Conferencia KAROL WOJYTYLA. Praxis, cultura y crisis en

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KAROL WOJYTYŁA: PRAXIS, CULTURA Y CRISIS EN LA POSMODERNIDAD
Fr. Alfred Marek Wierzbicki
Universidad Católica Juan Pablo II de Lublín
1. Interpretación moral y teológica de la historia contemporánea
No es necesario convencer a nadie de la gran influencia que tuvo San Juan Pablo II en la Iglesia y en
el mundo en el que esa Iglesia cumple su misión de proclamar el Evangelio. No solo en mi país, el
país nativo de Juan Pablo II, es reconocido el fenómeno de la generación Juan Pablo II. Su influencia
histórica en las decisiones tomadas por personas individuales y por naciones enteras comenzó con su
primer viaje apostólico a México en 1979. Gracias al Papa, se formó alrededor de todo el mundo
una generación fascinada con la idea de abrir las puertas ampliamente a Cristo. El deseo de abrir
fronteras en los campos de la cultura, la política y la economía, no nace de ninguna manera de una
tentación global e imperial frente a la que la Iglesia cede, sino que surge de la creencia de que es
Cristo quien ofrece la clave para entender los asuntos humanos. Llamando a abrir las puertas, Juan
Pablo II proclamaba: “No tengan miedo. Cristo sabe «qué hay en el hombre». Sólo él lo sabe”.1
Estas palabras tienen un sentido profundamente religioso y al mismo tiempo civilizatorio.
Karol Wojtyła, el filósofo que se convirtió en Papa, propuso la idea de que praxis y cultura
humanas son convergentes al grado que la praxis se constituye a través de la cultura. Esto significa
no solamente que la cultura es un producto de la acción humana, sino que la cultura en sí misma,
con sus valores e ideales inherentes, otorga una dirección y un sentido a la acción humana. La
cuestión sobre quién es el hombre no pertenece al discurso teórico, sino que tiene una importancia
práctica. Dejar esta cuestión caer en el olvido o hacerla a un lado conduce a la crisis de la cultura y
afecta a los procesos históricos.
1
Homilía de su santidad Juan Pablo II en la inauguración de su pontificado. Plaza de San Pedro, domingo 22 de
octubre de 1978, n. 5.
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El pontificado de Juan Pablo II abrazó un período de transformaciones turbulentas y epocales
en el mundo. Fue testigo, en el sentido político, del declive y el colapso del comunismo –
acompañado del debilitamiento de la tensión entre Oriente y Occidente–, así como del surgimiento
de los estados democráticos en la ruina del sistema totalitario. Al mismo tiempo, la globalización
progresiva en la esfera de la economía no removió sino que al contrario, acrecentó, las tensiones
entre el Norte rico y el Sur, todavía entrampado en un subdesarrollo estructural. Por otra parte, las
últimas dos décadas del siglo XX y el inicio del nuevo milenio estuvieron marcadas por un progreso
tecnológico acelerado que trajo, y que hasta ahora ha seguido impulsando, la así llamada revolución
digital. Los avances tecnológicos modernos, sin embargo, también han abierto el camino hacia una
revolución genética, que habilita a los científicos a interferir en el organismo humano. Así, la era
actual –todavía en desarrollo– puede ser descrita como un tiempo de progreso acompañado de una
amenaza múltiple a la humanidad.
No obstante, ya desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica ha demostrado una
concencia creciente de la profunda ambivalencia de la cultura moderna, y los padres conciliares
expresaron sus preocupaciones sobre la materia en la constitución Gaudium et spes. Aunque el tono y
el mensaje general del documento en cuestión están marcados por el optimismo, la constitución
ofrece una comprensión realista de la naturaleza dramática de las transformaciones sociales y
culturales que tienen lugar.
Habiendo adoptado la actitud de apertura hacia los problemas que del mundo
contemporáneo dio cuenta el Concilio Vaticano II, y compartiendo las “alegrías y esperanzas, las
penas y las angustias del hombre de este tiempo” (cfr. Gaudium et spes, sección 1), Juan Pablo II se
convirtió en el principal, o quizá el único, intérprete del sentido de la historia humana en el fin del
siglo. No solamente ofreció una interpretación de su época en términos de la sociología y las
ciencias políticas y económicas, sino que además ofreció una avanzada y diversa reflexión moral y
teológica sobre la historia moderna. Concentró sus análisis en el significado de la historia humana y
concibió a la humanidad como un solo sujeto conectado internamente por una red de múltiples
relaciones sociales, políticas y económicas, las cuales hunden sus raíces en un vínculo ético
fundamental. Mientras predicaba la moralidad del respeto universal que se le debe a la dignidad de la
persona humana y a los Derechos Humanos, Juan Pablo II dirigía su mensaje no solamente a la
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comunidad de creyentes de la Iglesia Católica. Ciertamente, sostuvo que el agudo dilema moral del
mundo contemporáneo: “¿Solidaridad o dominación?” (cfr. Encíclica Redemptor hominis, sección 15),
es de hecho universal y debe ser resuelto por la comunidad humana. Más aún, durante su
pontificado, Juan Pablo II reconoció este dilema como el problema social más importante de
nuestros tiempos.
Es comprensible que los filósofos morales de cualquier época, ofrezcan descripciones del
declive moral de sus contemporáneos con el fin de provocar un shock y llamar así a la conversión.
Las visiones catastróficas de este estilo sirven usualmente a propósitos pedagógicos y buscan
persuadir, más que proveer una descripción genuina de la condición moral de la sociedad. Pero el
caso es distinto con las enseñanzas morales de Juan Pablo II: están basadas en el personalismo
normativo fundamentado en la antropología y dirigido a toda la humanidad del tiempo presente,
profundamente afectada por el nihilismo que erosiona la conciencia y la sensibilidad morales. Esta
erosión, tristemente, ha afectado a casi todo el continente europeo, la patria del Humanismo, el
Cristianismo y las ideas de la era ilustrada. No deberíamos sorprendernos al ver que una
consecuencia lógica de esta erosión cultural es una amnesia de la identidad cultural, manifiesta en la
tendencia a privarse a uno mismo de las propias raíces culturales y absolutizar la cultura del
momento.
La identificación que hace Juan Pablo II entre la crisis moral y la cuestión social fundamental
del tiempo moderno está interrelacionada con su diagnóstico de la Modernidad, a la que considera
un conglomerado de paradigmas antropológicos mutuamente contradictorios. La cuestión
fundamental que el Papa “de un país del Vístula” dirige a la humanidad post-ilustrada es la siguiente:
¿es posible vivir como lo requiere la dignidad humana en un mundo que está siendo diseñado y
dirigido como si no hubiera un Dios (etsi Deus non daretur)?
2. Fenomenología de las estructuras modernas del mal
La violación del orden moral adoptó en el siglo XX la forma de mal estructural. Hasta cierto punto,
cualquier estructura del mal –en el lenguaje de la teología llamada “estructura de pecado”–,
construye abierta o veladamente un totalitarismo, que consiste en el abandono deliberado de aplicar
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principios morales a la vida social. Sin embargo, la idea de que conceptos como “progreso”,
“revolución social”, “nación” o “bienestar” deberían considerarse sustitutos del “bien”, ha mostrado
estar fundada en un error antropológico y, en esa medida, ser generadora de totalitarismo. La raíz
de todo totalitarismo es el abandono de la verdad sobre el hombre como un ser que merece una
afirmación incondicional debida a su dignidad humana. Dado que todo tipo de totalitarismo se
origina a partir de alguna forma de negación práctica de la verdad axiológica sobre el hombre,
también la democracia que ha negado sus fundamentos axiológicos es vulnerable a la distorsión
totalitaria.
Expliquemos qué es una estructura del mal según Juan Pablo II. El Papa interpreta este
concepto en términos del personalismo, mostrando la relación que hay entre el mal social y la
eficacia moral de las personas humanas particulares en tanto sujetos que actúan. “La Iglesia, cuando
habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o
comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y
bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y
la concentración de muchos pecados personales […] Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son
de las personas. Una situación –como una institución, una estructura, una sociedad– no es, de suyo,
sujeto de actos morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma” (Reconciliatio et
paenitentia, 16)
Las estructuras del mal exhiben un carácter dinámico y se originan de una acumulación del
mal cometido por individuos, lo que causa consiguientemente una destrucción completa de la
conciencia moral. Hannah Arendt describiría ese proceso como la banalización del mal. Juan Pablo
II, por su parte, apunta a la interdependencia que existe entre el egoísmo y la erosión de la
conciencia moral. La absolutización del egoísmo resulta en un deseo devorador de poder y beneficio
(cfr. Sollicitudo rei socialis, sección 37). Una visión falsa, materialista, de la naturaleza humana y de
los fines de la vida humana no pueden sino influir en las actitudes y patrones actuales de
comportamiento que adoptan los individuos particulares. Asimismo, la generalizada mentalidad
hedonista, asumida sin una reflexión crítica indispensable a la vida racional, debilita y hasta destruye
la capacidad natural de la conciencia de ofrecer una valoración moral de las acciones y superar el
egoísmo.
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La sociedad de consumo recibe una aguda crítica en la enseñanza de Juan Pablo II. Pero esta
crítica no está en ningún sentido basada en el dualismo entre espíritu y materia, más bien está
fundamentada en una penetrante comprensión de las sociedades de consumo, en las que el ser
humano se ve reducido a medio de producción y concebido como un objeto de uso.
En su innovadora “teología del cuerpo”, Juan Pablo II habla con gran convencimiento acerca
del papel positivo del cuerpo humano y de su integración en la estructura de la persona como un
sujeto actuante. En ese sentido las objeciones de maniqueísmo o de espiritualismo radical que se han
levantado contra el Papa son simplemente infundadas.
Por otro lado, no debemos dejar de observar que, en una sociedad materialista sujeta a un
crecimiento tecnológico sin paralelos, la inclinación al egoísmo inherente al ser humano recibe
estímulos nunca antes generados por sociedad anteriores, que no eran tan avanzadas desde el punto
de vista material o tecnológico. Así, en los fundamentos de la crítica que hace Juan Pablo II al
consumismo moderno, yace la pregunta que plantea con gran preocupación: ¿vive el hombre por el
puro poder y el beneficio?
La legitimidad de la pregunta por el fin de la vida humana y la esencia de la humanidades está
justificada por el fenómeno creciente de la alienación humana en una sociedad de consumo. En este
contexto, no debemos dejar de ver las relaciones causales y estructurales entre el comunismo y la
atrofia de la cultura humanista, en la que los vínculos humanos tienen la absoluta prioridad entre
todos los demás bienes. En el fenómeno de la alienación, Juan Pablo II reconoce “una inversión de
los medios y los fines. Cuando el hombre no reconoce en sí mismo y en los otros el valor y la
grandeza de la persona humana, se priva efectivamente a sí mismo de la posibilidad de beneficiarse
de su humanidad y de entrar en esa relación de solidaridad y comunión con otros para la que Dios lo
creó” (Centesimus annus, sección 41). El postulado de la primacía de la ética sobre la tecnología podrá
comparecer solo en una sociedad tecnológica avanzada en la que aparezcan amenazas hasta antes
desconocidas para el hombre, y que traigan consigo miedo, ansiedad, desorientación y alienación en
una escala desconocida hasta este momento. Juan Pablo II dirigiría repetidamente el mensaje
cristiano de liberación del miedo a todas las personas que están involucradas en el funcionamiento
de las estructuras que generan alienación y desencanto con los bienes que no permiten
trascendencia que persiguen.
5
la
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La presente crisis moral, un profundo asunto social, se manifiesta aguda y dramáticamente
en la “cultura de la muerte”, en la que actos moralmente perversos dirigidos contra la santidad e
inviolabilidad de la vida humana reciben aprobación social. En la encíclica Evangelium vitae, Juan
Pablo II habla del “oscurecimiento” de la conciencia humana (cfr. sección 4) como la fuente de la
atrofia de la sensibilidad hacia el valor de la vida humana. Agrega que igualmente peligrosos e
inquietantes son tanto los actos contra la vida humana en cuanto tales como la proliferación de la
mentalidad carente de la capacidad de llevar a cabo una valoración moral de tales actos en términos
de bien y mal.
La legalización del aborto y la eutanasia, que permite que un crimen se convierta en un acto
legal, demuestra un nuevo aspecto de la aproximación contemporánea a la cuestión de la vida
humana. No solamente estamos lidiando aquí con una actitud moralmente perversa de individuos
particulares que, con sus actos, violan la norma “No matarás”, sino que debemos darnos cuenta de
que la legalización del “derecho” al aborto hace del problema un problema político en su naturaleza:
al hacer legal el aborto, el Estado institucionaliza la discriminación hacia un cierto grupo de sus
ciudadanos. En una situación en la que la ley no protege el derecho a la vida de todos los ciudadanos,
es socavado el principio fundamental de un Estado jurisprudencial [jurisprudent State], a saber, la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, con lo que asistimos a la deformación totalitaria de la
democracia y a la violación de la cultura de los Derechos Humanos.
El fundamento para la distorsión totalitaria de la democracia está puesto por la ideología del
relativismo prevalente en la Posmodernidad. Así, Juan Pablo II subraya la necesaria primacía de la
cultura sobre la política. Las estructuras del mal que amenazan la vida humana por medio de actos
legales hunde sus raíces en la pérdida del sentido moral, en lo que el Papa describe como
“oscurecimiento de la conciencia”. El fenómeno en cuestión ha tomado la forma de una estructura
del mal aún más profunda y radicalmente destructiva, que genera sus propias instancias
particularmente inquietantes en las que la vida humana está directamente amenazada. “En el fondo
–agrega el Papa– está la profunda crisis de la cultura, que genera escepticismo en relación con los
hondos fundamentos del conocimiento y la ética, lo que hace cada vez más difícil comprender
claramente el significado de lo que es el hombre, el significado de sus derechos y de sus deberes”
(Evangelium vitae, sección 11).
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Mientras daba cuenta de la “cultura de la muerte”, Juan Pablo II no argumentaba por ningún
motivo que la cultura contemporánea entera fuera destructiva, pero sí señalaba la tendencia,
hondamente enraizada en la mentalidad social de nuestro tiempo, a minimizar el valor de la vida
humana, tendencia que últimamente ha terminado en el abandono del orden moral por mor de lo
pragmático, lo legal o incluso por valores vitales exclusivamente.
Sin embargo, si la crisis moral se ha convertido en una cuestión social, no es solamente
debido a que hayan aparecido nuevas y perturbadoras estructuras del mal, sino sobre todo debido al
hecho de que el nihilismo moral, que es una negación de la diferencia entre el bien y el mal, se ha
convertido él mismo en la estructura fundamental del mal.
3. Crisis de moralidad en el contexto de la secularización y el ateísmo
Las enseñanzas de Juan Pablo II sobre el significado de la moralidad en la cultura humana disiparon la
ilusión moderna de que el humanismo europeo, en conjunto con su “moralidad absoluta”,
sobreviviría a la supuesta desaparición de la religión. Ciertamente, el hecho de que la Modernidad
fuera identificada con la secularización, causó –entre otras–, transformaciones en el campo de la
moralidad, que ha comenzado a sucumbir al proceso de subjetivización, conduciendo eventualmente
al relativismo. Al buscar las raíces de la crisis moral actual, Juan Pablo II apunta al ateísmo en sus
diversas formas y lo identifica como un factor significativo al servicio de la desintegración de la
conciencia moral en la cultura moderna.
Ciertamente, el ateísmo del siglo XX fue un fenómeno antropológico moderno,
incomparable a las formas de ateísmo que aparecieron en la historia pre-moderna del hombre. La
idea racionalista de un ser humano ontológicamente auto-suficiente, y que fue promovida por el
ateísmo moderno, resultó no solamente en el concepto de autonomía de la persona humana, que
fungió como el fundamento de la idea de los Derechos Humanos, sino que también resultó en la
atribución al hombre de un completo poder por encima de los problemas que le conciernen. Fue
precisamente el giro antropológico moderno lo que preparó el campo para el totalitarismo de hoy.
Hablar de una conexión entre la Ilustración y Auschwitz no parece un abuso semántico.
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En Centesimus Annus, Juan Pablo II señala la conexión entre la lucha de clases revolucionaria y
la doctrina de la “guerra-total”, característica del militarismo moderno. Ambos fenómenos
exhibieron las consecuencias prácticas de la filosofía de la violencia y causaron la muerte de millones
de seres humanos, codo a codo, con la magnitud de una destrucción entre civilizaciones. El Papa
dice: “la lucha de clases en el sentido marxista y el militarismo tienen la misma raíz, a saber, el
ateísmo y el desdén por la persona humana, que ponen el principio de la fuerza por encima de la
razón y de la ley” (Encíclica Centesimus Annus, sección 14).
Como hemos señalado, las antinomias culturales de la Modernidad acogen la proclamación
del principio de los Derechos Humanos y simultáneamente la absolutización de la libertad,
expresada en la concepción de una total autonomía del ser humano. Esta concepción errónea de la
libertad fue elaborada sobre el fundamento teórico y práctico-cultural del ateísmo, considerado
como la última e incontestable conclusión de la idea de progreso y madurez de la humanidad. En
efecto, la concepción moderna de la libertad consiste en su separación de la obediencia de la verdad.
Como resultado, las ideas de ética social, de los derechos de las otras personas y del bien común han
sido inicialmente hechas a un lado en una suerte de vacío conceptual, sólo para ser seguidamente
rechazadas al no caber en el paradigma secular de libertad.
Las indicaciones de Juan Pablo II no solamente incluyen su examen sobre la influencia del
ateísmo de masas en el “eclipse” de la moral, sino también, basado en un análisis sociológico, un
diagnóstico de las lesiones y las heridas sufridas por la humanidad de aquellos quienes fueron
forzados al ateísmo y de aquellos quienes por ellos mismos eligieron vivir sin Dios. En la dimensión
de la cultura, la destrucción de la idea de la verdad objetiva resultó en el declive de la moral y el
abatimiento respecto del sentido de las preguntas morales. Si el hombre ya no se percibe a sí mismo
como un ser cuyo sentido de vida es la existencia en la verdad y hacer la verdad, entonces pierde su
sensibilidad para el bien. El secularismo, al debilitar la sensibilidad hacia Dios, termina debilitando la
sensibilidad hacia el hombre. El “oscurecimiento” de la conciencia humana, provocado por la atrofia
del sentido del misterio –la fuente genuina de la actitud religiosa–, debe verse como una violencia
ejercida contra el corazón humano y como la impactante condición de la autodestrucción
antropológica.
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Aunque Juan Pablo II adoptó varias veces un tono catastrófico en sus intervenciones, su
pensamiento no estaba por ningún motivo confinado a la comprobación de la condición dramática
del hombre moderno. En el seno de su realista representación del papel devastador del ateísmo
subyace una honda reflexión teológica que incluye expresivas presunciones de esperanza. Algunos
comentadores han señalado que la visión de Juan Pablo II sobre la naturaleza humana pende de una
concepción optimista del hombre y de la historia, desarrollada por Santo Tomás de Aquino, en
oposición a un demasiado pesimista punto de vista representado por San Agustín. Yo no puedo
pensar que las concepciones de Santo Tomás o Juan Pablo II puedan verse como opuestas a la
posición de San Agustín. Más bien al contrario, la enseñanza de Wojtyła incluyendo el análisis de la
conexión entre la crisis moral contemporánea y la expansión del ateísmo, agrega una nueva hondura
a las reflexiones de San Agustín sobre el pecado y la gracia. Aunque Juan Pablo II probablemente no
citó a Pascal en ningún lado, al mostrar las consecuencias catastróficas del ateísmo propuso
claramente su pregunta sobre los orígenes de la miseria y la grandeza humanas.
Recordemos las reflexiones sobre los orígenes del pecado del escepticismo, del rechazo de
Dios, incluidas en la encíclica de Juan Pablo II Dominum et vivificantem. El hecho es que el ateísimo
falsifica de inicio la verdad sobre quién es el hombre, y luego le atribuye características divinas. “La
desobediencia, como la dimensión original del pecado, quiere decir el rechazo de esta fuente, a través
del reclamo del hombre de convertirse en fuente independiente y exclusiva para decidir sobre el
bien y el mal” (Dominum et vivificantem, sección 36). El ateísmo contemporáneo parece confirmar la
naturaleza “original” de todo pecado, que es el rechazo de Dios. Simultáneamente, la condición
actual, de una crisis moral a escala social, exhibe la necesidad humana y la búsqueda de salvación. En
cualquier caso, aún de cara al nihilismo, que es la última consecuencia crítica del secularismo, uno
no está abandonado a elegir entre la actitud de desesperación o la de la “luz del ser”, en tanto que se
abre también una perspectiva en la que el pecado no es la última palabra en el destino del hombre.
Aún, para que esta perspectiva pueda abrirse completamente, necesitamos aceptar la verdad de la
caída del hombre y girar hacia la Luz que ningún ser humano aislado tiene en sí mismo.
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4. Frente a una vuelta de la visión prometeica de la historia
Con un énfasis en el primado de la moralidad enraizada en la experiencia religiosa, Juan Pablo II
esgrime una crítica contra la Modernidad que refiere a la idea de la auto-suficiencia ontológica del
ser humano y contra la Posmodernidad que menoscaba la universalidad de la experiencia humana
fundamental. El tiempo del pontificado de Juan Pablo II se traslapa, en cierta medida, con la
intensificación del debate posmoderno, que al día de hoy parece ya sobrepasado. Sin embargo, vale
la pena dejar la cuestión sentada: ¿puede el humanismo de Juan Pablo II y sus más importantes
características, ya delineadas en la filosofía del hombre desarrollada por Karol Wojtyła, pasar la
prueba de los retos del tiempo que, a falta de un mejor término, puede llamarse “era postposmoderna”?
Es imposible reducir la Posmodernidad a cualquier doctrina compartida; más bien ella
aparece como una actitud que declara la igualdad de varios discursos, es adversa a la búsqueda de los
fundamentos del pensamiento y la acción, y gravita hacia un pragmatismo o esteticismo. Como
resultado de la opción por el pensamiento débil, la Posmodernidad abandona el reclamo prometeico
de radical transformación de la realidad. Predicando el fin de la historia y el fin del humanismo, la
Posmodernidad proclama también, en buena medida, el fin de la praxis. En el mundo de la
abundancia de los bienes de consumo, el hombre activo que lucha contra la historia y el destino es
reemplazado, como dice Zygmunt Baumann, por el consumidor y por el turista. Mientras el
hombre moderno aparece primeramente como un homo faber, el hombre posmoderno puede ser
descrito como un homo ludens.
Observemos, sin embargo, que los síntomas de las crisis económicas que reducen el
potencial de los consumidores de los países más desarrollados, así como la escalada de conflictos
nacionales entre el cercano Oriente y Europa, nos previenen de creer en la durabilidad de la cultura
del consumo y el entretenimiento. La anti-narrativa posmoderna no prueba sino ser palabrería.
En el panorama intelectual a la vuelta de los siglos, la benevolencia posmoderna está siendo
reemplazada con incipientes discursos fundamentalistas agresivos: algunos son “salvajes”,
completamente anti-intelectuales y populistas, mientras otros toman la forma de sofisticadas ideas
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intelectuales. Los últimos incluyen, en primer lugar, el “nuevo ateísmo” y el “transhumanismo”.
Ambos tipos de discursos son de un carácter claramente anticristiano y, al mismo tiempo,
antiposmodernos. Lo que los acompaña es el retorno de una visión prometeica de la historia
humana. Ambos, el nuevo ateísmo y el transhumanismo son los modos de pensamiento
desarrollados sobre la base de la biología evolutiva que considera la evolución cósmica como un
proceso abierto en el que la especie humana participa como un factor activo y racional guiando su
curso futuro.
El nuevo ateísmo explica el fenómeno de la religión en términos naturalistas como: un
subproducto de la evolución, un virus mental, el efecto de un exceso de actividad en algunas áreas
del cerebro o, como señala Charles Dawkins, el resultado de la cooperación de “carteles de genes”2.
El nuevo ateísmo no se limita a sí mismo a formular teorías sobre el origen de la religión desde el
lenguaje de la teoría de la evolución y la neurobiología, sino que incluye también un proyecto para
erradicar la religión. Las ciencias naturales se convierten en el instrumento de Prometeo para liberar
a los humanos de la condición en la que están presos como resultado de una serie de vicisitudes
evolutivas de su especie. El fin de Prometeo es corregir los errores de la evolución que condujeron a
la emergencia de la evolución. La figura de Prometeo como el patrón del “nuevo ateísmo” está
referida en sus ensayos por Anthony C. Grayling.3 En el nuevo ateísmo Prometeo ya no está
representado como el héroe individual retratado por la narrativa mitológica, sino que se convierte
en la personificación de la evolución.
El transhumanismo, también llamado posthumanismo, afirma que la aplicación de la ciencia
perfeccionará la naturaleza humana, prolongará la vida individual y hasta posibilitará la consecución
de la inmortalidad humana. Los posthumanistas consideran el conocimiento como una manifestación
de la voluntad de poder. El conocimiento contemporáneo en el campo de la genética y en el estudio
de la inteligencia artificial trae consigo un imperativo de ir más allá de la presente condición humana
defectuosa y transformar tecnológicamente al hombre en un ser de mayor potencial intelectual, un
organismo más saludable e inmune, y una mayor durabilidad biológica. Mientras el posmodernismo
2
See. R. Dawkins, Bóg urojony, tr. P. J. Szwajcer, Warszawa: Wydawnictwo CiS, 2007, s. 232. [ The God Delusion,
New York: Bantham Books 2006.]
3
See A. C. Grayling, To Set Prometheus Free. Essays on Religion, Reason and Humanity, London: Oberon Books
2009.
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expresaba desencanto con grandes narrativas y despreciaba la actitud del optimismo cognitivo, el
transhumanismo concibe una utopía prometeica en la que el racionalismo cientista extremo se
fusiona con el extremo voluntarismo. Se piensa que el perfeccionamiento de la naturaleza humana se
cumplirá a través de la praxis motivada por el instinto de conservación; este instinto, no obstante,
no es inherente ni a los seres humanos individuales ni a la especie humana, sino a la misma vida de la
inteligencia como el valor supremo que organiza el proceso evolutivo.
Las dos concepciones prometeicas comparten el rechazo de mirar al ser humano desde la
perspectiva de la primera persona: la subjetividad individual es considerada tan sólo como un
elemento y un epifenómeno de un proceso más grande. Piotr Gutowski observa correctamente que
a la controversia entre teístas y el nuevo ateísmo no sólo le incumbe la existencia de Dios, sino la
existencia del ser humano como persona: “Lo que está también en juego es la existencia de mi
propio yo como un individuo libre y autónomo. Desde el punto de vista de la teoría de la evolución,
los sujetos de los cambios son un organismo o los genes, mientras que el yo es meramente su
sofisticado instrumento. Así, si los nuevos ateos están en lo correcto al rechazar toda representación
del mundo con excepción de la científica, entonces –estrictamente hablando– yo no existo como
persona, esto es, como un individuo, y al menos en cierto sentido tampoco como un ser libre”.4
Una conjetura filosófica similar fue detectada también por Michael J. Sandel en un proyecto
para fabricar atletas biónicos, cuyo talento innato sería mejorado por modificaciones genéticas. La
capacidad de acción [agency] de un individuo humano se subordina y se fusiona con la capacidad de
acción de un sujeto anónimo que intenta alcanzar ciertos fines que sobrepasan la actual condición del
organismo humano. Este tipo de proyectos –añade Sandel– “representan un tipo de supercapacidad, una aspiración prometeica de rehacer la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana,
para servir a nuestros propósitos y satisfacer nuestros deseos. El problema no es la deriva hacia el
mecanismo, sino el afán de dominio. Y lo que el afán de dominio deja fuera, y que puede incluso
destruir, es la valoración del carácter talentoso del poder humano y sus logros.”5
4
P. Gutowski, Czym jest “nowy ateizm”?, M. Słomka (ed.), Nauki przyrodnicze a nowy ateizm, Lublin:
Wydawnictwo KUL 2012, pp. 25-26.
5
M.J. Sandel, The case against perfection. Ethics in the age of genetic engineering: Boston: The Belknap Press of
Harvard University Press 2009, pp. 26-27.
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El interés y la actualidad de una filosofía consiste en su habilidad de responder a las preguntas
que emergen en el presente como retos que toman la forma de crisis y crean problemas que eran
desconocidos en la época en la que alguna concepción filosófica dada fue formulada. Éste es
exactamente el caso de la filosofía de la persona de Karol Wojtyła, desarrollada en las décadas de los
años 50 y los años 60 del siglo pasado. Ésa es la filosofía que luego constituiría el núcleo de los
contenidos humanistas de la enseñanza papal de Juan Pablo II. En los orígenes de la praxis digna del
ser humano, Karol Wojtyła descubre la verdad sobre la persona. La fuerza de la filosofía personalista
de Karol Wojtyła es su enraizamiento en la experiencia. Mientras que la visión prometeica
contemporánea de la historia humana –que presenta serios retos a la cultura humanista– ve al ser
humano desde fuera, Karol Wojtyła comienza su reflexión desde “lo irreductible en el hombre”,
desde una interpretación cognitiva de la experiencia vivida de la unicidad e irrepetibilidad de
cualquier yo humano. La antropología de Karol Wojtyła es radicalmente anti-naturalista debido a la
irreductibilidad del fenómeno del yo humano como persona a cualquier otro fenómeno, como las
relaciones o los procesos. Con Karol Wojtyła uno puede demostrar que es un error proyectar
teorías naturalistas sobre el “hecho humano”, porque hablan evidentemente de una entidad diferente
del ser humano real que vive a través de sí mismo como “alguien” que es un sujeto de su existencia y
sus acciones: alguien que “es como si fuera un testigo ocular de sí mismo, de su humanidad y de su
persona.”6
5. Hacia los nuevos horizontes
En respuesta a la actual crisis moral, Juan Pablo II enfatiza la necesidad de la nueva evangelización:
“ciertamente tenemos delante un camino largo y difícil; llevar a cabo esa renovación requerirá un
enorme esfuerzo, especialmente tomando en cuenta el número y la importancia de las causas que
hacen surgir y que agravan las situaciones de injusticia presente en el mundo de hoy. Pero, como la
historia y la experiencia personal muestran, no es difícil descubrir en la base de estas situaciones,
causas que son propiamente «culturales», ligadas a algunas maneras particulares de ver al hombre, a
6
K. Wojtyła, „Subjectivity and the Irreducible in Man”, trans. Anna-Theresa Tymieniecka, Analecta Husserliana
VII(1978), p. 111.
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la sociedad y al mundo. Ciertamente, en el corazón del problema de la cultura, encontramos el
sentido moral, que está por su parte enraizado y consumado en el sentido religioso” (Encíclica Veritats
splendor, sección 98). En la medida en que la destrucción del sentido moral formó parte de la ola
moderna, la reversión de este proceso por vía de la nueva evangelización engendrará un
renacimiento del sentido moral al interior de la dimensión de la cultura.
De cualquier manera, debe ser dicho que el Papa Wojtyła no reduce el Cristianismo a una
“barrera de contención” en contra del nihilismo y el naturalismo. El encuentro con la fe significa
sobre todas las cosas experimentar el valor positivo de la propia humanidad. Ciertamente, el
Evangelio manifiesta una dimensión humanista fundamental, a saber “el asombro ante el valor y la
dignidad del hombre”. (Encíclica Redemptor hominis, sección 10). El encuentro con el Amor de
Cristo Redentor enseña a todos y a cada uno de los seres humanos con quienes él se une en su
existencia particular, que es él quien restituye el sentido de la vida humana. Es precisamente en el
esplendor del amor de Cristo por la humanidad que el hombre logra comprender el esplendor de la
verdad sobre sí mismo. Juan Pablo II se refería repetidamente a la enseñanza del Concilio Vaticano II
que afirma que “Cristo […] revela completamente el hombre a sí mismo” (Constitución Gaudium et
spes, sección 22).
La moralidad cristiana está claramente orientada a la verdad. Ella no procede del mandato de
una autoridad, ni tampoco es una adaptación a los requerimientos de la vida social. La persona
humana, debida a su humanidad, crece moralmente a través de la obediencia a la verdad. Vivir en la
verdad y hacer la verdad sirve al bien de la persona, sin el que él o ella no pueden encontrar su
cumplimiento y realización como un sujeto libre y racional. Hay en la estructura racional de persona
una vocación inherente al amor, gracias a la cual el ser humano descubre el sentido más profundo de
su vida. La aceptación de la verdad del ser humano como persona conduce a la “traducción” práctica
de esta verdad a las categorías de la existencia humana concebida como don. Ser persona significa
vivir y realizarse a uno mismo en una comunidad de personas. La comunidad de personas como un
hecho se hace comprensible a la luz de la antropología de la imago Dei, que revela la presencia en el
hombre de un elemento divino, y que es constitutivo de la persona.
La nueva evangelización se alcanza sobre todo traspasando el corazón humano y puede
transformar la cultura y las estructuras sociales solamente como una consecuencia de una
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transformación del corazón. La razón de ello es que las raíces del problema cultural alcanzan el nivel
de la subjetividad humana, la realidad irreductible de la persona y su conciencia. Un consejo valioso
y práctico sobre cómo alcanzar la nueva evangelización puede encontrarse en el primer capítulo de
la encíclica Veritats splendor, donde se presenta el significado y la contemporaneidad del diálogo entre
Jesús y el joven rico. El punto de vista cristiano –iluminado por la fe–, no deja de ser racional y,
como tal, es capaz de revelar el sentido de la experiencia humana. El principio dialógico, que es el
principio de la nueva evangelización, nos exige nuevas formas de diálogo y reconciliación, descubrir
nuevas formas de comunidad e incluso abandonar la mentalidad “eclesiástica”. El propio Karol
Wojtyła fue el maestro de esa actitud. Es sorprendente encontrarse cómo su aproximación
personalista a la evangelización se formó ya desde los debates conciliares. Citemos un extracto de su
opinión sobre el esquema 13 acerca de la relación entre la Iglesia y el mundo moderno: “en el
esquema 13 deberíamos hablar de modo que el mundo vea que enseñamos no tanto desde un modo
autoritario, sino más bien que estamos buscando lo solución justa y verdadera a los difíciles
problemas de la vida humana en conjunto con el mundo mismo. El hecho de que la verdad es ya
conocida para nosotros no está puesto en cuestión, pero es una pregunta el modo como el mundo la
encontrará por sí mismo y se la apropiará. Cualquier profesor experto en su disciplina sabe que es
posible enseñar también con el método así llamado «heurístico», que permite que el estudiante
encuentre la verdad por sí mismo. Este método de enseñanza se ajusta muy bien a nuestro esquema.
Un método así, como he señalado, excluye siempre todo lo que se parezca a una mentalidad
«eclesiástica»”.7
La similitud, e inclusive la identidad, entre los métodos pastorales de Karol Wojtyła y de
Jorge Bergoglio, puede fácilmente verse en su pasión por el ser humano y por su deseo de que
descubra la verdad sobre sí mismo. Tanto Juan Pablo II como Francisco hablan el lenguaje de la
experiencia humana entendido como el lenguaje abierto a los contenidos de la iniciación cristiana.
Para llevar a cabo nuestra tarea de llevar el Evangelio del hombre a otras personas, debemos
como cristianos experimentar juntos nuestra fe con una profunda conciencia de nuestra identidad.
7
Quoted after: Rocco Buttiglione, Karol Wojtyła: The Thought of the Man who Became Pope John Paul II, trans.
Paolo Guietti, Francesca Murphy, Wm. B. Eerdmans Publishing, 1997, p. 193.
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Una actitud de diálogo genuino no excluye sino que incluye un ejemplo-testimonial, en particular
en el caso de aquellas preguntas ante las cuales el Evangelio es la única respuesta verdadera. Ese
“don” a toda la humanidad es la verdad cristiana sobre la misericordia de Dios: “el hombre moderno
se pregunta frecuentemente con angustia acerca de la solución a las terribles tensiones que han
crecido en el mundo y que enredan a la humanidad. Y si en ocasiones le falta el coraje para
pronunciar la palabra «misericordia», o si en su conciencia vacía de contenido religioso no encuentra
un equivalente, ahí se hace más grande la necesidad de la Iglesia de pronunciar esta palabra, no solo
en su propio nombre sino en nombre de todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo” (Encíclica
Dives in misericordia, sección 15).
De acuerdo con Juan Pablo II, la nueva evangelización, propósito para el cuál es necesaria la
restauración de los sentidos moral y religioso hoy perdidos, debería estar acompañada de un diálogo
interreligioso más intenso. De cara a las rupturas en la conciencia moral y religiosa del hombre
posmoderno, el testimonio conjunto de todos los creyentes tiene un significado particular. El punto
está en no echar para atrás la historia, sino en que las personas contemporáneas puedan comprender
el sentido trascendente de la historia que están construyendo. Las tecnologías modernas han puesto
en común a un nivel nunca antes visto a civilizaciones contrastantes. Pero el desafortunado legado
de la era de la colonización, así como también el avance particular de intereses provocados por el
rápido crecimiento económico hacen surgir una competencia enferma y una serie de antagonismos
en muchas regiones del globo. La hipótesis del choque de civilizaciones sobre el trasfondo del
conflicto religioso, ya apuntada por Samuel Huntington, es un escenario probable. Para evitarlo,
debemos comprometernos en descubrir y fortalecer el contenido ético universal presente en
cualquier religión. Más aún, debemos recordar que cualquier religión, sin excluir el Cristianismo,
está en necesidad de purificación, necesita romper con las distorsiones que surgen de la debilidad y
de los pecados de sus creyentes. Las jornadas de oración en Asís que tuvieron lugar en 1986 y en
2002 abrieron horizontes nuevos para la cooperación interreligiosa por el bien de toda la familia
humana.
San Juan Pablo II no solo apareció en el escenario del mundo como un intérprete y analista
de la condición de la actual crisis profunda de valores, pero también fue reconocido como un
profeta revelador de una visión del mundo que es más bella que aquélla que la humanidad comenzó
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a construir sobre las presunciones del ateísmo y el nihilismo. Por medio de su vida y su obra
demostró que la espiritualidad es el fundamento más hondo de un crecimiento humano genuino. En
tanto profeta, lanzó preguntas impactantes al hombre contemporáneo. Así, Ferdinando Adornato lo
describió una vez como el único filósofo moral de nuestros tiempos, e inmediatamente añadió que
“nuestra tarea es hacer lo mejor para que él no haya sido el último.”8
“¿Puede la historia fluir en contra de la corriente de conciencia?”– preguntaba Karol
Wojtyła, como poeta. ¡Sí puede! Pero queda dentro de la responsabilidad de los seres humanos
racionales y libres hacer su mejor esfuerzo para que la humanidad no muera. Juan Pablo II,
siguiendo a Alexis de Tocqueville, hace doscientos años, percibió en la religión el papel de guardián
de nuestra humanidad. El punto es –repitámoslo una vez más– no utilizar a la religión
instrumentalmente, sino extraer su potencial humanista. De acuerdo con la visión de Tocqueville, la
humanidad desprovista de religión sucumbirá a una degradación irreversible. “Si el hombre alguna
vez se contenta solamente con las cosas físicas, parece que perderá gradualmente el arte de
producirlas y terminará por disfrutarlas sin discernimiento y perfeccionamiento, como los
animales.”9 Sólo hay dos respuestas posibles a la pregunta lanzada por el poeta sobre si la historia
puede algún día ir en contra de la corriente de conciencia– y por eso esa pregunta es demasiado
dramática.
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8
F. Adornato, Karol Wojtyła jedyny (ostatni?) filozof moralista…, trans. A. Wierzbicki, Ethos 59-60 (2002) Nos. 34, p. 53.
9
A. de Tocqeville, Democracy in America, trans. G. Lawrence, New York: Harper & Row 1988, p. 547.
Este texto fue vertido al español por Diego I. Rosales Meana del original inglés: “Karol Wojtyła: Praxis, Culture
and Crisis in Postmodernity”.
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