EL ÚLTIMO VIAJE El día era desapacible. El frío

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EL ÚLTIMO VIAJE
El día era desapacible. El frío intenso y una niebla muy espesa no invitaban a
salir a la calle, pero la ciudad seguía con su ritmo de siempre. El rugido del
tráfico de vehículos no dejaba lugar a ningún otro sonido.
El viejo andaba despacio, observando a su alrededor: una pareja joven buceaban en el amor, besándose, sin pudor, en una esquina. Unos padres disfrutaban con la sonrisa de su bebé. Una anciana golpeaba el suelo con su bastón.
A su lado pasaron unos adolescentes al ritmo de una estridente música, y la
anciana gruñó.
El viejo se sorprendió al llegar a la estación de tren y ver tanta gente. La mayoría eran personas mayores, pero también había algunos niños y jóvenes.
Esperaban en los innumerables andenes, que se perdían en la lejanía, sin que
se pudiera vislumbrar su final. Reinaba un murmullo constante, roto a veces por
un grito, un llanto o una risa.
El viejo tendría unos ochenta años, rostro alegre, rasgos corrientes sin apenas arrugas. Permaneció inmóvil, arropado por un grueso abrigo de color ocre,
observando el trasiego de personas y trenes.
Al principio se extrañó que en cada tren se subiese una persona, pero cuando llegó un tren largo de siete vagones, supo que era el suyo. Se sentó al lado
de la ventana y en ella vio reflejado su escaso pelo blanco, sus ojos almendrados, enmarcados por espesas cejas, su nariz pequeña y su boca de labios finos y descoloridos.
Sonó un pitido y el tren se puso en marcha. Los raíles silbaron. El rostro del
viejo se perdió en la niebla. Un intenso sopor le inundó. Los parpados le pesa-
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ban y enseguida se quedó dormido.
Una voz impersonal, anunciando la primera parada, le despertó.
Al llegar a la parada, la niebla se dispersó de repente. En el andén vio a un
hombre joven vestido de soldado. Una intensa emoción le asaltó. Estaba solo.
Tenía una herida sangrante en la mejilla izquierda, la mirada triste y perdida.
Parecía un anciano en el cuerpo de un joven.
Detrás de él todo eran ruinas. Las casas estaban destruidas o quemadas. Un
árbol casi reseco, con dos hojas en una de sus ramas, luchaba por sobrevivir.
El color gris predominaba en el paisaje desolado, por eso el viejo se cegó con
el intenso amarillo que surgió cuando apareció un niño de siete años. El viejo
se sobresaltó al reconocerse en él. La emoción no le dejaba respirar. Era incapaz de proferir el más leve sonido.
El hombre se acercó al niño y le dio una cajita de madera que el mismo había
hecho. Acarició la cabeza del niño, después le besó en la mejilla, y unas lágrimas le resbalaron hasta caer en la nada, luego desapareció. El niño gritó:
¡papá!
El viejo también gritó, llamando a su padre. Tenía siete años cuando su padre
murió, y pocos recuerdos le quedaban de él, sólo esa cajita de madera para
guarda grillos. Recordó a su padre, carpintero de profesión, en su taller, sacando horas por la noche para terminar la caja y poder regalársela a su hijo el día
de su cumpleaños.
El tren reanudó su marcha y la niebla volvió a cubrir los ojos del viejo. El cansancio le sumió de nuevo en el sueño. Le despertó la lluvia que batía contra los
cristales con violencia.
En el asiento de enfrente se encontró con la mirada fresca de un apuesto jo-
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ven. El joven le ofreció un libro. El viejo lo abrió y se adentró en los recuerdos
de su juventud.
En ellos permanecía su tía Carmen, que se ocupó de él, mientras su madre
trabajaba.
Recordó las horas dedicadas al estudio. Queria terminarlos cuanto antes y
ponerse a trabajar para ayudar a su madre, que tras la muerte de su marido en
la guerra, había trabajado duro, fregando suelos durante todo el día, para sacar
a su hijo adelante.
En su memoria seguía el recuerdo de su primera novia de juventud, Vicenta,
que murió de tuberculosis.
Una sonrisa se dibujó en su rostro al rememorar los guateques en casa de
algún amigo.
Recordó su primer trabajo, ayudando a su tío, que regentaba una báscula
para pesar camiones. Su tío conseguía cosas que las cartillas de racionamiento
no te daban.
El tren volvió a parar.
El sol calentaba con fuerza una inmensa pradera pintada de flores rojas y
amarillas. Una mujer joven, alta, esbelta, con una larga melena negra corría,
llevando de las manos a dos niños de corta edad. Se acercó a la ventanilla y
llamó al viejo. Sus miradas se cruzaron y se reconocieron enseguida.
El viejo se alejó del tren con su mujer y sus dos hijos. Recorrieron caminos
con nieve y lluvia; disfrutaron del calor veraniego, de la suavidad de la primavera y de la melancolía del otoño.
Sólo se pararon al llegar a un cruce con tres caminos.
Los niños ya eran jóvenes con un futuro por delante. Tenían que buscar su
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propio camino en esta vida. Los padres asumieron esta separación, era ley de
vida. Sus pequeños debían volar y elegir su camino. A ellos sólo les quedaba
apoyarlos. Atrás quedaban las experiencias vividas junto a ellos: el despertar a
la vida. Sus primeros pasos. Sus primeras palabras. Sus estudios. La innata
alegría y despreocupación infantil.
El viejo y su mujer, cogidos de la mano, siguieron también su camino. Era un
camino fácil de andar, cuesta abajo.
Anduvieron mucho y llegaron hasta un precipicio. La mujer se despidió de su
marido con un beso lleno de amor.
El viejo cerró los ojos y se sintió solo y perdido. Buscó el camino que llevaba
al tren, pero la oscuridad era demasiado densa.
De la oscuridad surgieron risas y gritos infantiles. Escuchó voces despreocupadas, con esa inocencia que parece que nunca se va a perder.
Dos niños de siete y ocho años le llamarón abuelo. Con ellos la soledad se
alejó. Sus manos arrugadas compartían la suavidad de las manos infantiles. Su
vista cansada veía a través de los abiertos ojos de los niños.
Sus dos nietos le cogieron de la mano y le guiaron hasta el tren.
El tiempo pasaba rápido y el tren estaba llegando a su destino. Atravesó un
túnel que le sumió en la oscuridad más absoluta, pero se sentía bien, relajado.
Sabía que su viaje estaba llegando a su fin. A su lado estaban sus hijos, sus
nietos y el resto de la familia. Al final del túnel, una luz le inundó por completo.
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