EL “FIN DE LA HISTORIA”: ¿UNA CORTINA DE HUMO?

Anuncio
EL “FIN DE LA HISTORIA”: ¿UNA CORTINA DE HUMO?
Francoise Perus*
De no haber sido formulado por un funcionario del Departamento de Estado norteamericano, y no
haber coincidido con el derrumbe del socialismo al Este de Europa, el vaticinio de Francis
Fukuyama acerca del próximo “fin de la historia”, tal vez no hubiera conmovido a nadie, ni
suscitado mayor interés entre los analistas sociales de aquellos países que el funcionario
norteamericano excluye de la parusía cercana. Conmoción, ira, incredulidad o sorna, muchas y
variadas han sido las reacciones ante lo que revestía a los ojos de muchos el carácter de un
evidente acto de soberbia, por lo demás poco elegante: en buenas lides no se suele patear al
vencido.
Sin embargo, estas airadas reacciones descansan a menudo en la aceptación implícita de los
términos en que el Departamento de Estado norteamericano y la contraofensiva conservadora de
la civilización occidental quisieran interpretar los recientes acontecimientos del Este europeo y su
propio papel en el mundo. En particular, de aquellas oposiciones dicotómicas y maniqueas entre el
Este y el Oeste por un lado, y entre el Norte y el Sur por el otro, en cuyo marco han venido
dirimiéndose todas las contiendas políticas de la segunda mitad de este siglo. En este marco, el fin
de la confrontación, en Europa, entre Estados socialistas y capitalistas conllevaría una nueva
división del mundo entre un Norte feliz y colmado por la acción “natural” de las leyes del marcado, y
un Sur paupérrimo y terco, debatiéndose en las mazmorras de una “historia” por fortuna superada
por el hemisferio norte del planeta. Interpretación que no resiste la más mínima confrontación con
los hechos económicos o sociales, pero que toma todos los visos de la disposición de un escenario
destinado a la representación, para el Sur “inquieto”, del cuento del hijo desobediente llamado a
volver al redil. ¿No acaban los países, ayer socialistas hoy arrepentidos, de dar el buen ejemplo?
La promesa del próximo “fin de la historia “ pareciera coincidir así con un remoto sustrato mítico,
que no por elemental y maniqueo carece de fuerza persuasiva, en el contexto de la actual crisis
global de civilización. Su orquestación sistemática desde Occidente, por parte de la industria
cultural de masas, sin duda desempeño un papel importante en la transformación del vigoroso
movimiento de democratización de las anquilosadas estructuras socialistas en una auténtica
contrarrevolución. El resto ha sido −y es todavía− el producto de complejas negociaciones de
copula entre “nomenclaturas” de ambos lados de la cortina de humo levantada por el estrepitoso
derrumbe del muro de Berlín, cuyos escombros, pronto convertidos en souvenirs para turistas de la
historia, atestiguaron por un breve momento el destino que la economía de “libre” mercado reserva
a cualquier símbolo histórico y cultural. Pulverizado y fetichizado, el antiguo muro perdió con su
mercantilización toda capacidad de evocación de una memoria histórica y colectiva que lo
vinculara, para ambos lados y de modo sin duda contradictorio, con lo que fue la Segunda Guerra
Mundial.
* Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.
Sobre las pirámides prehispánicas, la naciente expansión de Occidente −que tenia entonces rostro
español− levantó catedrales e iglesias con la promesa de salvación eterna para el alma de los
aborígenes, después de que éstos trocaran su oro por abalorios. Hoy, y después de que los
pueblos de Europa oriental trocaran sus propias riquezas por transistores, el Occidente industrial y
capitalista, ahora sin rostro definido, se apresta a levantar, en el emplazamiento del antiguo muro,
otras y nuevas fortificaciones: modernos centros comerciales (templos éstos de una nueva
“religión” sin trascendencia, la del consumo), en donde, publicidad mediante, una masa cautiva de
individuos errantes y solitarios podrá soñar con comprar a plazos −siempre y cuando tenga el
privilegio de un trabajo remunerado− una fantasmagórica felicidad terrenal, siempre renovada y
diferida. Nada hay en esto de sustancialmente nuevo, sino la sorpresiva ampliación y
profundización del rayo de acción de una forma de organización social, cuyos estragos no han
esperado el advenimiento del “socialismo real” para hacerse sentir, ni tienen nada que
envidiárseles: depredación de la naturaleza −incluida la humana−, genocidios, guerras coloniales y
fratricidas, perfeccionamiento constante y esmerado de la industria de la muerte, no datan de este
siglo moribundo, ni tienen su origen en el pensamiento de Marx. El “pecado” del filósofo alemán
solo consiste en haber tratado de desentreñar la “racionalidad” de tanta irracionalidad, y en haberla
ubicado en la extracción de plusvalía, en la necesidad de reproducción ampliada del capital, y en
las pugnas entre capitales cada vez más privados y concentrados. No hizo en esto sino desplegar
hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de los economistas clásicos, a la luz de las
prácticas de las burguesías triunfantes, y de los efectos sociales de estas mismas prácticas; y, en
ello, bien podrían radicar los limites de su concepción filosófica del mundo. Y en cuanto a los
pecados del siglo que se extingue, no están en las tentativas −socialistas o no− de unos cuantos
pueblos por sacudirse unas “leyes” que nada tienen de “naturales”, sino en lo endeble de los
resultados temporalmente alcanzados (unos cuantos decenios jamás fueron suficientes para la
consolidación y el florecimiento de una cultura radicalmente otra, y menos en condiciones de
acoso), y en lo infructuoso de muchos intentos por atajar las pugnas entre los grandes consorcios
industriales y financieros y los gobiernos que los representan en nombre de “democracias” sin
pueblos, por el reparto de las fuentes mundiales de materias primas y de mercados cada vez más
exiguos y saturados. Contrariamente a lo que registra gran parte del pensamiento y del discurso
ideológico−político, la historia de este siglo que nació con la revolución rusa y naufraga en las
aguas del Golfo Pérsico, no ha sido tanto la de la pugna entre el Este y el Oeste (o mejor dicho
entre socialismo y capitalismo), cuando la de las nuevas formas de expansión y profundización de
las contradicciones propias de la civilización industrial y capitalista en el nuevo marco creado,
primero por el advenimiento del socialismo en la URSS, y luego por la “descolonización” del
llamado Tercer Mundo. En esto sentido, tal vez valdría recordar que no fue sobre Stalingrado que
los EE.UU. lanzaron sus primeras bombas atómicas, sino sobre Hiroshima y Nagasaki.
A quinientos años o casi de que el rapto del oro americano produjera no sólo el desmantelamiento
de las civilizaciones prehispánicas, sino también la ruina de Espada y el primer despegue de la
civilización industrial al norte de Europa, los recursos proporcionados por la “deuda” del Tercer
Mundo, y los petrodólares provenientes del Pérsico a un sistema financiero mundial en principio
dominado por los EE.UU. acaban no sólo de relegar a lnglaterra −hace un siglo primera potencia
industrial y colonial− a una situación totalmente periférica incluso en Europa, de colocar a EE.UU. a
la zaga de las ambiciones de Helmut Kohl, y de proporcionar a la industria y los capitales alemanes
la posibilidad virtual de una conquista de más de la sexta parte del planeta. Ni más ni menos de lo
que soñara el Tercer Reich cuando, en medio de la pasada “gran depresión” de 1929, Alemania
entonces “unida”, seguía siendo la única potencia accidental que no gozaba de las ventajas de un
imperio colonial o de las de un patio trasero”. De que el Norte (es decir, los polos hegemónicos de
la civilización industrial de Occidente) sea tributario del Sur, ¿quién podría dudarlo a estas alturas
en que no faltan ni la experiencia histórica concreta, ni los instrumentos de análisis para dar cuenta
de dicha experiencia? Sin embargo, basta con ampliar un poco el radio espacial y temporal de
nuestra mirada para constatar que, a escala mundial y sobre el largo plazo, los efectos y los
caminos del tributo no son necesariamente los que parecen en el corto o el mediano plazo. Este
tributo suele proporcionar a sus beneficiarios inmediatos más recursos de los que son capaces de
producir y asimilar culturalmente −por lo mismo de que no los producen−, distorsionar las
relaciones con su entorno social y físico −llevándolos incluso a crear los medios para asegurar
mediante la fuerza la continuidad de la renta emponzoñada−, e ir finalmente a parar en otra parte.
Sabia ley de la materia a la que nadie, trátese de individuos, naciones o civilizaciones enteras,
puede sustraerse.
Desde la caída del Imperio Bizantino frente a los turcos, el o los polos de la civilización accidental
en continua expansión se han desplazado y a varias veces, aunque nunca de manera lineal y
directa, produciendo la marginalización de las antiguas metrópolis y la desertificación de las zonas
que les habían sido subordinadas. Así, y aunque todo parece indicar que estamos asistiendo al fin
de una historia centrada en el Norte atlántico (que desplazó en su momento a España y Portugal y
se apresta ahora a relegar a Inglaterra, Francia y los EE.UU. a rangos totalmente secundarios),
aún es demasiado temprano para poder asegurar que el nuevo polo hegemónico de la civilización
accidental habrá de surgir en torno al centro europeo y su “Drang nach Osten”. En primer lugar,
porque nada garantiza que el mundo accidental en su conjunto −la URSS inclusive− no vaya a
terminar estrellándose contra sus propios orígenes (el antiguo Imperio Otomano), empujado o
arrastrado por la locura americana. En segundo lugar, porque de no suceder así, nadie puede
predecir la forma que pudiera tomar el probable desmantelamiento de la otrora Unión de las
Repúblicas Socialistas y Soviéticas a raíz de su reinserción en la órbita occidental. Su triple
composición étnica y cultural −europea, musulmana y asiática−, y las notables desigualdades
económicas y sociales entre sus diferentes regiones geográficas y culturales, bien podrían dejar
entrever su futura tripartición. En esto, el resurgimiento de los fundamentalismos étnico−religiosos,
a partir del debilitamiento de la región europea (en términos demográficos y políticos), y la
atracción ejercida sobre las regiones no europeas por el Asia (China a Japón) y el mundo árabe
habrán de desempeñar papeles decisivos. En todo caso, difícil es pensar que vayan a permanecer
al margen de la reorganización geopolítica del mundo que se avecina con el próximo milenio. La
espectacular “unión” del hemisferio norte “de San Francisco a Vladivostok”, proclamada en Paris en
noviembre pasado por la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE, Paris, en
noviembre de 1990) es, sin duda, mucho más un deseo que una realidad, y es por ello que los
problemas de seguridad militar desempeñaron en dicha Conferencia un papel tanto más importante
que los económicos y políticos (“libre mercado” y “democracia”). Los peligros de guerra civil en las
áreas socialistas recientemente “revertidas” (áreas que no cuentan ni con gobiernos estables ni
con ejércitos confiables”) y los movimientos de secesión en la mayoría de las repúblicas soviéticas
que lindan con Europa por un lado, y con el mundo árabe por el otro, no pueden ser del todo
ajenos al emplazamiento de esta extraña coalición de fuerzas militares en Arabia Saudita y
Turquía. Por desgracia, el principal problema del mundo actual no es el de garantizar el respeto
irrestricto al derecho internacional, a la integridad territorial y a la soberanía de todos y cada uno de
los países de la “comunidad” mundial, sino el de los apetitos despertados por el posible reparto, en
un contexto de crisis generalizada del capitalismo, de la que ayer fuera la segunda potencia
mundial.
En este contexto, la ominosa aventura de Occidente en el Golfo Pérsico, sin duda destinada en
primera instancia al secuestro de las principales fuentes petroleras del mundo pero también a
restaurar, por la vía militar, la preeminencia de EE.UU. en el “concierto” accidental, vuelve a
actualizar toda la “barbarie” de nuestra “civilización”, con el agravante de que los medios
destructivos, ahora puestos en juego, son de tal magnitud que ponen en entredicho la existencia
misma de la vida humana en el planeta, cuando no la del planeta mismo. ¿Vale, de veras,
semejante precio, la hipotética salvación de la inconmensurable ganancia capitalista, sin la cual
pareciera que ya no somos capaces de concebir nuestra existencia como seres humanos?
Los limites ante los cuales nos colocan hoy la liberación de las fuerzas más irracionales de lo que
hemos dado en llamar “civilización”, exigen no sólo el cese inmediato de la guerra, sino una
interrogación radical sobre los fundamentos de nuestra cultura. Interrogación radical que no se
confunde con ningún alineamiento ideológico−político, ni se limita a constatar la disolución de los
paradigmas de la “modernidad” en las revueltas aguas de la “posmodernidad”. La magnitud de los
desastres ecológicos −con la guerra y sin ella− colocan en el centro de esta interrogación el
problema de la relación del hombre con la materia. En la filosofía lo mismo que en la práctica −en
todas las prácticas, productivas o no−, la materia no puede seguir concibiéndose simplemente
como “naturaleza”, es decir como algo exterior al hambre y susceptible de una “apropiación”
indiscriminada en aras de un orden cultural colocado por encima o al margen de ella. Sentada por
la cultura accidental a partir de una reformulación de la dicotomía cristiana entre alma y cuerpo −o
entre materia y espíritu−, la oposición entre naturaleza y cultura constituye hoy un remanente
ideológico y cultural contrario a todos los descubrimientos de la ciencia y el conocimiento. Y, como
tal, tiene en todos los órdenes de nuestra civilización efectos desastrosos.
En la concepción religiosa, la separación entre lo “material” y lo “espiritual” fundaba un orden
“superior” que, junto con expresar los limites del conocimiento, sentaba la necesidad, a la vez
universal y práctica, de un marco de referencia ético fincado en una cosmogonía y una cosmología.
La moderna secularización de este orden cósmico y ético, y su proyección sobre un eje temporal
“progresivo” que subordina el conocimiento científico a un desarrollo tecnológico por entero
sometido a una lógica mercantilista, abrieron los cauces para que dicha “lógica” pudiera pretender
a la sustitución del orden cósmico y ético, presentándose a sí misma como “natural”. En ello, la
ética se confunde con la “moral de la historia”, y esta última con la del “progreso” tecnológico,
incluso cuando éste llega a ponerse al servicio de la depredación y el genocidio. Doble confusión
que descansa en el “olvido” de que aquella no puede fundarse sino en las relaciones −siempre
inacabadas y abiertas entre conocimiento y desconocimiento o, si se quiere, entre conocimiento y
misterio− y el absoluto respeto que ambos merecen.
Las múltiples distorsiones de la relación del hombre con su entorno, que provienen de esta
confusión y este “olvido”, tienen su correspondencia en la separación estatuida por nuestros
sistemas de enseñanza entre “ciencias” y “humanidades”, en la reducción de estas últimas a
algunas de las formas de la “racionalidad” accidental y moderna. Formas en las que no caben ni la
historia de las religiones, ni de la ciencia −o las ciencias. Frente a la “modernidad” occidental en
crisis, el examen detenido −y no eurocéntrico− de ambas dimensiones de la historia de la
humanidad constituyen sin embargo la principal vía de acceso a una renovada conciencia del largo
plaza, al diálogo respetuoso y fecundo con tradiciones culturales pasadas y presentes que no son
necesariamente ni “caducas” ni “atrasadas”, y a la intelección de la solidaridad del género humano
no sólo consigo mismo, sino también con los fundamentos de la vida, animada o no.
Descargar