Descargar muestra del contenidopdf ~ 494.0 kB

Anuncio
La calle más bonita del mundo
Manuel Iborra
EllagoEdiciones
Primera edición: noviembre 2014
© del autor: Manuel Iborra
de la ilustradora: María Iborra
Maquetación: Ramón Pais Martínez
© de la edición
Ellago Ediciones, S. L.
[email protected] / www.ellagoediciones.com
(Edicións do Cumio, S. A.)
Pol. ind. A Reigosa, parcela 19 - 36827 Ponte Caldelas, Pontevedra
Tel. 986 761 045 / Fax: 986 761 022
[email protected] / www.cumio.com
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra sólo puede ser realizada con autorización de los titulares, salvo excepción
prevista por la ley.
Dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si
precisan fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-92965-35-9
Impresión: Gráficas Planeta
Depósito legal: VG 746-2014
Impreso en España
Índice
Dedicatoria ....................................................................................................
7
Anteprólogo ..................................................................................................
9
Prólogo ............................................................................................................ 11
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
10.
11.
12.
13.
14.
15.
16.
17.
18.
19.
20.
La Rambla .......................................................................................
La casa de la Rambla .................................................................
A cuerpo ...........................................................................................
Encarnita ..........................................................................................
Mi padre ...........................................................................................
El hambre ........................................................................................
La fiebre ............................................................................................
Atolondrao ......................................................................................
Mis primeros amigos.................................................................
Boli ......................................................................................................
Los “indios” ....................................................................................
Los paseítos .....................................................................................
Tú la llevas......................................................................................
El Herculito ...................................................................................
El cine de las sábanas blancas...............................................
¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva! ........
¡El borracho y el orinal!...........................................................
El Capitán Trueno ......................................................................
La Chichi, mi tío José María y mi tía Patro ................
La Buffalo Bill...............................................................................
13
17
27
33
41
49
57
67
77
85
95
105
113
123
131
139
147
155
163
173
21.
22.
23.
24.
25.
Los Maristas....................................................................................
Los billares ......................................................................................
El 600 azulito................................................................................
El verano ..........................................................................................
Los discos .........................................................................................
179
187
197
205
215
EPÍLOGO ...................................................................................................... 221
AGRADECIMIENTOS ......................................................................... 223
A mi hija
No sé si estas páginas tendrán demasiado interés para
muchos.
A mi hermana le traerán recuerdos, eso espero. Quizá
despierten la curiosidad de los alicantinos que vivieron en
la Rambla en esos años.
9
Prólogo
Muchas personas a las que conozco acostumbran atesorar cosas, recuerdos de su vida. Yo, durante la mía, he
guardado muy poco y perdido mucho. Creo que por eso
me he decidido a escribir algunos recuerdos en estas páginas. Pertenecen casi todos a mi infancia en la Rambla de
Alicante, mi adorada Rambla. No he seguido más criterio
que el que me ha ido dictando el río zigzagueante del
recuerdo. Unas veces claro, otras brumoso, impetuoso la
mayoría y, de vez en cuando, sereno. Como viejos amigos
que hacía tiempo que no veía, mis recuerdos han ido, día a
día, acudiendo a su cita. Puntual como siempre, mi padre,
risueña, mi madre, y mi hermana con ella. Junto a ellos,
las personas que de una manera u otra formaron parte de
mi vida. Y cómo no, la Rambla, sus gentes, sus casas y sus
tiendas. He escrito estas páginas como han ido saliendo,
sin retocarlas demasiado, temiendo estropear la espontaneidad del recuerdo. Me han venido a la memoria palabras y expresiones que solía decir o escuchar en Alicante
en esos años y me ha parecido oportuno incluirlas. En la
mayoría de los casos las he transcrito como las oía, las
decía o creía que se escribían. No esperen encontrar aquí
un retrato fiel del Alicante de finales de los cincuenta y
11
principio de los sesenta. El Alicante que les voy a contar
es el que mis ojos de niño vieron, el que construyó mi
fantasía y el que ha conservado vívidamente mi memoria.
Ni siquiera yo mismo me atrevo a afirmar que las cosas
fueron exactamente como las recuerdo. Pero tengan por
seguro que lo que cuento forma parte de mí como mis
ojos castaños. Son mi Alicante, mi Rambla, mi infancia.
12
1. La Rambla
La Rambla era la calle más bonita de Alicante. Tenía
de todo, el cine de más categoría, mil y una cafeterías
con sus terrazas y sus toldos multicolores, la relojería
más lujosa y la juguetería más grande, sastrerías clásicas,
boutiques a la última moda y un, dos, tres, cuatro, ¡y hasta
cinco Bancos! Lo que quisieras. Ópticas, Estancos, Casas
de Fotos, Zapaterías, Droguerías y hasta un Anticuario.
Podías comprar las mejores marcas de tomavistas, Canon,
Bauer o Eumig, de tabaco de importación, Craven A
o Muratti Ambassador y de colonias Embrujo, Varón
Dandy o Lucky. Allí estaban, ¿dónde iban a estar si no?
las oficinas del Hércules con su bandera al viento y el
mejor carrito de pipas de todo Alicante.
Todas las cosas importantes de Alicante pasaban en la
Rambla. Las procesiones de Semana Santa pasaban por la
Rambla y el Viernes Santo, en la Procesión del Silencio,
apagaban las luces y te morías de miedo con el retumbar
de los tambores. Todas las Cabalgatas pasaban por la
Rambla poniéndola perdida de serpentinas, confetis y
anises. Todo el mundo paseaba por la Rambla y te podías
cruzar igual a Marisol que a Rocío Dúrcal, a Hércules
Cortés que a Nino Pizarro, a Machín que a las Hermanas
13
Benítez, a Alain Delon que a Yul Bryner, a los Hermanos
Tonetti que a Manolita Chen y hasta al mismísimo
Johnny Halliday.
En la Rambla, el sol aparecía prontito, se quedaba
hasta la caída de la tarde y aquello era Pénjamo. Podías
dejar que El Negro, el limpiabotas más famoso de
Alicante, te sacara brillo a los zapatos. Podías tomarte una
coca de mollitas o un pitisú de crema, elegir la tela para
un traje o hacerte una camisa a medida, lo que te diera la
gana. Podías arreglarte el pelo para ir a la moda o que te
miraran el reloj de pulsera si atrasaba. ¡Eran tantas cosas
las que podías hacer que se te pasaba el tiempo volando!
La Rambla estaba toda adoquinada y era tan ancha
que cabían el tranvía, la parada de taxis y todavía podían
bajar y subir los coches. Las aceras eran tan grandes que
podías jugar al fútbol o ir en bicicleta, y tan llamativas,
que un día se escapó un tigre del Circo Ringland y se
fue a la Rambla. Claro, así se comprendía que los cuatro
largos escalones por los que se bajaba para cruzar la calle
fueran para los que vivían allí la escalinata de su palacio.
Si querías saber la hora, sólo tenías que mirar el reloj del
rascacielos de la Torre Provincial. Desde allí podías ver
claramente como la silueta del Benacantil parece la cara
de un moro. Si querías cruzar de una acera a la otra, no
tenías más que esperar que te diera paso el guardia urbano, el asombroso Sargento Moquillo. Y si un día tenías
prisa, podías coger el tranvía o un taxi en la parada del
café Ivory.
El cine Avenida, con sus espectaculares carteleras, le
daba un aire internacional. A su lado estaba Bernad, el
anticuario rococó, y Borreguero, que tenía siempre en sus
escaparates los últimos modelos de Escorpión. Más arriba,
las moles grises y serias del Banco Hispano Americano y
14
el Banco de España, separados por la calle de la Iglesia
de las Monjitas. Pegaditas al Avenida estaban la Caja de
Ahorros del Sureste y la Caja de Ahorros Infantil, donde
era tradición abrir cartillas a los recién nacidos. Más abajo
del Avenida estaba la anticuada sastrería Ferrández, tan
oscura que nadie se atrevía a entrar y la camisería Benavent,
una boutique a la que traían de vez en cuando unos zapatos ingleses Lotus, tan caros que ni te podías imaginar el
precio. En la plazoleta del portal de Elche se cruzaban los
señores elegantes de Alicante con los yauros que esperaban
el autobús y pegado a la Explanada y envuelto en la cegadora luz del mar, estaba el lujoso Hotel Carlton.
En la otra acera de la Rambla encontrabas el alegre
runrún de los bares: el internacional Café Miami, el
Ivory, que parecía una cafetería de Cuba; el ultramoderno Maigmó, con su larguísima barra gris brillante y La
Ibense, un snack-bar precioso con columnas de azulejos y
ojos de pez. En medio de los bares, escondida como una
piedra preciosa, La Casa del Fumador, con su escaparate
recamado de mecheros Dupont y Dunhill, frecuentada por
toda la gente distinguida de Alicante, como Lamaigniere
o Madrona. Y más abajo, la heladería Los Italianos, que
se llenaba en verano, pero a la que no entraba un alma en
invierno, ¡con el frío que hacía, un helado!, y la papelería
Marimón que ocupaba todo el chaflán y en la que tenían
de todo.
Un poco más arriba de los bares, frente al Avenida,
estaba la parte más fea de la calle. No sé por qué les dio
por eso. A ver, allí estaba la joyería Gomis con su escaparate de mármol negro, la fachada blanca de la confitería
La Parisién donde hacían los mejores bombones de licor
con guinda de Alicante y el Palacio de los Deportes, la
única juguetería donde vendían balones de reglamento de
15
verdad. Creo que lo decían porque en esa parte estaban
los callejones por los que se iba al Barrio Chino, llenos de
cochambre, zurullos secos y olor a meao. Todo el mundo
decía que era la parte más fea de la Rambla pero a mí me
parecía la más bonita porque era donde vivía yo, en el
número 32, una fachada maltrecha, grisuzca y estrechita
con tres balcones, entre las oficinas del Hércules y la droguería Sempere: la Rambla 32.
16
2. La casa de la Rambla
A ciencia cierta no sé quién decidió que nos mudáramos de la Cruz de los Caídos a la Rambla. Debió ser idea
de mi madre, porque ella era soñadora y se imaginaría
algo parecido a lo siguiente… Ella viviendo en la Rambla,
ella, uno de los doce hijos de un tejero de Algorfa, viviendo en la Rambla, la mejor calle de Alicante…sería la
envidia de su hermana Patrocinio y de su hermana Pepa y
se alegraría mucho su hermano Pepe, el que trabajaba en
una fábrica de coches en Lyon…seguro que Pepe estaría
muy contento de que le fuera bien a Encarna, su hermana
favorita. Encarna, Encarnita, casada, viviendo en Alicante
y nada menos que en la Rambla.
No recuerdo nada de la casa de la Cruz de los Caídos,
nada, ni media. He visto fotos mías en esa casa con los
regalos de Reyes, pero nada. Mi único recuerdo es un
amigo gordito que vivía en el mismo edificio y que era
mayor que yo. Aunque la verdad es que me acuerdo de él
porque sale conmigo en las fotos.
Tuve un tiempo un sueño en el que visitaba las obras
de una casa que resultaba ser mi casa de la Rambla. Pero
ese sueño era irreal porque la casa de la Rambla era muy
antigua y debió construirse mucho antes de que yo naciera.
17
No obstante, en mi sueño yo visitaba mi futura casa de la
Rambla con mis padres.
Mi casa tenía tres pisos. En el primero vivía, sola,
Doña Enriqueta, la dueña; en el segundo, nosotros, y en
el tercero (lleno de misterios) vivía Doña Isolina, también
sola, aunque venía a verla un hijo, viajante de algo. Doña
Enriqueta tenía cara de disgusto, se pasaba el día gritando
por el patio o dando con la escoba en el techo, quejándose
del ruido que hacíamos. Doña Isolina era muy dulce, con
una vocecita que era un suspiro y un pelo muy largo color
nácar que era su mayor tesoro.
En la portería de mi casa había una lúgubre caseta de
lotería pintada de marrón, y subiendo un escalón, llegabas
a un rellano que daba al patio de una droguería y a unas
bonitas, pero vastas y fantasmagóricas escaleras. Mi casa, a
juzgar por los olores y los gases, estaba sobre el laboratorio de la droguería Sempere. Muchos años después pensé
que los olores podrían habernos molestado, pero nunca
nos quejamos, y que los gases seguramente serían algo
tóxicos, pero aunque alguna vez teníamos los ojos irritados, nunca notamos nada. Era también muy probable que
si se hubiera declarado un incendio habríamos volado por
los aires como un cohete. Pero nada de eso nos pasó. La
casa de la Rambla se caía un poco de vieja, era grande, con
los techos muy altos, y estaba distribuida de una manera
caótica pero que a mí me parecía de lo más normal. Sin
duda mi desapego por lo convencional me lo inculcó mi
madre con su manera estrambótica de decorar la casa.
La puerta de entrada, lo más alegre del recibidor, era
grande y cuadrada, de madera barnizada color miel. Lo
demás, entre mustio y mortecino: una historiada mesa de
recibidor de dos patas que se apoyaba en la pared con su
espejo azogado a juego y dos sillas moradas bien pasaditas.
18
Como mi madre debía de pensar que aquello era muy poca
cosa para un recibidor, puso unos cortinones aterciopelados
color burdeos tapando una pared, que entrabas en mi casa
y parecía la de Fu-Manchú. Los cortinones pesaban un
quintal, en verano daban un calor que no veas y al tocarlos
te daba tiricia, pero allí permanecieron como las Tablas de
la Ley. Yo no sé por qué le gustaban tanto, debía de ser
porque eran de imitación y a mi madre le volvían loca las
cosas de imitación.
El recibidor era el principio del laberinto que era mi
casa y allí podías elegir entre dos pasillos —uno oscuro y
otro luminoso—, una galería, los cortinones o una misteriosa puerta siempre cerrada. La misteriosa puerta cerrada
era la del despacho, donde estaba “prohibido entrar”. Los
días que mi padre llegaba preocupado se encerraba allí,
miraba facturas, oíamos los ¡risss risss! de romper papeles
y hablaba a gritos por teléfono con su hermano y socio,
mi tío Manolo. En el despacho tenía mi padre una foto
de la boda, una de mi madre con una gran flor blanca en
el pelo y una de su padre, Manuel Iborra Piqueres. Me
gustaba hurgar en los cajones de la mesa y mirar la pluma
estilográfica Parker, las cámaras de fotos (una rusa, una en
miniatura y una Voigtlander) y unos impresos azulitos que
traían de cabeza a mi padre. También me gustaba tocar los
botones del gran aparato de radio Telefunken para ver si
cogía Radio Orán. Pero lo que más me gustaba era mirar
el teléfono negro con nuestro número escrito: 215013
—Mi teléfono es veintiuno, la mitad de cien y el número de la mala suerte— como a mí me gustaba decir.
A través de las cortinas, entrabas en el dormitorio de
mis padres. Era un inmenso cuarto, umbroso y fresquito
en verano, con tres balcones con puertas de madera grisucha y cuarteada que daban al callejón y desde donde se
19
oían las campanas de San Nicolás. En la cama siempre
estaba puesta la misma colcha, una amarillo oro, bordada
en rojos, azules y verdes muy bonitos, en la que alanceaban a un tigre unos señores medio desnudos subidos a
unos caballos con unos turbantes en la cabeza. A medio
camino entre la cama y el tocador había dos sillones bajos
de color rojo vino. A mí me gustaba correr entre los sillones y luego saltar sobre la cama cuando mi madre estaba
haciéndola.
—¡Manuel José! —gritaba mi madre una y otra vez
hasta que me pillaba, se tiraba encima mío sobre la cama
y me hacía cosquillas y me comía a besos hasta que sentía
que me ahogaba con su calor y yo gritaba:
—¡Mamá, suelta, mamá!
Al fondo del dormitorio estaba la puerta de dos hojas
con cristales que daba a lo que primero fue mi habitación y luego, la de mi hermana. Era un cuarto alegre con
un hermoso balcón, una cama grande pegada a la pared
bajo dos cuadros de estampas típicas de París con unos
marcos color salmón con estrías negras, feos con ganas, y
un armario blanco y negro a la última moda, al que se le
atrancaban los cajones. Mi mueble favorito era un sillón
grandote de skai amarillo que mi madre —como con el
calor se te pegaba a los muslos— tapizó de imitación de
piel de leopardo. Estrambótico y con un aire africano era
el mueble más raro de mi casa y a mí me gustaba tumbarme con los pies en el respaldo y la cabeza en el asiento.
A continuación, estaba el único cuarto que no tenía
balcones de la casa y el más oscurón, el de mi prima
Pepita, la hija de la hermana pequeña de mi madre, mi
tía Pepa. Mi madre me dijo que Pepita iba a vivir en
casa y me contó lo siguiente: Una mañana de verano
Pepita acompañaba a su padre a Guardamar cuando se les
20
estropeó el coche. No se le ocurrió nada mejor al animal
de Manolo Mompeán que poner a su hija, una criatura
de once años, a empujar el coche hasta que la pobre se
desmayó.
—Cogió una insolación y estuvo a las puertas de la
muerte —concluyó mi madre con voz grave.
Así que mi madre y su madre, mi tía Pepa, decidieron
que Pepita viniera a vivir a mi casa una temporada. Eso
fue lo que me contó, pero creo que la verdad era otra.
Manolo Mompeán, era un sinvergonzón y un locato.
Contaban que había arruinado a la familia jugándose a las
cartas su finca de Algorfa, la herencia de su hija Pepita,
y no satisfecho con eso ¡el demonio emplumao! se jugó
hasta a su mujer. Como tenía muchos hijos, el muy carota
trató de deshacerse de ellos. A Pepita, como continuamente estaba malucha de la garganta, la metió en un
hospital para tuberculosos. Cuando mi padre se enteró,
fue a sacar a Pepita de allí y después se fue a ver a Manolo
Mompeán y le dijo:
—Pepita se va a quedar a vivir con nosotros y no se te
ocurra poner un pie en nuestra casa—. Y asi fue
A través del cuarto de Pepita se salía al baño. Un señor
baño de baldosas azules claritas que tenía de todo: lavabo,
bidé, bañera —no una tina, sino una señora bañera— y
wáter, no como en casa de mi abuela, la Tantin, que había
que salir al patio y meterte en un cubil de madera para
ir al retrete. Mi madre me bañaba una vez a la semana.
Cogía una zafa blanca de esas con el reborde negrito y
ponía una bola de algodón, le echaba alcohol y lo prendía
para calentar el baño antes de que me desnudara. Empecé
bañándome en una tina grande y luego, ya en la bañera.
—Manuel José, llevas roña del año que te pidan —me
decía siempre mi madre, que era una exagerada.
21
Descargar