EL FARO 1 Noviembre 2010 NOVIEMBRE 2010 PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 21 Hernández Quero: de nuevo en Granada JOSÉ LUPIÁÑEZ Quien conozca al pintor Hernández Quero sabe que es un artista muy poco dado a las estridencias. Siempre habla en voz baja y evita el grito porque descree de lo impostado y huye de lo falso y del estrépito. No, no gusta del ruido, ni del exhibicionismo con el que otros se arropan para distraernos o llamar la atención y, aunque le apasione el teatro, abomina de la pedantería altisonante y de la afectación excesiva en el terreno de la creación estética. Él prefiere pasar discretamente, sin bullicios, sin grandilocuencias, con esa sobriedad que es parte de su carácter, para abrirnos con calma, con serenidad, con unción casi, las puertas del jardín de su arte, que es un arte para la contemplación, para el ensimismamiento, para el ensueño de la verdad y de su trascendencia. A pesar de ello, no ha podido evitar el revuelo y el interés que ha despertado en torno a su figura y trayectoria la amplia selección de sus obras que, desde finales de septiembre se ofrece en las salas del Centro de Exposiciones de Caja Granada, en Puerta Real, y que permanecerá abierta hasta el 20 de noviembre. Por encima de ciertos olvidos, de algunas ingratitudes y de otros rancios provincianismos, José Hernández Quero regresa a su ciudad natal con una colección en la que vuelve a demostrar su magisterio indudable, para refrescarnos la memoria y avivar sensibilidades, a tenor de los logros que no engañan y pueden admirarse, fruto de toda una vida consagrada, por vocación y destino a la pintura, en el retiro de su estudio madrileño. Bien es cierto que no todo ha sido clausura y apartamiento. A su entrega constante a la búsqueda minuciosa y a la conformación de un lenguaje propio hay que unir el elemento cosmopolita, no en balde ha sido invitado a exponer en distintos lugares del mundo o ha llevado a cabo viajes a las grandes capitales del arte, por motivos de estudio o para actualizar su memoria de clásicos y modernos. Por eso no podemos quedarnos sólo con la imagen del ermitaño recluido en su rincón, porque Barcelona, París, Londres, Roma, Viena, Berlín o Nueva York, entre otras muchas ciudades, lo han visto pasear por sus calles y perderse por sus museos o instituciones artísticas… Pero Granada, su Granada, de la que no se ha marchado nunca del todo, aunque fijara residencia en Madrid, cuando obtuvo la Cátedra de Dibujo Artístico en la Escuela de Arte y Oficios en 1970, por oposición y con el número uno; Granada, digo, lo acoge de nuevo: por algo ha sido y es uno de sus mejores intérpretes, y la ciudad en sí y sus entornos, motivos recurrentes en toda su obra. Quizá sea este hecho el que le ha impedido desvincularse de su cuna, y es que la nostalgia o el recuerdo, le han llevado una y otra vez a definirla, a precisar su magia, a transmitirnos su encanto, sin dejar de hurgar en su alma y traducir su misterio. Y IZQUIERDA: ALHAMBRA. ÓLEO SOBRE LIENZO. 81 X 100 CMS. 2003. (COLECCIÓN DEL AUTOR). EN ÉL SE PUEDE OBSERVAR LA RIQUEZA EXPRESIVA DE SUS TEXTURAS Y LA BÚSQUEDA CONSTANTE DE CALIDADES QUE ES FRECUENTE EN TODOS SUS TRABAJOS. DERECHA: EL PINTOR JOSÉ HERNÁNDEZ QUERO EN SU ESTUDIO. siempre con la morosidad del monje que, en palabras de Sánchez-Mesa, «daba al tiempo la trascendencia e importancia de la ocupación responsable del propio trabajo como verdadera oración». Decir de él que se trata de un pintor realista es precisar muy poco, porque su realismo es muy ambicioso, de tan aparentemente sencillo y estilizado. Si uno se asoma bien a sus cuadros podrá observar a través de ese lenguaje realista, con pulcritud de formas y elegancia de trazos, cómo bulle una inquietud interior que a veces lo escora –por citar dos extremos– hacia lo matérico y lo geometrizante, o lo empuja a dramatismos más propios de un cierto simbolismo turbador (véase si no es cierto esto último en esa xilografía Sin título de 1963, de unos árboles con sombras que esconden a una madre y su hijo, o en el grabado titulado Paisaje, de 1965). Pero su reino preferente es el de la quietud, el del sosiego espiritual. En sus bodegones se espiritualizan los objetos sencillos y el tiempo detenido abre puertas al sueño, a las añoranzas, a las tristezas del alma. Siempre me acuerdo de aquellos versos de Lope, cuando estoy cerca de su obra, «a mis soledades voy/ de mis soledades vengo», porque sus figuras solitarias en medio del paisaje, nos transmiten esa sencillez del alma desamparada en un universo de formas, de naturaleza (campo, mar o ciudad), de geometrías atemporales y fascinantes. Qué cerca de lo abstracto ese realismo a veces (véa- se el mar de Ceuta en Homenaje a Aróstegui), y cuán empapado otras de aires orientales o italianos su pincel (en Primavera de 2003 o en Pozo de 1985) por dar noticia muy rápida de su versatilidad y de las muchas vibraciones y matices que transmite su arte. Sueña así el alma que sueña, ante los ondulantes horizontes de sus Casas de pueblo (1999), de las Tierras de Ízbor (2000), del Paisaje blanco (2001) o del Paisaje en ocre (2008), en los que la geometría de los tejados a dos aguas de los pueblos recoletos o las ramas de un árbol, dialogan con las moles nutricias y escritas de los montes; de unos montes que parecen detenerse en el umbral del caserío manso, lleno de ausencias. Qué misteriosas sus figuras vueltas de espaldas, porque contemplan quizás otras dimensiones o se abisman en la congoja que murmura el paisaje. Qué inquietantes esas ventanas abiertas al campo, con los objetos de la vida diaria en el alféizar: las frutas, las jarras vidriadas, los ovillos de la labor... Hay sí un simbolismo en todo ello, un recado secreto que se nos dice. A través del color, de la formas, del Arte, en definitiva, el pintor comparte su verdad, su experiencia, su sabiduría, con todos nosotros. Y en ese mensaje gravitan la doliente tristeza de la humildad, la incertidumbre de los presentimientos, el pesar por lo que se nos va y él eterniza en sus lienzos: el tiempo, el tiempo que se ha quedado mirándonos con los ojos enigmáticos y melancólicos de sus figuras... EL FARO 2 Noviembre 2010 Cultura / Arte El niño que quería ser pintor (José Hernández Quero) FCO. GIL CRAVIOTTO DEL LIBRO NUEVOS RETRATOS Y SEMBLANZAS CON LA ALHAMBRA AL FONDO, GRANADA, 2003 José Hernández Quero nació en Granada, en el número 82 de la calle Molinos, en una casa que ya no existe, el día 27 de noviembre de 1930. Hijo de Rafael Hernández Barredo y de Dolores Quero Ballesteros, ambos granadinos, fue el séptimo hijo de una familia muy numerosa: nueve hermanos. Su padre vivía de la venta de aperos de labranza –horcas, astiles, bieldos, hoces, carrillos de mano, etc.–, que fabricaba él mismo. El taller estaba en la parte final de la calle Molinos y desde allí el futuro pintor vio pasar más de una vez a Federico García Lorca y a otras personalidades de entonces camino de la casa de Manuel de Falla, en la calle Antequeruela Alta. Recuerda muy bien una vez que Federico entró en el taller a comprar unas tablillas. Ahora el pintor se pregunta para qué querría García Lorca aquellas tablillas, que le regaló su padre, que admiraba muchísimo a García Lorca. ¿Para alguno de sus teatritos? Quizás. Muchos años después –justo en el año 67, cuando todavía nadie se atrevía a hablar de él–, Hernández Quero, rememorando aquellas vivencias de infancia, dedicó un sentido homenaje a García Lorca en la Librería Afrodisio Aguado de Madrid. Fue el primer homenaje que se le rendía al gran poeta granadino dentro de España. Todo un juvenil atrevimiento en aquella época de censuras y miedos. A los seis años empezó a ir a la Escuela del Ave María, en la misma calle Molinos, en donde aprendió las primeras letras. Allí conoció a don Pedro Manjón, sobrino del fundador de dichas escuelas, que de vez en cuando pasaba por las clases para dar una charla a los niños. Recuerda que eran unas charlas muy amenas. Don Pedro sabía muy bien intercalar en la charla cuentos y chascarrillos con los que hacía reír a los niños. A pesar de sus pocos años, en seguida se dio cuenta de una importante carencia de la escuela: no había clases de dibujo. Como a él le gustaba tanto dibujar se atrevió a decírselo a los curas que al final terminaron haciéndole caso y crearon una clase de dibujo. Sin embargo todos los recuerdos de aquella época no son tan placenteros. Los casi tres años de guerra civil fueron los más penosos y tristes. Un día, al salir los niños de clase, vieron aparecer en el cielo varios aviones. Salieron corriendo mientras en la calle Molinos y alrededores comenzaron a llover bombas y metralla. José Hernández Quero vio cómo a unos pocos metros más allá de donde él estaba caía un niño fulminado por una bomba. Este es un recuerdo que no se le olvidará jamás. Otras veces, por más que los adultos callaran y disimularan, oía decir que a tal vecino o tal familiar se lo habían llevado o, peor aún, que lo habían asesinado. Ter minó la guerra con toda la cola de atrocidades que llevaba consigo y llegó la posguerra con su cortejo de hambres, piojos, cartillas de racionamiento y campos de concentración. Era tal el hambre que había en la ciudad, que José Hernández Quero recuerda que un día, al salir de la escuela, iba por la calle comiéndose una rosquilla que le había comprado su madre cuando, de pronto, apareció un niño, más o menos de su edad, que de un manotazo le arrebató la rosquilla y se perdió ARRIBA: PUNTA SECA, GRABADO, 15 x 12 CM. 1984. (COLECCIÓN DEL AUTOR). ABAJO, IZQUIERDA: COMPOSICIÓN CON ABANICO BLANCO. ÓLEO SOBRE LIENZO (2001). DERECHA: FOTOGRAFÍA DE JOSÉ HERNÁNDEZ QUERO, EN 1939 corriendo. Comprendió que aquel niño tenía más hambres que él y ni se le pasó por la cabeza perseguirlo. [...] Fue en esa misma época o un poco después cuando comenzó a despertarse en él, junto a la vocación por la pintura, una gran afición por el cine y el teatro. Siempre que podía iba al Regio o al Olimpia –a «gallinero» naturalmente– para ver aquellas películas en blanco y negro que eran la delicia de pequeños y grandes. El problema era que, aunque fuesen de gallinero, las entradas costaban dinero y la familia –ocho hijos y el padre solo para sacarla adelante– no andaba muy sobrada de caudales. A grandes males, grandes remedios. El niño Hernández Quero no se dejó abatir por estas pequeñeces y en seguida encontró solución a su problema económico. Su gran recurso fue bautizar la leche. Sí, añadir un poquito de agua a la leche que todas las mañanas le mandaba comprar su madre. «Toma, –le decía– ve a la Sevillica y compra un litro de leche». El invento, que ya se le había ocurrido a más de un lechero de la ciudad, consistía en comprar solamente tres cuartos y completar hasta llegar al litro en una fuente que manaba no lejos de la lechería. Este cuarto de litro de agua fresquita y nada contaminada le suponía al niño un real de beneficio, un real que le permitía ir al cine e incluso, de vez en cuando, al teatro. También le permitía comprar papel y lápices de colores para sus dibujos. Aquella fructífera industria hubiese continuado produciendo beneficios indefinidamente, pero un inoportuno resfriado vino a complicarlo todo. Aquel día, en lugar de ir José a buscar la leche, la madre envió a una de las niñas. Fue decir la pequeña: «Un litro de leche» y preguntarle la Sevillica: «¿Cómo un litro? ¡Tu hermano se lleva siempre tres cuartos!» Se había descubierto el secreto, ¡Santo Dios! Y con la cara de formalito que tenía aquel niño. Han pasado algunos años más. José Hernández Quero ha terminado los estudios primarios. Ya es un adolescente delgado y alto, acaso un poco tímido, que vive con la irresistible obsesión de siempre: ser pintor. Es algo que no se le va de la cabeza. Ahora ayuda todas las mañanas a su padre en el taller y por las tardes EL FARO 3 Noviembre 2010 Cultura/Arte ha empezado a ir a la Escuela deArtes y Oficios. También va a clases de mecanografía en la plaza Cuchilleros, pues el padre veía mucho más porvenir en la máquina de escribir que en los pinceles. Las clases en la Escuela de Artes y Oficios las consiguió después de insistirle muchísimo a su padre que no veía el menor futuro a la profesión de pintor. También le ayudó muchísimo la colaboración de su madre que en seguida intuyó que su hijo era un artista y, a cada negativa del padre, siempre sacaba a relucir el mismo estribillo: «Mira a Maldonado», le repetía. Ante tanta insistencia, el hombre acabó dando su brazo a torcer. ¡Si ahora levantara la cabeza! El primer maestro de Hernández Quero fue don Joaquín Capulino Jáuregui, que en seguida se dio cuenta de las dotes de aquel niño, trabajador y tímido, y decidió ayudarle. Otro de sus maestros fue Nicolás Prados López. Estas clases de la Escuela de Artes y Oficios se habían visto precedidas de numerosas visitas –y el consiguiente aprendizaje– al estudio del gran pintor Maldonado, al que siempre había admirado. —Los tres –dice él ahora– fueron los iniciadores de mi carrera, a los tres debo algo, y de los tres guardo un inolvidable recuerdo. PORTADA DEL CATÁLOGO DE LA MUESTRA PANORÁMICA DEL ARTISTA GRANADINO ABIERTA AL PÚBLICO DESDE EL 28 DE SEPTIEMBRE AL 20 DE NOVIEMBRE EN EL CENTRO DE EXPOSICIONES CAJAGRANADA EN PUERTA REAL. LA ILUSTRACIÓN DE FONDO ES EL ÓLEO LA PEREGRINA (81X100) DEL AÑO 2007 José Hernández Quero y la Casa de los Pisa FRANCISCO BENAVIDES VÁZQUEZ DIRECTOR DEL ARCHIVO MUSEO SAN JUAN DE DIOS (CASA DE LOS PISA) Retomar a Hernández Quero me hace retrotraerme en el tiempo y recordar aquella exposición temporal que mostró en el Centro Cultural Gran Capitán allá por el año… Visité su exposición, disfruté con su obra, saboreé sus cuentos estéticos y, cuando todo reposaba en mi mente, su catálogo llegaba como un agua fresca a la biblioteca del Archivo-Museo San Juan de Dios Casa de los Pisa. Aquel sencillo y generoso gesto se iba a convertir en una dinámica nueva de enriquecimiento de la biblioteca del Centro. A Hernández Quero le correspondía con una breve carta en la que le daba las gracias por enviar su catálogo para la sección de arte de nuestra biblioteca. En apariencia un hecho aislado que, pasados más de diez años, hemos vuelto a recordar ambos. Como el que siembra con la incertidumbre de si cosechará o no algún fruto, hoy me comenta Hernández Quero que recibió mi carta con el agrado de saberse comprendido. Me gusta pensar, soñar, imaginar, buscar ese punto mágico o tal vez providencial en este simple acontecimiento para ver hasta dónde ha alcanzado a fecha de hoy la relación de este artista con la Casa de los Pisa. Mi colega y amiga María José Montañés, conservadora del Museo del Grabado Español Contemporáneo de Marbella también es una buena conocedora y admiradora de Hernández Quero y a ella le debemos los inicios de la coquetería entre Hernández Quero y la dinámica cultural de este Archivo-Museo. Sí, porque ella nos puso en contacto, nos presentó y avaló recíprocamente, convencida de que nuestra relación fructificaría. Y así fue y así ha sido. Y lo tengo que contar porque ella es tan humilde que nunca reconocerá que propició y asistió a una FOTOGRAFÍA DEL ARTISTA EN LA CASA DE LOS PISA, EN DONDE SE CELEBRÓ SU ANTERIOR EXPOSICIÓN EL VERANO PASADO. LA MUESTRA ALCANZÓ EL RECORD DE CASI 19.000 VISITANTES. AL FONDO LA FIGURA DE SAN JUAN DE DIOS, OBRA DE HERNÁNDEZ QUERO apasionada y verdadera historia de complicidad entre el pintor y el museo. José Hernández Quero se ha acercado hasta la Casa de los Pisa con la elegancia y sensibilidad que lo caracteriza, como sólo los verdaderos saben hacerlo. De ahí que en la introducción del catálogo de la muestra celebrada recientemente en la sala de exposiciones del Museo me atreviera a escribir: «He conocido a José Hernández Quero, he desenvuelto con él los pormenores de la producción de una exposición temporal, manejando sus publicaciones y catálogos. En el desván del recuerdo iba despertando aquellas sensaciones que me interrogaron hace años tras contemplar su pintura. La conjunción de ambas experiencias ha conformado en mí la idea del hombre íntegro que aúna la cercanía con la grandeza. ¿Acaso deberían estar reñidas? Los dibujos de nuestro querido pintor expuestos durante los meses de marzo a septiembre en la sala de exposiciones temporales de la Casa de los Pisa ha supuesto la vuelta de Hernández Quero a Granada. Como él gusta EL FARO 4 Noviembre 2010 Cultura /Arte / Semblanzas hacerlo, periódicamente, sin ruido ni estridencia. Para todos ha supuesto una novedad, tras conocer la globalidad de su obra, la maestría con la que domina el lápiz para contar sus historias. ¿Dibujos?, sí dibujos dentro de otros dibujos. La obra concebida para esta exposición es la suma de infinitos actos de paciencia que armónicos conforman un entramado complejo de pequeños trazos, círculos, figurillas geométricas, manchitas… tal vez inspirado por los encajes que como nadie teje de manera ficticia. Paisajes eternos, casas de cuento, frutas dormidas en el otoño, ventanas apestilladas, encajes y puntillas tras los cristales… todo ello protagonista de un encuentro entrañable con su público fiel y seguidor. La exposición de H.Q. en la Casa de los Pisa ha supuesto una ocasión renovada para reafirmarse en que las texturas y las formas las domina con la maestría del buen conocedor del siempre excelente maridaje de la trama y la urdimbre. Explorador, investigador, ensayista de nuevos comportamientos de las superficies interrumpidas por puntos y trazos que reinventan la luz y los espacios. Camilo José Cela «bautizó» a J. Hernández Quero como «angélico pintor». Pedro Quiñonero afirma que Hernández Quero «pinta cosas sencillas que son misterios muy hondos». El artista se consolida y se hace profundo en su planteamiento con lo que Manuel Alvar lo sentencia: «el arte de H.Q. viene del mundo que nos rodea y desde él se evade hacia el más allá». Claro que la serenidad y la sabiduría de los años todo lo atempera y pone en su lugar, así dijo Francisco Ayala: «la obra de H.Q. me complace en alto grado y para mis ojos es un grato descanso». He compartido con H.Q. momentos íntimos en el patio de la Casa de los Pisa, al amparo de sus columnas y al arrullo de su fuente. Como un interlocutor mudo he escuchado sus reflexiones y consejos. He visto su bondad y sabiduría en unos ojos cristalinos, cargados de conocimiento y estética. He compartido proyectos y deseos, fracasos y traiciones, emociones y recuerdos… con seguridad inspirados por la trascendencia de este lugar eterno que es la Casa de los Pisa y que posee un magnetismo especial para los hombres y mujeres sensibles, como así fue para Juan de Dios y Dª Ana de Osorio. Tomar conciencia de estar apoderándote de los minutos de H.Q. es una experiencia de egoísmo y obscenidad con la que engulles lo preciado, convencido de que semejante oportunidad no se repetirá. Hernández Quero al acercarse a Juan de Dios ha reparado en el cariño de su madre, en la grandeza de su figura y en el eterno amor de sus gestos. Ha rememorado infinitas confidencias y complicidades, desde los inicios de un eterno coqueteo con lo estético y bohemio, hasta las prolongadas esperas de remotas estancias en el extranjero y reiterados viajes que conllevaban la ausencia de lo querido. Con este recuerdo de lo entrañable, cercano, querido, granadino, ha reinterpretado los «iconos» de la cultura de la hospitalidad, con la valentía del que es sólido y firme. Los dibujos de la portada y patio interior del Archivo-Museo San Juan de Dios están concebidos desde la evocación, desde el recuerdo soñado por el ar- tista. La honda carga espiritual de la Casa de los Pisa la actualiza H.Q. desde la intuición de la sabiduría. La verdadera efigie de San Juan de Dios, que aglutina la idealización que del personaje se ha hecho a través de los siglos, la enriquece un hombre de nuestro tiempo dándole frescura y actualidad, bebiendo de Pedro de Raxis, Juan de Sevilla… El prestigio de su obra retratística conquistado con personajes como Manuel de Falla, Juan Ramón Jiménez, Ángel Ganivet, Juan Carlos I o Federico García Lorca, se ve culminado al llegar este momento y contemplar el rostro de Juan de Dios, el santo granadino. A todos ellos les ha sacado su esencia artística, literaria, diplomática… y a Juan de Dios ha sabido infundirle con mágicos trazos de punta de lápiz la sensibilidad con la que supo llegar hasta el corazón de los hombres y mujeres de la Granada del siglo XVI. J. Hernández Quero conecta con la esencia del Santo porque ambos comparten algo vital: la sensibilidad. Cuando me invitan a participar con este artículo en un homenaje a José Hernández Quero, estamos en pleno proceso de desmontaje y embalaje de su obra en esta Casa. Es el momento del balance, de la valoración. El record de visitas se superó en poco tiempo con un total de 18.871 personas, pero el logro y la satisfacción ha sido la oportunidad que nos ha brindado abriéndonos su corazón y, de manera especial, a toda la gente joven que trabaja en este Centro y que comienza un duro pero ilusionante trabajo en favor de la cultura de nuestro tiempo. Siempre gracias D. José, amigo, MAESTRO. El Pasaje MAURICIO GIL CANO Hay lugares mágicos donde coinciden las almas sedientas de la mística del vino, su comunión fraterna y la conversación que emana de los espíritus etílicos. Lugares donde los hombres nos despojamos de la máscara o lucimos otra más efusiva y desenfadada. Lugares con identidad propia, hecha por la solera de los años, forjada en el transcurso de generaciones que los han ido poblando e impregnando, de tal modo que algo se ha quedado del alma de quienes los gozaron. Uno de estos lugares es El Pasaje, curioso establecimiento con dos entradas dispuestas en calles paralelas, de manera que, atravesándolo, es posible pasar de una a otra. Está ubicado, desde 1925, en el mismo sitio de la calle Santa María o de la calle Mesones, según se mire –o accedamos– de Jerez de la Frontera. Entremos por Santa María. Un biombo en la puerta protege de miradas indiscretas. En su interior, nos recibe un arco apuntado forrado de madera. Llegamos a la barra. Podemos seguirla a lo largo para quedar orientados hacia el otro acceso. Pero no salgamos todavía. Lo mejor es pedirse un fino Maestro Sierra, vino de las bodegas del mismo nombre elaborado artesanalmente, siguiendo los procedimientos típicos de Jerez. Aunque también es buena ocasión para probar caldos viejos, en particular un palo cortado –ese vino raro que huele a amontillado y sabe a oloroso– que es la joya de la casa. No hay piedra preciosa que brille tanto como la calidad humana. Alejandro es el joven que nos atiende con mirada amable y palabra delicada. Sus distinguidos modales van aparejados con su cultura: licenciado en Historia del Arte y documentalista. Ahí está, dando el callo con su magistral psicología de barra. Ha conseguido resucitar el tabanco, que tuvo su época de decadencia. Hoy el local está remozado, sin haber cambiado nada de su idiosincrático aspecto. Siempre lo frecuentó una excelente clientela, cuando el INTERIOR DEL TABANCO EL PASAJE DE JEREZ (LINOGRABADO DE MORGADO) corazón vivo de la ciudad palpitaba en estas calles. Y ahora, pues sus parroquianos son señores que saben estar. Entre la diversidad de trabajadores que acuden al Pasaje no podían faltar los camaradas de la pluma y del pincel. Este lugar tan literario lo visitan poetas, pero hay uno que va todos los días y, si falta, se hacen cábalas para adivinar dónde pueda estar y porras para acertar si todavía es posible que venga. Ángel Moreno –popularmente conocido como Nino– es quien digo. Se pueden mantener con él conversaciones muy elevadas y gratificantes, de literatura o de cualquier cosa, que ya se encarga Ángel de encontrarle la chispa al tema o de visualizarlo desde su pe- culiar óptica humorística y poética. Tiene el corazón del Príncipe Feliz de Oscar Wilde. Su admiración por Poe o Baudelaire le imprime cierto halo de malditismo a este bendito poeta inédito. Nino me presentó a Morgado, autor del linograbado que cuelga en una pared del Pasaje y representa al tabanco mismo. Sus ojos destilan una serena bondad. Cualificado artista, ha sabido captar la esencia de este santuario vínico en una escena que cuida los detalles. Su ejecución remite a los grandes del grabado español. En la expresiva atmósfera que crea se encarna la eternidad del instante. Otro principesco corazón, con quien resulta fabuloso compartir el vino eucarístico de los trabajadores. EL FARO 5 Noviembre 2010 Cultura/Narrativa Cuarenta años de un Nadal: Libro de las memorias de las cosas (Jesús Fernández Santos) PATROCINIO RÍOS SÁNCHEZ El protestantismo en España como tema literario es un fenómeno insólito, raro. Pocos autores se han acercado a él. En la novela contemporánea sobran los dedos de una mano para contarlos. Sin embargo, los narradores que han dado protagonismo a los reformadores o a los reformistas en su obra son de primera fila. En el siglo XIX, Pérez Galdós es el más relevante. Cuando todavía no era quien fue luego y es hoy, escribió una novela que, sin embargo, relegó al olvido por ser precisamente de temática protestante y nada anticlerical para con el sacerdote anglicano que la protagoniza, Horacio Reynolds. Me estoy refriendo a Rosalía, novela temprana. Al descubrirse algunos fragmentos sueltos pertenecientes a Rosalía, se consideró que eran parte de una fase preliminar de Gloria. Luego un investigador norteamericano, Alan Smith, se encontró con muchas más cuartillas que unidas creaban la trama de lo que él mismo tituló Rosalía. La editorial Cátedra la publicó en 1981. Aparecía allí un clérigo protestante adornado de cualidades extraordinarias que contrastaba con los curas que otras novelas suyas iban a presentar. Temiendo la respuesta de la Iglesia, el joven novelista prefirió no encontrarse de frente con ella, así que dejó en su cajón el borrador Rosalía y utilizó el envés de sus cuartillas para otros menesteres creadores. No obstante, cambiando lo que le pareció, esa primera narración daría lugar a Gloria. Clarín, en menor medida, dio también a la imprenta un palique titulado Diálogo edificante que surgió con motivo de la polémica que planteó en la sociedad madrileña y española la construcción y consagración en 1892 de la capilla protestante de la calle Beneficencia de Madrid, regida por el ex-clérigo católico Juan Bautista Cabrera Ivars, primer obispo protestante de España. El palique es un diálogo entre la obstaculizada Capilla protestante y la inacabada basílica de Covadonga a la que Clarín hace Catedral. Fue antologado por Azorín en Páginas escogidas (1917). Ya en nuestro siglo serían Fernández Santos, Juan Benet y Miguel Delibes los que entrarían de lleno en el mundo de la Reforma protestante con la publicación de Libro de las memorias de las cosas (1971), El caballero de Sajonia (1991) y El hereje (1998) respectivamente. Fernández Santos recibió por esa novela el premio Eugenio Nadal 1970. El hereje de Delibes ha gozado de un éxito de ventas y de una buena acogida crítica. Su muerte reciente ha reavivado la lectura de muchas de sus obras y hemos oído juicios y valoraciones que estimaban en algunos casos que su mejor novela acaso fuese la última que escribió, El hereje. En cambio, El caballero de Sajonia de Juan Benet pasó sin disfrutar de una acogida tan entusiasmada. Las tres novelas ofrecen un resumen panorámico interesante porque Juan Benet da el protagonismo al Reformador en cuatro estampas y los otros dos a los seguidores de su Reforma en España. La de Fernández Santos se refiere a la llamada Segunda Reforma, a la que comenzó en 1869; la de Delibes a la primera, a la de Carlos V. Cada una de ellas es sociológicamente diferente. Muñoz, personaje relevante de Libro de las memorias de las cosas, establece esta diferencia cuando declara al reportero-investigador, que es una de las voces narrativas: —Aquella primera, cuando Carlos V, fue para aristócratas y nobles. La mayor parte de sus consejeros y ministros estaban de acuerdo con las nuevas ideas europeas. Hubo un momento en que el destino de España estuvo a punto de cambiar, pero luego todo acabó, ya sabe cómo. En cambio, esta Segunda Reforma, que empieza prácticamente con la Constitución famosa, fue una nueva reforma para pobres, para los económicamente débiles, como diríamos ahora, para gentes de medio pasar. (336) El aval del premio con que vio la luz Libro de las memorias de las cosas lo ratificó la crítica. Por ejemplo, José Domingo comenzaba su comentario en la revista Ínsula (núm. 294, mayo, 1971) calificando a la novela «de insólita y rara». Luego añadía el adjetivo «bella», completando así un tríptico de justa definición. Apoyaba sus calificativos de este modo: «Insólita por abordar un tema hasta ahora virgen para nuestros novelistas […], rara porque ya es conocida la impermeabilidad de nuestra novela actual a la problemática religiosa», y bella por la melancolía, el sentido de la frustración y de la espiritualidad y por los «trozos descriptivos bellísimos, no sólo de la dura naturaleza leonesa, sino de los paisajes interiores de esos otros seres, españoles al fin y al cabo». Pero pasado un tiempo la novela cayó injustamente en el olvido, como otras del autor tras su muerte en 1988. Sin embargo es una novela que requiere un tratamiento menos desconsiderado del que se le ha dispensado hasta ahora, una vez que pasó el breve fulgor del premio. Tres fueron los motivos que le llevaron a Jesús Fernández Santos a componer Libro de las memorias: las tumbas de unos protestantes que encontró semienterradas en un prado de un pueblo de León; la labor misionera de un protestante inglés que se asentó en el Páramo leonés, donde erigió sendas capillas protestantes en las pequeñas poblaciones de Jiménez de Jamuz y Toral de los Guzmanes; y en la ciudad, la presencia de un entierro protestante a cuya comitiva se unió. El novelista presenta la capilla con esta elegante pureza descriptiva al comenzar la narración: Es como un dado de paredes ocres, rematado por una pequeña cúpula deslucida por el tiempo. Una valla cubierta de pequeños tejadillos apenas deja descubrir el edificio coronado por ventanillos redondos como bocas de palomares. Tiene también un balconcillo breve de madera mirando al EL FARO 6 Noviembre 2010 Cultura/Narrativa campo que allí mismo empieza, a las viñas, a punto de brotar, y a aquel monte solitario […]. (7) En el ambiente de la época en la que se gestaba la novela se estaban produciendo acontecimientos religiosos importantes. Algunos no debieron de ser ajenos tampoco al origen de la novela: el Concilio Vaticano II, con el que se empezó a hablar de los protestantes como los hermanos separados, la Ley de Libertad Religiosa, obra del ministro Fernando María Castiella, promulgada en 1967, y el IV Congreso Evangélico que fue celebrado en Barcelona a finales de octubre de 1969 con el que los protestantes españoles conmemoraban, según dice un personaje llamado Muñoz, «el centenario de la Segunda Reforma Protestante en España, tras el fin, por la Inquisición, de la primera» (233). Junto a los acontecimientos anteriores, otros más menudos pero igualmente de base histórica, como los enterramientos de los protestantes, las dificultades para la erección de la capilla, los ataques a los colportores o difusores ambulantes del evangelio, etc., configuran el fondo o cañamazo donde pone a andar Jesús Fernández Santos a una Asamblea de Hermanos de Plymouth, protagonista colectivo de la acción y cuya característica existencial es el aislamiento. La novela desarrolla la acción principal en el periodo que empieza a partir de la promulgación de la Ley de Libertad Religiosa y narra un doble conflicto: el de algunos miembros de la Comunidad protestante de Hermanos con la institución a la que pertenecen y el de esta institución como tal con la excluyente sociedad española en la que se inserta de manera marginada. Ese doble conflicto se encuentra simbolizado en los muros o vallas que rodean la capilla, punto neurálgico de la existencia de los Hermanos, y que tienen dos caras. Desde dentro, son muros aislantes que expresan la vida volcada hacia el interior que llevan sus apartados miembros. Pero esos muros, por otro lado, son signo defensivo del hostigamiento exterior que han padecido los Hermanos. Tanto en el ámbito interior de la Comunidad como en la sociedad española en general se va imponiendo en los últimos años sesenta cuando transcurre la acción principal un creciente espíritu de secularización o enfriamiento de la vida religiosa. Esta indiferencia o tibieza causa crisis y aleja a aquellos miembros de la Comunidad sobre quienes gravita, y al distanciarse de ella, mediante el quebrantamiento de algunas de sus estrictas normas, están desvián- dose del camino y metafóricamente saltando las vallas aisladoras, quebrantando las reglas. Del mismo modo, desde el exterior contribuyen a derribar esas vallas la indiferencia común y la tolerancia, producto ésta de la nueva realidad emanada del Vaticano II y de la Ley de Libertad Religiosa que ampliaba los restrictivos ordenamientos legales respecto de los protestantes en la España de Franco. El lector descubre que detrás de este juego de fuerzas en acción subyace una idea básica con la que Jesús Fernández Santos sostiene la narración: han llegado los tiempos en los que no puede haber vallas que aíslen a los individuos respecto de las instituciones a las que pertenecen, ni a los grupos minoritarios respecto de los mayoritarios dominantes. El espíritu de los tiempos y la secularización rechazan el gueto y demandan la apertura de los espacios, la caída de los muros institucionales, restrictivos o defensivos, la libertad, para que cada individuo o colectividad en sí mismos proyecten su existencia independientemente, sin tutelas coactivas. Se ponen de manifiesto en la narración muchas de las características más identificativas de Jesús Fernández Santos: la soledad y el apartamiento como tema, el pasado en la memoria, el protagonismo colectivo como actante de la acción. Unido todo ello a la prosa limpia, eficaz y con ribetes líricos, y a unas técnicas narrativas muy afines al arte del cine, al que tan próximo estuvo el autor, y en virtud de las cuales mezcla planos diferentes en tiempo y espacio. Libro de las memorias de las cosas es una novela artesanalmente construida, que trasciende la anécdota narrada y que, como dijo el profesor Gonzalo Sobejano (Novela española de nuestro tiempo), debe ser leída tanto por el hombre religioso como por el que no lo es. A los cuarenta años de la concesión del Nadal, merece un rescate. El año de Malandar (Juan Villa) JOSÉ VICENTE PASCUAL «Se realista... la narrativa española ya está muerta, y bien muerta, por exceso de endogamia. Es imposible (por mala) leer cualquier novela que haya recibido un premio español, y así están las cosas». Una amistad de esas que hay por el mundo, concluía con tan deprimida frase, hace unos días, una serie de correos electrónicos intercambiados sobre este asunto tan peliagudo y en ocasiones pintoresco de la muerte de la novela y parecidos sepelios en el panteón de la cultura. Un servidor mantenía, y mantiene, que la narrativa no está más viva ni más muerta que nunca, sino donde siempre ha estado: en el trabajo de muchos escritores, novelistas sobre todo pero no todos, que se dan al oficio con las mismas ganas, idéntica ilusión y la misma enajenación platónica por «lo poético» que cuando tenían diecinueve años. Esa literatura (narrativa), nunca estuvo en crisis ni lo estará, posiblemente porque nunca ha estado en condiciones de permitirse otro lujo que el de sobrevivir con absoluta dignidad y brillantez en un mercado plagado (sensu etimológico), de zafiedad, ramplonería, impericia y, lógicamente, osadía. Vamos, por lo claro: que una cosa es el panorama literario y otra muy distinta el mercado editorial. Sin afán de enrollarme demasiado, diré que aquellos debates por correo electrónico sobre la mala salud de la literatura me hicieron evocar una ocurrencia soberbia del dibujante, poeta, COLECCIÓN UMBRAL, ED. PARÉNTESIS escritor y articulista Soria, quien fue mi vecino en época que, de tan lejana, puedo recordarla perfectamente. Algo achacoso, un poco vencido por la edad, me lo encuentro al cabo del tiempo de paseo por la calle Recogidas de Granada. «¿Qué tal va la vida?», le pregunto. Y él respon- de: «La vida, de maravilla, imparable, radiante y desbordante, como siempre. Otra cosa es cómo nos va a algunos vivientes». En el fondo se trata de la misma polémica. La literatura, la narrativa española y en español va como siempre: excepcionalmente bien. Otra cosa es cómo le vaya a los autores de novelas merovingias, gótico-vampíricas, códigodavinianas, seudobiografías de testas históricamente coronadas, superlativos enigmas mágico-religiosos, cronicones galdosianos (por supuesto, sin medio gramo de la maestría de Galdós), y otras bobadas que se perpetran en la industria del libro y se pregonan pimpolludas en pleno delirio de halitosis comercial. A la industria de la impresión y venta masiva de libros (aunque de libros tengan el nombre y la forma), puede irle bien, regular o mal. A la narrativa, como es de lógica, siempre le irá como corresponde a lo que es: el arte de conmover por el sencillo recurso del argumento y los personajes. Y un poquito de estilo, que nunca viene mal. Se están preguntando ustedes a qué viene esta larga parrafada introductoria, y es el caso que yo también me lo pregunto, y la única respuesta que encuentro es que, por encontrar, felizmente he encontrado una novela de raro (por lo escaso) valor literario; y la euforia me lleva a la tecla y... bueno, así salen estos artículos, tan largos como un día sin que nadie nos de un beso. La novela de mis dos o tres últimos insom- EL FARO 7 Noviembre 2010 Cultura/Narrativa SANLÚCAR, LLEGANDO A LA PUNTA DEL MALANDAR. UNO DE LOS MEJORES HALLAZGOS DEL AUTOR ES «LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESPACIO LITERARIO (DOÑANA), QUE LATE EN MANOS DEL LECTOR Y LO ENCANDILA CON SU FULGOR DE ATLÁNTICAS LUCES...» nios se titula El año de Malandar, y está escrita por Juan Villa, caballero de quien sé lo que dice la solapa del libro: es profesor de instituto y antes de éste, del que enseguida les hablo, ha publicado tres libros más. El año de Malandar es su última obra. Un hallazgo. Precisamente por ser un hallazgo, lo más probable es que muy pocos lectores descubran esta novela (por más que sus acertados editores lleven a cabo una encomiable labor de difusión). Y precisamente por ser un hallazgo, pueden imaginar que no se trata de un novelón sobre la guerra de los cien años y cómo los cátaros perdieron el Santo Grial en la batalla de Agincourt y entonces llegó la Inquisición y la chica judía se enamora del templario errante. No, por Dios. Hablamos de novela. De una magistral novela. De modo que comenzaremos de nuevo. Hace calor en Doñana, en Punta del Malandar, donde un joven teniente de carabineros es destinado en 1930, justo un año antes de la proclamación de la Segunda República. También hace calor en Madrid, convulsionada por los acontecimientos que han de precipitar la caída de la monarquía. A través de las cartas de una amiga –deliciosas crónicas sobre el Madrid prerrepublicano–, Alberto, militar instruido en la Institución Libre de Enseñanza, demócrata y comprometido con el futuro de la nación, tiene noticias de aquel Madrid bullente donde los intereses de clase determinan el enfrentamiento ideológico en una España que, muy decidida a estos menesteres, se dispone a precipitarse al vacío, el horror y la muerte. De ese Madrid, abocado a la mayor crisis histórica vivida en nuestro país, Alberto, el teniente de carabineros, recibe noticias a través de esas cartas de su animosa amiga Connie. Alberto habita un espacio diferente, sometido a la lógica ancestral de una civilización anclada en el pasado. Sin embargo, la dimensión humana y percepción emocional del entorno causan el mismo desasosiego: el estallido de la vida, la naturaleza, las pasiones, el deseo y el amor, abren brecha en la crisis del personaje, convirtiéndolo en uno más de los seres que transpiran y embeben ese aura de vitalidad y tragedia en entornos alejados de la civilización al uso. Yo creo que uno de los hallazgos más sobresalientes de la novela de Juan Villa es éste, la construcción de un espacio literario (Doñana), que late en manos del lector, lo encandila con su fulgor de atlánticas luces, la exuberante vegetación, los animales salvajes agazapados, los contrabandistas casi igual de salvajes y todavía más agazapados entre las du- EL ESCRITOR ONUBENSE JUAN VILLA (ALMONTE, 1954), AUTOR DE LA NOVELA nas y el matorral, el calor omnipresente, el sudor, el destilar de la codicia y la turbación de la belleza encarnada en un personaje memorable: Bárbara, extranjera en todo lugar. Juan Villa tiene la virtud, y desde luego posee el don, de informar sobre ese mundo bullente y cálido, en ocasiones desbordante, torrencial en las impresiones sensitivas, a través de una prosa medida, exacta y trazada con impecable estilo, tal como escribiría un ecuánime teniente de carabineros, educado en instituciones tan selectas y dadas a la disciplina intelectual como la Institución Libre de Enseñanza y la Academia Militar. Llama la atención, por la habilidad con que va imponiéndose en la narración, el contraste entre el entusiasmo republicano que rezuman las cartas de Connie y el escepticismo en el que poco a poco va instalándose Alberto, como contagiado por el espíritu de vaga intemporalidad e indolencia propios del lugar donde habita. El teniente de carabineros intuye que todo aquel frenesí madrileño, donde se entrecruzan presurosos los nombres de Azaña, Indalecio Prieto, Berenguer, Ortega, Primo de Rivera, Alcalá Zamora y tantos otros involucrados en la vorágine política de la cotidianeidad, sólo ha de conducir a una espantosa tragedia, la de todos los españoles arrojándose unos contra otros, es decir, al precipicio de la Historia, en un a modo de solemne, tumultuario y vibrante suicidio colectivo. Alberto, cada vez más ausente de tales convulsiones, se refugia en anhelos mucho más al alcance de la mano (la adoración por Bárbara, el asombro renovado por su tío «María José», las andanzas de don Antoñito...); anhelos tan poderosos en su corazón como para la incombustible Connie son la caída de la monarquía, la república, la revolución. Una idea exquisitamente elaborada, inteligentemente contada, ronda toda la novela sin que lector llegue a divisarla en su completa nitidez (como es de lógica, las buenas novelas no nos dicen lo que tenemos que pensar, pero insinúan lo que deberíamos deducir): por más que Madrid se agite, por mucho que crezcan los ímpetus renovadores, revolucionarios, y por mucho que pervivan el pasado y sus ritos en la conciencia de seres anclados a tiempos obsoletos, al final, los seres humanos seguirán siendo lo mismo que son, sujetos a las mismas ambiciones, sueños, temores, triunfos y fracasos. Y esa idea, aquí expuesta con cierta simplicidad, hay que saber desarrollarla con carácter y categoría. Y Juan Villa sabe hacerlo. En fin, porque a esto habrá que ponerle fin: un gratísimo hallazgo esta novela. Qué va a estar muerta la narrativa española... qué va a estarlo. Los que están muertos, antes de nacer, son esos pestiñazos a medio hornear, escritos por novelistas a medio hervor, que se cuelan en el mercadillo como si fueran delicias de Santa Clara. Esa literatura sí está en crisis, como el país; y no por falta de recursos económicos o empleo, que de lo último hay de sobra en cada casa de cada aspirante a best-seller y a salir en La Noria, sino de talento y ganas de, al menos, aprender la O por lo redondo. Pero como aprender ni es fácil ni se regala, pues a esa literatura de tapas brillantes le falta todo lo que colma de elegancia y buen genio a El año de Malandar. EL FARO 8 Noviembre 2010 Cultura/El Canto del Urogallo PORTADAS DE LAS OBRAS COMPLETAS COMENTADAS Conjuros contra el estío PEDRO RODRÍGUEZ PACHECO Ha sido un verano feroz; si las temperaturas siguen aumentando en su media como los entendidos pronostican que ocurrirá, temo que sea incapaz de resistirlas y me ocurra como a mi padre, que sucumbió ante la extremosidad del verano de 1973… He intentado conjurar tales demasías con la lectura de algunos poemarios de reciente aparición: Réquiem, de Rilke; Poesía reunida de W. B. Yeats; La música del desierto de W. C. Williams; Poemas, una selección de Coleridge; Barroco, de José Luis Rey; Mi vida social, de Justo Navarro y, principalmente, Trivium Poesía 19562010 (Editorial Funambulista) de Enrique Badosa –enviadas generosamente por el gran poeta catalán– y las Obras completas (Elmet, Granada) del granadino Rafael Guillén – dispendiosamente pagadas de mi bolsillo de pensionista–. Entre las del catalán y el andaluz, han sido 2.472 páginas de magnífica poesía, de estupendos versos, de verdad y autenticidad creativas, lo que tanto echo de menos en estos días de agobio y de desplome… Entre los suplementos que habitualmente consulto, sólo Trivium de Enrique Badosa, ha sido reseñado, y lo ha hecho, en ABC Cultural, el inefable profesor y crítico Luis García Jambrina. Jambrina –otro García más–, hace una reseña inane que contrasta con otras suyas encendidas y entusiastas a cualquier poemario de sesenta páginas de cualquier geniecillo de esta ínsula extraña que llamábamos España y en la que los adjetivos y ditirambos nos dejaban perplejos, una vez leídos los poemarios en cuestión por él tan exaltadamente saludados. Los procedimientos críticos de Jambrina son de una rústica simplicidad: si el libro sobre el que opinar es de obligado cumplimiento por el medio (ABC atiende con fidelidad a sus colaboradores y Badosa lo ha sido en su Edición de Barcelona), el crítico asume la reseña obligatoriamente, con la frialdad y escepticismo con la que un funcionario despacha una instancia; si, por el contrario, se corresponde a uno de libre disposición –y de la cuerda–, el crítico se desata y la genialidad es lo mínimo que sobre el poemario se dice. En la reseña sobre Badosa el sistema utilizado es el sí, pero no… Así se dice que Badosa «es un poeta destacado de la Generación o Promoción de los 50», pero a continuación se añade «que su figura fue quedando un tanto al margen, tal vez algo eclipsada por el núcleo duro de su generación». Se pudiera pensar que Jambrina recicla al Carlos Bousoño de la Teoría de la expresión poética en su capítulo referente a su teoría del sistema «engaño-desengaño» que, por cierto, nunca compartí en su aplicación al poema de Manuel Mantero «Encuen- tro de Luis Cernuda con Verlaine y el demonio», de tal manera que, en una sucinta relación de los libros de Badosa al nombrar su bellísimo Mapa de Grecia (1979) lo despacha sucintamente: «es su libro más reeditado; en él se funde el mito clásico y la realidad para darnos cuenta de su espíritu y de las raíces de su tradición». Podría dar más ejemplos, pero el que sigue es importante: al hablar de su primer libro, Más allá del viento (1956), deja caer con una displicencia, casi disculpatoria, que en el mismo «demuestra un hábil manejo de algunas formas métricas como el soneto», pero hurta añadir que, publicándose el poemario en unos años en los que las formas métricas tradicionales eran consustanciales con la época y siendo un primer libro, los sonetos a los que alude son de una belleza, vigor y resolución, impresionantes… Finalmente, un elogio solapadamente obvio cuando termina su reseña: «He aquí la obra de un poeta que confiesa no tener biografía. Y es que su vida verdadera está en sus versos»… Pues claro, señor Jambrina, eso es una redundancia si está haciendo la crónica de un poeta auténtico, de raza, espléndido, diferente, es decir, de los que se pasan por el arco del triunfo opiniones cicateras y manifiestamente mejorables como las que aquí cuestiono. Pero esta es la crítica sectaria que nos llevó a los de la Diferencia a rebelarnos contra la cicatería y la menesterosidad crítica. ¿Qué entiende Jambrina por «el núcleo duro de su generación»? ¿El Círculo de Barcelona canonizado por Castellet en sus antologías de 1960 y 1961? O, acaso, ¿Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Ángel Crespo, Ángel González…? ¿Y qué podemos entender por ese núcleo duro, incuestionable? Yo lo siento, para mí son más incuestionables poetas como Badosa, Paz Pasamar, María Beneyto, Alfonso Canales, Eladio Cabañero, Mariano Roldán, Julio Mariscal, Manuel Alcántara, Antonio Gamoneda, Manuel Mantero, Jaime Ferrán, Julia Uceda, Fernando Quiñones, Los hermanos Murciano, Julio A. Egea, Reyes Fuentes, Aquilino Duque, Soto Vergés, Rafael Guillén… Sin ellos, ¿qué significación tiene la poesía española de los años cincuenta? Lo mínimo que podía esperarse es analizar las causas por las que tantos fueron eludidos. Y en esto consistió la Diferencia: la defensa, el procurar el sitio, la atención de quienes habían sido marginados por esos núcleos duros de las coyunturas estéticas. No éramos una tendencia más como así nos entiende el propio Badosa en sus Epigramas de la Gaya Ciencia, éramos la sublevación contra las tendencias, la defensa de esta independencia de escribir según las potestades creativas de cada cual, esa liber- tad que, paradójicamente, defiende la del poeta catalán y que son las mismas que dieron razón y significación a quienes desde la Diferencia las defendíamos. Tal vez a un exégeta la obra de Badosa le cree problemas en la datación de los poemarios, dado que las intenciones se superponen. Para mí resulta genial esta convivencia porque significa un universo creativo en ininterrumpida expansión, en plena solicitud de temas, formas, tensiones sensibles con la pervivencia intacta de los grandes motivos inherentes a la personalidad humana del poeta. Son los caminos, siempre abiertos, que le permiten, sin lastres paradigmáticos ni cánones restrictivos crear necesariamente esa luminosa verdad que llamamos poesía. Poemarios como Baladas para la paz, En román paladino, Dad este escrito a las llamas, Mapa de Grecia, Epigramas confidenciales, Parnaso funerario, o, insuperablemente, por su emoción, belleza y serena escritura Marco Aurelio, 14 en el que, con todo su esplendor, acontece esa particularidad distintiva, diferencial de la delicadeza, la que según Rimbaud fue la causante de la pérdida de su vida. No quiero terminar sin destacar, dentro de sus modos y temas escriturales su faceta viajera en la que desarrolla, en donaire de Lope de Vega, el hermoso «oficio de mirar», de mirar, sentir lo mirado y trascenderlo en memorables versos tan magistralmente escandidos; y así sus Cuadernos de las ínsulas extrañas, Cuaderno de Lanzarote, Cuaderno de Barlovento o la sugerente Relación verdadera de un viaje americano. Dice el poeta «he de dejar también escrito en limpio / qué mar ojos adentro navegué». En esto consiste, admirado Enrique Badosa la Diferencia, en poner en valor y excelencia lo que «los núcleos duros» han postergado. Parecidas circunstancias, relativas a la difusión y merecimiento de su obra, son las del granadino Rafael Guillén. Aparece su Obra completa, tres monumentales volúmenes –dos de versos y uno de prosa–. Como Badosa, pertenece a la generación de los 50. El tema de las exclusiones, postergaciones y ninguneos, merecería reflexión aparte porque, a estas alturas, ninguno de los excluidos en las nóminas áureas se da por aludido y basta leer las notas biobibliográficas o las cronologías vitales y profesionales al uso, para percatarnos de la importancia y significación que, según ellas, tuvieron en cada momento. Hay un brevísimo poema de Guillén en su excelente poemario Límites intitulado «El dilema», dice así: «Ser aparente sólo, o ser posible. / He ahí el dilema.» Límites está fechado entre 1968 y 1970, es decir, los tiempos de exclusión y postergación, los que quedan perfectamente reseñados en la «cronología» que antecede a su obra completa. Pero el poema que destaco de Límites es de pausada reflexión porque nos sumerge en la angustia de aquellos creadores andaluces de los 50: o ser apariencia de las coyunturas o ser la posibilidad de otro tipo de creatividad: la luminosa y la universal, pese a correr el riesgo de las postergaciones. Sobre su obra me remito a la magistral introducción que le hace Mª del Pilar Palomero… Ah, si toda la crítica se hiciera de manera tan sabia, tan meditada, tan exigente y sobrada de recursos sobre los textos y atendiendo a los contextos. Todo el corpus incandescente de la obra poética guilleniana, Palomero lo borda soberbiamente, de manera tan magistral que uno, para significar la extraordinaria obra de Rafael Guillén, se siente incapaz de superar las cotas críticas alcanzadas y traslada toda la responsabilidad de exégesis a la palabra sacra de Mª del Pilar Palomero.