Lecciones de Economía Pedro Barrié de la Maza

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PAUL KRUGMAN
La globalización de la economía
y las crisis financieras
Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
Instituto de Estudios Económicos de Galicia
Fundación Pedro Barrié de la Maza
El Instituto de Estudios Económicos de Galicia Pedro Barrié de la Maza (IEEG PBM) creado y patrocinado por
el Banco Pastor y la Fundación Pedro Barrié de la Maza, sin ánimo de lucro y desde la independencia de criterio, tiene como fines el avance de la ciencia económica de Galicia, la mejora del conocimiento de su realidad socioeconómica y el desarrollo de su capital humano en esta disciplina.
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PAUL KRUGMAN
La globalización de la economía
y las crisis financieras
Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
INSTITUTO DE ESTUDIOS ECONÓMICOS DE GALICIA
Instituto de Estudios Económicos de Galicia
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LECCIÓN
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TIEMPOS DE HEREJÍA
En conjunto, pienso que soy una persona sensata -o, en todo caso, un economista sensato. Creo firmemente en la importancia de pensar con profundidad, en basar siempre que sea posible nuestros puntos de vista sobre modelos cuidadosamente considerados. Soy de la creencia de que la historia intelectual, en específico la gran tradición del pensamiento económico, es importante: sólo es probable que
uno tenga ideas nuevas buenas si tiene respeto y familiaridad con las buenas ideas viejas. Y, si me gusta
verme a mí mismo como un economista teórico innovador, la mayor parte de mi vida he sido considerado una persona bastante ortodoxa en lo que respecta a las recomendaciones de política económica
–de hecho, mi trabajo ha sido criticado precisamente porque no resultaba en ninguna recomendación
radical de política económica.
Pero desde el desencadenamiento de la crisis asiática me he visto crecientemente radicalizado, diciendo lo que muchos consideran cosas disparatadas: que Japón necesita inflación; que los controles temporales de capitales pueden ser el menos malo de entre el conjunto de malas opciones que tienen el
Asia emergente, Brasil y otros países que se enfrentan a ataques especulativos. Estas opiniones han
causado controversia, por no decir más; imagino que el Wall Street Journal me hacía un elogio cuando
me calificaba de presunto "mini-Keynes", pero muchos otros han considerado mis posiciones como
imprácticas e irresponsables. Ciertamente no suenan como el tipo de cosas que uno está acostumbrado a oír a economistas respetables.
¿Por qué digo tales cosas? No es porque haya dado la espalda al análisis económico cuidadoso. Por el
contrario, me he convertido recientemente en un economista herético precisamente porque creo en la
importancia y utilidad del pensamiento económico sistemático. Y mi propósito en estas lecciones es
describir por qué y cómo mi profundo respeto por las tradiciones del pensamiento económico han hecho
de mi un radical peligroso e irresponsable en política económica.
He aquí el plan para estas lecciones. En la primera me centraré principalmente en la descripción de
los problemas a los que hoy se enfrenta el mundo –y que plantean un reto, pienso yo, tanto a la profesión económica como a los decisores en política económica. En la segunda lección hablaré sobre
todo de mi herejía favorita –aquella de la que estoy más convencido- que es la idea de que comprometerse a una "inflación gestionada" puede no sólo ser bueno sino verdaderamente necesario para
las economías maduras que peligran deslizarse hacia una "trampa de liquidez" de larga duración; que
es hoy el principal problema de Japón, pero que podría fácilmente ser mañana el de Europa y pasado, el de los EE.UU.
La tercera lección versará sobre una herejía de la que estoy menos seguro: el argumento de que los países emergentes pueden necesitar controles de capital, al menos como medida pasajera, como forma
de lidiar con los ataques especulativos. Intentaré explicar cómo llegué a este particular punto de vista, y
examinaré también algunas alternativas.
Finalmente, la última lección tratará del tema de la "arquitectura" financiera internacional: cómo, me preguntaré, podría crearse un sistema en el que no fuera necesario que siguiera siendo un hereje.
Pero, antes, déjenme decirles por qué la crisis financiera mundial me preocupa tanto.
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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Por qué hemos de inquietarnos.
Hay comentaristas económicos cuya visión del mundo no ha sido en absoluto afectada por la crisis
financiera mundial que comenzó en Asia y se ha extendido a gran parte del mundo. Digan lo que hoy
digan, no predijeron la crisis: nadie, incluido yo mismo, se percató de que una cosa así estaba a punto
de suceder. Pero sus puntos de vista están tan osificados que ningún acontecimiento puede perturbarlos. Tomando una muestra al azar: la página editorial del Wall Street Journal sabe que los mercados
libres y los tipos de cambio fijos resuelven todos los problemas; la realidad de la espiral deflacionaria de
Hong Kong, o, por poner otro caso, la conspiración especulativa que casi llegó a desbaratar el sistema
financiero de esta ciudad, no harán mella alguna en dicha certidumbre.
Pero, incluso entre aquellos que han permitido que los acontecimientos hagan cambiar sus opiniones,
hay ciertos hábitos defensivos de pensamiento por los que tienden a escondernos la profundidad de su
propia confusión intelectual.
En primer lugar, está la seducción del espejismo de la perspectiva del tiempo transcurrido: ahora que
sabemos que Japón y Corea han sufrido un golpe económico devastador, comenzamos a imaginarnos
que siempre supimos que tenían los pies de barro. Olvidamos la gran sorpresa que recibimos cuando
estos parangones económicos comenzaron a extraviarse; un asombro plenamente justificado, pues,
incluso hoy, no es en modo alguno obvio por qué las cosas han ido tan mal. Y unida a la seducción de
la mirada hacia atrás está la tentación de caer en el fatalismo: sabiendo, como sabemos, que Japón está
hoy en dificultades, comenzamos a contemplar dichas dificultades como inevitables, con raíces tan profundas que se remontan hasta la Restauración Meiji –y descartamos la idea de que pudiera haber un
remedio sencillo y rápido. ¡Bueno, tal vez! Pero quizá el problema sea menos fundamental que eso, y
pudiera realmente tener una solución rápida; el caso es que esta es una cuestión a la que sólo se puede
responder tras pensarla con rigor.
Segunda está la tentación de pensar que ésta es una crisis puramente asiática. No hace mucho abundaban los comentaristas, occidentales y asiáticos, que pretendían que un "milagro asiático", basado en
la superioridad de un "sistema asiático", sustentado en unos "valores asiáticos" particularmente superiores, aseguraba que la rauda expansión económica de Asia continuaría durante el futuro previsible,
ininterrumpida por las caídas repentinas típicas de Occidente. Ahora muchos comentaristas –en muchos
casos lo mismos- insisten que la crisis era una consecuencia inevitable de los fallos únicos y peculiares
del sistema asiático. Pero si el sistema tenía tan grandes defectos ¿cómo es que funcionó tan bien
durante tanto tiempo? ¿Cómo podemos estar seguros de que el año próximo o el siguiente nuestro sistema no nos revelará tener sus propios fallos ocultos, de que no somos nosotros también vulnerables a
una crisis? (De hecho la economía de los EE.UU. rozó la catástrofe en el otoño de 1998). De nuevo,
debemos abordar esta cuestión con una mente abierta, no tan sólo arrumbar alegremente nuestra previa veneración de Asia.
Finalmente, un peligro en cierta manera relacionado es la inclinación a moralizar. Nadie parece saber
quien acuñó la expresión "capitalismo de compinches", pero ciertamente corresponde a un fenómeno
real en Asia antes de la crisis. Concluir, sin embargo, que este fue la única causa de la crisis, afirmar sin
evidencia sólida que la crisis es el saldo del pecado, es prematuro –y seguramente tente al destino. No
juzgue, no sea que usted mismo sea juzgado –y puede que antes de lo que piensa.
La actitud correcta ante el estado actual del mundo es, afirmaré enfáticamente, una de considerable
inquietud. El caso no es sólo que muchas cosas han ido mal; es que cosas que no se supusieron que
podían ir mal, lo han hecho. Y eso significa que estar complacido de cualquier modo – complacerse con
la salud de esas economías todavía tan prosperas, o complacerse con cualquiera que fuese su armazón intelectual preferido antes de la crisis – no sólo esta mal sino que es bastante peligroso.
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
La crisis económica y la crisis de la Economía.
Estamos viviendo ahora mismo en una economía mundial muy preocupante. Es, por supuesto, preocupante que tantos países estén en dificultades económicas; es preocupante tener el angustioso sentimiento de que hay otros esperando sentencia, otros dominóes esperando caer. Pero es también, o
debería ser, un mundo inquietante porque la naturaleza de los problemas que hemos experimentado
durante los últimos años amenazan con socavar algunos de los supuestos básicos que son el fundamento de la teoría económica y de la política económica práctica. Y de alguna manera no se han dado
cuenta de ello suficientes personas. Lo que, en otras palabras, me desasosiega de la situación económica mundial ahora mismo no es sólo la severidad del castigo que está siendo infligido a muchas economías (y a quienes viven en ellas), sino la despreocupación con la que los que hacen la política y los
comentaristas han aceptado la pérdida de uno de los logros clave de la economía como disciplina: la
doma del ciclo económico.
Desde mi punto de vista, los economistas han hecho dos grandes contribuciones a la vida humana. La
primera fue el descubrimiento por los economistas clásicos de la mano invisible – que es la manera en
la que la economía de mercado convierte la búsqueda individual del interés personal en una fuerza para
el bien social. El progreso a largo plazo de las economías depende crucialmente de su disposición a
dejar que los mercados guíen la asignación de recursos, y los economistas han ayudado a convencer al
mundo de que deje a la mano invisible hacer su trabajo.
Pero una sociedad debe sobrevivir para alcanzar el largo plazo. Que es donde entra la segunda gran
contribución de la economía: el descubrimiento por John Maynard Keynes y sus sucesores de que la
inestabilidad a la que las economías de mercado pueden ser propensas no es un hecho inalterable de
la vida, que las recesiones y depresiones pueden y deben ser combatidas.
No considero que la creencia en las virtudes de los mercados libres y una sofisticada visión con matiz
Keynesiano de la macroeconomía sean contradictorios. Por el contrario, para mi mente son complementarios: la capacidad de utilizar la política fiscal y la monetaria para limitar la inestabilidad macroeconómica es crucial para la causa de dejar que los mercados funcionen libremente, tanto desde el punto
de vista de la economía del bienestar y como una cuestión de realismo político. O por ponerlo de otro
modo, es precisamente porque yo creía que el problema macroeconómico estaba básicamente resuelto por lo que era capaz de ser un defensor del mercado libre con la conciencia tranquila.
Hace tan solo unos años me parecía, como a la mayoría de los economistas con interés por la política
económica, que el problema de la estabilización de hecho había sido resuelto en gran medida. Lo que
no quería decir que las recesiones fueran cosa del pasado. Incluso en los Estados Unidos, en ocasiones la Reserva Federal tiene descuidos con la inflación, y necesita imponer luego una recesión para restablecer una estabilidad de precios aceptable, como en 1979-82; otras veces simplemente mete la pata
y permite una recesión básicamente innecesaria como la de 1990-1. Pero las herramientas para combatir a la recesión estaban disponibles y bien comprendidas, y uno podía dar por seguro que los bancos centrales y ministerios de finanzas las utilizarían. Esto significaba, a su vez, que los asuntos importantes de la política económica incumbían mas bien al lado de la oferta que al de la demanda –que las
cuestiones como cómo acelerar el crecimiento de la productividad y reducir el desempleo estructural,
no cómo asegurar que el gasto era el adecuado, eran los problemas difíciles. Y en su mayor parte la respuesta a estos problemas suponía reducir la escala de la intervención del gobierno, permitiendo a los
mercados funcionar más libremente.
Pero durante los últimos años todo eso ha cambiado. Ahora mismo Japón, la segunda economía más
grande del mundo, continua hundiéndose en lo que es en efecto una crisis del lado de la demanda de
ocho años, sin un final a la vista. El Asia emergente ha visto el milagro convertirse en desastre, de nuevo,
al menos en primera instancia, debido a un derrumbe de la demanda (el producto potencial de Indonesia
no cayó en un 15% en un año). Y las naciones Latino Americanas están persiguiendo políticas macroe-
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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conómicas perversas mientras lee esto: tipos de interés crecientes y recortes en el gasto ante un crecimiento que se frena o una rotunda recesión. Por el momento las viejas reglas todavía parecen aplicarse
a los Estados Unidos y a Europa Occidental; pero para el resto del mundo es como si una antigua plaga
hubiese reaparecido repentinamente, en una forma resistente a los antibióticos modernos.
A mí me parece un tropiezo transcendental, no sólo para la economía mundial, sino para la economía
como disciplina. Y estoy muy asombrado de que más de mis colegas no lo vean de así, o no compartan mi sentimiento de perentoriedad para encontrar maneras nuevas de combatir la plaga.
Más específicamente, dos aspectos del debate del desorden económico mundial me consternan.
Primero está la notable extensión en que hemos reducido la definición del éxito. Consideren la experiencia Mejicana de 1995. Ésta se considera ahora ampliamente como una historia de éxito- de hecho,
yo mismo la he etiquetado como tal. Pero recuerden que Méjico sufrió una recesión increíblemente severa - una crisis comparable en Estados Unidos hubiese producido un desempleo de dos dígitos -y sólo
después de varios años la economía se encontraba de nuevo donde una proyección razonable la hubiese situado en 1994. Esto fue un éxito sólo en el sentido de que la catástrofe fue evitada; si pareció más
en su momento, fue porque la mayoría de nosotros pensó que era suceso que sólo se produciría una
vez, que el rescate Mejicano había salvado un sistema que funcionaría bien en el futuro. Ahora se descubre, sin embargo, que la crisis Mejicana era la primera de muchas; que aparentemente los mercados
emergentes en general se enfrentan en adelante a un patrón de crisis repetidas.
Ahora supongan que cada una de las historias individuales acaban bien –que dentro de dos años Corea
del Sur reemprende un crecimiento decente, que la recesión de Brasil implica tan sólo, digamos, un año
de menos cinco por ciento de crecimiento seguido por la recuperación, y que la próxima crisis y la
siguiente a ésta se manejan de manera similar. El FMI y el Tesoro de los EE.UU. estarán, con alguna justificación, orgullosos de su gestión de la crisis; aún así, si retroceden y miran el comportamiento sistémico, lo que ven es una imagen de inestabilidad, de recursos desperdiciados y, en muchos casos, de
vidas destruidas, que es mucho peor de lo que cualquiera podría haber imaginado hace dos años.
En segundo lugar, estoy consternado y un tanto enojado con la rapidez de los economistas y de la
comunidad internacional para racionalizar el fracaso, para inventar al vuelo nuevos principios económicos que explican porque los países deben sufrir recesiones que parecen gratuitas en términos de la
lógica macroeconómica habitual. Japón, nos dicen, no puede tener una recuperación económica a no
ser que lleve a cabo una reforma estructural masiva. ¿De dónde ha salido eso? La reforma estructural
se supone que ayuda al lado de la oferta de la economía, no que sea una condición previa para aumentar la demanda. El Sudeste de Asia, nos dicen, no puede tener una recuperación a no ser que lleve a
cabo un complejo proceso de reestructuración de la deuda interna. Puede ser, pero eso es un nuevo
principio -que resulta más dudoso todavía por el hecho de que las malas deudas masivas son por lo
menos tanto una consecuencia como una causa de la depresión de la región. Brasil, nos informan, debe
sufrir una recesión por su déficit presupuestario sin resolver. ¿Eh? ¿Desde cuando un déficit presupuestario requiere una recesión? (La cual por sí sola hará, por supuesto, que el déficit sea mucho más
difícil de disminuir)
No digo que los problemas mundiales por el lado de la demanda puedan hacerse desaparecer simplemente si decimos a los países que reflacionen; existen severas restricciones dadas las reglas corrientes
del juego. Pero debemos al menos indagar, aunque duela, si esas reglas merecen ser respetadas si es
ésta la clase de mundo a que conducen.
Sobre todo, debemos estar preparados para desafiar las ideas convencionales sobre lo que es práctico
y responsable. Todo el mundo sabe que la estrategia de Malasia de expansión del crédito detrás de un
control monetario es irresponsable e impráctica. La política correcta es un esfuerzo concertado para
hacer una quita y reestructurar la carga de la deuda, ¿cierto?. Pero hasta ahora los esfuerzos para reestructurar la deuda no han llevado a ningún sitio –como la iniciativa de Francfort de Indonesia, anunciada
con mucha fanfarria, que encontró una acogida exactamente nula: ni una sola compañía se aprovecho
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
del plan. Este es un ejemplo extremo pero no aislado de la creciente brecha entre la solemnidad de la
retórica oficial sobre estrategias de recuperación y la casi cómica ineficacia de dichas estrategias en la
práctica. Si se echa un vistazo alrededor a los esfuerzos que se hacen ahora para tratar "responsablemente" los problemas mundiales –el plan de reforma bancaria de Japón, que ayudará algo con el problema bancario pero poco o nada para aumentar la demanda; los intentos de aliviar la sobrecarga de la
deuda de Tailandia y Corea del Sur; el paquete de salvamento para Brasil, que ni siquiera salvó al Real
y que no hará nada para evitar una recesión dañina– el sentimiento abrumador que se tiene es el de un
fracaso en proporcionar el tamaño de la solución al del problema, de intentar achicar un barco que se
hunde con cucharillas de té.
Simplemente porque la sabiduría convencional esté equivocada no significa que cualquier alternativa sea
correcta. No tienen que estar de acuerdo conmigo en que la inflación es la respuesta para Japón, o que
los controles monetarios, con todos sus fallos, son una opción mejor para los mercados emergentes que
intentar satisfacer al capital a corto plazo. Pero cualquier economista, autoridad económica o comentarista con una mentalidad abierta debería estar dispuesto a reconocer que la sabiduría convencional está
funcionando muy mal, y que existe una muy alta probabilidad de que alguna de las herejías actuales se
conviertan en el simple buen sentido común de mañana.
Pero me estoy adelantando. Retrocedamos y déjenme describir lo que yo creo son los problemas
clave actuales.
La trampa de liquidez.
Para los keynesianos de libre mercado como yo, la respuesta estándar a los economistas pesimistas –
a gente que se alertan sobre un exceso de capacidad mundial, o de una deflación irresistible, o de repeticiones de la Gran Depresión – es decir que Alan Greenspan y sus colegas pueden tratar tales amenazas con bastante facilidad. Esto es, que cualquier problema que surja simplemente por una demanda
inadecuada puede ser sencillamente contrarrestado imprimiendo dinero, lo que disminuye los tipos de
interés, lo que conduce a una mayor demanda –fin de la historia.
Y casi siempre esa historia es exactamente correcta. Volviendo a 1982, por ejemplo, había muchos agoreros anunciando que la conjunción de la recesión americana y con la crisis de la deuda de Tercer Mundo
significaba que una nueva depresión estaba al doblar de la esquina, y habían largas listas de razones
por las cuales ninguna de las rutas convencionales para la recuperación económica funcionarían.
Entonces la Reserva Federal redujo los tipos de interés, y, sin más, la economía se puso a crecer, y era
"la mañana de América". O consideren el Reino Unido en 1992 – una economía profundamente deprimida, todo problemas y tristeza; los comentaristas insistían en que un remedio rápido como una devaluación y un recorte de los tipos de interés, con seguridad, no servirían de nada. Entonces Inglaterra se
salió del Sistema Monetario Europeo, con un poco de ayuda de George Soros, recortó los tipos de interés, y –visto y no visto- la economía se recuperaba y el Reino Unido se convirtió en el país más optimista
en Europa.
Y para la mayoría de los economistas, eso resolvió el asunto. En efecto, vean lo que yo mismo dije hace
tan sólo un año:
"Si bien nuestra economía es menos propensa a la inflación de lo que lo era, esto no es una razón para
pensar que la deflación está a punto de convertirse en un problema. Después de todo, si uno comienza a adelgazar demasiado, hay una respuesta fácil: simplemente relájese y disfrute un poca de la vida."
Pensaba, en otras palabras, que siempre sería fácil tratar las recesiones debidas a una demanda inadecuada simplemente imprimiendo más dinero.
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Al decirlo, por supuesto que sabía que estaba dando por descontada la posibilidad de un problema económico clásico: la trampa de liquidez. Una trampa de liquidez ocurre cuando el tipo de interés más bajo
factible –que es cercano, aunque ligeramente superior, a cero– simplemente no es lo suficientemente
bajo. Esto es, incluso a un tipo de interés prácticamente cero el consumo más la inversión no son suficientes para utilizar la capacidad de la economía. La idea de la trampa de liquidez se remonta a Keynes,
o al menos a la manera en que John Hicks, en su famoso ensayo Mr.Keynes and the "classics", interpretó a Keynes en 1937. Y los datos de finales de los treinta parecen sugerir que los Estados Unidos se
encontraban, a todas luces, en una trampa de liquidez: los intereses a corto plazo eran menos del 0.1
por ciento. Pero incluso hace un año yo básicamente abrazaba la opinión general, originalmente propuesta por Milton Friedman, de que la política monetaria podría haber evitado la Gran Depresión, y presumiblemente también habría acabado con ella si se hubiese usado con suficiente vigor. Así que yo estaba persuadido, como casi todos los demás, de que no había habido realmente una trampa de liquidez.
De hecho, estaba preparado para creer que con base en los principios generales dicha trampa probablemente no podía ocurrir –que con seguridad habrá siempre inversiones que merezcan la pena realizarse a un tipo de interés nulo. Y de todas formas, no creía que dicha trampa, incluso si podía ocurrir y
lo había hecho una vez, volvería a producirse.
Eso era muy insensato por mi parte, porque incluso mientras escribía esas palabras Japón estaba en
una clara trampa de liquidez: habiendo hecho descender los tipos de interés a niveles muy bajos, el
Banco de Japón continuaba enfrentándose a una economía en crisis. No fue, sin embargo, hasta la
primavera de 1998, cuando me senté a pensar seriamente en el problema de Japón, cuando me di
cuenta de que de hecho era un caso de una mayúscula trampa de liquidez. También me di cuenta de
que la situación de Japón no era en modo alguno única: los años 1930 fueron también una época de
genuinas trampas de liquidez (Friedman estaba equivocado), y también es fácil ver como otras grandes economías –particularmente Europa– pueden encontrarse en una situación similar en un futuro no
muy lejano.
De nuevo, esta perspectiva es perturbadora a al menos dos niveles. Primero, esta la amenaza muy real.
Cuando los escépticos anglosajones alertaron acerca del riesgo de que la UME sería deflacionaria, estaban preocupados por la posibilidad de que las regiones deprimidas de Europa fueran mal servidas por
una política monetaria continental –es decir, estaban preocupados por el problema de los "shocks asimétricos", de que hubiera recesiones en algunos lugares mientras había expansiones en otros. Nunca
se le ocurrió a nadie que pudiera existir el riesgo de una deflación en Europa en su conjunto –que puede
surgir una situación en la que el Banco Central Europeo no sea capaz de combatir una recesión que aflija toda la zona Euro. Lo que no ha ocurrido todavía. Pero que es hoy una preocupación real –de hecho,
cada vez que el BCE decide no recortar los tipos, a pesar de lo que parece una lógica aplastante a favor
de un recorte de los tipos, gente como yo parecen ponerse histéricos. ¿Debe Mr.Duisenberg esperar a
que Europa se convierta en Japón antes de darse cuenta de que la austeridad en ocasiones no es la
política correcta?
Pero yendo más al meollo, incluso si lo peor no ocurre –y Europa no se desliza hacia una trampa de la
liquidez, o los Estados Unidos no caen en una si y cuando la bolsa se desplome -el hecho de que esta
enfermedad casi mítica haya regresado como una amenaza muy real es una noticia profundamente
inquietante. Porque significa que nuestro moderno consenso de que los mercados libres pueden florecer dada una política monetaria sensata puede estar equivocado, que en hay ocasiones en las que la
política convencional no puede mantener una demanda adecuada, incluso en países que deberían estar
en una posición altamente más favorable.
Y por supuesto las cosas son mucho peor para los países menos afortunados.
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
Las crisis financieras.
Cuando Méjico experimento la crisis del tequila a comienzos de Diciembre de 1994, y Argentina sufrió
una ola de retirada de depósitos bancarios y, como resultado, casi un derrumbe de su sistema financiero, la mayoría de nosotros no consideró estos sucesos como un anuncio de una nueva época de crisis. ¡Oh!. Algunos de nosotros consideramos lo hechos como un aviso de que el "consenso de
Washington" acerca de las virtudes de los mercados libres, y del dinero sano necesitaba alguna cualificación. Pero básicamente pense en ello como una especie de post-shock de la crisis de la deuda de
los ochenta, o una especie de aviso de que Latino América todavía no había emergido del todo –pero
no como una indicación de que el mundo entero era un lugar peligroso.
Ahora, con el paso del tiempo, parece claro que la crisis del tequila tenía menos que ver con Méjico, y
más la manera en que funciona el mundo de lo que cualquiera hubiera imaginado. Para mí, por lo
menos, la manera correcta de ver las cosas es pensar en los años a partir de Diciembre de 1994 como
un era de crisis recurrentes, con un periodo entre mediados de 1996 a mediados de 1997 de calma
engañosa. Visto de esa manera, lo que uno ve es una relación extraordinaria de catástrofes: Méjico,
Argentina, Tailandia, Malasia, Indonesia, Corea, Hong Kong, Brasil, todos sufriendo severas caídas económicas por la pérdida repentina de confianza de los inversores y el traslado de sus efectos a la economía real.
Este tipo de vulnerabilidad es algo nuevo en el mundo moderno. Ha habido crisis financieras anteriormente – la crisis latinoamericana de los ochenta no fue tan severa en su primer año, pero duró mucho
tiempo. Y ha habido multitud de crisis monetarias, en el Primera Mundo y en el Tercero. Hasta mediados de los noventa, sin embargo, las grandes crisis parecían tener grandes causas: los países latinos
verdaderamente habían tomado prestado mucho dinero, y era cuestionable aún ex ante sí ofrecían suficientes oportunidades de inversión para justificar dichos prestamos. Además, en su mayor parte las crisis monetarias, aunque humillantes para los ministros de finanzas, no parecían ser tan terribles: la experiencia del Reino Unido en 1992, en todo caso, parecía sugerir que los especuladores que fuerzan a un
país a abandonar su ancla en el fondo le hacen un favor.
Pero la reciente sarta de calamidades les ha ocurrido en gran medida a países que parecían bien administrados, incluso muy alabados por el resto del mundo (en 1993 el Banco Mundial loó al Asia emergente por su "ortodoxia pragmática" en política macroeconómica). Las deudas no eran tan grandes – o
por lo menos no parecían tan grandes hasta que las devaluaciones masivas expandieron su valor en
dinero doméstico. Y mientras que los países del Primer Mundo generalmente habían visto que las devaluaciones iban seguidas de mayor crecimiento y descenso del desempleo, los países en desarrollo
poseen ahora un historial en el que, sin excepción, la especulación les fuerza a abandonar un tipo fijo,
y el desplome que le sigue del tipo fijo provoca un pánico que causa una recesión tremenda.
En breve, virtualmente todos los países en desarrollo parecen haber perdido hoy la capacidad para gestionar sus asuntos macroeconómicos.
Un programa.
"Los filósofos solamente han interpretado al mundo, de distintas maneras; el caso es cambiarlo." Esto
es lo que escribió Marx en Tesis sobre Feuerbach .Pero ¿cómo debe realizarse el cambio? Sin duda
debemos entender el mundo –por lo menos de forma tosca– para ser capaces de hacer lo correcto.
El propósito de estas lecciones, en consecuencia, es principalmente interpretar el mundo – para averiguar cómo y por qué nuestras viejas certezas acerca de la capacidad de los gobiernos modernos para
estabilizar la economía han sido destruidas por los acontecimientos. Inevitablemente, este esfuerzo de
interpretación sugerirá algunas conclusiones de política económica, y algunas de ellas serán heréticas.
Pero comencemos con modelos.
Paul Krugman
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LECCIÓN
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LA RECESIÓN DE JAPÓN
Y EL RETORNO DE LA TRAMPA DE LIQUIDEZ.
La situación de Japón es un escándalo, un ultraje, un reproche. No es, por el momento, un desastre
humano como Indonesia o Brasil. Pero el malestar económico de Japón es singularmente gratuito.
Sesenta años después de Keynes, una gran nación, un país con un gobierno estable y efectivo, un
prestamista neto enorme, que no está sujeto a ninguna de las limitaciones de las economías menores,
está funcionando muy por debajo de su capacidad productiva simplemente porque sus consumidores
e inversores no gastan lo suficiente. Es algo que no debería ocurrir. Y, al permitir que suceda y continúe
un año tras otro, los funcionarios económicos japoneses económicos japoneses han substraído valor a
su país, y al mundo en su conjunto, en una magnitud colosal.
La culpa no es, sin embargo, tan sólo de dichos funcionarios; ni el problema japonés es sólo de relevancia japonesa. A Japón le ha servido mal la profesión económica, la de Japón y la del resto del mundo.
La gran mayoría de los economistas, incluidos los que se especializan en estabilización económica y crecimiento, parecen extrañamente no sentir interés por los problemas del Japón, como si el fracaso de la
política macroeconómica convencional en la segunda mayor economía del mundo fuera un tema de interés muy menor y local, sin ninguna lección para el resto de nosotros. De los que hacen manifestaciones
sobre Japón, muchos, si no la totalidad, han tomado la salida fácil: culpar a la víctima, absolviéndose a
sí mismos de toda responsabilidad de proponer soluciones, afirmando que los problemas de Japón son
profundos, estructurales y están fuera del alcance de las soluciones técnicas rápidas. Bien; puede que
si y puede que no. Algunas veces los problemas grandes tienen causas pequeñas; a veces un remedio
técnico sencillo puede hacer milagros.
La primavera pasada decidí sentarme a pensar seriamente sobre los males de Japón dejando a un lado
los convencionalismos y mis propios prejuicios, siguiendo la lógica del análisis económico allí donde me
llevara. Y me llevó a dos conclusiones sorprendentes, una esperanzadora, otra desasosegante. La conclusión esperanzadora es que existe de hecho una solución técnica simple para los problemas de
Japón, que sería posible fabricar una recuperación espectacular sin grandes reformas estructurales tan
pronto como los funcionarios japoneses pudieran ser persuadidos a abandonar algunas ortodoxias de
política económica que han dejado de ser relevantes para su nueva situación. O, para decirlo de otra
manera, que los únicos obstáculos estructurales al crecimiento de Japón se encuentran en las mentes
de sus funcionarios.
La conclusión inquietante es que el malestar de Japón, precisamente porque tiene tan poco que ver con
los problemas estructurales japoneses, podría fácilmente manifestarse en otro lugar. Justamente una de
las razones por las que los macroeconomistas de todo el mundo deberían prestar mucha atención a
Japón es que los males de la segunda economía mundial pudieran ser un preestreno del futuro de
Europa, e incluso quizá de los Estados Unidos.
La trampa de liquidez: una idea cuyo tiempo ha vuelto.
Como la mayoría de los economistas que salen algunas veces de la torre de marfil, creo que los ciclos
económicos que se observan no son auténticos ciclos económicos, que algunas (la mayoría) recesiones
se producen por un déficit de la demanda agregada. Pero yo y la mayoría de los demás hemos tendido
a suponer que dichos déficits pueden curarse sencillamente imprimiendo más dinero. Ahora bien; Japón
tiene hoy un tipo de interés a corto plazo de casi cero, y el Banco de Japón ha estado últimamente
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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expandiendo su balance a una tasa del 50 por ciento por año, y la economía sigue sin reaccionar. ¿Qué
está pasando?
Ha habido, por descartado, muchos intentos de explicar cómo ha llegado Japón a encontrarse en esta
situación deprimida y deprimente, y se ha dado al gobierno japonés una gran cantidad de consejos gratuitos sobre lo que debería hacer. Sin embargo, la gran mayoría de estas explicaciones y recomendaciones se basan, en el mejor de los casos, en un análisis superficial, y en una pura teorización implícita,
en el peor. Japón está deprimido, se nos dice, por un exceso de endeudamiento de las empresas, o por
el rechazo de los bancos hacer frente a sus pérdidas, o por el exceso de reglamentación del sector de
servicios, o por el envejecimiento de su población; y que la recuperación exige reducciones de impuestos, o una reforma bancaria masiva, o quizá no pueda lograrse en grado alguno mientras la economía
no se haya penosamente purgado de su exceso de capacidad. Algunas o todas estas proposiciones
pueden ser ciertas, pero es difícil saberlo a menos que se tenga un marco conceptual para entender el
atolladero presente.
Los economistas de cierta edad -básicamente de la mía para arriba- tenemos lo que puede llamarse un
marco para analizar la situación: Japón se halla en la temida "trampa de liquidez", en la que la política
monetaria se vuelve ineficaz porque los tipos de interés no pueden bajarse de cero. El escrito famoso
de Hicks (1937) en el que introducía el modelo IS-LM mostraba también cómo, en el contexto del modelo, la política monetaria podía convertirse en ineficaz en condiciones de depresión. Durante mucho tiempo los economistas han considerado la trampa de liquidez como una posibilidad teórica interesante, no
como algo que fuera probable que uno se encontrara en la práctica. Pero el modelo IS-LM, aun cuando continua siendo el caballo de batalla del análisis macroeconómico práctico, ha ido siendo tratado crecientemente por la profesión como un pariente vergonzante, no adecuado para ser visto con él en compañía intelectual elegante. Después de todo, incluso olvidando la dependencia del análisis IS-LM de la
suposición ad hoc de inflexibilidad de los precios, este análisis es como mucho un intento muy burdo
de sintetizar cuestiones fundamentalmente intertemporales como el ahorro y la inversión en un marco
estático (de pasada, punto que Hicks señaló ya desde el primer momento). Como resultado, el IS-LM
ha quedado escondido en las últimas páginas de los libros de texto de macroeconomía, concediéndosele el menor espacio posible, y las curiosidades como la trampa de liquidez han quedado poco menos
que olvidadas.
Pero he aquí que nos encontramos con lo que a todas luces parece una trampa de liquidez en la segunda mayor economía del mundo. ¿Cómo pudo ocurrir una cosa así? ¿Qué implicaciones se desprenden
para la política económica?
Una parábola útil.
Parte del problema que las personas tienen para hablar con sensatez sobre las recesiones es que es
difícil visualizar lo que sucede durante una desaceleración económica, reducirlo a una escala humana.
Pero yo tengo una historia favorita que me gusta usar para explicar en qué consisten las recesiones y
como "bomba para la intuición" para mis propios pensamientos (Los lectores de libros míos anteriores
la conocen ya). Es una historia verdadera, aunque le daré una elaboración imaginaria para tratar de explicar el malestar japonés.
La historia se narró en un artículo de Joan y Richard Sweeney, publicado en 1977, de título La teoría
monetaria y la gran crisis de la cooperativa de "canguros" de Capitol Hill. No se espanten con el título;
va en serio.
En los años 1970 los Sweeney eran miembros de -¡sorpresa!- una cooperativa de "canguros": una asociación de parejas jóvenes, en este caso mayormente personas con empleos en el Congreso de los
EE.UU., dispuestas a intercambiar servicios de "canguro" entre sí. Esta cooperativa particular era excep-
12
Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
cionalmente grande, unas 150 parejas, lo que significaba que había abundancia de "canguros", pero que
asegurar que cada pareja hacía su cuota de "canguro" correspondiente no era un asunto trivial.
Como muchas de estas instituciones (y otros sistemas de trueque), la cooperativa de Capitol Hill resolvía el problema emitiendo vales: cupones que daban derecho al portador a una hora de "canguro".
Cuando se cuidaba de un bebé, la pareja "canguro" recibía el número correspondiente de cupones de
la pareja a la que se le cuidaba. El sistema era, por construcción, a prueba de escaqueos: aseguraba
automáticamente que con el tiempo cada pareja acabara proporcionando las mismas horas que recibía.
Pero no era tan simple. Resulta que un sistema así requiere una considerable cantidad de vales en circulación. Las parejas con varias noches libres seguidas y sin planes inmediatos de salir, intentaban acumular reservas para el futuro, acumulación que coincidiría con la disminución de las reservas de otras
parejas; pero, con el paso del tiempo, todas las parejas querían tener suficientes cupones para poder
salir varias veces sin tener que hacer de "canguro". La emisión de cupones en Capitol Hill era un asunto complicado: las parejas recibían cupones al incorporarse, que habían que devolver al irse, y, además,
tenían que pagar una cuota en cupones de "canguro" que se empleaban en pagar a los administradores, etc. Los detalles no son importantes. El hecho es que llegó un momento en que había relativamente pocos cupones en circulación, demasiado pocos para cubrir las necesidades de la cooperativa.
El resultado fue peculiar. Las parejas que pensaban que sus reservas de cupones eran insuficientes estaban ansiosas por hacer de "canguro" y eran reacias a salir. Pero la decisión de una pareja de salir era la
oportunidad de otra para hacer de "canguro", con lo que las oportunidades de hacer de "canguro" se
hicieron escasas, lo que hizo a las parejas aún más reacias a usar sus reservas excepto en ocasiones
especiales, lo que hizo las oportunidades de hacer de canguro todavía más escasas…
En pocas palabras, la cooperativa entró en recesión.
Si piensa que ésta es una historia tonta, peor para usted. Es, para mí, un ejemplo extremadamente ilustrativo de la esencia de lo que es tener una recesión, o, para decirlo con mayor precisión, de cómo es
posible que una economía padezca una insuficiencia de demanda global. Siempre que es posible, trato
de relacionar mis modelos macroeconómicos más convencionales con el caso de la cooperativa de
"canguros" para asegurarme que lo que digo tiene sentido en la realidad.
La historia de la cooperativa de "canguros" contiene dos moralejas cruciales.
La primera es que pueden ocurrirle cosas malas a economías buenas. La cooperativa no entró en recesión porque sus miembros fueran malos "canguros", o porque se dedicaran al "cangureo de compinches". Su problema era técnico: una oferta monetaria inadecuada. En otras palabras, problemas económicos serios pueden surgir por razones aparentemente triviales.
La segunda moraleja es la contrapartida natural de la primera: remedios técnicos sencillos pueden a
veces producir grandes ganancias económicas. En el caso de la cooperativa todo lo que se necesitaba
era distribuir más cupones. Cuando los administradores hicieron esto, las parejas se animaron a salir
más, y el PCB -producto canguril bruto- se disparó. Así, pues, la historia de la cooperativa sugiere que
las recesiones ordinarias pueden curarse simplemente incrementando la oferta monetaria.
Pero, si es tan sencillo ¿cómo puede Japón encontrarse en el aprieto en que está?
La trampa de liquidez.
¿Cómo puede Japón encontrarse atrapado en una recesión tan aparentemente intratable; una de la
que no parece capaz de salir imprimiendo cupones? Bueno, si estiramos un poco la historia de la cooperativa, no es difícil generar algo que se parece mucho a los problemas de Japón –y ver el esbozo de
una solución.
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
13
Primero hemos de imaginarnos una cooperativa cuyos miembros se han dado cuenta de que en su sistema tiene un inconveniente innecesario. Habrá ocasiones en las que una pareja necesite salir varias
noches seguidas, lo que le hará quedarse sin cupones e incapaz de obtener "canguros" para sus bebés,
aunque está plenamente dispuesta ha hacer de "canguro" compensatoriamente una gran cantidad de
veces más adelante. Para resolver el problema, la cooperativa permitió que sus miembros tomaran
cupones prestados de la administración en tiempos de necesidad, que pagarían con los cupones recibidos por hacer de "canguro" posteriormente. Para evitar que los miembros abusaran de este privilegio,
fue necesario, no obstante, que la administración impusiera alguna penalización, exigiendo que los
prestatarios pagaran más cupones de los que habían tomado prestados.
Bajo este nuevo sistema las parejas podían tener menores reservas de cupones que antes, sabiendo
que podrían tomarlos prestados si fuera necesario. Los administradores de la cooperativa habían, de
paso, adquirido una nueva herramienta de gestión. Si los miembros de la cooperativa informaban que
era fácil encontrar "canguros" y difícil oportunidades de serlo, las condiciones en las que los miembros
podían tomar cupones prestados se podían hacer más favorables, lo que animaba a salir a la gente. Si
los "canguros" escaseaban, las condiciones podían empeorarse, animando que saliera menos.
En otras palabras, esta cooperativa más elaborada disponía de un banco central que podía estimular
una economía deprimida reduciendo el tipo de interés, y enfriar una recalentada subiéndolo.
¿Pero qué hay de Japón, cuya economía sigue hundida a pesar de que los tipos de interés han caído
a casi cero? ¿Ha encontrado finalmente la metáfora de los "canguros" una situación que es incapaz
de manejar?
Bien, imaginemos que hay estacionalidad en la demanda y oferta de "canguros". Durante el invierno,
cuando hace frío y es de noche, las parejas no quieren salir mucho y están muy dispuestas a quedarse
en casa y cuidar de los niños de otras; con lo que acumulan puntos que podrán usar en las plácidas
noches de verano. Si la estacionalidad no es muy pronunciada, la cooperativa podrá seguir manteniendo la oferta y demanda de "canguros" en equilibrio aplicando tipos de interés bajos en invierno y altos
en verano. Pero supongamos que la estacionalidad es muy acusada. Entonces, en el invierno, incluso
con un tipo de interés de cero, habrá más parejas buscando oportunidades de hacer de "canguro" que
parejas que salen, lo que significa que las oportunidades para ser "canguro" escasearán, y las que parejas que busquen acumular reservas para el verano serán más reacias a usar esos puntos en el invierno;
lo que significará todavía menos oportunidades de hacer de "canguro"… y la cooperativa entrará en
recesión incluso con un tipo de interés de cero.
Y es ahora el invierno del descontento en Japón. Quizá porque su población envejece, quizá también
por una inquietud generalizada por el futuro, los japoneses no parecen dispuestos a gastar lo suficiente
para utilizar toda la capacidad económica del país, incluso con un tipo de interés de cero. Japón, dicen
los economistas, ha caído en la temida "trampa de liquidez". Bien, lo que acaban de leer es una explicación infantil de lo que es una trampa de liquidez y cómo puede ocurrir. Y una vez se entiende que es
éste el fallo, la respuesta a los problemas de Japón es, queda claro, bastante obvia.
O puede que no. Lo que está sucediendo es que el precio del consumo de invierno es demasiado caro.
¿Caro, comparado con qué? Con el precio del consumo en verano.
Con mayor precisión, el precio de los bienes de hoy con relación al de los bienes del futuro (es decir, el
coste de oportunidad del consumo presente en términos de consumo futuro) es
e
P(1+i)/P
e
donde P es el nivel de precios futuros esperado, e i el tipo de interés nominal. Si hay un exceso de oferta de bienes hoy –si el ahorro deseado excede a la inversión deseada- este precio relativo debe ser
demasiado alto.
Normalmente la forma de "corregir" este precio consiste en ajustar el tipo de interés nominal. Pero en el
caso de nuestra hipotética cooperativa este precio ya es cero, y, aún así, el precio relativo es demasia-
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
e
do alto. Lo único que queda por hacer, por tanto, es P > P. Los ahorradores de invierno deben creer
que sus cupones se "derretirán" en el verano, que una hora de "canguro" de invierno sólo comprará,
digamos, 45 minutos de diversión de verano.
O, puesto en un lenguaje económico más usual, que la respuesta a la trampa de liquidez es la inflación esperada.
A estas alturas deben estar ya cansados de la historia de los canguros, así que déjenme repetirla, esta
vez en el clásico marco IS-LM.
El tipo de interés real y la trampa de liquidez en el modelo IS-LM.
Comencemos donde, en 1937, lo hizo Hicks en su exposición original del modelo IS-LM: con el ahorro
y la inversión. La teoría clásica del tipo de interés era que estaba determinado por el requisito de que el
ahorro deseado fuera igual a la inversión deseada, como en la Figura 1. Pero una vez se considera la
posibilidad de que la economía no produzca a plena capacidad, uno se da cuenta que ahorro e inversión dependen de la renta real y del tipo de interés real –que habría que escribir S(r,y) e I(r,y). Esto no
hace que la Figura 1 esté mal, pero significa que lo que muestra es el tipo de interés de equilibrio solamente a un nivel particular de producción real. Un aumento del producto presumiblemente incrementaría tanto el ahorro como la inversión a un tipo de interés real dado; pero la suposición tradicional es que
incrementa más el ahorro, por lo que el tipo de interés real cae. Considerando todos los niveles posibles
de producto real, se barre toda la curva IS de la Figura 2, que está definida por la ecuación
S(r,yf ) = I(r,yf )
Al mismo tiempo, por supuesto, el mercado monetario también ha de vaciarse. La ecuación convencional es simplemente
M/P = L(y,i)
Donde i es el tipo de interés nominal, el tipo real más la inflación esperada. Para dibujar la curva LM hay
que especificar la tasa de inflación esperada; la Figura 2 se ha dibujado suponiendo que la inflación
esperada es cero.
Incluso sin especificar los detalles de la demanda de dinero, se aprecia de inmediato que la curva LM
no puede descender de cero, por la simple razón de que con un tipo de interés nominal negativo el efectivo dominaría a los bonos como depósito de valor. Por tanto tenga la curva LM el aspecto que tenga
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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en el intervalo "normal", su forma general debe ser muy parecida a la que se muestra en la figura, con
su parte izquierda plana en o cerca del tipo de interés cero. Y si ocurre que la curva IS pasa por esa
zona plana, la economía se halla en una trampa de liquidez: el tipo de interés choca con de la restricción del cero y no puede reducirse con expansión monetaria.
Toda esto es materia de libro de texto de la más básica. Pero en la Figura 2 he añadido algunas cosas
que los textos no suelen poner, indicando el nivel de producción de "pleno empleo", yf , mostrando la
continuación de la curva IS por debajo del tipo de interés real cero. Lo que queda inmediatamente claro
en esta versión más completa del gráfico de Hicks es que, si una economía se halla en una trampa de
liquidez, debe ser porque se da el caso de que a pleno empleo el ahorro excede a la inversión, incluso
a un tipo de interés real cero. Es decir,
S(0,yf ) > I(0,y f )
Por lo que si en el diagrama de ahorro-inversión original dibujamos las curvas al nivel de producción de
pleno empleo, tienen que tener el aspecto de la Figura 3.
Y lo que ambas figuras dejan claro es, por supuesto, que el problema no es que no exista un tipo de
interés real que haga que a pleno empleo ahorro e inversión se igualen, sino que el tipo de interés real
a pleno empleo es negativo. Y la política monetaria no puede, por tanto, llevar a la economía al pleno
empleo a menos que el banco central convenza a la población que la tasa de inflación futura será lo bastante alta para que pueda darse ese tipo de interés real negativo.
Eso es todo. Uno puede preguntarse por qué el ahorro es tan alto y la demanda de inversión tan baja,
pero la conclusión inevitable de que una economía sumida en una trampa de liquidez es una economía
que en su estado presente necesita inflación esperada no es modo alguno tóxica: es la consecuencia
directa del marco conceptual macroeconómico más convencional imaginable.
La economía abierta.
Quizá las objeciones más comunes al análisis precedente son las que parten de la apertura de la economía japonesa a los flujos de capital internacionales. Algunos argumentan que, mientras haya inversiones con rentabilidad real positiva en el extranjero, no puede producirse una trampa de liquidez; otros que
una "inflación gestionada" llevaría al desplome del Yen, y/o no lograría estimular la economía porque al
capital simplemente huiría al extranjero. Bien; hay una forma normal de introducir los tipos de cambio, la
movilidad del capital y el comercio internacional en el marco IS-LM. Veamos que dice.
16
Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
Comencemos por el mercado de bienes. En una economía abierta la identidad ahorro-inversión ha de
ampliarse para tener en cuenta las exportaciones netas, siendo la versión convencional ésta:
S(r,y) – I(r,y) = NX(e,y,y*)
donde e es el logaritmo del tipo de cambio real, medido en sentido anglosajón (más alto significa una
moneda más débil). Incluyo el producto extranjero y* simplemente para escribir la expresión completa.
La cuestión crucial es entonces: ¿qué determina el tipo de cambio real? La respuesta normal (usada,
por ejemplo, en el Modelo Multipaís de la Reserva Federal de los EE.UU.) es alguna versión del modelo
de "ancla". Imaginamos que los inversores tienen alguna noción del tipo de cambio de equilibrio –llamémosle el . Ignorando las cuestiones relativas a las rentas de las inversiones, podemos ver este tipo a
largo plazo como el correspondiente a unas exportaciones netas nulas a pleno empleo, es decir, el está
implícitamente definido por
NX(el ,yf ,y*) = 0
Suponemos que los inversores esperan que el tipo converja con el tiempo gradualmente hacia ese valor
a largo plazo, eliminando, digamos, una fracción g de la diferencia por año. También imaginamos que
las rentabilidades esperadas de los bonos nacionales y extranjeros se igualen. Esto implica que la ecuación de arbitraje
r – r* = g(el - e)
donde r* es tipo de interés real extranjero. Luego la ecuación del tipo de cambio real es
e = e l - (r – r*)/g
Por tanto el tipo de cambio real, y, por consecuente, el nivel de exportaciones netas a cualquier nivel
dado de producción real, depende del tipo de interés real.
Tres puntos deberían ahora ser inmediatamente evidentes.
Primero, un tipo de interés real negativo no significa que la moneda vaya a caer sin límite. La razón es
que mientras la gente tenga alguna noción de lo que constituye un tipo de cambio "normal", un tipo real
corriente mucho más débil que ese nivel normal implicará que se espera una apreciación real en el futuro –que hará de los bonos nacionales un activo atractivo incluso si su rentabilidad real es negativa en
términos del índice de precios nacional.
Segundo, como el tipo de cambio real no se deprecia sin límite, incluso un tipo de interés real negativo
supone solamente un valor finito de las exportaciones a cualquier nivel dado de producción.
Tercero, esto significa que aun una economía que está completamente abierta al movimiento de capitales puede sufrir una trampa de liquidez. La Figura 4 ilustra esta posibilidad, en ella se muestran la brecha o deficiencia de ahorro-inversión y el nivel de exportaciones netas como funciones del tipo de interés real, ambos para el nivel de producción de pleno empleo. La razón por la que las exportaciones netas
dependen del tipo de interés real es, de nuevo, que éste determina el tipo de cambio real, que, a su vez,
determina las exportaciones netas para cualquier y dado (Por la hipótesis de que el implica exportaciones neta nulas a pleno empleo, tenemos que NX = 0, cuando r = r*).
Como en el dibujo, hacer que S-I se iguale con NX a pleno empleo requiere un tipo de interés real negativo; si la inflación esperada es insuficiente, un tipo nominal cero no bastará para llevar a la economía a
pleno empleo, con lo que se encontrará en una trampa de liquidez a pesar de su capacidad para expor-
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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tar ahorro (La capacidad de exportar capital hace la trampa de liquidez menos probable, pues, en este
caso, incluso un país cuyo ahorro a pleno empleo supera a la inversión a tipo de interés real cero no
tiene necesariamente qué verse en una trampa de liquidez; pero puede aún caer en ella.)
¿Cómo es posible? Pues porque las expectativas de que el tipo de cambio real tienda a revertir a su
nivel "normal" limitan el alcance de la depreciación real, incluso con un tipo real cero. Por lo que el país
no puede debilitar lo bastante su moneda, entendiendo por "lo bastante débil" que es "tan débil como
para producir un superávit de cuenta corriente lo bastante grande para absorber la brecha de ahorroinversión a pleno empleo". Y una de las razones por las que se necesita inflación esperada es precisamente para lograr un tipo de cambio real más débil de lo que de otra manera sería posible.
Repito, esta es la conclusión natural del modelo de libro de texto. Si alguien piensa que este marco es
demasiado peculiar, puede contrastar su lógica con las implicaciones de modelos con fundamentos más
micro; yo lo he hecho. Resulta que aguanta bastante bien.
Dado lo muy convencional del razonamiento, la oposición a sus conclusiones deja un tanto perplejo. Me
quede bastante sorprendido cuando The Economist, que habitualmente acierta en estas cosas, mordió
el anzuelo de la objeción incauta de algunos comentaristas de que la inflación esperada sería ineficaz
porque, simplemente, conduciría a los japoneses a "facturar" sus ahorros al extranjero. Como el superávit de la cuenta de capital más la cuenta corriente ha de ser cero, cualquier exportación de capital de
Japón habría de tener su contrapartida en un aumento del superávit por cuanta corriente, lo que quiere
decir que ayudaría a cerrar la brecha ahorro-inversión. Por tanto, dicha "facturación" es justamente la
terapia prescrita –y, en cualquier caso, el incentivo a "facturar" está ya tenido en cuenta por el marco
conceptual normal. Algo menos chocante, aunque igual de intrigante, es la objeción común de que el
llevar al interés real por debajo de cero debilitaría al Yen. ¡Por cierto que lo haría! –pero esto es lo que
hace cualquier reducción de tipos de interés. Si Japón tuviera hoy unos tipos de interés del 5 por ciento, y su situación macroeconómica fuera por lo demás idéntica, habría una aprobación universal a que
el Banco de Japón redujera los tipos. ¿Qué tiene de especial el cero?
Sin embargo, es claro que a muchos les incomoda la idea de buscar inflación deliberadamente, y el
gobierno japonés está intentando poner la economía en marcha por otros medios. ¿Sigue siendo válido
el dictamen de que la economía necesita tipos de interés reales negativos?
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
La situación presente de Japón.
No soy capaz de encontrar ninguna forma de negar la proposición de que la economía japonesa tal
como hoy está constituida necesitaría un tipo de interés real negativo para lograr el pleno empleo. Para
alegar que la inflación es innecesaria uno debe creer, pues, que otras políticas son capaces de desplazar las curvas de ahorro o de inversión lo suficiente para hacer que el tipo de interés real sea positivo.
El instrumento de política más comúnmente citado es la reforma bancaria. Aunque el pensamiento
esclarecido no es precisamente lo que más abunda en estas disquisiciones, seguramente la idea es que
la inversión japonesa se encuentra deprimida porque los bancos están descapitalizados y son incapaces de proporcionar a las empresas el crédito necesario. He criticado esta forma de ver las cosas en
una nota anterior, y he tratado el papel de la intermediación financiera con profundidad en mi escrito para
la Brookings. Permítanme, pues, repetir simplemente los puntos principales. Primero, Japón no ha experimentado nada parecido a una ola de retirada de depósitos bancarios; y mientras los bancos descapitalizados no tengan dificultad en retener a los depositantes, la lógica económica sugiere que, en todo
caso, deberían estar prestando demasiado, más que demasiado poco. Segundo, incluso las primeras
pruebas circunstanciales son de, como muy pronto, finales de 1997; no hay prueba alguna de que el
estancamiento prolongado de la economía anterior a esa fecha fuera debido a insuficiente intermediación. Tercero, si bien el endurecimiento de los normas de exigencias de capital ha llevado a algunas quejas durante el año pasado, muchas de ellas probablemente son muestra de que los bancos están
actuando más correctamente, no menos.
Dicho esto, es posible que la recapitalización de los bancos haga revertir algo la reciente contracción del
crédito–aunque sólo sea porque los reguladores se decidirán a mirar en otra dirección otra vez. Pero
esto, en el mejor de los casos, solamente hará que Japón regrese al muy insatisfactorio statu quo ante;
es muy improbable que desplace la curva de inversión lo suficiente para solventar la trampa de liquidez.
Lo que nos deja con la política fiscal –en esencia, resolver la brecha ahorro-inversión haciendo que los
déficits del gobierno absorban el exceso de ahorro.
Una pregunta que cabría hacerse acerca de la idea de solucionar con déficits el atrapamiento de Japón
es por qué habría de preferirse esta alternativa al tipo de interés real negativo. Supóngase que el sector
privado es tan partidario de la gratificación diferida que, en el margen, está dispuesto a cambiar un Yen
real de consumo hoy por un poco menos de un Yen en el futuro. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué
forzar al publico a consumir más hoy y menos mañana de lo que aparentemente quiere? ¿Consideramos
que la estabilidad de precios es un objetivo tan importante como para saltarse el principio habitual de
que debe dejarse a los precios (como el tipo de interés real) que alcancen el nivel que hace que oferta
y demanda se igualen?
Pero, en cualquier caso, como preocupación práctica, la cuestión principal acerca de la política fiscal
japonesa es que está claramente alcanzando sus límites. En el transcurso de los pasados 7 años Japón
ha experimentado una tendencia secular hacia déficits fiscales cada vez mayores; que, sin embargo, no
han sido capaces de cerrar la brecha ahorro-inversión. No hace falta que uno afirme que la política fiscal es por completo ineficaz: como ha subrayado Adam Posen, la expansión fiscal ha aumentado el crecimiento de Japón cuando se ha producido. ¿Pero cuánta expansión fiscal puede permitirse el gobierno? Entre 1991 y 1996 el presupuesto consolidado de Japón pasó de un superávit del 2,9 por ciento
del PNB a un déficit del 4,3, y, a pesar de ello, la economía estuvo marcada por un exceso de capacidad creciente. Cuando el gobierno de Hashimoto, alarmado por la posición fiscal a largo plazo, trató de
reducir el déficit en 1997 el resultado fue una recesión. Hoy se vuelve a intentar una vez más el estímulo fiscal. Pero las proyecciones sugieren ya que Japón puede estarse encaminando hacia unos déficits
aterradores –alrededor del 10 por ciento de PNB el próximo ejercicio fiscal- sin que se vislumbre un final
a la necesidad de estímulo fiscal. Dado que Japón se encuentra ya en peor forma fiscal que, digamos,
Brasil en cualquier índice que pueda pensar –no sólo el déficit corriente, sino la relación deuda a PNB y
los pasivos ocultos debidos a una población que envejece, la necesidad de operaciones de salvamento de la banca y las empresas, etc.- uno ha de preguntarse a dónde está conduciendo la estrategia de
expansión fiscal.
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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Reflexiones sobre el debate.
Cualquier economista que conozca bien la teoría pero que también haya observado cómo se hace la
política económica en el mundo real sabe que hay en realidad dos especies distintas de "sabiduría convencional" en el mundo económico. Por un lado están los modelos típicos de los libros de texto –como
el IS-LM- que dan forma al análisis y debate de política económica bien informado. Por otro están los
"cánones de la ortodoxia y ‘sensatez‘" (La frase es de Ragnar Nurkse en International Currency
Experience) que definen lo que un banquero central se supone ha de decir. Nurkse seguía señalando
que "es una característica de estos cánones que acaben por adquirir una existencia independiente propia." En otras palabras, los cánones pueden no corresponderse en gran medida con lo que los modelos dicen. Los libros de texto ciertamente no dicen, por coger un ejemplo al azar, que la estabilidad de
precio sea tan importante como principio como la mayoría de los ministros de finanzas y banqueros centrales creen. Sin embargo, la mayor parte del tiempo el análisis típico de los libros de texto y la ortodoxia de están razonablemente de acuerdo.
¿Pero qué ocurre si un cambio de circunstancias pone a la ortodoxia de los banqueros y al análisis económico básico en conflicto? Esto es lo que yo argumento que ha sucedido en el caso de Japón. El
modelo macoeconómico normal que todos nosotros usamos para entender el mundo nos dice, con
toda claridad, que es una economía que "quiere" un tipo de interés real negativo; y a pesar de ello la
ortodoxia de los banqueros sigue considerando que la estabilidad de precios es una cosa buena, que
no ha de verse comprometida. ¿Qué partido hemos de tomar?
Es fácil entender por qué muchos funcionarios gubernamentales y periodistas acabarán decantándose
por la ortodoxia de los banqueros. Llego incluso a hacerme cargo de que muchos economistas puedan
sentirse reticentes a aceptar una propuesta radical como la inflación gestionada, aun siendo la implicación natural de un modelo completamente convencional. Pero lo que es descorazonador es que muchos
economistas y comentaristas económicos ni siquiera parecen apercibirse del conflicto. Saben que la
estabilidad de precios es buena, la inflación mala; y están tan ansiosos por mantener el canon que su
sentido analítico normal parece abandonarles. Algunos caen en errores contables ingenuos, como mantener que el capital puede de alguna manera salir de un país sin un superávit correspondiente de la cuenta corriente. Otros inventan al vuelo todo tipo de novedosas justificaciones teóricas del canon. Japón,
saben ustedes, es diferente: la inflación esperada hará que los tipos de interés reales de hecho suban;
tipos de interés real menores incrementarán el ahorro, pero no tendrán ningún efecto sobre la inversión;
un Yen más débil no hará que aumenten las exportaciones, pero, de algún modo, reducirá la liquidez; y
así. Las personas que discurren de este modo serían justificadamente cáusticas si alguien que abogara
por políticas heterodoxas afirmara que todas las curvas pertinentes de oferta tienen pendiente hacia
abajo y las de demanda, hacia arriba; sin embargo, al parecer la gratuidad en defensa de la ortodoxia
no es un vicio.
A pesar de todo creo que al final el pensamiento riguroso prevalecerá sobre el instinto irreflexivo. Japón
acabará recuperándose; y lo hará abandonando su adhesión a las ideas convencionales de respetabilidad de las políticas económicas, y siguiendo en su lugar el camino que indica el pensamiento riguroso.
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Lecciones de Economía
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LECCIÓN
3
l
CRISIS MONETARIAS
Sólo el 2 de Julio de 1997, tras meses de proclamar que no haría tal cosa, el gobierno de Tailandia abandonó sus esfuerzos de mantener fijo el tipo de cambio del Bath. La moneda rápidamente se depreció
más del 20 por ciento; en unos pocos días la mayoría de los países vecinos habían sido forzados a
seguir el ejemplo tailandés.
Lo que forzó a Tailandia a devaluar su moneda fue una especulación masiva contra el Bath, especulación que en unos pocos meses había consumido lo que inicialmente parecían unas impresionantemente grandes arcas de divisas. ¿Y por qué había especuladores apostando contra el Bath? Porque esperaban que el Bath se devaluaría, por supuesto.
Esta clase de lógica circular, en la que los inversores abandonan una moneda porque esperan que se
devalúe, y mucha de la presión sobre una moneda –aunque no toda- viene precisamente de esta falta
de confianza de los inversores, es la característica definitoria de una crisis monetaria. No necesitamos
buscar una definición más formal o cuidadosa, casi siempre sabemos que es una crisis monetaria cuando vemos una. Y hemos visto muchas últimamente. Sin ir más lejos, los años 1990 nos han ofrecido el
espectáculo de tres olas distintas de crisis monetarias: Europa en 1992-3, América Latina en 1994-5, y
las crisis asiáticas aún en curso cuando escribo esto.
Las crisis monetarias han sido el sujeto de mucha literatura económica, tanto teórica como empírica. De
hecho, el primer documento teórico serio de economía que yo escribí, hace más de veinte años, cuando todavía era un estudiante de postgrado, trataba sobre las crisis monetarias – prácticamente inaugurando con él las crisis monetarias como campo académico. Así que podrían Uds. esperar que los economistas como yo estuviéramos bien preparados para la serie de crisis que se han extendido por el
mundo desde aquel suceso de Julio de 1997.
Pero no lo estábamos. ¡Ah! La crisis en sí no fue una gran sorpresa; y algunos de nosotros hasta habíamos pronosticado que Tailandia y sus vecinos sufrirían algún tipo de crisis monetaria hacia las fechas
en que la tuvieron. Lo que nadie imaginó era que la devaluación tailandesa desencadenaría la caída de
tantos dominóes, o, lo que es aún más importante, que el impacto de estas crisis sobre las economías
reales de los países afectados sería o pudieran llegar a ser tan devastadoras.
Lo que solíamos pensar sobre las crisis monetarias.
El modelo canónico de crisis deriva del trabajo hecho a mediados de los 70 por Stephan Salant, en aquel
entonces en la sección de Finanzas Internacionales de la Reserva Federal. Lo que preocupaba a Salant
no eran las crisis monetarias, sino las asechanzas de que son víctimas los programas para estabilizar los
precios de materias primas. Dicha estabilización de precios, vía el establecimiento de agencias internacionales que comprarían y venderían las materias primas, era una de las principales demandas de los
proponentes del llamado Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI). Salant argumentó, no obstante, que según la teoría tales programas estarían sujetos a ataques especulativos devastadores.
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La globalización de la economía y las crisis financieras
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Su punto de partida era la proposición de que los especuladores poseerán un recurso agotable si y sólo
si esperan que su precio suba la bastante rápidamente como para ofrecerles una rentabilidad equivalente (una vez ajustada por el riesgo) a la de otros activos. Esta proposición es la base del famoso modelo de Hotelling de valoración de recursos agotables: el precio de estos recursos debe aumentar al tipo
de interés con el paso del tiempo, estando el nivel de la trayectoria de precios determinado por el requerimiento de que el recurso se agote justamente en el momento en que el precio ha crecido hasta el
"punto de estrangulamiento", en el que no hay más demanda.
Pero ¿qué ocurrirá, se preguntó Salant, si una junta oficial de estabilización de precios anuncia su disposición de comprar o vender el recurso a un cierto precio fijo? Siempre que y mientras el precio esté
por encima del que prevalecería en ausencia de la junta –es decir, de la trayectoria de Hotelling- los
especuladores venderán sus pertenencias, pensando que no pueden ya esperar obtener plusvalías. Por
tanto, la junta se encontrará con que inicialmente adquiere una gran cantidad. Eventualmente, no obstante, el precio que hubiera prevalecido sin el programa de estabilización –el "precio sombra"- irá subiendo hasta superar al de la junta. Llegado este punto los especuladores considerarán que dicha materia
prima es un activo deseable, y comenzarán a comprarlo; si la junta continua estabilizando el precio, se
encontrará pronto –instantáneamente en el modelo- con sus reservas agotadas. Salant hizo notar que
fue una gran ola de compras especulativas la que, en efecto, había forzado la clausura del mercado
abierto de oro en 1969, y sugería que un destino similar aguardaba a los programas de estabilización de
precios de la NOEI.
Esta lógica básica era con brevedad expuesta en el escrito clásico de 1978 de Salant y su colega Dale
Henderson (Su preocupación principal en dicho escrito era con el comportamiento entonces reciente del
precio del oro, en particular con los efectos de las ventas impredecibles del oro oficial almacenado).
Otros investigadores se dieron cuenta rápidamente de que una lógica similar podría aplicarse no ya a los
ataques especulativos a las juntas de estabilización de precios de materias primas, sino, también, a los
bancos centrales que tratan de estabilizar los tipos de cambio.
El modelo canónico de crisis monetaria, tal como yo lo desarrollé inicialmente (y como Robert Flood y
Peter Garber lo refinaron) estaba diseñado para imitar la historia de las juntas de materias primas. La tendencia ascendiente del "precio sombra" de la divisa –el precio que prevalecería tras un ataque especulativo- la proporcionaba la suposición de que el gobierno de la economía atacada estaba embarcado en
una continua e incontrolable emisión de dinero para financiar un déficit presupuestario. A pesar de esta
tendencia, se suponía que la misión del banco central era mantener fijo el tipo de cambio empleando
una cierta cantidad de reservas de divisas extranjeras, que estaba dispuesto a comprar o vender al tipo
de cambio objetivo.
Dada esta representación estilizada de la situación, la lógica de las crisis monetarias era la misma que
la de los ataques especulativos sobre un stock de materias primas. Supóngase que los especuladores
esperaran hasta que las reservas se agotaran siguiendo el curso normal de las cosas. En ese punto
sabrían que el precio de las divisas, fijo hasta ese momento, comenzaría a subir; esto haría más atractivo tener divisas extranjeras que tener moneda local, lo que llevaría a un salto en el tipo de cambio. Pero
los especuladores previsores, advirtiendo la perspectiva de dicho salto, venderían la moneda local justo
antes del agotamiento de las reservas –y al hacerlo aproximarían la fecha del agotamiento, lo que impulsaría a los especuladores a vender aún antes, y así sucesivamente. El resultado sería que las reservas
caerían a un cierto nivel crítico –quizá un nivel que pudiera parecer suficientemente grande como para
financiar años de déficit pagos- y entonces habría un ataque especulativo súbito que rápidamente llevaría a cero las reservas y forzaría el abandono del tipo de cambio fijo.
El modelo canónico de crisis monetaria explica dichas crisis, por tanto, como el resultado de una incoherencia entre las políticas internas –típicamente la persistencia de un déficit financiado monetariamente- y el intento de mantener un tipo de cambio fijo. Esta inconsecuencia puede disimularse temporalmente si el banco central tiene unas reservas suficientemente grandes, pero cuando estas se hacen inadecuadas, los especuladores obligan a hacerle frente con una ola de ventas.
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
Este modelo tiene algunas virtudes importantes. Primera, muchas crisis monetarias reflejan claramente
una incoherencia entre las políticas interna y de tipo de cambio; la forma específica y grandemente simplificada que dicha discrepancia toma en el modelo canónico puede verse como una metáfora de las
inconsecuencias de políticas más complejas, pero a menudo igualmente evidentes, de muchos regímenes de cambio. Segunda, el modelo muestra claramente que el carácter repentino, de billones perdidos
en un día, de los ataques a una moneda no reflejan necesariamente ni irracionalidad de los inversores ni
maquinaciones de manipuladores de los mercados. Pueden ser sólo el resultado de la lógica de la situación, en la que la tenencia de una moneda deja de ser atractiva una vez su precio deja de estar desestabilizado, y el final de la estabilización es él mismo provocado por la huida especulativa de capital.
Estas ideas son importantes, especialmente como correctivo de la tendencia de los observadores no
familiarizados con la lógica de las crisis monetarias de verlas como algo fuera del universo de sucesos
económicos normales; ya sea como una revelación de que la teoría del caos se ha enseñoreado de los
mercados, de que el "dinero virtual" hoy domina y avasalla a la economía real, o como prueba prima
facie de malévolas manipulaciones de los mercados.
Sin embargo, a pesar de las virtudes del modelo canónico, un número de economistas han argumentado que es una representación inapropiada de las fuerzas en acción en la mayoría de las crisis reales.
Quizá el mejor modo de describir qué falla en el modelo canónico de crisis es decir que representa la
política del gobierno (aunque no la respuesta del mercado) de una manera muy mecánica. Se supone
que el gobierno sigue ciegamente imprimiendo dinero para cubrir un déficit presupuestario sin importarle la situación externa; se supone que el banco central vende porfiadamente las divisas extranjeras para
sujetar el tipo de cambio hasta que se agota el último Dólar de las reservas. En realidad el abanico de
políticas posibles es mucho más amplio. Los gobiernos pueden e intentan condicionar las políticas fiscales a la balanza de pagos. Por su parte, los bancos centrales cuentan con una diversidad de herramientas para defender el tipo de cambio, además de la intervención en los mercados de divisas, en particular, entre ellas, la capacidad de hacer más restrictivas las políticas monetarias internas. Obviamente,
estas políticas tienen un coste; pero lo importante es reconocer que el tipo de cambio es un asunto de
compromisos más que simplemente de vender divisas extranjeras hasta su agotamiento.
Los llamados modelos de segunda generación (cuya mejor representación seguramente es el trabajo
de Maurice Obstfeld) precisan tres ingredientes. Primero, debe haber una razón por la que el gobierno desearía abandonar su régimen de tipo de cambio fijo. Segundo, debe haber una razón por la que
el gobierno quisiera defender el tipo de cambio; de modo que hay una tensión entre estos dos motivos. Finalmente, para crear la lógica circular que arrastra a la crisis, el coste de defender un tipo de
cambio fijo debe a su vez crecer cuando la gente espera (o al menos sospecha) que dicho tipo puede
ser abandonado.
¿Por qué podría un gobierno tener un motivo para dejar que su moneda se deprecie? El slogan general
aquí es que "se necesitan dos nominales para hacer un real". Para que un gobierno tenga un incentivo
real para cambiar el tipo de cambio, debe haber algo que en moneda nacional es inconvenientemente
fijo. Una posibilidad obvia es una gran carga de deuda en moneda nacional –una carga de la que un
gobierno podría caer en la tentación de librarse con inflación, pero no puede mientras mantenga un tipo
de cambio fijo. (Por ejemplo, los ataques contra el Franco francés durante los años 20 se desencadenaron principalmente por la sospecha de que el gobierno podría intentar disipar con inflación la deuda
heredada de la Primera Guerra Mundial). Otra posibilidad es que el país tenga desempleo debido a un
salario nominal rígido al descenso, y quiera adoptar una política monetaria más expansiva, pero no
pueda por mientras se halle comprometido a un tipo de cambio fijo. (Este fue en esencia el motivo para
el abandono por la Gran Bretaña del patrón oro en 1931 y el de su salida del mecanismo de tipos de
cambio del Sistema Monetario europeo en 1992).
Dado un motivo para depreciar ¿por qué elegiría un gobierno no hacerlo y defender un cambio fijo? Una
respuesta pudiera ser porque cree que un tipo fijo es importante para facilitar el comercio y la inversión
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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internacional. Otro pudiera ser porque tiene un historial de inflación y contempla al tipo fijo como una
garantía de credibilidad. Finalmente, el tipo de cambio con frecuencia adquiere un papel importante
como símbolo del orgullo nacional y/o compromiso con la cooperación internacional (como en el
Sistema Monetario Europeo).
Finalmente ¿por qué la falta de confianza del público en el mantenimiento de un tipo de cambio fijo hace
que dicho tipo sea más difícil de defender? El canal habitual pasa por los tipos de interés a corto plazo:
defender la moneda frente a expectativas de una depreciación futura exige tipos a corto plazo altos; pero
estos tipos elevados pueden tanto empeorar el flujo de caja del gobierno (o de las empresas endeudadas) como deprimir la producción y el empleo.
Supongamos que tomamos estos tres elementos genérico juntos: una razón para depreciar, otra razón
para no depreciar y alguna razón por la que las expectativas de depreciación por sí solas alteren el balance entre costes y beneficios de mantener una paridad fija. Es posible entonces combinar estos elemen tos para producir una descripción general de las crisis monetarias que es muy similar a la del modelo
canónico. Imagínese que el contrapeso fundamental entre el coste de mantener la paridad corriente y el
coste de abandonarla de un país se deteriora previsiblemente, de modo que en alguna fecha futura es
probable que el país devalúe incluso en ausencia de un ataque especulativo. En tal situación, los especuladores tratarían son seguridad de salirse de la moneda antes de la devaluación, pero, al hacerlo,
empeorarían aún más el balance del gobierno, lo que conduciría a una devaluación más temprana. Los
inversores despabilados, al darse cuenta de esto, tratarían de salirse aún antes…El resultado final sería,
por tanto, una crisis que pone fin al régimen de tipo de cambio fijo mucho antes de que los fundamentos parecieran hacer necesaria la devaluación.
Podemos, de hecho, ser más específicos: dado un inevitable abandono eventual de un anclaje monetario, y unos inversores perfectamente informados, se producirá un ataque especulativo contra la moneda en la fecha más temprana en la que dicho ataque pueda tener éxito. La razón es esencialmente el
arbitraje: un ataque en cualquier fecha posterior proporcionaría a los especuladores una ganancia segura; ganancia que se esfumará por la competencia entre los intentos de anticiparse la crisis.
Es importante darse cuenta de un punto importante de este razonamiento. En el caso que se acaba de
describir –como en el modelo canónico- la crisis la provoca en última instancia la incoherencia entre las
políticas del gobierno, que hace imposible la supervivencia a largo plazo de la paridad fija. En este sentido la crisis causada por fundamentos económicos. No obstante, puede que no parezca así en el
momento justo en que la crisis sobreviene: el gobierno del país atacado podría sentirse plenamente preparado para mantener el tipo de cambio durante largo tiempo, y lo habría efectivamente hecho, sin
embargo es obligado a abandonarlo por un ataque especulativo que hizo la defensa de la paridad simplemente demasiado cara.
Creo que es justo decir que hasta la crisis asiática la reacción típica tanto de la mayoría de los economistas como de los funcionarios internacionales a las crisis monetarias estaba basada, al menos informalmente, en el argumento que se acaba de describir. Es decir, reconocían que el ataque especulativo,
impulsado por expectativas de una devaluación, era por sí mismo la principal razón próxima de la devaluación; sin embargo consideraban que el proceso en su conjunto era últimamente causado por las políticas del país atacado, y, en particular, por un conflicto entre los objetivos internos y el anclaje monetario que hizo inevitable el desplome eventual del anclaje. En efecto, los mercados financieros simplemente
traen la noticia a casa, eso sí, antes de que el país hubiera querido escucharla.
No obstante, ya antes de la crisis asiática un número significativo de economistas creían que las quejas
de los países de que eran injusta o arbitrariamente atacados tenían algún mérito.
He aquí la lógica que se aplicaba. Supóngase que, contrariamente a nuestra hipótesis anterior, el fin
eventual de un anclaje monetario no es una cosa completamente predeterminada. Puede que no haya
una tendencia de empeoramiento de los fundamentos; o puede haber una tendencia adversa pero con
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
al menos una posibilidad realista de que las políticas cambien y la tendencia se invierta. Aún así, puede
darse el caso de que el gobierno abandone el anclaje si llega a enfrentarse con un ataque especulativo
suficientemente fuerte.
El resultado en estos casos será la posibilidad de crisis de tipo de cambio que se autogeneran así mismas. Un inversor individual no sacará su dinero del país en tanto crea que el régimen monetario no está
en peligro inminente; pero lo hará en cuanto el desplome de la moneda parezca probable. Con todo, la
crisis sólo se producirá si son muchos los inversores individuales que sacan su dinero. El resultado es
que tanto el optimismo como el pesimismo será autogenerado; y, en un caso de pesimismo autogenerado, puede estar justificado que un país alegue que ha sufrido una crisis innecesaria.
Si las crisis autogeneradas son una posibilidad ¿qué es lo que las pone en marcha? La respuesta es que
el detonante pudiera en principio ser cualquier cosa. Esto es, nos hallamos aquí en el terreno familiar de
la dinámica de las "manchas solares", en la que arbitrariamente una información se convierte en relevante si los participantes en el mercado creen que es relevante. Una crisis monetaria en un país vecino,
o incluso en una nación distante que de alguna manera recuerde al país a los inversores, puede provocar una crisis monetaria a pesar de la ausencia de vínculos fundamentales; no porque los inversores
sean irracionales, sino porque, en un mundo de equilibrios múltiples, el creer es el ser.
E, inevitablemente, hay también la posibilidad de manipulación del mercado. Imagínese que un país es
vulnerable a una ola de ventas de su moneda: ya sea que los inversores creen que, confrontado a un
ataque especulativo, abandonará su anclaje monetario; ya que simplemente unos emulan a otros y, al
hacerlo, puede producirse una estampida. Siendo así, un inversor grande pudiera fabricarse una ganancia tomando primero sigilosamente una posición corta en la moneda del país y, a continuación, provocando deliberadamente una crisis, lo que podría hacer por medio de una combinación de manifestaciones públicas y de ventas ostentosas.
El ejemplo clásico de esta estrategia solía ser el ataque de George Soros a la Libra esterlina en 1992.
Es probable que la Libra se hubiera salido de todas formas del mecanismo de tipos de cambio, pero las
acciones de Soros pudieran haber ocasionado una salida más temprana de lo que lo hubiera sido en
otro caso. Hoy, sin embargo, tenemos otro ejemplo clásico, aunque éste no tuvo éxito: la tentativa de
un grupo de fondos apalancados, incluido el Quantum Fund de Soros, de fabricar una crisis en Hong
Kong a finales del verano, comienzos del otoño de 1998.
¿Pero son estos especuladores los malvados? En el contexto del discurso de los modelos de crisis
monetarias de segunda generación, no necesariamente; ya que las crisis, al forzar a un país a salirse de
su anclaje, en realidad lo liberan para seguir políticas macroeconómicas más razonables. Si es usted
–como lo soy yo- de los economistas que en general prefieren los tipos de cambio flotantes, pudiera
usted sentirse hasta inclinado a dar las gracias a los especuladores por hacer políticamente posible el
deseable cambio de políticas.
Desafortunadamente, en la mayor parte del mundo las cosas no parecen funcionar en una forma
parecida.
La triste tercera generación.
Tanto los modelos de primera como los de segunda generación tienen considerable relevancia con crisis de los 1990; por ejemplo, la crisis rusa de 1998 fue evidentemente motivada en primer lugar por la
percepción (correcta) de que el débil gobierno estaba a punto de verse forzado a financiarse por medio
de la imprenta de acuñar, y la crisis de la esterlina de 1992 fue evidentemente suscitada por la percepción de que el gobierno del Reino Unido, sometido a presión, elegiría antes el empleo que la estabilidad
del cambio.
En los mayores de los países de Asia que han sufrido la crisis, sin embargo, ninguna de estas teorías
parece tener mucha relevancia. Según las medidas fiscales convencionales, los gobiernos de las eco-
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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nomías afligidas estaban en bastante buena forma al comienzo de 1997; y, si bien, en 1996 el crecimiento se había desacelerado y habían aparecido algunos señales de exceso de capacidad, ninguno de
estos países se veía abocado al tipo de clara disyuntiva entre el empleo y la estabilidad del tipo de cambio que la Gran Bretaña hubo de arrostrar cinco años antes (¡y si el propósito de la depreciación era permitir unas políticas expansionarias, su fracaso fue conspicuo!). Claramente era algo más lo que estaba
actuando; necesitábamos acuciantemente un modelo de crisis de "tercera generación", tanto para
entender estas crisis recientes como para avisarnos de las futuras.
¿Qué rasgos debería tener un modelo de tercera generación? La mayor parte de los intentos de producir tal modelo argumentan que el meollo del problema yace en el sistema bancario. Un número de economistas, yo entre ellos, han sugerido que la concesión de créditos incitada por el riesgo moral podría
haber proporcionado un cierto subsidio oculto a la inversión, el cual desapareció cuando las pérdidas
visibles hicieron que los gobiernos retiraran sus garantías implícitas. Es, no obstante, difícil ver cómo esto
puede explicar el tamaño descomunal de las catástrofes económicas que han acompañado a la supresión de estas garantías. Una línea de trabajo alternativa, seguida en particular por Chang y Velasco,
intenta explicar las crisis monetarias como el subproducto de una ola de retirada de depósitos de los
bancos; una pérdida de confianza autogenerada que obliga a los intermediarios financieros a liquidar
prematuramente sus inversiones. Esto parece compadecerse más con lo que en realidad ha ocurrido.
¿Pero es una visión de las crisis centrada en los bancos verdaderamente correcta? Ciertamente, la
mayoría de las crisis financieras acarrearon problemas tanto para los bancos como para las monedas.
Pero también implicaron otras dificultades, notoriamente una epidemia de penalidades financieras que
no puede resolverse simplemente arreglando los bancos. A medida que se han ido acumulando datos
sobre la crisis asiática me he ido encontrando a mi mismo más y más escéptico de que el discurso del
riesgo moral o de la ola de retirada de depósitos de los bancos pueda realmente llegar a la naturaleza
esencial de lo que falló.
Llegado a este punto mi teoría preferida de las crisis pone el énfasis en dos factores que han sido omitido en los modelos formales hasta la fecha: el papel de los balances de las empresas en la determinación de sus capacidad para invertir, y el de cómo los flujos de capitales afectan al tipo de cambio real.
Mis esfuerzos para modelar estas ideas formalmente están todavía un poco verdes, dejando varios
cabos sueltos. No obstante, incluso este modelo de primera pasada parece producir una sensación de
mayor realismo que los intentos anteriores; los míos incluidos. También arroja alguna luz sobre los dilemas de política a los que se han visto enfrentados el FMI y sus clientes en los dos años últimos.
Déjenme retroceder y tratar de describirles lo que pienso sobre el tema.
La crisis asiática llegó sin apenas aviso. De acuerdo con los criterios normales, los presupuestos de los
gobiernos estaban en buena forma; los déficits por cuenta corriente eran grandes en Tailandia y Malasia,
pero relativamente moderados en Corea e Indonesia; a pesar de cierta desaceleración del crecimiento
en 1996, no había ninguna razón poderosa para que ninguno de estos países necesitara una devaluación por motivos competitivos o macroeconómicos. En efecto, hasta en el verano de 1997 muchos
observadores se hacían eco de las conclusiones del hoy famoso informe del Banco Mundial, El milagro
del Este de Asia, de que la buena gestión macroeconómica y del tipo de cambio era el ingrediente clave
de la receta del éxito asiático. Como Joseph Stiglitz ha subrayado, incluso después de los hechos es
muy difícil encontrar un conjunto de indicadores convencionales que detecte a los países asiáticos como
particularmente en riesgo de una crisis financiera, o que identifique a 1997-8 como una época de riesgo fuera de lo común.
¿Qué falló, pues? Como ya he sugerido, en la literatura teórica post-crisis hay dos puntos de vista
principales.
El primero es que, bajo la aparente buena salud de la política macroeconómica, había un gran subsidio
oculto a la inversión vía garantías implícitas de los gobiernos a los bancos, a compinches de los políti-
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
cos, etc. El "síndrome del sobre-endeudamiento" había sido modelizado con anterioridad a la crisis por
Ronald McKinnon y su estudiante Huw Pill, y durante un tiempo se convirtió en la ortodoxia reinante,
después de que mi breve exposición de él apareciera en Internet. Una rama influyente de esta teorización, liderada por Nouriel Roubini, pone el énfasis en que, en la medida en que las garantías implícitas
llevaron a los bancos a dedicarse al préstamo con riesgo moral, ello representaba un déficit oculto de
los gobiernos. De acuerdo con este punto de vista, la salud aparente de la política presupuestaria y
macroeconómica era una ilusión: bajo la superficie, los gobiernos se habían de hecho embarcado en un
gasto temerario e insostenible.
Una visión alternativa, ardorosamente defendida por Jeffrey Sachs, es que los países no estaban haciendo nada incorrecto; sus inversiones eran básicamente sanas. Como mucho puede decirse que padecían de cierta clase de "fragilidad financiera" que los hacía vulnerables al pesimismo autogenerado de los
prestamistas internacionales. Roberto Chang y Andrés Velasco han realizado el intento más elaborado
de modelizar esta fragilidad financiera, basándose en una versión del modelo de Diamond-Dybvig de
1983 de olas de retirada de depósitos de bancos. En este modelo, los inversores han de elegir entre
inversiones a corto plazo con baja rentabilidad e inversiones a largo plazo con una rentabilidad más alta;
desgraciadamente, las inversiones a largo plazo rinden relativamente muy poco si han de ser liquidadas
prematuramente, y se supone que los inversores están inseguros ex ante sobre la fecha en que querrán
consumir. Los intermediarios financieros resuelven este problema agrupando los recursos de muchos
inversores y confiando en la ley de los grandes números para evitar tener más recursos a corto plazo de
los necesarios. Sin embargo, estos intermediarios devienen subsiguientemente vulnerables a los pánicos autogenerados, en los que el temor a las pérdidas lleva a los depositantes a demandar el reembolso inmediato, lo que fuerza a una liquidación destructiva de los activos a largo plazo que valida dichos
temores. En una economía cerrada, el banco central puede proteger contra estos pánicos haciendo de
prestamista de última instancia; Chang y Velasco argumentan que, en una economía abierta, con un tipo
de cambio fijo, el tamaño limitado de las reservas del banco central le impide desempeñar este papel.
Es incuestionable que ambas de estas dos visiones capturan algunos aspectos de lo que sucedió en
Asia. Por un lado, el "capitalismo de compinches" era una realidad cierta: los excesos de las compañías financieras tailandesas, de los miembros de la familia de Suharto, de los chaebol megalomaníacos
son innegables. Por otro lado, las olas de retiradas de depósitos de los bancos desempeñaron un papel
importante en el desarrollo de la crisis, particularmente en Indonesia, y la paralización del sistema crediticio tuvo al menos cierta importancia en la profundización de la recesión que siguió a la crisis.
Con todo, según se han ido acumulando datos de la crisis, ambas explicaciones han ido siendo vistas
como inadecuadas frente a la tarea de explicar la severidad de lo acontecido.
Consideremos primero el argumento del riesgo moral. Si uno se lo toma realmente en serio, implica que
no sólo tenía que haber sobre-inversión y una excesiva toma de riesgo por los empresarios con acceso
a financiación garantizada, sino también que la disponibilidad de las garantías implícitas hubiera tendido
a expulsar la inversión "legítima" que soporta la plena carga de su riesgo. Sin embargo, como han señalado Radelet y Sachs, en el período inmediatamente precedente a la crisis todas las formas de inversión
en las economías emergentes asiáticas eran florecientes, incluida la compra directa por extranjeros de
acciones e inmuebles, inversiones que claramente no estaban protegidas por garantía implícita alguna.
Se puede señalar la gravedad del problema de los préstamos fallidos después de la crisis como prueba
de que las malas prácticas bancarias fueron un problema clave en las economías en crisis. Pero, como
muchos observadores han notado y se documenta en el reciente informe del Banco mundial El camino
hacia la recuperación, el grueso del problema de los malos préstamos es una consecuencia de la crisis
–de las severísimas recesiones y devaluaciones que siguieron al cese de los flujos entrantes de capitales. Dado que nadie esperaba una crisis de una tal intensidad, el predominio de los préstamos fallidos
que se observa ex post no significa que se estuviera produciendo ex ante una proporción comparable
de préstamos viciados.
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¿Que hay de la historia de la fragilidad financiera? Aquí mi mayor preocupación es no tanto con Chang
y Velasco como con Diamond-Dybvig, específicamente con la forma en que modelizan la fragilidad financiera y sus efectos reales. En el modelo de Diamond-Dibvig, los costes de la liquidación prematura son
físicos –una oleada de retirada de depósitos lleva a que las inversiones sean canibalizadas antes de su
terminación, con un coste en producto para la economía resultante de la destrucción de capital físico.
Hay unos pocos ejemplos reales de este proceso en Asia –estructuras a medio hacer dejadas a pudrirse por falta de financiación, o desmanteladas para chatarra. Hay también algunas historias más complejas que pueden verse metafóricamente como ejemplos de liquidación física –por ejemplo, de oportunidades de exportación potencialmente rentables que no se aprovecharon porque el capital circulante
se había vendido para pagar las deudas con los bancos. Pero sin duda los canales principales por los
que el pánico financiero ha convertido activos buenos en malos tienen que ver no tanto con la liquidación física de proyectos inacabados, como con la crisis macroeconómica: compañías que parecían solventes antes de la crisis han quebrado porque el desplome de la inversión ha producido una profunda
recesión, o porque la huida de capitales ha conducido a una depreciación de la moneda que ha hinchado espectacularmente sus deudas en Dólares. O, por decirlo de otra manera, Diamond y Dibvig
emplearon una metáfora física para el coste de la liquidación prematura como una manera de enfocarse en el problema de los equilibrios múltiples por parte de los depositantes. Nada que objetar; pero para
entender la crisis asiática es probablemente importante tener una metáfora mejor, o una que case mejor
con los hechos estilizados de lo realmente acontecido.
¿Cuáles son estos hechos estilizados? Permítanme sugerir tres hechos que un modelo debería probablemente tratar –y que algunos o todos los modelos existentes, por lo que yo puedo decir, no parecen capturar.
(i) Contagio: El aspecto más sorprendente de la crisis financiera global ha sido la forma en
que sucesos en economías pequeñas como Tailandia o Rusia han llevado más o menos
directamente a crisis en economías distantes miles de kilómetros, con poco comercio o
lazos financieros entre ellas.
Desde mi punto de vista el poder de contagio de los últimos dos años deja sentada una ya larga disputa sobre las crisis financieras en general: la disputa entre "fundamentalistas" y ·autogenerativos". En los
modelos originales de primera generación, lo repentino de las crisis monetarias no significaba que el
momento en que ocurrían fuera arbitrario; por el contrario, las crisis se manifestaban cuando algún conjunto de factores fundamentales (típicamente el nivel de reservas) caía por debajo de un nivel crítico.
Obstfeld (1994) argumentaba que en los modelos de segunda generación, por contra, el momento de
la crisis era en verdad arbitrario; de hecho podría producirse una crisis monetaria en un país cuyo tipo
de cambio fijo pudiera en otro caso haber sobrevivido indefinidamente. Yo le repliqué (Krugman 1996)
que este era un punto engañoso: la razón de que el momento de la crisis pareciera determinado en los
modelos de primera generación no era por la diferencia en los mecanismos de la crisis, sino porque en
esos modelos se suponía que había un deterioro fundamental secular –deterioro que, por retroinducción, aseguraba que el ataque especulativo se produciría siempre tan pronto como pudiera tener éxito.
Este punto es, creo aún, correcto. Sin embargo, seguía argumentando que el deterioro secular previsible de los fundamentos ha de verse como el caso normal, sean cuales sean las especificidades del
modelo, y que las crisis espontáneas autogeneradas serían, por tanto, sucesos raros.
Capitulo aquí. No encuentro ninguna forma de entender el contagio de 1997-8 sin suponer la existencia
de equilibrios múltiples, con países vulnerables a derrumbes de confianza que se autoconfirman,
derrumbes que pueden desencadenarse por acontecimientos en economías muy alejadas que de alguna manera sirven de detonante del pesimismo autogenerado. Se sigue de esto que cualquier modelo
útil de la crisis debe contener algún mecanismo que produzca estos equilibrios múltiples. Un criterio que
cumplen los modelos de fragilidad financiera, pero no los de riesgo moral.
(ii) El problema de la transferencia: si hay una estadística que capta con el mayor dramatismo la violencia del shock a Asia, es el cambio de sentido de la cuenta corriente: en el caso
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
de Tailandia, por ejemplo, el país se vio forzado por el cambio de sentido de los flujos de
capitales a pasar de un déficit de un 10 por ciento del PNB en 1996 a un superávit del 8
por ciento en 1998. La necesidad de realizar un cambio tan enorme en la cuenta corriente representa lo que puede ser el ejemplo más espectacular del clásico "problema de la
transferencia" que debatieron Keynes y Ohlin en los años 1920. En la práctica este cambio brusco se ha logrado en parte mediante una depreciación real masiva, y en parte por
una recesión aguda que produjo una compresión de las importaciones.
Sin embargo, a pesar de la evidente centralidad del problema de la transferencia a lo que de hecho a
sucedido en Asia, es un tema que ha estado notablemente ausente en los modelos formales. Quizá porque a sus autores les ha preocupado sobre todo el comportamiento de los inversores y no la economía
real per se, todos los principales hasta la fecha han sido modelos de un solo bien, en el que los bienes
nacionales pueden ser convertidos libremente en extranjeros y viceversa sin ningún movimiento en los
términos del comercio o del tipo de cambio real.
¿Es ésta una simplificación estratégica aceptable? Quizá no: en el modelo que desarrollo más adelante,
la dificultad de efectuar una transferencia, la necesidad de lograr la contrapartida en la cuenta corriente
de una inversión en los flujos de capitales, bien vía una depreciación real o bien vía una recesión, se convierte en el núcleo del caso.
(iii) Los problemas de los balances: Finalmente, los relatos descriptivos tanto de los problemas de los países en crisis como de los debates sobre las políticas a aplicar, que llevaron
a que la crisis se manejara como se hizo, ponen un gran énfasis en los problemas de los
balances de las empresas. Por un lado, el deterioro de dichos balances tuvo un papel
clave en la propia crisis; notablemente, la explosión del valor en moneda local de las deudas en Dólares tuvo un efecto desastroso sobre las empresas indonesias, y el miedo de
unos efectos correspondientes sobre sus balances fue la principal razón por la que al FMI
le preocupaba evitar las depreciaciones masivas de las monedas de sus clientes. Por otro
lado, las perspectivas de recuperación son ahora, a decir de todos, especialmente dificultosas debido a la débil condición financiera de las empresas, cuyo capital ha sido barrido
en muchos casos por una combinación de caída de las ventas, tipos de interés elevados
y una moneda depreciada. Nótese que si bien estos problemas de balance son a su vez
la causa del problema de los préstamos fallidos de los bancos, no son un problema bancario per se; incluso una recapitalización de los bancos seguiría dejando el problema de
las compañías financieramente debilitadas intacto.
El papel de los problemas de balance como limitativos para las empresas ha sido el tema de una considerable cantidad de trabajos recientes en macroeconomía. A pesar de la atención prestada a los balances en las discusiones prácticas, es un asunto que, no obstante, ha sido ignorado hasta la fecha por la
literatura sobre crisis monetarias.
¿Qué aspecto tendría, pues, un modelo informado por estas observaciones? Para comprender el contagio, argumentaría, el modelo debería estar caracterizado por equilibrios múltiples, en los que una pérdida de confianza puede producir un derrumbe financiero que valida el pesimismo de los inversores. Sin
embargo, el mecanismo de dicho derrumbe sería diferente del de Diamond-Dibvig: en lugar de producir
pérdidas por la liquidación prematura de activos físicos, sería una pérdida de confianza la que lleva a un
problema de transferencia. Es decir, para conseguir el cambio de sentido necesario de su cuenta
corriente, el país ha de experimentar una depreciación real grande; esta depreciación, a su vez, empeora los balances de las empresas nacionales, validando la pérdida de confianza. Una política que intenta limitar la depreciación real implica una caída de la producción, y esto también puede validar la pérdida de confianza.
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Me parece que este argumento -en el que, incidentalmente, los bancos no desempeñan un papel clave,
aunque seguramente podrían también introducirse- está más cerca que ninguno de los modelos precedentes de dar la "sensación" de ser el correcto para explicar los acontecimientos recientes.
El argumento tiene también una implicación adicional. Quizá el debate más intenso sobre el manejo de
la crisis asiática es el que se refiere al tipo de cambio. Algunos críticos alegan que el FMI no debería
haber animado a los países a defender sus monedas con tipos de interés elevados, que ésta es la razón
por la que sufrieron recesiones tan graves. Pero este modelo sugiere que el haber simplemente dejado
que las monedas cayeran habría intensificado el problema de los balances. Por otra parte, otros críticos
dicen que habría que haber defendido las paridades de las monedas a cualquier coste; el modelo sugiere que esto pudiera sólo haber cambiado un círculo vicioso por otro, con la recesión y la escasez de
liquidez ocasionando de todas maneras el desplome financiero. En otras palabras, puede que no hubiera una opción de tipos de interés y tipo de cambio que hubiera evitado la crisis.
Pero esta es una conclusión aterradora. Sugiere que países no han cometido pecado importante alguno, que han hecho predominantemente buenas inversiones, que tendrían perspectivas económicas
halagüeñas de no ser por las crisis financieras, pueden no obstante verse sujetos a crisis monetarias
devastadoras, en las que el repentino pesimismo de los inversores termina siendo confirmado por los
hechos, y que no hay nada que puedan hacer acerca de ello.
¿O lo hay? En la última lección intentaré esbozar algunas soluciones posibles.
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
LECCIÓN
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l
¿HAY ALGUNA SALIDA?
El eterno triángulo.
Todo aquel que haya asistido a reuniones recientes de banqueros centrales y funcionarios financieros, y
que posea el suficiente cinismo para ver debajo de la máscara de juiciosa confianza que es una parte
esencial de la indumentaria de estos funcionarios, se habrá sobrecogido por el aire de irrealidad que
impregna todos los debates. Por un lado, nadie cree realmente que los programas de salvamento ya en
acción o a punto de ponerse harán más que aplazar una crisis monetaria inminente; las perspectivas de
una recuperación real quedan remotas. Y, sin embargo, ninguna de las propuestas que reciben una consideración seria ofrece una esperanza realista de cambiar la situación materialmente.
¿Por qué el debate monetario internacional se ha convertido en un asunto de tantos eufemismos, evasivas y gestos bien intencionados pero ineficaces? La respuesta de fondo, creo yo, es la dificultad que
la mayoría de los funcionarios e incluso los economistas privados tienen para afrontar el desagradable
dilema que intrínsecamente implica la elección de una "arquitectura" financiera internacional. Este dilema no es nuevo; por el contrario, la historia básica ha sido la misma durante al menos un siglo. Pero
durante un tiempo una combinación de buena suerte y circunstancias especiales nos permitió olvidarnos de tal fastidio. Hoy lo tenemos de vuelta con nosotros, y los líderes tendrán que, una de dos, hacer
una elección, por dura que sea, o descubrir que la lógica de los acontecimientos escoge por ellos.
La esencia del dilema se comprende recordando el catecismo que fue enunciado por primera vez por el
Grupo de Bellagio, el famoso grupo de tertulia académico-funcionarial internacional que tuvo su auge en
los 1960. En el mundo, de acuerdo con los de Bellagio, el problema de diseñar un régimen monetario
internacional se resumiría en el esfuerzo de lograr el Ajuste, la Confianza y la Liquidez. Qué significan
exactamente estos términos queda un poco a cada cual, pero mi versión es la siguiente. El ajuste significa la capacidad para seguir políticas de estabilización macroeconómicas, para combatir el ciclo económico. La confianza significa la capacidad para proteger los tipos de cambio de la especulación desestabilizadora, incluidas las crisis monetarias. La liquidez significa básicamente movilidad de capitales a
corto plazo, tanto para financiar el comercio como para permitir desequilibrios comerciales temporales.
¿Cuál es, pues, el dilema de la arquitectura financiera internacional? Consiste en que, fundamentalmente por la amenaza de la especulación monetaria, uno no puede tener todo lo que desea. Más específicamente, la insistencia en tener uno de los tres atributos de un régimen internacional obliga a renunciar
a alguno de los otros dos. Como resultado, hay un menú limitado de regímenes posibles; y cada artículo de ese menú es insatisfactorio en algún modo importante. La Figura 5 ilustra el problema esquemáticamente. Cada vértice del triángulo muestra una característica deseable de un régimen internacional;
cada lado del triángulo, que corresponde a la elección de dos de estas tres características, indica un
régimen posible. Como la figura sugiere, en el último siglo hemos intentado todas las posibilidades.
Para apreciar por qué estos dilemas se niegan a desaparecer, elijamos cada vértice por turno y veamos
por qué hay que abandonar uno de los otros dos.
-Confianza: Supóngase que un país decide que, simplemente, no puede aceptar una
moneda inestable, que sube y baja según los sentimientos de los inversores (o, en el
mundo moderno, por la toma y el deshacer de posiciones de los fondos apalancados).
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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Esto significa que debe anclar su tipo de cambio o, al menos, gestionarlo fuertemente.
Pero si trata también de mantener la liquidez -permitiendo los flujos de capital sin restricción- se encontrará entonces sujeto a serios ataques especulativos siempre que el mercado sospeche que las preocupaciones por la estabilización puedan llevar a una devaluación. De modo que se ha de elegir. Bien el país renuncia creíblemente a cualquier ajuste
del tipo de cambio futuro -adoptando una junta monetaria, o iniciando el camino hacia una
unión monetaria- o ha de restringir los movimientos de capitales.
La historia ofrece ejemplos claros de ambas opciones. Como señala Barry Eichengreen en Globalizing
Capital, la experiencia de entre guerras fue interpretada por los fundadores de Bretton Woods como
prueba concluyente de que la especulación era efectivamente desestabilizante; y, de ahí, que la confianza fuera necesaria. Pero en la era post-Keynes también lo es ajuste; y, por ello, el sistema de Bretton
Woods dependía crucialmente en su primera época de los controles de capital. Con el paso del tiempo
estos controles se fueron haciendo (o se dejó que se hicieran) menos eficaces: el resultado fue una "rigidificación" del sistema, haciéndose raros los cambios de paridades.
-Ajuste: Supóngase alternativamente que el ajuste, la capacidad de los gobiernos para
responder a las recesiones reactivando la economía, es lo que se considera de máxima
importancia. Si este tipo de flexibilidad se combina con el movimiento libre de capitales
(liquidez), se expone a la economía a movimientos masivos de capital siempre que se
sospeche que la política monetaria vaya a hacerse menos estricta. Así un gobierno que
insista en mantener su capacidad para ajustar, se verá obligado a ceder bien en confianza -lo que significa ir a un tipo de cambio flotante y aceptar la idea de que, de cuando en
cuando, el tipo de cambio variará en un 50 por ciento en un año o en un 15 por ciento
en una semana- o, una vez más, a limitar la movilidad del capital. De nuevo, la historia
ofrece ejemplos claros de ambos planteamientos. A los ataques especulativos de los
1930, originados por los esfuerzos de algunos gobiernos para luchar contra la recesión
y el derrumbe bancario, se les hizo frente en algunos casos con la imposición de controles de capitales. Los ataques de los primeros 1970, ocasionados por la divergencia de
las políticas macroeconómicas, llevaron a la desaparición de Bretton Woods y la aparición de los tipos flotantes.
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
-Liquidez: A estas alturas el esquema debe estar claro. Si el mantener el libre movimiento de capitales es cosa inamovible, o si poner restricciones a este movimiento no se considera factible, el gobierno se ve inexorablemente arrastrado ya sea a un régimen de tipo
de cambio rígidamente fijo -preferentemente una junta monetaria o, incluso, una moneda
común-, ya a la flotación libre.
¿Dónde estamos hoy? Las economías avanzadas grandes -los EE.UU., Japón y Eurolandia- se hallan
por el momento razonablemente confortables habiendo optado por el ajuste y la liquidez, despreocupándose de la confianza; es decir, dejando flotar a sus monedas. La razón es que con un comercio internacional en proporción relativamente pequeño, poca deuda en moneda extranjera, y una fe muy arraigada en los inversores en su salud a largo plazo, estas economías pueden permitirse cabalgar sobre los
altibajos de los tipos de cambio. A algunos países avanzados menores -el Reino Unido, Australia- también parece que les va bien con esta opción. Y para las personas como yo -es decir, los keynesianos
de libre mercado, que creen que debe dejarse a los mercados en paz tanto como sea posible, pero que
esto requiere que los gobiernos tengan medios activos y practicables para estabilizar el ciclo económico- los tipos de cambio flotantes son claramente la opción más aceptable.
¿Pero se puede recomendar lo mismo para los mercados emergentes? Algunos economistas -notablemente Jeffrey Sachs- siguen insistiendo en que, si tan sólo el FMI se dedicara a dar seguridad a los
mercados en lugar de a sermonear a los países por sus pecados, sería posible que Brasil y Corea se
comportaran como el Reino Unido, estableciendo su política monetaria con base en metas nacionales
y dejando flotar el tipo de cambio. Pero la opinión mayoritaria en este momento parece ser que la carga
de una deuda en moneda extranjera y el riesgo de inflación, debidos a movimientos desmedidos de
las monedas, hacen que el lado del triángulo de los tipos de cambio flexibles sea inviable para muchas
economías pequeñas. En particular, según describí en la lección anterior, el intento de dejar flotar la
moneda puede conducir a una crisis autogenerada que haga derrumbarse a la moneda y los balances. Mientras un resultado así sea temido por todos los países, no se sentirán libres para dejar fluctuar sus monedas; de hecho, estarán dispuestos a hacer grandes esfuerzos para mantener la estabilidad de la moneda.
Pero esto significa que estos países se enfrentan a una elección cruel: puesto que deben escoger la confianza, es decir, un tipo de cambio estable, deben, una de dos, renunciar a una política de estabilización
-retrocediendo al fatalismo prekeynesiano- o tratar de restringir el movimiento de capitales, con todos
los costes que conlleva. Es cierto que hay muchos que consideran que ésta es una elección fácil: si por
ellos fuera, renunciarían con alegría a la estabilización. Pero han de persuadir a los votantes; y persuadir a los mercados de que han persuadido a los votantes. Como Eichengreen señala, mientras no hubo
voces eficaces a favor de la estabilización, el patrón oro fue estable. Pero, tan pronto como la gente
comenzó a demandar que los gobiernos hicieran algo con el desempleo, los ataques especulativos se
convirtieron en un problema recurrente, y el sistema dejó de funcionar. Él lo dice de una manera más
brutal que yo: "(L)os límites a la movilidad del capital bajo Bretton Woods vinieron a substituir los límites
a la democracia bajo el patrón oro".
Es este tipo de razonamiento el que ha llevado a muchos economistas a considerar la posibilidad de que
la opción menos mala puede estar en el otro lado del triángulo. Todo el mundo sabe que las limitaciones a la movilidad del capital son malas para la eficiencia económica. Pero estos costes deben ser comparados con sus alternativas.
Considérese, por ejemplo, el siguiente cálculo aproximado. En el momento de escribir esto, se cree muy
extendidamente que Brasil experimentará una caída del PIB de al menos el 4 por ciento a lo largo de
1999, después de un crecimiento virtualmente nulo en 1998. Y la tasa potencial de crecimiento del producto de Brasil es por lo menos del 4 por ciento por año, si no más. De modo que, al final de este año,
su economía estará funcionando al menos un 11 por ciento por debajo de su capacidad. Supongamos
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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ahora que en el 2000 comienza una recuperación rápida, que la economía brasileña crece a, digamos,
el 7,5 por ciento por año durante los 3 años siguientes. Cosa que, sin duda, será vista como un triunfo
de la política presente. Sin embargo, si se suma, el producto perdido en el período de crisis y recuperación será más del 25 por ciento del PIB de un año. Y esto, repito, es una proyección optimista.
Por tanto cualquier cosa que ayudara a que Brasil, u otras futuras víctimas potenciales de crisis monetarias, fuera más capaz de evitar costes tan monumentales merece la pena considerarse.
¿Pero cuáles son las opciones?
El alegato a favor del control de la fuga de capitales.
En las primeras etapas de la crisis asiática todo el énfasis se ponía en curar los pecados del capitalismo
de compinches; la fuga de capitales de los países afectados era vista como el justificado veredicto del
mercado. Ha habido luego un cambio gradual en el tono del debate. Es cierto que la línea oficial del FMI
y del Tesoro americano sigue siendo que la austeridad y la reforma acabarán funcionando, y que, al final,
la historia de Méjico en 1995 se repetirá. Y pudieran aún tener razón –un resultado que debemos desear fervorosamente, incluso si a las personas como yo nos hace parecer un tanto estúpidas. Pero en privado, y a veces no tan privadamente, la mayoría de los líderes de opinión sospechan que hay un elemento muy importante autogeneración en la crisis, que, como me dijo un funcionario, "estamos en un
mundo Diamond-Dibvig".
Ahora bien ¿qué es lo que una crisis autogenerada implica? Implica que de lo que los inversores tienen
verdaderamente miedo, al menos cuando estalla la crisis, no es de lo que los gobiernos pudieran hacer,
sino de los que los otros inversores pudieran hacer; los inversores se temen unos a otros.
Déjenme dejar sentado este punto tomando prestado un diagrama de Maurice Obstfeld. En la Figura 6
simplifiquemos el problema de un país susceptible a las crisis suponiendo que hay sólo dos inversores,
cada uno de los cuales se enfrenta a una elección binaria: quedarse en el país, o "fugarse", es decir,
tratar de sacar de él tanto dinero como pueda. En cada línea de la figura indico qué opción tomará el
inversor A dadas sus expectativas de la cuál es la elección de B; y supongo que la situación de B es
simétrica. Así, si el inversor A cree que el inversor B se quedará, él se quedará también; pero, si piensa que B va a huir, él hará lo mismo. Presumiblemente bajo esta interdependencia de las decisiones
yace la creencia de que las crisis se autorratifican: que, por algún conjunto de efectos (inestabilidad
política, desplome de balances, inflación o lo que sea), la fuga de otros inversores destruirá el valor de
las que poseen los demás. Y, por tanto, yo quiero salir de un país a menos que los otros también planeen permanecer.
Este tipo de juegos nos es familiar desde los trabajos de Thomas Schelling, cuyo tratado clásico The
Strategy of Conflict los analizaba ya en 1960. Es lo que Schelling llamaba un "juego de coordinación" un juego en el que los jugadores tratan de hacer lo que otro hace. Una característica típica de estos jue-
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Lecciones de Economía
Pedro Barrié de la Maza
gos es la existencia de equilibrios múltiples: en este caso, si cada jugador espera que el otro se quede,
ambos se quedan; si cada uno espera que el otro huya, ambos huyen.
¿Qué determina cuál es el equilibrio que se produce? Schelling argumentaba persuasivamente que la
respuesta es típicamente más o menos psicológica: algún rasgo irrelevante del entorno, pero que tiene
cierta resonancia con los jugadores, les hace converger sobre un par concreto de estrategias. En el caso
de las crisis financieras, los puntos focales los crean las semejanzas percibidas entre países: Rusia y
Brasil son dos lugares muy distintos, pero de alguna manera una crisis en Rusia crea un punto focal para
la fuga de capitales de Brasil; y se produce una crisis.
No he especificado, lo admito, cuáles son los pagos que los jugadores reciben en este caso, pero con
seguridad son mucho peores que si ambos se quedaran –incluso para los inversores, y, ciertamente,
para el país. Así que ¿qué puede hacerse para evitarlo?
Pienso que los esfuerzos actuales para lidiar con el sistema financiero mundial pueden categorizarse en
tres apartados.
El primero es la visión de que lo que importa es crear confianza en los inversores. Lo que puede resumirse como el intentar crear un punto focal tan fuerte a favor del resultado "quedarse/quedarse" que ni
se le ocurra a nadie pensar en la alternativa. El problema es cómo se hace esto. Es probablemente justo
decir que la mayoría de los que piensan que ésta es por si sola una solución adecuada, lo que de verdad pretenden es tener dos contrarios a la vez: si bien su modelo subyacente de crisis es claramente
uno en el que los inversores, en realidad, de quien tienen miedo es unos de otros, las medidas que procuran para crear confianza suponen hacer que sea el gobierno el que inspire confianza. Dado que algunos de los canales de una crisis autogenerada operan vía las acciones del gobierno, se ha de conceder
que esto pudiera cambiar los pagos del juego lo suficiente para eliminar el equilibrio que lleva a la crisis;
pero yo pienso que la idea es en mucho mayor medida la de realizar acciones que suenan como apropiadas, como equilibrar los presupuestos, no tanto por sus efectos reales como porque su apariencia
de saludables puede ayudar prevenir que se formen puntos focales. O para decirlo más expresivamente, es como asegurarse de que el banco de uno tiene un edificio impresionante, con mucho mármol,
como forma de prevenir las olas de retiradas de depósitos. Puede funcionar algunas veces, pero no es
realmente una estrategia muy sólida.
La segunda y más esperanzadora idea es la de cambiar ex ante los pagos del juego de forma que el
equilibrio malo no exista, o, al menos, que carezca de sentido como punto focal.
Finalmente, si esto falla, queda la idea de descartar el equilibrio malo por la fuerza: prohibiendo simplemente a los inversores que huyan, quizá en su propio interés, pero también en el del país.
Permítanme tratar cada una de estas propuestas por su turno, comenzando con lo que ocurre cuando
la crisis ya se ha producido.
Toques de queda a la huida de capitales.
Una respuesta a la crisis es simplemente que hay que soportarla, que los costes, por pesados que sean,
son menores que los de intentar de romper el círculo vicioso. Según este punto de vista, toda la prioridad se ha de otorgar a la recuperación de la confianza. Pero algunos de nosotros pensamos que debe
haber una solución mejor.
Las propuestas para manejar una crisis financiera una vez se ha declarado podrían resumirse bajo el título general de "toques de queda" a la salida de capitales, una cosa destinada a dar a un país un período de enfriamiento durante el que el pánico del mercado pueda ser contenido, un tiempo durante el que
el país puede simultáneamente intentar limpiar su sistema financiero y seguir políticas sensatas -refla-
Paul Krugman
La globalización de la economía y las crisis financieras
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ción, devaluación moderada, etc.- que, de haberlas tenido, hubieran eliminado la amenaza del ataque
especulativo. Dejando de lado la cuestión de si un tal toque de queda es posible o deseable, queda la
gran pregunta de qué tipo de toque de queda es el que puede tener éxito.
A grandes rasgos, las propuestas de toque de queda se pueden ordenar a lo largo de un continuo. Las
más leves piden actuaciones "voluntarias" de los acreedores: en reuniones a las que he asistido ha habido un respaldo amplio entre banqueros y funcionarios gubernamentales a la idea de organizar una
acción concertada entre los bancos comerciales, al estilo de 1982, para mantener las líneas de crédito
a países como Brasil. Un paso más dramático, que ha comenzado a recibir apoyo de gente respetable,
es la idea de una "ley de suspensión de pagos" para los países, un procedimiento formal o informal que
protegería a un país de una retirada súbita de sus acreedores extranjeros. Y la más extrema es, por
supuesto, la idea (en la que sólo unos pocos de nosotros somos lo bastante descabellados para creer)
de que no es suficiente con el reaplazamiento de la deuda en moneda extranjera y que han de establecerse controles sobre la salida de capitales en general, bien directamente, vía controles de capital, o bien
indirectamente, con un sistema dual de tipos de cambios.
Soy uno de los pocos economistas respetables que han expresado apoyo a las medidas extremas de
este continuo. Ya hemos visto los argumentos para hacer algo para relajar las restricciones a que hoy
se ven sometidas las economías en dificultades. Así que déjenme ocuparme ahora de qué es lo que
podría funcionar; y las razones por las que la paralización, voluntaria o impuesta, de los pagos de la
deuda externa puede no ser suficiente.
Tanto los que quieren enrolar a los banqueros en una acción concertada, como los que quieren un
mecanismo de "quiebras ordenadas", parten de la proposición de que el problema principal que afecta
a los países en crisis es su deuda en moneda extranjera a corto plazo: cuando se pierde la confianza,
se discurre, los prestamistas extranjeros rehusan renovar esta deuda, dando lugar a un drenaje muy rápido de las divisas. La idea es, pues, poner fin a este proceso. Los optimistas creen que la persuasión
moral a los bancos, una llamada a su propio interés bien entendido (desgraciadamente, colectivo más
que individual) puede dar en el clavo. Otros observadores más pesimistas, y probablemente más realistas, creen que se precisará cierta coerción: que los países debieran ser capaces de imponer una paralización temporal (quizá solamente después de recibir la aprobación del FMI) por la cual los pasivos a
corto plazo se renovarían en lugar de pagarse. Esta paralización podría, de hecho, ser bienvenida, o al
menos aceptada, por los acreedores
El principal atractivo de estas propuestas, creo, es que abordan la huida de capitales de una manera
que no viola el principio básico de la libertad de contratos, que no invoca el temido espectro del control
de capitales. Es, después de todo, una práctica normal de las empresas amenazadas de quiebra pedir
paciencia por parte de sus acreedores, y, si no pueden conseguirla, buscar la protección temporal de
un tribunal. ¿Por qué no, pues, un país? Un examen más cuidadoso revela, sin embargo, que las ventajas de estos esquemas son grandemente ilusorias.
Primero, un país no es una empresa. Más en específico, las deudas de las que hablamos son, en la
mayoría de los casos, privadas y no públicas (Esta es una de las cosas que hacen que las dificultades
presentes sean muy diferentes de las crisis de la deuda de los 1980). Y en una crisis, cuando los inversores privados, extranjeros y nacionales, temen una devaluación de la moneda, quienes tienen las deudas en moneda extranjera querrán, en general, pagarlas lo antes posible. Por ejemplo, una compañía
brasileña que tenga deudas en Dólares a corto plazo y se tema una devaluación próxima del Real, ansiará tomar prestados más Reales para amortizar sus deudas en Dólares antes de la devaluación. Por
tanto, una congelación eficaz de la deuda significará de hecho forzar a los deudores privados nacionales a renovar sus deudas, en efecto, una forma de control de capitales.
Segundo, una paralización de los pagos de la deuda tapa sólo un canal de huida de capitales; en una
economía con plena convertibilidad de la moneda, hay muchos otros, ya que cualquiera que espere la
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Pedro Barrié de la Maza
devaluación y tenga moneda local, la puede convertir en extranjera. Para poner sólo uno de los muchos
ejemplos: imagínese que un fondo apalancado extranjero se dedica a intermediar tipos de interés, tomando prestados Dólares o Yenes para comprar títulos locales que paguen intereses más altos, y que,
temiéndose una devaluación, decide deshacer sus posiciones. Las posiciones iniciales del fondo no
crean ninguna deuda local en moneda extranjera; sin embargo, el deshacer sus posiciones provocará un
drenaje rápido de las reservas de divisas. El problema no tiene por qué limitarse a los fondos apalancados extranjeros: un inversor nacional podría decidir igualmente vender o tomar prestados títulos locales
y comprar Dólares, con el mismo efecto. Por ejemplo, si el peligro claro e inminente no es que los bancos extranjeros retiren sus líneas de crédito, sino que los poseedores locales de deuda pública a corto
plazo se nieguen a renovarla y, en su lugar, compran Dólares, es difícil ver cómo un acuerdo de caballeros de los bancos extranjeros, o incluso una moratoria de la deuda, podría hacer mucha diferencia.
En breve, el atractivo de las medidas que atacan el problema de la deuda en moneda extranjera pero
dejan a los residentes nacionales libres para dedicarse a sacar capitales, me parece residir en gran medida en que no se ha pensado la materia a fondo. Si los países no tuvieran convertibilidad plena, de modo
que, en efecto, cualquier deuda externa fuera soberana (ya que sólo podría pagarse si el gobierno pusiera divisas a disposición), sería otra cuestión. Pero la idea de que estos procedimientos ofrecen un medio
de salvar la plena convertibilidad parece un tanto equivocada.
¿Qué opciones quedan, entonces? Si uno sigue queriendo tener una defensa contra la fuga de capitales, bien se han de controlar los movimientos de capital directamente, al estilo malasio, o, la opción que
yo prefiero, un país ha de imponer la obligación de entregar los ingresos por exportaciones y, a la vez,
vender esas divisas sólo para fines de la cuenta corriente (importaciones y servicio de la deuda). En este
caso la exportación de capital no necesitaría hacerse ilegal; lo natural sería, efectivamente, permitir que
se desarrollara un régimen dual de tipos de cambio.
Por supuesto que todas las formas de aplicar estos controles conllevan problemas serios. El mayor de
ellos, creo, no es que los controles desanimen a los inversores a venir al país por primera vez; es, más
bien, que no hay manera de distinguir entre las transacciones legítimas de cuenta corriente y la fuga de
capitales ilegítima. Como resultado, cualquier control lo bastante estricto para ser eficaz impondrá también una carga pesada sobre los negocios ordinarios. Y, obviamente, creará grandes oportunidades y
tentaciones para caer en la corrupción. La única cosa que puede decirse de estos costes es que han
de compararse con el enorme coste de las crisis financieras descontroladas.
Resumiré el estado actual del debate como uno en el que un número creciente de personas razonables
coincide en que las demandas que los mercados financieros imponen sobre los países en crisis son
imposibles de cumplir, pero que todavía creen que imponer controles de la moneda o de capitales es
impensable. Buscan, por tanto, algún término intermedio que sea digerible. Desgraciadamente, tal término medio no existe.
Aun así, es una situación que nos es incómoda a todos. Mucho mejor reducir el riesgo de caer en ella.
Prevención de las crisis.
Las propuestas más comunes para prevenir las crisis financieras se centran en los problemas de liquidez internacional. La idea es que una crisis se produce cuando los acreedores de un país demandan un
pago rápido y el país simplemente no dispone de suficiente efectivo. Por lo que, para evitar que ocurra
una cosa así, se argumenta, un país debería hacer dos cosas. Primera, mantener abundantes disponibilidades de efectivo, es decir, tener unas reservas defensivas de divisas grandes. Segunda, debería limitar su vulnerabilidad a las demandas de efectivo poniendo límites al endeudamiento en el extranjero. El
ejemplo más característico de esta política es Chile, que obliga a quienes contraen deudas en moneda
extranjera a depositar el 30 por ciento de la suma prestada en una cuenta al cero por ciento de interés
durante un año –sometiendo, en efecto, el endeudamiento a corto plazo a un impuesto muy elevado, y
el a largo plazo a uno mucho más bajo.
Paul Krugman
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¿Funcionarán estas medidas? ¡Bueno! Puede que sí; pero yo tengo dudas. La razón es la misma que
di acerca del reaplazamiento de la deuda: cuando la moneda de un país es convertible libremente, la
bolsa de potenciales capitales en fuga es mucho mayor que la deuda a corto plazo. En principio, la virtual totalidad de la riqueza líquida de un país podría potencialmente huir si se pierde la confianza. No
tener deuda a corto plazo puede reducir el tamaño de la bolsa de capital potencialmente huidizo; y
unas reservas muy grandes pueden también reducirla; pero es muy posible que incluso un país con
reservas muy grandes y muy poca deuda extranjera a corto plazo siguiera pudiendo padecer una crisis financiera autogenerada.
¿Puede hacerse alguna otra cosa? La única respuesta que puedo sugerir es que si los países pudieran encontrar una manera de desconectar el mecanismo que produce las crisis autogeneradas, el
asunto de la fuga de capitales dejaría de ser crucial.
El problema es, por supuesto, que no hay un acuerdo general sobre cuál es dicho mecanismo. Con
todo, la mayoría de las opiniones se orienta a uno de dos canales: bancos débiles y el efecto de las
devaluaciones sobre los balances. Esto sugiere que el riesgo de crisis podría reducirse (1) fortaleciendo los bancos y (2) empleando impuestos u otros medios para limitar todas las deudas en moneda
extranjera, no sólo la a corto plazo.
La verdad es que nadie sabe si estas medidas funcionarán. Además tendrán algunos efectos secundarios: los nuevos impuestos y reglamentaciones siempre ocasionan algún coste. Pero, dado el grado
increíble de mal funcionamiento del sistema actual, no hay excusa para no probarlas.
Pensamientos finales.
En Diciembre de 1930, justo cuando empezaba a ser evidente que aquella no era una recesión ordinaria, John Maynard Keynes trató de explicar sus causas al público en general. "Tenemos un problema de
magneto" (el generador de electricidad), declaró. Lo que, en cierta forma, era una afirmación radical, ya
que lo que estaba diciendo es que el motor económico no volvería a arrancar por sí sólo, que necesitaba un empujón del gobierno. Pero en un sentido más profundo Keynes estaba siendo conservador:
estaba declarando que el problema del motor no era fundamental, que se prestaba a un arreglo técnico simple. En un momento en el que muchos de los intelectuales del mundo estaban convencidos de
que el capitalismo era un sistema fracasado, que sólo yendo a una economía centralmente planeada
podría el Occidente salir de la Gran Depresión, Keynes estaba diciendo que el capitalismo no estaba
condenado, que una intervención de tipo muy limitado -intervención que dejaría la propiedad privada y
la capacidad privada de decidir intactas- era todo lo que se necesitaba para que el sistema funcionara.
Para confusión de los escépticos el capitalismo sobrevivió, pero, aunque los entusiastas del mercado de
hoy pueden encontrar esta proposición difícil de aceptar, la supervivencia fue básicamente en los términos que Keynes sugirió. La Segunda Guerra Mundial proporcionó el empujón que Keynes había estado
reclamando durante años; pero lo que restableció la fe en los mercados libres no fue sólo la recuperación de la Depresión, sino la seguridad de que la intervención macroeconómica –reducir los tipos de interés o aumentar los déficits presupuestarios para combatir las recesiones- podía mantener a una economía de mercado más o menos estable con más o menos pleno empleo. De hecho el capitalismo y sus
economistas hicieron un trato con la ciudadanía: será bueno tener de hoy en adelante mercados libre
porque sabemos lo suficiente para evitar que haya otra Gran Depresión.
Lo que encuentro ofensivo del mundo de hoy no es el hecho de las dificultades económicas, sino la
sugerencia de que el trato se ha acabado: que los economistas y los gobiernos puede que no sepamos
lo bastante para evitar las depresiones, y, en consecuencia, que un sistema de mercado puede no funcionar tan bien como todos creíamos. O, puesto de otra forma, que el matrimonio de la macro y la microeconomía –una unión imperfecta pero llevadera que se logró hace medio siglo, y que ha permitido a los
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economistas combinar puntos de vista moderadamente activistas en política monetaria con la creencia
en general en el mercado libre en lo demás- es hoy puesta en cuestión por los acontecimientos.
Hay algunas personas a las que este reto no les angustia. Los fieles del mercado libre y el dinero sano
creen que sea lo que sea lo que suceda, es por que ha de suceder –a menos que sea culpa de los
gobiernos- y, por tanto, permanecen impasibles en sus creencias. Pero incluso si estuvieran en lo cierto (que no lo están), la verdad es que un mundo continuamente sacudido por calamitosas crisis financieras y macroeconómicas no sobrevivirá mucho tiempo.
Y hay, por supuesto, otros que se regocijan con estos apuros: para los intelectuales izquierdistas, a los
que, de todas formas, nunca les gustaron los mercados, los fallos de estos últimos años solamente confirman sus creencias, y acercan el día en que esta estupidez de los mercados libres será abandonada.
Pero yo soy, como dije al comienzo, un Keynesiano de libre mercado: creo en los mercados, pero también creo que debe hacerse algo para que haya estabilidad macroeconómica. Y si la búsqueda de nuevos caminos para resolver viejos problemas nos lleva a nociones heréticas, como la inflación gestionada o los controles de capital, estoy dispuesto a ser un hereje.
En pocas palabras, en ocasiones la única cosa sensata es ser un poco insensato.
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