EDITORIAL últimas fechas, ante los elevados índices delictivos que registran el Estado de México y el país, se ha reavivado la añeja controversia sobre la pena de muerte y la prisión perpetua. Al mismo tiempo, se han manifestado gran cantidad de voces que propugnan la implantación de tales puniciones con la idea de paliar los actos ilícitos, particularmente los más graves. La polémica en torno de la aplicación de penas severas para los delitos más graves no es un asunto novedoso; a lo largo de la historia, fundamentalmente a la par de la ejecución de las personas, se han expresado múltiples razonamientos a favor y en contra de este castigo que ha pretendido ser ejemplar. Por desgracia, la experiencia que arroja la centenaria aplicación de sanciones extremas permite apreciar que campea en ella la injusticia; así, por ejemplo, en el siglo XVI durante el reinado de Enrique VIII, fueron ejecutadas 72,000 personas por ser vagabundos; más adelante, ya en 1800, se aplicaba la pena de muerte a quienes se asociaran con gitanos, causaran daños a los peces de los estanques o robaran nabos, sólo por mencionar algunos de los más de doscientos delitos castigados en ese entonces en Inglaterra con la pena capital. Emilio Zola describió de manera magistral, en su novela París, el ominoso significado de uno de los instrumentos de ejecución: ...la guillotina se hallaba allí en su sitio, en aquel barrio de miseria y de trabajo; elevábase allí como una amenaza, y, a decir verdad, ¿no conducían a ella la ignorancia, la pobreza y el sufrimiento? ¿Y no tenía por objeto, cada vez que la plantaban en medio de aquellas calles obreras, mantener en respeto a los muertos de hambre, a los exasperados por la eterna injusticia, siempre dispuestos a rebelarse? No se la veía en los barrios ricos, porque no debía atemorizarlos, y allí hubiera parecido inútil y vergonzosa en su horrible aspecto. Pero las antiguas diferencias para la imposición de las penas severas se sigue presentando hasta nuestros días, basta con echar un vistazo al porcentaje de condenados a muerte que en EUA proceden de minorías. En efecto, cuestiones como la raza y la situación económica resultan definitivas a la hora de determinar quiénes, entre los culpables, merecen morir. En el caso de nuestro país existe la imposibilidad jurídica de reimplantar la pena de muerte, en razón de lo establecido por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, instrumentos de carácter convencional que forman parte de nuestro derecho interno. Además, son diversos los aspectos que evidencian la ausencia de justificación para reimplantar la pena capital en México, uno de ellos, abordado con poca frecuencia y que bien vale la pena valorar, es el relativo a lo elevado del costo de las ejecuciones. Asimismo, el presunto efecto disuasivo que se atribuye a esta penalidad, como afirman algunos autores, no pasa de ser un instrumento que permite ganar popularidad política, sin haber demostrado objetivamente, en los países que la aplican, lograr la eliminación o siquiera la disminución tangible de ilícito alguno. El derecho a la vida, en tanto sustento de otros tipos de derechos, debe ser protegido por el Estado, su fundamental preeminencia no merece sujetarlo al arbitrio de ninguna persona o personas, menos aún de arrogarse la injusta atribución de ultimar individuos. Tal como muchas voces han expresado ya, la búsqueda de soluciones debe centrarse en la prevención, las respuestas que siguen a la comisión del delito, en tratándose de delitos graves deben ser severas sí, pero sin que esto 7 8 CODHEM implique vulnerar uno de los derechos fundamentales de toda persona. Resulta pertinente considerar que mientras existan en todo el orbe sistemas judiciales deficientes que cometan gran cantidad de errores, resultará verdaderamente injusto imponer la pena capital. Por otra parte, debe tenerse presente en todo momento que el terrible daño que se causa a los familiares ENERO / FEBRERO 2003 de las víctimas de los homicidios, por ejemplo, debe ser mitigado, resuelto, con mucho más que la mera venganza, en lugar de ello se requiere de un modelo que asista a las víctimas de los ilícitos de manera integral: asistiéndola con urgencia en los aspectos psicológico, médico y legal, entre otros, garantizando la reparación del daño. Es difícil que la discusión en temas tan complicados por sus implicaciones, como lo es el de la aplicación de la pena capital, sean superados o que se establezca algún criterio definitivo que haga innecesaria toda controversia, no obstante, debe reiterarse que la aplicación de tal penalidad, a estas alturas de la historia, se presenta como una práctica arcaica que no tiene razón de ser, puesto que entraña una rotunda violación a los derechos fundamentales de todo ser humano.