LA IMAGEN DEL ADOLESCENTE HOY

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Tony Anatrella
Adolescencias interminables
ADOLESCENCIAS INTERMINABLES1
INTRODUCCIÓN
La adolescencia, un hecho social
Desde algunos años, todas las edades de la vida se están alargando. La
adolescencia, así como la tercera edad –tomándolos como los dos extremos–, se
han convertido en los períodos más importantes, por su duración, que la misma vida
activa. El ciclo de la adolescencia se ha trasformado de forma considerable en el
lapso de pocos años. Hasta el siglo XVIII, el paso entre la infancia y la edad adulta
acontecía más pronto y la adolescencia se superaba rápidamente, confundida con
los cambios físicos de la pubertad. La adolescencia, que conocemos hoy como
hecho social, es un fenómeno relativamente reciente, aun si antaño los estudiantes
jóvenes representaban un grupo relativamente identificable gracias a sus conductas.
El desarrollo de la institución escolar y la economía de mercado –que obliga a
desplazarse continuamente y a poner a prueba los talentos personales–, han
favorecido la ampliación del tiempo dedicado a la educación y formación del niño
primero, y luego del adolescente. Los niños están en la posibilidad de cursar
estudios y acceder a trabajos muy diferentes a los de sus padres, impulsados por el
deseo de una promoción social que se da gracias a la formación escolar. De esa
forma el interés de los padres se centra en la educación de sus hijos. El mismo niño
se convierte en un capital a invertir para que “rinda” lo mejor posible, con tal que
haga mejor y más que sus padres. El tiempo entre la infancia y la edad adulta se ha
vuelto un tiempo de formación y preparación. Esta nueva edad de la vida no es tanto
el resultado de la crisis que viven muchas de las sociedades contemporáneas, sino
la consecuencia histórica de los cambios en las condiciones de vida que se dieron a
partir del siglo XVIII.
La adolescencia, un hecho psíquico
Los adolescentes se han convertido, pues, en una realidad social autónoma por el
lugar que ocupan en la sociedad. Esta transformación es acompañada de un
desarrollo individual cada vez más complejo y ha contribuido a la formación de una
vida psíquica más afinada. La razón de este estudio es poner de manifiesto las
estructuras psíquicas que forman la personalidad del adolescente.
La adolescencia corresponde a un período, a una edad, y es muy difícil de delimitar
cronológicamente. Sin embargo, la adolescencia es sobre todo un proceso psíquico,
un conjunto de sistemas, que se abren a la construcción de la personalidad,
favorecen su maduración en la solución de los conflictos de base y lanzan hacia una
Estás páginas son una traducción y adaptación de partes del libro de Anatrella T., Interminables
adolescences. Les 12-30 ans, puberté, adolescence, postadolescence. «Une societé
adolescentrique», Ed. du Cerf, París 1988, pp. 13-20 ; 172-193.
Se han añadido algunas notas explicativas (que no se encuentran en el texto original) para facilitar la
comprensión de algunos conceptos.
Se recurrió, en ocasiones, a unos neologismos aceptados en el lenguaje psicológico. Allí donde no se
encontró un término adecuado, se prefirió dejar el original en cursiva
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nueva etapa de las actividades psíquicas que serán muy distintas a las de la
infancia. El adolescente deberá integrar datos inéditos con los que no contaba
anteriormente.
La adolescencia es todavía confundida con la pubertad. Esta confusión viene de
tiempos atrás: la transformación corporal se identificaba sin más con la
adolescencia. A partir del cambio que se ha dado en las edades de la vida, el
proceso de la pubertad, aunque interactuando con la adolescencia, se distingue de
ella. La adolescencia empieza cuando la pubertad se acaba. Nosotros pensamos –
sobre la base de nuestra experiencia clínica y de nuestros trabajos de investigación–
que el tiempo de transformación juvenil se da entre los 12 y los 30 años. Las
demoras en la maduración también se han alargado. No es justo sostener que los
jóvenes de hoy son más maduros. Saben, sin lugar a dudas, muchas más cosas
que los de antaño, están más despiertos ante ciertas realidades, pero esto no
comporta necesariamente una auténtica maduración. Antes bien, abordan algunos
problemas mucho más tarde que los adolescentes de ayer. Nosotros los adultos
caemos en el engaño cuando vemos la precocidad de determinadas conductas. Los
adolescentes pueden tener ciertas experiencias sexuales a la manera infantil, por
ejemplo estableciendo “parejas bebés”, sin que esto conlleve alguna maduración
afectiva. Otros pueden estar comprometidos socialmente en una vida profesional,
pero la utilizan como defensa para no trabajar psíquicamente sobre su personalidad.
Hay algunas tareas psíquicas que se desarrollan de forma decisiva durante esta
etapa. No se trata tanto de fenómenos culturales, cuanto de la puesta en obra de
estructuras de las cuales depende el destino de la personalidad. Este trabajo de
maduración se articula en relación con tres procesos.
La pubertad (12, 17-18 años), durante la cual la organización bio-fisio-psicológica
transforma la economía del individuo.
La adolescencia (17, 18-22, 24 años) procura integrar el cuerpo sexuado e
interiorizar su identidad en la capacidad de existir de manera autónoma, aunque el
individuo quede relativamente dependiente de su medio.
Por último, la postadolescencia (23, 24-30 años) trabaja para la consolidación del yo
dentro de la relación entre exigencias internas de la personalidad y exigencias que
vienen de la realidad externa.
Los conflictos de la adolescencia son el reflejo de lo que pasa dentro de su vida
psíquica. No todos los adolescentes viven esta etapa de forma dramática, sin
embargo, pasan por momentos difíciles que son superados mejor cuando el
ambiente familiar es coherente y el acompañamiento educativo permite al
adolescente estructurarse. Hay situaciones más complejas que otras y no siempre
es fácil enfrentarlas. Los padres no son sistemáticamente los culpables de los
problemas del adolescente porque éste último es parte del mismo conflicto que debe
ser afrontado dentro de él y en la reestructuración de su relación familiar.
La sociedad adolescéntrica
La identidad de los adultos de cara a los adolescentes es a menudo borrosa.
Estamos a medio camino entra el simbolismo paterno y del tío. Esta ambivalencia
produce la irrelevancia y la ineficacia porque el uno recuerda la ley, el otro la niega.
Además, las referencias culturales son cada vez más modeladas sobre las
conductas juveniles. Como consecuencia de la inversión de los procesos de
identificación, los adultos tienen más la tendencia a identificarse con los jóvenes,
que a la inversa. En muchos casos, desde un punto de vista psicológico, se puede
afirmar que los niños y los adolescentes se están convirtiendo en los padres y las
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madres de sus padres. Son cada vez más consultados por los adultos acerca de lo
que es conveniente pensar o hacer, acerca de la manera de vestir. Los mismos
adolescentes se asombran si se les toma como los confidentes y los consejeros de
sus mayores, cuando en realidad quisieran lo contrario.
La relación educativa no puede no verse afectada desde el momento en que la
identidad de cada cual con respecto al otro, queda confusa y vaga. Es como si no
existieran más que niños y adolescentes, sin la dimensión parental, pero en una
relación de monogeneración: todos somos hermanos, compañeros o amigotes. Esta
negación de la diferencia generacional –que encuentra su origen en la negación de
la paternidad y de la filiación– empuja a ubicarse ante la vida como niños, o como
adolescentes grandes. Se está instaurando cada vez más una sociedad
adolescéntrica.
Los adultos se han convertido en los conservadores de la adolescencia ya que
plantean los problemas según los mismos términos que los adolescentes. Se niega
la madurez en beneficio del mito ilusorio de una juventud que no acabará jamás.
Los adolescentes de hoy son los hijos de los yéyes de los años 60. Claro, ya lo
hemos dicho, han cambiado no sólo porque se ha modificado el ambiente, sino
también porque el contenido de la relación con el niño ya no es el mismo. La
relación se ha vuelto cada vez más narcisista. Es vivida según las peculiaridades
individuales. En estos últimos años hemos asistido, sin embargo, al empeoramiento
de algunas dificultades. Éstas se manifiestan en la incapacidad para identificarse
con las personas del propio medio, en beneficio de las representaciones mediáticas.
Los personajes de la tele, los cantantes, los artistas, etc., tienen mayor importancia
que las personas reales con quienes el niño vive. Este desplazamiento hacia los
modelos mediáticos no favorece el proceso dinámico de la identificación porque
esos objetos tienen más bien la función mágica de ídolos. La única relación posible
con un ídolo es la sumisión dado que jamás podrá uno convertirse en uno de ellos,
mientras que la identificación con alguien del propio medio podría, por el contrario,
llevar a la autonomía del yo.
Tendremos que cuestionarnos acerca de esta fractura cultural en el proceso de
identificación que acaba, de hecho, en una contraidentificación. No se trata del
clásico conflicto generacional, donde el joven busca afirmarse de cara a sus
mayores, sino de un desconocimiento de los modelos vivientes que lo rodean. Esto
acarrea como resultado el surgir de personalidades frágiles, poco estructuradas,
bajo el pretexto de tener experiencias precoces. La relación mágica con los modelos
no permite al proceso de identificación realizar su tarea. La libido narcisista no se
transforma en libido dirigida al objeto2 y esto provoca el desarrollo de personalidades
narcisistas defensivas (con una agresividad y violencia difusas).
En efecto, si el narcisismo del niño realiza una función útil y corresponde a la
necesidad de tomarse a sí mismo como objeto de interés y creer en la omnipotencia
de los propios pensamientos –dado que no se deferencia todavía del mundo
exterior–, durante la adolescencia el narcisismo desempeña más bien un papel
defensivo, una función positiva de protección contra los peligros de la fragmentación
que puede darse en el momento de reestructurar la economía de la personalidad. El
refuerzo del narcisismo durante la adolescencia encontrará también otras razones
dentro de la sociedad que le impedirá cambiar. La devaluación del símbolo paterno
no facilita la relación edípica y provoca graves consecuencias en la vida social dado
que afecta al sujeto mismo y su entorno. Ésta es la razón por la que nos
proponemos estudiar el desarrollo psicológico de los 12 a los 30 años en su
En psicología, al hablar de “objeto”, se quiere indicar todo lo que no se identifica con el sujeto: el otro,
el mundo, la realidad externa. Las “relaciones objetales” se refieren, generalmente, a la relación con la
alteridad, con el otro. No tiene, pues, una acepción despectiva.
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interacción con el ambiente. Desde algunos años estamos llamando la atención
sobre el difundirse de una sociedad adolescéntrica, que se va conformando cada
vez más con los adolescentes, su manera de pensar y actuar. So pretexto de
espontaneidad y vitalidad juvenil –dado que se tiene que permanecer joven–, se da
rienda libre a las conductas impulsivas y a las pulsiones parciales, como acontecía
en la infancia. Esta estrategia no permite el desarrollo del estadio genital, gracias al
cual las pulsiones si canalizan hacia una finalidad y a la selección de objetos reales,
haciendo así posible la alteridad. La indiferenciación domina y la inmadurez juvenil
se prolonga más allá de su tiempo en el psiquismo del adulto, sin ser tratada
adecuadamente.
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Una edad privilegiada
En el siglo XX la adolescencia es una edad privilegiada. Contrario a otras ocasiones,
la no inserción social de los jóvenes en el trabajo y su peso demográfico explican su
gran relevancia como grupo por la edad y la valoración de que goza actualmente la
noción de juventud. Según un estudio reciente de la INSEE3 hasta 1930 Francia
cuenta con una elevada proporción de jóvenes: de 16 a 18%. Luego se dio la baja y
una disminución de tendencia después de la guerra: de 6.1 millones en 1962 los de
15-24 años pasan a ser cerca de 8.6 millones en 1982, es decir, 15.9% de la
población total. La representación que una sociedad se hace de un tipo de edad y
de su papel, nota el autor del reporte, está, en efecto, parcialmente ligado a su peso
numérico. Al no cesar de acrecentarse la esperanza de vida, las proyecciones
demográficas anuncian todas una disminución de la proporción de los jóvenes, sean
cuales fueren las hipótesis del control de la fecundidad. Si, por ejemplo, la
fecundidad actual se mantiene, los de 15-24 años sólo representarán 11.6 % de la
población total en el 2025, porcentaje que nunca estuvo tan bajo. La población que
envejece, que será más importante que la población activa, representará, tal vez,
“un modelo rejuvenecido” de la tercera edad.
La adolescencia es la edad favorita y una edad de referencia para todas las edades
de la vida. Hay quienes se interesan y se preguntan acerca de lo que piensan los
jóvenes con la esperanza de encontrar una novedad inédita, cuando lo único que
hacen es reflejar el universo al que pertenecen. En ocasión de la entrada escolar, un
diario televisivo presentó un reportaje sobre los maestros. Los periodistas
entrevistaron a los hijos de los maestros para pedirles hablar sobre el oficio de sus
padres, del interés y de las dificultades relacionados con esta profesión. El resultado
obtenido de esta entrevista con los adolescentes de quince a dieciocho años no
aportó nada nuevo, a no ser el habernos privado del testimonio de los maestros. Los
jóvenes que se expresaban, repetían las reacciones de sus padres y dejaban
trasparentar algunas de las actitudes psicológicas inherentes a su edad.
La relación tiempo-adolescencia, por ejemplo, no es la misma que la vivida por los
adultos. Se sentirían mal si se vieran sometidos a actividades repetitivas: exigen
movimiento. Sería peligroso querer apoyarse en sus observaciones para concluir
que el oficio de maestro es fuente de estancamiento.
Ferrandon M., “De l’adolescence à la vie adulte, les 15-24 ans”, Écoflash (INSEE), n. 20, agosto de
1987.
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Constantemente se solicita la opinión de los adolescentes en la vida ordinaria y en
los medios de comunicación. La inflación de los sondeos que los miden desde todos
los ángulos induce a muchos errores de apreciación; se transforma en opinión,
cuando no en tendencia cultural, movimientos de la vida psíquica que se refieren a
un momento particular de los reajustes de la misma vida psíquica. Estos
movimientos psíquicos de la juventud, valorados y codificados socialmente, alientan
una fijación neurótica en este período. Los pensamientos juveniles son utilizados
como instrumento de medición para los adultos con el fin de elegir y conducirse en
la vida. Todos los dominios son tocados por esta neurosis juvenil. Los hombres
políticos se someten igualmente a las representaciones actuales de la adolescencia
y, desde hace algunos años, condicionados por ello, atiborran de modo curioso su
lenguaje de palabras a la moda, efímeras, o se rodean de jóvenes que son
necesariamente promesa de éxito inmediato en los negocios o dejan entender que
son sus hijos quienes se hallan en el origen de tal o cual decisión o de su modo de
vestir.
Los modelos de identificación son, pues, relativos a este período. Se desea acceder
a ello y permanecer ahí por mucho tiempo. Los niños, aún antes de las
transformaciones de la pubertad, adoptan esquemas de pensamiento y de
comportamiento al estilo de sus mayores. Para muchos postadolescentes, clausurar
la adolescencia sigue siendo difícil cuando deciden elegir una forma de vida que
excluye, necesariamente, a otras. Durante la adolescencia, piensan que todo es
posible y, cuando llega la postadolescencia, la experiencia de la realidad obliga a
reconocer que no todo es realizable.
La adolescencia es una etapa que corre el riesgo de transformarse en estado de
vida en el cual uno se instala. La palabra clave de moda es “permanecer joven”. Los
eslogans invitan a conservar su forma física, a ser abierto, espontáneo, libre de toda
represión y exitoso en el plan afectivo y sexual. Envejecer se convierte casi en una
enfermedad. Los adultos se comportan como los jóvenes a fin de conservarse como
ellos. El proceso de identificación se da a la inversa: ya no son los jóvenes quienes
se identifican con los adultos, sino el contrario. Permanecer joven es dejar la puerta
abierta a todas las elecciones y a todas las vías posibles, incluso si, a decir verdad,
eso no es posible; y cuando eso se logra, es más bien desestructurante, porque se
pasa de la euforia juvenil del cincuentón a la depresión camuflada. Al buscar
conformarse con las modas de vestir, de pensamiento, de conducta afectiva y
sexual juveniles, los adultos se ubican como adolescentes ante la existencia.
Numerosos adolescentes lo perciben cuando ellos, por el contrario, desearían
encontrar mujeres y hombres que se distingan por su identidad respectiva; y quienes
están más definidos, no pueden aceptar a estos adultos-adolescentes enfermos de
ansias de juventud. La confusión llega al colmo cuando trasgrede la diferencia que
hay entre las generaciones de adultos y adolescentes. La relación se pervierte en el
momento en que el maestro inmaduro imita a sus alumnos; o cuando el adulto,
convertido en amigo(a) es un cómplice de tipo incestuoso, sin tener ya un valor de
iniciación y sin ofrecer un porvenir.
Finalmente, hay un riesgo de erotización de la relación sobre todo cuando lo que
vive el adolescente viene a ser el eco de lo que vive el adulto. La seducción, fruto de
esta erotización, impone un juego de roles que falsea enormemente el acto
educativo. La empatía debe siempre imponerse sobre la erotización. Es preciso
elegir entre seducir y educar.
Siegfried, modelo cultural de la adolescencia
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El tipo de adolescente contemporáneo es el Siegfried de Wagner (1876) en el cual
se encuentra la mayor parte de los temas del mundo moderno: la fuerza física, el
naturalismo, la espontaneidad, el hedonismo, la dicha, el desprecio de las leyes, la
ambivalencia de la razón y de los sentimientos, la idea del poder absoluto de sí, el
deseo de independencia de las contingencias, la búsqueda de sus lazos de filiación
y la búsqueda de sí, la androginia. A partir de este modelo, se puede comprender el
papel jugado en relación con los adolescentes –después de los años 50–, por cierto
número de artistas tales como: James Dean, Elvis Presley, los Beatles, luego, por
grupos como los Who, Génesis, los Pink Floyd, un personaje satélite como David
Bowie y, actualmente, Madonna, Michael Jackson, Sting, George Michael y Johnny
Glegg, entre otros que, por ahora, uno a uno expresan aspectos psíquicos y sociales
de la adolescencia.
Siegfried, sin padre ni madre, está preocupado de sus orígenes, sobre todo de los
de su padre. Espera que Brunilda (la mujer más hermosa del mundo a la que quiere
descubrir en tanto que ella duerme en un castillo prohibido y protegida por un
brasero ardiente) le hará saber algo al respecto. Se comporta como ignorante y
difícilmente capta el sentido de las cosas, se deja llevar de sus emociones y sus
ambivalencias. No sabe exactamente lo que quiere decir hablar. Con ironía, desafía
la ley y se mantiene más acá del complejo de Edipo.
Cuando encuentra a Brunilda, la relación que se establece entre ellos es de un tipo
peculiar. Parecen reconocerse en vez de descubrirse. “No es sino por ti que yo
debía ser despertada”, le dice ella, como si uno y otro no formaran más que un solo
personaje recobrando la parte perdida de sí mismo. Éxtasis amoroso en que se
mezclan a su vez lo simbólico de la androginia, del padre y de la madre.
La ausencia del padre domina en la obra de Wagner; esta ausencia hace actuar a
los héroes de sus óperas. No conocía nada acerca de su padre, y su madre se
cuidó mucho para no ofrecerle ningún dato al respecto. Por el contrario, su amor
filial en relación con su madre era intenso. Estaba como encantado y, al mismo
tiempo, se percibía como el tercero excluido de la relación entre los padres.
¿Era Wagner como Siegfried, cuya emancipación viril no dejaba de abortar? Toda
tentativa de compromiso en un amor liberador, fracasa. La liberación en la
trasgresión es imposible. Sus representaciones y su afectividad son pregenitales.
Cuando Siegfried se halla acostado bajo el tilo, sueña y se pregunta qué apariencia
tenía su madre. Todo se aclara cuando retira la coraza de la Walkiria y exclama
aterrorizado: “No es un hombre... ¿a quién llamaré en mi auxilio? ¿Quién vendrá a
ayudarme? ¡Madre! ¡Madre! ¡Piensa en mi!”.
Siegfried expresa aquí el fantasma infantil de un sexo único y al mismo tiempo,
frente a la realidad, descubre con estupor la diferencia de sexos, lo que lo revela a
sí mismo y despierta en él sentimientos y emociones hasta entonces desconocidas;
de hecho, aquí la imagen de la madre y la de la familia se confunden. Descubre el
miedo en el amor y llama en auxilio a su madre.
En Parsifal, el beso maternal y el beso de amor se reúnen de modo inusitado.
Kundry habla a Parsifal del amor desgarrado de una madre por su hijo: “Cuando
gritabas y ella te mecía en la cuna, ¿tenias miedo cuando te besaba?”. Siegfried se
halla bajo el peso de su complejo de Edipo al que no logra acceder. La ausencia del
padre lo deja solo en su relación maternal que no puede trasformarse en relación
con la mujer.
El interés creciente por las óperas de Wagner tiene, sin duda, una relación con las
inquietudes contemporáneas a propósito de la identidad de filiación y de identidad
sexual.
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El mito de Siegfried, en su búsqueda de identidad, en su deseo de descubrir sus
orígenes, en su necesidad de conocer el miedo y el temor (la madre), representa
uno de los aspectos del modelo actual de la adolescencia a través de una tendencia
muy particular: la de la espontaneidad.
En la espontaneidad, el sujeto sería creativo, libre y verdadero en la medida en que
ninguna represión limitara su expresión. Lo instantáneo, lo inmediato, lo parcial,
sería más verdadero que la cosa preparada, elaborada, pensada. Esta bulimia de la
espontaneidad da una obesidad a la vida emocional en detrimento de una toma de
conciencia de las realidades reprimidas y de un pensamiento que no logra acceder
al estadio formal: ser capaz de pensar sin ver ni tocar el objeto. De hecho, se trata
de una libertad bajo caución que oculta una prisión de carácter psicótico. El joven
Siegfried responde a esta imagen; se deja conmover, no reflexiona, no comprende.
Plantea la cuestión, pero no está dispuesto a escuchar las respuestas ni las
llamadas de atención y mucho menos a percibir los límites de su existencia.
El Siegfried puramente humano, despojado de todas las contingencias, pertenece a
la categoría de los “inocentes superiores”, aquellos cuya sabiduría original proviene
de una ignorancia fundamental.
Seguir los impulsos de mi corazón, ésa es mi ley suprema, lo que cumplo al obedecer mi
instinto, eso es lo que debo hacer.
Siegfried es un ser sin memoria dado que no tiene previsión. Olvida, y el porvenir no
es más que el instante presente
Su lenguaje es el de las sensaciones y no el de la razón. Su modo de situarse frente
a los “saberes” es ambivalente. El saber de Mime (su padre nutricio) parece
insuficiente; por el contrario su “no-saber” es un poder y finalmente su deseo de
saber se disuelve en el sentir.
“Cómo puedo sentir lo que jamás he experimentado”. Siegfried es víctima de su
propio sistema. Quiere pasar sobre el dominio de las cosas sin aprendizaje, y
experimentar el miedo sin haber probado el temor al peligro. Sabe todo porque no
ha aprendido nada.
El joven Siegfried vive en muchos sentidos un modo de pensamiento delirante en
una reconstrucción puramente subjetiva del mundo. Su conflicto edípico no resuelto
lo debilita para descubrir lo real, no le permite diferenciarse y lo mantiene en la
megalomanía narcisista. La relación de rechazo en la que se halla comprometido,
anuncia El Crepúsculo de los dioses.
La representación social del adolescente no está, sin duda, lejos del mito de
Siegfried. El adolescente, como el personaje de Wagner, se interroga sobre sus
lazos de parentesco y, ante la disociación de éstos últimos, no descubre nunca en
qué filiación se inscribe. La confusión de las imágenes masculinas y femeninas
inhibe la adquisición de su identidad que permanece en un estado pregenital de la
androginia y genera una ideología de la negación de la diferencia de los sexos y, por
extensión, el rechazo de toda diferencia en beneficio de una pseudoigualdad. La
ausencia del padre, no solamente en el plano físico, sino también en el plano
simbólico, deja al muchacho ante la simbólica maternal que trata de integrar la
simbólica del padre. El padre desaparece y, cuando está presente, se manifiesta a
través de una simbólica maternal y se convierte en un “papá gallina” como en el
filme que movió a toda Francia: “Tres hombres y un bebé”. Más allá de la intriga, el
padre aparece como quien ejerce su relación no en el orden de su simbólica, sino
en la de la madre; pero, frente a la madre, se reencuentra niño como el niño. El
matriarcado educativo es más activo en nuestras sociedades que lo que
ordinariamente se piensa; sirve de referencia, y al mismo tiempo, se vuelve
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culpabilizador si la relación no se alinea sobre esta dominante, como lo mostró
perfectamente G. Devereux4.
La fijación5 en la madre, impide el acceso al complejo de Edipo y la diferencia de
sexos. En ese clima “el amor” que se desprende dependerá de la estructura de la
sexualidad infantil. Si bien es cierto que el amor se vivirá no como una acción, una
vida común que se construye, sino como la expansión total de dos seres; así
asociados nada puede ya sobrevenir, como si estuvieran al abrigo de todo. Amor
imposible y amor de muerte de Tristán e Isolda. El número siempre creciente de
separaciones y de divorcios es, quizá, la expresión de esta tentativa que no puede
no terminar en un fracaso. Los héroes míticos encuentran en este amor una muerte
simbólica en la separación o el divorcio. Se trata de una falla del trabajo del aparato
psíquico que ya no puede elaborar en lo imaginario lo imposible, dado que los
hombres y las mujeres confunden a menudo fantasmas y realidades al pretender
vivir, en el darse de las relaciones, un amor megalómano que debe morir a su ilusión
pregenital para llegar a ser un amor auténtico. Debido a eso, en las sociedades
modernas, los divorcios crecientes no se explican únicamente en razón de la
inmadurez de las relaciones, ni de la predominancia sexual sobre la relación
afectiva, ni de la pérdida de sentido de los valores conyugales, sino por la necesidad
irresistible de vivir una relación de pareja a través de un modelo pre-edípico que no
logra enfrentar la prueba de lo real.
Siegfried es el mito de la igualdad en la negación de lo real. Mito actual en que se
confunde la igualdad de los seres en dignidad (problema filosófico) totalmente
ilusorio pues la sexualidad está marcada por el sello de la diferencia. Rehusarlo
equivale a negar lo real. Numerosos estereotipos y lugares comunes entorpecen la
reflexión a propósito de esta famosa igualdad de sexos, debate en el cual ya no se
sabe muy bien de qué se habla. Tomando, pues, como principio de vida la igualdad
de sexos, el muchacho como la hija entablan una lucha, en ocasiones encarnizada,
a fin de abolir todas las diferencias. No se trata de negar en el seno de una
sociedad el hecho de que una mujer y un hombre tengan los mismos derechos y
deberes. En este dominio existen puntos adquiridos que manifiestan un progreso
notable a todas luces. Pero, en relación con lo que nos interesa, queremos
simplemente hacer notar el contenido psicológico de ciertas conductas y actitudes.
Últimamente, cierta lucha de las mujeres y las actitudes de los hombres respecto a
los niños (algunos estarían dispuestos a reivindicar socialmente un deseo pregenital
de maternidad) nos conducen a reflexionar de otro modo que por la fascinación.
Para quienes sostienen el “igualitarismo”, es preciso (inconscientemente) abolir a
toda costa las diferencias, no aboliendo las características sexuales y psicológicas
(si bien esto no está ausente de las reivindicaciones) del sexo opuesto, sino
haciendo propias los componentes del otro. En último término, no siendo
autosuficientes por sí solos, quieren poseer los dos sexos a la vez, como lo viven
ciertas mujeres al querer un hijo sin padre y logran de ese modo el deseo de
numerosas adolescentes que viven embarazos precoces. La relación con el otro
sólo tiene interés en la medida en que se llega a afirmarse a sí mismo haciendo
propias las características del otro. Y, en este caso, es inútil vivir juntos, “vivamos
como célibes y encontrémonos de vez en cuando”. De ese modo, por ahora, nos
encaminamos hacia una sociedad de solitarios bisexuales psíquicos.
La gran depresión de los anos 70, de la que se ocultan las diferencias a través de la
autoría de la pseudoevolución, ha amplificado los mecanismos del narcisismo
primario que el ambiente cultural comenzó a valorizar en los años 60. Nos
4
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Devereux G., Baubo, la vulve mytique, París, J.C. Godefroy, 1983.
Fijación, entendida según lo explicado en la nota 7.
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encontramos en un período en que la adolescencia es narcisada. Hemos dicho ya
hasta qué punto el narcisismo es una etapa relacional en la que necesariamente el
niño invierte toda su energía en sí mismo, a fin de hacerse dueño de su
personalidad. No conoce la diferencia. No se puede distinguir del otro. Todo cuanto
encuentra es él y forma parte de él. Esta etapa genética forma parte del desarrollo
psicológico y contribuye a dar confianza y seguridad a la personalidad que se unifica
gracias a la ubicación del yo. Sin embargo, el ambiente socio-cultural y la relación
educativa han favorecido ampliamente la permanencia del narcisismo en perjuicio
de la relación objetal. Examinemos cómo se han realizado esos desplazamientos.
El contenido psicológico de la relación educativa
Al final de los años 80 los adolescentes no son los mismos que los adolescentes de
los años 50 o de los años 60. Pero no nos equivoquemos de perspectiva: si los
comportamientos se han modificado, las estructuras psíquicas permanecen las
mismas. Éstas últimas comenzaron a desarrollarse con la generación de los yeyés.
El narcisismo se magnificó y se valorizó en detrimento de las otras estructuras
psíquicas. Lo que permanecía latente en los primeros llegó a manifestarse en los
adolescentes de hoy al grado de hacer de ellos un fenómeno social. Pues estos
estados de conciencia juveniles indujeron conductas relativamente autónomas y
conformistas.
El ambiente tecnológico y el contexto cultural han cambiado. Hemos dicho que la
adolescencia es un hecho de la cultura relativamente reciente, pero que se ha
convertido igualmente en una cuestión de estructura psíquica, acompañándose de
un desarrollo y de una afinación psicológica relativamente inéditos. Esta estructura
psíquica tiene repercusiones en la vida social dado que arrastra producciones que
son el reflejo de los ajustes y del trabajo psíquico vividos por los adolescentes en su
conjunto.
Si los jóvenes no son ya los mismos, son diferentes que sus mayores, lo son, por
una parte, en razón de los cambios de ambiente. Pero quisiéramos hacer observar
que no son tanto los jóvenes que han cambiado sino el contenido psicológico de la
relación educativa que ha sido modificada por los cambios introducidos por los
adultos. Los padres y los educadores se han distanciado, por ciertos aspectos, de
las referencias educativas que vivieron durante su infancia. ¿Qué han pretendido
hacer a través de esta actitud? ¿Arreglar el problema de sus imágenes como padres
–y en este caso lo arreglan a costa de sus hijos–, (como decía recientemente una
joven pareja: “¡Nunca vimos desnudos a nuestros padres, nuestros hijos nos verán”.
¿Quién quiere ver al otro desnudo?) y se equivocan de blanco? O bien ¿situarse en
el mismo nivel que sus hijos y abdicar de una cierta relación educativa? Es cierto
que otros han pretendido poner en práctica en su comportamiento los conocimientos
psicológicos difundidos por los grandes medios de comunicación. Esta reflexión
ayudó mucho a este respecto y se han obtenido resultados positivos. Sin embargo,
una mayoría relativa de personas al pretender evitar ciertos errores, han provocado
otros; pero sobre todo, han presentado otras imágenes de identificación con los
jóvenes y han utilizado referencias sociales diferentes. Han hecho valer unos
mecanismos psíquicos más que otros.
Utilización de la sublimación.
La relación educativa y el comportamiento social en otro tiempo se apoyaban sobre
todo en el mecanismo psicológico de la represión y de la sublimación. La educación
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de la voluntad, de la razón, del esfuerzo, el trabajo dedicado, el sentido de la
eficacia y del éxito utilizaban mecanismos del estadio anal. En el estadio anal, la
sublimación favorece la formación de los caracteres concienzudos, sobrios,
regulares, trabajadores, serios y científicos en quienes han encontrado el placer en
conformarse a las nuevas exigencias que se les proponen. En quienes la
sublimación es más conflictiva, se encontrarán los obstinados, los enfurruñados, los
tercos, aquellos que gustan de los alborotos por su desorden, su indisciplina, o bien
aquellos que por su orden meticuloso y próximo a la obsesión, se vuelven
insoportables para su entorno.
Las personalidades que permanecen en parte atoradas en este estadio buscan
relaciones de poder, de sumisión, de obediencia y, en ocasiones, están marcados
por una cierta pasividad6. La relación amorosa no se busca con la preocupación de
la complementación creadora de los dos integrantes, sino como refuerzo del
sentimiento de poder a dos.
La personalidad bien sublimada está orientada hacia la realidad exterior para actuar,
trabajar y construir con eficacia. La sublimación funciona para transformar las
pulsiones parciales del interior del yo (como la pulsión anal) y las pone bajo el
dominio de lo genital7 que es más una estructura psíquica que una actividad. La
puesta en marcha de esta estructura no es la consecuencia de un actuar, sino de
una transformación de la economía de las pulsiones pre-genitales. Algunos jóvenes
pueden tener “actividades sexuales” sin haber llegado al estadio genital.
Hace algunos años el ambiente cultural valorizaba más la sublimación favoreciendo
la referencia a una conducta con significación antropológica reconocida por todos.
Lo que se imponía en la organización de la conducta “ideal” de los individuos, era
apelar a una significación que permitiera a la estructura psíquica trabajar de lleno.
La relación con la ley y con la realidad iba primero y como ningún sistema es
perfecto, su corolario extremo engendraba patologías de tipo obsesivo precedidas
de todas las gamas de inhibición.
Sin embargo, las estructuras psíquicas del superyo y del ideal del yo eran
estimuladas y daban una cierta consistencia y vigor a la personalidad. Pero la
relación se ha modificado al favorecer más la economía del narcisismo que el
desarrollo del ideal del yo.
La utilización del narcisismo
Después de varios años, las actitudes educativas utilizan y mantienen con niños y
adolescentes más los mecanismos del narcisismo que los de la sublimación. La
persona del niño, o del adolescente, se ponen en el centro de la relación a la inversa
Dolto F., Psychanalyse et pédiatrie, París, Seuil.
Nota nuestra: Freud sostenía que las etapas de desarrollo de la personalidad eran causadas, o al
menos asociadas, con la prominencia en diferentes épocas de diversas regiones del cuerpo: la boca,
el ano, los genitales. Con bases en estas zonas del cuerpo que se vuelven focos de placer sexual,
delineó cuatro etapas de desarrollo psicosexual: oral, anal, fálica y genital. Entre la etapa fálica y la
genital hay un período de latencia que no es propiamente una etapa de desarrollo. En el primer año y
medio de vida se da la etapa oral; de los 18 meses hasta aproximadamente los tres años y medio, es
la etapa anal; de los tres a los cinco o seis años es la etapa fálica; de los seis a los 12 es el período de
latencia. Por último, en la pubertad el niño alcanza la etapa genital, que continúa hasta la edad adulta.
La madurez de la personalidad que se consigue con la genitalidad completa, es decir, cuando se da la
relación con el otro aceptado y amado en su totalidad. En las demás etapas siempre hay una relación
“parcial”, ya que es sólo una parte de la persona, y de uno mismo, que es tomada en cuenta. El paso
de una etapa a otra no es automático, hay personas que pueden volver a fases más primitivas a
través de la regresión, o también que se bloquean en una etapa, sin poder acceder a niveles más
maduros (fijación).
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de lo que sucedía anteriormente donde el saber, las reglas, la realidad exterior,
tenían primacía sobre el sujeto.
Las coacciones educativas se consideran hoy menos exigentes y se pretende dar
curso a la libre expresión, a la participación activa, a la responsabilidad del sujeto.
Esta actitud desea dar valor y promover la posibilidad y los deseos de cada cual.
Tiene en cuenta la aportación del psicoanálisis en la pedagogía, pero, una vez más,
al pretender evitar los errores del sistema precedente, crea otros tantos o más
nefastos.
Los comportamientos se pretenden espontáneos, más “relajados”, más libres, más
abiertos. Las referencias son inherentes al sujeto mismo, cada cual tiene las suyas,
tanto mejor si ellas coinciden con las de los demás, tanto peor si se oponen. La
primacía se da a los “deseos”, a las “ganas”: “¡Hago lo que quiero, hago lo que me
place!”. Poco importa saber si eso es necesario o útil. El sentido a partir del cual se
organiza una conducta que ha logrado la madurez se deja de lado. No se hace
referencia a una significación, sino a un impulso, a una pasión que posee al sujeto
más que él poseerse a sí mismo El acceso a la sublimación y al simbolismo se ha
hecho difícil. La vida intelectual permanece más imaginativa, visual, que conceptual.
La aproximación a la realidad se da más a partir de un modo psicosensorial que de
un modo psicoracional. Importa más sentir, percibir, ver, que comprender. La
personalidad no accede completamente a las funciones de control del lenguaje. En
ocasiones la pobreza del lenguaje hablado y escrito impide expresar ideas
operativas y deja a las personas en el nivel de las opiniones tomadas como
verdades.
El desarrollo del lenguaje de los adolescentes –en el cual se inspiran también los
adultos para hablar–, se orienta hacia la afasia: la pérdida de la palabra. La mayor
parte del tiempo, para comunicarse con los otros el sonido de las palabras se
substituye a la palabra misma. Se trata a menudo de un lenguaje quebrado,
entrecortado, construido de menos en menos, que tiene tendencia a apoyarse en
referencias más visuales que abstractas, a hacer intervenir palabras nuevas o
palabras cuyo sentido se ha deformado. No es cuestión de construir un pensamiento
con este lenguaje, sino de expresar un estado emocional incluso a costa de
modificar la estructura misma del idioma. El cantante Renaud ha encontrado un
viejo lenguaje marginal el vrelan (inversión de las sílabas) incomprensible para los
no iniciados. Su canción Laisse betón contribuyó ampliamente a expresar lo que se
hallaba latente en los jóvenes.
La forma de utilizar el lenguaje, manifiesta, a menudo, una cierta manera de pensar
y de vivir. El funcionamiento de la inteligencia está dominado por el interés del
acontecimiento, del hecho, de la expresión de los estados de ánimo cada vez más
amplificados. La necesidad de contar algo acerca de sí se sustituye al conocimiento
de los fenómenos con el fin de comprenderlos e identificarlos. Los medios de
comunicación hasta llegan a crear el acontecimiento al transformar la información en
una escenificación que va de la reconstrucción de las situaciones en imágenes
hasta las homilías más emotivas. Poco importa reportar informaciones, es preciso
emocionar. Poco importa saber y comprender, es preciso persuadir. Con tal actitud,
no se da uno cuenta de lo que pasa. Además, muchos periodistas informan sobre
campos que no conocen o a partir de datos sacados de fuentes informativas que no
dominan. El triunfo del pseudoconocimiento, de lo aproximativo, de lo superficial y
de lo sensacional, incita a conceder la última palabra a la imagen y a la apariencia
en perjuicio de una capacidad para identificar los problemas sociales.
El lenguaje juvenil codificado siempre ha existido, la novedad está en su utilización
casi generalizada y que sustituye un lenguaje elaborado y más conceptual; algo más
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acá del lenguaje está a punto de dominar. No faltan los ejemplos a través de ciertas
fórmulas que cambian según los períodos: los “ado” por adolescentes, “profe” por
maestro, “depa” por departamento, “porfa” por favor, y manifiestan la pobreza del
vocabulario para utilizar el adjetivo o el sustantivo que conviene a fin de calificar una
relación, una situación o alguien...
Los animadores de la radio y de la televisión no se quedan a la zaga en cuanto a
utilizar igualmente el lenguaje grado cero. Conviene insistir sobre los errores
culturales que manifiestan carencias graves cuando el que presenta un noticiario
televisado, introduciendo por ejemplo el acontecimiento del día siguiente, nos
anuncia que “festejaremos a la Santa Cuaresma” refiriéndose al primer domingo de
Cuaresma que, como todos saben, no es ninguna santa, sino el primero de los
cuarenta días que preceden la Pascua. La utilización impropia de los términos falsea
igualmente el sentido del discurso: “excesivamente” empleado en lugar de
“extremadamente”. Los errores se deben en ocasiones a lagunas culturales, al
desconocimiento de la historia o de las instituciones. El historiador Georges Dumézil
fue presentado como historiador del arte. Se confunde un delito con una multa, un
donativo con una donación, se habla del ministro suizo de Relaciones Exteriores,
cuando ese titulo no existe en Suiza, y del Primer ministro italiano en lugar de
Presidente del Consejo,
La música reemplaza a las corrientes de pensamiento: ha llegado a ser aquello por
medio del cual se piensa y se manifiesta lo que se es. En muchos casos, reemplaza
la palabra. Las palabras no son suficientes para expresar el narcisismo, es preciso
vociferarlo a través de gritos sin textos, un lenguaje afásico en el que los decibeles
anulan las palabras. Todo es sentido, nada es dicho, nada es dominado por la
conciencia de las cosas que da el lenguaje, sino que todo es experimentado
emocionalmente a través de una imaginación a la que le cuesta acceder al
simbolismo.
En cierto sentido, la pulsión aparece en estado bruto y de manera anárquica, según
el funcionamiento de las pulsiones parciales. Hay así conciertos de rock que ilustran
muy bien esta excitación durante el espectáculo, seguido de un agotamiento y de un
“embrutecimiento”.
Esta música juvenil no favorece ni la unidad ni la concentración del individuo, sino
que expresa una explosión, una dispersión que, tanto una como la otra, se buscan
como fuente de placer próximo al autoerotismo. Se encuentra aquí el “núcleo
psicótico” de la pubertad propia de la adolescencia, no sólo en lo que concierne a
las pulsiones instintivas, sino también en lo que se refiere al yo en su trabajo de
integración.
La explosión que el joven adolescente vive al interior de sí mismo, va a vivirlo
igualmente al exterior; por el hecho mismo, va a proyectar al exterior las debilidades
e incapacidades personales: acusaciones, manifestaciones directas de agresividad,
la sobrecompensación de la inercia y de la pasividad por actos de brutalidad. El yo
no tiene los medios para hacer su trabajo de síntesis y las pulsiones que no se
integran no se transforman y ni se enriquecen por la cultura. Eso significa que el
mecanismo de la sublimación no puede jugar su papel de maduración y de
transformación de las pulsiones parciales. Freud escribía en Los males de la
civilización que “la sublimación es indispensable en la educación individual y el
progreso cultural”. No nos encontramos en un período de creación cultural; vivimos
sobre la base de lo adquirido y aprovechando el capital.
Lo que, sin duda, es más inquietante, es observar que la significación de los actos
ya no tiene gran importancia, lo que cuenta es “ser como”. La música reemplaza la
palabra y la danza compensa la deficiencia relacional. En efecto, no se puede sino
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comprobar la pobreza relacional inherente a estas bandas de jóvenes que parecen
no encontrar la vida si no es en la escucha de sus grupos musicales favoritos.
Sin embargo, la letra de la música –cuando existe–, no es potadora de esperanza
en un futuro o simplemente de razones para vivir Los mensajes son, muy a menudo,
de violencia, de odio, de agresividad respecto al mundo. Algunos –los más
violentos–, se gozan en reivindicar esta violencia, como si, de todos modos, no
hubiese nada que perder. Por otra parte, a través de la música más lasciva,
exteriorizan una sexualidad muy erótica y desprovista de todo crecimiento relacional
y afectivo. La danza se convierte más que nunca en una exhibición y a veces incluso
la mirada de los demás no parece ya tener ninguna importancia. La danza es vivida
como un trance, como un placer solitario. El otro no es más que un medio para
lograr este fin.
La sexualidad vivida en este contexto no puede tener más que un carácter de
descarga pulsional independientemente de su éxito relacional. Si los encuentros
sexuales existen, no tienen otros objetivos que de satisfacer las necesidades
engendradas por excitaciones o tensiones que es preciso descargar.
Las referencias de los jóvenes son cada vez más pobres. La música ligada a ciertos
comportamientos y a la selección del modo de vestir, es a menudo el único tema de
conversación que logra provocar una plática.
El abandono de algunos padres de su papel de educadores para convertirse en
cómplices no favorece las maduraciones necesarias. Aumentan cada vez más los
padres que justifican y aceptan con sentimiento de impotencia, las actuaciones de
sus hijos. Otros padres llegan, incluso, hasta a asimilar los comportamientos, las
formas y los pensamientos de los adolescentes. De esta manera, ¿cómo podrían los
jóvenes sustraerse a sus tormentos juveniles si no encuentran ante ellos más que
su propia imagen reflejada por adultos inacabados?
Los padres, cuando no han logrado su propia revolución adolescente, desean a
veces encontrar una especie de victoria retardada al identificarse con sus hijos. En
todas las capas de la sociedad, se pueden observar padres que no saben lo que
deben hacer. Titubean e ignoran, al parecer, que los adolescentes –con todas su
protestas agresivas, con todas sus proclamas en favor de la independencia y de
nuevos valores que se esfuerzan por introducir en la sociedad–, se hallan, en
realidad, muy poco seguros de sí mismos y buscan, a menudo desesperadamente,
una orientación. Desgraciadamente, en muchos casos, estos adolescentes
encuentran una aprobación ahí donde precisamente quisieran encontrar
restricciones contra las cuales luchar. En el dominio de los problemas sexuales,
sobre todo, los padres –y más a menudo las madres–, aceptan la rebelión sexual de
sus hijos no como la consecuencia de su propia convicción interna, sino impulsados
por la indecisión y la incertidumbre tocante a lo que está bien o mal en el
comportamiento sexual, o sin poder distinguir entre lo que no es más que confusión
y rebelión, en la joven generación, y lo que lleva en sí los gérmenes de un progreso
real.
En su deseo de ser moderno, de “comprender” a su hijo, de participar en el progreso
social por medio de su consentimiento, la madre impulsa y orienta a menudo a su
hija hacia actividades que ella misma no se hubiera atrevido a realizar. Sus propias
expectativas narcisistas, transferidas ahora hacia su hija, no le permiten soportar la
posibilidad de ver a ésta última interesarle menos a los muchachos que a otras
personas jóvenes; ella se siente personalmente frustrada si su hija no tiene
suficientes pretendientes. Todavía más, la madre moderna se halla en extremo
preocupada por el problema de la homosexualidad y, temerosa ante la importancia
creciente de ésta, se convierte en campeón agresivo de la heterosexualidad precoz
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de su hijo. Ve de modo sospechoso a las amistades femeninas de su hija, llegando,
incluso, hasta preferir para su hija los peligros de la heterosexualidad.
La identificación de la madre con su hija, a menudo toma una forma grotesca.
Abandona ella misma sus formas más conservadoras de vivir para participar en la
uniformidad de los adolescentes. No es raro encontrar dos adolescentes –llevando
una y otra el mismo cabello largo y rubio, los mismos jeans, y todo el atractivo de
“hijas modernas– y descubrir que se trata, simplemente, de la madre y la hija, la
primera animada de sentimientos de triunfo respecto a su propia madre, la segunda
con mucha probabilidad profundamente herida y furiosa contra la suya. En esta
complacencia de parte de los padres, el adolescente ve la prueba de que el mundo
adulto carece verdaderamente de solidez y de claridad en lo relacionado con el
comportamiento sexual y de lo débiles y brumosos que son sus valores en lo que
concierne a la sexualidad. La incapacidad en que se encuentra la generación de los
adultos para ejercer autoridad es interpretada ahora por el joven rebelde como
nuevo signo de la desmoralización y de falta de valores reales en esta generación.
Desgraciadamente, las confusiones y las acciones impulsivas de la primera
adolescencia, unidas a una actitud de rebeldía hacia toda restricción, han
conducido, a menudo, a estas jóvenes hijas a dificultades trágicas, antes que su
proceso de maduración haya podido dotarlas de defensas apropiadas. Llegan a ser
madres... pero ¡ay! al igual que la menstruación no las ha convertido en mujeres, el
hecho de dar a luz a un hijo, no las convierte, por el mismo hecho, en madres.
¿Cómo clausurar una adolescencia así puesta en riesgo? Hemos mostrado que las
dificultades de inserción social de los jóvenes dependen de un trabajo intrapsíquico
cuyas tareas no logran siempre poner en su lugar las funciones esenciales de la
personalidad. Pero actualmente parece que el mundo de los adultos no se presenta
ya como un lugar en que se resuelven los conflictos de los adolescentes, en la
medida en que ofrece una contraidentificación en su imitación de los jóvenes,
invirtiendo así los papeles.
EL DOMINANTE NARCISISMO JUVENIL
La adolescencia es el período de la expresión narcisista. Esta actitud narcisista surte
un efecto positivo cuando protege al adolescente de la desvalorización de sí mismo,
a partir del momento en que debe despojarse de las imágenes paternas. Existen
razones intrínsecas a la organización del aparato psíquico que alimentan una libido
narcisista; como hay razones ligadas al ambiente, a la incertidumbre del medio, que
debilitan la transformación de la libido narcisista en libido orientada hacia el objeto.
En un mundo culturalmente explosivo, de futuro nebuloso, se vuelve difícil reconocer
la tarea de la adolescencia.
Frente a la indecisión o rechazo de ciertos adolescentes para situarse socialmente,
hay adultos que se arriesgan a afirmar que en la época de su adolescencia la
situación era peor puesto que las naciones se hallaban comprometidas en una
guerra que no han conocido las nuevas generaciones. Esta comparación y esta
búsqueda de semejanza no se sostienen. Desde luego, el miedo al enemigo y el
temor a los peligros mortales son terriblemente angustiosos; pero es también cierto
que el objeto del peligro es preciso y que pasados los momentos de sorpresa y de
sufrimiento uno se organiza para defenderse, para luchar con la esperanza de la
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libertad y de vivir de modo distinto. La guerra es una experiencia traumática y deja
huellas en la vida.
Pero las jóvenes generaciones se hallan confrontadas a otro fenómeno que tiene
doble aspecto. Por una parte, la experiencia psicológica que hacen de su
adolescencia, desde su misma duración, es diferente de aquella de sus mayores:
muchos jóvenes se plantean la cuestión sobre ellos mismos; sus padres albergaron
probablemente las mismas preguntas en la época de su adolescencia, pero sin
prestarles el mismo interés. Por otra parte, el contexto cultural y social es menos
estable en la medida en que la crisis repercute en todas las realidades humanas:
económicas, políticas, sociales, culturales, educativas, religiosas, afectivas, éticas.
Incluso si este razonamiento no es pertinente, todo permite pensar que no hay ya
nada estable, seguro y que sirva de referencia: “La idea de ayer será contradicha
por la de mañana, ¿de cuál fiarse?” El laxismo del ambiente deja pensar igualmente
que no hay reglas ni leyes. Ante todas estas incertidumbres, no es fácil para un
adolescente construirse y saber dónde y cómo se inserta socialmente, desde el
momento en que debe recibir la estima de sí del ambiente y establecer así una
continuidad entre su vida psíquica y la realidad exterior.
Cuando la incertidumbre domina en la organización psíquica, pero también en el
mundo exterior, el narcisismo adquiere una forma defensiva puesto que el individuo
no logra dirigir su energía psíquica hacia los objetos externos.
Si la adolescencia es el período privilegiado del narcisismo que se expresa en una
sensación de omnipotencia, éste es, de igual manera, mantenido por un contexto
educativo y cultural. Cuando los adolescentes son abandonados por las instancias
educativas y no encuentran su lugar en la vida social, el narcisismo se refuerza.
Muchos adultos temen la relación con los adolescentes y dan la impresión de que
no hay mucho que decir y hacer ante ellos. Un poco como si se les considerara ya
maduros y al tanto de las realidades de la vida. Es cierto que, para no haber
conocido la misma adolescencia, la mayor parte de los adultos tienen dificultades
para entender y comprender lo que apenas se ha despertado entre ellos. Sin
embargo, para un cierto número, las relaciones entre padres y adolescentes son
tolerantes y las conductas que eran imposibles hace más de una veintena de anos,
hay llegado a ser posibles hoy. Los adolescentes han cambiado, pero los padres
también. En otros casos, las situaciones no son negociadas, sino evitadas. Padres o
educadores no osan o no saben jugar ese papel, evitan los conflictos con los
adolescentes en lugar de asumirlos. Lejos de aceptar lo que ellos son como adultos,
hemos comprobado que otros, incluso, llegan hasta a conformar sus conductas con
las de los adolescentes: se identifican con su forma de vida, con su manera de
vestirse, con su tipo de pensamiento y lenguaje y con diversas expresiones
musicales. Ya no son los niños y los adolescentes los que se identifican con los
adultos, sino a la inversa. Los adultos toman como modelo, como punto de
referencia, la adolescencia. Esta contraidentifícación de los adultos con los niños y
los adolescentes es relativamente nueva. Los niños han pervertido la relación
educativa hasta el punto de haberse convertido en chantajistas de los adultos. Este
sistema no permite ya a los padres la proyección del superyo sobre sus hijos y
representan a los ojos de ellos un yo ideal decepcionante. Es sin duda lo que
explica en gran parte, la depresión tan frecuente entre ciertos adolescentes. Las
depresiones “blancas” y las depresiones de inferioridad están ligadas a las
incertidumbres del ideal de yo familiar y son enfermedades de la idealidad.
La personalidad narcisista
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La valorización del narcisismo comenzó con la generación de los yeyés y se
amplificó con las generaciones siguientes. La psicopatología se ha modificado
igualmente. Las dificultades vividas por numerosos adolescentes que hemos podido
observar se inscriben más bajo el signo del carácter psicótico que el de la neurosis.
El carácter psicótico se manifiesta por un yo fragmentado y relativamente disociado
de la realidad exterior. El carácter neurótico es el síntoma de un bloqueo ligado a la
represión de un impulso que no logra realizar su trabajo.
La personalidad narcisista favorece una organización fragmentaria dado que teme
desmoronarse. Cuando encuentra dificultades, el sufrimiento interior es mayor y las
conductas sintomáticas desaparecen para expresar directamente, en el
comportamiento, las pulsiones y los conflictos que no se elaboran y dejan al sujeto
sin defensas. Mientras que en el caso de la neurosis el síntoma protege, en cierta
forma, de la manifestación directa de la pulsión. El paso al acto llega a ser cada vez
más frecuente. Las conductas impulsivas corren el riesgo de convertirse en norma y
el yo permanece sin límites.
El narcisismo se ha desarrollado al alejar al adolescente de lo real y los procesos
cognoscitivos son dominados por ciertas formas de pensamiento delirante.
Desde el punto de vista cultural, la personalidad del adolescente se expresa hoy,
para muchos, de modo narcisista. La relación con el objeto es perturbada tanto
como la imagen y la estima de sí. Se hace muy pronunciada la referencia a sí
mismo, en la relación con los demás, el mundo exterior, las exigencias de la realidad
y de la vida social. La vida afectiva permanece superficial, en ciertos aspectos, y a
menudo con una empatía ambivalente respecto a los demás: “Me importas un bledo,
yo me amo a través de ti”, se gozaba en decir una canción reciente. Los otros son
envidiados con la esperanza de recibir beneficios narcisistas, si no, son rechazados
o desvalorizados. En casos extremos, los otros son poseídos, explotados, sin
provocar sentimientos de culpabilidad. El sistema de defensas es variado, son los
mecanismos primitivos los que se utilizan como la escisión, la negación, la
identificación proyectiva (el sujeto introduce su propia persona en totalidad o en
parte al interior del objeto para perjudicarlo, poseerlo y controlarlo) la omnipotencia y
la idealización primitiva.
La adaptación social es posible. El control pulsional, cuando interviene, se realiza a
través de una pseudosublimación facilitada por satisfacciones en el dominio de
actividades exitosas en que se puede ser admirado.
A la larga, este tipo de personalidad llega a ser tolerante respecto a la angustia,
pues acaba por habituarse a esa realidad perturbadora. La actividad narcisista
funciona en balde en la personalidad y no produce nada. El ideal del yo no asegura,
incluso, su papel de substituto del superyo puesto que este último es “alterado y
permanece en la sombra” (E. Kestemberg). El superyo edípico no pudo hacer su
trabajo, es destituido por el narcisismo primario que lo desplaza al hacerse pasar por
una norma. Instala un régimen regresivo más acá de Edipo8 cuando quería dar la
Una de las proposiciones más controvertidas de Freud es el complejo de Edipo, el cual se acompaña
de temor a la castración (Freud 1924b). Tomado del mito griego de Edipo Rey, quien sin saberlo mató
a su padre y se casó con su madre, el complejo se refiere a la atracción sexual que el niño pretende
desarrollar hacia su madre durante la etapa fálica. Al mismo tiempo, el niño ve a su padre como a un
rival en el afecto de su madre. Existen actitudes ambivalentes hacia el padre, quien por un lado es
temido porque puede remover simbólicamente el órgano ofensor, es decir, ser castrado, por otro lado
es respetado y venerado como modelo de hombría, superior al niño. Si el desarrollo es normal, el niño
renuncia a los deseos amorosos hacia su madre y se esfuerza por asumir el papel masculino imitando
a su padre. Entonces el afecto del hijo hacia la madre pierde su aspecto sexual. Al aceptar la
masculinidad del padre, el superyo del niño experimenta su desarrollo final y adopta un ideal del yo
positivo.
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apariencia de ir más allá después de haberlo transgredido. En este sistema, la
economía pregenital domina al repetir los movimientos infantiles de la libido.
El narcisismo dominante no favorece la resolución del complejo de Edipo, lo evita.
Encontramos aquí toda una gama de dificultades enfrentadas por los adolescentes
en un universo psíquico y cultural en que el narcisismo prevalece. El ideal de yo que
oculta el superyo deteriora gravemente el yo del sujeto.
En 1970, los toxicómanos místicos utilizaban una fórmula narcisista para
experimentar su placer: “Agarrar su parte de botín”. En los años 80, se recurre
siempre a una fórmula narcisista, pero ésta está cargada de angustia defensiva: “Me
voy a destruir”.
El narcisismo de los adolescentes de ayer, de San Francisco a Katmandú,
deseaban, al estilo pionero, abrir nuevos caminos a la subjetividad humana y a la
vida social. El narcisismo de hoy no tiene proyecto porque es más defensivo. Las
alturas de ayer se han convertido en los cementerios de las esperanzas
decepcionadas. Domina un sentimiento de fracaso, de no realización, de no
adaptación de sí, de no reconocimiento y por consiguiente de no funcionamiento.
Pero por sí solo, un ambiente cultural no arrastra al mismo tiempo a un
determinismo tal que impida a los sujetos hacer su propia elección. Todos estos
fenómenos son sutiles, variables y cada individuo los vive según su propia
organización psíquica.
Las metamorfosis del narcisismo
Los ideales de una sociedad sin padres que dominan actualmente la cultura acaban
por matar la realidad. El sin salidas al cual son arrastrados, neutraliza el proceso de
identificación que impide a la adolescencia llevar a cabo su trabajo. El proceso de
individualización corre el riesgo en sí mismo, de ser reemplazado por un
conformismo de grupos y de modas que mantendrá también en eso, el papel
sustitutivo de ideal del yo. Las modas han tenido la tendencia a reemplazar los usos
y costumbres de una sociedad cuyos lazos de unión con su patrimonio y su historia
están cada vez más ausentes.
El narcisismo termina en una paradoja muy singular: ser como todo el mundo (o la
imagen de un clan), reencontrarse en los demás como para conjurar la incapacidad
de llegar a ser uno mismo. Nos aparece más como una defensa que como una
afirmación de sí. Es utilizado a fin de protegerse del peligro de la fractura del yo, al
que es tan sujeta la adolescencia, y de la inseguridad proveniente del ambiente
según las imágenes paternas dominantes. Son las imágenes de impotencia las que
son proyectadas como reacción al complejo de castración. No solamente la
competencia profesional con los adultos (cf. también la competencia sexual con los
padres) se vuelve difícil (desempleo), sino, más aún, se da a entender que ya no
existe ningún lugar vacante. Algunos pierden el sentido de su trabajo escolar, otros
Vale la pena recordar que cuando Freud habla de atracción sexual en estas etapas tempranas, no
debe entenderse en el sentido erótico que puede atribuírsele a una sexualidad adulta. La sexualidad,
o más bien la libido en términos freudianos, es una fuerza que pasa por estadios de maduración y el
error más frecuente al que asistimos en la actualidad es precisamente el de proyectar modelos
adultos en niños y adolescentes que no tienen aún las estructuras psíquicas para entender o hacer
propios tales modelos. Por ejemplo, cuando el niño pequeño pregunta cómo nacen los niños está
lejos las mil millas de aquella morbosidad que a veces vehicula el adulto. Simplemente quiere saber
de dónde vino y si lo han querido.
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refuerzan su energía para contarse entre los primeros y los demás diplomados.
Cada uno se sitúa, a su manera, ante el complejo de castración.
En este contexto socio-económico la sexualización de la vida intelectual, así como la
inserción profesional, es el desplazamiento actual de la culpabilidad de la que sería
liberada la sexualidad. Liberación ilusoria: la culpabilidad no se ha resuelto, sino que
se ha vaciado de la sexualidad. Permanece, pues, presente y activa. Todo sucede
como si los conflictos inherentes a la sexualidad no se situaran ya en relación con la
genitalidad, sino en relación con el funcionamiento psíquico. El funcionamiento
mental, como se acostumbra decir hoy, se convierte, en este caso, en el único lazo
de unión con la castración.
La problemática formulada por los adolescentes, se ha modificado en el espacio de
algunos años. Si hace unas décadas unos pedían una consulta para resolver sus
problemas afectivos y sexuales, hoy las peticiones se encaminan más hacia las
capacidades intelectuales y la orientación en los estudios y una profesión a seguir.
No es suficiente decir que el ambiente ha cambiado para explicar tal desplazamiento
de la culpabilidad de la sexualidad a la inteligencia. No puede ser asunto de
rivalidad edípica clásica. Pensamos más bien que estamos ante una negación y una
represión del complejo de Edipo. Esta represión no puede permanecer neutra y sin
consecuencias. Va a expresarse y perturbar un terreno que no es, desde luego, el
suyo: el funcionamiento intelectual. Es de lamentar que la lucha edípica, a menudo,
se vacíe culturalmente con la complicidad de ciertos adultos. En muchos casos, la
sexualidad no podrá sino permanecer pregenital en la valoración de las pulsiones
parciales. ¿No se ha confundido la expresión de las pulsiones parciales,
desvinculadas del dominio genital, con la liberación sexual? H. Marcuse y W. Reich
facilitaron este movimiento a través de sus teorías que contribuyeron a valorizar la
sexualidad infantil en perjuicio de la sexualidad relacionada con el objeto. La
revancha edípica de numerosos adultos, sin duda, ha favorecido la audacia de los
más jóvenes. La evasión del superyo edípico, alentada por un ideal del yo colectivo,
trajo consigo una alteración del aparato mental de los jóvenes. El superyo individual,
en algunos, no ha logrado ocupar su lugar y la organización de la actividad del
deseo, se ha confundido con su realización inmediata. El efecto ha sido la formación
de personalidades frágiles y agresivas.
De este modo, la culpabilidad no puede elaborarse a partir de la sexualidad. La
culpabilidad permanece peligrosamente difusa, atomizada y dispuesta a cristalizarse
aquí o allá. La violencia que se desarrolla en las conductas juveniles encuentra, en
parte, su origen en esta deficiencia. La agresividad que se substituye a la
competencia no conoce límites en el narcisismo puesto que éste desconoce lo real y
las diferencias.
Según lo hemos observado, la culpabilidad se fija sobre el funcionamiento de la
inteligencia y hace difícil la existencia de ciertos adolescentes y jóvenes adultos. La
culpabilidad no encuentra su resolución sino en la medida en que es puesta en
relación con el conflicto edípico. El paso por Edipo firma el abandono de Narciso en
favor de la realidad y da un sentido a la culpabilidad a partir de la cual será posible
hacer obra de cultura y desarrollar toda una variedad de sentimientos sociales. Este
proceso de creación cultural es imposible cuando se ha evitado el complejo de
Edipo. La culpabilidad permanece pregenital e induce a una relación agresiva y
destructiva. El vacío subjetivo tan frecuente en la adolescencia traduce a la vez el
despojo de imágenes paternas pero también, en muchos casos, un defecto de
simbolización. Puede, igualmente, expresar el fracaso del proceso de identificación
pues no se puede hacer el trabajo de interiorización de los objetos que la realidad
exige abandonar. Es la puerta abierta a las depresiones de inferioridad y de
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Tony Anatrella
Adolescencias interminables
culpabilidad. La culpabilidad vuelta sobre los demás, llega a ser una necesidad de
hacer el mal a quienes no se ama.
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