41a REUNIÓN NACIONAL DE BIBLIOTECARIOS “Bibliotecas: puentes hacia universos culturales más amplios” 20 al 23 de abril de 2009 Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina Bibliotecarios en el laberinto Dr. Jerónimo Martínez Debo empezar agradeciendo a los organizadores de la 41ª Reunión Nacional de Bibliotecarios y a la Oficina Cultural de la Embajada de España la posibilidad de volver a pisar las queridas calles de Buenos Aires, de apreciar las sutiles diferencias que se esconden dentro de la aparente uniformidad de la cuadrícula entre los cien barrios porteños. La laberíntica diversidad de una ciudad viva y con la sensibilidad a flor de piel; con la inmensidad de la pampa hacia el interior y la inmensidad del rio-mar a su frente. Ciudad para perderse, en la forma apasionante de pérdida que es la de ser seducido, arrastrado por el torbellino de una ciudad y unas gentes con inagotable capacidad de iniciativa Una ciudad, por otra parte, cuya geografía ha sido tocada para siempre por el misterio y la emoción de la literatura y el tango. Aunque ya no haya organitos, ni las muchachas en flor rieguen los malvones en los conventillos, ni resuene por las calles de Palermo el paso firme de los compadritos. Aunque no podamos cruzarnos con un poeta ciego en los alrededores de la Plaza San Martín y no podamos encontrar en la calle Garay el lugar exacto donde estuvo el Aleph, ni en Belgrano la entrada del laberinto subterráneo de Sábato. El lema general de esta 41ª Reunión Nacional de Bibliotecarios, “Las bibliotecas: puentes hacia horizontes culturales más amplios” nos llama a hacer como profesionales bibliotecarios una reflexión que vaya más allá de las estrictas fronteras de los asuntos técnicos que también nos apasionan. Es lo que voy a hacer ante ustedes poniendo en el cóctel una cierta pasión por los laberintos, unas gotas de filosofía, y fervor por la literatura de Borges, aparte de una experiencia, que, por el puro cómputo de los años, no podría calificarse de escasa. No parece improcedente relacionar a las bibliotecas con los laberintos. No es, desde luego, la primera vez que se echa mano del laberinto como metáfora de la biblioteca. Por referirnos a dos ejemplos señeros, la Biblioteca de Babel de Borges es explícitamente un laberinto, un infinito laberinto, y la biblioteca monacal de Umberto Eco en “El nombre de la rosa” es también, según lo señala el autor en varias ocasiones, un laberinto. Son dos de las bibliotecas de las que ya se ocupó el Profesor José Luis de Diego en su luminosa conferencia inaugural. Me pareció muy interesante todo lo que dijo sobre ellas igual que toda su bien estructurada conferencia. Yo voy a contemplar otro aspecto de los muchos que tiene la cuestión Me atrevería a afirmar que el concepto de laberinto refleja de una forma muy ajustada la manera que tenemos de movernos en el tiempo, que es un vivir en instantes. El pasado de ustedes y mío, y el futuro más o menos incierto que nos espera no son reales con el mismo tipo de realidad que tiene este instante del día veintitrés de abril de dos mil nueve en que yo trato de explicar y ustedes ponen la voluntad de entender lo que estoy diciendo. Todos los instantes pasados son reales únicamente en la medida en que hayan dejado huella o herencia en este instante presente. Por otra parte, todo lo que ha de suceder en el futuro no tiene en este momento otra realidad posible que la de ser un proyecto o una idea en el presente. Un laberinto es, en principio un lugar del que es difícil salir. No en vano el palacio de la doble hacha (labrys) en Creta, cuyo nombre da origen a la palabra, fue edificado según la mitología por Dédalo para mantener encerrado a Asterión, el Minotauro. Y la dificultad para salir radica no en cerraduras o puertas que obstaculicen el paso sino en la enorme multiplicidad de caminos posibles, de los que no sabemos cuál ha de llevarnos a nuestro destino. Pero en un laberinto no solamente es difícil salir, caminando hacia el futuro, sino que también es difícil volver hacia el punto inicial, hacia el camino ya recorrido. En cualquier punto del laberinto está sin definir el camino hacia el destino final, que es el futuro, y también el camino hacia el origen, que es el pasado. Anaïs Nin ha expresado con mucha fuerza esta situación en el escrito que titula “El laberinto”. Dice: “Me había perdido. Sólo me detuve porque el reloj marcaba la angustia. La angustia por el regreso, por ver las cosas sólo una vez. Tenía la sensación de que su significado sólo podría revelarse la segunda vez. Si me veía obligada a seguir, ignorante, ciega, todo estaría perdido. Me hallaba infinitamente lejos de mis primeros pasos. No sabía exactamente por qué debía regresar. No sabía que, al final, no me encontraría en el punto de partida. El principio y el final eran diferentes, y ¿por qué el hecho de llegar a un final tenía que aniquilar el principio? Y, ¿por qué tenía que ser retenido el principio? No lo sabía; sólo sentía la angustia, una angustia por algo perdido. La oscuridad que tenía ante mí era más oscura que la que había dejado atrás.” Esta tremenda soledad de cada instante, sin un antes y un después definido, es lo que personalmente me impresiona más del concepto de laberinto. El camino por el que hemos llegado hasta este punto concreto se ha borrado en la intrincada maraña de senderos y atajos que nos han traído hasta lo que somos. El camino futuro es imposible de predecir o programar porque no sabemos qué puertas van a ir abriéndose o cerrándose cuando lleguemos hasta ellas. El presente, el concreto claro del bosque en que nos encontramos, este preciso instante del veintitrés de abril del año dos mil nueve de la era común, con sus recuerdos y sus proyectos es lo único que en realidad tenemos. No consiguen salir del laberinto que es el bosque Hansel y Gretel porque los pájaros se han comido las migas de pan que Hansel ha ido dejando, marcando previsoramente pero en vano el camino de entrada, que debería ser también el de salida. Teseo consigue salir del laberinto de Creta, después de matar al Minotauro, porque el hilo que Ariadna le ha tejido, permite que el recuerdo del ingreso sea también el camino de salida. En lo que se refiere a las bibliotecas, entiendo que lo que puede autorizar a llamar a una biblioteca laberíntica no es ciertamente la dificultad de encontrar la salida física del espacio donde se guardan los documentos, por complicado que sea el diseño del sistema de estanterías que los soportan. Creo que las razones proceden de otras consideraciones, hechas en varios niveles. En un primer nivel individual, cada documento de los que guarda la biblioteca es un intento de llegar al conocimiento, y la búsqueda del saber es siempre un camino complicado y trabajoso. Tenemos que distinguir, como diría Antonio Machado, las voces de los ecos, la verdad de lo que es, de la apariencia de lo que solamente parece ser pero no es. El relato del progreso está lleno de caminos prometedores que llevaron a un callejón sin salida, de hermosos árboles cuyos frutos han resultado muy amargos. En segundo lugar está el problema, que es ya un problema bibliotecario, del establecimiento de relaciones comprensibles y objetivas entre los documentos, que permitan organizarlos para que cualquier usuario pueda encontrar lo que le interesa. Conforme crece el número de documentos, ésta es, como todos sabemos, una tarea que se vuelve más y más dificultosa. Éste es también un terreno en el que la concepción del mundo en la que vivimos sumergidos condiciona y modifica las decisiones técnicas que tomamos, sea cual sea la herramienta organizativa o clasificatoria que utilicemos. En un tercer nivel, la propia estructura de cada uno de los documentos y las referencias internas entre ellos pueden ser muy complejas: enciclopedias, que tratan de reflejar lo esencial del saber que está ya en otros libros; libros que se refieren a otros libros, y, finalmente, en la escritura digital, el hipertexto, que abre en cada documento puertas y veredas que llevan a otros documentos, los cuales, a su vez, tendrán también enlaces que lleven a otros documentos, y así interminable e intrincadamente. Los bibliotecarios somos cada vez más administradores de un complejo laberinto. Especialmente si tenemos en cuenta la idea que ha ido abriéndose paso en los últimos años en la teorización y en la práctica bibliotecaria de que la biblioteca más que un lugar en el que se acumulan (y se ordenan y se conservan) los documentos es “una puerta local de acceso al conocimiento”, como dice en sus primeras palabras el Manifiesto de la UNESCO. Si esto es así, abrir la puerta para ingresar en una biblioteca sería cada vez menos entrar en un espacio aislado y cerrado donde hay un número que incluso puede ser considerable de documentos. La metáfora que nos permite visualizar nuestra actividad sería más bien la de dar acceso por una vía más o menos ancha a un complejo sistema de rutas, calles y autovías por las que se llega a todo el acervo cultural puesto a disposición de los ciudadanos en todo el mundo. ¿Cabe representación más inabarcable de laberinto que la de la innumerable multitud de documentos a los que nuestros usuarios pueden acceder a través de las redes globales de comunicación existentes, especialmente de Internet? Vamos a analizar con alguna morosidad, recreándonos en la plenitud verbal de la literatura de Jorge Luis Borges, algunas de sus ideas alrededor de los laberintos. ¿Es un laberinto el mundo del conocimiento, tal y como lo vemos en una presencia tan multiforme y llena de tantas imprevisibles relaciones? Borges diría que sí. Lo que no es, en cualquier caso, según creo, es un caos. El caos, es, en sentido propio y según su etimología, la ausencia de orden, lo cual no es exactamente lo mismo que el desorden. El caos en la tradición griega es el espacio vacío, inmenso y tenebroso; algo muy próximo al abismo sobre el que, según el Génesis, flotaba el espíritu de Dios al inicio de la Creación. Desde el momento en que el hombre (o, en la tradición religiosa, Dios) interviene, no se puede hablar de caos, porque la realidad está ya grávida de sentido, aunque sea un sentido provisional y menesteroso. En La moneda de hierro, Borges cuenta la historia de una lucha de los sajones contra los vikingos en la narración que titula 991 A. D.. En un descanso de la batalla, Aidan, el que ha quedado como jefe, cuenta los hechos del día. Después: La gente lo seguía con atención. Iban recordando los hechos que Aidan enumeraba y que les parecía comprender sólo ahora, cuando una voz los acuñaba en palabras. Desde el amanecer habían combatido por Inglaterra y su dilatado imperio futuro y no lo sabían. (O.C., v. 2, p. 144) Después Aidan da las órdenes, que son ir al encuentro de los invasores y de una muerte segura, y se dirige a su hijo(cito de nuevo a Borges): -... Werferth, mi hijo, ahora estoy hablando contigo. Lo que te ordenaré no es fácil. Tienes que irte solo y dejarnos. Tienes que renunciar a la contienda, para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta. Werferth se arrodilló. Era la primera vez que su padre le hablaba de sus versos. Dijo con voz cortada: -Padre ¿dejarás que a tu hijo lo tachen de cobarde como a los miserables que huyeron? Aidan le replicó: -Ya has dado prueba de no ser un cobarde. Nosotros cumpliremos con Byrhtnoth dándole nuestra vida; tú cumplirás con él guardando su memoria en el tiempo. Se volvió a los otros y dijo: -Ahora, a cruzar el bosque. Disparada la última flecha, arrojaremos los escudos a la batalla y saldremos con las espadas. Werferth los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios ya encontraban un verso. (O.C., v. 2, p. 145) Borges recoge así una idea común en la filosofía, especialmente a partir de Enmanuel Kant. La única manera de conocer la realidad es organizándola con nuestras propias categorías, intuiciones y conceptos. No tenemos acceso a una pretendida realidad pura, no contaminada por la visión del hombre. El único lugar donde la objetividad se constituye es en lo intersubjetivo y, en el caso de las afirmaciones acerca del mundo, en el lenguaje humano. Hay un bello y extraño poema de José Lezama Lima titulado “Muerte de Narciso”, el bello mancebo de la mitología que habiendo visto el reflejo de su cara en el rio al ir a beber fue incapaz de romper el hechizo de su belleza y murió contemplándose. El poema del poeta cubano es extraño porque la realidad, ante la ausencia de ojos que puedan mirarla, se desordena y se vuelve caótica. Por citar un ejemplo mucho más cercano, el pasado sábado, día18 de abril, en su discurso de entrada en la Real Academia Española, el novelista José María Merino hablaba de la ficción literaria como ordenadora de la realidad. Según la crónica del diario El País, dijo que “pese a que Platón desconfiaba de ella, la invención literaria es anterior a muestras de civilización como la agricultura o la cerámica, el autor de La orilla oscura defendió la ficción como "nuestra primera sabiduría consciente", aquello que ordena el desorden de la realidad y nos permite entenderla, aquello, en definitiva, que nos hace sapiens”. Según José María Merino, “la ficción no es ni verdad ni mentira sino una "revelación, mediante lo simbólico, de lo que la realidad esconde” En Borges, la palabra apunta a uno de los muchos (¿quizá infinitos?) sentidos posibles. En el poema El tercer hombre, de La cifra, Borges elige a uno de los hombres con que se cruza una noche cualquiera al salir de su casa: Dirijo este poema (por ahora aceptemos esa palabra) al tercer hombre que se cruzó conmigo anteanoche, no menos misterioso que el de Aristóteles. El sábado salí. La noche estaba llena de gente; hubo sin duda un tercer hombre, como hubo un cuarto y un primero. No sé si nos miramos; él iba a Paraguay, yo iba a Córdoba. Y más adelante: He ejecutado un acto irreparable, he establecido un vínculo. (O.C., v. 2, p. 316) La palabra no es el reflejo exacto de la realidad, sino que, como Borges dice en La poesía, en el artículo Siete noches: Toda palabra es una obra poética. Se supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo que es un error. Hay un concepto que se atribuye al cuentista Horacio Quiroga, en el que dice que si un viento frío sopla del lado del río, hay que escribir simplemente: un viento frío sopla del lado del río. Quiroga, si es que dijo esto, parece haber olvidado que esa construcción es algo tan lejano de la realidad como el viento frío que sopla del lado del río. ¿Qué percepción tenemos? Sentimos el aire que se mueve, lo llamamos viento; sentimos que ese viento viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con todo esto formamos algo tan complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce... Todo esto está lejos de la realidad; la realidad es algo más simple. Esta frase aparentemente prosaica, deliberadamente prosaica y común elegida por Quiroga es una frase complicada, es una estructura. (O.C., v. 2, pp. 255-256) A partir de estas ideas, compartidas por todo el pensamiento moderno, Jorge Luis Borges emprende un camino que lleva a la angustia en la vivencia del laberinto. La misma angustia que siente Asterión, el Minotauro, dentro del laberinto: ...sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo? El sol de la mañana reververó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. -¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió. (O.C., v.1. p. 570) Borges intenta una tarde desde la penumbra de la biblioteca que dirigió en la calle México describir un tigre (El hacedor, El otro tigre O.C. v. 1, 824-825). Al principio cree conseguirlo: En vano se interponen los convexos mares y los desiertos del planeta; desde esta casa de un remoto puerto de América del Sur, te sigo y sueño, oh tigre de las márgenes del Ganges. Sigue después la larga tarde del invierno austral y: Cunde la tarde en mi alma y reflexiono que el tigre vocativo de mi verso es un tigre de símbolos y sombras, una serie de tropos literarios y de memorias de la enciclopedia y no el tigre fatal, la aciaga joya que, bajo el sol o la diversa luna, va cumpliendo en Sumatra o en Bengala su rutina de amor, de ocio y de muerte. Al tigre de los símbolos he opuesto el verdadero, el de caliente sangre, el que diezma la tribu de los búfalos y hoy, 3 de agosto del 59, alarga en la pradera una pausada sombra, pero ya el hecho de nombrarlo y de conjeturar su circunstancia lo hace ficción del arte y no criatura viviente de las que andan por la tierra. Un tercer tigre buscaremos. Éste será como los otros una forma de mi sueño, un sistema de palabras humanas y no el tigre vertebrado que, más allá de las mitologías, pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo me impone esta aventura indefinida, insensata y antigua, y persevero en buscar por el tiempo de la tarde el otro tigre, el que no está en el verso. No acaban las palabras de hacer presa en la realidad y, sin embargo, la buscamos incansablemente. Si encontráramos solamente un cabo del hilo, podríamos, a partir de él, conocer todo el Universo: Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. (El Aleph, El zahir, O.C., 1. 594-595) Las citas de Borges respecto al fracaso de los intentos de decir la realidad son innumerables; citemos solamente una más. En el poema La luna, de El hacedor, dice: Pensaba que el poeta es aquel hombre que, como el rojo Adán del Paraíso, impone a cada cosa su preciso y verdadero y no sabido nombre. Pero La historia que he narrado aunque fingida, bien puede figurar el maleficio de cuantos ejercemos el oficio de cambiar en palabras nuestra vida. Siempre se pierde lo esencial ... (O.C., v. 1 p. 818-819) El lenguaje acaba refiriéndose no a la realidad inalcanzable, sino solamente a sí mismo: las narraciones de Borges están llenas de personas que a fuerza de repetir una historia han perdido ya la memoria de lo que realmente sucedió y solamente recuerdan las palabras con las que siempre lo dicen. Por ejemplo, el narrador de la muerte de Moreira en La noche de los dones, de El libro de arena, dice: Los años pasan y son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón. Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira. (O.C., v.2, p. 44) Y, como no podemos conocer la realidad, la inventamos. Pero, entonces ya la regla es la coherencia lógica, es decir, la posibilidad, y no el que de hecho las cosas sean solamente de una de las muchas maneras posibles en que habrían podido ser. Este hombre, sin el anclaje que le proporciona la sujeción a la realidad es semejante a Dios en la falta de límites de lo que puede crear. Citemos nuevamente la reflexión de Asterión en el laberinto: No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de polvo gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo. (O.C., v.1, p. 570) Lo que sirve de modelo a Borges en la construcción de su laberinto es la palabra de Dios, expresada en la Biblia, tal como lo interpreta la Cábala. Según los cabalistas que florecieron en la Córdoba medieval, la palabra revelada en la Torá, por ser de Dios tiene que tener un número infinito de sentidos: en la Biblia está dicho todo lo que se puede decir y cualquier combinación que se haga de sus letras tiene que tener un sentido. La aplicación a las posibilidades expresivas y combinatorias del hombre es la Biblioteca de Babel: De esas premisas dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de su muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito (O.C., v.1, pp. 467-468). Y más adelante: ... proposiciones a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna parte de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios (O.C., v.1, p. 470). Lo que convierte en vertiginoso el laberinto de Borges y hace tan vigorosa su literatura fantástica es barajar juntos el espacio y el tiempo, es decir, ampliar las posibilidades combinatorias a unidades espacio-temporales. "El espacio, dice Borges, es un incidente del tiempo", Como explica Stephen Albert en El jardín de senderos que se bifurcan al hombre que poco después habría de asesinarlo: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma (O.C., v. 1, p. 479) El laberinto es un encierro, en consecuencia, no porque haya algo que nos cierre el paso a la salida, sino porque las salidas son en cualquier momento infinitas y no sabemos cuál escoger. Borges lo ejemplifica claramente en Los dos reyes y los dos laberintos, recogido en El Aleph. Cuenta que el rey de Babilonia, para hacer burla de un rey de los árabes que vino a visitarlo, lo hizo entrar en un laberinto donde el árabe vagó afrentado hasta la tarde, en que, con la ayuda de Dios, logró salir. Vuelto a su reino prepara la guerra contra Babilonia y logra llevar cautivo al rey que se había burlado de él. Lo amarró en un caballo veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “!Oh, rey del tiempo y sustancia del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere. (O.C., v. 1, p. 607). El conocimiento al que aspira y al que teme Jorge Luis Borges es el conocimiento de una realidad infinita, un conocimiento que es infinito, es decir, divino él mismo en definitiva. Tal es el tipo de conocimiento que el personaje Borges consigue en un sótano de la calle Garay, en el Aleph: En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio,... vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima. (O.C., v. 1, pp. 625-626) Aleph es la primera letra del alfabeto de la que Borges llama la "lengua sagrada", el hebreo. Zahir es la última. Algo es zahir cuando es o representa uno de los noventa y nueve nombres de Dios. El zahir del personaje Borges es una moneda de veinte centavos. El zahir, que representa el infinito universo, acaba impidiendo que el que lo ha visto pueda pensar en ninguna otra cosa y lo vuelve loco. Ya no percibiré el universo; percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad la tierra o el Zahir?. ... En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esta senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios. (O.C., v. 1, p. 595) Este es también el tipo de conocimiento del que es víctima Ireneo Funes, en el cuento Funes el memorioso, de Ficciones. Funes, un pobre compadrito de Fray Bentos, en el Uruguay, a partir de la caída de un caballo queda tullido y adquiere la portentosa capacidad de percibir y recordar todos los detalles. Nosotros de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. ... Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. ... Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. (O.C., v. 1, pp. 488-490) Este pretendido conocimiento del que Borges habla no permite aprehender la realidad porque no permite organizarla, clasificarla, estructurarla racionalmente. En el artículo El idioma analítico de John Wilkins, publicado en Otras Inquisiciones pone tres ejemplos de clasificaciones arbitrarias: una la de este autor, otra la del Instituto de Bibliográfico de Bruselas, y otra la tan citada de la enciclopedia china: En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. Después de citar algunos epígrafes del Instituto Bibliográfico de Bruselas, concluye: He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo... Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios. (O.C., v. 1 , p. 708) La búsqueda de lo absoluto, del "secreto diccionario de Dios" mantiene encerrado a Borges en su laberinto. El otro laberinto, el de la mitología clásica tuvo tres inquilinos: Asterión, es decir el Minotauro, hijo monstruoso de un toro y de la reina Parsifae. El laberinto fue construido para ocultar en él su deformidad; se liberó del laberinto con la muerte que le dio Teseo. El segundo inquilino fue el propio Teseo, que, después de matar al Minotauro, salió de él con el hilo que le había proporcionado Ariadna. El tercero fue Dédalo, su arquitecto, que fue encerrado en él como castigo por haber ayudado a Teseo. Escapó mediante el artificio de unas alas de cera, aunque su hijo, Ícaro, que lo acompañaba, murió en el intento. No hay hilos conductores ni alas para salir del laberinto de Borges. La redención y la comprensión vienen, igual que en el caso de Asterión, únicamente con el punto final de la muerte. En el Poema conjetural de El otro, el mismo, Francisco de Laprida piensa antes de morir: Zumban las balas en la tarde última. Hay viento y hay cenizas en el viento, Se dispersan el día y la batalla deforme, y la victoria es de otros. Vencen los bárbaros, los gauchos vencen. Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano. A esta ruinosa tarde me llevaba el laberinto múltiple de pasos que mis días tejieron desde un día de la niñez. Al fin he descubierto la recóndita clave de mis años, la suerte de Francisco de Laprida, la letra que faltaba, la perfecta forma que supo Dios desde el principio. En el espejo de esta noche alcanzo mi insospechado rostro eterno. El círculo se va a cerrar. Yo aguardo que así sea. Pisan mis pies la sombra de las lanzas que me buscan. Las befas de mi muerte, los jinetes, las crines, los caballos, se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe, ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta. (O.C., v. 1, pp. 867-868) ¿Quizás Francisco de Laprida al conocer aquella tarde su destino conoció en él la total verdad del universo? Vamos a analizar ahora, liberándonos del hechizo de Borges, cuáles son las características de las bibliotecas que hemos puesto como modelo de laberinto: la biblioteca de El nombre de la rosa de Umberto Eco y la Biblioteca de Babel de Borges.. La biblioteca en la que se desarrollan las peripecias de El nombre de la rosa, de Umberto Eco es calificada en varias ocasiones en el texto de la novela como un laberinto, como dijo el Profesor de Diego. En este laberinto lo más difícil no es tanto que salgan las personas como que entren. La estructura de la biblioteca de la biblioteca refleja la estructura del mundo y cada una de las salas lleva, codificado según el Apocalipsis, el nombre de una de las partes del mundo. La biblioteca, que atesora el saber sobre el mundo, es complicada porque el mundo es complicado. Es laberíntica, porque el saber acerca del mundo es laberíntico. Los bibliotecarios, especialmente ese bibliotecario en la sombra que es Jorge de Burgos, conocen las reglas y los vericuetos del laberinto, es decir, conocen el saber y lo administran, dando y negando el acceso a los materiales, según lo creen conveniente. Los usuarios de la biblioteca, que son los monjes que copian y traducen los manuscritos, tienen que atenerse a los códices que los bibliotecarios quieren proporcionarles. Y hay un texto, el libro segundo de la Poética de Aristóteles, que Jorge de Burgos considera tan peligroso que está dispuesto a matar para impedir el acceso a él y, a fin de cuentas, a destruir por el fuego toda la biblioteca, y con ella la abadía, lo cual es una solución verdaderamente definitiva para impedir el acceso. El universo medieval, que tiene su representación en la biblioteca de El nombre de la rosa es un universo orgánico, es decir, no hay leyes físicas homogéneas que tengan la misma validez en todas sus partes, sino que cada parte del universo tiene una función y una legalidad diferente. La piedra no cae hacia el suelo porque es atraída hacia la Tierra por una fuerza de aplicación universal como es la fuerza de la gravedad, ni el fuego sube porque el aire muy caliente pese menos que el aire frio, sino que la piedra cae porque su lugar natural es el abajo, y el fuego sube porque tiene arriba su lugar natural. El universo que se refleja en la Biblioteca de Babel de Borges, por el contrario, es el universo por el que han pasado las teorías de Galileo y de Newton. Un universo homogéneo donde leyes de general aplicación rigen tanto la caída de una manzana como la fuerza de atracción de constelaciones de millones de estrellas. La biblioteca de Babel está constituida por estructuras celulares uniformes que se repiten indefinidamente. La dificultad, que en este caso es absoluta, para salir o para entrar viene determinada no por escaleras que no llevan a ninguna parte o puertas cerradas que impidan el paso. Como en el laberinto del rey de los árabes, la dificultad está en que desde cualquier punto se puede ir en cualquier dirección y cada posibilidad que se elija nos lleva a un nuevo punto en el que también son infinitas las opciones. La evolución de Borges, que hemos estudiado en la parte central de esta conferencia, lo lleva a un territorio maldito, el territorio de Babel. La curiosidad del hombre que quiere saber es castigada con el envenenamiento de la mano de Jorge de Burgos, en último término con la destrucción de lo atesorado por el saber humano en el incendio de la biblioteca. En Babel, es el propio Dios el que impide la construcción de la torre mediante la confusión de las lenguas, que se presenta como un castigo y una maldición. Decíamos antes que el conocimiento del Aleph, o el de Funes el Memorioso, es un conocimiento infinito y, por lo tanto, divino. Aceptando como reales las infinitas combinaciones posibles estamos también pretendiendo ser dioses, que era lo que pretendían los constructores de Babel, que querían edificar una torre que llegara hasta el cielo. El castigo es la Biblioteca de Babel. Los bibliotecarios de la Biblioteca de Babel, que son, a su vez, los únicos usuarios, dan por sentado que la biblioteca debe tener un sentido global, elaboran penosamente hipótesis que expliquen la estructura de la biblioteca y “fatigan los exágonos” en busca de pequeños rasgos de sentido, combinaciones de palabras, repeticiones. Ambas bibliotecas, la de Borges y la de Umberto Eco, apelan, aunque de maneras diferentes a la divinidad. La de Umberto Eco refleja en su estructura la estructura del mundo, que ha sido creado por Dios, organizándolo durante los siete días de la creación con una conformación que, como obra divina es permanente. Dentro de esa obra hay también lugar para una orilla oscura: el ángel Lucifer que se rebela, el fruto prohibido del paraíso, la serpiente, Caín. También en la Biblioteca de El nombre de la rosa, en el “finis Africae” hay un fruto prohibido, un saber que no debe conocerse ni difundirse: el libro sobre la comedia de la Poética de Aristóteles Éste ha sido el espíritu de las bibliotecas durante mucho tiempo: un laberinto acotado y domesticado, distribuidos orgánicamente los materiales bajo el paraguas rector de la primera ciencia, la Teología, con una primera sirvienta o esclava, la Filosofía. Recuerden : Philosophia, ancilla Theologiae. Y con unos estantes en la biblioteca donde se guardaban encerrados bajo llave los libros prohibidos; lugar que en un alarde no sé si de humor negro o de desfachatez era llamado por los bibliotecarios “el infierno”. No estoy hablando ahora de la Edad Media. Mi memoria personal no llega tan lejos y yo he conocido los malhadados “infiernos” en las bibliotecas. Y ya que estamos hablando de nosotros mismos, quizás venga a cuento una sentida reflexión que quiero compartir con ustedes. Los libros, y especialmente los conjuntos de libros bien organizados en una biblioteca, son imprescindibles para la consolidación de la democracia y el desarrollo personal y social, como dice el Manifiesto de la UNESCO, en cuya elaboración y difusión tuve alguna participación desde la IFLA. Creo firmemente en esto. Pero también he conocido, sin ir más lejos en mi propio país y en mi propia época (ingresé como bibliotecario facultativo o superior unos años antes de morir el dictador Franco) los libros y las bibliotecas como órgano de propaganda y de adoctrinamiento, y la defensa de la pretendida tradición esencial patria recogida en los libros como freno ante la fuerza creadora de la vida y de la cultura. Los bibliotecarios hemos sido parte importante en lo bueno y en lo malo. Somos agentes sociales o académicos imprescindibles en el desarrollo social y democrático y en la investigación científica, pero también en tristes ocasiones hemos sido dóciles herramientas de quienes pretenden bloquear los caminos del futuro. La figura de Jorge de Burgos debe ser un permanente aviso para navegantes para los bibliotecarios. Y no pasaré por alto el hecho de que este personaje de la novela es español. Como dice, o mejor, canta Alfredo Abalos, “ Me cuido al tirar la piedra/ que no tenga que agacharme”. Así es que: “avisados estamos”. La Biblioteca de Babel de Borges también es, como dice en varias ocasiones el narrador, divina. Pero no es tal porque Dios la haya creado a su imagen y semejanza como sucedía, creación del mundo mediante, con la biblioteca monacal. La Biblioteca de Babel de alguna manera es el propio Dios, la mente del Dios omnisciente con todo su contenido, que es todo el saber posible. Voy a proponerles respecto a esta biblioteca lo que llaman los científicos un experimento ideal. Un experimento ideal es algo que es en sí mismo posible tanto lógica como físicamente, pero cuya realización concreta no puede llevarse a cabo porque es imposible contar con los medios para ello. El experimento ideal que les propongo es el siguiente: supongamos que tenemos digitalizada la totalidad de los fondos de la Biblioteca de Babel de Borges, quiero decir todo su contenido, no solamente el catálogo. Sigamos suponiendo (tratándose de Borges nada nos prohibe tareas ni herramientas infinitas) sigamos suponiendo que tenemos una herramienta de búsqueda que es capaz de manejar toda esa cantidad de información. Nos ponemos delante de ese teclado maravilloso y empezamos a buscar: libros en cuyo texto esté la expresión: “En un lugar de la Mancha,”. Dentro de la lista que nos sale o refinando la búsqueda hay muchos de ellos que siguen “de cuyo nombre no quiero acordarme,”, y dentro de estos, una infinidad que siguen “no ha mucho tiempo que vivía” y más adelante otros con “un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”. Etcétera, etcétera. Y así búsqueda tras búsqueda podríamos localizar finalmente el único ejemplar existente en la Biblioteca del ingenioso caballero. Recuerden que en la Biblioteca de Babel ningún libro con exactamente el mismo texto está repetido. Para hacerlo más fácil, si seguimos con ese experimento ideal, podemos escribir en la casilla de búsqueda el texto entero del Quijote y lo tendremos inmediatamente localizado. Y bien. ¿Qué diferencia hay entre decidir qué palabra vamos a poner a continuación de lo que estamos escribiendo, eligiéndola entre todas las del diccionario de la lengua, o elegir dentro de un menú de las palabras presuntamente existentes en la biblioteca? ¿Qué diferencia hay entre escribir el Quijote en su totalidad para buscarlo en la Biblioteca de Babel o escribirlo, creándolo? A mi manera de ver, ninguna. Las posibilidades, que es lo que contiene la Biblioteca de Babel, delimitan el terreno en el que la realidad se inscribe, pero no definen ni concretan la realidad. Nuestras bibliotecas no son, por suerte, el Aleph, ni la Biblioteca de Babel, ni nuestro laberinto es ese laberinto. Tenemos numerosos caminos a nuestro alcance pero no por suerte, infinitos. Accedemos a verdades parciales y provisorias, pero no, por suerte, a verdades absolutas, que nos esclavicen la capacidad de pensar y cierren la historia para nosotros y para nuestros descendientes. Cavafis dice : “cuando emprendas el viaje hacia Ítaca, pide que el camino sea largo”. Tenemos, por suerte, delante de nosotros un largo camino para nuestra Ítaca, los ideales de verdad, libertad y justicia que perseguimos y que vamos creando y recreando a cada paso. Entre todos los infinitos caminos en principio posibles por el laberinto de la memoria universal, hay algo que nos permite elegir con sentido y no aleatoriamente. Se trata de los intereses y las necesidades de nuestros usuarios y del servicio a nuestro entorno. Ése es el valor añadido que, como bibliotecarios debemos agregar a nuestras colecciones y a nuestros mecanismos de acceso a las redes, la puerta de entrada y salida que hace, para la población a la que servimos, manejable el laberinto. Muchas gracias ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Jerónimo Martínez Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada, Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y en Filosofía por la de Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Ha sido profesor en las Facultades de Filosofía y Letras y de Biblioteconomía y Documentación de la Universidad de Granada. Es autor de “Ciencia y dogmatismo. El problema de la objetividad en Karl R. Popper” y de “Microisis para bibliotecarios”. Ha dirigido la Escuela Universitaria de Biblioteconomía y Documentación de la Universidad de Granada, la Biblioteca Universitaria de Granada, la Biblioteca de Andalucía y la Biblioteca Nacional de España. Ha sido Presidente de la Asociación Andaluza de Bibliotecarios y Miembro del Comité Ejecutivo de la IFLA. Ha sido Subdirector General, responsable del área de bibliotecas en el Ministerio de Cultura de España, Viceconsejero de Cultura de la Junta de Andalucía y Agregado Cultural a la Embajada de España en Buenos Aires.