Cambios durante la Revolución Industrial

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La Revolución industrial.
Entre los caracteres económicos y sociales del mundo europeo del Antiguo Régimen y los del siglo XIX
pueden observarse cambios importantes. Europa pasa de ser un mundo rural a ser un mundo industrial urbano;
los europeos pasan del taller artesano a la fábrica, del trabajo manual a la mecanización.
Esta profunda transformación de la economía, y de los sistemas de trabajo y, a consecuencia de ello, es lo que
se conoce como Revolución Industrial.
Pero las transformaciones económicas y sociales no se produjeron repentinamente ni en todos los países al
mismo tiempo. Por ello, el proceso de industrialización se suele dividir en dos etapas:
• La primera revolución Industrial, que se inicia en Inglaterra en el siglo XVIII y repercute ligeramente
en algunos países de Europa occidental.
• La segunda Revolución Industrial comienza su desarrollo paralelamente a las revoluciones políticas y,
a lo largo del siglo XIX se extiende por toda Europa y por algunas zonas de otros continentes, en
especial por estados Unidos.
El desarrollo de las matemáticas y de las ciencias físico−naturales permitió, tras el trabajo de laboratorio, su
aplicación a principios prácticos, o sea a la técnica, que es la ciencia aplicada a la economía. Gracias a ello se
crearon numerosos tipos de máquinas, que se convirtieron en el instrumento básico del desarrollo de la
Revolución Industrial. De esas máquinas, una de las primeras y más importante fue la máquina de vapor:
La máquina de vapor fue la aplicación de una serie de estudios sobre la presión atmosférica. A finales del
siglo XVIII ya se sabía que un émbolo colocado dentro de un cilindro se mueve si en uno de los extremos del
cilindro se ha practicado el vacío. James Watt, considerado el inventor de la máquina de vapor, conocía
estas experiencias y se planteó y supo resolver las dificultades prácticas, lo que le permitió patentar su
invento hacia 1765. Watt había conseguido una máquina cuyo funcionamiento es sencillo: El vapor
producido por el calentamiento del agua sube por un cilindro, La expansión del vapor acciona un pistón, que
pone en movimiento una biela que hace girar la rueda.
Demografía
Entre los años 1700 y 1800, la población europea pasó de unos 115 a unos 190 millones de habitantes.
Comparando este crecimiento con el de los siglos anteriores se aprecia que se estaba produciendo un cambio
radical en la demografía.
Los datos permiten afirmar que esta transformación se produjo sobre todo a partir de mediados del siglo
XVIII. Estos datos son cada vez más seguros y fiables, porque en esta época se realizaron ya verdaderos
censos. Se trata de recuentos de la población referidos a individuos, tal y como se hace hoy día, y no a
familias como se había hecho hasta entonces.
El crecimiento continuado de la población hizo que al finalizar el siglo XIX, en 1900, Europa alcanzara ya los
400 millones de habitantes: en esos cien años el aumento de la población fue más del doble.
Este crecimiento demográfico fue muy importante para la Revolución Industrial, porque significaba mano de
obra abundante para la industria y un mayor consumo de toda clase de productos.
La gran transformación demográfica de esta época de debe fundamentalmente, a un descenso continuado y
progresivo de la mortalidad.
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En Europa, en el siglo XVIII la mortalidad pasa de un 38−40 por mil, a principios de siglo, a un 25 por mil a
finales. Esta tendencia se mantiene a lo largo del siglo del siglo XIX, de manera que hacia 1900 la tasa de
mortalidad europea había descendido por debajo del 20 por mil.
Este descenso continuado de la mortalidad se advierte sobre todo en las tasas de mortalidad infantil, aunque el
dato que llama más la atención es la desaparición de las terribles epidemias que, en los siglos anteriores,
asolaban a la población europea.
Sin embargo para que la población aumente es preciso, además, que la natalidad se mantenga elevada. Y,
efectivamente, a lo largo del siglo XVIII la natalidad de los países europeos se mantienen entre un 36 y un 40
por mil, aunque en 1900 ya desciende hasta situarse por debajo del 30 por mil.
La combinación de una mortalidad en descenso y una natalidad elevada provocaron el alto crecimiento
vegetativo, cuya consecuencia fue no sólo en aumento de la población en todos los países europeos, sino
también una fuerte emigración desde Europa a otros continentes, sobre todo en la segunda mitad del siglo
XIX.
La emigración europea hacia otros continentes: El desarrollo demográfico de los países europeos origina un
excedente de población, que busca solución a sus problemas (hambre y paro) con la emigración hacia los
países nuevos (especialmente a Estados Unidos, pero también en Canadá, Sudamérica y otros continentes).
En general, los emigrantes son campesinos sin tierras, son obreros sin trabajo u burgueses arruinados, pero
también hubo emigrantes por motivos ideológicos y políticos.
La emigración europea toma gran amplitud a partir de 1840, coincidiendo con las facilidades que ofrecían
los nuevos medios de transporte (ferrocarril, barco de vapor) En total debieron ser unos 60 millones los
europeos que salieron del continente durante el siglo XIX.
Agricultura
El crecimiento de la población se suele relacionar con la mejora de la alimentación y, por lo tanto, con el
aumento de la producción agrícola. Esta circunstancia se produjo en primer lugar en Inglaterra, donde se llevó
a cabo, desde mediados del siglo XVIII, una transformación de los sistemas de cultivo de la tierra. Tan
importante es el cambio que recibe el nombre de revolución agrícola.
La transformación que permite hablar de revolución consistió básicamente en introducir nuevas técnicas y
nuevos sistemas de cultivo que permitieron aumentar la producción trabajando la misma extensión de tierras
con menos personas.
La sustitución del buey por el caballo para tirar del arado el perfeccionamiento del mismo arado fueron las
primeras mejoras agrícolas. También la sustitución de la hoz por la guadaña sirvió para realizar con más
rapidez los trabajos de la siega.
La introducción del sistema de rotación de cultivos fue, probablemente, la mayor transformación de la
agricultura británica a lo largo del siglo XVIII.
La rotación de cultivos permitió la eliminación del barbecho, pues alternando distintos tipos de plantas sobre
la misma tierra se consigue que esta dé una cosecha cada año sin agotar la fertilidad del suelo.
En general las plantas que se alternaban eran los cereales (trigo, cebada, avena, centeno) con planas forrajeras
o legumbres (trébol, alfalfa, nabos, zanahorias, guisantes, habas).
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En este esquema se representa cómo se cultivaría la misma finca, durante un periodo de diez años, siguiendo
dos sistemas de cultivo distintos: el inglés y el francés.
La utilización de abonos, nuevos utensilios y nuevas técnicas, ayudaron a la mejor utilización de estos
cultivos.
Las transformaciones en la agricultura fueron extendiéndose lentamente. Con ello la alimentación de los
europeos fue más abundante y variada.
A lo largo del siglo XIX hubo también progresos en las herramientas agrícolas y en los sistemas de trabajo:
arados que profundizaban más, drenaje de las tierras pantanosas, extensión del regadío, difusión de abonos
(primero naturales y luego de origen químico). También empezó a ser importante la introducción de
maquinaria agrícola: aradoras, segadoras, trilladoras.
El resultado de todo esto fue la racionalización de la agricultura: cada región se empezó a dedicar a lo que
convenía a su suelo y su clima y así se aumentaron los rendimientos. Con los nuevos medios de transporte, los
cereales se transportaban con rapidez hacia el consumo y así nació la especialización.
Tecnología
Transportes:
La aplicación de la máquina de vapor a medios de locomoción permitió la invención del barco de vapor y de
la locomotora.
Gracias a estos dos nuevos medios de transporte y a la mejora de los caminos que se produjo a finales del
siglo XVIII, el transporte de personas y de mercancías se hizo más rápido y más barato, lo que facilitó el
comercio internacional y los movimientos migratorios. Por este motivo se suele hablar de revolución de los
transportes en relación con el desarrollo industrial.
La mejora de los caminos y los transportes a finales del siglo XVIII: Se produjo una transformación radical
en la red de caminos europeos. Los viejos senderos empezaron a ser sustituidos por verdaderos caminos
carreteros aptos para la circulación de vehículos de ruedas.
Estos nuevos caminos eran más anchos que los anteriores, disponían de puentes adecuados para cruzar los
ríos y tenían un pavimento suficientemente firme para garantizar una circulación regular a lo largo de todo
el año, lo que facilitaba las relaciones comerciales dentro de cada país e incluso entre los diferentes países
europeos.
Pero el gran auge que experimentó el comercio en el siglo XVIII se apoyó, básicamente en la utilización
intensiva del transporte marítimo. Las técnicas de navegación mejoraron notablemente, los barcos de vela
eran más rápidos, más seguros y más capaces que en épocas anteriores.
El barco de vapor: En 1807 el norteamericano Fulton inventó un nuevo tipo de navegación: el barco de vapor,
impulsado por una rueda de palas que era movida por una máquina de vapor. En una primera etapa sólo se
aplicó a la navegación fluvial, porque las máquinas de barco debían abastecerse muy pronto de agua y carbón.
Ante la competencia del barco de vapor, se perfeccionó la navegación a vela y, a mediados del siglo XIX
alcanzó mucho éxito el clipper, un tipo de velero de gran tonelaje, de quilla estrecha y alargada que alcanzaba
gran velocidad y hacía la ruta Inglaterra − Norteamérica en quince días.
Pero también el barco de vapor fue perfeccionándose. Hacia 1845 la hélice sustituyó a la rueda de palas,
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permitiendo mayor velocidad y menor consumo de carbón. El primer viaje transatlántico de un barco de vapor
tuvo lugar en el año 1819 y tardó 27 días, pero en 1840 la duración del viaje se había reducido a 14 días y en
1862, ya con hélice, a 9 días.
A partir de entonces, barcos de hierro, no de madera, empezaron a navegar por todos los mares y acabaron
sustituyendo a los veleros antes de finalizar el siglo.
El barco de vapor terminó por sustituir a los grandes veleros, ya que permitía transportar más mercancías y
a mayor velocidad.
El ferrocarril: Ya en el siglo XVIII, en las minas de carbón inglesas se utilizaban vagonetas que se deslizaban
sobre raíles, empujadas por hombres o por mulas. Pronto se pensó en la posibilidad de impulsarlas mediante
una máquina de vapor, creando así la locomotora.
Después de varios intentos, en el año 1825, el inglés Stephenson logró poner en funcionamiento este nuevo
sistema de transporte. Inmediatamente se vio que el ferrocarril tenía grandes ventajas sobre los sistemas de
transporte terrestre habituales (carros, carruajes tirados por caballos, diligencias...).
En 1830 se inauguró la primera línea férrea para viajeros y mercancías, de 50 Km, entre Manchester, centro
de la industria textil, y el puerto de Liverpool.
En España se puso en funcionamiento la primera línea férrea en 1848, entre las poblaciones de Barcelona t
Mataró.
El ferrocarril supuso una revolución del transporte: un carro tirado por mulas podía llevar hasta 10 toneladas
de mercancía; los primeros trenes transportaban ya 1000 toneladas. En cuanto a la velocidad, las diligencias
para viajeros recorrían entre 6 y 8 Km por hora; los ferrocarriles comenzaron alcanzando velocidades
superiores a los 20 Km./h y fueron aumentando su velocidad progresivamente.
La rapidez y lo barato que era el transporte facilitó y desarrolló el comercio. Se podían transportar grandes
cantidades de materias primas y de productos manufacturados de unas regiones a otras en muy pocas horas, e
incluso entre distintos países.
Al mismo tiempo, se inició el transporte de productos agrícolas, evitando el hambre en unas regiones cuando
sobraba en otras. Utilizando el ferrocarril y el barco de vapor, llegaba a Europa, a muy buen precio, el trigo de
las grandes llanuras americanas.
Por otra parte, la construcción de líneas férreas, locomotoras y vagones estimuló el desarrollo de las industrias
siderúrgica y metalúrgica, y la minería del carbón, que era indispensable para las máquinas de vapor. A partir
de 1830, las zonas más pobladas e industrializadas de Europa empezaron a cubrirse de líneas férreas.
El primer ferrocarril transcontinental: El 10 de mayo de 1869 quedó terminado el primer ferrocarril
transcontinental, de Estados Unidos y del mundo, al unir la línea férrea que provenía de San francisco y la
que procedía de Chicago (Chicago estaba unido por ferrocarril con nueva York desde el año 1853). A partir
de entonces, un viaje de costa a costa, de unos 5000 Km, pudo hacerse en el Union pacific , en 7 días,
mientras que en carro el viaje duraba 6 meses.
El tendido de una vía férrea exigía mucho trabajo. Las cuadrillas de obreros vivían junto a la línea, en
vagones enganchados a la locomotora, que les proporcionaba calefacción y agua. Otros trenes llevaban
alimentos y los materiales para continuar la construcción.
En Europa, las líneas férreas se construían para unir ciudades, pero en Estados Unidos el ferrocarril dio
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lugar al nacimiento de nuevas ciudades.
El automóvil: Ya desde los primeros años del siglo XIX hubo inventores que trataron de aplicar la máquina de
vapor al motor de un vehículo. El primero que tuvo éxito fue el francés Etienne Lenoir, quien en 1862
consiguió poner en marcha un motor a gas de combustión interna, que aplicó a un carro con el que dio una
vuelta por París.
El sistema fue perfeccionado para la combustión gasolina y aire. En 1885 salió a la venta el primer automóvil
de los talleres Benz de Manheim (Alemania).
Los primeros automóviles: Los primeros automóviles se parecían mucho a los coches de caballos, de los que
habían tomado el gran tamaño de las ruedas, la carrocería abombada, el pescante alto e incluso el
salpicadero (así llamado porque evitaba que hiriese al cochero las piedras que levantaban los caballos).
Durante algún tiempo el automóvil no pasó de ser un lujo de carácter deportivo, pero su perfeccionamiento
técnico continuó y a principios del siglo XX comenzó a popularizarse.
Fuentes de energía:
El carbón: Para el funcionamiento de los transportes y de las industrias se necesitaban fuentes de energía
capaces de hacer funcionar los altos hornos y mover las máquinas. La primera gran fuente de energía del siglo
XIX fue el carbón mineral.
El carbón mineral, concretamente la hulla, comenzó a utilizarse en Inglaterra en el siglo XVIII. Era una fuente
de energía barata, abundante y de gran poder calorífico, aunque bastante contaminante.
Se suele considerar que la hulla fue la fuente de energía básica de la Revolución Industrial, ya que era
indispensable para alimentar las máquinas de vapor, por medio de las cuales se movían las máquinas de las
fábricas, los ferrocarriles y los barcos de vapor. Además, era el combustible utilizado en los altos hornos.
Junto a las minas de carbón surgieron las grandes zonas industriales del siglo XIX: primero en Inglaterra y
Escocia, luego en algunas regiones del continente europeo, como la cuenca del Ruhr en Alemania, y también
en el Este de Estados Unidos.
Las zonas industriales solían estar envueltas por el humo de las chimeneas y por el polvo del carbón, por lo
cual la contaminación de la atmósfera era muy elevada, especialmente en las regiones de industrias
siderometalúrgicas, cuyos altos hornos funcionaban día y noche continuamente.
La minas de carbón: El carbón mineral procede de restos vegetales hundidos en las profundidades de la
tierra, donde se han solidificado, aislados del aire durante millones de años y se han convertido en hulla, los
restos más antiguos, y en lignito y otras clases, los más recientes.
Para extraer el carbón es precisamente excavar túneles y pozos, que permitan la explotación de vetas y
yacimientos.
Una veta de carbón puede estar al aire libre (explotación a cielo abierto), o puede ser interna, pero
relativamente próxima a la superficie, entonces se construyen galerías; pero si la veta es muy profunda es
preciso construir pozos.
Ya en el siglo XIX, la explotación del carbón de las minas exigía una tecnología avanzada: hacían falta
vagonetas y ascensores para la extracción del mineral a la superficie, y herramientas para arrancar el
mineral de su veta.
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En superficie deben construirse chimeneas de ventilación y para aspirar el aire viciado, bombas de agua,
edificios para máquinas y las calderas, un lugar para la carga del producto, a veces, viviendas para los
mineros; y además, se iban formando montañas de escombros.
La electricidad: Ya durante el siglo XVIII, algunos científicos habían hecho experimentos con la electricidad,
pero su uso como fuente de energía a gran escala sólo fue posible muy avanzado el siglo XIX, gracias a
diversos inventos tecnológicos: la dinamo (1866) los transformadores (hacia 1880) y la utilización de la fuerza
de la caída del agua (hulla blanca, hacia 1890). Entonces se pudo fabricar una energía más limpia y más barata
que el carbón y transportarla a larga distancia.
Por otra parte, una de las primeras aplicaciones de la electricidad fue el alumbrado, a partir de la invención de
la bombilla eléctrica por el norteamericano Edison en 1879. También se fueron creando motores eléctricos,
capaces de transformar la corriente eléctrica en energía mecánica para la industria y los transportes urbanos.
La electricidad: Desde 1880, la producción de energía empezó a concentrarse en grandes centrales eléctricas
y se diversificaron notablemente los usos de la electricidad.
Uno de sus usos más rápidamente difundido fue el alumbrado, primero urbano y luego doméstico, gracias al
invento de Edison. En Madrid hubo alumbrado público eléctrico en el año 1881 y en Barcelona en 1882.
También se utilizó para el transporte público, aplicando la electricidad a los tranvías, que antes eran tirados
por mulas.
Glasgow fue la primera ciudad que tuvo tranvías eléctricos, en 1884; poco después, en 1890, en Londres se
utilizó la electricidad en los trenes subterráneos, o metro, y en 1895 ya funcionó una locomotora eléctrica en
Estados unidos. Otras aplicaciones fueron: el telégrafo, el teléfono y el radioteléfono.
El petróleo: En principio, el petróleo, descubierto en Norteamérica, era considerado una especie de aceite
mineral que sólo se utilizaba en quinqués para el alumbrado doméstico.
Parecía que no iba a servir para nada más, pero en la década de 1880 las investigaciones de los animales Otto,
Daimler y Benz habían puesto a punto el motor de explosión y, en 1892, otro alemán, Diesel, patentó un
motor de aceites pesado, que ya en el siglo XX movería camiones, barcos, centrales eléctricas, etc., utilizando
derivados del petróleo como fuente de energía.
Así, la industria de prospección, extracción y refinado del petróleo se convirtió en una de las más importantes,
dando lugar a la creación de compañías internacionales muy poderosas.
La industria textil:
A principios del siglo XVIII, la fabricación de tejidos era la rama de la industria que absorbía mayor cantidad
de mano de obra. La preparación de hilo, mediante el huso y la rueca, y el tejido, realizado con telares
manuales, exigían muchas oras de trabajo para elaborar una pieza de tela.
A partir del siglo XVI, Inglaterra se convirtió en un importante productor de tejidos de lana que, en parte, eran
exportados. Pero desde principios del siglo XVIII, los comerciantes ingleses se dedicaron a importar de la
india tejidos de algodón estampados, que se vendían muy bien en varios países europeos. Pronto empezaron a
darle vueltas a la posibilidad de fabricar en la Gran Bretaña tejidos de algodón comparables a los hindúes.
La materia prima, el algodón en rama, se podía importar de América, pero el verdadero problema era el de la
fabricación del hilo. No se disponía de una técnica para producir un hilo tan fino como el de los productos
hindúes.
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Dado que el viejo sistema artesano no servía para fabricar el hilo de algodón que se precisaba, a partir del año
1760 se empezaron a ofrecer premios a quienes inventaran un mecanismo que permitiera fabricar mucho hilo
de algodón en poco tiempo.
La primera hiladora mecánica la inventó, en 1764, Heargraves: la spinning−jenny. Estaba formada por un
mecanismo movido manualmente que no resultaba ni muy grande ni muy caro. Las primeras spinning−jenny
que funcionaron en la Gran Bretaña sólo tenían ocho husos. La mujer que hilaba a mano sólo podía mover un
huso, para manejar una spinning−jenny bastaba el trabajo de un solo hombre ayudado por tres o cuatro niños.
En 1769, Arkwright presentó un nuevo tipo de hiladora mecánica: la water−frame. El hilo que fabricaba esta
máquina era de más calidad que el de la spinning−jenny: era más fino y resistente. Pero la water−frame era un
mecanismo grande y pesado que ya no podía mover un hombre.
Para accionar la water−frame se empezó por utilizar la fuerza hidráulica de los ríos pero, a partir de 1785, ya
se le empezó a aplicar la máquina de vapor. Otro problema que presentaba la water−frame era el de su precio:
mucho más elevado que el de los mecanismos anteriores.
La abundancia de hilo, obtenido gracias a las hiladoras mecánicas, impulsó la creación de las máquinas
tejedoras.
El proceso del tejido había adquirido mayor rapidez desde que, a principios del siglo XVIII, había aparecido
un sencillo mecanismo: la lanzadera volante (Para formar la trama, la lanzadera lleva el hilo de un lado a otro
del telar. Se desplaza por un carril mediante cuatro ruedecillas y pasa a través del hilo de la urdimbre. El
sistema de la lanzadera volante permitió aumentar la velocidad del tejido y hacer piezas más anchas).
Pero en Gran Bretaña, a finales del siglo XVIII, los telares con lanzadera volante no tenían capacidad
suficiente para tejer la enorme cantidad de hilo que proporcionaban las hiladoras mecánicas.
En 1785, Cartwrigth patentó el primer telar mecánico. Se trataba de un mecanismo grande y pesado que
precisaba de bastante dinero para adquirirlo y de una gran fuerza para hacerlo funcionar.
Los primeros telares mecánicos eran movidos por caballos y, a partir de 1789, se empezaron a mover también
con máquinas de vapor.
La industria algodonera surgida en el siglo XVIII continuó su progreso: las máquinas hiladoras y tejedoras
fueron perfeccionándose y todas eran movidas por máquinas de vapor.
Hacia el año 1800 trabajaban en las fábricas textiles algodoneras de Gran Bretaña unas 100.000 personas en
los hilados y 250.000 en los tejidos. A principios del siglo XIX, el 40 por ciento de las explotaciones inglesas
eran ejidos.
Desde el año 1830, el ferrocarril facilitó el transporte de materia prima (el algodón que llagaba de la India, de
Egipto, de Estados Unidos, etc.) hasta los centros industriales. Y de la misma manera se facilitaba la
explotación del producto.
Otros territorios europeos, como Francia, Bélgica, Holanda, algunas zonas de Alemania, el Norte de Italia,
Cataluña... se fueron convirtiendo en centros importantes de industria textil, siguiendo el modelo inglés:
mecanización de la producción, supremacía de la industria algodonera sobre la lanera, disminución del precio
de los tejidos, etc.
Este desarrollo de la industria textil provocó la aparición de conflictos: la necesidad de exportar el excedente
de producción que no se vendía en el propio país iba a dar lugar a frecuentes enfrentamientos de tipo
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comercial entre distintos países.
La siderurgia:
Hasta muy avanzado el siglo XVIII el hierro se obtenía calentando capas de mineral de carbón vegetal en
hornos de varios metros de altura (por lo cual se les llamaba los altos hornos). El producto resultante era una
masa de hierro que había que trabajar al rojo vivo en la forja y después someterlo a un intenso martilleo para
hacerle perder las calorías que levaba adheridas. Así se obtenía un hierro de gran calidad: el hierro forjado o
hierro dulce.
Los hornos consumían tanto carbón vegetal que la madera empezó a escasear, por lo que hubo necesidad de
buscar otro tipo de combustible.
En Gran Bretaña abundaban los yacimientos de carbón mineral especialmente de hulla, pero ardía con
dificultad. Ya a principios del siglo XVIII Abraham Darby encontró una solución: utilizar en los altos hornos
un derivado del carbón mineral, el coque, que se obtenía destilando la hulla.
Para activar la combustión en los hornos de coque era preciso inyectarle una corriente de aire fuerte y hacia
1775, con la aplicación de la máquina de vapor, se encontró el sistema para generar esa corriente de aire. En
1790 solo quedaban en Gran Bretaña 25 altos hornos de carbón vegetal y había ya 81 de coque.
Aún quedaba por resolver otro problema: el exceso de azufre que contenía el hierro procedente de los altos
hornos de coque, por lo que era muy frágil. Ese tipo de hierro, llamado fundición de hierro, sólo servía para
fabricar cierto tipo de objetos como tubos, vigas, cañones..., para los que la fragilidad de la fundición de hierro
no era un inconveniente. Pero los objetos más caros y delicados (llaves, cuchillos, azadas, arados...) exigían el
uso del hierro forjado.
Por fin, en 1784, el británico Henry Cort inventó la pudelación. El aspecto esencial de la pudelación consistía
en remover y batir la masa de hierro fundido dentro del alto horno de forma que esta masa se aireara
plenamente y, como consecuencia, perdiera el exceso de azufre que contenía. Con este nuevo sistema,
aplicado a los hornos de coque, se obtenía una combustión más perfecta y el hierro que salía de los hornos de
pudelación era ya hierro forjado.
En el siglo XIX el desarrollo industrial se extendió desde Gran Bretaña hacia los países del continente, muy
especialmente los de Europa occidental.
Una de las industrias que alcanzó mayor desarrollo en la segunda mitad del siglo XIX, concretamente en el
periodo de 1855 a 1880, fue la industria de fabricación de hierro, o siderurgia. A mediados de siglo todavía el
hierro que se obtenía en los altos hornos que quemaban carbón de coque resultaba frágil para fabricar
determinadas piezas de máquinas, que debían ser muy resistentes.
Los procedimientos para convertir el hierro en acero eran muy lentos y caros, hasta que en 1855 el ingeniero
inglés Henry Bessemer inventó un convertidor que transformaba grandes cantidades de hierro en acero.
La mayor producción de acero y el abaratamiento de los costos para conseguirlo contribuyeron al desarrollo
de las industrias metalúrgicas, que eran muy variadas: maquinaria para la industria textil y para la agricultura,
todo tipo de herramientas, material de guerra, barcos, ferrocarriles, vigas para la construcción, etc. Se trataba,
pues, de una industria creciente y muy diversificada.
Ya muy avanzado el siglo XIX se desarrolló una nueva industria que permitirá fabricar productos hasta
entonces desconocidos o poco utilizados.
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Se trata de la industria química, que pronto tendrá muchas ramificaciones. De la destilación de la hulla se
obtenía gas para el alumbrado; los ácidos sulfúrico y clorhídrico y la sosa se utilizaban en el blanqueado de
tejidos y como materia prima en otras industrias (jabonera, papelera, vidriera). También del refinado del
petróleo se obtenían diversos productos, además de gasolina; mediante sistemas químicos se fabricaban
también abonos para la agricultura y cemento para la construcción.
La industria farmacéutica, que hasta a aquel momento se había limitado a extraer productos de las plantas con
métodos tradicionales, comenzó a sintetizar ingredientes por medio de complejos sistemas químicos de
elaboración.
Capitalismo
A medida que se desarrollaba el proceso de industrialización, iban cambiando los métodos de trabajo, de
financiación de la industria y de comercialización de los productos, dando lugar a un nuevo tipo de empresas,
cuyas características eran muy diferentes a las del antiguo taller artesano o a la manufactura. Ya no es un taller
con un maestro y unos cuantos artesanos. Es una fábrica, con máquinas y muchos obreros, que pueden ser
centenares, e incluso miles.
Los obreros de la fábrica no hacen la pieza completa, como anteriormente el artesano, sino que trabajan con
máquinas, cada una de las cuales hace una parte del producto final. El obrero no es el dueño de la fábrica,
porque la producción pertenece al empresario.
Para llevar a cabo todo el proceso hace falta mucho dinero, puesto que hay que pagar locales, materias primas,
máquinas, salarios, impuestos. Hace falta capital; de ahí que el sistema se llame Capitalismo y los empresarios
que invierten se denominen capitalistas. El capitalista es el propietario de la fábrica, de la maquinaria y de la
producción.
Las primeras empresas industriales se pusieron en marcha con el dinero acumulado o ahorrado por una
persona o una familia en otros negocios. Pero las grandes empresas del siglo XIX (siderúrgicas, ferrocarriles,
navieras...), necesitaban tan grandes cantidades de capital para adquirir maquinaria, que una fortuna familiar
no bastaba para ponerlas en marcha.
Para conseguir el capital necesario, los empresarios podían utilizar diversos sistemas:
• Asociarse con otros empresarios y repartir los beneficios.
• Solicitar dinero a crédito en los bancos, pagando intereses por la cantidad concedida en préstamo.
• Crear una sociedad anónima (S.A.). El capital de una S.A. está distribuido en pequeñas partes, llamadas
acciones, repartidas entre muchas personas, que reciben beneficios de la empresa proporcionalmente al
dinero que han invertido y por lo tanto al número de acciones que poseen.
La Bolsa: Las acciones se compran y se venden en un mercado dedicado a ese tipo de operaciones.
El precio de unas determinadas acciones en la bolsa no es siempre el mismo: si pertenecen a una empresa
próspera, que reparte altos beneficios entre sus accionistas, las acciones pueden aumentar de valor; en
cambio, si son acciones de una empresa en mala situación, baja el valor y puede no encontrar compradores.
La función de una empresa no acaba con la fabricación del producto: hay que venderlo, lo cual puede originar
tantas o más dificultades que la producción.
Los empresarios del siglo XIX descubrieron pronto que vendía más quien fabricaba mayor cantidad y a menor
precio. Por ello, era preciso perfeccionar constantemente las técnicas de producción.
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Los industriales nunca podían dar por definitiva su maquinaria, siempre podía haber un competidor con
máquinas más modernas que consiguiesen precios más bajos y, por tanto, mayor facilidad de ventas. Por ello,
para renovar su maquinaria, necesita continuamente grandes cantidades de dinero, de capital.
Por otra parte, la mayoría de los empresarios procuraban reducir los costes a base de exigir muchas horas de
trabajo a los obreros y de pagarles salarios muy bajos. También procuraban obtener las materias primas
(algodón, lana, metales, etc.) al precio más bajo posible, lo cual dará impulso al colonialismo.
Adam Smith:
El escocés Adam Smith (1723−1790) publicó en 1776 La riqueza de las naciones. Se trata de una obra en las
que se basaron las teorías de liberalismo económico, en parte, vigentes hoy día.
Este autor parte de la afirmación de que la riqueza de un país se basa en el trabajo de sus habitantes. Para
Smith lo que da valor a un objeto es la cantidad de trabajo necesario para producirlo. De ello se deduce que
quien da valor a un objeto es quien lo hace, es decir, el trabajador.
Pero cuando escribía Smith ya pesaban bastante en el proceso productivo las máquinas que se estaban
introduciendo en la industria. Por este motivo, también valoraba la aportación del capital que sirve para pagar
las máquinas que mejoraban la productividad del trabajo humano.
Su otra idea central es la defensa de la libertad económica frente a la intervención del estado.
Según esta idea, el gobierno de un país no debe intervenir nunca para regular y controlar el proceso de
fabricación y venta de los distintos productos. La agricultura y la industria deben producir lo que quieran,
como quieran y puedan. El gobierno tampoco debe regular el precio de los productos del mercado.
La ley de la oferta y la demanda: Según Adam Smith, el precio de un producto depende de:
• Su valor, determinado por el trabajo necesario para producirlo.
• La aplicación de la ley de la oferta y la demanda.
Esta ley no la ha escrito nadie, es simplemente el resultado de la adecuación entre los productos que se
ponen a la venta (oferta) y la cantidad que están dispuestos a adquirir los compradores (demanda).
Si hay más oferta que demanda el precio del producto baja y el producto deja de fabricar.
Si se da el caso contrario, el precio de los productos aumenta y los productos aumentan la producción.
Adam Smith había expuesto los principios básicos del nuevo sistema económico: división del trabajo, ley de
la oferta y demanda y libertad económica. Por eso a este sistema se le llamó también liberalismo económico.
Los partidarios de la libertad económica consideraban que si se dejaba libertad para fabricar, comprar y
vender, se conseguiría un equilibrio entre la oferta, cantidad de productos fabricados, y la demanda,
cantidad de productos que los consumidores necesitaban adquirir.
Como el empresario busca obtener el máximo beneficio de su producción, procura producir los artículos que
la gente quiera comprar, o sea, lo que tiene más demanda.
Si muchas empresas se dedican a producir lo mismo, el mercado puede llegar a estar saturado a causa de la
superproducción.
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Entonces se puede originar una crisis económica: las fábricas venden menos y disminuye la producción,
despiden a obreros y algunas cierran. Estas crisis se producían periódicamente, originando paro y miseria
entre los obreros. Este fue el principal fallo del sistema Capitalista del siglo XIX y lo continúa siendo en el
XXI.
Sociedad
La Revolución Industrial y las revoluciones políticas tienen importantes consecuencias en la sociedad. La
diferencia más importante entre la nueva sociedad y el Antiguo Régimen está en la igualdad de todos los
hombres ante la ley y, por tanto, en la desaparición de los estamentos.
Pero la igualdad era sólo igualdad ante la ley; seguía habiendo desigualdades de fortuna y de cultura y los
hombres y mujeres no tenían realmente igualdad de oportunidades. La nueva sociedad se estructuró como una
sociedad de clases: ricos y pobres.
Entre los ricos seguía estando la nobleza, que en general mantenía la posesión de sus tierras, aunque había
perdido importancia social y política.
La clase dirigente de la nueva sociedad era la gran burguesía, o la burguesía de los negocios, propietarios de
fábricas, transportes y bancos.
También es una novedad la existencia de las clases medias, o pequeña burguesía: son los comerciantes, gentes
de profesiones liberales, artesanos..., que viven en las ciudades.
Por debajo de estos grupos minoritarios se halla una gran masa de población con muy escasos medios
económico: los campesinos y los obreros de las fábricas. A estos últimos se les empieza a llamar también
proletarios.
Aunque desde un punto de vista legal se puede hablar de un gran cambio en la sociedad de la época industrial
en relación con la de los siglos anteriores, porque a medida que se va introduciendo el liberalismo en la vida
de todos loa hombres, en realidad la situación se mantiene bastante similar a las formas de vida tradicionales.
La inmensa mayoría de la población eran campesinos, pero la propiedad de la tierra seguía en manos de la
nobleza. Sin embargo, el desarrollo de la industria dio lugar a nuevas clases sociales: la burguesía de los
negocios y los obreros industriales.
A lo largo del siglo XIX se consolidó la conciencia de la burguesía como clase social distinta a las demás, con
responsabilidad para dirigir la vida económica.
Basándose en una sólida fe en el progreso y aprovechando con ingenio y habilidad los nuevos recursos de la
ciencia y de la técnica, la burguesía consiguió un predominio económico en la sociedad del siglo XIX. Su gran
diferencia con la aristocracia de los siglos anteriores está en que no se mantiene como una clase cerrada, sino
que admite que, por méritos de trabajo y de capacidad, gentes de procedencia social baja puedan llegar a la
cumbre de la gran burguesía.
Esta burguesía no sólo dirige los negocios, la banca, el comercio internacional, etc., sino que también impone
su gusto artístico y literario en la sociedad en la que domina.
Los obreros procedían del mundo rural, del campesinado más pobre, que emigraba a la ciudad.
En el Antigua Régimen, el artesanado era el dueño del producto que fabricaba, podía venderlo y obtener
beneficios. En cambio, el obrero de la época industrial no es dueño de lo que produce, porque la producción
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pertenece al propietario de la fábrica. Vive exclusivamente del salario que le paga el empresario.
Los salarios de los obreros eran bajos, ya que había abundancia de mano de obra y, aun ofreciendo poco, los
empresarios siempre encontraban trabajadores. El Estado no intervenía en las relaciones laborales, se limitaba
a mantener al orden público y a vigilar el cumplimiento de las leyes.
Estos salarios repercutían en todo la vida del obrero; él y su familia tenían poco dinero para alimentación,
vivienda y vestidos. Su nivel de vida era muy bajo y su cultura muy escasa: la mayoría de los hijos de obreros
no iban a la escuela, porque era preciso que trabajasen desde niños. Por ello, casi todos, especialmente las
mujeres, eran analfabetos.
Muchos empresarios contrataban mujeres y niños porque podían pagarles salarios aún más bajos que los de
los hombres, aunque realizaban trabajos similares durante larguísimas jornadas de 14 o más horas diarias.
Esta situación se veía agravada por la inseguridad. El obrero, que trabajaba en condiciones inhumanas, estaba
expuesto a múltiples accidentes de trabajo y no disponía de ningún seguro de enfermedad ni de servicio
médico y en cualquier momento podía encontrarse sin trabajo, ya que el dueño de la fábrica podía despedirle
libremente.
Ante su situación en el trabajo y en la sociedad, los obreros no podían hacer nada individualmente; debían
asociarse. Pero la falta de educación y de cultura de la mayoría de ellos hacía que no comprendieran la
importancia de la asociación; era preciso que se despertara la conciencia de clase.
Si Gran Bretaña iba delante en el camino de la Revolución industrial, era lógico que se iniciaran allí los
movimientos obreros. Primero tuvo lugar el enfrentamiento con las máquinas: los obreros consideraban que
las máquinas les quitaban el trabajo y se produjeron revueltas y destrucción de maquinaria.
Pronto algunos dirigentes se dieron cuenta de que debían asociarse para conseguir mejores salarios,
disminución de horarios y mayor seguridad en el trabajo. A partir de 1820 se fundaron las primeras
agrupaciones, llamadas Trade Unions, que eran asociaciones locales de obreros de un mismo oficio (hiladores,
tejedores, tintoreros)
En este momento hubo un empresario que analizó los problemas y quiso buscar soluciones: Robert Owen.
Para Owen, sólo la acción de los propios obreros podía mejorar su situación. Potenció la actuación de las
Trade Unions y llegó a conseguir una federación de estas asociaciones, con 500.000 miembros en toda Gran
Bretaña, pero razones de tipo político y el temor de algunos empresarios hicieron que la federación fuera
declarada ilegal y disuelta por el gobierno.
Fue entonces cuando algunos obreros vieron claramente que no podrían conseguir mejoras económicas y
laborales si no tenían derechos políticos.
Hay que recordar que en las primeras monarquías parlamentarias de Europa, y también en Gran Bretaña, el
sufragio censitario impedía la participación de los más pobres en la vida política, pues no podían elegir ni ser
elegidos.
Los dirigentes obreros redactaron y presentaron al Parlamento un documento, que llamaron Carta, pidiendo el
sufragio universal. Este movimiento, llamado cartismo, fracasó, como fracasó la revolución de 1848.
Por la misma época en que aparecían las Trade Unions en, en otros países donde ya se había dado la
Revolución industrial, especialmente en Francia, surgía el socialismo, ideología llamada así porque sus
creadores pretendían reformar la sociedad surgida en la ilustración, que ellos consideraban muy injusta.
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Durante unos veinte años, hasta la revolución de 1848, aparecieron varias teorías reformistas, a las que
posteriormente se llamó socialismo utópico, porque lo que intentaban parecía imposible de realizar.
Los socialistas utópicos partían del principio de que el ser humano es bueno por naturaleza y que si se le
ofrece una auténtica igualdad de oportunidades, sin injusticias ni egoísmos, dejará de haber pobres y ricos y
todos los hombres serán realmente iguales. Para conseguirlo consideraban que era preciso suprimir la
propiedad privada de los medios de producción (campos de cultivo, fábricas, máquinas...), que debían ser de
propiedad colectiva.
El socialismo utópico de Fourier: El socialista francés Charles Fourier (1772−1837) que había vivido la
época de la Revolución Francesa y de los orígenes de la Revolución Industrial, ideó un método que le parecía
eficaz para acabar con la miseria de los obreros y las injusticias sociales.
Se trataba de establecer pequeñas poblaciones de unas 1.600 personas, que vivirían y trabajarían e
comunidades autosuficientes, en edificios llamados falansterios.
Los medios de producción del falansterio (herramientas agrícolas, máquinas materias primas, medios de
transporte, etc.) serían de propiedad privada individual y el derecho de herencia.
Para que hombres y mujeres vivieran cómodos y felices en estos falansterios, las funciones de trabajo se
distribuían alternativamente, evitando la especialización, que obliga al obrero industrial a realizar
monótonamente siempre el mismo trabajo.
Desde los primeros momentos de la Revolución Industrial hubo quienes vieron la necesidad de que los otros
obreros se agruparan, con el fin de aumentar su fuerza frente a los patronos. Pero hasta la segunda mitad del
siglo no surgen auténticos sindicatos, que son asociaciones permanentes de obreros.
Marx y Engels defendían la asociación de los obreros de todos los países. Marx afirmaba que para conquistar
el poder todos los obreros debían unirse. Por ello, en 1864, ayudó a crear en Londres una asociación
Internacional de trabajadores, que se conoce como la I Internacional. Marx quiso darle a esta asociación un
carácter internacionalista, por encima de los sentimientos nacionalistas de sus militantes.
La I Internacional tuvo problemas con los gobiernos de los distintos países, porque apoyaba las huelgas y
otras acciones reivindicativas de los derechos de los obreros. Tuvo también problemas internos, derivados del
enfrentamiento entre Marx y Bakunin (Bakunin decía sobre la teoría de Marx que: los marxistas afirman
solamente la dictadura −la de ellos, evidentemente−, puede crear la voluntad del pueblo. Nosotros les
respondemos: ninguna dictadura puede tener otro objeto que el de perpetuarse, ninguna dictadura podría
engendrar y desarrollar en el pueblo que la soporta otra cosa que esclavitud.
Aunque los estatutos de la I Internacional fueron redactados por Marx, entre sus miembros había no sólo
marxistas, sino también cartistas, trade unionistas, socialistas de diversas tendencias y anarquistas (que fueron
expulsados en 1872). Los Internacionalistas no eran solo obreros, también se integraron en la asociación
políticos, abogados y personas deseosas de reformar la sociedad.
La I Internacional se organizó a base de un Consejo General, ubicado en Londres, y Congresos anuales,
celebrados en diversas ciudades europeas.
La I Internacional se resintió mucho a consecuencia del fracaso de la Commune, una revuelta popular que
tuvo lugar en París en 1871. En definitiva la I Internacional se disolvió en 1876.
En 1889 se restableció el sentido de la internacional con la creación en París de la llamada II Asociación
Internacional de trabajadores, que mantenía muchos de los principios básicos de la primera, pero que no pudo
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evitar el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, lo cual significó su fracaso y desaparición.
La revuelta de la Commune: Se denominó Commune a un Comité revolucionario, formado sobretodo por
socialistas y anarquistas, que se apoderó de París entre marzo y mayo de 1871.
Los revolucionarios pedían autonomía para todas las comunas que se establecieran, derechos ilimitados de
reunión y de prensa, enseñanza obligatoria y gratuita, suspensión del trabajo nocturno, etc.
Este movimiento fue sofocado por el ejército del gobierno de la III República francesa (1870), dando lugar a
luchas callejeras y terribles desastres, como el incendio y destrucción del palacio de las Tullerías, que había
sido la residencia de Napoleón III.
La represión tras el fracaso de la Commune fue muy dura: miles de participantes en estos hechos fueron
ejecutados y muchos otros desterrados de París.
Los progresos del sindicalismo fueron lentos, a causa de la falta de instrucción de los obreros, lo que les
impedía organizarse convenientemente, y de la hostilidad de los empresarios y de los gobiernos burgueses.
Los sindicatos obreros, que surgieron en Gran Bretaña, se extendieron por todos los países y adquirieron
distintas tendencias (sindicatos socialistas, anarquistas y cristianos). En 1902 se fundó una Federación
Internacional de Sindicatos.
Los resultados de la acción sindicalista fueron muy importantes. Además de crear una conciencia social del
problema obrero, consiguieron la intervención del Estado en la vida económica. Poco a poco, el obrero dejó
de estar solo frente al patrono. En 1890, los sindicatos empezaron a exigir la jornada laboral de ocho horas y,
por la misma fecha, aparecieron los seguros sociales (contra accidentes, enfermedad y vejez) y fueron
disminuyendo las horas diarias de trabajo (de 12−14 pasaron a ser 9−11).
La
Revolución
Industrial.
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