LAS LARGAS HORAS DE LA NOCHE Antonio Álvarez Gil Novela Editorial Universidad de San José, Costa Rica, 2000 y Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003 FRAGMENTO T e acercas conteniendo un suspiro y la contemplas en silencio. Visto así, de lado, rebosante de coronas blancas, el féretro semeja una concha larga y plateada. Al asomarte te estremeces, no puedes evitarlo y tus ojos se empañan. Tiene la cabeza ligeramente levantada, como si durmiera... Le han trenzado el cabello y dos ríos negros corren sobre su pecho de blanco. Siempre le han quedado bien las trenzas, le acentúan el aire de niña. Recuerdas la despedida y un escalofrío te recorre el cuerpo. Tu niña, Guatemala, 1877. ¿Cuánto habrá pasado? ¿Tres, cuatro meses? Te parece que fue anoche. Debías haber venido a verla. Y ahora ahí, dormida, como una gran muñeca vestida de muselina. Recorres despacio el rostro exánime, fijas la mirada sobre sus ojos, velados por los párpados inertes, te detienes en la frente y la evocas ardiente, quemando tus labios en la despedida. Observas su nariz afilada, las manos cruzadas sobre el regazo, sus dedos largos, que a la luz de los cirios se han vuelto de cera. Recuerdas cómo acariciaban las teclas y la música brotaba del piano y se esparcía en oleadas por el salón. Lo sabías por Ana y hoy lo confirmas: los ángeles no son de este mundo. Vienen a la tierra, baten el aire con sus alas y nos dejan para siempre el perfume de su presencia y la poesía de su recuerdo. Jamás la olvidarás, lo sabes bien. María, tan lozana y viva, eternamente viva. ¿Cómo la recordarás? Y como si volviera a tocar para ti, a llenar tus oídos con su música, la ves sentada al piano, reinando en el salón, los acordes suaves o fieros, alegres o melancólicos, se escapan del instrumento y embriagan tus sentidos. Y tu mente se llena otra vez de poesía. Tu niña, Guatemala, 1877. Mas de improviso, sientes que una mano se ha posado sobre tu hombro, y una voz susurrante llega y te trae de un golpe al mundo de los vivos. –¡Martí! Vuelves el rostro y ves a Palma que murmura algo junto a tu oído. Sin responderle, desvías la vista de nuevo hacia María. –¿Por qué no salimos un rato al aire fresco? –lo oyes proponer. –Gracias, prefiero quedarme. –Me parece que sería conveniente... Te vuelves. Su rostro está transido por el dolor. –Por favor, amigo –le pides. –Está bien –dice, y escuchas sus pasos alejarse en dirección al patio central. De nuevo a solas con tu conciencia, te dispones a continuar el diálogo con ella, mas de repente un sollozo te hace volver la vista. En un rincón de la estancia, la familia García Granados llora a su muerta. Y sientes con tal fuerza su dolor, que por un momento echas a un lado tu propio sufrimiento. Piensas que nunca más encontrarás este candoroso sentimiento de amor. Sin comprender el motivo, barruntas que aún la última página no ha sido escrita, que en esta madrugada de llanto y dolor sordo, no puedes precisar en toda su dimensión la tragedia que significa la desaparición de María. "Bueno –piensas refugiado otra vez en este mutismo que tanto te ayuda–, pronto amanecerá. A las nueve será el sepelio". Te imaginas al grupo de hombres graves y sombríos que se acercarán a María, taparán el féretro y lo levantarán en vilo ante el llanto de los familiares. Tú estarás entre ellos, tratando de ver su rostro por última vez. Estarás allí, con la mente embotada por el perfume de las montañas de flores, con las piernas adoloridas y el pecho a punto de estallar. Verás a doña Cristina, Adela y las demás mujeres, aferrándose como dementes al féretro que se lleva a su muerta; y verás a los hombres tratando de calmarlas. A salir a la calle, deslumbrado por la tibia luz de la mañana, te parecerá que el pueblo todo de Guatemala ha venido a despedir a su niña. Escucharás el murmullo que habrá de levantarse, luego te sobrecogerás con el silencio de la multitud. Oirás los pasos acompasados y rasantes, y presenciarás la misa en la Catedral. Continuarás con el cortejo, siempre a su lado; y sentirás un estremecimiento al divisar el pórtico pintado de blanco. Quizás te sorprendas al notar que a medida que se acercan al nicho donde habrán de depositarla, las filas irán raleando. Te ayudará el saber que Palma e Izaguirre estarán allí contigo, que cuando el albañil coloque la última paletada de mezcla, serán ellos quienes prestarán su brazo para apoyarte. Entonces, sin el menor asomo de vergüenza, derramarás tu llanto por María. Y volverás a casa; continuará la vida y a los pocos meses te marcharás de Guatemala. Pero los años correrán con prisa, y vendrán las noches de meditaciones y recuentos junto al fuego, en el frío invierno de una tierra extraña. Sufrirás todavía el abandono y la traición. Padecerás la soledad cuando tu alma y tu cuerpo enfermo más habrán de necesitar la mano amorosa de tu compañera. Y evocarás con toda la fuerza de tu recuerdo la imagen de María. Ella vendrá, delicada y gentil, con sus trenzas de ébano, a sentarse al piano y pulsar las teclas destrozadas de tu alma. Y en ese momento de amargas frustraciones, descubrirás de pronto la dimensión de la verdad; comprenderás entonces que ésta fue también tu gran tragedia. Y de tu pluma de proscrito brotará el poema. 2