S A T O R I LA CASA Francisco Hernández Ésta es la casa donde nadie respira, éste el recinto donde el olor de las azucenas impregna mecedoras y pabellones, corbatas fungosas colgadas en anzuelos, escudos de linajes antiguos donde los gallos de pelea y la miel de caña hacían las veces de avanzada de mercenarios y pantanos fronterizos. Ésta es la casa donde la humedad cala huesos y agudiza el reumatismo de los fantasmas, que a mediodía salen de los libreros para fundirse a los retratos y ver la vida otra vez con el respaldo de una cara. Ésta es la casa donde las voces tienen cuerpo, donde se oye el susurrar de loas en labios de mujeres que alguna vez fueron de piedra y sollozaron bajo un guayabo en brazos de un amante de piedra. Ésta es la casa donde sólo las lágrimas tienen sombra, donde el sabor a yeso de los remordimientos desajusta postigos y remienda la lona de los catres plegados por el abandono. Ésta es la casa donde el olvido ha cavado su tumba, donde nadie se besa ni se injuria, donde la música no entra porque no hay muslos que se abran para recibirla ni extremadas rendijas por donde pueda penetrar el viento. Ésta es la casa que los ciegos evitan porque en ella se pulen urnas cinerarias, se escuchan disparos de escopeta, gritos desaforados y una revoltura de animales de monte que se azota contra las paredes presintiendo el regreso de los cazadores. Ésta es la casa y tengo que tocar a la puerta. ABRIL - MAYO 2002 1 S A T O R I LA EXPRESIÓN DEL TRAMPANTOJO Foto aparecida en La Jornada Semanal del 20 de junio de 1999 César Arístides N o es necesario indagar en los tratados de la desesperación para sumergirnos en la poesía de Francisco Hernández, aunque debemos advertirlo: en su trabajo la desolación y la amargura nos retan descaradamente, mojan nuestros temperamentos con aguas recogidas en distintas provincias geográficas y emocionales, líquidos/licores de San Andrés Tuxtla, Borneo, Praga, Baltimore, la vulva enigmática, el sudor de la fiebre, el anís resbalando por los muslos. Sus piedras de toque se encuentran en el pantano o la casa bautizada por el olor de las azucenas, en la nieve milagrosa de los suicidas y también en los recuerdos azotados por el mar; y aunque con fiera insistencia el poeta sostenga que no regresará jamás, vuelve, levanta la melancolía, la sacude, la calza, la penetra, le reza, le llora, se afana en bruñirla, inaugura su diálogo, la pasea en el parque, le promete el cuerpo y el aliento: estructura la trampa La simbología poética centrada en Antojo de trampa no requiere explicaciones, nutre la paradoja y sus virtudes afirman sin ataduras, mientras más se añora el aislamiento, mayor es el número de metáforas que vigorizan los delirios de Francisco Hernández, gracias a sus evocaciones encadenadas a lo maligno, al azoro y a la burla; atentas al soliloquio erótico o demencial, al movimiento de las manos negras, los gestos negros o las voluptuosidades negras para iluminar lo sombrío, crece y se desborda –como un río enfurecido– su 2 ABRIL - MAYO 2002 Francisco Hernández discurso, sin permitir ninguna contradicción lírica nociva a esta poesía de baja/densa temperatura, en la que los dictados de la prosa poética, el verso desnudo, vigorosamente ceñido y la contención en los ámbitos experimentales permiten anclar en varios puertos, aterrizar violentamente en las estaciones del año y más, volar sobre las heridas. Emprender el recorrido por estas referencias intensas es lúcidamente inquietante, a lo lejos, mujeres rotundas presumen sus virtudes, de cerca comprobamos, son pájaros mutilados; se escucha en la penumbra el fragoso encantamiento de dos cuerpos, pero al encender la candela, aclaramos el lecho donde duerme la peste. Esta Segunda Antología Personal se encarga de trasvasar estas celebraciones, las S A T combina fríamente con agonías y locuras, ritmos caribeños y las sombras de Mahler y Schumann; sazona caldos ácidos y quema las jaulas. Desde la oscuridad humorística, terca e insinuante, la remembranza mortal cosida a la obstinación de los días llenos de agobio en Gritar es cosa de mundos, Portarretratos y Cuerpo disperso; hasta los meses calados por las flores sexuales, las artimañas rabiosas, el cuaderno de reflexiones astrales y la evocación caliente, jugosa, lacrimal, de frutas con sabor a salvación, de Mascarón de prosa y Antojo de trampa –que con las “Respete las señales”, “Poetografías” y “Antojo de trampa” conforman un libro independiente, bien puede llamarse Trampantojo–, sin soslayar el guiño macabro de Textos criminales, el terruño y sus ahogados en Mar de fondo, los homenajes y los extractos de una sinfonía enervante de Oscura coincidencia y En las pupilas del que regresa, para llegar, luego del reconocimiento de un ritmo frontal, una voz que emplea estrictamente el lenguaje de la convalecencia o el cinismo, la gloria y el caos; a la memorable trilogía sólidamente estructurada por Cuaderno de Borneo, Habla Scardanelli y De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, en esta Moneda de tres caras –sin duda los trabajos del poeta más aclamados; considerada por muchos críticos como la consumación, la summa–, los rostros en el espejo, la mariposa negra y el ángel extraviado de sus sueños, llenan con voz poética, encabalgada rigurosamente, las naciones del desamparo, se inscriben en distintos tiempos y escenarios sin ninguna piedad. No propongo en este comentario elaborar una guía de fondo y forma, estructura y símbolos, sobre la obra de un escritor ascendente, la prueba más fiel de esta elevación se confirma en el repaso de sus textos: desde el primer volumen publicado en 1974, hasta esta recopilación con la propuesta de los poemas más recientes, resulta evidente un O R I crecimiento de tensiones y experimentos, parábolas y modalidades, como la rima o la sentencia a manera de réplica y oración; la madurez poética –dolorosa aunque no niega el temperamento festivo, los bailes y la perpetua aventura carnal– abandona cualquier asomo de retórica complaciente para apostarle a una experiencia que ha sabido fundir en el nerviosismo de sus versos, calamidades y rara belleza. Estamos entonces, frente a la invitación de un sudor abrasivo de mujer, el clamor inolvidable del suicida, el regazo de la pesadilla y la música perturbadora mas siempre presente nuestros actos; somos convidados a fundirnos/confundirnos con esta serie de temeridades, no cabe duda, esta trampa sólo admite reflejos puros, antojos temibles. ANTOJO DE TRAMPA SEGUNDA ANTOLOGÍA PERSONAL de Francisco Hernández FCE/Col. Letras Mexicanas, México 1999: 217 pp. ABRIL - MAYO 2002 3 S A T O R De MAR DE FONDO II Francisco Hernández CIERRO los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen en la trama del mosquitero. Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de flores pisoteadas. Con el silencio fijo en el vacío pienso en los tigres de Mompracem, en las redondeces de la Paura, en un jonrón con tres hombres en base. Afuera está la herida pero no quiero salir a su encuentro: debo continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a tierra, sin enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de Paura ni a un campo de béisbol ni a la luna llena del espejo. Hoy, apunto en el cuaderno de bitácora, empieza el fasto de los grandes viajes. Y el ave Roc emerge a los pies de mi lecho. 4 ABRIL - MAYO 2002 I S A T O R I EL ORGASMÓGRAFO de Enrique Serna Comentarios por Bécker García en la presentación del libro “El Orgasmógrafo” de Enrique Serna el 8 de febrero de 2002 en Cd. Obregón, Sonora. J uan Rulfo se lamentó alguna vez en los términos siguientes: “Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es tan cerrada, que uno es extranjero ahí”. C reo que muchas veces, algunos de los que estamos aquí presentes nos sentimos de esa manera, como unos perfectos extranjeros dentro de nuestra comunidad. No por el hecho de que no tener quien nos cuente cuentos, sino por el simple hecho de no encontrar a la mano la contraparte de ese goce literario que al leer, uno parte en dos pedazos para apropiarse de una tajada y dejar la otra al escritor, a quien, indefectiblemente, nos une una cierta desamorosa ternura, pletórica de arrebatos de admiración, envidia, tragedia y, por supuesto, reconciliación. Es decir, detrás de cada buen escritor los lectores, es decir nosotros, encontramos nuestra “Alma Gemela” aún cuando la mayoría de las veces se constriña a la tinta y el papel. Dificultosamente nosotros, los cajemenses, tenemos la oportunidad de contar entre nosotros a escritores que nos reafirman la certidumbre de que vale la pena ser mirados como loquitos, leyendo en la fila de las tortillas, antes de entrar al cine o entre vaso y vaso de cerveza, porque son escasas las veces en las cuales podemos con gente como este tipo, Enrique Serna, quien, lo juro, está llamado a ser uno de los mejores escritores de México. La profecía merece una apuesta (se reciben en la mesa número 2), así como también aguanta un comentario de su más reciente libro, de lo cual me siento distinguido en hacerlo. Este tipo, Enrique Serna, debe ser un escritor inconforme con el mundo que lo rodea, lo cual no deja de ser un pleonasmo, porque quien escribe ficciones lo hace por no estar de acuerdo con su entorno. Empero Serna lo es en grado casi revolucionario. Pero, lejos de escribir crípticas arengas en contra de todo lo que se mueve, escribe con magistral y cínica destreza las acciones de sus personajes tránsfugas de la hilaridad que desemboca en llanto y viceversa. ABRIL - MAYO 2002 5 S A T Solo a este tipo; Enrique Serna, se le ocurre escribir sobre un cómico al cual lo mantienen permanentemente en unas vacaciones pagadas por culpa de su éxito televisivo; sobre escritores con vidas incongruentes de sultanes en medio de la miseria con tal de que no escriban; sobre un escritor diluido en la semiótica de sus propios signos; o de un talento cinematográfico que filma su propia vida entre la madura seducción de una actriz que lo utiliza, o de sus largas cavilaciones de arrepentimiento fallido, o, una tía que termina por consubstanciarse con su homosexual sobrino. Es decir, y como dice Ricardo Solís, el libro de Enrique es “el espacio hostil del contrasentido”. Con la vida patas arriba, como antípoda de la seriedad y las buenas costumbres entre comillas, Serna se permite contar las historias que caben solamente en estas páginas, con todo el fino humor posible que arranca carcajadas incontenibles, bajo una prosa que atrapa y te cobija entre un párrafo y el otro, y el deseo de que la lectura no concluya nunca. Y, ya que hablo de deseo, deseo y quiero detenerme en el cuento que da nombre a este libro. El Orgasmógrafo es una caricatura lograda por un escritor al cual las caricaturas lo hacen llorar. Una mujer viviendo en un mundo donde el poder autoritario se domina por medio del sexo, donde la cuota establecida de orgasmos es burlada por una mujer quien cree en la virginidad y la abstención dentro de tanta desenfrenada lujuria obligada, hasta convertirse en la heroína de miles de castos militantes de la oposición clandestina. El autor dice, que tal como Santa María Egipcíaca en Palestina, resiste a las tentaciones que la rodean con la tenacidad de los ideales juveniles a pesar de ser considerada, aún por su familia, una especie de traidora de la patria. Y, nuevamente con el contrasentido, si Santa María repartió primero el amor a manos 6 ABRIL - MAYO 2002 O R I llenas para luego refugiarse en la abstinencia salvífica, Laura, luego de convertirse en la heroína de la castidad, cae en los brazos de su amor platónico con todo el remordimiento que creo deben tener aquellos a los que santificamos en la vida pública y son Luzbel en la privada íntima. No les voy a hablar más del cuento, para que lo lean, pero estos personajes que llaman a una convivencia cómplice y desencantada, son la prueba contundente de que este tipo, Enrique Serna, con su prosa hipnotizante, se rió de nosotros, de sus personajes y, por supuesto, de este tipo llamado Enrique Serna con tan espléndida cordura, que sólo los locos pueden abstenerse de leer su libro. Enrique Serna Foto aparecida en La Jornada Virtual del 8 de diciembre de 2001 S A T O R I LA FUGA DE TADEO Enrique Serna a Margarita Villaseñor E l mejor homenaje póstumo que se le puede rendir a un místico de la palabra es el silencio. Cuando un orfebre del lenguaje como Tadeo Roffiel irrumpe en una literatura, el idioma se acrisola y rejuvenece a tal punto que los pobres mortales lo pensamos dos veces antes de tomar la pluma, como si temiéramos profanar un recinto sagrado. Pero los malignos rumores que a raíz de su muerte se han propagado en los corrilllos intelectuales, me obligan a defender con mis pobres armas la memoria del maestro. Empezaré por desmentir categóricamente la versión de que Tadeo se suicidó ingiriendo somníferos. ¿Cómo habría de suicidarse un grafómano embriagado en los goces de la escritura, que acometía con infantil alborozo las empresas literarias más arduas y hasta en sueños ejercitaba su poderío verbal? ¿Por qué iba a desear la muerte sí la actividad creadora le proporcionaba una satisfacción tan intensa? No, Tadeo nunca tuvo motivos para odiar la vida. De hecho, sus familiares todavía se resisten a darlo por muerto, pues como han informado los diarios amarillistas –sólo veraces en este punto– su cuerpo desapareció en circunstancias misteriosas que la policía no ha podido aclarar. La noche del fatal accidente, por llamarlo de algún modo, Tadeo estaba escribiendo su Fuga número 6, una suntuosa alegoría de la nada con la que buscaba formular “una explicación órfica de la tierra”. De pronto emitió un gemido largo, más placentero que doloroso. La sirvienta lo oyó desde la cocina sin darle importancia, pues Tadeo acostumbraba hacer ruidos guturales cuando escribía. Eran “los quejidos del parto”, como los llamaba en son de burla su ex esposa Perla. Pero esa noche el parto fue más escandaloso que de costumbre, pues cayeron de su librero varios volúmenes que hicieron un ruido seco al pegar en la duela. Preocupada, la doméstica subió al estudio a ver qué pasaba y no encontró a su jefe por ningún lado: su escritorio estaba vacío y sólo había un hilillo de sangre sobre el teclado de la computadora. Según la hipótesis del comandante Roa, encargado de la investigación, los secuestradores entraron por la ventana del estudio y derribaron los libros al forcejear con Tadeo, a quien probablemente hicieron sangrar de un puñetazo. Roa cree que usaron una escalera de mano recargada en el muro del jardín y se dieron a la fuga en un coche aparcado en la calle. Si así fue, ¿por que la sirvienta no escuchó el ruido del motor ni los secuestradores se han comunicado con la familia para exigir el rescate? La hipótesis del secuestro está reñida con la lógica, y más bien parece una explicación sacada de la manga para darle carpetazo al asunto. Pero no quiero proporcionar material anecdótico a los cronistas policiacos, sino explicar la extinción de mi amigo (prefiero llamarla así mientras no aparezca el cadáver) a la luz de sus ABRIL - MAYO 2002 7 S A T O R I LA FUGA DE TADEO búsquedas literarias demasiado radicales quizá para ser compatibles con la existencia física. Puedo hablar del asunto con conocimiento de causa, no en balde fui el mejor amigo y confidente de Tadeo en los últimos años, desde que abandonó la capital para retirarse a Coatlán del Río, un pueblito del estado de Morelos donde nadie lo visitaba. ¿Cómo y por qué Tadeo dejó de hacer vida literaria, después de haber animado tantos grupos de vanguardia, donde siempre actuó como un intransigente chef d’école? Para explicar su retiro debo recordar primero cómo nació su vocación de escritor. Tadeo no tuvo la suerte de pertenecer a una familia culta, con tantos hijos de intelectuales que contraen desde la lactancia la afición a las letras. Nacido en Irapuato a mediados de los cuarenta, vivió su niñez y su adolescencia lejos de los centros de poder cultural. Su padre, don Jesús Roffiel, que en paz descanse, fue un contador de medio pelo, sin más intereses en la vida que el dominó y las películas de acción. Su madre, doña Hortensia Pérez, (“Tencha” para sus amigos y familiares) era una mujer de hogar adicta a las telenovelas, que sólo leía revistas femeninas antes de acostarse. “No vi un libro en mi casa hasta que cumplí doce años –me confesó alguna vez Tadeo–, y eso porque yo lo pedí prestado en la biblioteca de mi colegio”. Como sucede con todo escritor de culto, sobre su infancia corren algunas leyendas espurias, difundidas por gente que maneja información de segunda mano. Se dice, por ejemplo, que Tadeo sufrió dislexia en la niñez y por ello estuvo a punto de ser expulsado de la escuela primaria. No hubo tal cosa: lo cierto es que Tadeo, como tantos niños tímidos con una rica vida interior, hablaba a la perfección desde los cuatro años, pero no quería hacerlo en público por una mezcla de inhibición y orgullo. Era su manera de protestar contra la palabrería circundante. Después de llevarlo a varios psicólogos especializados en problemas de lenguaje, que no le descubrieron ninguna tara mental, un buen día sus padres lo encontraron hablando solo frente 8 ABRIL - MAYO 2002 al espejo con un d o m i n i o perfecto de la sintaxis. Castigado con una paliza y una semana sin salir a la calle, Tadeo se vio obligado a hablar bien en la escuela. Pero en el fondo de su alma siempre sintió que el lenguaje debía nacer y morir en su boca sin aventurarse a ningún oído extraño. Proclive a la ensoñación solitaria, a partir de la pubertad se sumergió en la lectura como un poseso, y al dialogar en silencio con los hombres de genio descubrió por contraste la vacuidad de sus familiares. “Desde entonces mi familia fueron las palabras”, me confió en una charla memorable cuando lo acompañé a recibir el Premio Nacional de Letras. Su perfil psicológico en esos años se asemeja al de Stephen Dedalus. Pero si el artista adolescente de Joyce trasmutaba en poesía las vulgaridades de la vida cotidiana, Tadeo se replegó en sí mismo para evitar el contagio con la miseria espiritual de su alrededor. De ahí el tono intimista y reconcentrado que priva en toda su obra, desde las primeras páginas de su diario hasta los libros de madurez. Como él mismo declaró en una tertulia: “La literatura nace cuando el hombre que en el mundo real sólo hay un insoportable olor a cocina”. Si un matrimonio ilustrado muchas veces tiene dificultades para educar a un genio, cuantimás una pareja de zafios clasemedieros. La actitud retraída de Tadeo despertó la burlona hostilidad de sus padres, que lo acusan de “hacerse el interesante” y le escatimaban el dinero para libros. En represalia por el trato inhumano que recibía en casa, Tadeo dejó de asistir a la escuela y comenzó a reprobar materias. Su padre intentó someterlo con medidas disciplinarias, encaminadas a convertirlo en “una S A T O R I Enrique Serna persona normal”. Me estremece pensar que alguna vez asistió bajo presión a esas fiestecitas de paga donde la juventud provinciana bailaba mambo y rocanrrol en jacalones improvisados como salones de baile. Para Tadeo el tormento era doble, pues en esos años tenía el rostro carcomido por el acné y sus cráteres faciales ahuyentaban a las muchachas. Entre amigos que sólo hablaban de coches y de fútbol, maestros sin rigor académico y niñas de mentalidad asnal incapaces de corresponder a sentimientos sublimes, la vocación de Tadeo pudo malograrse por falta de un entorno propicio. Pero ningún obstáculo exterior le impidió forjarse una sensibilidad de excepción: antes bien, las limitaciones de su medio lo aguijonearon para crecer como artista. A Tadeo no le gustaba hablar de su ruptura con el núcleo familiar, quizá por miedo a abrir viejas heridas, pero hay abundante información al respecto en el estudio de Peter Fairbanks Tadeo Roffiel: a Poetics of Nothingness (Iowa University Press, 1992). Según Fairbanks, a los 18 años Tadeo sustrajo cincuenta pesos del monedero de su mamá para comprarse La celosía de Robbe-Griller, que milagrosamente había llegado a la única librería de Irapuato. Doña Tencha descubrió el hurto en el salón de belleza, cuando se disponía a pagar una permanente. De vuelta a casa encontró al ladrón embebido en la lectura y lo molió a escobazos. —Espérate mamá –intentó defenderse Tadeo–, sólo quería comprar un libro. —¡Cállate, imbécil! Ya me tienes hasta la madre con tus libritos. ¿Para qué lees tanto? ¿Para escribir esas porquerías que ni siquiera se entienden? Hasta entonces Tadeo había mantenido en secreto sus manuscritos y al saberse descubierto experimentó un sentimiento de ultraje. Con una sonrisa cruel, doña Tencha sacó el legajo de poemas en prosa que el aprendiz de escritor había escondido bajó el colchón y les prendió fuego en el quemador de la estufa. —Mira, niño pendejo, mira lo que hago con tus obras maestras. En su intento por salvar los papeles, Tadeo se quemó la palma de la mano. Pero más que una cicatriz en la piel, la pérdida de sus primeros textos le dejó una marca indeleble en el alma. Esa misma noche se fue de su casa sin dejar siquiera una nota de despedida. Nunca más volvió al terruño natal, ni en los homenajes que le rindió el Ayuntamiento de Irapuato. Sería prolijo narrar aquí los pormenores de su viaje a la capital, a donde llegó con sólo una valija de ropa, y sus dificultades para encontrar empleo en el medio editorial, tema al que Fairbanks dedica un extenso capítulo. Hagamos, pues, una rápida elipsis y saltemos a la etapa más fértil de su carrera: cuando Tadeo ya está aclimatado en la megalópolis, trabaja como corrector de pruebas en la imprenta universitaria y ha hecho contacto con un grupo de jóvenes literatos que comparten sus inquietudes. Por esos años funda el movimiento logocentrista, primer intento serio para liberar a la literatura contemporánea de su anquilosada función comunicativa. “El pensamiento debe pensarse a sí mismo hasta llegar a una concepción pura –declaraba el manifiesto–. El significado corriente de las palabras reduce al escritor a una servidumbre intelectual que no podemos seguir tolerando: despojemos a la lengua de su referente concreto, como se arranca un árbol de raíz, para cimentar en la nada la literatura del hombre nuevo”. Algunos estudiosos, entre ellos el propio Fairbanks, sostiene que Tadeo, a la manera de los niños autistas, intentaba crear un lenguaje privado e intransferible para ahondar aún más el abismo que lo separaba de su familia y de su medio social. De conformidad con esta tesis, los complejos derivados de su fealdad y de su tardío despertar sexual –no conoció mujer hasta los 28 años–, habrían determinado en buena medida su propensión al hermetismo. Es una falta de ética desvirtuar con burdas interpretaciones psicológicas la obra de un autor que propugnaba la autonomía del texto como un principio estético irrenunciable. Aun si resultara cierto que Tadeo fue un fanático de la masturbación como afirman algunos de sus detractores, y se ABRIL - MAYO 2002 9 S A T O R I LA FUGA DE TADEO confirmara la especie de que incluso en el lecho daba la espalda a su esposa para procurarse el placer de Onán, sería una arbitrariedad hacer analogías entre su vida y su obra a la luz de un mero accidente biográfico. Quienes proceden de esa manera olvidan que, para Tadeo, el divorcio entre realidad y escritura no sólo fue una obsesión sino un compromiso moral. Me consta que el maestro nunca se detuvo ante nada con tal de honrar ese compromiso. Para un hombre como él, enclaustrado en las letras, renunciar al trato con los escritores afines a su credo estético era un suicidio, pues sólo con ellos podía emborracharse y hablar de literatura. Sin embargo, cuando las circunstancias lo obligaron a elegir entre la conveniencia personal y la honestidad literaria, Tadeo nunca vaciló en sacrificar amistades queridas. Baste recordar su ruptura con Juan Arturo Schelling, uno de los pilares del logocentrismo, a quien Tadeo quería como un hermano y sin embargo vapuleó sin piedad en la presentación de su libro Polígonos en la niebla, por sentir que Schelling se había apartado de las directrices del movimiento y hacía demasiadas concesiones a la “tiniebla exterior”, es decir, a los usos convencionales del lenguaje. “Hubiera podido escribir un texto ambiguo para dejar contento a Juan sin tener que elogiar su obra –me comentó el maestro muchos años después–, pero en el mundo de las letras la diplomacia equivale a un perjurio. Nosotros sólo existimos en nuestras obras y si mentimos al juzgarlas, el demonio de la lengua nos castigará con la inexistencia. Juan Arturo ya no me habla. Pero yo sé que en el mundo de la palabra, nuestras almas siguen entablando un diálogo apasionado”. Su determinación de existir con dignidad en ese mundo virtual, explica por qué fundó y disolvió cuatro grupos literarios en menos de una década. 10 ABRIL - MAYO 2002 Por supuesto, los literatos a quienes primero acogió como camaradas y luego descalificó en público lo acusan de haber actuado como un mandarín soberbio. “Se creía André Breton –se quejan–, pensaba que todos queríamos robarle una parte de su prestigio y dictaba excomuniones para que nadie le hiciera sombra”. Pero Tadeo nunca buscó el poder cultural, simplemente decía la verdad con tal inocencia que llevó a ser insensible al dolor que provocaba con ella. Incluso le sorprendían las rabietas de sus examigos, quizá porque su meta era despojar al lenguaje de todo contenido afectivo, hasta conferirle la misma neutralidad de una ecuación matemática. “En el edén del sin sentido no existen las ofensas ni las alabanzas –escribió en su memorable ensayo La isla del silencio–: todo signo lingüístico restituido a su pureza original navega en el éter y trasciende las pasiones humanas”. Hasta cierto punto, la obra de Tadeo es una tentativa para conjugar la metapoesía con los postulados del budismo zen. Me consta que por el camino de la escritura disléxica alcanzó un estado de elevación comparable al de un maharishi en la última etapa del acercamiento a la Luz Primordial. No conozco a ningún escritor a quien hayan perturbado menos los ataques de los críticos. Recordemos, por ejemplo, su ejemplar indiferencia ante los insultos de Higinio Pruneda, el energúmeno reseñista de Claridades, que lo tachó “mistagogo delicuescente”. Para entonces yo ya frecuentaba a Tadeo y quise defenderlo en una carta vitriólica donde refutaba uno por uno los argumentos de Pruneda. Pero el maestro desaprobó mi alegato y me prohibió terciar en la discusión. “Deja ladrar a los perros –me dijo con gesto impasible–, mi reino ya no es de este mundo”. Su silencio fue una prueba de fortaleza, pero en el medio literario se interpretó como un acto de cobardía. Envanecido por su S A T O R I Enrique Serna aparente victoria, Pruneda se ufanaba en los cafés de haberle cerrado la boca al “Fénix de los Ingenuos”. Pobre idiota: jamás entendió que Tadeo había alcanzado una escala superior del ser, la fortaleza inexpugnable de lo absoluto, donde nada ni nadie podía lastimarlo. Sin dejar de ser un escritor para minorías, al comenzar la década de los ochentas el maestro empezó a obtener reconocimiento dentro y fuera del país. Tres veces ganador de la beca Guggenheim, traducido al inglés, al francés, al lituano y al búlgaro, se carteaba con Yves Bonnefoy, con el brasileño Harlodo de Campos y tenía ofertas para dictar conferencias en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Por aquellos años dejó la vida bohemia y se casó con Perla Ondarza, hija de la famosa corredora de arte del mismo nombre. Cuando Perla empezó a sentir los dolores del primer parto, en lugar de estar a su lado para infundirle coraje, Tadeo prefirió ayudarla de una manera más sutil: en la sala de espera del sanatorio escribió un soneto sobre los poderes generatrices de la mandorla (el símbolo del vacío cósmico, de la concavidad primordial donde se origina la vida) y cuando trajeron al bebé del cunero, se adelantó a la enfermera para entregarle a Perla su criatura de papel. —Para mí los productos imaginarios son más importantes que las obras de carne –le dijo con ternura y en lugar de abrazar al bebé siguió corriendo el poema, pues nunca estaba a gusto con el primer borrador de un texto. Era un hombre feliz, ampliamente respetado por el establishment literario, al que sin embargo veía por encima del hombro. Pero entonces, con la mesa puesta para convertirse en una figura de talla internacional, optó misteriosamente por la reclusión y el anonimato. Dejó de colaborar en revistas, canceló de improviso la publicación de dos libros que ya había entregado a la imprenta y se fue a vivir a Coatlán del Río, o mejor dicho decidió sepultarse en vida como un monje cartujo, pues en ese tiempo no había siquiera una carretera pavimentada para llegar al pueblo. ¿Cómo explicar ese parteaguas en su trayectoria literaria y existencial? ¿De quién o de qué huía Tadeo? Los investigadores de cortas luces han querido ver en este encierro voluntario una conducta esquizoide. Ciertamente, con el retiro se acentuaron algunas distracciones que Tadeo manifestaba de tiempo atrás, con su tendencia a confundir los nombres de sus hijos –sólo tuvo dos pero jamás atinó a distinguirlos– y su intolerancia con la gente que lo interrumpía en momentos de efervescencia creadora. Había ido a Coatlán del Río en busca de silencio y resultó que todos los sábados por la noche se efectuaban bailes populares en la plaza del pueblo. Harto de escuchar la piojosa música de la banda municipal, que le recordaba las humillaciones auditivas de su niñez, una noche Tadeo salió pistola en mano a imponerle silencio a las bestias. Por fortuna olvidó cargar su revólver y sólo hubo gritos de pánico entre las parejas de danzantes que lo vieron amagar a los músicos. El alcalde del pueblo le impuso una multa y la cosa no pasó a mayores. ¿Pero qué artista no tiene extravagancias y arrebatos de cólera? ¿Acaso la literatura no ha estado siempre reñida con el sentido común? Exhibir a Tadeo como un lunático sólo puede favorecer a quienes tratan de imponer un a visión reduccionista de su obra. No, señores, Tadeo conserva intactas sus portentosas facultades mentales: la prueba es que en el retiro monacal escribió sus obras de mayor aliento, si bien se abstuvo de publicarlas por congruencia estética. Había dado un paso adelante en su aventura experimental y ahora concebía el lenguaje como una sustancia móvil, como un río en perpetua carrera que debe seguir fluyendo hasta el infinito sin ser aprisionado en letras de molde. Le molestaba incluso utilizar papel, pues sentía que la hoja en blanco lo separaba de la escritura, y para enfatizar su condición de hombre textual, de criatura hecha de palabras, mandó traer de Cuernavaca a un artista del tatuaje a quien le pidió que le grabara en la espalda una colección de aforismos. En una de mis visitas se quitó la camisa y me los dejó leer: eran frases impenetrables, de una belleza cortante y fría, ABRIL - MAYO 2002 11 S A T O R I LA FUGA DE TADEO como flechas congeladas en mitad de un vuelo. Cuando quise anotarlas en mi cuaderno, Tadeo me lo arrebató de un zarpazo: —Más respeto, amigo –se cubrió la espalda–. ¿También usted quiere traicionarme? De tanto escribir en su piel, Tadeo contrajo una dermatitis parecida a la sarna. Obligado a vendarse la espalda, cambió los tatuajes por un hábito más dañino: sacarse la sangre para sustituir la tinta de su pluma fuente, en una tentativa por “coagular la esencia del verbo”. Por fortuna, con el advenimiento de las computadoras, su anhelo de refutar el lenguaje tomó un rumbo menos riesgoso. El procesador de palabras le vino como anillo al dedo para sus experimentos, pues le permitía enhebrar imágenes y monólogos delirantes sin frenar el torrente verbal. El riesgo de escribir en una pantalla donde un documento extenso podía evaporarse con sólo apretar una tecla, ejercía sobre Tadeo una morbosa fascinación, pues le confirmaba la esencia fugitiva del lenguaje. Aun cuando guardara sus textos en los archivos de la computadora, la inmateriabilidad de los signos quedaba a salvo, pues ¿acaso el disco duro no era algo parecido al limbo? Si antes escribía entre seis y ocho horas diarias, con la computadora su jornada de trabajo se duplicó, al igual que su poder de concentración. Cuando estaba absorto en la pantalla era inútil querer hablarle: no habría escuchado la explosión de una bomba a quince pasos de su escritorio. Un poeta exiliado en el lenguaje necesita la compañía de una mujer abnegada y paciente que le resuelva los problemas de la realidad cotidiana. Por desgracia, Perla Ondarza no estuvo a la altura de su misión en la vida. Mientras Tadeo asistía a cenas de gala y viajaba a dar conferencias en el extranjero, el matrimonio marchó sobre ruedas pero cuando decidió recluirse en Coatlán del Río, su mujer empezó sacar las uñas, pues ella no amaba la literatura, sino las frivolidades al quehacer literario. Aburrida a muerte en un pueblucho donde ni siquiera tenía antena parabólica, holgazaneaba la mitad del día en Cuernavaca, visitando amigas igualmente 12 ABRIL - MAYO 2002 ociosas. Regresaba de noche, por lo general con aliento alcohólico y se metía en la cama sin preparar la cena del maestro. Por prescripción médica, Tadeo había dejado el cigarro y aplacaba la compulsión oral con unos caramelos sin azúcar importados de Brasil que le soltaban el estómago. Muchas veces, embebido en la escritura, olvidaba levantarse al baño cuando le venían los espasmos de la diarrea y se cagaba en los pantalones. Una vez entre a su estudio sin haberme anunciado y lo encontré con la mierda escurriéndole por los tobillos, en medio de un hedor nauseabundo. —¿Qué le pasa, maestro? —Nada –me respondió sin dejar de escribir– . Es que Perla no vino a limpiarme. No pararon ahí las criminales negligencias de su mujer. Más tarde supe de buena fuente que se había hecho amante de un instructor de aeróbicos, y a veces ni siquiera dormía en su casa. Distraído como siempre, Tadeo tardó largo tiempo en advertir sus ausencias, pues dormían en cuartos separados y la sirvienta se encargaba de llevar a los niños al colegio. Sólo bajó de su nube cuando Perla se largó con los niños, y eso porque ella tuvo la refinada crueldad de dejarle un mensaje pegado en la pantalla de su laptop. A pesar de haber pugnado por una literatura exenta de emociones, en el fondo Tadeo era un romántico y el abandono de Perla lo sumió en el desasosiego. No sólo tuvo un largo periodo de esterilidad creativa: de un día para otro se volvió ágrafo, a tal extremo que ni siquiera podía firmar cheques. Su hermana Celia vino desde México para atenderlo y, al verlo tan destrozado, tan vulnerable, se quedó a vivir indefinidamente con él. Resueltos los trámites del divorcio, Tadeo recuperó el don de la escritura. Parecía resignado a la soledad, pero su herida seguía abierta, si bien ahora era una hemorragia interna. Comenzó entonces a escribir su fulgurante y aciaga secuela de “Fugas”, textos crípticos y sin embargo diáfanos, irreductibles a cualquier clasificación genérica, donde parece describir la errancia de un alma en busca de la plenitud, o quizá S A T O R I Enrique Serna un descenso al infierno, pues la extraña conjugación del ruido y armonía lograda por el maestro admite una infinita variedad de lecturas. Como amigo de Tadeo deploro su derrumbe psicológico, pero como lector y crítico celebro que la angustia le halla arrancado este colosal aullido, necesario contrapunto para una obra que de otro modo hubiera sido demasiado cerebral, demasiado perfecta. En obsequio del lector transcribo un fragmento de la “Fuga número 2”: Luz del oído, medianoche solar, cúbreme bajo tu falda de serpientes, bajo tu negra falda de amores calcinados, oh, Diosa Infértil, oh, Perra guardiana del Infinito. Nones cabrones, nones para los preguntones, de tín marín de do pingüe, las arboledas se ensanchan, los volcanes gimen a la orilla del tiempo, basta de ultrajes, basta de ronroneos, aaaaaaagh, nnennnnepil, cucurbitáceas de tallo esbelto que arrojan su polen al viento, como perversas nínfulas de burdel... Al poco tiempo de haber empezado a escribir las “Fugas”, Tadeo empezó a adelgazar con una rapidez alarmante. Inquieto por su estado de salud, pregunté a Celia si estaba comiendo bien. —Mejor que nunca –me dijo–, hasta repite postre. Convencí a Celia de que debía llevarlo a México para someterlo a exámenes clínicos. Los doctores sólo le encontraron principios de anemia, causada quizá por sus extracciones de sangre, y Celia se comprometió a robustecerlo con licuados y vitaminas. Pero Tadeo siguió adelgazando hasta quedarse en los huesos. Vencidas mis reservas racionalistas, tuve que enfrentarme con la verdad: Tadeo se estaba diluyendo en palabras, sus fugas eran una especie de hipóstasis invertida, el milagro terminal de la carne convertida al Verbo. No se lo dije a Celia, pues jamás hubiera aceptado mi explicación, pero tengo la certeza de que Tadeo estaba dejando la vida en ese responso dirigido al vacío. A partir de entonces procuré visitarlo con más frecuencia. Lloraba de emoción cada vez que accedía a leerme un fragmento de sus “Fugas”, pues comprendía que cada versículo le había costado un músculo o una víscera. La noche de su desaparición Tadeo ya pesaba 35 kilos. ¿Acaso un enclenque como él hubiera podido forcejear con los supuestos secuestradores? Yo prefiero creer que esa noche alcanzó la comunión total con el Verbo y el hilillo de sangre que la sirvienta encontró en la computadora fue el último vestigio de su cuerpo transustanciado. Por supuesto, la familia Roffiel se aferra a la esperanza y aún tiene ilusiones de recuperar al desaparecido. No los culpo, sólo algunos espíritus selectos podemos comprender el sacrificio de Tadeo. La autoridad tardará mucho tiempo en darlo por muerto, pero yo me he cruzado de brazos: ya estoy recabando fondos en diversas instituciones de cultura para rendirle un homenaje en la Rotonda de los Hombres Ilustres. La falta del cadáver se puede subsanar con un entierro simbólico. Nada mejor para honrar al maestro que un epitafio sin tumba. De El Orgasmógrafo Plaza & Janés Editores, S.A. México 2001: 127 pp ABRIL - MAYO 2002 13 S A T O R I JEAN-PAUL SARTRE a 22 años. LA NAUSEA DEL CASTOR Samuel Castañeda En el callejón que encontré no existe el número que me dieron. Fernando Pessoa U n martes 15 de Abril por la mañana Simone de Beauvoir recibió una llamada de su hermana Arlette desde el hospital diciéndole: Se terminó. Era el cuerpo de Sartre que había dejado de existir víctima de grandes costras violáceas y rojizas. De hecho por falta de circulación sanguínea, la gangrena le había atacado el cuerpo. Era un destino que no podía modificar con ningún tipo de rebeldía. La aceptó sin poner trabas al cariño que lo rodeaba y satisfecho de su pasado. Sartre había dicho con frecuencia que no quería ser enterrado en el Pére-Lachaise entre su madre y su padrastro. Deseaba ser incinerado. Sus cenizas se depositarían en una tumba definitiva en el cementerio Mont-parnasse. 14 ABRIL - MAYO 2002 S A Pese a apoyar durante los años setenta a los grupos políticos de extrema izquierda, en 1977 se vio a declarar: Ya no soy marxista. En esa década, los abusos cometidos durante gran parte de su vida (bebía mucho whisky, fumaba dos cajetillas de cigarros diarios) se cobraron un precio a su salud. Su médico lo amenazó con amputarle primero los dedos de los pies enteros y finalmente las piernas si no dejaba de fumar. Sartre dijo que lo iba a pensar. Al final de su vida estaba casi ciego. Cuando murió en 1980 los médicos tuvieron que disuadir a Simone de Beauvoir, que estaba desconsolada, para que no pasara la noche tendida sobre el cuerpo. Aunque el prestigio intelectual de Sartre había sido eclipsado por el Estructuralismo y el Postestructuralismo, seguía gozando de una enorme popularidad. Las calles bullían de personas que querían saludarlo en su viaje final hacia el cementerio. Alrededor de diez mil personas seguían el féretro. Nunca ocupó una cátedra. Simone quedó sorprendida desde el principio por la pasión tranquila y arrebatadora con la que Sartre contemplaba su destino de escritor. No se había propuesto llevar una existencia de hombre de estudio, detestaba las rutinas y las jerarquías, las carreras, los hogares, los derechos y los deberes, todo lo que hay de serio en la vida. No se hacía a la idea de ejercer un oficio, tener colegas, superiores, reglas que observar e imponer. Sostenía que cuando se tiene algo que decir todo derroche es criminal. La escritura literaria era para él un fin absoluto; la razón de ser y quizás también la de todo el universo. Perseguido por una T O sombra de Apocalipsis, las ideas de sus obras, novelas y ensayos de filosofía siguen actuando como un revulsivo, desdeñando seriedad e invitando al lector a interrogar su ignorancia cómplice. Procedente de una toma de conciencia de la tragedia humana, la filosofía de Sartre se elabora de modo imperativo. Sus descripciones ontológicas son llamamientos, sus análisis políticos y sociales requerimientos y su moral una intimación. En efecto, la obra filosófica de Jean-Paul Sartre va acompañada de una obra literaria y una obra política. La filosófica es un intento de devolver a la filosofía su cualidad de pensamiento universal; un método de investigación que ayuda a la unificación de todo el conocimiento. Es, antes que nada, un método heurístico. Es una praxis para forjar los instrumentos intelectuales que precisa el hombre del siglo XX para conquistar su autonomía individual y colectiva. Hay una verdad humana cuyo sentido aún en la impotencia sigue siendo la libertad, que por medio de la diléctica analiza las ambigüedades de la sociedad moderna. Lo que no impide que buena parte de su obra no siga siendo, como dice el propio Sartre de la de Marx, la insuperable filosofía de nuestro tiempo. Su familia materna procedía de Alsacia-Lorena, zona del Este de Francia cuyos pobladores hablaban tanto el francés como el alemán. El padre de Sartre murió cuando él tenía apenas un año. Su abuelo tuvo mucha influencia en la formación de su temperamento. Cuando tenía doce años su madre se volvió a casar; sintió ese casamiento como una pérdida y una traición. Era de baja estatura, R I medía 1.57 metros. A pesar de ello era más alto que su padre. A los 17 años obtuvo su diploma de secundaria y comenzó una carrera de seis años en la Soborna para la Agrégation; el examen le permitía recibirse de profesor universitario de filosofía. Curiosamente, en 1928 no pudo aprobar el examen de la Agrégation; salió el último en su clase. Esta postergación de su carrera tuvo su lado bueno, ya que así conoció a una joven estudiante de filosofía llamada Simone de Beauvoir, que era inteligente, bella, amable con él. Se enamoraron e iniciaron una camaderia que duró toda la vida de Sartre; aunque nunca se casaron, prefirieron no convivir, tuvieron otros amantes y se trataron siempre de usted. En 1929, Sartre comenzó su servicio militar obligatorio, que duraría 18 meses. Cuando terminó, le ofrecieron un cargo docente en el Liceo de La Havre en la costa noroeste de Francia. Ahí empezó a manifestar su desagrado por la clase media a la que pertenecía. Odiaba a los intelectuales analíticos, a todos aquellos que siempre tienen a flor de labios los principios de la democracia, la igualdad y la fraternidad; como si profesar fuera practicar. Simone, a su vez, entró a trabajar en un Liceo de Marsella, al sur. Se veían cada vez que podían. En uno de esos encuentros en París, estaban bebiendo cerveza con Raymond Aron, un amigo de ambos que había ido a Alemania a estudiar Fenomenología. De pronto Aron se volvió hacia Sartre y le dijo: —Si fueras fenomenólogo podrías hablar de esa cerveza y hacer filosofía. ABRIL - MAYO 2002 15 S A Según de Beauvoir, Sartre palideció emocionado, pues ese método le proporcionaba precisamente los instrumentos que estaba buscando para comunicar sus pensamientos; le entusiasmo la idea de poder filosofar acerca de un vaso de cerveza, así que en Septiembre de 1933 se fue a Berlín a estudiar la filosofía de Edmund Husserl, creador de la Fenomenología. Al año siguiente volvió a su puesto docente y comenzó a incorporar a sus escritos las nuevas ideas fenomenológicas que acababa de descubrir. De hecho en su novela La Náusea, publicada a finales de los treintas, existe un análisis fenomenológico de un vaso de cerveza. La novela representa una negación de todos los principios antes mencionados, ya que para él, en la mayoría de los casos, esos postulados sólo son una máscara que en realidad no hacen sino ocultar el egoísmo. Sartre no odiaba a la gente, pero odia a quienes hablan siempre de caridad y oran piadosamente por el prójimo, mientras ponen especial cuidado en mantenerse en su propio nivel alejados de aquellos por los que oran. No es sorprendente que un filósofo que más tarde escribiría piezas teatrales, cuentos y novelas se excitara al descubrir que podría introducir un método para observar lo concreto en sí mismo y a su alrededor, para describir emociones y sentimientos, analizar la relación del yo con el mundo externo y el mundo mismo en cuanto es conformado en sí por el hombre. El método pretendía descubrir también las relaciones entre los hombres, los del hombre con el medio que los rodea y con el mundo, que se hallan más allá del reino de lo verificable. 16 ABRIL - MAYO 2002 T O El tema esencial de La Náusea es el de nuestra existencia concreta ¿Porqué razón y con que fin existimos? O, más, sencillamente, ¿Qué significa para nosotros existir? El hombre no está en el mundo como un espectáculo, sino que se halla en él ante todo para vivir. Friedrich Nietzsche sostenía que tanto los filósofos como los hombres sencillos se inclinan a menudo a creer que hay una estructura objetiva del mundo anterior a toda teoría que podamos sustentar acerca de su estructura, y que esta teoría es verdadera o falsa según describa o no correctamente tal estructura. Este es el pensamiento de la filosofía tradicional. Nietzsche pone violentamente en duda esta concepción de una estructura del mundo objetivo e independiente que los humanos puedan llegar a describir, así como la teoría de la verdad que afirma la existencia de una relación de correspondencia entre el mundo y las proposiciones que pretendan afirmar hechos acerca de él. Es la tarea de lo que llamamos hoy ciencia. En 1888, Nietzsche esbozó el prefacio para su libro La Voluntad de Poder, que aspiraba fuese su mágnum opus: “Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que vendrá, lo que ya no puede ser de otra manera: el advenimiento del nihilismo”. La fuente de este nihilismo, era para el filósofo polaco, el racionalismo y el cálculo; una disposición vital cuya intención era destruir la espontaneidad irreflexiva. En Nietzsche la crítica a la civilización se encuentra ya en sus primeras obras de juventud, sobre todo en El Origen de la Tragedia, R I donde se interesa directamente por el origen y el desarrollo de la tragedia griega. Los griegos, según Nietzsche, sabian muy bien que la vida es terrible, inexplicable y peligrosa. Pero aunque comprendían el carácter real del mundo y de la vida humana, no se entregaban al pesimismo volviendo las espaldas a la vida. Lo que hacían era transformar el mundo y la vida humana en arte y concepto. Por eso eran capaces de decir sí al mundo como fenómeno estético. Había, sin embargo, dos modos de hacerlo, las cuales correspondían a las actitudes o mentalidades apolínea y dionisiaca. Ahora bien, si aceptamos que la vida es en si misma un objeto de horror y terror, y que el pesimismo, es la actitud negativa de la vida, esto puede eludirse por trasmutación estética de la realidad; existen dos formas de hacerlo: una es cubrir la realidad con un velo estético, creando un mundo ideal de forma y belleza. Esta es la forma apolínea, que tuvo su expresión en la mitología olímpica, en las artes épicas y plásticas. La otra posibilidad –la dionisiaca– es la que afirma triunfalmente y abraza la existencia en toda su oscuridad y horror; y su forma peculiar es la tragedia. La tragedia transforma realmente la existencia en un fenómeno estético, pero no la cubre con un velo, sino que la exhibe en su forma más real y en consecuencia la afirma. En Nietzsche la crítica de la civilización se encuenta en lo que ahora vivimos: el mundo apolíneo. Que es el resultado de una cantidad de errores y fantasías que han surgido paulatinamente en la evolución como entes sociales. La ciencia no puede conducirnos más allá de la apariencia, a la cosa en S A T sí. La tarea de Nietzsche será por tanto el desmenuzamiento del hombre moderno que ha llegado a ser totalmente apariencia: no se hace visible en lo que representa, sino más bien se oculta en esta representación. El Nihilismo es, pues, la representación apolínea del hombre moderno que lo llevará a la autodestrucción. Este discurso total y unificador tiene su fiel reflejo en el proceso emancipado de la vertiente burguesa, que se alimenta de los postulados de la revolución francesa, las doctrinas sociales del liberalismo inglés y del idealismo alemán. El fracaso de esta razón burguesa, o del estado burgués, se pone de manifiesto a lo largo de los siglos XIX, XX y principios del XXI en todos los aspectos deshumanizante y alienantes de la sociedad capitalista. Esta racionalización –economía Jean-Paul Sartre (1905-1980) capitalista, burocracia, y ciencia empírica profesionalizada – muestra que la sociedad no conlleva ninguna perspectiva utópica, de cualquier signo que esta sea, sino más bien conduce a un aprisionamiento progresivo del hombre moderno a un sistema enajenante, que se traduce en un crecimiento irreversible de la reificación y cosificación. Todo se reduce a una aceptación acrítica de los hechos. Vivimos en una sociedad totalmente administrada y que resplandece iluminada como símbolo de triunfal desventura; ha quedado paralizada por el miedo a la verdad. El individuo desaparece ante el aparato al cual sirve y se ve reducido a cero. Se considera como algo inútil y superfluo aquel pensamiento que no sirve a los intereses de un grupo constituido en base a los objetivos de la producción industrial. Tal decadencia de pensamiento fomenta la obediencia a los poderes establecidos, representado por los grupos que controlan el capital. Ser un hombre útil siempre me ha parecido algo totalmente espantoso; declaraba Baudelaire. La O R I utilidad, el racionalismo y el materialismo (concepción apolínea) son estériles, y el burgués no tiene vida espiritual; sólo sustentan metafísica del crédito basado en un catecismo del confort, que lo llevan a una acumulación suntuaria del consumo, la desigualdad ya no física sino también fisiológica caracterizada por una tendencia apetitiva a un implacable despilfarro de recursos y a la institucionalización de la envidia. Ante este escenario de conocimiento racionalista y de economía domesticada, los individuos se aferran al deseo de incentivos materiales rompiendo cualquier utopía como ideal trascendente o rebelión poética. Jean Paul Sartre muestra esta preocupación en La Náusea; desarrolla la idea de que el hombre presenta lo que es y considera al mundo que lo rodea, sintiéndose invadido por un sentimiento irreversible de lo absurdo, de la náusea, y de la angustia. Sentimos lo real como absurdo porque reconocemos que somos incapaces de explicar su existencia. Todo lo que existe, nos parece, existe sin razón, sin principio, sin fundamento; la ciencia nos dice: este árbol nació de esta semilla, esta roca está hecha de materia. ¿Pero, porqué hay semillas, materia? ¿porqué existimos nosotros mismos? no lo sabemos. Por lo tanto, todos somos en cuanto a seres que existimos, seres absurdos, gratuitos, cuya existencia nada justifica. Es como si estuviéramos de más. Esta reflexión es la que se le impone de pronto a Roquetin, el héroe de La Náusea. El sentimiento de lo absurdo tiene otro significado: puesto que las cosas no tienen razón de ser, podrían muy bien ser totalmente distintas, o tomar de pronto, sin razón, un aspecto totalmente distinto. Por lo tanto no son lo que parece ser en apariencia, todas las propiedades que les atribuimos, las diferencias y las relaciones que vemos entre ellas no existen sino en la superficie, no son más que barniz, un decorado de cartón. Si raspamos el barniz, sacamos el decorado y, lo que obtenemos frente a nosotros no es sino una masa existente sin forma definida, viscosa y pastosa como una confitura. Se objetan los preceptos de la ciencia. La ciencia es la ciencia de la decoración, que sólo tiene una realidad ilusoria; que no es quizá sino un producto de nuestra imaginación y no de la ciencia de lo real en su estructura fenomenológicamente profunda. Por qué en el fondo, no existen ni las formas inmutables de las especies, ni las leyes inmutables; en suma, nada de lo que quiere hacernos creer la ciencia. Este es por lo tanto, el sentimiento de lo absurdo, que pasando por los preceptos de la ciencia, nos ABRIL - MAYO 2002 17 S A permite ver todas las cosas desprovistas de la razón de ser y por consiguiente gratuitas e informes que generan la náusea. La náusea es la repulsión de asco que sentimos frente a lo real cuando nos damos cuenta de su absurdo fundamental. Es lo que el hombre y Sartre experimenta frente al mundo contemporáneo. Es fácil reconocer que Sartre está en franca oposición a la filosofía tradicional que reconoce generalmente a lo real tres valores: Verdad, Belleza y Bondad. Lo real es Verdadero, lo que significa que es comprensible a nuestra inteligencia; es decir, que podemos encontrar una razón para vivir en la esperanza de lograrlo cada día mejor. Es Bello, lo que significa que cada objeto tiene algo en él de calidad superior que tiende a elevarnos. Y finalmente, es Bueno, es decir que se nos da generosamente para proporcionarnos felicidad, al punto que tenemos que contar con él para vivir. Por lo tanto el absurdo es la negación de la Verdad; la náusea, la negación de la Belleza y la angustia la negación de la Bondad. La originalidad de Sartre subrayada por el título del libro, reside a la importancia que da al sentimiento de la náusea; lo convierte en el punto de partida de la síntesis de la filosofía de la negación; en oposición a la filosofía clásica de la afirmación de los valores apolíneos, subrayando esta verdad: que basta renunciar a encontrar una razón de ser a nuestra existencia en el mundo para que instantáneamente nos sintamos ahogados en lo absurdo, la náusea y la angustia. “Toda conciencia es conciencia de algo. Esto significa que no hay conciencia que no sea la posición de un objeto 18 ABRIL - MAYO 2002 T O trascendente; o, si se prefiere, que la conciencia no tiene ningún contenido.” La influencia del trasfondo constituido de Sartre en La Náusea parte de varios puntos filosóficos. De un lado su herencia Cartesiana, la Fenomenología de Husserl, Heidegger y la filosofía de Nietzsche pasada por la óptica del autor de El Ser y El Tiempo. Cuando la paz se acabó el 3 de septiembre de 1939, Francia e Inglaterra le declaran la guerra a Alemania, Sartre debió de reingresar al ejército. Su división fue enviada al este de Francia, donde trabajó para el servicio metereológico remontando globos a fin de verificar la dirección del viento. Sin embargo, la guerra no interfirió con su productividad; empezó a escribir una larga novela La Edad de la Razón publicada en 1945; además de leer a Kierkeggard, filósofo danés del siglo XIX. En esta novela Sartre nos describe la sociedad tal como él la ve. Y eso no es bello. La intriga de La Edad de la Razón es sencilla y revela el clima de la obra; son personajes que no reconocen ninguna ley moral. Exteriormente mantienen relaciones amistosas, pero se detestan y se complacen hiriéndose mutuamente y haciendo sufrir a los demás con argumentos totalmente pueriles. Lo que no pueden soportar es que alguien piense en ellos durante su ausencia. Piensan que es intolerable ser juzgado así, odiado en silencio. Sartre protesta ante los tres tipos que existen en dicha sociedad. Los sinvergüenzas, los cobardes y aquellos que pretenden vivir sin comprometerse jamás. Los primeros son el tipo de hombre que más parece detestar a Sartre y al que ha atacado en La Náusea. R I Los sinvergüenzas son los burgueses satisfechos, inaccesibles a la náusea y a la inquietud. Creen en un orden natural inmutable que justifica su existencia y les confiere dignidad superior, al punto de que consideran muy naturalmente a los seres como gentes que deben estar a su servicio. Los segundos –los cobardes – son aquellos que se aferran a una tabla de naufragio sencillamente para darles una meta a sus vidas, sin verdadero amor y sin convicción inicial. Se liberan fácilmente de la angustia de la libertad y terminan por creer en valores trascendentales escritos en el cielo. Y los ausentes de compromiso, que solamente se dedican a salvarguardar su libertad negándose a todo compromiso. Ser libre es causa de si mismo: decir soy mi propio comienzo. He ahí la frase que lo exalta. Pero cada día se da cuenta que estas ideas son ideas que no dan fruto, palabras vacías y pomposas, palabras enervantes. En realidad es libre para nada. Aún su misma libertad no es sino ilusión. Los personajes de esta novela están tentados a renunciar a la libertad que produce enfrentarse al mundo y acceden a lo que Sartre llama la edad de la razón. Pero la salvación no está en la edad de la razón; está en un compromiso libre frente a una vida libre. Sartre ha escrito que la vida humana comienza al otro lado de la desesperación. El pensamiento filosófico de este pensador francés nos invita a reflexionar y no ser uno más de los personajes perdidos en el camino de la generalización y de la disolución. S A T O R I La temática de Juan Manuel Orbea nos hace recordar a escritores como Chéjov y Gogol. Sus preocupaciones por la vida sucesiva y trivial enmarca en sus personajes la mediocridad ansiosa y resignada. El cuento que presenta resume el momento sublime en la vida de un idiota. LA IMPREDECIBLE SUERTE DE UN PAR DE TENIS DE BOTITAS Juan Manuel Orbea E ra una de esas noches en que, por bizarra razón, reinaba el silencio. Como tantos otros barrios de la ciudad, éste se caracterizaba por el típico (un término decepcionante aunque necesario) modo de vida infrahumano, ahí, como al filo de una hoja de papel estaño. Frecuentemente, en ese lugar en las entrañas olvidadas de la mega urbe, es donde se escenifican muchos cuentos, relatos de cuidado. Alguno de ellos, destinos cruzados al azar con finales impredecibles, para reír, para llorar. Sin embargo es en serio aquello sobre que todos acaban por acostumbrase a lo que la vida cotidiana les ofrece. Buenas o malas pasadas las tienen todos. Así como cualquiera puede ser víctima del infortunio o, porque no, ser el elegido, el afortunado ganador del premio mayor. La suerte, después de todo, es un factor decisivo para que eso poco o casi nada que se sueña cual si fuera auténtico, se convierta en algo real. Eso, y mucha necedad para darle pelea a la vida, es lo que hace que la gente no pierda la memoria y continúe siendo protagonista de sus historias y/o relatos. Por supuesto, nada de esto pasaba por la mente superviviente de Chucho, aunque quizás, por qué no, tal vez en el inconsciente, él tenía una leve, magra, noción de esto y más. Chucho, fiel a sus costumbres, caminaba en aquella forma que sólo a él podía caracterizar: un poco a la John Travolta y con ciertas ínfulas, tan sólo eso, de Michael Jordan. Además de aquel peculiar andar, tenía otra habilidad: daba una pitada a su cigarrillo y, simultáneamente, cual acto de magia, silbaba cualquier tonada. Vaya a saber como lo hacía. Se notaba bastante contento, de seguro porque sólo hacía no hace mucho consiguió el trabajo que buscaba de tiempo harto atrás en un taller mecánico. Con éste ya eran cuatro intentos de demostrar que si servía para arreglar coches. La cuestión siempre se le había visto interrumpida a la mitad, en el ya merito, sobre todo por difícil carácter que nunca congeniaba (la mentada incompatibilidad de caracteres en su versión laboral) con los dueños de esos centros de grasa, llantas, tornillos y estopa. Sin embargo ahora todo era diferente. Las dos semanas que había ido a trabajar, fueron suficiente carta de recomendación para ABRIL - MAYO 2002 19 S A T O R I LA IMPREDECIBLE SUERTE... demostrar que en serio podía con la mecánica tarea. El dueño se percató luego rápido del empeño y dedicación de Chucho. Por eso, además de su primera quincena, el tipo le abandonó una pequeña compensación (un acto de inaudita generosidad en alguien de su calaña). Y, así pues, al salir de trabajar aquel día quien detestaba que le llamaran Jesús, ya tenía bien mucho en mente lo que quería comprar: comprarse unos tenis de botita, imitación Air Jordan, a los que les traía ganas de tiempo atrás hace. Un agujero del tamaño de la suela de sus actuales tenis se lo suplicaba a rechinones y a cada ruda frotada de sus pies casi descalzos contra el pavimento. Una vez que sus nuevos tenis recubrieron la más extrema parte de sus extremidades, Chucho sintió que nadie le ganaría a bailar, a caminar, a jugar y ser el ganón en el básquet de los domingos con la banda de Santa María la Ribera, y, por qué no, a correr, a salir corriendo como quien corre tan sólo por correlón, por correr en por su libertad, por su propia vida. Un teléfono público en proceso último de destrucción funcionó, aún, para que pudiera marcarle a la Carmen. Espero hasta el octavo timbrazo, pero ni con eso contestaron. En vista de que la Carmen esa noche no estaba en disponibilidad para darle compañía y todo aquello otro que engloba discretamente este término, se decidió a caminar y caminó un rato, largo, tendido, a gusto. Y de paso, además, pudo poner a prueba a sus tenis nuevos, deambulando sin rumbo en busca de algo o alguien, lo que fuere, en que distraerse en aquel viernes de pagos quincenales. Al pasar por una vinata abierta, la mente comenzó a trabajar sobre cómo resolver el asunto de la distracción y el aburrimiento, es decir, distraerse para no aburrirse. Una pachita de Bacardí y una cajetilla de Marlboro (decía que cuando tenía lana había uno que beber y 20 ABRIL - MAYO 2002 fumar de lo mejor, dejando sus Faros para otra ocasión) fueron la solución elegida. Al rato de seguir caminando, llegó por llegar sin saber cómo había llegado a una vieja vecindad ya conocida por él que quedaba a dos cuadras del taller. Se sentó en la entrada y, con la confianza del que se siente seguro del terreno, cual si fuera un bebedor perro callejero, le entró a la pachita así nada más, de solapas, sin chéiser ni parecidos que engañaran el sabor del alcohol y su interesante proceso embriagador. Los minutos, que en algún momento fueron segundos y llegaron a ser horas, le permitieron presenciar cómo le cambiaba el estatus del sobrio, por el de la desinhibición efervescente. Un espectáculo para él, incomparable digno de observarlo detenidamente por uno mismo, es decir, por aquel que se está emborrachando. Por la calle, raro extraño a esas a horas, venía caminando la figura de una mujer. Una mujer. Según la perspectiva de Chucho, “Nada mal, me cai que nada mal”. La mujer, La Mujer, llevaba rumbo de la misma vecindad, y Chucho se puso algo nervioso sin tener motivos, al menos no los tenía aún. Justo al pasar por el marco de la puerta de entrada la muchacha se detuvo. Él levantó la mirada desde los pies a la cabeza de la mujer, La Mujer. Ésta y ninguna otra, se acomodó el calzón como se acomodan aquellas mujeres, mujeres como ella, los calzones: incitando, insinuando, invitando. No pudieron ninguno de los dos evitar mirarse a los ojos. Él, entre nervioso y torpe, se hizo a un lado para dejarla pasar. La mujer, La Mujer, con una risa apenas perceptible, entró paso a paso cachondo dejándose ver por el otro, el Chucho, no sólo la región de la tanga, sino la humanidad cárnea entera que se portaba voluptuosa, proporcionadamente. Por un momento, y es que en algo podía decirse que era supersticioso, Chucho creyó S A T O R I Juan Manuel Orbea que la fortuna, si acaso no se equivocaba, había llegado de la mano de Air Jordan, bueno, de su clon, la copia no tan peor. Y cuando él fantaseaba con lo que habría podido hacer con esa mujer, escuchó un taconeo rítmico, más bien, atrayentemente obvio. Al girar al ver por entre la penumbra de la vecindad, él no tuvo ninguna duda que la silueta pertenecía a esa mujer, La Mujer. Sin embargo, Chucho, no se movió hasta oír de nuevo el taconeo, como si éste fuera parte de las percusiones de un grupo salsa tropical, merengoso o algo semejante. Y por supuesto que lo estaban llamando a él y nadie más que a él. Entre un manto desordenado de sucios y libidínicos pensamientos, Chucho llegó junto a ella. La mujer, La Mujer, que más tarde le diría que se llamaba Micaela, La Micaela, lo tomó de la mano y lo condujo en un silencio dudoso escaleras arriba. En el cielo la luna se escondía en algún lugar del cosmos, y por lo menos esa noche no sería testigo de nada. Antes de entrar al departamento ella se paró en seco y giró a ver al Chucho que, con cara de éxtasis prematuro, esperaba obedecer el siguiente paso a seguir. El paso que fuero, pensó. La belleza de Micaela, La Micaela, pero también y sobre todo la mujer, La Mujer, resaltaba aún más provocadoramente con ese vestido que le colgaba de un lado como si fuera un maniquí que deseaba arreglarse el modelito mal acomodado pero que no puede porque no tiene vida, y porque sabe lo que es, esto es, un maniquí, y con eso le bastaba. Sin embargo Micaela sí tenía vida, y sí sabía que tenía más que ofrecer, y sí, estaba jugando bien jugando con él. Después, entre el inexacto ruido de sirenas, gritos y otros sonidos urbanos difíciles de describir, que ahuyentaron de pronto el bizarro silencio que había reinado hasta el momento, se besaron por un largo rato, un beso de babas compartidas, lenguas gladiadoras y mordidas canínicas. Un beso fílmico, de película XXX. Ese beso había sucedido antes de consumar el fuego sudoroso que ya ardía en decibeles eflúvicos, ahí, en sus sexos inquietos doy - das, sí, más allá del sudor piel y respectivas emanaciones líquidas. Chucho, en algún momento, miró a sus tenis nuevos, y aunque fuera una estupidez, les guió el ojo y los sintió bien sentidos en sus pies empaquetados. Yacían extenuados sobre la cama. Sus miembros transpirados pedían un descanso, una tregua siquiera. Micaela prendió un cigarrillo y lo compartió con él mientras le contaba ciertos detalles: qué hacía, cómo había llegado hasta ese lugar de su vida y todos los etcéteras rituales. Chucho a todo asentía con su cabeza a la vez que, sin hacerse notar, miraba detalladamente el lugar donde estaba. Sólo una cosa lo ponía algo nervioso: la Micaela tenía un hombre que la mantenía, claro, ella le respondía siempre, según le decía en ese momento aquél. Le tranquilizó saber a Chucho que el desconocido hombre no llegaría de improviso. Todos los viernes iba a jugar a las cartas. Y aunque él quiso saber más sobre el tipo, ella no le dio tiempo, se lo impidió en vista de que ya estaba arriba de él besándolo por donde se pudiera y hasta donde no, buscando ávida su miembro y su poder climático, excitante, hipnótico. A Chucho no le quedó otra salvo que satisfacer por enésima vez a su nueva amante. Luego de la tormenta sexual, de sesenta y nueves, perritos y “palos” clásicos, justo en ese lapso de tiempo entre quedarse dormidos, Micaela le preguntó por curiosidad el porqué tanto empeño de dejar sus tenis amarrados entre sí. El contestó casi roncando: “Por pura suerte nomás”. Dormían entrelazados. No lejos de ahí, se escuchaba el paulatino paso a paso de ABRIL - MAYO 2002 21 S A T O LA IMPREDECIBLE SUERTE... alguien. El sueño ligero de Chucho lo hizo levantarse desconcertado. Por un instante le echó toda la culpa al sueño, sin embargo, al oír que abrían la cerradura del departamento, pensó que era un pendejo por estar ahí sin haber tomado las precauciones debidas; de menos mínimo haber sido cuales podrían ser las salidas de emergencia por si las moscas revoloteaban en su destino. El sobresalto suyo hizo despertar a Micaela que continuaba no el quinto, sino sepa a saber en cuál de los niveles del sueño porqué, por un instante, pareció que de plano no se despertaría jamás. Cuando por fin abrió ojo, Chucho rápido, con una habilidad de síntesis envidiable, la puso al tanto de la situación. Al parecer, quien fuera que sea, todavía lidiaba con la cerradura. Primero tuvo que pasar un bostezo y estiramiento total para que Micaela respondiera a la pregunta de Chucho sobre quién podría ser: “El único que tiene llave de aquí además de mí, claro... Es mi hombre”. Al oír esto, Chucho, casi de un mismo movimiento, saltó de la cama (recordó de súbito a Jordan en aquella final contra Los Lakers), y se puso los pantalones y la camisa a medias poner al tiempo que ella iba a interceptar al inesperado arribo. Antes de ir al encuentro de su hombre le dijo que se fuera por la azotea. La cara de él, entre incrédulo y realista, lo dijo todo. Entonces Chucho, angustiado desde los calcetines hasta los cabellos despeinados, decidió poner fin a la batalla que libraba con sus ropajes en vista de saber que el famoso hombre había logrado entrar y que ya enfrentaba a ritmo de hipo alcoholíquido a su protegida, a La Mujer, Su Mujer. Cuando subió por las escaleritas hacia el techo notó, claramente, gritar al hombre desconocido y sintió algo raro: esa voz ya la conocía. Terminó de subir adolorido de los pies; no había tenido 22 ABRIL - MAYO 2002 R I Juan Manuel Orbea tiempo de ponerse los tenis relucientes que llevaba en la mano. Chucho tuvo que aceptar de inmediato que su única salida era saltar los dos pisos que lo separaban del techo y la tierra firme, allá abajo, duramente pavimentada, auténticamente su única salvación. Cuando quiso ponerse por segunda vez sus tenis, apareció en toda su humanidad el perseguidor. Se miraron frente a frente, reconociéndose. Chucho no tuvo ninguna duda de quién se trataba. Era él, el mismo, ningún otro. El hombre, tambaleante más no por ello ciego, no era otro que el dueño del taller empuñando un revólver plateado, deslumbrador. Sin pensarlo más, Chucho no tuvo otro remedio que saltar al vacío tenis en mano, a la vez que se escucharon tres tiros al vacío perdiéndose en la incertidumbre de su destino final. En la penumbra de la calle, producida por la ausencia de luz luego de tornarse el farol con uno de los estallidos, se movía el bulto de Chucho. Todavía adolorido buscó los tenis sin éxito. Al mirar hacia arriba vio que colgaban del cable telefónico (una vez más Jordan en todo lo alto, alcanzó a imaginar). Si de algo estaba seguro, era que no sólo había perdido los tenis sino, y no tenía que ser demasiado inteligente para haber llegado a esa conclusión, también su trabajo. Sin embargo, ese no era el momento de quedarse a pensar en tonterías, detalles insignificantes para ésa su súbita y novel realidad. Ahora sólo debía de correr, salir corriendo con todo lo que le daban sus piernas correlonas en pos de la libertad, descalzo y a la intemperie citadina, pronto muy pronto, para salvar lo único que aún tenía. Y eso, eso no podía ser otra cosa que su propia vida. Ganador del Concurso Nacional de Cuento Gerardo Cornejo 2000 S A T O R I DE LUNES TODO EL AÑO De Fabio Morábito Rodolfo Duarte Morábito en la ciudad encarna al peregrino constante, voyeur, que evoca infancia y juventud solo para saber que lo que nos constituye no es una fidelidad, ni una plenitud siquiera, sino huecos, vacíos que jamás llenan. Un caminante perdido para siempre a la más perfecta regularidad y el recuerdo. Uno lo puede imaginar andando casi sin retraso, callado (como quien cuenta los pasos mentalmente). Una lección: “Hundirse en el anonimato,/no contestar saludos,/aligerarse como un corcho”; algo lo distrae, observa, avanza nuevamente (la medida es inútil pero posible: “mis huesos cambian de dolor/cada cien metros/y nadie sabe lo que yo lo que es un kilómetro.”); gira en redondo, sabe que cada paso cuesta, que la nostalgia del pasado está en lo ido: “a veces un beso”, “un edificio”, “un dato más o menos frío de la existencia”. Y de lo nuevo, la nostalgia por venir (asunto exclusivo de nuevas generaciones), se hace ahora en casas INFONAVIT, McDonalds y Blockbuster video. Digo esto, y me viene algún texto de José Emilio Pacheco: Foto: Daniela Morábito esde la aparición de su primer libro de poemas Lotes baldíos (FCE, 1984), Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955) daría a conocer temática y voz peculiar de lo que sería su obra posterior. Una poesía, notaría Ignacio Helguera, “narrativa y con tendencia a la mesura”. Morábito es un poeta que nos permite ver su cosmovisión de la ciudad de México. Una ciudad reducida a polaroids: “los pleitos entre el hombre/y la mujer del cuatro,/el niño que berrea del once,/la radio eterna del catorce,/el taconeo nocturno/de los de arriba”, los columpios, los perros, el ruido, las parejas eternas que arden y reconcilian bajo el Discurso del Método. La ciudad de Morábito deja entrever las situaciones varias que nos permiten entenderlo: el lugar primero, el de la mera existencia y el espacio. La demografía como ombligo, como idea de centro que toma o pierde fuerza en la medida que se expande. Una orilla, otra, arriba: aquí “cada uno piensa que los otros son el suelo”, ese algo quizá “para sentirse vivos”. Ante éste hecho “¿quién logrará salir sin daño?”, ¿quién queda sólo con sus argumentos?... A estas alturas (del espacio físico si se quiere), la ciudad se ha convertido en un acto sucesivo y gregario. Pero así mismo, en una imagen divisible: “se fueron los boy scouts,/entrenan en el parque.../ buscan al enemigo eterno/que no encuentran/y en las bifurcaciones/se dividen,/se adentran en lo ignoto,/y en cada división/se agranda el bosque,/se agranda el miedo,/el bosque se bifurca/en otros bosques./Un nuevo bosque empieza.../un árbol que es un bosque (...) Ver estas imágenes me recuerdan aquel argumento de Zenón sobre lo interminable de cada espacio, que, por ser infinitamente divisible, es eterno. La ciudad como síntesis de lo uno y de lo múltiple. “Demolieron la escuela, demolieron el edificio de M a r i a n a , demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Terminó esa ciudad. Acabó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa. De ese horror, quien puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola...”. Fabio Morábito D Para Francisco Duarte Castro y Carolina Muñoz Amparano ABRIL - MAYO 2002 23 S A T Mi cita no es gratuita. La lente de Pacheco va a una: la desmemoria. El objeto memorioso que, al sucederse perdido, nos abdica de todo recuerdo y dolencia. Negar, o bien olvidar el objeto es siempre no pensar. Morábito mira este hecho y nos advierte: Este edificio no contenta a nadie, está en su época de crisis, de derrumbarlo habría que derrumbarlo ahora, después va ser difícil. En otros poemas, Morábito ve el otro flanco de los hechos y, perder algo es recuperarlo verdaderamente, romper con el mutismo, sobre todo de objetos y gentes que ya no tenían nada que decirnos: Los tíos mueren lejos (...) Tal vez espero que los otros mueran para amarlos, para entenderlos... Sus últimos versos nos hacen recordar a Borges o Gonzalo Rojas, donde el acto de evocar equivale a trasmutarlo todo. El tiempo del poeta, sin duda, el de la existencia sucesiva e individual (aunque firme siempre en un nosotros). El tiempo cíclico aquí es imposible. Su negativa va en relación al sentimiento: un tiempo circular que, visto desde la nostalgia, es un tiempo inexistente: una época... idéntica, invariable, como diciendo soy la misma y ustedes son los mismos, todo es lo mismo para siempre y el tiempo no dio un paso desde entonces, ya no le creo... El poeta no brinda necesariamente argumentos lógicos o vitales a la vivencia, y solo ve en ésta un hecho irreversible. Espacio y tiempo como cronometría del aniquilamiento. Si el poeta niega lo circular el voyeur acepta lo atemporal y arquetípico. El caos con perfeccionamiento del orden. La ciudad que transforma y crece, pero siempre atada a sus inercias, “a la voluntad común”: “conforme el edificio crece/ 24 ABRIL - MAYO 2002 O R I suben de altura,/pisan su propia obra,/no tienen dudas,/saben que el mundo existe/y que es difícil.../ Lo saben sin pensar (...). Bertolt Brecht, escribió: me parezco al que lleva el ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo era su casa. Morábito cabría aquí con una alteración: me parezco al que lleva el ladrillo “hueco” consigo para mostrar al mundo cómo “se llega a saber todo de los otros”. Ese otro que bien podría recordarnos a aquel poemita de Jaime Sabines, Tarumba ¿recuerdan? “En este pueblo (...)/Me aburro./Todo lo sé, lo adivino, lo siento./Conozco los matrimonios, los adulterios,/las muertes”. La ciudad que a pesar de todo, sigue siendo demasiado pueblo. La “tribu” se junta y dispersa y va más allá del caos y la demografía. Los otros como, multitud donde se engendra el infierno y el descanso: “tal vez para los pájaros/juntarse muchos/es descansar del vuelo,/ como sentarse,/como cruzar la pierna”. Finalmente, el caminante llega a casa. La casa que aparece como inventiva poética y que da lugar a los más diversos mitos; por eso, “mejor no tener casa/ que vivir en ella como ciego”. La visión metafísica de Morábito, me parece, muy símil a la presentada por Bergson en su Evolución creadora; instinto e inteligencia se unen y lo sujetan a orientaciones constantes de casa. El instinto está cerca del objeto, pero exige de distancia para ser precisado y entendido a fondo; distancia que acorta la inteligencia, así nunca logre “dibujarlo” del todo: Hay una bestia adentro que me seca, se mueve por arterias, no por venas, por eso soy incapaz de dibujarla, sólo la intuyo... La casa: “el viejo vicio de creer en la experiencia”. El hecho simple de construir e iniciar la fuga; de dejar un “clavo” a las paredes, “un rincón”, “un estropicio” que jamás sabremos “resolver”. CC