LA FUGA - Angelfire

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LA CASA
Francisco Hernández
Ésta es la casa donde nadie respira, éste el recinto donde el
olor de las azucenas impregna mecedoras y pabellones,
corbatas fungosas colgadas en anzuelos, escudos de linajes
antiguos donde los gallos de pelea y la miel de caña hacían las
veces de avanzada de mercenarios y pantanos fronterizos.
Ésta es la casa donde la humedad cala huesos y agudiza el
reumatismo de los fantasmas, que a mediodía salen de los
libreros para fundirse a los retratos y ver la vida otra vez con
el respaldo de una cara.
Ésta es la casa donde las voces tienen cuerpo, donde se oye
el susurrar de loas en labios de mujeres que alguna vez fueron
de piedra y sollozaron bajo un guayabo en brazos de un
amante de piedra.
Ésta es la casa donde sólo las lágrimas tienen sombra, donde
el sabor a yeso de los remordimientos desajusta postigos y
remienda la lona de los catres plegados por el abandono.
Ésta es la casa donde el olvido ha cavado su tumba, donde
nadie se besa ni se injuria, donde la música no entra porque
no hay muslos que se abran para recibirla ni extremadas
rendijas por donde pueda penetrar el viento.
Ésta es la casa que los ciegos evitan porque en ella se pulen
urnas cinerarias, se escuchan disparos de escopeta, gritos
desaforados y una revoltura de animales de monte que se
azota contra las paredes presintiendo el regreso de los
cazadores.
Ésta es la casa y tengo que tocar a la puerta.
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LA EXPRESIÓN
DEL TRAMPANTOJO
Foto aparecida en La Jornada Semanal
del 20 de junio de 1999
César Arístides
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o es necesario indagar en los tratados
de la desesperación para sumergirnos en
la poesía de Francisco Hernández, aunque
debemos advertirlo: en su trabajo la desolación
y la amargura nos retan descaradamente, mojan
nuestros temperamentos con aguas recogidas
en distintas provincias geográficas y
emocionales, líquidos/licores de San Andrés
Tuxtla, Borneo, Praga, Baltimore, la vulva
enigmática, el sudor de la fiebre, el anís
resbalando por los muslos. Sus piedras de
toque se encuentran en el pantano o la casa
bautizada por el olor de las azucenas, en la nieve
milagrosa de los suicidas y también en los
recuerdos azotados por el mar; y aunque con
fiera insistencia el poeta sostenga que no
regresará jamás, vuelve, levanta la melancolía,
la sacude, la calza, la penetra, le reza, le llora,
se afana en bruñirla, inaugura su diálogo, la
pasea en el parque, le promete el cuerpo y el
aliento: estructura la trampa
La simbología poética centrada en
Antojo de trampa no requiere explicaciones,
nutre la paradoja y sus virtudes afirman sin
ataduras, mientras más se añora el aislamiento,
mayor es el número de metáforas que vigorizan
los delirios de Francisco Hernández, gracias a
sus evocaciones encadenadas a lo maligno, al
azoro y a la burla; atentas al soliloquio erótico
o demencial, al movimiento de las manos
negras, los gestos negros o las voluptuosidades
negras para iluminar lo sombrío, crece y se
desborda –como un río enfurecido– su
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Francisco Hernández
discurso, sin permitir ninguna contradicción
lírica nociva a esta poesía de baja/densa
temperatura, en la que los dictados de la prosa
poética, el verso desnudo, vigorosamente
ceñido y la contención en los ámbitos
experimentales permiten anclar en varios
puertos, aterrizar violentamente en las
estaciones del año y más, volar sobre las
heridas. Emprender el recorrido por estas
referencias intensas es lúcidamente
inquietante, a lo lejos, mujeres rotundas
presumen sus virtudes, de cerca
comprobamos, son pájaros mutilados; se
escucha en la penumbra el fragoso
encantamiento de dos cuerpos, pero al
encender la candela, aclaramos el lecho donde
duerme la peste.
Esta Segunda Antología Personal se
encarga de trasvasar estas celebraciones, las
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combina fríamente con agonías y locuras,
ritmos caribeños y las sombras de Mahler y
Schumann; sazona caldos ácidos y quema las
jaulas. Desde la oscuridad humorística, terca
e insinuante, la remembranza mortal cosida a
la obstinación de los días llenos de agobio en
Gritar es cosa de mundos, Portarretratos
y Cuerpo disperso; hasta los meses calados
por las flores sexuales, las artimañas rabiosas,
el cuaderno de reflexiones astrales y la
evocación caliente, jugosa, lacrimal, de frutas
con sabor a salvación, de Mascarón de prosa
y Antojo de trampa –que con las “Respete
las señales”, “Poetografías” y “Antojo de
trampa” conforman un libro independiente,
bien puede llamarse Trampantojo–, sin
soslayar el guiño macabro de Textos
criminales, el terruño y sus ahogados en Mar
de fondo, los homenajes y los extractos de una
sinfonía enervante de Oscura coincidencia y
En las pupilas del que regresa, para llegar,
luego del reconocimiento de un ritmo frontal,
una voz que emplea estrictamente el lenguaje
de la convalecencia o el cinismo, la gloria y el
caos; a la memorable trilogía sólidamente
estructurada por Cuaderno de Borneo, Habla
Scardanelli y De cómo Robert Schumann
fue vencido por los demonios, en esta Moneda
de tres caras –sin duda los trabajos del poeta
más aclamados; considerada por muchos
críticos como la consumación, la summa–, los
rostros en el espejo, la mariposa negra y el
ángel extraviado de sus sueños, llenan con voz
poética, encabalgada rigurosamente, las
naciones del desamparo, se inscriben en
distintos tiempos y escenarios sin ninguna
piedad.
No propongo en este comentario
elaborar una guía de fondo y forma, estructura
y símbolos, sobre la obra de un escritor
ascendente, la prueba más fiel de esta elevación
se confirma en el repaso de sus textos: desde
el primer volumen publicado en 1974, hasta
esta recopilación con la propuesta de los
poemas más recientes, resulta evidente un
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crecimiento de tensiones y experimentos,
parábolas y modalidades, como la rima o la
sentencia a manera de réplica y oración; la
madurez poética –dolorosa aunque no niega el
temperamento festivo, los bailes y la perpetua
aventura carnal– abandona cualquier asomo de
retórica complaciente para apostarle a una
experiencia que ha sabido fundir en el
nerviosismo de sus versos, calamidades y rara
belleza. Estamos entonces, frente a la
invitación de un sudor abrasivo de mujer, el
clamor inolvidable del suicida, el regazo de la
pesadilla y la música perturbadora mas siempre
presente nuestros actos; somos convidados a
fundirnos/confundirnos con esta serie de
temeridades, no cabe duda, esta trampa sólo
admite reflejos puros, antojos temibles.
ANTOJO DE TRAMPA
SEGUNDA ANTOLOGÍA PERSONAL
de Francisco Hernández
FCE/Col. Letras Mexicanas, México 1999: 217 pp.
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De MAR DE FONDO
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Francisco Hernández
CIERRO los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de
la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen
en la trama del mosquitero.
Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas,
su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre,
de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de
flores pisoteadas.
Con el silencio fijo en el vacío pienso en los tigres de Mompracem,
en las redondeces de la Paura, en un jonrón con tres hombres
en base.
Afuera está la herida pero no quiero salir a su encuentro: debo
continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a tierra, sin
enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de Paura
ni a un campo de béisbol ni a la luna llena del espejo.
Hoy, apunto en el cuaderno de bitácora, empieza el fasto de los
grandes viajes.
Y el ave Roc emerge a los pies de mi lecho.
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EL ORGASMÓGRAFO
de Enrique Serna
Comentarios por Bécker García en la presentación
del libro “El Orgasmógrafo” de Enrique Serna el 8
de febrero de 2002 en Cd. Obregón, Sonora.
J uan Rulfo se lamentó alguna vez en los términos siguientes:
“Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro
pueblo la gente es tan cerrada, que uno es extranjero ahí”.
C
reo que muchas veces, algunos de los
que estamos aquí presentes nos sentimos
de esa manera, como unos perfectos
extranjeros dentro de nuestra comunidad. No
por el hecho de que no tener quien nos cuente
cuentos, sino por el simple hecho de no
encontrar a la mano la contraparte de ese goce
literario que al leer, uno parte en dos pedazos
para apropiarse de una tajada y dejar la otra al
escritor, a quien, indefectiblemente, nos une
una cierta desamorosa ternura, pletórica de
arrebatos de admiración, envidia, tragedia y,
por supuesto, reconciliación. Es decir, detrás
de cada buen escritor los lectores, es decir
nosotros, encontramos nuestra “Alma
Gemela” aún cuando la mayoría de las veces
se constriña a la tinta y el papel.
Dificultosamente nosotros, los cajemenses,
tenemos la oportunidad de contar entre
nosotros a escritores que nos reafirman la
certidumbre de que vale la pena ser mirados
como loquitos, leyendo en la fila de las
tortillas, antes de entrar al cine o entre vaso y
vaso de cerveza, porque son escasas las veces
en las cuales podemos con gente como este
tipo, Enrique Serna, quien, lo juro, está llamado
a ser uno de los mejores escritores de México.
La profecía merece una apuesta (se reciben
en la mesa número 2), así como también
aguanta un comentario de su más reciente
libro, de lo cual me siento distinguido en
hacerlo.
Este tipo, Enrique Serna, debe ser un
escritor inconforme con el mundo que lo
rodea, lo cual no deja de ser un pleonasmo,
porque quien escribe ficciones lo hace por no
estar de acuerdo con su entorno. Empero Serna
lo es en grado casi revolucionario. Pero, lejos
de escribir crípticas arengas en contra de todo
lo que se mueve, escribe con magistral y cínica
destreza las acciones de sus personajes
tránsfugas de la hilaridad que desemboca en
llanto y viceversa.
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Solo a este tipo; Enrique Serna, se le
ocurre escribir sobre un cómico al cual lo
mantienen permanentemente en unas
vacaciones pagadas por culpa de su éxito
televisivo; sobre escritores con vidas
incongruentes de sultanes en medio de la
miseria con tal de que no escriban; sobre un
escritor diluido en la semiótica de sus propios
signos; o de un talento cinematográfico que
filma su propia vida entre la madura seducción
de una actriz que lo utiliza, o de sus largas
cavilaciones de arrepentimiento fallido, o, una
tía que termina por consubstanciarse con su
homosexual sobrino. Es decir, y como dice
Ricardo Solís, el libro de Enrique es “el
espacio hostil del contrasentido”.
Con la vida patas arriba, como antípoda
de la seriedad y las buenas costumbres entre
comillas, Serna se permite contar las historias
que caben solamente en estas páginas, con todo
el fino humor posible que arranca carcajadas
incontenibles, bajo una prosa que atrapa y te
cobija entre un párrafo y el otro, y el deseo de
que la lectura no concluya nunca.
Y, ya que hablo de deseo, deseo y quiero
detenerme en el cuento que da nombre a este
libro.
El Orgasmógrafo es una caricatura
lograda por un escritor al cual las caricaturas
lo hacen llorar. Una mujer viviendo en un
mundo donde el poder autoritario se domina
por medio del sexo, donde la cuota establecida
de orgasmos es burlada por una mujer quien
cree en la virginidad y la abstención dentro de
tanta desenfrenada lujuria obligada, hasta
convertirse en la heroína de miles de castos
militantes de la oposición clandestina.
El autor dice, que tal como Santa María
Egipcíaca en Palestina, resiste a las tentaciones
que la rodean con la tenacidad de los ideales
juveniles a pesar de ser considerada, aún por
su familia, una especie de traidora de la patria.
Y, nuevamente con el contrasentido, si
Santa María repartió primero el amor a manos
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llenas para luego refugiarse en la abstinencia
salvífica, Laura, luego de convertirse en la
heroína de la castidad, cae en los brazos de su
amor platónico con todo el remordimiento que
creo deben tener aquellos a los que
santificamos en la vida pública y son Luzbel
en la privada íntima.
No les voy a hablar más del cuento, para
que lo lean, pero estos personajes que llaman
a una convivencia cómplice y desencantada,
son la prueba contundente de que este tipo,
Enrique Serna, con su prosa hipnotizante, se
rió de nosotros, de sus personajes y, por
supuesto, de este tipo llamado Enrique Serna
con tan espléndida cordura, que sólo los locos
pueden abstenerse de leer su libro.
Enrique Serna
Foto aparecida en La Jornada Virtual
del 8 de diciembre de 2001
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LA FUGA
DE TADEO
Enrique Serna
a Margarita Villaseñor
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l mejor homenaje póstumo que se le
puede rendir a un místico de la palabra
es el silencio. Cuando un orfebre del lenguaje
como Tadeo Roffiel irrumpe en una literatura,
el idioma se acrisola y rejuvenece a tal punto
que los pobres mortales lo pensamos dos veces
antes de tomar la pluma, como si temiéramos
profanar un recinto sagrado. Pero los malignos
rumores que a raíz de su muerte se han
propagado en los corrilllos intelectuales, me
obligan a defender con mis pobres armas la
memoria del maestro. Empezaré por
desmentir categóricamente la versión de que
Tadeo se suicidó ingiriendo somníferos.
¿Cómo habría de suicidarse un grafómano
embriagado en los goces de la escritura, que
acometía con infantil alborozo las empresas
literarias más arduas y hasta en sueños
ejercitaba su poderío verbal? ¿Por qué iba a
desear la muerte sí la actividad creadora le
proporcionaba una satisfacción tan intensa?
No, Tadeo nunca tuvo motivos para odiar
la vida.
De hecho, sus familiares todavía se
resisten a darlo por muerto, pues como han
informado los diarios amarillistas –sólo
veraces en este punto– su cuerpo desapareció
en circunstancias misteriosas que la policía no
ha podido aclarar. La noche del fatal accidente,
por llamarlo de algún modo, Tadeo estaba
escribiendo su Fuga número 6, una suntuosa
alegoría de la nada con la que buscaba formular
“una explicación órfica de la tierra”. De pronto
emitió un gemido largo, más placentero que
doloroso. La sirvienta lo oyó desde la cocina
sin darle importancia, pues Tadeo
acostumbraba hacer ruidos guturales cuando
escribía. Eran “los quejidos del parto”, como
los llamaba en son de burla su ex esposa Perla.
Pero esa noche el parto fue más escandaloso
que de costumbre, pues cayeron de su librero
varios volúmenes que hicieron un ruido seco
al pegar en la duela. Preocupada, la doméstica
subió al estudio a ver qué pasaba y no encontró
a su jefe por ningún lado: su escritorio estaba
vacío y sólo había un hilillo de sangre sobre el
teclado de la computadora.
Según la hipótesis del comandante Roa,
encargado de la investigación, los
secuestradores entraron por la ventana del
estudio y derribaron los libros al forcejear con
Tadeo, a quien probablemente hicieron sangrar
de un puñetazo. Roa cree que usaron una
escalera de mano recargada en el muro del
jardín y se dieron a la fuga en un coche aparcado
en la calle. Si así fue, ¿por que la sirvienta no
escuchó el ruido del motor ni los
secuestradores se han comunicado con la
familia para exigir el rescate? La hipótesis del
secuestro está reñida con la lógica, y más bien
parece una explicación sacada de la manga para
darle carpetazo al asunto. Pero no quiero
proporcionar material anecdótico a los
cronistas policiacos, sino explicar la extinción
de mi amigo (prefiero llamarla así mientras
no aparezca el cadáver) a la luz de sus
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LA FUGA DE TADEO
búsquedas literarias demasiado radicales quizá
para ser compatibles con la existencia física.
Puedo hablar del asunto con
conocimiento de causa, no en balde fui el
mejor amigo y confidente de Tadeo en los
últimos años, desde que abandonó la capital
para retirarse a Coatlán del Río, un pueblito
del estado de Morelos donde nadie lo visitaba.
¿Cómo y por qué Tadeo dejó de hacer vida
literaria, después de haber animado tantos grupos
de vanguardia, donde siempre actuó como un
intransigente chef d’école? Para explicar su retiro
debo recordar primero cómo nació su vocación de
escritor. Tadeo no tuvo la suerte de pertenecer a
una familia culta, con tantos hijos de intelectuales
que contraen desde la lactancia la afición a las letras.
Nacido en Irapuato a mediados de los cuarenta, vivió
su niñez y su adolescencia lejos de los centros de
poder cultural. Su padre, don Jesús Roffiel, que en
paz descanse, fue un contador de medio pelo, sin
más intereses en la vida que el dominó y las películas
de acción. Su madre, doña Hortensia Pérez,
(“Tencha” para sus amigos y familiares) era una mujer
de hogar adicta a las telenovelas, que sólo leía revistas
femeninas antes de acostarse. “No vi un libro en mi
casa hasta que cumplí doce años –me confesó alguna
vez Tadeo–, y eso porque yo lo pedí prestado en la
biblioteca de mi colegio”.
Como sucede con todo escritor de culto,
sobre su infancia corren algunas leyendas espurias,
difundidas por gente que maneja información de
segunda mano. Se dice, por ejemplo, que Tadeo
sufrió dislexia en la niñez y por ello estuvo a punto
de ser expulsado de la escuela primaria. No hubo
tal cosa: lo cierto es que Tadeo, como tantos niños
tímidos con una rica vida interior, hablaba a la
perfección desde los cuatro años, pero no quería
hacerlo en público por una mezcla de inhibición y
orgullo. Era su manera de protestar contra la
palabrería circundante. Después de llevarlo a varios
psicólogos especializados en problemas de lenguaje,
que no le descubrieron ninguna tara mental, un buen
día sus padres lo encontraron hablando solo frente
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al espejo con un
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perfecto de la
sintaxis.
Castigado con
una paliza y una
semana sin salir a
la calle, Tadeo
se vio obligado a
hablar bien en la
escuela. Pero en
el fondo de su
alma siempre sintió que el lenguaje debía nacer y
morir en su boca sin aventurarse a ningún oído
extraño.
Proclive a la ensoñación solitaria, a partir de
la pubertad se sumergió en la lectura como un
poseso, y al dialogar en silencio con los hombres de
genio descubrió por contraste la vacuidad de sus
familiares. “Desde entonces mi familia fueron las
palabras”, me confió en una charla memorable
cuando lo acompañé a recibir el Premio Nacional
de Letras. Su perfil psicológico en esos años se
asemeja al de Stephen Dedalus. Pero si el artista
adolescente de Joyce trasmutaba en poesía las
vulgaridades de la vida cotidiana, Tadeo se replegó
en sí mismo para evitar el contagio con la miseria
espiritual de su alrededor. De ahí el tono intimista y
reconcentrado que priva en toda su obra, desde las
primeras páginas de su diario hasta los libros de
madurez. Como él mismo declaró en una tertulia:
“La literatura nace cuando el hombre que en el mundo
real sólo hay un insoportable olor a cocina”.
Si un matrimonio ilustrado muchas veces
tiene dificultades para educar a un genio, cuantimás
una pareja de zafios clasemedieros. La actitud
retraída de Tadeo despertó la burlona hostilidad de
sus padres, que lo acusan de “hacerse el interesante”
y le escatimaban el dinero para libros. En represalia
por el trato inhumano que recibía en casa, Tadeo
dejó de asistir a la escuela y comenzó a reprobar
materias. Su padre intentó someterlo con medidas
disciplinarias, encaminadas a convertirlo en “una
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Enrique Serna
persona normal”. Me estremece pensar que alguna
vez asistió bajo presión a esas fiestecitas de paga
donde la juventud provinciana bailaba mambo y
rocanrrol en jacalones improvisados como salones
de baile. Para Tadeo el tormento era doble, pues en
esos años tenía el rostro carcomido por el acné y
sus cráteres faciales ahuyentaban a las muchachas.
Entre amigos que sólo hablaban de coches y de
fútbol, maestros sin rigor académico y niñas de
mentalidad asnal incapaces de corresponder a
sentimientos sublimes, la vocación de Tadeo pudo
malograrse por falta de un entorno propicio. Pero
ningún obstáculo exterior le impidió forjarse una
sensibilidad de excepción: antes bien, las limitaciones
de su medio lo aguijonearon para crecer como
artista.
A Tadeo no le gustaba hablar de su ruptura
con el núcleo familiar, quizá por miedo a abrir viejas
heridas, pero hay abundante información al respecto
en el estudio de Peter Fairbanks Tadeo Roffiel: a
Poetics of Nothingness (Iowa University Press,
1992). Según Fairbanks, a los 18 años Tadeo
sustrajo cincuenta pesos del monedero de su mamá
para comprarse La celosía de Robbe-Griller, que
milagrosamente había llegado a la única librería de
Irapuato. Doña Tencha descubrió el hurto en el salón
de belleza, cuando se disponía a pagar una
permanente. De vuelta a casa encontró al ladrón
embebido en la lectura y lo molió a escobazos.
—Espérate mamá –intentó defenderse
Tadeo–, sólo quería comprar un libro.
—¡Cállate, imbécil! Ya me tienes hasta la
madre con tus libritos. ¿Para qué lees tanto? ¿Para
escribir esas porquerías que ni siquiera se entienden?
Hasta entonces Tadeo había mantenido en
secreto sus manuscritos y al saberse descubierto
experimentó un sentimiento de ultraje. Con una
sonrisa cruel, doña Tencha sacó el legajo de poemas
en prosa que el aprendiz de escritor había escondido
bajó el colchón y les prendió fuego en el quemador
de la estufa.
—Mira, niño pendejo, mira lo que hago con
tus obras maestras.
En su intento por salvar los papeles, Tadeo
se quemó la palma de la mano. Pero más que una
cicatriz en la piel, la pérdida de sus primeros textos
le dejó una marca indeleble en el alma. Esa misma
noche se fue de su casa sin dejar siquiera una nota
de despedida. Nunca más volvió al terruño natal, ni
en los homenajes que le rindió el Ayuntamiento de
Irapuato. Sería prolijo narrar aquí los pormenores
de su viaje a la capital, a donde llegó con sólo una
valija de ropa, y sus dificultades para encontrar
empleo en el medio editorial, tema al que Fairbanks
dedica un extenso capítulo. Hagamos, pues, una
rápida elipsis y saltemos a la etapa más fértil de su
carrera: cuando Tadeo ya está aclimatado en la
megalópolis, trabaja como corrector de pruebas en
la imprenta universitaria y ha hecho contacto con un
grupo de jóvenes literatos que comparten sus
inquietudes. Por esos años funda el movimiento
logocentrista, primer intento serio para liberar a la
literatura contemporánea de su anquilosada función
comunicativa. “El pensamiento debe pensarse a sí
mismo hasta llegar a una concepción pura –declaraba
el manifiesto–. El significado corriente de las palabras
reduce al escritor a una servidumbre intelectual que
no podemos seguir tolerando: despojemos a la lengua
de su referente concreto, como se arranca un árbol
de raíz, para cimentar en la nada la literatura del
hombre nuevo”.
Algunos estudiosos, entre ellos el propio
Fairbanks, sostiene que Tadeo, a la manera de los
niños autistas, intentaba crear un lenguaje privado e
intransferible para ahondar aún más el abismo que
lo separaba de su familia y de su medio social. De
conformidad con esta tesis, los complejos derivados
de su fealdad y de su tardío despertar sexual –no
conoció mujer hasta los 28 años–, habrían
determinado en buena medida su propensión al
hermetismo. Es una falta de ética desvirtuar con
burdas interpretaciones psicológicas la obra de un
autor que propugnaba la autonomía del texto como
un principio estético irrenunciable. Aun si resultara
cierto que Tadeo fue un fanático de la masturbación
como afirman algunos de sus detractores, y se
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LA FUGA DE TADEO
confirmara la especie de que incluso en el lecho daba
la espalda a su esposa para procurarse el placer de
Onán, sería una arbitrariedad hacer analogías entre
su vida y su obra a la luz de un mero accidente
biográfico. Quienes proceden de esa manera olvidan
que, para Tadeo, el divorcio entre realidad y escritura
no sólo fue una obsesión sino un compromiso moral.
Me consta que el maestro nunca se detuvo
ante nada con tal de honrar ese compromiso. Para
un hombre como él, enclaustrado en las letras,
renunciar al trato con los escritores afines a su credo
estético era un suicidio, pues sólo con ellos podía
emborracharse y hablar de literatura. Sin embargo,
cuando las circunstancias lo
obligaron a elegir entre la
conveniencia personal y la
honestidad literaria, Tadeo
nunca vaciló en sacrificar
amistades queridas. Baste
recordar su ruptura con Juan
Arturo Schelling, uno de los
pilares del logocentrismo, a
quien Tadeo quería como un
hermano y sin embargo
vapuleó sin piedad en la
presentación de su libro
Polígonos en la niebla, por
sentir que Schelling se había apartado de las
directrices del movimiento y hacía demasiadas
concesiones a la “tiniebla exterior”, es decir, a los
usos convencionales del lenguaje. “Hubiera podido
escribir un texto ambiguo para dejar contento a Juan
sin tener que elogiar su obra –me comentó el maestro
muchos años después–, pero en el mundo de las
letras la diplomacia equivale a un perjurio. Nosotros
sólo existimos en nuestras obras y si mentimos al
juzgarlas, el demonio de la lengua nos castigará con
la inexistencia. Juan Arturo ya no me habla. Pero yo
sé que en el mundo de la palabra, nuestras almas
siguen entablando un diálogo apasionado”.
Su determinación de existir con dignidad en
ese mundo virtual, explica por qué fundó y disolvió
cuatro grupos literarios en menos de una década.
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Por supuesto, los literatos a quienes primero acogió
como camaradas y luego descalificó en público lo
acusan de haber actuado como un mandarín
soberbio. “Se creía André Breton –se quejan–,
pensaba que todos queríamos robarle una parte de
su prestigio y dictaba excomuniones para que nadie
le hiciera sombra”. Pero Tadeo nunca buscó el poder
cultural, simplemente decía la verdad con tal
inocencia que llevó a ser insensible al dolor que
provocaba con ella. Incluso le sorprendían las
rabietas de sus examigos, quizá porque su meta era
despojar al lenguaje de todo contenido afectivo, hasta
conferirle la misma neutralidad de una ecuación
matemática. “En el edén del sin
sentido no existen las ofensas ni
las alabanzas –escribió en su
memorable ensayo La isla del
silencio–: todo signo lingüístico
restituido a su pureza original
navega en el éter y trasciende las
pasiones humanas”.
Hasta cierto punto, la
obra de Tadeo es una tentativa
para conjugar la metapoesía con
los postulados del budismo zen.
Me consta que por el camino de
la escritura disléxica alcanzó un
estado de elevación comparable al de un maharishi
en la última etapa del acercamiento a la Luz
Primordial. No conozco a ningún escritor a quien
hayan perturbado menos los ataques de los críticos.
Recordemos, por ejemplo, su ejemplar indiferencia
ante los insultos de Higinio Pruneda, el energúmeno
reseñista de Claridades, que lo tachó “mistagogo
delicuescente”. Para entonces yo ya frecuentaba a
Tadeo y quise defenderlo en una carta vitriólica
donde refutaba uno por uno los argumentos de
Pruneda. Pero el maestro desaprobó mi alegato y
me prohibió terciar en la discusión. “Deja ladrar a
los perros –me dijo con gesto impasible–, mi reino
ya no es de este mundo”. Su silencio fue una prueba
de fortaleza, pero en el medio literario se interpretó
como un acto de cobardía. Envanecido por su
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Enrique Serna
aparente victoria, Pruneda se ufanaba en los cafés
de haberle cerrado la boca al “Fénix de los Ingenuos”.
Pobre idiota: jamás entendió que Tadeo había
alcanzado una escala superior del ser, la fortaleza
inexpugnable de lo absoluto, donde nada ni nadie
podía lastimarlo.
Sin dejar de ser un escritor para minorías, al
comenzar la década de los ochentas el maestro
empezó a obtener reconocimiento dentro y fuera del
país. Tres veces ganador de la beca Guggenheim,
traducido al inglés, al francés, al lituano y al búlgaro,
se carteaba con Yves Bonnefoy, con el brasileño
Harlodo de Campos y tenía ofertas para dictar
conferencias en las universidades más prestigiosas
de Estados Unidos. Por aquellos años dejó la vida
bohemia y se casó con Perla Ondarza, hija de la
famosa corredora de arte del mismo nombre.
Cuando Perla empezó a sentir los dolores del primer
parto, en lugar de estar a su lado para infundirle
coraje, Tadeo prefirió ayudarla de una manera más
sutil: en la sala de espera del sanatorio escribió un
soneto sobre los poderes generatrices de la mandorla
(el símbolo del vacío cósmico, de la concavidad
primordial donde se origina la vida) y cuando trajeron
al bebé del cunero, se adelantó a la enfermera para
entregarle a Perla su criatura de papel.
—Para mí los productos imaginarios son más
importantes que las obras de carne –le dijo con
ternura y en lugar de abrazar al bebé siguió corriendo
el poema, pues nunca estaba a gusto con el primer
borrador de un texto.
Era un hombre feliz, ampliamente respetado
por el establishment literario, al que sin embargo
veía por encima del hombro. Pero entonces, con la
mesa puesta para convertirse en una figura de talla
internacional, optó misteriosamente por la reclusión
y el anonimato. Dejó de colaborar en revistas, canceló
de improviso la publicación de dos libros que ya
había entregado a la imprenta y se fue a vivir a Coatlán
del Río, o mejor dicho decidió sepultarse en vida
como un monje cartujo, pues en ese tiempo no había
siquiera una carretera pavimentada para llegar al
pueblo. ¿Cómo explicar ese parteaguas en su
trayectoria literaria y existencial? ¿De quién o de qué
huía Tadeo?
Los investigadores de cortas luces han
querido ver en este encierro voluntario una conducta
esquizoide. Ciertamente, con el retiro se acentuaron
algunas distracciones que Tadeo manifestaba de
tiempo atrás, con su tendencia a confundir los
nombres de sus hijos –sólo tuvo dos pero jamás atinó
a distinguirlos– y su intolerancia con la gente que lo
interrumpía en momentos de efervescencia creadora.
Había ido a Coatlán del Río en busca de silencio y
resultó que todos los sábados por la noche se
efectuaban bailes populares en la plaza del pueblo.
Harto de escuchar la piojosa música de la banda
municipal, que le recordaba las humillaciones
auditivas de su niñez, una noche Tadeo salió pistola
en mano a imponerle silencio a las bestias. Por fortuna
olvidó cargar su revólver y sólo hubo gritos de pánico
entre las parejas de danzantes que lo vieron amagar
a los músicos. El alcalde del pueblo le impuso una
multa y la cosa no pasó a mayores. ¿Pero qué artista
no tiene extravagancias y arrebatos de cólera?
¿Acaso la literatura no ha estado siempre reñida con
el sentido común?
Exhibir a Tadeo como un lunático sólo puede
favorecer a quienes tratan de imponer un a visión
reduccionista de su obra. No, señores, Tadeo
conserva intactas sus portentosas facultades mentales:
la prueba es que en el retiro monacal escribió sus
obras de mayor aliento, si bien se abstuvo de
publicarlas por congruencia estética. Había dado un
paso adelante en su aventura experimental y ahora
concebía el lenguaje como una sustancia móvil, como
un río en perpetua carrera que debe seguir fluyendo
hasta el infinito sin ser aprisionado en letras de molde.
Le molestaba incluso utilizar papel, pues sentía que
la hoja en blanco lo separaba de la escritura, y para
enfatizar su condición de hombre textual, de criatura
hecha de palabras, mandó traer de Cuernavaca a un
artista del tatuaje a quien le pidió que le grabara en
la espalda una colección de aforismos. En una de
mis visitas se quitó la camisa y me los dejó leer: eran
frases impenetrables, de una belleza cortante y fría,
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LA FUGA DE TADEO
como flechas congeladas en mitad de un vuelo.
Cuando quise anotarlas en mi cuaderno, Tadeo me
lo arrebató de un zarpazo:
—Más respeto, amigo –se cubrió la
espalda–. ¿También usted quiere traicionarme?
De tanto escribir en su piel, Tadeo contrajo
una dermatitis parecida a la sarna. Obligado a
vendarse la espalda, cambió los tatuajes por un
hábito más dañino: sacarse la sangre para sustituir la
tinta de su pluma fuente, en una tentativa por
“coagular la esencia del verbo”. Por fortuna, con el
advenimiento de las computadoras, su anhelo de
refutar el lenguaje tomó un rumbo menos riesgoso.
El procesador de palabras le vino como anillo al dedo
para sus experimentos, pues le permitía enhebrar
imágenes y monólogos delirantes sin frenar el torrente
verbal. El riesgo de escribir en una pantalla donde
un documento extenso podía evaporarse con sólo
apretar una tecla, ejercía sobre Tadeo una morbosa
fascinación, pues le confirmaba la esencia fugitiva
del lenguaje. Aun cuando guardara sus textos en los
archivos de la computadora, la inmateriabilidad de
los signos quedaba a salvo, pues ¿acaso el disco
duro no era algo parecido al limbo? Si antes escribía
entre seis y ocho horas diarias, con la computadora
su jornada de trabajo se duplicó, al igual que su poder
de concentración. Cuando estaba absorto en la
pantalla era inútil querer hablarle: no habría
escuchado la explosión de una bomba a quince
pasos de su escritorio.
Un poeta exiliado en el lenguaje necesita la
compañía de una mujer abnegada y paciente que le
resuelva los problemas de la realidad cotidiana. Por
desgracia, Perla Ondarza no estuvo a la altura de su
misión en la vida. Mientras Tadeo asistía a cenas de
gala y viajaba a dar conferencias en el extranjero, el
matrimonio marchó sobre ruedas pero cuando
decidió recluirse en Coatlán del Río, su mujer
empezó sacar las uñas, pues ella no amaba la
literatura, sino las frivolidades al quehacer literario.
Aburrida a muerte en un pueblucho donde ni siquiera
tenía antena parabólica, holgazaneaba la mitad del
día en Cuernavaca, visitando amigas igualmente
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ociosas. Regresaba de noche, por lo general con
aliento alcohólico y se metía en la cama sin preparar
la cena del maestro. Por prescripción médica, Tadeo
había dejado el cigarro y aplacaba la compulsión
oral con unos caramelos sin azúcar importados de
Brasil que le soltaban el estómago. Muchas veces,
embebido en la escritura, olvidaba levantarse al baño
cuando le venían los espasmos de la diarrea y se
cagaba en los pantalones. Una vez entre a su estudio
sin haberme anunciado y lo encontré con la mierda
escurriéndole por los tobillos, en medio de un hedor
nauseabundo.
—¿Qué le pasa, maestro?
—Nada –me respondió sin dejar de
escribir– . Es que Perla no vino a limpiarme.
No pararon ahí las criminales negligencias
de su mujer. Más tarde supe de buena fuente que se
había hecho amante de un instructor de aeróbicos, y
a veces ni siquiera dormía en su casa. Distraído como
siempre, Tadeo tardó largo tiempo en advertir sus
ausencias, pues dormían en cuartos separados y la
sirvienta se encargaba de llevar a los niños al colegio.
Sólo bajó de su nube cuando Perla se largó con los
niños, y eso porque ella tuvo la refinada crueldad de
dejarle un mensaje pegado en la pantalla de su
laptop. A pesar de haber pugnado por una literatura
exenta de emociones, en el fondo Tadeo era un
romántico y el abandono de Perla lo sumió en el
desasosiego. No sólo tuvo un largo periodo de
esterilidad creativa: de un día para otro se volvió
ágrafo, a tal extremo que ni siquiera podía firmar
cheques. Su hermana Celia vino desde México para
atenderlo y, al verlo tan destrozado, tan vulnerable,
se quedó a vivir indefinidamente con él. Resueltos
los trámites del divorcio, Tadeo recuperó el don de
la escritura. Parecía resignado a la soledad, pero su
herida seguía abierta, si bien ahora era una
hemorragia interna.
Comenzó entonces a escribir su fulgurante y
aciaga secuela de “Fugas”, textos crípticos y sin
embargo diáfanos, irreductibles a cualquier
clasificación genérica, donde parece describir la
errancia de un alma en busca de la plenitud, o quizá
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Enrique Serna
un descenso al infierno, pues la extraña conjugación
del ruido y armonía lograda por el maestro admite
una infinita variedad de lecturas. Como amigo de
Tadeo deploro su derrumbe psicológico, pero como
lector y crítico celebro que la angustia le halla
arrancado este colosal aullido, necesario contrapunto
para una obra que de otro modo hubiera sido
demasiado cerebral, demasiado perfecta. En
obsequio del lector transcribo un fragmento de la
“Fuga número 2”: Luz del oído, medianoche solar,
cúbreme bajo tu falda de serpientes, bajo tu negra
falda de amores calcinados, oh, Diosa Infértil, oh,
Perra guardiana del Infinito. Nones cabrones,
nones para los preguntones, de tín marín de do
pingüe, las arboledas se ensanchan, los volcanes
gimen a la orilla del tiempo, basta de ultrajes,
basta de ronroneos, aaaaaaagh, nnennnnepil,
cucurbitáceas de tallo esbelto que arrojan su
polen al viento, como perversas nínfulas de
burdel...
Al poco tiempo de haber empezado a
escribir las “Fugas”, Tadeo empezó a adelgazar con
una rapidez alarmante. Inquieto por su estado de
salud, pregunté a Celia si estaba comiendo bien.
—Mejor que nunca –me dijo–, hasta repite
postre.
Convencí a Celia de que debía llevarlo a
México para someterlo a exámenes clínicos. Los
doctores sólo le encontraron principios de anemia,
causada quizá por sus extracciones de sangre, y Celia
se comprometió a robustecerlo con licuados y
vitaminas. Pero Tadeo siguió adelgazando hasta
quedarse en los huesos. Vencidas mis reservas
racionalistas, tuve que enfrentarme con la verdad:
Tadeo se estaba diluyendo en palabras, sus fugas
eran una especie de hipóstasis invertida, el milagro
terminal de la carne convertida al Verbo. No se lo
dije a Celia, pues jamás hubiera aceptado mi
explicación, pero tengo la certeza de que Tadeo
estaba dejando la vida en ese responso dirigido al
vacío. A partir de entonces procuré visitarlo con más
frecuencia. Lloraba de emoción cada vez que accedía
a leerme un fragmento de sus “Fugas”, pues
comprendía que cada versículo le había costado un
músculo o una víscera. La noche de su desaparición
Tadeo ya pesaba 35 kilos. ¿Acaso un enclenque
como él hubiera podido forcejear con los supuestos
secuestradores? Yo prefiero creer que esa noche
alcanzó la comunión total con el Verbo y el hilillo de
sangre que la sirvienta encontró en la computadora
fue el último vestigio de su cuerpo transustanciado.
Por supuesto, la familia Roffiel se aferra a la
esperanza y aún tiene ilusiones de recuperar al
desaparecido. No los culpo, sólo algunos espíritus
selectos podemos comprender el sacrificio de Tadeo.
La autoridad tardará mucho tiempo en darlo por
muerto, pero yo me he cruzado de brazos: ya estoy
recabando fondos en diversas instituciones de cultura
para rendirle un homenaje en la Rotonda de los
Hombres Ilustres. La falta del cadáver se puede
subsanar con un entierro simbólico. Nada mejor para
honrar al maestro que un epitafio sin tumba.
De El Orgasmógrafo
Plaza & Janés Editores, S.A.
México 2001: 127 pp
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JEAN-PAUL
SARTRE
a 22 años.
LA
NAUSEA
DEL
CASTOR
Samuel Castañeda
En el callejón que encontré no existe
el número que me dieron.
Fernando Pessoa
U
n martes 15 de Abril por la mañana
Simone de Beauvoir recibió una llamada
de su hermana Arlette desde el hospital
diciéndole: Se terminó. Era el cuerpo de Sartre
que había dejado de existir víctima de grandes
costras violáceas y rojizas. De hecho por falta
de circulación sanguínea, la gangrena le había
atacado el cuerpo. Era un destino que no podía
modificar con ningún tipo de rebeldía. La aceptó
sin poner trabas al cariño que lo rodeaba y
satisfecho de su pasado. Sartre había dicho con
frecuencia que no quería ser enterrado en el
Pére-Lachaise entre su madre y su padrastro.
Deseaba ser incinerado. Sus cenizas se
depositarían en una tumba definitiva en el
cementerio Mont-parnasse.
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Pese a apoyar durante los años
setenta a los grupos políticos de
extrema izquierda, en 1977 se vio
a declarar: Ya no soy marxista. En
esa década, los abusos cometidos
durante gran parte de su vida
(bebía mucho whisky, fumaba dos
cajetillas de cigarros diarios) se
cobraron un precio a su salud. Su
médico lo amenazó con amputarle
primero los dedos de los pies
enteros y finalmente las piernas si
no dejaba de fumar. Sartre dijo
que lo iba a pensar. Al final de su
vida estaba casi ciego. Cuando
murió en 1980 los médicos tuvieron
que disuadir a Simone de Beauvoir,
que estaba desconsolada, para que
no pasara la noche tendida sobre
el cuerpo.
Aunque el prestigio intelectual de
Sartre había sido eclipsado por el
Estructuralismo
y
el
Postestructuralismo, seguía
gozando de una enorme
popularidad. Las calles bullían de
personas que querían saludarlo en
su viaje final hacia el cementerio.
Alrededor de diez mil personas
seguían el féretro.
Nunca ocupó una cátedra. Simone
quedó sorprendida desde el
principio por la pasión tranquila y
arrebatadora con la que Sartre
contemplaba su destino de
escritor. No se había propuesto
llevar una existencia de hombre de
estudio, detestaba las rutinas y las
jerarquías, las carreras, los
hogares, los derechos y los
deberes, todo lo que hay de serio
en la vida. No se hacía a la idea
de ejercer un oficio, tener colegas,
superiores, reglas que observar e
imponer. Sostenía que cuando se
tiene algo que decir todo derroche
es criminal. La escritura literaria
era para él un fin absoluto; la razón
de ser y quizás también la de todo
el universo. Perseguido por una
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sombra de Apocalipsis, las ideas
de sus obras, novelas y ensayos
de filosofía siguen actuando como
un revulsivo, desdeñando seriedad
e invitando al lector a interrogar
su ignorancia cómplice.
Procedente de una toma de
conciencia de la tragedia humana,
la filosofía de Sartre se elabora de
modo
imperativo.
Sus
descripciones ontológicas son
llamamientos, sus análisis políticos
y sociales requerimientos y su
moral una intimación. En efecto,
la obra filosófica de Jean-Paul
Sartre va acompañada de una obra
literaria y una obra política. La
filosófica es un intento de devolver
a la filosofía su cualidad de
pensamiento universal; un método
de investigación que ayuda a la
unificación
de
todo
el
conocimiento. Es, antes que nada,
un método heurístico. Es una
praxis para forjar los instrumentos
intelectuales que precisa el hombre
del siglo XX para conquistar su
autonomía individual y colectiva.
Hay una verdad humana cuyo
sentido aún en la impotencia sigue
siendo la libertad, que por medio
de la diléctica analiza las
ambigüedades de la sociedad
moderna. Lo que no impide que
buena parte de su obra no siga
siendo, como dice el propio Sartre
de la de Marx, la insuperable
filosofía de nuestro tiempo.
Su familia materna procedía de
Alsacia-Lorena, zona del Este de
Francia cuyos pobladores
hablaban tanto el francés como el
alemán. El padre de Sartre murió
cuando él tenía apenas un año. Su
abuelo tuvo mucha influencia en
la formación de su temperamento.
Cuando tenía doce años su madre
se volvió a casar; sintió ese
casamiento como una pérdida y
una traición. Era de baja estatura,
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I
medía 1.57 metros. A pesar de ello
era más alto que su padre. A los
17 años obtuvo su diploma de
secundaria y comenzó una carrera
de seis años en la Soborna para la
Agrégation; el examen le permitía
recibirse de profesor universitario
de filosofía.
Curiosamente, en 1928 no pudo
aprobar el examen de la
Agrégation; salió el último en su
clase. Esta postergación de su
carrera tuvo su lado bueno, ya que
así conoció a una joven estudiante
de filosofía llamada Simone de
Beauvoir, que era inteligente, bella,
amable con él. Se enamoraron e
iniciaron una camaderia que duró
toda la vida de Sartre; aunque
nunca se casaron, prefirieron no
convivir, tuvieron otros amantes y
se trataron siempre de usted.
En 1929, Sartre comenzó su
servicio militar obligatorio, que
duraría 18 meses. Cuando
terminó, le ofrecieron un cargo
docente en el Liceo de La Havre
en la costa noroeste de Francia.
Ahí empezó a manifestar su
desagrado por la clase media a la
que pertenecía. Odiaba a los
intelectuales analíticos, a todos
aquellos que siempre tienen a flor
de labios los principios de la
democracia, la igualdad y la
fraternidad; como si profesar
fuera practicar.
Simone, a su vez, entró a trabajar
en un Liceo de Marsella, al sur.
Se veían cada vez que podían. En
uno de esos encuentros en París,
estaban bebiendo cerveza con
Raymond Aron, un amigo de
ambos que había ido a Alemania
a estudiar Fenomenología. De
pronto Aron se volvió hacia Sartre
y le dijo:
—Si fueras fenomenólogo
podrías hablar de esa cerveza y
hacer filosofía.
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Según de Beauvoir, Sartre palideció
emocionado, pues ese método le
proporcionaba precisamente los
instrumentos que estaba buscando
para comunicar sus pensamientos;
le entusiasmo la idea de poder
filosofar acerca de un vaso de
cerveza, así que en Septiembre de
1933 se fue a Berlín a estudiar la
filosofía de Edmund Husserl,
creador de la Fenomenología. Al
año siguiente volvió a su puesto
docente y comenzó a incorporar a
sus escritos las nuevas ideas
fenomenológicas que acababa de
descubrir.
De hecho en su novela La
Náusea, publicada a finales de los
treintas, existe un análisis
fenomenológico de un vaso de
cerveza. La novela representa una
negación de todos los principios
antes mencionados, ya que para él,
en la mayoría de los casos, esos
postulados sólo son una máscara
que en realidad no hacen sino
ocultar el egoísmo. Sartre no
odiaba a la gente, pero odia a
quienes hablan siempre de caridad
y oran piadosamente por el prójimo,
mientras ponen especial cuidado en
mantenerse en su propio nivel
alejados de aquellos por los que
oran.
No es sorprendente que un filósofo
que más tarde escribiría piezas
teatrales, cuentos y novelas se
excitara al descubrir que podría
introducir un método para observar
lo concreto en sí mismo y a su
alrededor,
para
describir
emociones y sentimientos, analizar
la relación del yo con el mundo
externo y el mundo mismo en
cuanto es conformado en sí por el
hombre. El método pretendía
descubrir también las relaciones
entre los hombres, los del hombre
con el medio que los rodea y con
el mundo, que se hallan más allá
del reino de lo verificable.
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El tema esencial de La Náusea es
el de nuestra existencia concreta
¿Porqué razón y con que fin
existimos? O, más, sencillamente,
¿Qué significa para nosotros
existir? El hombre no está en el
mundo como un espectáculo, sino
que se halla en él ante todo para
vivir.
Friedrich Nietzsche sostenía que
tanto los filósofos como los
hombres sencillos se inclinan a
menudo a creer que hay una
estructura objetiva del mundo
anterior a toda teoría que podamos
sustentar acerca de su estructura,
y que esta teoría es verdadera o
falsa según describa o no
correctamente tal estructura. Este
es el pensamiento de la filosofía
tradicional. Nietzsche pone
violentamente en duda esta
concepción de una estructura del
mundo objetivo e independiente
que los humanos puedan llegar a
describir, así como la teoría de la
verdad que afirma la existencia de
una relación de correspondencia
entre el mundo y las proposiciones
que pretendan afirmar hechos
acerca de él. Es la tarea de lo que
llamamos hoy ciencia.
En 1888, Nietzsche esbozó el
prefacio para su libro La Voluntad
de Poder, que aspiraba fuese su
mágnum opus:
“Lo que relato es la historia de los
próximos dos siglos. Describo lo
que vendrá, lo que ya no puede ser
de otra manera: el advenimiento
del nihilismo”.
La fuente de este nihilismo, era
para el filósofo polaco, el
racionalismo y el cálculo; una
disposición vital cuya intención era
destruir la espontaneidad
irreflexiva.
En Nietzsche la crítica a la
civilización se encuentra ya en sus
primeras obras de juventud, sobre
todo en El Origen de la Tragedia,
R
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donde se interesa directamente por
el origen y el desarrollo de la
tragedia griega. Los griegos, según
Nietzsche, sabian muy bien que la
vida es terrible, inexplicable y
peligrosa.
Pero
aunque
comprendían el carácter real del
mundo y de la vida humana, no se
entregaban al pesimismo volviendo
las espaldas a la vida. Lo que
hacían era transformar el mundo y
la vida humana en arte y concepto.
Por eso eran capaces de decir sí
al mundo como fenómeno estético.
Había, sin embargo, dos modos de
hacerlo, las cuales correspondían
a las actitudes o mentalidades
apolínea y dionisiaca.
Ahora bien, si aceptamos que la
vida es en si misma un objeto de
horror y terror, y que el pesimismo,
es la actitud negativa de la vida,
esto puede eludirse por
trasmutación estética de la
realidad; existen dos formas de
hacerlo: una es cubrir la realidad
con un velo estético, creando un
mundo ideal de forma y belleza.
Esta es la forma apolínea, que tuvo
su expresión en la mitología
olímpica, en las artes épicas y
plásticas.
La otra posibilidad –la dionisiaca–
es la que afirma triunfalmente y
abraza la existencia en toda su
oscuridad y horror; y su forma
peculiar es la tragedia. La tragedia
transforma realmente la existencia
en un fenómeno estético, pero no
la cubre con un velo, sino que la
exhibe en su forma más real y en
consecuencia la afirma.
En Nietzsche la crítica de la
civilización se encuenta en lo que
ahora vivimos: el mundo apolíneo.
Que es el resultado de una
cantidad de errores y fantasías que
han surgido paulatinamente en la
evolución como entes sociales. La
ciencia no puede conducirnos más
allá de la apariencia, a la cosa en
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sí. La tarea de Nietzsche será por tanto el
desmenuzamiento del hombre moderno que ha llegado
a ser totalmente apariencia: no se hace visible en lo
que representa, sino más bien se oculta en esta
representación.
El Nihilismo es, pues, la representación apolínea del
hombre moderno que lo llevará a la autodestrucción.
Este discurso total y unificador tiene su fiel reflejo en
el proceso emancipado de la vertiente burguesa, que
se alimenta de los postulados de la revolución francesa,
las doctrinas sociales del liberalismo inglés y del
idealismo alemán. El fracaso de esta razón burguesa,
o del estado burgués, se pone de manifiesto a lo largo
de los siglos XIX, XX y principios del XXI en todos
los aspectos deshumanizante y alienantes de la
sociedad capitalista. Esta racionalización –economía
Jean-Paul Sartre (1905-1980)
capitalista, burocracia, y ciencia empírica
profesionalizada – muestra que la sociedad no conlleva
ninguna perspectiva utópica, de cualquier signo que
esta sea, sino más bien conduce a un aprisionamiento
progresivo del hombre moderno a un sistema
enajenante, que se traduce en un crecimiento
irreversible de la reificación y cosificación. Todo se
reduce a una aceptación acrítica de los hechos.
Vivimos en una sociedad totalmente administrada y
que resplandece iluminada como símbolo de triunfal
desventura; ha quedado paralizada por el miedo a la
verdad. El individuo desaparece ante el aparato al cual
sirve y se ve reducido a cero. Se considera como algo
inútil y superfluo aquel pensamiento que no sirve a los
intereses de un grupo constituido en base a los
objetivos de la producción industrial. Tal decadencia
de pensamiento fomenta la obediencia a los poderes
establecidos, representado por los grupos que controlan
el capital.
Ser un hombre útil siempre me ha parecido algo
totalmente espantoso; declaraba Baudelaire. La
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utilidad, el racionalismo y el materialismo (concepción
apolínea) son estériles, y el burgués no tiene vida
espiritual; sólo sustentan metafísica del crédito basado
en un catecismo del confort, que lo llevan a una
acumulación suntuaria del consumo, la desigualdad ya
no física sino también fisiológica caracterizada por una
tendencia apetitiva a un implacable despilfarro de
recursos y a la institucionalización de la envidia.
Ante este escenario de conocimiento racionalista y
de economía domesticada, los individuos se aferran al
deseo de incentivos materiales rompiendo cualquier
utopía como ideal trascendente o rebelión poética.
Jean Paul Sartre muestra esta preocupación en La
Náusea; desarrolla la idea de que el hombre presenta
lo que es y considera al mundo que lo rodea,
sintiéndose invadido por un sentimiento irreversible de
lo absurdo, de la náusea, y de la angustia.
Sentimos lo real como absurdo porque reconocemos
que somos incapaces de explicar su existencia. Todo
lo que existe, nos parece, existe sin razón, sin principio,
sin fundamento; la ciencia nos dice: este árbol nació
de esta semilla, esta roca está hecha de materia.
¿Pero, porqué hay semillas, materia? ¿porqué
existimos nosotros mismos? no lo sabemos. Por lo
tanto, todos somos en cuanto a seres que existimos,
seres absurdos, gratuitos, cuya existencia nada
justifica. Es como si estuviéramos de más.
Esta reflexión es la que se le impone de pronto a
Roquetin, el héroe de La Náusea.
El sentimiento de lo absurdo tiene otro significado:
puesto que las cosas no tienen razón de ser, podrían
muy bien ser totalmente distintas, o tomar de pronto,
sin razón, un aspecto totalmente distinto. Por lo tanto
no son lo que parece ser en apariencia, todas las
propiedades que les atribuimos, las diferencias y las
relaciones que vemos entre ellas no existen sino en la
superficie, no son más que barniz, un decorado de
cartón. Si raspamos el barniz, sacamos el decorado y,
lo que obtenemos frente a nosotros no es sino una
masa existente sin forma definida, viscosa y pastosa
como una confitura.
Se objetan los preceptos de la ciencia. La ciencia es
la ciencia de la decoración, que sólo tiene una realidad
ilusoria; que no es quizá sino un producto de nuestra
imaginación y no de la ciencia de lo real en su
estructura fenomenológicamente profunda. Por qué
en el fondo, no existen ni las formas inmutables de las
especies, ni las leyes inmutables; en suma, nada de lo
que quiere hacernos creer la ciencia.
Este es por lo tanto, el sentimiento de lo absurdo,
que pasando por los preceptos de la ciencia, nos
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permite ver todas las cosas
desprovistas de la razón de ser y
por consiguiente gratuitas e
informes que generan la náusea.
La náusea es la repulsión de asco
que sentimos frente a lo real
cuando nos damos cuenta de su
absurdo fundamental. Es lo que el
hombre y Sartre experimenta
frente al mundo contemporáneo.
Es fácil reconocer que Sartre está
en franca oposición a la filosofía
tradicional
que
reconoce
generalmente a lo real tres
valores: Verdad, Belleza y Bondad.
Lo real es Verdadero, lo que
significa que es comprensible a
nuestra inteligencia; es decir, que
podemos encontrar una razón para
vivir en la esperanza de lograrlo
cada día mejor. Es Bello, lo que
significa que cada objeto tiene algo
en él de calidad superior que tiende
a elevarnos. Y finalmente,
es Bueno, es decir que se nos
da
generosamente
para
proporcionarnos felicidad, al punto
que tenemos que contar con él para
vivir. Por lo tanto el absurdo es la
negación de la Verdad; la náusea,
la negación de la Belleza y la
angustia la negación de la Bondad.
La originalidad de Sartre
subrayada por el título del libro,
reside a la importancia que da al
sentimiento de la náusea; lo
convierte en el punto de partida de
la síntesis de la filosofía de la
negación; en oposición a la
filosofía clásica de la afirmación de
los valores apolíneos, subrayando
esta verdad: que basta renunciar a
encontrar una razón de ser a
nuestra existencia en el mundo
para que instantáneamente nos
sintamos ahogados en lo absurdo,
la náusea y la angustia.
“Toda conciencia es conciencia
de algo. Esto significa que no
hay conciencia que no sea la
posición
de
un
objeto
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O
trascendente;
o,
si
se
prefiere, que la conciencia no
tiene ningún contenido.”
La influencia del trasfondo
constituido de Sartre en La
Náusea parte de varios puntos
filosóficos. De un lado su herencia
Cartesiana, la Fenomenología de
Husserl, Heidegger y la filosofía de
Nietzsche pasada por la óptica del
autor de El Ser y El Tiempo.
Cuando la paz se acabó el 3 de
septiembre de 1939, Francia e
Inglaterra le declaran la guerra a
Alemania, Sartre debió de
reingresar al ejército. Su división
fue enviada al este de Francia,
donde trabajó para el servicio
metereológico remontando globos
a fin de verificar la dirección del
viento. Sin embargo, la guerra no
interfirió con su productividad;
empezó a escribir una larga novela
La Edad de la Razón publicada
en 1945; además de leer a
Kierkeggard, filósofo danés del
siglo XIX.
En esta novela Sartre nos describe
la sociedad tal como él la ve. Y
eso no es bello. La intriga de La
Edad de la Razón es sencilla y
revela el clima de la obra; son
personajes que no reconocen
ninguna ley moral. Exteriormente
mantienen relaciones amistosas,
pero se detestan y se complacen
hiriéndose mutuamente y haciendo
sufrir a los demás con argumentos
totalmente pueriles. Lo que no
pueden soportar es que alguien
piense en ellos durante su ausencia.
Piensan que es intolerable ser
juzgado así, odiado en silencio.
Sartre protesta ante los tres tipos
que existen en dicha sociedad. Los
sinvergüenzas, los cobardes y
aquellos que pretenden vivir sin
comprometerse jamás. Los
primeros son el tipo de hombre que
más parece detestar a Sartre y al
que ha atacado en La Náusea.
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Los
sinvergüenzas
son
los burgueses satisfechos,
inaccesibles a la náusea y a la
inquietud. Creen en un orden
natural inmutable que justifica su
existencia y les confiere dignidad
superior, al punto de que
consideran muy naturalmente a los
seres como gentes que deben estar
a su servicio. Los segundos –los
cobardes – son aquellos que se
aferran a una tabla de naufragio
sencillamente para darles una meta
a sus vidas, sin verdadero amor y
sin convicción inicial. Se liberan
fácilmente de la angustia de la
libertad y terminan por creer en
valores trascendentales escritos en
el cielo. Y los ausentes de
compromiso, que solamente se
dedican a salvarguardar su libertad
negándose a todo compromiso. Ser
libre es causa de si mismo: decir
soy mi propio comienzo. He ahí la
frase que lo exalta. Pero cada día
se da cuenta que estas ideas son
ideas que no dan fruto, palabras
vacías y pomposas, palabras
enervantes. En realidad es libre
para nada. Aún su misma libertad
no es sino ilusión. Los personajes
de esta novela están tentados a
renunciar a la libertad que produce
enfrentarse al mundo y acceden a
lo que Sartre llama la edad de la
razón. Pero la salvación no está en
la edad de la razón; está en un
compromiso libre frente a una vida
libre. Sartre ha escrito que la vida
humana comienza al otro lado de
la desesperación.
El pensamiento filosófico de este
pensador francés nos invita a
reflexionar y no ser uno más de los
personajes perdidos en el camino
de la generalización y de la
disolución.
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I
La temática de Juan Manuel Orbea nos hace recordar a escritores
como Chéjov y Gogol. Sus preocupaciones por la vida sucesiva y trivial
enmarca en sus personajes la mediocridad ansiosa y resignada. El cuento
que presenta resume el momento sublime en la vida de un idiota.
LA IMPREDECIBLE SUERTE
DE UN PAR DE TENIS
DE BOTITAS
Juan Manuel Orbea
E
ra una de esas noches en que, por bizarra
razón, reinaba el silencio. Como tantos
otros barrios de la ciudad, éste se caracterizaba
por el típico (un término decepcionante aunque
necesario) modo de vida infrahumano, ahí,
como al filo de una hoja de papel estaño.
Frecuentemente, en ese lugar en las entrañas
olvidadas de la mega urbe, es donde se
escenifican muchos cuentos, relatos de
cuidado. Alguno de ellos, destinos cruzados al
azar con finales impredecibles, para reír, para
llorar. Sin embargo es en serio aquello sobre
que todos acaban por acostumbrase a lo que la
vida cotidiana les ofrece. Buenas o malas
pasadas las tienen todos. Así como cualquiera
puede ser víctima del infortunio o, porque no,
ser el elegido, el afortunado ganador del
premio mayor. La suerte, después de todo, es
un factor decisivo para que eso poco o casi
nada que se sueña cual si fuera auténtico, se
convierta en algo real. Eso, y mucha necedad
para darle pelea a la vida, es lo que hace que la
gente no pierda la memoria y continúe siendo
protagonista de sus historias y/o relatos. Por
supuesto, nada de esto pasaba por la mente
superviviente de Chucho, aunque quizás, por
qué no, tal vez en el inconsciente, él tenía una
leve, magra, noción de esto y más.
Chucho, fiel a sus costumbres, caminaba
en aquella forma que sólo a él podía
caracterizar: un poco a la John Travolta y con
ciertas ínfulas, tan sólo eso, de Michael Jordan.
Además de aquel peculiar andar, tenía otra
habilidad: daba una pitada a su cigarrillo y,
simultáneamente, cual acto de magia, silbaba
cualquier tonada. Vaya a saber como lo hacía.
Se notaba bastante contento, de seguro
porque sólo hacía no hace mucho consiguió
el trabajo que buscaba de tiempo harto atrás
en un taller mecánico. Con éste ya eran cuatro
intentos de demostrar que si servía para arreglar
coches. La cuestión siempre se le había visto
interrumpida a la mitad, en el ya merito, sobre
todo por difícil carácter que nunca congeniaba
(la mentada incompatibilidad de caracteres en
su versión laboral) con los dueños de esos
centros de grasa, llantas, tornillos y estopa. Sin
embargo ahora todo era diferente. Las dos
semanas que había ido a trabajar, fueron
suficiente carta de recomendación para
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LA IMPREDECIBLE SUERTE...
demostrar que en serio podía con la mecánica
tarea. El dueño se percató luego rápido del
empeño y dedicación de Chucho. Por eso,
además de su primera quincena, el tipo le
abandonó una pequeña compensación (un acto
de inaudita generosidad en alguien de su
calaña). Y, así pues, al salir de trabajar aquel
día quien detestaba que le llamaran Jesús, ya
tenía bien mucho en mente lo que quería
comprar: comprarse unos tenis de botita,
imitación Air Jordan, a los que les traía ganas
de tiempo atrás hace. Un agujero del tamaño
de la suela de sus actuales tenis se lo suplicaba
a rechinones y a cada ruda frotada de sus pies
casi descalzos contra el pavimento.
Una vez que sus nuevos tenis recubrieron
la más extrema parte de sus extremidades,
Chucho sintió que nadie le ganaría a bailar, a
caminar, a jugar y ser el ganón en el básquet de
los domingos con la banda de Santa María la
Ribera, y, por qué no, a correr, a salir corriendo
como quien corre tan sólo por correlón, por
correr en por su libertad, por su propia vida.
Un teléfono público en proceso último
de destrucción funcionó, aún, para que pudiera
marcarle a la Carmen. Espero hasta el octavo
timbrazo, pero ni con eso contestaron. En vista
de que la Carmen esa noche no estaba en
disponibilidad para darle compañía y todo
aquello otro que engloba discretamente este
término, se decidió a caminar y caminó un rato,
largo, tendido, a gusto. Y de paso, además, pudo
poner a prueba a sus tenis nuevos, deambulando
sin rumbo en busca de algo o alguien, lo que
fuere, en que distraerse en aquel viernes de
pagos quincenales.
Al pasar por una vinata abierta, la mente
comenzó a trabajar sobre cómo resolver el
asunto de la distracción y el aburrimiento, es
decir, distraerse para no aburrirse. Una pachita
de Bacardí y una cajetilla de Marlboro (decía
que cuando tenía lana había uno que beber y
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fumar de lo mejor, dejando sus Faros para otra
ocasión) fueron la solución elegida. Al rato de
seguir caminando, llegó por llegar sin saber
cómo había llegado a una vieja vecindad ya
conocida por él que quedaba a dos cuadras del
taller. Se sentó en la entrada y, con la confianza
del que se siente seguro del terreno, cual si
fuera un bebedor perro callejero, le entró a la
pachita así nada más, de solapas, sin chéiser ni
parecidos que engañaran el sabor del alcohol
y su interesante proceso embriagador. Los
minutos, que en algún momento fueron
segundos y llegaron a ser horas, le permitieron
presenciar cómo le cambiaba el estatus del
sobrio, por el de la desinhibición efervescente.
Un espectáculo para él, incomparable
digno de observarlo detenidamente por uno
mismo, es decir, por aquel que se está
emborrachando.
Por la calle, raro extraño a esas a horas,
venía caminando la figura de una mujer. Una
mujer. Según la perspectiva de Chucho, “Nada
mal, me cai que nada mal”. La mujer, La Mujer,
llevaba rumbo de la misma vecindad, y Chucho
se puso algo nervioso sin tener motivos, al
menos no los tenía aún. Justo al pasar por el
marco de la puerta de entrada la muchacha se
detuvo. Él levantó la mirada desde los pies a la
cabeza de la mujer, La Mujer. Ésta y ninguna
otra, se acomodó el calzón como se acomodan
aquellas mujeres, mujeres como ella, los
calzones: incitando, insinuando, invitando. No
pudieron ninguno de los dos evitar mirarse a
los ojos. Él, entre nervioso y torpe, se hizo a
un lado para dejarla pasar. La mujer, La Mujer,
con una risa apenas perceptible, entró paso a
paso cachondo dejándose ver por el otro, el
Chucho, no sólo la región de la tanga, sino la
humanidad cárnea entera que se portaba
voluptuosa, proporcionadamente.
Por un momento, y es que en algo podía
decirse que era supersticioso, Chucho creyó
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Juan Manuel Orbea
que la fortuna, si acaso no se equivocaba, había
llegado de la mano de Air Jordan, bueno, de su
clon, la copia no tan peor.
Y cuando él fantaseaba con lo que habría
podido hacer con esa mujer, escuchó un
taconeo rítmico, más bien, atrayentemente
obvio. Al girar al ver por entre la penumbra de
la vecindad, él no tuvo ninguna duda que la
silueta pertenecía a esa mujer, La Mujer. Sin
embargo, Chucho, no se movió hasta oír de
nuevo el taconeo, como si éste fuera parte de
las percusiones de un grupo salsa tropical,
merengoso o algo semejante. Y por supuesto
que lo estaban llamando a él y nadie más que a
él. Entre un manto desordenado de sucios y
libidínicos pensamientos, Chucho llegó junto
a ella. La mujer, La Mujer, que más tarde le
diría que se llamaba Micaela, La Micaela, lo
tomó de la mano y lo condujo en un silencio
dudoso escaleras arriba. En el cielo la luna se
escondía en algún lugar del cosmos, y por lo
menos esa noche no sería testigo de nada.
Antes de entrar al departamento ella se
paró en seco y giró a ver al Chucho que, con
cara de éxtasis prematuro, esperaba obedecer
el siguiente paso a seguir. El paso que fuero,
pensó. La belleza de Micaela, La Micaela, pero
también y sobre todo la mujer, La Mujer,
resaltaba aún más provocadoramente con ese
vestido que le colgaba de un lado como si fuera
un maniquí que deseaba arreglarse el modelito
mal acomodado pero que no puede porque no
tiene vida, y porque sabe lo que es, esto es, un
maniquí, y con eso le bastaba. Sin embargo
Micaela sí tenía vida, y sí sabía que tenía más
que ofrecer, y sí, estaba jugando bien jugando
con él. Después, entre el inexacto ruido de
sirenas, gritos y otros sonidos urbanos difíciles
de describir, que ahuyentaron de pronto el
bizarro silencio que había reinado hasta el
momento, se besaron por un largo rato, un beso
de babas compartidas, lenguas gladiadoras y
mordidas canínicas. Un beso fílmico, de
película XXX. Ese beso había sucedido antes
de consumar el fuego sudoroso que ya ardía
en decibeles eflúvicos, ahí, en sus sexos
inquietos doy - das, sí, más allá del sudor piel
y respectivas emanaciones líquidas.
Chucho, en algún momento, miró a sus
tenis nuevos, y aunque fuera una estupidez, les
guió el ojo y los sintió bien sentidos en sus
pies empaquetados.
Yacían extenuados sobre la cama. Sus
miembros transpirados pedían un descanso, una
tregua siquiera. Micaela prendió un cigarrillo
y lo compartió con él mientras le contaba
ciertos detalles: qué hacía, cómo había llegado
hasta ese lugar de su vida y todos los etcéteras
rituales. Chucho a todo asentía con su cabeza
a la vez que, sin hacerse notar, miraba
detalladamente el lugar donde estaba. Sólo una
cosa lo ponía algo nervioso: la Micaela tenía
un hombre que la mantenía, claro, ella le
respondía siempre, según le decía en ese
momento aquél.
Le tranquilizó saber a Chucho que el
desconocido hombre no llegaría de improviso.
Todos los viernes iba a jugar a las cartas. Y
aunque él quiso saber más sobre el tipo, ella
no le dio tiempo, se lo impidió en vista de que
ya estaba arriba de él besándolo por donde se
pudiera y hasta donde no, buscando ávida su
miembro y su poder climático, excitante,
hipnótico. A Chucho no le quedó otra salvo que
satisfacer por enésima vez a su nueva amante.
Luego de la tormenta sexual, de sesenta y
nueves, perritos y “palos” clásicos, justo en
ese lapso de tiempo entre quedarse dormidos,
Micaela le preguntó por curiosidad el porqué
tanto empeño de dejar sus tenis amarrados
entre sí. El contestó casi roncando: “Por pura
suerte nomás”.
Dormían entrelazados. No lejos de ahí,
se escuchaba el paulatino paso a paso de
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LA IMPREDECIBLE SUERTE...
alguien. El sueño ligero de Chucho lo hizo
levantarse desconcertado. Por un instante le
echó toda la culpa al sueño, sin embargo, al
oír que abrían la cerradura del departamento,
pensó que era un pendejo por estar ahí sin haber
tomado las precauciones debidas; de menos
mínimo haber sido cuales podrían ser las
salidas de emergencia por si las moscas
revoloteaban en su destino. El sobresalto suyo
hizo despertar a Micaela que continuaba no el
quinto, sino sepa a saber en cuál de los niveles
del sueño porqué, por un instante, pareció que
de plano no se despertaría jamás.
Cuando por fin abrió ojo, Chucho rápido,
con una habilidad de síntesis envidiable, la puso
al tanto de la situación. Al parecer, quien fuera
que sea, todavía lidiaba con la cerradura.
Primero tuvo que pasar un bostezo y
estiramiento total para que Micaela
respondiera a la pregunta de Chucho sobre
quién podría ser: “El único que tiene llave de
aquí además de mí, claro... Es mi hombre”. Al
oír esto, Chucho, casi de un mismo
movimiento, saltó de la cama (recordó de
súbito a Jordan en aquella final contra Los
Lakers), y se puso los pantalones y la camisa a
medias poner al tiempo que ella iba a
interceptar al inesperado arribo. Antes de ir al
encuentro de su hombre le dijo que se fuera
por la azotea. La cara de él, entre incrédulo y
realista, lo dijo todo.
Entonces Chucho, angustiado desde los
calcetines hasta los cabellos despeinados,
decidió poner fin a la batalla que libraba con
sus ropajes en vista de saber que el famoso
hombre había logrado entrar y que ya
enfrentaba a ritmo de hipo alcoholíquido a su
protegida, a La Mujer, Su Mujer. Cuando subió
por las escaleritas hacia el techo notó,
claramente, gritar al hombre desconocido y
sintió algo raro: esa voz ya la conocía. Terminó
de subir adolorido de los pies; no había tenido
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Juan Manuel Orbea
tiempo de ponerse los tenis relucientes que
llevaba en la mano.
Chucho tuvo que aceptar de inmediato
que su única salida era saltar los dos pisos que
lo separaban del techo y la tierra firme, allá
abajo, duramente pavimentada, auténticamente
su única salvación. Cuando quiso ponerse por
segunda vez sus tenis, apareció en toda su
humanidad el perseguidor. Se miraron frente a
frente, reconociéndose. Chucho no tuvo
ninguna duda de quién se trataba. Era él, el
mismo, ningún otro. El hombre, tambaleante
más no por ello ciego, no era otro que el dueño
del taller empuñando un revólver plateado,
deslumbrador. Sin pensarlo más, Chucho no
tuvo otro remedio que saltar al vacío tenis en
mano, a la vez que se escucharon tres tiros al
vacío perdiéndose en la incertidumbre de su
destino final.
En la penumbra de la calle, producida por
la ausencia de luz luego de tornarse el farol
con uno de los estallidos, se movía el bulto de
Chucho. Todavía adolorido buscó los tenis sin
éxito. Al mirar hacia arriba vio que colgaban
del cable telefónico (una vez más Jordan en
todo lo alto, alcanzó a imaginar). Si de algo
estaba seguro, era que no sólo había perdido
los tenis sino, y no tenía que ser demasiado
inteligente para haber llegado a esa conclusión,
también su trabajo. Sin embargo, ese no era el
momento de quedarse a pensar en tonterías,
detalles insignificantes para ésa su súbita y
novel realidad. Ahora sólo debía de correr, salir
corriendo con todo lo que le daban sus piernas
correlonas en pos de la libertad, descalzo y a
la intemperie citadina, pronto muy pronto, para
salvar lo único que aún tenía.
Y eso, eso no podía ser otra cosa que su
propia vida.
Ganador del Concurso Nacional de Cuento
Gerardo Cornejo 2000
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DE LUNES
TODO EL AÑO
De Fabio Morábito
Rodolfo Duarte
Morábito en la ciudad encarna al peregrino
constante, voyeur, que evoca infancia y juventud solo
para saber que lo que nos constituye no es una
fidelidad, ni una plenitud siquiera, sino huecos, vacíos
que jamás llenan. Un caminante perdido para siempre
a la más perfecta regularidad y el recuerdo. Uno lo
puede imaginar andando casi sin retraso, callado
(como quien cuenta los pasos mentalmente). Una
lección: “Hundirse en el anonimato,/no contestar
saludos,/aligerarse como un corcho”; algo lo distrae,
observa, avanza nuevamente (la medida es inútil pero
posible: “mis huesos cambian de dolor/cada cien
metros/y nadie sabe lo que yo lo que es un
kilómetro.”); gira en redondo, sabe que cada paso
cuesta, que la nostalgia del pasado está en lo ido: “a
veces un beso”, “un edificio”, “un dato más o menos
frío de la existencia”. Y de lo nuevo, la nostalgia por
venir (asunto exclusivo de nuevas generaciones), se
hace ahora en casas INFONAVIT, McDonalds y
Blockbuster video.
Digo esto, y me viene algún texto de José Emilio
Pacheco:
Foto: Daniela Morábito
esde la aparición de su primer libro de
poemas Lotes baldíos (FCE, 1984), Fabio
Morábito (Alejandría, Egipto, 1955) daría a conocer
temática y voz peculiar de lo que sería su obra
posterior. Una poesía, notaría Ignacio Helguera,
“narrativa y con tendencia a la mesura”.
Morábito es un poeta que nos permite ver su
cosmovisión de la ciudad de México. Una ciudad
reducida a polaroids: “los pleitos entre el hombre/y
la mujer del cuatro,/el niño que berrea del once,/la
radio eterna del catorce,/el taconeo nocturno/de los
de arriba”, los columpios, los perros, el ruido, las
parejas eternas que arden y reconcilian bajo el
Discurso del Método.
La ciudad de Morábito deja entrever las situaciones
varias que nos permiten entenderlo: el lugar primero,
el de la mera existencia y el espacio. La demografía
como ombligo, como idea de centro que toma o
pierde fuerza en la medida que se expande. Una
orilla, otra, arriba: aquí “cada uno piensa que los
otros son el suelo”, ese algo quizá “para sentirse
vivos”. Ante éste hecho “¿quién logrará salir sin
daño?”, ¿quién queda sólo con sus argumentos?...
A estas alturas (del espacio físico si se quiere), la
ciudad se ha convertido en un acto sucesivo y
gregario. Pero así mismo, en una imagen divisible:
“se fueron los boy scouts,/entrenan en el parque.../
buscan al enemigo eterno/que no encuentran/y en
las bifurcaciones/se dividen,/se adentran en lo
ignoto,/y en cada división/se agranda el bosque,/se
agranda el miedo,/el bosque se bifurca/en otros
bosques./Un nuevo bosque empieza.../un árbol que
es un bosque (...) Ver estas imágenes me recuerdan
aquel argumento de Zenón sobre lo interminable de
cada espacio, que, por ser infinitamente divisible, es
eterno. La ciudad como síntesis de lo uno y de lo
múltiple.
“Demolieron la
escuela, demolieron
el edificio de
M a r i a n a ,
demolieron mi casa,
demolieron
la
colonia Roma.
Terminó esa ciudad.
Acabó aquel país.
No hay memoria del
México de aquellos
años. Y a nadie le
importa. De ese
horror, quien puede
tener nostalgia.
Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola...”.
Fabio Morábito
D
Para Francisco Duarte Castro
y Carolina Muñoz Amparano
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Mi cita no es gratuita. La lente de Pacheco va a una:
la desmemoria. El objeto memorioso que, al
sucederse perdido, nos abdica de todo recuerdo y
dolencia. Negar, o bien olvidar el objeto es siempre
no pensar. Morábito mira este hecho y nos advierte:
Este edificio no contenta
a nadie,
está en su época de crisis,
de derrumbarlo habría
que derrumbarlo ahora,
después va ser difícil.
En otros poemas, Morábito ve el otro flanco de los
hechos y, perder algo es recuperarlo
verdaderamente, romper con el mutismo, sobre todo
de objetos y gentes que ya no tenían nada que
decirnos:
Los tíos mueren lejos (...)
Tal vez espero
que los otros mueran
para amarlos,
para entenderlos...
Sus últimos versos nos hacen recordar a Borges o
Gonzalo Rojas, donde el acto de evocar equivale a
trasmutarlo todo.
El tiempo del poeta, sin duda, el de la existencia
sucesiva e individual (aunque firme siempre en un
nosotros). El tiempo cíclico aquí es imposible. Su
negativa va en relación al sentimiento: un tiempo
circular que, visto desde la nostalgia, es un tiempo
inexistente:
una época...
idéntica, invariable,
como diciendo soy la misma
y ustedes son los mismos,
todo es lo mismo para siempre
y el tiempo no dio un paso desde entonces,
ya no le creo...
El poeta no brinda necesariamente argumentos
lógicos o vitales a la vivencia, y solo ve en ésta un
hecho irreversible. Espacio y tiempo como
cronometría del aniquilamiento.
Si el poeta niega lo circular el voyeur acepta lo
atemporal y arquetípico. El caos con
perfeccionamiento del orden. La ciudad que
transforma y crece, pero siempre atada a sus inercias,
“a la voluntad común”: “conforme el edificio crece/
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suben de altura,/pisan su propia obra,/no tienen
dudas,/saben que el mundo existe/y que es difícil.../
Lo saben sin pensar (...).
Bertolt Brecht, escribió: me parezco al que lleva el
ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo era su
casa. Morábito cabría aquí con una alteración: me
parezco al que lleva el ladrillo “hueco” consigo para
mostrar al mundo cómo “se llega a saber todo de
los otros”. Ese otro que bien podría recordarnos a
aquel poemita de Jaime Sabines, Tarumba
¿recuerdan? “En este pueblo (...)/Me aburro./Todo
lo sé, lo adivino, lo siento./Conozco los matrimonios,
los adulterios,/las muertes”. La ciudad que a pesar
de todo, sigue siendo demasiado pueblo.
La “tribu” se junta y dispersa y va más allá del caos
y la demografía. Los otros como, multitud donde se
engendra el infierno y el descanso: “tal vez para los
pájaros/juntarse muchos/es descansar del vuelo,/
como sentarse,/como cruzar la pierna”.
Finalmente, el caminante llega a casa. La casa que
aparece como inventiva poética y que da lugar a los
más diversos mitos; por eso, “mejor no tener casa/
que vivir en ella como ciego”. La visión metafísica
de Morábito, me parece, muy símil a la presentada
por Bergson en su Evolución creadora; instinto e
inteligencia se unen y lo sujetan a orientaciones
constantes de casa. El instinto está cerca del objeto,
pero exige de distancia para ser precisado y
entendido a fondo; distancia que acorta la
inteligencia, así nunca logre “dibujarlo” del todo:
Hay una bestia adentro que me seca,
se mueve por arterias,
no por venas,
por eso soy incapaz de dibujarla,
sólo la intuyo...
La casa: “el viejo vicio de creer en la experiencia”.
El hecho simple de construir e iniciar la fuga; de dejar
un “clavo” a las paredes, “un rincón”, “un estropicio”
que jamás sabremos “resolver”.
CC
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