Bibliotecarios en el laberinto

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41a REUNIÓN NACIONAL DE BIBLIOTECARIOS
“Bibliotecas: puentes hacia universos culturales
más amplios”
20 al 23 de abril de 2009
Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina
Bibliotecarios en el laberinto
Dr. Jerónimo Martínez
Debo empezar agradeciendo a los organizadores de la 41ª Reunión Nacional de
Bibliotecarios y a la Oficina Cultural de la Embajada de España la posibilidad de
volver a pisar las queridas calles de Buenos Aires, de apreciar las sutiles diferencias
que se esconden dentro de la aparente uniformidad de la cuadrícula entre los cien
barrios porteños. La laberíntica diversidad de una ciudad viva y con la sensibilidad a
flor de piel; con la inmensidad de la pampa hacia el interior y la inmensidad del rio-mar
a su frente. Ciudad para perderse, en la forma apasionante de pérdida que es la de
ser seducido, arrastrado por el torbellino de una ciudad y unas gentes con inagotable
capacidad de iniciativa
Una ciudad, por otra parte, cuya geografía ha sido tocada para siempre por el misterio
y la emoción de la literatura y el tango. Aunque ya no haya organitos, ni las
muchachas en flor rieguen los malvones en los conventillos, ni resuene por las calles
de Palermo el paso firme de los compadritos. Aunque no podamos cruzarnos con un
poeta ciego en los alrededores de la Plaza San Martín y no podamos encontrar en la
calle Garay el lugar exacto donde estuvo el Aleph, ni en Belgrano la entrada del
laberinto subterráneo de Sábato.
El lema general de esta 41ª Reunión Nacional de Bibliotecarios, “Las bibliotecas:
puentes hacia horizontes culturales más amplios” nos llama a hacer como
profesionales bibliotecarios una reflexión que vaya más allá de las estrictas fronteras
de los asuntos técnicos que también nos apasionan. Es lo que voy a hacer ante
ustedes poniendo en el cóctel una cierta pasión por los laberintos, unas gotas de
filosofía, y fervor por la literatura de Borges, aparte de una experiencia, que, por el
puro cómputo de los años, no podría calificarse de escasa.
No parece improcedente relacionar a las bibliotecas con los laberintos. No es, desde
luego, la primera vez que se echa mano del laberinto como metáfora de la biblioteca.
Por referirnos a dos ejemplos señeros, la Biblioteca de Babel de Borges es
explícitamente un laberinto, un infinito laberinto, y la biblioteca monacal de Umberto
Eco en “El nombre de la rosa” es también, según lo señala el autor en varias
ocasiones, un laberinto. Son dos de las bibliotecas de las que ya se ocupó el Profesor
José Luis de Diego en su luminosa conferencia inaugural. Me pareció muy interesante
todo lo que dijo sobre ellas igual que toda su bien estructurada conferencia. Yo voy a
contemplar otro aspecto de los muchos que tiene la cuestión
Me atrevería a afirmar que el concepto de laberinto refleja de una forma muy ajustada
la manera que tenemos de movernos en el tiempo, que es un vivir en instantes. El
pasado de ustedes y mío, y el futuro más o menos incierto que nos espera no son
reales con el mismo tipo de realidad que tiene este instante del día veintitrés de abril
de dos mil nueve en que yo trato de explicar y ustedes ponen la voluntad de entender
lo que estoy diciendo. Todos los instantes pasados son reales únicamente en la
medida en que hayan dejado huella o herencia en este instante presente. Por otra
parte, todo lo que ha de suceder en el futuro no tiene en este momento otra realidad
posible que la de ser un proyecto o una idea en el presente.
Un laberinto es, en principio un lugar del que es difícil salir. No en vano el palacio de
la doble hacha (labrys) en Creta, cuyo nombre da origen a la palabra, fue edificado
según la mitología por Dédalo para mantener encerrado a Asterión, el Minotauro. Y la
dificultad para salir radica no en cerraduras o puertas que obstaculicen el paso sino
en la enorme multiplicidad de caminos posibles, de los que no sabemos cuál ha de
llevarnos a nuestro destino.
Pero en un laberinto no solamente es difícil salir, caminando hacia el futuro, sino que
también es difícil volver hacia el punto inicial, hacia el camino ya recorrido. En
cualquier punto del laberinto está sin definir el camino hacia el destino final, que es el
futuro, y también el camino hacia el origen, que es el pasado.
Anaïs Nin ha expresado con mucha fuerza esta situación en el escrito que titula “El
laberinto”. Dice:
“Me había perdido. Sólo me detuve porque el reloj marcaba la angustia. La
angustia por el regreso, por ver las cosas sólo una vez. Tenía la sensación
de que su significado sólo podría revelarse la segunda vez. Si me veía
obligada a seguir, ignorante, ciega, todo estaría perdido. Me hallaba
infinitamente lejos de mis primeros pasos. No sabía exactamente por qué
debía regresar. No sabía que, al final, no me encontraría en el punto de
partida. El principio y el final eran diferentes, y ¿por qué el hecho de llegar
a un final tenía que aniquilar el principio? Y, ¿por qué tenía que ser
retenido el principio? No lo sabía; sólo sentía la angustia, una angustia por
algo perdido. La oscuridad que tenía ante mí era más oscura que la que
había dejado atrás.”
Esta tremenda soledad de cada instante, sin un antes y un después definido, es lo
que personalmente me impresiona más del concepto de laberinto. El camino por el
que hemos llegado hasta este punto concreto se ha borrado en la intrincada maraña
de senderos y atajos que nos han traído hasta lo que somos. El camino futuro es
imposible de predecir o programar porque no sabemos qué puertas van a ir
abriéndose o cerrándose cuando lleguemos hasta ellas. El presente, el concreto claro
del bosque en que nos encontramos, este preciso instante del veintitrés de abril del
año dos mil nueve de la era común, con sus recuerdos y sus proyectos es lo único
que en realidad tenemos.
No consiguen salir del laberinto que es el bosque Hansel y Gretel porque los pájaros
se han comido las migas de pan que Hansel ha ido dejando, marcando
previsoramente pero en vano el camino de entrada, que debería ser también el de
salida.
Teseo consigue salir del laberinto de Creta, después de matar al Minotauro, porque el
hilo que Ariadna le ha tejido, permite que el recuerdo del ingreso sea también el
camino de salida.
En lo que se refiere a las bibliotecas, entiendo que lo que puede autorizar a llamar a
una biblioteca laberíntica no es ciertamente la dificultad de encontrar la salida física
del espacio donde se guardan los documentos, por complicado que sea el diseño del
sistema de estanterías que los soportan. Creo que las razones proceden de otras
consideraciones, hechas en varios niveles.
En un primer nivel individual, cada documento de los que guarda la biblioteca es un
intento de llegar al conocimiento, y la búsqueda del saber es siempre un camino
complicado y trabajoso. Tenemos que distinguir, como diría Antonio Machado, las
voces de los ecos, la verdad de lo que es, de la apariencia de lo que solamente
parece ser pero no es. El relato del progreso está lleno de caminos prometedores que
llevaron a un callejón sin salida, de hermosos árboles cuyos frutos han resultado muy
amargos.
En segundo lugar está el problema, que es ya un problema bibliotecario, del
establecimiento de relaciones comprensibles y objetivas entre los documentos, que
permitan organizarlos para que cualquier usuario pueda encontrar lo que le interesa.
Conforme crece el número de documentos, ésta es, como todos sabemos, una tarea
que se vuelve más y más dificultosa.
Éste es también un terreno en el que la concepción del mundo en la que vivimos
sumergidos condiciona y modifica las decisiones técnicas que tomamos, sea cual sea
la herramienta organizativa o clasificatoria que utilicemos.
En un tercer nivel, la propia estructura de cada uno de los documentos y las
referencias internas entre ellos pueden ser muy complejas: enciclopedias, que tratan
de reflejar lo esencial del saber que está ya en otros libros; libros que se refieren a
otros libros, y, finalmente, en la escritura digital, el hipertexto, que abre en cada
documento puertas y veredas que llevan a otros documentos, los cuales, a su vez,
tendrán también enlaces que lleven a otros documentos, y así interminable e
intrincadamente.
Los bibliotecarios somos cada vez más administradores de un complejo laberinto.
Especialmente si tenemos en cuenta la idea que ha ido abriéndose paso en los
últimos años en la teorización y en la práctica bibliotecaria de que la biblioteca más
que un lugar en el que se acumulan (y se ordenan y se conservan) los documentos es
“una puerta local de acceso al conocimiento”, como dice en sus primeras palabras el
Manifiesto de la UNESCO.
Si esto es así, abrir la puerta para ingresar en una biblioteca sería cada vez menos
entrar en un espacio aislado y cerrado donde hay un número que incluso puede ser
considerable de documentos.
La metáfora que nos permite visualizar nuestra actividad sería más bien la de dar
acceso por una vía más o menos ancha a un complejo sistema de rutas, calles y
autovías por las que se llega a todo el acervo cultural puesto a disposición de los
ciudadanos en todo el mundo. ¿Cabe representación más inabarcable de laberinto
que la de la innumerable multitud de documentos a los que nuestros usuarios pueden
acceder a través de las redes globales de comunicación existentes, especialmente de
Internet?
Vamos a analizar con alguna morosidad, recreándonos en la plenitud verbal de la
literatura de Jorge Luis Borges, algunas de sus ideas alrededor de los laberintos.
¿Es un laberinto el mundo del conocimiento, tal y como lo vemos en una presencia tan
multiforme y llena de tantas imprevisibles relaciones? Borges diría que sí.
Lo que no es, en cualquier caso, según creo, es un caos. El caos, es, en sentido propio
y según su etimología, la ausencia de orden, lo cual no es exactamente lo mismo que el
desorden. El caos en la tradición griega es el espacio vacío, inmenso y tenebroso; algo
muy próximo al abismo sobre el que, según el Génesis, flotaba el espíritu de Dios al
inicio de la Creación.
Desde el momento en que el hombre (o, en la tradición religiosa, Dios) interviene, no se
puede hablar de caos, porque la realidad está ya grávida de sentido, aunque sea un
sentido provisional y menesteroso.
En La moneda de hierro, Borges cuenta la historia de una lucha de los sajones contra
los vikingos en la narración que titula 991 A. D.. En un descanso de la batalla, Aidan, el
que ha quedado como jefe, cuenta los hechos del día. Después:
La gente lo seguía con atención. Iban recordando los hechos que Aidan
enumeraba y que les parecía comprender sólo ahora, cuando una voz los
acuñaba en palabras. Desde el amanecer habían combatido por Inglaterra y su
dilatado imperio futuro y no lo sabían. (O.C., v. 2, p. 144)
Después Aidan da las órdenes, que son ir al encuentro de los invasores y de una
muerte segura, y se dirige a su hijo(cito de nuevo a Borges):
-... Werferth, mi hijo, ahora estoy hablando contigo. Lo que te ordenaré no es
fácil. Tienes que irte solo y dejarnos. Tienes que renunciar a la contienda, para
que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de
salvarlo. Eres el cantor, el poeta.
Werferth se arrodilló. Era la primera vez que su padre le hablaba de sus versos.
Dijo con voz cortada:
-Padre ¿dejarás que a tu hijo lo tachen de cobarde como a los miserables que
huyeron?
Aidan le replicó:
-Ya has dado prueba de no ser un cobarde. Nosotros cumpliremos con Byrhtnoth
dándole nuestra vida; tú cumplirás con él guardando su memoria en el tiempo.
Se volvió a los otros y dijo:
-Ahora, a cruzar el bosque. Disparada la última flecha, arrojaremos los escudos
a la batalla y saldremos con las espadas.
Werferth los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios
ya encontraban un verso. (O.C., v. 2, p. 145)
Borges recoge así una idea común en la filosofía, especialmente a partir de Enmanuel
Kant. La única manera de conocer la realidad es organizándola con nuestras propias
categorías, intuiciones y conceptos. No tenemos acceso a una pretendida realidad
pura, no contaminada por la visión del hombre.
El único lugar donde la objetividad se constituye es en lo intersubjetivo y, en el caso de
las afirmaciones acerca del mundo, en el lenguaje humano.
Hay un bello y extraño poema de José Lezama Lima titulado “Muerte de Narciso”, el
bello mancebo de la mitología que habiendo visto el reflejo de su cara en el rio al ir a
beber fue incapaz de romper el hechizo de su belleza y murió contemplándose. El
poema del poeta cubano es extraño porque la realidad, ante la ausencia de ojos que
puedan mirarla, se desordena y se vuelve caótica.
Por citar un ejemplo mucho más cercano, el pasado sábado, día18 de abril, en su
discurso de entrada en la Real Academia Española, el novelista José María Merino
hablaba de la ficción literaria como ordenadora de la realidad. Según la crónica del
diario El País, dijo que
“pese a que Platón desconfiaba de ella, la invención literaria es anterior a
muestras de civilización como la agricultura o la cerámica, el autor de La
orilla oscura defendió la ficción como "nuestra primera sabiduría
consciente", aquello que ordena el desorden de la realidad y nos permite
entenderla, aquello, en definitiva, que nos hace sapiens”. Según José
María Merino, “la ficción no es ni verdad ni mentira sino una "revelación,
mediante lo simbólico, de lo que la realidad esconde”
En Borges, la palabra apunta a uno de los muchos (¿quizá infinitos?) sentidos posibles.
En el poema El tercer hombre, de La cifra, Borges elige a uno de los hombres con que
se cruza una noche cualquiera al salir de su casa:
Dirijo este poema
(por ahora aceptemos esa palabra)
al tercer hombre que se cruzó conmigo anteanoche,
no menos misterioso que el de Aristóteles.
El sábado salí.
La noche estaba llena de gente;
hubo sin duda un tercer hombre,
como hubo un cuarto y un primero.
No sé si nos miramos;
él iba a Paraguay, yo iba a Córdoba.
Y más adelante:
He ejecutado un acto irreparable,
he establecido un vínculo. (O.C., v. 2, p. 316)
La palabra no es el reflejo exacto de la realidad, sino que, como Borges dice en La
poesía, en el artículo Siete noches:
Toda palabra es una obra poética.
Se supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo
que es un error. Hay un concepto que se atribuye al cuentista Horacio Quiroga,
en el que dice que si un viento frío sopla del lado del río, hay que escribir
simplemente: un viento frío sopla del lado del río. Quiroga, si es que dijo esto,
parece haber olvidado que esa construcción es algo tan lejano de la realidad
como el viento frío que sopla del lado del río. ¿Qué percepción tenemos?
Sentimos el aire que se mueve, lo llamamos viento; sentimos que ese viento
viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con todo esto formamos algo tan
complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce... Todo
esto está lejos de la realidad; la realidad es algo más simple. Esta frase
aparentemente prosaica, deliberadamente prosaica y común elegida por Quiroga
es una frase complicada, es una estructura. (O.C., v. 2, pp. 255-256)
A partir de estas ideas, compartidas por todo el pensamiento moderno, Jorge Luis
Borges emprende un camino que lleva a la angustia en la vivencia del laberinto. La
misma angustia que siente Asterión, el Minotauro, dentro del laberinto:
...sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría
mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi
redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los
rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con
menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será
un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como
yo?
El sol de la mañana reververó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un
vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió. (O.C.,
v.1. p. 570)
Borges intenta una tarde desde la penumbra de la biblioteca que dirigió en la calle
México describir un tigre (El hacedor, El otro tigre O.C. v. 1, 824-825). Al principio cree
conseguirlo:
En vano se interponen los convexos
mares y los desiertos del planeta;
desde esta casa de un remoto puerto
de América del Sur, te sigo y sueño,
oh tigre de las márgenes del Ganges.
Sigue después la larga tarde del invierno austral y:
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
que el tigre vocativo de mi verso
es un tigre de símbolos y sombras,
una serie de tropos literarios
y de memorias de la enciclopedia
y no el tigre fatal, la aciaga joya
que, bajo el sol o la diversa luna,
va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
el verdadero, el de caliente sangre,
el que diezma la tribu de los búfalos
y hoy, 3 de agosto del 59,
alarga en la pradera una pausada
sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
y de conjeturar su circunstancia
lo hace ficción del arte y no criatura
viviente de las que andan por la tierra.
Un tercer tigre buscaremos. Éste
será como los otros una forma
de mi sueño, un sistema de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.
No acaban las palabras de hacer presa en la realidad y, sin embargo, la buscamos
incansablemente. Si encontráramos solamente un cabo del hilo, podríamos, a partir de
él, conocer todo el Universo:
Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes
somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde
que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de
efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo se da entero en cada
representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da
entera en cada sujeto. (El Aleph, El zahir, O.C., 1. 594-595)
Las citas de Borges respecto al fracaso de los intentos de decir la realidad son
innumerables; citemos solamente una más. En el poema La luna, de El hacedor, dice:
Pensaba que el poeta es aquel hombre
que, como el rojo Adán del Paraíso,
impone a cada cosa su preciso
y verdadero y no sabido nombre.
Pero
La historia que he narrado aunque fingida,
bien puede figurar el maleficio
de cuantos ejercemos el oficio
de cambiar en palabras nuestra vida.
Siempre se pierde lo esencial ... (O.C., v. 1 p. 818-819)
El lenguaje acaba refiriéndose no a la realidad inalcanzable, sino solamente a sí mismo:
las narraciones de Borges están llenas de personas que a fuerza de repetir una historia
han perdido ya la memoria de lo que realmente sucedió y solamente recuerdan las
palabras con las que siempre lo dicen.
Por ejemplo, el narrador de la muerte de Moreira en La noche de los dones, de El libro
de arena, dice:
Los años pasan y son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé si
la recuerdo de veras o si sólo recuerdo las palabras con que la cuento. Tal vez lo
mismo le pasó a la Cautiva con su malón. Ahora lo mismo da que fuera yo o que
fuera otro el que vio matar a Moreira. (O.C., v.2, p. 44)
Y, como no podemos conocer la realidad, la inventamos. Pero, entonces ya la regla es
la coherencia lógica, es decir, la posibilidad, y no el que de hecho las cosas sean
solamente de una de las muchas maneras posibles en que habrían podido ser.
Este hombre, sin el anclaje que le proporciona la sujeción a la realidad es semejante a
Dios en la falta de límites de lo que puede crear. Citemos nuevamente la reflexión de
Asterión en el laberinto:
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas
las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay
un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y
polvorientas galerías de polvo gris he alcanzado la calle y he visto el templo de
las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me
reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está
muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen
estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado
las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo. (O.C., v.1, p. 570)
Lo que sirve de modelo a Borges en la construcción de su laberinto es la palabra de
Dios, expresada en la Biblia, tal como lo interpreta la Cábala. Según los cabalistas que
florecieron en la Córdoba medieval, la palabra revelada en la Torá, por ser de Dios
tiene que tener un número infinito de sentidos: en la Biblia está dicho todo lo que se
puede decir y cualquier combinación que se haga de sus letras tiene que tener un
sentido.
La aplicación a las posibilidades expresivas y combinatorias del hombre es la Biblioteca
de Babel:
De esas premisas dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran
todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos
(número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en
todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de
los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos,
la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del
catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese
evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de
su muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de
cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió)
sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito (O.C., v.1, pp.
467-468).
Y más adelante:
... proposiciones a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una
justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi,
ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna parte de sus lenguas
secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que
no esté llena de ternuras y temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el
nombre poderoso de un dios (O.C., v.1, p. 470).
Lo que convierte en vertiginoso el laberinto de Borges y hace tan vigorosa su literatura
fantástica es barajar juntos el espacio y el tiempo, es decir, ampliar las posibilidades
combinatorias a unidades espacio-temporales. "El espacio, dice Borges, es un incidente
del tiempo", Como explica Stephen Albert en El jardín de senderos que se bifurcan al
hombre que poco después habría de asesinarlo:
El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa,
del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de
Schopenhauer su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía
en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos
divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan,
se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las
posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe
usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable
azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín,
me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un
error, un fantasma (O.C., v. 1, p. 479)
El laberinto es un encierro, en consecuencia, no porque haya algo que nos cierre el
paso a la salida, sino porque las salidas son en cualquier momento infinitas y no
sabemos cuál escoger. Borges lo ejemplifica claramente en Los dos reyes y los dos
laberintos, recogido en El Aleph. Cuenta que el rey de Babilonia, para hacer burla de un
rey de los árabes que vino a visitarlo, lo hizo entrar en un laberinto donde el árabe vagó
afrentado hasta la tarde, en que, con la ayuda de Dios, logró salir. Vuelto a su reino
prepara la guerra contra Babilonia y logra llevar cautivo al rey que se había burlado de
él.
Lo amarró en un caballo veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le
dijo: “!Oh, rey del tiempo y sustancia del siglo!, en Babilonia me quisiste perder
en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el
Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que
subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te
veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió
de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere. (O.C., v. 1, p. 607).
El conocimiento al que aspira y al que teme Jorge Luis Borges es el conocimiento de
una realidad infinita, un conocimiento que es infinito, es decir, divino él mismo en
definitiva.
Tal es el tipo de conocimiento que el personaje Borges consigue en un sótano de la
calle Garay, en el Aleph:
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el
alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el
centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables
ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del
planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas
baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi
racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer
que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el
pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi
una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio,... vi
la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de
la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y
mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese
objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún
hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima. (O.C., v. 1, pp. 625-626)
Aleph es la primera letra del alfabeto de la que Borges llama la "lengua sagrada", el
hebreo. Zahir es la última. Algo es zahir cuando es o representa uno de los noventa y
nueve nombres de Dios. El zahir del personaje Borges es una moneda de veinte
centavos.
El zahir, que representa el infinito universo, acaba impidiendo que el que lo ha visto
pueda pensar en ninguna otra cosa y lo vuelve loco.
Ya no percibiré el universo; percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los
verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias
pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán
que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen,
día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad la tierra o el
Zahir?.
... En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba
suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando
pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que el Zahir es la
sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia:
Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y
nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo
recorrer esta senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y
de repensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios. (O.C., v. 1, p. 595)
Este es también el tipo de conocimiento del que es víctima Ireneo Funes, en el cuento
Funes el memorioso, de Ficciones.
Funes, un pobre compadrito de Fray Bentos, en el Uruguay, a partir de la caída de un
caballo queda tullido y adquiere la portentosa capacidad de percibir y recordar todos los
detalles.
Nosotros de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los
vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las
nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y
dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta
española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un
remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos
recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones
musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los
entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había
dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.
... Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo
olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba
comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares
de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y
catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto
(visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían
cada vez.
... Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos. (O.C., v. 1, pp. 488-490)
Este pretendido conocimiento del que Borges habla no permite aprehender la realidad
porque no permite organizarla, clasificarla, estructurarla racionalmente.
En el artículo El idioma analítico de John Wilkins, publicado en Otras Inquisiciones pone
tres ejemplos de clasificaciones arbitrarias: una la de este autor, otra la del Instituto de
Bibliográfico de Bruselas, y otra la tan citada de la enciclopedia china:
En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a)
pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones,
(e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i)
que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo
de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de
lejos parecen moscas.
Después de citar algunos epígrafes del Instituto Bibliográfico de Bruselas, concluye:
He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo)
enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no
hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy
simple: no sabemos qué cosa es el universo... Cabe ir más lejos; cabe
sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa
ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las
palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario
de Dios. (O.C., v. 1 , p. 708)
La búsqueda de lo absoluto, del "secreto diccionario de Dios" mantiene encerrado a
Borges en su laberinto.
El otro laberinto, el de la mitología clásica tuvo tres inquilinos: Asterión, es decir el
Minotauro, hijo monstruoso de un toro y de la reina Parsifae. El laberinto fue construido
para ocultar en él su deformidad; se liberó del laberinto con la muerte que le dio Teseo.
El segundo inquilino fue el propio Teseo, que, después de matar al Minotauro, salió de
él con el hilo que le había proporcionado Ariadna.
El tercero fue Dédalo, su arquitecto, que fue encerrado en él como castigo por haber
ayudado a Teseo. Escapó mediante el artificio de unas alas de cera, aunque su hijo,
Ícaro, que lo acompañaba, murió en el intento.
No hay hilos conductores ni alas para salir del laberinto de Borges. La redención y la
comprensión vienen, igual que en el caso de Asterión, únicamente con el punto final de
la muerte.
En el Poema conjetural de El otro, el mismo, Francisco de Laprida piensa antes de
morir:
Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
Se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta. (O.C., v. 1, pp. 867-868)
¿Quizás Francisco de Laprida al conocer aquella tarde su destino conoció en él la total
verdad del universo?
Vamos a analizar ahora, liberándonos del hechizo de Borges, cuáles son las
características de las bibliotecas que hemos puesto como modelo de laberinto: la
biblioteca de El nombre de la rosa de Umberto Eco y la Biblioteca de Babel de Borges..
La biblioteca en la que se desarrollan las peripecias de El nombre de la rosa, de
Umberto Eco es calificada en varias ocasiones en el texto de la novela como un
laberinto, como dijo el Profesor de Diego. En este laberinto lo más difícil no es tanto que
salgan las personas como que entren.
La estructura de la biblioteca de la biblioteca refleja la estructura del mundo y cada una
de las salas lleva, codificado según el Apocalipsis, el nombre de una de las partes del
mundo. La biblioteca, que atesora el saber sobre el mundo, es complicada porque el
mundo es complicado. Es laberíntica, porque el saber acerca del mundo es laberíntico.
Los bibliotecarios, especialmente ese bibliotecario en la sombra que es Jorge de
Burgos, conocen las reglas y los vericuetos del laberinto, es decir, conocen el saber y lo
administran, dando y negando el acceso a los materiales, según lo creen conveniente.
Los usuarios de la biblioteca, que son los monjes que copian y traducen los
manuscritos, tienen que atenerse a los códices que los bibliotecarios quieren
proporcionarles. Y hay un texto, el libro segundo de la Poética de Aristóteles, que Jorge
de Burgos considera tan peligroso que está dispuesto a matar para impedir el acceso a
él y, a fin de cuentas, a destruir por el fuego toda la biblioteca, y con ella la abadía, lo
cual es una solución verdaderamente definitiva para impedir el acceso.
El universo medieval, que tiene su representación en la biblioteca de El nombre de la
rosa es un universo orgánico, es decir, no hay leyes físicas homogéneas que tengan la
misma validez en todas sus partes, sino que cada parte del universo tiene una función y
una legalidad diferente. La piedra no cae hacia el suelo porque es atraída hacia la
Tierra por una fuerza de aplicación universal como es la fuerza de la gravedad, ni el
fuego sube porque el aire muy caliente pese menos que el aire frio, sino que la piedra
cae porque su lugar natural es el abajo, y el fuego sube porque tiene arriba su lugar
natural.
El universo que se refleja en la Biblioteca de Babel de Borges, por el contrario, es el
universo por el que han pasado las teorías de Galileo y de Newton. Un universo
homogéneo donde leyes de general aplicación rigen tanto la caída de una manzana
como la fuerza de atracción de constelaciones de millones de estrellas.
La biblioteca de Babel está constituida por estructuras celulares uniformes que se
repiten indefinidamente. La dificultad, que en este caso es absoluta, para salir o para
entrar viene determinada no por escaleras que no llevan a ninguna parte o puertas
cerradas que impidan el paso. Como en el laberinto del rey de los árabes, la dificultad
está en que desde cualquier punto se puede ir en cualquier dirección y cada posibilidad
que se elija nos lleva a un nuevo punto en el que también son infinitas las opciones.
La evolución de Borges, que hemos estudiado en la parte central de esta conferencia,
lo lleva a un territorio maldito, el territorio de Babel. La curiosidad del hombre que quiere
saber es castigada con el envenenamiento de la mano de Jorge de Burgos, en último
término con la destrucción de lo atesorado por el saber humano en el incendio de la
biblioteca. En Babel, es el propio Dios el que impide la construcción de la torre
mediante la confusión de las lenguas, que se presenta como un castigo y una
maldición.
Decíamos antes que el conocimiento del Aleph, o el de Funes el Memorioso, es un
conocimiento infinito y, por lo tanto, divino. Aceptando como reales las infinitas
combinaciones posibles estamos también pretendiendo ser dioses, que era lo que
pretendían los constructores de Babel, que querían edificar una torre que llegara hasta
el cielo. El castigo es la Biblioteca de Babel.
Los bibliotecarios de la Biblioteca de Babel, que son, a su vez, los únicos usuarios, dan
por sentado que la biblioteca debe tener un sentido global, elaboran penosamente
hipótesis que expliquen la estructura de la biblioteca y “fatigan los exágonos” en busca
de pequeños rasgos de sentido, combinaciones de palabras, repeticiones.
Ambas bibliotecas, la de Borges y la de Umberto Eco, apelan, aunque de maneras
diferentes a la divinidad. La de Umberto Eco refleja en su estructura la estructura del
mundo, que ha sido creado por Dios, organizándolo durante los siete días de la
creación con una conformación que, como obra divina es permanente. Dentro de esa
obra hay también lugar para una orilla oscura: el ángel Lucifer que se rebela, el fruto
prohibido del paraíso, la serpiente, Caín. También en la Biblioteca de El nombre de la
rosa, en el “finis Africae” hay un fruto prohibido, un saber que no debe conocerse ni
difundirse: el libro sobre la comedia de la Poética de Aristóteles
Éste ha sido el espíritu de las bibliotecas durante mucho tiempo: un laberinto acotado y
domesticado, distribuidos orgánicamente los materiales bajo el paraguas rector de la
primera ciencia, la Teología, con una primera sirvienta o esclava, la Filosofía.
Recuerden : Philosophia, ancilla Theologiae. Y con unos estantes en la biblioteca
donde se guardaban encerrados bajo llave los libros prohibidos; lugar que en un alarde
no sé si de humor negro o de desfachatez era llamado por los bibliotecarios “el infierno”.
No estoy hablando ahora de la Edad Media. Mi memoria personal no llega tan lejos y yo
he conocido los malhadados “infiernos” en las bibliotecas.
Y ya que estamos hablando de nosotros mismos, quizás venga a cuento una sentida
reflexión que quiero compartir con ustedes. Los libros, y especialmente los conjuntos de
libros bien organizados en una biblioteca, son imprescindibles para la consolidación de
la democracia y el desarrollo personal y social, como dice el Manifiesto de la UNESCO,
en cuya elaboración y difusión tuve alguna participación desde la IFLA. Creo
firmemente en esto.
Pero también he conocido, sin ir más lejos en mi propio país y en mi propia época
(ingresé como bibliotecario facultativo o superior unos años antes de morir el dictador
Franco) los libros y las bibliotecas como órgano de propaganda y de adoctrinamiento, y
la defensa de la pretendida tradición esencial patria recogida en los libros como freno
ante la fuerza creadora de la vida y de la cultura.
Los bibliotecarios hemos sido parte importante en lo bueno y en lo malo. Somos
agentes sociales o académicos imprescindibles en el desarrollo social y democrático y
en la investigación científica, pero también en tristes ocasiones hemos sido dóciles
herramientas de quienes pretenden bloquear los caminos del futuro.
La figura de Jorge de Burgos debe ser un permanente aviso para navegantes para los
bibliotecarios. Y no pasaré por alto el hecho de que este personaje de la novela es
español. Como dice, o mejor, canta Alfredo Abalos, “ Me cuido al tirar la piedra/ que no
tenga que agacharme”. Así es que: “avisados estamos”.
La Biblioteca de Babel de Borges también es, como dice en varias ocasiones el
narrador, divina.
Pero no es tal porque Dios la haya creado a su imagen y semejanza como sucedía,
creación del mundo mediante, con la biblioteca monacal. La Biblioteca de Babel de
alguna manera es el propio Dios, la mente del Dios omnisciente con todo su contenido,
que es todo el saber posible.
Voy a proponerles respecto a esta biblioteca lo que llaman los científicos un
experimento ideal. Un experimento ideal es algo que es en sí mismo posible tanto
lógica como físicamente, pero cuya realización concreta no puede llevarse a cabo
porque es imposible contar con los medios para ello.
El experimento ideal que les propongo es el siguiente: supongamos que tenemos
digitalizada la totalidad de los fondos de la Biblioteca de Babel de Borges, quiero decir
todo su contenido, no solamente el catálogo. Sigamos suponiendo (tratándose de
Borges nada nos prohibe tareas ni herramientas infinitas) sigamos suponiendo que
tenemos una herramienta de búsqueda que es capaz de manejar toda esa cantidad de
información.
Nos ponemos delante de ese teclado maravilloso y empezamos a buscar: libros en
cuyo texto esté la expresión: “En un lugar de la Mancha,”. Dentro de la lista que nos
sale o refinando la búsqueda hay muchos de ellos que siguen “de cuyo nombre no
quiero acordarme,”, y dentro de estos, una infinidad que siguen “no ha mucho tiempo
que vivía” y más adelante otros con “un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga
antigua, rocín flaco y galgo corredor.”. Etcétera, etcétera.
Y así búsqueda tras búsqueda podríamos localizar finalmente el único ejemplar
existente en la Biblioteca del ingenioso caballero. Recuerden que en la Biblioteca de
Babel ningún libro con exactamente el mismo texto está repetido.
Para hacerlo más fácil, si seguimos con ese experimento ideal, podemos escribir en la
casilla de búsqueda el texto entero del Quijote y lo tendremos inmediatamente
localizado.
Y bien. ¿Qué diferencia hay entre decidir qué palabra vamos a poner a continuación de
lo que estamos escribiendo, eligiéndola entre todas las del diccionario de la lengua, o
elegir dentro de un menú de las palabras presuntamente existentes en la biblioteca?
¿Qué diferencia hay entre escribir el Quijote en su totalidad para buscarlo en la
Biblioteca de Babel o escribirlo, creándolo? A mi manera de ver, ninguna. Las
posibilidades, que es lo que contiene la Biblioteca de Babel, delimitan el terreno en el
que la realidad se inscribe, pero no definen ni concretan la realidad.
Nuestras bibliotecas no son, por suerte, el Aleph, ni la Biblioteca de Babel, ni nuestro
laberinto es ese laberinto.
Tenemos numerosos caminos a nuestro alcance pero no por suerte, infinitos.
Accedemos a verdades parciales y provisorias, pero no, por suerte, a verdades
absolutas, que nos esclavicen la capacidad de pensar y cierren la historia para nosotros
y para nuestros descendientes.
Cavafis dice : “cuando emprendas el viaje hacia Ítaca, pide que el camino sea largo”.
Tenemos, por suerte, delante de nosotros un largo camino para nuestra Ítaca, los
ideales de verdad, libertad y justicia que perseguimos y que vamos creando y
recreando a cada paso.
Entre todos los infinitos caminos en principio posibles por el laberinto de la memoria
universal, hay algo que nos permite elegir con sentido y no aleatoriamente. Se trata de
los intereses y las necesidades de nuestros usuarios y del servicio a nuestro entorno.
Ése es el valor añadido que, como bibliotecarios debemos agregar a nuestras
colecciones y a nuestros mecanismos de acceso a las redes, la puerta de entrada y
salida que hace, para la población a la que servimos, manejable el laberinto.
Muchas gracias
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Jerónimo Martínez
Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada, Licenciado en
Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y en Filosofía
por la de Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Ha sido profesor en las
Facultades de Filosofía y Letras y de Biblioteconomía y Documentación de
la Universidad de Granada.
Es autor de “Ciencia y dogmatismo. El problema de la objetividad en Karl R.
Popper” y de “Microisis para bibliotecarios”.
Ha dirigido la Escuela Universitaria de Biblioteconomía y Documentación de
la Universidad de Granada, la Biblioteca Universitaria de Granada, la
Biblioteca de Andalucía y la Biblioteca Nacional de España.
Ha sido Presidente de la Asociación Andaluza de Bibliotecarios y Miembro del Comité
Ejecutivo de la IFLA. Ha sido Subdirector General, responsable del área de bibliotecas en el
Ministerio de Cultura de España, Viceconsejero de Cultura de la Junta de Andalucía y
Agregado Cultural a la Embajada de España en Buenos Aires.
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