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AÑO 1.
MADRID 16 DE SEPTIEMBRE DE 1888.
NÚM. 38.
- « u J * ^ ™ ™ ™ ™ CÓMICO Y HUMORÍSTICO.
D. CARLOS FRflNTAUBA.
„
' " ™ í ^ ARTlSM
0 . A L F R E D O PEREA
REDACCIÓN Y ADMINISTRACIÓN.
Cílle de Preciados, núm. 5, librería, M&drid.—Teléfono 684.
Se publica los domingos.
PRECIOS DE SUSCRIPCIÓN.
En toda España: Trimestre, 3 ptas; semestre, 5,50; aBo, ío.
Extranjero y Ultramar: Año, 15.
Número suelto, 4 5 cents.—Atrasado, 93
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A BARCELONA.-(Dibujo
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LA RISA.
CRÓNICA.
Á ENRIQUE
PÉREZ
ÍESCRICH.
Aunque eres persona discreta, querido Enrique, tienes una manía que creo te conviene abandonar. Esta manía tuya consiste en creer que la
felicidad es ser gordo, porque el que goza esta
ventaja, á tu parecer, disfruta preeminencias y
beneficios que le están vedados al flaco.
Dos veces has escrito ya en LA RISA, la primera
en verso y en prosa la segunda, sobre este asunto,
y me parece obra meritoria y prueba de amistad
verdadera salir á tu encuentro para decirte que
no te asiste la razón, y por consiguiente, no obras
cuerdamente quejándote de ser flaco.
\Ser flaco!... iCuántos gordos quisieran ser flacos! No sabes lo que te pescas demostrando sentimiento por no haber engordado. Yo te aseguro
que si fueras gordo á estas horas no habrías escrito ni la mitad de los buenos libros que corren
por esos mundos con tu nombre, ni hubieras ganado fama de cazador experto, ni estarías como
estás, gracias á Dios, bueno y sano, y sin temor
de apoplejía, ni de hidropesía, ni de ninguna de
tantas enfermedades á que está expuesto el infeliz
que empieza á engordar con la mayor desvergüenza y no para hasta reventar.
Pregúntale á Retes si está satisfecho de ser
gordo. Conociste á Ferrer del Río (q. e. p. d.)...
¿Podía estar contento aquel ilustre escritor, que
se movía torpemente, y cuando se sentaba no acertaba á levantarse, y no había silla bastante fuerte
para sostener sus posaderas, y con pena se le veía
respirar con dificultad?... ¿Quisieras tú ser, en lo
físico, un ejemplar como Ferrer del Río, de respetable memoria?
Dices que los hombres gordos «tienen cierta
gravedad majestuosa que los hace dignos de desempeñar el destino de más campanillas.»
iVálate Dios, hombre, en qué manía tan extravagante has dado!
¿No has conocido flacos desempeñando destinos gordos? ¿No recuerdas la característica figura
de Martínez de la Rosa, tan cortés y distinguida?
Un hombre muy gordo, desempeñando un destino visible, más visible por ser gordo quien lo
desempeña, es blanco de las burlas y donaires de
sus subordinados y del público, mientras de un
flaco jamás se ha dicho nada, porque ¿qué se puede decir de un flaco?.-. Que es una caña de pescar, que parece una espingarda, que se va á salir
por el cuello de la camisa... pero de un gordo...
Lo primero que se dice viendo venir por la acera
un hombre gordo que la ocupa toda, torpe, ja-
deante, resoplando como un buey, es:—«¡Qué barbaridad!»
Y el gordo que oye esta exclamación y ve con
qué ojos de espanto le mira la gente, no podrá
menos de sentirse mortificado, paro muy mortificado, pensando que sus prójimos le miran como
á cosa rara, como á un fenómeno de la naturaleza.
Y Dios le libre de que pase á su lado una chula
descarada, porque en este caso, oirá piropos como
verbi gratia:—«¡Jesús, qué animales cría Dios!» ú
otro chiste que parezca una gran desvergüenza.
Créeme, el hombre gordo sufre un sinnúmero
de contrariedades de que no puedes tener idea.
En todas partes incomoda. Todo el mundo le
pone mala cara.
Tú mismo, si cuando vas al teatro ocupa ti
asiento inmediato uno de esos gordos que no
caben en la butaca, reniegas de tu suerte, que te
ha colocado en tan maldita vecindad.
En un viaje, cuando estás acomodado en tu
asiento con otros compañeros de tamaño regular
y entra de pronto un gordo, que no cabe por la
portezuela del vagón, te dan ganas de irte aun
coche de tercera ó al furgón.
Hay algo que ver, y concurre mucha gente á
ver lo que hay que ver, y tú, flaco, te metes bonitamente en medio dj la multitud, y entras y
sales, y te mueves con holgura, y te colocas en
el mejor sitio, y nadie se mete contigo, mientras
el hombre gordo es desapiadadamente estrujado,
y le meten los codos por todas partes, y le zarandean, y le empujan ó le golpean, y le ahogan,
y después de sufrir tanta molestia no ve nada de
lo que ha ido á ver.
Hay un desorden público, unos estudiantes
que alborotan, un toro que se escapa, unos obreros que piden esto ó lo otro, y tú, flaco, te quitas
de en medio como por arte mágica, ó te pegasá
la pared, y pasa el tumulto por delante de tí sin
peligro para tu persona; pero el gordo... para el
gordo no hay salvación. Si es alboroto, le atropellan los alborotadores, ó le pegan los que los
persiguen; si es toro, éste le revuelca... y no hay
nadie que le ayude y nadie que no se ría de él.
Si la mujer del gordo no es gorda, el gordo
vive algo escamado; no tengas duda de que vive
escamado, á no ser que sea tan sandio que se figure un Adonis seductor, en cuyo caso no vivirá escamado; pero será un pobre hombre, que es peor.
Si su mujer es gorda también, figúrate I* vida
íntima de un matrimonio que pesa veintiocho o
treinta arrobas.
A un gordo se la pegan con más facilidad que
á un flaco. Mientras un marido gordo sube ln <^^'
calera de su casa, el flaco se esconde aunque sea
en el hueco de un escalón. El gordo no puede mi'
rar abajo, la tripa se lo impide; sólo puede m\ri< |
de frente, y arriba, con trabajo.
LA RISA.
¿Y qué mujer se enamora de un gordo? Ninguna. Se casará con él porque no ha encontrado
un flaco, ó siquiera uno de tamaño regular; pero
porque el gordo le haya inspirado una pasión devoradora, no lo creas, no se ha dado ejemplo de
esto jamás.
Un hombre gordo tiene que ser sufrido y prudente hasta lo sumo, porque todo flaco se atreve
con él con la seguridad de que sí va al terreno le
pegará un sablazo en la mollera, ó una estocada
en medio del pecho, ó le atravesará de uii balazo
la tripa.
Le están vedados los placeres de la caza, porque se fatiga, y porque asusta y ahuyenta á las
piezas, y está expuesto á cada minuto á la perdigonada de un compañero. No puede montar á
caballo, porque no se tiene y porque hace mala
figura. No puede ser militar, por bravo que sea,
porque no resiste una marcha, y si hay que lomar
una posición á la carrera se queda detrás sin poderlo remediar.
El ílaco puede ser todo lo que quiera. Puede
amar y ser amado. ¿Qué me dices de un gordo haciendo el amor, diciendo galanterías á una rubia
espiritual y candorosa? Tú, á pesar de que ya no
eres un chico, todavía podrías inspirar una pasión
i alguna lectora de Las redes del amor, que seguramente no se figura que el autor es un hombre gordo.
Que los gordos suelen tener mucho dinero. Es
verdid, aunque yo conozco algunos bien pobres;
pero darían su dinero muchos gordos á quien les
diera la agilidad, el desembarazo y la ligereza que
les falta.
En suma, querido Enrique, bien puedes holgarte de ser flaco, sin tener flaquezas que suelen
padecer los gordos, y no envidies lo que no es de
envidiar.
«Parece un alfeñique», dirán de tí; pero no
dirán como de los gordos: «parece un cebón».
Las chicas del Asilo de las Mercedes te quieren y te respetan flaco; pero si fueras gordo, tan
gordo como dices que desearías ser, puede que á
hurtadillas, y unas con otras, se burlaran donosamente de tí.
Bien estás flaco; flaco naciste, flaco vives y ilaco morirás, con lo que habrás sido un hombre
consecuente é invariable, y morirás, Dios quiera
que no sea hasta después de muchos y venturosos
anos, bien preparado para el último trance, y no
cual suelen morir los gordos, súbitamente, como
heridos del rayo el día que menos lo piensan.
Sobre todas las desventajas que disfruta el
gordo, le están reservadas la de gastar más en ropa que el flaco, la de que todo se lo hagan pagar
roas caro, la de que le duren menos los muebles,
y la de no poder resistir él mismo la impedimenta con que está condenado á caminar por este valle de lágrimas.
Y tú, feliz mortal, con la tela que necesita un
gordo para ir vestido en invierno tienes para vestirte diez años; tus sillas, tu cama, tus butacas, no
sufrirán el más leve detrimento por mucho que
las uses; y en cuanto á andar listo y ligero, ¿quién
puede igualarse contigo?... Tus cincuenta y n u e ve años te pesan menos que le pesarán los suyos»
á un gordo que no tenga más de treinta.
Concluyo encareciéndote que no ofendas á
Dios, que te conserva flaco, y puede castigarte
poniéndote gordo,
VENTURITA.
CLEMENTE.
¿Quién no ha tenido condiscípulos?
Únicamente algunos que fueron ministros, ó
diputados, ó cosa así, en nuestro país.
La amistad que se adquiere en las aulas es la
más leal, la más noble y la más desinteresada.
Cuando transcurridos algunos años vuelven á
encontrarse en el mundo dos condiscípulos, renuevan aquella fraternidad que los unía en la época
en que estudiaban juntos, y aun vivían juntos y
disfrutaban juntos de juergas y de privaciones.
Para la mujer legítima, un condiscípulo del
marido es un pariente inoportuno, como si dijéramos, un pariente pobre.
El marido presenta oficialmente á su señora el
condiscípulo:
—Este es un compañero, un hermano: Clemente... de Tal.
—Muy señor mío.
—Trátale con franqueza.
—Vamos, ya que has caído,—opina el condiscípulo,—ha sido en blando, tunante.
—¿Cómo en blando?—pregunta la esposa.
Y luego piensa ofendida en su vanidad:
—Aunque fuera yo un colchón.
—Quiero decir que las prendas de su esposa físicas y morales le justifican.
—Mil gracias.
—Ya sabes: aquí tenemos nuestra casa y no he
de añadir, porque sería inútil, que es la tuya.
— Lo sé, chiquillo.
—Pero mejor casa que la de doñaEduvigis,¿eh?
—¿Quién era doña Eduvigis?
— Una patrona de la Vuelta de Abajo, una señora que había sido americana.
—¿Que había sido?
—Antes de ser patrona. ¡Qué casa aquélla!
Y así sucesivamente recuerdan los episodios
de la vida estudiantil; es decir, los que pueden recordar en presencia de la esposa, «escamada» desde el momento de la presentación.
—Este viene á sacarme á Ramón de sus casillas,—piensa la mujer.
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Sí.
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LA RISA.
Porque todas piensan lo mismo.
El condiscípulo almuerza y come en la casa de
su amigo algunas veces.
Después... después empieza el drama.
—Mira, Matildita, hoy no cómo en casa; figúrate si es contrariedad para mí, que desde que nos
uncieren... digo, unieron...
—Déjate de bromas.
—No he faltado un solo día.
—Es verdad, pero...
—Hoy no puedo negarme á la invitación de
Clemente.
—¡Ya! ¿Te invita Clemente?
—Ha comido aquí con nosotros varias veces, y
quiere...
—¿Pagarte?
—No, pagarme no, mujer; esas cosas no se pagan.
—Es poco fino tu amigo.
—¿Por qué?
—Porque no ha pensado en invitarme: esto debió ocurrírsete.
—Te diré: pensó en ello...
—¿Y tú se lo quitaste de la cabeza?
—No, tampoco; pero es que no vamos solos, nos
acompaña su tío, que es un senador que va para
vitalicio, y otro señor que es hermano de su tío.
—Será otro tío.
—¿Eh? Sí, eso es, dos tíos de mi amigo Clemente.
—Y es claro, hay que esconder á la mujer para
que no la vea la gente.
—No es eso; y me extraña que tú digas esas
tonterías. Entre hombres solos no había de llevarte.
—Es verdad, lo que sucede cuando vais hombres solos...
-¿Qué?
—Que no van mujeres.
—¿Te burlas de mí, picara?
—No, no me burlo; tú sí que...
—Si supones eso ó te disgustas, no voy; porque
«Querida Matilde, luz de mis ojos, vida rica...
Perdóname; hoy me recogeré tarde: me ha comprometido Clemente para comer en casa del senador casi vitalicio.»
Matilde recibe esta carta y llora.
Pero Ramón se retira á las tres de la madrugada.
Cuando menos lo espera, Clemente le invita, y
¿qué hacer?
Siempre Clemente.
«Matildita: ahí te envío unos dulces, como recuerdo; estoy en un bautizo...
—¡De Clementel—exclama la esposa,
...y luego tendré que asistir á la convalecencia; esto es, ala fiesta y... pero á las doce de la
noche irá á darte un millar de besos tu Ramón.»
Excusado es decir que no es el del bautismo el
único sacramento que detiene fuera de casa á
Ramón.
Otras veces es una boda. •
Otras es un entierro.
Y todo inconscientemente y sin poder eludir
los compromisos.
Son cosas á que le obliga Clemente,
—Ese Clemente es un lío andando,—dice la esposa á Ramón.
—¿Por qué?
—Porque cada día tiene ocho ó diez solemnidades á que asistir, y otros tantos negocios, y...
Pues ¿y cuándo se entera Matilde de que su
esposo ha tenido un lance personal por Clemente?
¿Y cuándo recibe la visita de una dama oblicua,
por lo menos, que busca á Clemente?
—Esto es demasiado,—dice á Ramón,—¡venir
mujeres á buscar á tu amigo en esta casa!
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para mí lo primero es el hogar y la paz del hogar
y el ángel de|i hogar, que eres tú,
Algunos días después:
—No volverá á suceder, te lo aseguro,—responde Ramón;—yo le diré lo que debo y.-- esto
ac'.bó. ¡No faltaba más! ¿Y qué señas tenía esa señorita?
Justamente las señas de una dama con quie"
LA RISA.
Ramón había cenado algunas noches en Fornos ó
en cualquier otro establecimiento.
La misma.
Pero la sorpresa mayor de Matilde fué cuando
descubrió, no una aventura de su esposo.
Cuando descubrió al Clemente protagonista de
tantos lances y de tantas historias.
Al Clemente apócrifo.
^ T e juro—le dijo éste—que en mi vida volveré á usurpar el estado civil de mis amigos; que
no volveré á disgustarte, ni á ser Clemente, ni á
tener condiscípulos. ¿Qué más quieres?
^Es lo único que te pido: que no hayas tenido
condiscípulos.
—Bien, hija, bien; como quieras, es lo mismo
que pedía un orador anarquista: pido que no haya
habido padres.
Lego esta resignación al partido carlista. E s peranza nunca la he tenido mas que en Dios.
En una ocasión solamente hirió mis ojos la
luz consoladora de la esperanza.
Hubo un instante en que creí que iba á embellecer.
Cuando tuve las viruelas negras.
Supuse que esta enfermedad obraría sobre mi
rostro de modo contrario á su ordinario procedimiento.
—Afea al hermoso,—decía yo, —luego debe
embellecer al feo.
No fué así, desgraciadamente.
La acción de la viruela accidentó la superficie
de mi rostro, primer modelo del entarugado con
que nuestra paternal municipalidad está embelleciendo las calles de la corte.
EDUARDO DE PALACIO.
Quédeme como si hubiera caído de cara sobre
un montón de torrados.
Ni aun este lujo de fealdad consiguió afligirEL TESTAMENTO DE PICIO.
me. No ha .sido rigorosamente exacto.
Hubo otro momento en que lució mi esperanza: el día en que me casé.
II
Lo hice por poderes.
De otro modo no hubiera encontrado esposa.
«Pliego de mis condiciones morales.
Al verme la mía no se estremeció.
La esencia de rosa no deja de serlo aunque se
Bien es verdad que esto ocurrió de noche.
la encierre en tosco y grosero vaso.
La luz del día iluminó la razón de mi mujer,
Eso mismo le sucede á mi espíritu.
que
al contemplarme en toda la magnitud de mi
Es perfume hermoso aprisionado en la grotesfealdad,
ocultó discretamente su horror hacia mi
ca forma de la materia.
físico,
prodigándome
palabras consoladoras, más
Modestia no tengo.
bien
educadas
que
sentidas.
La tuve, pero desapareció cuando la fiera ParDije: ¿me amará?
ca cortó el hilo de la existencia de mi abuela.
¡Vana ilusión!
Uno de los mayores adornos de mi alma es la
No
hizo mas que soportarme.
resignación.
¡Heroica compañera!
Yo la maté de un susto.
Ni aun este desencanto ha logrado levantar en
mi alma un soplo de ira.
¿Qué habías de hacer?
Te enamoraste de aquel escribiente de la Delegación de Hacienda.
¿Y qué?
Pusiste más tarde tus ojos en aquel asistente
de un capitán de Alba de Tormes.
¿Y qué?
Un año después diste tu corazón á un banderillero de Mazzantini.
¿Y qué?
Mi fealdad justifica todo.
Yo te lo perdono, mujer admirable y buena,
que si heriste mi corazón no mancillaste mi lionra. Tu conducta ha centuplicado mi gratitud.
Yo la lego á cuantos maridos la necesiten.
Job es niño de teta comparado conmigo.
Como la repartan bien y con equidad, tocaréis
He llevado la resignación hasta el heroísmo.
á poco, compañeros.
Ser Picio, es decir, sintetizar la fealdad y t e Poseo una condición verdaderamente rara,
tter espejo en casa para verla diariamente reproMuero sin haber dado un sabltizo,
íucida, es el colmo de la paciencia.
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LA RISA.
Ni una sola vez he estado en la prevención.
Desprecio las pompas mundanales.
Prohibo que se me entierre con ostentación,
pero quiero que los sabios pesen mi cerebro.
Finalmente, no rae remuerde la conciencia de
dejar hijos sobre el mundo.
He llevado mi abnegación hasta el punto de
no casarme en segundas, para evitar mi reproducción.
Quedaré recompensado con el descanso eterno.»
Así sea.
RAFAEL MARÍA L I E R N ,
EL RANGLÁN.
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El que pueda decir lo mismo que levante el
dedo.
Pocos españoles podrán, sin faltar á su conciencia, colocarse en la actitud adoptada por los
artistas para representar á San Vicente Ferrer.
Encargo ámis albaceas que impriman esta parte del pliego.
Hágase una tirada numerosa, y repártanse
ejemplares en las porterías de todos los casinos, y
en la calle de Sevilla especialmente.
La humanidad me quedará agradecida.
Jamás he sentido envidia.
El aplauso al prójimo me ha halagado tanto
como el tributado á mi persona.
Imprímase también esta frase, y fíjese en los
escenarios de todos los teatros.
No sé lo que es tener ambición.
De esta confesión darán publicidad mis albaceas en la plazuela de las Cortes.
Désele al acto tanta solemnidad como á la publicación de la Bula.
No he deseado más que una cosa.
Ser torero.
Un novillo me quitó la vocación en la plaza
del Puente de Vallecas.
Muero sin haber cambiado de ideas políticas.
Si alguna vez mi patria levanta un monumen-
El episodio juvenil que voy á relatar, ¡lunque
acaecido hace años, siempre será nuevo; pues
siempre hay pollos, como siempre hay lilas cuando les llega su estación.
I
En la época á que me refiero, que ya dirc cuál
es. Oriol era un pollo perfecto, y yo un pollo con
estrambote. Pero no vayan ustedes á creer que
aludo al famoso clown francés que ÍH illo lémpon
hizo las delicias de todos los circos ecuestres de
Europa. Oriol, en el clown traspirenaico, era apellido; y nombre en el amigo de la juventud de
que voy á ocuparme. Es un nombre raro, convengo en ello, pero en Cataluña no debe serlo
tanto, puesto que en la mismísima Barcelona hay
una plaza llamada del Beato Oriol.
Oriol y yo éramos de los pocos románticos rezagados que habíamos quedado, porque ya habla
pasado la época del romanticismo encarnizado;
pero éste, en Oriol, era una monomonía. (]on decir á ustedes que su autor predilecto era el vizconde D'Arlincourt, y que bebía todos los días en
ayunas un cuartillo de vinagre para palidecer,lo
habré dicho todo. Odiaba los colores en la epidermis, y su bello ideal era el Vampiro de Byron; tanto, que de no ser pálida, estoy seguro de que hubiera rechazado el amor y la mano de la Venus
de Milo, Princesa de Asturias por aditamento.
Oriol, como casi todos los pollos de aquel tiemp")
era muy enamorado; pero no encontraba su media naranja. Se había forjado un tipo de müje'l
para su uso particular, y ninguna de cuantas veía
le realizaba, hasta que un día, así que me vWi
exclamó:
—¡Eurekal
—¿Dónde?—pregunté yo, que sabía á qué n'""'
nerme.
—En la calle del Sacramento. Ven conmigO'
Y sin darme tiempo á pedirle más expli'^í"^"''
to á la constancia, descansará mi estatua sobre el nes, llevóme precipitadamente hasta una esqi""'
LA RISA.
Una vez allí, rae dijo:
—Asómate con disimulo. Yo no quiero que me
vean.
- B i e n , ¿y qué?
—Mira al balcón del cuarto segundo de la casa
número..., pintada de amarillo.
—Ya miro.
—¿Qué ves?
—Cuatro seres en el balcón.
.-¿Cómo seres?
—Sí, porque hay tres personas y un I c o .
—¿Distingues bien desde aquí?
—Perfectamente.
—¿Hay una joven vestida de blanco, con cinturón azul como la Virgen de Underlah?
-Sí.
—Pues fíjate. Esa es.
II
Desde entonces mi amigo Oriol bebió los vientos por la criatura bella blanco vesiila, por más
que l;i mayor parte de las veces usaba trajes de
varios colorines. Esta criatura era sencillamente
una joven habanera de diez y ocho años de edad,
huérfana de padre, hija de una señora, también
habanera, establecida en Madrid, y hermana de
una pollita de quince Abriles, habanera como las
otras.
Las dos hermanas eran muy parecidas, pero
mi amigo, en calidad de pollo, se fijó en la mayor. Tenía ésta una figura bastante agraciada;
pero lo que más en ella encantó á Oriol fué el
color de su cutis, que era entre sínoples y sotuer,
excluyendo la más mínima tinta de gules, con lo
que ya comprenderán, aun los más imperitos en
el blasón, que era de una palidez terrosa y vampiriand.
Esto enloquecía al enamorado pollo, á lo cual
contribuían también el aspecto señorial de la calle
del Sacramento, el pintado loro que dicharacheaba en el balcón de su amada, y una criada negrita de trece años de edad que solía asomarse á
éste, pues todas estas cosas tenían un sello de suprema distinción ultramarina.
Puede decirse que mi amigo pasaba su vida
en la calle del Sacramento, ó siguiendo de lejos á aquella familia exótica las pocas veces que
salía, porque no era callejera; pero adelantaba
poco en sus amoríos, pues Oriol era aún más tímido que romántico, y con esto está dicho todo.
Pasaba por la calle tambaleándose de emoción y
trabándosele los pies al andar. Su ídolo, la pollita
hermana de ésta y hasta la negrita, le miraban
pasar, cuchicheando á veces; pero él solo se atrevía á mirar de reojo al balcón.
Así iban transcurriendo los días, y aun las semanas. Avanzaba el otoño con un friíto prematuro, y cada vez eran menos frecuentes lus salidas
^ la calle y al balcón de la familia habanera.
Oriol comprendió que aquello no podía prolongarse, y haciendo un esfuerzo, adoptó una resolución. Tenía hacía tiempo escrita una misiva
amorosa; pero no sabía cómo hacerla llegar á m a nos de su adorada. Esto hubiera sido fácil á cualquiera otro, mas al tímido amante le era tan d i fícil como matar un toro recibiendo; por eso he
dicho que hizo un esfuerzo, puesto que se propuso realizar á toda costa su aspiración.
La carta escrita por Oriol era estupenda: yo
guardo una copia como oro en paño, y me complazco en transcribirla aquí, porque estas cosas
me rejuvenecen.
Decía... pero creo que bien merece párrafo
aparte.
III
Decía, pues:
«Señorita: desde que conocí á usted, he comprendido que mi apellido tiene algo de predestinación, y usted me permitirá que aproveche las
líneas y los pensamientos que he leído en un periódico, porque en cierto modo tienen analogía
con el estado en que me hallo. El girasol es contemporáneo de los criptógamos y de las violetas.
Desde que el primer rayo de un sol tibio cayó sobre la tierra inhabitada, la flor del sol ha debido
nacer, hija primogénita del astro del día, como un
capricho de su centelleo luminoso. Cuando usted,
á semejanza del sol, se me apareció, mi amor nació en mi alma, como el girasol á la primera influencia del sol. Insisto en esta metáfora, porque
así como el girasol es una planta humilde de la
que nadie hace caso, y sin embargo, está enamorada del sol, del mismo modo yo me hallo por u s ted tan fuera de mí, que, á ejemplo de los jardineros, que no dejan extenderse al girasol para
que no inunde la tierra, he determinado poner
coto á esta pasión, si usted es tan indiferente á
ella como lo es la humanidad para con el pobre
girasol.
«Señorita: yo no puedo marcar este coto, pero
usted le adivinará si me contesta desfavorablemente.
«Señorita: D'Arlincourt ha dicho:
))¡0h, mujer! Ultima creación del sexto día,
obra maestra de la divinidad. ¿Qué eres cuando se
presenta pura tu alma? ¡Un amoroso pensamiento
del Eterno!
wPues bien, que ese pensamiento venga amorosamente á mí! Si no hubiese quien amara en la
tierra, se apagaría el sol; si usted no me amase, mi
corazón se extinguiría en un éxtasis de pena.
¡¡Piénselo usted bien al darme su contestación,
que espero mañana mismo.
Oriol Girasol.^>
El lector habrá hallado esta carta botánico-rom.intica algo vaga y desviada de las formas socia-
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10
LA RISA.
les, pero por eso es romántica. Oriol la repasó varias veces para enardecerse, y en seguida se ocupó en poner en práctica sus amorosos proyectos.
Vendió algunos libros, entre ellos uno muy apreciado por él, pues era nada menos que El Solitario del Monte Salvaje, de D'Arlincourt, en el que
se habla de la Virgen de Underlah, y logró reunir
la cantidad de cinco pesetas, á trueque de las que
se proporcionó un duro Isabelino recién acuñado.
Hecho esto por la mañana, aquel mismo día, poco
antes de anochecer, situóse en la esquina de la
calle del Cordón, porque en su calidad de espía
amoroso de la familia americana, sabía que la
criada negrita no tardaría en pasar por allí, como
todas las tardes, para ir á comprar leche de vacas
á una antigua vaquería que había y hay en la susodicha calle.
En efecto, viola venir con una jarra en la mano; esperó á que doblase la esquina, y muy t u r bado, pues era tímido hasta con la sirviente, salióla al encuentro, y le dijo balbuceando:
—Oye, morenita, tengo que pedirte un favor.
—¿A mí?—contestó la muchacha, que de sobra
le conocía.
—Sí, hija mía, á tí. Un favor de que depende
mi vida.
—¡Ayl ¡Jesú!
—Ante todo, guárdate eso para buñuelos mañana.
Y Oriol le alargó el flamante duro Isabelino.
Debo advenir, para aclarar este concepto, que
el día siguiente era el de todos los Santos.
—No señó,—dijo la negrita rehusando la moneda, pero mirándola con cierto deslumbramiento.—De ninguna manera.
—No seas tonta, ten, —repuso el enamorado
pollo, dejando caer el duro en uno de los bolsillos
del delantal de la muchacha,—esto no vale nada.
Se trata, como te he dicho, de que me hagas un
favor inmenso.
—¡Un favo! ¿Y qué es?
—Pues nada, que des esta carta á la señorita
Mercedes.
— ¡Jesú! ¡una carta! ¿Y si ama mayó lo sabe,
que tiene mu mal genio?...
—¿Quién se lo ha de decir? T ú no, tu señorita
tampoco, yo menos: con que así...
—¡Ayl ¡scñól...
—Vaya, toma, dásela en seguida y hazte cuenta
de que sin sufragio, sacas ánima.
Y Oriol metió la amorosa misiva que ya conocemos en el otro bolsillo del delantal de la empavonada sirviente.
mmmi
Ésta bajó la cabeza y prosiguió su camino h a cia la lechería. Mi pobrt amigo, rendido por la
emoción de aquel golpe de audacia, tuvo que apoyarse en la pared cercana,
IV
Llegó el día siguiente, y con él La fiesta de
todos los Santos.
¡Qué día para Orioll
Había logrado una de sus dos aspiraciones v
quizá iba á conseguir la otra.
Me explicaré.
Era la época de los ranglanes, y con esto marco la en que pasó este verídico relato. Lord Ranglán, desde la campaña de Crimea, había impuesto este abrigo-hopalanda á todos los elegantes de
Europa.
Oriol ardía en deseos de tener ranglán; pero
su madre, viuda, que vivía de una modesta pensión por la clase militar, había tardado en mandar hacérsele. Por fin, el día último de Octubre
llevó el sastre á mi amigo la deseada prenda, con
mucha oportunidad; pues sabido es que al siguiente, fiesta de Los Santos, suelen salir á la vida pública de Madrid la mayor parte de los abrigos que no están empeñados.
Cuando fué el sastre, Oriol no estaba en casa,
y cuando volvió á ésta se probó el ranglán. Su
madre (por supuesto, la de Oriol) halló lu prenda
irreprochable, mas al pollo parecíale que estaba
demasiado larga. «No, hijo mío,—dijo la buena
señora,—te está perfectamente. Los abrigos deben llevarse largos. Además, estás crsciendo.»
Oriol, que era docilote, aunque no plenamente convencido, transigió con el ranglán, y determinó-estrenarle al día siguiente, hiciera ó no frío,
Estrenóle, en efecto, y salió de casa tan acicalado
como lo clásico del día requería. Su madre le había dado una peseta para que derrochara, y él,
aunque nunca había fumado más que cigarrillos
de papel, determinó comprar uno puro, pues supuso que esto le daría aplomo y distinción.
Compró, pues, un chicote de dos reales, encendióle, y antes de las diez de la mañana ya estaba
de centinela en una de las esquinas de la calle del
Sacramento, porque sabía que los días festivos la
señora habanera y sus hijas acostumbraban á
asistir á la misa mayor de las monjas del Sacramento.
Esperaba fumando y resistiendo herüicara¿nte
la impresión no muy agradable de su cit^arro.
A poco rato vio á la madre de su adorada, sola, que entró en la iglesia. Este incidente inesperado desconcertó en un principio á Oriol, pero
luego juzgóle de buen agüero, pues supuso que si
las jóvenes estaban en su casa no tardarían en
salir al balcón, como así fué. Minutos después las j
dos pollas y la negrita miraban hacia la esquina,
en donde ya habían entrevisto al enamorado ron-1
dador. Éste estaba más turbado que nunca, pt'f
decidido á todo. Entróse lentamente por la cali*
chupando su cigarro con encarnizamiento y pi"''
LA RISA.
ti
nitándole violentamente el corazón. Se le traba- .
han las piernas más que nunca, á lo que contribuían los vuelos bajos del ranglán. Notó que conforme iba aproximándose, las dos hermanas y la
criadita cuchicheaban, y notó también que poco
después dejaban sola á su amada en el balcón.
Las cursilerías, lo mismo en tiempos de MariQuisiera dar una idea del estado psicológico de
Castaña
que en los de la simpar tía Javiera, han
mi amigo en aquellos momentos; pero como no
sido
cosa
muy apetitosa para esta humanidad,
tengo la pluma de Balzac ó de Víctor Hugo, reque
más
se
precia del oropel que del oro fino,
nuncio á ello. Sólo sí diré, que lo que me resta
oculto
por
las
personas sensatas.
que contar pasó en muchísimo menos tiempo
El
«gremio»
de acursis» abunda tanto, que es
que el que me ha costado escribirlo.
innumerable
é
imposible
de describir las mil y
Él llegó debajo del balcón, ella hizo un adeuna
cursilerías
que
á
diario
comete cualquier
mán indicándole que subiera. Él subió la escalera
mortal de los asociados á la
casi delirante, oyó ruido en la ventanilla de la
razón social: «Tontería, curpuerta de la habitación, aproximóse creyendo que
silería y compañía».
sería ella, y se encontró con el negro cutis y r e Yo conozco á un individuo
lucientes ojos de la negrita, que le soltó de sopeque come bacalao á turno cotón esta terrible frase:
tidiano, y en cambio sale á
«Ha dicho mi señorita que se corte usted el
la calle vestido á lo dandy, y,
ranglán.»
¡oh, escarnio! lleva en la boca
un mondadientes de pluma.
Esto es una cursilería del
género inocente, como suelen
Tablean. Oriol bajó tambaleándose la escalera,
ser la mayoría. «Ir de gorro,
pero antes de llegar al portal, sintió una conmoaunque el estómago se parezción parecida á la que tuvo Sancho Panza cuanca á un fuelle de fragua.»
do hubo tomado el bálsamo de Fierabrás. ¿CausóHe aquí el lema que se pracla el desengaño ó el cigarro? Yo supongo que a m ;•' '
tica hoy en día á pies juntillas.
bas cosas.
Y si os parece, lectores, vamos á echar una
Al ruido de las náuseas de mi pobre amigo,
cuentecita.
acudió la portera, y le puso de palabra peor que
Yo sé de la señora de un empleado que al
él estaba de... Salió Oriol á la calle, y sin mirar
cabo del año gasta entre sombreros, polvos de
nada ni á nadie, alejóse precipitadamente.
arroz y veloutine, modistas , vestidos, batas,
Desde entonces. Oriol, que ya tiene más de
matinées y demás zarandajas, seis mil reales.
cuarenta años, no ha vuelto á pasar por la calle
Bien sé yo que esto no es extraño, ni es
del Sacramento, ni á sentir amores por lo fino.
mucho gastar; pero lo es y mucho, porque el
F.MORENO GOÜINO.
esposo gana anualmente nueve mil reales, único
dinero que entra en la casa.
Ahora bien: cualquiera se haría esta pregunta:
,Y con nueve mil reales se pueden gastar seis
EPIGRAMAS.
mil en «tonterías», y comer tal cual, pagar al
casero, al aguador, y demás «sangui)uelas?»
Cuenta el maleta Teodoro
No, imposible; el que sepa lo cara que resulta
que una vez en Castrotucrte
la
vida
en la corte, se halla en la alternativa de
estuvo casi á la muerte
por atracarse de toro.
^ ' Ü O d matrimonio come en la Tienda Asilo, ó
Y según he averiguado,
la señora, por arte de birlibirloque, agencia dineel muchacho no mintió,
pues de toro se atracó,
¡pero de toro... estelado!
" N n o u n t n i lo otro, y no hay que aventurar
hipótesis; la señora, muy puesta de gorro, y el
caballero muy plantado de chistera, comen p Hablando de don Hilario,
a t s a dúo tod'os los días, es decir, alternando
á quien yo pobre creía,
doña Jacoba decía:
.
o n u d í a s 6 lentejas, «manjares» que no es m e —Pues tiene un peso diario.
s t r alabarlos, porque ellos solos se^^^^^^^^^^^^^
Y cuando vi al buen señor,
mucho de escandalosos.
de... poco nutritivos y
pensé cual doña Jacoba,
•No es esto una cursilería de las de mar.a
porque tiene una joroba
'
n . porqui.
noraue ¿a
la Fulanita ó el Menganito
de las de marca mayor.
mayor, que
CURSILERÍAS.
ANUiiL CAAMAÑO.
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12
LA RISA.
los vea tan majos, el estómago se halle limpio
como una patena?
Pues matrimonios como el descrito abundan
que es un gusto.
Otros que tal bailan son, á no dudarlo, los
monomaniacos que dan soirées con acompañamiento de acordeón y entremeses de agua con
azucarillo, y azucarillo con agua.
]
M
lilli
ÑIÍH
Para celebrar una reunión, remedo de las de
antaño , y hermana del prehistórico «baile de
candil», empiezan los organizadores de la «fiesta»
por pedir sillas al vecino de al lado, marear á la
vecina del entresuelo para que les preste una
docenita de vasos; arreglarse las pollitas de la
casa los vestidos, pintar con tinta la levita del
padre, en tanto que la doméstica va á comprar seis
reales de esperraa, ó sea de los llamados «cabos
de Palacio», por proceder de este sitio y ser velas
usadas; en la tienda de la esquina diez merengues, verdaderos trozos de escayola, y un kilo de
pastas, que bien pueden ser coetáneas de Espartero, (no el mataor, sino el otro). Y menos mal,
éstos siquiera son preparativos ó indicios de que
los contertulios sufrirán cólicos del «hartazgo»
que les espera; pero el papá, el encargado de
obsequiar á los «caballeros», háse ido á Vallecas
á buscar aguardiente anisado explosivo y amílico,
que de todo tiene, menos de aguardiente; y ya
una vez hecha la compra ha introducido la botella
entre la calva y el «techo» de la chistera, por no
pagar consumos; y luego, de regreso, al pasar por
un estanco, ha comprado una veintena de puros
de los de á perro chico «el ejemplar», capaces de
volver cuerdo al que asó la manteca.
Y llega la celebérrima noche de dar la «soirée»,
y andan los «organizadores» dados al diablo por
el aprieto mayúsculo en que les colocó su irreflexión, pues entre amigos y amigas, y los agregados de unos y otras, resultan cien personas, y el
local es incapaz para veinticinco; pero todo
alcanza satisfactoria solución : la « soirée» se
celebrará de pié, ó como Dios dé á entender á los
contertulios, y el baile se celebrará en un salón
que muy bien podría alfombrarse con un pañuelo
de los llamados de «yerbas».
Pasemos por alto los berrinches que sufren
los dueños de la casa; las infinitas inconveniencias de éste y de aquél; el «estrago» que en las
pastas y merengues han hecho los convida<1r><;
y el dolor de cabeza que en los asistentes levantó
una caja de música de las llamadas aristones;
el resultado es que lo que se gastó en luces,
merengues y demás, bien podía haberse empleado
en un vestidillo para el chiquitín de la casa, que
anda por ella haciendo de salvaje.
Esta es una de las cursilerías más en boga en
la actualidad, la de dar «soirées», á las que acuden modistillas que cosen para fuera, niñas románticas que desean un Abelardo, empleados
de tres y cuatro- mil reales al año, con el consabido descuento, mamas que se duermen, hombres
sesudos que siempre fueron plantas parásitas,
un gracioso que no es tal, pero que pasa plaza de
ello, porque sabe una docena de chascarrillos,
un poeta casero que ¡adra á la luna y muerde al
sol, por supuesto en endecasílabos, uno que toca
el piano mal, eso sí, pero que si oís á sus adtniradores, ni Plantel le iguala en ejecución; algún
hipnotizador, capaz de hipnotizar á la tinaja, y
para concluir, el consabido prestidigitador, que
igual se traga el bote de la bandolina y luego
aparece convertida en peluca, que hace de un
duro ocho.
Hay quien tiene dinero, y siempre hace el
papel poco airoso del cursi.
"i es que ha nacido con predisposición al ridículo.
A n i d a n r»r»r aVií ciKiiíalr^c m í o
nn
tr\Ar\
tlf^lTlDO
LA RISA.
UNA VIUDA ALEGmTA.-fD¡tujo
de Huer tas.
— ¡Calle! ¡La señora tiene secretos para mí!...
se las han echado de don Juanes, y á pesar de
que se les cae la baba aun persiguen á las modistuelas y á las palomas que se cantan en
cualquier parte.
¿No es esto el summum de lo cursi?
_ Hay tamilia que primero pasa el resto del
ano haciéndose cruces en la boca... del estómago,
que privarse de ir á veranear á Biarritz-Navalagamella ó á Niza-Getafe.
Otras señoras, con tal de estar abonadas al
•^^al ó á la Comedia, son capaces de cometer
cualquier « locura », en perjuicio del consorte
pagano.
•^ en fin, señores, aquí pongo punto á estas
ursilerías escogidas al azar, porque de expresaras todas sería el cuento de no acabar nunca.
A. LARRUBIERA CRESPO.
'i'^W-
A UNA AMIGA PENSIONISTA
QUE NECESITA CIEN PESETAS.
•j
•-sa
Muy señora mía y dueña,
con satisfacción recibo
la carta que usted me escribe
y me envía con el niño.
~)f
Por ella sé que usted goza
el supremo beneficio
de una salud envidiable,
que desde luego la envidio.
Yo por usted me intereso
lo mismo que por mí mismo,
ú'-:
LA RISA.
í4
y le deseo que viva
años no, siglos y siglos.
LA VIUDA DE ZARAGATA.
(Continuación), (i)
jQué gracioso está el muchacho!
¡Parece ya un hombrecito!
\Qué despejado y qué mono!
¡Qué circunspecto y qué listo!
Mucho recuerdo á su padre.
¡Qué hombre aquél!... ¡Pobre Perico!
Era un hombre como pocos,
tan modesto y tan bendito.
Por eso no hizo carrera,
porque si otro hubiera sido,
habría llegado adonde
han llegado otros amigos.
Pero él tan raetieuloso
y tan mirado, y tan digno,
no supo afanar un cuarto
para su esposa y su hijo.
Yo siempre que de él me acuerdo
¿no sabí usted lo que digo?...
Pues que él y yo, francamente,
hemos sido unos borricos;
porque él murió sin dinero,
y yo sin dinero vivo,
quiero decir, tengo alguno,
pero, amiga, es muy poquito.
Dice usted que necesita
cien pesetas, y me aflijo
pensando, señora y dueña,
que también las necesito.
Si no las necesitara,
con el mayor regocijo
en este mismo momento
las entregaría al chico,
ó me hubiese puesto el hongo,
y en persona hubiera ido
á dar á usté en propia mano
ese miserable auxilio.
Perdone, pues, dulce amiga,
y pídalas á otro amigo,
y en vez de pedir las ciento,
pida ciento veinticinco.
Y de esta suerte, ¡oh, señora!
y de este modo sencillo,
se queda usted con las ciento
y me manda usted el pico.
JUAN RECIO.
XIII
Casilda, en aquel tumulto, en vez de enderezar
sus pasos hacia la calle de Alcalá, siguió por el
paseo de Recoletos en dirección á la Castellana.
Al principio acompañábala bastante parte del pú,
blico fugitivo del Circo; pero pronto se vio sola
dispersándose el gentío con distinto rumbo, unos
hacia el barrio de Salamanca, otros por las calles
nuevamente abiertas en la proximidad del edificio
de las Salesas.
Entonces tembló, y pensó que no sabía las calles de Madrid, ni siquiera el nombre de la en que
estaba la casa de su cuñada.
¿Hacia dónde iría?... Por todas partes árboles
y obscuridad.
—¡Pepito!-gritó.
Y luego, haciendo esfuerzos para levantar la
voz, y con un miedo horrible, vociferó;
— ¡Mengue! ¡Mengue!
Y nadie le contestó.
—¡Mengue! ¡Mengue! -volvió á gritar.
Y vio que hacia ella venía una luz.
¿Sería Mengue, que la buscaba con un farolito? Esto pensó en su aturdimiento. ¿Ó sería acaso
que buscaban al oso?...
El de la luz era un sereno, que había oído repetir el nombre del administrador de la cuitada
señora, y le había chocado.
—¿A quién llama?—preguntó el nocturno vigilante, levantando el chuzo y poniendo el farol
delante del acongojado rostro de la señora.
Doña Casilda tenía, por suerte, noticia de la
existencia de los serenos.
— Sereno, Dios le envía á usted,—le dijo toda
azorada.
—¿Dios?...—preguntó el asturiano.
—Me he perdido.
—Yo también, señora.
-¿Usted?
—Sí señora; tenía una tiendecita,y troné por
salir fiador de un amigo de mi mujer.
—Lléveme usted á mi casa, sereno.
—¿Es cerca?... Si no, no puedo.,. Yo tengo mi
demarcación, aunque me esté mal el decirlo, y no
puedo salir de ella. ¿Dónde vive usted?
—No lo sé; no recuerdo el nombre de la calle.
.—Pues, hija, con esas señas...
—Mire usted, he venido de Astorga, y vivo en
casa de mi cuñada la viuda de Zaragata.
— ¡Demonio! ¡Zaragata!... Ya no hay zaragata, j
Algunas he conocido en Madrid.
— Acompáñeme usted.
—No puedo. Pero no se apure usted, señora)
que avisaré á los del orden. Esos tienen la obli.i;!''
LA RISA.
ción de recoger los niños que se pierden, y aunque usted no sea niña, también la recogerán...
El sereno tocó el pito, y pronto se presentaron
revólver en mano dos guardias, creyendo que se
trataba de capturar á algún criminal.
—¡Jesús!—exclamó llena de terror la pobre señora, viendo la actitud de los guardias.
—Guardad eso,—dijo el sereno;—es una señora
perdida.
—¿Perdida? ¡A la prevención!—gritó uno.
—Ande usted pa alante,—añadió el otro.
Y ya iba á dar un empujón á Casilda; pero el
sereno le detuvo, diciéndole:
—No seas bruto, y perdona. Esta señora no es
perdida, pero se ha perdido...
—Lo mismo da.
—Y no sabe dónde vive... pero puede averiguarse por una tal señora de Zaragata...
— De Zaragoza querrás decir.
—No señor; de Zaragata, que es su cuñada. ¿No
es eso, señora?
—Sí señor. La viuda de Zaragata... Doña Mariquita...
—Que tiene chocolatería...—dijo uno de los
guardias; el menos arrimado á la cola.
—No señor; la chocolatería es de Mengue.
-¿De Mengue?
—Sí señor; mi administrador y apoderado.
—Pues, señor,—dijo el otro guardia,—vibto que
usted no sabe dónde vive, lo que podemos hacer
es llevarla á usted al gobierno, para que allí se
hagan las pesquisas que son del caso. Alguno de
los delegados ha de saber de por fuerza dónde vive esa Zaragata que dice usted... Con que vamos,
señora, y no tenga miedo, que yendo con nosotros
es, pongo por caso, como si fuera usted con su
padre y su marido.
—Vamos,—dijo la madre de Pepito.
Y colocándose á cada lado un guardia, echaron
á andar.
Iba la buena señora más tranquila en medio
de tan bien armados custodios, y todo fué bien
hasta salir á sitio más concurrido. Los transeúntes que veían una señora entredós guardias entraban en gran curiosidad de saber qué delito había cometido para llevarla presa, y echaban á andar detrás.
Al llegar á la altura de la calle de Sevilla había dtí tal suerte engrosado la escolta, que no serian minos de mil personas las que seguían á la
señora de Astorga. Preguntábanse unos á otros:
—¿Qué ha hecho?
—¿Por qué la llevan presa?
—¿Adonde la llevan?
Un chusco dijo á una mujer que le preguntaba:
—No ha sido nada. Es una señora que acaba de
envenenar á toda su familia en la Castellana;
nueve personas han caído.
rs
La mentira corrió con más velocidad que una
exhalación, y se levantó un tremendo clamoreo
en el público.
Mujeres y hombres se ponían delante de los
guardias para ver bien á la envenenadora.
Y doña Casilda empezaba á sospechar que estaba más perdida rodeada de tanta gente que sola
en el paseo de Recoletos.
Una mujer del pueblo, de aspecto chulesco, se
le puso delante y la gritó enseñándole los puños:
— ¡Bribona! ¡Miren la señora!... ¡Y hablan luego de las chulas! ¡Y á mucha honra, bribona!
Los guardias tuvieron que pedir au.vilio á los
compañeros que encontraban, y cuando llegaron
á la Puerta del Sol, la gran criminal iba custodiada por treinta individuos del orden, y aun á
ella le parecían pocos para librarse de las iras del '
pueblo soberano, que pedía su cabeza.
Y en medio de aquol tumulto había quien daba minuciosos detalles del supuesto crimen y de
todos sus antecedentes. La señora tenía un amante, y entre éste y ella habían proyectado la destrucción completa de la familia para gozar jumos
los quince millones de pesos de que era poseedor
el marido, que fué el primero que reventó por
efecto del veneno que su mujer había echado en
la sopa.
Más muerta que viva llegó la inocente Casilda
al Gobierno de la provincia, donde, referido el
caso por los guardias, fué atendida con todas las
consideraciones debidas á una dama, en tanto que
abajo rugía el público. El gobernador, una excelente persona, la tranquilizó por completo; y por
suerte, uno de los empleados conocía á la viuda
de Zaragata, é informó á su jefe, no solamente de
la perfecta virtud de la sin par Mariquita, sino que
también le ponderó la singular hermosura é incomparable donaire de esta viuda.
Al gobernador le gustaba lo bueno, y no quiso perder aquella buena ocasión de cumplir con
la de Astorga una obligación de hombre cortés y
galante, sino de conocer al propio tiempo á la que
según su subordinado, hombre de buen gusto, era
la primera belleza de esta villa y cotte.
Mandó disponer el coche, y poco tiempo después, el gobernador, dando el brazo á Casilda,
pasaba por entre dos filas de guardias, y ambos
montaban en el carruaje oficial, dejando estupefacto al público, que esperaba ver salir á la envenenadora en dirección á la cárcel.
El coche salió á escape, y el público no pudo
seguirle. Solamente dos ó tres reportéis de la
prensa se atrevieron á emprender veriigmosa carrera en seguimiento del carruaje.
Pocos momentos después llegaba el coche d e lante de la puerta de la casa de la viuda de Zaragata El gobernador, galante hasta el fin,£acompaño arriba á doña Casilda. Esta pregunto . .-criadas, que estaban sumamente alarmadas. Men-
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LA RISA.
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NUESTROS CAPITALISTAS.—(Di¿«;o de J. Gros.)
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Una cama barata.
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gue había ido tres ó cuatro veces á preguntar,
pero Pepito y la viuda no habían parecido.
La noticia impresionó fuertemente á Casilda,
pero no tanto como la habría impresionado saber
que Mengue y Mariquita eran los extraviados.
El gobernador, después de acompañar á la señora algunos minutos, se despidió con la más exquisita cortesanía, ofreciendo volver el día siguiente á saber si había parecido toda la familia
y vuelto á reinar la tranquilidad en aquella casa.
(Se continuará.)
CARLOS F R O N T A U R A .
PASATIEMPOS INOCEl^TES.
Solución al publicado en el número 37.
ACRÓSTICO.
VE S
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FO R
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RO S
TA
MA
AR
RO
NO
RO
JA
CA
Han remitido la solución; A. Bonilla.—V. Revuelta.—Idealio.—Un mticoterano.—A. Caamaño.—Un guipuzcoano.—Anto-
nio Janeiro.—El aguador de la calle.—M. Gomar.—José María
Solo y Ardiz Mcrlín.—José de Arjona.—Ramón López Mlnguez José Martínez. — Embil.—Poco pelo. — Mucha lanaMister Lyonag Somoam. — R. Bosque y Ros. — Centellas.El rubio de Cartagena.—Saserre£.—Onidab.—Michino.—Marchet.^-Un cosmopolita.—Alberto Ojeda.—Anderzenh.
*
*
*
MOSAICO.
I. V. V. X. X. X. L. L. L. L. C. C. C. D. D.M.
Colocar estas cifras romanas de modo que horizontal y verticalmente se lean por el mismo orden cuatro cantidades.
*
*
*
FUGA DE VOCALES.
B-C-H-H-H-M-N-Z
. Hallar las vocales que faltan para combinar I
con ellas y las consonantes expresadas, los significados siguientes, (todos de cinco letras):
1.° Ciudad de España.
2.° Medida.
3.° Extensión de agua.
M. MARZAL.
MADRID, 1888.
Imprenta y librería de Miguel Guijuro, Preciados, S'
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