El idioma pumé viste desde la ópita de sus hablantes

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El idioma pumé visto desde la óptica de sus hablantes: ¿es posible un giro
copernicano en materia de antropolingüística?
I
En fecha reciente se me presentó la oportunidad de retomar el contacto con una
interesante agrupación de hablantes del idioma pumé o yaruro, al cabo de largos años de
haber realizado en el propio estado Apure una serie de trabajos de campo que me
condujeron, primero, a la descripción de categorías cada vez más complejas de la lengua
y luego, al dominio práctico de la misma. En realidad, en ningún momento interrumpí
mis relaciones personales ni profesionales con dicha etnia –cuyo idioma no ha sido
hasta ahora encasillado en ninguna familia lingüística y aún permanece independiente–
porque siempre había la posibilidad de encontrarme con los hablantes en distintos
lugares, asistir a eventos donde se trataba la realidad pumé, hacer algún trabajo
adicional de carácter lingüístico o antropológico en torno a este importante pueblo
originario, cuya historia se retrotrae a remotos milenios. A estas alturas tampoco es un
misterio que el pueblo pumé como tal había estado al borde de la extinción como
consecuencia de la persecución secular por parte de la población criolla llanera, tanto en
Venezuela como en Colombia, especialmente por parte de los terratenientes empeñados
en apropiarse de las tierras ancestrales pertenecientes a las comunidades indígenas:
pumé, kuiva y jivi en el caso del estado Apure. Tanto es así que a comienzos del siglo
XX, el primer investigador antropólogo profesional que se dedicó al estudio profundo
de la cultura yarura –nos parece cómodo y adecuado seguir conservando este término
como sinónimo de pumé–, el ítalo-norteamericano Vincenzo Petrullo (Petrullo: 1939),
llegó a vaticinar la pronta extinción de este pueblo, a raíz de su arrinconamiento,
subsistencia precaria, la constante cacería humana de la que eran objetos y las múltiples
enfermedades endémicas que parecían destruir cualquier asomo de supervivencia.
La especificidad de nuestro tema impide alargar estas consideraciones iniciales.
Pero aun reduciéndolas a un mínimo es necesario hacer algunas constataciones
extralingüísticas para entender cabalmente el meollo del planteamiento que queremos
transmitir. La voluntad de este pueblo oprimido y perseguido ha hecho que poco a poco
esa tendencia a la disolución regresiva se haya revertido de tal manera, que hoy día nos
encontramos con una población que sin ser todavía muy numerosa está ahora en pleno
crecimiento. Es probable que el próximo Censo Indígena llegue a registrar alrededor de
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diez mil miembros (10.000) de la etnia, diseminados en casi todo el estado Apure y aun
más allá, especialmente si consideramos unas comunidades ubicadas en la llanura
fronteriza colombiana. Así que, por fortuna, ya nadie puede hablar seriamente sobre la
muerte colectiva de esta etnia, a pesar de los terribles antecedentes que abarcaban
inclusive numerosos episodios de persecución genocida. Hay que agregar que
concurrentemente la identidad, la cultura y el idioma yaruro se mantienen bastante
firmes, aunque no incólumes en virtud de la vulnerabilidad siempre presente en toda
sociedad indígena. En esta conexión, recuérdese también el no tan remoto incidente de
Chaparralito (Camargo: 2005), Estado Apure, donde se desató un escándalo ante la
muerte por diarrea y otras enfermedades de fácil control de numerosos infantes
indígenas de la etnia pumé, a la sazón profundamente sometidos a la influencia directa
de las Misiones Evangélicas ultra-fundamentalistas Nuevas Tribus. Fue precisamente
ese episodio el que precipitó la decisión del Presidente Chávez (RNV/ABN: 2005),
esperada hacía largo tiempo, de decretar la aún inconclusa expulsión definitiva de estas
misiones pro-norteamericanas, junto a otras agrupaciones similares que bajo distintos
nombres actúan de la misma manera. Sin entrar por el momento en tantos detalles, hay
también un sector de los pumé, concretamente en los alrededores de la población y
municipio de Guachara en el centro de Apure, que ha llegado algo lejos en el proceso
aculturativo, hasta el punto de verse amenazado el idioma nativo y una parte
considerable de su acervo cultural; pero allí tampoco esa situación de deterioro es
irreversible. Más aún, a nivel local y nacional hay iniciativas que propenden hacia una
interculturidad balanceada, partiendo más que todo de las propias comunidades
involucradas antes que de los proyectos gubernamentales específicos.
Ahora bien, fuera de esta zona de contactos fuertes y perpetuos con el mundo
criollo podemos asegurar que la cultura pumé sigue muy vigorosa y dominante, y hasta
se dan comunidades como las de los capuruchanos –yaruros de tierra seca, es decir
alejados de los ríos y caños- que todavía ignoran el castellano y muestran muy pocas
señales de cambio. Aunque no sea la primera vez, hay que hacer referencia a un hecho
poco frecuente en la literatura etnográfica. Hasta nuestros días, en la mayoría de las
comunidades pumé las mujeres simplemente se niegan y se resisten a hablar en español.
Por regla general, no se trata de ignorancia de la lengua sino de una especie de tabú
cultural, que limita severamente el contacto de las mujeres con gente extraña a la
comunidad. En más de una ocasión he podido sorprender a unas mujeres pumé
pronunciando palabras y frases enteras en castellano, con buena articulación y sin
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errores gramaticales ostensibles. Además ellas mismas confiesan entender el español
cuando se les habla en nuestra lengua oficial. Sin embargo, el mero hecho de utilizar
solamente el pumé asegura la continuidad del idioma nativo, porque sigue siendo esta la
lengua que aprenden y practican los niños. Por cierto, el bilingüismo español-pumé es
muy equilibrado; estos indígenas hablan mejor español que cualquier otro pueblo
autóctono venezolano, ya que su conocimiento del mismo data desde hace siglos, lo que
los aproxima al uso idiomático de cualquier llanero criollo de la vecindad. Reiteramos
que solo en Guachara y sus alrededores parece haber una tendencia de privilegiar el
castellano en desmedro del yaruro, donde hasta las mujeres hablan el idioma dominante
con fluidez.
En el relativamente largo período durante el cual dejé de tener contacto
permanente con la realidad pumé, tuvieron lugar algunas investigaciones muy
importantes, tanto de índole lingüística como antropológica y sobre temas más o menos
afines. Tengo que aclarar aquí que en mis trabajos de campo iniciales, llevados a cabo
antes del año ochenta (1980), aún subsistían muchos de los problemas que habían
detectado Petrullo y otros investigadores de la primera época. Incluso llegué a dudar
para mis adentros de que la etnia como tal llegaría a sobrevivir. Pero, ya a partir de esa
fecha, si bien persistían y hasta hoy se mantienen graves problemas de salud pública y
otras concomitancias de la pobreza, la correlación demográfica entre natalidad y
mortalidad empezó a mejorar, a lo que se fueron sumando una mayor autoestima y el
afán, bastante exitoso, de reorganizar y hacer viables sus comunidades. Sin necesidad de
acumular pormenores –que no dejarían de ser interesantes- hoy podemos afirmar con
satisfacción creciente que la continuidad de la etnia pumé está firmemente establecida
en Venezuela y que hay un futuro para este pueblo, cosa impensable hace pocos
decenios: en ese entonces, lo mejor que se pronosticaba era el mestizaje de los últimos
descendientes de los pumé con los criollos circunvecinos y con ello la pérdida total de la
cultura distintiva.
Sería difícil sobrestimar la significación tan profunda de las investigaciones
realizadas en territorio pumé, en términos de la lenta recuperación de la etnia. Los
trabajos realizados por autores –generalmente antropólogos y lingüistas– de la calidad
humana y perseverancia científica de Hugo Obregón, Jorge Díaz Pozo, María Isabel
Ramírez, Gemma Orobitg, Daisy Barreto, Pedro Rivas y tantos otros que querríamos
nombrar, han contribuido al auto-reconocimiento de este pueblo y a la adquisición de
una mayor identificación con su cultura, la historia y la lengua propias; una vez
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superada la vergüenza étnica, el pragmatismo y el autodesprecio, productos de siglos de
opresión profunda y acoso perenne hasta extremos socio-patológicos. Es importante
hacer este señalamiento, pues se dan periodos de una moda intelectual algo perversa que
tiende a descalificar o minimizar las investigaciones realizadas entre pueblos indígenas
y, por supuesto, a los investigadores, llamándolos simples aprovechadores académicos y
cazadores de tesis a costillas de los pueblos oprimidos.
Es innegable que existen casos de casos, la falta de ética es un mal común en los
científicos sociales y otros expertos; no han faltado trabajadores de campo abiertamente
contrarios a los intereses de las comunidades indígenas y otras. Pero por otro lado, es
igualmente cierto –y creo, además, mucho más importante y significativo– que a estas
alturas del proceso emancipador del mundo indígena, los propios integrantes de las
etnias están logrando sacar provecho e invertir en su autodesarrollo sustentable aún las
obras metodológicamente deficientes o ideológicamente adversas; ya que a veces
constituyen algunas de las pocas fuentes de información sobre sí mismos, especialmente
sobre su pasado. En ningún caso es suficiente el mero autoanálisis o la memoria
colectiva para la reconstrucción y construcción de todo un proyecto de vida colectiva en
medio de las amenazas de la globalización, aunque ésta se suavice en forma de
mundialización. Si bien hoy día se reivindica cada vez más la etnociencia propia de los
pueblos más allá del saber académico –en este caso la etnociencia social pumé–
tampoco sería posible soslayar el hecho de que hasta la codificación oral y escrita del
saber etnocientífico avanza más rápidamente en contacto, a veces poco armonioso, con
la ciencia occidental, como lo iremos demostrando a lo largo de este artículo.
Ahora bien, en el caso del pueblo pumé, esta cuestión de la idoneidad de los
investigadores foráneos puede dilucidarse de otra manera porque –en términos generales
al menos– su aporte ha sido enteramente positivo. Ellos mismos no se cansan de
reconocerlo. Casi todos estos investigadores foráneos, independientemente de su
nacionalidad o enfoque teórico, han sido sus grandes aliados, testigos de su resistencia y
reacción frente a fuerzas opresoras y hasta etnogenocidas; con los estudios de su cultura,
su espiritualidad, idioma, estado de salud, su inserción en el país y ahora en el mundo.
Para citar un ejemplo –que me permito recordar por su relación con el lenguaje– las
profundas investigaciones del maestro chileno fallecido Hugo Obregón y sus
colaboradores, varios de ellos indígenas pumé, han establecido un marco de referencia
de consulta obligatoria para cualquier estudio serio que pretenda profundizar y llevar
adelante sus contribuciones. Sería necesario y urgente publicar en forma crítica y
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ordenada absolutamente todas las obras de Obregón (1984) y sus colaboradores, ya que
hasta el presente solo disponemos de unas pocas, poquísimas, copias mimeografiadas de
la mayoría de sus investigaciones tan valiosas, algunas de las cuales han ganado
premios y reconocimientos internacionales. Estas copias artesanales y rústicas se
produjeron en el ámbito académico de la Universidad Pedagógica Experimental
Libertador (UPEL) de Maracay, donde este importante investigador prestó sus servicios
durante largos años. Pero por razones inexplicables ha sido imposible hasta la fecha
conseguir patrocinadores para publicaciones de mayor calidad y potencialidad con miras
a una difusión mucho más amplia. Sólo últimamente el Ministerio de Educación publicó
una pequeña parte de sus obras.
Otras investigaciones pertinentes, por ejemplo la de la antropóloga Gemma
Orobitg, han tenido mejor fortuna en el mundo académico y ante el público en general,
pero de cualquier manera la dispersión y difícil accesibilidad de la bibliografía referente
a los pumé sigue siendo la regla, si bien merece una mención muy especial el intento de
sistematización que hallamos en las páginas de Los aborígenes de Venezuela (1998),
editado por la Fundación La Salle en conjunto con la Biblioteca Nacional de Venezuela
(volumen IV, bibliografía de 1535-1992). De todos modos, no es en este momento
nuestro propósito referirnos a las investigaciones per se sino en relación con el fuerte
impacto causado en las comunidades, especialmente entre los jóvenes pumé que están
cursando o han realizado estudios en diferentes planteles del país. Algunos de ellos ni
siquiera han tenido la oportunidad de enterarse del contenido real de estos trabajos, dada
precisamente su dispersión y poca accesibilidad, pero sí saben de su existencia y poseen
una idea aproximada de sus afirmaciones y conclusiones y –algo más concreto todavía–
han asimilado bastante bien las propuestas alfabéticas que hoy permiten la escritura del
idioma. Tal vez sea un poco difícil comprender a cabalidad en qué forma una
información tan indirecta y fragmentaria puede influir tan profundamente en la vida de
una comunidad y de sus actores sociales representativos. Parece suceder un poco como
con los estudios de Wilhelm von Humboldt sobre Venezuela, leídos concienzudamente
por pocos, pero citados ampliamente por muchos, casi todos los intelectuales de nuestro
país que aprecian en este autor alemán un investigador polifacético que contribuyó de
manera importante no solo al conocimiento de Venezuela, sino al auto-reconocimiento
del pueblo venezolano. El punto en que queremos insistir es la recuperación, para
algunos casi increíble, del orgullo étnico de un sector importante del pueblo pumé, junto
a la relación de este hecho con proyectos recientes de etnodesarrollo sostenible, que
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abarcaría áreas tales como la economía, la educación, la salud y, por supuesto, el
fomento y difusión de su cultura e idioma.
II
Quiero conectar esta afirmación tan categórica con una experiencia que viví en
fecha bastante reciente y cuyos efectos se prolongan hasta hoy. Tiene mucho que ver
con una investigación que realicé para la UNESCO sobre la Universidad Indígena del
Tauca (2008), la cual –con todas sus limitaciones– constituye una de las experiencias
más exitosas de educación indígena a nivel de enseñanza superior que hoy por hoy
existen en el país, aunque desafortunadamente no ha logrado todavía obtener
reconocimiento oficial de las autoridades de la Oficina de Planificación del Sector
Universitario (OPSU). Para que se comprenda bien mi planteamiento, presentaré sobre
el caso un relato casi biográfico, cuidándome de no acumular demasiados detalles. Hace
muchos años atrás, todavía en pleno comienzo de mi carrera como antropólogo y
lingüista, hice mis primeras visitas a los pumé de Riecito, a raíz de las cuales se fue
conformando esta relación muy especial que hasta hoy sostengo con este pueblo, tal
como lo indiqué más arriba en este mismo trabajo. En esa oportunidad me tocó trabajar
principalmente con un colaborador, el señor Jorge Ramón García, quien me fue
enseñando muchas cosas sobre su cultura, pero sobre todo me introdujo en los distintos
compartimentos de su complicado idioma. Incluso logré trabajar con él en distintas
oportunidades, tanto en su comunidad de Riecito, Estado Apure, como en la propia
ciudad de Caracas donde residió algún tiempo como visitante. Aún posteriormente
mantuve cierta relación con él, pero no fue fácil debido a la distancia, el aislamiento de
esta zona geográfica respecto de la capital donde vivo y trabajo habitualmente, así como
la existencia de muchísimos otros compromisos que requerían mi atención a través de
un periodo muy largo. Sólo accidentalmente y algo después de ocurrido el hecho, me
enteré del fallecimiento del señor García, a cuya familia mandé mi pésame a través de
otros investigadores y amigos.
Cuando comencé a relacionarme hace un par de años con la Universidad del
Tauca, arriba citada, y me fui enterando de las características de su alumnado indígena y
su filiación étnica, supe de inmediato que había un importante grupo de participantes
pumé, de aproximadamente doce miembros, pero cuyo número exacto era variable.
También hay, por supuesto, representaciones similares de otros pueblos originarios:
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pemón, eñapá, yekuana, sanemá, piaroa, warao. Como mi comunicación se realizaba
con el Tauca a través de distintos canales, en algún momento los jóvenes pumé, que ya
me conocían por algunos antecedentes, obtuvieron información de mi teléfono, la
dirección de la oficina y algunas de las actividades a las que me dedicaba a la sazón. Sin
embargo, cuál no sería mi sorpresa cuando un día recibo la llamada de uno de los
muchachos en lengua pumé, prácticamente solicitando y reclamando mi presencia en la
Universidad Indígena para dictarles un taller. Este joven resultó ser nada menos que uno
de los hijos del fallecido Jorge Ramón García, y aunque no me conocía personalmente
había tenido muchas noticias mías a través de su padre y otros familiares, allá en Riecito
y un sector del Capanaparo. La razón de ser de ese taller no me sorprendió tanto, porque
estaba enterado hacía tiempo de que absolutamente todos los equipos juveniles de las
distintas etnias hacían esfuerzos por obtener información certera de los múltiples
aspectos de su cultura y luego producir breves textos monolingües en los distintos
idiomas con fines didácticos y divulgativos, como parte importante de sus actividades
en la Universidad Indígena. Pero se presentaba la particularidad de que la formación
lingüística de estos jóvenes era mínima y la Universidad Indígena no disponía de ningún
presupuesto para contratar los servicios de algún lingüista que los asesorara. De esta
forma, era y aún sigue siendo casi inexplicable cómo todos ellos podían de alguna
manera elaborar o disponer de alfabetos más o menos consistentes para realizar una
transcripción comprensible para ellos mismos y otros lectores, algunas veces indígenas
monolingües, que serían posteriormente los destinatarios de estos materiales.
Lo que sí me sorprendió en relación con esta llamada fue el razonamiento, para
mi lógico y correcto pero de todos modos inusual, que utilizó el mencionado joven para
comprometer mis servicios en esa ocasión. En su llamada, y posteriormente por la
intermediación de otros amigos y amigas, me dio a entender con mucha precisión pero
también con gran respeto, que yo había tenido una amistad y una vinculación muy
importante con su padre al dedicarme largos años atrás a la primera fase de mis estudios
sobre la cultura y el idioma del pueblo pumé. De esta manera, yo venía siendo como un
beneficiario académico de los conocimientos milenarios de extracción colectiva que
posee esta sociedad indígena, y que me fueron transmitidos en primera instancia por el
señor García. “Ahora usted deberá retribuirnos esta información y otros elementos
adicionales que mi padre le proporcionó con el fin de contribuir a su formación
académica y a su vida profesional. Usted aprendió con nosotros y ahora nosotros
queremos aprender de usted, para devolvernos este conocimiento a través de su
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experiencia universitaria. Ahora nosotros, jóvenes pumé, estamos aquí trabajando con
nuestro idioma que todos hablamos perfectamente, incluso hemos inventado o tomado
de nuestra memoria milenaria algunas categorías propias para sistematizar ese
conocimiento. Pero llegó el momento de querer conocer con más precisión nuestra
gramática y perfeccionar nuestra escritura a través de un acercamiento intercultural y
ello implica apoderarnos de las teorías y métodos de la ciencia occidental,
especialmente la antropología y la lingüística. Queremos que usted comprenda que su
presencia aquí es indispensable, no contamos con otro lingüista ni tenemos recursos con
qué pagarle, además ninguno de ellos sabe pumé. Así que tenemos muchas tareas
urgentes por delante, pero lo que más nos interesa es perfeccionar nuestra escritura del
pumé y familiarizarnos con unas técnicas de redacción y traducción, porque no es lo
mismo hablar una lengua que escribirla. Por favor, no nos niegue su colaboración y
fijemos desde ahora una fecha para su visita que podrá ser de pocos días, con tal que
nuestra colaboración tenga más adelante una continuidad”.
No pude negarme, desde luego, a semejante invitación; incluso recordé que en
algunas de mis obras me había referido ampliamente a la forma tan injusta y ventajista
con que algunos investigadores se aprovechan de los conocimientos indígenas en
beneficio propio. De ninguna manera quería caer en mi propia trampa. A la vuelta de
pocos días fijamos la fecha, aprovechando un tiempecito que tenía más o menos libre
para trasladarme al Tauca y dictar el taller correspondiente. Este se desarrolló sin
mayores problemas y tuvo todo el éxito compatible con su brevedad y concisión,
llenando las expectativas de los usuarios, según me pude enterar después a través de los
comentarios que me llegaron por distintas fuentes. Pero lo que me interesa focalizar
aquí es la manera como se desarrolló el taller, sus circunstancias y contextualización, el
tipo de comunicación y transmisión de conocimientos que privaron durante estos días.
Hay que precisar primero que cada uno de los equipos de alumnos indígenas,
pertenecientes a las etnias arriba nombradas, tiene su propia vivienda colectiva bastante
similar a las casas observables en sus lugares de origen. Los pumé tienen también la
suya; allí viven y conviven y es a partir de esa residencia desde donde se comunican con
los miembros de las otras etnias y asisten a las actividades docentes que se les imparten
y otros eventos colectivos. Ahora bien, durante los días que estuve con ellos, todos los
muchachos pumé –salvo uno siempre distinto que se quedaba para hacer la comida cada
vez que nos reuníamos– se presentaban muy disciplinadamente y con toda puntualidad
para recibir y participar en las clases que se habían fijado con suficiente antelación.
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Debo confesar que durante toda mi larga experiencia docente nunca había sido testigo
de tanta disciplina, si bien aún así dominaba en nuestras reuniones una atmósfera de
distensión y camaradería muy propia de las culturas indígenas: nada de imposición
cuartelaria.
Durante estos días hablamos del alfabeto, el sistema sonoro que lo sustenta, las
necesidades y ventajas prácticas que derivaban de una u otra solución para las
dificultades muy propias de este idioma. Aunque la base de esta discusión se centraba
en la fonología, dado que en cualquier idioma los niveles del lenguaje se entretejen
inextricablemente, siempre se hacían menciones colaterales del léxico, la gramática,
aspectos de la cultura que de algún modo guardaban relación con los problemas de
orden lingüístico y sobre todo antropolingüístico. Todos intervenían, algunos más que
otros, pero ninguno dejó de mostrar interés o permaneció sin aportar algo importante y
constructivo. Nunca se oyó una crítica destructiva. No mostraban señales de cansancio o
adormecimiento; más bien era yo quien tenía que ponerle ciertas limitaciones al horario
de trabajo. Prevalecía la sensación de que si hubiéramos tenido que continuar durante un
año, igualmente habrían conservado la paciencia e interés necesarios para avanzar y
lograr los resultados apetecidos. Estaban comprometidos a fondo con su idioma, cultura
y auto-reconocimiento como un pueblo tal vez poco numeroso, pero igualmente dueño
de una identidad y una historia muy definidas, de las cuales se sentían además
orgullosos y con clara perspectiva de futuro. La consigna, tanto explícita como
implícita, era que la cultura pumé nunca se iba a acabar y que tenía por delante un
futuro cada vez mejor bajo todo punto de vista. Pero no había en esto una tónica
populista o demagógica; ellos saben perfectamente que deberán seguir trabajando duro
para estar a la altura de sus propias ideas y expectativas. Tampoco ignoran que nadie va
a lograr estos resultados sino ellos, trabajando por sí mismos y por su cultura.
Ahora, como ya sabemos cuál era el ethos predominante en el grupo allí reunido,
me permitiré hacer unas pocas consideraciones sobre Las dificultades reales, concretas y
puntuales que allí se iban resolviendo. Estaba, por ejemplo, el problema de las vocales
nasales, especialmente aquellas precedidas de alguna de las consonantes igualmente
nasales, es decir “m”, “n”, “ř”, “ñ” y “ng”, las cuales algunas veces mas no siempre
nasalizan automáticamente la vocal siguiente. Ello no es cuestión solamente de agregar
un componente nasal sino también modificar el timbre de las vocales respectivas;
puesto que si bien la “a” nasal no es muy diferente de la “a” oral, la “e” y la “o” nasales
constituyen por su timbre una suerte de compromiso intermedio entre los respectivos
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fonemas vocálicos llamados “e” y “o” cerrada frente a “e” y “o” abierta (representadas
las dos últimas por ε y ω). Esta explicación, llevada a sus últimas consecuencias,
orientaría el presente artículo en el sentido de una contribución a la fonología
descriptiva, lo cual no es nuestro propósito. En todo caso, podría hacerse perfectamente
en otro momento. Inclusive conviene recordar aquí la tendencia generalizada en
diferentes idiomas a presentar menor número de matices fonológicamente pertinentes en
las vocales nasales que en las orales (francés, portugués, yoruba, etc.). Pero para no
quedarnos sin ninguna ejemplificación con relación al idioma pumé real y hablado por
sus usuarios, podemos aducir aun en este contexto poco técnico que en principio,
salvando quizás algunas excepciones, todas las consonantes nasales, menos
curiosamente la “m” y la “ñ”, nasalizan automáticamente cualquier vocal subsiguiente
suprimiendo a la vez la diferencia entre vocal abierta y vocal cerrada. Pero resulta
bastante difícil que un fonólogo universitario de habla no pumé pueda llegar a las
últimas conclusiones sin un apoyo directo, contundente y permanente de no uno sino
varios, tal vez muchos, interlocutores; lo cual lleva a su vez a la necesidad obvia de
dominar el idioma, convertirse en otro interlocutor más, ir adquiriendo cada vez mayor
competencia en la lengua. Y esto no lo hace normalmente ni el mejor de los lingüistas,
quizá no tanto por falta de voluntad, sino por la presión del tiempo, la necesidad de
publicar sus artículos, la escualidez de la beca y tantas otras razones.
Por eso me llenó de tanto entusiasmo ver a los propios jóvenes pumé, cada vez
más duchos en su gramática, discutir entre ellos mismos y anotar variaciones
individuales intralingüísticas, generalmente de alcance micro-regional, para llegar a
conclusiones bastante certeras sobre quién nasalizaba, hasta qué punto, con qué
consecuencias y en qué medida ese componente nasal contribuía a alterar el timbre de
algunas de las vocales del rico inventario pumé. Insisto en que ningún “experto” podría
pretender reemplazar esa experiencia. Aquí voy a citar un solo ejemplo con el
equivalente de la palabra “lastimosamente”: algunos de los jóvenes pronunciaban
khǚřĭdarĭ, y otros khǚřĭdařĭ (el primer ítem tiene como penúltimo fonema una “r” oral;
el segundo una “ř” nasal) –aún perteneciendo a la misma comunidad de hablantes– lo
cual tiene mucha importancia y pertinencia fonológica, ya que por una serie de razones
que lamentablemente tenemos que obviar en este breve trabajo, en este contexto la “r”
(oral) no podría tener como alófono una “ř” (nasal); han de ser por fuerza dos fonemas
distintos aun cuando de muy poco rendimiento “económico” según palabras de André
Martinet. Como dijimos, la fonología pumé es particularmente difícil y delicada, pero
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una vez iniciada la discusión pormenorizada y casuística entre los hablantes, ellos no se
cansan: pueden continuar horas y horas aduciendo ejemplos y señalando pequeñas
diferencias. Esta es una de las caras “etnocientíficas” de la lingüística que nuestros
colegas “occidentales” habitualmente desconocen. De repente pueden fallarles a estos
jóvenes hablantes los términos técnicos, pero cuando no pueden decir “oclusivo”,
“africado”, “nasalizado” ni en castellano ni en ningún idioma que ellos conozcan,
incluyendo el suyo, no les cuesta mayor esfuerzo sustituir oclusivo por “cerrado” o
“fuerte”; para decir africado dan la explicación de que un sonido comienza cerrado y
termina abriéndose, y –adivina, adivino– nasalizar sería simplemente “pasar el aire por
la nariz”. Esto no impide que pronto vayan aprendiendo los términos técnicos e incluso
logren traducirlos al pumé.
Con todo lo importante que es para ellos la fonología, a fin de perfeccionar la
escritura y deslastrarla de homónimos innecesarios producidos por falta de un análisis
adecuado, ni siquiera estos breves días que estuvimos reunidos se agotaron con el sólo
análisis del sistema sonoro de la lengua. Además, ya se sabe que en las culturas
indígenas siempre se pasa del análisis a la síntesis y viceversa; nunca se conforma, por
ejemplo, con un procedimiento hiperanalítico tan caro a los especialistas occidentales.
De esta manera los jóvenes reunidos transitaban libremente entre la fonología y la
gramática, entre ésta y la semántica, para entrar al mundo del discurso y al universo
cultural en general; siempre con la opción de volver a la fonología o a cualquier otro
componente, si la necesidad lo exigía o por mera curiosidad de los participantes. Aun en
el mínimo tiempo disponible surgieron muchos comentarios sobre la conjugación de los
verbos, por ejemplo el papel del género, tan característico en el idioma. Recuérdese que
el verbo pumé distingue el género del interlocutor (masculino, femenino), pero también
el de la persona a quien se refiere el discurso (él o ella). Ciertamente, se hacía mucho
hincapié en la dificultad de traducir de un idioma al otro, incluso tratándose en todos los
casos de jóvenes bilingües muy competentes en ambas lenguas: el bilingüismo españolpumé ya se acerca a los dos siglos de haberse implantado, y no hay en el castellano de
esta etnia prácticamente ningún rasgo de interferencia a partir del idioma nativo. Sin
embargo, cuál no sería mi sorpresa –algo realmente inédito para mis expectativas– al
ver que prácticamente para todos los integrantes del grupo, una docena más o menos,
resultaba muchísimo más fácil traducir del pumé al castellano que hacerlo al revés.
Sería abusivo de mi parte hacer las respectivas conjeturas en este momento, pero
sospecho que en los libros de lectura escritos en castellano –aun tratándose de los más
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simples– se usa muchísimo un lenguaje de corte académico, con palabras sacadas del
diccionario, todo lo cual no se corresponde exactamente con cualquier variante del
español-rural-coloquial, o sea el tipo de lenguaje que dominan los pumé.
III
No dejaré de insistir en que la breve duración de esta experiencia nos impide
profundizar en los resultados y las conclusiones. Pero fue más que suficiente para
percatarme sin asomo de duda de lo importante y lo progresivamente necesario que es el
involucramiento de los propios indígenas en el análisis profundo –tanto científico como
etnocientífico, es decir basado en los cánones cognitivos de su propia cultura– de
cualquier aspecto y detalle de su acervo lingüístico y cultural, sin dejar fuera
absolutamente nada. En este sentido, seguir proclamando con los positivistas que “la
ciencia es para los científicos” no podría ser más contrario a la realidad. Sin embargo,
antes de encaminarme hacia la conclusión de este ensayo, pionero al menos en algunas
de sus consideraciones, quisiera concentrarme en otro punto de la cultura pumé que sólo
marginalmente rozamos en el breve seminario de Tauca, pero que encaja muy bien en el
conjunto de ideas que estamos armando en torno a lo que va siendo la redefinición
colectiva de la identidad pumé. En este caso se trata de retomar un texto que publiqué
hace ya bastante tiempo, pero solamente ahora creo tener la oportunidad y hasta la
experiencia de contextualizar y analizar de una manera mucho más idónea que en mis
primeros años dedicados a la profesión. Sin más preámbulos, pasaré en seguida a un
breve texto bilingüe del señor Carlos Piedra (Mosonyi, 1978), habitante ya fallecido de
una de las comunidades más apartadas de Riecito, cuya inteligencia y elocuencia nunca
dejé de admirar. Tal opinión no es enteramente mía; en respuesta de mis
comunicaciones personales la han compartido colegas y alumnos, y ahora los propios
pumé, algunos de los cuales se están enterando recientemente de la existencia de este
compatriota. Vamos a transcribir en versión bilingüe este aporte del señor Piedra, para
hacer en seguida los comentarios más necesarios y oportunos:
Ahora vivo sin ver a mi abuelo ni a mi padre. Por eso yo vivo inútilmente, como si no tuviera
nada en qué pensar. Hay gente que dice que vivo como si no tuviera uso de razón. Sin
embargo, yo tengo uso de razón y no vivo sin pensar. Al contrario, yo pienso mucho. Yo tengo
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lo mismo que tiene el criollo que me desprecia. Tengo el corazón igual al de él, lo mismo que
los cabellos, los ojos y los oídos.
Mientras existamos nosotros (los yaruro) todo seguirá igual. Si desaparecemos, todo lo demás
morirá. Creen que no valemos nada, pero nosotros no somos tontos. Oímos constantemente
que habrá terremotos, que el mar anegará la tierra y el mundo se vendrá abajo.
Ŷabã kã-hώmãĩ dádεmẽřẽ khõrõ rekode, kã-ámãĩ dádẽmẽ rekode hĩdέřĩ… hãditará tεrakεva
khõřõ rekode, hõřẽtadε mẽřẽ haparεãmĩkhiařĩ… kẽnãdε mẽřẽ doparεãmĩ dopa rekode, hũĩ ñõ
řẽde thavεrε… kωdε pεãhãdi kẽnã mẽřẽ dopa rekode hidέřĩ. Hõřẽtadεmẽdε rekode hĩdέřĩ,
hõřẽtamẽřẽãhudi rekode hĩdέřĩ.
Kωdε ĉiamẽ piohũĩ, ĉiadopa mẽřẽ hĩdέřĩ nĩvε hudi; kωa kõnẽřĩkhĩãhũĩ ĉhĩ hĩ kodε ĉia ĉhĩ
piohũĩ ĉiade, kữ hũĩ, daĉo hõ, ĩbu hũ hĩdέřĩ. ãřõřẽ daekhianữta habaemẽde piothamõ de; ãřõřẽ
davadε pεãrö hudi, hãbopa de ĉhữnĩborε hĩdέřĩ. Ŷabã dabu ωdε ĉia-mẽmẽřẽpapa de ñõãhã
tãrεriö reřẽ hĩdέřĩ . Ui-ãnã hudi mãnãemẽ dida aẽnõbεa dida tãrεriö veřẽ hĩdέřĩ1.
Este texto se caracteriza por una insólita densidad, ya que en pocas líneas
contiene afirmaciones de muy alto contenido filosófico y etnocientífico. Es una lástima
que todo el resto de mis transcripciones de varios discursos del señor Piedra se hayan
perdido, en ocasión de una limpieza general que se hizo en mis gavetas sin mi
participación, cuando esos papeles fueron catalogados como desperdicio para ser
posteriormente eliminados. Había en ellos varios párrafos de indudable interés
etnográfico y autobiográfico, pero también recuerdo que afortunadamente en los
párrafos aquí transcritos están resumidos los planteamientos más significativos. Vamos
a comentar cada tema uno por uno. Comencemos por estas frases:
Hay gente que dice que vivo como si no tuviera uso de razón. Sin embargo, yo tengo uso de
razón y no vivo sin pensar. Al contrario, yo pienso mucho…
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La transcripción práctica del pumé se parece a los símbolos del IPA, de modo que sólo hay que
mencionar los puntos siguientes: la “ε” y la “ω” representan la “e” y la “o” abiertas respectivamente, la
“ö” y la “ü” son la “o” y la “u” no redondeadas; la “ng” es una “n” velar; la “r” suena vibrante simple y la
“ř” es nasal; la “ĉ” es palatal africada; la “b”, “d”, “g” son oclusivas sonoras fortis algo alargadas; la “ñ”
suena como en español; la “v” es fricativa bilabial. Salvo indicación especial, el acento de intensidad cae
en la última vocal de cada palabra, por lo cual no se marca gráficamente mediante el “´”.
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Yo le atribuyo una significación excepcional a la idea de “vivir pensando”, es
decir estar presente en el mundo con la potencialidad de desarrollar un pensamiento. Si
nos fijamos bien en cada palabra y en el contexto en que son utilizadas, es fácil
convencernos de que representan aproximadamente la idea inversa de lo que afirma
Descartes al decir “pienso, luego existo”. Dicho de otra manera, para el filósofo francés,
el pensamiento vendría siendo una condición previa para la vida humana, para la
existencia del ser humano como tal. En algún sentido se trata de un planteamiento
idealista: el pensamiento antecede a la realidad. En las palabras de Carlos Piedra ocurre
exactamente lo contrario: él existe y luego piensa, o por eso piensa. No he creído estar
equivocado cuando en múltiples oportunidades y delante de auditorios bastante variados
he manifestado que en mi lectura, con pretensión de ser lo más desprejuiciada posible,
el orador pumé no solo invierte sino que coloca de pie, sitúa en el terreno de la realidad,
el hecho al que se refiere el filósofo Descartes. He añadido inclusive que esta operación
es comparable al modo como el idealismo de Hegel es reubicado de forma radical en el
materialismo de Marx, aunque por una serie de razones más bien colaterales preferiría
denominarlo realismo. No debemos olvidar que la verdadera oposición semántica se
establece entre realismo e idealismo, mientras que el antónimo de materialismo vendría
siendo espiritualismo. Pero más allá de estas disquisiciones léxicas y semánticas me
importa destacar y subrayar que Carlos Piedra está clarísimo cuando relaciona de una
manera directa y creativa su pensamiento con el hecho de vivir, de estar presente en el
mundo. Sería, por supuesto, injusto pretender que este cacique pumé hubiese
desarrollado una teoría filosófica o algo por el estilo. Pero sin duda, esa afirmación suya
de que el pensar emana del vivir –con cuya emisión invierte el razonamiento de
Descartes– es suficiente para comprobarnos el alto nivel intelectual de esta persona, en
tanto individuo visto dentro de un colectivo con cultura propia, como también en su
calidad de representante directo e inequívoco de esta misma cultura y etnia. Además, la
parte del texto que sigue reafirma sus preocupaciones, aclarándonos al propio tiempo
que su frase anterior, que acabamos de comentar, no era tan solo el fruto de una
“genialidad momentánea”.
Yo tengo lo mismo que tiene el criollo que me desprecia. Tengo el corazón igual al de él, lo
mismo que los cabellos, los ojos y los oídos.
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En este breve enunciado, Carlos Piedra hila su pensamiento con la idea adicional
de la igualdad entre los seres humanos, la equivalencia sustantiva de todo miembro de la
especie. Ahí está implícito también su orgullo étnico. Si sumamos esta afirmación a la
anterior, el resultado pareciera ser que este cacique pumé no solo existe y piensa sino
que niega ser inferior a cualquier otro exponente de la humanidad, aun cuando este
perteneciese a sociedades más privilegiadas. Con todo lo breve de lo hasta aquí dicho,
me parece que el señor Piedra logra redondear el primer aspecto contenido en nuestra
transcripción. Pasemos ahora al segundo párrafo, que también es muy interesante.
Mientras existamos nosotros (los yaruro) todo seguirá igual. Si desaparecemos, todo lo demás
morirá. Creen que no valemos nada, pero nosotros no somos tontos. Oímos constantemente
que habrá terremotos, que el mar anegará la tierra y el mundo se vendrá abajo.
Este parrafito, con todo lo cortísimo que es, lleva en sí una legítima impronta
chamánica. Antes de continuar, tengo que confesar para mis lectores que yo sí soy
creyente y con capacidad de sumergirme en la espiritualidad, el ámbito parapsicológico
y también en el origen divino del universo, el cual para mí no pudo haber surgido de la
nada ni completamente al azar y menos aún carecer de todo orden, sentido y propósito.
En eso declaro diferir categóricamente de los ateos y materialistas, por más que no me
sienta comprometido con ninguna de las religiones institucionalizadas, a las que sin
embargo respeto. Mas igualmente respeto, admito y admiro el verdadero chamanismo,
vale decir el propio de la multitud de los pueblos indígenas y muchos otros no
occidentales; en la medida en que no haya sido suplantado o contaminado por el
mercantilismo, facilismo y otros vicios, productos de una mala aculturación y utilizados
a veces como mecanismos de defensa ante amenazas de etnocidio y represión por parte
de las sociedades dominantes. Por consiguiente, será en este contexto como pretendo
analizar esta parte última del discurso transcrito. Observemos primero que los pumé no
conocen el mar a través de sus sentidos corpóreos, ya que la costa más cercana les
queda a casi quinientos kilómetros de distancia, y hasta hace poco tiempo ningún
miembro de la etnia tuvo acceso directo al mar. Ciertamente, hoy muchos pumé viajan
hasta la costa, pero la palabra “ui-ãnã” (agua-grande) que significa “mar” en este idioma
es mucho más antigua que eso. Hay también otros pueblos alejados de la costa que
igualmente tienen una traducción precisa para el mar como los baniwa, de la familia
arawak, quienes dicen “srúuwapuli”. Si bien sería arbitrario negar la posibilidad de que
los ancestros de estos pueblos, durante un periodo de sus migraciones, hubieran
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conocido alguno de los mares de nuestro continente, también es cierto que todos los
indicadores apuntan a largos siglos, como mínimo, de total alejamiento. Además, en el
caso de Carlos Piedra y de todos los pumé que yo he conocido esa relación con el mar
ha sido íntima, vivencial, sin mediación ninguna, en una palabra perfectamente
chamánica. Es decir, no es un fragmento de mar presente en algún rincón oculto de la
memoria colectiva. Pero analicemos el sentido de “mar” y de sus concomitancias tal
como se presentan en nuestro breve párrafo.
No se requiere mucha imaginación para captar o hasta intuir que algo de lo dicho
por Carlos Piedra en los años mil novecientos sesenta está sucediendo hoy día. Vivimos
en medio y bajo pronósticos de terremotos, maremotos, deslaves, tsunamis, cambio
climático y, por supuesto, deforestaciones –con especial alusión a la cuenca amazónica–
y todo ello aunado a las terribles amenazas que se ciernen sobre los pueblos indígenas
del mundo entero; quienes al defenderse con tal ahínco y hasta ahora con bastante éxito,
siguen constituyendo el principal baluarte para la humanidad actual frente a los peores
desmanes de la destrucción ambiental, llevada a cabo por compañías, corporaciones,
ejércitos e incluso gobiernos irresponsables, de derecha y de izquierda, casi sin
distingos ideológicos. Afortunadamente, quienes nos consideramos aliados del mundo
indígena hace tiempo dejamos de sentirnos solos, ya que en todos estos planteamientos
nos respaldan con claridad en los principios y una rica documentación los máximos
organismos internacionales, cuyas decisiones se han trasladado a su vez a las
constituciones y leyes de casi todos los países del mundo (UNESCO: 2001; UN: 2007).
El que la actuación de las sociedades mayoritarias y dominantes no se corresponda de
cerca con estas ideas claves es también una triste realidad, pero la mayor parte del
mundo científico está claro y la normativa que trata de proteger tanto al ambiente como
a los indígenas interpreta cabalmente la emergencia planetaria que nos envuelve y nos
tiene “atrapados sin salida”. Últimamente surgieron otras voces disidentes –científicos,
ideólogos, políticos, hombres y mujeres de negocios– que tratan de relativizar o
minimizar nuestra megacrisis ecológica y ambiental. Pero su esfuerzo es en vano. De
repente, puede que alguno de los cálculos muy pesimistas sea realmente exagerado;
errores humanos siempre los hay. Mas frente a esa posibilidad nos impacta a diario la
gravedad evidente de la deforestación mundial de la cual solo se ha escapado
parcialmente la Amazonía suramericana. La rápida extinción de las especies biológicas
es un hecho tan obvio que solo un perfecto idiota lo podría negar o caer en la trampa de
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los eternos manipuladores de opinión. La contaminación del campo y la ciudad es
indiscutible y ojalá no sea irreversible. Creo que sobraría agregar más elementos…
Esto nos devuelve al punto concerniente a los pueblos indígenas como
principales defensores de nuestro orbe y su biodiversidad, incluyendo la diversidad
humana. Tal como señalamos en párrafos anteriores, esta constatación no podrá
obliterarse ni con la peor de las mezquindades. Pero no se trata solamente de que los
indígenas han protegido –y lo continúan haciendo– la Tierra durante milenios. Cada
cultura por separado y en comunicación unas con otras han elaborado sus respectivos
discursos por múltiples vías como la mitología, las distintas expresiones de la oralidad,
el arte tangible e intangible, el chamanismo y la espiritualidad en todas sus formas.
Aquí es donde se inscribe lo dicho por nuestro homenajeado Carlos Piedra, mas también
cabe el cacique Seattle, gran representante de la familia etnolingüística salish, con su
famosísimo discurso o discursos que dieron la vuelta al mundo y han sido
merecidamente celebrados (Seattle. En: Puebla: 1994). A decir verdad, él también ha
tenido sus detractores. Se viene tejiendo toda una literatura o subliteratura que insiste en
cuestionar la autenticidad de cualquier texto seattleano, donde curiosamente también
confluyen todas las ideologías: para expresarlo en forma lapidaria, los materialistas de
derecha y de izquierda se dan la mano para abofetear la memoria del digno jefe
amerindio, y de otros como él. Aprovechando que acabamos de entrar en el aniversario
del texto de Seattle, dedicaremos esta parte final de nuestro ensayo a ofrecer nuestro
aporte referido a esta injusta polémica: porque Seattle y muchos otros Seattle –incluso
pueblos enteros con la impronta de Seattle– sí han hablado y sí han dado su veredicto
ambientalista, y ello consta en múltiples testimonios.
El cuestionamiento hacia Seattle arranca a base de una serie de confusiones que
es prudente enfrentar y dilucidar. Acabo de decir que no hay un solo discurso de Seattle
sino varios. Algunos pertenecen, comprobadamente y con todo el aval documental, al
mismísimo cacique, pero otras versiones han sido modificadas y llevan la autoría de
escritores occidentales enamorados de las ideas fundantes que sí provienen de este sabio
indígena. Trataremos de explicitar nuestra posición. Según testimonios existentes,
recogidos por descendientes y familiares del propio Seattle, este importante jefe salish
fue durante toda su vida un orador consuetudinario, poseía un vozarrón y era
carismático a toda prueba, producía discursos excelentes a cuyo efecto contribuyó
también la gran sonoridad consonántica de los idiomas de la costa norte del Pacífico.
Estos hechos han sido estudiados por autores especializados, entre ellos el humanista y
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luchador social venezolano Dr. Frank Bracho, quien le dedicó a este tema varios años de
su vida, como consta en su enjundioso artículo titulado Sesquicentenario de Seattle. El
gran profeta indígena (Bracho, 2005). Mi contacto personal con la tradición seattleana
ha sido más breve pero aun así he tenido en mis manos diferentes textos del cacique
referidos al tema ambiental, entre ellos uno hermosísimo y algo diferente de la versión
más conocida, escrito enteramente en su idioma nativo y traducido literalmente al
inglés. Ahora bien, no tengo ningún empacho en sostener que las distintas elaboraciones
ulteriores, algo más occidentalizadas y ampliadas a partir de la versión que se considera
más representativa y en cierto modo la original, contribuyen a universalizar aún más el
discurso, fortalecer el ambientalismo a nivel mundial, y conformar con todo ello un rico
material que ya, hoy por hoy, es parte importante del patrimonio de la humanidad. De
esta manera una iniciativa de Seattle se ha ido convirtiendo en un bien colectivo,
pluricultural a la vez que intercultural, que ojalá cumpla su cometido en medio de la tan
cacareada crisis mundial. Pero tengo que dejar sentado –y de modo incontrovertible–
que Seattle, su pueblo y sus seguidores, no han sido los únicos creadores del riquísimo
mundo discursivo ambientalista y ecosistémico de origen indígena. En efecto, hasta la
presente fecha no he encontrado una sola cultura originaria de América o del resto del
mundo que de una u otra forma no haya producido una importante contribución a este
ámbito vital de primer orden, no solo a través de su histórica convivencia con la
naturaleza sino paralelamente con muchas y muy variadas manifestaciones de su cultura
simbólica, oral y también plástica. De esta forma, considero que es necesario inscribir
todo el mensaje de Seattle en el amplio contexto de lo que significa la contribución del
mundo indígena y gran parte del mundo no occidental a lo que la conocidísima Cumbre
de la Tierra de Río de Janeiro (1992) reconoció como aporte fundamental a la salud del
planeta. En lo que respecta al presente ensayo, creo haber dejado en claro la parte que le
corresponde al pueblo pumé o yaruro de los llanos de Apure, tan magistralmente
expresada e interpretada por su inolvidable cacique Don Carlos Piedra.
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