecto, lo que importa siempre al Tenorio no es el acceso sexual ni la seducción de
las mujeres, que pueden o no darse, sino la burla, es decir el escarnio de su honra, que depende
de la opinión de los demás. Lo que el Burlador
persigue es que se hable de sus conquistas, sean
reales o legendarias, o meras visitas al burdel. Demás está decir que para nada cuenta aquí el enamoramiento. Don Juan no se enamora y en este
bloqueo reside uno de sus caracteres principales
porque el ir de una hembra a otra define su objeto erótico como el género femenino, el hecho
de que, según explica Leporello, “lleve faldas” (lo
cual alcanzaría a un hombre travestido, dicho sea
de paso). De tal modo, la búsqueda donjuanesca
no tiene fin, no arraiga ni ancla en ninguna persona y demasiado corta será su vida para conocer
a todas sus contemporáneas.
En el orden dramático, Don Juan es, sin
duda, uno de los mitos que España propone al
imaginario europeo del barroco, junto con Don
Quijote, Segismundo, el pícaro y diría que hasta
los náufragos de Gracián en El criticón, parientes
cercanos de Robinson Crusoe. Sea o no de Tirso
de Molina, El burlador de Sevilla, editado entre
1653 y 1673 de modo poco fiable, vale porque
convierte a Don Juan en un personaje claramente
perfilado. Las cuestiones de autoría son complejas y se pueden conocer en los trabajos de Alfredo
Rodríguez López-Vázquez y Francisco Márquez
Villanueva. Historias con desbocados sexuales y
Uno lo anterior con el otro hecho definidor que aporta el clásico castellano: no sabemos
quién es la madre de Don Juan. No aparece ni
se la menciona. ¿No se la conoce, no se la puede
nombrar porque es una mujer indigna por razones
de oficio, raza o religión, no encaja por su condición social con la buena familia de los Tenorios?
La coincidencia del hijo con las mujeres en tanto
deshonradas permite pensar en una madre de tal
calidad, tal vez una mujer violada por sabe Dios
quién y cuyo niño se ha hecho pasar por hijo de
buena sangre. Parece claro que, sin imagen materna o con una imagen materna indeseable, Don
por medio de su criado el catastro o sea la contabilidad de sus conquistas. Lo hace “por el placer
de ponerlas en la lista”, por sumar cantidades homogéneas de alemanas, turcas, francesas, italianas y españolas.
Juan no pueda ver en ninguna mujer a un individuo sino a un objeto de su maniobra. Todas son
como ella: innombrables y ninguna.
Da Ponte añade un elemento tomado del
bufo napolitano, la escena del catálogo. Se sabe
que el modelo español pasó a Francia en textos
como los de Dorimond y Rosimond con la franquicia de El festín de piedra y a la Comedia del
Arte italiana como El ateo fulminado. El catálogo que el escudero lee a Doña Elvira refuerza el
tema de la publicidad del Burlador, que exhibe
Es pensable que Don Juan sea un ateo.
En cualquier caso, un descreído de toda trascendencia. No hay elementos religiosos en la ópera
mozartiana. Lo único sobrenatural es que una estatua de piedra concurre a una cena y abre para
el Burlador las puertas del Infierno. No viene a
zable que produce desasosiego, angustia y falta
de arraigo en el mundo. Don Juan es, entonces,
un místico que se ignora, que deambula por un
orbe abigarrado de encuentros y desencuentros,
lleno de aventuras inconcluyentes que renuevan
su ansiedad. En este sentido, sí acierta Adorno al
verlo como un precedente de la filosofía pesimista
de Schopenhauer y la familia de los protagonistas
wagnerianos, que son errantes del deseo. Tristán,
Tannhäuser, Lohengrin, Wotan, Parsifal y el Holandés Volador recorren unos paisajes donde no
hay lugar para ellos. Sólo la muerte o la redención
por el sacrificio pueden calmar su errancia señalando la aniquilación o las visiones del otro mundo encantado como fármaco de sus desdichas.
increparlo por libertino ni por blasfemo sino por
homicida. El Comendador no cejará en su empeño hasta que el culpable se reconozca tal es decir
hasta que lo admita como un prójimo cuya vida,
ella sí, es sagrada.
Otro rasgo del Burlador es la frecuencia con
que se hace pasar por otro y se disfraza asumiendo identidades prestadas. ¿Quién está detrás de la
máscara que encubre a este individuo sin madre?
Juan de Mairena entiende que es Don Nadie, el
sujeto que deja de serlo para perseguir al género
femenino en nombre del género masculino. Este
juego de imposturas encantaba a Da Ponte, como
se puede ver en Così fan tutte y en Le nozze di
Figaro. Sí: Don Juan es ninguno y sólo adquiere
autenticidad cuando se lo condena por matar a
un semejante. Acaso sea la única moraleja que
puede extraerse de esta ópera, definida como
dramma giocoso (drama jocoso o juguetón, ya que
gioco significa juego). Empieza con un homicidio
y acaba con una caída en el Infierno. Entre tanto
nos podemos divertir con este Burlador que presume de ser infalible e irresistible pero que, a lo
largo de la noche, no ha conseguido, sin embargo,
llevar al huerto a ninguna de sus posibles presas.
Un par de respuestas diferidas, ambas españolas, como el origen del mito, aportan modestas
claves de desciframiento. Azorín lleva a Don Juan
hacia un final contemplativo. El Burlador busca,
sin saberlo, en el ajetreo erótico, la serenidad estática del convento. Y José Zorrilla, romántico a su
manera, dará a Don Juan la madre que le falta, en
el seno de la Gran Madre que es la Iglesia. Finalmente, se enamora y lo hace de una mujer intangible, una monja. Zorrilla, seguramente, no había
leído a Kierkegaard quien, desde una perspectiva
protestante, esboza lo mismo. Su Don Juan se encarniza en la conquista sexual para conseguir la
separación del alma y el cuerpo, reservando a la
primera una suerte de casta pureza y extenuando
en la lujuria las exigencias de la carne mortal. De
nuevo, es Mozart-Da Ponte el que propone el escenario adecuado a la reflexión.
La obra de Mozart, por añadidura, abre un
nuevo espacio y es el de Don Juan como héroe
romántico. Byron, Lenau y Pushkin abundarán
en este sentido, en dramas y poemas dramáticos.
Kierkegaard y Hoffmann lo comentarán en reflexiones filosóficas.
El Burlador, en el romanticismo, se convierte en un personaje desdichado, seducido por
el infinito que encarna la mujer, un ideal inalcan-
El genio salzburgués no conoció en vida el
predicamento que su mito iba a tener en el siglo
Doña Elvira es más decididamente lírica,
con un momento de agilidad en el aria añadida
para Viena y que ya cité en su lugar. Zerlina suele
adjudicarse a una voz sopranil más ligera o incluso, muy eventualmente, a una mezzo lírica, que
no tenga demasiado peso tímbrico y así poder diseñar la levedad apicarada del personaje. Queda
bien, asimismo, en una soubrette que recuerda a
otras chicas mozartianas como Despina y Susana.
Según se ve, es una parte que admite una amplia
gama de recursos, en principio diferentes. En los
tres casos, estamos lejos de los esfuerzos de registro que Mozart plantea en otras partituras, si recordamos, por ejemplo, a la Fiordiligi de Così fan
tutte y a la Konstanze de El rapto en el serrallo.
siguiente. En efecto, la obra que más aceptación
cosechó en su tiempo, fue El rapto en el serrallo,
un vodevil entre jocoso y sentimental con un fin
conciliador en manos de un príncipe ilustrado
y clemente. No es una tragedia sino una fábula
justiciera donde los impulsos pasionales se aquerencian en un juego de parejas con happy end.
Desde luego, aquí el español no es un aventurero
desvergonzado sino todo un caballero, sensible y
amoroso, al cual las benevolencias del sultán reconocen la soberanía del amor humano.
Vocalmente, el elenco mozartiano es simétrico y equilibrado. Hay unas voces masculinas
graves (Don Juan, Leporello, Masetto, el Comendador), unas voces femeninas agudas (Doña Ana,
Doña Elvira, Zerlina) y un tenor típico del autor,
lírico-ligero, Don Octavio, tenore di grazia, con
una tesitura que insiste en el pasaje sin exigir demasiado al agudo, un aria (Il mio tesoro) donde
se le piden agilidades y algún arriesgado salto di
sbalzo, y otra aria, la ya mencionada, que demanda un canto a media voz, muy bien ligado y explayado, spianato.
Algo similar puede decirse de las voces graves masculinas. Sus exigencias son parejas y así
lo ha entendido Bryn Terfel cuando grabó el final de la escena con el Convidado, asumiendo los
tres papeles: el Burlador, la Estatua, el escudero.
No obstante, es conveniente matizar esta parte del elenco para eludir la monotonía tímbrica
que impone contar, por ejemplo, con tres bajos.
Don Juan puede ser un bajo cantante o noble, en
tanto Leporello queda bien a cargo de un bajo
cómico, y Masetto, por la endeblez anímica del
personaje, en un barítono de color más claro y juvenil. Como exigencia añadida, conviene que el
cantante encargado de Don Juan sepa enmascarar su voz cuando tiene que disfrazarse y hacerse
pasar por otro, cuya sonoridad conocen los espectadores. Igualmente, ha de ser persuasivo en la
serenata (Deh vieni alla finestra) y desafiante y
frenético en la llamada “aria del champán” (Fin
c’han dal vino).
Las mujeres, teniendo todas tesituras de
soprano lírica, primera (Doña Ana y Doña Elvira) y segunda (Zerlina), proponen, sin embargo,
diferencias de carácter, adecuadas a las situaciones donde se las expone y a las psicologías de
cada una de ellas. Doña Ana, en ocasiones, se
encarga a una soprano lírica sólida –sin excluir
alguna soprano francamente dramática- que
pueda resolver los momentos tensos (Or sai chi
l’onore) aunque debe explayar su lirismo y hacer
una comprometida coloratura en su intervención final (Non mi dir).
de el comienzo, ambos han de saber y hacer saber al espectador que son extraordinarios, que un
carisma propio e incomparable los distingue de
los otros y que, más allá de situaciones cómicas
o burlescas, siempre los acechan las fuerzas de lo
paranormal.
Un rasgo a tener en cuenta, en orden a la
naturaleza de los personajes, es lo que podríamos
llamar el eje que estructura la acción dramática
de la fábula. Si en las otras comedias de MozartDa Ponte la población de personajes es, digamos,
parejamente cotidiana, en Don Giovanni hay un
escalón que sitúa a aquéllos en dos espacios distintos. Efectivamente, la historia se teje en torno
a un desafío, el que se tiende entre Don Juan y el
Comendador, entre un héroe transgresor y un ser
sobrenatural. Ambos tienen una estatura que sale
de lo ordinario, en tanto los demás pertenecen a
la que podríamos denominar humanidad corriente y moliente, con sus incertidumbres, sus arrebatos, sus sentimientos y sus recursos para absolver
las dificultades de la existencia. Así es que los
intérpretes que asumen al Burlador y la Estatua
deben marcar esta distancia de naturaleza respecto a los demás pues juegan en torno a la figura
de la muerte y a sus contrastados aspectos, sean
realistas o fantásticos. De algún
modo,
des-
Este sesgo es lo que podríamos denominar
lo prerromántico de la obra y explica la fascinación
que Don Giovanni tuvo para el romanticismo,
muy por encima de otras creaciones mozartianas.
La obra se sale del marco propio de la ópera galante, la comedia de costumbres, la crítica social y
la amabilidad armónica y melódica del siglo XVIII.
Son elementos que juegan en esta ópera pero
que no la definen en su peculiaridad incomparable. Por eso admite lecturas donde uno u otro
de los elementos predominan, desde la jocosidad
que subraya, por ejemplo, Bruno Walter a la monumentalidad que le otorgan Otto Klemperer o
Herbert von Karajan, dejando de lado las lecturas
historicistas que nos pueden llevar al arriesgado
espacio de las fantasías retrospectivas.
división en tres secciones. No es, en otro sentido
formal, un movimiento lento que introduce al
movimiento rápido. Abert, en su monumental libro sobre Mozart, propone leerla, en dicho orden
formal, como un primer movimiento de sinfonía
pero que sirve de prólogo a la acción. La sintetiza
y la retrata sin describir la escena que la abre, o
sea que no es un mero preludio.
La orquesta de Mozart, tanto en su dispositivo –arcos, maderas, metales y timbal- como
en ciertos desarrollos, es la del sinfonista. No sólo
porque sostiene toda la acción sino en cuanto
está sinfónicamente definida en la obertura, alguno de cuyos temas reaparecen cuando irrumpe
la Estatua en escena. Massimo Mila, en sus estudios sobre las sinfonías de Mozart, señala que, en
sus producciones juveniles del género, a menudo
se advierte que son composiciones de tres tiempos breves, “sinfonías de estilo teatral”, dos rápidos con un intermedio lento (recordemos que,
en italiano, sinfonia es tanto la sinfonía como la
obertura). Hay, ciertamente, algunos trasvases
entre ambas formas: la obertura de Lucio Silla fue
antes la sinfonía K. 135 en re mayor y, a la inversa,
la obertura en dos tiempos de Il sogno di Scipione
se vuelve triádica como sinfonía K 163.
Se ha querido ver en la parte lenta de modo
menor una aparición del Comendador y, en la
parte rápida de modo mayor, la de Don Juan. La
muerte y la vida, lo definitivo y estático frente a
lo fluyente y pasajero. Esta lectura verbal resulta
siempre reductiva pero no escapa al carácter general de la obertura. Acordes seguidos de silencios, redoble de timbal, notas tenidas en las maderas y súbitas tensiones en las cuerdas crean una
atmósfera de misterio: algo oscuro va a ocurrir. Al
menos, hay como una voz del más allá, incluidos
algunos lamentos lacrimosos de los arcos. En esquema, la subdivisión triádica recuerda el primer
movimiento de una sonata: tema, contratema y
reexposición.
Se ve que estas piezas pueden desprenderse de las óperas o cantatas operísticas correspondientes. Luego las cosas irán evolucionando. La
obertura de El rapto en el serrallo contiene motivos que se oirán en la ópera. La de Le nozze di
Figaro, si bien no se vale de semejantes recursos,
describe, sin embargo, la acción de la “loca jornada” que vamos a presenciar, o sea que narra, a
su manera, la comedia subsiguiente. Ni una ni la
otra pueden ya desprenderse del conjunto.
La parte rápida ha sido vista por los románticos –a partir de E.T.A. Hoffmann- como un
retrato de Don Juan contrapuesto al del Comendador, una contestación que diseña el ya descrito eje dramático de la historia. No es imposible,
aunque nunca la música admita ser exhaustivamente verbalizada. Las cuerdas hacen desafiantes
frases con abundantes cromatismos, que rematan
en una fanfarria de los metales que evocan, siempre siguiendo el recetario romántico, un desfile
caballeresco (no lo olvidemos: en esta versión,
Don Juan es un héroe).
La obertura de Don Giovanni parece seguir
la norma sugerida por Gluck, es decir que refleja
el contenido de la obra. No responde a la obertura clásica en tres tiempos, pues tiene sólo dos,
un andante en re menor y un allegro en re mayor. En esto se acerca a una obertura a la francesa
pero sin su pomposa elocuencia ni, tampoco, su
donde los grupos, maderas entre sí, luego maderas con violines, tejen una estructura coloquial. El
remate se acerca y Mozart lo hace acentuando el
dramatismo: repeticiones y modulaciones, como
en un combate de salón entre pequeñas formalidades que tratan de superponerse y obtener una
victoria. Es una autentica telaraña de tentativas,
de indecisiones, que se resuelve reexponiendo el
tema inicial y dándole forma conclusiva.
El desarrollo vuelve a la forma sonata, con
un segundo tema que, según corresponde a la
secuencia armónica, está en dominante (del re
tónico se pasa al dominante la). El carácter es
ligero y aventurado, lleno de saltos y repentinas
cadencias. De este segundo tema surge una secuencia que podría considerarse tercero, con lo
cual la estructura triádica de la sonata quedaría
justificada. Volviendo a Abert, tendríamos aquí
una pregunta interpuesta del Comendador y una
respuesta insolente del Burlador. Lo que sigue
puede confirmarlo porque el tema del desafío se
dibuja descendiente y abriendo paso a una suerte de diálogo de motivos, una especie de canon,
La estructura de la obra que sigue responde a una habilísima sucesión de números en torno a dos conjuntos, ambos descriptivos de una
fiesta: las nupcias de Zerlina y Masetto y el bai-
que Don Giovanni es una ópera prerromántica
que cierra una época por agotamiento y abre la
siguiente. Obras posteriores del mismo Mozart
podrían desmentir la audacia. Pero, no obstante,
el romanticismo está allí, si miramos las cosas en
perspectiva temporal y porque, como es de rigor,
somos también hijos, nietos o bisnietos de los románticos, así que nos caben las generales de la ley.
Sí estamos en condiciones de afirmar, por insistir
en la figura de la madre que antes se vio aparecer, que Don Giovanni es una obra maternal, que
está preñada de futuro y que nosotros hemos sido
también alumbrados por ella.
le en casa de Don Juan, con la irrupción de las
máscaras y el clímax final del desafío del Burlador a sus perseguidores. La numeración alterna
escenas con arias, recitativos con dúos y tríos.
Los personajes cuentan con simétricas cantidades de solos, aunque cabe decir que los dos principales, Don Juan y el Comendador, carecen de
arias propiamente dichas.
Aquí conviene destacar la indispensable
mediación de Da Ponte, posiblemente secundada
con observaciones del propio Mozart y descartando la intervención de Gian Giacomo Casanova
que, en sus memorias, y haciendo hincapié en su
amistad de jaranera juventud abacial y libertina
con Da Ponte, se adjudica una parte del libreto.
Ni Casanova era un libretista y sí un encantador
mitómano, ni su sentido del amor, del cual fue
eminente psicólogo, tienen nada que ver con el
donjuanismo. Pero quede el detalle como leyenda
urbana y motivo para novelistas imaginativos.
La misma solución estructural tiene el segundo acto, sólo que en él hay conjuntos vocales
más importantes (el sexteto de la décima escena es, en sí mismo, una obra maestra) y la doble
fiesta se sitúa al final de la acción propiamente
dicha. Hay, en efecto, un jocundo banquete con
orquesta interna, como en la fiesta anterior y, de
seguido, la aparición de la Estatua con el remate
consiguiente. Cabe repetirlo: a la fiesta mundana
sucede la fiesta trasmundana, demonios incluidos, en una de las construcciones más impresionantes de toda la historia musical para la escena.
Hemos visto a un músico dieciochesco en
los umbrales del romanticismo. Sería osado decir
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Director musical: Ricardo Muti
Director de escena: Andrea de Rosa
Director del coro: Andrés Máspero
Coro Titular del Teatro Real
(Coro Intermezzo)
Orquesta Giovanile
Luigi Cherubini
Mayo: 13, 15, 17, 19
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
"SHVNFOUP
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Tras las vicisitudes asociadas a este tipo de
enredos, los dos complicados en el asunto acuerdan lo siguiente: el duque Alberto renuncia a Elisa, ésta accede a darle la mano al rey de Polonia
y éste para compensar a aquél del supuesto sacrificio le da un principado en su reino. Asimismo,
Segismondo en vez de un yerno noble tendrá uno
regio.
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Su argumento gira en torno a un personaje
bufo o cómico llamado Segismondo. Comienza
la acción precisamente con este Segismondo que
espera la llegada de su futuro yerno, al que no
conoce en persona, pero sí sabe que es un noble
que, aunque arruinado, traerá a su casa prestigio
y honores.
Pero Elisa no quiere saber nada con el rey,
porque a quien ella quiere es al coronel alojado
en su casa. Su alegría es completa al saber que
el coronel y el rey polaco son la misma persona.
Lieto fine, pues, como corresponde.
Pero el estado de felicidad de Segismondo
por ese provechoso matrimonio está empañada
un tanto. La razón: un coronel al que ha dado
alojamiento por un día no acaba de marcharse,
viviendo a su costa con una tranquilidad de espíritu casi estoica. Este coronel es en realidad el
rey de Polonia de incógnito y no quiere poner pies
en polvorosa porque ama a Elisa que no es otra
que la hija del barón. Elisa, para complicar más el
asunto, también ama al coronel-rey.
El falso coronel, desde luego, hace todo lo
posible para impedir que su rival, por muy noble
que sea, entre en la casa. Pronto encuentra una
solución. Tomará su identidad, es decir, se hará
pasar por tan deseado yerno, el conde Alberto.
Pero llega de improviso el auténtico conde Alberto y al comprobar que el
rey de Polonia se hace pasar por él, él
decide a su vez pasar por convertirse
en el rey polaco. Ya está el conflicto en
marcha.
-BSBQQSFTBHMJB
$BSNFMPEJ(FOOBSP
El 21 de febrero de 1829 se estrenó en el
Teatro Principal de Cádiz La rappresaglia de
Saverio Mercadante, con libreto escrito por Felice
Romani. Corresponde este momento al período
“español” del ilustre compositor italiano, llegado
a España en 1826 para permanecer hasta 1831,
año en el que decide regresar definitivamente a
Italia.
Un dato a tener en cuenta es que antaño el
libretista ejercía también de director de escena,
por lo que tenía de alguna forma la obligación de
cuidar el estreno de su propia ópera para organizar el espectáculo. El hecho de que no estuviera
presente Romani, por lo tanto, nos indica el escaso interés por su parte, tanto hacia el compositor
como hacia la obra.
Como sabemos, durante su estancia española, vivió entre dos ciudades, Madrid - donde
tenía que dirigir una compañía de ópera italiana –y Cádiz- donde estrenó dos óperas, entre las
cuales La rappresaglia. En aquellos momentos,
Felice Romani ya era uno de los libretistas más
cotizados de Italia y sus numerosos compromisos
le impidieron acudir a Cádiz para el estreno de la
obra; cabe destacar que ya diez años antes, y concretamente el 2 de septiembre de 1819, el alemán
Joseph Hartmann Stuntz había puesto música a
La rappresaglia, ossia il contracambio, dramma
giocoso que se estrenó en la Scala de Milán.
Gracias a un importante epistolario guardado en los archivos de los descendientes Visconti di Modrone (importante familia milanesa, muy
aficionada a las artes, cuyo duque Carlo llegaría
a ser responsable directo de la Scala de Milán a
partir de 1834), sabemos que Romani durante el
año 1829 estuvo muy ocupado: en enero trabajó
en la ópera Zaira con Vincenzo Bellini, realizada para el nuevo Teatro Ducale de Parma. Salió,
además, sin permiso de Milán, donde tenía un
contrato con la Scala, para ir a Venecia, porque
en esos momentos estaba trabajando con Bellini
en La straniera. En noviembre estaba trabajando
en el tercer acto de la ópera Giovanna Shore de
Conti, que acabará en diciembre. En definitiva,
ese año lo pasó viajando.
Como ya había sucedido en el caso de I due
Figaro, puesto en música por Michele Carafa en
1820 en el mismo teatro milanés, Mercadante
trabajó sobre un texto no escrito por él, marcando de esta forma la diferencia que entonces existía entre el prestigioso libretista y un compositor
como Mercadante, muy prometedor pero todavía
joven.
Como escribe Giovanni Carli Ballola,
Mercadante pertenece a esa corriente de gran
tradición melodramática italiana, de clara ascendencia rossiniana, con matices muy personales sobre todo a partir de principios del siglo
XIX, alrededor de los años treinta; de hecho es
posibilidad de exaltar sus habilidades. En la partitura de San Pietro a Majella todas las colorature
están bien escritas, de forma que el intérprete no
pueda equivocarse.
muy difícil encontrar novedades estilísticas de
relieve en la producción de Mercadante anterior a 1832, cuando estrena en el Teatro Regio
de Turín los Normanni a Parigi (también con
libreto de Romani, escrito concretamente para
esta ocasión), ópera ésta que rompe de alguna
manera con el rossinismo y abre el camino a una
nueva sensibilidad romántica. Anterior a este
momento solo hay que subrayar una pequeña
joya, la partitura de Elisa e Claudio (1821) con
libreto de Luigi Romanelli (el gran rival de Romani), primer éxito de Mercadante y auténtico
enlace entre la comedia tipica del siglo XVIII y
las novedades formales y musicales establecidas por Rossini.
El eje de la ópera es, sin duda, el cuarteto
en Re mayor puesto casi al final de primer acto;
se trata de una página extrañamente larga para la
época, en la cual Mercadante nos demuestra su
habilidad contrapuntística, como no podía ser de
otra manera por parte del auténtico heredero de
la escuela napolitana.
También el Finale I (en Do mayor) resulta
muy extenso e igualmente elaborado; el dominio
de Mercadante sobre todos los elementos vocales
e instrumentales es abrumador. El segundo acto
resulta mucho más corto con respecto al primero;
después de la introducción coral, se halla un bonito Terzetto (Elisa, Barón, Duque), muy complicado para el Duque, barítono cantante, con notables colorature; además, la parte para la soprano
es aquí muy aguda y el segundo barítono (Barón)
tiene un sillabato a su vez nada fácil.
La rappresaglia concretamente (y me refiero a la partitura original que actualmente se
encuentra custodiada en la Biblioteca del Conservatorio de San Pietro a Majella de Napolés)
se sitúa en la línea estilística del más clásico
dramma giocoso; la brillante introducción en
Sol mayor establece desde el principio el matiz de la obra; ya la crónica que apareció en Il
teatro: giornale drammatico, musicale e coreografico, publicado en Milán en 1829 (que a su
vez retomaba una nota del Diario mercantil de
Cádiz) alababa la belleza de algunas melodías
vocales, mencionando la “riqueza de la instrumentación”.
Después tenemos un Coro e Aria del Re,
otra cumbre de virtuosismo para el tenor; siguen
otro bello Quartetto y un Coro, que precede el
Finale II, mucho menos elaborado con respecto
al primero, un Rondò brillante en la tonalidad de
Mi mayor.
Muy complicado es el papel del Rey, un auténtico baritenor, como se decía entonces, cuyas
coloratura nos recuerdan distintos papeles rossinianos. Hay que destacar también que cada personaje hace su presentación con una cavatina, a
veces en dos partes; aquí, el intérprete tiene la
Director musical: Sylvain Cambreling
Director de escena: Christoph Marthaler
Escenógrafa y figurinista: Anna Viebrock
Iluminador: Olaf Winter
Director del coro: Andrés Máspero
Wozzeck: Simon Keenlyside
El tambor mayor: Jon Villars
Andrés: Roger Padullés
El capitán: Gerhard Siegel
El doctor: Franz Hawlata
Primer aprendiz: Scott Wilde
Segundo aprendiz: Tomeu Bibiloni
Un loco: Francisco Vas
Marie: Nadja Michael
Margret: Katarina Bradic
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Junio: 3, 5, 8, 10, 13, 15, 18, 20
20:00 horas
"SHVNFOUP
8P[[FDL
3BGBFM#BO¡T
En el campo abierto, con la ciudad a lo lejos, Wozzeck y su amigo Andrés cortan varas de
un matorral. Andrés está pensando en cazar alguna presa cuando Wozzeck sufre una alucinación.
El paisaje se vuelve rojo, como si estuviera ardiendo. El eco de los tambores que tocan a retreta les
hace regresar a la ciudad.
"DUP*
En casa del Capitán, éste está sentado en
una silla, mientras el soldado Wozzeck lo afeita,
como acostumbra a hacer todos los días. Entretanto, el Capitán reflexiona sobre el sentido de
la vida. Wozzeck acepta sumisamente las opiniones del capitán, quien le reprocha haber tenido
un hijo ilegítimo con la mujer con la que convive, Marie. Tras manifestar que la virtud es un
privilegio de los ricos, y no de la gente corriente,
Wozzeck se marcha.
En la habitación de su casa, Marie se ha asomado a la ventana con su hijo entre los brazos para
ver el desfile militar. La mujer descubre excitada,
al apuesto Tambor Mayor. Su vecina Margret le
de sus últimos experimentos. Llega Wozzeck,
que quiere pasar de largo. Mientras el Doctor le
examina, el Capitán dice a Wozzeck que Marie
le es infiel. Wozzeck sale caminando con npasos largos, primero despacioy luego cada vez
más deprisa.
critica por la vida desordenada que lleva, y se entabla una fuerte discusión entre ambas. Marie cierra
con violencia la ventana y entona una canción de
cuna para adormecer a su hijo. Entra Wozzeck, todavía bajo los efectos de la visión. Dice a Marie
que esa noche no puede permanecer con ella, pues
ha hecho unos sorprendentes descubrimientos al
contemplar el cielo. Luego sale apresuradamente,
sin prestar ninguna atención al niño.
En la calle ante la casa de Marie, Wozzeck
está dispuesto a poner fin a la traición. Marie atribuye los celos a la locura de Wozzeck, y se resiste
a darle explicaciones. En medio de una violenta
discusión, Marie afirma que se dejaría clavar un
cuchillo antes de que un hombre pusiera las manos sobre ella.
En el despacho del Doctor Wozzeck llega
sofocado a la consulta donde el Doctor le utiliza
para comprobar sus experimentos sobre el comportamiento del ser humano, a cambio de algunas
monedas. Wozzeck le habla del instinto, contra el
que es imposible luchar, y el Doctor confirma su
idea de la locura congénita de Wozzeck.
En el patio de una taberna, se celebra una
fiesta. Algunos jóvenes y unas muchachas bailan
mientras Wozzeck, atormentado, observa a Marie
en brazos del Tambor Mayor. Andrés y algunos
aprendices entonan canciones satíricas, y un loco
habla de sangre. Entretanto se despierta en Wozzeck el deseo de matar a Marie.
En la calle delante de su casa, Marie ensalza la apostura del Tambor Mayor, quien fomenta
su postura de conquistador tratando de seducirla.
Al principio, ella le rechaza por su fatuidad, pero
finalmente cede a sus encantos y se deja llevar al
interior de la casa.
En un puesto de guardia en el cuartel, Wozzeck no puede dormir y confiesa su preocupación
a Andrés. Llega el Tambor Mayor, envalentonado,
y se mofa de Wozzeck, al que desafía. Se entabla
una pelea entre ambos en la que pierde Wozzeck,
ante la mofa de sus compañeros.
"DUP**
En el interior de la habitación de Marie, al
día siguiente, la mujer se mira en el espejo con los
pendientes que le ha regalado el Tambor Mayor.
Wozzeck llega y le pregunta donde los ha conseguido, a lo que ella le responde que se los ha
encontrado. Wozzeck le entrega el salario y se va,
después de acariciar al niño, dejando a Marie llena de remordimientos.
"DUP***
En la habitación de Marie, el pequeño se
ha quedado dormido. Marie lee en la Biblia el episodio de la mujer adúltera y, conmovida, eleva al
cielo una sincera plegaria, identificándose con la
pecadora.
El Capitán baja jadeante por una calle
y se encuentra con el Doctor, que le informa
matado a Marie. Al encontrarlo lo arroja al estanque. Enloquecido cree no haberlo tirado demasiado lejos y se adentra en el agus buscando
el cuchillo. Luego intenta borrar las manchas de
sangre de sus manos, pero toda el agua le parece
sangre. Wozzeck se ahoga. El capitán y el Doctor pasean por allí, y al oír los gemidos, se alejan
asustados.
En el bosque, a orillas de un estanque,
Wozzeck y Marie pasean juntos. Asustada por
la oscuridad de la noche, Marie quiere irse pero
Wozzeck la detiene. Le recuerda el tiempo que
han pasado juntos. De pronto la luna adquiere un
terrible color rojo. Wozzeck apuñala a Marie y se
aleja rápidamente de allí.
En la taberna los clientes bailan una polca. Wozzeck hace proposiciones a Margret, su vecina, que se
aleja asustada cuando descubre en el unas manchas de
sangre. Los compañeros acosan a Wozzeck, que huye
bruscamente para borrar las huellas del asesinato.
En la calle ante la casa de Marie, el hijo de
ella está jugando con su caballo de madera. Se la
acercan unos nuños y le dicen que su madre está
muerta. El pequeño, sin inmutarse, sigue jugando mientras los otros niños salen corriendo para
ver el cadáver.
Al borde del estanque, bajo la roja luz de
la luna, Wozzeck busca el cuchillo con el que ha
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“Nunca se me ha pasado por la cabeza,
mientras componía Wozzeck, la idea de querer reformar la estructura artística de la ópera. Y de la
misma manera que no tenía esa intención, tampoco he considerado en algún momento que el
resultado debiera ser un modelo para la composición de otras óperas (mías o de otros músicos).
Nunca he pensado, y ni mucho menos esperado,
que Wozzeck pudiera “sentar cátedra” en este
sentido”. Estas declaraciones de Alban Berg, recogidas por la “Neue Musik-Zeitung” en el marco
de una encuesta sobre el teatro musical contemporáneo, veían la luz en 1928, es decir, tres años
después del estreno de Wozzeck. Hay, en las palabras del compositor, un tono de modestia que
responde ante todo a un deseo de tranquilizar.
En Wozzeck, viene a sugerirnos el músico, no hay
provocación, no hay anarquía ni deseo gratuito
de subversión, sino una lógica continuidad con
respecto al pasado tanto en las formas como en
el espíritu.
Después del estreno berlinés (donde las malas
lenguas aseguraban que habían sido necesarios
137 ensayos para representar la obra), las inevitables polémicas no habían entorpecido su difusión
y su favorable acogida primero en los teatros alemanes y luego en otros escenarios europeos como
Viena, Praga o Leningrado: un crescendo que solo
lograría detener forzosamente la llegada del nazismo a partir de 1933.
Uno de los aspectos más peculiares del debate surgido alrededor de Wozzeck es la naturaleza
–más técnica que estética- de los argumentos esgrimidos por el compositor. A la pregunta de ¿qué
es la ópera contemporánea? Berg prefiere anteponer otra: ¿cómo se escribe una ópera contemporánea? En el fondo, su visión de la esencia y de las
finalidades del espectáculo operístico no hace sino
evocar paradigmas intemporales y siempre recurrentes en la historia del género “En el momento
en que decidí escribir una ópera no tenía otra intención que la de dar al teatro lo que pertenece al
teatro, es decir, articular la música en modo tal de
hacerla consciente, en cada instante, de su deber de
servir el drama”. Sin embargo, un problema crucial apremiaba a aquellos compositores que habían
asumido la crisis de la tonalidad como un proceso
histórico irreversible e ineludible.
Asimismo, el testimonio de Berg ratifica un
hecho que ya entonces parecía evidente e incontrovertible. Tal vez solo el escandaloso éxito cosechado por Richard Strauss dos décadas antes con
Salomé y Elektra rebasaba por envergadura al de
Wozzeck. En muy poco tiempo, el título de Berg
se había convertido en un paradigma de la controvertida creación operística contemporánea.
Desde el nacimiento de la ópera, la articulación formal del melodrama había encontrado
portante sobre Wozzeck, la respuesta de Berg a la
cuestión operística posee rasgos originales y únicos. Pero antes hay que dar un pequeño paso hacia atrás y situarse en 1914, cuando Berg asiste a
una representación teatral del Wozzeck de Georg
Büchner. La intensidad expresiva del drama causó
en él tal impacto que enseguida tomó la decisión
de escribir una ópera sobre aquel texto. La composición sufrió varios parones y se alargó hasta
1921, siendo sometida un año después a revisión
y orquestación.
en la lógica lineal y cerrada de la sintaxis tonal
el elemento más decisivo para su construcción
a grande y pequeña escala. Una vez privados del
tradicional soporte de la armonía tonal, los mal
llamados músicos “atonales” se habían visto obligados a replegar hacia las formas breves (Lieder,
piezas para piano…) ante la ausencia de otros
principios de estructuración capaces de dar coherencia y unidad a los géneros de grandes proporciones tales como la sinfonía o la ópera. Por su
parte, el cromatismo wagneriano había indicado
una nueva dirección a seguir, liberando el fluir
dramático de todo dualismo (empezando por la
oposición entre recitativo y aria) y orientándolo
hacia un discurso continuo e ininterrumpido,
exento de jerarquías y estructuras nítidamente
definidas. Al poner en conexión espacios armónicos cada vez más lejanos y ambiguos, la ópera
wagneriana comunicaba al oyente una sensación
de infinitud, se asemejaba a un inmenso océano
abierto en todas las direcciones. Sin embargo,
ganar el infinito suponía perder lo limitado. El
océano no tiene confines visibles pero tampoco
puntos de referencias: es una masa uniforme de
agua donde uno corre el riesgo de desorientarse
e ir a la deriva. Parsifal vislumbraba el horizonte
último de este recorrido, en el que la dramaturgia
deviene en liturgia y el tiempo en espacio.
Georg Büchner es de esos autores tan adelantados a su tiempo que su obra puede desaparecer durante un tiempo para luego resurgir como
nueva en otra época. Cuando murió en 1836 con
solo veintitrés años, Büchner terminaba de esbozar
su última creación, inspirada en un hecho real: Woyzeck (Berg se mantuvo fiel a la equivocada grafía
de Wozzeck, debida a la errónea lectura del manuscrito por parte de Karl Emil Franzos, responsable en
1879 de la edición completa de las obras del dramaturgo). En la figura del soldado Woyzeck, Büchner
retrata la tragedia de los desvalidos y de las clases
pobres: víctima del desprecio y de las vejaciones de
sus superiores, cobaya para los experimentos de un
alocado científico, Woyzeck desfogará finalmente
sus frustraciones sobre el único ser al que ama, Marie, a quien asesinará en un arrebato de celos. El
realismo de fondo que impregna la obra de Büchner se carga aquí de elementos anticipadores de la
sensibilidad expresionista: el tema de la alienación
del individuo, la visión deformada de la realidad
que sufre el protagonista en sus pesadillas, la sátira
anti-militarista y la crítica al cientificismo personificada en la figura del Doctor.
Richard Strauss había tomado buena nota
de la experiencia wagneriana y en Salomé y Electra había compactado su arco dramático, lo había
convulsionado hasta la exasperación. Aunque el
protoexpresionismo de Salomé y Elektra ejercería,
junto al teatro musical de Schoenberg (Erwartung, Die Glückliche Hand), una influencia im
El texto original constaba de veintiséis escenas con carácter autónomo. Berg eliminó seis
de ellas y redujo las veinte restantes a quince,
agrupándolas en tres actos. El compositor subrayaba la simetría existente entre los acto I y III,
más breves, que enmarcan el acto central, más
largo y “sinfónico”, lo que da lugar a un esquema ABA. En vez de trenzar un discurso orquestal
continuo de acuerdo a la lección postwagneriana,
Berg opta en Wozzeck por modelar cada escena
sobre formas musicales propias de la tradición
instrumental. De esa manera, el primer acto está
concebido como una sucesión de cinco piezas
características: “Suite”, “Rapsodia”, “Marcha
militar y berceuse”, “Passacaglia”, y “Rondó”. El
segundo acto se articula como una sinfonía en
cinco movimientos: “Tempo de sonata”, “Fantasía y fuga (a tres sujetos)”, “Largo”, “Scherzo”, y
“Rondó marcial”. El tercer acto es un conjunto
de seis invenciones: “Invención sobre un tema”,
“Invención sobre una nota”, “Invención sobre un
ritmo”, “Invención sobre un acorde”, “Invención sobre una tonalidad” (episodio puramente
orquestal), e “Invención sobre un movimiento
regular de corcheas”.
en el marco de una forma sonata. En la escena siguiente, el trío protagonista –el Capitán, el Doctor
y Wozzeck- se mueve en el cauce más mecánico y
constreñido de una fuga a tres sujetos.
La solución “formalista” es, para Berg, la
más idónea para cumplir con estos tres objetivos:
garantizar la suficiente variedad, poseer un alto
grado de rigor interno pero, al mismo tiempo,
seguir eficazmente la acción dramática en toda
su compleja articulación. No obstante, cuando
el compositor sostiene que la música operística debe “obtener sólo de sí misma todo lo que el
drama necesita […] sin perjudicar su razón de ser
absoluta ni ser obstaculizada por ningún elemento extramusical”, sus afirmaciones no reflejan en
absoluto una postura neoclásica. En Wozzeck, el
esquema formal siempre está presente y activo a
lo largo de toda la partitura, pero nunca se sitúa
en primer plano, a la vista directa del oyente. Berg
se muestra muy tajante al respecto: “Si bien todo
está «elaborado» con una lógica severa […] nadie
entre el público debería darse cuenta de ninguna de
estas fugas e invenciones, tiempos de suite y sonatas, variaciones y passacaglie”.
Aún más sobrecogedora es la escena segunda del acto III, “Invención sobre una nota” donde
la nota “si” se regenera a lo largo del episodio en
tesituras y colores siempre cambiantes, emblema
sonoro de la idea homicida del protagonista. Giacinto Scelsi, gran admirador de Berg, acaso encontró inspiración en este episodio cuando treinta años más tarde compuso sus Cuatro piezas
para orquesta (cada una sobre una nota). Después
de que Wozzeck acuchilla a Marie, la nota “si”
emerge del silencio en un unísono en crescendo,
donde la progresiva incorporación de los instrumentos produce una mágica klangfarbenmelodie
que se estampa contra el acorde disonante de
toda la orquesta en fortissimo, recalcado por unos
golpes de la percusión que anticipan el material
rítmico de la siguiente escena. Al componente
rítmico apela también la escena cuarta del Acto
II, una de las páginas más complejas y de más ardua realización técnica de toda la ópera, debido
también a la doble presencia de la orquesta en el
foso y de otra en el escenario.
A pesar de su autonomía interna, cada
forma instrumental constituye un armazón perfecto para el discurrir y el articularse del discurso dramático. Emblemática, nada más empezar
la ópera, la suite que vertebra la escena primera
del Acto I: los breves números que la componen
(Preludio, Pavana, Giga, Gavota y Aria) aportan
cada uno su propia coloración anímica y tímbrica
en una concatenación de episodios que traduce
los diversos momentos de la conversación entre
Wozzeck y el Capitán.
A pesar de la extrema variedad expresiva
desplegada en cada episodio, el discurso dramático posee una unidad y una organicidad que se
hace perceptible desde el primero hasta el último compás. El carácter recurrente de determinados temas o intervalos asociados con los personajes (las quintas vacías de Marie) contribuye
a establecer relaciones a lo largo de la obra. No
siempre estos lazos y simetrías saltan a la vista
En la primera escena del acto II, por el contrario, los tres personajes sobre el escenario –Marie, su hijo y Wozzeck- son representados por otros
tantos temas cuyas interrelaciones se desarrollan
en el Pierrot lunaire y basada en una suerte de
hibridación entre el canto y el habla. Aunque en
la sprechstimme el ritmo y la altura de las notas
están indicadas con gran precisión, el compositor advertía: “¡No se debe cantar bajo ningún
concepto! Hay que entonar y mantener la altura
de la nota como si uno la cantase pero con las
resonancias propias del habla”.
del oyente con claridad pero su papel estructural no deja por ello de ser significativo. Los tres
actos terminan, por ejemplo, sobre la misma
armonía aunque el contexto expresivo varía en
cada caso así como la disposición de las notas
o la textura tímbrica. Por otra parte, el final del
segundo acto pone al descubierto un si grave
que desempeñará un papel crucial en el devenir
sucesivo de la obra.
Al lado de la sprechstimme convive el
canto tradicional, mientras que el empleo del
recitativo es desechado por insatisfactorio, al
considerarlo Berg menos flexible e inteligible
que la sprechstimme. Sobre estos recursos Berg
construye una galería de tipos vocales bien diferenciados, empezando por la mecánica y afeminada petulancia del Capitán, la cavernosa
ampulosidad del Doctor, la ruda vehemencia
del Tambor Mayor (una suerte de heldentenor
de feria), pasando por el cálido lirismo que ilumina la personalidad de Marie. Más complejo
es el retrato vocal del protagonista, caracterizado por un mayor número de matices en donde
tienen cabida tanto su tragedia humana como
su alienación.
En un texto escrito en 1930 y titulado
“Instrucciones prácticas para la interpretación
de Wozzeck”, Berg indicaba que Wozzeck debía
considerarse como “una ópera del piano” por
lo que era esencial poner un especial cuidado
en no exagerar las dinámicas salvo en aquellos
momentos en los que la partitura lo requería
expresamente. El énfasis puesto en el predominio de las dinámicas suaves guarda sin duda
relación con la máxima inteligibilidad otorgada
al elemento vocal, entendido como expresión
más inmediata y visible de las dinámicas que
impulsan a los personajes. “La ópera, más que
cualquier otra forma musical, parece destinada a
ponerse ante todo al servicio de la voz humana”,
sostenía el compositor en el artículo “La voz en
la ópera” (1929), donde estigmatizaba el hecho
de que, a menudo, la más reciente producción
dramático-musical no fuera más que “una sinfonía para gran orquesta con acompañamiento
de una voz cantante”.
Las armonías de Wozzeck se apuntalan en
una atonalidad que no excluye reminiscencias
y ecos tonales. Según Schoenberg, esta peculiar
fusión de pasajes tonales y atonales encontraba
justificación para Berg en el convencimiento de
que “un compositor de ópera no puede renunciar
siempre –por razones de expresión y de caracterización dramática- al contraste que proporciona
el pasaje del modo mayor al menor”. En Wozzeck, los remansos tonales actúan como oasis
de pureza y dulzura, añoranza de una armonía
La inteligibilidad de la parte vocal pasa,
en Wozzeck, por la utilización generosa de la
sprechstimme o “declamación rítmica”, en definición de Berg. Se trata de una técnica introducida por Schoenberg en Die Glückliche Hand y
pueden, en un determinado momento, ejercer
como puntos de referencia transitorios a cuyo
alrededor se disponen y gravitan los demás elementos, creando la sensación de un espacio sonoro jerarquizado. También el elemento dodecafónico hace una tímida aparición en Wozzeck,
bajo la forma de un tema de doce notas sobre el
que está construida la “Passacaglia” de la cuarta
escena del Acto I.
perdida y a menudo asociada a la imagen de
una infancia irrecuperable.
Es el caso de la primera escena del Acto
III: Marie se dirige a su niño y de repente la
música proyecta sobre sus palabras los colores nostálgicos del fa menor. Pero la tonalidad
puede tener también un carácter atmosférico,
como el re menor sobre el que está construida
la Invención sobre una tonalidad, episodio que
constituye una suerte de resumen del personaje
de Wozzeck a través de todas las figuraciones
musicales que se han presentado en relación
con su figura.
En el mismo artículo que citábamos
al principio, Berg se preguntaba: “En fin, ¿es
siempre necesario “progresar”? ¿No basta con
escribir una bella música para un buen teatro o,
mejor dicho, escribir una música tan bella que
dé como resultado un buen teatro?” Igual que
Verdi, Berg había llegado a comprender la miopía de cuantos creen que, en el arte, el progreso
solo se mueve en una dirección: hacia delante.
Como Wozzeck demuestra, la verdadera y auténtica creación artística genera a su alrededor
círculos concéntricos que proceden en todas
las direcciones para definir, en todo momento,
su propio presente.
En otros casos, la evocación de lo tonal
subsiste como reflejo o sombra de la “función”
que un determinado elemento viene a desempeñar dentro del discurso musical. Como ya vimos,
los tres actos finalizan sobre un mismo material
armónico imposible de enmarcar en un contexto
tonal, si bien su posición conclusiva le confiere
un excéntrico valor de tónica. De la misma manera, un ritmo, un intervalo e incluso una nota
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Director musical: Sir Simon Rattle
Director de escena: Robert Carsen
Escenógrafo: Michael Levine
Iluminadores: Robert Carsen / Peter van Praet
Director del coro: Andrés Máspero
Sarastro: Dmitry Ivaschenko
Tamino: Joseph Kaiser
El orador: José van Dam
Dos sacerdotes: Benjamin Hulett, Jonathan Lemalu
La reina de la noche: Simone Kermes
Pamina: Camilla Tilling
Tres damas: Annick Massis, Magdalena Kozena, Nathalie Stutzmann
Papageno: Michael Nagy
Papagena: Chen Reiss
Monostatos: Por determinar
Dos hombres con armadura: Daniil Shtoda, David Jerusalem
Coro Titular del Teatro Real
(Coro Intermezzo)
Berliner Philharmoniker
Junio: 29 / Julio: 2, 4
20:00 horas
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La acción: en una época indeterminada. El
lugar: Egipto.
tan las Damas, se halla prisionera en el castillo del
malvado Sarastro.
"DUP*
Hace una estruendosa aparición la Reina
de la Noche y promete a Tamino la mano de su
hija si el muchacho rescata a Pamina de las garras
de Sarastro. Luego desaparece de la misma tempestuosa manera con la que hizo su aparición.
En un paisaje agreste un joven y hermoso
príncipe, Tamino, corre perseguido por una espantosa serpiente. En la huida, pierde pie y cae
a tierra sin sentido. Tres Damas, al servicio de
la Reina de la Noche o Astrifiammante, matan
a la serpiente antes de que ataque al joven desmayado. Seguidamente, contemplando la belleza
de Tamino, discuten entre ellas sin ponerse de
acuerdo. A continuación, se van para informar de
lo sucedido a la Reina de la Noche, con la intención de regresar a su debido tiempo.
Las Damas le retiran el candado de la boca
de Papageno previa su promesa de no volver a
mentir. Luego entregan a Tamino una flauta. Es
mágica y ayudará al muchacho en los momentos
de peligro. Para que Papageno ayude a Tamino en
la misión de liberar a Pamina, el pajarero recibe
un carillón con campanillas también mágico. En
esa misma tarea contarán también con el apoyo
de tres Genios, tres adolescentes.
Tamino se pregunta por lo sucedido al ver
muerta la serpiente cuando recobra el conocimiento. Llega cantando un extraño personaje,
Papageno, de oficio cazador de pájaros con cuyas
presas intercambia comida y bebida con la Reina
de la Noche. Le asegura a Tamino, fanfarrón, que
él mismo es el que ha dado muerte al monstruo
que le perseguía. A tiempo de ser oído por las tres
Damas a su regreso por lo que, como castigo a la
falsedad, le sellan la boca con un candado.
En el castillo de Sarastro, su sirviente moro
Monostatos se encuentra de improviso con Papageno. Los dos se asustan: uno por el color de la
piel del otro; éste por el ropaje de plumas de aquél.
Huyen despavoridos, pero Papageno regresa enseguida: si hay pájaros negros ¿por qué no habrá también hombres negros? Se encuentra con Pamina y
le da cuenta de pronta llegada de Tamino con ánimo de rescatarla. Los dos cantan sobre los poderes
que ejerce el amor en los corazones humanos.
Las Damas enseñan a Tamino un retrato de
Pamina, la hija de la Reina de la Noche. El muchacho queda embelesado ante tanta hermosura
y jura librarla de su cautiverio pues, según le rela-
Ante la fachada de tres templos, el de la
Razón, la Naturaleza y la Sabiduría, los tres Genios aconsejan a Tamino que tenga discreción
El coro da por terminado el acto cantando:
“Cuando la virtud y la justicia siembran el camino
de gloria, es entonces cuando la tierra se convierte en un reino celestial y los hombres adquieren la
apariencia de los dioses”.
y paciencia. El joven intenta traspasar, una tras
otra, la puerta de los templos, pero voces misteriosas que no sabe de donde proceden, se lo impiden. De la tercera entrada, la del templo de la
Sabiduría, aparece un viejo sacerdote y le aclara
que Sarastro no es el malvado que le han descrito, pues nunca debe de fiarse de las palabras de
las mujeres. Cuando el sacerdote le deja a solas,
las mismas voces misteriosas le dicen que Pamina
está viva y que pronto verá la luz.
"DUP**
En un jardín los sacerdotes entran en procesión y Sarastro les comenta que Tamino ha decidido formar parte de su orden. A continuación
da cuenta de las virtudes que adornan al príncipe
y les señala el destino que junto a Pamina les reserva la existencia a tan venturosa pareja. Entre
ellos son nombrados dos Sacerdotes que serán los
que instruyan en lo sucesivo a la pareja.
Alegre, Tamino comienza a tocar la flauta.
A su mágico sonido acude una multitud de animales salvajes domados por la fuerza y la gracia
de la música. Cuando Tamino escucha que se
acerca Papageno sale en su búsqueda. Por el lado
opuesto, sin encontrase, aparece Pamina. La muchacha es detenida por Monostatos y un grupo de
esclavos. Pero Papageno hace sonar sus campanillas y los captores, en el semblante dibujada una
tontorrona sonrisa, salen disparados bailando al
son del instrumento de Papageno.
Tamino y Papageno son conducidos a un
patio interior del castillo de Sarastro. Los dos Sacerdotes les preguntan si se hallan dispuestos a
enfrentarse con las pruebas relacionadas con su
iniciación, a lo que Tamino contesta afirmativamente y Papageno con evasivas. Han de mantenerse en silencio, a oscuras, desconfiando de los
ardides femeninos. Si sucumben a estos requisitos, serán castigados.
Una solemne fanfarria y un coro laudatorio
sucesivo anuncian la llegada de Sarastro y su séquito. Pamina, arrepentida, le pide perdón por su
intento de fuga, explicando la razón principal de
esa decisión: quería librarse de los avances libidinosos de Monostatos.
Reaparecen las tres Damas intentando
convencerles de que se alejen de Sarastro y vuelvan a servir los intereses de la Reina de la Noche.
Tamino permanece inquebrantable, mientras Papageno se deja llevar por el miedo.
Monostatos ha capturado a Tamino y lo
presenta a Sarastro. Pamina y Tamino se reconocen y se abrazan con entusiasmo. Sarastro trata
a la pareja con cariño y amabilidad. Pero han de
superar varias pruebas para que su felicidad se
consolide. Monostatos es condenado a recibir 77
latigazos.
Monostatos en un jardín iluminado por la
luna encuentra dormida a Pamina y se la declara.
Cuando está a punto de abrazarla, le interrumpe
la Reina de la Noche. La madre, al enterarse de
las intenciones de Tamino de unirse a los inicia
dos del templo, entrega a Pamina un puñal. Con
él ha de dar muerte a Sarastro.
Papageno declara ya sin tapujos que eso de la
iniciación a él ni le va ni le viene. La única meta de
su vida es encontrar una esposa, una Papagena, que
le haga la feliz y le dé unos cuantos “pajareritos”. Se
presenta de nuevo la vieja espantosa que se quita la
máscara tras la cual se ocultaba una hermosísima
jovencita. Papageno está que arde, pero el Sacerdote
los separa: aún no es tiempo, les confirma.
Sarastro, una vez que la reina ha desaparecido, aleja a Monostatos y tranquiliza con sus
suaves y esperanzadoras palabras a Pamina, toda
inquietud y reservas.
En cierta parte del templo se ve a los dos
Sacerdotes que conducen a Tamino y Papageno.
De nuevo a solas, el pajarero sólo piensa en la sed
y hambre que tiene. Una mujer vieja de aspecto
horroroso, un auténtico espantajo, le ofrece un
vaso de agua, mientras le asegura que es su novia.
Papageno casi se muere del impacto.
Los tres Genios anuncian, cantando, la victoria de la luz sobre la noche, o sea, la de Sarastro
sobre la Reina de la Noche, mientras observan
como Pamina está a punto de herirse con el puñal que su madre le entregó. A tiempo le impiden
su efectuar esta acción, tranquilizándola: Tamino
sigue enamorado de ella.
Los tres Genios reintegran a Tamino y Papageno sus instrumentos mágicos, la flauta y el
carillón, invitándoles a que sean fuertes y perseverantes. Tamino toca la flauta y a su dulce sonido
se hace presente Pamina. Siguiendo su promesa
de mantener silencio, el muchacho no responde a
los requerimientos de Pamina. Esta se va decepcionada, pensado que Tamino ya no la ama. Sólo
en la muerte encontrará alivio a tan lamentable
decepción.
Dos hombres armados hacen guardia ante
una puerta abierta en medio de una superficie rocosa. A través de esa puerta Tamino se enfrentará
a las pruebas físicas del agua y del fuego, las de
su purificación. Pamina se une a Tamino para los
dos juntos enfrentarse al desafío. La pareja supera
el reto y las aclamaciones de los sacerdotes confirman tal triunfo.
Papageno busca desesperado a su Papagena. Como no ve señales vivientes de la muchacha,
sólo le queda una salida: ahorcarse. El rito de llevar a la práctica tan tajante decisión es largo, esperando que alguien o algo le impidan realizarlo.
Cuando ya parece que nada le detendrá en la decisión, reaparecen los Genios que le piden toque
su carillón. Al sonido argentino de sus campanas
vuelve Papagena. La pareja se une, conjugan su
amor y se prometen una feliz compañía alegrada
por una multitud de niños pajareros.
Un sonoro acorde repetido en tres ocasiones sucesivas pone en guardia a Tamino y Papageno, señal de que han de enfrentarse a nuevas
pruebas.
En el interior de una pirámide, la oración
de los sacerdotes se dirige a los dioses pidiendo fortaleza y decisión para Tamino. Tamino y
Pamina se reúnen y Sarastro les anima con sus
palabras de aliento y confianza. Luego vuelven
a separarse.
En un paisaje inhóspito, de noche, la Reina de
la Noche, sus tres Damas y Monostatos que se ha pasado a su servicio, se disponen a entrar en el templo de
Sarastro para destruirlo. Pero una tormenta de rayos y
truenos hunde a todos en un insondable abismo.
Dentro del Templo de la Sabiduría, Sarastro anuncia la victoria de Tamino, la victoria de la luz sobre la oscuridad. Todos la
celebran en un himno de agradeciendo a Isis
y Osiris.
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Lo primero: un cuento mágico.
a trepar por el cuello para firmar la despedida…
tres niños magos, pequeñitos y sabios, irrumpieron en la escena, cambiando la armonía del foso
y el destino de Papageno: no te rindas –vinieron
a decir-, terminó esta maldita soledad; haz sonar
tu melodía y, al otro lado de este puente de música, encontrarás a alguien… ¡por fin, Papageno, a
alguien como tú! El rostro del hombre se iluminó
y, separándose del precipicio de la derrota, desenfundó unas campanitas mágicas e inundó el teatro con una música inconfundible. Una música
tan pequeñita y tan sabia como los niños magos,
que devolvió el calor a la orquesta y al alma y, con
el feliz tintineo del deshielo, trajo consigo lo más
mágico del mundo: alguien maravilloso en quien,
–¡por fin!-, aquel hombre, antes solo, podía ahora
reconocerse. Una amiga, sí, que avanzaba risueña
a pasitos, para darle un abrazo, para cantar con
sus mismas palabras y para invitarlo a seguir haciendo vida. La sala se derritió en aplausos y alegría: una fina cascada de golpes de abanicos, risas
y palmadas que celebraban la escena desde todos
los rincones del teatro…
“Quede enterrada en mi corazón para siempre
la sabiduría de estos niños.”
(Tamino, “La flauta mágica”, primer acto)
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un teatro de los arrabales de Viena, una
frase terrible, que atravesó la sala y los corazones:
“¡Estoy cansado de mi vida!”. Eran unas palabras
llenas de dolor y desesperanza, que volaban implacables, desde el alma rota del hombre más solo
del mundo hasta la última fila de un crujiente paraíso de madera. Qué dolor, el de este ser humano
condenado a sentirse siempre un extraño: “estoy
cansado de mi vida” -–había dicho-, cansado de
intentar amar y ser amado, de buscar a alguien
que viese en él a una persona, de creer en un planeta que no le hablaba.
Nunca el silencio por respuesta había sido
tan doloroso. Pero entonces… justo cuando el futuro estaba perdido y parecía mejor terminar con
todo de una vez, justo cuando la soga empezaba
Y así, en la mágica noche del 30 de septiembre de 1791, otros dos corazones respiraban
aliviados. Dos héroes que, como Papageno, habían estado varias veces a punto –¡tan apunto!de perderlo todo y que ahora, por no rendirse,
veían como la soga de la desesperanza –serpiente asquerosa, maldita seas- se retiraba vencida
dejándolos en paz. Uno de ellos, oculto bajo el
disfraz de Papageno, se llamaba Emanuel Schikaneder, enérgico actor, empresario y libretista que
en los últimos tiempos había empezado a ver su
declive (“Emanuel, ya no pareces tan joven, ya no
pareces tan guapo”), y que gracias a haber escrito este bendito personaje, remontaba por fin el
vuelo y conseguía encontrar una nueva piel con
la que quedarse en su querido escenario. El otro,
sentado al clave, se llamaba Wofgang Amadeus
Mozart –el gran y endeudado Mozart, el genial e
ignorado Mozart-, que dirigía la orquesta y escuchaba por fin –y sólo dos meses antes de morir-,
su primer éxito rotundo en Viena. Es emocionante jugar a pensar en cómo podrían sentirse los dos
titanes en estos últimos pasos antes de salir de la
cuerda floja, viendo aliviados el dúo de Papageno
y Papagena (por cierto, el primer fragmento del
libreto con el que, meses atrás, había comenzado la creación de la partitura): una prodigiosa estampa de alianza, alegría y entusiasmo, tejida con
grandioso humor e infinito cariño, en la que estos
dos seres geniales pueden ya hacer grandes planes
de un futuro posible -¡ahora sí!-, lleno de hijitos
como ellos…
estreno en el que nadie pensaba en ella. Aquella
noche de otoño en la que los héroes celebraron la
función con una cena y volvieron a casa a pagar
resaca y deudas, sin saber -quién podía saberlo
entonces- que las ingenuas y francas palabras de
sus maravillosos personajes comenzaban en ese
preciso momento una colosal familia. Una larga
y próspera estirpe que, por los siglos de los siglos,
se conocería ya como “La Ópera Alemana” y que,
efectivamente, llenaría de nuevos papagenos y
papagenas todos los teatros del mundo.
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“Las rosas siempre están donde hay espinas.
Toca tú la flauta mágica,
ella nos protegerá en nuestro derrotero.
En un momento mágico mi padre la talló
de lo más profundo del roble milenario.”
[Pamina, “La flauta mágica”, segundo acto]
Qué conmovedor, que la última obra compuesta por Mozart para un escenario teatral sea,
desde el mismo título, un canto al poder de la
música. Hay muchas leyendas acerca de la conciencia que Mozart, en estos últimos meses,
podría o no tener sobre su estado de salud: buscando en las líneas de sus cartas encontramos entusiasmo, energía y ventanas abiertas de par en
par al futuro, pero también inquietantes palabras
y puntos suspensivos con los que temblar de escalofríos ante lo que parecen certeros presagios de
una despedida cercana. En cualquier caso, ya que
esta obra pertenece al más reducido conjunto de
sus últimas composiciones y fue concluida casi
de forma paralela al comienzo del misterioso y
colosal Requiem, es irremediable admirarla tam-
¿“Planes de un futuro posible –¡ahora sí!-,
lleno de hijitos como ellos…”?, sonríe hoy, enternecida, la Historia de la Música, al recordar aquel
les: junto a los colores y estructuras rítmicas populares, se entrelazan las prodigiosas fórmulas
aprendidas del universo barroco; materiales de
origen religioso comparten pentagrama con ingredientes, como señala Dietrich Fischer-Dieskau, de los primeros pasos del Lied alemán; y
recursos de las óperas seria y buffa de escuela
italiana se hermanan, no sólo entre sí, sino también con la personalidad y el humor específicos
del Singspiel austríaco, nacido para un público
popular de habla alemana, deseoso de entender
canto y diálogos en su idioma.
bién como una suerte de irrepetible testamento
musical, tan divertido como solemne, tan cariñoso como profundo, tan respetuoso con el pasado
como ambicioso con lo que estaba por llegar.
Trabajador inagotable, Mozart inauguraba
en estos meses –y en esta obra- una nueva etapa estilística, profundamente arraigada en la escuela barroca pero, a la vez, auténtica fundadora
de los cimientos de la futura música romántica.
Para fascinación del joven Beethoven, la partitura consigue ensamblar en perfecta unidad un
imposible mosaico de estilos y fuentes musica-
tin Wieland. Las hadas y magos, los conjuros y las
apariciones fantasmagóricas brindaban un campo
extraordinario para los espectaculares efectos y maquinarias teatrales heredados de la escena barroca
y permitían además presentar pintorescas galerías
de personajes con los que hacer taquilla a partir de
exóticas aventuras y peripecias cómicas.
Es como si la partitura de “La flauta mágica” quisiese incluir mil facetas de lo humano en
un mismo retrato de familia, de un modo similar
al catálogo de tratamientos y singularidades que
nos llega a través de las líneas y recursos vocales
de sus personajes: seres de otro mundo, como las
profundidades remotas de la voz de Sarastro o
esa mítica paleta de acrobacias, colores y temperamentos que describe a la Reina de la Noche;
la voz de madera familiar, honesta y flexible con
que dar vida a la franqueza y encanto cómico de
Papageno; la sencillez y pureza de línea de Pamina y Tamino, caracterizados por el lirismo, la
claridad y la exigente falta de artificio efectista;
los tres niños con voces de niño, que bajan en
globo para decir las grandes verdades… un maravilloso mapa de individualidades (“quien mucho
arriesga, a menudo mucho gana”, dice Papageno
en el primer acto) que parecen rendir homenaje
al mundo entero.
Sin embargo los autores de “La flauta mágica” no se contentaban sólo con la importante y difícil tarea de entretener y divertir por unas horas a
los clientes del Theater auf dem Wieden. Aún siendo dos titanes del humor y la sorpresa, no querían –
como comprobamos, por ejemplo, en una carta mil
veces citada de Mozart a su esposa Constanza- que
los espectadores volviesen a casa sin haber alcanzado algo del trasfondo simbólico de la obra: “por
desgracia”, escribía el compositor refiriéndose a un
espectador incapaz de traspasar la anécdota más
superficial de la trama, “yo estaba precisamente en
su palco cuando empezó el acto II con la escena
solemne. Se reía de todo; al principio me armé de
paciencia suficiente para decirle que se fijara en la
letra, pero se reía de todo; aquello fue demasiado
para mí”. Con líneas como éstas nos queda claro
que, aún con el enorme valor que estos autores daban a la frescura y al divertimento, también querían hablar de otras importantes sabidurías que
consideraban urgentes y necesarias: así –y a pesar
del enloquecido juego de remiendos y pespuntes
a contrarreloj que debió de ser la confección final
del argumento-, con amor de joyero terminaron
por bordar entre los pliegues literarios y musicales
de esta obra un laborioso entramado de reflexiones
sobre la condición humana, la importancia de la
comunicación y el arte, los ideales humanistas, ilu-
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“¡…su destino nos atañe de cerca!”
[Los tres niños, “La flauta mágica”, segundo
acto]
El teatro de Schikaneder estaba en la plaza
del mercado (físicamente, decimos, esto no es sólo
metáfora) y, como el resto de los negocios vecinos,
tenía asuntos que vender: es importante acordarse entonces de que los cuentos mágicos estaban
muy de moda en la escena popular vienesa cuando
el libretista-empresario le propuso a Mozart esta
pieza con canto y diálogos en alemán, inspirada,
entre otras fuentes, en el poema “Oberon” y el relato “Lulu o la Flauta mágica” de Christoph Mar
ministas y masónicos o la defensa de
la transmisión de lo aprendido entre generaciones.
Desde luego, su aventura fue
un éxito. Con este principio creativo (y sin
que nadie después haya podido explicar exactamente cómo), consiguieron dar con el modo de
que cientos y cientos de espectadores comenzasen
a descubrir una obra que hablaba de asuntos que les
eran cercanos e intrigantes: una obra que, incluso
hoy, no sólo narra un cuento (otro más) de genios y
aventuras, sino que retrata personajes y cuestiones
cuyo destino “nos atañe de cerca”, como dirían los
tres niños magos. Así, Schikaneder pudo colgar en
el muro de su teatro sucesivos carteles que anunciaban el vertiginoso número de representaciones que
la producción iba alcanzando, y Mozart tuvo aún
dos meses de vida para celebrar este éxito creciente que “La flauta mágica” cosechaba semana tras
semana: en más cartas de esos días (cartas que el
compositor escribió a su esposa y que después -indiscretos- leímos todos), comparte su felicidad por
las aclamadas repeticiones de arias y dúos que se
instalaron, una noche sí y otra también, por petición de los asistentes; su felicidad por ese “aplauso
silencioso” que crecía en un patio de butacas cada
vez más enamorado; su felicidad por los comentarios entusiastas que colegas y familiares le
dedicaban tras las funciones. Son enternecedoras la atención y alegría con que Mozart –el gran
Mozart- reproduce palabra por palabra las primeras
felicitaciones que entonces destacaba entre sus más
cercanos y expertos invitados (un grupo pintoresco
a nuestros ojos, por cierto, con especiales asientos
para el entonces célebre Salieri y para la suegra Weber, tan tenaz y tan sorda…), sin poder saber entonces de los lejanos confines hacia los que seguiría
creciendo, generación tras generación, esta enorme
fascinación despertada por su última obra de teatro
lírico: un prodigioso elenco de públicos de todas las
edades y de todos los tiempos venideros, abanderados por ilustres portavoces conmovidos hasta las
lágrimas. Desde Beethoven, cautivado, como decíamos, por la asombrosa unidad conseguida a partir
de semejante caleidoscopio de estilos y estéticas,
hasta Wagner, que vio en este colorido Singspiel el
nacimiento de la verdadera ópera alemana. Desde
Goethe, rendido por la densidad intelectual fundida en los ladrillos de un cuentito de magia, hasta
Bergman, que la definiría como libro de cabecera y
compañera de vida.
conocer y disfrutar mejor los entresijos y mensajes
escondidos de “La flauta mágica”. Pero entonces
algo sorprendente sucede cuando comparamos las
conclusiones de estos exploradores y comprobamos
que (¡magia, magia!), si miles fueron los intentos
por descifrar esta obra, miles son también las entusiastas interpretaciones a las que han llegado tales
expediciones, triunfales y convencidas defensoras
de lecturas tan dispares como imaginar uno pueda.
Al repasar algunas de las principales líneas
de interpretación y análisis de esta obra, destaca
sin duda ese gran número de expertos que –empezando por los primeros biógrafos del compositorse concentran en el evidente y copioso catálogo de
referencias a los símbolos y valores masónicos que
despliega “La flauta mágica”, como prueba de que
la intención fundamental de Mozart y Schikaneder
era utilizar esta pieza para plasmar los recovecos de
unas logias a las que ambos pertenecieron y para las
que ya habían ofrecido su arte en otras ocasiones: la
minuciosa descripción del recorrido de iniciación
de Tamino hacia el Templo de Sarastro describe el
ideal de crecimiento espiritual masónico (virtud,
discreción, caridad, belleza, sabiduría) y los escalonados pormenores de ingreso en sus logias; las
significativas relaciones numéricas ensalzadas por
la masonería se plasman también con una aplicada
insistencia que puntúa trama y partitura a la vuelta de cada esquina (lo vemos, por ejemplo, en esa
tenaz pauta que presenta aquí trinidades de casi
todo: tres solemnes acordes de bienvenida, tres toques de trompa, tres damas guerreras, tres niños
sabios, tres exclamaciones para anunciar la llegada
de la Reina, tres truenos, tres pruebas, tres virtudes, tres templos, tres puertas…); incluso el perfil
Y empieza aquí, por cierto, otra misteriosa
aventura, nacida de esa semilla llamada “La flauta
mágica” y protagonizada por todos aquellos que
han querido explicar el mensaje esencial que en ella
encuentran: ese significado profundo que parece
que hay que descifrar –como si estuviera escrito con
la misma tinta invisible que usan los caballeros de
Sarastro- desde la escucha y la inquietud de cada
uno. Son miles los biógrafos, filósofos, críticos y artistas que han tratado de sumergirse en el intrigante mundo de reflexión y simbología contenidos en
el libreto y la partitura de esta obra. Vuelven luego
victoriosos, trayendo el secreto que encontraron
en tales profundidades y ayudándonos por tanto a
de Sarastro retrata fielmente, según documentos
contemporáneos, los rasgos y ademanes de un
hombre muy admirado por Mozart y Schikaneder,
el templado y sabio Ignaz von Born, Gran Maestro
de las logias vienesas. Son tantos los que subrayan el enorme peso de la intención fundamental
de compositor y libretista por hablar de la masonería que incluso hay lugar para la polémica y el
enfrentamiento interno frente a pequeños grupos
de estudiosos que defienden un rol aún más determinante de alguna de estas logias en los últimos
meses de Mozart, como por ejemplo, los que argumentan la posibilidad de que fuera una de estas
agrupaciones quien encargara en secreto la obra, o
los que (desde en un improbable pero teatral polo
opuesto) culpan a alguna de estas secciones de haber envenenado a Mozart por haberse atrevido a
desvelar sus secretos a telón abierto.
Frente a los que destacan la intención de
dar a conocer los valores masónicos como eje
fundamental de “La flauta mágica”, hay también
analistas que, como Kurt Pahlen, prefieren reivindicar la vocación esencialmente lúdica, efectista
y espectacular de la pieza. Entienden la rica simbología y la cita de rituales de iniciación como un
decorado secundario y un hábil recurso comercial
con el que intrigar al público vienés, y no tanto
como un compendio con seria voluntad pedagógica: los cuentos, cuentos son –vendrían a decir
personajes (por ejemplo, ¿la Reina y sus damas son
malvadas y vengativas pero, sin embargo, son quienes le dan a Tamino y Papageno los instrumentos
mágicos con los que conquistar la belleza y la sabiduría?) y sirve a algunos expertos para entender
las citas a la masonería como recursos de urgencia
con los que revestir al nuevo Sarastro con los rasgos nobles y templados que Mozart y Schikaneder
admiraban en Ignaz von Born.
estos teóricos- y si les buscamos más lógica de la
debida sólo corremos el riesgo de marchitar su encanto. Estas lecturas se apoyan además en la escasa
pero emocionante información que nos ha llegado
acerca del proceso de confección final del libreto,
ajetreada labor que, al parecer, tuvo que cambiar
todo el segundo acto como reacción de urgencia
a la repentina aparición de otra obra de argumento casi calcado. Según los relatos recogidos por el
director de orquesta vienés Ignaz von Seyfried, la
composición de “La flauta mágica” avanzaba a
buen paso cuando, de repente, en el mes de junio,
el teatro de la Leopoldstadt –competidor directo
del de Schikaneder- estrenó una pieza llamada “La
cítara mágica”, basada en una trama y una estructura de personajes demasiado parecidos a los que
Schikaneder habría escrito en su libreto original:
un hada sabia y buena pide a un joven príncipe
ayuda para rescatar a su hija, secuestrada por un
oscuro mago de las profundidades, y le da para
ello un prodigioso instrumento musical con el que
enfrentarse a la maldad y la vileza. Como –según
estas crónicas- a tales alturas del verano Mozart ya
había terminado todo el primer acto y no era posible, por tanto, rehacer su estructura, Schikaneder
sólo podía reaccionar reajustando la segunda mitad
de la trama con nuevas soluciones argumentales
que la separasen de la obra rival: la conmovedora
reina a la que vimos llorar por la pérdida de su hija
en el primer acto quedaría después convertida en
una tirana obsesionada por vengarse del líder del
bando enemigo, a su vez transformado de malvado
secuestrador en sabio y noble protector de la pobre
princesa. La teoría de este cambio obligado y repentino permitiría entender de forma más rápida
interesantes contradicciones mostradas por estos
Siguiendo con las diferentes interpretaciones
de “La flauta mágica”, encontramos también lectores que subrayan como la principal intención de
Mozart y Schikaneder la confección de un retrato
coral con el que catalogar los distintos niveles de
altura espiritual: desde la sentenciada bajeza de
Monostatos subiríamos a los instintos primitivos
que muchos ven en Papageno, luego a la valentía
y pureza de Tamino y, como culmen, llegaríamos a
la ideal templanza y madurez alabadas por tantos
en Sarastro. Es una visión jerárquica de los personajes que se construye en función de sus supuestos
atributos morales y espirituales y que, por cierto,
mantiene importantes lugares comunes con aquellos otros análisis que ven en “La flauta mágica” una
clara prueba de la misoginia de su época y sus autores: de un modo parecido a las distinciones que encuentran determinante el literal contraste entre la
supuesta simpleza salvaje de Papageno y la tan aclamada elevación ejemplar de Sarastro, muchos lectores cercanos a la época del estreno interpretaron los
numerosos juicios pronunciados por ciertos personajes contra la ética y el proceder femeninos como
sobradas evidencias de que los propios Schikaneder
y Mozart definían a las mujeres como seres de una
pasta inferior, caprichosa, ignorante y dañina.
si nos fijamos en las parejas de personajes a los que
conocemos por algo más que insultos del enemigo,
¿no encontramos en el libreto y la partitura una evidente intención de igualar a hombres y mujeres en
sus capacidades y sentimientos? Tamino y Pamina,
Papageno y Papagena… incluso desde un elemento
de definición tan explícito como es el sonido de sus
propios nombres, estos jóvenes proponen, respectivamente, distintas versiones de un molde compartido: ¿no vendrían a significar, entonces, que es precisamente ese rango de “ser humano” –en palabras de
Papageno y Sarastro- lo que los define y reúne? En
un texto destinado a colocar a las mujeres en una
cansina casta inferior, ¿serían Pamina y Papagena las
que, como vemos en el libreto de esta obra, más sabiduría y valor infunden a sus compañeros?
Pero es que, en el mismo libreto y la misma
partitura, otros estudiosos encuentran minuciosas
interpretaciones que, opuestas a las lecturas jerarquizantes, encuentran significativas pruebas de que
Mozart y Schikaneder conectaban “La flauta mágica” con el espíritu progresista de las revoluciones
contemporáneas que, en Estados Unidos y Francia,
cambiaban ya el rumbo de la Historia: ¿son tan distintos Papageno y Sarastro cuando ambos sostienen,
textualmente y con explícita semejanza, que es en
el valor de lo “humano” donde radica nuestra verdadera medida?; ¿es posible entonces pasar por alto
la estremecedora lucidez con que el moro Monostatos, un personaje casi shakesperiano, reflexiona
acerca de la exclusión y la falta de amor a la que es
condenado por la ignorancia y el miedo que despierta su color de piel? La trama parece insistir con especial lucidez en que el miedo y el desconocimiento
son los principales motores del odio y la violencia.
En una trama donde la ausencia de comunicación
es, literalmente, una tortura, son varios los episodios
que, con humor o dramatismo, señalan el origen del
rechazo en la ignorancia, las apariencias y el temor
ante lo desconocido: lo vemos en las explícitas reacciones de Papageno; en su magistral escena de
encuentro con Monostatos; en el odio con que la
Reina y sus damas, por un lado, y Sarastro y los sacerdotes, por otro, hablan del bando enemigo; hasta
en la prueba de revestir a la mujer de los sueños de
Papageno con una falsa apariencia que despierta
los prejuicios de éste y no le permite ver que tiene
frente a sí lo que más anhela. Y, trasladando esta
nueva perspectiva a otras dimensiones parecidas del
reparto de papeles de este cuento, ¿no cabría dudar entonces de esa supuesta intención de tachar
a las mujeres de ignorantes y perversas? De hecho,
Mozart pidió que el público “se fijara en la
letra”, que se detuviese en captar un importante
mensaje en el que él y Schikaneder habían puesto
suma atención y cuidado. Y precisamente con esa
elegancia de no especificarnos qué querían que
encontrásemos, nos tienen buscando y buscando
desde hace dos siglos: cruzándonos los unos con los
otros -lupa en mano- en conclusiones que no sólo
difieren sino que, muchas veces, se oponen. Del
mismo modo que musicalmente consiguieron condensar mil óperas en una, terminaron por ofrecer
una invitación a mil interpretaciones. Una inmensa
plaza de reunión en la que nos encontramos, mirándonos los unos a los otros con extrañeza y desconfianza, como si llegásemos de planetas diferentes.
Hay mil respuestas y una que las reúne a todas…
la que nos trae Papageno, el rey de la lucidez, y nos
saca de dudas: “¿Qué quién soy?, ¡tonta pregunta!
Un ser humano, como tú.”
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Director musical: Pablo Heras Casado
Director de escena: Ron Daniels
Escenógrafo y figurinista: Riccardo Hernández
Iluminadora: Jennifer Tipton
Coreógrafo: David Bridel
Vídeo: Philip Bussmann
Director del coro: Andrés Máspero
Mario Ruoppolo: Charles Castronovo
Pablo Neruda: Plácido Domingo
Matilde Neruda: Cristina Gallardo-Domâs
Giorgio: Víctor Torres
Beatrice: Sylvia Schwartz
Donna Rosa: Nancy Fabiola Herrera
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Julio: 17, 20, 23, 25, 28
20:00 horas
"SHVNFOUP
*MQPTUJOP&MDBSUFSP
'FSOBOEP'SBHB
raño del poeta, acaba uniéndolos en una sólida
amistad.
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La ópera se basa en la novela del chileno
de origen croata Antonio Skármeta publicada
en 1982 y del filme sobre la misma dirigido
1994 por Michael Radford e interpretado por
Philippe Noiret (Neruda) y Massimo Troisi (El
Cartero). Trata de las relaciones que se establecen con el poeta chileno Premio Nobel Pablo
Neruda y el cartero, Mario Ruoppolo, en una
pequeña población italiana donde aquél vive
exiliado. El postino está enamorado de la bellísima Beatrice Russo. Para enamorarla utiliza
versos que le inspira Neruda.
Mario está enamorado de Beatrice Russo,
la joven que trabaja en la única taberna del lugar.
La joven apenas le hace caso, y el joven no acierta
en cómo conquistarla. Cuando comenta su situación sentimental a Neruda, éste le aconseja que la
conquiste hablándola por medio de metáforas. El
consejo da pronto sus frutos, pese a las reticencias
de la tía de Beatrice, Donna Rosa, a la cual ese lenguaje le resulta sospechosamente esotérico. Beatrice, desde luego, no logra resistirte al talento poético del pretendiente y la pareja decide casarse.
Entretanto Neruda y su esposa Matilde obtienen el visto bueno para regresar a su patria y
Mario les envía una grabación donde registra alguno de los sonidos más característicos de la isla
donde vive, añadiendo el del latido del corazón
de su hijo que se está gestando.
La ópera, pues, se desarrolla en una localidad isleña de Italia, a mediados de los años cincuenta del pasado milenio. Mario, un joven simpático y servicial es un amable hombre que vive
en ese pueblecito de habitantes casi exclusivamente dedicados a la pesca. Pero Mario no puede
dedicarse a esa tarea debido a su estado delicado
de salud y por ello acepta un empleo poco exigente dadas sus circunstancias personales, el de
cartero de la localidad. Pero realizando ese oficio
encuentra la oportunidad de su vida. Quien allá
recibe más correspondencia es el escritor Pablo
Neruda que se ha visto obligado a abandonar su
país, Chile, por sus ideas políticas.
Pasan los años y Neruda regresa al lugar. Se
encuentra con Beatrice en el mismo café donde
sigue trabajando. A su lado está su hijo. ¿Y Mario?
La mujer responde: fue asesinado en una manifestación comunista a la que se había sumado,
cuando estaba a punto de subir al estrado a recitar versos de Neruda.
Neruda recibe de manos de Beatrice una
carta que su marido le había escrito poco antes
de su muerte.
El contacto casi diario entre los dos hombres, pese a la reticencia y al carácter algo hu
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levantar su mundo operístico sobre el fantástico
pedestal de la literatura iberoamericana. “García
Márquez, Octavio Paz, Vargas Llosa... ellos lo lograron; ¿por qué no intentar hacer algo parecido
en la ópera?” Es esa voluntad de universalidad la
que, por ejemplo, le permite conservar la adaptación italiana –¡e incluso el título italiano!- de su
última ópera. Hubiera tenido muy fácil devolver
la acción de El cartero de Neruda a su lugar original, que es Isla Negra, en Chile, pero no lo necesitó: su ópera es latina transcurra donde transcurra porque su perspectiva, su world-view, lo es.
La traslación a la isla italiana de Cala di Sotto
funciona maravillosamente en la película y Catán
no tiene inconveniente en aprovecharla.
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¿Quién es Daniel Catán? Ante todo, un
hombre de mucho talento y un hombre de muchos talentos, que no es lo mismo: al contrario,
rara vez va lo uno con lo otro. Antes de doctorarse
en composición en la universidad estadounidense
de Princeton, se había licenciado en filosofía en
la británica de Sussex. Y antes de triunfar como
músico había demostrado ya su maestría humanidades (no solo en filosofía, sino también en teoría y práctica literarias) en diversas publicaciones.
Además, Daniel Catán es un hombre con propósito, un hombre que asume una misión: crear, casi
de la nada, una tradición operística propia de la
comunidad latinoamericana, o “latina”, como les
gusta decir allá. Es decir, una ópera en español.
Pero, en su visión, no bastaba con hacer cantar a
los cantantes en este idioma, porque entonces el
resultado habría de sonar inevitablemente como
una ópera, digamos, tradicional, pero traducida.
Catán: un hombre dotado de genio y de
propósito. Y también un hombre-enigma, condenado a ser devorado por su propio mito, en cuanto murió repentinamente en abril de 2011, en el
preciso momento en que sus propósitos iniciales
empezaban a verse cumplidos y cuando, era de
esperar, tenía el grueso de su carrera y de su catálogo por delante.
No, Catán buscaba una ópera latina en
un sentido más profundo: una ópera que hiciera
subir al escenario e hiciera llegar al oído del espectador la realidad de Latinoamérica en cuanto
fenómeno cultural amplio y alto. Y quería hacer
esto sin caer en pintoresquismos, sin acudir al
folklore de la región (riquísimo, por cierto). “Así
actúan los turistas –dejó dicho-; yo busco algo distinto: un arte de alcance universal hecho desde
la perspectiva de nuestros países”. Catán quería
Daniel Catán había nacido en la ciudad
de México, el 3 de abril de 1949, en una familia
judía de origen ruso-sefardí. Su historial familiar
y su trayectoria vital dibujan un gigantesco zigzag (España-Rusia-México-Inglaterra-USA) que
constituye una adecuada metáfora de la universalidad espiral de su propósito creativo. En México
tiene sus primeros contactos con la música: toma
lecciones de piano y comparte con su padre la afición al canto popular cubano, el son y el bolero,
que no es difícil de rastrear en Il Postino. Su primera juventud, de los 14 a los 23 años, transcurrió
en un internado de Inglaterra. Allí profundizó en
sus estudios de piano, se enamoró de la tradición
operística europea. Como hemos dicho, se licenció en filosofía en Sussex, y también en música en
la Universidad de Southampton. Con 24 años, se
estableció en Estados Unidos. En Princeton, donde se doctoró, tuvo como profesores a James Randall, Benjamin Boretz y Milton Babbitt, el maestro del serialismo estadounidense. Paralelamente
a todo ello, desde su adolescencia, Catán estudió
apasionada y rigurosamente a los maestros de la
literatura en español. Volvió durante unos años a
México D. F., a trabajar en la gestión del Palacio
de Bellas Artes y a completar Encuentro, su primer
trabajo operístico (más que “primero”, es mejor
decir “preliminar”). Después, a finales de los 80,
Catán se trasladó becado a Japón, en lo que constituyó su último gran viaje de formación.
gran precariedad de medios musicales y teatrales,
Catán logró estrenar este Encuentro que, aunque
quedó descartado poco después, en ese momento
le sirvió para realizar un aterrizaje controlado en
ese mundo tan complejo y difícil que es el de la
ópera, digamos, real, donde las fantasías del pupitre del compositor se enfrentan a las realidades,
a veces desesperantes, del teatro.
Tras esos prolegómenos, Catán abordó una
ópera de gran ambición: La hija de Rappaccini, basada en un cuento de Nathaniel Hawthorne (1844)
que había sido convertido en obra de teatro por
Octavio Paz (1956). La tal hija, que está encerrada
por su padre en un jardín bellísimo y venenoso, es
ella misma bellísima y venenosa. Curiosamente,
se llama Beatrice, igual que la protagonista de Il
Postino. Catán escribió la partitura de La hija de
Rappaccini dos veces. En Japón descartó casi por
entero el primer borrador. El estreno en México,
llevado a cabo por su amigo el director de orquesta
Eduardo Díaz Muñoz, resultó decepcionante y llevó a Catán a buscarse el sustento como empleado
de banca. El destino vino entonces en su ayuda.
Paz ganó el Premio Nobel de Literatura en 1990 y
eso despertó el interés por “La hija de Rappaccini”
que, tras duros esfuerzos del poeta y diplomático
estadounidense John Dwyer, subió en 1994, dirigida por Díaz Muñoz, al escenario de la Ópera de
San Diego. Allí tuvo cierto éxito, lo que le permitió
a su autor, tas mucho batallar, conseguir un encargo
de la Gran Ópera de Houston compartido con las
óperas de Los Ángeles y Seattle, encargo que dio
lugar a la composición Florencia en el Amazonas,
basada en la novela El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Se estrenó en Hous-
4FJTQSPZFDUPTDVBUSP§QFSBT
A partir de estos inicios, la biografía de
Daniel Catán es la historia de sus proyectos operísticos, que son seis, o más bien cuatro si descontamos el primero, descatalogado por el propio
autor, y el último, que quedó inacabado. Encuentro en el ocaso, sobre textos del escritor y académico mexicano Carlos Montemayor, data de los
tiempos del mexicano Palacio de Bellas Artes
donde, paralelamente a su trabajo administrativo, Catán dirigía una orquesta de cámara. Con
el cuento del poeta cubano Eliseo Diego. En esta
época, Daniel Catán alcanzó cierta estabilidad financiera y emocional: consiguió un puesto de profesor en el college of the Canyons, en Los Ángeles,
y se casó con la arpista mexicana Andrea Puente.
ton en octubre de 1996 con bastante éxito, mayor
entre los cantantes que entre los críticos quienes,
en general, fruncieron un poco el ceño ante el melodismo abierto y directo de esa música.
Daniel Catán siguió viviendo como la inmensa mayoría de sus colegas compositores de
todo el mundo: a la cuarta pregunta. Ni siquiera el inmenso éxito de la telenovela mexicana El
vuelo del águila, para la que había escrito música
incidental, le sacó de la penuria, porque no había
negociado bien su contrato con el productor. Pero
no tiró la toalla. En 2004 estrenó en Houston una
ópera cómica de asunto caribeño: Salsipuedes,
una historia de amor, guerra y boquerones, sobre
Pero el acontecimiento que cambiaría el curso de su carrera y de su vida vino sin ser llamado. Las
representaciones de Florencia y sus demás óperas en
Houston, Seattle y Los Ángeles acabaron por llamar
la atención de Plácido Domingo, que no tardó en
interesarse por un compositor con el que compartía
muchas inquietudes estéticas: la ópera cantada en
español, la ópera de raíz latinoamericana, la ópera
nueva pero melódica. De esa conexión Catán-Do-
mingo surgiría el impulso que dio lugar a Il Postino,
la última ópera terminada del autor. De hecho, el
papel de Neruda está escrito para la voz de quien
habría de estrenarlo, el propio Plácido. Catán viajó a Italia para asegurarse los derechos operísticos
de la historia, que estaban en posesión de los herederos del protagonista del film, Massimo Troisi.
El estreno de Il Postino en la Ópera de Los Ángeles
tuvo, este sí, un éxito rotundo. Catapultó a Daniel
Catán a la primera fila de su profesión y le valió a
la “La Opera”, como es conocida, la fama de institución favorable a la creación y sensible al signo de
los tiempos, por impulsar la composición actual y
promover la ópera en lengua española.
ran algunas obras de otros géneros. Además de lo
ya mencionado en este artículo, conviene recordar sus obras orquestales El árbol de la vida, En
un doblez del tiempo, Tierra final, Mariposa de obsidiana y Tu son, tu risa, tu sonrisa. En el capítulo
de cámara, hay que mencionar el dúo de flauta y
arpa Encantamiento, escrito para su esposa.
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En la segunda mitad del siglo XX y en lo
que llevamos de XXI se ha hecho cada vez más
frecuente la circunstancia de que sea el propio
compositor quien firme el libreto de la ópera,
sobre todo cuando no se trata de un argumento
original, sino de la adaptación de una obra literaria (o cinematográfica) preexistente. Entre las
razones que pueden explicar este fenómeno figura sin duda la peculiar evolución en aspa que han
experimentado los compositores y los escritores.
Los compositores han ido perdiendo talla como
músicos prácticos, de escenario (raro es el compositor actual capaz de tocar algún instrumento
en público), y a la vez ganándola como intelectuales amplio alcance, con sabidurías profundas
en campos diversos, incluyendo muchas veces el
teatro. Al mismo tiempo, los dramaturgos han
ido perdiendo terreno en general. Los directores
de escena les han arrebatado buena parte de sus
funciones y el auge del teatro llamado físico, o
gestual, sobre el llamado “de palabra” ha agravado este relegamiento del autor. Todo ello ha contribuido a subrayar el recelo secular que los compositores han sentido hacia los libretistas (“¡no
entienden el ritmo de la palabra cantada!”, es la
acusación predominante) y les ha animado a lan-
Tras el triunfo de Il Postino, Catán se trasladó a la Universidad de Austin en Texas, donde
le hicieron un doble ofrecimiento: un puesto de
profesor de composición y un encargo para una
nueva ópera. Allí, enseñando y componiendo, le
sorprendió la muerte. O no, porque ni siquiera
debió verla venir. Murió súbitamente, mientras
dormía en su casa. Dejó sin acabar una nueva
ópera que representaba un cambio notable en
la línea de su catálogo: era una ópera en inglés,
basada, eso sí, como la anterior, en un guion cinematográfico: Meet John Doe, la legendaria película de Frank Capra, de 1941, que escribieron
Richard Conner, Robert Presnell y Robert Riskin
y que en España se conoce como Juan Nadie. En
consonancia con el asunto y con el idioma, esta
nueva ópera de Catán se abría a las tradiciones
de la cultura musical estadounidense, tanto en su
vertiente popular como en la culta.
Daniel Catán quiso ser, y fue, un compositor de óperas, pero en su brevísimo catálogo figu
zarse ellos mismos a ocupar esa función. Daniel
Catán no ha sido excepción. Se hizo con los derechos del guion de Il Postino y se ocupó él mismo
de realizar el libreto. ¿Con qué objetivos?
puede contar cosas a base de miradas y sonrisas,
como hace el cine. La ópera requiere canto y, por
ello, diálogo. Y si el canto se pretende lírico y arioso, entonces el diálogo ha de ser extenso y pausado, con cierta propensión al monólogo.
Hay un primer objetivo que es puramente técnico. Se trata de transformar una película
en ópera y ello exige realizar cortes con el fin de
adaptar el ritmo (el teatro musical no narra tan
eficazmente en el tiempo como el cine) e introducir cambios que permitan al compositor emplear
sus armas. El teatro no tiene primeros planos, no
Hay otros dos objetivos de la labor de Catán como libretista que tienen que ver con la
evolución del peso de los personajes y del contexto político en las tres manifestaciones de esta
historia: cuento, película y ópera. Aunque, en
realidad, fueron más. Los diálogos ingeniosos
entre Neruda y su cartero son obra del escritor
chileno Antonio Skármeta, nacido en Antofagasta en 1940 y ganador en 2011 del Premio
Planeta-Casa América. Skármeta imaginó que el
poeta Pablo Neruda, en uno de los infinitos confinamientos, extrañamientos y exilios interiores
y exteriores que sufrió a lo largo de su agitada
vida política, se retiró, junto a su mujer Matilde,
a su casa de Isla Negra y allí estableció una amistad peculiar con el cartero, de quien era único
cliente, y con la enamorada de éste, Beatriz, la
bella cantinera.
de ¡corten! Su recreación del personaje del cartero –dubitativo pero tenaz, apocado pero heroico,
algo infantil y radicalmente tierno- valía media
película (¡...y hacía casi imposible su conversión
en ópera!: no hay manera útil de cantar los balbuceos intimistas de Troisi).
La adaptación de Radford/Troisi cambió
muchas cosas respecto de las versiones anteriores
de Skármeta. Se llevaron la acción de Isla Negra,
en Chile, a Cala di Sotto, en Italia, y la adelantaron década y pico: desde finales de los sesenta
hasta principios de los cincuenta. Estos cambios
invirtieron el peso de los personajes: el protagonista de Skármeta es Neruda; el de la película, el
cartero. Igualmente, el contexto político de la trama original (la lucha de clases en el Chile previo
al golpe de Pinochet), se diluye en enfrentamientos más vagos e inconcretos entre los partidos
italianos y pierde peso respecto de la peripecia
amorosa y poética.
Los diálogos nacieron en forma de guion
radiofónico, que su autor transformó después,
sucesivamente, en guion cinematográfico, obra
de teatro y novela corta que se publicó en 1985
con el título de Ardiente paciencia, aunque también se difundió el título de El cartero de Neruda. El propio Skármeta llegó a rodar en Portugal
una película con esta historia, que fue proyectada
y premiada en los festivales de Huelva y Cádiz.
En 1994, Michael Radford, en colaboración con
Massimo Troisi, realizó una segunda adaptación
cinematográfica con el título Il Postino, The Postman en la versión inglesa y El cartero y Neruda en
la versión española. La película ganó en 1996 el
óscar a la mejor partitura original (del argentino
Luis Bacalov) y nominaciones a la mejor película, mejor director (Radford), mejor actor (Troisi)
y mejor guion adaptado (los dos anteriores más
Anna Pavignano y Furio y Giacomo Scarpelli).
Hay que decir que la nominación de Troisi fue
póstuma. Padecía del corazón y su entrega durante la concepción y rodaje de la película fue tal
que cayó muerto horas después del último grito
Enfrentado a este guion, que por una parte, le ofrecía una enorme eficacia dramática y por
otra desnivelaba el peso de los personajes y difuminaba el conflicto político, Daniel Catán se
decide por conservar en su libreto lo fundamental
de la versión cinematográfica (el traslado de la acción a Italia, el adelanto de varios lustros respecto
del golpe de Estado) y, al mismo tiempo, tomar
medidas para reforzar el personaje de Neruda
hasta llevarle a un plano de coprotagonismo con
Mario y para abrir espitas que permitan expresar
en escena la enorme presión política subyacente.
Así, la versión de Catán resulta integradora respecto de todas las anteriores: el protagonista ya
no es Mario ni Neruda, sino los dos, y la trama
que propiamente guapa) y a fulminar a Mario y
al espectador con miradas apabullantes. En ópera
todo eso es irrelevante, por lo que Catán decide
darle a Beatrice carta de naturaleza como Dios
manda: insertando para ella en el libreto una canción que le permita decir aquí estoy yo porque he
venido.
principal no es la poético-amorosa ni la política,
sino las dos.
El procedimiento por el que Catán logra
estas dos integraciones es genial y muy característico del modo de proceder de un compositor
metido a libretista: no escribe apenas palabras
propias, sino que acude a una fuente indiscutible:
la poesía del propio Neruda, que en la película
era una referencia clave, pero ausente casi siempre, y en la ópera se hace explícita una y otra vez,
nutriendo los dúos de amor Mario/Beatriz “Tu
risa es una rosa”, Acto II esc. 3; “Me falta tiempo
para celebrar tus cabellos”, Acto II, esc. 6; “Eres
azul”, Acto II, esc. 10 y Neruda/Matilde “Tus manos, todo lo embelleces”, Acto I esc. 2, así como
los duelos de amistad y literatura entre Mario y
Neruda (el fantástico dúo de las metáforas, enorme acierto de libreto: “Hay grandes, redondas, pequeñas, delgadas”, Acto I, esc. 5.
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¿Cómo suena la música de Daniel Catán? Su estilo es ecléctico, pero predomina en él
la vena neorromántica. Es una música de trazo
fino, que renuncia a las anchuras orquestales y a
la complicación en el acompañamiento. Una música cantante, que concentra en la vocalidad su
estrategia expresiva.
Así define Plácido Domingo a este músico
atípico, judío especialmente errante, acumulador
de países, épocas y estéticas: un Debussy latinoamericano. Se refiere, sin duda, al tipo de canto
que admiramos en Pelléas et Mélisande, siempre
a caballo entre el recitativo y el aria, y también
al mundo modal de Debussy, de armonía siempre volátil. Y concreta Domingo: “En Il Postino
se oyen muchos momentos Debussy”. Y también
Ravel, si nos fijamos en la instrumentación. No
se pude decir que Catán haya traicionado a la
composición del siglo XX. Al contrario, junto a
músicas sencillas y a combinaciones de canciones de raíz popular, escuchamos muchas armonías modernas. En el aria en que canto una oda
al mar “Aquí en la Isla el mar y cuánto mar, hay
unas armonías extraordinarias que hacen oír toda
la fuerza del mar.” Acto I, esc. 5
También la política se ve introducida en el
libreto a través de la poesía de Neruda “Isla perfecta, estrella de mar”, Acto II, esc. 2; “Chile, la
sangre de tus hijos”, Acto II, esc. 7; “Yo solo veo a
veces ataúdes a vela zarpar”, Acto III, esc. 9, además de por métodos más directos, como la inclusión directa de La internacional en el coro Acto
III, esc. 9. La poesía entra a veces en el libreto con
un propósito más técnico, como es dar peso al papel del coro “Ya duerme, duerme, el mar”, Acto
I, esc. 8 más allá del “¡Vivan los novios!” de la
escena de la boda y del citado himno comunista,
y proporcionar un aria de presentación “Morenica
me llaman aunque blanca nací”, Acto I, esc. 6 de
aire popular a la irresistible Beatrice, que en la
película se limitaba a eso, a ser irresistible (más
Y, sin embargo, no se le puede negar a Catán
una raíz italiana que, en última instancia, constituye el grueso de su artillería operística. Cuando
llega la hora de la verdad y hay que tomar partido
(¿de qué va esta ópera?, o ¿de qué va la ópera?, ¿se
trata de cantar o de contar?), entonces la música
de Catán lo deja todo claro: Il Postino son voces
que cantan y luego, mucho después, viene todo lo
demás: el teatro, el amor, la poesía, la revolución
y todo lo que se quiera. Por eso, y no por estar
titulada en tal idioma, Il Postino es una ópera italiana. Lo bonito es que no por ello deja de ser una
ópera latina, porque en la esencia de lo latino está
el ser crisol y adoptar y adaptar identidades varias.
También se pueden buscar con éxito en Catán
otras líneas hereditarias, como la de Samuel Barber, la de André Previn, la de John Corigliano y, en
definitiva, toda la línea neorromántica presente
en varias de las tendencias estéticas contemporáneas, sin excluir la música de tradición popular,
la canción cubana, el son y el bolero, el musichall, broadway... Como dice el crítico mexicano
Sergio Vela, Daniel Catán no es anacrónico, no
es de ayer, es de hoy, es representante de una de
las muchas tendencias del hoy: la que mira al ayer
defendiendo a capa y espada la expresividad emocional de la música. Como diría nuestro Antón
García Abril, Catán está empeñado “en la defensa
de la melodía”.
canción que canta Neruda a los novios en la boda
“Para volar más ligera”, Acto II esc. 11, con acompañamiento de acordeón. Está también la narración dramático-cómica, breve pero intensa, en el
interrogatorio de la madre “¿Qué haces?” Acto II,
esc. 1, y el humor tierno de la música con que el
cartero comunica urgentemente la noticia de que
se ha enamorado “¡Don Pablo, don Pablo!”, Acto
I, esc. 7. Está la descripción musical de la encantadora Beatrice, sea en su aria de presentación, en
el juego de la seducción “¡en el futbolín!” (Acto
I, esc. 6, o en las múltiples repeticiones de su dúo
simplísimo de amor y poesía, ambos elementales, con Mario. Está también, por ejemplo, el dúo
Neruda/Matilde “Tus manos todo lo embellecen”,
que ya se ha mencionado y que no es tanto una
conversación de amor como una deliciosa conversación entre enamorados, que no es lo mismo.
Catán distingue con sutileza la diferencia. Está
también la sequedad amigable, propia de la camaradería masculina, en la despedida de Mario y
Neruda “Don Pablo, de veras”, Acto III, esc. 1. En
esta misma escena se ve un ejemplo de cómo la
melodía se tensa y la expresión se hace punzante
siempre que aflora el sustrato político de la trama
“Todo cambia muy pronto en mi país” y que ofrece a Neruda algunas páginas de canto trágico con
acento verista. Hay otro registro para el contexto
político: la marcha heroica de Di Cosimo “¡Cala
di Sotto, orgullo de Italia!”, Acto II, esc. 2, que
resulta suficientemente engolada y falsa para resultar desagradable, que es lo que se pretende.
Lo innegable es que Catán hace cantar las
voces como se hacía antes: no es de extrañar que
cautivase a Plácido Domingo. Además, las hace
cantar en un abanico de registros distintos. Está
el registro ligero de la canción del gramófono
“Comprendo que tus ojos” Acto III, esc. 7, o la
Resumamos este asunto de los registros diciendo que, entre sus muchos matices, la música
(y la poesía) de Il Postino tiene, sobre todo, dos
colores: el blanco del amor y el rojo de la política.
El rojo de la bandera comunista y de la sangre
derramada y el blanco de la admiración infinita e
inocente de Mario por Beatrice y por don Pablo.
Aparte de la tarea del coro (que es solo de
voces masculinas) y de las dos o tres escenas de
multitudes, Il Postino es una ópera intimista, que
se alimenta de las interacciones entre el cuarteto
protagonista, dobles parejas de voces todas ellas
agudas: Beatriz y Matilde son sopranos y Mario
y Neruda, tenores. Naturalmente, el territorio
vocal de la pareja joven es más lírico y el de la
mayor, más dramático, pero Catán reserva las
voces graves propiamente dichas para los personajes secundarios: Di Cosimo, el político democristiano; Giorgio, el jefe de la oficina de correos y
camarada comunista; y Donna Rossa, la madre y
guardavirgos de la bella Beatrice. Hay, además dos
tenores de carácter de papel muy breve: el padre
de Mario y el cura.
Il Postino vio la luz el 23 de septiembre de
2010 en la Ópera de Los Ángeles, con el siguiente
elenco: Charles Castronovo (Mario), Plácido Domingo (Neruda), Amanda Squitieri (Beatrice),
Cristina Gallardo-Domas (Matilde), Valdimir
Chernov (Giorgio), Nanci Fabiola Herrera (Donna Rosa) y José Adán Pérez (Di Cosimo). El director musical fue Grang Gershon y el de escena,
Ron Daniels. El estreno tuvo mucho éxito. “Es
innegablemente hermosa y tiene pegada emocional”, publicó el San Francisco Chronicle. Plácido
Domingo lo dejó muy claro en su vaticinio: “Il
Postino va a entrar en el repertorio”.
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Director musical: Sylvain Cambreling
Director del coro: Joshard Daus
Moses: Franz Grundheber
Aron: Andreas Conrad
Una joven: Johanna Winkel
Una Inválida: Elvira Bill
Un joven: Jean-Noel Briend
Un joven desnudo/Otro hombre: Jason Bridges
Un efraimita: Andreas Wolf
Un sacerdote: Friedemann Röhling
Vírgenes desnudas: Johanna Winkel, Katharina Persicke, Elvira Bill
Voces solistas: Johanna Winkel, Katharina Persicke, Jason Bridges, Andreas Wolf, Friedemann Röhling
Europa Chor Akademie
SWR Sinfonieorchester Baden-Baden - Freiburg
Septiembre: 7, 9
20:00 horas
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muerte a un egipcio, dudan de ese dios que no se satisface con sacrificios humanos. Otros, al contrario,
se muestran entusiasmados y esa alegría toma forma por medio de dos jóvenes, un muchacho y una
muchacha. Cuando aparecen Aarón y Moisés todos los hebreos se preparan a escuchar su mensaje.
Aarón, conociendo la mentalidad de sus hermanos,
ofrece un discurso cuyo contenido pueda llegarles
fácilmente, pero la idea de un dios omnipresente
e invisible sólo consigue comentarios jocosos entre
los presentes. Aarón para disuadirles convierte el
cayado de Moisés en una serpiente, serpiente que
luego retoma su original forma de cayado. Impresionado el pueblo, asiste luego a otro prodigio: al estar
fortificado por la presencia de ese Dios sin imagen,
una de las manos de Moisés vuelve a su estado primigenio tras vérsela cubierta de lepra.
"DUP*
Escena primera. La vocación de Moisés
Sin obertura, tras unos acordes encomendados a seis voces que cantan desde el foso, Moisés
escucha la voz del Señor que a través de la zarza ardiente le pide que salve al pueblo judío de la esclavitud egipcia. Moisés no se encuentra capacitado
para tan magno destino, dada su edad y su falta de
recursos, pero la voz del Señor le asegura que en su
misión será ayudado por su hermano Aarón y que
el pueblo de Israel, el elegido por Dios, se convertirá en un modelo para todos los pueblos.
Escena segunda. Moisés y Aarón se encuentran
en el desierto.
Una música íntima y delicada, asociada al
personaje de Aarón, le sirve de presentación. Aarón
comprende de inmediato el sentido de su tarea salvadora, pero duda de la capacidad de los hebreos
para entender la idea de un Dios que no se identifica con algo visible, algo que le represente ante sus
ojos. Pese a todo, manifiesta su entusiasmo ante el
anuncio de la liberación de los hebreos.
Continúan los prodigios y se suceden los
asombros: el agua del Nilo se transforma en sangre,
como una manera de expresar el sufrimiento de los
israelitas en Egipto. Es entonces cuando los hebreos
aceptan seguir a los dos hermanos camino de esa tierra de promisión que será pródiga en leche y miel.
Escenas tercera y cuarta. Moisés y Aarón anuncian al pueblo el mensaje divino.
El coro en un intermedio místico de notable hermosura se pregunta dónde está Moisés y
dónde está su Dios.
Los hebreos durante la esclavitud se han sometido a la religión egipcia y reciben con cierta desconfianza el anuncio de la llegada de un nuevo Dios
que pueda liberarles del yugo en que se encuentran.
Algunos, al saber que Moisés ha huido tras dar
"DUP**
Escena primera y segunda. Aarón y los Setenta Ancianos ante el monte de la revelación, el Sinaí.
Tras cuarenta días de viaje por el desierto, Moisés ha escalado la montaña donde Dios le va a revelar
las leyes que han de regir a su pueblo. Durante su ausencia, los hebreos acampados a los pies de la montaña
comienzan a dar señales inequívocas de inquietud.
Aarón intenta apaciguar a los Ancianos que se lamentan de la ausencia de Moisés. El pueblo encolerizado
reclama la sangre de Moisés, pues están seguros de que
éste y el Dios por él proclamado les han abandonado.
Aarón intenta calmarles y, finalmente, consiente en
que los hebreos retomen su antiguo culto. Accede a
que se erija un becerro de oro, como representación
tangible de un dios. El pueblo está feliz.
ven con terror, lamentándolo también, cómo el
becerro es destruido. Luego todos se dispersan.
Escena tercera. El becerro de oro y el altar.
La discusión entre los hermanos finaliza
cuando una columna de fuego se hace visible
para conducir al pueblo elegido a la tierra prometida. Aarón la interpreta como un signo divino
que indica el camino para llegar a Él. Moisés se
queda solo, desesperado, al faltarle palabras para
expresarse.
Escena quinta. Moisés y Aarón.
Aarón intenta justificarse. Él sólo ha interpretado como portador de Moisés su idea divina
en unos términos que pudieran ser comprendidos
por sus hermanos hebreos. Moisés contraataca
con la idea pura de Dios, sin ninguna imagen que
le represente. Cuando Aarón le señala que las Tablas de la Ley son en sí también una imagen, una
forma de representar las ideas, Moisés las arroja a
tierra, destruyéndolas.
Cae la noche y se prepara una gran celebración ante la estatua dorada. Comienza una enloquecida danza frente al becerro dorado. La animación
general se detiene cuando una paralítica se acerca
a la imagen y, tras acariciarla, se retira curada de su
dolencia. Unos mendigos ofrecen sus escasos bienes
a la estatua, ante la cual se arrodillan también varios ancianos y le ofrecen su vida. Todas las tribus se
acercan para adorar al ídolo. El joven, el adolescente
que se destacó en el acto primero, intenta derrocar la
imagen pero es asesinado. El éxtasis de los presentes,
que comen y bebe profusamente, se convierte pronto en libertinaje. Cuatro vírgenes son sacrificadas
ante el altar y el populacho, desenfrenado, se desboca en una orgía de sangre y de lujuria hasta que todos
caen a tierra exhaustos. Alguien ve una figura que se
perfila a lo lejos. “Es Moisés”, murmura.
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Este acto quedó inconcluso musicalmente y está integrado por un diálogo entre los dos
hermanos que se encuentran prisioneros de los
Setenta Ancianos. Aquí Moisés vuelve a declarar
la naturaleza ideal de Dios que no ha sido entendida por Aarón ni por su pueblo.
El compositor parece ser que por carta manifestó el deseo de que, en las representaciones, se
interpretara el acto con solo el texto hablado. Cuando la obra se ofreció en Zúrich en 1957 en estrenó
escénico, con la aprobación de su viuda Gertrude
Kolish, el acto III se omitió. En algunas representaciones se ofrece con música tomada del acto I.
Escena cuarta. El regreso de Moisés.
Con las Tablas de la Ley en sus manos, Moisés ordena que se derribe el becerro. Los hebreos
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gente como Schreker o Edwin Stein. Es preciso
admitir que la Trinidad Vienesa la constituyen al
menos cuatro. El olvido ha sido durante décadas
un cruel purgatorio para Alexander von Zemlinsky, pero ahora las cosas se aclaran: entre mediados
de los setenta y mediados de los ochenta del siglo
XX se han recuperado muchos nombres olvidados,
como Korngold, Zemlinsky, Schreker, Ullmann,
Schulhoff y otros, considerados degenerados por
los nazis y, más tarde, por el mismo progresismo que alimentó a Adorno y a la vanguardia, el
intento totalitario de un monoteísmo estético
en música. Felizmente, la aportación de Viena
fue una entre otras. Felizmente, los profetas de
Schoenberg no consiguieron anular a Stravinski
o a Bartók.
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Moisés y Aarón, ópera aparentemente inconclusa, es uno de los logros más elevados de lo
que se ha llamado segunda Escuela de Viena, y
concretamente del serialismo, y concretamente
de la dodecafonía. Desde luego, hay varias escuelas de Viena: en lingüística, en economía, en
jurisprudencia y, desde luego, en artes plásticas.
Se trata de los músicos que capitaneaba Arnold
Schoenberg, desde luego. Moisés y Aarón está
prácticamente terminada cuando la bestia parda
sube al poder aupada por las masas que creen en
los reyes magos y por los despojos del antiguo régimen que fingen llevar clavado un cuchillo en la
espalda. Está sin terminar, desde luego, pero prácticamente está terminada allá por 1932, según
varias cartas de las que se conservan de Schoenberg1. Para entonces, la Escuela de Viena ha recorrido mucho de su itinerario. A Alban Berg, nacido en 1885 y once años menor que Schoenberg,
le quedan sólo unos tres años de vida, pero eso
nadie puede saberlo, porque Berg no padece de
enfermedad alguna, y además es un compositor
de éxito gracias a su ópera Wozzeck. Es el único
de los vieneses que llega a acariciar y abrazar el
éxito en vida.
Moisés y Aarón, ópera dicen que inconclusa, es una obra de arte superior, sin duda alguna.
Pero también posee otra dimensión: es un testimonio de la vida, pasión y muerte de su autor,
Arnold Schoenberg, que vivió entre 1874 y 1951,
y que sobrevivió a sus colegas discípulos: Berg
1
Pero la Escuela de Viena empieza bastante
antes. Dos jóvenes, Alexander y Arnold, se conocen en 1896. Se les incorporan otros dos jóvenes
ocho años después: Anton y Alban. Junto a ellos,
Por ejemplo, en la carta a Jakob Klatzkin, 26 mayo 1933 “De
la ópera Moisés y Aarón, ya ha leído usted los dos primeros actos; el tercero tengo la intención de acabarlo a lo sumo en 6-8
semanas, tan pronto como esté de vacaciones. El efecto que
produciría no podrá ser juzgado hasta que yo pueda mostrar la
música, de la que ya está en disposición de ser tocada la de los
dos primeros actos”. La cita de esta carta, y las de las demás provienen del volumen Cartas, seleccionadas y editadas por Erwin
Stein, traducción deÁngel Fernando Mayo Antoñanzas, Turner
Música, Madrid, 1987.
murió de una infección en la Navidad de 1935;
Webern murió al terminar la guerra, a manos de
un soldado de ocupación estadounidense, cuando registraban la casa en busca de nazis: Webern
estaba rodeado de ellos, y entre todos destacaba
su yerno, nazi austriaco típico. Él mismo parecía
querer convencerse del ideal nazi en aquellos últimos años. A qué viles usos podemos descender,
Horacio.
valores como Schoenberg, que no se terminara
Moisés y Aarón. Raras veces una institución así
habrá tenido la oportunidad de allegar fondos a
alguien tan trascendente en la historia del arte
universal2. Ahora bien, esta petición no fue la
única, ni fue esta Fundación la única que le negó
ayuda a Schoenberg. Se conservan varias cartas
suyas pidiendo ayudas, que nunca llegan. Incluso
alguna apela a los “judíos ricos”.
¿Testimonio? Sí: de la incomprensión de
esta Escuela, de Schoenberg y sus discípulos, al
margen del éxito operístico de Wozzeck. Schoenberg era menos seductor como músico, y sin duda
como persona, que Berg. Sus obras son aristadas,
de una belleza agresiva, tanto en las que tratan
directamente de la muerte, como Erwartung,
que cien años después sigue siendo una obra de
gran originalidad, como si se atienen a las alusiones mistéricas y alusivas de la poética de Stefan
George. No es el humor el fuerte de ninguno de
los tres vieneses, y cuando Schoenberg accede a
componer una comedia, le sale esa burla sarcástica que es Von heute auf morgen, de por esos mismos años. Ese artista de obras exigentes y aristadas no supo hacerse con las simpatías suficientes
para conseguir una beca Guggenheim que le
habría descargado de obligaciones laborales para
poder terminar Moisés y Aarón. Las ayudas de ese
tipo están destinadas a especialistas: a los especialistas en conseguir dinero. Y no fue nunca eso
la especialidad de Schoenberg, de manera que la
obra quedó inconclusa. Hay que reprocharle a la
Fundación Guggenheim, desprendida con tantos
valores que en ocasiones resultaron dudosos y
mediáticos, que fuera mezquina con auténticos
Ahora bien, mirémoslo de otro modo: Moisés y Aarón, ópera felizmente inconclusa, no se
llegó a terminar gracias a la negativa de la Fundación Guggenheim. Quién sabe si, con buen criterio, no consideró que esa ópera estaba en rigor
terminada. Y que eso que el compositor proyectaba como tercer acto no pintaba nada bien. Así
que es a la lucidez de los gestores o asesores de
la Fundación Guggenheim que debemos hoy esta
ópera que parece inconclusa, pero que está terminada de arriba abajo.
Moisés y Aarón, ópera no redonda puesto
que inconclusa, no es la obra de un renovador
consciente de serlo, sino de un espíritu conservador que no tiene más remedio que innovar e
2
La petición la realizó Schoenberg en carta a Mr. Henry Allen
Moe, Secretario general de la Fundación en memoria de John
Simon Guggenheim (Los Angeles, 22 de enero de 1945). En
dicha carta se quejaba de la carga de la enseñanza, a la que no
puede renunciar porque le ha quedado una pensión ridícula (ha
cotizado poco en Estados Unidos). Y pide ayuda para concluir
dos obras musicales (Moisés y Aarón y La escala de Jacob) y varias teóricas. El resultado, ya lo sabemos, fue una negativa. Desde nuestra perspectiva, nos gana el estupor: ¿cómo se le pudo
negar algo a Schoenberg? Pero nuestra perspectiva no debe cegarnos, tan sólo sirve para ver la ceguera de aquella gente. Es lo
que ocurre con las cegueras: las nuestras, las verán otros.
innovar. Es todo lo contrario de los que medrarán
en su nombre años más tarde, los que eran apenas
niños cuando él se marchaba al exilio americano,
los que posarán de renovadores y perseguirán a
los rivales con anatemas. Nada de eso es Schoenberg, que pudo mostrarse más o menos sectario
en algún momento, pero siempre en su situación
de menoscabo, y a la defensiva. El martirio quedó para el maestro. La pose, para la vanguardia
europea de posguerra, los nacidos en 1923-1928,
más o menos, algunos de los cuales empezaron
negándole para, además, aprovecharse de él al
principio y más tarde convertirse en profetas suyos (como Pierre Boulez, que nunca se cayó del
caballo, bueno es él; al contrario, es Boulez quien
ha apeado del caballo a algunos que cabalgaban
antes). Pero eso es otra historia. Baste con señalar (repetir) que el martirio es el de Schoenberg,
que de ese martirio es testimonio Moisés y Aarón
(ópera reputada de inconclusa), y que la propia
trama literaria y musical de la ópera lleva en sí la
carga de la pasión y muerte del maestro.
cuñados poco después, en 1901, cuando Arnold
se case con Mathilde, hermana de Alexander. En
1897 muere Brahms, y Gustav Mahler aterriza en
la Hofoper vienesa. Mahler estrena en este teatro, en 1900, la ópera que ya componía Zemlinsky
cuando él llega a la capital, Es war einmal (Érase una vez). Pero al año siguiente Mahler se casa
con la mujer que ama Alexander, la joven Alma
Schindler.
Antes, Zemlinsky y Schoenberg entraban
en contacto con Mahler. A partir de ese momento, el maestro es Mahler, el futuro es Mahler, el
centro es Mahler. No porque induzca una corte
o un círculo, o porque enseñe a unos discípulos,
sino por su ejemplo como músico, y algo más tarde como creador. Y es así a pesar de que Mahler
rechaza otras obras de Zemlinsky, como el ballet
basado en El triunfo del tiempo, de Hofmannsthal. El modelo permanecerá hasta 1911, año de
la muerte de Mahler y año de la primera desbandada de los vieneses. La fidelidad a ese modelo
será explícita en Berg, y más aún en Zemlinsky.
Todo ello a pesar de la distancia que mantuvo
siempre Mahler, que nunca fue tan de la familia.
Y, por lo demás, todo ello es compatible con esas
discusiones y hasta peleas entre Mahler y el joven
provocador Schoenberg que cuenta Alma en sus
memorias. Mahler fue mentor y apoyó a los vieneses. Es más, a partir de determinado momento
sufrió tal vez su influencia (¿desde la Sinfonía de
cámara op. 9 de Schoenberg, que él decía no entender bien acaso por ser ya viejo?).
Los comienzos no nos permiten registrar
pruebas tempranas del magisterio ni de la trascendencia. Veamos: 1896, Zemlinsky compone
el Cuarteto op. 4 a los veinticinco años, bajo la
influencia del maestro Brahms. Este joven ya es
autor de una importante ópera, Sarema. Ese mismo año conoce a Schoenberg, tres años más joven, que se muere de tristeza con su trabajo en un
banco al que se vio obligado por la muerte de su
padre años antes. Será una amistad de por vida.
El joven y dotado Zemlinsky enseña música a ese
autodidacta lleno de talento que todavía ignora
muchas cosas. Además, ambos se convertirán en
En 1898, Arnold se convierte al luteranismo y abandona la fe israelita de sus padres, emigrantes de Eslovaquia. En 1903, ambos amigos
(también Mathilde se convierte) que volverá a la
fe judía de sus ancestros askenasíes mucho más
tarde, sabedor de que lo que siempre han pretendidos los gentiles es que desaparezcas, no que te
integres; y dos jóvenes de confesión católica, la
dominante en la Viena de Francisco-José.
fundan la Asociación de creadores musicales de
Viena (Vereinigung schaffender Tonkünstler in
Wien). Ahora bien, para que se forme el grupo
que sabemos, tenían que llegar los dos jóvenes
componentes del mismo. Veamos. En 1904, Zemlinsk y Schoenberg tienen una iniciativa pedagógica. Un día de ese año, Charly Berg, hermano
de Alban, lee el siguiente anuncio en un periódico: “En las salas del instituto femenino de Viena
[…] se impartirán cursos teóricos de música, del
15 de octubre al 15 de mayo, por las tardes, de
las 17 a las 21 horas, con el propósito de enseñar
a los músicos de profesión y a los aficionados serios los cambios y nuevas posibilidades en los dominios teóricos de la música. Profesores: Arnold
Schoenberg (armonía y contrapunto); Alexander
von Zemlinsky (formas y composición); Doctora
Elsa Bienenfeld (Historia de la música). El número de participantes será muy limitado. Inscripciones: antes del 15 de octubre”. Charly le lleva a
Schoenberg a escondidas los Lieder de su hermano Alban, y éste es admitido sin saberlo siquiera.
Probablemente, no se hizo demasiado de rogar.
-BEJTPOBODJBTFFNBODJQB
La aventura estética que conduce a la suspensión de la tonalidad o emancipación de la disonancia culmina en un ciclo de Lieder de Schoenberg a partir de poemas de Stefan George, El libro
de los jardines colgantes op. 15. Tres años después
estrena Pierrot Lunaire, obra en la que el recitado
rítmico (Sprechsgesang, lo que será la expresión
de Moisés como personaje) es protagonista vocal,
al modo de un ciclo de Lieder con argumento,
pero sin canto, y con un envolvente tímbrico de
gran originalidad. El op. 15 lo compone Schoenberg en momentos dramáticos de su vida, durante el poco conocido episodio que vivieron el joven
pintor Richard Gerstl y el respetable matrimonio
formado por Mathilde y Arnold Schoenberg. A
uno y otro lado del suicidio de Gerstl, Schoenberg compuso estos Lieder, que se estrenaron en
Berlín en enero de 1910. Es la primera obra del
todo ajena a la tonalidad. Schoenberg era muy
consciente de la trascendencia de lo que hacía. Y
escribió para aquella ocasión:
Ese anuncio también lo lee Anton Webern, un muchacho de veintiún años. Hace dos
que está Viena, donde había nacido como podía
haberlo hecho en otro lugar, puesto que su padre
era funcionario itinerante. Viene de Carintia, de
Klagenfurt, un poco al norte de Carniola (Krain),
que ahora conocemos como Eslovenia.
Con los George-Lieder he tratado por primera vez de acercarme a un ideal de expresión y forma
que he tenido en la mente durante años. Hasta ahora, me faltó la fuerza y la confianza para llevarlo a
efecto. Pero ahora que he dado este paso una vez y
para siempre, soy consciente de haber roto totalmen-
El grupo está a punto, pero le falta tiempo
para formarse: un judío convertido al catolicismo
por conveniencia, Mahler, el único que no es por
completo “de la familia”; un israelita de origen
sefardita, Zemlinsky; Schoenberg, un luterano
te cualquier restricción de una estética ya pasada; y
aunque el objetivo por el que lucho me parece seguro,
ya siento sin embargo la resistencia que tendré que
vencer: siento que incluso el menos importante de los
temperamentos se alzará y rebelará, y sospecho que
incluso aquellos que durante tanto tiempo creyeron
en mí no querrán reconocer la naturaleza necesario
de este desarrollo. Así parecía claro al interpretar los
Gurrelieder –que hace unos años carecían de amigos, pero que ahora tienen bastantes-, que yo me veía
forzado a ir en aquella otra dirección no debido a
que mi invención o mi técnica fueran inadecuadas,
ni tampoco porque estuviera mal informado sobre
las demás cosas que demanda la estética vigente,
sino porque obedezco a una compulsión interna que
es más fuerte que mi educación: que obedezco al
proceso formativo que, al ser natural en mí, es más
fuerte que mi educación artística.
remos, por motivos obvios, al vienés de Budapest
Theodor Herzl, creador del Sionismo. Habrá que
atenerse a nuestros vieneses, a las obras compuestas por Schoenberg y por sus discípulos justo antes
de la guerra, en esa década de 1904 a 1914. Son
los años de la victoria del total cromático sobre el
diatonismo visitado demasiado a menudo por la
disonancia y por la ambigüedad tonal. Y fíjense
en los años de silencio de Schoenberg, y en la década posterior a la guerra, la que va, por ejemplo,
de 1920 a 1930. Son décadas separadas por una
guerra, que no es una guerra cualquiera, con sus
muertos, sus derrotas, su armisticio y su borrón y
cuenta nueva. No, lo que ha sucedido en la Europa central de esos años, y especialísimamente en
Viena, es una auténtica revolución. Revolución es
aquello que lo trastorna todo, un terremoto, un
caos provisional (este concepto es de Stravinski)
que los contemporáneos viven como invivible y
que lo pone todo patas arriba. Es el seísmo que
obligará a crear un mundo nuevo, puesto que el
anterior yace sepultado. La revolución no preparada, no deliberada, la que afecta a la Europa que
sale de la guerra de 1914-1918 es consecuencia de
la catástrofe de un sistema y su símbolo mayor, la
derrota y el armisticio de noviembre de 1918. No
sólo se ha perdido una guerra, sino que un estado
antiguo, venerable y plurinacional ha volado por
los aires. La gran Austria-Hungría se ha convertido, en virtud de los tratados de paz, en multitud
de pequeños estados nación que estrenan ufanos
unas independencias que está condenadas a perderse en cuanto un poderoso vecino las codicie.
De momento, flamantes y eufóricas, viven días de
orgullo nacionalista que poco antes no hubieran
podido soñar. No todas, claro. La independencia
Pierrot tendrá mejor acogida que el op. 15, y
desde antes despertará más expectación. Schoenberg escribió mucho, para afirmación, para defensa, para ataque en ocasiones, para hacerse preguntas, para dejar constancia de la gran herencia occidental (su Tratado de armonía). Valga este
fragmento, entre otros, para comprenderle mejor.
Pero no hay que perder de vista su correspondencia, donde prosigue la defensa y afirmación de
lo que estaba haciendo, porque los ataques eran
continuos y a menudo feroces.
No podemos detenernos una vez más ante
aquella Viena tan asombrosa, en la que vivían
Freud, Klimt, Schnitzler, Hofmannsthal, Zweig,
Loos, Altenberg, los jóvenes Wittgenstein y
Kokoschka… uf, y un buen montón de personalidades importantes más, entre las que destaca
húngara es un malísimo negocio, porque el Tratado de Trianon le ha arrebatado casi la mitad del
territorio nacional. En fin, junto a la gran carnicería humana de esos cuatro años y pico de guerra, se ha cometido ese crimen que traerá graves
consecuencias: se ha desmantelado el Imperio
Austro-Húngaro.¿Se dio cuenta alguien de que
desmembrar Austria-Hungría era tanto como
bendecir el asesinato terrorista de Sarajevo? Sobre todo, porque después de aquella espantosa
contienda, y al tiempo que se deshacía el Imperio
austriaco y se impedía la unificación de Alemania
y la pequeña Austria (contra el supuesto principio
de las nacionalidades), se unían los eslavos del sur
en un reino llamado Yugoslavia, que era heredero
de las pretensiones paneslavistas serbias. Los Balcanes se unían y la Europa central se balcanizaba.
Se había roto definitivamente el equilibrio europeo mejor o peor salvaguardado desde la Paz de
Westfalia. Cuando surja una potencia agresiva y
militarizada como el III Reich, ahora sin el muro
de contención de la monarquía de los Habsburgo, esas pequeñas naciones caerán, una detrás de
otra. No fue posible lo que tanto ellas como otras
naciones hubiera hubieran necesitado, la Confederación Danubiana que el Imperio de FranciscoJosé había sido incapaz de propiciar.
sonancia, esto es, la atonalidad o suspensión de la
tonalidad); después de la guerra, porque a aquella falta de aceptación se une la destrucción de
la unidad política (más bien, continuidad y contigüidad) de Austria-Hungría; la acumulación de
miserias económicas posbélicas, con todo tipo de
carencias; y la inflación brutal, gemela de la alemana. Esa intimidad, ese darse ánimos entre los
tres es algo necesario para sacar adelante la obra
de cada uno de ellos, aunque el maestro viva en
Berlín y Webern y Berg permanezcan en Viena.
El odio se incuba en Europa Central en
esos años, mientras Schoenberg y sus discípulos
sobreviven con la música. Los tres se reúnen, se
dan ánimos, ponderan las obras de uno y otro,
forman una capilla al margen de las vigencias y
del poder cultural, y en momentos difíciles: antes
de la guerra porque su obra no es aceptada (son
los tiempos de la primera emancipación de la di-
Con Schoenberg y su escuela todavía es posible (o inevitable) un acercamiento así, teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo entonces,
aunque sólo fuera porque Schoenberg se alejó
de Viena en 1911 por el acoso del antisemitismo
oficial y ciudadano (el muy católico partido antisemita de los social-cristianos); o porque tuvo
que exiliarse al subir los nazis al poder en enero
Se quejaba Schorske de que no le era posible trazar una historia que abarcara diversas disciplinas, porque el espacialismo se había encargado
de separarlo todo en compartimentos no comunicados entre sí. Pero hasta ese momento podía estudiarse la creación artística a la luz de los acontecimientos históricos. Mientras, los especialistas
descomponían en conceptos las creaciones de los
artistas. Lo malo es cuando los artistas empezaron
a crear a partir de esos conceptos. El arte llegó a
configurarse como un universo aparte en cuanto
a códigos y alcance. Tal vez por ello muchos artistas decidieron compensarlo con su compromiso
político o social como ciudadanos: los italianos
(Nono, Maderna, Berio) eran cercanos al Partido
Comunista de Italia.
dos, por otra. Pero el conflicto se da, sobre todo,
en el interior del coro-pueblo, del pueblo elegido.
El conflicto consiste en que Dios, puesto que es
invisible, inefable, y desde luego único, eterno,
omnipresente, no puede siquiera sugerirse con
palabras y mucho menos con imágenes. No es la
alegoría de la caverna, aunque puedan parecerse. El sabio puede salir de la caverna y elevarse al
mundo de las ideas, porque ama la sabiduría que
hay en ellas. Pero cómo amar al Dios inefable e
invisible.
de 1933, en Alemania. Los biógrafos nos tenían
acostumbrados, sin embargo, a trazar apenas una
“vida de santo” en la que la gente se reincorporaba al trabajo después de aquellos cuatro años
de guerra, una pausa lamentable con muchos
muertos, pero nada se nos dice de cómo afectó
aquello a quienes veían que su país se desmoronaba, qué tipo de crisis, de impacto les produjo
aquello que surgió de los calamitosos tratados de
Saint Germain (Austria), Versalles (Alemania)
y Trianon (Hungría). Sobre todo si recordamos
que Schoenberg, al inventar su sistema dodecafónico quiso creer que aquello le daría al área
germánica una primacía de cien años. Es decir,
creía entonces que él era austriaco alemán, de
origen judío, pero integrado. Todavía lo creía, a
pesar del maltrato a los judíos, a pesar del partido
social-cristiano, a pesar de los pesares. ¿Qué sintió Schoenberg cuando se despedazó el territorio
de los Habsburgo en múltiples naciones? ¿Qué
sintió ante la proclamación de la República de la
Pequeña Austria?
No nos dejemos engañar por el conflicto
aparente entre Moisés y Aarón. Estamos demasiado acostumbrados a los buenos y los malos. Incluso en dramas comprometidos. Nos gusta ver por
todas partes algo tan claro como Un enemigo del
pueblo, de Ibsen, donde un buen ciudadano tiene
en frente a todas las fuerzas vivas, un tema muy
del dramaturgo noruego. Podríamos decir que esta
pieza fue transformada en el western
que llevaba dentro cuando se rodó High
Noon,
{$V¸MFTFMWFSEBEFSPDPOnJDUP El conflicto aparente es entre Moisés
y Aarón. El conflicto real es entre
Dios, por una parte, y ellos
Solo ante el peligro. Zinemann lo hizo muy bien:
no quedan huellas de Ibsen, pero la idea es ésa.
Aunque, bien mirado, los gringos han repetido la
fórmula. Hasta que llegaron los dramas teatrales
con gente a la que acusar. O en plan “vida de héroe”. Dejémoslo aquí.
sus antepasados (la llegada de los nazis al poder
en Alemania tal vez aceleró la conversión, pero
la cosa venía de mucho antes) hasta la conversión formal en el verano de 1933, en una sinagoga parisiense, ya en el exilio. Schoenberg había
compuesto ya obras netamente judías, y algunas
las había tenido que interrumpir como la propia
Moisés y Aarón. Una de esas obras es La escala de
Jacob, interrumpida unos diez años antes. Él mismo hizo notar en una carta a Berg que se conserva
que uno de los Coros a capella op. 27 es testimonio de su retorno a la religión judía.
Moisés y Aarón no es una respuesta o una
secuencia de respuestas. Es más bien una pregunta. Una pregunta compleja y muy bien formulada.
Por eso el malo no es el demagogo Aarón. Ni el
bueno es Aarón convertido en dirigente popular.
Por eso el malo no es el rígido y antipopular Moisés. Que no es un dirigente ejemplar e infalible.
Ni Moisés es el artista sublime y genial cuya obra
el bueno de Aarón se dedica a divulgar y, de paso,
a desvirtuar.
No vamos a desarrollar el carácter plenamente judío de Moisés y Aarón, ópera a la que
apenas se le nota que sea inconclusa. Lo han hecho plumas destacadas. Digamos que es la única
religión que ha conseguido crear una ópera confesional en nuestro tiempo sin que por ello carezca
de validez universal, y sin caer en las parcialidades
y sectarismos de las otras religiones del libro, ni
mucho menos en el abismo de los fervores de las
distintas confesionalidades desgajadas del movimiento de la Reforma. Habría que investigar, ya
lo dijimos, el contenido de El camino bíblico, drama anterior a Moisés y Aarón y claro antecedente
suyo, hasta el punto de que la ópera no existiría
sin esa pieza teatral.
Con su drama El camino bíblico (en la medida en que lo conocemos de referencias) y con
esta ópera, Schoenberg se hace la gran pregunta. Pero no se responde. Hasta el punto de que
ese final en que ambos discuten por última vez,
y Aarón muere no sé sabe bajo qué peso o golpe,
no lo compuso Schoenberg nunca; nunca lo puso
en música. De haberlo hecho, quién sabe, tendríamos tal vez una obra redonda. Esta ópera no
es redonda. Es una obra agresiva, compleja, confesional, pero tampoco es una obra abierta en el
sentido que profetizaron Umberto Eco o Roland
Barthes. Es una pregunta, la pregunta que se hace
el pueblo judío. Y aquí la plantea alguien que nació en el seno de una familia judía en la que el
padre era un ilustrado librepensador. Schoenberg
fue protestante durante más de tres décadas (no
católico, como había que ser en la Austria de los
Habsburgo) y poco a poco se deslizó hacia la fe de
Es una tentación la de considerar que
el personaje de Moisés es trasunto, réplica, de
Schoenberg. Schoenberg, el incomprendido, tal
como se ve a sí mismo en una ópera breve y con
poco canto, Die glückliche Hand (La mano feliz),
que compuso allá por los años inmediatamente anteriores a la posguerra y justo después del
suicidio de Richard Gerstl, el joven pintor de la
generación de Egon Schiele que enseñó a pintar
a Arnold y que fue demasiado amigo no sólo de
éste, sino también de Mathilde. En La mano feliz
al tallador de diamantes y orfebre de joyas lo daban de lado tanto los obreros como las damas. Su
reino no parecía de este mundo. Tampoco el de
Moisés. Es decir, que una de las posibles interpretaciones de esta ópera es que Moisés es un artista
cuya obra no puede ser comprendida por sus contemporáneos. Francamente, se trata de una interpretación algo llevada por los pelos. O demasiado
fácil e inmediata, si no reductora. Lo contrario es
más cierto: la imposibilidad de contar lo propio le
hace a Schoenberg comprender lo difícil que es
hacer comprender el mensaje divino. Las gentes
son libres, y su libre albedrío podría hacerles acercarse a la palabra de Dios. Pero ese libre albedrío
hace que Dios mismo se limite: no va a imponerles el Verbo, tan sólo les concede la posibilidad
de acercarse o unirse a él. No es que Schoenberg
se compare con Dios, es que comprende lo difícil que debe de ser explicar la palabra del Único,
Eterno, Omnipresente, Invisible e Irrepresentable teniendo en cuenta que la suya propia, la
de la victoria inevitable del total cromático (con
la que hay que convivir en adelante, piensa él),
es algo insignificante en comparación, y levanta
protestas y, sobre todo, lleva a la incomprensión y
el desdén generales.
cial que acaso defiende sus privilegios, o que, por
el contrario, tal vez se rebela contra una situación
intolerable de sujeción. La escuela rusa descubrió
esto desde el principio mismo en que puede hablarse de “escuela nacional”: Glinka convierte al
coro en personaje principal de la ópera inaugural
rusa, La vida por el zar. El coro, en efecto, es aquí
protagonista, junto con Susasin, Antonida, Vania
y Bogdan, en tanto que pueblo, mas también se
convierte en enemigo o en aristocracia. Con Borís
Godunov, de Musorgski, se alcanza la gran obra
maestra de esta escuela y ese uso del coro como
personaje con carácter protagonista.
Esa tradición la adapta Schoenberg de manera muy natural desde la perspectiva del canto judío
en comunidad. El canto, mas también la oración,
porque para los judíos la plegaria es algo que se realiza con otros, no en el aislamiento, en el simulacro
de la relación directa con Dios. Son importantes
las obras corales de Schoenberg antes y después de
la ópera Moisés y Aarón, y oírlas y estudiarlas puede arrojar buena luz sobre esta obra trascendente.
Pero la culminación está precisamente en esta ópera, con un coro complejo que es siempre el mismo
personaje, el pueblo judío (excepto en el momento
en que una pequeña parte del coro es la zarza ardiente, con lo cual ya no es pueblo judío, sino Dios,
el Dios que elige a los judíos como pueblo y elige
a Moisés como profeta suyo). Ese coro-pueblo se
manifiesta de manera dramática desde el principio
mismo de su aparición, en el cuadro tercero del
primer acto, que le corresponde casi totalmente:
el canto es el del coro y el de cuatro solistas que
sobresalen de la masa coral y que identifican actitudes distintas ante el mensaje de Dios que traen
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Como es sabido, en la historia de la ópera hay una amplia tradición de protagonismo del
coro en la acción y en las situaciones dramáticas:
el coro es el pueblo, el coro es tal o cual grupo so
Mientras platican Aarón y el pueblo (con
los otros cuatros solistas ya indicados), mientras
Aarón se las arregla como mejor puede frente al
natural escepticismo de aquella masa popular,
Moisés calla. Tan sólo “salta” con una frase entre
dos “milagros”, el segundo y el tercero. Cuando el
Sacerdote, opuesto al proyecto, exclama “Insensatos” (Wahnsinnige) y pregunta “¿Con qué os va
a alimentar el desierto?”, Moisés exclama: “En el
desierto, la pureza del pensamiento será lo que os
alimente, lo que os hará resistir, avanzar…” Desde la comodidad de nuestros asientos y de dos
o tres milenios de herencia del Libro, podemos
desdeñar la prudencia del Sacerdote, pero es preciso reconocer que las previsiones de intendencia
de Moisés no son muy prometedoras. Es precisa
la fe. Sólo que se trata de la fe en un Dios, ya lo
hemos visto, Invisible e Irrepresentable, inefable,
inconcebible…
Moisés y Aarón (la muchacha, el hombre joven, el
otro hombre, el sacerdote -der Priester).
Moisés encuentra a Aarón en la escena segunda del acto I, pero en la tercera, la del coropueblo, ellos dos son personajes ausentes; para ser
más exactos, personajes esperados, personajes a
los que se hace referencia porque van a llegar pero
no están ahí, y la espera es elemento esencial de
la tensión dramática. Aunque, en rigor, estamos
en este caso ante una de las “ilusiones” de la obra:
la tensión aparente es ante la llegada de Moisés
y Aarón, pero la tensión auténtica es la relación
con Dios, el conflicto con Dios, la aceptación de
Dios: “¿es un Dios fuerte el nuevo Dios?, ¿exigirá
sacrificios?, ¿nos ayudará frente al Faraón?, ¿será
un Dios amable? ¡Atención a los impostores!…”
Si la escena tercera del primer acto es un despliegue de cantos corales, y podría decirse que con el
apoyo de cuatro solistas, la escena cuarta es la gran
culminación de la línea del coro. Se debe esto, sobre todo, a la peripecia de enfrentamientos del coro
(dividido en grupos no siempre por tesituras) con
los protagonistas individuales, con el mensaje que
traen: sobre todo con Aarón, porque en esta escena
es cuando Moisés calla, abrumado por la dificultad
de hacer llegar el mensaje, algo que preveía, desde
luego, pero que ahora se hace patente de manera
para él angustiosa. Y Moisés calla no sólo por la
oposición del pueblo, sino también por los propios
milagros o prestidigitaciones que Aarón lleva a cabo
para seducir al pueblo y vencer su incredulidad o
escepticismo: primero, el cayado se convierte en serpiente; segundo, la mano enferma de Moisés sana
de inmediato; tercero, brota el agua del Nilo, que es
agua y que es sangre del pueblo judío.
Sobre el silencio (y el estupor) de Moisés
tiene lugar la secuencia de seducción del pueblo,
del esfuerzo de Aarón para acercar a éste el mensaje imposible del que Moisés es portador, y ese pueblo, en rigor, tiene todo el derecho a no creer que
sea elegido, a no desear ser elegido, y sobre todo
a no entender qué se le propone, qué se le quiere
otorgar, qué se le pide, qué tiene que hacer.
Es un paso trascendental: desde la concepción politeísta a la monoteísta, de la imagen a la
idea con proscripción de imágenes, de los dioses
que gobiernan una parte, un pueblo, que si acaso
son dioses “especialistas”, al Dios que es todo y
del que todo viene. Cómo no va a encontrar resistencias, incomprensión. Históricamente, faltaría
un adecuado nivel de conciencia posible.
Brecht, una ópera que pudimos ver en la Staatsoper
unter den Linden en 1982, nunca grabada en disco
y mucho menos en soporte audiovisual. Pero, atención, la última escena de Baal era un diálogo sin
música entre dos leñadores. ¿Sugería así Cerha que
Moisés y Aarón era una obra concluida, que podía
{2V±IBDFNPTDPOFMUFSDFSBDUP
¿Es Moisés y Aarón una ópera inconclusa?
Sí. Y sin embargo…
Friedrich Cerha compuso una espléndida
ópera, Baal, basada en el primer drama de Bertolt
terminar precisamente con un diálogo, si bien tenso y al final trágico (Aarón muere de repente, pero
no sabemos cómo, se diría que abrumado, quién
sabe si por la “culpa” o el “fracaso”)?
la serie es si acaso garantía de unidad en última
instancia, porque en instancias más inmediatas la
unidad la dan la trama dramática, las tramas tímbricas, las tramas y densidades contrapuntísticas.
Moisés y Aarón, obra que algunos consideran inconclusa, es plenamente serial. No es
cuestión de ponerse a señalar ahora la serie y sus
transformaciones. Sí, desde luego, esta ópera posee una serie básica de la que se deducen numerosos episodios temáticos por la propia expresión
total o parcial de la serie, o bien por su inversión,
retrogradación y retrogradaciones concretas de
tal punto de la inversión, etc. Todo esto es no
sólo gramática, sin duda es también música, pero
es mejor renunciar a ese tipo de pesquisas (cuyo
éxito no está garantizado ni siquiera para los musicólogos más duchos en la observación de piezas
cinegéticas en forma de motivos y temas). La serie no es dramaturgia; sí lo son las líneas vocales
y el color instrumental, entre otras cosas. Digamos tan sólo que esa serie básica no es la base de
esta ópera, por mucho que lo hayan oído ustedes
escrito o lo se lo hayan leído en voz en alta. La
serie no es la serie, sino lo que se hace con ella:
descomposición de la línea y sus variantes, timbre, movimiento, dinámica, masas, tramas… Tal
vez no haya que buscar base alguna en una obra
que se sustenta, se diría que en el aire, gracias
a una textura muy compleja y muy densa, una
trama en la que las urdimbres contrapuntísticas o
las simples acumulaciones vocales de varias líneas
de coro y solistas, más los respectivos acompañamientos instrumentales (casi siempre limitados),
proponen un auténtico mundo sonoro que circula como un planeta. La serie básica no es base,
La secuencia habitual en una pieza dramática es el de conflicto, crisis y catástrofe. El conflicto es esencial en esta obra, y ya lo hemos ponderado: es un conflicto a varias bandas y no afecta
de manera esencial a los dos personajes titulares;
no es un conflicto entre Moisés y Aarón. La crisis
primera es la que hemos visto en el cuadro cuarto, el más amplio del primer acto. La segunda
crisis es la que lleva a la exaltación del becerro
de oro, acto segundo. Aparentemente, el regreso
de Moisés es la Némesis para la Hybris paganizante, el reequilibrio tras la concesión de Aarón.
En cualquier caso: ¿podría Aarón haber hecho
algo muy distinto, esencialmente diferente para
consuelo del pueblo? Al final del acto segundo,
lo que vemos es una nueva crisis, no una solución, un apunte de desenlace, ni una catástrofe.
Y si lo que importa en esta obra es la secuencia,
trayectoria o dibujo del conflicto en sus diversas
manifestaciones, está bien que la obra concluya
ahí, en ese falso “regreso al orden”, que parece
que podría encarrillar la misión de Moisés. Está
bien que ahí concluya la ópera. Pero existe el acto
III, sin música, y ahí sí hay enfrentamiento entre Moisés y Aarón. ¿Aporta este enfrentamiento
algo importante al desarrollo del conflicto general
de la obra o, por el contrario, desvía y resume el
mismo en una victoria de uno de los dos contendientes? Ahora sí parece que el conflicto era entre
ellos, y no el conflicto con el pueblo y dentro del
pueblo, el conflicto propiciado con Dios, de ma
(acto I, escena IV), a encontrarnos en el desierto
mismo (acto II). Es más, Moisés se retira cuando
todavía no se han marchado al desierto. Pero las
diferencias son muchas más, la libertad que se ha
tomado Schoenberg con el texto bíblico es de detalle. Ahora bien, el espíritu es especialmente fiel
al mensaje bíblico, lo completa, lo complementa, lo trae a nuestro tiempo. El pueblo judío es el
pueblo elegido, y ese pueblo no quería ser elegido, tal vez a sabiendas de lo peligroso que es ser
elegido. Moisés no quiere ser profeta, pero tiene
que serlo, porque alguien tiene que serlo.
nera que ese conflicto es también con Dios. ¿Hay
que incluir el acto III en una escenificación de
esta ópera, o hay que dejarlo fuera?
No sabemos lo que habría hecho Schoenberg con este acto. Schoenberg escribía su libreto,
pero lo modificaba según componía, y la música
era el drama3; no es el libreto el drama, sino las
líneas vocales, tramas contrapuntísticas, tejidos
orquestales y vocales que salen a partir de su composición. Es más: ni siquiera podemos estudiar
Moisés y Aarón con la lectura del libreto; esto es,
si quisiéramos prescindir de lo musical y atenernos a lo dramático, no comprenderíamos el fondo
(no digamos ya la forma) de esta obra, porque lo
dramático se da a través de lo musical, de lo lírico, empezando por la incomprensión que induciría la lectura al no tener en cuenta cómo canta
Aarón y cómo “recita” Moisés. En consecuencia,
ese tercer acto puede muy bien ser sacrificado en
una escenificación, y así se ha hecho a menudo,
como en el montaje de la ópera de Holanda (Peter Stein, Pierre Boulez, con Pittman-Jennings y
Merritt), en la Staatsoper de Viena (Reto Nickler,
Daniele Gatti, con Grundheber y Moser) o en la
Ruhrtriennale (Willy Decker, Andreas Boder, con
Dale Duesing y Andreas Conrad), por referirnos
a importantes propuestas teatrales que están disponibles en audio o en visual.
Tal vez merezca la pena recordar que otro
vienés, Sigmund Freud, en pleno exilio al final de
su larga y fecunda vida, concibió otro Moisés muy
distinto al de Schoenberg y al de las Escrituras,
ese Moisés que podía ser egipcio y del que tratan
los tres ensayos de la última obra amplia del inventor del sicoanálisis, Moisés y la religión monoteísta. Esa obra que muchos judíos le pidieron a
Freud que no publicara.
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Después de todo lo adelantado, quizá podamos aún plantear el siguiente recorte o esquema de esta ópera.
Acto primero
No merece la pena ponerse ahora a ver las
considerables diferencias entre el planteamiento
dramático de Schoenberg y la fuente bíblica4. Ni
tampoco la inspiración en Strindberg. Advirtamos algo muy importante para la acción: no hay
tira y afloja ni lucha con Faraón. No hay plagas de
Egipto. Pasamos de plantear la marcha al desierto
Escena 1. Moisés y la zarza ardiente: la acción arranca con la misión, la profecía, el pueblo
3
Carta a Alban Berg, agosto de 1931: “… el texto llega a ser definitivo sólo durante la composición, y a veces incluso después”.
4
En una carta de marzo de 1933 a Walter Eidlitz: “sólo raramente me atengo punto por punto a la Biblia”.
prender y de anticipar. Esos cuatro solistas son:
la muchacha, cuya fe radica en una ingenua sensualidad llena de vida; el joven, lleno de fe y confianza, que será aplastado por los efraimitas en
el acto siguiente; el hombre, que quiere creer; el
sacerdote (der Priester), que opone la sensatez de
lo ya conocido frente a lo arriesgado de la nueva
propuesta, y que acaso también defiende su propio status. No acusemos a la muchacha por su
entusiasmo, no es sólo sexualidad despierta. No
acusemos al Sacerdote por ignorar lo que ni él ni
su pueblo pueden saber todavía, y que nosotros
sabemos de sobra, al menos mientras asistimos
a la representación o la audición de esta obra.
Recordemos que en el Génesis hay un personaje
llamado Satán, nombre que todavía no hay que
leer con las resonancias posteriores (el demonio
es un invento reciente, como sabemos). Sencillamente, Satán se dedica a defender lo opuesto
a aquello que se plantea, a la manera de un fiscal
o un abogado “de la otra parte”. Si condenamos
al Sacerdote tendremos nuestro “malo”, y de
paso habremos definido a los “buenos”, que son
Moisés y Aarón, y correremos el riesgo de tener
que elegir un bueno y un malo en esta pareja de
hermanos profetas.
elegido. La zarza la canta el coro, en pequeña formación. Las voces se dividen en dos grupos: las
voces que cantan y las voces en Sprechsgesang. El
Sprechsgesang es la línea vocal de Moisés (barítono) a lo largo de toda la ópera; si acaso, con una
pequeña y única excepción en la escena siguiente. Podría decirse que la voz de Dios, a través de
la zarza ardiente, canta como Aarón y recita como
Moisés. Dios es ambos, lo cual no quiere decir, en
absoluto, que ambos sean Dios.
Escena 2. Moisés y Aarón se encuentran:
se asocian, se ponen de acuerdo, aunque ya se
sugieren las dos posturas inconciliables, pero el
objetivo es común: anunciar al pueblo judío que
es el pueblo elegido y anunciarle su Dios. Moisés continúa expresándose mediante el Sprechsgesang, mientras que la línea de Aarón es la de un
tenor lírico, a veces con excursiones dramáticas, a
menudo con procedimientos que evocan lo belcantista (también Lulu lo evoca; o más bien lo
convoca como un medio básico de su expresión,
de su gestus). El contraste entre ambas líneas vocales es muy agudo y marca toda la obra, y no sólo
cuando los dos personajes cantan juntos o uno
frente al otro (hay momentos muy importantes
de la ópera en que están separados, porque Moisés calla o porque Moisés está ausente). Una visión superficial llevaría a la trampa en la que se ha
caído a veces ante esta ópera: Aarón, con su línea
seductora y a veces eunucoide, es la corrupción
del mensaje de Moisés. Ya vimos que hay otras
interpretaciones igual de simplificadoras.
4. El cuadro cuarto narra la llegada y primer gran enfrentamiento (primera crisis de la
acción) entre el Logos divino y el pueblo. Ya
hemos visto antes lo esencial de este cuadro.
Añadamos que aquí Aarón se convierte claramente en líder político gracias sobre todo a su
“tercer prodigio”, la visión del agua del Nilo
y de la sangre del pueblo judío. Es entonces
cuando el coro entona el ensueño de la utopía
3. El coro, solo. Con cuatro solistas que,
en rigor, apoyan la peripecia de ese coro que se
cuestiona, se pregunta, reacciona, trata de com
Dios es Moisés, no Aarón. Moisés, el profeta
que se ha quedado virtualmente mudo en este
cuadro. Aarón, el intérprete, que nunca se considera creador ni profeta y que, en rigor, recibe
la misión de ser quien no es.
una vez que acepta, siquiera de momento, ser
el pueblo elegido: “Seremos libres de la esclavitud y de sus males. Así nos lo promete él: nos
llevará hacia la tierra en la que brotan la leche
y la miel”. El tercer prodigio es justo posterior
a la declaración escéptica del Priester: “tu bastón nos somete a nosotros”, dice burlón, “pero
¿acaso puede con Faraón?” Ahora bien, al concluir la secuencia, el que se retira a hablar con
Segundo acto
Antes del comienzo propiamente dicho del
acto II, hay un Zwischenspiel, un intermedio coral:
sa, en la que se ha identificado una secuencia en
rondó, Aarón se ausenta y se supone que, fuera
de escena, da forma a la imagen que reclama el
pueblo (aunque no hay indicación de mutis de
Aarón, éste es necesario para motivar la escena
tercera: “Dieses Bild bezeugt…”).
una parte del coro, a telón bajado, invoca la ausencia de Moisés, y al tiempo que sirve de transición
entre los actos, nos sitúa en la crisis con la que se
abre el segundo. De nuevo, como al principio, con
la zarza ardiente, las voces cantan y recitan. Un coro
a seis voces y un acompañamiento poco más que de
cámara (violas, cellos, flautas, fagotes, trompas).
Todo esto ha sido como un logos, una introducción al estallido dionisíaco de la llamada
“Danza del becerro de oro”, que es toda una sinfonía con voces (coro y solistas, sin Aarón) que
Hermann Scherchen estrenó como pieza de concierto todavía en vida de Schoenberg.
La acción del acto segundo se abre con la
queja por la ausencia de Moisés (que, a lo largo
de casi todo el acto, hasta su regreso, será un auténtico personaje ausente, tanto si se le invoca
como si se le niega por la acción pagana del culto
al becerro de oro) y por la alarma ante el comienzo de las luchas tribales (ah, cuánto falta para el
Cisma de las diez tribus, y sin embargo ya las diseña Schoenberg ahí, y sin duda lo hace a partir
de Éxodo y Números). El Priester continúa en su
cometido de oposición, y la primera tanda de seducciones de Aarón no es suficiente.
La Danza5 es una amplia secuencia debida a un compositor que, no lo olvidemos, es tan
vienés como Freud, que venía de lo que hoy es
Chequia, mientras Schoenberg tenía las raíces
paternas en Eslovaquia. No hará falta insistir:
esto resulta más o menos freudiano. Baste con
señalar el canto homófono de las cuatro doncellas dispuestas al sacrificio: ridículo disfrazado de
solemnidad, instinto de muerte escondido tras la
exaltación de la vida y la fertilidad (como será a
continuación).
De repente, todos resultan desbordados
por el motín del pueblo, que irrumpe en tromba y arremete contra la autoridad de los ancianos
(”¿Dónde está Moisés?”). Aarón trata de seducir
a la turba, pero ni él mismo cree por completo,
él mismo duda (“Pueblo de Israel…”). El pueblo
sospecha un mal destino de su dirigente (“¡Su
Dios lo mató!”) y esto da lugar a un tumulto que
es una densa trama en cuanto a líneas y colores,
con una métrica plagada de irregularidades (como
de costumbre en esta obra).
5
Así que Aarón cede por fin: les pide que
ellos traigan la materia y que él le dará forma cotidiana, visible en el oro. Exclamación: “Jubel!”
Mientras el coro se exalta en una sucesión den
Carta a Anton Webern, 12 septiembre 1931: “Así, he tenido
mucho trabajo con la cabal puesta a punto de la escena de la
‘Danza del becerro de oro’. Querría dejarles lo menos posible a
los nuevos soberanos del arte teatral, a los directores de escena,
y así también he pensado la coreografía en la medida de lo que
me es posible. Pues todo esto está hoy muy descuidado, y el autoritarismo de estos ‘ayudantes’ y su falta de conciencia llegan a
ser superados sólo por su falta de cultura y su impotencia. (…)
Sabes que no me interesa mucho la danza. Su expresividad se
sitúa en general a un nivel no superior al de la más primitiva
música de programa; y su ‘belleza’ me es, en su mecánica petrificada, odiosa. Así, hasta ahora he conseguido idear unos movimientos que al menos pertenecen a otro dominio expresivo que
las cabriolas del ‘ballet’ al uso”.
La Danza del becerro de oro la divide el
compositor y dramaturgo en cinco partes:
1. El becerro de oro y el altar. Aarón presenta la imagen y tiene lugar una marcha, esto es,
una procesión, nada solemne, y menos aún heroica: paródica, con un humor sarcástico sugerido,
un primitivismo ajeno por completo al modelo
“Sacre du printemps” en tempo, en tímbrica, en
métrica; y tras la marcha, una danza de carácter
exótico, vagamente orientalizante, y entonces llegan ofrendas y se preparan los sacrificios.
2. La danza de los matarifes: milagro de la
mujer tullida, exaltación de los mendigos, inmolación de los ancianos, exaltación del Efraimita
–que proclama una ilusoria libertad que sólo se
afirma con el asesinato del hombre joven que se
opone a la regresión que supone el culto al becerro: es una secuencia rica en líneas opuestas,
métricas irregulares e implacables, colores instrumentales que empastan con las masas corales
parciales.
3. Orgía de embriaguez y baile. En lo vocal,
se limita al, por lo demás amplio coro de los setenta ancianos, “Selig ist das Volk”, cuya regularidad
queda envuelta por una trama instrumental en
la que destacan los colores de las maderas, como
contraste ‘ligero’ frente a la gravedad de la línea.
4. Orgía de destrucción y suicidio: inmolación de las doncellas desnudas, que son la
muchacha del acto primero y otras tres jóvenes,
que entonan un canto homófono arropado por
un conjunto limitado, pero ahora la ligereza de
las maderas se une a estas cuatro voces en una
amplio análisis. Son dos partes. La primera es el
enfrentamiento de ambos a solas, en el que el tenso diálogo marca la fórmula de acompañamiento
y secuencia, sin especial intento formal, puesto
que es el enfrentamiento el que dicta la tímbrica, el tempo y las dinámicas que configuran este
nuevo contraste entre canto sinuoso de tenor y
Sprechsgesang de barítono. La marcha triunfal
del coro-pueblo hacia la tierra prometida, bajo la
columna de fuego, se entrevera con la coda de la
discusión entre ambos, y esta es la segunda parte
de la escena. Merecería análisis porque es crisis
culminante o última crisis, y al mismo tiempo
desenlace, catástrofe. ¿Hay más catástrofe que la
desolada declaración final de Moisés?: “O Wort,
du Wort, das mir fehlt!” Sí, a Moisés le falta la
palabra, y resulta que a Aarón le sobran palabras
inadecuadas. ¿Hay mejor desenlace? Después de
esto, orquestar el tercer acto habría supuesto matizar tanto lo que estaba ya compuesto que hubiera supuesto una rectificación acaso radical.
secuencia concertante cuya aparente gravedad ritual es en rigor un retrato de muerte risible.
5. Orgía erótica, que Schoenberg no retrata
con violencias, sino que hace culminar en una reminiscencia de aquella danza orientalizante, para
concluir en un sencillo vals: la orgía conduce el
discurso sonoro de la sinfonía a la culminación,
con evocaciones de temas anteriores de la misma, para disminuir y detenerse en un momento
dado hasta que se anuncia que Moisés regresa de
la montaña.
Apasionante discusión entre Moisés y
Aarón. Aarón podría decirle a su hermano profeta
(y esto subyace en el texto): te fuiste a la montaña a hablar con Dios y a mí me dejaste solo con
toda esta gente, qué podría hacer. Aarón, al final,
es el que predica “el arte de lo posible”: que haya
mandamientos, incluso duros y difíciles, pero no
imposibles. Este diálogo merecería por sí solo un
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Director musical: Andriy Yurkevych
Director del coro: Andrés Máspero
Elisabetta: Edita Gruverova
El duque de Nottingham: Vladimir Stoyanov
Sara: Sonia Ganassi
Roberto Devereux: José Bros
Lord Guglielmo Cecil: Mikeldi Atxalandabaso
Gualterio: Simon Orfila
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Marzo: 3, 7
20:00 horas / domingos, 18:00 horas
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La acción ocurre en Londres, a finales del
siglo XVI.
El duque de Nottingham, el marido de Sara,
estrecha entre sus brazos a su querido amigo Roberto recién llegado de Irlanda. Roberto acoge las
muestras sinceras de simpatía con bastante reticencia pues es Sara la mujer de la que está enamorado.
Nottingham le confiesa su preocupación por la conducta de su esposa que cada día parece perder más
la salud, agobiada por una profunda melancolía.
"DUP*
En el palacio de Westminster las damas
de honor de la soberana inglesa observan que
Sara, duquesa de Nottingham y favorita de la
reina Elisabetta, está bañada en lágrimas. Ella
les asegura que no es una cuestión personal; el
llanto se lo ha producido la lectura de la historia
de la bella Rosamunda. Pero para sí misma se
dice que hay algo más que esa emoción producida por el libro.
Llamado por el Parlamento, Nottingham se
compromete a defender la inocencia de Roberto
ante los cargos de traición.
En secreto Roberto visita a Sara. Le reprocha haberse casado con Nottingham sabiendo
que él la amaba. Sara se defiende. En su ausencia, muerto su padre, la reina la presionó para que
se casara a pesar de no estar enamorada de Nottingham. Luego le recuerda el amor que la reina
siente por él, pero Roberto, para demostrarle la
indiferencia que hacia la soberana siente, le entrega a Sara el anillo real que podría salvaguardarle de cualquier peligro futuro. Sara, por el bien de
los dos, le aconseja que abandone Inglaterra. En
prueba de su amor le regala una banda que ella
misma había bordado.
Llega la reina y accede a recibir a Roberto
el conde de Essex pese a la acusación de traición
que sobre él pesa. De hecho, lo que más inquieta
a la reina es la situación sentimental del noble
más que sus posibles opiniones políticas.
Roberto se defiende de las acusaciones y
Elisabetta le asegura que su vida no corre peligro.
Le recuerda que está en posesión de un anillo que
ella le ha regalado antaño y que es el seguro infalible que le libraría de cualquier peligro en que pudiera encontrarse. En cuanto a las preguntas de
la reina sobre su vida amorosa, Roberto responde
con evasivas, algo que despierta la inquietud de
la soberana que está de él enamorada. Elisabetta
se jura a sí misma que si descubre la existencia de
una rival se vengará.
"DUP**
En palacio los cortesanos esperan la sentencia del Parlamento. Pese a la ardiente defensa
de Nottingham, Roberto ha sido declarado culpable y condenado a muerte.
Terriblemente alterada, Elisabetta ya calmada su cólera, vencida la ira por el amor, se pregunta el porqué Roberto no le ha presentado el
anillo que le salvará del patíbulo. Tampoco se explica el porqué su amiga Sara no está con ella confortándola en esos instantes de dolor. Esta acaba
al fin por aparecer. Le confiesa que es ella su rival
en el amor por Roberto. Y le entrega el anillo. La
reina ordena de inmediato que se detenga la sentencia de muerte. Pero es ya tarde: el estallido del
cañón anuncia que Roberto ha sido ejecutado.
Nottingham aparece vanagloriándose de haber
sido él el que impidió llegar a Sara a tiempo con
el anillo. Elisabetta hace que los detengan y, loca
de dolor, se arranca la corona diciendo que dejará
el trono a favor de Jacobo de Escocia.
Sir Gualtiero Raleigh, encargado de la detención, informa a la reina que Roberto ha pasado la noche fuera de su casa y al detenerle se le ha
encontrado en sus manos una banda azul bordada. La reina se sume en un estado alarmante de
sospechas y celos.
La condena de Roberto ha de ser refrendada por la firma de la reina. Con el documento en
la mano, Nottingham acude a la reina pidiendo
clemencia para el amigo. Convocado Roberto,
Elisabetta le muestra airada la banda. En ella Nottingham descubre que era el trabajo que su mujer la víspera estaba bordando. Comprende rápidamente el significado y su amistad por el amigo
se convierte de pronto en un odio feroz y vengativo al sentirse doblemente traicionado. Elisabetta
también se siente traicionada por Roberto y en
un arranque firma la sentencia de muerte.
"DUP***
En sus apartamentos, Sara recibe una carta
de Roberto donde le suplica que entregue el anillo a la reina para así poder salvar su vida. Antes
de que pueda llevar a cabo este ruego, aparece
Nottingham. Después de echarle en cara su comportamiento, impide que la mujer salga y salve a
Roberto. Desde las ventanas ve como Roberto es
conducido a la prisión en la Torre de Londres.
En la celda Roberto espera la ejecución.
Está esperanzado, sin embargo, de que Sara llegue a tiempo ante la reina con el anillo que le
concederá el perdón. Pero la aparición de Sir
Gualtiero con la guardia que le llevarán escoltado hacia el cadalso, le hace comprender que todo
está ya perdido.
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Parafraseando el título de una antigua biografía cinematográfica verdiana, podemos decir
que si hay un creador lírico del Ottocento italiano
en cuya vida el triunfo y la tragedia se encuentran más íntimamente entrelazados, ése es Gaetano Donizetti, hasta la enfermedad que, en plena madurez y gloria, le arranca del mundo para
condenarle a pasar sus últimos años convertido
en un ser vegetativo. Y uno de esos momentos
de su existencia en los que la tragedia coexiste
con el triunfo, convirtiéndolo en falaz e irrisorio
es, precisamente, el de la creación de Roberto Devereux. Cuando Donizetti inicia su composición,
en la primavera de 1837, es considerado el primer
operista italiano del momento, reconocido así
por todos desde la prematura y trágica desaparición de Bellini y el simultáneo triunfo de Lucia
di Lammermoor en el San Carlo de Nápoles. Ya
se había abatido anteriormente la tragedia sobre
él cuando tras el estreno de Lucia murieron en
el espacio de dos meses sus padres y su segundo
hijo malogrado, una niña nacida prematuramente; pero, pese a todo, la muerte de sus progenitores podía considerarse ley de vida, y aún esperaba
tener hijos de su joven esposa, la romana Virginia Vaselli. El 4 de mayo, fecha en la que según
las costumbres de Nápoles tenían lugar todos los
cambios de domicilio en la ciudad, se trasladan
a una nueva y espaciosa residencia, la primera de
su propiedad, y se ha comprado un carruaje y caballos; es feliz en su matrimonio y está esperando
por tercera vez un hijo, que esta vez confía en que
sobreviva. La muerte el 5 de mayo del anciano Nicola Zingarelli, director del Conservatorio, en el
que Donizetti es profesor de composición desde
tres años atrás, le convierte en director pro tempore del mismo y le permite confiar en su nombramiento definitivo en el cargo, que es el puesto
académico más prestigioso de la Italia musical;
y además debe estrenar en septiembre la nueva
ópera en el San Carlo. Todo le sonríe.
Y, de pronto, todo se hunde: en Nápoles se
desencadena una epidemia de cólera que, con sus
millares de muertos (entre ellos el poeta Giacomo Leopardi, que encuentra aquí una absurda
cita con la muerte), pone en crisis todas las actividades públicas, y también la teatral; el 13 de
junio Virginia da a luz un hijo muerto y, lo que
es peor, ella misma enferma gravemente; aunque Donizetti habla en sus cartas de sarampión,
muchos autores aducen como probable que se
tratara de las complicaciones de la enfermedad
de origen sifilítico que el compositor arrastraba
desde su juventud, que había impedido a su esposa, contagiada, dar a luz hijos sanos, y que a la
postre acabará con él mismo en penosas circunstancias. En esas dolorosas condiciones, avanza en
la composición de su ópera, pero el 30 de julio
se produce el fallecimiento de Virginia. Su dolor
es inmenso, como lo acredita, entre su nutrida
correspondencia de esas semanas, la veintena de
cartas que entre agosto y octubre escribe a Roma,
a su cuñado y viejo amigo Antonio Vaselli: “¿Para
quién trabajo? ¿Por qué? Estoy solo en la tierra.
¿Puedo vivir?”. Y de su nuevo trabajo dirá: “Questa sarà per me l’opera delle emozioni...”.
La historia de las relaciones de Isabel I y
Roberto Devereux, conde de Essex, el favorito
real treinta y cuatro años más joven que aquélla
y lejano sobrino suyo (como biznieto de una hermana de Ana Bolena), adalid de la vieja nobleza normanda emparentada con los Plantagenet
y enfrentada a la nueva nobleza funcionarial de
los Tudor, contra la que mantuvo una oposición
política que acabó costándole la vida; esa historia,
repetimos, de la pasión –¿amor, capricho, infatuación?- de una reina anciana por un joven pariente
en la flor de la edad, que se ve obligada a ajusticiarle cuando su orgullo y su ambición le convierten en una amenaza al poder constituido, excitó
pronto la imaginación de los escritores. Y, curiosamente, la primera obra representada en Europa
sobre el tema fue española: El conde de Sex (sic),
de Antonio Coello y Ochoa, estrenada en Madrid
en 1633, tan bella en lo literario como disparatada en lo argumental. A ésta seguirán infinidad de
obras, primero francesas –la más importante de
las cuales es El Conde de Essex, de Thomas Corneille (1678)- y luego las nacidas en suelo inglés
desde finales del XVII.
Una cierta exégesis, excesivamente lineal
y simple, tiende a derivar el carácter –sombrío o
luminoso, trágico o esperanzador- de muchas creaciones musicales de las circunstancias vitales que
han rodeado a sus autores en el momento de su
composición. Pero, en el caso que nos ocupa, lo
que concurre a hacer de la nueva creación donizettiana esa “ópera de las emociones” anticipada
en sus cartas no serán unas trágicas circunstancias
personales, sino la profesionalidad de su autor, capaz de componer rápidamente en las más diversas
situaciones de ánimo; la progresiva maestría por
él alcanzada en el uso de las convenciones líricas,
sobre las que experimenta sin cesar, poniendo la
expresividad de la música al servicio de la idea
dramática (“Yo busco servir a la palabra”) y tratando de escenificar pasiones devastadoras (“Quiero
amor, que sin él los argumentos son fríos, y amor
violento”) pese a la omnipresente y obtusa censura; y el propio tema de la ópera, recurrente en la
literatura europea de los dos siglos anteriores y teñido del prestigio de la Historia.
Pero el directo antecedente de Roberto Devereux es Elisabeth d’Angleterre, tragedia en verso
y cinco actos de François Ancelot estrenada en
el Théâtre Français de París el 4 de diciembre de
1829, cuya acción se desarrolla en un arco temporal no superior a veinticuatro horas, pues casi
todo ha sucedido ya cuando se alza el telón: en
medio de las intrigas por la sucesión al trono inglés, Essex ha fracasado en someter Irlanda por
las armas; ha participado después, en secreta connivencia con el presunto sucesor de Isabel, el rey
Jacobo VI de Escocia, en la organización de un
motín fracasado en las calles de Londres, y aguarda, aún en libertad, que la reina ordene sea juzgado. Isabel, enamorada de Essex, dilata el juicio,
pero sospecha de su infidelidad, por otra parte
cierta, dado que Essex es amante de Sara, duquesa de Nottingham, confidente de la reina y esposa
de su mejor amigo y único valedor en la corte. Y
aquí desempeñan un papel dramáticamente muy
eficaz dos objetos intercambiados entre los secretos amantes: el anillo real, cuya presentación a la
reina salvaría la vida de su poseedor, y el echarpe
cuyo descubrimiento en poder de Essex revela a
la reina la infidelidad de éste y abre los ojos a Nottingham sobre la traición de esposa y amigo, lo
que provoca su decisión de vengarse, impidiendo
que el anillo –que Essex suplica a Sara haga llegar
a la reina- llegue a tiempo para salvar su vida. La
reina, frustrada en su deseo de perdonar a Essex,
ordena el castigo de los Nottingham, grita su desinterés por seguir viviendo y proclama sucesor a
Jacobo.
ca bien reciente, es decir, a la espectacular y a la
vez íntima ópera que Benjamin Britten compusiera para la coronación de Isabel II (1953): Gloriana, inspirada a su vez en Elizabeth and Essex,
el perspicaz y documentado estudio que Lytton
Strachey dedicó al tema en 1928, cuyo uso de las
teorías freudianas de la inevitabilidad inconsciente y de las relaciones padre-hija para explorar los
sentimientos de Isabel en el momento en que envía al cadalso a quien tanto había querido –como
Enrique VIII había hecho con su madre- mereció
la aprobación expresa del propio Freud.
Pero el melodrama romántico prefiere el
ben trovato al vero. La estrecha interrelación entre
los cuatro protagonistas –una mujer amada por
dos hombres que son íntimos amigos; y un hombre amado por dos mujeres, una de las cuales es la
mejor amiga y confidente de la otra, su soberana; la fulminante sucesión de golpes de escena en
una acción sin tregua ni respiro, y el suspense del
desenlace, ofrecen un plan teatral perfecto al estro de Donizetti. Por ello, si la tragedia de Ancelot
había ya suministrado a Felice Romani la materia
para su libreto de El conde de Essex, de Mercadante, estrenado con más pena que gloria en La
Scala milanesa el 10 de marzo de 1833 y retirada
tras la quinta representación, ya en 1834 el bergamasco había intentado reutilizarlo, sin recibir respuesta de Romani (aunque en el Conservatorio
de Nápoles se conservan de su propia mano una
introducción con la escena inicial y otros bosquejos de esas fechas); afortunadamente, diríamos,
porque el nuevo poema brindado por Salvatore
Cammarano es más sucinto y mejor trabado desde el punto de vista dramático. Y si algunos auto-
Nada que ver pues con la verdad histórica
–que entre otras cosas da fe de un Essex pública y
felizmente casado con Frances Walsingham, hija
del que fuera todopoderoso secretario de la reina, pero es bien sabido que en el Romanticismo el
teatro –y no hablemos ya de la ópera- hacía suya
la máxima “se non è vero è ben trovato”. Si queremos hallar una ópera que respete escrupulosamente los hechos históricos sin merma del elemento dramático, centrado éste en el dilema de
conciencia de Isabel por el enfrentamiento entre
sus sentimientos privados y sus deberes públicos
como cabeza del Estado, hemos de venir a épo
vol. 5) ofrece pocas dudas de que el napolitano se
res –y entre ellos William Ashbrook, el principal
estudioso donizettiano- han sostenido la tesis de
que el libreto de Cammarano para Roberto Devereux debe su eficacia teatral al de Romani, del
que aquél sería un plagio (afirmación originada
en la aseveración de Emilia Branca, la viuda de
Romani, en la biografía publicada a la muerte de
éste, en la que califica a Cammarano de “gran
pirata literario”), el estudio comparativo entre la
pieza de Ancelot y los dos libretos publicado por
John Black en 1984 (Donizetti Society Journal,
inspiró directamente en el original francés, dados
los múltiples detalles que derivan de éste y no se
encuentran en el texto de Romani.
Si nos hemos explayado en detallar la trama original de Ancelot es para subrayar las novedades sustanciales que la ópera introduce en la
caracterización y las motivaciones de los personajes: Devereux no es ya un guerrero fracasado,
ni un conspirador que ha intentado un golpe de
celos en el primer acto, desencadenada en toda
su regia ira en el segundo, arrepentida y generosa
hasta la renuncia (“Vivi, ingrato”) y finalmente
presa de vindicativa demencia en el que cierra la
obra.
estado para destruir a sus rivales en la corte y forzar la mano a la reina, sino un héroe acusado por
sus enemigos de traición por su clemencia con los
rebeldes derrotados; su única culpa es mentir a la
reina, ocultando un amor que ya no es de amante
adúltero, sino de antiguo prometido en secreto,
castamente respetuoso –pese a su inmenso dolordel vínculo conyugal tutelarmente impuesto por
Elisabetta a Sara durante su ausencia; su motivación para obtener el indulto no es mero afán
de salvar la vida, sino defender el honor de su
amada y ofrecerse luego a la espada de su rival. Y
así, los cambios introducidos por los autores, por
motivos de censura o por propia iniciativa, resaltan la condición de Roberto y Sara –paradigma
de esas sufrientes heroínas donizettianas en las
cuales “si fe’ natura il pianto”, (“el llanto se ha
hecho naturaleza”)- como víctimas inocentes de
un destino injusto, en la más acrisolada tradición
del melodrama romántico, al igual que Edgardo
y Lucía. Y si Nottingham es el personaje que a
lo largo de la obra experimenta una transformación más profunda –de amigo leal a despiadado
vindicador del honor presuntamente ultrajado,
en claro antecedente del Renato de Un ballo in
maschera-, Elisabetta resulta una protagonista
aún más compleja, otro de esos tipos femeninos
que Donizetti no confina a un papel pasivo, mujeres capaces a la vez de sufrir y de ser causa del
dolor ajeno; al igual que Lucrezia Borgia, Fausta,
Sancha de Castilla, Maria di Rudenz, Bianca (en
Ugo, conte di Parigi) o Antonina (en Belisario), es
simultáneamente verdugo –como reina absoluta
y dispensadora arbitraria de condenas y perdonesy víctima de sus cambiantes sentimientos: nostálgica de los amores perdidos y corroída por los
De esta caracterización de los protagonistas, de esta trama de sentimientos ocultados, se
desprende una nota particular del Roberto Devereux: su afán de subrayar la psicología íntima de
los personajes más que de enfatizar una acción
exterior. Son innumerables los momentos en los
que los personajes hablan para sí mismos: Roberto no se expresa con palabras más que en sus
iniciales protestas de lealtad frente a Elisabetta
y en su escena con Sara; sus restantes intervenciones son, o muda expresión de pensamientos
y temores ocultos, o soliloquios en la prisión en
ausencia de testigos. La reina debe privilegiar su
papel público –y la dignidad exterior que conlleva- sobre su condición de mujer enamorada; por
eso sus arias son también –salvo las imprecaciones conclusivas- ejemplos de coloquio íntimo,
de salvaguardia de sus verdaderos sentimientos,
mientras se exterioriza con vehemencia en sus reproches a Roberto o al ejercer su regia autoridad.
Sara sólo se manifestará ante Roberto; incluso
Nottingham, personaje más “exterior”, tendrá
también su momento de monólogo interior en el
segundo acto.
Y sobre una estructura dramática concisa,
rica en lances y en suspense, sobre un diseño de
personajes bien perfilados en sus complejas motivaciones e interacciones –y una protagonista
de riqueza sin parangón (a excepción, quizá, de
Norma) en el melodrama preverdiano-, sobre un
y, sobre todo, con pasajes en arioso de una riqueza
melódica y una pertinencia expresiva sin igual.
De este modo, unas estructuras convencionales
soportan la continuidad del desarrollo dramático,
de la que el breve segundo acto, como veremos,
resulta muestra acabada.
texto pródigo en momentos de introspección, de
acción puramente interior, la música compuesta
por Donizetti nos sorprende por una aparente paradoja: el contraste entre una estructura tradicional –el esquema recitativo-aria-cabaletta de prácticamente todos sus números- y la gran riqueza
y novedad de los medios expresivos utilizados al
servicio del drama, que “revientan” (¿o más adecuado sería decir “reinventan”?) las formas tradicionales desde dentro.
Roberto Devereux no figura entre las óperas
más extensas de su autor; ya hemos hablado de
su “concisa” estructura dramática. De hecho solo
consta de cinco números solistas –una extensa
aria-escena para cada personaje masculino y una
sencilla cavatina confiada a Sara, mientras Elisabetta está dotada de un aria di sortita y una extensa escena final-, cuatro dúos –dos a cargo de
Roberto y otros dos de Nottingham, ambos
con cada una de las protagonistas femeninas- y un trío; el único concertante propiamente dicho corresponde a la gran escena
final del segundo acto. El coro desempeña
un papel más
pasivo
y
Así, el recitativo; nunca hasta entonces
Donizetti lo ha empleado con tal variedad de inflexiones: la clásica recitación a cappella punteada
por acordes orquestales se alterna continuamente con una declamación concitata, nerviosa
–en la que, en apoyo de una línea vocal
de extremo virtuosismo y dificultad, con
grandes saltos interválicos, se incorporan
variadas figuras orquestales que traducen
la agitación interior del personaje-
convencional, menos relevante musical y dramáticamente que en otras de sus anteriores óperas.
escena de la prisión del tercer acto; la obertura
adopta así un carácter más próximo a lo popular,
y los contrapuntos de las cuerdas devienen en formularias frases rossinianas, sin que falte una inesperada recurrencia, a mayor velocidad, del tema
de la cabaletta sobre ruidosos golpes de timbal,
adquiriendo la obertura en su cierre un carácter
festivo y exultante poco acorde con el drama que
seguidamente va a desarrollarse en escena.
En su versión original napolitana, la ópera se abría con un breve preludio de una docena
de compases, pero para su estreno en el Teatro
Italiano de París Donizetti lo sustituyó por una
extensa obertura, que es la que hoy se interpreta
habitualmente, abierta con tres acordes en fortissimo, seguidos cada vez por frases de tres notas de
cuerdas y trompa en piano, cerrándose el pasaje
con un lejano retumbar del timbal; todo ello lo
oiremos de nuevo en la primera escena del tercer
acto. Abriendo el larghetto sucesivo, las flautas
entonan la desnuda melodía correspondiente a
los tres primeros versos del himno God save the
Queen (un anacronismo, pues dicho himno no
fue compuesto hasta mediados del siglo XVIII); el
tema es repetido por las cuerdas en una atractiva armonización, a cuyo término se reescucha el
eco del timbal. Un contrapunto de flauta y clarinete desgrana los cuatro versos siguientes del
himno, seguido de un acorde en forte que abre
una serie de frases ascendentes de los violines,
con acompañamiento sutil del triángulo, punteadas por acordes y con intervención de la trompa
a la tercera ocasión; el dúo de clarinete y trompa
reexpone la primera parte del himno sobre un sugestivo pizzicato de las cuerdas. Un episodio de
transición lleva al vivace, abierto con un estudiado contrapunto de las cuerdas y seguido por un
vibrante pasaje de la orquesta entera con continuos cambios de tonalidad. Pero lejos de continuar por este camino savant, inesperadamente,
sobre un nuevo pizzicato, el clarinete expone el
tema de la cabaletta que Roberto cantará en la
La introduzione consta de un coro en el que
las damas de la corte dialogan con Sara, y de su
romanza o cantabile “All’afflitto è dolce il pianto”,
en un solo movimiento, sin cabaletta, con la doble
finalidad de no resultar muy gravosa para la joven
debutante Almerinda Granchi y para dar mayor
relieve a la entrada de Elisabetta. Se trata de una
melodía de no particular relieve comparada con
las bellezas que seguirán, pero en todo caso digna
y expresiva del abatimiento del personaje; en París Donizetti la modificó para la contralto Emma
Albertazzi, bajándola de tono y extendiendo su
duración a una segunda estrofa, modificación no
incorporada a la partitura impresa.
Desde el momento de su entrada en escena, el personaje de Elisabetta se convierte en
el centro de gravedad de la obra, como reina y
amante a la vez. Su imperiosa declamación en el
recitativo que abre su scena e cavatina delata sus
dudas, no sobre la actuación política de Roberto, sino sobre su fidelidad amorosa. Su recitación
concitata, nerviosa, por temor a la existencia de
una posible rival, se expresa en tremendos saltos
de fusas de casi dos octavas en rápidas escalas,
ascendente y descendente; no nos hallamos ante
vacuas florituras, sino ante la expresión musical
lampo, un lampo orribile”, en la que la reina, en
un aparte, augura la muerte al infiel amante. La
respuesta de Roberto, inicialmente escrita sobre
la misma música, como lo acredita el manuscrito,
fue sustituida en París por una expansiva melodía
que contrasta con la stretta de marcado carácter
rítmico enunciada por Elisabetta, con neta ganancia para la efectividad dramática del conjunto.
del desvarío amoroso de un personaje cuyo poder
absoluto está por encima de las leyes y la razón
de estado. La cavatina “L’amor suo mi fe’ beata”
expresa, mediante una distinguida y evocadora línea melódica con profusión de adornos y ascensos
hasta el re 5, su nostalgia de un tiempo más feliz;
el amor de Roberto, medita, “era un bien mayor
que el trono”, pero si se viera traicionada las delicias de la vida serían para ella “luto y llanto”. Tras
el tempo di mezzo en que los lores, por boca de
Robert Cecil, exigen el juicio y condena de Essex,
y un paje anuncia que éste implora presentarse
“al regio piede”, Elisabetta se lanza a la cabaletta
“Ah! ritorna qual ti spero”, en la que expresa que,
si es el amor lo que guía a Roberto a su presencia,
para ella resultará inocente y sus enemigos caerán
en el polvo.
El primer cuadro se cierra con la doble aria
(cavatina-larghetto y cabaletta-moderato assai) del
generoso Nottingham, decidido a defender a Roberto. También el recitativo inicial mano a mano
con Roberto abunda en muy emotivos ariosos,
confiados a ambos personajes, mientras su cavatina “Forse in quel cor sensibile”, que inicialmente
puede ponerse como un ejemplo de la elegante
declamación donizettiana, está dotada de un segundo periodo en el que la agitación expresada
por las cuerdas del acompañamiento traduce la
inquietud y la sospecha que comienzan a embargar al personaje. Su cabaletta, por el contrario,
mecánica y reiterativa, es uno de los puntos débiles de la partitura.
Un momento especialmente destacado de
este acto es el dúo Elisabetta-Roberto, en cuyo
recitativo introductorio figuran tres efectivos pasajes en arioso, heroico el primero cuando Essex
cuenta su acción heroica en la toma de Cádiz,
vibrante en su reexposición por la reina cuando
narra la entrega de anillo, y un tercero, exquisito, en el que recuerda los días felices y esperanzados de su amor. En el andante en compás 3/8
“Un tenero core” uno y otro cantan –pero nunca
a dúo- la misma sugestiva melodía, que si para la
reina representa la felicidad pasada, en Roberto
es una íntima confesión de desesperanza. La reina recupera sinuosamente la misma melodía para
sonsacar una confesión; la presión se hace cada
vez mayor, y Elisabetta exige conocer el nombre
de su rival. La negativa de Roberto a reconocer la
existencia de otro amor lleva a la cabaletta “Un
El segundo cuadro del primer acto –indicado scena e duetto-, de duración breve, presenta
el único encuentro de los dos enamorados. Un
delicado allegro orquestal a cargo de las maderas da paso a la escena en que la angustiada Sara
aguarda la llegada de Roberto, que se presenta reprochándole su supuesta traición. El recitativo se
abre con un extenso arioso de Sara y se cierra con
otro en allegro-meno allegro que parece indicar el
arranque del dúo propiamente dicho, pero éste
no se inicia hasta que Sara confiesa que su amor
por él aún permanece vivo y ardiente. El melan
cólico larghetto en compás ternario de 6/8 “Dac-
repetición del tema punteada por frases de ella,
para terminar, ahora sí –obsérvese la diferencia
con el dúo Elisabetta-Roberto-, juntando sus voces a distancia de terceras y sextas. La cabaletta
“Quest’ addio, fatale, estremo”, indicada como
molto agitato y precedida por un vivo diálogo en
cuyo transcurso Sara entrega el echarpe a Rober-
chè tornasti, ahi misera!”, de subyugante belleza,
señala uno de los puntos más altos de inspiración
de la obra. Enunciado primero por Sara, a su término Roberto tiene una frase en recitativo –una
nueva muestra de la originalidad de los conceptos
expresivos del bergamasco- antes de lanzarse a la
to, posee una determinación y una sensación de
urgencia que anticipa el “Addio, addio, speranza
ed anima” del Duque y Gilda en Rigoletto.
go- desafía a su rival, seguido de Elisabetta que,
en un nuevo maestoso (“Io favello: m´ascolta!”),
exige a Roberto el nombre de su secreta amante;
la negativa de éste, en un vivo y fugaz allegro, da
paso a un crescendo que describe la entrada en
escena de toda la corte; en un último e impresionante maestoso (“Tutti udite”), la reina firma la
sentencia de muerte y anuncia la forma en que
tendrá lugar la ejecución, tras lo cual, y dirigiéndose a Roberto, arranca el brevísimo concertante
“Va, la morte sul capo ti pende”, allegro giusto en
un original 9/8, de belleza no inferior al sexteto de
Lucia, con una efectista modulación de menor a
mayor en la repetición, y una stretta que precipita
el final en apenas unos segundos. Ashbrook ha dicho de este acto que en él “Donizetti realiza, a su
propio e italianísimo modo, el ideal wagneriano
de drama musical”.
En el breve pero formidable segundo acto,
y tras el coro introductorio “L’ore trascorrono” a
tres voces –de original construcción y el único
confiado exclusivamente al coro en la entera partitura-, seguido de la comunicación por Cecil a
la reina de la sentencia de muerte y la narración
de Gualtiero Raleigh de la detención de Essex,
a quien le ha sido confiscado el echarpe (prueba
inequívoca de su traición para la reina), comparece Nottingham, portador de la sentencia para
su firma, en solicitud de perdón; su duettino con
Elisabetta –que comienza con el larghetto “Non
venni mai si mesto” para terminar en una vibrante
cabaletta- da paso a un terzetto con la incorporación de Roberto; en el transcurso de la escena se
hace difícil distinguir la línea divisoria entre las
partes tradicionales de una pieza musical cerrada,
pues las secuencias de diferentes tempi se ciñen
a los momentos de la acción dramática: maestoso en el momento de la entrada de Roberto y
las admoniciones de la reina, que seguidamente
prorrumpe en un imprecatorio allegro moderato
(“Un perfido, un vile, un mentitore...“) para, tras
el più mosso conclusivo de esta primera sección,
iniciar un amenazador largo (“Alma infida”) que
contiene la referencia al “tremendo ottavo Enrico”
en un espectacular arpegio descendente de dos
octavas (de Si 4 a Si 2), seguido de una cantable
intervención de los dos protagonistas masculinos.
Sobre un allegro vivace, luego devenido più allegro, Nottingham –que acaba de descubrir, al ver
el echarpe, la supuesta traición de esposa y ami-
El tercer acto está dividido en tres cortas
escenas, cada una dotada de un solo número.
En la primera se produce la confrontación de los
esposos; tras una scena en la que sucesivamente
comparecen tres temas ya oídos –las cabalettas de
Nottingham y del dúo Sara-Roberto del primer
acto y los ominosos acordes iniciales de la obertura- tiene lugar el dúo, con un meno allegro inicial,
un tempo di mezzo en el que oímos el cortejo que
conduce a Essex a la Torre de Londres y Sara es
confinada e impedida así de llevar el anillo a la
reina, y una potente cabaletta de ímpetu verdiano
donde cada consorte canta una diferente melodía, dramática en ella, feroz en él.
La segunda escena, que nos muestra a Roberto preso en la Torre en espera de su liberación
gracias al anillo, se abre con una espléndida in
espontaneidad del aria. La cabaletta “Bagnato il
troducción orquestal con ecos de la escena de la
prisión de Fidelio en la que las cuerdas desgranan
una elegíaca melodía. El aria bipartita se compone del lírico cantabile “Come un spirto angelico”,
de nuevo en un compás ternario de 9/8, cuyo
enunciado inicial por la orquesta se interrumpe
para permitir a Roberto dos últimas frases de recitado –una sencilla modificación que intensifica la
sen di lagrime”, de aroma popular y con intervención del coro, fue, como dijimos, reutilizada en la
obertura compuesta para el estreno parisino.
Y el tercer cuadro (scena ed aria finale)
nos devuelve a Elisabetta no como la orgullosa
y vindicativa soberana, sino como la mujer ena-
morada (“io sono donna alfine!”, dirá) en angustiosa espera del anillo que salvará a Essex. En el
recitativo de apertura, frases en arioso y grandes
saltos interválicos traducen su creciente angustia,
que el coro de damas comenta en breves líneas.
En el larghetto “Vivi ingrato”, de gran libertad
melódica y refinada sensibilidad a las menores
inflexiones del texto y a su sentido dramático,
declara en íntimo soliloquio su deseo de que Roberto viva aun al precio de renunciar a su amor;
pero su orgullo de reina no debe resentirse, y nadie debe verla llorar. En el tempo di mezzo hacen
su ingreso sucesivamente Cecil y Sara, portadora
finalmente del anillo, pero cuando un golpe de
cañón anuncia la muerte de Roberto y Elisabetta
increpa a Sara, entra Nottingham autoinculpándose. En pleno desvarío, Elisabetta prorrumpe en
la cabaletta “Quel sangue versato”, indicado en la
partitura como maestoso larghetto, de portentosa
intensidad, en el que amenaza a ambos cónyuges
con un “suplicio inaudito”. En su repetición hace
uso –un recurso infrecuente- de un texto distinto,
un delirio en el que imagina al fantasma de Roberto recorriendo el palacio y llevando en la mano
su cabeza cortada, y a ella misma descendiendo a
la tumba.
dos cantabile de Elisabetta, los dúos de Roberto
con sus oponentes femeninas, el aria de la prisión-, con momentos quizá menos inspirados
(en general, las cabalettas) pero de indudable
impacto dramático y energía a raudales; junto a
todo ello, repetimos, hay que destacar la sabia
utilización de descriptivos ritornelli orquestales
para ambientar la acción (ejemplo supremo, la
introducción a la escena de la prisión), una instrumentación de variado y sugestivo colorido y la
evocación a modo de leitmotiv de temas ya aparecidos, elementos ya presentes en el Donizetti
anterior, pero aquí más depurados y potenciados
en su función dramática. Y sus coetáneos más sagaces percibieron en este nuevo fruto donizettiano un progreso técnico-compositivo, una cierta
“seconda prattica” que lo distinguía de trabajos
anteriores, pero que no satisfizo a todos; así en su
estreno en Milán en septiembre de 1839, el periódico teatral La Fama decía: “No hay dulzura,
ni facilidad de expresión, sino más bien conceptos peregrinos, estudio, elaboración y pretendida
doctrina: la cantilena sacrificada a los acordes, el
sentimiento a la ciencia. Esta segunda manera de
componer no parece convenir a la fluida vena del
ingenio de Donizetti”.
En Roberto Devereux confluyen una hábil
utilización de los componentes tradicionales del
melodrama –recitativo y pezzi chiusi- al servicio
de un teatro de las pasiones más moderno, de
escenas continuas, ya próximo a la dramaturgia
del Verdi maduro. Junto a este doblegar el canto para obtener la máxima expresividad; junto a
la perfecta mixtura de melodías de arrebatadora
belleza, entre las más inspiradas de su autor –los
Roberto Devereux –obra que culmina la carrera napolitana y, podríamos decir, la gran etapa italiana de un Donizetti en el umbral de sus
40 años (sus futuros estrenos peninsulares serán
obras mucho menos felices e innovadoras que
las creadas en París y Viena)- se estrena con gran
éxito el 29 de octubre de 1837 en el San Carlo
por Giuseppina Ronzi de Begnis junto al tenor
Giovanni Basadonna, el barítono Paolo (Paul)
el estado vocal de su protagonista Giulia Grisi,
Barroilhet y la debutante Almerinda Granchi. En
París se presentará en 1838 con un reparto deslumbrante (Grisi, Albertazzi, Rubini y Tamburini) y las modificaciones ya comentadas. Mantenida en el repertorio hasta los primeros 1880,
sufre un eclipse de ochenta años hasta que entre
1964 y 1970 la recuperarán, por este orden, Leyla
Gencer, Montserrat Caballé (que la cantó en La
Zarzuela en 1970) y Beverly Sills.
para entonces en triste decadencia vocal (mientras su marido el tenor Mario di Candia triunfó
como Roberto), pero también porque los nuevos
aires del melodrama verdiano habían hecho ya
palidecer la mayoría de los títulos del bergamasco. Ahora regresa, en versión de concierto, con
Edita Gruberova, una de las más reconocidas Elisabettas del último cuarto de siglo.
En el Teatro Real Roberto Devereux comparece esta temporada tras una ausencia de más
de siglo y medio; en efecto, en marzo de 1860
tuvieron lugar las tres únicas funciones celebradas hasta ahora, mal recibidas por la crítica por
“Pregate sempre che io faccia tanti Roberti”,
escribía, orgulloso, Donizetti: y sigamos nosotros
disfrutando de ella, ahora que la hemos recuperado para siempre.
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(FPSHFT#J[FU
Ä1&3"&/7&34*Ä/%&$0/$*&350
Director musical: Daniel Oren
Director del coro: Andrés Máspero
Leïla: Patrizia Ciofi
Nadir: Juan Diego Flórez
Zurga: Mariusz Kwiecien
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
Marzo: 25, 28, 31
20:00 horas / domingos, 18:00 horas
"SHVNFOUP
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'FSOBOEP'SBHB
La acción se desarrolla en Ceilán, en la
antigüedad.
A través del velo que la oculta, Leila
también ha reconocido a Nadir.
"DUP*
En lo alto de la colina Leila invoca la
ayuda de Brahma. Nadir en la ladera elevando
su mirada hacia ella, da rienda suelta a su amor
y jura protegerla.
A la orilla del mar los pescadores de
perlas están reunidos para elegir a un nuevo
jefe. Todos acceden a someterse a la autoridad de Zurga a quien le otorgan un poder
absoluto. Como es su costumbre, mientras
los pescadores se hunden en las simas marinas en busca de las preciosas perlas cuya
venta les sirve de subsistencia, una sacerdotisa velada, desde la vecina colina invocará a los dioses su protección para la feliz
realización de la empresa, calmando así con
su canto los espíritus del abismo y de las
tempestades.
"DUP**
Llega la noche. Nourabad recuerda solemnemente a Leila sus compromisos, asegurándola que la muerte la espera si olvida sus
votos. Ella le responde que jamás ha faltado a
sus juramentos sagrados.
Sin embargo, al quedarse a solas, recuerda a Nadir y expresa su amor por él. De pronto,
escucha su voz entonando una hermosa serenata. Los dos jóvenes, inevitablemente, se encuentran. Se declaran el mutuo amor, ajenos a
la tragedia que se avecina y a la vigilancia de
Nourabad que los sorprende abrazados y los
maldice, en medio del furioso huracán que se
ha levantado.
Esta sacerdotisa ha de ejercer su función con su rostro oculto a cualquier mirada
indiscreta. La observación de que este ritual
se cumpla queda encomendada al sumo sacerdote Nourabad. Su violación será castigada
con la muerte.
Nadir ha de ser castigado, pero Zurga
para salvar al amigo se ofrece como juez de
los perjuros. Es entonces, al quitarse su velo,
cuando Zurga reconoce a Leila en la desleal
sacerdotisa. Loco de celos consiente en que
se ejecute el castigo. En medio del huracán,
cada vez más violento, Nadir y Leila piden
protección a Brahma. Los pescadores reclaman el castigo de los culpables.
Llega Leila, la sacerdotisa elegida, custodiada por los sacerdotes. Nadir, otro pescador, y Zurga antaño la habían conocido en el
templo y se habían enamorado repentinamente
de ella. Habiendo renunciado los dos a ella en
función de la amistad que los unía, se la reencuentra ahora Nadir renovándose en él la antigua y no olvidada del todo pasión.
Ante la pira funeraria donde va a ser
sacrificada la sacrílega pareja, los pescadores cantan y bailan invocando a sus deidades.
Nourabad se acerca arrastrado consigo a Leila. Cuando la joven y Nadir van a morir, los
pescadores se vuelven horrorizados pues su
aldea se ve envuelta por las llamas. Es Zurga
el que ha provocado el incendio para salvar a
los prisioneros. En el tumulto, les libra de sus
ataduras y en un acto de sublime renuncia les
deja marchar en una barca preparada para ello.
Nourabad que ha sido testigo de todo esto ordena que Zurga sea apuñalado. A lo lejos se
escuchan las voces de los dos enamorados que
se van alejando camino de la felicidad.
"DUP***
Una vez se ha calmado la tormenta, Zurga en su tienda se lamenta de haber condenado a Nadir. Leila aparece. Acepta el merecido
castigo pero implora a Zurga por la vida de su
amado Nadir. Esta petición renueva los celos
de Zurga y no quiere perdonar ni comprender.
Leila lo maldice. Es entonces cuando Zurga
descubre un collar que Leila lleva colgado del
cuello. De esta manera reconoce a la muchacha que siendo él joven le ha ocultado para
protegerlos de unos hombres que le perseguían
salvando así su vida. Esto hace que cambie repentinamente de opinión.
&YPUJTNPFNCSJBHBEPS
3BGBFM#BO¡T
En la época del estreno de Les pêcheurs de
perles (Los pescadores de perlas), el 30 de septiembre de 1863 en el Théâtre Lyrique de París
(de la que se ofrecieron 18 representaciones),
Georges Bizet contaba 25 años, y aún no había
logrado establecerse en el mundo musical de la
capital francesa, si bien ya había realizado algunos intentos con Le docteur Miracle (1857) y Don
Procopio (1859). El encargo de escribir esta gran
ópera en tres actos surgió tras haber sido un antiguo ganador del prestigioso Premio de Roma del
Conservatorio. A pesar de una buena acogida por
el público, la crítica en general fue hostil, tachándola de “wagneriana”, aunque algunos compositores, entre ellos el temible Hector Berlioz, encontraron un considerable valor en la música. La
obra no fue repuesta en la breve vida de su autor,
pero a partir de 1886 fue interpretada con cierta regularidad en Europa y América, y ya desde
mediados del siglo XX ha entrado con bastante,
aunque algo intermitente, fortuna en los escenarios internacionales. Como la partitura autógrafa
se perdió, las primeras producciones se basaron
en versiones alteradas de la composición, si bien
en las últimas décadas se han realizado importantes esfuerzos para reconstruir la ópera según las
intenciones del compositor. Hay que reconocer
que las opiniones actuales sobre la obra son más
amables que las de sus contemporáneos, y han
sabido apreciar su extraordinaria vena melódica y
su capacidad para crear una instrumentación de
gran poder de evocación. También han encontrado numerosos atisbos del genio del compositor,
que habrían de culminar, una década después, en
su magistral Carmen. A ello ha contribuido también un considerable número de grabaciones, casi
todas ellas de muy elevada calidad.
La primera ópera de Bizet, en un acto, Le
docteur Miracle, fue escrita en 1856, cuando el
compositor tenía 18 años y era un estudiante del
Conservatorio de París. Con ella ganó el primer
premio en un concurso organizado por Jacques
Offenbach y obtuvo, además de una recompensa
en metálico, una medalla de oro y la posibilidad
de representar la ópera en el local que regentaba
el célebre compositor de operetas, el Théâtre des
Bouffes-Parisiens. Al año siguiente, Bizet recibió
el mencionado Premio de Roma, que tuvo como
resultado una estancia de tres años en la capital
de Italia, donde escribió su siguiente pieza teatral, la ópera bufa Don Procopio, muy influida por
el estilo de Gaetano Donizetti. También compuso otras importantes obras no teatrales, principalmente su magnífica Sinfonía en Do, donde revela
un absoluto dominio de la forma orquestal así
como su ya proverbial calidad melódica. Sin embargo, la pobre acogida de su Te Deum, de 1858,
lo convenció definitivamente de que su destino
estaba en el teatro. De hecho, empezó varios proyectos antes de su regreso a París en 1860, pero
ninguno de ellos fructificó.
retiró inmediatamente La guzla, que nunca se representó y cuya música se ha perdido.
A su vuelta de Roma, Bizet descubrió las
dificultades de los jóvenes y relativamente poco
conocidos compositores para representar sus óperas en los dos teatros estatales. El Palais Garnier
ofrecía un repertorio estándar en el que dominaban los compositores extranjeros, principalmente
Rossini y Meyerbeer, y hasta autores franceses establecidos como Gounod tenían problemas para
presentar sus obras allí. En la Opera-Comique,
aunque se prestaba más atención a la música nacional, el estilo y el carácter de la mayoría de sus
producciones no había cambiado sustancialmente desde la década de 1830, aunque uno de los estatutos desde su fundación obligaba a presentar,
de tiempo en tiempo, las óperas en un acto de los
ganadores del Premio de Roma. Con este pretexto, Bizet escribió La guzla de l’émir (La guzla del
emir), con libreto de los celebrados Jules Barbier
y Michel Carré, cuyos ensayos empezaron a principios de 1862. Sin embargo, poco después, Bizet
recibió una invitación de Léon Carvalho, empresario del independiente Théâtre Lyrique, que había
recibido una aportación anual de 100.000 francos
del ministro de Bellas Artes, el Conde Walewski,
con la condición de presentar cada año una nueva ópera en tres actos de un reciente ganador del
Premio de Roma. Carvalho tenía en alta estima
a Bizet (de hecho, él sería quien apostó por una
ópera tan radical como Carmen), y le ofreció el
libreto de Les pêcheurs de perles, una historia exótica de Michel Carré y Eugène Cormon situada
en la isla de Ceilán (la actual Sri Lanka). Viendo
la oportunidad de un éxito seguro, Bizet aceptó
el encargo, y como Walewski restringía su ayuda
económica a compositores que no hubiesen estrenado ninguna obra en el año anterior, Bizet
Eugène Cormon –cuyo nombre real era
Pierre-Etienne Piestre- fue un prolífico autor de
libretos y dramas, casi siempre en colaboración
con otros escritores. Escribió (o co-escribió) al menos 135 obras, de las cuales Les dragons de Villars
(Los dragones de Villars), con música de Aimé
Maillart, fue quizá la de mayor éxito. Michel Carré, que había empezado su carrera como pintor,
fue autor, junto a Jules Barbier, del texto de Faust
de Gounod y de la obra de teatro Les contes fantastiques d’Hoffmann, que serviría de base para el
libreto de la ópera de Offenbach. Cormon y Carré habían elaborado previamente un libreto para
Aimé Maillart sobre un tema similar, Les pêcheurs
de Catane (Los pescadores de Catania), estrenada en 1860, y pensaron originalmente en situar su
nueva trama en México –que era, por aquel entonces, casi tan exótico como las costas del Pacífico-,
antes de su localización definitiva. Por lo general,
el libreto de Les pêcheurs de perles se ha considerado de escasa calidad. La débil trama, como
señala el biógrafo de Bizet, Winton Dean, gira en
torno a la poco creíble historia del collar de Leila, y no hay ningún esfuerzo real en caracterizar
dramáticamente a los personajes, que son, según
Dean, “los habituales sopranos, tenores, etc., con
sus caras pintadas”. Los propios creadores admitieron sus limitaciones: Cormon comentaría más
tarde que no habían sido conscientes de la categoría de Bizet como compositor, y Carré se mostría apenado por la debilidad del final, buscando
constantemente posibilidades de cambiarlo (de
hecho, en la versión revisada presentada después
de Leila. Al coro inicial se incorpora una vibrante
danza “Sur la grève en feu”, que es interrumpida por Zurga “Amis, interrompez vos danses et vos
jeux!”, quien anuncia la llegada de Nadir, que se
presenta con el aria “Des savanes et des forêts”,
con acompañamiento de violonchelos y fagotes sobre un trémolo de las cuerdas que sugiere
la influencia de Meyerbeer. Flautas y arpas son
utilizadas para presentar el tema principal del célebre dúo de Nadir y Zurga “Au fond du temple
saint”, que ha sido calificado como “el momento más poéticamente desarrollado de la ópera”.
Este tema, que constituye el emblema musical de
la obra, es repetido a lo largo de la misma cada
vez que surge el tema de la amistad entre los dos
hombres (como sucede con el motivo de la amistad entre Posa y Don Carlo en la ópera de Verdi).
La habilidad de Bizet para encontrar la frase musical adecuada con estilo y la máxima economía
de medios está demostrada en su tratamiento del
juramento de castidad por parte de Leila, donde
una simple frase es repetida dos veces en modo de
terceras menores. La popularísima aria de Nadir
“Je crois entendre encore”, está escrita a ritmo de
barcarola, con un doliente corno inglés que parece tan extasiado como el propio pescador cuando
canta la melodía principal.
de la reposición de 1886, Nourabad es testigo de
la liberación de los dos prisioneros por parte de
Zurga y lo acusa ante los pescadores, uno de los
cuales lo apuñala mortalmente mientras suenan
las últimas notas del adiós de Leila y Nadir, y en
algunas versiones Zurga encuentra la muerte por
otras vías, y su cuerpo es entregado a la pira). Parece que, en su desesperación, el propio Carvalho
sugirió que Carré quemase el libreto, y que fue
por sugerencia suya que la obra terminase con las
tiendas de los pescadores en llamas mientras los
dos enamorados escapan.
Como Bizet no recibió el encargo hasta
abril de 1863, y el estreno estaba previsto a mediados de septiembre, hubo de trabajar a toda prisa,
con una tenacidad y concentración desconocidas
en él, en comparación a sus días romanos. Pudo
aprovechar algunos números de obras anteriores, puesto que en el invierno precedente había
trabajado en otra ópera, Ivan IV, con la promesa
de que podría estrenarla en Baden-Baden (lo que
finalmente no ocurrió). Pero Ivan IV le proporcionó la música para tres números de Les pêcheurs de
perles: el atmosférico preludio, una parte del aria
de Zurga del acto II “Une fille inconnue”, y el intenso dúo del acto III “O lumière sainte”. El coro
“Brahma, divin Brahma” fue adaptado del fallido
Te Deum, y el coro “Ah, chante, chante encore”,
de Don Procopio. Es muy probable que la música
compuesta para La guzla de l’émir encontrase su
lugar en la nueva ópera, que estuvo terminada en
el mes de agosto. El coro “L’ombre descende” fue
añadido por Bizet durante los ensayos.
En el acto II, una introducción orquestal igualmente corta es seguida por un coro
fuera de escena “L’ombre descend des cieux”,
notable por su economía de medios (un tamborín y dos piccolos). Después de que Nourabad haya recordado a Leila su juramento, la
joven se queda sola y canta su hermosa cavatina “Me voilà seule dans la Nuit… Comme
La ópera se abre con un breve preludio orquestal, cuyo tema principal anticipa la entrada
autrefois”. Dos trompas introducen el tema
principal, apoyadas en los violonchelos. Cuando entra la voz de la soprano, sustituye a la
primera trompa, cuyo característico sonido
parece retomar. En ocasiones se ha asociado
esta página con la conocidísima aria de Micaela “Je dis que rien ne m’épouvante” en Carmen.
La intervención de Nadir “De mon amie”, que
enlaza inmediatamente con la cavatina, es de
turbadora belleza. Su frase de introducción recuerda al tema del oboe en la juvenil Sinfonía
en Do del compositor. Le sigue un magnífico
dúo de amor “Dieu puissant, le voilà!”, donde
se mezclan los sentimientos de los dos jóvenes
con la imposibilidad de su realización, en un
clima que combina acentos serenos y atribulados. El finale, con sus repetidos clímax, que
se alcanzan cada vez que el pueblo exige la
muerte de la pareja sacrílega “Dans cet asile
sacré, dans ces lieux redoutables”, es un ejem-
plo perfecto del talento de Bizet para escribir
música teatral.
El tercer acto, dividido en dos breves escenas, comienza con la entrada de Zurga en unas
reposadas escalas cromáticas sobre una nota pedal tónica “L’orage est calmé... O Nadir, tendre ami
de mon jeune âge”, un efecto que posteriormente
utilizaría Bizet en su preciosa música incidental
para L’Arlésienne de Alphonse Daudet, otra de las
cimas indiscutibles de su producción. El dúo con
Leila “Je frémis”, tiene ecos del Trovatore verdiano (representada poco antes en París), y el amenazante coro “Dès que le soleil” hace pensar en
los diabólicos scherzos de Mendelssohn. El final
de la obra, en el que se elevan con firmeza las voces de los enamorados “O lumière sainte”, se ha
calificado muchas veces de un tanto débil, tanto
en lo musical como en lo teatral, pero resulta sin
embargo eficaz, con la repetición, por última vez,
del tema de la amistad del dúo del acto I.
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Director musical: Thomas Hengelbrock
Director del coro: Detlef Bratschke
Amfortas: Matthias Goerne
Titurel: Victor von Halem
Klingsor: Johannes Martin Kränzle
Kundry: Angela Denoke
Parsifal: Simon O´Neill
Gurnemanz: John Relyea
Balthasar-Neumann-Chor
Balthasar-Neumann-Ensemble
Enero: 29, 31 / febrero: 2
19:00 horas
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trega Kundry.
Titurel, al frente de un grupo de caballeros,
protege en Montsalvat dos preciosas reliquias:
el Santo Grial, la copa de Jesucristo en la última
cena, y la lanza con la que fue herido mientras
se hallaba en la cruz. Con estas reliquias los caballeros de Titurel se ven fortalecidos en su noble tarea de socorrer a los desgraciados. Klingsor, un caballero expulsado de Montsalvat por
conductas indecorosas, para vengarse ha erigido un jardín encantado, habitado por hermosas
muchachas, cuya labor es atraer a los caballeros y hacerles perder su castidad. Amfortas, el
hijo de Titurel, se ha enfrentado a Klingsor pero
sucumbió ante una misteriosa mujer, Kundry.
Con la lanza Klingsor hirió a Amfortas quien al
regresar al castillo, con la herida sin cicatrizar,
vive en medio de sufrimientos terribles, tanto
físicos como morales.
Una vez que el rey es llevado al lago,
Gurnemanz cuenta a los escuderos el origen de
los males de Amfortas, cuya curación, según
una profecía celestial, sólo se logrará por medio de un individuo puro e ingenuo movido por
la compasión.
De pronto, se escucha un tumulto. Un
joven ha herido de muerte a un cisne que sobrevolaba el lago. El culpable es traído ante
Gurnemanz que le reprocha duramente su
acción. El joven ignora su nombre y no conoce
familiar alguno. Sólo recuerda el nombre de su
madre: Herzeleide.
Kundry bruscamente toma la palabra y
dice que su padre fue Gamuret, muerto en combate. El joven se llama Parsifal y, por seguir a
unos caballeros con los que se ha encontrado
en el bosque, al abandonar a su madre, ésta ha
muerto de tristeza.
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Cerca del castillo del Grial, el viejo caballero Gurnemanz despierta a los escuderos
para la oración de la mañana, antes de que
Amfortas tome su baño diario en el lago sagrado. Una extraña y huraña mujer, Kundry, llega
aportando un nuevo bálsamo con el que podrá
Amfortas aliviar los dolores de su herida.
Gurnemanz observa detenidamente a
Parsifal y por su manera de manifestarse cree
ver en él al joven ingenuo y puro del que habló la profecía. Animado por este pensamiento, acude con Parsifal al templo del castillo del
Grial donde se va a celebrar una ceremonia en
la que se renueva la prolongación de la vida
del viejísimo Titurel.
Llega Amfortas acostado en una litera.
El bálsamo que le ha traído Gawain apenas le
ha mejorado y desea probar el que ahora le en-
Se descubre solemnemente la sagrada
copa donde reluce magnífica la sangre de Cris
to. Amfortas se niega a realizar el ritual alegando sus dolencias. Los caballeros piadosamente
evocan los acontecimientos de la última cena.
compasión le hace sabio y, según la profecía,
Parsifal comprende el valor de su misión, la de
salvar a Amfortas y a los caballeros del Grial.
Rechazada definitivamente, Kundry le maldice, diciéndole que jamás encontrará el camino
de regreso al castillo de Montsalvat. Convoca
a Klingsor que aparece blandiendo la lanza sagrada. Cuando la arroja para herir a Parsifal, el
arma queda suspendida milagrosamente encima de su cabeza. Parsifal se apodera de ella y
a una señal piadosa todo desaparece: Kundry,
Klingsor, el jardín y el castillo encantados.
Parsifal ha observado toda la escena en
silencio, como ausente. Gurnemanz se siente
decepcionado y de mala manera le echa del
templo. De lo alto una voz repite la profecía.
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En su castillo, en la torre donde tiene su
laboratorio, Klingsor observa a través de un mágico espejo cómo se acerca Parsifal a sus dominios. Para que lo seduzca, el mago convoca a
Kundry. Esta se despierta como en trance.
Parsifal inicia su regreso a Montsalvat.
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Recuerda que por haberse burlado de
Cristo en la cruz fue condenada a servir hasta
el fin de los tiempos a dos poderes contradictorios: los del Grial y los de Klingsor. De este
castigo sólo podrá librarse si alguien resistiera
a sus innumerables encantos. Hasta ahora todos han sucumbido a ellos, incluido Amfortas.
Sólo en el bosque cercano a Montsalvat,
en la mañana del Viernes Santo, Gurnemanz
descubre entre la maleza a Kundry, apenas
viva. Gurnemanz se sorprende por el cambio
de su actitud, pues aparece humilde, servicial
y silenciosa.
A lo lejos comienza a vislumbrarse la
silueta de un caballero armado que se acerca.
Gurnemanz le reprocha que aparezca de tal guisa en un día tan piadoso. El desconocido descubre su cara. Es Parsifal. Al fin, tras sus años
de errar por el mundo ha encontrado el camino
de Montsalvat. Gurnemanz ve en sus manos la
lanza sagrada y le saluda como redentor. Le informa entonces de la situación en que se hallan
los caballeros. Titurel ha muerto y Amfortas se
niega a presidir las ceremonias del templo, aunque, preso de los remordimientos, ha accedido a
presidir los funerales por su padre.
En el jardín que rodea el castillo de
Klingsor, Parsifal es asediado por una multitud
de muchachas con la apariencia subyugante
de flores, con sus atrayentes coloridos y olores, que hacen todo lo posible por seducirlo.
El joven resiste a sus encantos y es entonces
Kundry, lujosamente ataviada resaltando su
impresionante belleza, quien se hace presencia
dispersando a las muchachas-flor.
Kundry le recuerda la muerte de su madre y para consolar al arrepentido muchacho se
le acerca melosa e insinuante, dándole su primer beso de amor. Parsifal rechaza a Kundry
y comprende lo sucedido con Amfortas. Esta
Kundry lava los pies de Parsifal secándolos luego con sus cabellos. Gurnemanz, en
la fuente sagrada, purifica a Parsifal de sus
pecados. Parsifal bautiza a Kundry, en medio
del esplendor primaveral que parece celebrar
la redención del hombre por el sacrificio de Jesucristo.
ros, es incapaz de levantar el velo que cubre el
Santo Grial.
Hace entonces su aparición Parsifal. Con
la lanza sagrada toca la herida de Amfortas que
milagrosamente se sana de inmediato. Una paloma se posa en la cabeza de Parsifal. Se celebra
la ceremonia del Grial. Parsifal es elegido nuevo rey. Kundry cae muerta, redimida. Parsifal
presenta el Grial, resplandeciente, ante todos los
caballeros que de rodillas reciben su bendición.
La comitiva que va a celebrar los funerales por Tirurel se acerca presidida por Amfortas. En el templo Amfortas reza por su padre
de quien espera ruegue ante Dios su salvación.
A pesar del apremiante deseo de los caballe-
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Gurnemanz: Du siehst, mein Sohn,
zum Raum wird hier die Zeit.
Del Parzival de Wolfram von Eschenbach
al Parsifal de Wagner
Gurnemanz: ¿Lo ves, hijo mío?
Aquí el tiempo se transforma en espacio.
Como casi siempre en Wagner, Parsifal fue
fruto de un largo proceso de maduración. Ya en
1845, mientras tomaba las aguas en el balneario
de Marienbad, el flamante autor de Tannhäuser
leyó los poemas Parzival y Titurel de Wolfram
von Eschenbach (1170-1230), en las ediciones de
Simrock (1842) y San-Marte (1841), así como la
epopeya anónima Lohengrin, en edición de Görres (1813). “Con el libro bajo el brazo, me soterraba en los bosques cercanos, para, tendido junto
al arroyo con Titurel y Parzival, entretenerme allí
con el poema de Wolfram, extraño y sin embargo
tan íntimamente familiar. […] El Lohengrin, cuya
inicial concepción ya se me había ocurrido en la
época de París estuvo de repente ante mí plenamente provisto ya con todo detalle de la configuración
del entero asunto”2. El hijo fue antes que el padre,
que no obstante es mencionado en la narración
de Lohengrin “In fernem Land”, que se declara
“hijo de Parzival, señor del Grial”.
Parsifal, la última obra para la escena de
Richard Wagner, es también la más críptica y polémica. Desde su estreno en 1882 ha fascinado a
los críticos, que no se ponen de acuerdo acerca
del significado último de una obra que es todo lo
que alcanzan a ver en ella y a la vez mucho más
que todo eso. ¿Es una obra cristiana, o sobre el
cristianismo (a favor o en contra)? ¿Trata de la redención del judaísmo de un Jesucristo ario, como
sostiene el acérrimo antiwagneriano Hartmut
Zelinsky? ¿O se trata simplemente de una inocua
fantasía que combina en un endeble coctel cierto
esoterismo pagano (hoy sería un producto típico
de la new-age) y elementos tomados de la filosofía de Schopenhauer y el budismo? Los escritos
de Wagner no ayudan a esclarecer la cuestión,
pues abundan en referencias a todos los aspectos señalados. Las simplificaciones, como el gran
malentendido de Nietzsche “Richard Wagner,
aparentemente el máximo triunfador, en verdad
un décadent desesperado en su podredumbre, de
repente, desamparado y roto, se postró ante la cruz
cristiana”1, eluden enfrentarse al caso Parsifal en
toda su dimensión.
Entre el baño de Wagner y el de Amfortas
hubieron de pasar todavía 32 años, El anillo del nibelungo, Tristán e Isolda y Los maestros cantores de
Nuremberg. El primer bosquejo, que se ha perdido,
lo escribió Wagner en 1857, en El Asilo, el hotelito que ocupaba en la finca de sus protectores, los
Wesendonck, mientras laboraba en el Tristán. Un
Estrenada el 26 de julio de 1882, Parsifal sirvió para consagrar el Palacio de Festivales
(Festspielhaus) de Bayreuth, el “castillo del Grial
consagrado al arte”, teatro diseñado por Gottfried
Semper que abrió sus puertas en 1876 con el estreno de El anillo del nibelungo. Tan estrecha era
la conexión entre Parsifal y el Festspielhaus que la
familia Wagner quiso impedir su representación
en otros teatros, asegurándose los derechos de representación por 30 años (intentaron ampliarlos,
sin éxito). El monopolio fue burlado en varias ocasiones. El propio rey Luis II organizó una representación privada (¿pirata?) en Munich poco después
de la muerte de Wagner. En 1884 hubo también
representaciones concertantes (astuta forma de
sortear la interdicción) en Londres. El Metropolitan de Nueva York rompió el embargo en 1903,
lo que provocó un gran escándalo. En 1905, 1906
y 1908 hubo representaciones en Amsterdam para
la Asociación Wagneriana. En Barcelona se representó en el Liceo la noche del 31 de diciembre de
1913, la primera vez que se ponía en escena legalmente, una vez caducados los derechos exclusivos
de representación en Bayreuth.
esbozo en prosa escrito en Munich en agosto de
1865 fue sustituido por el definitivo de 1877, en
su mayor parte en forma dialogada. Había llegado
al fin el momento de Parsifal. En un mes, entre el
14 de marzo y el 19 de abril, estuvo listo el poema
(Wagner llamaba siempre poema a sus libretos).
En agosto de ese mismo año comenzó la composición, siguiendo su procedimiento habitual, trabajando en paralelo en dos esbozos, uno a lápiz para
la parte vocal, otro a tinta en el que desarrollaba
el acompañamiento orquestal. Esta tarea le ocupó
hasta abril de 1879 (la primera versión orquestada
del Preludio es de 1878). Entre agosto de 1879 y
enero de 1882 escribió la partitura completa.
Wagner no denominó a su Parsifal ópera
ni drama musical, sino “Festival escénico sacro”
(Bühnenweihfestspiel). El 11 de agosto de 1873,
mientras se afanaba por completar El ocaso de los
dioses, nuestro compositor pensaba en Parsifal y
escribió a su mecenas, el rey Luis II de Baviera:
“Yo también, mi sublime amigo, tengo a menudo pensamientos serios acerca de mi Parzival3.
¡Será la cumbre de todos mis logros! Cuán dulcemente familiar es el sentimiento que me invade
cuando pienso que compartís el conocimiento de
este profundo secreto, ¡que sois su co-creador! […]
En aras de la inmensa tarea que me ha sido reservada realizar, me he visto obligado a emplear mi
drama del nibelungo para construir un castillo del
Grial consagrado al arte, alejado de los senderos
comunes de la actividad humana; pues sólo allí, en
Monsalvat, puede la obra anhelada ser revelada a
la gente, a aquellos iniciados en sus ritos, y no en
los lugares en los que Dios no se muestra ante los
ídolos del día sin que sea objeto de blasfemia.”
A grandes rasgos, la trama de Parsifal es
simple: Parsifal, el ignorante, el inocente, el
“puro loco”, es incapaz de entender el dolor de
Amfortas y sentir compasión, hasta que es despertado al sufrimiento de los demás por el beso
de Kundry. Después de años de vagabundeo por
el mundo asume su papel de redentor, redentor
de Amfortas, de la caduca y decadente fraternidad del Grial, y de sí mismo. Aunque no hay
duda de que la principal inspiración fue el Parzival de Wolfram von Eschenbach, escrito poco
Boron, la primer obra que relacionó el Grial con
Jesucristo. La fraternidad del Grial de Wolfram
es mixta, mientras que la de Wagner (extraños
monjes-guerreros) es masculina.
después de que Chrétien de Troyes (ca. 11351190) dejara inconcluso Li contes del Graal (El
cuento del Grial, ca. 1180), Wagner amalgamó
diversas fuentes4 e ideas de procedencia dispar en
su acostumbrada síntesis genial, shakespeareana.
Con posterioridad, y de un modo característico
suyo, trató de minimizar la influencia de Wolfram, declarando que igualmente podría haberse
inspirado en un cuento para niños contado por
la niñera (entrada del 17 de junio de 1881 de los
Diarios de Cosima). Para Chrétien el Grial era un
plato, para Wolfram una piedra con poderes mágicos, que proporcionaba comida y bebida a sus
poseedores, así como la eterna juventud. Bastaba mirarlo para tener sustento para una semana.
Wolfram no identificó el Grial con el cáliz de la
Última Cena ni con el recipiente con el que José
de Arimatea recogió la sangre del crucificado. La
asociación se debe al poeta borgoñés de finales
del siglo XII y principios del XIII Robert de Boron
(Joseph d’Arimathie) y a los primeros, anónimos
continuadores de la saga de Chrétien de Troyes.
Boron incluso conectó a José de Arimatea con las
sagas artúricas: Jesucristo resucitado entrega el
cáliz a José y le ordena que lo lleve a Britania. En
una singular vuelta de tuerca, Wagner identificó
la lanza de Parsifal con la del soldado Longinos,
que atravesó el costado de Jesucristo. Amfortas
tiene conexiones con el Rey Pescador, el rey de las
leyendas artúricas que sufre de una herida incurable. En el Parzival de Wolfram hay un rey herido
(Titurel) y un rey pescador (Amfortas). El Rey
Pescador aparece por vez primera en El cuento
del Grial de Chrétien, aunque el personaje tiene
sus raíces en la mitología celta. Aparece posteriormente en el Joseph d’Arimathie de Robert de
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El texto de Parsifal es uno de los más libres y variados de Wagner. Aunque es rimado en
aproximadamente una tercera parte, el metro es
libérrimo. La aliteración (Stabreim), repetición
rítmica de fonemas consonánticos, tan importante en la poesía nórdica y germánica medieval
y en El anillo del Nibelungo, aparece en Parsifal
sólo excepcionalmente. De acuerdo con las teorías expuestas por Wagner en Ópera y drama5, la
aliteración es la expresión verbal del énfasis y del
sentimiento intenso, mientras que la rima tiene
un efecto formal y de distanciamiento. Wagner
abandona el deliberado arcaísmo del Anillo en
pos de la claridad y el refinamiento expresivo, y
reduce el recitativo al máximo, básicamente a la
narración de Gurnemanz del primer acto. Las divergencias con los principios estéticos expuestos
en Ópera y drama son fácilmente entendibles: alcanzado el pleno dominio de la técnica, el gran
comunicador que era Wagner ya no necesitaba
adherirse ciegamente a un manual de estilo o
conjunto de reglas preconcebidas (Ópera y drama), y puede zambullirse confiado y con absoluta
libertad en el acto creador.
La estructura y su constitución son casi
una consecuencia del carácter de la obra. Wagner
lo vio perfectamente:
“Hay otra dificultad con Parzival. Él es indispensable como el redentor que Amfortas anhela,
pero si Amfortas es situado en su auténtica y apropiada luz, se convertiría en una figura de un interés tan inmensamente trágico que sería imposible
introducir un segundo foco de atención, y este foco
de atención debe centrarse en Parzival si es que no
va a limitarse a aparecer al final como un deus ex
machina que nos deja a todos fríos. De ahí que,
aunque predestinado por su naturaleza reflexiva y
compasiva, el desarrollo de Parzival y la profunda
sublimidad de su purificación deben traerse a un
primer plano.” (Carta a Mathilde Wesendonck,
30 de mayo de 1859)
clive a la narración y los dichos oraculares. Las
escenas en el Templo del Grial (fortaleza), modeladas verbal y musicalmente según la liturgia
cristiana, ofrecen una ceremonia verbal y visual
que se centra en los coros. El tercer acto culmina
con un pronunciamiento milagroso, que marca
el cumplimiento de una profecía: “sólo cierra la
herida la lanza que la causó”. Las expresiones de
sufrimiento de Amfortas en los actos primero y
tercero constituyen el mayor contraste con la solemnidad de los coros, pero tienen lugar en un
marco ritual. Lo extremo de su sufrimiento forma
parte del ritual, es causado por el reiterado descubrimiento del Grial. Aunque se presenta en la
persona de Amfortas, ese dolor y ese sentimiento
de culpa son representativos.
El desplazamiento del foco de Amfortas,
el héroe trágico del drama musical, a Parsifal, el
verdadero “centro de atención y tema principal”,
implica transformar el drama musical en un “festival escénico sacro”. Parsifal es un antihéroe: su
acto decisivo es una negativa a actuar. Esta acción
es el punto de partida de su progresión hacia el
conocimiento. Es esta pasividad la que distingue
al “festival escénico sacro” del “drama”: Parsifal
alcanza el buscado Grial a través de la gracia, no
del esfuerzo. Debido a la casi total falta de acción, todos los antecedentes han de exponerse en
forma de largas narraciones, de ahí la figura fundamental de Gurnemanz, el cronista, dramáticamente inane pero crucial para el entendimiento
de los hechos. En el segundo acto es relevado por
Kundry cuando expone la historia de Herzeleide,
la madre de Parsifal, durante la escena de la seducción, de fuertes resonancias psicoanalíticas.
Parsifal no es sino narración, pero la presencia de cuadros es una evidencia clara de la
naturaleza de la concepción músico-dramática
de Wagner y sus principios estructurales. El primer acto es una sucesión de cuadros en el que se
combinan elementos épicos y visuales. El tercero repite la estructura del primero, mientras que
el segundo sirve de contraste. Si esta simetría y
rigidez arquitectónica sirven para presentar una
acción lineal, el cumplimiento de las proféticas
palabras que escuchamos en el primer acto, “sapiente por compasión; el loco puro”, el material
visual obedece en parte a una necesidad musical:
en su búsqueda incesante de la claridad y la inteligibilidad, Wagner no estaba del todo satisfecho
con los Leitmotive que se originaban en el texto
(motivos de reminiscencia, que se introducen ligados a un objeto o concepto que se menciona
explícitamente en el texto y, en sus apariciones
La acción del “festival escénico sacro” se
inclina al ritual y al cuadro, y su lenguaje es pro
toman carta de naturaleza cuando acompañan a
una representación escénica. Una excepción importante y compleja es el motivo de la profecía,
“Durch Mitleid Wissen, der reine Tor” (“Sapiente
por compasión, el loco puro”), que constituye un
resumen de la obra. Su primera aparición es heterodoxa: no surge acompañando a las palabras
de la Voz de las alturas, sino que lo introduce
Gurnemanz en su diálogo con los dos caballeros
en el primer acto. Amfortas recuerda la profecía
“Durch Mitleid wissend, der reine Tor”, y su cita
sucesivas, sirven para recordar al oyente esa asociación). Inmediatamente después del Preludio,
los motivos del Grial y de la Fe los oímos por
primera vez en la música fuera de escena del comienzo mismo del primer acto, un toque de diana. El sincopado motivo de Kundry, que semeja
el galopar de un caballo, acompaña a su entrada
tambaleante. Aunque los motivos de Amfortas
y del “loco puro” han sido anticipados en la larga narración de Gurnemanz a los caballeros, no
son verdaderos motivos de reminiscencia, pues
(entrecomillada) tiene la potencia de una imagen (visual). Las otras excepciones, más claras,
son los motivos de la brujería y de Klingsor, que
se presentan en la narración de Gurnemanz. Así
como hay una mayor libertad textual, hay una
mayor libertad en las asociaciones de Leitmotive
con objetos o actos. Así, por ejemplo, a veces la
música que acompaña a las menciones de la lanza es diferente del motivo de la lanza (herida) de
Amfortas que aparece en el Preludio. Hay todavía
cierta consistencia que permite al oyente guiarse,
pero es claro que en Parsifal Wagner estaba más
centrado en el efecto dramático de sus células
musicales que en crear un léxico poético-musical
de motivos conductores.
tamente distinto. Mientras el Preludio I se basa
en un acorde típico y rezuma estabilidad, solidez,
el Preludio II introduce un inquietante tritono.
El juego diatonismo-cromatismo es sutil, y la
transformación de uno en otro, el cruce de fronteras, es fuente de gran expresividad y riqueza de
significados. Así, por ejemplo, durante el beso de
Kundry del segundo acto, aparece el motivo de la
última cena del Preludio I en un contexto cromático que le es ajeno, mediante un astuto giro del
final del motivo asociado a la brujería. El motivo
de la última cena en un contexto cromático lo
volvemos a oír cuando Parsifal trata de resistirse a
las artes seductoras de Kundry “Elender! Jammervollster!”, y cuando ésta relata su acto blasfemo
“Ich sah Ihn – Ihn – und… lachte!.
El ansia de claridad, de ir a la esencia de
las cosas, afecta también a la música. En Parsifal
coexisten largos pasajes sin complicaciones armónicas junto a pasajes de enorme ambigüedad
tonal. La superposición de diatonismo y cromatismo, tan cara a Wagner (está ya presente en la
dualidad amor puro-amor sensual, Elisabeth-Venus, del Tannhäuser, junto con las esferas tonales), es más equívoca que en Tristán e Isolda o
Los maestros cantores de Nuremberg. El mundo
sacro y ritual del Grial es diatónico, mientras que
el reino espiritualmente decadente del hechicero
Klingsor es cromático (en los compases finales del
segundo acto la música ejemplifica genialmente
la caída). La separación no es total, y hay intercambios, cruces. Así, el sufrimiento de Amfortas
recibe un tratamiento cromático, según Carl Dalhaus expresando la conexión entre el engaño y el
sufrimiento . El comienzo de los actos I y II es
formalmente similar, aunque de carácter comple-
La obra gravita en torno al enfrentamiento de las tonalidades de La bemol mayor y –en
las antípodas del círculo de quintas- Re mayor
(o menor). En Parsifal se trata no tanto de un
enfrentamiento entre poderes antagónicos e
irreconciliables, como en Tannhäuser o Tristán
(día-noche), sino de fusión de aspectos o esferas complementarias. Al final de la narración de
Gurnemanz del primer acto, Re bemol mayor y
la dominante La bemol mayor se superponen y,
mediante una modulación enarmónica, se transforman en La-Re. Durante la música del Viernes Santo, La bemol y Re bemol suenan a la vez
en un acorde de Tristán “Ihn selbst am Kreuze”,
acorde que suena también en el segundo acto,
cuando Kundry relata con remordimiento cómo
se burló de Jesucristo “Da traf mich sein Blick!”,
aproximando peligrosamente y contrastando las
esferas de la religiosidad profunda y la sexualidad.
Cuando, cerca del final de la obra, el victorioso
Parsifal ordena descubrir el Grial “Enthüllet den
Gral, öffnet den Schrein!”, hay una súbita modulación, de Re mayor (1 bemol) a La bemol mayor
(4 bemoles). La sensación que invade al oyente
es de realización, de cumplimiento. En el segundo acto, asociaciones tonales fijas, Parsifal (Re
bemol), Muchachas Flor (La bemol), seducción
de Kundry (Sol mayor), constituyen puntos de
referencia para guiarse entre pasajes tonalmente
ambiguos, fuertemente cromáticos. Pese a que
la obra comienza y termina en La bemol mayor,
y a lo expuesto sobre el enfrentamiento con Re
mayor/menor, la obra carece de un centro de gravedad tonal al que convergen (resuelven) otras
tonalidades.
te, Tannhäuser, Lohengrin). En Parsifal, Wagner
revierte a una escritura vertical. Basta echar un
vistazo a las partituras de Tristán y Parsifal para
notar las diferencias: fragmentaria y superpuesta
la de aquel, jerárquica y vertical ésta. Este diseño está en buena medida dictado por el carácter
ritual de la obra, sobre todo en los actos I y III.
En el segundo acto la escritura se asemeja más
a la de Tristán. El espíritu de la obra determina
igualmente el carácter de los motivos: elusivos y
horizontales, propensos a la fusión, a la mezcla,
en Tristán; en Parsifal, los temas están imbuidos de una dignidad que pide un tratamiento en
acordes.
Después del paréntesis humano de Los
maestros cantores de Nuremberg, para el que Wagner había recurrido a una orquesta de dimensiones modestas, con maderas a dos (la orquesta de
Tristán pide maderas a tres), en Parsifal vuelve
a las proporciones del Anillo: maderas a cuatro,
aunque sólo pide cuatro trompas (en el Anillo
se necesitan ocho) y, como ya antes en Tristán
y Maestros, prescinde de la trompeta baja y del
trombón contrabajo.
Parsifal: ¿Quién es el Grial?
Gurnemanz: Eso no puede decirse;
mas si has sido escogido para servirlo
no te será desconocido
“¿Quién es el Grial?”: decodificando Parsifal
Kundry, la “rosa del infierno”, es el más
complejo y contradictorio de todos los personajes
wagnerianos, un fascinante arcano, amalgama de
caracteres varios. Es la Kondrie y la Orgeluse de
Wolfram von Eschenbach, pero su carácter histriónico y neurótico está constituido por la suma
de las encarnaciones que ha vivido y que incluyen a Gundryggia (¿una Valquiria?) y Herodías,
esposa de Herodes Antipas, madre de Salomé
y responsable de la muerte de Juan el Bautista.
Como el Holandés errante, Kundry ha cometido
blasfemia (se río de Jesucristo en su cara) y es
condenada a vagar sin rumbo durante siglos. Deseando encontrar la muerte, su liberación de una
vida vacía y agotadora, sólo podrá ser redimida
Respecto a Tristán e Isolda, hay en Parsifal un claro giro en el tratamiento del material.
Tristán es horizontal, la melodía pasa de unos
instrumentos a otros, las distintas familias de
instrumentos solapan en las “colas” de las frases;
maderas y metales aparecen discretamente. El
sutil entramado, entre familias y dentro de cada
familia, contrasta con la orquestación en bloques
de las obras menos maduras (El holandés erran
de miseria, que sólo puede romperse mediante
la compasión y la renunciación. Parsifal resiste
los intentos de seducción de Kundry, cuyo beso
es el catalizador que le hace adquirir conciencia
cósmica, reconocer el dolor del mundo, y recupera la lanza sagrada con la que Klingsor hirió a
Amfortas. Nur eine Waffe taugt… “Sólo un arma
sirve: sólo cierra la herida la lanza que la causó”.
La lanza sanadora es un símbolo de la compasión,
del autocontrol, de la renuncia a seguir los impulsos de la Voluntad, a las voliciones. Adquiere la
sabiduría a través del sufrimiento, y así puede superar las limitaciones de su personalidad. Parsifal
recorre un camino de auto-iluminación. Una vez
culminado, alcanzado el objetivo, el “iluminado”
puede redimir a otros (“redención al redentor”).
por alguien que resista sus poderes de seducción,
alguien con un gran autodominio y capacidad de
compasión. La única solución posible es la extinción de Kundry (cae muerta dulcemente a los pies
de Parsifal al final de la obra). También Amfortas
busca la muerte para eludir el sufrimiento de la
herida que nunca se cierra, pero no le está permitido morir, pues la muerte no le traería la redención y la consiguiente liberación del sufrimiento
(el sufrimiento es físico y moral).
A regañadientes, termina por descubrir el
Grial (Acto I), lo que alargará su sufrimiento.
Como guardián del Grial, no puede hacer otra
cosa: su acto mantendrá a sus Caballeros y le
acercará al Salvador. Ambos se mueven entre extremos, como Tannhäuser, y están condenados al
sufrimiento al fracasar en la consecución de una
síntesis liberadora. Ambos cayeron víctimas de
una red de deseos interesados y egoístas. Parsifal
puede redimirlos porque es inocente, no está corrompido por la mentira, el engaño. La muerte
del cisne, una escena irrelevante desde el punto
de vista de la acción exterior, pero crucial para la
interior, es su primer contacto con la compasión.
La agonía de Amfortas durante la ceremonia del
Grial le produce ya una punzada, aunque esa
compasión aun no está madura.
Este concepto de Mitleid, esencial en Parsifal y en el pensamiento de Wagner, que es algo
así como empatizar con el sufrimiento de los demás, es una idea de clara raíz budista, religión a
la que Wagner llegó a través de sus lecturas de
Schopenhauer. La esfera divina, en la que el sufrimiento está vetado (Nirvana) sólo puede alcanzarlo un espíritu abnegado que se libera de su
ego, adquiere plena conciencia de que sus actos
no son aislados, sino que afectan a otros. A este
estado de auto-conocimiento sólo puede llegarse
mediante la compasión nacida del sufrimiento.
La conciencia espontánea del sufrimiento todavía debe encontrar vías apropiadas de canalización, una lección que Parsifal aprenderá durante
las penalidades de su vagabundeo (fruto de la
maldición de Kundry al final del Segundo Acto:
una mujer maldita y una maldición por ella proferida son el vehículo de la “iluminación” de Par-
Parsifal observa y calla; no se atreve a preguntar por lo que ha visto, y es expulsado con
cajas destempladas de la fortaleza del Grial por
Gurnemanz. Parsifal debe aprender por sí mismo,
y para ello revive las experiencias que llevaron a
Amfortas a su actual situación. Siente la tentación, el sufrimiento, y percibe el mundo como un
conglomerado de culpa y un interminable círculo
sifal). La revelación final vendrá el día de Viernes
Santo, cuando Parsifal reconozca el significado
último del sufrimiento altruista de Jesucristo. En
definitiva, su abnegación no es cuestión de castidad sino de aceptación de su deber moral. Esto
nos lleva a una cuestión muy controvertida.
bien que con más vehemencia que claridad, salpimentando sus escritos con ideas dispares. En sus
obras de arte fue un genial ecléctico, tanto en lo
concerniente a las filosofías de la vida como en
las fuentes literarias que lo inspiraron. Tomó lo
que necesitaba, envolviéndolo en un rico simbolismo, totalmente despreocupado por las contradicciones en que pudiera incurrir. En carta del 28
de septiembre de 1880 al rey Luis II, pulsa varias
teclas simultáneamente:
¿Es Parsifal una obra religiosa, un drama
cristiano, como a veces se ha dicho? Ciertamente, contiene elementos que lo conectan con el
cristianismo: el Grial, que representa la expiación
por medio de la sangre de Cristo, celebrada en la
Última Cena. Hay un paralelismo entre Parsifal y
el proyecto de drama sobre la vida de Jesucristo,
Jesús de Nazaret (de 1848, ¡el año de la Muerte de
Sigfrido!): en el tercer acto Kundry aparece como
Magdalena penitente, Parsifal como Jesucristo y
Gurnemanz como Juan el Bautista. Y en el esbozo del “drama budista” Los vencedores (1856)
queda prefigurado el tema del renacimiento y
absolución de Kundry. En su vida privada, Wagner nunca renunció a expresar sus convicciones,
“[…] he tenido que entregar todas mis obras
anteriores a un público y una práctica teatral que
considero profundamente inmorales, por lo que debía cuestionarme seriamente si no debería al menos
rescatar el último y más sagrado de mis trabajos de
similar destino, esto es, el de una trayectoria operística común. Finalmente, no pude negar que la
pureza de contenido y la temática de mi Parsifal
fueron factores decisivos. ¿Cómo puede ser posible,
o siquiera permitido, que un drama en el que los
misterios más sublimes de la fe cristiana se pre-
“Se podría decir que allí donde la religión
se hace artificiosa, está reservado al arte el salvar
el núcleo sustancial, penetrando los símbolos míticos –que la religión pretende que sean creídos como
verdaderos en el sentido literal del término- según
sus valores simbólicos, en los que reconoce, a través
de su representación ideal, la verdad ideal que en
ellos se esconde.” (Religión y Arte, 1880)
sentan abiertamente en escena, sea representado
en teatros como los nuestros, junto a un repertorio
operístico y ante un público como el nuestro? No
podría reprochar a nuestras autoridades eclesiásticas que se levantaran en legítima protesta contra la
representación de los misterios más sagrados sobre
las mismas tablas en las que, ayer y mañana, la frivolidad se despliega con exuberante facilidad ante
un público atraído únicamente por tal frivolidad.
Estaba completamente en lo cierto al sentir que debía titular a mi Parsifal “festival escénico sacro”
[Bühnenweihspiel]. Por tanto, ahora debo consagrarle un escenario, y éste sólo puede ser mi solitario Teatro de Festivales [Bühnenfestspielhaus] en
Bayreuth. Allí, y sólo allí, podrá, ahora y siempre,
representarse Parsifal. Jamás será ofrecido Parsifal
en otro teatro como diversión para su público. Asegurar que esto sucede así es actualmente mi única
preocupación, y estoy decidido a considerar cómo
y por qué medios puedo salvaguardar el destino de
mi obra.”
Para algunos autores, Parsifal no es tanto
una obra religiosa como una obra acerca de la religión. Considerada como un estudio, en términos
artísticos, de psicopatología de la religión, se puede responder a los dilemas morales centrales de la
obra desde una perspectiva atea o agnóstica. Así,
en el Viernes Santo, Wagner desvía la atención de
Cristo en la cruz a la naturaleza y la humanidad
redentora.
Para terminar, aunque de importancia tangencial, por mucho que algunos autores, como
el mencionado Hartmut Zelinsky, recarguen
las tintas en este aspecto, no podemos obviar la
“conexión” de Parsifal con las ideas de pureza y
regeneración racial que encontramos en algunos
de los últimos escritos de un Wagner influido por
las teorías del mestizaje de Gobineau, o sobre el
papel de la religión y del Cristo Redentor en la regeneración de la Humanidad. Al final de Wollen
wir hoffen? (¿Debemos tener esperanza?), escrito
de 1879, discutiendo las perspectivas de regeneración del espíritu alemán, Wagner dice: “Que yo
no he renunciado a la esperanza lo prueba el hecho
de que estos días he conseguido concluir la música
de mi Parsifal”. Compuesta en este marco ideológico, algunos aspectos de Parsifal, como la elitista
Hermandad del Grial cuyo credo se basa en la fe,
La referencia al contenido religioso de
Parsifal parece tener aquí una intencionalidad
práctica. Sería la justificación de la pretensión de
representarlo en exclusiva en Bayreuth, alejado
del vulgar mainstream de la escena alemana de la
época, que tanto exacerbaba a Wagner. Se mataban así dos pájaros (o dos cisnes) de un tiro. Por
otra parte, en su ensayo Religion und Kunst (Religión y arte, 1880), Wagner había dejado claro
que estaba interesado principalmente en los símbolos y en los mitos de la religión. Su objetivo era
emplear el poder superior del Arte para expresar
el profundo significado de la Religión a través de
sus propios símbolos y mitos.
la esperanza y el amor que surge de la compasión
ante el sufrimiento de los otros, adquieren un
matiz dudoso. Los esbozos de Parsifal datan de
1865, 13 años antes de sus escritos de regeneración. Pero como ocurre a menudo con Wagner, la
concepción artística surgió primero, después tuvo
que argumentar sus ideas en forma literaria antes
de que cristalizaran en una idea artística.
y polémicos escritos, es menoscabar seriamente la obra. Entender Parsifal pasa por aceptar
que su estructura está plagada de inconsistencias. Sólo aceptando esto estaremos en disposición de penetrar su esencia. Afortunadamente, Wagner siempre se las ingenió para que sus
obras quedaran al margen del debate ideológico. Tenía muy claro que un pensamiento puede
tener fecha de caducidad, no así una verdadera
obra de arte.
Ver Parsifal como una alegoría cristiana,
o budista, o un correlato musical de sus últimos
1
Nietzsche contra Wagner. Documentos de un psicólogo
(1889). En Escritos sobre Wagner, edición de Joan B. Llinares. Editorial Biblioteca Nueva (Biblioteca Nietzsche),
Madrid 2003.
2
Richard Wagner: Mi vida. Traducción de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Ediciones Turner, Madrid 1989.
3
Wagner conservó la grafía “Parzival” hasta que versificó
el esbozo en prosa de 1877, adoptando ya la definitiva
“Parsifal”.
4
Para una información detallada acerca de las fuentes
literarias de Parsifal, ver el clásico libro de Ernest Newman: The Wagner Operas, Princeton University Press,
Princeton (NJ) 1991.
5
Richard Wagner: Ópera y drama, edición de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Consejería de Cultura de la
Junta de Andalucía, Sevilla, 1997.
6
Carl Dalhaus: Richard Wagners Musikdramen. Reclam,
Stuttgart 1996.
7
“Comiendo me dice: «se llamará Gundrygia (sic), tejedora de la guerra», pero después decide mantener Kundry (Diario de Cosima, 14 de marzo de 1877).
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