MONDO y otras historias

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MONDO y otras historias
J.M.G. Le Clézio
Traducción del francés al castellano.
Barcelona, a 10 de octubre de 2012.
J.M.G. Le Clézio nació en Niza el 13 de abril de 1940; Es
originario de una familia de Bretaña emigrada a isla
Mauricio en el siglo XVIII.
Ha viajado mucho, por Europa, África del Norte, Méjico.
Le Clézio no ha cesado nunca de escribir desde los siete u
ocho años: poemas, cuentos, relatos, noticias, que nunca
habían sido publicados antes de El proceso verbal, su
primera novela, aparecido en septiembre de 1963 y que
obtuvo el premio Renaudot. Su obra ocupa hoy en día unos
quince volúmenes. En 1980, recibió el gran premio Paul
Morand, otorgado por la Academia Francesa.
―¡Y qué! ¿Vivís en Bagdad e ignoráis que está aquí
vive el Señor Simbad el Marino, este famoso viajero
que ha recorrido todos los mares que alumbra el
sol?”
Historia de Simbad el Marino.
MONDO
Nadie habría podido decir de donde venia Mondo. Llegó
un día, por casualidad, aquí, a nuestra ciudad, sin que lo
apercibiésemos, y después, nos hemos acostumbrado a el.
Era un chico de unos diez años, con una cara redonda y
tranquila y unos bellos ojos negros un poco achinados. Pero
eran sobretodo sus cabellos el que llamaba la atención, un
cabello marrón ceniza que cambiaban de color según la luz,
y que parecía casi gris al anochecer.
No se sabía nada de su familia ni de su hogar. Tal vez ni
lo tuviese. Siempre, cuando no se le esperaba, cuando
menos se pensaba en el, aparecía en un rincón de una calle,
cerca de la playa, o en la plaza del mercado. Iba solo, con
aire decidido, mirando a su alrededor. Siempre iba vestido
de la misma manera, un pantalón azul, de denim, calzado
de tenis i un T-shirt verde algo grande para el.
Cuando se te acercaba, te miraba cara a cara, sonreía y sus
ojos oblicuos se convertían en dos hendiduras brillantes.
Era su modo de saludar. Cuando alguien le gustaba, se
paraba y le preguntaba simplemente:
―¿Me quiere adoptar?‖
Y antes de que la gente se recobrase de la sorpresa, ya
estaba lejos.
¿Que es lo que había venido a hacer aquí, a esta ciudad?
Tal vez hubiese llegado después de haber viajado mucho en
la bodega de un carguero, o en el último vagón de un tren
de mercancías que había rodado lentamente por todo el
país, día tras medio, noche tras noche. Tal vez hubiese
decidido pararse, cuando vio el sol y el mar, las casas
blancas y los jardines de palmeras. Lo que si es verdad, es
que venía desde muy lejos, del otro lado de las montañas,
del otro lado del mar. Solo verle, se sabía que no era de
aquí, que había visto muchos países. Tenia esa mirada
negra y brillante, esa piel color cobre y ese paso ligero,
silencioso y un poco de través, como los perros. Tenía
sobretodo una elegancia y una seguridad que los niños no
tienen normalmente a su edad, y le gustaba hacer preguntas
extrañas que parecían adivinanzas. Sin embargo no sabía
leer ni escribir.
Cuando llegó aquí, a nuestra ciudad, era antes del verano.
Hacía ya mucho calor y cada noche había varios incendios
en las colinas. Por la mañana el cielo estaba
invariablemente azul, llano y liso, sin una nube. El viento
soplaba del mar, un viento seco y caliente que resecaba la
tierra i atizaba los fuegos. Era un dia de mercado. Mondo
llegó a la plaza, y empezó a moverse entre las furgonetas
azules de los agricultores. En seguida encontró trabajo,
porque los agricultores necesitaban siempre ayuda para
descargar su material.
Mondo trabajaba para una camioneta, después, cuando
habia terminado, le daban unas monedas y se iba a ver otra
camioneta. La gente del mercado le conocía bien. El
llegaba temprano a la plaza, para estar seguro de encontrar
trabajo, y cuando las camionetas azules empezaban a
llegar, la gente le veían y le llamaban por su nombre:
―! Mondo! ¡Ey, Mondo!‖
Cuando se acababa el mercado, a Mondo le gustaba
rebuscar. Se metía por entre las paradas y recogía lo que
había caído al suelo, manzanas, naranjas, dátiles. Habían
otros chicos que también buscaban y viejos que llenaban
sus bolsas con hojas de lechuga y patatas. Los mercaderes
apreciaban a Mondo, y nunca le decían nada. Alguna vez,
la tendera gorda de frutas, que se llamaba Rosa le daba
manzanas o plátanos que cogía de su puesto. Había mucho
ruido en la plaza y las abejas revoloteaban por encima de
los montones de dátiles y de uvas secas.
Mondo se quedaba en la plaza hasta que las camionetas
azules se habían marchado. Esperaba al regador público
que era su amigo. Era un hombre grande y delgado vestido
con un sobretodo azul marino. A Mondo le encantaba verle
manejar su manguera, pero nunca le hablaba. El regador
público dirigía su chorro sobre las basuras y las hacia
correr ante el como si fuesen animalillos, y producía una
nube de gotas que remontaban al aire. Eso provocaba un
ruido de tempestad y de truenos, el agua cubría la calzada
y se veían pequeños arco iris por encima de los coches
aparcados. Era por eso que Mondo era amigo del regador.
Le gustaba ver las finas gotas que volaban y que caían
sobre las carrocerías y los parabrisas. Al regador público
también le gustaba Mondo, pero nunca le hablaba. De
todos modos, tampoco hubieran podido decirse grandes
cosas por el ruido de la manguera. Mondo miraba el largo
tubo negro que serpenteaba como una culebra. Tenía
muchas ganas de probar a regar, pero no se atrevía pedirle
al regador que le dejase la manguera. Al fin y al cabo, tal
vez no hubiese tenido la fuerza suficiente de mantenerse en
pie, porque el chorro de agua era muy potente.
Mondo se quedaba en la plaza hasta que el regador
público acababa de regar. Las finas gotas caían sobre su
cara y mojaban sus cabellos, eso era como una fresca
bruma que le gustaba. Cuando el regador público había
acabado, desmontaba su manguera y se iba a otra parte.
Entonces había mucha gente que llegaban y viendo la
calzada mojada, decían:
―! Anda! ¿Es que ha llovido?‖
Después, Mondo se iba a ver el mar, las colinas que
ardían, o bien iba en busca de sus otros amigos.
En esa época, el no vivía fijo en ninguna parte. Dormía en
los escondrijos, al lado de la playa, o incluso mas lejos, en
las rocas blancas a la salida de la ciudad. Eran buenos
escondites donde nadie le hubiese podido encontrar. A los
policías y a la gente de la Asistencia no les gustaba que los
chiquillos viviesen así, en libertad, comiendo cualquier
cosa y durmiendo en cualquier parte. Pedro Mondo era un
pillastre y sabía cuando le buscaban y no se dejaba ver.
Cuando no había peligro, se pasaba todo el día
deambulando por la ciudad, observando lo que pasaba. Le
gustaba pasear sin rumbo, calle arriba calle abajo, coger un
atajo, pararse un rato en un jardín, y seguir paseando.
Cuando veía a alguien que le gustaba, iba hacia esa persona
y le decía, tranquilamente:
Buenos días. ¿Me querría adoptar?‖
Había personas a las que no les hubiese importado, porque
Mondo tenia un aire gracioso, con su redonda cabeza y sus
ojos relucientes. Pero era difícil. La gente no podía
adoptarle así como así, a la primera de cambio. Empezaban
a preguntarle, su edad, como se llamaba, su dirección,
donde estaba su familia, y a Mondo no le gustaban
demasiado esas preguntas. Contestaba:
―No se, no se‖
Y se iba a la carrera.
Mondo había encontrado multitud de amigos, solo
andando por las calles. Pero no hablaba con todo el mundo.
No eran amigos para hablar o para jugar. Eran amigos para
saludarles cuando pasaban, muy deprisa, con un guiño, o
para hacerles un gesto con la mano, de lejos, desde el otro
lado de la calle. También eran amigos para comer, como la
señora panadera que le daba cada día un trozo de pan. Ella
tenía un viejo rostro sonrosado, muy regular y muy fino,
como una estatua italiana. Siempre iba vestida de negro y
sus blancos cabellos trenzados estaban peinados en un
moño. También tenia un nombre italiano, se llamaba Ida, y
a Mondo le gustaba entrar en su almacén. Algunas veces
trabajaba para ella, iba a llevar el pan a las casas de los
comerciantes vecinos. Cuando volvía, ella cortaba una
gruesa rebanada de un pan redondo y se lo daba, envuelto
en papel transparente. Mondo nunca le había dicho que le
adoptase, tal vez porque la quería de verdad y eso le
intimidaba.
Mondo caminaba lentamente hacia el mar comiéndose el
pedazo de pan. Lo hacia a pequeños mordiscos, para que
durase, y andaba y comía sin prisas. Parecía que vivía
sobretodo de pan, en esta época. A pesar de eso guardaba
algunas migajas para dárselas a sus amigas las gaviotas.
Pasaba por muchas calles, plazas, un jardín público antes
de notar el olor del mar. De golpe, llegaba con el viento,
con el monótono ruido de las olas.
Al final del jardín, había un kiosco de periódicos. Mondo
se paraba y elegía uno ilustrado. Dudaba entre varias
historias de Akim, y al final compraba un cuento de Kit
Carson. Mondo elegía a Kit Carson por sus dibujos que le
representaban vestido con su famosa chaqueta de pieles.
Después elegía un banco para leer el cuento ilustrado. No
era fácil, porque era necesario que en el banco hubiese
alguien que le pudiese leer las palabras del cuento de Kit
Carson. Justo antes de mediodía era la mejor hora, porque
en ese preciso momento había siempre unos cuantos
jubilados de Correos que fumaban aburridos sus cigarros.
Cuando Mondo encontraba uno, se sentaba a su lado en el
banco, miraba los dibujos y escuchaba el cuento. Un indio
de pié con los brazos cruzados ante Kit Carson le decía:
―¡Diez lunas han pasado y mi pueblo está harto! Que se
desentierre el hacha de los Ancianos!‖
Kit Carson levantaba la mano.
―¡No escuches tu cólera, Caballo Loco. Pronto se te hará
justicia!
―Demasiado tarde‖, decía Caballo Loco. ―¡Mira!‖
I le mostraba a sus guerreros amontonados en la base de la
colina.
―Mi pueblo ha esperado demasiado. ¡La guerra va a
empezar y moriréis, y tu también morirás, Kit Carson!‖
Los guerreros obedecían a las órdenes de Caballo Loco,
pero Kit Carson les rechazó de un puñetazo y se escapó en
su caballo. Aún se volvió para gritar a Caballo Loco:
―¡Volveré y se te hará justicia!‖.
Cuando Mondo había escuchado la historia de Kit Carson,
recogía su ilustrado y le daba las gracias al jubilado.
―¡Adiós!‖, decía el jubilado.
―¡Adiós!‖, le decía Mondo.
Mondo se iba deprisa hasta el espigón que avanzaba en
medio del mar. Mondo miraba un instante el mar,
entornando los párpados para no deslumbrarse por los
rayos del sol. El cielo era muy azul, sin nubes, y las
pequeñas olas centelleaban.
Mondo bajaba la pequeña escalera que conducía al
rompeolas. Le gustaba mucho este lugar. El dique de piedra
era muy largo, bordeado de gruesos bloques rectangulares
de cemento. Al final del dique estaba el faro. Los pájaros
marinos se deslizaban con el viento, planeaban, volvían
lentamente lanzando gemidos infantiles. Volaban por
encima de Mondo, rozaban su cabeza y le llamaban.
Mondo echaba migajas de pan lo más alto que podía, y los
pájaros del mar las atrapaban al vuelo.
A Mondo le gustaba estar aquí, en las rompientes. Saltaba
de uno a otro bloque, mirando al mar. El notaba el viento
que apoyándose en su mejilla derecha, echaba sus cabellos
a un lado. El sol era muy caliente a pesar del viento. Las
olas golpeaban sobre la base de los bloques de cemento
haciendo saltar salpicaduras relucientes.
De vez en cuando, Mondo se paraba para mirar la orilla.
Ya estaba lejos, una cinta marrón sembrada de pequeños
paralelepípedos blancos. Por encima de las casas, las
colinas eran grises y verdes. El humo de los incendios
subía en algunos sitios y había una extraña mancha en el
cielo. Pero no se veían las llamas.
―Tendré que ir a ver aquello‖, decía Mondo.
Pensaba en las grandes llamas rojas que devoraban los
matorrales y los bosques de alcornoques. Pensaba también
en los camiones de bomberos estacionados en los caminos,
porque le gustaban mucho los camiones rojos.
Al oeste, había también como un incendio en el mar, pero
solo era el reflejo del sol. Mondo se quedaba inmóvil y
notaba las pequeñas llamas de los reflejos que bailaban en
sus pupilas, después seguía su camino saltando sobre la
escollera.
Mondo conocía bien todos los bloques de cemento,
parecían grandes animales dormidos, medio sumergidos en
el agua, como si se calentasen sus espaldas al sol. Tenían
extraños signos grabados en su espalda, manchas oscuras,
rojas, conchas incrustadas en el cemento. En la base de la
escollera, allí donde batía el mar, las algas verdes formaban
una alfombra, y había cantidad de moluscos con las
conchas blancas. Mondo conocía sobretodo un bloque de
cemento, casi al final del malecón. Allí iba siempre a
sentarse, era su preferido. Era un bloque algo inclinado,
pero no mucho, y su cemento estaba muy gastado, muy
suave. Mondo se instalaba sobre el, se sentaba (en
cuclillas) y le hablaba un poco, en voz baja, para darle los
buenos días. Algunas veces le contaba historias para
distraerle, porque seguro que se aburría un poco, al tener
que quedarse siempre, sin poder moverse. Entonces le
hablaba de viajes, de barcos y del mar, claro está, y después
de esos grandes cetáceos que se mueven lentamente de un
polo al otro. El bloque no decía nada, no se movía, pero le
gustaban los cuentos que le contaba Mondo. Tal vez fuera
por eso que era tan suave.
Mondo se quedaba tiempo sentado sobre el dique,
mirando las lucecillas sobre el mar y oyendo el ruido de las
olas. Cuando el sol calentaba mas, hacia el final del
mediodía, el se echaba acurrucado, apoyando la mejilla
contra el cemento tibio y se dormía.
Fue uno de esos mediodías que había conocido a Giordan
el Pescador. Mondo había oído a través del cemento el
ruido de pasos de alguien que andaba sobre el rompeolas.
Se levantó, presto a esconderse, pero había visto a este
hombre de unos cincuenta años que llevaba una larga caña
al hombro, y no tuvo miedo de el. El hombre llegó hasta la
losa vecina y le habia hecho un gesto amistoso con la
mano.
―¿Qué haces por aquí?‖
Se instaló sobre la escollera y sacó de su bolsa encerada
toda clase de hilos y de anzuelos. Cuando empezó a pescar,
Mondo se le acercó, por el dique por donde miraba como el
pescador preparaba sus anzuelos. El pescador le enseñaba
como se cebaba, después como se lanza, primero
lentamente, después cada vez mas fuerte a medida que el
hilo se desenroscaba. Habia prestado su caña a Mondo,
para que aprendiese a hacer girar el carrete de un modo
continuo, moviendo un poco la caña de izquierda a
derecha.
A Mondo le gustaba mucho Giordan el Pescador porque
nunca le habia pedido nada. Tenía una cara enrojecida por
el sol, marcada por profundas arrugas y dos pequeños ojos
de un verde intenso que sorprendían.
Pescaba mucho rato sobre el rompeolas, hasta que el sol
se ponía sobre el horizonte. Giordan no era muy hablador,
sin duda para no asustar a los peces, pero se reía cada vez
que cobraba una pieza. Desenganchaba la mandíbula del
pescado con gestos limpios y precisos, y metía su captura
en su bolsa encerada. De vez en cuando, Mondo iba a
buscarle cangrejos grises para cebar su caña. Iba hasta el
fondo del rompeolas y miraba entre las matas de algas.
Cuando la ola se retiraba, los pequeños cangrejos grises
salían, y Mondo los atrapaba con la mano. Giordan el
Pescador, los aplastaba sobre la losa de cemento y los
cortaba con una pequeña navaja oxidada.
Un dia, no muy lejos en el mar, habian visto un gran
carguero negro que navegaba sin ruido.
―¿Cómo se llama?‖ preguntó Mondo.
Giordan el Pescador poniendo la mano como visera y
entrecerrando los ojos:
―Eritrea‖, dijo; después sorprendiéndose un poco:
―No tienes buena vista‖
―No es eso‖, decía Mondo. ―Es que no se leer‖
―Caramba‖ dijo Giordan.
Miraron mucho tiempo el carguero que pasaba.
―¿Que significa el nombre del barco?‖, preguntaba
Mondo.
―¿Eritrea? Es el nombre de un país, en la costa de África,
en el Mar Rojo‖.
―Es un bonito nombre‖, decía Mondo. ―Debe ser un bello
país‖
Mondo reflexionaba un momento.
―¿Y el mar allí se llama Mar Rojo?‖
Giordan el Pescador se reía:
―¿Tu crees que allí el mar es realmente rojo?‖
―No lo se‖, decía Mondo.
―Cuando el sol se pone el mar se vuelve rojo, es verdad.
Pero se llama así a causa de los hombres que vivían allí
antiguamente‖.
Mondo miraba el carguero que se alejaba.
―Seguro que va hacia allí, hacia África‖
―Está muy lejos‖, decía Giordan el Pescador. ―Hace
mucho calor allí, hace mucho sol y la costa es como el
desierto‖.
―¿Hay palmeras?‖
―Si, hay playas de arena muy largas. Durante el dia, el
mar es muy azul, hay muchos barcos pequeños de pesca
con las velas en forma de ala, que navegan a lo largo de la
costa, de pueblo en pueblo‖.
―¿Entonces puede uno quedarse sentado en la playa y ver
pasar los barcos? ¿Se quedan sentados a la sombra y se
cuentan historias mirando los barcos en el mar?‖
―Los hombres trabajan, arreglan sus redes y clavetean
placas de zinc sobre el casco de los barcos varados en la
arena. Los chicos van a buscar ramitas secas y encienden
fuegos en la playa para calentar la pez que servirá para
rellenar las fisuras de los barcos.‖
Giordan el Pescador no miraba ahora ya su hilo de pescar.
Miraba a lo lejos, hacia el horizonte, como si el quisiese
ver realmente todo lo que decía.
―¿Hay tiburones en el Mar Rojo?‖
―Si, siempre hay uno o dos que siguen a los barcos. Van
siempre a la búsqueda de basura que cae al agua, de
cualquier cosa que puedan comer. Pero no son malos‖
―Debe de ser grande el Mar Rojo‖, decía Mondo.
―Si, es muy grande… Y hay muchas casas en sus orillas,
puertos que tienen nombres extraños…Ballul, Barasali,
Debba…Massawa, es una ciudad muy grande y blanca. Los
barcos van lejos a lo largo de la costa, navegan durante días
y noches, navegan hacia el norte, hasta Ras Kasar, o bien
van hacia las islas, a Dahlak Kebir, en el archipiélago de
las Nora, algunas veces hasta las islas Farasan, al otro lado
del mar‖.
A Mondo le gustaban mucho las islas.
―¡Oh, si, hay muchas islas, islas con rocas rojas y playas
de arena, llenas de palmeras!
―En la estación de las lluvias, hay temporales, el viento
sopla tan fuerte que arranca las palmeras y se lleva volando
los tejados de las casas‖
―¿Los barcos naufragan?‖
―No, la gente permanecen en sus casas, a cubierto, nadie
sale a la mar‖
―Pero esto no dura mucho‖.
―En una pequeña isla hay un pescador con toda su familia.
Viven en una casa con hojas de palmera, al borde de la
playa. El hijo mayor del pescador, ya es mayor, debe tener
tu edad. Va con el barco con su padre, y echa las redes al
mar. Cuando las cobra, están llenas de pescado. Le gusta
mucho salir a la mar con su padre en el barco, es fuerte y
sabe muy bien maniobrar la vela para tomar el viento.
Cuando hace buen tiempo y el mar está en calma, el
pescador lleva a toda su familia, van a ver a parientes y
amigos de las islas vecinas, y vuelven por la noche.‖
―El barco avanza solo, sin hacer ruido, y el mar Rojo es
todo rojo porque es la puesta de sol‖.
Mientras ellos hablaban, el carguero Eritrea había hecho
un gran viraje sobre el mar. El barco piloto volvía sobre sus
huellas, y el carguero dio solo un toque breve de sirena
para despedirse.
―¿Cuándo irá usted también allá?, preguntó Mondo.
―¿A África, al Mar Rojo?‖. Giordan el Pescador se rió.
―No puedo ir allí yo, me he de quedar aquí, en el dique‖.
―¿Por qué?‖
Buscó una respuesta.
―Porque yo soy un marino que no tengo barco‖
Después volvió a mirar su caña.
Cuando el sol estaba ya cerca del horizonte, Giordan el
Pescador ponía su caña plana sobre el bloque de cemento,
sacaba del bolsillo un sándwich. Le daba la mitad a Mondo
y comían juntos mirando los reflejos del sol sobre el mar.
Mondo se iba antes de anochecer, para buscar un
escondite donde dormir.
―¡Adiós!‖, decía Mondo.
―¡Adiós!‖, decía Giordan. Cuando Mondo se había
alejado un poco, le gritaba:
―¡Vuelve a verme!, te enseñaré a leer. No es difícil.‖
Se quedaba pescando hasta que era totalmente de noche y
el faro empezaba a enviar sus señales regulares, cada cuatro
segundos.
Todo esto estaba muy bien pero había que tener cuidado
con el Ciapacan. Cada mañana, cuando amanecía, la
furgoneta gris con las ventanas enrejadas circulaba
lentamente por las calles de la ciudad, sin hacer ruido, a
nivel las ceras. Rodaba aun con las ruedas dormidas y
nubladas, en busca de perros y de niños perdidos.
Mondo la había visto un dia, cuando acababa de dejar su
escondite al borde del mar y atravesaba un jardín. La
furgoneta se había parado a solo unos metros ante el, y
había tenido el tiempo justo de ocultarse tras un arbusto.
Había visto abrirse la puerta de atrás y dos hombres
vestidos con sobretodos grises habian bajado. Llevaban dos
grandes sacos de tela y cuerdas. Habian empezado a buscar
por los caminos del jardín, y Mondo había oído sus
palabras cuando pasaron al lado del arbusto.
―Ha salido por aquí.‖
―¿Le has visto?‖
―Si, no debe andar lejos.‖
Los dos hombres de gris se alejaron, cada uno en una
dirección y Mondo se había quedado inmóvil tras el
arbusto, casi sin respirar. Un instante más tarde había oído
una especie de grito ronco que se había ahogado, después
de nuevo el silencio. Cuando los dos hombres volvieron,
Mondo habia visto que llevaban alguna cosa en uno de los
sacos. Habian cargado el saco detrás en la furgoneta, y
Mondo habia oido aun esos gritos agudos que dolían en las
orejas. Era un perro que habian encerrado en el saco. La
furgoneta gris habia partido sin prisas y habia desaparecido
tras los árboles del jardín. Alguien que pasaba por allí le
habia dicho a Mondo que era el Ciapacan que se llevaba a
los perros sin dueño; habia mirado atentamente a Mondo, y
habia añadido, para darle miedo, que la furgoneta se
llevaba a veces también a los niños que se paseaban en
lugar de ir a la escuela. Desde ese día, Mondo vigilaba
siempre, a todos lados e incluso detrás de el, para estar
seguro de ver venir a la furgoneta gris.
A las horas en que los chiquillos salían de la escuela, o
bien los días festivos, Mondo sabia que no habia nada que
temer. Era cuando habia poca gente por las calles, pronto
por las mañanas o al caer la noche, que habia que ir con
cuidado. Era posiblemente por eso que Mondo trotaba un
poco de través, como los perros.
En esta época habia conocido al Gitano, al Cosaco y a su
viejo amigo Dadi. Eran los nombres que les habian puesto
aquí en nuestro pueblo, porque se ignoraban sus verdaderos
nombres. El Gitano no era gitano, pero le llamaban así por
su piel morena, por sus cabellos tan negros y por su perfil
de águila; pero debía seguro su sobrenombre al hecho de
que habitaba en una vieja Hotchkiss negra aparcada en la
explanada y que se ganaba la vida haciendo números de
prestidigitación. El Cosaco era un hombre extraño, de tipo
mogol, que siempre llevaba puesto un gorro grande de
pieles que le daba un aire de oso. El tocaba el acordeón
antes las terrazas de los cafés, sobre todo por las noches,
porque durante el dia iba completamente borracho.
Pero lo que Mondo prefería era el viejo Dadi. Un dia que
el estaba en la playa, le habia visto sentado en el suelo
sobre una hoja de periódico. El viejo se calentaba al sol sin
prestar atención a la gente que pasaba ante el. Mondo
estaba intrigado por una pequeña maleta de cartón amarillo
llena por agujeros que el viejo Dadi habia puesto en el
suelo, a su lado, sobre otra hoja de periódico. Dadi tenia un
aspecto dulce y tranquilo, y Mondo no le temía para nada.
Se acercó para ver la maleta amarilla, y le habia pedido a
Dadi:
―¿Qué es lo que tiene en esa maleta?‖
El hombre habia abierto un poco los ojos. Sin decir nada,
habia cogido su maleta entre las piernas y habia
entreabierto la tapa. Sonreía con un aire misterioso pasando
su mano por la tapa, y después sacó una pareja de palomas.
―Son muy bonitas‖, habia dicho Mondo. ―¿Cómo se
llaman?‖
Dadi alisaba las plumas de los pájaros y después se las
acercaba a sus mejillas.
―El es Pilou, ella, es Zoé‖.
Sostenía las palomas en la mano y las acariciaba muy
dulcemente contra su cara. Miraba a lo lejos, con sus ojos
húmedos y claros que ya no veían bien.
Mondo habia acariciado dulcemente la cabeza de las
palomas. La luz del sol las deslumbraba y querían volver a
entrar en su maleta. Dadi las hablaba en voz baja para
calmarlas y después las cerraba de nuevo bajo su tapa.
―Son muy bellas‖ repitió Mondo. Y se fue, mientras el
hombre cerraba los ojos y continuaba dormitando sentado
sobre su periódico.
Al caer la noche, Mondo iba a ver a Dadi a la explanada.
El trabajaba con el Gitano y con el Cosaco en la
representación pública, es decir que estaba sentado un poco
al margen con su maleta amarilla mientras que el Gitano
tocaba el banjo y el Cosaco hablaba con su voz fuerte para
atraer a los curiosos. El Gitano tocaba deprisa, mientras
miraba mover sus dedos y canturreando. Su cara oscura
brillaba bajo la luz de los reverberos.
Mondo se colocaba en primera fila de los espectadores y
saludaba a Dadi. Ahora, el Gitano empezaba su
representación. De pié, ante los espectadores, sacaba
pañuelos de todos los colores de su puño cerrado, con una
rapidez increíble. Los ligeros pañuelos caían al suelo, y
Mondo los iba recogiendo uno tras otro. Era su trabajo.
Después el Gitano sacaba toda clase de objetos extraños de
su mano, llaves, anillos, lápices, postales, pelotas de ping
pong e incluso cigarrillos encendidos que daba a la gente.
Hacia todo esto tan deprisa que no daba tiempo a verle
mover las manos. La gente se reía y aplaudía, y las
monedas empezaban a caer al suelo.
―Pequeño, ayúdanos a recoger las monedas‖, decía el
Cosaco.
Las manos del Gitano cogían un huevo, lo envolvían en
un pañuelo rojo, y después paraban un segundo.
―¡At…tención!‖
Las manos se daban una contra la otra. Cuando se
desanudaba el pañuelo, el huevo había desaparecido. La
gente aplaudía aun más fuerte, y Mondo recogía mas
monedas que colocaba en una cajita metálica.
Cuando ya no quedaban mas monedas, Mondo se sentaba
sobre sus talones y miraba de nuevo las manos del Gitano.
Se movían deprisa, como si fuesen independientes. El
Gitano sacaba otros huevos de su mano cerrada, y después
los hacía desaparecer entre sus manos, de un golpe. Cada
vez que un huevo iba a desaparecer, miraba a Mondo y le
hacia un guiño.
―¡Hop! ¡Hop!‖
Pero lo que el Gitano hacía mejor era cuando cogía dos
huevos muy blancos que llegaban a sus manos sin saber
como; los envolvía en dos grandes pañuelos rojos y
amarillo, después levantaba sus brazos al aire y se quedaba
un instante inmóvil. Todo el mundo le miraba entonces y
aguantaban la respiración.
―¡At…tención!‖
El Gitano bajaba sus brazos desenvolviendo los pañuelos
y dos palomas blancas salían de sus pañuelos, volando
sobre sus cabezas antes de ir a posarse sobre los hombros
de Dadi.
―La gente gritaba:
―¡Ohh!‖
Y aplaudían muy fuerte echando una lluvia de monedas.
Cuando habia acabado la representación, el Gitano iba a
comprar bocadillos y cerveza y todo el mundo iba a
sentarse al peldaño de la vieja Hotchkiss negra.
―Me has ayudado muy bien, pequeño‖, decía el Gitano a
Mondo.
El Cosaco bebía cerveza y decía muy fuerte:
―¿Es tu hijo, Gitano?‖
―No, es mi amigo Mondo.‖
―¡Entonces, a tu salud, amigo Mondo!‖
Ya estaba un poco borracho.
―¿Sabes tocar música?‖
―No señor‖, decía Mondo.
El Cosaco se reía a carcajadas.
―¡No señor! ¡No señor!‖ repetía gritando, aunque Mondo
no entendía que es lo que le hacia reír.
Después el Cosaco cogía su pequeño acordeón y
empezaba a tocar. No era realmente música lo que hacia,
era una serie ruidos extraños y monótonos, que subían y
bajaban, tan pronto deprisa como suavemente. El Cosaco
tocaba dando con el pie en el suelo, y cantando con su voz
grave repitiendo en todo momento las mismas sílabas.
―¡Ay, ay, yaya, yaya, ayaya, yaya, ayaya, yaya, ay, ay!‖
Cantaba y tocaba el acordeón, mientras bailaba, y Mondo
pensaba que realmente parecía un gran oso.
La gente que pasaba se paraban un instante para mirarle,
se reían un poco y continuaban su camino.
Más tarde, cuando caía la noche, el Cosaco dejaba de
tocar y se sentaba sobre el estribo de la Hotchkiss, al lado
del Gitano. Encendían cigarrillos de tabaco negro que olían
muy fuerte y hablaban bebiendo unas jarras de cerveza.
Hablaban de cosas lejanas que Mondo no entendía bien, de
recuerdos de guerra y de viajes. Algunas veces el viejo
Dadi también hablaba, y Mondo le escuchaba porque eran
sobretodo cosas de pájaros, de palomos y de palomas
mensajeras. Dadi relataba con su voz dulce, un poco
ahogada, historias de estos pájaros que volaban mucho
tiempo por encima de los campos, cuando la tierra se
deslizaba bajo ellos con sus ríos y sus meandros, los
árboles pequeños plantados a lo largo de los caminos como
cintas negras, las casa con los tejados rojos y grises, las
granjas rodeadas de campos de todos los colores, las
praderas, las colinas, las montañas que parecían montones
de piedras. El pequeño hombrecito contaba también como
los pájaros regresaban siempre a su casa, leyendo sobre el
paisaje como en un mapa, o navegando por las estrellas,
como los marinos o los aviadores. Los nidos de los pájaros
se parecían a torres, pero no tenían puerta, solo estrechas
ventanas bajo los tejados. Cuando hacia calor se oian los
arrullos que subían de las torres, y se sabia que los pájaros
habian vuelto.
Mondo escuchaba la voz de Dadi, veía la brasa de los
cigarros que brillaban en la noche. Alrededor de la
explanada, los automóviles rodaban haciendo un ruido
dulce como el agua, y las luces de las casas se apagaban
una por una. Era muy tarde, y Mondo notaba que la vista se
le nublaba porque se estaba durmiendo. Entonces el Gitano
le enviaba a acostarse sobre la banqueta trasera de la
Hotchkiss, y allí pasaba la noche. El viejo Dadi volvía a su
casa, pero el Gitano y el Cosaco no se iban a dormir. Se
quedaban sentados sobre el estribo del coche, hasta la
mañana, bebiendo, fumando y hablando.
A Mondo le gustaba mucho hacer esto: Se sentaba en la
playa, los brazos alrededor de sus rodillas, y miraba salir el
sol. A las cinco menos diez el cielo estaba puro y gris, con
solo algunas nubes de vapor por encima del mar. El sol no
aparecía de golpe, pero Mondo notaba su llegada, desde el
otro lado del horizonte, cuando se elevaba como una llama
que se enciende. Aparecía primero una pálida aureola que
ensanchaba su mancha en el aire, y se sentía en el fondo de
si mismo esa vibración extraña que hacia temblar el
horizonte, como si hiciese un esfuerzo. Entonces el disco
aparecía encima del agua, lanzaba un haz de luz directo a
los ojos, y el mar y la tierra parecían del mismo color. Un
instante después llegaban los primeros colores, las primeras
sombras. Pero los reverberos de la ciudad seguían
encendidos, con su pálida y fatigada luz, porque aun no
estaban muy seguros de que el dia comenzase.
Mondo miraba al sol que subía por encima del mar.
Canturreaba para si, solo, balanceando la cabeza y el busto
y repetía el canto del Cosaco:
―Ayaya, yaya, yayaya, yaya…‖
No habia nadie en la playa, solo algunas gaviotas que
flotaban sobre el mar. El agua era muy transparente, gris,
azul y rosa, y los guijarros eran muy blancos.
Mondo pensaba en el dia que se levantaba también en el
mar, para los peces y para los cangrejos. ¿Quizás en el
fondo, todo se volvía rosa y claro como en la superficie de
la tierra? Los peces se despertaban y se movían lentamente
bajo su cielo parecido a un espejo, eran felices en medio de
los miles de soles que bailaban, y los hipocampos subían a
lo largo de los tallos de las algas para ver mejor la nueva
luz. Incluso las conchas entreabrían sus valvas para dejar
entrar al dia. Mondo pensaba mucho en ellos y miraba las
lentas olas que caían sobre los guijarros de la playa
desprendiendo chispas.
Cuando el sol estaba algo mas alto, Mondo se ponía de
pié, porque tenía frío. Se sacaba su ropa. El agua del mar
estaba mas templada y mas dulce que el aire, y Mondo se
sumergía hasta el cuello. Sumergía su cabeza y abría los
ojos dentro del agua para ver el fondo. Oía el frágil crujido
de las olas cuando rompían, y esto generaba una música
que desconocida en la tierra.
Mondo se quedaba mucho tiempo en el agua, hasta que
sus dedos se volvían blancos y sus piernas empezaban a
temblar. Entonces se volvía a sentar en la playa, la espalda
pegada a la pared que sostenía la carretera, y esperaba que
el calor del sol envolviese su cuerpo.
Encima de la villa las colinas parecían más próximas. La
bonita luz iluminaba los árboles y las blancas fachadas del
pueblo, y Mondo decía de nuevo:
―Tendré que ir a ver eso‖
Después se volvía a vestir y abandonaba la playa.
Era un dia festivo, no habia nada que temer del Ciapacan.
Los días festivos los perros y los chiquillos podían
vagabundear libremente por las calles.
Lo malo es que todo estaba cerrado. Los tenderos no
venían a vender sus verduras, las panaderías tenían su
cierre metálico echado. Mondo tenía hambre. Al pasar por
delante de la tienda de un vendedor de helados que se
llamaba La Bola de Nieve, se habia comprado un cornete
de helado de vainilla y se lo iba comiendo mientras andaba
por las calles.
Ahora el sol iluminaba bien las aceras. Pero no se veía
gente. Debían de estar cansados. De cuando en cuando,
alguien pasaba y Mondo le saludaba, pero le miraban con
asombro porque tenía el pelo y las cejas blancos por la sal y
la cara morena del sol. Tal vez la gente le tomaba por un
mendigo.
Mondo miraba los escaparates de las tiendas lamiendo el
cristal. Al fondo de una vitrina donde la luz estaba
encendida, habia una gran cama de madera roja, con
sábanas y una almohada de flores, como si alguien fuese a
acostarse y dormir. Algo mas lejos, habia un escaparate
lleno de cocineras muy blancas, y un asador donde giraba
lentamente un pollo de cartón. Todo esto era extraño. Bajo
la puerta de una tienda Mondo habia encontrado una
revista, y se sentó en un banco a leer.
La revista contaba una historia con fotos en colores que
mostraban a una bella dama rubia preparada para cocinar y
jugando con sus niños. Era una larga historia, y Mondo la
leía en voz alta, acercando las fotos a sus ojos para que los
colores se mezclasen.
―El chico se llama Jaime y la niña Camila. Su mamá está
en la cocina y hacía toda clase de cosas buenas para comer,
pan, pollo asado, pasteles. Ella les ha dicho: ¿Qué queréis
hoy para comer bueno? Haznos una gran tarta de fresas, si
quieres, ha dicho Jaime. Pero su mamá ha dicho que no
habia fresas, solo habia manzanas. Entonces Camila y
Jaime han pelado las manzanas y las han cortado en
pequeños trozos, y su mamá ha hecho la tarta. Hizo cocer
la tarta en el horno. Olía bien toda la casa. Cuando la tarta
estuvo cocida su mamá la puso sobre la mesa y la cortó en
porciones. Jaime y Camila se comieron la tarta mientras
bebían chocolate caliente. Después dijeron: ¡Nunca
habíamos comido una tarta tan buena!‖
Cuando Mondo hubo acabado de leer la historia escondió
el periódico ilustrado en un arbusto del jardín, para releerlo
mas tarde. Le hubiese gustado comprar otra revista, una
historia de Hakim en la jungla, por ejemplo, pero el
quiosquero estaba cerrado.
En el centro del jardín estaba un jubilado de Correos que
dormía sobre el banco. Al lado del jubilado, sobre el banco,
había un periódico desplegado y un sombrero.
Cuando el sol subía hacia el cielo, la luz era más dulce.
Loa autos empezaban a circular por las calles haciendo
sonar el claxon. En la otra punta del jardín, cerca de la
salida, un niño pequeño jugaba con un triciclo rojo. Mondo
se paró a su lado.
―¿Es tuyo?‖, preguntó Mondo.
―Si‖, le dijo el niño.
―¿Me lo prestas?‖
El niño pequeño se cogía al manillar con todas sus
fuerzas.
―¡No! ¡No! ¡Vete!‖
―¿Como se llama tu bicicleta?‖
El niño pequeño bajaba la cabeza sin responder, después
dijo muy deprisa:
―Mini‖
―Es muy bonito‖, dijo Mondo.
Seguía mirando el triciclo, el cuadro pintado de rojo, el
sillín negro, el manillar y los guardabarros cromados. Tocó
el timbre una o dos veces pero el pequeño niño el apartaba
y se fue pedaleando.
En la plaza del mercado no habia mucha gente. La gente
iba a misa en pequeños grupos, o bien se paseaban hacia el
mar. Los días de fiesta eran los que Mondo le hubiese
gustado encontrar a alguien para decirle:
―¿Me quiere adoptar?
Pero es posible que esos días nadie le hubiese podido
entender.
Mondo entraba en los zaguanes de las casas, por
casualidad. Se paraba para mirara los buzones vacíos, y las
tomas de incendios. Apretaba sobre el botón del minutero y
escuchaba un instante el tictac, justo hasta que la luz se
apagaba. Al fondo del hall estaban los primeros peldaños
de escaleras, la rampa de madera encerada, y un gran
espejo sin brillo encuadrado por dos estatuas de escayola.
A Mondo le gustaría dar una vuelta en el ascensor pero no
se atrevía, porque estaba prohibido dejar que los niños
jugasen con el el.
Una señora joven entraba en el edificio. Era bella, con
unos cabellos castaños ondulados y un vestido de color
claro que susurraba a su alrededor. Olía bien.
Mondo habia salido del quicio de la puerta y ella se habia
sobresaltado.
―¿Que quieres?‖
―¿Puedo subir en el ascensor con usted?‖
La señora joven sonrió con amabilidad.
―¡Claro que si, venga! ¡Vamos!‖
El ascensor se movía un poco bajo sus pies como un
barco.
―¿A dónde vas?‖
―Arriba de todo‖
―¿Al sexto? Yo también‖
El ascensor subía lentamente. Mondo miraba a través de
los cristales las paredes que bajaban. Las puertas vibraban,
y en cada piso se oía una especie de chasquido. También se
oían los cables silbando en la caja del ascensor.
―¿Vives aquí?‖
La señora joven miraba a Mondo con curiosidad.
―No señora.‖
―¿Vas a ver a unos amigos?‖
―No señora, me paseo.‖
―¡Ah!‖
La señora joven seguía mirando a Mondo. Tenía unos
grandes ojos tranquilos y dulces, un poco húmedos. Habia
abierto su bolso y le habia dado a Mondo un bombón
envuelto en papel transparente.
Mondo veía pasar los pisos muy lentamente.
―Es alto. Como un avión‖, decía Mondo.
―¿Has ido en avión?‖
―Oh, no, señora, aún no. Debe de ser bonito‖
La señora joven se reía.
―Va mas rápido que el ascensor, ¿sabes?‖
―¡También va mas alto!‖
―¡Si, mucho mas alto!‖
El ascensor habia llegado gimiendo y una sacudida. La
señora joven salió.
―¿Bajas?‖
―No‖, dijo Mondo; ―voy a volver abajo en seguida‖
―¡Ah, si? Como quieras. Para bajar aprietas el penúltimo
botón, aquí. Ve con cuidado de no apretar el botón rojo, es
la alarma.‖
Antes de cerrar la puerta, le sonrió.
―¡Buen viaje!‖
―¡Adiós!‖, dijo Mondo.
Cuando salió del edificio, Mondo vio que el sol estaba
muy alto en el cielo, casi era mediodía. Los días pasaban
deprisa, de la mañana a la noche. Si no se tenia cuidado,
aun pasaban mas deprisa. Era por eso que la gente iba
siempre tan apresurada. Corrían siempre a hacer lo que
tenían que hacer antes de que el sol se pusiese.
A mediodía la gente andaba a grandes zancadas por las
calles de la ciudad. Salían de sus casas, subían en sus autos,
cerraban las portezuelas. A Mondo le hubiese gustado
decirles: ―¡Esperad! ¡Esperadme!‖ Pero nadie le miraba.
Como su corazón latía muy fuerte y muy deprisa, el
también se paraba en los rincones. Se quedaba inmóvil, con
los brazos cruzados, y miraba a la muchedumbre que
avanzaba por las calles. No tenían el aire cansado de las
mañanas. Iban con prisas, haciendo ruido con los pies,
hablando y riéndose muy fuerte.
En medio de ellos, una mujer mayor andaba lentamente
por la acera, con la espalda doblada, sin ver a nadie. Su
cesta de provisiones estaba llena de alimentos, y pesaba
tanto que tocaba el suelo a cada paso. Mondo se acercó a
ella y la ayudó a llevar su cesta. Oía la respiración de la
vieja que resoplaba un poco detrás de el.
La vieja mujer se habia parado ante la puerta de un
edificio gris, y Mondo habia subido la escalera con ella.
Pensaba que la anciana mujer podía ser su abuela o su tía,
pero no la hablaba porque era algo sorda.
La anciana abrió una puerta, en el cuarto piso, y habia ido
a la cocina para cortar una rebanada de pan de salvado
seco. Se la habia dado a Mondo y el vio que la mano le
temblaba mucho. Su voz también temblaba cuando le dijo:
―Dios te bendiga‖
Algo mas lejos, en la calle, Mondo notó que se volvía
muy pequeño. Iba a ras de la pared, y la gente de alrededor
se volvía altos como árboles, con los rostros lejanos, tanto
como los balcones de los edificios. Mondo se deslizaba por
medio de todos estos gigantes, que daban zancadas
considerables. Evitaba a las mujeres, altas como
campanarios, vestidas con inmensos trajes de lunares, y a
los hombres, altos como acantilados vestidos
completamente de azul con camisas blancas. Era tal vez la
luz de dia que era el causante de esto, la luz que agranda las
cosas y disminuye las sombras. Mondo se deslizaba entre
ellos, y solo los que miraban hacia abajo le podían ver. No
tenia miedo salvo en los momentos de cruzar las calles.
Pero el estaba buscando a alguien, por toda la ciudad, por
los jardines, por la playa. No sabía bien a quien buscaba ni
porqué, pero a alguien, simplemente para decirle muy
deprisa y de repente después de haber leído la respuesta en
sus ojos:
―¿Usted me querría adoptar?‖
Es por esta época que Mondo había encontrado a Thi
Chin, cuando los días eran hermosos y las noches largas y
cálidas. Mondo habia salido de su escondrijo de la noche,
en la base del malecón. El viento cálido soplaba de tierra,
un viento seco que electrizaba el pelo y quemaba los
bosques de alcornocales. Sobre las colinas, por encima de
la ciudad, Mondo veía una gran humareda blanca que se
extendía por el cielo.
Mondo había mirado un momento hacia las colinas
iluminadas por el sol, y habia tomado el camino que
conducía hacia ellas. Era un camino sinuoso, que se
transformaba de trecho en trecho en escaleras con anchos
peldaños de cemento cuadrado. A cada lado del camino
había cunetas llenas de hojas muertas y de trozos de papel.
A Mondo le gustaba subir escaleras. Zigzagueaban a
través de la colina, sin apresurarse, como si no fuesen a
parte alguna. A lo largo del camino habia altos muros de
piedra bordeados de cascos de botella, de modo que no se
sabia donde estaba. Mondo subía lentamente los escalones
mirando si veía algo interesante en la cuneta. A veces
encontraba una moneda, un clavo oxidado, una postal o un
fruto extraño.
Cuanto mas subía, más plana se veía la ciudad, con todos
los rectángulos de los edificios y las líneas rectas de las
calles donde pululaban los autos rojos y azules. El mar
también se veía llano, bajo la colina, y brillaba como una
placa de hojalata. Mondo se volvía de vez en cuando para
ver todo eso por entre las ramas de los árboles y por encima
de los muros de los chalets.
No habia nadie en las escaleras, salvo una vez, un gran
gato atigrado agazapado en la cuneta, que estaba comiendo
los restos de comida de una lata de conservas oxidada. El
gato se había aplanado, con las orejas gachas y habia
mirado a Mondo con sus redondas pupilas de sus ojos
amarillos.
Mondo habia pasado por su lado sin decirle nada. Notaba
sus pupilas que continuaban siguiéndole hasta que torció el
recodo.
Mondo subía sin hacer ruido. Colocaba los pies con
mucho cuidado, evitando las ramitas y las simientes y se
deslizaba muy silencioso, como una sombra.
La escalera no parecía muy lógica. Tan pronto era
empinada con pequeños escalones cortos y altos que
cansaban, como se volvía perezosa, y se alargaba
lentamente entre las propiedades y los terrenos yermos. A
veces, incluso, parecía querer bajar.
Mondo no tenía prisa. Avanzaba el también, zigzagueando
de una pared a la otra. Se paraba para mirar en las cunetas,
o para arrancar hojas de los árboles. Cogía una hoja de
pimienta y la aplastaba entre los dedos para notar ese olor
que pica en la nariz y en los ojos. Cogía hojas de
madreselva y chupaba la pequeña gota dulce que perlaba la
base del cáliz. También hacia música con una lámina de
hierba apretada contra los labios.
A Mondo le gustaba andar solo, a través de la colina. A
medida que subía, la luz del sol se volvía más y más
amarilla, dulce, como si saliese de las hojas de las plantas y
de las piedras de los viejos muros. La luz habia impregnado
la tierra durante el dia, y ahora salía y derramaba su calor e
hinchaba las nubes.
No habia nadie en la colina. Sin duda porque era el final
del mediodía y también porque en este lado estaba todo un
poco abandonado. Las villas estaban ocultas entre los
árboles, no estaban tristes pero tenían un aspecto
soñoliento, con sus rejas oxidadas y sus pórticos
desvencijados que no cerraban bien.
Mondo oía los ruidos de los pájaros en los árboles, los
crujidos ligeros de las ramas por el viento. Se notaba
sobretodo el ruido de un saltamontes, un silbido estridente
que se movía sin cesar y parecía adelantar al mismo tiempo
que Mondo. Por momentos, se alejaba un poco, después
volvía, tan próximo que Mondo se volvía para intentar ver
el insecto. Pero el ruido se iba, reaparecía ante el, o bien
encima, sobre el muro. Mondo le llamaba a su vez,
silbando con la hoja de hierba. Pero el saltamontes no se
dejaba ver. Prefería seguir escondido.
De pronto, en lo alto de la colina, a causa del calor, las
nubes aparecieron. Se desplazaban tranquilamente hacia el
norte y cuando pasaban cerca del sol, Mondo notaba la
sombra en su cara. Los colores cambiaban, se movían, la
luz amarilla se encendía y se apagaba.
Hacia tiempo que Mondo tenía ganas de ir hasta lo alto de
la colina. El la habia mirado a menudo, desde sus
escondrijos al borde del mar, con todos sus árboles y su
bella luz que brillaba sobre las fachadas de las villas e
irradiaba al cielo como una aureola. Era por eso que quería
subir a la colina, porque el sendero de escaleras parecía
hacia el cielo y la luz. Verdaderamente era una bonita
colina, justo encima del mar, cerca de las nubes, y Mondo
la habia mirado hace muchas veces, por la mañana, cuando
aun era gris y lejana, por la tarde e incluso por la noche
cuando brillaba con todas sus luces eléctricas. Ahora estaba
contento de haberla escalado.
En los montones de hojas muertas, a lo largo de los
muros, las salamandras huían. Mondo intentaba
sorprenderlas, acercándose con sigilo, pero ella le oían a
pesar de todo y huían a esconderse en las grietas.
Mondo llamaba a las salamandras silbando entre dientes.
Le hubiese gustado tener una salamandra: Pensaba que la
podría amaestrar y metérsela en el bolsillo del pantalón
para pasearse. Cazaría moscas para que las comiese y,
cuando se sentase al sol, en la playa, o en las rocas del
malecón, saldría de su bolsillo y se subiría a su hombro. Se
quedaría allí, sin moverse, haciendo latir su garganta,
porque era así como runrunean las salamandras.
Después Mondo llegó a ante la puerta de la Casa de Luz
de Oro. Mondo la habia bautizado así la primera vez que
había entrado, y ya le quedó ese nombre. Era una bonita
casa antigua, de tipo italiano, recubierta con plafones
amarillos y anaranjados, con altas ventanas con los
porticones desportillados y una vid virgen que invadía la
escalinata. Alrededor de la casa, habia un jardín no muy
grande, pero totalmente cubierto de malas hierbas y
rastrojos por lo que no se podían ver sus limites. Mondo
habia empujado la puerta de hierro y habia caminado por
una avenida de gravilla que conducía a la casa, sin hacer
ruido. La casa amarilla era muy sencilla, sin adornos de
estucos ni mascarones, pero Mondo pensaba que nunca
habia visto una casa tan bella.
En el jardín en desorden, delante de la casa, habia dos
bellas palmeras que se levantaban por encima del techo y
cuando el viento soplaba un poco, sus palmas rozaban los
desagües y las tejas. Alrededor de las palmeras, los
arbustos eran espesos, oscuros, atravesados por grandes
raíces violáceas que se arrastraban por el suelo como
serpientes.
Lo mas bonito de todo, era la luz que envolvía la casa.
Era por eso que Mondo habia bautizado en seguida a la
casa, La Casa de La Luz de Oro. La luz del sol del
atardecer tenía un color muy dulce y tranquilo, un color
cálido como las hojas del otoño, como la arena, que te
bañaba y te invadía. Mientras avanzaba lentamente por el
camino de grava, Mondo notaba la luz que acariciaba su
rostro. Tenia ganas de dormir, y su corazón palpitaba al
ralentí. Casi ni respiraba.
El canto de la cigarra resonaba de nuevo con fuerza, como
si saliese de los arbustos del jardín. Mondo se paraba a
escuchar, después seguía lentamente hacia la casa,
dispuesto a huir caso de que hubiese salido un perro. Pero
no habia nadie. Alrededor de el, las plantas del jardín
estaban inmóviles, y las hojas pesaban por el calor.
Mondo entraba en la maleza. A cuatro patas, se deslizaba
sobre las ramas de los arbustos, apartando las espinas. Se
instalaba en un escondite, a cubierto entre los matorrales, y
desde allí contemplaba la casa amarilla.
La luz declinaba casi imperceptiblemente sobre la fachada
de la casa. No habia un solo ruido salvo el canto de la
cigarra y el agudo zumbido de los mosquitos que
revoloteaban alrededor de los cabellos de Mondo. Sentado
en el suelo, sobre las hojas de un laurel, Mondo miraba
fijamente la puerta de la casa, y los peldaños de la escalera
en media luna que conducían a la escalinata. La hierba
crecía por las junturas de los escalones. Al cabo de un rato,
Mondo se había acostado agazapado en el suelo, con la
cabeza apoyada en su codo.
Se estaba bien durmiendo así, al pie del árbol que olía
bien, no lejos de la Casa de la Luz de Oro, envuelto por el
calor y la paz, con la estridente voz de la cigarra que iba y
venia sin cesar. Cuado dormías, Mondo, tú no estabas allí.
Tú habías salido fuera, lejos de tu cuerpo. Habías dejado tu
cuerpo dormido en el suelo, a algunos metros del camino
de grava y te paseabas lejos. Era esto lo que resultaba
extraño. Tu cuerpo estaba en el suelo, respiraba
tranquilamente, el viento arrastraba la sombra de las nubes
por encima de tu cara con los ojos cerrados. Los mosquitos
atigrados bailaban alrededor de tus mejillas y las hormigas
negras exploraban tus vestidos y tus manos. Tus cabellos se
agitaban un poco con el viento de la tarde. Pero tu, tu no
estabas allí. Tú estabas fuera, te habías ido con la cálida luz
de la casa, con el olor de las hojas de laurel, con la
humedad que salía de los restos de tierra. Las arañas
temblaban en sus hilos ya que era la hora en que se
despertaban. Las viejas salamandras negras y amarillas
salían entonces de sus grietas, en la pared de la casa, y se
ponían a mirarte, agarradas con sus patas con los dedos
palmados. Todo el mundo te miraba porque tenías los ojos
cerrados. Y en alguna parte en la otra punta del jardín,
entre un matorral de zarzas y un macizo de acebos, cerca de
un viejo ciprés seco, la cigarra seguía haciendo su ruido de
sierra, para hablarte, para llamarte. Pero tú, tú no la
entendías, tú estabas lejos de allí.
―¿Quién eres?‖, preguntó una voz aguda.
Ahora, delante de Mondo, estaba una mujer, pero era tan
pequeña que Mondo creyó por un instante que era un niño.
Sus negros cabellos estaban cortados alrededor de su cara,
e iba vestida con un delantal azul grasoso.
Sonreía.
―¿Quién eres?‖
Mondo se puso de pié, casi tan pequeño como ella.
Bostezaba.
―¿Dormías?‖
―Discúlpeme‖, le dijo Mondo. ―Entré en su jardín, estaba
cansado y entonces me dormí un rato. Me voy en seguida‖.
―¿Porqué te quieres ir en seguida? ¿No te gusta el jardín?‖
―Si, es muy bonito‖, dijo Mondo. Buscaba en la cara de la
mujer una muestra de enfado. Pero ella seguía sonriendo.
Sus ojos rasgados tenían una curiosa expresión, como la de
los gatos. Alrededor de los ojos y de la boca, tenia
profundas arrugas, y Mondo pensó que la mujer era vieja.
―Ven a ver la casa también‖, le dijo ella.
Ella subía la pequeña escalera en media luna y le abría la
puerta.
―¡Ven!‖
Mondo entró tras ella. Era una gran sala casi vacía,
iluminada por los cuatro costados por unas altas ventanas.
En el centro de la sala, habia una mesa de madera y sillas, y
sobre la mesa una bandeja lacada con una tetera negra y
unas tazas. Mondo seguía inmóvil sobre el quicio de la
puerta, mirando la sala y las ventanas. Las ventanas estaban
hechas de pequeños cuadrados de cristal esmerilado, y la
luz que entraba era todavía más cálida y dorada. Mondo
nunca habia visto una luz tan bella.
La pequeña mujer estaba de pie ante la mesa y echaba el
te en las tazas.
―¿Te gusta el té?‖
―Si‖, contestó Mondo.
―Entonces ven aquí a sentarte‖
Mondo se sentó lentamente en el borde de la silla y bebía.
El brebaje era dorado también, y quemaba los labios y la
garganta.
―Está caliente‖, dijo.
La pequeña mujer bebió un sorbo sin ruido.
―No me has dicho quien eres‖, decía ella. Su voz era
como una dulce música.
―Soy Mondo‖, dijo Mondo.
La pequeña mujer le miraba sonriente. Parecía aún más
pequeña en la silla.
―Yo soy Thi Chin‖
―¿Es usted china?, preguntó Mondo. La pequeña mujer
movió la cabeza.
―Soy vietnamita, no china‖
―¿Está muy lejos su país?‖
―Si, está muy muy lejos‖
Mondo bebía su te i el cansancio se iba yendo.
―¿Y tu, de donde vienes tu? Tu no eres de aquí, ¿verdad?‖
Mondo no sabia muy bien que decir.
―No, no soy de aquí‖, dijo. Apartaba las mechas de
cabello bajando la cabeza. La pequeña mujer no dejaba de
sonreír, aunque sus ojos rasgados estaban a menudo un
poco inquietos.
―Quédate un rato todavía‖, dijo ella. ―¿Tienes prisa?‖
―No debía haber entrado en su jardín‖, dijo Mondo. ―Pero
la puerta estaba abierta y yo algo cansado‖.
―Has hecho bien entrando‖, dijo simplemente Thi Chin.
―Ya ves, había dejado abierta la puerta por ti.‖
―¿Entonces usted sabía que iba a venir?‖, dijo Mondo.
Esta idea le tranquilizaba.
Thi Chin asentía con la cabeza, y le ofrecía a Mondo una
caja de aluminio llena de macarrones.
―¿Tienes gana?‖
―Si‖, dijo Mondo. Roía el macarrón mirando las grandes
ventanas por donde entraba la luz.
―Es hermoso‖, decía. ―¿Quién hace todo este oro?‖.
―Es la luz del sol‖, dijo Thi Chin.
―¿Entonces es usted rica?‖
Thi Chin se rió.
―Este oro no es de nadie‖
Miraban la bonita luz como en un sueño.
―Así es en mi país‖, decía Thi Chin en voz baja, ―Cuando
el sol se pone, el cielo se pone así, todo amarillo, con
pequeñas nubes negras muy ligeras, diríamos que como
plumas de pájaro.‖
La dorada luz llenaba toda la estancia y Mondo se sentía
mas calmado y mas fuerte, como después de haber bebido
el te caliente.
―¿Te gusta mi casa?‖, preguntaba Thi Chin.
―Si señora‖, decía Mondo. Sus ojos reflejaban el color del
sol.
―Entonces también es tu casa, cuando tu quieras‖
Y así fue como Mondo conoció a Thi Chin en La Casa de
La Luz de Oro. Se quedó mucho tiempo en la gran sala
mirando las ventanas. La luz se quedó justo hasta que el sol
desapareciese completamente tras las colinas. Incluso en
ese momento las paredes de la sala estaban tan
impregnadas de ella, que era como si no pudiese
extinguirse. Después llego la sombra, y todo se volvió gris,
las paredes, las ventanas, los cabellos de Mondo. El frío
también llegó. La pequeña mujer se levantó para encender
una lámpara, después acompañó a Mondo al jardín para
que viese la noche. Encima de los árboles, las estrellas
brillaban y habia un pequeño croissant de luna.
Esa noche, Mondo habia dormido sobre cojines, al fondo
de la gran sala. Habia dormido aquí también otras noches,
porque le gustaba mucho esta casa. Algunas veces, cuando
la noche era cálida, dormía en el jardín, bajo el laurel, o
sobre los escalones de la escalinata, delante de la puerta.
Thi Chin no hablaba mucho, tal vez era por eso que el la
quería. Después de que ella le preguntó su nombre y de
donde venía la primera vez, ya no le hizo mas preguntas.
Simplemente le cogía de la mano y le enseñaba cosas
divertidas, en el jardín o en la casa. Le enseñaba guijarros
que tenían formas y dibujos extraños, hojas de árboles con
nervaduras muy finas, los granos rojos de las palmeras, las
pequeñas flores blancas y amarillas que crecen entre las
piedras. Le traía en la mano escarabajos negros, ciempiés, y
Mondo le daba a cambio, conchas y plumas de gaviota que
habia encontrado al borde del mar.
Thi Chin le daba a comer arroz y un bol de legumbres
rojas y verdes medio cocidas, y siempre te caliente en las
pequeñas tazas blancas. Algunas veces, cuando la noche
era muy negra, Thi Chin cogía un libro de dibujos y le
contaba alguna historia antigua. Era una larga historia que
ocurría en un país desconocido donde habian monumentos
con los techos puntiagudos, dragones y animales que
sabían hablar como los humanos. La historia era tan bonita
que Mondo no podía entenderla hasta el final. Se dormía, y
la pequeña mujer se iba sin hacer ruido, después de haber
apagado la lámpara. Ella dormía en el primer piso, en una
habitación estrecha. Por la mañana, cuando se despertaba,
Mondo ya se habia ido.
Habia incendios en la mayor parte de las colinas, porque
se acercaba el verano. Durante el dia, se veían grandes
columnas de humo blanco que manchaban el cielo, y por la
noche se veían rojos resplandores inquietantes, como
brasas de cigarrillo. Mondo miraba a los incendios cuando
estaba en la playa, o bien cuando remontaba el camino de
las escaleras hacia la casa de Thi Chin. Una tarde, que
habia subido antes de lo habitual para arrancar las malas
hierbas que crecían alrededor de la casa, y cuando Thi Chin
le habia preguntado que hacia, el contestó:
―Es para que no el fuego no pueda llegar aquí.
Ahora, que dormía prácticamente todas las noches en la
Casa de la Luz de Oro, o en el jardín, tenía menos miedo de
la camioneta gris del Ciapacan. Ya no iba más a los
escondites de las rocas, cerca del malecón. Desde que
amanecía, se iba a bañar al mar. Le gustaba mucho el mar
transparente de la mañana, el extraño ruido de las olas
cuando tenía la cabeza bajo el agua, u los gritos de las
gaviotas en el cielo. Después se iba a ver el mercado, para
descargar algunas cajas, y para rebuscar entre las frutas y
hortalizas. Se las llevaba después a Thi Chin para la cena
de la noche.
Por la tarde se iba a hablar un rato con el Gitano, que
estaba sentado en el estribo de su coche. No se decían casi
nada, pero el Gitano parecía contento de verle. El Cosaco
llegaba después, con una botella de alcohol. Casi siempre
estaba un poco ebrio, y gritaba con su voz gruesa:
―¡Hey! ¡Mi amigo Mondo!‖
Habia también una mujer que venia algunas veces, una
mujer gorda con la cara enrojecida y con los ojos muy
claros, que sabia leer el porvenir en las manos de los
paseantes; pero Mondo se iba cuando llegaba ella, porque
no le gustaba.
Se iba en busca del viejo Dadi. No era fácil encontrarle,
porque el viejo cambiaba a menudo de sitio. Estaba sentado
sobre las hojas de un periódico, con su pequeña maleta
amarilla llena de agujeros a su lado, y la gente que pasaba
creía que mendigaba. En general, Mondo le encontraba en
los atrios de las iglesias y se sentaba a su lado. A Mondo le
gustaba cuando le hablaba, porque sabía muchas historias
sobre palomos mensajeros y sobre las palomas. Hablaba de
su país, un país donde habian muchos árboles, ríos
tranquilos, campos muy verdes y un cielo agradable. Cerca
de las casas están esas torres puntiagudas, cubiertas de tejas
rojas y verdes, donde viven los palomos y las palomas. El
viejo Dadi hablaba con su voz lenta, era como el vuelo de
los pájaros en el cielo, que vacila y vuelve alrededor de los
pueblos. Pero no hablaba de eso con nadie más.
Cuando Mondo estaba sentado en el atrio de las iglesias
con el viejo Dadi, las gentes estaban algo sorprendidas. Se
paraban a mirar al viejo y al chiquillo con sus palomas, y a
veces les echaban algunas monedas porque se conmovían.
Pero Mondo no se quedaba mucho tiempo a mendigar,
porque siempre habian dos o tres mujeres a las que no le
gustaba ver eso y empezaban a hacer preguntas. Y además
habia que prestar atención al Ciapacan. Si la camioneta gris
hubiese pasado en ese momento, seguramente los hombres
de uniforme habrían salido y se lo habrían llevado. Tal vez
incluso se hubiesen llevado al viejo Dadi y a sus palomas.
Un dia que hacia mucho viento, el Gitano habia dicho a
Mondo:
―Vamos a ver la batalla de las cometas‖
Solo tenían lugar las batallas de cometas los domingos en
que hacia mucho viento. Llegaban temprano a la playa, y
los chiquillos ya estaban allí, con sus cometas. Las habian
de todas clases y de todos los colores, cometas en forma de
rombos, o de cuadrado, monoplanos o biplanos, en los
cuales estaban pintados cabezas de animales. Pero la
cometa mas bonita pertenecía a un hombre de unos
cincuenta años que se colocaba al final de la playa. Era
como una gran mariposa amarilla y negra con inmensas
alas. Cuando el la lanzaba, todo el mundo se paraba de
mover a mirar. La gran mariposa amarilla y negra planeaba
unos instantes a algunos metros del mar, y después el
hombre tiraba del hilo y hacía que se encabritase. Entonces
el viento se habia introducido en sus alas y comenzaba su
ascensión. La cometa subía hacia el cielo, muy lejos, por
encima del mar. El viento que soplaba hacía crujir la tela de
sus alas. En la playa, el hombre casi ni se movía.
Desenvolvía la bobina de hilo, y su mirada estaba fija en la
mariposa amarilla y negra que se balanceaba sobre el mar.
De cuando en cuando, el hombre tiraba del hilo, lo
enrollaba en la bobina, y la cometa subía aun más alto en el
cielo. Ahora estaba más alta que todas las otras, planeaba
por encima de la playa con sus alas extendidas. Se quedaba
allí, planeando sin esfuerzo, con el fuerte viento, tan lejos
de la tierra que ni se veía el hilo que la sostenía.
Cuando Mondo y el Gitano se acercaron, el hombre le dio
la bobina a Mondo.
―¡Sujétala bien!‖, le dijo.
Y se sentó en la playa encendiendo un cigarrillo.
Mondo intentaba resistir al viento.
―Si tira demasiado, deja un poco de hilo, después lo
recobrarás‖.
Por turnos, Mondo, el Gitano y el hombre habian
sostenido la cometa, hasta que todas las otras, cansadas,
caían al mar. Todo el mundo tenía la cabeza vuelta al cielo
y contemplaban la gran mariposa amarilla y negra que
seguía planeando. Era realmente la campeona de las
cometas, no habia otra que supiese subir tan alto y volar
tanto tiempo.
Entonces, muy lentamente, el hombre habia hecho bajar a
la gran mariposa, metro a metro. La cometa cabeceaba al
viento, se oían las detonaciones del aire en su vela, y el
silbido agudo del hilo. Era el momento más peligroso,
porque el hilo podía romperse por la tensión, y el hombre
avanzaba poco enrollando el hilo en la bobina. Cuando la
cometa estuvo muy cerca de la orilla, el hombre se
desplazó hacia un lado, tirando de un golpe, después
soltando hilo, y la cometa aterrizó sobre los guijarros, muy
lentamente, como un avión.
Después, como estaban cansados, se quedaron sentados en
la playa. El Gitano habia comprado unos perros calientes y
los habian comido mirando el mar. El hombre había
contado a Mondo batallas, en las playas de Turquía, cuando
se ataban hojas de afeitar en las colas de las cometas.
Cuando llegaban muy altas, en el cielo, se lanzaban unas
contra las otras para intentar echarlas al suelo. Las hojas de
afeitar cortaban las velas. Una vez, hacia ya mucho tiempo,
había conseguido cortar el hilo de una cometa, que se
perdió a lo lejos, llevada por el viento como una hoja
muerta. Los días de mucho viento, los niños hacían volar
las cometas por centenares, y el cielo azul se veía inundado
por manchas multicolores.
―Debía ser muy bello‖, decía Mondo..
―Si, era muy bello, pero ahora la gente ya no saben‖, decía
el hombre. Se levantaba y envolvía la gran mariposa
amarilla y negra en un plástico.
―La próxima vez te enseñaré como se hace una verdadera
cometa‖, le decía el hombre. ―En el mes de septiembre, es
la mejor estación y tu puedes hacer volar tu cometa como
un pájaros, casi sin tocarla.‖
Mondo pensaba que el haría la suya toda blanca, como
una gaviota.
Había también alguien a quien Mondo quería ir a ver, de
vez en cuando. Era un barco que se llamaba Oxyton. La
primera vez que lo había visto, era por la tarde, hacia las
dos, cuando el sol caía de lleno sobre las aguas del puerto.
El barco estaba amarrado en el muelle, entre otros barcos, y
se balanceaba en el agua. No era ni mucho menos un gran
barco, como todos esos que tienen unas proas como narices
de tiburón y que llevan grandes velas blancas. No, Oxyton,
era simplemente un barco con un gran vientre y un mástil
corto delante, pero Mondo lo había encontrado muy
simpático. Había preguntado su nombre a alguien que
trabajaba en el puerto, y el nombre también le había
gustado.
Entonces le venía a ver a menudo, cuando estaba por sus
alrededores. Se paraba en el borde del muelle y repetía su
nombre en voz alta, cantando un poco:
―¡Oxyton! ¡Oxyton!”
El barco tiraba de su amarra, volvía golpear contra el
muelle, y volvía a empezar. Su casco era azul y rojo, con
un ribete blanco. Mondo se sentaba en el muelle, al lado de
la anilla del amarre, y miraba al Oxyton mientras se comía
una naranja. Miraba también los efectos del sol sobre el
agua, las pequeñas olas que hacían mover el casco. Oxyton
parecía aburrirse, porque nadie lo sacaba nunca. Entonces
Mondo saltaba a cubierta. Se sentaba sobre la banqueta de
madera, en la popa, y esperaba, notando el movimiento de
las olas. El barco se movía dulcemente, se volvía un poco,
se alejaba, hacia crujir su amarra. A Mondo le hubiese
gustado salir con el, a su aire, por el mar. Al pasar por el
puerto, habría dicho a Giordan el Pecador que subiese a
bordo y habrían partido juntos hacia el mar Rojo.
Mondo se quedaba mucho tiempo sentado detrás en la
barca mirando los reflejos del sol y los bancos de
minúsculos peces que nadaban en manadas. Algunas veces
canturreaba una canción que se había inventado para si
mismo:
―¡Oxyton, Oxyton, Oxyton,
Nos vamos, nos vamos
Nos vamos a pescar
Nos vamos a pescar
Sardinas, cangrejos y atunes!
Después Mondo se iba a andar un rato por los muelles, al
lado de los cargueros, porque también tenía una amiga
grúa.
Habia mucho que ver, por todas partes, en las calles, en la
playa, y en los terrenos baldíos. A Mondo no le gustaban
mucho los lugares donde habia mucha gente. Prefería los
espacios abiertos, allí donde se puede mirar a lo lejos, las
explanadas, los malecones que avanzan en el mar, las
avenidas rectas donde ruedan los camiones cisterna. Era en
estos sitios donde podía encontrar gente a quien hablar,
para decirles simplemente:
―¿Me quiere adoptar?‖
Era gente un poco soñadora, que andaban con las manos
cruzadas a la espalda, pensando en otras cosas. Habia
astrónomos, profesores de historia, músicos, aduaneros.
Alguna vez habia algún pintor dominguero, que pintaba
barcos, árboles, o puestas de sol, sentado sobre una
banqueta plegable. Mondo se quedaba unos momentos a su
lado, mirando el cuadro. El pintor se volvía hacia el y le
preguntaba:
―¿Te gusta?‖
Mondo asentía con la cabeza. Le mostraba un hombre y
un perro que paseaban por el muelle, a lo lejos.
―¿A ellos también les vas a pintar?‖
―Si tu quieres‖, decía el pintor. Entonces con su pincel
más fino, ponía sobre el lienzo una pequeña silueta negra
que parecía más bien un insecto. Mondo pensaba un poco y
le decía:
―¿Sabes pintar el cielo?‖
El pintor paraba de pintar y el miraba asombrado.
―¿El cielo?‖
―Si, el cielo, con las nubes, el sol. Estaría bien‖
El pintor nunca habia pensado en ello. Miraba al cielo por
encima de el, y se reía.
―Tienes razón, el próximo cuadro que pinte, solo será
cielo‖.
―¿Con las nubes y el sol?‖
―Si, con las nubes y el sol que lo ilumina‖
―Será hermoso‖, aprobaba Mondo. ―Querría verlo en
seguida.‖
El pintor miraba al cielo.
―Empezaré mañana por la mañana. Espero que haga buen
tiempo.‖
―Si, hará buen día mañana, y el cielo estará aún mas
hermoso que hoy‖, decía Mondo, porque en entendía un
poco de predecir el tiempo.
Estaba también el restaurador de sillas. Mondo iba a
menudo a verlo por las tardes. Trabajaba en el patio de un
viejo inmueble, con su nieto que se llamaba Pipo sentado a
su lado y abrigado bajo un gran abrigo. A Mondo le
encantaba ver trabajar al restaurador de sillas porque era un
hombre viejo pero que sabía mover los dedos muy deprisa
para entrelazar y anudar los tallos de paja. Su nieto estaba
inmóvil a su lado, con ese abrigo que le tapaba como un
sobretodo, y Mondo se distraía un rato con el. Le traía
cosas que habia encontrado andando por ahí, guijarros
extraños de la playa, puñados de algas, conchas de
mejillones, o bien puñados de de bonitos cascos verdes y
azules pulidos por el mar. Pipo los cogía y los miraba
mucho rato, después se los metía en los bolsillos de abrigo.
No sabía hablar, pero Mondo le quería porque sabía
quedarse sentado al lado de su abuelo sin moverse,
envuelto en el abrigo gris de le llegaba a los pies y que
tapaba sus manos como los vestidos de los chinos. A
Mondo le gustaba los que sabían quedarse sentados al sol
sin moverse y sin hablar y que tienen los ojos un poco
soñadores.
Mondo conocía a mucha gente, aquí, en este pueblo, pero
no tenía tantos amigos. A los que le gustaba encontrar eran
aquellos que tenían una hermosa mirada brillante y que
sonreían cuando le veían como si estuviesen felices de
encontrarle. Entonces Mondo se paraba, les hablaba un
poco, y les preguntaba algunas cosas, sobre el mar, el cielo
o los pájaros y cuando la gente se iba estaban
transformados. Mondo no les preguntaba cosas muy
difíciles, pero eran cosas que la gente había olvidado, con
las cuales habian dejado de pensar hacía años, como por
ejemplo porque las botellas son verdes, o porqué hay
estrellas fugaces. Era como si la gente hubiese esperado
mucho tiempo una palabra, justamente algunas palabras,
como estas, en un rincón de la calle, y que Mondo sabía
decir esas palabras.
Eran también las preguntas. La mayor parte de la gente no
sabía hacer buenas preguntas. Mondo sabía hacer las
preguntas justo cuando hacia falta, cuando no se pensaba
en ellas. La gente se paraba algunos segundos, dejaban de
pensar en ellos y en sus asuntos, reflexionaban y sus ojos se
volvían un poco confusos porque recordaban haber sido
ellos también los que hiciesen esas preguntas en otros
tiempos.
Había alguien al que Mondo le gustaba encontrar. Era un
hombre joven, bastante grande y fuerte, con una cara muy
roja y unos ojos azules. Iba vestido con un uniforme azul
oscuro y llevaba una gran cartera de cuero llena de cartas.
Mondo se lo encontraba a menudo, por las mañanas, en el
camino de las escaleras que subía a través de la colina. La
primera vez que Mondo le había preguntado:
―¿Tiene usted alguna carta para mi?‖
El hombre grande se habia reído. Pero Mondo se lo
cruzaba cada dia, y cada dia iba hacia el y le hacia la
misma pregunta:
―¿Y hoy? ¿Tiene alguna carta para mi?‖
Entonces el hombre abría su saca y buscaba.
―Veamos, veamos… ¿Cual es tu nombre?‖
―Mondo‖, decía Mondo.
―Mondo…Mondo…No, ninguna carta hoy.‖
A veces incluso el sacaba de la saca un pequeño periódico
ilustrado, o bien un anuncio y se los tendía a Mondo.
―Toma, hoy, hay esto que ha llegado para ti.‖ Le hacia un
guiño y seguía su camino.
Un dia Mondo tuvo muchas ganas de escribir cartas, y
decidió buscar a alguien para que le enseñase a leer y a
escribir. Había ido por las calles de la villa, al lado de los
jardines públicos, pero hacia mucho calor y los jubilados de
Correos no estaban allí. Habian buscado por otras partes, y
habían llegado al borde del mar. El sol quemaba mucho, y
sobre las piedras de la playa habia un polvo de sal que
reflejaba. Mondo miraba los niños que jugaban al borde del
agua. Ellos vestían bañadores con colores extraños, desde
rojo tomate, y verde manzana, y era tal vez por eso que
gritaban tan fuerte mientras jugaban. Pero Mondo no tenía
intención de acercarse a ellos.
Cerca de la cabaña de madera de la playa privada, Mondo
habia visto entonces aquel hombre viejo que trabajaba
allanando la playa con la ayuda de un gran rastrillo. Era un
hombre realmente muy viejo vestido con un short azul
desvaído y manchado. Tenia el cuerpo del color del pan
quemado, y su piel estaba avejentada y arrugada como la
piel de un viejo elefante. El hombre pasaba lentamente el
ancho rastrillo sobre las piedras, de arriba debajo de la
playa, sin preocuparse de los niños ni de los bañistas. El sol
relucía en su espalda y en sus piernas, y el sudor corría por
su cara. De vez en cuando, se paraba, sacaba un pañuelo de
un bolsillo de su short y se secaba la cara y las manos.
Mondo estaba sentado contra el muro, delante del hombre
viejo. Esperó mucho tiempo, hasta que el hombre acabó de
rastrillar su pedazo de playa. Cuando el hombre vino a
sentarse cerca del muro, miró a Mondo. Sus ojos eran muy
claros, de un gris pálido que semejaban dos agujeros sobre
la piel oscura de su cara. Se parecía algo a un indio.
Miraba a Mondo como si hubiese comprendido su
pregunta. Solo le dijo:
―¡Salud!‖
―Yo querría que usted me enseñase a leer y a escribir‖, le
dijo Mondo.
El hombre viejo estaba inmóvil, pero no tenía el aspecto
de estar asombrado.
―¿No vas a la escuela?‖
―No señor‖, dijo Mondo.
El hombre viejo estaba sentado en la playa con la espalda
apoyada en el muro y la cara vuelta hacia el sol. Miraba
ante si, y su expresión era muy tranquila y muy dulce, a
pesar de su nariz aguileña y las arrugas que cruzaban sus
mejillas. Cuando miraba a Mondo, era como si le viese a su
través, porque sus iris eran muy claros. Después tuvo un
resplandor de alegría en su mirada, y le dijo:
―Si es lo que quieres, te enseñaré a leer y a escribir.‖ Su
voz era como sus ojos, muy tranquila y lejana, como si
temiese hacer demasiado ruido al hablar.
―¿De verdad que no sabes nada de nada?‖
―No señor‖, dijo Mondo.
El hombre sacó de su bolsa de playa una vieja navaja con
el mango rojo y habia empezado a grabar los signos de las
letras sobre guijarros muy lisos. Al mismo tiempo, le
hablaba a Mondo de todo lo que significan las letras, de
todo lo que se puede ver cuando se las mira y cuando se las
oye. Hablaba de la A que es como una mosca grande con
las alas plegadas hacia atrás; de la B que es graciosa, con
dos panzas, de la C y la D que son como la luna, en cuarto
creciente y medio llena, y la O que es luna llena en el cielo
oscuro. La H es alta, es una escalera para subir a los árboles
y a los tejados de las casas; la E y la F parecen un rastrillo
y una pala, y la G, un hombre gordo sentado en un sillón; la
I bailando sobre la punta de los pies, con su pequeña
cabeza que salta en cada bote, mientras que la J se
columpia; la K está rota, como un viejo, la R anda a
zancadas como un soldado, y la Y está de pié, con los
brazos levantados, gritando: ¡Socorro!. La L es un árbol al
borde del río, la M es una montaña; la N es para los
nombres, y la gente le saluda con la mano, la P duerme
sobre una pata y la Q está sentada sobre su cola; la S es una
serpiente, la Z un relámpago; la T es hermosa, es como el
mástil de un barco, la U es como un vaso. La V, W, son
pájaros, el vuelo de los pájaros; la X es una cruz, para
acordarse.
Con la punta de su navaja, el viejo trazaba los signos
sobre los guijarros y los iba poniendo delante de Mondo.
―¿Cómo te llamas?‖
―Mondo‖, decía Mondo.
El viejo eligió algunos guijarros, y añadió otro.
―Mira, este es tu nombre escrito.‖
―¡Que bonito!‖, dijo Mondo. Hay una montaña, la luna,
alguien que saluda a la luna creciente, y después la luna de
nuevo. ¿Porqué hay tantas lunas?‖
―Están en tu nombre, eso es todo‖, decía el viejo. ―Así es
como te llamas.‖
Y recogía los guijarros.
―¿Y usted, señor?‖ ¿Qué es lo que hay en su nombre?‖.
El viejo enseñaba los guijarros, uno tras otro, y Mondo los
recogía y los alineaba ante el.
―Hay una montaña‖.
―Si, aquella donde nací‖.
―Hay una mosca‖.
―Tal vez yo fui una mosca, hace mucho tiempo, antes de
ser un hombre‖.
―Hay un hombre que anda, un soldado‖.
―He sido soldado‖.
―Hay una luna creciente‖.
―Estaba aquí, cuando nací‖.
―¡Un rastrillo!‖.
―Aquí está‖.
Y el viejo le mostraba el rastrillo sobre la arena.
―Hay un árbol al borde del río‖.
―Si, tal vez será así que vuelva cuando yo muera, un
árbol inmóvil al lado de un bonito río‖.
―Es bonito saber leer‖, decía Mondo. ―Me gustaría saber
todas las letras‖.
―También sabrás escribir‖, le decía el viejo. Le daba su
navaja y Mondo se estaba mucho tiempo grabando los
dibujos de las letras sobre los guijarros de la playa.
Después los ponía en línea, para ver que nombres salían.
Había muchas O e I porque eran los que prefería. Le
gustaban también las T, las Z y los pájaros V W. el viejo
leía:
OVO OWO OTTO IZTI
Y eso les hacía reír a ambos.
El viejo sabía muchas otras historias, un poco extrañas,
que contaba con su voz dulce, mientras miraba el mar.
Hablaba de un país extranjero, muy lejano, del otro lado del
mar, un país muy grande donde la gente era hermosa y
dulce, donde no habia guerras y donde nadie tenia miedo a
morir. En este país habia un río tan grande como el mar y
las gentes iban a bañarse cada tarde, al ponerse el sol.
Mientras hablaba de ese país, el viejo tenía aun una voz
más dulce y lenta, y sus pálidos ojos miraban a la lejanía
como si ya estuviese allá, al borde de aquel río.
―¿Yo podría ir con usted?‖, preguntaba Mondo.
El viejo puso su mano sobre el hombro de Mondo.
―Si, yo te llevaré.‖
―¿Cuándo se va usted?‖
―No lo se. Cuando tenga suficiente dinero. Tal vez dentro
de un año. Pero te llevaré conmigo.‖
Después el viejo retomaba su rastrillo y continuaba su
trabajo un poco más lejos, en la playa. Mondo se metía en
sus bolsillos las piedras con su nombre, le hacia un gesto
con la mano a su amigo y se iba.
Ahora, veía muchos anuncios, por todas partes, escritos en
las paredes, en las puertas, o en los andamios de hierro.
Mondo los veía por las calles de la ciudad y reconocía
algunos al pasar. Sobre el cemento de la acera, habia unas
letras grabadas, como esta:
D
E
NAD I N E
E
Pero no era fácil de entender.
Cuando caía la noche, Mondo volvía a la Casa de la Luz
Dorada, comía el arroz con verduras en el gran salón, con
Thi Chin y después salía al jardín. Esperaba a que la
pequeña mujer se le uniese, y se iban juntos muy
lentamente por el camino de grava, hasta que se quedaban
completamente envueltos por los árboles y arbustos. Thi
Chin cogía la mano de Mondo y se la apretaba tan fuerte
que le hacia daño. Pero estaba bien, de todos modos, andar
así por la noche sin luces, tanteando con la punta del pie
para no caerse, guiados solo por el ruido de la grava que
crujía bajo sus pies. Mondo oía el estridente canto del grillo
escondido, notaba los olores de los arbustos que abrían sus
hojas por la noche. Esto mareaba un poco y era por eso que
la pequeña mujer apretaba fuertemente su mano, para no
tener vértigo.
―Por la noche todo huele bien‖, decía Mondo.
―Es porque no se ve‖, decía Thi Chin.
―Se huele mejor, se oye mejor cuando no se ve.‖
Ella se paraba en el camino.
―Mira, vamos a ver las estrellas ahora.‖
El grito agudo del grillo sonaba muy cerca de ellos, como
si saliese del mismo cielo. Las estrellas aparecían, una tras
otra, titilaban débilmente en la humedad de la noche.
Mondo las miraba, con la cabeza inclinada, reteniendo la
respiración.
―Son bellas… ¿dicen alguna cosa, Thi Chin?‖
―Si, dicen muchas cosas, pero no se entiende que dicen.‖
―¿Incluso si se sabe leer, no se las puede entender?‖
―No, no se puede, Mondo. Los hombres no pueden
entender lo que dicen las estrellas.‖
―Tal vez cuenten lo que pasará después, dentro de un
tiempo.‖
―Quizás se expliquen cuentos‖.
Thi Chin también las miraba sin moverse, apretando muy
fuerte la mano de Mondo.
―Tal vez digan el camino que hay que seguir, el país
adonde hay que ir.‖
Mondo pensaba.
―Brillan intensamente ahora. A lo mejor son almas.‖
Thi Chin quería ver la cara de Mondo, pero todo estaba
oscuro. Entonces, de golpe, se puso a temblar, como si
tuviese miedo. Apretaba la mano de Mondo contra su
pecho y apoyaba su mejilla en su hombro. Su voz sonaba
extraña y triste, como si algo la hiciese daño.
―Mondo, Mondo…‖
Repetía su nombre con una voz apagada y su cuerpo
temblaba.
―¿Qué te pasa?‖, preguntaba Mondo. Intentaba calmarla
hablándola. ―Estoy aquí, no me voy a marchar, no quiero
irme.‖
El no veía la cara de Thi Chi, pero adivinaba que lloraba,
y que era por eso que temblaba. Thi Chin se apartó un poco
para que Mondo no notase rodar sus lágrimas.
―Discúlpame, soy una tonta‖, decía ella, pero su voz ni se
oía.
―No estés triste‖, decía Mondo. La llevó a la otra punta
del jardín. ―Ven, vamos a ver las luces de la ciudad en el
cielo.‖
Fueron hasta el lugar donde se podía ver un gran
resplandor rosa en forma de champiñón, por encima de los
árboles. En ese momento también pasaba un avión con sus
Luises parpadeando, y eso les hizo reír.
Después se sentaron el camino de grava, sin soltarse de la
mano. La pequeña mujer habia olvidado su tristeza y
hablaba de nuevo, en voz baja, sin pensar lo que decía.
Mondo también hablaba y el grillo seguía con su canto
estridente, en su escondite en medio de las hojas. Mondo y
Thi Chin se quedaron sentados mucho tiempo, hasta que
sus párpados empezaron a pesarles. Entonces se durmieron
en el suelo, y el jardín se movía lentamente, lentamente,
como el puente de un barco.
La última vez, fue a comienzos de verano. Mondo habia
partido al salir el sol, sin hacer ruido. Habia bajado por el
camino de las escaleras a través de la colina, sin prisas. Los
árboles y la hierba estaban cubiertos por el rocío, y habia
una especie de bruma sobre el mar. En las anchas hojas de
las enredaderas pegadas a los viejos muros, una gota de
agua estaba pegada y brillaba como un diamante. Mondo
acercó su boca, le dio la vuelta a la hoja y bebió la gota de
agua fresca. Eran gotas muy pequeñas, pero se derramaban
en su boca y en su cuerpo y le calmaban la sed. A cada lado
del camino, los muros de piedra seca ya estaban tibios. Las
salamandras habian salido de sus fisuras para ver la luz del
dia.
Mondo bajaba la colina hasta el mar e iba a sentarse en su
lugar en la desierta playa. No habia nadie mas a estas horas
que algunas gaviotas. Flotaban sobre el mar a lo largo de la
orilla, o volaban contoneándose sobre las piedras.
Entreabrían su pico para gemir. Volaban, daban la vuelta
en redondo, y reposaban algo más lejos. Las gaviotas
tenían siempre una extraña voz por las mañanas, como si se
llamasen antes de partir.
Cuando el sol estaba más alto en el cielo rosa, los faroles
se apagaban y se oía a la ciudad que empezaba a respirar.
Era un ruido lejano, que salía de entre las calles, de los
altos edificios, un ruido sordo que vibraba a través de los
guijarros de la playa. Los velomotores corrían por las
avenidas con su ruido ronroneante, conduciendo a hombres
y mujeres vestidos con anoraks y la cabeza escondida en
pasamontañas de lana.
Mondo se quedaba inmóvil en la playa, esperando que el
sol calentase el aire. Escuchaba el ruido de las olas sobre
los guijarros. Le gustaba esta hora porque no habia nadie
cerca del mar, solo el y las gaviotas. Entonces podía pensar
en todas aquellas personas de la ciudad a las que iba a
encontrar. Pensaba en ellos mirando el cielo y el mar, y era
como si las personas estuviesen a la vez muy lejos y muy
próximas, sentadas a su alrededor. Era como si bastase con
mirarlas para que existiesen, y después al dejar de mirarlas
ya no estaban.
Sobre la playa desierta, Mondo hablaba con la gente. Les
hablaba a su manera, sin palabras pero enviándoles ondas;
ellas iban hacia ellos, donde estuviesen, mezclándose con
los ruidos de las olas y con la luz, y las gentes las recibían
sin saber de donde provenían. Mondo pensaba en el Gitano,
en el Cosaco, en el reparador de sillas, en Rosa, en Ida la
panadera, en el campeón de las cometas o en el viejo que le
habia enseñado a leer, y todos le entendían. Ellos oían
como un silbido en sus orejas o como un ruido de avión, y
ladeaban un poco sus cabezas porque no entendían que
pasaba. Pero Mondo estaba contento de poder hablarles así,
y enviarles sus ondas del mar, del sol y del cielo.
Después Mondo iba, a lo largo de la playa, hasta la cabaña
de madera de la playa privada. Al pie del muro de
contención, buscaba las piedras sobre las que el viejo habia
grabado los dibujos de las letras. Hacia varios días que
Mondo no habia vuelto por aquí, y la sal y la luz habian
medio borrado los dibujos. Con un silex cortante, Mondo
redibujaba los signos sobre el borde del muro, para escribir
su nombre, así:
M
/ \
O
O
\ /
D—N
Para que el viejo viese su nombre, cuando viniese y
supiese que el habia venido.
Este dia no era como los otros, porque alguien faltaba en
la ciudad. Mondo buscaba al viejo mendigo de las palomas,
y su corazón latía más fuerte, porque ya sabía que no le
encontraría. Buscaba por doquier, calles y callejuelas, en la
plaza del mercado, delante de las iglesias. Mondo tenía
muchas ganas de verle. Pero durante la noche, habia pasado
la furgoneta gris, y los hombres de uniforme se habian
llevado al viejo Dadi.
Mondo continuaba buscando a Dadi por todas partes, sin
parar. Su corazón latía cada vez más fuerte mientras iba de
una a otra parte. Miraba por todas los sitios donde el viejo
mendigo tenía la costumbre de ir, en los rincones de las
cocheras, en las escaleras, cerca de las fuentes, en los
jardines públicos, en la entrada de los viejos edificios. A
veces veía sobre la acera un pedazo de periódico, y se
paraba para mirar a su alrededor, como si el viejo Dadi
fuese a venir a sentarse en el suelo.
Al final fue el Cosaco el que le dijo algo a Mondo.
Mondo se lo habia encontrado por la calle, cerca del
mercado. Avanzaba con dificultas, apoyándose en la pared,
porque estaba completamente ebrio. La gente se paraba y le
miraban riéndose. Había perdido hasta su pequeña
acordeón negra, alguien se la habia robado mientras digería
su vino. Cuando Mondo le preguntó donde estaba el viejo
Dadi y sus palomas, le miró un momento sin comprender,
con los ojos vacíos. Después solamente gruñó:
―No se…Se lo han llevado esta noche…‖
―¿Donde se lo han llevado?‖
―No lo se…Al hospital…‖
El cosaco hacía grandes esfuerzos para marcharse.
―¡Esperad! ¿Y las palomas? ¿También se las han
llevado?‖
―¿Las palomas?‖
El Cosaco no le entendía.
―¡Los pájaros blancos!‖
―Ah, si, no lo se…‖ El Cosaco levantaba los hombros.
―No se que han hecho con sus palomas… Tal vez se las
quieran comer…‖
Y continuó avanzando, titubeando, a lo largo de la pared.
Entonces, súbitamente, Mondo habia notado un gran
cansancio. Quería volver a sentarse al borde del mar, en la
playa, a dormir.
Pero estaba demasiado lejos, no tenía fuerzas. Tal vez es
que hacía mucho tiempo que no comía bien, o tal vez fuese
el miedo. Tenía la impresión que todos los ruidos
resonaban en su cabeza y que la tierra se movía bajo sus
pies.
Mondo habia buscado un lugar en la calle, sobre la acera,
se había sentado allí, la espalda apoyada en la pared. Ahora
esperaba. Un poco más lejos estaba el almacén del
vendedor de muebles, con un gran escaparate que reflejaba
la luz. Mondo seguía sentado, sin moverse, no veía ni las
piernas de la gente que iba delante de el y que a veces se
paraba. No escuchaba las voces que le hablaban. Notaba
una especie de adormecimiento que invadía todo su cuerpo,
que subía como un frío, que volvía insensibles sus labios e
impedía moverse a sus ojos.
Su corazón ya no latía tan fuerte; estaba lejos y muy débil
y se movía lentamente en su pecho como si estuviese a
punto de pararse.
Mondo pensaba en todos sus escondites, todos los que
conocía, al borde del mar, en las rocas blancas, entre los
rompeolas, o en el jardín de la Casa de la Luz Dorada.
Pensaba también en el barco Oxyton que se movía para
desatarse del muelle, porque se quería ir hasta el mar Rojo.
Pero, al mismo tiempo, era como si no pudiese abandonar
este lugar, sobre la acera, contra este trozo de pared, como
si sus piernas no pudiesen volver a andar.
Cuando la gente le hablaba, Mondo no había levantado la
cabeza. Estaba inmóvil, sobre la acera, con la frente
apoyada sobre sus brazos. Ahora, las piernas de la gente se
habían parado delante de el, y formaban un semicírculo
como cuando el Gitano daba su representación pública.
Mondo pensaba que sería mejor que se fuesen, de seguir su
camino. Miraba todos esos pies parados, los gruesos
zapatos de cuero negro de los hombres, las sandalias de
altos tacones de las mujeres. Oía sus voces que hablaban
por encima de él, pero no llegaba a entender lo que decían.
―…Telefonear…‖, decían las voces. ¿Telefonear a quien?
Mondo pensaba que se había vuelto un perro, un perro
viejo con el pelo leonado que dormía acurrucado en un
rincón de la acera. Nadie podía verle, nadie podía prestar
atención a un viejo perro amarillo. El frío seguía subiendo
a lo largo de su cuerpo, lentamente por sus miembros, por
su vientre, hasta la cabeza.
Entonces la furgoneta gris del Ciapacan había venido.
Mondo la había oido llegar, en su somnolencia, había oido
los frenos y las puertas que se abrían. Pero no le importaba
nada. Las piernas de la gente se habían retirado un poco, y
Mondo había visto los pantalones azul marino y los zapatos
negros con las gruesas suelas que se le acercaban.
―¿Estás enfermo?‖
Mondo escuchaba las voces de los hombres uniformados.
Resonaban como a miles de kilómetros.
―¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?‖
―Vas a venir con nosotros, ¿quieres?‖
Mondo pensaba en las colinas que ardían por doquier
alrededor de la ciudad. Era como si estuviese sentado al
borde de la carretera, y viese los campos abrasados, las
grandes llamaradas rojas, y que notase el olor de la resina y
del humo blanco que subía hacia el cielo; veía incluso los
camiones rojos de los bomberos parados entre la maleza y
las largas mangueras que se desenrollaban.
―¿Puedes andar?‖
Las manos de los hombres llevaban a Mondo sobre los
hombros, como un fardo ligero, y le llevaban hacia la
furgoneta con las puertas traseras abiertas. Mondo notaba
sus piernas tropezar contra el suelo, contra los escalones
del estribo, pero era como si le fuesen extrañas, piernas de
pelele hechas de madera con tornillos. Después las puertas
se cerraron de un golpe, y la furgoneta empezó a rodar a
través de la ciudad. Fue la última vez.
Dos días después, la pequeña mujer vietnamita entraba en
el despacho del comisario de policía. Estaba pálida y con
sus ojos cansados porque no habia dormido. Habia
esperado a Mondo dos noches, y durante el día lo había
buscado por toda la ciudad. El comisario la miraba sin
curiosidad.
―¿Es usted una pariente?‖
―No, no‖, decía Thi Chin. Buscaba las palabras. ―Soy una
– una amiga.‖
Parecía aún más pequeña, casi una niña a pesar de las
arrugas de su cara.
―¿Usted sabe donde está?‖
El comisario la miraba sin apresurarse en contestar.
Al final le decía, ―Está en la Asistencia Pública‖.
La pequeña mujer repetía, como si no entendiese:
―En la asistencia pública…‖
Después ella casi gritaba:
―¡Pero no es posible!‖
―¿Qué es lo que no es posible?‖, preguntaba el comisario.
―Pero, ¿porqué? ¿Qué es lo que ha hecho?‖
―Nos ha dicho que no tenía familia, y entonces le hemos
llevado allí.‖
―¡Es imposible!‖, repetía Thi Chin. ―Usted no se da
cuenta…‖
El comisario la miró con dureza.
―Es usted la que no se da cuenta, señora‖, decía el; ―Un
chico sin familia, sin domicilio, que vivía por las calles con
los vagabundos, los mendigos, ¡tal vez con alguien peor
aún! ¡Que vivía como un salvaje, comiendo cualquier cosa,
durmiendo en cualquier parte! De alguna manera ya
sabíamos del caso, la gente se quejaba, y hacía algún
tiempo que se le buscaba, pero era travieso, ¡se ocultaba
durante un tiempo! Ya era hora que todo esto acabase.‖
La pequeña mujer miraba fijamente ante si, y su cuerpo
temblaba. El comisario se ablandó un poco.
―¿Usted se ha ocupado de el, señora?‖
Thi Chin decía que si con la cabeza.
―Óigame, si usted se quiere encargar de este chico, si
usted quiere que se lo den en custodia, es algo que puede
arreglarse.‖
― En necesario que el salga de…‖
―Por el momento, el debe quedarse con la Asistencia hasta
que su estado mejore. Si usted quiere encargarse de el,
habrá que poner una demanda, establecer un dossier, esto
no se hace de hoy para mañana.‖
Thi Chin buscaba palabras en su cabeza, sin poder decir
ninguna.
―Por el momento, hay que dejar trabajar a la
Administración. Este chico, ¿Cómo se llama?‖
―Mondo‖, dijo Thi Chin. ―Yo…‖
―Este chico está en observación. Tiene que curarse. Nos
vamos a ocupar de el en la asistencia, vamos a abrirle un
expediente. ¿Usted sabe que a su edad no sabe ni leer ni
escribir, y que no ha ido jamás a una escuela?‖
Thi Chin probaba de hablar pero su voz se quedaba
ahogada.
―¿Puedo verle?‖, pidió ella.
―Si, claro que si.‖ El comisario se levantó. ―Dentro de
unos días, cuando esté en buenas condiciones, usted podrá
verle, pedirá permiso al director.‖
―Pero, ¡hoy!‖, decía Thi Chin. Volvía a gritar y su voz se
enronquecía. ―¡Es hoy, es hoy que necesito verle!‖
―¡No! Es del todo imposible. ¡Usted no le puede ver hasta
dentro de cuatro o cinco días!‖
―¡Se lo ruego! ¡Es muy importante para el ahora!‖
El comisario acompañó a Thi Chin a la puerta.
―No antes de cuatro o cinco días‖
En el momento de abrir la puerta cambió de parecer.
―Déme su nombre y su dirección, para que la pueda
encontrar‖
Lo anotó en una vieja libreta.
―Bien. Llámeme dentro de dos días para empezar el
expediente.‖ Pero al dia siguiente el comisario fue a casa
de Thi Chin. Había abierto el portal y habia seguido por el
camino de grava hasta la puerta.
Cuando Thi Chin abrió, entró, casi a la fuerza, y miró el
interior del gran salón.
―Su Mondo‖, empezó.
―¿Qué le ha pasado?‖, preguntó Thi Chin. Estaba aún más
pálida que el otro día, y sus ojos estaban mirando a la cara
del policía con temor.
―Se ha ido.‖
―¿Ido?‖
―¡Si, ido, desaparecido, evaporado!‖
Por encima de la cabeza de Thi Chin, el policía escrutaba
el interior de la casa.
―¿No le ha visto usted? ¿No ha venido aquí?‖
―¡No!‖, gritó Thi Chin.
―Ha prendido fuego a su colchón, en la enfermería, y con
el alboroto ha aprovechado para escapar. ¿Pensé que usted
le hubiese visto pasar?‖
―¡No, no!‖, gritaba aún Thi Chin. Ahora sus oblicuos ojos
brillaban de rabia. El comisario reculó ante ella.
―Escúcheme, he venido en seguida a advertirla. Hay que
encontrar a ese chico antes de que haga mas desgracias.‖
El comisario bajaba los peldaños de la escalinata en media
luna.
―¡Si vuelve por su casa, notifíquemelo!‖
Ya se iba por el sendero de grava hacia el portal.
―¡Ya se lo dije el otro día. Es un salvaje!‖
Thi Chin no se movía del dintel de la puerta. Sus ojos se
llenaron de lágrimas y su garganta estaba tan agarrotada
que ni respiraba siquiera.
―¡Usted no ha entendido nada, nada de nada!‖ Hablaba en
voz baja, para si misma, mientras el comisario de policía
empujaba el portal y bajaba a grandes zancadas por el
camino de escaleras hacia su negro coche.
Entonces Thi Chin se sentó en los escalones blancos y se
quedó inmóvil mucho tiempo, sin mirar la luz dorada que
estaba llenando el gran salón vacío, sin oír el canto
estridente del grillo escondido. Lloraba un poco, sin darse
cuenta, y las lágrimas resbalaban gota a gota por la punta
de su nariz y caían sobre su delantal azul. Sabía que el niño
de los cabellos color ceniza no volvería, ni mañana ni
ningún otro día. El verano iba a comenzar y sin embargo
era como si hiciese frío. Todos aquí, en nuestra ciudad,
habíamos notado eso. La gente continuaba yendo y
viniendo, vendiendo y comprando, los automóviles
continuaban rodando por las calles y las avenidas, haciendo
mucho ruido con sus motores y sus cláxones. De vez en
cuando, en el cielo azul, un avión pasaba dejando tras de si
una larga estela blanca. Los mendigos seguían
mendigando, en los rincones de las paredes, en la puerta de
la alcaldía y de las iglesias. Pero ya no era igual. Era como
si existiese una nube invisible que cubría la tierra, que
impedía a la luz llegar entera.
Las cosas ya no eran las mismas. Por otra parte, algún
tiempo después, el Gitano fue arrestado por la policía, un
día donde se percataron que también prestidigitaba en los
bolsillos de los viandantes. El Cosaco era un borracho, que
ni era cosaco, ya que había nacido en Auvernia. Giordan, el
Pescador. Rompía sus redes en el rompeolas, y no iría
nunca a Eritrea ni a ninguna otra parte. El viejo Dadi al
final salió del hospital, pero nunca volvió a encontrar sus
palomas, y en su lugar compró un gato. El pintor del
domingo no había conseguido pintar el cielo, y habia
empezado de nuevo a pintar marinas y naturalezas muertas,
y al chiquillo del jardín público le habian robado su
precioso triciclo rojo. En cuanto al viejo de la cara de
indiano, habia seguido rastrillando su trozo de playa, sin
parir para las orillas del Ganges. En la punta de la soga,
atado en la anilla oxidada del muelle, el barco Oxyton se
quedó solo balanceándose sobre el agua del puerto, en
medio de manchas de gasoil, sin nadie que viniese a
sentarse en su popa para cantarle una canción.
Los años, los meses y los días, transcurrían ahora sin
Mondo, pues era un tiempo a la vez muy largo y muy corto,
aquí, en nuestra ciudad, esperando a alguien si osar decirlo.
Sin darnos cuenta, a menudo, nosotros lo hemos buscado
entre la multitud, por los rincones de las calles, ante una
puerta. Hemos mirado los guijarros blancos en la playa, y
el mar que parece un muro. Después lo hemos ido
olvidando.
Un día, mucho tiempo después, la pequeña mujer
vietnamita paseaba por su jardín, en lo alto de la colina. Se
sentó sobre el macizo de laurel donde habian muchos
mosquitos atigrados que revoloteaban por el aire, y habia
recogido una especie de piedra pulida por el mar. Sobre el
costado del guijarro había visto grabados unos signos,
medio borrados por el polvo. Con cuidado, y con el
corazón palpitándole deprisa, había limpiado de polvo con
una punta de su delantal y había visto dos palabras escritas
en letras mayúsculas mal hechas:
SIEMPRE MUCHO
______________________________________________
LULLABY
1
El día en que Lullaby decidió no ir más a la escuela, era
aún muy temprano por la mañana, a mediados de octubre.
Salió de su cama, atravesó descalza su habitación y apartó
un poco las cortinas para mirar fuera. Hacía mucho sol y,
asomándose un poco podía ver un trozo de cielo azul.
Abajo, en la acera, tres o cuatro palomas saltironaban, con
las plumas desgreñadas por el viento. Por encima de los
techos de los coches parados, el mar era de un azul oscuro
y había un velero blanco que avanzaba con dificultad.
Lullaby miró todo eso, y se sintió aliviada de haber
decidido de no volver a la escuela.
Volvió hacia el centro de la habitación, se sentó ante su
mesa y sin encender la luz empezó a escribir una carta.
Buenos días, querido papá,
hace buen día hoy, el cielo está
como a mi me gusta, muy azul. Querría
que estuvieses aquí para ver el cielo. El mar
también está muy azul. Pronto llegará el
invierno. Es otro año muy largo
que empieza. Espero que puedas
venir pronto porque no se
si el cielo y el mar te podrán esperar
mucho tiempo. Esta mañana, cuando me he
despertado (ya hace más de una hora)
he creído que estaba de nuevo en Estambul.
Me gustaría cerrar de nuevo los ojos y cuando los
reabriese sería de nuevo como en
Estambul. ¿Te acuerdas? Habías comprado
dos ramos de flores, uno para mi y
otro para sor Lorenza. Grandes flores
blancas que olían mucho (¿por eso
les llaman aromas? ). Olían
tan fuerte que tuvimos que ponerlas en
el cuarto de baño. Me habías dicho que se podía beber
agua de dentro, y yo fui
al baño y bebí mucho rato,
Y mis flores se mustiaron. ¿Te
acuerdas?
Lullaby paró de escribir. Mordisqueó un momento el
extremo de su Bic azul, mirando la hoja de papel de
escribir. Pero no leía. Miraba solamente el blanco del
papel, i pensó que iba a aparecer alguna cosa, como pájaros
en el cielo, o como un pequeño barco blanco que pasase
lentamente.
Miró el despertador sobre la mesa: las ocho y diez. Era un
pequeño despertador de viaje, forrado de piel de lagarto
negro al que solo había que darle cuerda cada ocho días.
Lullaby escribió sobre la hoja de papel de cartas.
Querido papá, me gustaría mucho que
vinieses a llevarte el despertador. Tu me
lo habías dado cuando yo fui a Teherán
y mamá y sor Lorenza habían dicho que
era muy bonito. Yo también lo encuentro
muy bonito, pero creo que ahora ya no
me servirá de mucho. Es por lo que querría
que vinieses a llevártelo. Te volverá a ser útil
de nuevo. Va muy bien. No se
oye ni de noche.
Metió la carta en un sobre por avión. Antes de cerrar el
sobre, buscó cualquier cosa para meter dentro. Pero sobre
la mesa no había nada más que papeles, libros y migajas de
bizcocho. Entonces ella escribió la dirección en el sobre.
Señor Paul Ferlande
P.R.O.C.O.M.
84, Avenida Ferdowsi
Teherán
Irán
Dejó el sobre al borde de la mesa y se fue deprisa al baño
para lavarse los dientes y la cara. Tenía ganas de tomar una
ducha fría, pero temió que el ruido no despertase a su
madre. Siempre descalza, volvió a su cuarto. Se vistió
apresuradamente, con un pulóver de lana verde, un
pantalón de terciopelo oscuro, y una cazadora marrón.
Después se calzó los calcetines y sus botas altas con la
suela de crepé. Peinó sus cabellos rubios sin mirarse al
espejo, metió en su bolsa todo lo que encontró a su
alrededor, sobre la mesa y sobre la silla: rojo de labios,
pañuelos de papel, bolígrafo, llaves, tubo de aspirinas. No
sabía exactamente lo que iba a poder necesitar, y echó en
desorden lo que veía en la habitación: un fular rojo hecho
un ovillo, un viejo porta fotos en moleskine, una navaja, un
perro pequeño de porcelana, En el armario abrió una caja
de zapatos y cogió un montón de cartas. En otra caja
encontró un gran dibujo que dobló y metió en su bolso
junto con las cartas. En el bolsillo de su impermeable
encontró algunos billetes de banco y un puñado de
monedas que metió también en su bolso. En el momento de
salir, volvió sobre sus pasos y cogió la carta que acababa de
escribir. Abrió el cajón de la izquierda, y buscó entre los
objetos y los papeles hasta que encontró una pequeña
armónica en la que estaba escrito
ECHO
Super Vamper
MADE IN GERMANY
Y, grabado con la punta de un cuchillo
david
Miró la armónica un segundo, y la dejó caer en la bolsa,
se la puso en bandolera sobre su hombro derecho y salió.
Afuera, el sol calentaba, el cielo y el mar brillaban.
Lullaby buscó con los ojos a las palomas, pero habían
desaparecido. A lo lejos, cerca del horizonte, el velero
blanco se movía lentamente, colgado sobre el mar.
Lullaby notó palpitar muy fuerte su corazón. Se movía y
hacía ruido en su pecho. ¿Por qué estaba así? Tal vez era
toda la luz del cielo que la emborrachaba. Lullaby se paró
junto a la balaustrada, apretando muy fuerte sus brazos
contra el pecho. Dijo incluso entre dientes, un poco
enfadada:
―¡Me molesta esto!‖
Después reemprendió su camino intentando no prestarle
más atención.
La gente iba a trabajar. Iban rápido en sus coches, a lo
largo de la avenida, en dirección al centro de la ciudad. Los
velomotores hacían la carrera con ruidos de rodamientos a
bolas. En los autos nuevos con los cristales cerrados, la
gente tenía prisa. Cuando pasaban se volvían un momento
para mirar a Lullaby. Incluso había algún hombre que le
daban pequeños toques de claxon, perro Lullaby ni les
miraba.
Ella también iba deprisa a lo largo de la avenida, sin hacer
ruido con sus suelas de crepe. Iba en dirección opuesta,
hacia las colinas y las rocas. Miraba el mar entornando sus
ojos porque no había pensado en coger sus gafas de sol. El
velero blanco parecía llevar su misma ruta, con su gran
vela isósceles henchida por el viento. Mientras caminaba;
Lullaby miraba el mar y el cielo azules, la vela blanca, y las
rocas del cabo, y estaba muy contenta de haber decidido no
volver más a la escuela. Todo era tan hermoso que era
como si la escuela no hubiese existido nunca.
El viento soplaba en sus cabellos y los enmarañaba, un
viento frío que picaba en los ojos y enrojecía la piel de sus
mejillas y de sus manos. Lullaby pensaba que era bueno
andar así, al sol y con el viento, sin saber donde iba.
Cuando salió de la ciudad, llegó ante el camino de los
contrabandistas. El camino empezaba en medio de un
bosquecillo de pinos parasoles y bajaba a lo largo de la
costa hasta las rocas. Aquí, el mar era aún más bonito,
intenso, lleno de luz.
Lullaby avanzaba por el camino de los contrabandistas, y
vio que el mar estaba más agitado. Las olas pequeñas
rompían contra las rocas, se lanzaban unas contra otras, se
hundían, volvían. La joven se detuvo en las rocas para oír
el mar. Conocía bien su rumor, el agua que chapotea y se
rompe, después se junta haciendo explotar el aire, le
gustaba todo esto, pero hoy era como si lo oyese por
primera vez. Solo estaban las rocas blancas, el mar, el
viento y el sol. Era como estar en un barco, lejos, allá
donde viven los atunes y los delfines.
Lullaby no pensaba ya en la escuela. El mar es así: borra
las cosas de la tierra porque ella es lo que hay más
importante del mundo. El azul, la luz eran inmensas, el
viento, los ruidos violentos y dulces de las olas, y el mar
parecía un gran animal a punto de mover su cabeza y de
azotar el aire con su cola.
Entonces Lullaby se encontraba bien. Permanecía sentada
sobre una roca plana, al borde del camino de los
contrabandistas, y miraba. Veía el horizonte limpio, la línea
negra que separa el mar del cielo. Ya no pensaba en las
calles, en las casas, en los coches, en las motocicletas.
Se quedó bastante tiempo sobre su roca. Después
reemprendió la marcha a lo largo del camino. Ya no había
más casas, las últimas villas quedaban tras ella. Lullaby se
volvió para verlas y le pareció que tenían un aspecto
extraño, con sus contraventanas cerradas sobre sus blancas
fachadas, como si durmiesen. Aquí ya no había más
jardines. Entre la rocalla, plantas crasas extrañas, bolas
erizadas de pinchos, pencas amarillas cubiertas de
cicatrices, aloes, zarzas, lianas. Nadie vivía aquí. Solo
habían lagartos que corrían por entre los bloques de rocas,
y dos o tres avispas que volaban por encima de las hierbas
que huelen a miel.
El sol brillaba con fuerza en el cielo. Las rocas blancas
chisporroteaban, y la espuma deslumbraba como la nieve.
Se era feliz aquí, como en el fin del mundo. No se esperaba
nada y no se necesitaba a nadie. Lullaby miró el cabo que
se agrandaba ante ella, el acantilado roto a pico sobre el
mar. El camino de los contrabandistas llegaba hasta un
bunker alemán, y había que bajar a lo largo de un sendero
estrecho, bajo la tierra. En el túnel, el aire frió hizo
estremecer a la joven. El aire era húmedo y oscuro como en
el interior de una gruta. Los muros de la fortaleza olían a
moho y a orina. Del otro lado del túnel se desembocaba
sobre una plataforma de cemento rodeada de un muro bajo.
Algo de hierba subía por las fisuras del suelo
Lullaby cerró los ojos, deslumbrada por la luz. Estaba
completamente de cara al mar y al viento.
De pronto, sobre el muro de la plataforma, ella apreció los
primeros signos. Estaba escrito con tiza, con grandes letras
irregulares que decían solamente:
―ENCONTRADME”
Lullaby miró un momento a su alrededor, después dijo a
media voz:
―Si, ¿pero quien eres tu?‖
Una gran golondrina blanca pasó por encima de la
plataforma chillando.
Lullaby se encogió de hombros y continuó su camino. Era
más difícil ahora, porque el camino de los contrabandistas
había sido destruido, quizás durante la última guerra por los
que habían construido el bunker. Había que escalar y saltar
de una roca a otra, con la ayuda de las manos para no
resbalar. La costa era cada vez más escarpada, allí abajo, al
fondo, Lullaby veía el agua profunda, color esmeralda, que
rompía contra las rocas.
Por suerte ella sabía andar bien por las rocas, era
precisamente lo que mejor sabia hacer. Había que calcular
muy deprisa con la vista, ver los mejores lugares, las rocas
que eran como escaleras o trampolines, adivinar los
caminos que conducían hacia arriba: había que evitar los
callejones sin salida, las piedras friables, las grietas, los
matorrales de espinas.
Tal vez era un trabajo para la clase de matemáticas.
―Siendo que una roca tiene un ángulo de 45º y otra roca
distante 2.50 metros de una mata de retama, ¿por donde
pasará la tangente?‖ Las rocas blancas semejan a pupitres,
y Lullaby imagina la severa figura de Mlle. Lorti
dominando la escena sobre de una gran roca de forma
trapezoidal, dando la espalda al mar. Pero tal vez no era
realmente un problema para la clase de matemáticas. Aquí
había que calcular ante todo los centros de gravedad.
―Trazad una línea perpendicular a la horizontal para indicar
claramente la dirección‖, decía M. Filippi. Estaba de pié,
en equilibrio sobre una roca colgada y sonreía con
indulgencia. Sus cabellos blancos producían una corona
con la luz del sol, y tras sus gafas de miope, sus ojos azules
brillaban extrañamente.
Lullaby estaba contenta descubriendo que su cuerpo
encontraba tan fácilmente la solución de los problemas. Se
inclinaba hacia delante, hacia atrás, se balanceaba sobre
una pierna, saltaba con agilidad, y sus pies aterrizaban
exactamente en el lugar elegido.
―Está muy bien, muy bien, señorita‖, decía la voz de M.
Filippi en su oído. ―La física es una ciencia de la
naturaleza, no lo olvide nunca. Continúe así, está usted en
el buen camino.‖
―Si, ¿pero para ir adonde?‖, murmuraba Lullaby.
En efecto, ella no sabía demasiado bien donde la conducía
todo esto. Para recuperar la respiración, se paró y miró al
mar, pero allí también había un problema, pues había que
calcular el ángulo de refracción de la luz del sol sobre la
superficie del agua.
―No llegaré nunca‖, pensó.
―Vamos, aplique las leyes de Descartes‖, decía la voz de
M.Filippi en su oído.
Lullaby se esforzaba por recordar.
―El rayo refractado…‖
―…se queda siempre en el plano de incidencia‖, decía
Lullaby.
Filippi:
―Bien. ¿Segunda ley?‖
―Cuando crece el ángulo de incidencia, el ángulo de
refracción crece y el producto de los senos de estos ángulos
es constante.‖
―Constante‖, decía la voz. ―¿Y?‖
―Seno i/seno r = Constante.‖
―¿Índice de agua/aire‖
―1,33‖
―¿Ley de Foucault?‖
―El índice de un medio en relación a otro es igual a la
relación de la velocidad del primer medio sobre la del
segundo.‖
―¿De donde?‖
―N2/1= v1/v2‖
Pero los rayos del sol brotaban sin cesar del mar, y se
pasaba tan rápido del estado de refracción al estado de
reflexión total, que Lullaby no llegaba a hacer los cálculos.
Pensó que escribiría después a M.Filippi para pedírselos.
Hacía mucho calor. La joven buscó un lugar donde poder
bañarse. Encontró un poco más lejos una minúscula caleta
donde había un embarcadero en ruinas. Lullaby bajó hasta
el borde del agua y se desnudó.
El agua estaba muy transparente, fría. Lullaby. Lullaby se
zambulló sin pensar, y notó como el agua cerraba los poros
de su piel. Nadó un gran trecho bajo el agua, con los ojos
abiertos. Después se sentó sobre el cemento del
embarcadero para secarse. Ahora el sol estaba en su cenit y
la luz ya no reverberaba. Brillaba mucho dentro de las
gotitas pegadas a la piel de su vientre y sobre el fino vello
de sus muslos.
El agua fría le había sentado bien. Le había lavado las
ideas de su cabeza, y la joven ya no pensaba más en
problemas de tangentes ni en los índices absolutos de los
cuerpos. Tenía ganas de escribir una carta a su padre.
Buscó el bloc de papel por avión en su bolso y empezó a
escribir con el bolígrafo empezando por el final de la
página. Sus manos mojadas dejaban huellas sobre la hoja.
― LLBY
Te besa
¡Ven pronto a verme donde estoy!‖
Después escribió en medio de la hoja:
―Es posible que haga alguna tontería.
Lo hago sin querer. Tengo verdaderamente
la impresión de estar en una cárcel. No
te lo puedes imaginar. En fin, es posible que
sepas ya todo esto pero tú tienes el valor
de quedarte, yo no. Imagínate todas estas paredes,
¡Tantas que no las podrías contar, con alambres de
espinos,
Rejas, barrotes en las ventanas!
¡Imagínate el patio con todos esos árboles que
yo detesto, castaños, tilos,
plátanos. Los plátanos sobre todo son
espantosos, pierden su piel, se diría
que están enfermos!‖
Algo mas arriba escribió:
Sabes, hay tantas cosas que
querría .Tantas, tantas, tantas
cosas que querría, no se si
te las podría decir. Son cosas que
aquí faltan, las cosas que yo quería
volver a ver de nuevo. La hierba verde, las flores,
los pájaros, los ríos. Si estuvieses aquí, me
podrías hablar y las vería aparecer a mi alrededor,
pero en el Liceo no hay
nadie que sepa hablar de estas cosas.
¡Las chicas son tontas hasta decir basta! ¡Los chicos
son necios! ¡Solo les gustan sus motos y sus
camisetas!‖
Ella volvió arriba del todo de su página.
¡Buenos días, querido papá! Te escribo desde una
pequeña playa, es realmente tan pequeña
que creo que es una playa de una sola persona,
con un embarcadero en ruinas sobre el que
estoy sentada (acabo de darme un buen baño).
El mar querría comerse la pequeña playa,
envía pequeños lengüetazos hasta
el fondo, y ¡no hay manera de estar seca! Va a
haber muchas manchas de agua del mar en mi
carta, espero que eso te guste. Estoy completamente
sola aquí, pero me lo paso bien. Ya no voy a
volver más al liceo, está decidido,
acabado. No pienso volver nunca, incluso
si me encierran. Al fin y al cabo, no podría
ser peor.‖
Ya no quedaba más espacio libre en la hoja de papel.
Entonces Lullaby se distrajo en rellenar los huecos uno tras
otro, escribiendo palabras, finales de frase, al azar:
―El mar es azul‖
―Sol‖
―Envía orquídeas blancas‖
―La cabaña de madera, lástima que no esté aquí‖
―Escríbeme‖
―Pasa un barco, ¿Dónde va?‖
―Querría estar en una gran montaña‖
―Dime como es la luz en tu casa‖
―Háblame de los pescadores de coral‖
―¿Cómo está Sloughi?‖
Cerró los últimos espacios en blanco con palabras:
―Algas‖
―Espejo‖
―Lejos‖
―Luciérnagas‖
―Rallye‖
―Balancín‖
―Coriandro‖
―Estrella‖
Después plegó la carta y la metió en el sobre, con una
hoja de hierba que olía a miel.
Cuando subió a través de las rocas, vio por segunda vez
los extraños signos escritos con tiza sobre las rocas.
También había flechas, para indicar el camino a seguir.
Sobre una gran piedra blanca, leyó:
―¡NO DESFALLEZCAIS!‖
Y un poco más lejos:
―TAL VEZ ACABE EN COLA DE PESCADO‖
Lullaby miró de nuevo a su alrededor, pero no había nadie
en las rocas en lo que alcanzaba la vista. Entonces ella
continuó su camino. Escaló, bajó, saltó por encima de las
brechas, y al final llegó a la punta del cabo, allí donde
estaba una plataforma de piedras y la casa griega.
Lullaby se paró, maravillada. Nunca había visto una casa
tan bonita. Estaba construida en medio de rocas y de
plantas crasas, de cara al mar, cuadrada y sencilla con una
veranda sostenida por seis columnas, y se parecía a un
templo en miniatura. Era de un blanco deslumbrante,
silenciosa, agazapada contra el abrupto acantilado que la
resguardaba del viento y de las miradas.
Lullaby se acercó lentamente a la casa, palpitándole muy
fuerte el corazón. No había nadie, y debía de hacer años
que estaba abandonada, porque las hierbas y las lianas
habían invadido la veranda, y las enredaderas estaban
rodeando las columnas.
Cuando Lullaby estuvo muy cerca de la casa, vio que
había una palabra grabada encima de la puerta, en la
escayola del peristilo:
XAPIEMA
Lullaby leyó el nombre en voz alta, y pensó que nunca
ninguna casa había tenido un nombre tan bonito.
Una cerca de hierro oxidado rodeaba la casa. Lullaby
siguió la valla para encontrar una puerta. Llegó a un sitio
donde la valla estaba levantada y es por donde pasó a
cuatro patas. No tenía miedo. Lullaby anduvo por el jardín
hasta la escalera de la veranda, y se paró ante la puerta de
la casa. Después de unos segundos de duda, empujó la
puerta. El interior estaba oscuro, tuvo que esperar a que sus
ojos se habituasen. Entonces vio una sola estancia con las
paredes desmoronadas, con el suelo cubierto de deshechos,
de trapos viejos y de periódicos. El interior de la casa
estaba frío. Las ventanas no habían sido abiertas en años.
Lullaby probó de abrir las contraventanas, pero estaban
trabados. Cuando sus ojos estuvieron por fin acomodados a
la penumbra, Lullaby vio que ella no era la única que había
entrado. Las paredes estaban cubiertas de graffiti y de
dibujos obscenos. Esto la encolerizó, como si la casa fuese
realmente suya. Con un trapo intentó borrar los graffiti.
Después salió a la veranda, y cerró tan fuerte la puerta que
el pomo se rompió y estuvo a punto de caerse.
Pero por fuera la casa era muy bella. Lullaby se sentó en
la veranda, apoyada la espalda contra una columna y miró
el mar que tenía delante. Se estaba bien así, con solo el
ruido del agua y del viento que soplaba entre las blancas
columnas. Entre los troncos, el cielo y el mar parecían no
tener límites. No estaban sobre el suelo, aquí, no habían
raíces. La joven respiraba lentamente, la espalda bien
derecha y la nuca apoyada contra la tibia columna, y cada
vez que el aire entraba en sus pulmones, era como si se
elevase sobre el cielo puro, por encima del disco del mar.
El horizonte era un hilo delgado que se curvaba como un
arco, la luz enviaba sus rayos rectilíneos, y se estaba en
otro mundo, en los bordes del prisma.
Lullaby oyó una voz que venía en el viento, que hablaba
cerca de sus oídos. No era la voz de M.Filippi, pero era una
voz muy mayor, que había atravesado el cielo y el mar. La
voz, dulce y algo grave, resonaba a su alrededor, el la luz
cálida, y repetía su nombre de antaño, el nombre que su
padre le había puesto un día, antes de que se durmiese.
―Ariel…Ariel…‖
Al comienzo muy dulcemente, después cada vez más alto,
Lullaby cantaba la canción que no había olvidado después
de tantos años:
“Where is the bee Sacks, there suck I;
In the cowslip’s bell I lie:
There I couch when the owls do cry.
On the bat’s back I do fly
After summer merrily:
Merrily, merrily shall I live now,
Under the blossom that hangs on the bough.”
Su voz clara iba libre por el espacio, la llevaba por encima
del mar. Veía todo, por encima de las costas brumosas, por
encima de las ciudades y de las montañas. Veía la ancha
carretera del mar, donde avanzan las filas de olas, veía todo
hasta la otra orilla, la ancha banda de tierra gris y oscura
donde crecen los bosques de cedros, y más lejos todavía,
como un espejismo, la cúspide nevada del Kuhha-Ye
Alborz.
Lullaby permaneció mucho rato sentada apoyada contra la
columna, mirando el mar y cantando para si misma las
palabras de la canción de Ariel, y otras canciones que su
padre había inventado. Ella se quedó hasta que el sol
estuvo cerca del hilo del horizonte y que el mar se volvió
violeta. Entonces abandonó la mansión griega, y volvió al
camino de los contrabandistas en dirección a la ciudad.
Cuando llegó al lado del bunker, vio a un chiquillo que
venía de pescar. Se volvió a esperarle.
―¡Buenas tardes!‖ dijo Lullaby.
―¡Salud!‖ dijo el chiquillo.
Tenía la cara seria y sus ojos azules estaban ocultos por
unas gafas. Llevaba una larga caña y una bolsa de pesca, y
llevaba anudados sus zapatos alrededor del cuello para
andar.
Hicieron el camino juntos, charlando un poco. Cuando
llegaron al final del camino, como aun quedaban unos
minutos de luz, se sentaron en las rocas a contemplar el
mar. El chiquillo se calzó sus zapatos. Le contó a Lullaby
la historia de sus gafas. Dijo que un día, hacía algunos
años, había querido mirar un eclipse de sol y que después el
sol se quedó marcado en sus ojos.
Durante ese tiempo el sol se ocultó. Vieron encenderse el
faro, después los faroles y las luces de posición de los
aviones. El agua se volvía negra. Entonces, el chiquillo de
las gafas se levantó el primero. Recogió su caña y su bolsa
de pesca y le hizo una seña a Lullaby antes de irse.
Cuando ya estaba algo lejos, Lullaby le gritó:
―¡Hazme un dibujo mañana!‖
El chiquillo asintió con la cabeza.
2
Ya hacía varios días que Lullaby iba a la casa griega. Le
gustaba el instante en que, después de haber saltado sobre
todas esas rocas, sin aliento de haber corrido y escalado por
todas partes, y un poco embriagada de viento y de luz, veía
surgir contra la pared del acantilado la silueta blanca y
misteriosa que se asemejaba a un barco amarrado. Era todo
muy bonito estos días, el cielo y el mar eran azules, y el
horizonte era tan claro que se veía la cresta de las olas.
Cuando Lullaby llegaba ante la casa, se paraba, y su
corazón latía mas fuerte y más deprisa, y notaba un extraño
calor en sus venas, porque seguramente había algún secreto
en este lugar.
El viento giraba de golpe, y ella notaba toda la luz del sol
que la arropaba dulcemente, que electrizaba su piel y sus
cabellos. Respiraba más profundamente, como cuando se
va a nadar un buen rato bajo el agua.
Lentamente, fue recorriendo la valla hasta encontrar la
abertura. Se acercó a la casa, mirando las seis columnas
regulares blancas por la luz. En voz alta, leía la palabra
mágica escrita en la escayola del peristilo, y seguramente
era por ese motivo que había tanta paz y tanta luz:
―KARISMA…‖
La palabra irradiaba en el interior de su cuerpo, como si
también estuviese escrito en ella y que la esperase. Lullaby
se sentaba en el suelo de la veranda, apoyada la espalda
contra la última columna de la derecha y miraba el mar.
El sol quemaba su cara. Los rayos de luz salían de ella,
por sus dedos, su boca, sus cabellos y se reunían con los
resplandores de las rocas y del mar.
Había un silencio, sobretodo un silencio tan grande y tan
fuerte que Lullaby tenía la impresión de que se iba a morir.
Muy deprisa, la vida se le iba, partía, se iba al cielo y al
mar. Era difícil de entender, pero Lullaby estaba segura que
la muerte era así. Su cuerpo se quedaba donde estaba,
sentada en su postura, con la espalda apoyada contra la
columna blanca, envuelta por el calor y la luz. Pero los
movimientos se iban, se disolvían ante ella. No los podía
retener. Ella notaba todo lo que la abandonaba, se alejaba
de ella a gran velocidad, como el vuelo de los estorninos,
como las nubes de polvo. Eran todos los movimientos de
sus brazos, de sus piernas, los temblores interiores, los
escalofríos, los sobresaltos. Se iban deprisa, hacia delante,
lanzada al espacio hacia la luz y el mar. Pero era agradable,
y Lullaby no se resistía. No cerraba los ojos. Las pupilas
dilatadas, miraba directamente ante si, sin parpadear,
siempre al mismo punto, a la fina línea del horizonte, allí
donde estaba la unión entre el cielo y el mar.
La respiración era cada vez más lenta, y en su pecho, el
corazón espaciaba sus latidos, lentamente, lentamente. Casi
no se movía, casi no había vida en ella, solo su mirada que
se alargaba, que se mezclaba en el espacio como un haz de
luz. Lullaby notaba abrirse su cuerpo, muy suavemente,
como una puerta, y esperaba reunirse con el mar. Sabía que
iba a pasar eso, no pensaba en nada, no quería nada más.
Su cuerpo se quedaría lejos, atrás, sería como las columnas
blancas y como las paredes cubiertas de escayola, inmóvil
y silenciosa. Este era el secreto de la casa. Era la llegada
hacia arriba del mar, hasta la cima de el gran muro azul, en
el lugar donde al final se va a ver que hay del otro lado. La
mirada de Lullaby estaba extendida, planeaba sobre el aire,
la luz, por encima del agua.
Su cuerpo no se volvía frío como el de los muertos en sus
cámaras. La Luz continuaba entrando, hasta el fondo de los
órganos, hasta el interior de los huesos y tenía la misma
temperatura que el aire, como los lagartos.
Lullaby se parecía a una nube, a un gas, se mezclaba con
todo lo que la rodeaba. Se parecía al olor de los pinos
calentados por el sol, sobre las colinas, parecida al olor de
la hierba que olía a miel. Era las salpicaduras de las olas
donde reluce el arco iris. Era el viento, el frío soplo que
viene del mar, el soplo caliente que, como un hálito, llega
de la tierra fermentada al pie de los arbustos. Era la sal, la
sal que brilla como la escarcha encima de las viejas rocas, o
la sal del mar, la pesada y acre sal de los desfiladeros
subterráneos. No había una sola Lullaby sentada en la
veranda de una vieja mansión seudo griega en ruinas. Eran
tan numerosas como las chispas de luz sobre las olas.
Lullaby veía todo estos con sus ojos, por todas partes.
Veía las cosas que nunca hubiese podido imaginar. Cosas
muy pequeñas, escondrijos de insectos, galerías de
gusanos. Veía las hojas de las plantas crasas, las raíces.
Veía las cosas muy grandes, el revés de las nubes, Los
astros detrás de la pantalla del cielo, los casquetes polares,
los inmensos valles y las simas infinitas del fondo del mar.
Ella veía todo esto en un mismo instante, y cada mirada
suya duraba meses, años. Pero veía sin comprender, porque
eran los movimientos de su cuerpo, separados, los que
recorrían el espacio ante ella.
Era como si ella pudiese, por fin, después de la muerte,
examinar las leyes que conforman el mundo. Eran leyes
extrañas que no se parecían en nada a todas las que están
escritas en los libros o que se aprenden de memoria en la
escuela. Estaba la ley del horizonte que atrae los cuerpos,
una ley muy larga y muy estrecha, un solo trazo duro que
unía las dos esferas móviles del cielo y el mar. Allí abajo,
todo nacía, se multiplicaba, formando vuelos de cifras y de
signos que obscurecían el sol y se alejaban hacia lo
desconocido. Estaba la ley del mar, sin principio ni fin,
donde se rompían los rayos de luz. Estaba la ley del cielo,
la ley del viento, la ley del sol, pero no se las podía
comprender, porque sus señales no pertenecían a los
hombres.
Mas tarde, cuando Lullaby se despertaba, intentaba
recordar lo que había visto. Le hubiese gustado poder
escribir todo esto a M.Filippi, para que el, tal vez, hubiese
comprendido lo que querían decir todos estos signos y
cifras. Pero solo encontraba inicios de frases, que repetía
varias veces en voz alta:
―Allí donde el mar bebe.‖
―Los puntos de apoyo del horizonte.‖
―La ruedas (o rutas) del mar.‖
Y levantaba los hombros, porque todo esto no le decía
gran cosa.
Después Lullaby dejaba su puesto, salía del jardín de la
casa griega y bajaba hacia el mar. El viento volvía de
golpe, sacudía fuertemente sus cabellos y sus ropas, como
para volver a poner todo en orden.
A Lullaby le gustaba este viento. Quería darle cosas,
porque el viento tiene necesidad de comer a menudo, hojas,
polvo, sombreros de personas o bien gotas que arranca al
viento y a las nubes.
Lullaby se sentaba en el hueco de una roca, tan cerca del
agua que las olas le lamían los pies. El sol quemaba por
encima del mar, y la aturdía reverberando sobre el borde de
las olas.
No había nadie más que el sol, el viento y el mar, y
Lullaby cogía de su bolsa el paquete de cartas. Las sacaba
una por una, apartando la goma elástica, leía algunas
palabras, algunas fórmulas, al azar. Algunas veces no las
comprendía, y las releía en voz alta para que fueran más
reales.
―…Las ropas encarnadas que ondean como banderas…‖
―Los narcisos amarillos en mi mesa de despacho, cerca
de mi ventana, ¿las ves, Ariel?‖
―Oigo tu voz, hablas al aire…‖
―…Ariel, aire de Ariel…‖
―Son para ti, para que recuerdes siempre‖
Lullaby echaba las hojas de papel al viento. Desaparecían
deprisa con un ruido de desgarrón, volaban unos instantes
por encima del mar, titubeando como mariposas en una
borrasca. Eran hojas de papel por avión, un poco azules, y
después desaparecían de golpe en el mar. Le gustaba esto
de echar hojas de papel al viento, desparramar las palabras,
y Lullaby contemplaba como se las comía el viento.
Tenía ganas de hacer una fogata. Buscó por las rocas un
sitio donde el viento no soplase demasiado. Un poco más
lejos, encontró la pequeña caleta con el embarcadero en
ruinas, y se instaló allí.
Era un buen lugar para hacer fuego. Las rocas blancas
rodeaban al embarcadero y las ráfagas de viento casi no
llegaban hasta allá. En la base de la roca había un hueco
bien seco y caliente, y en seguida las llamas se elevaron
ligeras y pálidas, con una crepitación suave. Lullaby lo
alimentaba sin cesar con hojas de papel. Se encendían de
golpe, porque estaban muy secas y delgadas y se
consumían rápido.
Era bonito ver las páginas azules retorcerse entre las
llamas, y el huir de las palabras hacia atrás, como los
cangrejos, no se sabe a donde. Lullaby pensaba que a su
padre le hubiese gustado mucho estar aquí para ver como
se quemaban sus cartas, porque el no escribía esas palabras
para que se quedasen. Se lo había dicho un día, en la playa,
había puesto una carta en una vieja botella azul, para
echarla muy lejos al mar. Había escrito palabras solo para
ella, para que ella los leyese y que oyese el sonido de su
voz, y ahora, las palabras podrían volver hacia el lugar de
donde habían venido, como esto, deprisa, con luz y con
humo, en el aire, y volverse invisibles. Tal vez alguien,
desde el otro lado del mar vería la pequeña humareda y la
llama que brillaba como un espejo, y lo comprendería.
Lullaby alimentaba el fuego con pequeñas trozos de
madera, con ramitas, con algas secas, para que durasen las
llamas. Había toda clase de olores que huían por el aire, el
olor ligero y un poco dulzón del papel de avión, el olor
fuerte del carbón del bosque, el humo pesado de las algas.
Lullaby miraba las palabras que se iban deprisa, tan
deprisa, que atravesaban el pensamiento como relámpagos.
De vez en cuando, los reconocía al pasar, o estaban
deformados y extraños, torcidos por el fuego, y se reía:
―¡lluviaaaa!‖
―¡Lástimaaaa!‖
―¡Immmmmpulso!‖
―¡veranoveranoverano!‖
―Awiel, iel, eeel…‖
De pronto, notó una presencia tras ella, y se volvió. Era el
chiquillo de gafas redondas que la miraba, se pié, sobre una
roca por encima de ella. Tenía la caña en su mano y los
zapatos anudados alrededor de su cuello.
―¿Porqué quemas papeles‖ preguntó el.
Lullaby le sonrió.
―Por que es divertido‖, dijo ella. ―¡Mira!‖
Puso en el fuego un gran folio de papel azul sobre la que
estaba dibujado un árbol.
―Quema bien‖, dijo el muchacho.
―Ves, tenían muchas ganas de quemarse‖, le explicó
Lullaby. ―Hacia mucho tiempo que lo esperaban, estaban
secas como hojas muertas, es por eso que queman tan
bien.‖
El muchacho de las gafas dejó su caña y fue a buscar
ramas para el fuego. Se divirtieron un buen rato quemando
todo lo que encontraban. Las manos de Lullaby estaban
ennegrecidas por el humo y le escocían los ojos.. Los dos
estaban cansados y respiraban deprisa alimentando el
fuego. Ahora el fuego parecía también un poco cansado.
Sus llamas eran mas cortas, y las ramitas y los papeles se
apagaban uno tras otro.
―El fuego se va a apagar‖, dijo el muchacho limpiándose
las gafas.
―Es porque ya no hay mas cartas. Era eso lo que quería‖.
El chiquillo se sacó del bolsillo una hoja de papel
doblada en cuatro.
―¿Qué es eso?‖, preguntó Lullaby. Cogió la hoja y la
desdobló. Era un dibujo que representaba a una mujer con
la cara negra. Lullaby reconoció su chándal verde.
―¿Soy yo?.‖
―Lo he hecho para ti‖, dijo muchacho. ―Pero lo podemos
quemar.‖
Pero Lullaby volvió a doblar el dibujo y vio como el
fuego se apagaba.
―¿No lo quieres quemar ahora?‖, dijo el muchacho.
―No, hoy no‖, dijo Lullaby.
Tras el fuego fue el humo que se extinguió. El viento
soplaba sobre las cenizas.
―Lo quemaré cuando lo quiera mucho‖, dijo Lullaby.
Estuvieron mucho rato sentados en el embarcadero,
mirando al mar, casi sin hablar. El viento pasaba por el
mar, levantando salpicaduras de las olas que chocaban
contra sus caras. Era como estar sentados en la proa de un
barco mientras navegaba. No se oía nada más que el ruido
de las olas y el silbido del viento.
Cuando el sol estaba señalando el mediodía, el chiquillo
de las gafas se levantó y recogió su caña y sus zapatos.
―Me voy‖, dijo.
―¿No quieres quedarte?‖
―No puedo, he de volver.‖
Lullaby también se levantó.
―¿Te vas a quedar aquí?‖ le dijo el chiquillo.
―No, voy a ver más allá, mas lejos‖
Ella señalaba las rocas, al final del cabo.
―Allí hay otra casa, pero es mucho mas grande, diría que
es un teatro.‖ El chiquillo se lo explicaba a Lullaby. ―Hay
que escalar por las rocas y después se puede entrar, por
debajo.‖
―¿Tu has estado ya?‖
―Si, a menudo. Es hermoso pero es difícil llegar.‖
El muchacho de las gafas se puso los zapatos alrededor
del cuelo y se alejó de prisa.
―¡Hasta la vista!‖ dijo Lullaby.
―¡Salud!‖ dijo el chiquillo.
Lullaby se fue hacia la punta del cabo. Casi corría,
saltando de roca en roca. Ya no había camino por aquí.
Había que escalar las rocas, agarrándose a las raíces de los
brezos y a las matas. Estaba lejos, perdida en medio de
piedras blancas, suspendida entre la tierra y el cielo. A
pesar del viento frío, Lullaby notaba el calor del sol.
Sudaba bajo su vestido. Su bolsa le molestaba, y decidió
esconderla en cualquier parte para recogerla después. La
metió en un agujero en el suelo, al pie de un grueso áloe.
Tapó el escondite con dos o tres piedras.
Por encima de ella ahora, veía la extraña casa de cemento
de la que hablaba el chiquillo aquel. Para llegar hacía falta
subir a lo largo de una pendiente de piedras desprendidas.
La ruina blanca brillaba a la luz del sol. Lullaby dudó un
instante porque todo era tan silencioso y tan extraño en este
lugar. Por encima del mar, pegados a la pared rocosa, los
altos muros de cemento no tenían ventanas.
Un pájaro marino voló en círculos por encima de las
ruinas, y Lullaby sintió de pronto la necesidad de estar ya
en lo alto. Empezó a subir a lo largo de las piedras
desprendidas. Las aristas de las piedras lastimaban sus
manos y sus rodillas, y pequeñas avalanchas se deslizaban
tras ella. Cuando llegó arriba del todo, se volvió para mirar
el mar, y tuvo que cerrar los ojos para no sentir vértigo. Por
debajo de ella, tan lejos como alcanzaba la vista, solo
estaba eso: el mar. Inmensa, azul, el mar llenaba el espacio
hasta el horizonte, era como un techo sin fin, una cúpula
gigante hecho de metal oscuro, donde se movían todas las
olas arrugadas. Por rendijas, el sol la alumbraba, y Lullaby
veía las manchas y los caminos oscuros de las corrientes,
los bosques de algas, las marcas de la espuma. El viento
barría incesantemente el mar, y alisaba su superficie.
Lullaby abrió los ojos y miraba todo, pegándose a las
rocas con sus uñas. El mar era tan bello que le parecía que
atravesaba su cabeza y su cuerpo a toda velocidad, y que
revolvía miles de pensamientos a la vez.
Lentamente, con precaución, Lullaby se aproximó a la
ruina. Era lo que le había dicho el muchacho de las gafas,
una especie de teatro hecho con grandes muros de cemento
armado. Entre los altos muros, la vegetación crecía, zarzas
y lianas que cubrían por completo el suelo. Sobre las
paredes había un techo de tejas de hormigón, hundida en
varios lugares. El viento del mar se colaba por las aberturas
de cada lado del edificio, con ráfagas brutales que movían
trozos de hierro de la armadura del techo. Las láminas se
entrechocaban haciendo una música extraña, y Lullaby
permaneció quieta para escucharla. Era como los gritos de
las golondrinas marinas o como el murmullo de las olas,
una rara música irreal y arrítmica que le hacía estremecer.
Lullaby se puso en marcha. A lo largo del muro exterior,
había un camino estrecho que cruzaba la maleza, y que
conducía hasta una escalera semiderruida. Lullaby subió
los peldaños de la escalera y llegó hasta una plataforma,
bajo el techo, desde donde se veía el mar por una brecha.
Fue aquí donde se sentó Lullaby, con la cara hacia el
horizonte, al sol, y volvió a mirar al mar. Después cerró los
ojos.
De repente se estremeció porque oyó que alguien llegaba.
No habia ningún otro ruido que el viento agitando las
láminas de hierro del techo, por eso había presentido el
peligro. En la otra punta de las ruinas, por el camino en
medio de las zarzas, alguien estaba llegando. Era un
hombre vestido con un pantalón de tela azul y un blusón, la
cara ennegrecida por el sol, con los cabellos hirsutos.
Andaba sin hacer ruido, parándose de vez en cuando, como
si buscase algo. Lullaby permaneció inmóvil contra el
muro, latiéndole el corazón, esperando que no la hubiese
visto. Sin entender bien el porqué, sabía que el hombre la
buscaba, y ella contuvo la respiración para que no la oyese.
Pero cuando el hombre estuvo a mitad de camino el levantó
la cabeza tranquilamente y miró a la joven. Sus verdes ojos
brillaban extrañamente en su cara morena. Después, sin
apresurarse, empezó a andar hacia las escaleras. Era muy
tarde ya para bajar; de un salto, Lullaby saltó por la brecha
y trepó hacia el techo. El viento soplaba tan fuerte que
estuvo a punto de caerse. Tan deprisa como pudo, se puso a
correr hacia la otra punta del techo y ella oyó el ruido de
sus pies que resonaban en la gran sala en ruinas. Su
corazón golpeaba muy fuerte en su pecho. Cuando llegó al
borde del techo, se paró: ante ella había una gran fosa que
la separaba de la pared del acantilado. Escuchó a su
alrededor. Solo estaba el ruido del viento contra las láminas
de hierro, pero ella sabía que el desconocido no estaba
lejos; corría sobre el camino de en medio de las zarzas para
dar la vuelta a las ruinas y cogerla del revés. Entonces
Lullaby saltó. Al caer por la pendiente del acantilado, se
torció su tobillo izquierdo, sintió un dolor; ella solo gritó:
―¡Ah!‖
El hombre surgió ante ella, sin que ella pudiese
comprender de donde salía. Sus manos estaban arañadas
por las zarzas y resoplaba un poco. Estaba inmóvil ante
ella, sus ojos verdes endurecidos como pequeños pedazos
de cristal. ¿Era el que había escrito los mensajes con tiza
sobre las rocas, a todo lo largo del camino? ¿O bien habia
entrado en bella casa griega, había manchado todos los
muros con todas esas inscripciones obscenas Estaba tan
cerca de Lullaby que notaba su olor, un olor soso y agrio de
sudor que había impregnado su vestido y sus cabellos. De
pronto dio un paso adelante, la boca abierta, los ojos un
poco estrechos. A pesar del dolor de su tobillo, Lullaby
pegó un salto y comenzó abajar por la pendiente, en medio
de una avalancha de piedras. Cuando llegó al final del
acantilado, se paró y se giró. Ante los blancos muros de las
ruinas, el hombre habia permanecido de pie, los brazos
separados, como en equilibrio.
El sol pegaba fuerte sobre el mar, gracias al viento frío,
Lullaby notó que sus fuerzas regresaban. Sintió también el
disgusto y la cólera, que remplazaban poco a poco su
temor. Después, de pronto, sintió que nada podía pasarla
jamás Era el viento, el mar y el sol. Se acordó de lo que su
padre le había dicho, un día, a propósito del viento, del mar
y del sol, una larga frase que hablaba de libertad y de
espacio, algo parecido a esto. Lullaby se paró sobre una
roca en forma de roda, por encima del mar, volvió la
cabeza hacia arriba para notar mejor el calor de la luz en su
frente y en sus párpados. Había sido su padre que le habia
enseñado, para recobrar sus fuerzas, llamaba a eso, ―beber
el sol‖.
Lullaby miró el mar que se balanceaba bajo ella, golpeaba
la base de la roca produciendo remolinos y nubes de
burbujas brillantes. Ella se dejó caer, primero la cabeza y
entró en la ola. El agua fría la envolvió apretándola en sus
tímpanos y en sus narices, y vio en sus ojos un resplandor
deslumbrante. Cuando subió a la superficie, sacudió sus
cabellos y soltó un grito. Lejos detrás de ella, parecido a
un inmenso cargo gris, la tierra oscilaba, cargada de piedras
y de plantas. En la cúspide, la casa blanca en ruinas parecía
una pasarela abierta en el cielo.
Lullaby se dejó llevar unos instantes por el lento
movimiento de las olas, y sus ropas se pegaron a su piel
como algas. Después ella empezó a nadar un crawl muy
largo, hacia el horizonte, hasta que el cabo se aparta y deja
ver a lo lejos, apenas visible en la bruma del calor, la pálida
línea de los edificios de la ciudad.
3
Esto no podía durar siempre. Lullaby lo sabía. Ante todo
estaba toda esa gente, en la escuela y en la calle. Contaban
cosas, hablaban demasiado. Incluso había chicas que
paraban a Lullaby por la calle para decirle que exageraba
un poco, que la directora y todo el mundo sabía que no
estaba enferma. También estaban esas cartas que pedían
explicaciones. Lullaby había abierto esas cartas, y las había
contestado en nombre de su madre; incluso un día había
telefoneado al despacho del encargado alterando su voz
para explicar que su hija estaba enferma, muy enferma, y
que no podía seguir con el curso.
Pero esto no podía durar, pensaba Lullaby. También
estaba M. Filippi que la había escrito una carta, no muy
larga, una extraña carta pidiéndola que volviese. Lullaby se
había metido la carta en el bolsillo de su blusón, y la
llevaba siempre consigo. Habría querido contestar a M.
Filippi para explicárselo, pero tenía miedo que la directora
leyese la carta y que supiese que Lullaby no estaba
enferma, pero que se paseaba.
Por la mañana hacía un tiempo extraordinario, cuando
Lullaby salió del apartamento. Su madre aún dormía por
enefecto de las cápsulas que tomaba cada noche, después
de su accidente. Lullaby salió a la calle y la luz la cegó. El
cielo estaba casi blanco, el mar resplandecía. Como el resto
de los días, Lullaby tomó el camino de los contrabandistas.
Las rocas blancas parecían icebergs encima del agua. Un
poco vencida hacia delante Lullaby anduvo un trecho a lo
largo de la costa. Pero no se atrevía a ir hasta la plataforma
de cemento, al otro lado del bunker. Habría querido volver
a ver la casa tan bella con las seis columnas, para sentarse y
dejarse llevar hasta el centro del mar. Pero tenía miedo de3
encontrarse con el hombre del cabello hirsuto que escribía
sobre las paredes y las rocas. Entonces se sentó sobre una
piedra al borde del camino, y trató de imaginarse la casa.
Era pequeña y acurrucada contra el acantilado, con sus
contraventanas y la puerta cerradas. Era posible que
ninguna persona volviese a entrar. Por encima de las
columnas, sobre el capitel triangular, su nombre estaba
iluminado por el sol, y seguía diciendo:
KARISMA
Era la palabra más bella del mundo.
Apoyada contra la roca, Lullaby miró todavía una vez,
durante mucho tiempo, el mar, como si no lo tuviese que
volver a ver. Justo en el horizonte, las olas juntas se
movían. La luz hacía brillar sus crestas, como el cristal
roto. El viento salado soplaba. El mar rugía por entre las
puntas de las rocas, las ramas de los arbustos silbaban.
Lullaby se dejó vencer una vez más por la extraña
borrachera del mar y del cielo vacío. Después hacia
mediodía, dio la espalda al mar y volvió corriendo al
camino que conducía a la ciudad.
Por las calles el viento no era igual. Se revolvía sobre si
mismo, soplaba en ráfagas que golpeaba las contraventanas
y levantaban nubes de polvo. A la gente no le gustaba el
viento. Atravesaban las calles con prisas, se resguardaban
en las esquinas de las paredes.
El viento y la sequedad lo habían cargado todo de
electricidad. Los hombres saltaban con nerviosismo, se
interpelaban, entrechocaban, y alguna vez sobre la negra
calzada dos autos se embestían con gran ruido de hierros y
de cláxones atascados.
Lullaby iba por las calles a grandes zancadas, los ojos
medio cerrados por el polvo. Cuando llegó al centro de la
ciudad, su cabeza daba vueltas como atacada por el vértigo.
La muchedumbre iba y venía, arremolinándose como las
hojas muertas. Grupos de hombres y de mujeres se
aglomeraban y se dispersaban, se volvían a juntar después,
como las limaduras de hierro bajo un campo magnético.
¿Dónde iban? ¿Qué querían? Hacía tanto tiempo que
Lullaby no había visto tantas caras, tantos ojos, tantas
manos que no lo acababa de comprender. El movimiento
lento del gentío, por las aceras, la envolvía, la empujaba
hacia delante sin saber a donde iba. La gente pasaba cerca
de ella, notaba su aliento, el roce de sus manos. Un hombre
se acercó hasta su cara y lr murmuró algo, pero como si
hablase en una lengua desconocida.
Casi sin darse cuenta, Lullaby entró en un gran almacén,
lleno de luz y sonido. Era como si el viento soplase
también en su interior, a lo largo de las avenidas, en las
escaleras, haciendo ondear los grandes anuncios. Los
picaportes de las puertas desprendían descargas eléctricas,
los tubos de neón relucían como pálidos relámpagos.
Lullaby buscó la salida del almacén casi corriendo.
Cuando traspasó la puerta, tropezó con alguien
y
murmuró:
―Perdón, señora‖
Pero solo era un gran maniquí de plástico, vestido con una
capa de lóden verde. Los brazos separados del maniquí
vibraban un poco, y su cara puntiaguda, de color céreo se
parecía a la directora. A causa del choque, la peluca negra
del maniquí había resbalado a un lado y se caía sobre su ojo
con las pestañas parecidas a patas de insecto, y Lullaby se
puso a reír y a temblar al mismo tiempo.
Se sentía muy fatigada, vacía. Tal vez era porque no había
comido nada desde la noche anterior, y entró en una
cafetería. Se sentó al fondo de la sala, donde estaba un
poco oscuro. El camarero de la cafetería estaba de pie ante
ella.
―Querría una tortilla‖, dijo Lullaby.
El camarero la miró un instante, como si no la entendiese.
Después gritó hacia la caja:
―¡Una tortilla para la señorita!‖
Y continuó mirándola.
Lullaby sacó una hoja de papel del bolsillo de su blusón e
intentó escribir. Quería escribir una larga carta, pero no
sabía a quien dirigírsela. Quería escribir a la vez a su padre,
a sor Lorenza, a M. Filippi, y al pequeño de las gafas
redondas para agradecerle su dibujo. Pero la cosa no
funcionaba. Entonces arrugó la hoja de papel y cogió otra.
Empezó:
―Señora Directora,
Disculpe a mi hija por no poder retomar el curso
actualmente, pues su estado de Salus lo impide‖
Se detuvo. ¿Impide que? No acababa por pensar nada.
―La tortilla de la señorita‖, dijo la voz del camarero. Puso
el plato sobre la mesa y miraba a Lullaby de un modo
extraño.
Lullaby arrugó la segunda hoja de papel y empezó a
comer la tortilla, sin levantar la cabeza. La comida caliente
le sentó bien, y se pudo levantar pronto y marcharse.
Cuando llegó a la puerta del Liceo, dudó algunos
segundos.
Entró. El murmullo de las voces de los niños la envolvió
de golpe. Reconoció en seguida cada castaño, cada plátano.
Sus delgadas ramas estaban agitadas por la borrasca, y sus
hojas revoloteaban por el patio. Reconoció en seguida cada
ladrillo, cada banco de plástico azul, cada una de las
ventanas con los cristales esmerilados. Para evitar a los
niños que corrían, se fue a sentar en un banco, al fondo del
patio. Esperó. Nadie parecía prestarle atención.
Después el rumor decreció. Los grupos de alumnos
entraban en las clases, y las puertas se cerraban una tras
otra. Pronto no quedó nada más que los árboles sacudidos
por el viento, y el polvo de las hojas muertas que bailaban
en círculo en el centro del patio.
Lullaby tenía frío. Se levantó y se puso a buscar a M.
Filippi. Abrió las puertas del edificio prefabricado, donde
estaban los laboratorios. Cada vez oía una frase que
quedaba un instante suspendida en el aire, después
desaparecía cuando ella cerraba la puerta.
Lullaby cruzó de nuevo el patio y llamó a la puerta de
cristal del portero.
―Querría ver a M. Filippi‖, dijo ella.
El hombre la miró, asombrado.
―Aun no ha llegado‖, dijo el, pensó un poco. ―Pero creo
que la Directora la busca. Venga conmigo.‖
Lullaby siguió dócilmente al portero. Se paró ante una
puerta barnizada y llamó. Después abrió la puerta e hizo
signos a Lullaby para que entrase.
Detrás de su despacho, la Directora la miró con ojos
escrutadores.
―Entre y siéntese. La escucho.‖
Lullaby se sentó en una silla y miró el despacho encerado.
El silencio era tan amenazante que ella quiso decir algo.
―Querría ver a M. Filippi‖, dijo ella. ―Me ha escrito una
carta.‖
La Directora la interrumpió. Su voz era fría y dura como
su mirada.
―Ya lo se. Yo también. No se trata de eso, se trata de ti.
¿Dónde estabas?‖ Seguro que tienes cosas…interesantes
para contar. O sea que te escucho, señorita.‖
Lullaby evitaba su mirada.
―Mi madre…‖, empezó.
La Directora casi gritó.
―Tu madre será puesta al corriente de todo esto más tarde,
y tu padre también, naturalmente.‖
Le enseñó una hoja de papel que Lullaby reconoció al
instante.
―¡Y de esta carta, que es falsa!‖.
Lullaby no lo negó. Ni tan siquiera se asombró.
―Te escucho‖, repitió la Directora. La indiferencia de
Lullaby parecía sacarla poco a poco de sus casillas. Tal vez
era la falta de viento, que había vuelto todo electrificado.
―¿Dónde estabas en todo este tiempo?‖
Lullaby habló. Lentamente midiendo un poco sus
palabras, porque no tenía ahora la costumbre de hablar, y
mientras hablaba veía ante ella, en lugar de a la Directora,
la casa de columnas blancas, las rocas, y el hermoso
nombre griego que brillaba al sol. Era todo esto que
intentaba explicarle a la Directora, el mar azul con sus
reflejos como diamantes, el ruido profundo, el horizonte
como un hilo negro, el viento salado donde planean las
gaviotas. La Directora escuchaba, y su cara expresó durante
un instante una expresión de intensa estupefacción. Así se
parecía al maniquí con su negra peluca de través, y Lullaby
tuvo que hacer esfuerzos para no reírse. Cuando ella dejó
de hablar hubo unos segundos en silencio. Después la cara
de la Directora cambió, como si buscase las palabras.
Lullaby se sorprendió de oír su timbre de voz. No era la
misma voz, era más grave y más suave.
―Escúchame, mi niña‖, dijo la Directora.
Se inclinó sobre su mesa de despacho encerada mirando a
Lullaby. En su mano derecha tenía una estilográfica negra
con un aro de oro a su alrededor.
―Mi niña, estoy dispuesta a olvidar todo esto. Podrás
volver a clase como antes. Pero me tienes que decir…‖
Titubeó.
―Comprendes que solo quiero tu bien. Me has de decir
toda la verdad.‖
Lullaby no la contestó. No entendía bien lo que le quería
decir la Directora.
―Puedes hablarme sin temor, todo quedará entre
nosotros.‖
Como Lullaby seguía sin contestar, la Directora dijo muy
deprisa, casi en voz baja:
―¿Tienes un amiguito, verdad?‖
Lullaby quiso contestar pero la Directora se lo impidió.
―Es inútil negarlo, algunos, - algunos de tus compañeros
te han visto con un chico.‖
―¡No es verdad!‖, dijo Lullaby; no había gritado pero la
Directora se imaginó que si lo había hecho, y le dijo muy
fuerte:
―¡Quiero saber su nombre!‖
―No tengo ningún amiguito‖, dijo Lullaby. Entendió en
seguida porqué la cara de la Directora había cambiado, Era
porque mentía. Entonces notó que su propia cara se volvía
como una piedra, fría y lisa, y miró a la Directora
directamente a los ojos, porque ahora ya no la temía.
La Directora se turbó y tuvo que apartar la mirada. Dijo
de momento, con una voz dulce casi tierna:
―Me tienes que decir la verdad, niña mía, es por tu bien.‖
Después su timbre se volvió duro y malo.
―¡Quiero saber el nombre de ese chico!‖
Lullaby notó crecer la rabia en ella. Era muy fría y muy
pesada como una piedra, y se instalaba en sus pulmones, en
su garganta; su corazón se puso a latir muy deprisa, como
cuando había visto escritas las palabras obscenas sobre las
paredes de casa griega,
―¡No conozco a ningún chico, es falso, es falso!‖, gritó; y
se levantó para marcharse. Pero la Directora hizo un gesto
para detenerla.
―¡Quédate, quédate, no te vayas!‖. Su voz era de nuevo
más baja, un poco rota. ―No te digo esto por ti – es por tu
bien, mi niña, es solo para ayudarte, tienes que
comprenderlo – es lo que te quiero decir- ―.
Dejó su pequeña estilográfica negra y cruzó
nerviosamente sus manos delgadas. Lullaby se volvió a
sentar y no se movió. Casi no respiraba, y su cara se había
vuelto totalmente blanca, como una máscara de piedra. Se
sentía débil, tal vez por lo poco que había comido y
dormido todos estos días al borde del mar.
Es mi deber protegerte contra los peligros de la vida‖, dijo
la Directora. Tú no puedes saberlo, eres demasiado joven.
M. Filippi me ha hablado de ti en términos muy elogiosos,
eres una buena persona, y no querría que – un accidente
viniese a estropear todo esto tontamente…‖
Lullaby oyó su voz muy lejana, como por encima de una
pared, deformada por el movimiento del viento. Quería
hablar, pero no llegaba a despegar los labios.
―Has atravesado por una etapa difícil, después – después
de lo que le ha ocurrido a tu madre, su estancia en el
hospital. Lo ves, estoy al corriente de todo esto, y eso me
ayuda a comprenderte, pero es necesario que me ayudes
también, tienes que hacer un esfuerzo…‖
―Yo querría ver…a M. Filippi…‖ dijo Lullaby al final.
―Le verás mas tarde, ya le verás‖, dijo la Directora. ―Pero
antes me has de decir la verdad, donde has estado.‖
―Ya se lo he dicho, miraba el mar, esta escondida entre las
rocas y miraba el mar.‖
―¿Con quien?‖
―Estaba sola, se lo he dicho, sola.‖
―¡Es mentira!‖
La Directora había gritado, pero se repuso en seguida.
―Si no me dices con quien estabas, me obligarás a escribir
a tus padres. Tu padre…‖
El corazón de Lullaby se puso a latir muy deprisa.
―¡Si hace eso, no volveré jamás aquí!‖ Notó la fuerza de
sus palabras, y lo repitió lentamente, sin dejar de mirarla.
―Si usted escribe a mi padre, no volveré nunca aquí, ni a
ninguna otra escuela.‖
La Directora se calló un buen rato, y el silencio llenó el
gran salón, como un frío viento. Después la Directora se
levantó. Miró a la joven con atención.
―No te tienes que poner de esa manera‖, dijo ella por fin.
―Estás muy pálida, estás cansada. Seguiremos hablando de
todo esto más adelante.‖
Consultó su reloj.
―El curso de M. Filippi empezará en pocos minutos,
Puedes irte.‖
Lullaby se levantó despacio. Se fue hacia la gran puerta y
se volvió antes de salir.
―Gracias señora‖, dijo.
El patio del Liceo estaba de nuevo lleno de alumnos. El
viento sacudía las ramas de los plátanos y de los castaños, y
las voces de los chiquillos producían una batahola que
emborrachaba. Lullaby atravesó lentamente el patio,
evitando los grupos de alumnos y de niños que corrían.
Algunas niñas le hicieron señas, desde lejos, pero sin
atreverse a acercarse, y Lullaby les contestó con una ligera
sonrisa. Cuando llegó ante el edificio prefabricado, vio la
silueta de M. Filippi, cerca del pilar B. Iba vestido como
siempre con su traje azul grisáceo, y fumaba un cigarrillo
mirando ante el. Lullaby se paró. El profesor la vio y fue a
su encuentro haciendo signos de alegría con la mano.
―¡Hola! ¡Hola!‖, dijo. Fue todo lo que se le ocurrió decir.
―Querría pedirle…‖, empezó a decir Lullaby.
―¿El que?‖
―Sobre el mar, la luz, tenía muchas preguntas que
hacerle.‖
Pero Lullaby se percató de golpe que había olvidado sus
preguntas. M. Filippi la miró con un aire divertido.
―¿Has hecho un viaje?‖, le preguntó.
―Si…‖, dijo Lullaby.
―Y… ¿ha ido bien?‖
―¡Oh, si! Ha estado muy bien.‖
―El timbre sonó por encima del patio, por las galerías.
―Estoy muy contento…‖, dijo M. Filippi. Apagó su
cigarrillo con el tacón.
―Ya me lo contarás todo después‖, dijo el. Un brillo alegre
brillaba en sus ojos azules, tras sus gafas.
―¿No te vas a volver a ir de viaje?‖
―No‖, dijo Lullaby.
―Bien, hay que irse‖, dijo M. Filippi. Y repitió todavía:
―Estoy muy contento‖ Se volvió hacia la jovencita antes de
entrar en el edificio prefabricado.
―Y tu me preguntarás todo lo que quieras, en seguida,
después del curso. Me gusta mucho el mar a mi también.‖
LA MONTAÑA DEL DIOS VIVIENTE
La montaña Reydarbarmur se alzaba a la derecha del
camino de tierra. Con la luz del 21 de junio se veía muy
alta y ancha, dominando el país de las estepas y el grande y
frío lago, y Jon solo veía que eso. De cualquier manera no
era la única montaña. Un poco más lejos estaba el macizo
de Kalfstindar, los grandes valles que se hundían en el mar,
y al norte, la mole oscura de los guardianes de los
glaciares.
Pero Reydarbarmur era el más hermoso de todos, parecía
más grande, más puro, por su silueta suave que iba, sin
interrumpirse, desde su base hasta su cima. Rozaba el cielo,
y las volutas de las nubes pasaban sobre el como el humo
de un volcán.
Jon iba ahora hacía Reydarbarmur. Había dejado su
bicicleta nueva contra un talud, al borde del camino, e iba
caminando a través del campo de brezos y de líquenes. No
sabía el porqué iba hacia el Reydarbarmur. Conocía esta
montaña desde siempre, y la veía cada mañana desde su
infancia, sin embargo, hoy, era como si Reydarbarmur se le
apréciese por primera vez. También la veía cuando iba a
pie hacia la escuela, a lo largo de la carretera asfaltada. No
había un lugar en todo el valle desde donde no se pudiese
ver. Era como un castillo oscuro que culminaba por encima
de las extensiones de musgo y de liquen, por encima de los
pastos de las ovejas y de los pueblos, y que observaba a
todo el país.
Jon había dejado su bicicleta contra el húmedo talud. Hoy
era el primer día que salía en su bicicleta, y había luchado
contra el viento a lo largo de toda la pendiente que
conducía al pie de la montaña, se había cansado y sus
mejillas y orejas le ardían.
Tal vez fuese la luz que le había dado ganas de ir hasta el
Reydarbarmur. Durante los meses de invierno cuando las
nubes se deslizan a ras de suelo echando su granizo, la
montaña parecía muy lejana, casi inaccesible. Algunas
veces estaba rodeada de relámpagos, azul sobre el negro
cielo, y la gente del valle tenía miedo. Pero Jon no la temía.
La miraba, y era algo como si ella le mirase también, desde
el fondo de las nubes, por encima de la gran estepa gris.
Hoy, tal vez era esta luz del mes de junio que le había
llevado hasta la montaña. La luz era muy bella y suave, a
pesar del frío del viento. Mientras andaba por el musgo
húmedo, Jon veía los insectos que se movían con la luz, los
mosquitos jóvenes y las moscas que volaban por encima de
las plantas. Las abejas salvajes revoloteaban entre las flores
blancas, y en el cielo, los pájaros batían sus alas muy de
prisa, suspendidos por encima de los charcos de agua, y
después desaparecían de golpe en el viento. Eran los
únicos seres vivientes.
Jon se detuvo para escuchar el ruido del viento. Era como
una música extraña y bella en los huecos de la tierra y en
las ramas de los arbustos. También estaban los gritos de los
pájaros escondidos en el musgo; sus trinos sobreagudos se
agrandaban en el viento, después se ahogaban.
La bella luz del mes de junio iluminaba la montaña. A
medida que Jon se acercaba, se apercibía que era menos
regular de lo que parecía de lejos; salía toda de un bloque
de la plana de basalto, como una gran casa en ruinas. Tenía
caras muy altas, otras rotas a media altura y fallas negras
que dividían sus paredes como hechas a golpes. Al pie de la
montaña serpenteaba un río.
Jon no había visto nunca nada igual. Era un río límpido,
del color del cielo, que discurría con lentitud, sinuosamente
a través del verde musgo. Jon se acercó despacio, tanteando
el suelo con la punta del pie, para no resbalar en un charco.
Se arrodilló al borde del río.
El agua azul corría canturreando, lisa y pura como el
cristal. El fondo del río estaba cubierto de pequeñas
piedrecillas, y Jon hundió su brazo para coger una. El agua
estaba helada y era más honda de lo que parecía y tuvo que
meter el brazo hasta la axila. Sus dedos cogieron un solo
guijarro blanco y algo transparente y en forma de corazón.
De pronto, una vez más, Jon tuvo la impresión de que
alguien le miraba. Se levantó con un escalofrío y la manga
de su camisa mojada de agua helada. Se volvió mirando a
su alrededor. Pero todo lo lejos que podía ver solo estaba el
valle que descendía en una pendiente suave, la gran llanura
de musgo y liquen, donde soplaba el viento. Ahora ya no
había ni pájaros.
Al final mismo de la pendiente, Jon apercibió la mancha
roja de su bicicleta nueva colocada contra el musgo del
talud, y esto le tranquilizó.
No era exactamente un mirada que hubiese llegado
cuando el estaba volcado sobre el agua del río. Era también
como una voz que hubiese pronunciado su nombre, muy
suavemente, en el interior de su oído, una voz ligera y
dulce que no se parecía a nada conocido. O tal vez una
onda, que lo había envuelto como la luz, y que le había
hecho estremecerse, como una nube que se aparta y
muestra el sol.
Jon siguió un rato el curso del río buscando un vado. Lo
encontró más arriba, a la salida de un meandro, y lo
atravesó. El agua caía en cascada sobre las piedras planas
del vado, y matas de musgo verde arrancadas de las orillas
se deslizaban sin ruido. Antes de continuar su andadura,
Jon se arrodilló de nuevo en el borde del río y bebió varios
sorbos de la bella agua helada.
Las nubes se separaban, se acercaban, y la luz cambiaba
sin cesar. Era una luz extraña, porque parecía no deberse al
sol; flotaba en el aire, alrededor de loas paredes de la
montaña. Era una luz muy lenta y Jon comprendió que iba
a durar aún meses enteros, sin desfallecer, día tras día, sin
dejar lugar a la noche. Había nacido ahora, salido de la
tierra, encendida en el cielo entre las nubes, como si
hubiese de vivir siempre. Jon sintió que ella entraba en el
por todos los poros de su cuerpo y de su cara. Quemaba y
penetraba por los poros como un líquido caliente,
impregnaba sus ropas y sus cabellos. Muchas veces
deseaba quedarse desnudo. Eligió un lugar donde el campo
de musgo formaba una cueva resguardada del viento, y se
sacó rápidamente toda su ropa. Después se revolcó sobre el
suelo húmedo, frotando sus piernas y sus brazos contra el
musgo. Las matas elásticas crujían bajo el peso de su
cuerpo y lo cubrían con frías gotas. Jon se quedaba quieto,
acostado de espaldas, con los brazos separados, mirando al
cielo y escuchando al viento. En ese momento, por encima
del Reydarbarmur, las nubes se abrieron y el sol quemó la
cara, el pecho y el vientre de Jon.
Jon se vistió y se dirigió hacia la pared de la montaña. Su
cara estaba caliente y sus orejas le zumbaban como si
hubiese bebido cerveza. El blando musgo rebotaba en sus
pies y hacía dificultoso el andar de pie. Cuando el campo
de musgo se detuvo Jon empezó a escalar los contrafuertes
de la montaña. El terreno se volvía caótico, hecho por
bloques de basalto oscuro y caminos de piedras pómez que
crujía y se desmenuzaba bajo sus suelas.
Ante el, se alzaba la pared de la montaña, de la que no se
veía su cima. No había manera de escalar por este lado. Jon
dio la vuelta a la muralla, subió hacia el norte, en búsqueda
de un pasadizo. Lo encontró de pronto. El viento, al que la
muralla le había protegido hasta aquí, le golpeó de pronto,
y le hizo titubear hacia atrás. Ante el, una ancha falla le
separaba de la negra roca, formando como una puerta
gigante. Jon entró.
Entre las paredes de la falla, grandes bloques de basalto se
habían desmoronado de cualquier manera, y había que
subir lentamente, ayudándose en cada muesca, en cada
fisura. Jon escalaba los bloques, uno tras otro, sin coger
aliento. Le poseía una especie de ansiedad, quería llegar a
la cúspide de la falla lo antes posible. Algunas veces estuvo
a punto de caerse de espaldas, porque los bloques de piedra
estaban cubiertos de humedad y de líquenes. Jon se
agarraba con ambas manos, y en un momento dado, se
rompió la uña de su dedo índice sin notar nada. El calor
seguía circulando por su sangre, a pesar del frío de la
oscuridad.
En la cima de la falla, se volvió. El gran valle de lava y de
musgo se extendía hasta perderse de vista, y el cielo era
inmenso, sembrado de nubes grises. Jon no había visto
nunca nada más bello. Era como si la tierra se hubiese
vuelto vacía y lejana, sin hombres, sin animales, sin
árboles, tan grande y solitaria como el océano. Por zonas,
por encima del valle, cruzaba una nube y Jon veía los
oblicuos rayos de la lluvia y los halos de luz.
Jon contempló la llanura sin moverse, con la espalda
apoyada contra el muro de piedra. Buscó con la mirada la
mancha roja de su bicicleta, y la silueta de la casa de su
padre al otro lado del valle. Pero nudo verlas. Todo lo que
conocía había desaparecido, como si el musgo verde
hubiese subido y lo hubiese cubierto todo. Solo, debajo de
la montaña, el río brillaba, parecido a una larga serpiente
azul. Pero también desaparecía a lo lejos, como si se
introdujese en una gruta.
De pronto, Jon miró fijamente la oscura falla por encima
de el, y se estremeció; no se había dado cuenta que
mientras escalaba los bloques, pero cada trozo de basalto
formaba parte de un escalón de una escalera gigante.
Entonces, una vez más, Jon notó la extraña mirada que le
rodeaba. La presencia desconocida pesaba sobre su cabeza,
sobre sus hombros, sobre todo su cuerpo, una mirada
oscura y poderosa que cubría la tierra. Jon levantó la
cabeza. Por encima de él, el cielo estaba lleno de una
intensa luz que brillaba de uno a otro horizonte con un solo
resplandor. Jon cerró los ojos como ante el rayo. Después
las anchas nubes bajas parecidas al humo se unieron de
nuevo, cubriendo de sombras la tierra. Jon permaneció
largo rato con los ojos cerrados para no sentir vértigo.
Escuchó el ruido del viento que resbalaba sobre las lisas
rocas, pero la voz extraña y dulce no pronunciaba su
nombre. Solo cuchicheaba, incomprensible, en la música
del viento.
¿Era el viento? Jon oía sonidos desconocidos, voces de
mujeres murmuradoras, ruidos de alas, ruidos de olas. A
veces, desde el fondo del valle subían extraños zumbidos
de abejas, murmullo de motores. Los ruidos se
entremezclaban, resonaban en eco sobre los flancos de la
montaña, se deslizaban como el agua de los ríos, se
hundían en el liquen y en la arena.
Jon abrió los ojos. Sus manos de asieron a la pared de
roca. Un poco de sudor bañaba su cara, a pesar del frío.
Ahora estaba como sobre un barco de lava, que viraba
lentamente rozando las nubes. Con ligereza la gran
montaña se deslizaba sobre la tierra, y Jon notó el
movimiento de balancín del cabeceo. En el cielo, las nubes
se desplegaban, huyendo como inmensas olas, haciendo
parpadear la luz.
Esto duró tiempo, tanto como el viaje a una isla. Después
Jon notó que la mirada se alejaba. Despegó los dedos de la
pared de rocas. Por encima de el, la cima de la montaña
aparecía límpida. Era una gran cúpula de piedra negra,
hinchada como una pelota, lisa y brillante a la luz del cielo.
Las coladas de lava y de basalto formaban una suave
pendiente sobre los lados de la cúpula, y por aquí Jon
decidió proseguir su ascensión. Subía dando pequeños
pasos, zigzagueando como las cabras, con medio cuerpo
echado hacia delante. Ahora el viento era libre, y le
golpeaba con violencia, haciendo flamear su ropa. Jon
apretaba los labios y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Pero no tenía miedo, ya no sentía vértigo. La mirada
desconocida ya no le pesaba, de momento. Al contrario,
sostenía su cuerpo, empujaba a Jon hacia las alturas, con
toda su luz.
Jon nunca había sentido tal impresión de fuerza. Alguien
que le quería iba a su lado, al mismo paso, resoplando al
mismo ritmo. La mirada desconocida le empujaba hacia lo
alto de las rocas, le ayudaba a escalar. Alguien llegado de
lo más profundo de un sueño, y su poder crecía sin cesar, se
hinchaba como una nube. Jon ponía sus pies sobre las
placas de lava, exactamente donde había que hacerlo,
porque seguía unas huellas invisibles. El frío viento le
hacía jadear y nublaba su vista, pero no le era necesario
ver. Su cuerpo se dirigía solo, se orientaba metro a metro y
se elevaba a lo largo de la curva de la montaña.
Estaba solo, en medio del cielo. A su alrededor, ya no
había mas tierra, más horizonte, solo el aire, la luz, las
nubes grises. Jon avanzaba con entusiasmo hacia lo alto de
la montaña, y sus gestos se volvían lentos como los de un
nadador. A veces sus manos tocaban las losas frías, su
vientre las rozaba y notaba sus bordes cortantes de las
fisuras y las huellas de las venas de lava. La luz hinchaba la
roca, hinchaba el cielo, se agrandaba también en su cuerpo,
vibraba en su sangre. La música de la voz del viento
llenaba sus oídos y resonaba en su boca. Jon no pensaba en
nada, no miraba nada. Subía sin un esfuerzo, todo su
cuerpo subía, sin parar, hacia la cúspide de la montaña.
Llegó poco a poco, la pendiente de basalto se fue
suavizando, más larga. Jon estaba ahora como en el valle,
al pie de la montaña, pero un valle de piedra, bello y
grande, extendido en una larga curva hasta el comienzo de
las nubes.
El viento y la lluvia habían gastado la piedra, y la habían
pulido como una muela de molino. En sitios, destellaban
cristales de rojo sangre, estrías verdes y azules, manchas
amarillas que parecían ondular en la luz. Más arriba, el
valle de piedra desaparecía entre las nubes; se deslizaban
por encima, arrastrando tras ellas filamentos, mechas, y
cuando se desvanecían, Jon veía nuevamente la pura línea
curva de piedra.
Después, Jon llegó a la cumbre de la montaña. No se
apercibió en seguida, porque se hizo progresivamente. Pero
cuando miró a su alrededor, vio ese gran círculo negro del
cual el era el centro, y comprendió que había llegado. La
cima de la montaña era esta plataforma de lava que rozaba
el cielo. Allí el viento soplaba, no por ráfagas, sino
continuo y poderoso, extendido sobre la piedra como una
lámina. Jon dio algunos pasos titubeando. Su corazón latía
muy fuerte en su pecho, llevando su sangre hasta sus sienes
y su cuello. Por un instante se ahogaba porque el viento
pegaba contra su nariz y sus labios.
Jon buscó un refugio. La cima de la montaña estaba
desnuda, sin una hierba, sin un hueco. La lava relucía como
el asfalto, astillada en sitios, allí donde la lluvia rompía sus
canalones. El viento arrancaba un poco de polvo gris que se
escapaba de su concha, un breves humaredas.
Aquí reinaba la luz. Ella le había llamado cuando iba
hacia la montaña, y era por eso que había dejado su
bicicleta apoyada en el talud de musgo, al borde del
camino. La luz del cielo se arremolinaba aquí,
completamente libre. Sin cesar desbordaba el espacio y
golpeaba la piedra, después rebotaba hasta las nubes. La
lava negra estaba penetrada por esa luz, pesada y profunda
como el mar en verano. Era una luz sin calor, llegada de
más allá del espacio, la luz de todos los soles y de todos los
astros invisibles, y reavivaba las antiguas brasas y hacía
renacer los fuegos que habían ardido sobre la tierra desde
hacía millones de años. La llama brillaba en la lava, en el
interior de la montaña, resplandecía bajo el soplo del viento
frío. Jon veía ahora ante el, bajo la dura piedra, todas las
corrientes misteriosas que se movían. Las venas rojas
reptaban como serpientes de fuego; las burbujas lentas
cuajadas en el corazón de la materia relucían como los
fotógenos de los animales marinos.
El viento cesó de pronto, como cuando se retiene la
respiración. Entonces Jon pudo ir hacia el centro de la
plana de lava. Se detuvo ante tres extrañas marcas. Eran
tres hondonadas excavadas en la piedra. Una de las cubetas
estaba llena de agua de lluvia, y las otras dos contenían
musgo y un arbusto delgado. Alrededor de las cubetas,
había piedras negras esparcidas y polvo de lava roja que
revoloteaba por las ranuras.
Era el único abrigo. Jon se sentó al borde de la cubeta que
contenía el arbusto. Aquí parecía que el viento nunca
soplaba tan fuerte. La lava era suave y lisa, templada por la
luz del cielo. Jon se recostó hacia detrás apoyado en sus
codos, y miró las nubes.
Nunca había visto las nubes tan cerca. A Jon le gustaban
las nubes. Abajo, en el valle, las miraba a menudo,
recostado en la pared tras la pared de la granja. O bien
escondido en una cala del lago, se quedaba mucho tiempo
con la cabeza vuelta hacia arriba hasta que notaba los
tendones de su cuello duros como cuerdas. Pero aquí, en la
cima de la montaña, no es lo mismo. Las nubes llegaban
deprisa, al ras de la llanura de lava, abriendo sus alas
inmensas. Se tragaban el aire y la piedra, sin ruido, sin
esfuerzo, ensanchaban sus membranas desmesuradamente.
Cuando pasaban por la cima de la montaña, todo se volvía
blanco y fosforescente, y la piedra negra se cubría de
perlas. Las nubes pasaban sin hacer sombra. Al contrario,
la luz brillaba con más fuerza, se volvía toda color de nieve
y de espuma. Jon miraba sus manos blancas, sus uñas
semejantes a piezas de metal. Volvía la cabeza y abría su
boca para beber las gotas finas mezcladas con la
deslumbrante luz. Sus ojos abiertos de par en par miraban
el resplandor de plata que llenaba el espacio. Entonces ya
no había más montaña, mas valles con musgos, ni pueblos,
nada más; nada más, solo el cuerpo de las nubes que huía
hacia el sur, que llenaba cada agujero, cada ranura. El
vapor fresco se quedaba mucho tiempo en la cima de la
montaña, cegando al mundo. Después, muy leprosa, rodaba
hacia el otro lado del cielo.
Jon era feliz de haber llegado hasta aquí, cerca de las
nubes. Le gustaba su país, tan alto, tan lejos de los valles y
de las rutas de los hombres. El cielo se hacía y se deshacía
sin cesar, alrededor del círculo de lava la luz intermitente
del sol se movía como los haces de los faros. Tal vez no
hubiese nada más, realmente. Quizás que ahora todo se
movería sin parar, como el humo, anchos torbellinos, nudos
deslizantes, velas, alas, pálidos ríos. La lava negra se
deslizaba también, se expandía y caía hacia abajo, la lava
fría muy lenta que desbordaba por los labios del volcán.
Cuando se iban las luces, Jon miraba sus espaldas
redondas que corrían por el cielo. Entonces reaparecía la
atmósfera, muy azul, vibrante por la luz del sol y los
bloques de lava se endurecían de nuevo.
Jon se puso boca abajo y tocó la lava. De pronto vio una
piedra extraña, en el borde de la cubeta llena de agua de
lluvia. Se acercó a gatas para examinarla. Era un bloque de
lava negra, sin duda desgajada de la masa por erosión. Jon
quiso devolverlo a su sitio, pero sin conseguirlo. Estaba
soldado al suelo por un peso enorme que no correspondía a
su talla.
Entonces Jon sintió el mismo escalofrío que antes, cuando
escalaba los bloques del barranco. La piedra tenía
exactamente la forma de la montaña. No había duda
posible: era la misma base ancha, angulosa, y la misma
cúspide hemisférica. Jon se acercó más y distinguió
claramente la falla por la que había subido. Sobre la piedra,
formaba una fisura, pero dentada como los peldaños de la
escalera gigante que había escalado.
Jon acercó su cara a la negra piedra, hasta que su mirada
se desdobló. El bloque de lava se agrandaba, llenaba toda
su vista, se extendía a su alrededor. Jon notaba que poco a
poco perdía su cuerpo y su peso. Ahora flotaba, recostado
sobre la espalda gris de las nubes, y la luz le atravesaba de
parte a parte. Veía por debajo suyo las grandes placas de
lava brillantes de agua y de sol, las manchas oxidadas de
liquen, lo9s círculos azules de los lagos. Lentamente se
deslizaba por encima de la tierra, porque se había vuelto
parecido a una nube, ligero y cambiante de forma. Era una
humareda gris, un vapor que se pegaba a las rocas y
depositaba sus finas gotas.
Jon no levantaba su vista de la piedra. Era feliz así,
acariciando muy despacio su lisa superficie con sus manos
abiertas. La piedra vibraba bajo sus dedos como una piel.
Sentía cada bulto, cada fisura, cada marca pulida por el
tiempo, y el suave calor de la luz formaba un ligero tapiz,
parecido al polvo.
Su mirada se detuvo en la cima de la piedra. Allí, sobre la
superficie redondeada y brillante, vio tres minúsculos
agujeros. Era una embriaguez extraña ver el mismo lugar
donde estaba. Jon miró con una atención casi dolorosa las
marcas de las cubetas, pero no pudo ver la clase de insecto
negro que permanecía inmóvil en la cima de la piedra.
Se quedó mucho tiempo mirando el bloque de lava. Por su
mirada sintió que se escapaba poco a poco de si mismo. No
perdía el conocimiento pero su cuerpo se adormecía
lentamente. Sus manos se volvían frías, puestas de plano a
cada lado de la montaña. Su cabeza se apoyó, la barbilla
contra la piedra y sus ojos se quedaron fijos.
Durante ese tiempo el cielo alrededor de la montaña se
deshacía y se volvía a formar. Las nubes se deslizaban
sobre la llanura de lava, las gotitas rodaban por la cara de
Jon y se pegaban a su pelo. El sol lucía de vez en cuando,
con grandes resplandores ardientes. El soplo del viento
circulaba alrededor de la montaña, largamente, tan pronto
en un sentido como en el otro.
Después Jon oyó los latidos de su corazón, pero lejos, en
el interior de la tierra, lejos, hasta el fondo de la lava, hasta
las arterias de fuego, hasta las bases de los glaciares. Los
ruidos estremecían la montaña, vibraban en las venas de
lava, en el yeso, sobre los cilindros de basalto. Resonaban
en el fondo de las cavernas, en las fallas, y el ruido
continuado tenia que recorrer los valles de musgo, hasta las
casas de los hombres.
―Dum-dum, dum-dum, dum-dum, dum-dum, dum-dum,
dum-dum‖
Era un ruido pesado que conducía hacia otro mundo,
como el día del nacimiento, y Jon veía ante el la gran
piedra negra que latía en la luz. En cada pulsación, oscilaba
toda la claridad del cielo acrecentada por una fulgurante
descarga. Las nubes se dilataban, henchidas de electricidad,
fosforescentes como las que se deslizan alrededor de la
luna llena.
Jon percibió otro ruido, un ruido de mar profundo que
sonaba pesado, un ruido de vapor que crepitaba, y esto lo
llevaba aun más lejos. Era difícil resistirse al sueño. Otros
ruidos surgían sin cesar, ruidos nuevos, vibraciones de
motor, gritos de pájaros, chirridos de tornos, trepidación de
líquidos en ebullición.
Los ruidos nacían, llegaban, se alejaban, volvían a venir, y
esto originaba una música que conducía lejos. Jon no hacía
ningún esfuerzo para regresar. Completamente inerte sentía
que bajaba a alguna parte, hacia la cumbre de la piedra
negra tal vez, al borde de los minúsculos agujeros.
Cuando de nuevo abrió los ojos, vio en seguida al
chiquillo con la cara limpia que estaba de pie sobre la
piedra de lava, ante el depósito de agua. Alrededor del
niño, la luz era intensa ya que no había nubes en el cielo.
―¡Jon!‖ dijo el niño. Su voz era suave y frágil y su cara
sonreía.
―¿Cómo sabes mi nombre?‖ preguntó Jon.
El niño no contestó. Estaba inmóvil en el borde de la
cubeta de agua, un poco vuelto de lado como si estuviese
presto a huir.
―¿Y tu, como te llamas?‖, preguntó Jon. ―No te conozco.‖
No se movía para no asustar al niño.
―¿Por qué has venido? Nunca viene nadie por la
montaña.‖
―Quería ver la vista que hay desde aquí‖, dijo Jon.
―Pensaba que se veía todo desde muy alto, como los
pájaros.‖
Dudó un poco, y después le dijo:
―¿Vives aquí?‖
El niño continuaba sonriendo. La luz que le envolvía
parecía salir de sus ojos y de sus cabellos.
―¿Eres pastor? Vas vestido como los pastores.‖
―Vivo aquí‖, dijo el niño. ―Todo lo que ves es mío.‖
Jon contempló toda la extensión de lava y el cielo.
―Te equivocas‖, le dijo. ―Esto no pertenece a nadie.‖
Jon hizo un gesto para levantarse. Pero el niño dio un
salto de costado como si se fuese a ir.
―No me muevo‖, dijo Jon para tranquilizarle. ―Quédate,
no me voy a levantar.‖
―No debes levantarte ahora‖, dijo el niño.
―Entonces ven a sentarte a mi lado.‖
El niño dudó. Miraba a Jon como si intentase adivinar su
pensamiento. Después se acercó y se sentó en cuclillas al
lado de Jon.
―No me has contestado. ¿Cómo te llamas?‖, preguntó Jon.
―No tiene importancia, ya que no me conoces‖, dijo el
niño. ―Yo no te he preguntado tu nombre.‖
―Es verdad‖, dijo Jon. Pero notó que debería haberse
sentido asombrado.
―Dime entonces, ¿Qué haces aquí? ¿Dónde vives?‖ No he
visto ninguna casa subiendo.‖
―Todo es mi casa‖, dijo el niño. Sus manos se movían
lentamente, con graciosos gestos que nunca había visto.
―¿Vives realmente aquí‖, preguntó Jon. ―¿Y tu padre y tu
madre? ¿Dónde están?‖
―No tengo.‖
―¿Y tus hermanos?‖
―Vivo solo, te lo acabo de decir.‖
―¿No tienes miedo? Eres muy joven para vivir solo.‖
El niño siguió sonriendo.
―¿Por qué habría de tener miedo? ¿Tu tienes miedo en tu
casa?‖
―No‖, dijo Jon. Pensó que no era lo mismo, pero no se
atrevió a decirlo.
Se quedaron en silencio un momento, después el niño
dijo:
―Hace mucho que vivo aquí. Conozco cada piedra de esta
montaña mejor de lo que tú conoces tu habitación. ¿Sabes
porque vivo aquí?‖
―No‖, dijo Jon.
―Es una larga historia‖, dijo el niño. ―Hace tiempo, mucho
tiempo, muchos hombres llegaron, instalaron sus casas en
las orillas, en los valles, y los pueblos se volvieron
ciudades. Incluso los pájaros se fueron. Incluso los peces
tenían miedo. Entonces yo también he dejado las orillas,
los valles y he venido a esta montaña. Ahora tu también has
venido a esta montaña, y los demás vendrán después de ti.‖
―Hablas como si fueses muy viejo‖, dijo Jon. ―¡Sin
embargo solo eres un niño!‖
―Si, soy un niño‖, dijo el niño. Miraba fijamente a Jon, y
su mirada azul estaba llena de tal luz que Jon tuvo que
bajar la mirada.
La luz del mes de junio aún era más bella. Jon pensaba
que quizás salía de los ojos del extraño pastor, y que se
extendía hasta el cielo, hasta el mar. Encima de la montaña,
el cielo se había vaciado de sus nubes, y la piedra negra era
suave y tibia. Jon ya no tenía sueño. Miraba con todas sus
fuerzas al niño sentado a su lado. Pero el niño miraba a otra
parte. Había un intenso silencio, sin un soplo de viento.
El niño se volvió de nuevo hacia Jon.
―¿Tu sabes música?‖, le preguntó. ―Me gusta mucho la
música.‖
Jon movió su cabeza, pero se acordó que llevaba en su
bolsillo una pequeña guimbarda. La sacó y se la enseñó al
niño.
―¿Puedes hacer música con eso?‖, preguntó el niño. Jon le
tendió la guimbarda y el niño la examinó un instante.
―¿Qué quieres que te toque?‖, le preguntó Jon.
―Lo que sepas tocar, ¡cualquier cosa! Me gusta toda la
música.‖
Jon puso la guimbarda en su boca e hizo vibrar con su
dedo índice la pequeña lámina de metal. Interpretó algo que
le gustaba mucho, Draumkvaedi, una vieja melodía que su
padre le había enseñado hacía tiempo.
Los sonidos nasales de la guimbarda resonaban lejos, en
la llanura de lava, y el niño escuchó ladeando un poco la
cabeza.
―Es bonita‖, dijo el niño cuando Jon había acabado. ―Toca
algo más para mi, por favor.‖
Sin entender bien porqué, Jon estaba feliz de que su
música gustase al pastor.
―Se también tocar Manstu ekki vina‖, dijo Jon, Es una
canción extranjera.‖
Al tiempo que tocaba, marcaba la pauta con el pie en la
placa de lava.
El niño escuchaba y sus ojos brillaban de alegría.
―Me gusta tu música‖, dijo al final. ¿Sabes tocar otras
músicas?‖
Jon pensó.
―Mi hermano me presta algunas veces su flauta. Tiene una
bonita flauta, toda ella de plata, y me la presta algunas
veces para tocar.‖
―Me gustaría oír esa música también.‖
―Intentaré de que me preste su flauta la próxima vez‖, dijo
Jon. ―Tal vez que también querrá venir, para que escuches
su música.‖
―Me gustaría mucho‖, dijo el niño.
Después Jon volvió a tocar la guimbarda. La lámina de
metal vibraba fuerte en el silencio de la montaña, y Jon
pensaba que se le oía quizás hasta los confines del valle,
hasta su granja. El niño se le acercó. Movía sus manos con
cadencia, con su cabeza algo inclinada. Sus ojos claros
brillaban, y se puso a reír, cuando la música se volvía
demasiado nasal. Entonces Jon ralentizaba el ritmo, hacía
cantar las notas largas que temblaban en el aire, y la cara
del niño se ponía seria y sus ojos retomaban el color del
mar profundo.
Al final se paró, casi sin aliento. Sus dientes y su lengua le
dolían.
El niño aplaudió, y dijo:
―¡Que bonito! ¡Tu sabes mucho de música!‖
―También se hablar con la guimbarda‖, dijo Jon.
El niño se mostró asombrado.
―¿Hablar?‖ ―¿Como puedes hablar con ese objeto?‖
Jon se volvió a poner la guimbarda en la boca y, muy
lentamente, pronunció algunas palabras haciendo vibrar la
lámina de metal.
―¿Lo has entendido?‖
―No‖, dijo el niño.
―Escucha mejor.‖
Jon lo repitió aun más despacio. La cara del niño se
iluminó.
―¡Has dicho: Buenos días, amigo mío!‖
―Así es.‖
Jon le explicó:
―En casa, allá abajo, en el valle, todos los chicos saben
hacer esto. Cuando llega el verano, salimos al campo,
detrás de las granjas, y se habla así a las chicas, con
nuestras guimbardas. Cuando se encuentra una chica que
nos gusta, se va tras ella, por la noche, y se le habla así,
para que sus padres no lo entiendan. A ellas les gusta.
Ponen su cabeza en la ventana y escuchan lo que se les
dice, con la música.‖
Jon enseñó al niño como se decía: ―Te quiero, te quiero, te
quiero, te quiero‖, solo rozando la lámina de metal y
moviendo la lengua en la boca.
―Es fácil‖, dijo Jon. Y le dio el instrumento al niño, que
probó a su vez de hablar rascando la lámina de metal. Pero
no se parecía en nada a un lenguaje y juntos se pusieron a
reír.
El niño ya no mostraba desconfianza alguna. Jon le
enseñó también como se tocaban otras canciones, y los
sonidos nasales resonaron mucho tiempo en la montaña.
Después la luz empezó a declinar. El sol bajó muy cerca
del horizonte, en una bruma roja. El cielo se iluminó
extrañamente, como si hubiese un incendio. Jon miró la
cara de su compañero, y le pareció que había cambiado de
color. Su piel y sus cabellos se habían vuelto grises como la
ceniza, y sus ojos tenían el color del cielo. El calor suave
disminuía poco a poco. El frío llegó como un
estremecimiento. En un momento dado, Jon se levantó para
irse, pero el niño le puso la mano sobre su brazo.
―No te vayas, te lo ruego‖, dijo simplemente.
―He de bajar ya, debe de ser tarde…‖
―No te vayas. La noche va a ser clara. Te puedes quedar
aquí hasta mañana por la mañana.‖
Jon dudó.
―Mi madre y mi padre me esperan en casa‖, dijo.
El niño pensó. Sus ojos grises brillaban con fuerza.
―Tu padre y tu madre están dormidos‖, dijo el; ―No se
despertarán antes de mañana por la mañana. Te puedes
quedar.‖
―¿Como sabes que duermen?‖, preguntó Jon.
Pero comprendió que el niño decía la verdad. El niño
sonrió.
―Tu sabes música y hablar con la música. Yo se otras
cosas.‖
Jon cogió la mano del niño y se la apretó. No sabía el
porqué, pero nunca antes había sentido tanta felicidad.
―Enséñame otras cosas‖, dijo; ―¡Sabes tantas cosas!‖
En lugar de contestarle, el niño se levantó de un salto y
corrió hacia el depósito. Tomó un poco de agua en sus
manos formando copa, y se la llevó a Jon. Acercó sus
manos a la boca de Jon.
―¡Bebe!‖, le dijo.
Jon obedeció. El niño vertió dulcemente el agua entre sus
labios. Jon no había bebido jamás un agua como esa. Era
dulce y fresca, pero densa y pesada también, y parecía
recorrer su cuerpo como un río. Era un agua que saciaba la
sed y el hambre, que se movía por sus venas como una luz.
―Es buena‖, dijo Jon. ―¿Qué agua es?‖
―Viene de las nubes‖, dijo el niño. ―Nunca nadie la ha
visto.‖
El niño estaba de pie ante el sobre la losa de lava.
―Ven, ahora voy a enseñarte el cielo.‖
Jon dio la mano al niño y ambos se pusieron a andar hacia
la cima de la montaña. El niño iba ligero, un poco delante,
sus pies desnudos rozando apenas el suelo. Fueron así hasta
el borde de la plataforma de lava, allá donde la montaña
dominaba la tierra como un promontorio.
Jon miró el cielo abierto ante ellos. El sol había
desaparecido completamente tras el horizonte, pero la luz
seguía iluminando las nubes. Abajo, muy lejos, en el valle,
había una ligera sombra que velaba el relieve. No se veía el
lago, ni las colinas, pero Jon no podía reconocer el país.
Pero el cielo inmenso estaba lleno de luz, y Jon vio todas
las nubes, grandes, color de humo, extendidas por el aire
amarillo y rosa. Más arriba, empezaba el azul, un azul
profundo y oscuro que también vibraba con luz, y Jon
percibió el punto blanco de Venus, que brillaba solo como
un faro.
Juntos se sentaron en el borde de la montaña y miraron el
cielo. No pasaba un soplo de viento, ni un ruido, ni un
movimiento. Jon sintió el espacio entrar en el e hinchar su
cuerpo, como si retuviese la respiración. El niño no
hablaba. Estaba inmóvil, con el busto derecho, la cabeza un
poco hacia atrás, y miraba el centro del cielo.
Una a una, las estrellas se encendieron, separando sus
ocho agudos rayos. Jon notó de nuevo el pulso regular en
su pecho y en las arterias de su cuello, pues esto venía del
centro del cielo a través de el y resonaba en toda la
montaña. La luz del día, latía también, cerca del horizonte,
respondiendo a los latidos del nocturno cielo. Los dos
colores, uno oscuro y profundo, el otro claro y caliente,
estaban unidos en el zenit, y se movían con un mismo
movimiento de balanceo.
Jon reculó sobre la piedra, se acostó sobre la espalda, con
los ojos abiertos. Ahora oía con nitidez el ruido, el gran
ruido que venía de todos los rincones del espacio y se
juntaban encima de el. No eran palabras, ni siquiera
música, y sin embargo le parecía comprender lo que
querían decir, como palabras, como frases de una canción.
El escuchaba el mar, el cielo, el sol, el valle, que gritaban
como los animales. Oía los sonidos pesados prisioneros del
abismo, los murmullos escondidos en el fondo de los
pozos, en el fondo de las fallas. Algunos llegados del norte,
el ruido continuo y liso de los glaciares, el roce que avanza
y chirría sobre el pedestal de las piedras. El vapor brotaba
de las solfataras, lanzando agudos gritos, y las altas
llamaradas del sol zumbaban como las forjas. Por doquier,
el agua corría, el barro hacía estallar nubes de burbujas. Las
semillas duras se resquebrajaban y germinaban bajo el
suelo. Las raíces vibraban, el goteo de la savia en los
troncos de los árboles, el canto eólico de las hierbas
cortantes. Después llegaban otros ruidos que Jon conocía
mejor, los motores de las camionetas y de las bombas, los
martillazos de los pistones, las sirenas de los barcos. Un
avión desgarraba el aire con sus cuatro turborreactores,
lejos, por encima del Océano. Una voz de hombre hablaba,
en alguna parte, en una sala de colegio pero ¿era realmente
un hombre? Era más bien un canto de insecto que se
transformaba en un sonido sibilante, en un borborigmo, o
bien se dividía en soplidos estridentes. Las alas de los
pájaros marinos ronroneaban por encima de los acantilados,
las gaviotas y los cormoranes piaban. Todos los ruidos
trasladaban a Jon, su cuerpo flotaba por encima de la capa
de lava, se deslizaba como sobre una balsa de musgo, se
volvía en invisibles remolinos, mientras en el cielo, en el
límite del día y la noche, las estrellas brillaban con su fijo
resplandor.
Jon se quedó mucho tiempo así, acostado, mirando y
escuchando. Después los ruidos se alejaron, se debilitaron,
uno tras otro. Los latidos de su corazón se volvieron más
suaves, mas regulares, y la luz se volvió una mancha gris.
Jon se volvió de lado y miró a su compañero. Sobre la
losa negra, el niño estaba acurrucado, con la cabeza
apoyada en su brazo. Su pecho se movía lentamente y Jon
comprendió que se había dormido. Entonces cerró también
sus ojos y esperó el sueño.
Jon se despertó cuando el sol apareció encima del
horizonte. Se sentó y miró a su alrededor, sin comprender.
El niño ya no estaba. Solo estaba la gran extensión de lava
negra y, perdiéndose de vista, el valle donde las primeras
sombras empezaban a dibujarse. El viento soplaba de
nuevo, barriendo el espacio. Jon se puso de pie y buscó a su
compañero. Siguió la pendiente de lava hasta las cubetas.
En el reservorio, el agua era del color del metal, rizada por
las ráfagas del viento. En su agujero cubierto de musgo y
de liquen, el viejo arbusto seco vibraba y temblaba. Sobre
la losa, la piedra en forma de montaña seguía estando en el
mismo sitio. Entonces Jon se quedó de pie un instante en la
cima de la montaña, y llamó varias veces, pero ni el eco le
respondía:
―¡Ohé!‖
―¡Ohé!‖
Cuando comprendió que no encontraría a su amigo, Jon
sintió tal soledad que notó un dolor en el centro de su
cuerpo como una punzada en el costado. Empezó a
descender la montaña, lo más rápido que pudo, saltando
sobre las rocas. Con prisa, buscó la falla donde se
encontraba la escalera gigante. Se deslizó por las grandes
piedras mojadas, descendió al valle, sin volverse a mirar.
La bella luz aumentaba en el cielo y era completamente de
día cuando llegó abajo.
Después se puso a correr por el musgo, y sus pies
rebotaban y le empujaban hacia delante aun más de prisa.
Cruzó de un salto el río color de cielo, sin mirar las balsas
de musgo que bajaban girando por los remolinos. No muy
lejos, vio un rebaño de borregos que salieron de estampida
balando, y comprendió que estaba de nuevo en el territorio
de los hombres. Cerca del camino de tierra, su bella
bicicleta nueva le esperaba, su manillar cromado cubierto
de gotitas de agua. Jon cogió su bicicleta y empezó a
pedalear sobre el camino de tierra, cada vez mas bajo. No
pensaba en nada, solo sentía el vacío, la soledad sin límites,
mientras pedaleaba a lo largo del camino de tierra. Cuando
llegó a la granja; Jon dejó la bicicleta contra la pared y
entró sin hacer ruido, para no despertar a su padre y a su
madre que aun dormían.
LA RUEDA DE AGUA
El sol todavía no se había levantado sobre el río. Por la
estrecha puerta de la casa, Juba mira las limpias aguas que
ya espejeaban, desde el otro lado de los campos grises. Se
levantó de su cama, quitó la manta que le cubría. El aire
frío de la mañana le produjo un escalofrío. En la oscura
cas, había otros bultos envueltos en sábanas, otros cuerpos
dormidos. Juba reconoció a su padre, al otro lado de la
puerta, a su hermano y al fondo, su madre y sus dos
hermanas tapadas bajo la misma manta. Un perro aullaba
largamente en alguna parte con una extraña voz que canta
un poco y después se calla. Pero no hay muchos rumores
sobre la tierra, ni sobre el río, pues el sol aun no se había
levantado. La noche es gris y fría, trae el aire de las
montañas y del desierto y la pálida luz de la luna.
Juba miró la noche estremeciéndose, sin moverse de su
cama. A través de la estera de caña trenzada, sube el frío de
la tierra y las gotas de rocío se forman sobre el polvo.
Fuera las hierbas brillan un poco, como láminas húmedas.
Las acacias grandes y delgadas son negras, inmóviles en la
tierra cuarteada.
Juba se levantó sin hacer ruido. Plegó la manta y enrolló
el colchón, después se fue por el camino que atravesaba los
campos desiertos. Miró al cielo, hacia el este, y adivinó que
el día estaba a punto de despuntar. Notó la llegada de la luz
en el fondo de su cuerpo, y la tierra también lo sabia, la
tierra labrada de los campos y la tierra polvorienta entre las
matas de espinas y los troncos de las acacias. Era como una
inquietud, como una duda que venía del cielo, recorre el
agua lenta del río y se propaga a ras de tierra. Las telas de
araña tiemblan, las hierbas vibran, los mosquitos vuelan
por encima de los charcos, pero el cielo está vacío, porque
no hay más murciélagos ni siquiera pájaros. Bajo los
desnudos pies de Juba, el sendero es duro. La lejana
vibración anda al mismo tiempo que el, y los grandes
saltamontes grises empiezan a saltar a través de la hierba.
Lentamente, mientras Juba se aleja de la casa, el cielo se
aclara hacia la desembocadura del río. La bruma baja entre
las orillas, a la velocidad de una balsa, estirando sus
blancas membranas.
Juba se para en el camino. Mira un instante el río: Sobre
las orillas de arena, las cañas mojadas se vuelcan. Un gran
tronco negro encallado se mueve en la corriente, se hunde y
emergen de nuevo sus ramas como el cuello de una
serpiente que nada. La sombra está aún en el río, el agua es
pesada y densa, fluye con sus pliegues lentos, pero mas allá
del río, la tierra seca aparece. El polvo es duro bajo los pies
de Juba, la tierra roja está rota como las viejas vasijas, los
surcos zigzagueantes, parecida a viejas fisuras.
La noche se abre poco a poco en el cielo, sobre la tierra.
Juba atraviesa los desiertos campos, se aleja de las últimas
casas de los payeses, no se ve más el río. Puja un montículo
de piedras secas donde se pegan algunas acacias. Juba
recoge del suelo algunas flores de acacias que mastica
mientras escala el montículo. El jugo se expande por su
boca y disuelve el sopor del sueño. En la otra vertiente de
la colina de piedras, los bueyes esperan. Cuando Juba llega
cerca de ellos, los grandes animales patalean cojeando, y
uno de ellos vuelve la cabeza atrás, mugiendo.
―Tttt! Outta, outta!‖ dice Juba, y los bueyes le reconocen.
Sin cesar de chasquear la lengua, Juba les quita sus trabas y
los guía hacia lo alto de la colina de piedras. Los dos
bueyes avanzan penosamente, cojeando, porque las trabas
han engordado sus patas traseras. El vapor sale por sus
narinas.
Cuando llegan delante de la noria, los bueyes se paran.
Resoplan y se echan hacia atrás, hacen ruidos con sus
gargantas, sus pezuñas se clavan en el suelo y desprenden
piedras. Juba ata los bueyes al extremo del largo madero.
Mientras unce el yugo, no para de chasquear la lengua
contra el paladar. Las moscas planas empiezan a volar
alrededor de sus ojos y de las narinas de los bueyes, y Juba
caza algunas que se paran en su cara y en sus manos.
Los animales esperan ante los pozos, el pesado timón de
madera cruje y rechina cuando dan un paso adelante. Juba
tira de la cuerda atada al yugo y la rueda comienza a gemir
como un barco que se estremece. Los bueyes grises
caminan lentamente sobre el sendero circular. Sus pezuñas
se hunden sobre las huellas del día anterior, horadan los
antiguos agujeros en la tierra roja entre las piedras. Al final
del largo madero está la gran rueda de madera que gira al
mismo tiempo que los bueyes, y su eje arrastra el engranaje
de la otra rueda vertical. La larga tira de cuero baja hasta el
fondo de los pozos, llevando los cubos hasta el agua.
Juba anima a los bueyes chasqueando la lengua sin parar.
También les habla en voz baja, suavemente, porque la
sombra envuelve todavía los campos y el río. La pesada
mecánica de madera cruje y rechina, resiste, recomienza.
Los bueyes se paran de vez en cuando y Juba corre tras
ellos, golpea sus patas con una caña, empuja el timón. Los
bueyes retoman su marcha circular, con la cabeza baja,
resoplando.
Cuando el sol por fin se levanta, aclara de golpe todos los
campos La tierra roja está abarrancada de surcos, muestra
sus bloques de barro seco, sus agudas piedras que brillan.
Por encima del río, en la otra punta de los campos, la
bruma se rompe y el agua se ilumina.
Un vuelo de pájaros surge bruscamente de la orilla, entre
los cañaverales, y explota en el cielo claro alzando su
clamor. Son las gangas, las perdices del desierto, y su
agudo grito sobresalta a Juba De pie sobre las piedras de
los pozos, las sigue un instante con la vista. Los pájaros
suben hasta el cielo, pasan ante el disco del sol, descienden
de nuevo hacia la tierra y desaparecen en las hierbas del
río. Lejos, en la otra punta de los campos, las mujeres salen
de sus casas. Encienden los braseros, pero la luz del sol es
tan nueva que no llega a empañar el resplandor rojo del
carbón de encina que arde. Juba oye los gritos de los niños,
las voces de los hombres. Alguien, en alguna parte, llama,
y su voz aguda queda suspendida un tiempo en el aire:
―¡Ju-uuu-baa!‖
Los bueyes andan más de prisa ahora. El sol recalienta su
cuerpo y les da fuerzas. El molino gime y rechina, cada
diente del engranaje cruje rozando contra la otra, la correa
de cuero tensa bajo el peso de los cubos vibra
continuamente. Los cubos suben hasta el borde de los
pozos, se vuelcan en el canal de palastro, vuelven a bajar
rozando las paredes del pozo. Juba mira el agua que circula
por olas a lo largo del canal, chorrea por la acequia,
desciende a empujones regulares hacia la roja tierra de los
campos. El agua fluye como a lentos sorbos, y la seca tierra
bebe con avidez. El fondo de la zanja se vuelve barro, y la
lenta ola avanza metro a metro. Juba mira el agua, sin
cansarse, sentado en una piedra en el borde del pozo. A su
lado la rueda de madera gira muy despacio, rechinando, y
el zumbido constante de la correa se oye en el aire, los
cubos colman el canal de palastro, uno tras otro, vertiendo
el agua que se desliza silbando. Es una música lenta y
gimoteante como una voz humana, llena el cielo vacío y los
campos. Es una música que Juba conoce bien, día tras día.
El sol se eleva lentamente por encima del horizonte, la luz
del día vibra sobre las piedras, sobre los tallos de las
plantas, sobre el agua que corre en la acequia. Los hombres
van a lo lejos, sobre la curva de los campos, siluetas negras
contra el cielo pálido. El aire se calienta poco a poco, las
piedras parecen hincharse, la tierra roja luce como la piel
de un hombre. Hay gritos, de una punta a la otra de la
tierra, gritos de hombres y aullidos de perros, y esto
resuena en el cielo sin acabar, mientras la rueda de madera
gira y rechina. Juba no mira a los bueyes. Les da la espalda,
pero escucha su respiración que raspa su garganta, se aleja,
vuelve. Las pezuñas de los animales siguen golpeando las
piedras, sobre el sendero circular, y se hunden en los
mismos agujeros. Entonces Juba envuelve su cabeza en una
tela blanca y deja de moverse. Mira a lo lejos, quizás, al
otro lado de los campos de tierra roja, al otro lado del río
metálico. No oye el ruido de la rueda que gira, no oye el
ruido del pesado timón de madera que pivota alrededor de
su eje.
―¡Eh-oh!‖
Canta en su garganta, lentamente, también con los ojos
semicerrados.
―¡Eeeh-oooh, oooh-oooh!‖
Las manos y la cara tapada por la blanca tela, el cuerpo
inmóvil, canta al mismo tiempo que gira la rueda. Apenas
abre la boca, y su canto sale lentamente de su garganta,
como el soplido de los bueyes, como el zumbido continuo
de la correa de cuero.
―¡Eeh-eeh-eyaah-oh!‖
El resoplar de los bueyes se aleja, vuelve, gira sin cesar a
lo largo del camino circular. Juba canta para si mismo, y
nadie le puede oír, mientras el agua fluye a oleadas a lo
largo de la acequia. La lluvia, el viento, la pesada agua del
gran río que desciende hacia el mar, están en su garganta,
en su cuerpo inmóvil. El sol sube sin parar en el cielo, el
calor hace vibrar las ruedas de madera y el timón. Tal vez
sea el mismo movimiento que conduce al astro hasta el
centro del cielo, mientras los bueyes avanzan pesadamente
a lo largo del camino circular.
―¡Eeh-eeh-eya-oooh,ooo-oh-ooo-oh!‖
Juba oye el canto que nace de el, que atraviesa su vientre
y su pecho, el canto que viene de la profundidad de los
pozos. El agua circula por olas del color de la tierra, y baja
hacia los campos desnudos. El agua vuelve también,
lentamente, rodeando muros, rodeando ríos alrededor de
un eje invisible. El agua se desliza crujiendo, rechinando,
fluye sin cesar hacia el abismo oscuro de los pozos donde
los surcos vacíos la retoman.
Es una música que no acaba, por que está en todo el
mundo, en el mismo cielo, donde sube lentamente el disco
solar, a lo largo de su camino curvado. Los sonidos
profundos, regulares, monótonos, suben desde la gran
rueda de madera hasta los engranajes gimientes, el torno
pivota alrededor de su eje quejándose, los cubos metálicos
bajan a los pozos, la correa de cuero vibra como una voz, y
el agua continua corriendo por el canal, por olas, inunda el
canal de la acequia. Nadie habla, nadie se mueve, y el agua
cae en cascada, se agranda como un torrente, se extiende
por los surcos, sobre los campos de tierra roja y piedras.
Juba echa un poco la cabeza hacia atrás y mira al cielo.
Ve el lento movimiento circular que traza su estela
fosforescente, ve las esferas transparentes, los engranajes
de la luz en el espacio. El ruido de la rueda de agua llena
toda la atmósfera, gira interminablemente con el sol. Los
bueyes van al mismo ritmo, con la frente inclinada, la nuca
rígida bajo el peso del yugo. Juba oye el ruido sordo de sus
pezuñas, el ruido, el ruido de su respiración que va y viene,
y l les habla, les dice palabras graves que duran tiempo,
palabras que se mezclan con los gemidos del timón, con los
ruidos de los engranajes de las ruedas, con el tintineo de los
cubos que suben sin cesar, vertiendo el agua.
―Eeeya-ayaaah, eyaaa-oh! ¡Eyaaa-oh!‖
Después mientras el sol remonta lentamente, arrastrado
por la rueda y por los pasos de los bueyes, Juba cierra los
ojos. El calor y la luz forman un remolino suave que se lo
lleva en su corriente, a lo largo de un círculo tan ancho que
parece no cerrarse nunca. Juba está sobre las alas de un
buitre blanco, muy alto en un cielo sin nubes. Se desliza
sobre si mismo, a través de las capas de aire, y la tierra roja
vira lentamente sobre sus alas. Los desnudos campos, los
caminos, las casas con los techos de hojas, el río del color
del metal, todo pivota alrededor de los pozos, haciendo un
ruido que repiquetea y rechina. La monótona música de las
ruedas de agua, el resoplido de los bueyes, el gorgoteo del
agua en la acequia. Todo esto gira, se lo lleva, le hace
subir. La luz es muy grande, el cielo está abierto, no hay
más hombres, han desaparecido. Solo está el agua, la tierra,
el cielo, planos móviles que pasan y se cruzan, cada
elemento parecido a una rueda dentada mordiendo su
engranaje.
Juba no duerme. Ha abierto los ojos de nuevo, y mira ante
si, al límite de los campos. No se mueve. La tela blanca
cubre su cabeza y su cuerpo, y respira suavemente.
Es entonces cuando aparece Yol. Yol es un pueblo
extraño, muy blanca en medio de la tierra desierta y de las
piedras rojas. Sus altos monumentos aun se mueven,
indecisos, irreales, como si no hubiesen sido terminados.
Son parecidos a los reflejos del sol sobre grandes lagos de
sal.
Juba conoce bien este pueblo. Lo ha visto a menudo, a lo
lejos, cuando la luz del sol es muy fuerte y los ojos se velan
un nublan un poco por la fatiga. Lo ha visto a menudo, pero
nadie se ha acercado, a causa del espíritu de los muertos.
Un día, le pidió a su padre el nombre de la ciudad, tan
bonita y tan blanca, y su padre le dijo que se llamaba Yol, y
que no era una ciudad para los hombres, sino solo para los
espíritus de los muertos. Su padre le ha hablado también de
quien reinaba en esa ciudad, hace mucho tiempo, un joven
rey llegado del otro lado del mar y que tenía el mismo
nombre que el.
Ahora, en la música lenta de las ruedas, en la cegadora
luz, cuando el sol está en lo más alto del cielo, Yol había
aparecido una vez más. Se hizo grande ante Juba, y el vio
claramente sus grandes edificios que temblaban bajo el aire
caliente. Hay altas torres sin ventanas, casas blancas en
medio de jardines con palmeras, palacios, templos. Los
bloques de mármol relucen como si acabasen de ser
cortados. La ciudad gira lentamente alrededor de Juba, y la
música monótona de la rueda del agua se parece al rumor
del mar. La ciudad flota sobre los desiertos campos, ligera
como los reflejos del sol sobre los grandes lagos de sal, y
ante ella fluye el agua del río Azan como un camino de
luz. Juba escucha el rumor del mar, desde el otro lado de la
ciudad. Es un ruido muy pesado que se mezcla con el
rodamiento del tambor y con los mugidos graves de los
bucinos y de las tubas. El pueblo de Himyar se apresura por
las calles de la ciudad. Hay esclavos negros llegados de
Nubia, las cohortes de soldados, los caballeros con las
capas rojas cubiertos con cascos de cuero, los hijos rubios
de los montañeses. El polvo nubla el aire, por encima de las
calles y de las casas, formando una gran nube gris que se
arremolina en las puertas de las murallas de la ciudad.
―¡Eya! ¡Eya!‖ grita la multitud, mientras Juba avanza a lo
largo del camino blanco. Es el pueblo de Himyar que le
llama, que extiende sus brazos hacia el. Pero el sigue
avanzando sin mirarles, a lo largo del camino real. En lo
alto de la ciudad, por encima de las villas y de los árboles,
el templo de Diana es inmenso, sus columnas de mármol se
parecen a troncos petrificados. La luz del sol ilumina el
cuerpo de Juba y le emborracha, y el oye crecer el continuo
rumor del mar. La ciudad a su alrededor es ligera, vibra y
se ondula como los reflejos del sol sobre los grandes lagos
de sal. Juba anda y sus pies parecen no tocar el suelo como
si estuviese transportado por una nube. El pueblo de
Himyar, los hombres y las mujeres van con el, la música
escondida resuena en las calles y en las plazas, y a veces el
rumor del mar queda oculto por los gritos que le llaman:
―¡Juba! ¡Eya! ¡Ju-uuu-baa!‖
La luz brotó de repente, cuando Juba llegó a la cima del
templo. Es el mar inmenso y azul que se extiende hasta el
horizonte. El lento movimiento circular traza la línea pura
del horizonte, y la voz monótona de las olas resuena contra
las rocas.
―¡Juba! ¡Juba!‖
Las voces del pueblo de Himyar gritan, y su nombre
resuena por toda la ciudad, por encima de las murallas de
color tierra, en los peristilos de los templos, en los patios de
los palacios blancos. Su nombre llena los campos rojos,
hasta los límites del río Azán.
Entonces Juba sube los últimos peldaños del templo de
Diana. Está vestido de blanco, sus negros cabellos están
ceñidos por una cinta de hilo dorado. Su hermoso rostro
color cobrizo se vuelve hacia la ciudad, y sus ojos oscuros
miran, pero es como si viese a través del cuerpo de los
hombres, a través de las blancas paredes de los edificios.
La mirada de Juba atraviesa las murallas de Yol, va más
lejos; sigue los meandros del río Azán, pasa por los
extensos campos desiertos, llega hasta los montes Amor,
hasta el nacimiento de Sebag. Ve el agua clara que brota
entre las rocas, la preciosa agua fría que fluye haciendo su
ruido especial.
La multitud ahora calla mientras Juba los mira con su
oscura mirada. Su rostro es parecido al de un joven dios, y
la luz del sol parece decuplicarse sobre sus blancos
vestidos y sobre su piel de dolor cobrizo.
La música aún brota, como un clamor de pájaros, retumba
entre las paredes de la ciudad. Hincha el cielo y el mar, su
ola se ensancha mucho.
―Soy Juba‖, piensa el joven rey, después dice en voz alta,
con fuerza:
―¡Soy Juba, el hijo e Juba, el nieto de Hiempsal!‖
―¡Juba! ¡Juba! ¡Eya-oooh!‖ grita la multitud.
―¡Soy Juba, vuestro rey!‖
―¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!‖
―¡He vuelto hoy, y Yol es la capital de mi reino!
El rumor del mar se hizo más grande. Ahora, por los
escalones del templo subía una mujer. Es muy bella, lleva
un vestido blanco que se mueve con el viento, y sus claros
cabellos están llenos de destellos. Juba toma su mano y va
con ella hasta el borde del templo.
―¡Cleopatra Selene, hija de Antonio y Cleopatra, vuestra
reina!‖
El ruido de la multitud cubrió la ciudad.
La joven mira sin moverse las villas blancas, las murallas,
y la gran extensión de tierra roja. Ella sonríe.
Pero el lento movimiento de las ruedas continua, y el
ruido del mar es más fuerte que las voces de los hombres.
En el cielo, el sol desciende poco a poco, en su camino
circular. Su luz cambia de color sobre las paredes de
mármol, alargando la sombra de las columnas.
Es como si ahora estuviesen solos, sentados sobre los
escalones, al lado de las columnas de mármol. A su
alrededor, el mar y la tierra giran haciendo su gemido
particular. Cleopatra Selene mira el rostro de Juba. Admira
el rostro del joven rey, con la frente alta, la nariz aguileña,
los ojos rasgados que rodean el negro dibujo de las cejas.
Se le acerca y le habla suavemente, en una lengua que Juba
no puede comprender. Su voz es dulce y su aliento
perfumado. Juba la mira a su vez, y le dice:
―Aquí todo es hermoso, hace tanto tiempo que he deseado
volver. Cada día, desde mi infancia, he pensado cuando
llegaría el momento en que pudiese volver a ver todo esto.
Querría ser eterno para no volver a abandonar nunca mas
esta ciudad y esta tierra, para ver esto siempre.‖
Sus ojos oscuros brillan con el espectáculo que le rodean.
Juba no cesa de mirar la ciudad, las casas blancas, las
terrazas, los jardines con palmeras. Yol vibra en la luz del
atardecer, ligera e irreal como los reflejos del sol sobre los
grandes lagos salados. El viento que sopla mueve los
cabellos de Cleopatra Selene, el viento lleva hasta la
cumbre del templo el monótono rumor del mar.
La voz de la joven le pregunta, simplemente
pronunciando su nombre:
―¿Juba…Juba?‖
―Mi padre ha muerto vencido aquí mismo‖, dijo Juba,
―Me han llevado como esclavo a Roma. Pero hoy en día
esta ciudad es bella, y yo quiero que sea aun más bella.
Quiero que no haya ciudad más bella sobre la tierra. Se
enseñará filosofía, la ciencia de los astros, la ciencia de las
cifras, y los hombres vendrán de todos los lugares del
mundo para aprender.‖
Cleopatra Selene escucha las palabras del joven rey sin
entenderle. Pero también mira la ciudad, escucha el rumor
de la música que gira alrededor del horizonte. Su voz es
cantarina cuando le llama:
―¡Juba! ¡Eyaaa-oh!‖
―En la plaza, en el centro de la ciudad, los maestros
enseñarán la lengua de los dioses. Los niños aprenderán a
venerar los conocimientos, los poetas leerán sus obras, los
astrónomos predecirán el porvenir. No habrá tierra más
próspera ni pueblo más pacífico. La ciudad resplandecerá
con los tesoros del espíritu, con esta luz.‖
El bello rostro del joven rey brilla con la claridad que
rodea el templo de Diana. Sus ojos miran lejos, más allá de
las murallas, más allá de las colinas, hasta el centro del
mar.
―Los hombres más sabios de mi nación vendrán aquí, a
este templo, con los escribas y yo estableceré con ellos la
historia de esta tierra, la historia de los hombres, de las
guerras, de los hitos de la civilización, y la historia de las
ciudades, de los cursos de agua, de las montañas, de los
ríos y del mar, desde Egipto al país de Cerné.‖
Juba mira a los hombres del pueblo de Himyar que se
apresuran por las calles de la ciudad, alrededor del templo,
pero el no escucha el ruido de sus voces, solo oye el rumor
monótono del mar.
―No he venido por venganza‖, dice Juba.
Mira también a la joven reina sentada a su lado.
―Mi hijo, Ptolomeo va a nacer‖, dijo. ―Reinará aquí, en
Yol, y sus hijos reinarán después de el, para que nada se
acabe.‖
Después se puso de pié sobre la plataforma del templo,
justo de cara al mar. La luz cegadora esta sobre el, la luz
que viene del cielo, que hace brillar las paredes de mármol,
las casas, los campos, las colinas. La luz viene del centro
del cielo, inmóvil sobre el mar.
Juba no habla más. Su rostro es parecido a una máscara de
cobre, y la luz brilla sobre su frente, sobre la curva de su
nariz, sobre sus pómulos. Sus oscuros ojos ven lo que hay
más allá del mar. A su alrededor, las paredes blancas y las
estelas de calcita tiemblan y vibran como los reflejos del
sol sobre los grandes lagos de sal. La cara de Cleopatra
Selene también está inmóvil, iluminada, sosegada y
tranquila como el rostro de una estatua.
Juntos, de pie uno al lado del otro, el joven rey y su
esposa están sobre la plataforma del templo, y la ciudad
gira lentamente a su alrededor. La monótona música de las
grandes ruedas escondidas llena sus oídos y se mezcla con
el ruido de las olas sobre las rocas de la orilla. Es como un
cano, como una voz humana que grita desde muy lejos, que
llama:
―¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!‖
Las sombras crecen sobre la tierra mientras el sol
desciende poco a poco hacia el oeste, a la izquierda del
templo. Juba ve temblar los edificios y deshacerse. Se
deslizan sobre ellos mismos como nubes, y el canto de las
ruedas, en el cielo y el mar se vuelve más grave, más
gimiente. Hay grandes círculos blancos en el cielo, grandes
olas que nadan. Las voces humanas disminuyen, se alejan,
se desvanecen. Aun a veces, se oyen sonidos de música,
sonidos de las tubas, las flautas, el tambor. O bien los gritos
guturales de los camellos que gritaban cerca de las puertas
de las murallas. La sombra gris y malva se extiende sobre
las colinas se extiende sobre las colinas y avanza en el valle
del río. El templo solo iluminado por el sol se levanta por
encima de la ciudad como un barco de piedra.
Juba ahora está solo en las ruinas de Yol. Las olas lentas
pasan sobre los mármoles rotos y rompen la superficie del
mar. Las columnas están acostadas en el fondo del mar, los
grandes troncos petrificados desaparecen en las algas, las
escaleras tragadas. Ya no hay aquí más hombres ni más
mujeres ni más niños. La ciudad es como un cementerio
que tiembla en el fondo del mar, y las olas acaban de
romper en los últimos peldaños del templo de Diana, como
en un escollo. Queda siempre el ruido monótono, el rumor
del mar. Es el movimiento de las grandes ruedas dentadas
que rechinan aun, que gimen, mientras la pareja de bueyes
atados al timón endentece su marcha circular. En el cielo
azul oscuro, la luna creciente ha aparecido y brilla con su
luz sin calor.
Entonces Juba aparta el velo blanco que cubre su cabeza.
Tiembla porque el frío de la noche llega de prisa. Sus
miembros están adormecidos y su boca está seca. Con el
hueco de sus manos recoge un poco de agua de un cubo
inmóvil. Su hermoso rostro está muy oscuro, casi negro,
por todo el calor que el sol le ha dado. Sus ojos miran la
extensión de los rojos campos donde ahora no hay nadie.
Los bueyes están parados en su circular camino. Las
grandes ruedas de madera no giran, pero crujen y rechinan,
y la larga correa de cuero hervido aun vibra.
Sin prisa, Juba deshace las ligaduras de los bueyes y
aparta el pesado potro de madera. La noche crece en la otra
punta de la tierra, río abajo del Azan. Cerca de las casas,
los fuegos de los hogares se encienden y las mujeres están
ante los braseros.
―¡Ju-uuu-baa! ¡Ju-uuu-baa!‖
Es la misma voz que le llama, aguda y cantora, en alguna
parte del otro lado de los campos desiertos. Juba se vuelve
y mira por un instante, después baja el montículo de
piedras guiando a los bueyes por su ronzal. Cuando llega al
final del montículo, Juba anuda las trabas a las corvas de
los bueyes. El silencio, en el valle del río es inmenso, ha
cubierto la tierra y el cielo como un agua quieta donde no
se mueve una ola. Es el silencio de las piedras.
Juba mira a su alrededor, mucho rato, y escucha el ruido
de la respiración de los bueyes. El agua ha cesado de manar
en la acequia, las últimas gotas han caído por el suelo, por
las fisuras de los surcos. La sombra gris a cubierto la
ciudad blanca de los templos ligeros, las murallas, los
jardines de palmeras. ¿Tal vez quede en alguna parte un
monumento en forma de tumba, una cúpula de piedras rotas
donde crecen las hierbas y los arbustos, no lejos del mar?
Quizás mañana, cuando las grandes ruedas de madera
recomiencen a girar, cuando los bueyes reemprenderán
lentamente, resoplando, en su camino circular, tal vez
entonces la ciudad aparecerá de nuevo, muy blanca,
temblorosa e irreal como los reflejos del sol. Juba se vuelve
un poco sobre si mismo, mira únicamente la extensión de
los campos que se resguardan de la luz que baña el vapor
del río. Después se aleja, anda deprisa por el camino hacia
las casas donde los seres vivos le esperan.
EL QUE NUNCA HABIA VISTO EL MAR
Se llamaba Daniel pero hubiese preferido llamarse
Simbad, porque había leído sus aventuras en un grueso
libro recubierto en rojo que llevaba siempre consigo, en
clase y en el dormitorio. De hecho creo que era el único
libro que había leído. No hablaba salvo algunas veces en
que se le preguntaba. Entonces sus ojos negros brillaban
más y su cara con forma de hoja de cuchillo parecía
animarse de repente. Pero era un chico que no hablaba
demasiado. No se mezclaba en las conversaciones de los
demás salvo cuando era un tema del mar o de viajes. La
mayoría de los hombres son de tierra, asi es. Han nacido en
la tierra y es la tierra y las cosas de la tierra lo que les
interesa. Incluso los marinos son a menudo gente de tierra;
les gustan las casas y las mujeres, hablan de política y de
coches. Pero el, Daniel, era como si fuese de otra raza. Las
cosas de la tierra le aburrían, los almacenes, los coches, la
música, las películas y, naturalmente, los cursos del Liceo.
No decía nada, ni siquiera bostezaba para mostrar su
aburrimiento. Pero se quedaba en su sitio, sentado en un
banco, o bien sobre los peldaños de la escalera, delante del
patio, mirando al vacío. Era un alumno mediocre que
alcanzaba cada trimestre los puntos justos que se
necesitaban para subsistir. Cuando un profesor pronunciaba
su nombre, se levantaba y recitaba la lección, después se
sentaba y había terminado. Era como si durmiese con los
ojos abiertos.
Incluso cuando se hablaba del mar, no estaba interesado
mucho tiempo. Es cuchaba un momento, preguntaba dos o
tres cosas, después se percataba que no era realmente del
mar de lo que se hablaba, sino de baños, de pesca
submarina, de las playas y de los golpes de calor. Entonces
se marchaba, volvía a sentarse en su banco o en los
peldaños de la escalera, mirando al vacío. No era de este
mar del que quería oír hablar. Era de otro mar, no sabía
cual, pero de otro mar.
Esto fue antes de que desapareciese, antes de que fuese.
Nadie se hubiese imaginado que un día se iría, quiero decir
de verdad, sin volver. Era muy pobre, su padre tenía una
pequeña explotación agrícola a algunos kilómetros de la
ciudad, y Daniel iba vestido con el uniforme gris de los
internos, porque su familia vivía demasiado lejos para que
el pudiese volver a su casa cada noche. Tenía tres o cuatro
hermanos mayores que el a los que no conocía.
No tenía amigos, no conocía a nadie y nadie le conocía.
Tal vez era eso lo que quería, para no estar atado. Tenia un
extraño rostro aguileño en forma de hoja de cuchillo, y
unos bellos ojos negros indiferentes.
No le había dicho nada a nadie. Pero había preparado todo
para ese momento, eso es verdad. Lo había preparado todo
en su cabeza acordándose de todas las carreteras y de los
mapas, y de los nombres de las ciudades que iba a
atravesar. Tal vez había soñado con muchas cosas, día tras
día, y cada noche, acostado en su cama del dormitorio,
mientras los demás bromeaban y fumaban cigarrillos a
escondidas. Había pensado en los ríos que descendían
suavemente hacia sus estuarios, en los gritos de las
gaviotas, en el viento, en las tormentas que silban en los
mástiles de los barcos y en las sirenas de las balizas.
Fue a principios de invierno que el se fue, a mediados de
septiembre. Cuando los internos se despertaron, en el gran
dormitorio gris, había desaparecido. Se dieron cuenta en
seguida, en cuanto abrieron los ojos, porque su cama no
estaba deshecha. La colcha estaba colocada con cuidado,
todo estaba en orden. Entonces dijeron solamente: ―¡Anda!
¡Daniel se ha marchado!‖ sin estar realmente asombrados
porque ya se sabía que esto llegaría. Pero nadie dijo nada
porque no querían que les castigasen.
Incluso los alumnos mas habladores del curso medio no
dijeron nada. De cualquier modo, ¿que es lo que se podía
haber dicho? No sabían nada. Durante tiempo, se
cuchicheaba en el patio, o bien durante la clase de francés,
pero solo eran comienzos de frases cuyo sentido solo
conocíamos nosotros.
―¿Crees que ha llegado ya?
―¿Tu crees? Todavía no, es lejos, ya sabes…‖
―¿Mañana?‖
―Si, quizás…‖
Los más audaces decían:
―Tal vez esté ya en América…‖
Y los pesimistas:
―Bah, tal vez regrese hoy.‖
Pero si nosotros nos callábamos, por el contrario arriba el
asunto daba que hablar. Los profesores y los vigilantes eran
convocados regularmente al despacho del director, e
incluso en la policía. De cuando en cuando los inspectores
venían e interrogaban a los alumnos uno por uno para
intentar sacarles la verdad.
Naturalmente nosotros hablábamos de todo salvo de lo
que sabíamos, de ella, de la mar. Se hablaba de las
montañas, de las ciudades, de las chicas, de tesoros, incluso
de los gitanos ladrones de niños y de la legión extranjera.
Decíamos esto para despistarles, y los profesores y los
vigilantes estaban cada vez más excitados y esto les volvía
malos.
El jaleo ha durado algunas semanas, varios meses. Ha
habido dos tres anuncios de búsqueda en los periódicos,
con las señas de Daniel y una fotografía en la que no se
parecía. Después todo se calmó de golpe, ya que nosotros
estábamos un poco cansados de toda esta historia. Tal vez
todos habíamos comprendido que no volvería jamás.
Los padres de Daniel se consolaron porque eran muy
pobres y no tenían otra cosa que hacer. La policía cerró el
caso, es lo que ellos dijeron, y añadieron algo que los
profesores y los vigilantes repitieron, como si fuese normal,
y que nos pareció, a nosotros, del todo extraordinario.
Dijeron que como este caso, habían cada año docenas de
miles de personas que desaparecían sin dejar rastro, y que
no se encontraban nunca. Los profesores y los vigilantes
repetían esta frase, levantando los hombros, como si fuese
la cosa más normal del mundo, pero nosotros cuando la
oímos, nos hizo soñar, empezó en el fondo de nosotros
mismos un sueño secreto y embrujado que aún no ha
terminado.
Cuando Daniel llegó, era seguramente de noche, a bordo
de un largo tren de mercancías que había circulado día y
noche durante largo tiempo. Los trenes de mercancías
circulan sobre todo de noche, porque son muy largos y van
muy despacio, de un nudo ferroviario a otro. Daniel estaba
acostado sobre el duro suelo, envuelto en un viejo pedazo
de tela de saco. Miraba a través de las puertas de las
claraboyas mientras el tren frenaba y se paraba rechinando
a lo largo de los docks. Daniel abrió la puerta y saltó sobre
la vía y había corrido a lo largo del talud hasta que
encontró un pasaje. No tenía equipaje, solo una bolsa de
playa azul marino que llevaba siempre consigo y en la cual
había metido su viejo libro rojo.
Ahora era libre y tenía frío. Le dolían las piernas tras
todas aquellas horas pasadas en el vagón. Era de noche y
llovía. Daniel andaba lo mas deprisa que podía para
alejarse de la ciudad. No sabía donde iba. Iba hacia delante,
entre las paredes de los hangares, por la carretera que
relucía con la luz amarillenta de los reverberos. No había
nadie ni nombres escritos en las paredes. Pero el mar no
estaba lejos. Daniel la intuía en alguna parte, a la derecha,
oculta por los grandes edificios de cemento, al otro lado de
la pared.
Al cabo de un momento, Daniel se sintió cansado de
andar. Ahora había llegado al campo y la ciudad brillaba
lejos tras el. La noche era negra y la tierra y el mar eran
invisibles. Daniel buscó un lugar donde cobijarse de la
lluvia y del viento y entró en una cabaña de plancha, al
borde de la carretera. Aquí se instaló para dormir hasta la
mañana. Hacía varios días que no había dormido, y
tampoco había comido porque siempre estuvo vigilando a
través de la puerta del vagón. Sabía que no se podía
encontrar con la policía. Entonces se escondió al fondo de
la cabaña de plancha, royó un poco de pan y se durmió.
Cuando se despertó el sol ya había salido. Daniel salió de
la cabaña y dio algunos pasos guiñando los ojos. Había un
camino que conducía hasta las dunas y fue hacia allí que
Daniel se puso a andar. Su corazón latía mas fuerte porque
sabía que era al otro lado de las dunas, apenas a doscientos
metros. Corría por el camino, escalaba la cuesta de arena, y
el viento soplaba cada vez más fuerte, trayéndole un ruido
y un olor desconocidos. Después, llegado a la cumbre de la
duna, con un solo vistazo, el la vio.
Estaba aquí, por todas partes, ante el, inmensa, hinchada
como la pendiente de una montaña, brillando con su color
azul, profundo, cercano, con sus altas olas que avanzaban
hacia el.
―¡El mar! ¡El mar!‖ pensaba Daniel, pero no se atrevió a
decirlo en voz alta. Estaba sin poderse mover, los dedos un
poco separados, no se acababa de creer que hubiese
dormido a su lado. Oía el ruido lento de las olas que se
movían en la playa. No hacía viento, y de pronto el sol
relucía sobre el mar, encendiendo un fuego sobre cada
cresta de las olas. La arena de la playa era de color ceniza,
lisa, atravesada por ríos y cubierta por anchos charcos que
reflejaban el cielo.
En el fondo de si mismo, Daniel repetía el hermoso
nombre varias veces, así:
―El mar, el mar, el mar…‖
con la cabeza llena de ruidos y de vértigo. Tenía ganas de
hablar, incluso de gritar, pero su garganta no dejaba pasar
sonido alguno. Entonces necesitaba irse, gritando, tirando
muy lejos su bolsa azul que rodó por la arena, tenía que irse
agitando los brazos y las piernas como alguien que
atraviesa una autopista. Daba saltos por encima de los
grupos de algas, y titubeaba en la arena seca de encima de
la playa. Se sacó sus zapatos y sus calcetines, y con los pies
desnudos corría aun más deprisa sin notar las espinas de los
cardos.
El mar estaba lejos, en la otra punta de la llanura de arena.
Brillaba con la luz, cambiaba de color y de aspecto,
superficie azul, después gris, verde, casi negra, bancos de
arena ocre, bordes blancos de las olas. Daniel ignoraba que
estuviese tan lejos. Continuaba corriendo, los brazos
apretados contra su cuerpo, el corazón golpeando con todas
sus fuerzas en el pecho. Ahora notaba la arena dura como
el asfalto, húmeda y fría bajo sus pies. A medida que se
acercaba, el ruido de las olas aumentaba, lo llenaba todo
como un silbido de vapor. Era un ruido muy suave y muy
lento, después violento e inquietante como los trenes sobre
los puentes de hierro, o bien que fluía hacia atrás como el
agua de los ríos. Pero Daniel no tenía miedo. Continuaba
corriendo lo más rápido que podía, de cara al aire frío, sin
mirar a ninguna otra parte. Cuando estuvo solo a unos
metros de la franja de espuma, notó el olor de las
profundidades y se paró. Una punzada quemaba su ingle, y
el olor poderoso del agua salada le impedía recobrar el
aliento.
Se sentó sobre la arena mojada y miró al mar subiendo
ante el, casi hasta el centro del cielo. Había pensado tanto
en este instante, había imaginado tanto el día en que al fin
lo vería, en realidad, no en fotografía o en el cine,
realmente, el mar entero, expuesta a su alrededor, henchida,
con las grandes espaldas de las olas que se precipitan y se
estrellan, las nubes de espuma, la lluvia de bruma en polvo
a la luz del sol, y sobre todo ¡a lo lejos, ese horizonte curvo
como una pared ante el cielo! Había deseado tanto ese
instante que no le quedaban fuerzas, como si se fuese a
morir o bien a dormirse.
Era pues el mar, su mar, solo para el en este momento, y
sabía que no podría irse jamás. Daniel permaneció largo
tiempo echado sobre la arena dura; esperó tanto tiempo
echado de lado, que el mar empezó a subir a lo largo de la
pendiente y vino a tocar sus pies desnudos.
Era la marea. Daniel se puso de pie de un salto con todos
sus músculos prestos para la huida. A lo lejos, sobre las
negras rompientes, las olas rompían con un ruido de
tormenta. Pero el agua aun no tenia suficiente fuerza. Se
rompía, hervía abajo en la playa, no llegaba más que
lamiéndola. La espuma ligera envolvía las piernas de
Daniel, cavaba pozos alrededor de sus talones. El agua fría
mordió primero sus dedos y sus tobillos, después les
insensibilizó.
Al mismo tiempo que la marea llegó el viento. Sopló
desde el fondo del horizonte y hubo nubes en el cielo. Pero
eran nubes desconocidas, parecidas a la espuma del mar, y
la sal viajaba con el viento como granos de arena. Daniel
ya no pensaba en huir. Se puso a andar a lo largo del mar,
por la franja de espuma. Con cada ola, notaba la arena
resbalar entre sus dedos separados, y después volver. El
horizonte, a lo lejos, se hinchaba y deshinchaba como una
respiración, lanzando sus olas hacia tierra.
Daniel tenía sed. En el hueco de su mano, tomó un poco
de agua y de espuma y bebió un sorbo. La sal quemó su
boca y su lengua, pero Daniel siguió bebiendo, porque le
gustaba el sabor del mar. ¡Hacía tanto tiempo que pensaba
en toda esta agua, libre, sin fronteras, toda esta agua que
podía beber durante toda la vida! Sobre la orilla la última
marea había dejado trozos de madera y raíces semejantes a
grandes osamentas. Ahora el agua las recuperaba
lentamente, las depositaba un poco más arriba, las
mezclaba con grandes algas negras.
Daniel iba por el borde del agua, miraba todo ávidamente,
como si quisiese saber en un instante todo lo que el mar
pudiese enseñarle. Tomaba en sus manos las algas viscosas,
los trozos de conchas, hundía Las manos en el limo por las
galerías de gusanos, buscaba por todas partes, andando o
bien a cuatro patas en la arena mojada. El sol quemaba
duramente en el cielo y el mar gruñía sin parar.
De cuando en cuando, Daniel se paraba, cara al horizonte,
y miraba las altas olas que intentaban saltar por encima de
las rompientes. Respiraba con todas sus fuerzas, para oír el
viento, y era como si el mar y el horizonte llenasen sus
pulmones, su vientre, su cabeza, y que se volviese una
especie de gigante. Miraba el agua oscura, a lo lejos, allí
donde no había ni tierra ni espuma, solo el cielo libre, y era
a ella que la hablaba, en voz baja, como si le hubiese
podido entender; le decía:
―¡Ven! ¡Sube hasta aquí! ¡Ven!‖
―¡Eres hermosa, vas a venir y vas a cubrir toda la tierra,
todas las ciudades, vas a subir hasta arriba de las
montañas!‖
―¡Ven, con tus olas, sube, sube! ¡Por aquí, por aquí!‖
Después reculaba, paso a paso, hacia lo alto de la playa.
Así conoció el progreso del agua, que subía, que se
henchía, que se extendía como manos a lo largo de
pequeños valles de arena. Los cangrejos grises corrían ante
el, con las pinzas en alto, ligeros como insectos. El agua
blanca llenaba agujeros misteriosos, inundaba secretas
galerías. Subía, un poco mas arriba en cada ola, ampliaba
sus capas movedizas. Daniel bailaba ante ella, como los
cangrejos grises, corría un poco de través, levantando los
brazos y el agua mordía sus talones. Después bajaba,
excavaba zanjas en la arena para que subiese más deprisa, y
canturreaba sus palabras para ayudarla a llegar:
―¡Venga, sube, venga, olas, subid más alto, venid más
arriba, venga!‖
Ahora estaba con el agua hasta la cintura pero no notaba
el frío y no tenía miedo. Sus ropas empapadas se pegaban a
su piel, sus cabellos caían por delante de sus ojos como
algas. El mar hervía a su alrededor, se retiraba con tanta
fuerza que tenía que agarrarse a la arena para no caerse de
espaldas, después se le echaba encima de nuevo y le
empujaba hasta lo alto de la playa.
Las algas muertas golpeaban sus piernas, se enlazaban a
sus tobillos. Daniel las arrancaba como a serpientes y las
echaba al mar gritando:
―¡Arrh! ¡Arrh!‖
No miraba ni el sol ni el cielo. No veía ni la banda lejana
de la tierra, ni las siluetas de los árboles. No había nadie
aquí, nadie más que el mar, y Daniel era libre.
De repente el mar se puso a subir más deprisa. Se había
hinchado por encima de las rompientes y ahora las olas
llegaban libres sin nada que las detuviese. Eran altas y
anchas, un poco al bies con su cresta que humeaba y su
vientre azul oscuro que se hundía bajo ellas, bordeado de
espuma. Llegaron tan deprisa que Daniel no tuvo tiempo de
protegerse. Dio la espalda para huir, y la ola le tocó los
hombros y pasó por encima de su cabeza. Instintivamente
Daniel se aferró con la uñas a la arena y dejó de respirar. El
agua cayó sobre el con un ruido atronador,
arremolinándose, penetrando en sus ojos, sus orejas, su
boca y su nariz.
Daniel trepó hacia la arena seca con grandes esfuerzos.
Estaba tan aturdido que se quedó un momento tendido de
plano en la franja de espuma, sin poderse mover. Pero las
otras olas llegaban, rugiendo. Se elevaban aun más alto sus
crestas y sus vientres se hundían como grutas. Entonces
Daniel corrió hacia lo alto de la playa y se sentó en la arena
de las dunas, al otro lado de la barrera de algas. Durante el
resto de la jornada no se acercó al mar. Pero su cuerpo aun
temblaba y tenía sobre toda su piel e incluso en su interior
el gusto ardiente de la sal, y en el fondo de sus ojos la
mancha deslumbrante de las olas.
En la otra punta de la bahía había un cabo negro, lleno de
grutas. Fue allí donde Daniel vivió los primeros días,
cuando llegó ante el mar. Su gruta era una pequeña
anfractuosidad entre las rocas negras, tapizada de piedras y
de arena gris. Es aquí que Daniel vivió durante todos estos
días, por decirlo así, sin dejar de ver el mar.
Cuando aparecía la luz del sol, muy pálida y gris, y el
horizonte era apenas visible como un hilo entre los colores
mezclados del cielo y del mar, Daniel se levantaba y salía
de la gruta. Trepaba sobre las rocas negras para beber agua
de lluvia en los charcos. Los grandes pájaros marinos
venían aquí también, volaban a su alrededor dando grandes
gritos chirriantes y Daniel les saludaba silbando. Por la
mañana, cuando el mar estaba bajo, los misteriosos fondos
se descubrían. Había grandes charcas de agua oscura,
torrentes que caían en cascada entre las piedras, caminos
resbaladizos, colinas de algas vivas. Entonces Daniel
abandonaba el cabo y bajaba a lo largo de las rocas hasta el
centro de la llanura descubierta por el mar. Era como si
llegase hasta el mismo centro del mar, en un país extraño,
que solo existía algunas horas.
Tenía que apresurarse. La franja negra de de las
rompientes estaba muy cerca, y Daniel oía las olas rugir en
voz baja, y las corrientes profundas que murmuraban. Aquí
el sol no brillaba mucho tiempo. El mar volvería muy
pronto a cubrirlas con su sombra y la luz se reflejaba en
ellas con violencia, sin tiempo para calentarlas. El mar
mostraba algunos secretos pero había que aprenderlos
deprisa, antes que desapareciesen. Daniel corría sobre las
rocas del fondo del mar, entre los bosques de algas. Un olor
poderoso subía de las charcas y de los valles negros, un
olor que los hombres desconocían y que les embriagaba.
En las grandes charcas, cerca del mar, Daniel buscaba
peces, cangrejos, conchas. Hundía su brazo en el agua,
entre los montones de algas, y esperaba que los crustáceos
viniesen a cosquillearle la punta de sus dedos; entonces les
atrapaba. En las charcas las anémonas de mar, violetas,
grises, rojo sangre abrían y cerraban sus corolas.
Sobre las rocas planas Vivian las lapas blancas y azules,
las nasas anaranjadas, las mitras, las arcas, las tallarines. En
los agujeros de las charcas, alguna vez la luz brillaba sobre
la ancha espalda de los toneletes, o sobre el nacarado color
de ópalo de una natice. O bien, de pronto, entre las hojas de
algas aparecía la cáscara vacía irisada como una nube de un
viejo armadillo, la hoja de un cuchillo o la forma perfecta
de una concha de Santiago. Daniel las miraba un buen rato,
allí donde estaban, a través del cristal del agua y era como
si el viviese en la charca también, en el fondo de una grieta
minúscula, deslumbrado por el sol y esperando la noche del
mar.
Para comer cogía lapas. Tenia que acercarse a ellas sin
hacer ruido para que no se pegasen a la piedra. Después
despegarlas con un golpe del pié, dándolas con la punta del
dedo gordo. Pero a veces las lapas oían el ruido de sus
pasos, o el susurro de su respiración y se pegaban contra las
rocas planas, haciendo una serie de chasquidos. Cuando
Daniel había cogido suficientes cangrejos y conchas
depositaba su pesca en una pequeña charca, en el agujero
de una piedra, para hacerlos hervir mas tarde en una lata de
conserva sobre un fuego de algas. Después se iba más lejos,
hasta el final de la planicie del fondo del mar, allí donde las
olas rompían. Era allí donde vivía su amigo el pulpo.
Era a el que Daniel había conocido en seguida, desde el
primer día en que había llegado ante el mar, antes incluso
de conocer a los pájaros marinos y a las anémonas. Había
venido hasta el borde de las olas que rompen cayendo sobre
ellas mismas, cuando el mar y el horizonte no se mueven,
no se hinchan, y que las grandes corrientes oscuras parecen
detenerse antes de saltar. Era el lugar más secreto del
mundo, sin duda, allí donde la luz del día no brilla más que
algunos minutos. Daniel había caminado muy suavemente,
deteniéndose en las paredes de las resbaladizas rocas, como
si descendiese al centro de la tierra. Había visto el gran
charco de aguas pesadas, donde se movían lentamente las
largas algas, se había quedado inmóvil, con la cara tocando
casi la superficie. Entonces había visto los tentáculos del
pulpo que flotaban ante la pared de la charca. Salían de una
grieta, muy cerca del fondo, parecidos al humo, y se
deslizaban suavemente sobre las algas. Daniel había
retenido la respiración, mirando los tentáculos que apenas
se movían, mezclados con los filamentos de las algas.
Después el pulpo salió. El largo cuerpo cilíndrico se
movía con precaución, ondulando sus tentáculos ante el.
Ante la luz rota del efímero sol, los ojos amarillos del
pulpo brillaban como el metal bajo las prominentes cejas.
El pulpo había dejado flotar un instante sus largos
tentáculos con discos violáceos, como si buscase alguna
cosa. Después vio la sombra de Daniel inclinada encima de
la charca, y saltó hacia atrás apretando sus tentáculos y
soltando una especie de nube gris azulada.
Ahora, como cada día, Daniel llegaba al borde de la
charca, muy cerca de las olas. Se volcaba por encima del
agua transparente y llamó dulcemente al pulpo. Se sentó en
las rocas dejando sus piernas desnudas metidas en el agua,
delante de la grieta donde habitaba el pulpo, y esperó sin
moverse. Al cabo de un momento notó que los tentáculos
tocaban ligeramente su piel, y se enrollaban alrededor de
sus tobillos. El pulpo le acariciaba con precaución, algunas
veces entre los dedos o bajo la planta de los pies, y Daniel
se echaba a reír.
―Buenos días, Wiatt‖, dijo Daniel. El pulpo se llamaba
Wiatt, pero seguro que el no sabía su nombre. Daniel le
hablaba en voz baja para no asustarle. Le preguntaba cosas
sobre lo que ocurría en el fondo del mar, sobre lo que se ve
cuando se está debajo de las olas. Wiatt no contestaba pero
continuaba acariciando los pies y los tobillos de Daniel,
muy suavemente, como si fuesen cabellos.
A Daniel le gustaba. No lo podía ver mucho tiempo
porque el mar subía deprisa. Cuando la pesca había sido
buena, Daniel le llevaba un cangrejo o unos camarones,
que dejaba en la charca. Los grises tentáculos saltaban
como látigos, atrapando las presas y conduciéndolas hasta
la roca. Daniel nunca veía comer al pulpo. Se quedaba casi
siempre escondido en su negra grieta, inmóvil, con sus
largos tentáculos flotando ante el. Quizás era como Daniel,
tal vez había viajado mucho tiempo para encontrar su casa
en el fondo de la charca y miraba el cielo claro a través del
agua transparente.
Cuando el mar estaba muy bajo existía como una
iluminación. Daniel caminaba por medio de las rocas, sobre
la alfombra de algas y el sol empezaba a reverberar sobre el
agua y sobre las piedras, y encendía fuegos llenos de
violencia. En este momento no había viento. Ni un soplo.
Por encima de la llanura del fondo del mar, el cielo azul era
muy grande y brillaba con una luz excepcional. Daniel
notaba el calor sobre su cabeza y sus hombros, y cerraba
los ojos para no ser cegado por el terrible reflejo. Entonces
no había nada más, nada más: el cielo, el sol, la sal, que
empezaba a bailar sobre las rocas.
Un día en el que el mar había bajado tan lejos que no se
veía más que un delgado ribete azul, hacia el horizonte,
Daniel se puso en camino a través de las rocas del fondo
del mar. Notó de pronto la embriaguez de los que se
adentran en una tierra virgen y que saben que tal vez no
puedan regresar. No había nada parecido este día; todo era
desconocido, nuevo. Daniel se volvió y vio la tierra firme
lejos tras el, parecida a un lago de barro. También notó la
soledad, el silencio de las rocas desnudas gastadas por el
agua del mar, la inquietud que surgía de todas las fisuras,
de todos los pozos secretos y se puso a andar más deprisa y
después a correr. Su corazón latía fuerte en su pecho, como
el primer día que había llegado ante el mar. Daniel corría
sin tomar aliento, saltando por encima de las charcas y los
valles de algas, siguiendo las aristas rocosas estirando los
brazos para mantener el equilibrio.
A veces había anchas losas resbaladizas, cubiertas de
algas microscópicas, o bien rocas agudas como hojas de
cuchillo, extrañas piedras que se parecían a pieles de
escualo. Por doquier los charcos de agua centelleaban y se
estremecían. Las conchas incrustadas en las rocas
crepitaban al sol, los rodillos de algas hacían una especie
de ruido como de vapor.
Daniel corría sin saber donde iba, en medio de la llanura
del fondo del mar, sin pararse para ver los límites de las
olas. El mar ahora había desaparecido, se había retirado
hasta el horizonte como si se hubiese colado por un agujero
que comunicase con el centro de la tierra.
Daniel no tenía miedo, pero no era el mismo. No llamaba
al mar, no le hablaba. La luz del sol reverberaba sobre el
agua de los charcos como sobre espejos, se rompía sobre
las puntas de las rocas, daba saltos rápidos y multiplicaba
sus rayos. La luz estaba por todas partes a la vez, tan
cercana que el notaba en su cara el paso de los rayos
endurecidos, o bien muy lejos, parecida al frío resplandor
de los planetas. Era por ese motivo que Daniel corría en
zigzag por la llanura de rocas. La luz le había vuelto libre y
loco, y el saltaba como ella, sin ver. La luz no era suave y
tranquila como la de las dunas o de las playas. Era un
torbellino insensato que brotaba sin cesar, rebotaba sobre
los dos espejos del cielo y de las rocas. Sobre todo había
sal. Después de días, se había acumulado por todas las
piedras negras, sobre los guijarros, en las conchas de los
moluscos e incluso sobre las pequeñas hojas pálidas de las
plantas crasas, al pie del acantilado. La sal había penetrado
en la piel de Daniel, se había depositado en sus labios,
sobre sus cejas y pestañas, en sus cabellos y en su ropa, y
ahora esto le producía un caparazón duro que le quemaba.
La sal había incluso entrado en el interior de su cuerpo, en
su garganta, en su vientre, hasta el centro de sus huesos, le
carcomía y rechinaba como polvo de vidrio, y encendía
chispas en sus dolorosas retinas. La luz del sol había
inflamado la sal, y ahora cada prisma centelleaba alrededor
de Daniel y en su cuerpo. Entonces había esa especie de
embriaguez, esa electricidad que vibraba, porque la sal y la
luz no querían que se quedase parado; quería que se bailase
y que se corriese, que se saltase de una roca a otra, quería
que se huyese a través del fondo del mar.
Daniel nunca había visto tanta blancura. Incluso el agua
de los charcos, incluso el cielo era blanco. Quemaba su
retina. Daniel cerró los ojos y de pronto se paró, porque sus
piernas temblaban y no le podían sostener. Se sentó sobre
una roca plana, ante un lago de agua de mar. Escuchó el
ruido de la luz que rebotaba sobre las rocas, los
castañeteos, los crujidos secos, los cuchicheos y, cerca de
sus oídos un murmullo agudo similar al zumbido de las
abejas. Tenía sed, pero era como si ningún agua le pudiese
saciar nunca. La luz continuaba quemándole la cara, sus
manos, sus hombros, le mordía con miles de picazones y
hormigueos. Las lágrimas saladas se pusieron a brotar de
sus ojos cerrados, lentamente, trazando surcos calientes en
sus mejillas. Entreabriendo sus párpados con esfuerzo,
miró la llanura de rocas blancas, el gran desierto donde
brillaban los charcos de agua cruel. Los animales marinos y
las conchas habían desaparecido, se habían ocultado en las
grietas, bajo las cortinas de algas.
Daniel se volcó hacía adelante en la roca plana y se puso
su camisa en la cabeza, para no ver la luz ni la sal. Se
quedó mucho tiempo inmóvil, la cabeza entre sus rodillas,
mientras que el baile ardiente pasaba y repasaba sobre el
fondo del mar.
Después llegó el viento, primero débilmente, que apenas
movía el aire espeso. El viento aumentó, el viento frío salió
del horizonte, y los charcos de agua de mar temblaban y
cambiaban de color. El cielo se cubrió de nubes, la luz se
volvió coherente. Daniel oyó el rugir próximo del mar, las
grandes olas rompían sus vientres contra las rocas. Gotas
de agua mojaron su ropa y salió de su sopor.
El mar ya estaba aquí. Llegaba muy deprisa, envolvía con
prisa las primeras rocas como islas, llenaba las grietas, se
deslizaba con un ruido como de crecida de un río. Cada vez
que se había tragado un trozo de roca, se oía un ruido sordo
que estremecía el pedestal de la tierra, y un rugido en el
aire.
Daniel se levanto de un salto. Se puso a correr hacia la
orilla sin pararse. Ahora no tenía más sueño, no temía ni a
la luz ni a la sal. Sentía una especie de enfado en el fondo
de su cuerpo, una fuerza que no comprendía, como si el
hubiese podido romper las rocas y llenar las fisuras, así,
con un solo golpe de talón. Corría delante del mar,
siguiendo el rastro del viento, y oía tras el el rugido de las
olas. De cuando en cuando, gritaba, el también, para
imitarlas:
―¡Ram! ¡Ram!‖
Porque era el quien mandaba en el mar.
¡Había que correr deprisa! El mar quería tomarlo todo, las
rocas, las algas, y también a quien corría ante ella. A veces
lanzaba un brazo, a derecha o a izquierda, un largo brazo
gris manchado de espuma que cortaba el camino a Daniel.
El daba un salto de costado, buscaba un camino por la cima
de las rocas, y el agua se retiraba sorbiendo los agujeros de
las cuevas.
Daniel atravesó varios lagos ya turbios, nadando. Ya no
sentía el cansancio. Al contrario, había una especie de
alegría en el, como si el mar, el viento y el sol hubiesen
disuelto la sal y le hubiesen liberado.
¡El mar era hermoso! Los chorros blancos estallaban con
la luz, muy alta y muy derecha, después caían en nubes de
vapor que se deslizaban con el viento. El agua nueva
llenaba los agujeros de las rocas, lavaba la costra blanca,
arrancaba las matas de algas. Lejos, cerca de los
acantilados, la carretera blanca de la playa brillaba. Daniel
pensaba en el naufragio de Simbad, cuando había sido
transportado por las olas hasta la isla del rey Mihrage, y
ahora era algo parecido. Corría deprisa por las rocas, sus
pies desnudos elegían los mejores caminos, sin apenas
tener tiempo para pensarlo. Sin duda había vivido aquí
desde siempre, sobre la llanura del fondo del mar, en medio
de naufragios y de tempestades.
Iba a la misma velocidad que el mar, sin pararse, sin
tomar resuello, escuchando el ruido de las olas. Llegaban
de la otra punta del mundo, altas, echadas hacia delante,
trayendo espuma, se deslizaban por las lisas rocas y se
estrellaban contra las grietas.
El sol brillaba desde su fijo resplandor, muy cerca del
horizonte. Era de el que venía toda esa fuerza, la luz
empujaba las olas contra la tierra, Era una danza que no
podía acabar, la danza de la sal cuando el mar estaba bajo,
la danza de las olas y del viento cuando la marea subía
hacia la orilla.
Daniel entró en la gruta cuando el mar llegó a la muralla
de algas. Se sentó en los guijarros para mirar el mar y el
cielo. Pero el agua sobrepasó las algas y tuvo que recular al
interior de la gruta. El mar seguía batiendo, lanzaba sus
mantos blancos que temblaban sobre las piedras como el
agua a punto de hervir. Las olas continuaban subiendo, así,
una después de la otra, justo hasta la última barrera de algas
y de ramas. Encontraba las algas más secas, las ramas de
los árboles blancas de sal, todo lo que se había acumulado a
la entrada de la gruta desde hacia meses. El agua tropezaba
contra los residuos, los separaba, los cogías en la resaca.
Ahora Daniel tenía la espalda contra el fondo de la gruta.
No podía recular mucho más. Entonces miró al mar para
pararlo. La miraba con todas sus fuerzas, sin hablar, y
enviaba sus olas hacia atrás haciendo contrafuertes que
rompían el impulso del mar.
Varias veces las olas saltaron por encima de las defensas
de algas y residuos, salpicando el fondo de la gruta y
envolviendo las piernas de Daniel. Después el mar cesó de
subir de golpe. El terrible ruido se atenuó, las olas se
volvieron más suaves, más lentas, como volviéndose
pesadas por la espuma. Daniel entendió que se había
terminado.
Se estiró sobre los guijarros, a la entrada de la gruta, con
la cabeza vuelta hacía el mar. Temblaba de frío y de
cansancio, pero nunca había conocido tal felicidad. Así se
durmió, en la paz quieta, y la luz del sol bajó lentamente
como una llama que se extingue.
¿Después de eso, que es lo que ha pasado? Que ha hecho
todos esos días, todos esos meses, en su gruta, ante el mar?
Tal vez es que si haya partido realmente a América, o
incluso a la China, sobre un carguero que iba lentamente,
de puerto en puerto, de isla en isla. Los sueños que
comienzan así no deben detenerse. Aquí, para nosotros que
estamos lejos del mar, todo era imposible y fácil. Todo lo
que sabíamos es que alguna cosa extraña había pasado.
Era extraño porque esto tenía un aspecto ilógico que
desmentía todo lo que la gente seria decía. Estuvieron tan
agitados en todos los sentidos para encontrar pistas de
Daniel Simbad, los profesores, los vigilantes, los policías,
se habían planteado tantas preguntas, y he aquí que un día,
a partir de una cierta fecha, hicieron como si Daniel nunca
hubiese existido. No hablaron más de el. Enviaron todas
sus cosas, e incluso sus viejas cartas a sus padres, y no
quedó nada más en el Liceo que su recuerdo. E incluso de
este, la gente no quería saber nada. Empezaron a hablar de
otras cosas, de sus mujeres y de sus casas, de sus autos y de
las elecciones cantonales, como antes, como si no hubiese
pasado nada.
Tal vez no lo hacían expresamente. Tal vez que hubiesen
realmente olvidado a Daniel, por culpa de haber pensado en
el durante meses. Quizás hubiese vuelto, y cuando se
presentó en la puerta del Liceo, la gente no le hubiese
reconocido y le habrían preguntado:
―¿Quién eres tu? ¿Qué quieres?‖
Pero nosotros no le habíamos olvidado, en el dormitorio,
en las clases, en el patio, incluso los que no le habían
conocido. Nosotros hablábamos de cosas del Liceo, de los
problemas y de sus versiones, pero pensábamos mucho en
el, como hubiese sido un poco Simbad y que continuase
recorriendo el mundo. De cuando en cuando dejábamos de
hablar, y alguien preguntaba, siempre lo mismo:
―¿Crees que está allí?‖
Nadie sabía realmente donde era ese allí, pero era como si
viésemos ese lugar, el mar inmenso, el cielo, las nubes, los
arrecifes salvajes y las olas, los grandes pájaros blancos
que planean en el viento.
Cuando la brisa agitaba las ramas de los castaños,
mirábamos el cielo, y decíamos, algo inquietos, al modo de
los marinos:
―Vamos a tener tempestad.‖
Y cuando el sol de invierno brillaba en el cielo azul,
comentábamos:
―Hoy tendremos suerte.‖
Pero nunca decíamos mucho más, porque era como un
pacto que se hubiese concluido sin saberlo con Daniel, una
alianza secreta y de silencio que habíamos tenido un día
con el, o bien quizás como este sueño que habíamos
comenzado, simplemente, una mañana, al abrir los ojos y al
ver en la penumbra del dormitorio la cama de Daniel, que
había preparado para el resto de su vida, como si no
debiese dormir nunca más.
HAZARAN
El Dique de los Franceses no era en realidad una ciudad,
porque no había ni casa, ni calles, solamente chabolas de
plancha, de papel alquitranado y de tierra batida. Tal vez se
llamase así por estar habitado por Italianos, Yugoeslavos,
Turcos, Portugueses y Argelinos, albañiles, jornaleros,
gente que no estaba segura de encontrar trabajo y que no
sabían nunca si se iban a quedar un año o dos días.
Llegaban aquí, al Dique, cerca de las marismas que
bordean el estuario del río, se instalaban allí donde podían
y construían su chabola en algunas horas. Compraban las
planchas a los que se iban, planchas tan viejas y
agujereadas que se veía la luz a su través. Para el techo
también ponían planchas y grandes hojas de papel
alquitranado, o bien, cuando tenían la suerte de encontrar
algún trozo de chapa ondulada sostenida por alambre y
piedras. Tapaban los agujeros con trozos de tela.
Era allí donde vivía Alia, al oeste del Dique, no lejos de la
casa de Martin. Ella había llegado aquí al mismo tiempo
que el, casi al principio, cuando solo habían una docena de
chozas y que la tierra aun estaba blanda con grandes
campos de hierba y de cañas, alrededor de la marisma. Su
padre y su madre habían muerto accidentalmente, cuando
aun ella no sabía hacer nada más que jugar con los otros
niños, y su tía la había acogido. Ahora, tras cuatro años, el
Dique había crecido, cubría la orilla izquierda del estuario,
después del talud de la gran carretera, hasta el mar, con un
centenar de avenidas de tierra batida y tantas chozas que
no se podían contar. Cada semana, varios camiones se
paraban en la entrada del Dique para descargar a nuevas
familias y recoger a las que se iban. Yendo a buscar agua a
la fuente o a comprar arroz y sardinas a la cooperativa, Alia
se paraba para mirar a los recién venidos que se instalaban
allá donde aún quedaba sitio. Algunas veces la policía
venía también a la entrada del Dique para inspeccionar y
anotar en un cuaderno las salidas y las llegadas.
Alia recordaba muy bien el día en que Martin había
llegado. La primera vez que le había visto, era bajando de
un camión con otras personas. Su cara y sus ropas estaban
grises de polvo, pero ella le había conocido en seguida. Era
una especie de hombre grande y delgado, con una cara
oscurecida por el sol, como un marino. Se podía pensar que
era viejo, por las arrugas en su frente y en sus mejillas, pero
sus cabellos eran muy negros y abundantes y sus ojos
brillaban tan intensos como un espejo. Alia pensó que tenía
los ojos más interesantes del Dique, e incluso que todo el
país, fue por eso que le llamó la atención.
Ella se quedó inmóvil cuando el pasó a su lado. Andaba
lentamente, mirando a su alrededor, como si simplemente
hubiese venido a visitar el lugar y el camión fuese a
llevárselo en una hora. Pero se quedó.
Martin no se instaló en el centro del Dique. Se fue hasta el
final del pantano, allí donde empezaban los guijarros de la
playa. Fue aquí donde construyó su choza, solo, donde
ninguna otra persona hubiese querido, porque estaba muy
lejos de la carretera y de la fuente de agua dulce. Su casa
era verdaderamente la última casa del poblado.
Martin la había construido el mismo, sin la ayuda de
nadie, y Alia pensaba que era, a su modo de ver, la casa
más interesante de la región. Era una choza circular, sin
otro orificio que una puerta baja que Martin no podía
franquear de pie. El techo era de papel alquitranado, como
las otras, pero en forma de sombrero. Cuando se veía la
casa de Martin de lejos, en la bruma de la mañana, sola en
medio del terreno baldío, en el límite del pantano y de la
playa, parecía más grande y más alta, como la torre de un
castillo.
Era así el nombre que Alia le había puesto desde el
comienzo: el castillo. La gente a la que Martin no gustaba
y que se burlaban un poco de el, como el gerente de la
cooperativa por ejemplo, decían que más bien parecía un
nicho, pero era por que le tenían envidia. Era esto lo que
era extraño, porque Martin era muy pobre, aun más pobre
que cualquiera de este poblado, pero esta casa sin ventanas
tenía algo de misterioso y de casi majestuoso que no se
entendía bien y que intimidaba.
Martin habitaba la torre solo, apartado. Siempre había
silencio alrededor de su casa, sobre todo por la noche, un
silencio que volvía todo lejano e irreal. Cuando el sol
brillaba por encima del valle polvoriento y del pantano,
Martin se quedaba sentado sobre una caja, ante la puerta de
su casa. La gente no iba muy a menudo por esa zona, tal
vez porque el silencio les intimidaba de verdad, o bien
porque no querían molestar a Martin. Por la mañana y por
la tarde, a veces, había mujeres que buscaban leña, y los
niños que regresaban de la escuela. A Martin le gustaban
los niños. Les hablaba dulcemente y era a los únicos a los
que realmente sonreía. Entonces sus ojos se volvían muy
hermosos, brillaban como espejos de piedra, llenos de una
luz clara que Alia nunca había visto antes. Los niños
también le querían, porque sabía contar cuentos y poner
adivinanzas. El resto del tiempo, Martin no trabajaba
realmente, pero sabía reparar pequeñas cosas, los
rodamientos de los relojes, los aparatos de radio, los
pistones de las calderas de keroseno. Hacía todo esto por
nada, porque no quería tocar dinero.
Entonces después que había llegado aquí, cada día, la
gente enviaba a sus chicos a llevarle algo de comida en
platos, algunas patatas, sardinas, arroz, pan, o un poco de
café caliente en un vaso. Las mujeres venían alguna vez a
darle la comida, y Martin se lo agradecía con algunas
palabras. Después, cuando había acabado de comer,
devolvía los platos a los niños. Era así como quería ser
pagado.
Alia gustaba de visitar a Martin, para oir sus historias y
ver el color de sus ojos. Ella cogía un trozo de pan de la
despensa y atravesaba el Dique hasta el castillo. Cuando
llegaba, veía al hombre sentado en su caja, de lante de su
casa, reparando una lámpara de gas, y ella se sentaba en el
suelo ante para verle.
La primera vez que había venido a traerle pan, había visto
sus ojos llenos de luz y le había dicho:
―Buenos días, Luna.‖
―¿Porqué me llamas Luna?‖ le había preguntado Alia.
Martin había sonreído y sus ojos brillaron aun más.
―Porque es un nombre que me gusta. ¿No quieres que te
llame Luna?‖
―No lo se. No pensaba que fuese un nombre.‖
―Es un bonito nombre‖, había dicho Martin. ―¿Has mirado
a la luna cuando el cielo está muy claro y muy negro, las
noches en que hace frío? Es redonda y suave, y creo que tu
eres así.‖
Y desde ese día; Martin la había llamado siempre así:
luna, pequeña luna. Y tenía un nombre para cada uno de los
chicos que le venían a ver, un nombre de planta, o de fruta
o de animal que les hacía reír. Martin no hablaba de si
mismo y a nadie se le habría ocurrido preguntarle nada. En
el fondo era como si hubiese estado siempre aquí, en el
Dique, antes que los otros, antes incluso de que se hubiese
construido la carretera, el puente de hierro y la pista de
aterrizaje de los aviones. Seguramente sabía cosas que la
gente de aquí no sabía, cosas muy antiguas y muy bellas
que guarda en su cabeza y que hacían brillar la luz de sus
ojos.
Esto era lo que era extraño, sobretodo, porque Martin no
tenía nada, ni una silla ni una cama. En su casa no había
nada más que una manta para dormir en el suelo y un cubo
de agua sobre una caja. Alia no entendía bien, pero
presentía que era como un deseo suyo, como sino quisiese
tener nada. Era raro porque era como una parcela de luz
clara que brillaba siempre en sus ojos, como esos charcos
de agua que son más transparentes y más bellos cuando no
hay nada en su fondo.
Desde que había acabado su trabajo, Alia salía de la casa
de su tía, guardando en su camisa el trozo de pan, y se iba a
sentar ante Martin. Le gustaba mirar también sus manos
mientras arreglaba cosas. Tenía grandes manos
ennegrecidas por el sol, con uñas rotas como los albañiles o
los jornaleros, pero más ligeras y hábiles, que sabían hacer
nudos con hilos minúsculos y enroscar tuercas que apenas
se veían. Sus manos trabajaban para el, sin que se ocupase
de ellas, sin mirarlas, y sus ojos estaban fijos a lo lejos,
como si pensase en otra cosa.
―¿En que piensas?‖ preguntó Alia.
El hombre la miró sonriente.
―¿Porqué me preguntas esto, pequeña luna? ¿Y tu en que
piensas?‖
Alia se concentraba y reflexionaba.
―Pienso que debe ser bello, de donde vienes.‖
―¿Qué te hace creer eso?‖
―Porque…‖
No encontraba la respuesta y enrojeció.
―Tienes razón‖, decía Martin. ―Es muy hermoso‖
―Pienso también que la vida es triste aquí‖, dijo también
Alia.
―¿Por qué dices eso? A mi no me parece.‖
―Porque aquí no hay nada, es sucio, hay que ir a buscar
agua a la fuente, hay moscas, ratas, y todo el mundo es tan
pobre.‖
―Yo también soy pobre‖, decía Martin. ―Y no encuentro
que sea una razón para estar triste.‖
Alia reflexionaba aún.
―Si es tan bello de donde vienes – Entonces ¿Por qué has
venido aquí, donde todo es tan – tan sucio, tan feo?‖
Martin la miraba con atención, y Alia buscaba en la luz de
sus ojos todo lo que ella podía ver de esta belleza que el
hombre había contemplado antes, el país inmenso, con
reflejos profundos y dorados que había quedado grabado en
el color de su iris. Pero la voz de Martin era más suave,
como cuando contaba un cuento.
―¿Es que tu podrías ser feliz mirando al cielo, al mar, las
flores, o escuchando el canto de los pájaros, si supieses que
a tu lado, en la casa vecina, hay un niño que está encerrado
sin razón, y que no puede ver nada, oír nada ni sentir
nada?‖
―No‖, decía Alia. ―Primero iría a abrir la puerta de su casa
para que pudiese salir.‖
Y al mismo tiempo que decía eso, comprendía que había
contestado a su propia pregunta. Martin la miraba
sonriendo, después continuaba arreglando el objeto, un
poco distraídamente, sin mirar moverse sus manos.
Alia no estaba segura de estar del todo convencida. Aún
dijo:
―A pesar de todo, debe ser todo muy hermoso allá, en tu
casa.‖
Cuando hubo acabado de trabajar, se levantó y cogió a
Alia de la mano. La condujo lentamente hasta el final del
terreno baldío, delante del pantano.
―Mira‖, dijo entonces. Le enseñaba el cielo, la tierra llana,
el estuario del río que se abría sobre el mar. ―Mira, es todo
esto, de donde yo vengo.‖
―¿Todo?‖
―Todo, si, todo lo que tu ves.‖
Alia se quedó largo rato de pie, inmóvil, mirando todo lo
que podía ver, hasta que sus ojos le dolieron. Miraba con
todas sus fuerzas, como si el cielo fuese al fin a abrirse y a
mostrarle todos esos palacios, todos esos castillos, esos
jardines llenos de frutas y de pájaros, y el vértigo la
obligaba a cerrar los ojos.
Cuando se volvió, Martin había desaparecido. Su alta y
delgada silueta andaba entre las filas de chozas, hacía la
otra punta del poblado.
Fue a partir de este día que Alia había empezado a mirar
el cielo, a mirarlo realmente, como si nunca lo hubiese
visto. Cuando trabajaba en casa de su tía, a veces salía un
momento para levantar la cabeza al cielo, y cuando volvía a
entrar, notaba alguna cosa que continuaba vibrando en sus
ojos y en su cuerpo, y se daba contra los muebles porque
sus retinas estaban deslumbradas.
Cuando los otros chicos supieron de donde venía Martin,
quedaron asombrados. Entonces, por esa época, había
muchos chicos aquí, en el Dique, que se paseaban con la
cabeza levantada, para mirar al cielo, y que tropezaban con
los cubos, y la gente se preguntaba que les debía de pasar.
Tal vez estuviesen pensando que era un juego nuevo.
Un día, nadie supo porqué, Martin no quiso comer. Los
chicos venían a traerle la comida en platos, como cada
mañana, y el los rechazaba cortésmente, diciendo:
―No, gracias, hoy no.‖
Incluso cuando Alia llegaba, con su trozo de pan, apretado
en su camisa, el sonreía gentilmente y movía la cabeza.
Alia no comprendía porque el hombre rechazaba la comida,
porque alrededor de su casa, en el cielo, todo estaba como
de costumbre. En el cielo azul estaba el sol, una o dos
nubes, y de vez en cuando, un avión a reacción que
aterrizaba o despegaba. En los caminos del Dique, los
chiquillos jugaban y gritaban, y las mujeres les
interpelaban y les daban órdenes en toda clase de lenguas.
Alia no veía que es lo que había podido cambiar. Pero ella
se sentaba a pesar de todo delante de Martin, con dos o tres
otros chicos, y esperaban que les hablase.
Martin no estaba como otros días. Cuando no comía, su
rostro parecía más viejo, y sus ojos brillaban de otra
manera, con el brillo inquieto de la gente que tiene fiebre.
Martin miraba a lo lejos, por encima de las cabezas de los
chicos, como si viese más lejos que la tierra o el pantano, al
otro lado de las colinas y del río, tan lejos que hubiese sido
necesario meses y meses para llegar hasta allí.
Estos días casi no hablaba, y Alia no le hacía preguntas.
La gente venía como los otros días para pedirle un favor,
pegar un par de zapatos, arreglar el péndulo de un reloj, o
bien, simplemente, escribir una carta. Pero Martin casi no
les respondía, movía la cabeza y decía en voz baja, casi sin
mover los labios:
―Hoy no, hoy no…‖
Alia había comprendido que el no estaba aquí durante
esos días, que realmente estaba en otra parte, aunque su
cuerpo estuviese inmóvil, acostado sobre la manta, en el
interior de la casa, Tal vez había vuelto a su país de origen,
allá donde todo es tan bello, donde todo el mundo es
príncipe o princesa, ese país que un día le había enseñado
el camino que pasa a través del cielo.
Cada día, Alia volvía con un trozo de pan nuevo,
esperando su regreso. Esto duró mucho tiempo, y ella
estaba un poco asustada de ver su cara que se llenaba de
arrugas, que se volvía gris como si la luz hubiese cesado de
arder y que solo quedasen cenizas. Después, una mañana,
el estaba de vuelta, tan débil que apenas podía andar desde
su cama hasta el terreno baldío. Cuando vio a Alia la miró
débilmente con una sonrisa, y sus ojos estaban empañados
por la fatiga.
―Tengo sed‖, dijo el. Su voz era lenta y ronca.
Alia puso el pedazo de pan en el suelo, y corrió a través
del poblado para buscar un cubo de agua. Cuando llegó sin
aliento, Martin bebió ávidamente en el mismo cubo.
Después se lavó la cara y las manos, se sentó en la caja, al
sol, y se comió el trozo de pan. Dio algunos pasos
alrededor de la casa, y miró a su alrededor. La luz del sol
calentó su rostro y sus manos, y sus ojos comenzaron a
brillar.
Alia miraba al hombre con impaciencia, y osó
preguntarle:
―¿Cómo era?‖
El pareció no comprender.
―¿Cómo era que?‖
―¿Cómo era donde has estado?‖
Martin no respondía. Tal vez no se acordaba de nada,
como si simplemente hubiese pasado a través de un sueño.
Empezaba a vivir y a hablar como antes, sentado al sol ante
la puerta de su casa, a reparar máquinas estropeadas, o
bien, paseando por las calles del Dique, saludando a las
gentes al pasar.
Más tarde Alia le preguntó:
―¿Por qué no quieres comer algunas veces?‖
―Porque debo ayunar‖, le dijo Martin.
―¿Qué quiere decir ayunar?‖
Y ella añadió:
―¿Es como viajar?‖
Martin se reía:
―¡Que idea mas rara! No, ayunar es cuando no se tiene
ganas de comer.‖
¿Cómo puede ser no tener ganas de comer?, pensó Alia.
Nadie le había dicho nada tan extraño. Incluso ella, y
pensaba en todos los chicos del Dique que siempre andaban
buscando algo para comer aunque no tuviesen gana.
Pensaba en aquellos que iban a robar a los supermercados,
cerca del aeropuerto, los que iban a hurtar frutas y huevos
por los jardines de los alrededores.
Martin le contestó en seguida, como si hubiese entendido
lo que pensaba Alia.
―¿Has tenido alguna vez mucha sed?‖
―Si‖, contestaba Alia.
―¿Cuándo tu tenías mucha sed tenías ganas de comer?‖
Ella negó con la cabeza.
―¿No, verdad? Solo tenías ganas de beber, muchas ganas.
Tenías la impresión que te habrías podido beber todo el
agua de la fuente y, en ese momento, si te hubiesen dado un
gran plato de comida, la habrías rechazado, porque lo que
querías era agua.‖
Martin dejó de hablar un instante.
―Igualmente, cuando tu tenías mucha hambre, no te habría
gustado que te diesen un vaso de agua. Habrías dicho, no,
ahora primero quiero comer, comer todo lo que pueda, y
después si queda sitio, beberé agua.‖
―¡Pero tu ni comes ni bebes!‖ decía Alia.
―Es lo que te quería decir, pequeña luna‖, le decía Martin.
―Cuando se ayuna, no se tiene ganas ni de comer ni de
beber, porque lo que se desea es otra cosa, que es más
importante que beber o comer.‖
―¿Y que es lo que se desea entonces?‖ dijo Alia.
―A Dios‖, dijo Martin.
Simplemente dijo eso, como si fuese evidente, y Alia no
hizo más preguntas. Era la primera vez que Martin hablaba
de Dios, y esto le daba un poco de miedo, no exactamente
miedo, pero esto la alejaba de repente, la empujaba lejos,
atrás, como si toda la extensión del Dique con sus chabolas
de plancha y la marisma al borde del río la separasen de
Martin.
Pero el hombre no parecía apercibirse. Ahora, se
levantaba, miraba la llanura de la marisma donde los
juncos se balanceaban. Pasaba sus manos por los cabellos
de Alia, y se iba lentamente por el camino que atraviesa el
poblado, mientras los chiquillos corrían ante el gritando
para celebrar su vuelta.
En esta época, Martin ya había empezado sus enseñanzas,
pero nadie lo sabía. No era unas enseñanzas de verdad,
quiero decir, como las de un sacerdote o un preceptor,
porque estas se hacían sin solemnidad, y que se aprendían
sin saber bien lo que se había aprendido. Los niños habían
tomado la costumbre de venir hasta el final del Dique, ante
el castillo de Martin, y se sentaban por el suelo para hablar
y para jugar y para escuchar cuentos. Martin no se movía
de su caja, y continuaba reparando lo que tuviese, una
cacerola, la válvula de un horno, o bien una cerradura, y el
aprendizaje empezaba. Sobretodo eran los niños los que
venían, después de la comida del mediodía, o a la vuelta de
la escuela. Pero también alguna vez había mujeres y
hombres, cuando habían acabado el trabajo y hacía
demasiado calor para dormir. Los niños se sentaban
delante, cerca de Martin, y era aquí donde Alia le gustaba
sentarse también. Hacían mucho ruido, no se quedaban
mucho tiempo en su sitio, pero Martin estaba contento por
verles. Hablaba con ellos, les preguntaba que habían hecho,
lo que habían visto, en el Dique o en el borde del mar.
Había algunos a los que les gustaba hablar, que habrían
contado cualquier cosa durante horas. Otros estaban
silenciosos, se escondían tras sus manos cuando Martin se
dirigía a ellos.
Después Martin explicaba un cuento. A los niños les
gustaba mucho escuchas sus cuentos, para eso habían
venido. Cuando Martín empezaba su historia, incluso los
más traviesos se quedaban sentados y dejaban de hablar.
Martin sabía muchas historias, largas y algo extrañas que
pasaban en países desconocidos que seguramente había
visitado en otras ocasiones.
Había la historia de los niños que bajaban un río, sobre
una balsa de juncos, y que atravesaban así reinos
extraordinarios, bosques, montañas, ciudades misteriosas,
hasta el mar. Estaba la historia del hombre que había
descubierto un pozo que conducía hasta el centro de la
tierra, allá donde se encuentran los Estados del Fuego.
También había la historia de aquel comerciante que creía
hacer fortuna vendiendo nieve, la bajaba en sacos desde lo
alto de la montaña, pero cuando llegaba abajo, no le
quedaba más que un charco de agua. Había la historia del
niño que llegaba hasta el castillo donde vivía la princesa de
los sueños, aquella que enviaba los sueños y las pesadillas
a la tierra, la historia del gigante que esculpía las montañas,
la del niño que había aprendido a domesticar los delfines, o
la del capitán Tecum que había salvado la vida de un
albatros, y el pájaro para agradecérselo le había enseñado el
secreto para volar. Eran bellas historias, tan bellas que a
veces se endormiscaban a veces antes de que acabasen.
Martin las contaba dulcemente, haciendo gestos, o
deteniéndose de vez en cuando para que le pudiesen
preguntar. Mientras hablaba, sus ojos brillaban más, como
si el se alegrase también con ellos.
De todas las historias que Martin contaba, era la de
Hazarán la que los niños preferían. No la entendían muy
bien, pero todos retenían la respiración cuando empezaba.
Había esta pequeña niña, que se llamaba Trébol, era un
extraño nombre que le habían dado, sin duda por una
pequeña marca que tenía en la mejilla, cerca de oreja
izquierda, que se parecía a un trébol. Era pobre, muy pobre,
tan pobre que no tenía para comer nada más que un poco de
pan y los frutos que recogía por los matorrales. Vivía sola
en una cabaña de pastores, perdida en medio de las zarzas y
de las rocas, sin nadie que se ocupase de ella. Pero cuando
vieron que estaba sola y triste, los pequeños animales que
vivían en los campos se volvieron sus amigos. Venían a
verla con frecuencia, por la mañana o por la noche, i le
hablaban para distraerla, daban vueltas y le contaban
historias, pues Trébol entendía su lenguaje. Había una
hormiga que se llamaba Zoe, un lagarto que se llamaba
Zoot, un gorrión que se llamaba Pipit, una libélula que se
llamaba Zelle, y toda clase de mariposas, amarillas, rojas,
marrones, azules. También había un escarabajo sabio que
se llamaba Kepr, y un gran saltamontes verde que tomaba
baños de sol sobre las hojas. La pequeña Trébol era
cariñosa con ellos, y era por eso que la querían. Un día que
Trébol estaba más triste que de costumbre, porque no tenía
nada para comer, el gran saltamontes verde la llamó.
¿Quieres cambiar de vida?, le dijo, silbando. ¿Cómo podría
yo cambiar de vida, respondió Trébol, si no tengo nada que
comer y estoy sola? Puedes si quieres, dijo el saltamontes.
Basta con ir al país de Hazarán. ¿Qué país es ese?, dijo
Trébol. No he oído nunca hablar de ese lugar. Para entrar
es necesario que respondas a la pregunta que te pondrá el
que guardas las puertas de Hazarán. Pero antes has de ser
sabia, muy sabia, para poder responder. Entonces Trébol
fue a ver al escarabajo Kepr, que habitaba en un tallo de
rosal, y le dijo: Kepr, enséñame todo lo que hay que saber,
ya que quiero partir para Hazarán. Durante mucho tiempo,
el escarabajo y el gran saltamontes verde enseñaron todo lo
que sabían a la niña. Le enseñaron a adivinar el tiempo que
haría, o lo que piensa la gente sin hablar, o a curar las
fiebres y las enfermedades. Le enseñaron a pedir a la
mantis religiosa si los bebés que nacerían serían niños o
niñas, pues la mantis religiosa lo sabía, y respondía
levantando las pinzas si era un niño, y bajándolas si era una
niña. La pequeña Trébol aprendió todo esto, y más,
secretos y misterios. Cuando el escarabajo y el gran
saltamontes verde acabaron de enseñarle todo lo que
sabían, un día, un hombre llegó al pueblo. Portaba ricas
vestiduras y parecía un príncipe o un ministro. El hombre
paseaba por el pueblo diciendo: ―Busco a alguien‖. Pero la
gente no le comprendía. Entonces Trébol se fue hacia el
hombre y le dijo: Yo soy esa que buscas. Quiero ir a
Hazarán. El hombre se quedó algo asombrado porque la
pequeña Trébol era muy pobre y parecía muy ignorante.
¿Sabrás contestar a las preguntas?, preguntó el ministro. Si
no las sabes contestar, no podrás ir nunca al país de
Hazarán. Responderé a las preguntas, dijo Trébol. Pero
tenía miedo porque no estaba segura de de saber contestar.
Si conoces la respuesta, tú serás la princesa de Hazarán. He
aquí las preguntas, que son tres.
Martin paró de hablar unos momentos, y los niños
esperaron.
He aquí la primera, dijo el ministro. En la comida a la que
estoy invitado, mi padre me da tres comidas muy buenas.
Lo que mi mano puede coger, mi boca no puede comerlo.
Lo que mi mano puede coger, mi mano no puede guardarlo.
Lo que mi boca puede coger mi boca no puede guardarlo.
La pequeña pensó y después dijo: Puedo responder a esta
pregunta. El ministro la miró con asombro, porque nadie
hasta entonces le había dado la respuesta.
He aquí el segundo enigma, continuó el ministro. Mi padre
me invita a sus cuatro casas. La primera está al norte, es
pobre y triste. La segunda está al este y está llena de flores.
La tercera está al sur, y es la más bella. La cuata está al
oeste, y cuando entro, recibo un regalo y entonces me
vuelvo más pobre. Puedo contestar a esa pregunta, dijo
Trébol. El ministro se quedó atónito, pues nadie había
podido nunca responder a esa pregunta. He aquí el tercer
enigma, dijo el ministro. El rostro de mi padre es muy
bello, pero no puedo verlo. Para el, mi criado danza para el
cada día. Pero mi madre es más hermosa todavía, su
cabellera es muy negra y su cara es blanca como la nieve.
Está guarnecida de joyas, y me vela mientras duermo.
Trébol pensó e hizo el signo de que iba a explicar los tres
enigmas. He aquí la primera respuesta, dijo ella: la comida
a la que estoy invitada es el mundo donde he nacido. Las
tres excelentes comidas que mi padre me ofrece, son la
tierra, el agua y el aire. Mi mano puede coger la tierra pero
no puedo comerla. Mi mano puede tomar el agua, pero no
puedo retenerla. Mi boca puede tomar el aire pero debo
devolverlo para respirar.
Martin se paró un momento y los chiquillos tomaban la
tierra en sus manos y hacían derramar el agua entre sus
dedos. Soplaban el aire ante ellos.
He aquí la respuesta a la segunda pregunta: las cuatro
casas a las que me invita mi padre son las cuatro estaciones
del año. La que está al norte, y que es triste y pobre, es la
casa del invierno. La que está al este, donde hay muchas
flores, es la casa de la primavera. La que está al sur, y que
es la más hermosa, es la casa del verano. La que está al
oeste es la casa del otoño, y cuando entro, recibo como
regalo el año nuevo que me vuelve más pobre porque soy
más vieja. El ministro hizo con la cabeza un signo de
asentimiento, y estaba sorprendido de la gran sabiduría de
la chiquilla. La última respuesta es fácil, dijo Trébol. Al
que se le llama mi padre es el sol, que no puedo mirarle a la
cara. El criado que baila para el es mi sombra. La que se
llama mi madre es la noche, y su cabello es muy negro y su
cara es blanca como la de la luna. Sus joyas son las
estrellas. Tal es el sentido de los enigmas. Cuando el
ministro oyó las respuestas de Trébol, dio unas órdenes, y
todos los pájaros del cielo vinieron a llevarse a la pequeña
hasta el país de Hazarán. Es un país muy lejano, muy
lejano, tan lejos que los pájaros volaron durante días y
noches, pero cuando Trébol llegó estaba maravillada,
porque nunca había imaginado nada tan bello, ni incluso en
sueños.
Aquí Martin se volvió a callar un rato, y los niños se
impacientaban y decían: ¿Cómo era? ¿Cómo era el país de
Hazarán?
Bien, todo era grande y hermoso, tenía jardines llenos de
flores y de mariposas, de ríos tan claros que se hubiesen
dicho de plata, árboles muy altos y cubiertos de frutas de
todas clases. Era aquí donde vivían los pájaros, todos los
pájaros del mundo. Volaban de rama en rama, cantaban
siempre y cuando Trébol llegó, la rodearon para darle la
bienvenida. Tenían trajes de todas las plumas, de todos los
colores y danzaban también ante Trébol, porque estaban
felices de tener una princesa como ella. Después llegaron
los mirlos, y eran los ministros del rey de los pájaros y al
condujeron hasta el palacio de Hazarán. El rey era un
ruiseñor que cantaba tan bien que todo el mundo callaba
para escucharle. Fue en su palacio que Trébol vivió en lo
sucesivo, y como ella sabía hablar el lenguaje de los
animales, aprendió también a cantar, para contestar al rey
Hazarán. Ella se quedó en este país, y tal vez aún viva allá,
y cuando quiere visitar la tierra, toma la forma de un
pájaro, y llega volando para ver a sus amigos que se han
quedado en la tierra. Después vuelve a su casa, al gran
jardín donde se ha vuelto princesa.
Cuando la historia ha terminado, los chiquillos se iban
uno a uno y volvían a sus casas. Alia se quedaba siempre la
última ante la casa de Martin. Solo se iba cuando el hombre
entraba en su castillo y extendía su manta para dormir. Se
iba lentamente por las calles del Dique, mientras las
lámparas de gas se encendían en el interior de las chozas, y
ya no estaba triste. Pensaba en el día que llegaría tal vez un
hombre vestido como un ministro, que miraría a su
alrededor y diría:
“He venido a buscar a alguien.”
Fue por esa época más o menos, que el gobierno
empezó a venir por aquí, al Dique de los Franceses. Eran
gentes extrañas que llegaban una o dos veces por semana,
en negros coches y camionetas de color naranja que se
paraban en la carretera, un poco antes del comienzo del
poblado.; hacían toda clase de cosas sin razón, como medir
las distancias en las calles y entre las casas, tomar muestras
de tierra en frascos de metal, un poco de agua en tubos de
cristal, y un poco de aire en una especie de pequeños
globos amarillos. Hacían también muchas preguntas a la
gente que se encontraban, sobretodo a los hombres, porque
las mujeres no entendían bien lo que les decían y, de todos
modos, tampoco osaban responder.
Cuando iba a buscar agua a la fuente, Alia se paraba para
verles pasar, aunque sabía bien que ellos no venían para
buscar a alguien. No venían para hacer las preguntas que
permitiría ir al país de Hazarán. Por otra parte no se
interesaban en los niños, nunca les hacían preguntas. Había
hombres con aspecto serio que estaba vestidos con trajes
grises y que llevaban pequeñas maletas de cuero, y
estudiantes,
chicos y chicas vestidos con gruesos
chándales y anoraks. Estos eran los más raros, porque
hacían preguntas que todo el mundo entendía, sobre el
tiempo que hacía o sobre la familia, pero no llegaban a
entender porque les preguntaban eso. Anotaban sus
respuestas en unos cuadernos como si fuesen cosas muy
importantes, y tomaban muchas fotos de las chozas de
plancha como si valiesen algo. Fotografiaban incluso lo
que había en el interior de las casas con una pequeña
lámpara que se encendía y lo iluminaba todo más fuerte
que el sol.
Fue un poco más tarde que se comprendió cuando se supo
que eran señores y estudiantes del gobierno que venían
para trasladarlo todo, la ciudad y las gentes, a otro lugar. El
gobierno había decidido que el Dique debía desaparecer,
porque estaba demasiado cerca de la autopista y de la pista
de aterrizaje, o quizás necesitasen los terrenos para
construir inmuebles y oficinas. Se supo porque habían
distribuido folletos a todas las familias para decirles que
todo el mundo debía de irse, y que el poblado debía se
arrasado por las máquinas y los camiones. Los estudiantes
del gobierno enseñaron entonces a los hombres dibujos que
representaban la nueva ciudad que se iba a construir, en la
parte alta del río. Eran dibujos bien extraños también, con
casa que no se parecían nada a las que conocían, grandes
casas planas con ventanas todas iguales como agujeros de
ladrillo. En el centro de cada casa había un gran patio con
árboles, y las calles eran muy derechas como las vías del
ferrocarril. Los estudiantes la llamaban Villa Futura, y
cuando hablaban de ella a los hombres y a las mujeres del
Dique, estaban muy contentos y sus ojos brillaban,
haciendo grandes gestos. Posiblemente era porque habían
hechos esos dibujos.
Cuando el gobierno decidió que se destruiría el Dique, y
que nadie se podía quedar, se necesitaba el acuerdo con un
responsable. Pero en el Dique no había responsable: la
gente siempre había vivido así, sin responsable, porque
nadie lo había necesitado hasta entonces. El gobierno buscó
a alguien que quisiese ser el responsable y fue nombrado el
gerente de la cooperativa. Entonces el gobierno iba con
frecuencia a su casa para hablar de Villa Futura, e incluso,
le enviaban un coche negro para que fuese a las oficinas a
firmar papeles y que todo estuviese en regla. El gobierno
habría podido ir a ver a Martin a su castillo, pero nadie
había hablado de el, y el vivía muy lejos, al final del Dique,
cerca del pantano. De todas maneras, el no habría querido
firmar nada, y la gente habría creído que era demasiado
viejo.
Cuando Martin se enteró de la noticia, ni dijo nada, pero
se vio que eso no le gustaba nada. El había construido su
castillo donde quiso, y no tenía ningunas ganas de
trasladarse a otra parte, sobre todo en una de las casa de
Villa Futura que parecía una plancha de ladrillo.
Después empezó a ayunar, pero no era un ayuno de unos
cuantos días como tenía por costumbre. Era un ayuno
espantoso, que parecía no querer acabar, que duraba
semanas.
Cada día, Alia venia a su casa a llevarle pan, y los otros
chiquillos venían también con sus platos de comida,
esperando que Martin se levantase. Pero el seguía acostado
en su manta, con la cara vuelta hacía la puerta, y su piel se
volvió muy pálida sobre el antiguo bronceado. Sus ojos
oscuros brillaban con una falsa luz, porque estaban
cansados y doloridos de mirar continuadamente. Por la
noche no dormía. Se quedaba así, sin moverse, estirado en
el suelo, con la cara vuelta hacia la abertura de la puerta,
mirando la noche.
Alia se sentaba a su lado, secaba su rostro con un trapo
húmedo para quitarle el polvo que el viento depositaba
sobre el como sobre una piedra. Bebía un poco de agua del
cántaro, solo algunos sorbos en todo el día. Alia le decía:
―¿No quieres comer algo? Te he traído pan.‖
Martin intentaba una sonrisa, pero su boca estaba
demasiado cansada, y solo con la mirada conseguía sonreír.
Alia notaba su corazón atenazado porque pensaba que muy
pronto Marin se iba a morir.
―¿Es porque no quieres irte que no tienes hambre?‖, decía
Alia.
Martin no contestaba, pero sus ojos si respondían con la
luz llena de cansancio y de dolor. Miraban fuera, por la
abertura de la puerta baja, la tierra, las cañas, el cielo
―Tal vez no debas venir con nosotros allí, a la nueva
ciudad. Tal vez tengas que volverte a tu país que es tan
hermoso, allí de donde vienes, allí donde todo el mundo
son princesas y príncipes.‖
Los estudiantes del gobierno venían con menos frecuencia
ahora. Después dejaron de venir del todo. Alia les había
visto, trabajando en la casa de tía, o bien yendo a buscar
agua a la fuente. Había mirado si sus coches estaban
estacionados en la carretera, a la entrada del poblado.
Después había corrido hasta el castillo de Martin.
―¡Hoy tampoco han venido!‖. Probaba de hablar pero su
le faltaba la respiración. ―¡No vendrán más! ¿Comprendes?
¡Se ha acabado, no vendrán más, nos quedaremos aquí!‖
Su corazón latía muy deprisa, porque pensaba que había
sido Martin el que había conseguido alejar a los
estudiantes, solo ayunando.
―¿Estás segura?‖ preguntaba Martin. Su voz era muy baja
y se incorporaba un poco en su cama.
―¡No han venido en tres días!‖
―¿Tres días?‖
―¡No volverán más, estoy segura!‖
Ella rompió un trozo de pan y se lo ofreció a Martin.
―No, ahora no‖, dijo el hombre. ―Antes he de lavarme.‖
Apoyado en Alia, dio algunos pasos fuera, titubeando.
Ella le condujo hasta el río, a través de los cañaverales.
Martin se puso de rodillas y lavó su cara lentamente.
Después se afeitó la barba y peinó sus cabellos, sin
apresurarse, como si acabase de despertarse. Después se
fue a sentar en su caja, al sol, y comió el pan de Alia. Los
chiquillos venían ahora unos tras otros trayéndole comida,
y Martin aceptaba todo lo que le daban dando las gracias.
Cuando hubo comido suficiente, volvió al interior de su
casa, y se tendió sobre su cama.
―Ahora voy a dormir‖, dijo.
Pero los chiquillos se quedaron sentados en el suelo ante
su puerta para verle dormir.
Fue mientras dormía que los coches nuevos volvieron.
Hubo primero hombre con traje gris con sus maletas
negras. Fueron directamente a la casa del gerente de la
cooperativa. Después llegaron los estudiantes, aun en
mayor cantidad que la primera vez.
Alia seguía inmóvil, la espalda contra la pared de una
casa, mientras pasaban ante ella y andaban deprisa hasta la
plaza donde estaba la fuente de agua dulce. Estaban allí
reunidos y parecían esperar algo. Después también llegaron
los hombres de gris y el gerente de la cooperativa iba con
ellos. Los hombres de gris le hablaban, pero el negaba con
la cabeza, y al final fue uno de los hombres del gobierno
que anunció a todo el mundo, con una voz clara que llegaba
lejos. Dijo simplemente que la marcha tendría lugar a la
mañana siguiente a partir de las ocho de la mañana. Los
camiones del gobierno vendrían para transportar a todo el
mundo hasta el nuevo terreno, allí donde se iba a construir
pronto la Villa Futura. Dijo también que los estudiantes del
gobierno ayudarían benévolamente a la gente del pueblo a
cargar sus muebles y sus efectos personales en los
camiones.
Alia no osaba moverse, incluso cuando los hombres de
gris y los estudiantes con anorak se repartieron en sus
autos. Pensaba en Martin que seguramente se iba a morir
ahora, porque no querría volver a comer más.
Entonces ella fue a esconderse lo más lejos que pudo, en
medio de los cañaverales, cerca del río. Se quedó sentada
en las piedras, y vio como descendía el sol. Cuando el sol
estuviese en el mismo sitio, mañana, ya no habría nadie
aquí, en el Dique. Los bulldozers habrían pasado y
repasado por el poblado, arrasando ante ellos las chabolas
como si fuesen cajas de cerillas, y solo quedarían las
marcas de los neumáticos y de las cadenas sobre la tierra
asolada.
Alia se quedó mucho tiempo sin moverse, en medio del
cañaveral, cerca del río. Llegó la noche, una noche fría,
iluminada por una luna redonda y blanca. Pero Alia no
quería volver a casa de su tía. Se puso a andar a través de
las cañas, a lo largo del río, hasta que llegó al pantano. Un
poco más arriba ella adivinaba la forma redonda del castillo
de Martin. Escuchaba el croar de los sapos y el regular
ruido del agua del río, al otro lado del pantano.
Cuando llegó ante la casa de Martin, le vio, de pie,
inmóvil. Su rostro estaba iluminado por la luz de la luna, y
sus ojos eran como el agua del río, oscuros y brillantes.
Martin miraba en dirección al pantano, hacia el ancho
estuario del río, allí donde se extiende la gran llanura de
piedras fosforescentes.
El hombre se volvió hacia ella y su mirada estaba cargada
de una extraña fuerza, como si de el emanase realmente la
luz.
―Te buscaba‖, dijo Martin.
―¿Vas a marcharte?‖ Alia hablaba en voz baja.
―Si. Voy a marcharme en seguida‖
Miraba a Alia como si se divirtiese.
―¿Quieres venir conmigo?‖
Alia sintió que la alegría henchía de golpe sus pulmones y
su garganta. Ella dijo, y su voz casi gritaba:
―¡Espérame! ¡Espérame!‖
Entonces corrió a través de las calles del pueblo, llamando
a todas las puertas gritando:
―¡Venid deprisa! ¡Venid! ¡Nos vamos en seguida!‖
Los niños y las mujeres salieron primero, porque lo
habían comprendido. Después los hombres llegaron
también, unos detrás de los otros. La multitud de los
habitantes del Dique aumentaba en las calles. Se llevaban
lo que podían a la luz de antorchas eléctricas, sacos,
cartones, utensilios de cocina. Los chicos gritaban y corrían
a través de las avenidas repitiendo siempre la misma frase:
―¡Nos vamos! ¡Nos vamos!‖
Cuando todo el mundo llegó a la casa de Martin, hubo un
instante de silencio, como una indecisión. Incluso el
gerente de la cooperativa no osaba decir nada, porque era
un misterio que todo el mundo presentía.
Martin, estaba inmóvil ante el camino que se abría entre
los cañaverales. Después sin decir una palabra a la multitud
que esperaba, empezó a andar por el camino, en dirección
al río. Entonces los otros se pusieron en camino tras el.
Avanzaba con su paso regular, sin volverse, sin dudar,
como si supiese donde iba. Cuando empezó a andar por el
agua del río, sobre el vado, la gente comprendió donde iba,
y no tuvieron miedo. El agua negra destellaba alrededor del
cuerpo de Martin mientras seguía avanzando por el vado.
Los niños cogieron las manos de las mujeres y de los
hombres, y muy lentamente, la multitud fue avanzando
también en el agua fría del río. Ante ella, del otro lado del
río negro con bancos de piedra fosforescentes, mientras
ella marchaba sobre el fondo resbaladizo, su ropa se pegaba
a su vientre y a sus muslos. Alia miraba la banda oscura de
la otra orilla, donde no brillaba luz alguna.
PUEBLO DEL CIELO
Pequeña Cruz gustaba sobretodo de hacer esto: Ella iba
hasta el final mismo del pueblo y se sentaba haciendo un
ángulo bien recto con la tierra endurecida, cuando el sol
calentaba mucho. No se movía, o casi, durante horas, el
busto derecho, las piernas bien extendidas ante si. Algunas
veces sus manos se movían, como si fuesen independientes,
tirando de las briznas de hierba para hacer cestos o cuerdas.
Ella estaba como si mirase la tierra por encima de ella, sin
pensar nada ni esperar nada, simplemente sentada en
ángulo recto sobre la tierra endurecida, al final del pueblo,
allá donde la montaña acababa de golpe y dejaba sitio al
cielo.
Era un país sin hombres, un país de arena y de polvo,
teniendo solo por límites las mesas rectangulares, en el
horizonte. La tierra era demasiado pobre para dar de comer
a los hombres, y la lluvia no caía del cielo. La carretera
alquitranada atravesaba el país de parte a parte, pero era
una carretera para circular sin pararse, sin mirar los pueblos
de polvo, adelante en medio de los espejismos, con el ruido
mojado de los neumáticos recalentados.
Aquí el sol era muy fuerte, mucho más fuerte que la tierra.
Pequeña Cruz estaba sentada, y notaba su fuerza sobre su
cara y su cuerpo. Pero no le tenía miedo. El seguía su ruta
muy larga a través del cielo sin ocuparse de ella. Quemaba
las piedras, secaba los ríos y los pozos, hacía crujir los
arbustos y las espinosas zarzas. Incluso las serpientes,
incluso los escorpiones le temían y se quedaban ocultos es
sus escondites hasta la noche.
Pero Pequeña Cruz no tenía miedo. Su cara inmóvil estaba
casi negra, y cubría su cabeza con un faldón de su manta.
Le gustaba este sitio, en lo alto del acantilado, allí donde
las rocas y la tierra se rompen de un solo golpe y rajan el
viento frío como una proa. Su cuerpo conocía bien su lugar,
estaba hecho para ella. Un pequeño lugar, justo a su
medida, en la tierra dura, hundida para la forma de sus
caderas y de sus piernas Entonces podía quedarse mucho
tiempo, sentada en ángulo bien recto sobre la tierra, hasta
que el sol estuviese frío y que el viejo Bahti venga a
cogerla de la mano para la cena de la noche.
Ella tocaba la tierra con la palma de sus manos, y seguía
lentamente con la punta de sus dedos las pequeñas arrugas
dejadas por el viento y el polvo, los surcos y las bolsas. El
polvo de arena era como un polvo suave como el talco que
se deslizaba por las palmas de sus manos. Cuando el viento
soplaba, el polvo se escapaba entre sus dedos, pero ligero,
parecido al humo, y desaparecía en el aire. La tierra dura
estaba caliente bajo el sol. Hacía días, meses que Pequeña
Cruz venía a este lugar. No se acordaba muy bien ella
misma como lo había encontrado. Solo recordaba de la
pregunta que le había hecho al viejo Bahti, a propósito del
cielo, del color del cielo.
―¿Qué es el azul?‖
Esto era lo que había preguntado la primera vez, y
después había encontrado este lugar, con este hueco en la
tierra dura, presto para recibirla.
Las gentes del valle están lejos ahora. Han partido como
insectos con caparazón, a su ruta, en medio del desierto,
donde no se oyen los ruidos. O bien ruedan en camionetas
escuchando la música que sale de los aparatos de radio, que
silba y rechina como los insectos. Ellos van rectos por la
carretera negra, a través de los campos secos y los lagos de
espejismos, sin mirar a su alrededor. Se van como si no
pensasen volver jamás.
Pequeña Cruz le gustaba cuando no había nadie a su
alrededor. A su espalda, las calles del pueblo están vacías,
tan lisas que el viento no puede jamás pararse, el viento frío
del silencio. Las paredes de las casas medio ruinosas son
como las rocas, inmóviles y pesadas, gastadas por el viento,
sin ruido, sin vida.
El viento no habla, no habla nunca. No es como los
hombres o los niños, ni siquiera como los animales. Solo
pasa, entre las paredes, sobre las rocas, sobre la tierra dura.
Llega hasta Pequeña Cruz y la envuelve, quita un momento
la quemazón del sol de su cara, y hace chasquear los
faldones de su manta.
Si el viento se paraba, tal vez se pudiesen oír las voces de
los hombres y mujeres en los campos, el ruido de la polea
cerca del depósito, los gritos de los niños ante el edificio
prefabricado de la escuela, abajo, en el pueblo con las casas
de chapa. ¿Quizás Pequeña Cruz oiría mas lejos aún los
trenes de mercancías que chirrían sobre los raíles, los
camiones de ocho ruedas rugiendo sobre la carretera negra,
hacia las ciudades más ruidosas aún, hacia el mar?
Pequeña Cruz siente ahora el frío que entra en ella, y no
se resiste. Solo toca la tierra con la palma de sus manos, y
después se toca su cara. En alguna parte, detrás de ella, los
perros aúllan, sin razón, después se vuelven a acostar en
redondo en los rincones de las paredes, con la nariz en el
polvo.
Es el momento en que el silencio es tan grande que todo
puede ocurrir. Pequeña Cruz de la pregunta que hizo,
después de tantos años, la pregunta que realmente querría
saber, a propósito del cielo, y de su color. Pero ella solo
dice en voz alta:
―¿Qué es el azul?‖
Porque nadie conoce la verdadera respuesta. Se queda
inmóvil, sentada bien derecha, en la punta del acantilado,
ante el cielo. Sabe bien que algo tiene que venir. Cada día
lo espera, en su lugar, sentada sobre la tierra dura, para ella
sola. Su cara casi negra está quemada por el sol y por el
viento, un poco levantada hacia lo alto para que no haya
una sola sombra en su piel. Está tranquila, no tiene miedo.
Sabe bien que la respuesta ha de llegar, un día, sin que ella
comprenda como. Nada malo puede venir del cielo, eso es
seguro. El silencio del valle vacío, el silencio del pueblo
tras ella, es para que ella pueda oír mejor la respuesta a su
pregunta. Ella solo puede escucharla. Incluso los perros
duermen, sin apercibirse de lo que llega.
Primero es la luz. Hace un ruido muy suave sobre el
suelo, como un ruido de barrido de hojas, o una cortina de
gotas que avanza. Pequeña Cruz escucha con todas sus
fuerzas, reteniendo un
poco la respiración, y oye
claramente el ruido que llega. ¡Hace chchchch, y también
dtdtdt! Por todas partes, sobre la tierra, sobre las rocas,
sobre los planos techos de las casas. Es un ruido de fuego,
pero muy dulce y bastante lento, un fuego tranquilo que no
vacila, que no lanza chispas. Llega sobre todo de arriba, a
su cara, y apenas vuela a través de la atmósfera, zumbando
con sus minúsculas alas. Pequeña Cruz oye el murmullo
que crece, que se extiende alrededor de ella. Ahora llega de
todas partes, no solo de arriba, pero también de la tierra, de
las rocas, de las casas del pueblo, brota en todos sentidos
como gotas, hace nudos, estrellas, especies de rosetones.
Traza largas curvas que rebotan por encima de su cabeza,
arcos inmensos, haces.
Es esto, el primer ruido, la primera palabra. Antes mismo
que el cielo se llene, ella oye el paso de los rayos locos de
luz, y su corazón empieza a latir más deprisa y más fuerte.
Pequeña Cruz no mueve ni la cabeza ni el busto. Quita sus
manos de la tierra seca y las tiende ante si, con las palmas
vueltas hacia arriba. Es así como hay que hacerlo; nota
entonces el calor que roza la punta de sus dedos, como una
caricia que va y viene. La luz crepita sobre sus espesos
cabellos, sobre los pelos de la capa, sobre sus cejas. La piel
de la luz es dulce y tirita, haciendo deslizar su espalda y su
vientre inmensos sobre las palmas de esta chiquilla.
Siempre es así, al principio, con la luz que gira a su
alrededor, y que se frota contras las palmas de sus manos
como los caballos del viejo Bahti. Pero estos caballos de
ahora son más grandes y , más dulces, y llegan en seguida
hacia ella como si fuese su dueña.
Llegan del fondo del cielo, han saltado de una montaña a
otra, han saltado por encima de las grandes ciudades, por
encima de los ríos, sin hacer ruido, justo con el roce sedoso
de su pelo ralo.
A Pequeña Cruz le gusta cuando llegan. Solo han venido
por ella, tal vez para contestar a su pregunta, porque ella es
la única que les comprende, la sola que les quiere. La
demás gente tiene miedo, y les dan miedo, y es por eso que
no ven nunca los caballos de azul. Pequeña Cruz les llama;
les habla dulcemente, en voz baja, cantando un poco,
porque los caballos de la luz son como los caballos de la
tierra, les gustan las voces dulces y las canciones.
―Caballos, caballos,
Pequeños caballos de azul
Llevadme volando
Llevadme volando
Pequeños caballos de azul‖
Ella les llama ―pequeños caballos‖ para gustarles, porque
seguramente no les gustaría saber que son enormes.
Es así al principio. Después llegan las nubes. Las nubes
no son como la luz. No acarician su espalda y su vientre
contra las palmas de sus manos, porque son tan frágiles y
ligeras que peligrarían de perder su piel y de irse en
filamentos como las flores de algodón.
Pequeña Cruz las conocía bien. Sabía que a las nubes no
les gusta mucho quien pueda disolverlas y hacerlas fundir.
Entonces ella retiene su aliento y respira deprisa, como los
perros que han corrido mucho. Esto provoca frío en su
garganta y sus pulmones, y se siente débil y ligera, como
las nubes. Entonces las nubes pueden llegar.
Primero están lejos, por encima de la tierra, se estiran y se
amontonan, cambian de forma, pasan y vuelven a pasar por
delante del sol y su sombra se desliza sobre la dura tierra y
sobre el rostro de la Pequeña Cruz como el soplo de un
abanico.
Sobre la piel casi negra de sus mejillas, de su frente, sobre
sus párpados, sobre sus manos, las sombras se deslizan,
apagan la luz, producen frías manchas, manchas vacías. Es
esto, el blanco, el color de las nubes. El viejo Bahti y el
maestro de escuela Jasper se lo han dicho a la Pequeña
Cruz: el blanco es el color de la nieve, el color de la sal, de
las nubes y del viento del norte. Es el color de los huesos y
también de los dientes: La nieve es fría y se funde en la
mano, el viento es frío y nadie lo puede coger. La sal
quema los labios, los huesos están muertos, y los dientes
son como piedras en la boca. Pero es porque el blanco es el
color del vacío, pues no hay nada después del blanco, nada
queda.
Las nubes son como esto. Están tan lejos, llegan de tan
lejos, del centro del azul, frías como el viento, ligeras como
la nieve, y frágiles; no hacen ruido cuando llegan, son
silenciosas como los muertos, más silenciosas que los niños
que van descalzos por las rocas, alrededor del pueblo.
Pero les gusta venir a ver a Pequeña Cruz, no la temen. Se
hinchan ahora a su alrededor, delante del abrupto
acantilado. Saben que Pequeña Cruz es una persona de
silencio. Saben que ella no les hará ningún daño. Las nubes
están hinchadas y pasan cerca de ella, la rodean, y ella nota
el dulce frescor de su piel, los millones de gotitas que
humedecen la piel de su cara y de sus labios, como el rocío
de la noche., ella oye el ruido muy suave que flota a su
alrededor, y canta aún un poco, para ellas:
―Nubes, nubes,
Pequeñas nubes del cielo
Llevadme volando
Llevadme volando
Volando
En vuestro rebaño‖
Ella las llama también ―pequeñas nubes‖ aunque sabe
bien que son muy grandes porque su abrigo de piel fresca
las cubre mucho tiempo, esconden el calor del sol tanto
tiempo que ella tiembla.
Ella se mueve lentamente cuando las nubes están sobre
ella, para no asustarlas. Las gentes de aquí no saben hablar
bien con las nubes. Hacen demasiado ruido, demasiados
gestos, y las nubes se quedan arriba, en el cielo. Pequeña
Cruz levanta lentamente las manos hasta su cara, y apoya
las palmas en sus mejillas.
Después las nubes se apartan. Se van, allí donde tienen
trabajo, más lejos que las murallas de las mesas, más lejos
que las ciudades. Se van hasta el mar, allí donde todo es
siempre azul, para hacer llover su agua, porque es eso lo
que más les gusta en el mundo: la lluvia sobre la gran
extensión azul del mar. El mar, ha dicho el viejo Bahti, es
el lugar más hermoso del mundo, el lugar donde todo es
realmente azul. Existen toda clase de azules en el mar, dice
el viejo Bahti. ¿Cómo puede haber varias clases de azul?,
pregunta Pequeña Cruz. Pero es así, hay varias clases de
azul, es como el agua que se bebe, que llena la boca y se
cuela en el vientre, fría y caliente.
Pequeña Cruz espera aún, a las otras personas que deben
venir. Ella espera el olor de la hierba, el olor del fuego, el
polvo de oro que baila sobre si misma girando sobre una
sola pierna, el pájaro que cruza una sola vez rozando su
cara con la punta de sus alas. Vienen siempre, cuando ella
está aquí. No la tienen miedo. Escuchan su pregunta,
siempre a propósito del cielo y de su color, y pasan tan
cerca de ella que nota el aire que mueven sobre sus cejas y
sus cabellos.
Después vienen las abejas. Se han ido pronto de sus
casas, de sus colmenas abajo del valle. Han visitado todas
las flores salvajes en los campos, entre los montones de
piedras. Ellas conocen bien las flores, y llevan el polen de
de las flores en sus patas, que cuelgan bajo el peso.
Pequeña Cruz las oye llegar, siempre a la misma hora,
cuando el sol está muy alto por encima de la dura tierra.
Las oye venir de todos lados a la vez, pues salen del azul
del cielo. Entonces Pequeña Cruz busca en los bolsillos de
su vestido, y saca granos de azúcar. Las abejas vibran en el
aire, su agudo canto atraviesa el cielo, rebota en las piedras,
rozan las orejas y las mejillas de Pequeña Cruz.
Cada día a la misma hora ellas vienen. Saben que Pequeña
Cruz las espera, y ellas también la quieren. Llegan por
docenas, de todas partes, haciendo su música en la luz
amarilla. Se posan sobre las manos abiertas de Pequeña
Cruz, y comen el polvo de azúcar muy glotonamente.
Después se pasean por su cara, por sus mejillas, pos su
boca, andan muy suavemente y con sus patas ligeras la
hacen cosquillas en la piel que la hacen reír. Pero Pequeña
Cruz no se ríe muy fuerte, para no asustarlas. Las abejas
vibran sobre sus negros cabellos, cerca de sus orejas y esto
produce un canto monótono que habla de flores y de
plantas, de todas las flores y de todas las plantas que han
visitado esta mañana. ―Escúchanos‖, dicen las abejas,
―hemos visto muchas flores, en el valle hemos ido hasta los
confines del valle sin pararnos, porque el viento nos
llevaba, después hemos vuelto, de una a otra flor.‖
―¿Qué es lo que habéis visto?‖, pregunta Pequeña Cruz.
―Hemos visto la flor amarilla del girasol, la flor roja del
cardo, la flor del ocotillo que se parece a una serpiente con
la cabeza roja. Hemos visto la gran flor malva del cactus
pitaya, la flor de encaje de las zanahorias salvajes, la pálida
flor del laurel. Hemos visto la flor venenosa del senecio, la
flor ensortijada del índigo, la flor ligera de la salvia roja.‖
―¿Y que más?‖
―Hemos volado hasta las lejanas flores, aquella que brilla
sobre el flox salvaje, la devoradora de abejas, hemos visto
la estrella roja del sileno mejicano, la rueda de fuego, la
flor de leche. Hemos volado por encima de la agarita,
hemos bebido largamente el néctar de las mil hojas, y el
agua de la menta limón. Hemos estado sobre la flor más
bella del mundo, aquella que brota muy alto, sobre las
hojas en sable de la yuca, y que es tan blanca como la
nieve. Todas estas flores son para ti, Pequeña Cruz, te las
traemos para darte las gracias.‖
Así hablan las abejas, y muchas cosas más aún. Ellas
hablan de la arena roja y gris que brilla al sol, de las gotas
de agua que se quedan, prisioneras del plumón del
euforbio, o bien, en equilibrio con las agujas de la pita.
Hablan del viento que sopla a ras del suelo e inclina las
hierbas. Hablan del sol que sube en el cielo, después baja, y
de las estrellas que horadan la noche.
Ellas no hablan la lengua de los hombres, pero Pequeña
Cruz comprende lo que dicen, y las vibraciones agudas de
sus millares de alas hacen aparecer manchas y estrellas y
flores en sus retinas. ¡Las abejas saben tantas cosas!
Pequeña Cruz abre bien las manos para que ellas puedan
comer los últimos granos de azúcar, y les canta también
una canción, abriendo apenas los labios, y su voz se parece
entonces al zumbido de los insectos:
―Abejas, abejas,
Abejas azules del cielo
Llevadme volando
Llevadme volando
Volando
En vuestro enjambre‖
Todavía dura el silencio, mucho silencio, cuando las
abejas se han ido.
El viento frío sopla sobre el rostro de Pequeña Cruz, y ella
gira un poco la cabeza para respirar. Sus manos están
juntas sobre su vientre bajo la capa, y está inmóvil, sentada
bien derecha sobre la dura tierra. ¿Quién va a venir ahora?
El sol está en lo alto del cielo azul, hace sombras sobre la
cara de la pequeña, bajo su nariz, bajo las arcadas de sus
cejas.
Pequeña Cruz piensa en el soldado que está ahora
seguramente camino de venir. Debe andar a lo largo del
estrecho sendero que escala el promontorio hasta el viejo
pueblo abandonado. Pequeña Cruz escucha, pero no oye el
ruido de sus pasos. Tampoco los perros han aullado.
Duermen todavía en los viejos rincones de las paredes, con
la nariz en el polvo.
El viento sopla y gime sobre las piedras, sobre la tierra
dura. Son largos animales rápidos, animales con larga nariz
y pequeñas orejas que saltan en el polvo haciendo un ligero
ruido. Pequeña Cruz conoce bien a los animales. Salen de
sus madrigueras, al otro lado del valle, y corre, galopan, se
divierten saltando por encima de los torrentes, de los
barrancos, de las cuevas. De cuando en cuando, se paran,
anhelantes, y la luz brilla sobre su dorado pelaje. Después
recomienzan sus saltos en el cielo, su cacería insensata,
rozan a Pequeña Cruz, remueven sus cabellos y sus
vestidos, sus colas azotan el aire silbando. Pequeña Cruz
tiende sus brazos, para intentar pararlos, para atraparlos por
la cola.
―¡Paraos! ¡Paraos! ¡Vais demasiado deprisa! ¡Parad!‖
Pero los animales no la escuchan. Se divierten saltando
muy cerca de ella, a deslizarse entre sus brazos, le echan su
aliento en su rostro. Se burlan de ella. Si pudiese coger uno,
solo uno, no lo soltaría. Ella sabe bien lo que haría. Saltaría
a su espalda, como sobre un caballo, apretaría muy fuerte
su cuello con su brazo, y ¡waoh yap! De un solo salto el
animal la llevaría en medio del cielo. Ella volaría, correría
con el, tan deprisa que nadie podría verla. Ella iría muy
alto, por encima de los valles y de las montañas, por
encima de las ciudades, hasta el mismo mar, iría siempre en
el azul del cielo. O bien se deslizaría a ras de tierra, en las
ramas de los árboles haciendo un ruido muy suave como el
agua que fluye. Estaría bien.
Pero Pequeña Cruz no puede nunca coger a un animal.
Nota la piel fluida que resbala entre sus dedos, que se
arremolina en sus vestidos y en sus cabellos. A veces los
animales son muy lentos y fríos como las serpientes.
No hay nadie en lo alto del promontorio. Los chicos del
pueblo ya no vienen aquí, salvo de vez en cuando, para
cazar culebras. Un día han venido sin que Pequeña Cruz les
oiga. Uno de ellos ha dicho: ―Te traemos un regalo.‖ ―¿Qué
es?‖, ha preguntado Pequeña Cruz. ―Abre tus manos, lo vas
a ver‖ dijo el niño. Pequeña Cruz ha abierto las manos, y
cuando el niño ha puesto la culebra en sus manos, ella se ha
estremecido pero no ha gritado. Ha temblado de pies a
cabeza. Los niños se han reído, pero Pequeña Cruz ha
dejado simplemente a la serpiente deslizarse en el suelo, sin
decir nada, y después ha escondido sus manos bajo su capa.
Ahora son sus amigos, todos los que se deslizan sin hacer
ruido sobre la dura tierra, aquellos con largos cuerpos, fríos
como el agua, las serpientes, los gusanos, los lagartos.
Pequeña Cruz sabe como hablarles. Les llama dulcemente,
silbando entre dientes, i vienen hacia ella. Ella no les oye
venir, pero sabe que se acercan, reptando, de una fisura a
otra, de una piedra a otra, y levantan su cabeza para oir
mejor el dulce silbido, y su garganta palpita.
―Serpientes,
Serpientes.‖
Canta también Pequeña Cruz. No todo son serpientes,
pero es así como les llama.
―Serpientes
Serpientes llevadme volando
Llevadme volando.‖
Vienen, sin dudarlo, suben a sus rodillas, se quedan unos
instantes al sol y a ella le gusta su ligero peso sobre sus
piernas. Después se van, de repente, porque tienen miedo,
cuando sopla el viento, o bien cuando la tierra cruje.
Pequeña Cruz oye el ruido de los pasos del soldado.
Llega cada día a la misma hora, cuando el sol quema en su
apogeo y la tierra está tibia bajo sus manos. Pequeña Cruz
no siempre le oye llegar, porque el anda sin hacer ruido
sobre sus suelas de caucho. Se sienta sobre una piedra, a su
lado, y la mira un buen rato sin decir nada. Pero Pequeña
Cruz nota su mirada sobre ella, y pregunta:
―¿Quién está aquí?‖
Es un extranjero, no habla bien la lengua del país, como
los que vienen de grandes ciudades, de cerca del mar.
Cuando Pequeña Cruz le ha preguntado quien era, el ha
dicho que era un soldado, ha hablado de la guerra que había
habido antes, en un lejano país. Pero tal vez ahora ya no sea
soldado.
Cuando llega, le trae algunas flores salvajes que ha cogido
mientras iba por el sendero que sube hasta lo alto del
acantilado. Son flores delgadas y largas, con pétalos
separados y que huelen como las ovejas. Pero a Pequeña
Cruz le gustan y las aprieta entre sus manos.
―¿Qué haces?‖, le pregunta el soldado.
―Miro el cielo‖, dice Pequeña Cruz. ―¿Es muy azul hoy,
verdad?‖
―Si‖, dice el soldado.
Pequeña Cruz dice siempre lo mismo, porque no puede
olvidar su pregunta. Ella vuelve la cara un poco hacia
arriba, después pasa lentamente sus manos por la frente,
por sus mejillas, por sus párpados.
―Creo que se lo que es‖, dice ella.
―¿El que?‖
―El azul. Está muy caliente en mi cara.‖
―Es el sol‖, dice el soldado.
Enciende un cigarrillo inglés, y fuma sin prisas, mirando
al frente. El olor del tabaco envuelve a Pequeña Cruz y la
marea un poco.
―Dime…Cuéntame.‖
Ella siempre pide eso. El soldado le habla con dulzura,
interrumpiéndose de vez en cuando, para fumar.
―Es muy hermoso‖, dice el. ―Primero hay una gran llanura
con terrenos amarillos, debe ser maíz, creo yo. Hay un
sendero de tierra roja que va directo a la mitad de los
campos, y una cabaña de madera…‖
―¿Hay un caballo?‖ pregunta Pequeña Cruz.
―¿Un caballo? Espera… No, no veo ningún caballo.
―Entonces no es la casa de mi tío.‖
―Hay un pozo, cerca de la cabaña, pero creo que está
seco… Rocas negras que tienen extrañas formas, se diría
que parecen perros acostados… Más lejos, en la carretera,
están los postes de telégrafos. Después hay un wash, pero
debe de estar seco porque se ven las piedras del
fondo…Gris, lleno de rocalla y de polvo… Después está la
gran llanura, que llega lejos, lejos, hasta el horizonte, a la
tercera mesa. Hay colinas hacia el este, pero por todas
partes la llanura es bien llana y lisa como un campo de
aviación. Al oeste, están las montañas, son rojo oscuro y
negras, se diría también que parecen animales dormidos,
elefantes…‖
―¿No se mueven?‖
―No, no se mueven, duermen desde hace millones de
años, sin moverse.‖
―¿Aquí también duerme la montaña?‖ pregunta Pequeña
Cruz. Pone sus manos planas sobre la dura tierra.
―Si, también duerme.‖
―Pero alguna vez también se mueve‖, dice Pequeña Cruz.
―Se mueve un poco, se sacude un poco, y después se
vuelve a dormir.‖
El soldado se calla unos momentos. Pequeña Cruz está de
cara al paisaje para notar lo que ha dicho el soldado. La
gran llanura es suave en sus mejillas, mientras los
barrancos y los rojos senderos la queman un poco, y el
polvo agrieta sus labios.
Ella levanta la cabeza y nota el calor del sol.
―¿Qué es lo que hay allá arriba?‖ pregunta Pequeña Cruz.
―¿En el cielo?‖
―Si.‖
―Bien…‖, dice el soldado. Pero no lo sabe explicar.
Entorna sus ojos por la luz del sol.
―¿Hay mucho azul hoy?‖
―Si, el cielo es muy azul.‖
―¿No hay nada blanco?‖
―No, ni el más mínimo blanco.‖
Pequeña Cruz tiende sus manos hacia delante.
―Si, debe ser muy azul, quema tanto hoy, como el fuego.‖
Ella baja la cabeza porque el calor le hace daño.
―¿Hay fuego en el azul?‖, pregunta Pequeña Cruz.
El soldado parece no comprender.
―No…‖, dice al fin. ―El fuego es rojo, no es azul.‖
―Pero el fuego está escondido‖, dice Pequeña Cruz. ―El
fuego está escondido al fondo de todo del cielo, como un
zorro, y nos mira, nos mira con sus ojos que arden.‖
―Tienes imaginación‖, dice el soldado. Y se ríe un poco,
pero escruta el cielo el también, poniendo su mano en
visera antes sus ojos.
―Lo que notas es el sol.‖
―No, el sol no está escondido, no quema de esta manera‖,
dice Pequeña Cruz. ―El sol es dulce, pero el azul, es como
las piedras del horno, hacen daño a la cara.‖
De repente, Pequeña Cruz lanza un gritito, y se sobresalta.
―¿Qué te pasa?‖ pregunta el soldado.
La niña pasa sus manos por su rostro y gime un poco.
Levanta su cabeza hacia el sol.
―Me ha picado…‖, dice.
El soldado aparta los cabellos y pasa la punta de sus dedos
endurecidos por su mejilla.
―¿Qué te ha picado? No veo nada…‖
―Una luz…una avispa‖, dice Pequeña Cruz.
―No hay nada, Pequeña Cruz‖, dice el soldado. ―Lo has
soñado.‖
Se quedan un buen rato sin decir nada. Pequeña Cruz
sigue sentada en cuquillas sobre la tierra dura, y el sol
ilumina su rostro color de bronce. El cielo está en calma,
como sino respirase.
―¿Hoy no se ve el mar?, pregunta Pequeña Cruz.
El soldado se ríe.
―¡Ah, no! Está muy lejos de aquí.‖
―¿Aquí solo hay montañas?‖
―El mar, está a días y días de aquí. Incluso en avión,
harían falta horas antes de verlo.‖
Pequeña Cruz lo querría ver. Pero es difícil porque ella no
sabe como es el mar. Azul, seguro, ¿pero como?
―¿Quema como el cielo, o es fría como el agua?‖
―Depende. A veces quema los ojos como la nieve al sol. Y
otras veces está triste y oscuro como el agua de los pozos.
Nunca es igual.‖
―¿Y a ti te gusta más cuando está fría o cuando quema?‖
―Cuando hay nubes muy bajas, y que está manchado de
sombras amarillas que avanzan sobre el como grandes islas
de algas, es así como más me gusta.‖
Pequeña Cruz se concentra, nota sobre su cara cuando las
nubes bajas pasan por encima del mar. Pero solo es cuando
el soldado está aquí, cuando puede imaginar todo esto. Tal
vez sea porque ha mirado tanto el mar, otras veces, que sale
un poco de el y se extiende a su alrededor.
―El mar, no es como aquí‖, dice todavía el soldado. ―Está
vivo, es como un animal grande y vivo. Se mueve, salta,
cambia de forma y de humor, habla siempre, no está un
segundo parado, no te puedes aburrir con el.‖
―¿Es malo?‖
―A veces, si, atrapa a la gente, los barcos, se los traga,
¡hop! Pero solo es cuando está realmente enfadado,
entonces es mejor quedarse en casa.‖
―Iré a ver el mar‖, dice Pequeña Cruz.
El soldado la mira un instante, sin decir nada.
―Te llevaré‖, dice después.
―¿Es más grande que el cielo?‖, pregunta Pequeña Cruz.
―No es comparable. No hay nada más grande que el
cielo.‖
Como ya ha hablado bastante, enciende otro cigarrillo
inglés y vuelve a fumar. A Pequeña Cruz le gusta el dulce
olor del tabaco. Cuando el soldado casi ha acabado su
cigarrillo, se lo da a Pequeña Cruz para que le de algunas
caladas antes de apagarlo. Pequeña Cruz fuma respirando
muy fuerte. Cuando el sol es muy caliente y que el azul del
cielo quema, el humo del cigarrillo forma una pantalla muy
suave y hace silbar el vacío en su cabeza, como si se cayese
desde lo alto del acantilado.
Cuando ha terminado el cigarrillo, Pequeña Cruz lo tira
lejos, al vacío.
―¿Sabes volar?‖, pregunta ella.
El soldado se ríe de nuevo.
―¿Cómo es eso, lo de volar?‖
―Por el cielo, como los pájaros.‖
―A ver, nadie puede hacer eso.‖
Después, de pronto, se oye el ruido de un avión que
atraviesa la estratosfera, tan alto que solo se puede ver un
punto plateado en la punta de la estela blanca que se divisa
en el cielo. El ruido de los turborreactores se oye con
retraso sobre la llanura y en los profundos torrentes,
parecido a un trueno lejano.
―Es un Stratofortress, vuela muy alto‖, dijo el soldado.
―¿Dónde va?‖
―No lo se.‖
Pequeña Cruz vuelve su cara hacia lo alto del cielo, y
sigue la lenta progresión del avión. Su cara se ha
oscurecido, sus labios están apretados, como si tuviese
miedo o daño.
―Es como el gavilán‖, dice ella. ―Cuando el gavilán pasa
por el cielo, yo noto su sombra, muy fría, gira lentamente,
lentamente. Porque el gavilán busca su presa.‖
―Entonces tu eres como las gallinas. ¡Se reúnen cuando el
gavilán pasa sobre ellas!‖ El soldado bromea, y sin
embargo lo nota, el también, y el ruido de los
turborreactores en la estratosfera hace latir mas deprisa su
corazón.
Ve el vuelo del Stratofortress por encima del mar, hacia
Corea, durante largas horas; las olas sobre el mar parecen
arrugas, el cielo es liso y puro, azul oscuro en el zenit, azul
turquesa en el horizonte, como si el crepúsculo no acabase
nunca. En la bodega del avión gigante, las bombas están
alineadas unas al lado de las otras, la muerte por toneladas.
Después el avión se aleja hacia su desierto, lentamente, y
el viento barre poco a poco la estela blanca de la
condensación. El silencio que sigue es pesado, casi
doloroso, y el soldado tiene que hacer un esfuerzo para
levantarse de la piedra donde está sentado. Se queda unos
instantes de pie, mira a la pequeña sentada en cuquillas
sobre la tierra endurecida.
―Me voy‖, dice.
―Vuelve mañana‖, dice Pequeña Cruz.
El soldado duda en decir que no volverá mañana, ni
después ni tal vez ningún otro día, porque debe de volar
también a Corea. Pero no se atreve a decir nada, repite solo
aun una vez, y su voz es torpe:
―Me voy.‖
Pequeña Cruz escucha el ruido de sus pasos que se alejan
por el camino de tierra. Después vuelve el viento, ahora
frío, y ella tiembla un poco bajo su capa de lana. El sol está
bajo, casi horizontal, su calor llega por soplos, como un
aliento.
Ahora es la hora en que el azul se adelgaza, se reabsorbe.
Pequeña Cruz nota eso en sus labios cortados, en sus
párpados, en la punta de los dedos. La tierra también es
menos dura, como si la luz la hubiese atravesado.
De nuevo, Pequeña Cruz llama a las abejas, sus amigas,
también a los lagartos, a las salamandras borrachas de sol, a
los insectos-hoja, a los insectos-rama, a las hormigas en
columnas apretadas. Les llama a todos, cantando la canción
que le ha enseñado el viejo Bahti:
―Animales, animales,
Llevadme
Llevadme volando
Llevadme volando
En vuestro grupo‖
Tiende sus manos adelante, para retener al aire y la luz.
No quiere irse. Quiere que todo se quede, que todo
permanezca, sin tener que volver a sus escondites.
Es la hora en que la luz quema y duele, la luz que brota
del fondo del espacio azul. Pequeña Cruz no se mueve, y el
miedo crece en ella. En lugar del sol hay un astro muy azul
que mira, y su mirada se apoya sobre la frente de Pequeña
Cruz. Lleva una máscara de escamas y plumas, viene
bailando, golpeando la tierra con sus pies, viene volando
como el avión y el gavilán, y su sombra cubre el valle
como una capa.
Está solo, Saquasohuh como le llaman, y camina hacia el
pueblo abandonado, sobre la carretera azul del cielo. Su
único ojo mira a Pequeña Cruz, con una mirada terrible que
quema y hiela al mismo tiempo.
Pequeña Cruz le conoce bien. Ha sido el que la ha picado
hace poco como una avispa, a través de la inmensidad del
cielo vacío. Cada día, a la misma hora, cuando el sol
declina y los lagartos vuelven a sus grietas en las rocas,
cuando las moscas se vuelven pesadas y se posan en
cualquier parte, entonces el llega.
Es como un guerrero gigante, de pie al otro lado del cielo,
mira el pueblo con su terrible mirada que quema y que
hiela. Mira a Pequeña Cruz a los ojos, como nunca nadie la
ha mirado.
Pequeña Cruz nota la luz clara, pura y azul que llega hasta
el fondo de su cuerpo como el agua fresca de los ríos, y la
embriaga. Es una luz suave como el viento del sur, que trae
los olores de las plantas y de las flores salvajes.
Ahora, hoy, el astro ya no está inmóvil. Avanza
lentamente a través del cielo, planeando, volando, como a
lo largo de un río poderoso. Su mirada clara no deja de
mirar a Pequeña Cruz, y brilla con un resplandor tan
intenso que ella ha de protegerse con sus dos manos.
El corazón de Pequeña Cruz late muy deprisa. Nunca ha
visto nada tan hermoso.
―¿Quién eres?‖ grita.
Pero el guerrero no contesta. Saquasohuh está de pie,
sobre el promontorio de piedra, ante ella.
De un solo vistazo, Pequeña Cruz comprende que el es la
estrella azul que vive en el cielo, y que ha bajado a la tierra
para bailar en la plaza del pueblo.
Ella quiere levantarse y salir corriendo, pero la luz que
sale del ojo de Saquasohuh está dentro de ella y le impide
moverse. Cuando el guerrero empiece su baile, los
hombres, las mujeres y los niños empezarán a morir en el
mundo. Los aviones se mueven lentamente en el cielo, tan
alto que apenas se les oye, pero buscan su presa. El fuego y
la muerte están por todas partes, alrededor del promontorio,
el mismo mar, ella misma, arde como un lago de pez. Las
grandes ciudades están rodeadas por una intensa luz que
brota del fondo del cielo. Pequeña Cruz oye los ruidos de
trueno, las deflagraciones, los gritos de los niños, los gritos
de los perros que van a morir. El viento sopla sobre si
mismo con todas sus fuerzas, y ya no es un baile, es como
la carrera de un caballo desbocado.
Pequeña Cruz se tapa los ojos con las manos. ¿Porqué los
hombres desean esto? Pero quizás tal vez sea demasiado
tarde, y el gigante de la estrella azul no volverá más al
cielo. Ha venido para bailar sobre la plaza del pueblo,
como dijo el viejo Bahti que lo había hecho en Hotevilla,
antes de la gran guerra.
El gigante Saquasohuh duda delante del acantilado, como
si no osase entrar. Mira a Pequeña Cruz y la luz de su
mirada entra y quema tan intensamente el interior de su
cabeza que ella no lo puede soportar. Grita, se pone en pie
de un salto, se queda quieta, los brazos echados hacia atrás,
sin aire en su garganta, el corazón atenazado, porque acaba
de ver de golpe, como si el único ojo del gigante se hubiese
abierto desmesuradamente, el cielo azul ante ella.
Pequeña Cruz no dice nada. Las lágrimas llenan sus
párpados, porque la luz del sol es de un azul demasiado
fuerte. Se tambalea en el borde del acantilado de tierra
dura, ve el horizonte girar lentamente a su alrededor,
exactamente como le había dicho el soldado, la gran llanura
amarilla, los barrancos oscuros, los senderos rojos, las
siluetas enormes de las mesas. Después ella se abalanza,
empieza a correr por las calles del pueblo abandonado, en
las sombras y en la luz, bajo el cielo, sin dar un solo grito.
LOS PASTORES
1
La carretera recta y larga atravesaba el país de las dunas.
Aquí no había nada más que arena, arbustos espinosos,
hierbas secas que crujen bajo los pies y, por encima de
Todo esto, en gran cielo negro de la noche. En el viento, se
oían distintamente todos los ruidos, los ruidos misteriosos
de la noche que asustan un poco. Una especie de pequeños
chasquidos, que hacen las piedras cuando se juntan, el grito
de la arena bajo las suelas de los zapatos, las ramitas que se
rompen. La tierra parecía inmensa a causa de esos ruidos, a
causa del negro cielo también y de las estrellas que
brillaban con un resplandor fijo. El tiempo parecía
inmenso, muy lento, y por momentos, aceleraciones
incomprensibles, vértigos, como si se atravesase la
corriente de un río. Se iba por el espacio, como
suspendidos en el vacío en medio de los montones de
estrellas.
De todos lados llegaban los ruidos de los insectos, un
continuo rechinar que resonaba en el cielo. Tal vez era el
ruido de las estrellas, los mensajes estridentes llegados del
vacío, No había luz sobre la tierra, salvo las luciérnagas
que zigzagueaban por encima de la carretera. Por la noche,
tan negra como el fondo del mar, las pupilas dilatadas
buscaban el mínimo rastro de claridad.Todo estaba al
acecho. Los animales del desierto corrían entre las dunas:
las liebres de las arenas, las ratas, las serpientes, El viento
soplaba a veces del mar, y se oía el rumor de las olas que
rompían en la costa, El viento empujaba las dunas, Por la
noche relucían débilmente, semejantes a velas de barcos.
El viento soplaba, levantaba nubes de arena que quemaban
la piel de la cara y de las manos.
No había nadie, y sin embargo se sentía por todas partes la
presencia de vida, de miradas. Era como estar por la noche
en una gran ciudad dormida, andar antes todas estas
ventanas que escondían a la gente.
Los ruidos sonaban juntos. Por la noche eran más fuertes,
más precisos. El frío volvía a la tierra vibrante, sonora,
grandes extensiones de arena canturreando, grandes losas
de piedra que hablan. Los insectos chillaban, y también los
escorpiones, los ciempiés, las serpientes del desierto. De
cuando en cuando se oía el mar, el sordo rumor de las olas
del océano que venían a romper sobre la arena de la playa.
El viento traía la voz del mar hasta aquí, por bocanadas,
con algunas salpicaduras.
¿Dónde estábamos ahora? No había puntos de referencia.
Solo las dunas, las hileras de dunas, la invisible extensión
de arena donde temblequeaban las matas de hierbas, o
restallaban las hojas de los arbustos, todo esto, hasta donde
alcanzaba la vista. No muy lejos, sin embargo, seguramente
habrían casas, el pueblo llano, los faroles, los faros de los
camiones. Pero ahora no se sabía bien donde estaban. El
frío viento lo había barrido todo, lavado todo, desgastado
todo con sus granos de arena.
El gran cielo negro era absolutamente liso, duro,
perforado por pequeñas luces lejanas. Era el frío el que
mandaba en este país, que hacía oír su voz.
Tal vez que allá donde se fuese, no se podría volver atrás
jamás. Tal vez que el viento cubriese vuestras huellas, así,
con su arena, y que cerraría todos los caminos tras de
vosotros. Después las dunas se movían lentamente,
imperceptiblemente, parecidas a las largas láminas del mar.
La noche os envolvía. Vaciaba vuestra cabeza, os hacía
girar en redondo. El rugido del mar llegaba como a través
de la niebla. El chirrido de los insectos se alejaba, volvía,
se volvía a ir, brotaba de todas partes a la vez, era la tierra
entera y el cielo que gritaban.
¿Qué larga era la noche en este país! Era tan larga que se
había olvidado como era cuando era de día. Las estrellas
giraban lentamente en el vacío, bajaban hasta el horizonte.
A veces, una estrella fugaz cruzaba el cielo. Se deslizaba
por encima de las otras, muy deprisa, después se apagaba.
Las luciérnagas giraban también en el viento, se pegaban a
las ramas de los arbustos. Se quedaban allí, haciendo
parpadear sus vientres. En lo alto de las dunas, se veía el
desierto que se encendía y se apagaba sin cesar, por
doquier.
Era probablemente a causa de esto que se notaba esa
presencia, esas miradas. Y además estaban esos ruidos,
todos esos ruidos extraños y pequeños que vivían en los
alrededores. Los pequeños animales desconocidos
correteaban en los agujeros de la arena, entraban en sus
madrigueras. Estábamos en su casa, en su país. Lanzaban
sus señales de alerta. Los chotacabras volaban de uno a
otro arbusto. Los jerbos seguían sus minúsculos caminos.
Entre las losas de piedra fría, la culebra arrastraba su
cuerpo. Eran ellos, los habitantes, que corrían, se paraban,
con el corazón palpitante, el cuello enhiesto, los ojos fijos.
Era su mundo.
Un poco antes del alba, cuando el cielo se volvía gris poco
a poco, un perro se puso a aullar, y los perros salvajes le
contestaron. Lanzaban largos aullidos agudos, con la
cabeza vuelta hacia atrás. Era extraño. Ponía los pelos de
punta.
No había ruidos de insectos ahora. Las piedras no se
rompían. La niebla subía del mar, remontando el lecho de
los secos torrentes. Pasaba muy lentamente sobre las dunas,
y se alargaba como el humo.
Las estrellas se borraban en el cielo. Una luz hacía una
mancha, al este, por encima del desierto. La tierra
comenzaba a aparecer, no bella del todo, pero gris y
aburrida, porque aún dormía. Los perros salvajes erraban
entre las dunas, a la búsqueda de alimento. Eran pequeños
perros delgados con la espalda arqueada y largas patas.
Tenían las orejas puntiagudas como los zorros.
La luz crecía, se empezaban a distinguir las formas. Había
una llanura, sembrada de rocas quemadas, y algunas
cabañas de adobe con los techos de palma. Las cabañas
estaban en ruinas, probablemente abandonadas desde hacía
meses, salvo una donde vivían los niños. Alrededor de las
casas, estaba la gran llanura de piedras, las dunas. Tras las
dunas, el mar. Algunos senderos atravesaban la llanura;
eran los pies descalzos de los niños y las pezuñas de las
cabras las que lo habían trazado.
Cuando el sol apareció sobre la tierra, lejos, al este, la luz
hizo brillar de golpe la llanura. La arena de las dunas
brillaba como el polvo de cobre. El cielo era liso y claro
como el agua. Los perros salvajes se acercaban a las casas
y a los rebaños de cabras.
Este era su mundo, sobre la gran extensión de piedras y de
arena.
Alguien llegaba, a lo largo del camino, entre las dunas.
Era un joven vestido como la gente de ciudad. Llevaba
sobre sus hombros una americana de lino un poco arrugada,
y sus zapatos de tela blanca estaban cubiertos de polvo. De
vez en cuando, se paraba y dudaba, porque los senderos se
dividían. El oía el ruido del mar, a su izquierda, y después
volvía a empezar a andar. El sol ya estaba alto en el
horizonte, pero no sentía su calor. La luz que se
reverberaba sobre la arena le obligaba a cerrar los ojos. Su
rostro no estaba habituado al sol; estaba colorado por
algunos sitios, la frente, sobre todo la nariz, donde la piel
empezaba a pelarse. El joven no estaba muy habituado a
andar por la arena; esto se veía en el modo en que se
torcían sus tobillos cuando andaba por las pendientes de las
dunas.
Cuando llegó ante el muro de piedras secas, el joven se
paró. Era una larga pared que bloqueaba la llanura. En cada
extremo, la pared desaparecía bajo las dunas. Había que dar
una gran vuelta parea encontrar un paso. El chico dudó.
Miró hacia atrás, pensando si debería dar marcha atrás en
su camino.
Fue entonces cuando oyó ruidos de voces. Llegaban de la
otra parte del muro, gritos apagados, llamadas. Eran voces
de niños. El viento las traía por encima de la muralla, algo
irreales, mezcladas con el ruido del mar. Los perros
salvajes aullaban más fuerte, porque habían oído la
presencia del recién llegado.
El joven escaló la muralla y miró al otro lado. Pero no vio
a los niños. Desde este lado de la pared seguía siendo la
misma llanura llena de rocas, los mismos arbustos y, a lo
lejos, la línea suave de las dunas.
El joven tenía muchas ganas de ir a verlo. Había muchas
huellas por el suelo, senderos, agujeros en la espesura que
indicaban el paso de gente. Sobre las rocas, el sol hacía
brillar las partículas de mica.
El joven estaba atraído por este lugar. Saltó la pared y se
sintió más ligero, más libre. Escuchó el ruido del viento y
del mar, vio las grietas donde vivían los lagartos, los
arbustos donde los pájaros hacían sus nidos.
Empezó a caminar por la llanura de piedras. Aquí los
arbustos eran más altos. Algunos tenían bayas rojas.
De repente, se paró, porque había oído cerca de el:
―¡Frrtt! ¡Frrtt!‖
Un ruido extraño, como si echasen pequeños guijarros
sobre el suelo. Pero no se veia a nadie.
El joven siguió avanzando. Seguía por un pequeño
sendero que conducía hasta un grupo de rocas, en el centro
del recinto de piedras secas.
Una vez más oyó, muy cerca de el:
―¡Frrtt! ¡Frrtt!‖
Ahora llegaba desde atrás. Pero solo vio la muralla, los
arbustos, las dunas. No había nadie.
Pero el chico notaba que le miraban. Esto llegaba de todas
los lados a la vez, una mirada insistente que le observaba,
que seguía cada uno de sus movimientos. Hacía tiempo que
le miraban así, pero el joven se acababa de dar cuenta. No
tenía miedo; era totalmente de día y de todas maneras la
mirada no tenía nada de horrorosa.
Para ver lo que pasaba, el chico se agachó cerca de un
arbusto y esperó, como si buscase algo por el suelo. Al
cabo de un minuto, oyó un ruido de corredizas. De pie vio
sombras que se escondían tras los arbustos, i oyó risas
ahogadas.
Entonces sacó del bolsillo un pequeño espejo y dirigió su
reflejo en dirección a los arbustos. El pequeño círculo
blanco revoloteaba, parecía encender las hojas secas.
De pronto, de entre las ramas, el círculo blanco iluminó
una cara e hizo brillar un par de ojos. El joven mantuvo el
reflejo del sol sobre la cara, hasta que el desconocido se
levantó, deslumbrado por la luz.
Se levantaron los cuatro a la vez: eran niños. El joven les
miró asombrado. Eran pequeños, iban descalzos, vestidos
con ropas viejas. Sus caras eran de color de cobre, sus
cabellos de color cobrizo también caían en largos bucles.
En medio había una niña, de aire salvaje, vestida con una
camisa azul demasiado grande para ella. El mayor de los
cuatro niños tenía en su mano derecha una larga correa
verde, que parecía de paja trenzada.
Como el joven permanecía inmóvil, los niños se
acercaron. Se hablaban cuchicheando y se reían. Pero el
joven no entendía lo que decían. Les preguntó de donde
venían, y quienes eran, pero los niños movieron sus
cabezas y siguieron riéndose.
Con una voz un poco ronca, el joven les dijo:
―Me llamo Gaspar.‖
Los niños se miraron y se echaron a reír. Repetían:
―¡Gach Pa! ¡Gach Pa!‖
Así, con voz aguda. Y se reían como si nunca hubiesen
oído nada más cómico.
―¿Qué es esto?‖ dijo Gaspar, y cogió con sus manos la
correa verde que llevaba el mayor de los niños. El niño se
agachó y cogió una piedra pequeña del suelo. La colocó en
el hueco de la correa y la hizo girar alrededor de su cabeza.
Abrió la mano, la correa se soltó y la piedra salió hacia el
cielo silbando. Gaspar intentó seguirla con sus ojos, pero la
piedra desapareció en el aire. Cuando cayó al suelo, a
veinte metros, una pequeña nube de polvo señaló el lugar
en que había caído.
Los otros niños gritaron y aplaudieron. El mayor le dio la
correa a Gaspar y le dijo:
―¡Goum!‖
El joven cogió a su vez una piedra del suelo y la colocó en
el bucle de la honda. Pero no sabía coger la correa. El niño
de cabellos cobrizos le enseñó como deslizar la punta de la
correa alrededor de su muñeca y plegó los dedos de Gaspar
sobre la otra punta. Después se echó un poco hacia atrás y
le dijo otra vez:
―¡Goum! ¡Goum!‖
Gaspar empezó a hacer girar su brazo por encima de su
cabeza. Pero la correa era pesada y larga, y era mucho
menos fácil de lo que había imaginado. Hizo voltear varias
veces la correa, cada vez más de prisa, y en el momento en
que se aprestaba a abrir la mano, hizo un falso movimiento.
La trenza silbó y azotó su espalda tan fuerte que rasgó su
camisa.
A Gaspar le dolió y estaba enfadado, pero los niños se
reían tanto que no pudo impedir el reirse el también. Los
niños aplaudían y gritaban:
―¡Gach Pa! ¡Gach Paaa!‖
Y se sentaron en el suelo. Gaspar les enseñó su pequeño
espejo. El mayor de los niños se entretuvo un instante con
el reflejo del sol, y después se miró en el espejo.
A Gaspar le hubiese gustado saber sus nombres. Pero los
niños no hablaban su lengua. Hablaban una especie de
lengua, locuaz y un poco ronca, que sonaba como una
musiquilla que ligaba bien con el paisaje de piedras y
dunas. Era como los chasquidos de las piedras en la noche,
como los crujidos de las piedras secas, como el ruido del
viento sobre la arena.
Solo la pequeña se quedaba un poco apartada. Estaba
sentada sobre sus talones, las rodillas y los pies cubiertos
por la ancha camisa azul. Su cabello era de color cobrizo
rosado y caía en espesos bucles por sus hombros. Tenía
unos ojos muy negros, como los chicos, pero aún más
brillantes. Tenía una especie de luz en sus ojos, como una
sonrisa que no quisiese enseñar demasiado. El mayor
señaló a la pequeña a Gaspar y le repitió varias veces:
―Khaf…Khaf…Khaf…‖
Entonces Gaspar la llamó también: Khaf. Era un nombre
que le iba bien.
El sol brillaba fuerte ahora. Encendía todas sus chispas
sobre las agudas piedras, pequeños relámpagos
centelleantes, como si tuviesen espejos.
El ruido del mar había cesado, porque el viento soplaba
entonces desde el interior de la tierra, del desierto. Los
chiquillos seguían sentados. Miraban al lado de las dunas,
guiñando los ojos. Parecían esperar.
Gaspar se preguntaba como vivían aquí, lejos del pueblo.
Le habría gustado hacer preguntas al mayor de los chicos,
pero no era posible. Incluso si hubiesen hablado la misma
lengua, Gaspar no se habría atrevido a preguntarles. Era
así. Era un lugar donde no se hacían preguntas.
Cuando el sol estaba en lo alto del cielo, los chiquillos se
fueron a reunirse con su grupo. Sin decirle nada a Gaspar,
se fueron en dirección a las grandes rocas quemadas, Allí,
hacia el este, en fila india, a lo largo del estrecho sendero.
Gaspar les vio irse, sentado en su montón de piedras. Se
preguntaba que hacer. Tal vez había que volverse atrás y
volver a la carretera, hacia las casas del pueblo, hacia la
gente que le esperaba, allí, al otro lado de la muralla y de
las dunas.
Cuando los chiquillos estuvieron lejos, semejantes a
negros insectos sobre la llanura de rocas, el mayor se
volvió hacia Gaspar. Hizo girar su honda de hierba por
encima de su cabeza. Gaspar no vio llegar nada, pero oyó
un silbido cerca de su oreja, y la piedra cayó tras el. El se
levantó, sacó su pequeño espejo y lanzó un reflejo sobre los
niños.
―¡Haa-hou-haa!‖
Los chiquillos gritaron con sus agudas voces. Hacían
señales con las manos. Solo la pequeña Khaf seguía
andando sin volverse, a lo largo del sendero.
Gaspar saltó y se puso a correr con todas sus fuerzas,
saltando por encima de las piedras y de los arbustos. En
pocos segundos alcanzó a los niños y juntos, siguieron su
camino.
Ahora hacía mucho calor. Gaspar se había abierto la
camisa y doblado las mangas. Para protegerse del sol se
puso la ropa de tela sobre su cabeza. El aire ardiente estaba
atravesado por enjambres de minúsculas moscas que
zumbaban alrededor del pelo de los niños. El sol dilataba
las piedras y hacían crepitar las ramas de los arbustos. El
cielo estaba absolutamente diáfano pero ahora tenía un
pálido color de gas recalentado.
Gaspar iba detrás del mayor de los niños, con los ojos
entornados a causa de la luz. Nadie hablaba. El calor había
secado las gargantas. Gaspar había respirado por la boca y
su garganta era tan dolorosa que le ahogaba. Se paró y dijo
al chico mayor:
―Tengo sed…‖
Lo repitió varias veces señalándose la garganta. El chico
movió la cabeza. Tal vez no le había entendido. Gaspar vio
que los niños no estaban como hacia poco. Ahora tenían los
rostros endurecidos. La piel de sus mejillas era de color
rojo oscuro, de un color que se parecía a la tierra. Sus ojos
también eran oscuros y brillaban con un duro resplandor
mineral.
La pequeña Khaf se acercó. Buscó en los bolsillos de su
camisa azul, y sacó un puñado de granos que le ofreció a
Gaspar. Eran granos parecidos a las habas, verdes y
polvorientos. En cuanto Gaspar se metió uno en la boca, le
quemó como si fuese pimienta y en seguida su garganta y
nariz se humidificaron.
El mayor de los chicos señaló los granos y dijo:
―Lula.‖
Siguieron andando y franquearon una primera cadena de
colinas. Al otro lado, había una llanura igual que la que
habían salido. Era una gran llanura de rocas, con hierba que
crecía en su centro.
Era aquí que pacía el rebaño.
Había en total una docena de corderos negros, algunas
cabras, y un gran macho cabrío que se mantenía algo
apartado. Gaspar se paró para descansar, pero los chicos no
le esperaron. Bajaban corriendo el barranco que conducía a
la llanura. Lanzaban extraños gritos,
―¡Hawa! ¡Hahouwa!‖
Como aullidos. Después silbaban entre los dedos.
Los perros se levantaron y respondieron:
―¡Haw! ¡Haw! ¡Haw! ¡Haw!‖
El gran macho cabrío se estremeció y golpeó el suelo con
sus pezuñas. Después se unió al rebaño y todos los
animales se apartaron. Una nube de polvo empezaba a girar
alrededor del rebaño. Eran los perros salvajes que
describían rápidos círculos. El macho cabrío giraba al
mismo tiempo que ellos, con la testuz baja, enseñando sus
dos largos cuernos acerados.
Los niños se acercaron aullando y silbando. El mayor
volteó su honda. Cada vez que abría la mano, una piedra
golpeaba un animal en el rebaño. Los niños corrían y
agitaban sus brazos, sin parar de gritar:
―¡Ha! ¡Hawa! ¡Hawap!‖
Cuando el rebaño estuvo reunido junto al macho cabrío,
los niños alejaron a los perros a pedradas. Gaspar bajó a su
vez el barranco. Un perro salvaje rugió enseñándole los
colmillos, y Gaspar hizo girar su chaqueta gritando
también:
―¡Ha! ¡Haaa!‖
Ahora ya no tenía sed. El cansancio había desaparecido.
Corría por la llanura de rocas haciendo girar su chaqueta.
El sol, muy alto en el blanco cielo, brillaba con violencia.
El aire estaba saturado de polvo. Al olor de los corderos y
de las cabras lo envolvía todo, penetraba por todas partes.
Lentamente el rebaño avanzaba a través de la hierba
amarilla, en dirección a las colinas. Los animales se
apretaban unos contra otros y gritaban con sus voces
plañideras. Tras el rebaño, el macho cabrío iba
pesadamente bajando algunas veces su cornamenta
puntiaguda. El mayor de los chicos le vigilaba. Sin pararse,
cogía una piedra y hacía silbar su honda. El macho
resoplaba con rabia, después saltaba cuando la piedra le
golpeaba la espalda.
El aire loco, los perros salvajes continuaban corriendo
alrededor del rebaño mientras gritaban. Los niños les
contestaban y les tiraban piedras. Gaspar hacía como ellos;
su rostro estaba gris de polvo, su cabello pegado por el
sudor. Ahora lo había olvidado todo, todo lo que conocía
antes de llegar. Las calles de la ciudad, las salas de estudio
sombrías, los grandes edificios blancos del internado, los
parterres, todo eso había desaparecido como un espejismo
en el aire recalentado de la desierta llanura.
Sobretodo era el sol el causante de todo lo que pasaba
aquí. Estaba en el centro del cielo blanco, y bajo el se
movían los animales en medio de una nube de polvo. Las
sombras negras de los perros atravesaban la llanura,
regresaban, se volvían a marchar. Las pezuñas martilleaban
sobre la dura tierra y esto producía un ruido que rodaba y
gruñía como el mar. Los ladridos de los perros, las balidos
de las ovejas, las llamadas y los silbidos de los niños no
paraban.
Así, lentamente, el rebaño empezó a franquear la segunda
línea de colinas, siguiendo el lecho de los torrentes. La
arena subía por los aires, y cogida por las ráfagas de viento,
bajaba hacia la llanura formando trombas.
Los barrancos se volvían más estrechos, bordeados por
arbustos espinosos. Los corderos dejaban a su paso matas
de pelo negro. Gaspar se rasgaba la ropa en las ramas. Sus
manos sangraban, pero el cálido viento restañaba la sangre
en seguida. Los niños escalaban las colinas sin cansarse,
pero Gaspar se cayó varias veces resbalando en las piedras.
Cuando llegaron a la cima, los niños se pararon a mirar.
Gaspar nunca había visto nada tan hermoso. Ante ellos, la
planicie y las dunas bajaban lentamente, por olas, hasta el
límite del horizonte. Era una gran extensión ondulante, con
grandes bloques oscuros de rocas y montículos de arena
roja y amarilla. Todo era muy lento, muy tranquilo. Al este,
la planicie estaba dominada por un acantilado blanco que
extendía su negra sombra. Entre las colinas y las dunas,
había un valle que serpenteaba, descendiendo cada nivel
por un escalón. Y en el fondo del valle, a lo lejos, tan lejos
que parecía irreal, se veía la tierra entre las colinas: a veces
gris, azul, verde, ligera como una nube, la tierra lejana, la
llanura de hierba y de agua. Ligera, suave, delicada como
el mar visto de lejos.
Aquí el cielo era inmenso, la luz mas bella, mas pura. No
había polvo. El viento soplaba con intermitencias, a lo
largo del valle, un viento fresco que calmaba.
Gaspar y los niños miraban sin moverse, la llanura lejana,
y notaban una especie de felicidad en su cuerpo. Habrían
querido volar tan deprisa como la vista y estar ya allá
abajo, en el centro del valle.
El rebaño no había esperado a los niños. El gran macho
cabrío negro, a la cabeza, descendía cuestas y seguía el
barranco. Los perros salvajes ya no aullaban y trotaban tras
el rebaño.
Gaspar miró a los niños. De pie, sobre una roca,
contemplaba el paisaje sin hablar. El viento agitaba sus
ropas. Sus caras eran menos duras. La luz amarilla brillaba
en sus frentes, en sus cabellos. Incluso la pequeña Khaf
había perdido su aire salvaje. Distribuyó entre los demás
puñados de granos de pimienta. Ella tendió su mano y
enseñó a Gaspar el valle que resplandecía cerca del
horizonte, y dijo:
―Genna.‖
Los chiquillos reemprendieron el camino siguiendo las
huellas del rebaño. Gaspar iba el último. A medida que
iban bajando las colinas, el lejano valle desaparecía tras las
dunas. Pero ellos no necesitaban verlo. Seguían el
barranco, en la dirección del sol naciente.
Hacia menos calor ya. Sin que se apercibiesen la jornada
había pasado. El cielo era dorado ahora, y la luz no se
reverberaba ya sobre los corpúsculos de mica.
El rebaño llevaba una media hora de ventaja sobre los
chicos. Cuando llegaron a la cúspide de un montículo,
vieron que ellos ya remontaban el otro lado, haciendo rodar
piedras.
El sol se puso deprisa. Hubo un breve crepúsculo y las
sombras empezaron a cubrir la hondonada. Entonces los
chicos se sentaron en un agujero y esperaron la noche.
Gaspar se instaló a su lado. Tenía mucha sed y su boca
estaba hinchada por los granos de pimienta. Se sacó sus
zapatos y vio que sangraba por los pies; la arena había
penetrado en el interior del calzado y le había arrancado la
piel.
Los chiquillos encendieron un fuego de ramitas. Después
uno de los chicos partió en dirección al rebaño. Por la
noche volvió con un odre llena de leche. Por turnos los
niños bebieron. La pequeña Khaf bebió la última, y llevó el
odre a Gaspar. Gaspar bebió tres largos tragos. La leche era
dulce y tibia y eso calmó en seguida el ardor de su boca y
de su garganta.
Llegó el frío. Salía de la tierra, como el soplo de una cava.
Gaspar se acercó al fuego y se estiró en la arena. A su lado
la pequeña Khaf ya dormía, y Gaspar la cubrió con au
americana de tela. Después con los ojos cerrados, escuchó
los ruidos del viento. Este hacía con las crepitaciones del
fuego una buena música para dormirse.
Se oían también a lo lejos los balidos de las cabras y de
los corderos.
Una ligera inquietud despertó a Gaspar. Abrió los ojos y
lo primero que vio fue un cielo negro estrellado que parecía
muy bajo. La luna llena, blanca, alumbraba como una
lámpara. El fuego se había apagado, y los niños dormían.
Al volver la cabeza, Gaspar vio al mayor de los chicos de
pie, a su lado. Abel (Gaspar había oído su nombre varias
veces cuando los niños se hablaban) estaba inmóvil, con su
larga honda en la mano. La luz de la luna iluminaba su cara
y relucía en sus ojos. Gaspar se levantó preguntándose
cuanto tiempo habría dormido. Fue la mirada de Abel la
que le despertó. La mirada de Abel decía:
―Ven conmigo.‖
Gaspar se levantó y fue tras el chico. El frío de la noche
era vivo y esto le acabó de despertar. A los pocos pasos, se
dio cuenta de que había olvidado calzarse; pero sus pies
despellejados estaban así mejor, y continuó.
Juntos escalaron la pendiente de la hondonada. A la luz de
la luna, las rocas eran blancas, algo azuladas. Con el
corazón palpitante, Gaspar siguió a Abel hacia la cumbre
de la colina. No se preguntaba donde iba. Algo misterioso
le atraía, algo en la mirada de Abel quizás, un instinto que
le guiaba, y le ayudaba a seguir descalzo sobre las piedras
afiladas, sin hacer ruido. Ante el, la silueta esbelta de Abel
saltaba de una roca a otra, silencioso y ágil como un gato.
En lo alto de la hondonada, les azotó el viento, un viento
frío que les cortaba el aliento. Abel se detuvo y examinó el
contorno. Estaban en una especie de plataforma de piedra.
Algunos arbustos negros se movían al viento. Las losas
lisas relucían a la luz de la luna, separadas por fisuras.
Sin ruido, Gaspar se reunió con Abel. El joven miraba.
Nada se movía en su rostro, excepto los ojos. A pesar del
viento que silbaba, a Gaspar le parecía que oía latir el
corazón de Abel en su pecho. Veía brillar relucir la
pequeña nube de vapor ante su cara, cada vez que Abel
respiraba.
Sin quitar la vista la plataforma iluminada, Abel recogió
una piedra y la puso en su honda. Después, de pronto, hizo
girar la correa por encima de su cabeza, Cada vez mas
deprisa, la honda giraba como una hélice. Gaspar se apartó.
Escrutaba la plataforma el también, examinado cada piedra,
cada fisura, cada arbusto negro. La honda giraba con un
silbido continuo, primero grave y parecido al aullido del
viento, después agudo como el ruido de una sirena.
La música de la honda parecía llenar todo el espacio.
Todo el cielo resonaba, y la tierra, y las rocas, los arbustos,
las hierbas. Llegaba hasta el horizonte, era un voz que le
llamaba. ¿Qué quería? Gaspar no bajaba la mirada, miraba
a un mismo punto, de pie ante el, sobre la plataforma lunar,
y sus ojos quemaban de cansancio y de deseo. El cuerpo de
Abel temblaba. Era como si el silbido de la honda saliese
de el, por la boca y por los ojos, para cubrir la tierra e llegar
hasta el fondo del cielo negro.
De golpe, alguien apareció sobre la plataforma de piedra.
Era una gran liebre del desierto, de color de la arena.
Estaba de pie, sobre sus patas, sus largas orejas levantadas.
Sus ojos brillaban como pequeños espejos mientras miraba
hacia los chicos. La liebre estaba inmóvil, paralizada al
borde de la losa de piedra. Escuchando la música de la
honda.
Hubo un chasquido de la correa y la liebre se cayó de
lado, pues la piedra le había dado exactamente entre los dos
ojos.
Abel se volvió hacia su compañero y le miró. Su cara
estaba iluminada de contento. Juntos, los chicos fueron a
recoger la liebre. Abel sacó un pequeño cuchillo de su
bolsillo, y sin dudar, cortó la garganta del animal, después
la mantuvo suspendida por las patas traseras para que se
desangrase. Dio la liebre a Gaspar y con sus dos manos le
arrancó la piel hasta la cabeza. Después le vació las tripas y
le arrancó las entrañas que echó en un hueco.
Bajaron hasta la hondonada. Al pasar cerca de un arbusto,
Abel eligió una larga rama a la que hizo punta con su
cuchillo.
Cuando se reunieron en el campamento, Abel despertó a
los chicos, Reavivaron el fuego con nuevas ramas. Abel
espetó la liebre con la rama y se agachó cerca del fuego
para asarla. Cuando la liebre estuvo asada, Abel la partó
con sus dedos. Le dio un muslo a Gaspar y se guardó el
otro para el.
Los chicos comieron rápidamente, y echaron los huesos a
los perros salvajes. Después se acostaron alrededor de las
brasas y se durmieron. Gaspar se quedó algunos minutos
con los ojos abiertos mirando la blanca luna que parecía un
faro por encima del horizonte.
2
Hacía ya varios días que los niños vivían en Genna.
Habían llegado aquí un poco antes de que se pusiese el sol,
y habían entrado en el valle al mismo tiempo que el rebaño.
De repente, en un recodo del camino, habían visto la gran
llanura verde que brillaba suavemente, y se habían parado
unos momentos, sin moverse, tan bello que era.
¡Era verdaderamente bello! Ante ellos, el espacio de altas
hierbas ondulaba con el viento, y los árboles se
balanceaban, muchos árboles esbeltos, con negros troncos
y frondosas ramas verdes; almendros, álamos, laureles
gigantes; también habían grandes palmeras cuyas hojas se
movían. Alrededor de la planicie, las colinas de piedras
tendían sus sombras, y al lado del mar, las dunas de arena
eran de color de oro y de cobre. Aquí era donde llegaba el
rebaño, era su tierra.
Los niños miraron la hierba sin moverse, como si no se
atreviesen a andar. En el centro de la llanura, rodeado de
palmeras, el lago brillaba como un espejo y Gaspar notó
como una vibración en su cuerpo. Se volvió y miró a los
niños. Sus rostros estaban iluminados por la suave luz que
llegaba de la planicie de hierba. Los ojos de la pequeña
Khaf ya no estaban sombríos; se habían vuelto
transparentes, del color de la hierba y del agua.
Fue ella la que partió primero. Tiró sus paquetes y
gritando con todas sus fuerzas una palabra extraña,
―¡Mouïa-a-a-a!...‖ y se puso a correr a través de la hierba.
―¡Es el agua! ¡Es el agua!‖ pensó Gaspar. Pero con los
otros el gritó la palabra extraña y empezó a correr hacia el
lago.
―¡Mouïa! ¡Mouïa-a-a!‖
Gaspar corría de prisa. Las altas hierbas golpeaban sus
manos y su cara, se apartaban ante su cuerpo, rechinando.
Gaspar corría a través de la llanura, sus pies descalzos
golpeaban el suelo húmedo, sus brazos segaban las hojas
cortantes de la hierba. Escuchaba los latidos de su corazón,
el chirrido de las hierbas que se plegaban tras el. A algunos
metros, a la izquierda, Abel corría lo mismo de deprisa,
lanzando gritos. A veces desaparecía bajo las hierbas,
reaparecía después, saltando por encima de las piedras. Sus
caminos se cruzaban, se alejaban, y los otros niños corrían
tras ellos, saltando para ver por donde iban. Les llamaban y
Gaspar respondía:
―¡Mouïa-a-a-a!...‖
Notaban el olor a tierra húmeda, el olor acre de la hierba
aplastada, el olor de los árboles. Las hojas de las hierbas
laceraban sus rostros como látigos, pero ellos continuaban
corriendo si perder el aliento, gritaban para verse, se
llamaban, se guiaban hacia el agua.
―¡Mouïa! ¡Mouïa!‖
Gaspar veía la capa de agua ante el, centelleante en medio
de la hierba. Pensaba que llegaría el primero y corría aun
más de prisa. Pero de pronto oyó la voz de Khaf tras el.
Gritaba con angustia, como alguien que se ha perdido:
―¡Mouïa!‖
Entonces Gaspar volvió atrás y la buscó entre las hierbas.
Era tan pequeña que no se la veía. Describiendo círculos,
la llamaba:
―¡Mouïa!‖
La encontró lejos, detrás de los otros niños. Corría dando
pequeños pasos, protegiendo su cara con sus antebrazos, Se
debía de haber caído varias veces, porque su camisa y sus
piernas estaban manchadas de tierra. Gaspar la levantó y se
la puso sobre sus hombros, y prosiguió hacia delante. Era
ella la que le guiaba entonces. Agarrada a su pelo, ella le
empujaba en dirección al agua, y gritaba:
―¡Mouïa! ¡Mouïa-a-a!‖
En unas zancadas Gaspar recuperó el tiempo perdido.
Adelantó a los dos más jóvenes y llegó al borde del agua al
mismo tiempo que Abel. Se cayeron los tres en el agua
fresca, sin hálito, y se pusieron a beber, riéndose.
Antes de anochecer, los niños construyeron una casa.
Abel era el arquitecto. Había cortado largas cañas y ramas.
Con la ayuda de los otros chicos, había formado el
armazón, doblando las cañas en arco y atándolas por las
puntas con hierbas. Después había tapado los intersticios
con pequeñas ramas. Durante ese tiempo, la pequeña Khaf
y Agustín, otro de los jóvenes, inclinados en el borde del
lago, fabricaban barro.
Cuando la pasta estuvo lista, la extendieron sobre los
muros de la choza dando golpes con las palmas de las
manos. El trabajo se hacía de prisa, y al ponerse el sol, la
casa estaba acabada. Era como un igloo de tierra, con un
lado abierto para entrar. Abel y Gaspar no podían, y
entraban a cuatro patas, pero la pequeña Khaf podía entrar
de pie. La casa estaba al borde del lago, en el centro de una
playa de arena. Alrededor de la casa, las altas hierbas
formaban una muralla verde. Al otro lado del lago vivían
las altas palmeras. Fueron ella las que proporcionaron las
hojas para el techo de la casa.
Después de haber bebido, el rebaño se alejó a través de la
planicie de hierba, pero los niños no parecían advertirlo. De
cuando en cuando, se escuchaban los balidos que traía el
viento, del otro lado de la hierba.
Cuando llegó la noche, el más joven de los chicos se había
ido a ordeñar las cabras. Juntos bebieron la leche dulce y
tibia, después se acostaron, apretados los unos contra los
otros en el interior de la choza. Una especie de niebla ligera
subía del lago, el viento había cesado. Gaspar olió a tierra
mojada en las paredes de la casa. Escuchaba el croar de las
ranas y de los insectos nocturnos.
Era aquí que vivían desde hace días, era su casa. Los días
eran muy largos, el cielo siempre era inmenso y puro, el sol
recorría mucho tiempo su camino de un horizonte al otro.
Cada mañana, al despertarse, Gaspar miraba la llanura de
hierba rutilante de pequeñas gotas que brillaban con la luz.
Por encima de la llanura, las colinas de piedra tenían el
color del cobre. Las agudas rocas se recortaban en el cielo
claro. En Genna nunca había nubes salvo, alguna vez, la
estela blanca de un avión a reacción que atravesaba
lentamente la estratosfera. Se podía estar horas
contemplando el cielo, sin hacer nada más. Gaspar
atravesaba la llanura de hierba e iba a sentarse cerca de
Agustín, al lado del rebaño. Juntos miraban al gran macho
que arrancaba briznas de hierbas, Las cabras y los corderos
iban tras el. Las cabras tenían grandes cabezas de antílope,
con ojos oblicuos color de ámbar. Los moscardones
zumbaban en el aire sin cesar.
Abel enseñó a Gaspar como fabricar una honda. Eligió
varias hojas de una hierba especial, verde oscuro, que el
llamaba goum. Las aguantaba con los dedos de los pies y
hacía una trenza. Era difícil porque la hierba era dura y
resbaladiza. La trenza se deshacía siempre, y Gaspar tenía
que empezar desde el principio. Los bordes de las briznas
de hierba eran cortantes y sus manos sangraban. La trenza
se iba ensanchando para formar el bolsillo donde poner la
piedra. En cada extremo, Abel enseñaba a Gaspar como
acabar la trenza con un sólido nudo, que consolidaba con
una hierba más estrecha.
Cuando estuvo terminada la trenza, Abel la examinó con
cuidado. Tiró de cada extremo para comprobar la solidez
de la correa. Era larga y flexible pero más corta que la de
Abel. Abel la probó en seguida. Eligió un guijarro redondo
del suelo y lo colocó en el centro de la correa. Después le
enseñó de nuevo como colocar los dos extremos: un bucle
alrededor del puño, el otro entre los dedos y la palma de la
mano.
Empezó ha hacer girar la honda. Gaspar oía el silbido
regular de la correa. Pero Abel no lanzó la piedra. Con un
movimiento brusco y preciso paró la correa y se la dio a
Gaspar. Después le señaló un tronco de una palmera a lo
lejos.
Gaspar hizo girar la honda a su vez. Pero iba demasiado
de prisa y su busto era arrastrado por el peso de la piedra.
Empezó varias veces, acelerando progresivamente. Cuando
oyó a la correa zumbar por encima de su cabeza como el
motor de un avión, supo que había alcanzado suficiente
velocidad. Lentamente su cuerpo giró sobre si mismo, y se
orientó hacia la palmera que se alzaba al otro lado de la
llanura. Ahora estaba seguro de si mismo, y la honda
formaba parte de el. Le pareció ver un gran arco de círculo
que le unía al tronco del árbol. En el mismo momento en
que Abel gritaba:
―¡Gia!‖
Gaspar abrió su mano y la correa de hierba azotó el aire.
El guijarro invisible saltó hacia el cielo y dos segundos más
tarde, Gaspar oyó el ruido del impacto sobre el tronco de la
palmera.
A partir de ese momento Gaspar supo que ya no era el
mismo. Ahora acompañaba al mayor de los chicos cuando
conducía el rebaño hacia el centro de la llanura. Partieron
al alba, y atravesaron las altas hierbas. Abel le guiaba
haciendo silbar su honda por encima de su cabeza, y
Gaspar le contestaba con su propia honda.
A lo lejos, sobre las primeras dunas, los perros salvajes
habían identificado una cabra distraída. Sus aullidos agudos
rompían el silencio. Abel corrió sobre las piedras. El más
grande de los perros ya había atacado a la cabra. Con sus
pelos negros y erizados, giraba a su alrededor, y de cuando
en cuando, la atacaba gruñendo. La cabra reculaba
mostrando sus cuernos; pero un poco de sangre manaba de
su garganta.
Cuando Abel y Gaspar llegaron los otros perros huyeron.
Pero el perro de pelo negro se volvió contra ellos. Su boca
babeaba y sus ojos brillaban de cólera. Rápidamente Abel
cargó su honda con una piedra cortante y la hizo girar. Pero
el perro salvaje conocía el ruido de la honda, y cuando la
piedra salió, dio un salto de costado y la evitó. La piedra
golpeó el suelo. Entonces el perro atacó. De una sola
embestida saltó sobre el chico. Abel gritó algo a Gaspar
que lo entendió en seguida. A su vez cargó la honda con un
guijarro puntiagudo y la hizo girar con toda su fuerza. El
perro negro se paró y se volvió hacia Gaspar gruñendo. El
guijarro puntiagudo le dio en toda la cabeza rompiéndole el
cráneo. Gaspar corrió hacia Abel y le ayudó a andar,
porque le temblaban las piernas. Abel apretaba mucho el
brazo de Gaspar y, juntos, llevaron a la cabra hacia el
rebaño. Mientras se alejaban, Gaspar se volvió y vio a los
perros como devoraban el cuerpo del perro negro.
Las jornadas pasaban así, jornadas tan largas que bien
podrían haber sido meses. Gaspar no recordaba bien todo lo
que había conocido antes de que llegasen aquí, a Genna.
Algunas veces pensaba en las calles de la ciudad, con sus
extraños nombres, en los coches y los camiones. La
pequeña Khaf le gustaba mucho que el imitase los ruidos
de los autos, sobre todo los de los grandes vehículos
americanos que surcan rectas las carreteras haciendo sonar
sus cláxones:
¡Iiiiiaaaaoooooo!
También se reía mucho de la nariz de Gaspar. El sol la
había quemado, y perdía la piel por pequeñas escamas.
Cuando Gaspar se sentaba delante de la casa y sacaba su
pequeño espejo de bolsillos, ella se sentaba a su lado y se
reía repitiendo una palabra extraña:
―¡Zezay! ¡Zezay!‖
Entonces los otros chicos se reían y repetían ellos
también:
―¡Zezay!‖
Gaspar lo entendió al final. Un día, la pequeña Khaf le
hizo signos de seguirla. Sin ruido, ella fue hasta una piedra
lisa, en la arena, cerca de las palmeras. Ella se paró y
mostró algo a Gaspar, sobre la piedra. Eran un gran lagarto
gris que cambiaba su piel al sol.
―¡Zezay!‖ dijo ella. Y tocó la nariz de Gaspar., mientras
se reía.
Ahora la pequeña ya no tenía miedo. Le gustaba Gaspar
tal vez porque no sabía hablar, o bien a causa de su nariz
tan colorada.
Por la noche, cuando el frío subía de la tierra y del lago,
ella pasaba por encima de los otros niños dormidos e iba a
acurrucarse al lado de Gaspar. Gaspar hacía ver que no se
despertaba, y se quedaba mucho tiempo sin moverse, hasta
que la respiración de la pequeña se volvía regular porque se
había dormido. Entonces el la tapaba con su chaqueta de
lino y se dormía también.
Ahora que eran dos a cazar, los niños comían mas a
menudo. Eran liebres del desierto que se encontraban en los
límites de las dunas o que se aventuraban al borde del lago.
O bien perdices grises que ellos iban a buscar a la caída de
la noche en las altas hierbas. Ellas volaban en grupo por
encima de la llanura, y las piedras silbantes rompían su
vuelo. Había también codornices que volaban a ras de
hierba y tenían que poner dos o tres piedras en la honda
para poder alcanzarlas. A Gaspar le gustaban los pájaros y
le sabía mal matarlos. Los que prefería eran los pequeños
pájaros grises con largas patas que huían corriendo por la
arena. Y que lanzaban extraños gritos agudos:
―¡Courliii! ¡Courliii! ¡Courliii!‖
Ellos llevaban los pájaros a la pequeña Khaf que los
desplumaba. Después ella los envolvía en barro y los ponía
a cocer en las brasas.
Abel y Gaspar cazaban siempre juntos. A veces Abel
despertaba a su amigo, sin hacer ruido, como la primera
vez, solo mirándole. Gaspar abría los ojos, se levantaba a
su vez y apretaba la honda en su puño. Partían uno tras otro
a través de la alta hierba, a la luz grisácea del alba. Abel se
paraba de vez en cuando a escuchar. El viento que pasaba
sobre la hierba traía los ruidos y los olores de la vida. Abel
escuchaba, después cambiaba un poco de dirección. Los
ruidos se volvían más precisos. Gritos de estorninos en el
cielo, arrullos de palomas, que había que distinguir del
ruido de los insectos y de los crujidos de las hierbas. Los
dos chicos se deslizaban a través de las altas hierbas como
serpientes, sin hacer ruido. Cada uno tenía su honda
cargada, y una piedra en la mano derecha. Cuando llegaban
al lugar donde estaban parados los pájaros, se separaban el
uno del otro, y se levantaban haciendo girar sus correas. De
pronto, los estorninos levantaban el vuelo y surgían en el
cielo. Uno después del otro, los chicos abrían su mano
derecha, y las piedras silbantes abatían los pájaros.
Cuando volvían a casa, los chicos habían encendido ya el
fuego y la pequeña Khaf había preparado las cubas de
agua. Juntos comían los pájaros, mientras el sol aparecía
por encima de las colinas, en la otra punta de Genna.
Por la mañana, el agua del lago era del color del metal.
Los mosquitos y las arañas de agua corrían por la
superficie. Gaspar acompañaba a la pequeña que iba a
ordeñar las cabras. La ayudaba aguantando a los animales,
mientras que ella vaciaba las ubres en grandes odres. Lo
hacía tranquilamente, sin levantar la cabeza, canturreando
una canción en su lengua algo extraña. Después regresaban
hacia la casa para llevar leche tibia a los chicos.
Los dos jóvenes hermanos (Gaspar creía que se llamaban
Agustín y Antonio, pero no estaba del todo seguro) le
llevaban a ver las trampas. Era al otro lado del lago, en el
sitio donde empezaba el pantano. En el sendero de las
liebres, Antonio había colocado nudos corredizos hechos
con briznas de hierbas trenzadas, atadas a ramitas
retorcidas. A veces se encontraban con una liebre
estrangulada, pero lo mas frecuente era que se encontrasen
los lazos arrancados. O bien eran ratas que había que echar
lejos. A veces, los perros salvajes habían pasado primero y
habían devorado las capturas.
Con ayuda de Antonio, Gaspar hizo una fosa para atrapar
un zorro. Cubrió la fosa con ramitas y tierra. Después frotó
el camino que conducía a la fosa con una piel de liebre
fresca. La trampa estuvo intacta durante varias noches, pero
una mañana, Antonio volvió llevando algo en la camisa.
Cuando abrió su paquete, los niños vieron un jovencísimo
zorro que guiñaba los ojos a la luz del sol. Gaspar lo cogió
por la piel del cuello, como un gato y se lo dio a la pequeña
Khaf. Al principio, tuvieron un poco de miedo el uno del
otro, pero ella le dio a beber leche de cabra en el hueco de
sus manos y se hicieron buenos amigos, El zorro se
llamaba Mim.
En Genna el tiempo no pasaba de la misma manera que en
otras partes. Tal vez incluso los días no acabasen de pasar.
Estaban las noches y los días, y el sol que subía lentamente
hasta el cielo, y las sombras que se empequeñecían y
después se alargaban en el suelo, pero eso no tenía mayor
importancia. A Gaspar no le preocupaba. Tenía la
impresión que era siempre el mismo día que recomenzaba,
un día muy largo que no terminaría jamás.
El valle del Genna no tenía final tampoco. Nunca se
terminaba de explorar. Se encontraban siempre nuevos
lugares donde nunca se había estado. Al otro lado del lago,
por ejemplo, había una zona de hierba amarilla y corta, y
una especie de ciénaga donde crecían los papiros. Los
niños iban allí para coger cañas para la pequeña Khaf que
quería trenzar cestos.
Se habían detenido en el borde de la ciénaga, y Gaspar
miraba el agua que relucía entre las cañas. Grandes
libélulas volaban a ras de agua, trazando ligeras estelas. El
sol reverberaba con fuerza y el aire era pesado. Los
mosquitos danzaban en la luz alrededor de los cabellos de
los niños. Mientras que Agustín y Antonio recogían cañas,
Gaspar se había adentrado en el pantano. Caminaba
lentamente apartando las plantas, tanteando el suelo con los
pies descalzos. Pronto el agua le había llegado hasta la
cintura. Era un agua fresca y tranquila, y Gaspar se sentía
bien. Había seguido un tiempo andando por el pantano y de
pronto, lejos delante de el, había visto ese gran pájaro
blanco que nadaba en la superficie del agua. Su plumaje
formaba una mancha deslumbrante sobre el agua gris del
pantano. Cuando Gaspar se aproximaba demasiado, el
pájaro se levantaba, batía sus alas y se alejaba algunos
metros.
Gaspar nunca había visto un pájaro tan hermoso. Brillaba
como la espuma del mar, en medio de las hierbas y las
cañas grises. Gaspar hubiese querido llamarle, hablarle,
pero no lo quería asustar. De cuando en cuando el pájaro se
paraba y miraba a Gaspar. Después volaba un poco, con
aire indiferente, porque la ciénaga era suya y quería seguir
solo.
Gaspar se quedó mucho tiempo inmóvil en el agua
mirando al pájaro blanco. El limo suave del fondo envolvía
sus pies y la luz destellaba en la superficie del agua.
Después, al cabo de un rato, el pájaro se había acercado a
Gaspar. No le tenía miedo, porque el pantano era de el, solo
de el. Quería simplemente ver al extranjero que permanecía
inmóvil en el agua.
Después se puso a danzar. Batía sus alas, y su cuerpo
blanco se levantaba un poco por encima del agua que se
enturbiaba y agitaba las cañas. Después se dejaba caer y
nadaba describiendo círculos alrededor del jóven. Gaspar
hubiese querido poderle hablar, en su lengua, para decirle
que le admiraba, que no le quería ningún mal, que solo
quería ser su amigo. Pero no osaba hacer ruido con su voz.
Todo era tan silencioso en este lugar. No se oían los gritos
de los niños en la orilla, ni los ladridos agudos de los
perros. Solo se oía el ligero viento que llegaba del
cañaveral y que hacía temblar las hojas de los papiros. No
había ni montones de piedras, ni dunas ni hierbas. Solo
estaba el agua color de metal, el cielo, y la mancha
resplandeciente del pájaro que se deslizaba sobre la
ciénaga.
Ahora ya no se preocupaba de Gaspar. Nadaba y pescaba
en el cieno, con ágiles movimientos de su largo cuello.
Después descansaba apartando sus anchas alas y tenía
realmente el aire de un rey, altanero e indiferente, que
reinaba en sus dominios de agua.
De pronto, batió sus alas, y el joven vio su cuerpo del
color de la espuma que se elevaba lentamente, mientras sus
largas patas se arrastraban por la superficie del pantano
como los flotadores de un hidroavión. El pájaro blanco
despegó e hizo un gran viraje sobre el cielo. Pasó ante el
sol y desapareció, confundido entre la luz.
Gaspar se quedó aun un rato inmóvil en el agua,
esperando por si el pájaro blanco volvía. Después de esto,
mientras retrocedía en dirección de las voces de los niños,
tuvo una curiosa mancha ante sus ojos, una mancha
rutilante como la espuma que se desplazaba con su mirada
y huía en medio del cañaveral gris.
Pero Gaspar estaba feliz porque sabía que se había
encontrado con el rey de Genna.
3
Hatrous, era el nombre del gran macho cabrío. Vivía al
otro lado de la planicie de hierba, en el límite de las dunas,
rodeado de cabras y corderos. Era Agustín el guardián de
Hatrous. Algunas veces Gaspar iba en su busca. Se
acercaba a través de las altas hierbas, silbando y gritando
para avisarle, así:
―¡Ya-ha-ho!‖
Y oía la voz de Agustín que le contestaba a lo lejos.
Se sentaban por el suelo, y miraban al macho y a las
cabras, sin hablar. Agustín era mucho más joven que Abel,
pero era más serio. Tenia un hermoso rostro limpio que no
sonreía mucho, y ojos oscuros y profundos que parecían
mirar lejos, hacia el horizonte. A Gaspar le gustaba esa
mirada llena de misterio.
Agustín era el único que se podía acercar al macho. Iba
lentamente hacia el, le decía palabras en voz baja, palabras
dulces y cantarinas, y el macho paraba de rumiar y le
miraba con las orejas tiesas. El macho tenía una mirada
como la de Agustín, los mismos ojos almendrados, oscuros
y dorados, que parecían ver en transparencia.
Gaspar se quedaba sentado aparte para no mole3starles.
Le hubiese gustado acercarse a Hatrous, para tocar sus
cuernos y la lana espesa sobre su frente. Hatrous sabía
tantas cosas, no cosas de esas que se encuentran en los
libros, y que les gusta hablar a los hombres, sino cosas
silenciosas y fuertes, cosas llenas de hermosura y de
misterio.
Agustín se quedaba mucho tiempo de pie, apoyado en el
macho. Le daba hierbas y raíces para comer, y siempre le
hablaba al oído. El macho paraba de masticar hierba para
escuchar la voz del chiquillo, después daba algunos pasos
sacudiendo la cabeza y Agustín le seguía.
Hatrous había visto toda la tierra, más allá de las dunas y
de las colinas pedregosas. Conocía los prados, los campos
de trigo, los lagos, los arbustos, los senderos. Conocía las
huellas de los zorros y de las serpientes mejor que nadie.
Era esto lo que le enseñaba a Agustín, todas las cosas del
desierto y de las llanuras que hay que aprender en toda una
vida.
El se quedaba al lado del chiquillo, comiendo de su mano
las hierbas y las raíces. Escuchaba sus palabras dulces y
cantarinas, y el pelo de su espalda temblaba un poco.
Después sacudía la cabeza, con dos o tres movimientos
bruscos de sus cuernos. Después se iba a reunir con el
rebaño.
Entonces Agustín volvía a sentarse al lado de Gaspar, y
miraban juntos al macho negro que avanzaba lentamente
entre las cabras que bailaban. Las conducía hasta otros
pastos, un poco más lejos, donde la hierba era virgen.
También estaba el perro de Agustín. No era propiamente
su perro, era un perro salvaje como los otros, pero era el
que se quedaba cerca de Hatrous y del rebaño, y Agustín se
había hecho amigo suyo. Le llamaba Noun. Era un gran
lebrel de largo pelo, color de arena, con una nariz afilada y
orejas cortas. De vez en cuando, Agustín jugaba con el. Le
silbaba entre los dedos y gritaba su nombre:
―¡Noun! ¡Noun!‖
Entonces la alta hierba se abría y Noun llegaba a toda
velocidad, lanzando breves gritos. Se paraba, de pié sobre
sus largas patas, el vientre palpitante. Agustín hacia ver que
le tiraba una piedra, y después volvía a gritar su nombre:
―¡Noun! ¡Noun!‖
Y partía corriendo a través de las hierbas. El lebrel saltaba
tras el aullando, rápido como una flecha. Como iba mucho
mas deprisa que el chiquillo, daba muchos rodeos por la
llanura, saltaba por encima de las piedras, se paraba, con el
morro levantado, al acecho. Oía de nuevo la voz de Agustín
y volvía. En pocos saltos, se había metido en medio de la
hierba, y hacía ver como si atacase, gruñendo. Agustín le
echaba piedras, y huía de nuevo, mientras el lebrel giraba a
su alrededor. Al final, los dos salían de la llanura de hierba,
sin aliento.
A Hatrous no le gustaba mucho estos ruidos. Bufaba y
pisaba con rabia, y conducía a su rebaño un poco más lejos.
Cuando Agustín volvía a sentarse al lado de Gaspar, el
lebrel se acostaba en el suelo, con las patas de atrás
plegadas de costado, y las dos patas delanteras bien rectas,
la cabeza alta. Cerraba los ojos y se quedaba inmóvil,
parecido a una estatua. Solo sus orejas se movían, al acecho
de cualquier ruido.
A el también le hablaba Agustín. No le hablaba con
palabras, como al macho cabrío, pero si silbándole entre
dientes, muy suavemente. Pero el lebrel no quería que se le
acercasen. En cuanto Agustín se levantaba, el también se
levantaba y se quedaba a distancia.
Cuando había carne, Agustín atravesaba la llanura de
hierba y le llevaba los huesos a Noun. Los dejaba en el
suelo, y se alejaba unos pasos silbando. Entonces Noun
venía a comer. Nadie tenía derecho a acercársele en ese
momento; los otros perros rondaban a su alrededor, y Noun
gruñía sin levantar la cabeza.
Estaba bien tener estos amigos, en Genna. Nunca se
estaba solo.
Por la noche, cuando el aire se había vuelto pesado por el
sol y se calmaba el viento, la pequeña Khaf encendía el
fuego para ahuyentar las moscas que danzaban cerca de los
ojos y las orejas. Después partía con Gaspar a ordeñar las
cabras. Cuando atravesaban juntos las altas hierbas, la
pequeña se paraba. Gaspar sabía lo que quería, y la subía a
sus hombros, como la primera vez que habían llegado ante
el lago. Era tan ligera que Gaspar casi ni la notaba sobre
sus hombros. Corriendo, llegaban a la zona donde Hatrous
vivía cerca de su rebaño. Agustín seguía sentado en el
mismo lugar, mirando al macho negro y a las lejanas
colinas.
La pequeña Khaf volvía sola llevando el odre lleno de
leche. Gaspar se quedaba con Agustín hasta que llegaba la
noche. Cuando llegaba la oscuridad había una curiosa
sensación de escalofrío en todas las cosas. Era la hora que
Gaspar y Agustín preferían. La luz declinaba poco a poco,
la hierba y la tierra se volvían grises cuando en lo alto9 de
las colinas aun había luz. En este momento, el cielo era tan
transparente que se tenía la impresión de volar, muy alto,
describiendo círculos lentos como un buitre. No había más
viento, más movimiento sobre la tierra, y los ruidos
llegaban de lejos, muy dulces y muy tranquilos. Se oía a los
perros que se interpelaban de una a otra colina, los corderos
y las cabras que se juntaban alrededor del gran macho
negro lanzando sus balidos un poco lastimeros. Las
sombras llenaban todo el cielo como el humo, y las
estrellas aparecían una a una. Agustín enseñaba sus luces, y
les daba a cada una un nombre extraño que Gaspar
intentaba memorizar. Eran los nombres de las estrellas de
Genna, los nombres que tenía que aprenderse, y que
brillaban mucho en el espacio azul oscuro.
―Altaïr…Eltanin…Kochab…Merak…‖
Decía sus nombres, así, lentamente, con su voz cantarina,
y ellas aparecían en el cielo negro azulado, débil al
principio, un solo punto de luz vacilante, tan pronto rojo,
tan pronto azul. Después fijas y poderosas, alargadas,
lanzando sus rayos agudos, brillaban como brasas en medio
del vacío. Gaspar escuchaba atentamente sus nombres
mágicos y eran las palabras más hermosas que nunca había
oído.
―Fecda…Alioth…Mizar…Alkaïd…‖
Con la cabeza vuelta hacia arriba, Agustín nombraba las
estrellas. Esperaba un rato entre cada nombre, como si las
luces obedeciesen a su mirada y creciesen, atravesando el
vacío del cielo, llegando hasta el, por encima de Genna.
Entre ellas, ahora, habían nuevas estrellas, mas pequeñas,
apenas visibles, un polvo de arena que se borraba por
momentos y después volvía.
―Alderamin…Deneb…Chedir…Mirach…‖
Las luces parecían una flotilla a bordo del horizonte. Se
unían entre ellas y dibujaban formas extrañas que cubrían
el cielo. Sobre la tierra. No había nada más, casi nada. Las
dunas de arena estaban ocultas por la oscuridad, las hierbas
se las habían tragado. Alrededor del gran macho negro, el
rebaño de cabras y corderos subía sin ruido hacia lo alto del
valle. Con los ojos muy abiertos, Gaspar y Agustín miraban
el cielo. Allí arriba había muchos mundos, muchos pueblos
iluminados, pájaros, serpientes, caminos sinuosos entre las
ciudades de luz, ríos, puentes; había animales
desconocidos, toros, perros con los ojos chispeantes,
caballos,
―Enif…‖
Cuervos con las alas desplegadas luciendo el plumaje,
gigantes coronados de diamantes, inmóviles que miraban la
tierra,
―Alnilam…Louyera…‖
Cuchillos, lanzas y espadas de obsidiana, un murciélago
ardiendo suspendido en el vacío. Había sobretodo, en el
centro de los signos mágicos, un relámpago luminoso en la
punta de su largo cuerno acerado, el gran macho negro
Hatrous de pie, en la noche, que reinaba sobre su universo,
―Ras Alhague…‖
Entonces Agustín se acostaba de espaldas y contemplaba
todas las estrellas que brillaban para el en el cielo. Era
como si mirase con todo su cuerpo, su rostro, sus manos,
para escuchar el murmullo ligero que resonaba en el fondo
del cielo, el ruido de agua y de fuego de las luces lejanas.
Uno se podía quedar aquí toda la noche, en medio da la
llanura de Genna. Se oía el canto de los insectos que
empezaba, no muy fuerte al principio, creciendo después,
llenándolo todo. La arena de las dunas estaba caliente, y los
chiquillos horadaban agujeros para dormir. Solo el gran
macho negro no dormía. Velaba antes su rebaño, sus ojos
brillaban como llamas verdes. Tal vez se quedaba despierto
para aprender nuevas cosas de las estrellas y el cielo. A
veces, sacudía su larga melena de lana, bufaba a través de
sus narinas, porque había oído el deslizamiento de una
serpiente o porque rondaba un perro salvaje. Las cabras
iban corriendo, y sus pezuñas golpeaban el suelo sin saber
donde estaban. Después volvía el silencio.
Cuando la luna se levantaba por encima de las colinas
pedregosas, Gaspar se despertaba. El aire de la noche le
hacía estremecer. Miraba a su alrededor, y veía que
Agustín se había marchado. A algunos metros, el chico
estaba sentado al lado de Hatrous. Le hablaba en voz baja.
Siempre con las mismas palabras cantarinas.
Hatrous movía sus mandíbulas, se agachaba sobre Agustín
y soplaba sobre su cara. Entonces Gaspar comprendía que
estaba a punto de contarle nuevas cosas. Le enseñaba lo
que había aprendido en el desierto, los días en que el sol
quemaba, cosas de la luz y de la noche. Tal vez le hablase
de la creciente luna suspendida en lo alto del horizonte, o
bien de la gran serpiente de la Vía Láctea que repta por el
cielo.
Gaspar se quedaba de pie, miraba con todas sus fuerzas al
gran macho negro para intentar comprender un poco alguna
de las cosas hermosas que le enseñaba a Agustín. Después
atravesaba el campo de hierba y regresaba a la casa donde
dormían los niños.
Se quedaba un momento ante la puerta de la choza.
Miraba un poco al pequeño croissant a través del negro
cielo. Un soplo ligero le llegaba a Gaspar. Sin volverse,
sabía que era la pequeña Khaf que se había despertado.
Notaba su mano tibia que se cogía a la suya y que la
apretaba muy fuerte.
Entonces los dos subían al cielo, vueltos ligeros como
plumas, flotando hacia el croissant de la luna. La cabeza
alta, se iban mucho tiempo, mucho tiempo, sin quitar la
mirada del croissant plateado, sin pensar en nada, casi sin
respirar. Flotaban por encima del valle de Genna, más alto
que los gavilanes, más alto que los aviones a reacción.
Ahora veían la luna entera, el gran disco oscuro del arco en
círculo deslumbrante recostado en el cielo que parecía una
sonrisa. La pequeña Khaf apretaba la mano de Gaspar con
todas sus fuerzas, para no caerse. Pero era ella la más
ligera, era ella la que llevaba al joven hacia la luna
creciente.
Cuando habían mirado mucho rato la luna y que habían
llegado muy cerca de ella, casi tan cerca que notaban los
rayos frescos de la luz en sus rostros, volvían al interior de
la casa. Se quedaban mucho tiempo despiertos, mirando la
luz pálida a través de la estrecha abertura de la puerta, a
escuchar los cantos estridentes de los grillos. Las noches
eran hermosas y largas en Genna.
4
Los niños iban cada vez más lejos por el valle. Gaspar
salía temprano todas las mañanas, cuando las altas hierbas
estaban aun llenas de rocío y el sol aun no podía calentar
las piedras y toda la arena de las dunas.
Sus pies descalzos pisaban las huellas del día anterior,
siguiendo los senderos. Había que tener cuidado con las
espinas escondidas en la arena y en los silex cortantes. A
veces Gaspar escalaba un gran roca, al final del valle, y
miraba a su alrededor. Veía la pequeña humareda que subía
recta en el cielo. Se imaginaba a la pequeña Khaf agachada
ante el fuego, mientras cocinaba la carne y las raíces.
Más lejos aun veía la nube de polvo que levantaba el
rebaño moviéndose. Conducido por el gran macho Hatrous,
las cabras se dirigían al lago. Escrutando cada rincón del
valle, Gaspar divisaba a los otros chicos. Les saludaba de
lejos haciendo brillar su pequeño espejo. Los chicos
contestaban gritando:
―¡Ha-hou-ha!‖
A medida que uno se alejaba del centro del valle, la tierra
se volvía mas seca. Estaba cuarteada y endurecida por el
sol, y resonaba bajo los pies como una piel de tambor. Aquí
vivían extraños insectos en forma de ramita, escarabajos,
escolopendras, escorpiones. Con precaución, Gaspar
volteaba las viejas piedras para ver como huían los
escorpiones, con la cola levantada. Gaspar no los temía.
Era un poco como si el fuese parecido, delgado y seco
sobre la tierra polvorienta. Le gustaba ver los dibujos que
dejaban en el polvo, pequeños caminos sinuosos y finos
como los pelos de las plumas de los pájaros. Había también
hormigas rojas, que corroan deprisa sobre las placas de
piedra, huyendo de los mortales rayos del sol. Gaspar las
seguía con la mirada y pensaba que ellas también tendrían
cosas para explicar. Eran seguramente cosas muy pequeñas
e increíbles, cuando las piedras las veían como montañas y
los brotes de hierbas altos como árboles. Cuando miraba a
los insectos, se perdía la estatura y se empezaba a
comprender lo que vibraba sin cesar en el aire y en la tierra.
Se olvidaba todo lo demás. Era quizás por esto que los días
eran tan largos en Genna. El sol no acababa de girar en el
blanco cielo, el viento soplaba durante meses, años.
Más lejos, cuando se había pasado una primera colina, se
llegaba al país de las termitas. Gaspar y Abel habían
llegado allí, un día, y se detuvieron un poco asustados. Era
una gran plataforma de tierra roja surcada de secos
torrentes, donde nada crecía, ni un arbusto, ni una hierba.
Solo estaba la ciudad de las termitas.
Centenares de torres alineadas, hechas de tierra roja, con
los tejados deshilachados y trozos de pared en ruinas.
Algunas eran muy altas, nuevas y sólidas como rascacielos;
otras parecían inacabadas o rotas, con paredes manchadas
de negro como si se hubiesen quemado.
No había ruido en esta ciudad. Abel miraba hacia atrás,
presto a huir: pero Gaspar avanzaba ya a lo largo de las
calles, en medio de altas torres, balanceando su honda a lo
largo de su pierna. Abel corrió a alcanzarle. Juntos
circularon a lo largo de la ciudad. Alrededor de los
edificios, la tierra era dura y compacta como si la hubiesen
prensado. Las torres no tenían ventanas. Eran grandes
edificaciones ciegas, levantadas a la violenta luz del sol,
gastadas por el viento y por la lluvia. Las fortalezas eran
duras como piedras. Gaspar golpeó con el puño, y después
intentó romperlas con una piedra. Pero solo alcanzaba a
conseguir un poco de polvo rojo.
Los chicos andaban entre las torres, mirando los espesos
muros. Oían su sangre latir contra sus sienes y la
respiración silbar en su boca porque se sentían extranjeros,
y tenían miedo. No osaban pararse. En el centro de la
ciudad había un termitero más alto que los otros. Su base
era ancha como el tronco de una palmera, y los dos chicos
subidos uno en el otro no hubiesen podido alcanzar su
altura. Gaspar se paró y contempló el termitero. Pensaba en
lo que habría en el interior de la torre, en la gente que
viviría allí arriba, suspendidos en el cielo, pero que no
veían nunca la luz. El calor les rodeaba, pero no sabían
donde estaba el sol. Pensaba en esto, y también en las
hormigas, escorpiones, escarabajos que dejan sus huellas
en el polvo. Había muchas cosas que aprender, cosas
extrañas y minúsculas, cuando los días duraban tanto como
una vida. Entonces se apoyó contra la roja pared y escuchó.
Silbaba para llamar a la gente del interior, pero nadie
respondía. Solo estaba el ruido del viento que canturreaba
pasando entre las torres de la ciudad, y el ruido de su
corazón que resonaba. Cuando Gaspar golpeó con sus
puños la alta muralla, Abel tuvo miedo y se fue. Pero el
termitero seguía silencioso. Tal vez sus habitantes dormían,
rodeados de viento y de luz, al abrigo en su fortaleza.
Gaspar tomó una gran piedra y la lanzó con todas sus
fuerzas contra la torre. La piedra rompió un trozo del
termitero con un ruido de cristales rotos. En los restos de la
muralla, Gaspar vió unos raros insectos que se debatían. En
el polvo rojo, parecían gotas de miel. Pero el silencio no
había cesado en la ciudad, un silencio que pesaba y
amenazaba desde lo altos de todas las torres. Gaspar sintió
miedo, como Abel, y se puso a correr por las calles de la
ciudad, tan rápido como pudo. Cuando se juntó con Abel,
bajaron juntos corriendo hacia la llanura de hierba, sin
volverse.
Por la noche, cuando el sol declinaba los niños se
sentaban cerca de la casa, para ver a la pequeña Khaf
bailar. Antonio y Agustín fabricaban pequeñas flautas con
las cañas del estanque. Cortaban varios tubos de longitudes
diferentes que liaban juntos con hierbas. Cuando ellos
empezaban a soplar en las cañas, la pequeña Khaf se ponía
a bailar. Gaspar no había oído nunca una música como
aquella. Eran solo notas que se deslizaban, subiendo
bajando con gritos agudos como gritos de pájaros. Los dos
chicos tocaban por turnos, se contestaban, se hablaban
siempre con las mismas notas escurridizas. Delante de
ellos, con la cabeza un poco inclinada, la pequeña Khaf
movía sus caderas cadenciosamente, el busto derecho, las
manos separadas de su cuerpo. Después ella golpeaba el
suelo con sus pies descalzos, con un movimiento rápido de
la planta del pie y de los talones, y esto hacía un ruido que
resonaba en el interior de la tierra, como golpes de tambor.
Los chicos se levantaron a su vez, y continuaron tocando la
flauta golpeando también el suelo con sus pies descalzos.
Tocaron y la pequeña Khaf bailó también, hasta que el sol
se ocultó en el valle. Después se sentaron al lado del fuego
encendido. Pero Agustín se fue al otro lado de las hierbas
altas, allí donde vivía el gran macho negro y el rebaño. El
siguió tocando solo allá abajo y el viento traía por
momentos los ligeros sonido de la música, las notas
deslizantes y endebles como gritos de pájaros
En el cielo casi negro, los niños miraban pasar un avión a
reacción. Brillaba muy alto como un moscardón de estaño,
y tras el su estela blanca se alargaba partiendo el cielo en
dos.
Tal vez los aviones tenían también cosas que explicar,
cosas que los pájaros no sabían.
Había muchas cosas para aprender, aquí, en Genna. No se
aprendían con palabras, como en las escuelas de la ciudad;
no se aprendían por la fuerza, leyendo libros o yendo por
las calles llenas de ruidos y de letreros brillantes. Se
aprendían ser apercibirse, algunas veces muy deprisa, como
una piedra que silba en el aire, algunas veces muy
lentamente, día tras día. Eran cosas muy bellas, que
duraban tiempo, que no eran nunca iguales, que cambiaban
y se movían siempre. Se aprendían, después se olvidaban,
después se volvían a aprender. No se sabía bien como
llegaban: estaban aquí, en la luz, en el cielo, sobre la tierra,
en el silex y el la lascas de mica, en la arena roja de las
dunas. Bastaba con verlas, con oírlas. Pero Gaspar sabía
bien que la gente de fuera no las podía aprender, había que
estar en Genna, con los pastores, con el gran macho
Hatrous, el perro Noun, el zorro Mim, con todas las
estrellas por encima de vosotros, y en alguna parte de la
ciénaga gris, el gran pájaro con plumas del color de la
espuma.
Era el sol que todo lo enseñaba. Muy alto en el cielo,
brillaba y daba su calor a las piedras, dibujaba cualquier
colina, ponía a cada cosa su sombra. Para el, la pequeña
Khaf fabricaba con barro, platos y bandejas que ponía secar
en las hojas. Ella fabricaba también una especie de
muñecas con barro, que cubría la cabeza con briznas de
hierbas y que vestía con trozos de trapo. Después se
sentaba y miraba como el sol cocía los recipientes y las
muñecas, y su piel también se volvía del color de la tierra,
y su cabello se parecía a la hierba.
El viento hablaba a menudo, de si mismo. Lo que
enseñaba no tenía fin. Llegaba de un lado del valle, lo
atravesaba y seguía hacia el otro lado, pasaba como un
soplo a través de vuestra garganta y del pecho. Invisible y
ligero, esto os llenaba, os henchía, sin acabar nunca
saciándoos. Algunas veces, Abel y Gaspar se divertían a
detener su respiración, tapándose la nariz. Hacían como si
estuviesen sumergidos debajo del mar, muy profundo, a la
búsqueda de coral. Resistían varios segundos, así, con la
boca y la nariz cerradas. Después de un golpe de talón,
volvían a la superficie, y el aire entraba de nuevo en sus
narices, el viento violento que emborracha. La pequeña
Khaf lo probaba un poco, pero le provocaba hipo.
Gaspar pensaba que si llegase a comprender todo lo que le
enseñaban, se parecería al gran macho Hatrous, muy
grande y lleno de fuerza sobre la tierra polvorienta, con
esos ojos que lanzaban relámpagos verdes. Sería también
como los insectos, y podría construir grandes casas de
barro, altas como faros, con solo una ventana en la cúspide,
desde donde vería todo el valle del Genna.
Ellos conocían bien este país ahora. Solo con la planta de
sus pies habrían podido decir donde estaban. Conocían
todos los ruidos, los que iban con la luz del día, los que
nacían por la noche. Sabían donde encontrar raíces y
hierbas buenas para comer, los frutos ásperos de los
arbustos, las flores dulces, los granos, los dátiles, las
almendras salvajes. Conocían los caminos de las liebres,
los lugares donde los pájaros ponían los huevos en sus
nidos. Cuando Abel llegaba al caer la noche, los perros
salvajes aullaban para reclamar su parte de las entrañas. La
pequeña Khaf les tiraba tizones encendidos para alejarlos.
Ella abrazaba a su zorro Mim en su camisa. Solo el perro
Noun tenía el derecho de acercarse, porque era amigo de
Agustín.
Cuando llegó la nube de langostas, era una mañana,
cuando el sol ya estaba alto en el cielo. Fue Mim el que los
oyó primero, mucho antes de que apareciesen por encima
del valle. Se paró ante la puerta de la casa, con las orejas
alzadas, y el cuerpo tembloroso. Después llegó el ruido, y
los chicos se quedaron inmóviles a su vez.
Era una nube baja, color de humo amarillo, que avanzaba
flotando por encima de las hierbas. Todos los chiquillos se
pusieron a gritar de pronto, a correr a través del valle,
mientras la nube se balanceaba, dudaba, se arremolinaba
sobre si misma por encima de las hierbas, y el ruido
chirriante de los millones de insectos llenaba el espacio.
Abel y Gaspar corrían por delante de la nube, haciendo
silbar las correas de sus hondas. Los otros chicos tiraban
ramas secas al fuego y muy pronto brotaron grandes
llamaradas claras. En algunos segundos el cielo se
oscureció. La nube de insectos pasaba lentamente por
delante del sol, cubriendo la tierra de sombras. Los
insectos golpeaban la cara de los niños, arañaban su piel
con sus patas dentadas. En la otra punta del campo de
hierba, el rebaño huía hacia las dunas, y el gran macho
negro reculaba pisoteando la tierra ferozmente. Gaspar
corría sin parar, haciendo girar la honda por encima de su
cabeza como una hélice. El zumbido continuado de las alas
de los insectos resonaba en sus orejas y el continuaba
corriendo sin ver por donde iba, golpeando el aire con su
honda. Interminablemente, la nube giraba alrededor de la
llanura de hierba, como si buscasen un lugar donde
abatirse. Las capas marrones de insectos se desplegaban,
oscilaban, se cubrían. En lugares, los insectos caían al
suelo, después reemprendían el vuelo pesadamente,
borrachos de su propio ruido. Las mejillas y las manos de
Abel estaban marcadas por rayas sangrantes, y corría sin
descanso, acompañado por el movimiento de su honda.
Cada vez que su correa golpeaba la nube viviente lanzaba
un grito y Gaspar le respondía.
Pero el vuelo de las langostas no paraba. Poco a poco, se
fueron alejando por encima del pantano, siempre
balanceándose, dudando, huía hacia las colinas de piedras.
Ya los últimos insectos subían en el aire y el cielo se
vaciaba. El ruido chirriante disminuía, se iba. Cuando
reapareció la luz del sol, los chiquillos volvieron a la casa,
agotados. Se echaron por el suelo, con la garganta seca y la
cara tumefacta.
Después los chicos más jóvenes partieron gritando a
través de la alta hierba, para recoger las langostas muertas.
Volvieron trayendo montones de insectos. Sentados
alrededor de las brasas calientes, los chicos comieron
langostas hasta la noche. Para los perros salvajes, también
este día, tuvieron un gran festín por todas las hierbas altas.
5
¿Cuántos días habían pasado? La luna había crecido y
después se había vuelto un delgado croissant acostado
sobre las colinas. Desapareció un tiempo en el cielo negro.
Y cuando volvió los chiquillos la saludaron a su manera,
dando gritos y haciéndole reverencias. Ahora ella estaba de
nuevo redonda y lisa en el cielo nocturno, y bañaba el valle
del Genna con su suave luz, un poco azulada. De todos
modos había algo extraño en su luz. Había como frío y
silencio. Los chiquillos se acostaban pronto en la casa, pero
Gaspar se quedaba un rato sentado sobre el quicio, mirando
la luna que flotaba en el cielo. Abel también estaba
inquieto. Por el día el se iba solo muy lejos y nadie sabía
donde iba. Se iba balanceando su honda de hierba y no
volvía más que cuando caía la noche. No traía viandas, solo
de cuando en cuando pequeños pájaros delgados, con las
alas manchadas que no calmaban el hambre. Por la noche
se acostaba con los demás chicos en el interior de la casa,
pero Gaspar sabía que no dormía; escuchaba los ruidos de
los insectos y el croar de las ranas alrededor de la casa.
Las noches eran frías. La luna brillaba con fuerza, su luz
era como escarcha. El frío viento quemaba la cara de
Gaspar mientras contemplaba el valle iluminado. Cada vez
que espiraba, el vapor humeaba saliendo de sus narices.
Todo estaba seco y frío, duro, sin sombras. Gaspar veía con
nitidez todos los dibujos sobre la faz de la luna, las
manchas oscuras, las fisuras, los cráteres.
Los perros salvajes no dormían. Rondaban siempre a
través de planicie iluminada, lanzando gruñidos y ladridos.
El hambre roía sus entrañas, y buscaban en vano restos de
comida. Cuando se acercaban demasiado a la casa Gaspar
les lanzaba piedras. Daban un salto atrás, gruñendo, y
después volvían.
Esa noche, Abel decidió cazar a Nach, la serpiente.
Mediada la noche, se levantó y fue a buscar a Gaspar. De
pie a su lado, miró el valle iluminado por la luna. El frío
era intenso, las piedras micáceas resplandecían y las altas
hierbas relucían como cuchillas. No hacía viento. La luna
parecía muy próxima, como si no hubiese nada entre la
tierra y el cielo, y se tocase el vacío. Alrededor de la luna,
las estrellas no centelleaban.
Abel dio algunos pasos, después se volvió y miró a
Gaspar para decirle que fuese con el. La claridad de la luna
pintaba su cara de blanco, y sus ojos estaban encendidos en
la sombra de sus órbitas. Gaspar tomó su honda y se fue
con el. Pero no atravesaron el campo de hierba. Rodearon
la ciénaga, en dirección a las colinas pedregosas.
Cuando pasaron por delante de los arbustos, Abel anudo
su correa alrededor de su cuello. Con su pequeño cuchillo,
cortó dos largas ramas que peló con cuidado. Dio una a
Gaspar y guardó la otra en su mano derecha.
Ahora andaba deprisa sobre el suelo pedregoso. Caminaba
echado hacia delante, sin hacer ruido, al acecho. Gaspar le
seguía imitando sus gestos. Al principio, Gaspar no sabía
que habían comenzado la caza de Nach. Tal vez Abel había
visto trazas de una liebre del desierto y que muy pronto iba
a hacer girar su honda. Pero esta noche, todo era distinto.
La luz era suave y fría, y Abel caminaba silenciosamente
con el junco en la mano derecha. Solo Nach, la serpiente,
que se desliza lentamente sobre el polvo lanzando sus
anillos, parecidos a raíces de árbol, habitaba en esta región
del Genna.
Gaspar nunca había visto a Nach. Solo la había oído, a
veces por la noche, cuando pasaba cerca del rebaño. Era el
mismo ruido que había oído la primera vez, cuando había
franqueado la pared de piedra en el camino de Genna. La
pequeña Khaf le había mostrado como danza la serpiente,
balanceando la cabeza, y como repta lentamente por el
suelo. Al mismo tiempo, ella decía: ―¡Nach! ¡Nach! ¡Nach!
¡Nach! ¡Nach!‖ y con su boca imitaba el ruido de cascabel
que hacía con la punta de su cola contra las piedras y las
ramas muertas.
Esta noche era verdaderamente la noche de Nach. Todo
era como ella, fría y seca, reluciente de escamas. En alguna
parte,al pie de las colinas pedregosas, sobre las frías losas;
Nach se deslizaba con su largo cuerpo y probaba el polvo
con la punta de su lengua bífida. Buscaba una presa.
Lentamente bajaba hasta el rebaño de corderos y de cabras,
parándose de cuando en cuando, inmóvil como una raíz,
siguiendo después su camino.
Gaspar se había separado de Abel. Ahora iban de frente, a
algunos metros de distancia. Echados hacia delante, habían
doblado sus rodillas, y hacían lentos movimientos del busto
y de los brazos., como si nadasen. Sus ojos se habían
acostumbrado a la luz de la luna, y estaban fríos y pálidos
como ella, veían cada detalle en la tierra, cada piedra, cada
grieta.
Era un poco como en la superficie de la luna. Avanzaban
lentamente sobre el desnudo suelo, entre las rocas rotas y
las negras grietas. A lo lejos, las colinas recortadas como
los bordes de un volcán relucían contra el cielo. Todo a su
alrededor, se veían brillos de mica, de yeso, de sal gema.
Los dos chicos caminaban con gestos lentos, en medio del
país de piedras y de polvo. Sus rostros y sus manos eran
muy blancos, y sus ropas eran fosforescentes, teñidas de
azul.
Era este el país de Nach.
Los chicos la buscaban, examinado el terreno, palmo a
palmo, escuchando todos los ruidos. Abel se apartó
bastante de Gaspar, describiendo un gran círculo alrededor
de la plataforma calcárea, Incluso cuando estaba muy lejos,
Gaspar veía el vaho delante de su rostro y oía su ruido de
su respiración; todo era nítido y preciso, a causa del frío.
Ahora Gaspar avanzaba a través de la maleza, por el
barranco. De pronto, cuando pasaba cerca de un árbol sin
hojas, una acacia quemada por la sequedad y el frío, el
joven se estremeció. Se paró, con el corazón palpitante,
porque había oído el mismo ruido de rozamiento, el ―Frrrttfrrrtt‖ que había resonado el día en que había franqueado el
viejo muro de piedra seca. Justo encima de su cabeza, vio a
Nach, la serpiente, que desenrollaba su cuerpo a lo largo de
una rama. Nach bajaba lentamente de la acacia, reluciendo
cada escama de su piel como de metal. Gaspar no se podía
mover. El miraba fijamente a la serpiente que no acababa
de deslizarse a lo largo de la rama, y después se enrollaba
alrededor del tronco y descendía hacia el suelo. Sobre la
piel de la serpiente, cada dibujo brillaba con limpieza. El
cuerpo se deslizaba hacia abajo, casi sin tocar el tronco del
árbol, y en el extremo del cuerpo estaba la cabeza
triangular, con los ojos como de metal. Nach descendía
lentamente, sin ruido. Gaspar solo oía los golpes de su
corazón que latían con fuerza en el silencio. La luz de la
luna brillaba sobre las escamas de Nach, y sobre sus duras
pupilas.
Gaspar debió hacer algún movimiento, porque Nach se
paró y levantó la cabeza. Miró al joven y Gaspar notó que
su cuerpo se helaba. Hubiese querido gritar, llamar a Abel,
pero su garganta era incapaz de emitir ningún sonido. Ni
respiraba. Al cabo de un largo rato, Nach reemprendió su
camino. Cuando tocó el suelo, era como el agua que se
deslizaba por el polvo., un largo río de agua pálida que
salía lentamente del tronco del árbol. Gaspar oyó el ruido
de su piel que se frotaba con la tierra, un crujido ligero,
eléctrico, parecido al viento sobre las hojas muertas.
Gaspar se quedó inmóvil hasta que Nach hubo
desaparecido. Entonces empezó a temblar, tan
violentamente que tuvo que sentarse en el suelo para no
caer. Notaba aun en su cara la mirada dura de Nach, veía
aun el movimiento de agua fría del cuerpo deslizándose a
lo largo del tronco del árbol. Gaspar se quedó un tiempo
inmóvil como una piedra, escuchando los latidos de su
corazón en su pecho. Por encima de la tierra, la luna muy
redonda iluminaba el barranco desierto.
Gaspar oyó a Abel que le llamaba. Silbaba muy suave
entre dientes, pero el aire traía el ruido muy cercano.
Después Gaspar oyó el ruido de sus pasos. El joven se
acercaba tan deprisa que sus pies parecían rozar apenas el
suelo. Gaspar se levantó y se unió a Abel. Juntos siguieron
por el barranco, tras las huellas de Nach.
Abel siguió silbando y Gaspar entendió que lo hacía por
Nach; el la llamaba así, dulcemente, haciendo un ruido
continuo y monótono. En los escondites, entre las raíces de
las acacias, Nach percibía el silbido, y extendía su cuello
balanceando su cabeza triangular. Su cuerpo se deslizaba
sobre si mismo, se enrollaba. Inquieto. Nach intentaba
comprender de donde venía el silbido, pero la aguda
vibración lo envolvía, y parecía venir de todas partes a la
vez. Era una onda extraña que le impedía huir, y le
obligaba a anudar su cuerpo.
Cuando aparecieron los dos chicos, altas siluetas blancas a
la luz de la luna, Nach golpeó con rabia su cola contras las
piedras, y esto provocó una crepitación de chispas. La piel
de Nach parecía fosforescente. Casi ni se movía, como un
escalofrío sobre el suelo polvoriento. El cuerpo se
desenrollaba sobre si mismo, deslizándose sobre la grava,
estirándose, devanándose, y Gaspar miraba de nuevo la
cabeza triangular con los ojos sin párpados. Sentía el
mismo frío que hacía un momento y se endurecían sus
miembros y se paralizaba su razonamiento. Abel se inclinó
hacia delante y se puso a soplar más fuerte, y Gaspar le
imitó. Los dos comenzaron a bailar la danza de Nach, con
lentos gestos de nadador. Sus pies se deslizaban sobre el
suelo, adelante, atrás, golpeando con los talones. Sus
brazos tendidos trazaban círculos, y la caña silbaba también
en el aire. Nach continuaba avanzando hacia los chicos,
lanzando sus anillos de lado, y en lo alto de su cuello
levantado, su cabeza se balanceaba para seguir la danza.
Cuando Nach estuvo solo a unos metros de los chicos,
ellos aceleraron los movimientos de su danza. Ahora Abel
hablaba. Es decir, que hablaba al mismo tiempo que silbaba
entre dientes, y esto producía unos extraños ruidos
ritmados, con explosiones violentas y chirridos, como una
música de viento que resonase a través de la plataforma
rocosa hasta las colinas lejanas y hasta las dunas. Eran
palabras como crujidos de piedras por el frío, como el
canto de los insectos, como la luz de la luna, palabras
fuertes y duras que parecían cubrir toda la tierra.
Nach seguía las palabras y el ruido de los pies descalzos
golpeando el suelo y su cuerpo oscilaba sin cesar. En el
extremo de su cuello, su cabeza triangular temblaba.
Lentamente Nach se replegó hacia atrás, basculando un
poco de lado. Los chicos danzaban a menos de dos metros
de ella. Se quedó así un largo rato, tendida y vibrante.
Después, de pronto, como un látigo se estiró y golpeó. Abel
había visto el movimiento, y saltó de lado. Al mismo
tiempo su caña silbó y tocó a la serpiente cerca de la nuca.
Nach se replegó soplando, mientras los chicos danzaban a
su alrededor. Gaspar ya no tenía miedo ahora. Cuando
Nach golpeó en su dirección, hizo solo un paso de lado, y a
su vez intentó golpear a la serpiente en la cabeza. Pero
Nach se había replegado también, i la caña solo levantó un
poco de polvo.
No había que parar de silbar y de hablar, incluso
respirando, para que toda la noche resonase. Era una
música como la mirada, una música sin debilidades, que
retenía a Nach sobre el suelo, le impedía irse. Por la piel
de su cuerpo, ella entraba en el y le daba órdenes, la música
fría y mortal que detenía su corazón y desviaba sus
movimientos. En su boca, el veneno estaba listo, hinchaba
sus glándulas; pero la música de los niños, su danza
ondulante era más poderosa todavía y esto la ponía fuera de
juego.
Nach enrolló alrededor de una roca su cuerpo, para mejor
poder dar latigazos al aire con su cabeza. Ante ella, las
siluetas blancas de los niños se movían sin cesar, y empezó
a notar la fatiga. Varias veces lanzó la cabeza hacia delante
para morder, pero su cuerpo retenido por la roca era
demasiado corto y golpeaba solo el polvo impalpable. Cada
vez, las cañas silbaban y le rompían algunas vértebras
cervicales.
Al final, Nach soltó su punto de apoyo, Su largo cuerpo se
desenvolvió en el suelo, se extendió en toda su belleza,
reluciente como una armadura tornasolada de zinc. Los
dibujos regulares sobre su espalda parecían ojos. Los
huesecillos de la cola vibraban haciendo una música aguda
y seca que se mezclaba con los silbidos y con los ritmos de
los pies de los niños. Levantó poco a poco la cabeza, en lo
alto de su cuello vertical. Abel ceso de silbar y fue hacia
ella, levantando alto su delgada caña, pero Nach no se
movía. Su cabeza en ángulo recto con su cuello se quedó
mirando la imagen blanca del que se aproximaba, que
llegaba. Abel golpeo a la serpiente y le fracturó la nuca
Después ya no hubo ningún ruido más sobre la plataforma
calcárea. Solo, de tiempo en tiempo, el paso del frío viento
por los arbustos y a través de las ramas de las acacias. La
Luna estaba alta en el cielo negro y las estrellas no
brillaban. Abel y Gaspar se quedaron unos instantes
mirando el cuerpo de la serpiente extendida sobre la tierra,
después tiraron sus cañas y volvieron a Genna.
6
Después todo cambió muy pronto en Genna. Era el sol
que lucía más fuerte en el cielo sin nubes, y el calor se
volvía insoportable a mediodía. Todo era eléctrico. Se
veían continuamente chispas sobre las piedras, se oía la
crepitación de la arena. De las hojas de las hierbas, de las
espinas. El agua del lago también había cambiado. Opaca y
pesada, de color metálico, reflejaba la luz del cielo. Ya no
había animales en el valle, solo hormigas y escorpiones que
vivían bajo las piedras. Había llegado el polvo; subía por
el aire cuando se andaba, un polvo acre y duro que dolía.
Los chicos dormían durante el día, cansados de la luz y
por la sequedad. A veces, se despertaban, atravesados por
una nueva inquietud. Notaban la electricidad en sus
cuerpos, en su cabello. Corrían como los perros salvajes,
sin rumbo, tal vez a la búsqueda de una presa. Pero ya no
había ni liebres ni pájaros. Los animales habían
abandonado Genna sin que se diesen cuenta, Para calmar su
hambre, cogían hierbas con hojas anchas y amargas, y
desenterraban sus raíces. La pequeña Khaf volvía a hacer
nuevas provisiones de granos de pimienta para la marcha.
El único alimento era la leche de las cabras que se repartían
con el zorro Mim. Pero el rebaño se había puesto nervioso.
Partía hacia las colinas, pero hacía falta ir cada vez más
lejos para ordeñar las cabras. Agustín no podía acercarse al
gran macho negro. Hatrous rascaba el suelo con rabia,
haciendo brotar nubes de polvo.. Cada día conducía el
rebaño más lejos, hacia lo alto del valle, allí donde
comenzaban las colinas, como si fuese a dar la señal de
partida.
Las noches eran tan frías que los chiquillos ya no tenían
fuerza. Había que estar apretados unos contra otros, sin
moverse, sin dormir. Ya no se oían los ruidos de los
insectos. Solo se oía el viento soplar, y el ruido de las
piedras que se contraían.
Gaspar pensaba que iba a pasar alguna cosa, pero no
entendía que podía ser. Se quedaba acostado sobre la
espalda toda la noche, cerca de la pequeña Khaf envuelta
en su chaqueta de tela. La pequeña Khaf tampoco dormía;
esperaba apretándose contra el zorro.
Esperaban todos. Incluso Abel ya no iba de caza. Con su
honda alrededor del cuello, se quedaba acostado ante la
puerta de la choza, mirando hacia las colinas iluminadas
por la luna. Los chicos estaban solos en Genna, solos con el
rebaño y los perros salvajes que gemían en voz baja en sus
escondrijos de arena.
Durante el día, el sol quemaba la tierra. El agua del lago
tenía un sabor de arena y de cenizas. Cuando las cabras
habían bebido, notaban una fatiga en sus miembros, y sus
ojos sombríos estaban llenos de sueño. Su sed no había
sido apaciguada.
Un día, hacia el mediodía, Abel dejó la casa con su honda
en el extremo del brazo. Su rostro estaba tenso, y sus ojos
brillaban de fiebre. Aunque no se lo había pedido, Gaspar
fue tras el, armado con su propia honda. Se dirigieron hacia
el pantano donde crecían los pairos. Gaspar vio que el agua
del pantano había bajado, y que era del color del barro. Los
mosquitos danzaban alrededor de la cara de los chicos, y
era el único ruido de vida en este lugar. Abel entró en el
agua y andaba deprisa. Gaspar le perdió de vista. Continuó
solo hundiéndose en el barro del pantano. Entre las cañas,
veía la superficie del agua, opaca y dura. La luz emitía
unos destellos deslumbrantes y el calor era tan fuerte que
costaba respirar. El sudor bajaba por su cara y su espalda, y
su corazón latía muy fuerte en su pecho. Gaspar se
apresuraba porque de pronto había comprendido lo que
buscaba Abel.
De pronto, entre las cañas, vio al gran pájaro blanco que
era el rey de Genna. Con las alas abiertas, estaba inmóvil
sobre la superficie del agua, tan blanco que se podía decir
que era una mancha de espuma. Gaspar se paró y miró al
pájaro, lleno de una alegría que llenaba todo su cuerpo. El
pájaro blanco estaba igual que cuando lo había visto por
vez primera, inaccesible y rodeado por una luz que parecía
una aparición. Gaspar pensaba que en el centro del pantano
gobernaba silenciosamente el valle, las hierbas, las colinas
y las dunas, hasta el horizonte; tal vez el sabría apagar la
fatiga y la sequedad que reinaban por doquier, quizá fuera a
dar sus órdenes y que todo volvería a ser como antes.
Cuando apareció Abel, solo a algunos metros, el pájaro
volvió la cabeza y miró con asombro. Pero se quedó
inmóvil, con sus grandes alas blancas abiertas por encima
del agua brillante. No tenía miedo. Gaspar no miraba al
pájaro. Vio como el joven levantaba su brazo por encima
de su cabeza, y en el extremo de su brazo, la larga correa
verde empezaba a girar, entonando su mortal canto.
―¡Va a matarle!‖ pensó Gaspar. Y se lanzó de pronto
sobre el. Con todas sus fuerzas, corría por el pantano hacia
Abel, apartando los tallos de papiros. Llegó hasta Abel en
el momento en que la piedra iba a partir, y los dos chicos
cayeron en el barro, mientras el ibis blanco agitaba sus alas
y emprendía el vuelo.
Gaspar apretaba el cuello de Abel para mantenerle en el
barro. El joven pastor era mas delgado que el, pero más
ágil y más fuerte. En un instante de zafó de la llave y reculó
algunos pasos en la ciénaga. Se paró y miró a Gaspar, sin
pronunciar palabra. Su cara sombría y sus ojos estaban
llenos de cólera. Hizo girar su honda por encima de su
cabeza, y soltó la correa. Gaspar se agachó pero el guijarro
impactó en su hombro izquierdo y le tiró al agua como un
puñetazo. Un segundo guijarro silbó por encima de su
cabeza. Gaspar había perdido su honda en la lucha en el
pantano y tuvo que huir. Se puso a correr por el cañaveral.
La cólera, el miedo, y el dolor formaban un gran ruido en
su cabeza. Corría lo más deprisa que podía zigzagueando
para escapar de Abel.
Cuando estuvo en tierra firme, sin aliento, vio que Abel
no le había seguido. Gaspar se sentó en el suelo, escondido
entre las matas de hierba, y se quedó mucho tiempo hasta
que su corazón y sus pulmones recobrasen la calma. Se
sentía triste y cansado, porque ahora sabía que no podría
volver con los niños. Entonces cuando el sol estuvo cerca
del horizonte, tomó el camino de las colinas, y se alejó de
Genna.
Solo se volvió una vez, cuando llegó a lo alto de la
primera colina. Miró largamente el valle, la planicie de
hierba, la mancha lisa del lago. Cerca del agua, vio la
pequeña choza de barro y la columna de humo azul que se
elevaba en el cielo. Intentó ver la silueta de la pequeña
Khaf sentada junto al fuego, pero estaba demasiado lejos, y
no vio a nadie. Desde aquí, desde lo alto de la colina, el
pantano parecía minúsculo, un espejo sin brillo donde se
reflejaban los tallos negros de las cañas y de los papiros.
Gaspar oyó los ladridos de los perros salvajes, y una nube
de polvo gris se elevó en alguna parte al extremo del valle,
allí donde el gran macho Hatrous iba delante de su rebaño.
Esa noche, Gaspar durmió tres horas, enroscado en un
agujero de una roca. El frío intenso había adormecido el
dolor de su herida, y el cansancio había vuelto su cuerpo
pesado e insensible como una piedra.
Fue el viento lo que despertó a Gaspar, justo antes del
alba. No era el mismo viento que de costumbre. Era un
viento caliente, eléctrico que llegaba de lejos, más allá de
las colinas pedregosas. Llegaba siguiendo los valles y los
barrancos, aullando en el interior de las cavernas, sobre las
rocas eolias, un viento violento y lleno de amenazas.
Gaspar se levantó deprisa, pero el viento le impedía andar.
Luchando, inclinado hacia delante, siguió un barranco
estrecho entre dos muros de piedra seca semiderruida. El
viento le empujó a lo largo del barranco, hasta una
carretera. Gaspar se puso a correr por la carretera sin ver
donde iba. Ahora el día se había levantado, pero tenía una
luz extraña, roja y gris, que nacía de todas partes a la vez,
como si hubiese un incendio. La tierra solo era un mantel
de polvo que se deslizaba con el viento. Era irreal, se
fundía como un gas. El duro polvo de granos acerados
golpeaba las rocas, los árboles, la hierba, roía con sus
millones de mandíbulas, gastaba y arrancaba la piel. Gaspar
corría sin tomar aliento, y de cuando en cuando agitaba los
brazos, gritando, como hacían los niños para alejar el
enjambre de langostas. Corría descalzo por la carretera, los
ojos medio cerrados y el polvo rojo corría más deprisa que
el. Parecidas a serpientes las trombas de arena se
deslizaban entre sus piernas, le envolvían, se
arremolinaban, cubrían la carretera en largos torrentes.
Gaspar no veía las colinas ni el cielo. Solo veía ese
resplandor confuso en el espacio., esa luz extraña y roja
que envolvía la tierra. El viento soplaba y gritaba a lo largo
de la carretera, empujaba a Gaspar y le hacía vacilar
golpeándole en su espalda y en sus hombros. El polvo le
entraba por la boca y por la nariz y le sofocaba. Varias
veces Gaspar se cayó por los suelos, arrancándole la piel de
las manos y de las rodillas. Pero el no notaba el dolor. Huía
corriendo, los brazos inclinados ante el, buscando con la
mirada un lugar donde protegerse.
Corrió así durante horas, perdido en la tempestad de
arena. Después, por encima de la cuneta, vio la forma
imprecisa de una cabaña. Gaspar empujó la puerta y entró.
Estaba vacía. Cerró la puerta, se pegó a la pared y metió su
cabeza dentro de su camisa.
El viento duró mucho. El rojo resplandor iluminaba el
interior de la cabaña. El calor salía del suelo, del techo, de
las paredes, como en el interior de un horno.
Gaspar se quedó sin moverse, casi sin respirar, con el
corazón latiéndole muy lentamente como si se fuese a
morir.
Cuando el viento cesó, quedó un gran silencio, y el polvo
empezó a caer lentamente sobre el suelo. El resplandor rojo
se apagó poco a poco.
Gaspar salió de la cabaña. Miró a su alrededor, sin
entender. Fuera todo había cambiado. Las dunas de arena
estaban en pie sobre la carretera, semejantes a olas
inmóviles. La tierra, las piedras, los árboles estaban
cubiertos de polvo rojo. Lejos, cerca del horizonte, había
una especie de mancha turbia en el cielo, como una
humareda que se disolvía. Gaspar miró a su alrededor y vio
que el valle del Genna había desaparecido. Se había
perdido ahora, en alguna parte del otro lado de las colinas,
inaccesible, como si nunca hubiese existido.
Apareció el sol. Brillaba, y su dulce calor penetró en el
cuerpo de Gaspar. Dio algunos pasos sobre la carretera,
sacudiéndose el polvo de su cabello y de sus ropas. Al final
de la carretera, un pueblo de ladrillo rojo estaba iluminado
por la luz del día.
Después llegó un camión con los faros encendidos. El
rugido de su motor creció y Gaspar se apartó. El camión
pasó a su lado sin pararse, entre una nube de polvo rojo, y
continuó hacia el pueblo. Gaspar caminaba sobre la arena
caliente, a lo largo de la carretera. Pensó en los niños que
seguían al macho Hatrous a través de las colinas y las
planicies pedregosas. El gran macho negro debía estar
encolerizado por el viento y el polvo, porque los chiquillos
habían tardado demasiado en partir. Abel estaba delante del
rebaño, con su larga correa verde balanceándose en el
extremo de su brazo. De cuando en cuando, gritaba: ―¡Ya!
¿Yah!‖ y los demás chiquillos le respondían. Los perros
salvajes amarillos del polvo corrían haciendo grandes
círculos y también gritaban.
Pasaban a través de las dunas rojas, iban hacia el norte, o
hacia el este, en busca de agua nueva. Tal vez mas lejos,
cuando hubiesen pasado un muro de piedra seca, se
encontrarían con otro valle, parecido a Genna, con el ojo de
agua reluciente en medio de un campo de hierba. Las altas
palmeras se balanceaban al viento, y allí podrían construir
una choza con ramas y barro. Habría mesetas y barrancos
donde vivirían liebres del desierto, claros en la hierba
donde se irían a sentar los pájaros antes del alba. Por
encima del pantano, habría tal vez el mismo gran pájaro
blanco que volaría sobre la tierra como un avión que
volviese.
Gaspar no miraba el pueblo donde entraba ahora. No veía
las paredes de ladrillo, ni las ventanas cerradas por cortinas
metálicas. Estaba aún en Genna, estaba aún con los
chiquillos, con la pequeña Khaf y el zorro Mim, con Abel,
Antonio, Agustín, con el gran macho Hatrous y el perro
Nun. Estaba bien con ellos, sin necesitar palabras, en el
mismo momento en que entraba en la gendarmería y donde
contestaba a las preguntas de un hombre sentado tras una
vieja máquina de escribir:
―Me llamo Gaspar…y me he perdido…‖
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