47. 10 al 23 de marzo de 2012 PLIEGO MIS VIVENCIAS EN EL MONASTERIO DE SILOS Antonio Gil Moreno Sacerdote y periodista La Cuaresma que acabamos de empezar es un tiempo propicio para ahondar en nuestra búsqueda de Dios, y no pocos –creyentes y no creyentes– deciden hacerlo retirándose a un monasterio, donde por unos días participan de la vida de trabajo y oración de los monjes. Estas páginas recogen la experiencia del autor meses atrás en Santo Domingo de Silos, cuando, compartiendo cantos, rezos y charlas con la comunidad, descubrió que “el silencio monacal no es ausencia de ruidos, sino voluntad de escucha”. Porque solo así, de vuelta a la verdad de la propia vida, uno entiende que el único obstáculo para abrirse a la trascendencia está dentro de cada cual. PLIEGO Días de silencio, vida y oración E n septiembre de 2011, pasé unos días en el monasterio de Santo Domingo de Silos, en “plan monje”, quiero decir, viviendo el silencio exterior e interior; asistiendo al rezo de las Horas, cantadas en un gregoriano sublime, cautivador, por la comunidad de benedictinos; participando también, junto a un pequeño grupo de sacerdotes salmantinos, que se encontraban allí realizando sus ejercicios espirituales, en las charlas dirigidas por un monje, fray Ramón Álvarez; y saboreando lo que significa ese “alejarse” del mundanal ruido, para internarse en el monasterio, en sus galerías pobladas de historia y de ecos de siglos, en sus claustros; sobre todo, el famoso claustro románico donde se encuentra el tan conocido ciprés de Silos, ensalzado poéticamente por Gerardo Diego en un magistral soneto, considerado como uno de los mejores de la literatura española. Junto al ciprés quise colocarme unos minutos, sembrados de eternidad, contemplando el claustro, mientras él me miraba con sus ojos tan perfectos, hechos de piedra y de rumores de pisadas ocultas ya para siempre, entre los pliegues inmensos de sus paredes. Pasé por el claustro, admiré su belleza, contemplé y sentí el silencio que lo rodea y lo abraza entre siglos, sobre todo, a la hora del alba, cuando, desde la hospedería, se cruza para asistir a las Vigilias, cantadas por los monjes en la iglesia. Entre sus detalles, figuran unas letras de piedra en el suelo, ante la escalinata que nos conduce al templo mayor: Haec domus Dei et porta coeli (Esta es la casa de Dios y la puerta del cielo). No se podría decir mejor. En el centro del claustro –en los demás claustros y patios del monasterio–, se encuentran siempre las flores y las plantas. Los antiguos monjes llamaban “paraíso” al jardín situado dentro del claustro. Según el más antiguo de los relatos bíblicos de la creación, Dios colocó al ser humano en el jardín del Edén, en el paraíso. El hombre fue expulsado de él porque transgredió el 24 orden establecido por Dios. Pero desde entonces, desde aquellos tiempos inmemoriales, el anhelo del paraíso perdido alienta en el corazón humano. Los monjes realizaban este anhelo en sus jardines. Plantaron jardines llenos de armonía en los que reinaba la paz entre los seres humanos, las plantas y los animales; jardines en los que todo obedecía a un orden. Todavía hoy son lugares repletos de silencio, así como de agradables fragancias. El monasterio de Silos, aunque no en su actual configuración, se remonta a la época visigótica (siglo VII), si bien se desvanece durante la ocupación musulmana. En el siglo X, llamado aún San Sebastián de Silos, y en especial durante el período en que el conde Fernán González gobierna en Castilla (930-970), vuelve a surgir la comunidad monástica, alcanzando una pujante actividad que nuevamente decae bajo las razias de Almanzor. Tras tantos avatares históricos, en 1880 se establece una nueva comunidad de monjes benedictinos llegados de la abadía francesa de Ligugé. ADENTRARNOS EN EL MISTERIO Vivir unos días en Silos es una experiencia única, porque es como si detuviéramos nuestra vida y, en vez de que nos “detenga el hospital” (que es, sin duda, la gran barrera que detiene los afanes y prisas del hombre moderno), somos nosotros los que detenemos y aparcamos esas prisas, abriéndonos a la soledad y al silencio. Antonio Gil Moreno Vivir en el monasterio es tomar el pulso al misterio, palpar la trascendencia, extasiarse con las melodías monacales, convertidas en columnas blancas de plegarias que suben a las alturas de ese Dios al que el monje alaba en sus cantos, invoca en sus oraciones y contempla como Padre que le lleva de la mano, con infinita ternura. El monasterio, por dentro, es un oasis de espiritualidad, ciertamente, pero también un clamor silencioso, rebosante de metáforas y pequeñas lecciones. Metáfora viva es el claustro románico, un recinto separado del resto por sus cuatro lados y abierto al infinito por arriba. Es símbolo del infinito conocer y querer del hombre. El claustro bien podría ser, en este sentido, un símbolo de la mirada humana, según aquellos versos de Antonio Gamoneda: De vivir poco, de un hombre contenido, tenso hacia dentro, solo como el pájaro libres quedan puros los ojos. Necesitamos ojos como los del claustro –ojos como los del poeta–, para volar con la tensa libertad de la pregunta sin respuesta definitiva en este mundo. Necesitamos ojos para mirar lo que no podemos ver con claridad, lo que nos desconcierta en su misterio. No es el claustro un lugar para retirarse huyendo del mundanal ruido, sino, más bien, un lugar para volver, desde él, al mundanal ruido. Un lugar para volver a las preguntas radicales de la existencia, tan vivas entre los ruidos del humano quehacer. Porque de lo que no se trata, cuando uno se retira a un monasterio, es de huir del ruido, sino de “aprender a escucharlo”. No es el silencio ausencia de ruidos, sino voluntad de escucha. Y la voluntad de escucha de lo que no merece ser escuchado, de lo que solo parece ruido y vacío, es la posición más personal y vulnerable del que ama. Que aquello de lo que todos huyen se atreva a creerlo digno de ser escuchado es una posición arriesgada por su parte. Pero la persona humana se hace íntima EL CIPRÉS DE SILOS de sí, solo de esta manera: haciéndose íntima de lo que aparentemente rechaza toda intimidad. Con la clarividencia de Pascal, nos preguntamos: ¿quién no ve al hombre volverse infeliz mientras busca la felicidad?, ¿quién no ve al hombre aturdido por sus propios ruidos, mientras huye del ruido en busca del silencio? De dos maneras se vive para la verdad. Para unos, la verdad está siempre lejos, siempre mantiene airosa la figura del ideal. Por eso hay que buscarla lejos de lo cotidiano, lejos del ruido de la vida dividida por el ajetreo, entre el ora et labora, entre el ocio y el negocio, entre el aburrimiento y la diversión. Para otros, en cambio, la verdad no está lejos, sino tan cerca como lo está uno de sí mismo. Es la verdad de quienes la dan en su propio nombre antes de defenderla en nombre de un ideal de verdad. Y dar la verdad es vivir de ella, vivir de la verdad de la propia vida, sin la que ninguna verdad absoluta merece crédito. Necesitamos esta verdad de la propia vida, necesitamos vivir de ella en medio del ruido y del ajetreo cotidiano, necesitamos escucharla allí donde se encuentra la Palabra del Señor: “En tu corazón y en tus labios”. Porque la verdad que se cree poseer hay que defenderla y, defendiéndola, la dejamos indefensa ante su enemigo más invisible: nosotros mismos. En cambio, la verdad de la que vivimos, aquella por la que nos dejamos poseer, como se deja poseer todo el que escucha por aquello que escucha sin llegar a entenderlo del todo, permanece siempre a salvo de nosotros mismos y puede, por ello, erigirse en fundamento de toda verdad absoluta. Ya es vieja, pero muy actual, la frase de un gran teólogo alemán, que aseguraba que el cristiano de hoy, si quiere mantener en pie su fe, tiene que ser un tanto contemplativo, y con esta afirmación no nos invitaba a ir más allá de una experiencia personal de Cristo y su acción salvadora, que encuentra su hogar en la lectura y en la escucha de la Palabra, como cobijo que nos defienda de nuestras propias debilidades y baluarte que nos haga fuertes ante las embestidas del exterior. No resisto la tentación de evocar aquel poema de Gerardo Diego, que desgrana en sus versos no solo las metáforas más bellas del ciprés, sino sus profundos significados: Enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas el cielo con tu lanza. Chorro que a las estrellas casi alcanza devanado a sí mismo en loco empeño. Mástil de soledad, prodigio isleño, flecha de fe, saeta de esperanza. Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza, peregrina al azar, mi alma sin dueño. Cuando te vi señero, dulce, firme, qué ansiedades sentí de diluirme y ascender como tú, vuelto en cristales, como tú, negra torre de arduos filos, ejemplo de delirios verticales, mudo ciprés en el fervor de Silos. LO QUE ENCONTRAMOS EN EL MONASTERIO Los días que pasamos en el monasterio desembocan en la vuelta a la verdad de la propia vida en medio del ruido que la envuelve, pero a salvo para quienes estén dispuestos a salvarla, volviendo al ruido en el que nada parece digno de ser escuchado. Monje es el que vive unido a todos, uno por uno. Por eso, a un monje le toca hacer de todo en el monasterio. ¿Qué nos encontramos en el monasterio de Silos, a la llegada? Los que llamamos al timbre de la puerta principal del monasterio, para pasar allí unas jornadas de paz y de silencio, nos encontramos: ◼ Un monje que nos abre la puerta, nos saluda y nos conduce a la celda. Nos entregará dos llaves: una para la calle, entradas y salidas, y otra para caminar por el interior del monasterio, hasta la iglesia, o pasear por la huerta. ◼ Paz, una inmensa paz, y tramos de silencio absoluto. ◼ La asistencia al rezo-canto de las Horas, desde Vigilias, a las seis de la mañana, hasta Completas, al filo de las diez de la noche. ◼ La posibilidad de un encuentro con los monjes, con el hermano hospedero o con los monjes que atienden el comedor de la hospedería. ◼ La posibilidad de encuentros con las personas residentes en la hospedería. ◼ La posibilidad de acceder a la iglesia, cuando gustemos, o a la capilla que se encuentra en la galería de las celdas de la hospedería. ◼ Tiempo de silencio para la meditación personal. ◼ Paisajes para visitar, tanto alrededor del monasterio como a pocos kilómetros. ◼ La posibilidad también de una charla a fondo sobre nuestra vida con alguno de los monjes. ◼ Si algunos lo desean, alguna pequeña excursión por los alrededores o pueblos cercanos al monasterio. En unas hermosas reflexiones, el abad de Silos, Clemente Serna, nos dice: “En nuestro caminar humano es fundamental, también necesario, tomar conciencia clara y nítida de que nos encontramos de paso en este bello planeta, con sus luces y sombras. No se trata, sin embargo, de asustar o acobardar a nadie, sino de asumir una realidad que no admite subterfugios. Somos conscientes de que comenzamos a existir en un momento concreto y de que, también en otro momento concreto, se extingue nuestra presencia fisica en la Tierra. Por eso mismo, es poco recomendable meter la cabeza debajo del ala y no querer darnos por enterados de nuestra propia realidad. Asustarnos nos induciría a llevar una vida arrugada, encogida, amedrentada. De ahí la importancia de estar muy convencidos de que sí vale la pena acoger la realidad 25 PLIEGO tal y como es. Siempre será positivo ‘vivirla a tope, con entereza, sin miedos ni recelos’. Esto nos exige ser muy conscientes de nuestra propia grandeza y dignidad. No olvidemos que somos criaturas creadas por Dios mismo; que somos seres racionales con capacidad de decisión, de programación y de llevar adelante grandes y hermosos ideales, tanto humanos como espirituales”. El monasterio de Silos constituye, sin duda, un buen escenario para “descubrir el horizonte de esos ideales” de nuestra vida. Su silencio abierto al infinito, nos invita a pensar y a interrogarnos: ◼ “¿quién soy? ◼ ¿de dónde vengo? ◼ ¿a dónde voy? ◼ ¿en qué lugar me encuentro?”. Silos nos dirá al oído, como “un susurro de Dios”, que urge la respuesta a la llamada de “realizarnos en plenitud”. Lo cual requiere tener una conciencia clara de nuestra propia dignidad; también de la dignidad de los demás. Esto nos permite ser nosotros mismos; no hojas secas que se las lleva el viento que más sopla. Nos permite “afianzarnos” en nuestras verdaderas señas de identidad, para caminar así con ilusión y esperanza por los senderos de la historia. El abad de Silos nos comunicará un pequeño-gran secreto: “Lo que de verdad nos importa, lo que anhelamos, es la felicidad auténtica del corazón. Algo, por otra parte, a lo que aspira de modo natural todo ser humano. No olvidemos que es aquí donde nos jugamos nuestra propia realización: es el camino del seguimiento continuo y gozoso de Cristo”. MEDITACIONES DE UN MONJE Durante mi estancia en el monasterio de Silos, he podido disfrutar de varias charlas del monje fray Ramón Álvarez, dirigidas a un grupito de sacerdotes salmantinos que pasaban allí unos días de retiro. Entre los hermosos mensajes que el monje nos ofreció sobre la oración, me gustaría destacar algunos: ◼ Donde hay dolor por el pecado, puede haber una experiencia de oración. ◼ Recordad aquella hermosa plegaria de los Padres de Oriente: 26 Oh dolor mío, que estás en mi corazón, conviértete, de “piedra de tropiezo”, en trampolín… ◼ Hay algunos que “se acicalan” antes de presentarse ante Dios. ◼ No hay que acicalarse. El hijo pródigo vuelve a casa y no se le ocurre presentarse bien vestido. El Padre absorbe su pobreza, sus errores, su pecado. ◼ No olvidéis que es “de lo feo” de lo que quiere curarte Cristo. ◼ Cristo conoce el fondo de nuestros corazones. Su visión es como “la de los rayos X”. Por eso, nuestra miseria puede ser una puerta de entrada en el misterio de la Trinidad. ◼ La oración es una expresión de confianza en Dios, nuestro Padre. ◼ Los Padres del desierto nos dicen que tengamos esa imagen de Dios. ◼ Demos todo “sin hacer inventario”. ◼ Nos nos preocupemos de las distracciones en la oración. Entre los diez consejos que suelen ofrecerse para orar, aparece este: “No te preocupes de las distracciones: el sol te calienta y te broncea aunque estés distraído”. ◼ Dios espera de nosotros un grado muy grande de confianza. ◼ A veces, adopta la actitud del que es duro de oído, pero es para que nosotros perseveremos y cultivemos insistentemente la virtud de la confianza. ◼ Dios nos abraza y “nos pone en el suelo”, pero para que nos apoyemos en nuestros pies. ◼ Orar nos hace “entrar en los planes de Dios”, en las perspectivas de Dios. ◼ Los planes de Dios están abiertos al hombre: no somos actores que hacemos un papel. Somos amigos de Dios y sus planes están abiertos. (Abraham sufrió una decepción, pero su ruego le hizo comprender y entrar en los planes de Dios). Así, el hombre se hace coprotagonista de los planes de Dios. ◼ Dios nos instala en su omnipotencia, que es una omnipotencia de amor. ◼ Orar es dejarse seducir por el rostro de ternura de Dios, que, a veces, se hace esperar, pero que nunca se olvida de nosotros. ◼ Orar es mirar a Cristo, descansar gracias a Él, en el Padre, y recibir cada instante de la vida como un don de ternura. ◼ Orar supone un aprendizaje largo: colocarnos en la presencia de Dios hasta ver su rostro. ◼ La oración llega a su madurez cuando “dejamos de ser hablantes” y nos convertimos “en oyentes”; cuando resuena en nosotros la voz de Dios, la Palabra de Dios, el amor de Dios. ◼ Hacemos el silencio y dejamos que sea Dios el que nos hable y nos guíe. ◼ La oración tiene su pleno sentido “como escucha y como abandono en la voluntad y en los planes de Dios”. LA HUMANIDAD, DESDE EL MONASTERIO El padre Moisés Salgado es el maestro de novicios en el monasterio de Silos. En plena madurez, 59 años, vive feliz en la realización absoluta de su vida contemplativa. Como nos encontramos en los últimos días de septiembre, tiene lugar en la huerta del monasterio la recogida de las nueces. Fray Moisés me enseña sus manos ennegrecidas por ese trabajo que supone un gran esfuerzo. Son los monjes los que se encargan de “enfrentarse” a los nogales para recoger su fruto. Tiene la delicadeza de dedicarme un buen rato: primero en la huerta, en un paseo tranquilo, a media mañana; y después, en el recibidor que tienen los monjes, junto a la portería de la hospedería. el padre Moisés tiene una mirada directa y, a la vez, profunda, y su voz resalta en el rezo de las Horas, al entonar las antífonas y los salmos. es un hombre de profundas inquietudes humanas y religiosas. Sale el tema de vivir la vida contemplativa temporalmente, por períodos de meses o de años. Y fray Moisés me expone su punto de vista: “Cada vez son más los laicos de edad madura, separados o divorciados, así como sacerdotes, que desearían ingresar en alguno de los monasterios tradicionales o, cuando menos, hacer una vez en su vida una experiencia monástica cronológicamente reducida. Hoy no es posible realizar esto en los monasterios tradicionales por varias razones de peso: los hijos, la inexistencia de una nulidad canónica, la estructura y misión propia de los monasterios tradicionales, cuya identidad hay que preservar a toda costa… Por eso, pienso que sería interesante que el espíritu Santo soplase a alguien para que creara un monacato especial dentro de la iglesia. Sería un monacato pensado precisamente para este tipo de personas, de carácter ‘temporal’ (no perpetuo), es decir, abierto a todo el que desease hacer una experiencia monástica cronológicamente reducida: unos meses, un año, varios años, quizás en algunos casos, toda la vida. ¡Sería enormemente enriquecedor para muchos hombres y mujeres de hoy, y también para los sacerdotes que lo desearan!”. la sugerencia del padre Moisés representa, sin duda, una novedad y, ciertamente, plantea esas nuevas situaciones de tantas personas como quieren vivir la experiencia de una vida monástica, sumergiéndose en la contemplación y en la oración. nuestro encuentro con el maestro de novicios es rico en ideas, sabroso en mensajes, luminoso en sugerencias. Y le pregunto, ya en la intimidad y confianza, abiertos a las confidencias: – ¿Qué te ha enseñado el monasterio, Moisés? – Me ha enseñado a ver, a palpar, ¡la pobreza del ser humano! – Me ha enseñado a ver, a palpar, ¡la ceguera del ser humano! – Me ha enseñado a ver, a palpar, ¡el misterio del mal! – Y que todo esto, sin Dios, tiene una difícil solución. Y me va desarrollando cada paisaje: el de la pobreza (“no somos nada, cuánta debilidad en el ser humano, lo necesitamos todo”); el de la ceguera (“estamos ciegos, cerrados a lo más importante, alejados de los manantiales del bien y de la bondad, perdidos en mil laberintos que nos hacen tropezar mil veces, y caernos, y sufrir derrotados”); el terrible panorama de las maldades humanas (“cuánto dolor, cuánto sufrimiento, cuánta sangre inocente derramada”). el encuentro con el padre Moisés ha sido una verdadera delicia. Me desvela algunos secretos del monasterio, su alegría de ser monje, la vitalidad de su entrega al Señor, la esperanza de nuevas vocaciones. le agradezco sus palabras y el haberme dedicado más de una hora de charla, de confidencias, de aliento para seguir caminando. Ciertamente, tras nuestro encuentro, Silos ya es para mí manantial de dones y de gracias. SILUETA DE LOS MONJES Fray ramón Álvarez nos hablará también al grupito de sacerdotes sobre la vida monacal. Dice cosas preciosas. traza algunos rasgos sobre la silueta de los monjes. Y nos dice: ◼ el monje de hoy es un testigo más intenso de la trascendencia. ◼ el monje de hoy es un testigo de esperanza escatológica, porque la vida humana no está destinada a terminar con la muerte. la vida tiene un horizonte más hermoso. ◼ el monje de hoy está llamado a dar testimonio de esa presencia de Dios en la vida. ◼ el monje tiene el papel de “provocador”: “Suscitamos preguntas”. ◼ el monje es un signo del Absoluto. ◼ el monje abre la claraboya en el techo para ver el cielo. en sus palabras, fray ramón incide en la oración, necesaria para no sentirnos huérfanos. Sencillamente, porque el hombre, cuando “corta” con Dios-Padre, se queda huérfano, sintiéndose como perdido en el mar de la historia. en cambio, el hombre de fe es como un árbol, al borde de la acequia. Al final de sus charlas, el monje nos deja algo así como “un recado urgente”, como un consejo de referencia: “orad, haced oración”. Y nos subraya: “A veces, lo urgente puede primar sobre lo necesario, y ‘quejarnos’ de que no tenemos tiempo para hacer oración. el abandono de la vida espiritual –nos dirá el padre ramón– puede llevarnos y nos llevará de hecho a perder las señas de identidad”. tuve también el privilegio, durante mis jornadas en el monasterio de Silos, de poder conversar despacio y reposadamente con este monje que nos ofreció sus charlas. en la distancia corta, el padre ramón se muestra cercano, comprensivo y, a la par, con un tono convincente que le hace proponer los valores del reino de Dios como camino de felicidad. transmite paz, sosiego, esperanza, sublimidad, sencillez. Su voz y sus palabras me recordaban en muchos momentos aquellas otras LA ORDEN BENEDICTINA La Orden de San Benito es la familia religiosa dedicada a la contemplación, fundada por san Benito de Nursia, que sigue su Regla, dictada a principios del siglo VI para la abadía de Montecassino. Benito de Nursia contribuyó decididamente a la evangelización cristiana de Europa, por lo que es patrón del continente. Actualmente, la orden está extendida por todo el mundo. El ritmo de vida benedictino tiene como eje principal el Oficio Divino, la Liturgia de las Horas, que se reza siete veces al día, tal como san Benito lo ordenó. Junto con la intensa vida de oración en cada monasterio, se trabaja arduamente en el servicio de la hospedería, en diversas actividades manuales, agricolas, etc. para el sustento y el abastecimiento de la comunidad. 27 PLIEGO palabras de Benedicto XVI a los jóvenes en Cuatro Vientos, el pasado 20 de agosto de 2011: “Dios nos ama. Esta es la gran verdad de nuestra vida y la que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o de la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios”. LAS COLUMNAS DE LA VIDA MONÁSTICA Las columnas que sostienen la vida de una comunidad monástica benedictina son: ◼ La búsqueda de Dios. ◼ La celebración regular de la Liturgia de las Horas y, especialmente, de la Eucaristía. ◼ El trabajo. ◼ La fraternidad entre los monjes. ◼ La lectio divina o meditación constante de la Escritura. O dicho brevemente, y como eslogan: Ora, labora et lege (Reza, trabaja y lee). ◼ Ora: busca a Dios que quiere ser encontrado. De ahí nace la nueva y verdadera vida. ◼ Labora: trabaja. Hacer el trabajo que Dios quiere y como Dios quiere. ◼ Lege: lee. Lo que podemos denominar la “cultura cristiana”. La lectura es importante. Son muchos, muchísimos, los cristianos que, además de su testimonio personal, nos han regalado el poder conocer por medio de sus escritos, sus vivencias personales, sus valores, sus compromisos, su sabiduría… La lectura de estos escritos ha llevado a muchos a mejorar y profundizar su relación personal con Dios, a darle más calidad a sus tareas y comprender mejor el sentido de la vida. Esta fabulosa riqueza está a nuestro alcance. ¡Y la necesitamos! Joseph Ratzinger, en su última visita a la abadía de Montecassino, la encina secular plantada por san Benito, cuatro veces destruida y otras tantas levantada como signo de que el mal no prevalecerá sobre la historia que inició Jesús, nos regaló este hermoso pensamiento: “La fe vivida en los monasterios generó la cultura de la palabra y de la música, el amor al trabajo y una comunidad armónica y en paz. Mantener vivas esas dimensiones esenciales del alma 28 europea solo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es decir, el quaerere Deum, el “buscar a Dios” como compromiso fundamental del ser humano, que no se realiza plenamente ni puede ser realmente feliz sin Dios”. Y allí mismo, en el monasterio, Benedicto XVI musitó con aire de plegaria estas hermosas palabras: “Resuena el eco de la exhortación de san Benito a mantener el corazón fijo en Cristo, a no anteponer nada a Él. Esto no nos distrae; al contrario, nos impulsa aún más a comprometernos en la construcción de una sociedad donde la solidaridad se expresa mediante signos concretos. Pero, ¿cómo? La espiritualidad benedictina, que conocéis bien, propone un programa evangélico sintetizado en el lema: ora, labora et lege, la oración, el trabajo y la cultura”. La lectio divina, aunque puede que sea la dimensión popularmente más desconocida de la vida monacal, juega un papel muy importante en la estabilidad espiritual y afectiva del monje. El hecho de que el horario comunitario les posibilite tener una o dos horas cada día de silencio, de lectura pausada, relajada, disfrutada, orada, es probablemente una de las cosas que ayudan más a mantener aquella alegría que todo el mundo desea encontrar cuando va a un monasterio. Para que el huerto de la vida espiritual no se seque, conviene que lo reguemos. Asistir a la celebración de la Liturgia de las Horas y, sobre todo, a la Eucaristía, siempre está a nuestra mano para ir manteniéndose mínimamente en forma en la dimensión religiosa; otra manera de ir regando las flores de las virtudes e ir teniendo cuidado del orden del mundo interior es la lectura serena de la Palabra de Dios. En sus charlas, fray Ramón Álvarez, nos dirá que leer es: ◼ poner en movimiento nuestra imaginación, ◼ remover sensaciones, ◼ despertar recuerdos buenos y amargos, ◼ y engendrar esperanzas. LA ‘LECTIO DIVINA’ Y, en la lectura de los relatos bíblicos, todo eso que se mueve dentro de nosotros se puede convertir en plegaria confiada. El padre Ramón dedica una de sus charlas a hablarnos de la lectio divina: “Llamamos lectio divina a ese acercamiento reverencial, orante, al texto bíblico. Es hacer “lectura de Dios”, como dice el título de un libro del P. García Colombàs, monje de Montserrat, que ha tratado el tema. Es lectura de Dios porque, leyendo poco a poco, vamos respirando el aire puro del mensaje evangélico que nos ayuda a leer nuestra vida desde las claves de interpretación propias de un seguidor de Cristo”. El monje Guigo, el cartujo (siglo XII), explica la lectura en cuatro momentos: ◼ Lectio: la lectura atenta del texto. ◼ Meditatio: dicha lectura se transforma en reflexión y aplicación. ◼ Oratio: surge el diálogo confiado con Dios. ◼ Contemplatio: abandono a lo que me provoca el amor de Dios. 1. Ponernos delante de un texto es iniciar un diálogo con el autor. Y, para conversar, es necesario escuchar, intentar comprender, ir más allá de las palabras e intuir no solo lo que el otro dice, sino lo que quiere decir. Escuchar quiere decir tambien “entrar en una misma sintonía y empatía para poder captar lo mejor de lo que el otro nos quiere aportar”. Escuchar es hacer el esfuerzo de entrar en el imaginario del otro, captar cómo ve él el mundo, cómo se lo representa, etc. Dialogar, por otra parte, también es “criticar”, “discernir” lo que se nos dice, tomar conciencia de si estamos de acuerdo o no con el mensaje que el otro o el texto dicen de una manera explícita o implícita. 2. El segundo grado de la lectura de la Sagrada Escritura, según la metodología monástica, es la meditatio: descubrir lo que el texto me dice a mí. ¿Qué quiere comunicarme el Señor? ¿Cuál es su mensaje? 3. El tercer grado de la lectura es la oratio, con los sentimientos que provoca el Espíritu Santo en mi interior. Expreso mis propios anhelos, mis miedos y angustias. De alguna manera, yo contesto a lo que me dice, le ofrezco mi respuesta a sus preguntas, le contesto a lo que me sugiere o quiere de mí. 4. El cuarto grado de la lectura es la contemplatio: cuando uno siente la presencia de Cristo o de Dios a través del Espíritu Santo y ya no puede dudar de esa presencia. Las palabras sobran, y solo el silencio habitado por la presencia del Amado puede convertirse en la expresión más diáfana de comunión y de unión. La contemplación es la culminación de todo el proceso. La contemplación es como la elevación del alma sobre sí misma, que, suspendida en Dios, saborea las dulzuras de la delicia eterna. Ya no se trata de lo que dice el texto, ni de lo que me dice, ni de lo que yo le digo a Dios. Se trata más bien del silencio que tiene lugar cuando ya se han dicho todas las palabras. Es como el sabor que queda en el paladar cuando uno deja de comer, o como el rescoldo que queda en un fuego al que ya no se le EL CLAUSTRO El claustro de Silos es de doble planta, siendo la inferior la más antigua y de mayor mérito. Forma un cuadrilátero de lados ligeramente desiguales, de los que el menor mide 30 metros y el mayor 33,12 metros. Los lados norte y sur constan de 16 arcos, mientras que los lados este y oeste de solo 14. Los arcos son de medio punto y descansan sobre capiteles que, a su vez, lo hacen sobre columnas de doble fuste monolítico de 1,15 metros de longitud; solo los soportes centrales de cada galería están formados por fustes quíntuples, salvo uno de ellos, el del lado norte, que es cuádruple y torsado. El claustro inferior debió levantarse a finales del siglo XI, camino del XII, mientras que el claustro superior se construyó en los últimos años de ese mismo siglo. En el plano artístico, lo más destacable es la colección de 64 capiteles de que consta el claustro bajo y los relieves que ornamentan las caras interiores de las cuatro pilastras que forman los ángulos de la galería, con las siguientes escenas: ▪ Ángulo sudeste: La Ascensión y Pentecostés. ▪ Ángulo noreste: El Sepulcro y El Descendimiento. ▪ Ángulo noroeste: Los discípulos de Emaús y La duda de santo Tomás. ▪ Ángulo suroeste: La Anunciación a María y El árbol de Jesé. echan más troncos. Ya no hay palabras, solo música. Ese murmullo entre los labios mantiene nuestro espíritu en comunicación con Dios. Sin embargo, este momento de la “contemplación”, no nos aleja de la realidad, no nos sumerge en mundo de fantasías, sino que nos devuelve más lúcidos a la realidad, más conscientes de quienes somos y de cuál es el sentido de nuestra vida. Es una gozada escuchar al monje, y cómo nos explica lo que significa la lectio divina. Gracias, fray Ramón. ASÍ CONTEMPLA EL PAPA LOS MONASTERIOS Meses atrás, a mediados de octubre pasado, Benedicto XVI visitó el monasterio de Serra San Bruno, rezando vísperas con los cartujos, a los que ofreció preciosos mensajes aplicables a todos los recintos contemplativos: “Cada monasterio es un oasis en el que, con la oración y la meditación, se excava incesantemente el pozo profundo del cual tomar el agua viva para nuestra sed más profunda (…). El progreso técnico ha hecho más confortable la vida del hombre, pero también más agitada y, a veces, convulsionada. Algunas personas ya no son capaces de permanecer largamente en silencio y soledad. El monje, dejando todo, por así decir, 'corre el riesgo': se expone a la soledad y al silencio para vivir solo de lo esencial y, precisamente al vivir de lo esencial, encuentra también una profunda comunión con los hermanos, con cada hombre”. Según el Pontífice, “a veces, a los ojos del mundo, parece imposible permanecer durante toda la vida en un monasterio, pero, en realidad, toda la vida es apenas suficiente para entrar en esta unión con Dios, en esa realidad especial y profunda que es Jesucristo. ¡Por eso he venido aquí! Para deciros que la Iglesia tiene necesidad de vosotros, que vosotros tenéis necesidad de la Iglesia. Vuestro puesto no es marginal en el Pueblo de Dios. Somos un único cuerpo, en el que cada miembro es importante y tiene la misma dignidad, y es inseparable del 'todo'. También vosotros, que vivís en un voluntario aislamiento, estáis en realidad en el corazón de la Iglesia, y hacéis que 29 PLIEGO corra en sus venas la sangre pura de la contemplación y del amor de Dios”. Así contempla Benedicto XVI la vida monástica, el recinto de los monasterios, la verdadera figura de los monjes. Así los definió san Teodoro Estudita: Es monje el que tiene ojos para solo Dios, deseos para solo Dios, atención a solo Dios. Es monje aquel que, queriendo servir a solo Dios, en paz con Dios, se convierte en causa de paz para los demás. El papa Benedicto XVI ha subrayado también la función de los monasterios con estas palabras: “Los monasterios tienen una función muy importante en el mundo, diría indispensable. Si en el Medievo fueron centros de saneamiento de los territorios pantanosos, hoy sirven para ‘sanear’ el ambiente en otro sentido: a veces, de hecho, el clima que se respira en nuestras sociedades no es salubre, está contaminado por una mentalidad que no es cristiana, y ni siquiera humana, porque está dominada por los intereses económicos, preocupada solo por las cosas terrenas y carente de una dimensión espiritual. En este clima, no solo se margina a Dios, sino también al prójimo, y las personas no se comprometen por el bien común. El monasterio, en cambio, es modelo de una sociedad que pone en el centro a Dios y la relación fraterna. Tenemos mucha necesidad de los monasterios tambien en nuestro tiempo”. CONVERTIRNOS EN “PEQUEÑOS MONASTERIOS” Termina mi estancia en el monasterio de Silos, cuando comienzan a celebrarse solemnemente las bodas de plata monacales de fray Ramón Álvarez y las bodas de oro de otro monje benedictino, en una Eucaristía presidida por el abad, Clemente Serna. Es una gran jornada para los monjes. La verdad es que, al salir, podemos tener la sensación de que también nosotros, cada uno de nosotros, somos como “un pequeño monasterio”: con su iglesia, sus celdas, sus claustros, sus silencios, sus murmullos de Dios… En el momento de preparar de nuevo la bolsa de viaje, y dejar libre la celda de la hospedería, no deberíamos 30 olvidar “llevarnos” algunas prendas elementales: ◼ el silencio interior que se respira en el monasterio, ◼ la paz de sus galerías y de sus claustros, ◼ el clima de oración y de alabanza al Señor, ◼ el buen trato de los residentes en la hospedería, ◼ la sencillez, excelente disposición de acogida y trato de los monjes, ◼ su espíritu de familia, ◼ el poema de Gerardo Diego al ciprés de Silos, ◼ las luces y dones recibidos durante nuestra estancia, ◼ los mensajes que recibimos de algún monje en particular, ◼ los propósitos realizados, ◼ el despertar de la aurora con los cantos de los monjes, ◼ la bendición del abad al final de la jornada tras el rezo de Completas, ◼ el último silencio del día, abierto al misterio, UN ÁRBOL-SÍMBOLO Evoco aquí otro de los sonetos dedicados al ciprés de Silos, el de Miguel Manso García, que, sin haber tenido la resonancia de los versos de Gerardo Diego, bucea hermosamente en la espiritualidad de un árbol-símbolo. Dice así: Hermoso ciprés que mira airoso al limpio y claro cielo de Castilla. Presides en el claustro silencioso la piedra convertida en maravilla. Los monjes te acompañan con sus preces celebrando la grandeza del entorno. Son testigos que te obsequian como adorno con el canto hecho arte de sus voces. La palabra del que observa queda muda. Te asemejas a una vela verde, austera, que al amor de la llama y de la cera invitase al espiritu que llega a salir de la angustia y de la duda. Yo te veo, siento y creo que eres paz y sosiego en mi camino. Cobíjame en tus ramas, finos hilos, y cuida de mis pasos, Ciprés de Silos. ◼ y la presencia de tantas personas como “buscan a Dios”. Al terminar mis jornadas en el monasterio y emprender viaje de nuevo a Córdoba, percibo que, cuando vivimos o pasamos por un lugar como este, el monasterio “no lo dejamos atrás, sino que se viene con nosotros”, “nos lo traemos puesto”, “queda en nuestro espíritu su voz y el eco de tantas vivencias como han poblado nuestra alma”. La estancia en el monasterio de Silos me ha mostrado también cómo son muchas las personas que “buscan a Dios”, que permanecen en la iglesia mientras cantan los monjes, en el más absoluto silencio. El Papa los ha llamado “peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz”. Plantean preguntas tanto a una como a la otra parte. Despojan a los ateos combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay un Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Estas personas buscan la verdad, buscan al verdadero Dios –subraya Benedicto XVI en Asís–, cuya imagen en las religiones, por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los creyentes, con su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha interior y su interrogarse es también una llamada a nosotros, creyentes, a todos los creyentes, a purificar su propia fe, para que Dios –el verdadero Dios– se haga accesible. En nuestra época se viene dando la llamada “apostasía silenciosa”, pero, a la par, –como nos decía tambien uno de los monjes de Silos– van aumentando esas personas que, desde su increencia, buscan la verdad; y llegan aquí, al monasterio, y recorren el claustro y entran en la iglesia, mientras crece su silencio, su admiración y su respeto. Todos somos “buscadores de Dios”. Y Él nos espera siempre, con sus brazos infinitos, paternales, abiertos de par en par, para acogernos y abrazarnos en todos los momentos de nuestra vida. Pauta4b.ai 14/02/2012 11:23:41 Ya están disponibles El Ciclo de retiros 1 y 2 CLAR $8.000 $8.000 Dando continuidad al Proyecto de la Lectura Orante del Nuevo Testamento impulsado por la CLAR, seguimos en este trienio poniéndonos en actitud de escucha para reconocer la centralidad de la Palabra Dios en nuestra existencia. 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