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¿A quién amas?
Jesús Serrano Aldape
¿Qué me hizo alejarte? Quizás tedio, después de todo. La constante negativa a un
respecto, tu diente reluciente; los ojos prodigándome extrañeza y después sólo un golpe
seco de la puerta enfrente de mis narices. Bien, ahora rodearé el porche naranja, desde
aquí levantaré las puertas del sótano y entraré a hurtadillas, no me dejas otra opción. Está
tan oscuro. Ni tu padre ni tu madre bajan muy seguido a este húmedo sitio que les sirve
para arrumbar el viejo televisor o las lámparas que ya no sirven.
Me aventuré subiendo la pequeña escalera, daba cada paso con cuidadoso sigilo
sobre la madera apolillada y rechinante. Pude escuchar tu voz detrás de la puerta.
— ¡Es un imbécil mamá!, primero viene oliendo al perfume de alguna barata, y luego
me pide que sea su esposa.
Tuve tiempo en pensar aquello del olor. Irremediablemente mi nariz olisqueó el
gabán que traía puesto y detecté la fragancia que aquella dependienta me fue a insertar
en la ropa ante mi incapacidad de rechazarle.
Estuve a punto de salir a aclararle. Mas cuando mi mano giraba el picaporte me
detuve, ella seguía hablando:
— Cree que no me doy cuenta mamá. Revisé su correo electrónico el otro día y
había muchos mensajes de una tal Greta Grey.
Me llevé las manos al cuello de la aprensión. Era lógico que no se había molestado
en leer ningún mensaje, y no se había dado cuenta que durante tres meses una tal Greta
Grey me había tratado de vender una membresía para un club de golf.
Su madre la calmaba:
—Siempre le vi malas intenciones a ese muchacho.
Suspiré. Lo primero que haría si ella aceptaba casarse conmigo sería precisamente
alejarla de la perniciosa influencia de su madre.
—La señora Glad me contó que engatusó a su sobrina y luego no hubo boda.
Ella ahogó un lamento. Manipulaba la sartén metálica con gran rabia. Un lapso de
silencio arriba. Luego la voz de su madre confortándola.
—Yo te lo advertí hija, pero tú nunca me haces caso. Ella no respondió, sólo siguió
manipulando las ollas y utensilios de cocina.
Me quedé en vilo, con la cabeza recargada en la puerta, los brazos a los lados
balanceándose y la pierna derecha un escalón abajo.
Esperé en el alma que no olvidara tan pronto los momentos que pasé con ella. El
cine los sábados. El domingo los arrancones y el resto de la semana nuestra cita en el
hotel Clingston...
—Hija, seca esas lágrimas. Te prepararé el pastel de albaricoques que tanto te
gusta. Anda, ve por las conservas.
Mi oído reposaba sobre la puerta cuando escuché que alguien intentaba abrirla.
Sujeté el picaporte con fuerza.
—Mamá, no puedo abrir. La voz de su madre se hizo audible, como si me vociferara
en la oreja. Sentí cómo mi mano cedía ante la enorme fuerza de la manaza de su madre.
Pero luego hice aplomo de fuerzas escondidas y logré mantener el picaporte en su sitio.
—Será mejor que vayas por tu padre. Esa puerta siempre se atora.
Cuando escuché que ella se alejaba, bajé rápidamente los escalones en busca de
un escondrijo. Me las arreglé entre unos anaqueles y un escritorio ruinoso, hogar probable
de miles de bichos.
“Luego está lo que me haces sentir, no pares nunca porque muy en el fondo desde
el primer momento me imaginé que lo hacíamos, sin preguntarnos los nombres”.
No lo podía evitar. Recordaba tus palabras.
La silueta rechoncha de tu padre apareció en el umbral. Prendió la luz al momento
que decía:
—Bueno, no fue tan difícil...
—Te digo que estaba atorada— le arrancó su esposa.
—Pues no parecía...
—Pues sí...—lo calló la mujer.
—Siempre has de estar en mi contra...
Ellos siguieron discutiendo y yo observé cómo mi linda novia bajaba los escalones.
Revisó los estantes llenos de frascos de conservas en busca de los albaricoques. Tenía
ganas de sorprenderla por la espalda, cerrarle los ojos con las manos y después mirarla
fijamente por incontables minutos.
Ella volteó con un frasco de vidrio luminiscente por el almíbar y caminó hacia la
escalera. De repente reparó en algo que parecía haber olvidado y volteó hacia donde yo
estaba escondido. Me agazapé entre las tablas desvencijadas del escritorio. Pude ver
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cómo tomaba una gorra de béisbol, que cuando la había visto supuse era de su padre, y
la escondía en los pliegues de su falda mientras volteaba a la entrada nerviosa.
“No vendrán hasta el atardecer, así que apresúrate, ¡Con fuerza!, ¡Sí!, ¡Así!”
Ella subió llevando el dulce a la mesa, después se hizo a la cima de la escalera,
inspeccionó celosa su entorno, apagó la luz y cerró.
Aguardé en la oscuridad por horas. Sabía cómo reconciliarme con ella. Sólo tenía
que estar a solas con ella, aflojarle el corpiño y tocar su cabello con los dedos, como en el
acto de separar espigas, eso la haría volver a mí. Salí del sótano. Atisbé por momentos el
pequeño pasillo que daba al cuarto de sus padres y después subí con tiento los escalones
rumbo al cuarto de mi amada.
Caminé un pequeño trecho. Escuché voces y la puerta entreabierta me dejó verle de
espaldas, con su camisón rosa y su mano tirante sujetando el cable de teléfono.
—Eso me hizo, Corey. ¿Tú puedes creer que él me haga eso cuando lo amo tanto?
Y no pude reprimir el recuerdo de aquello que te dije:
“Me encantas así”.
Recuerdo que tú te extrañaste de mi actitud, pues tras tres modelos de traje de
baño, yo había escogido aquél en el que sólo perfume te vestía.
—Es imposible cuando amas a alguien. ¡Cielos, no tienes idea de cuánto lo amo!
Llegó el momento en que sus palabras se escurrieron a través del auricular sin que
pudiera entender más. Me senté en la alfombra del pasillito. Mis ojos insertados en la
pared divagaban en su grato recuerdo...
“Tú en todos lados pretendes desnudarme. Te apuesto a que me meterías en el
cuarto donde el caddy guarda los palos de golf, y ahí me tomarías”.
Me deslicé hacia adentro para observar tu plácido sueño. En esos cobertores rosas
estarás a salvo. Estarás lejos de tu insoportable tía Glad.
A altas horas de la noche me acerqué a tu almohada como en el acto de robarte un
beso. Pronunciaste mi nombre en sueños. Me di tiempo para observar mis diez fotos
sobre la mesita de estudios. Entonces supe a quién amaba.
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