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DE LA ABYECCIÓN
Marcel Jouhandeau
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Colección Abyectos, dirigida por Luis Cayo Pérez Bueno
Título original: De l’abjection
Diseño gráfico: G. Gauger
Primera edición: septiembre del 2006
© Éditions Gallimard, 1939
© de la traducción: Marta Giné, 2006
ElCobre Ediciones, 2006
c/ Folgueroles, 15, pral. 2ª - 08022 Barcelona
Maquetación: Víctor Igual
Impresión y encuadernación: Industrias Gráficas Mármol
Depósito legal: B. 37.565 - 2006
ISBN: 84-96501-16-7
Impreso en España
Prohibida lña venta en los países de América Latina
Colección promovida por
Obra publicada con la ayuda del Ministerio
de Cultura francés - Centro Nacional del Libro.
Este libro no podrá ser reproducido,
ni total ni parcialmente,
s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.
To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .
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DE LA ABYECCIÓN
Marcel Jouhandeau
ElCobre
Tr a d u c c i ó n d e M a r t a G i n é
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Índice
P R E FA C I O
A propósito de De la abyección
Hugues Bachelot
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A
ANTES DE CONOCER EL MAL
Primera parte. Síntomas
En presencia de los demás
Testimonios de tú a tú
a) La Verdad
b) La Poesía
c) Misterios del Deseo
d) Los Sueños
Segunda parte. Primeras experiencias. - Los recuerdos más antiguos
21
21
24
24
30
37
42
51
B
CONOCIMIENTO
SUBJETIVO DEL
CONOCIMIENTO DEL
MAL
MAL,
EN SÍ Y EN MÍ,
MIENTRAS NO HA SALIDO DE MÍ
Tercera parte. Conocimiento del Mal en sí mismo. - Conocimiento «teórico» del Mal. - Descubrimiento del Lugar, del Sitio, de la Religión
del Infierno
Cuarta parte. Conocimiento del Mal en mí. - Descubrimiento del Deseo: el Hombre, finalidad
del Hombre
67
75
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De la abyección
Quinta parte. Experiencias secundarias
83
C
CONOCIMIENTO
CONOCIMIENTO
MAL.
ACTO,
OBJETIVO DEL
DEL
MAL
EN
DESDE EL MOMENTO EN QUE HA SALIDO
DE MI INTERIOR
Sexta parte. Nuevas experiencias. - Conocimiento
todavía «lejano». - Aproximaciones y promesas. - Contemplación del «objeto» situado en
91
los límites del Infinito
Séptima parte. Conocimiento «próximo», «práctico», pero todavía «accidental» del Mal, de su
«objeto». - Experiencia del peligro que comporta y ensayo de una nueva ascesis desde el
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interior del Mal
Octava parte. Conocimiento de un amor puro y
exclusivo del Mal: ensayo de una delimitación
119
de su territorio inalienable
D
LA ABYECCIÓN, ÚNICA FINALIDAD DEL MAL
Novena parte. El Hombre, finalidad del Hombre
o conocimiento «íntimo», «práctico» y «habitual» del Mal. - El Deseo en posesión de su Ob139
jeto; su familiaridad engendra la abyección
Décima parte. Despertar en el estupor y el estupro 159
E
ELOGIO
10
DE LA ABYECCIÓN
173
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P R E FA C I O
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A propósito de De la abyección,
de Marcel Jouhandeau
Hugues Bachelot
Entre la calle de Pommes y un huerto rancio de una
carnicería de Guéret, en la región de Creuse, una
mañana de julio de 1888, vino al mundo Marcel Jouhandeau para convertirse en nuestro devorador de almas.1 ¿Hay que creerle cuando escribe que, el día de su
nacimiento, le hirió el beso de Dios en la boca, pues le
faltaba un trozo de labio?
De entrada, Jouhandeau nos arroja a un mundo
sometido no sólo a la doctrina cristiana, sino a múltiples dogmas que escapan a cualquier comprobación, un
mundo que se tambalea sobre las brasas del infierno.
Lautréamont y Nietzsche habían zarandeado ya el
orden del mundo; también para Füssli, para Blake –el
William Blake de los Cantos proféticos, según Arthur
Rimbaud–, el cosmos había perdido esa armonía que
cantaron poetas y filósofos griegos, para convertirse
en un asombroso muestrario de fuerzas misteriosas,
abandonadas al azar.
Tal es De la abyección: el apocalipsis de Marcel
Jouhandeau; y, sin duda, es aquí donde hay que descubrir una parte de esa especie de desconcierto, de la
1. M. Nadeau, «Un mangeur d’âmes: Marcel Jouhandeau», Littérature présente, Corrêa, 1952.
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De la abyección
espantosa atmósfera donde se precipitan algunos de
sus escritos.
«Dios está en el infierno, conmigo.»
Desconcierto indisociable, hay que precisarlo, de un
voluptuoso placer, el de seguir hasta el final a este
escritor, a menudo desconcertante, que se atreve a
decirlo todo con un impudor que sería ingenuo si no
fuera tan salvaje.
Como en el caso de Proust, algunas páginas de Jouhandeau, escogidas al azar en su obra, nos llevan a
realizar, de nosotros mismos y del universo, un descubrimiento que llega hasta el estremecimiento físico. Y
ese ascendiente puede otearse en la manera en que su
amigo y editor, Jean Paulhan entró, cautivado, en el
oscuro engranaje de este ensayo.2
Era preciso disecar al hombre. Desmontar la maquinaria humana para comprender sus dispositivos,
penetrar «en los bastidores de la vida», como dijo
Gabory a propósito de Marcel Proust, tan cercano, en
cierta manera, a Jouhandeau, aunque alejado de una
obra en que tan terriblemente ausentes están el Diablo
y Dios.
Así pues, tendremos que demostrar, para empezar,
que no existen en el mundo mística ni metafísica que
no sean obra de la carne y de la sangre, es decir, del
amor. A no ser que se trate, pensándolo bien, precisamente de lo contrario. En ese caso, Jouhandeau, en la
estela de Platón y de Sócrates, ¿no habría articulado
2. Colección Métamorphoses VII. Gallimard, 1939. Como precaución, el nombre del autor no se hizo público, pero Jouhandeau
firmó los ejemplares destinados a la prensa...
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Prefacio
todo su conocimiento del Ser y del alma como una
variante de ese sentimiento amoroso insólito y particular, la pasión por los muchachos, pues pensaba que no
era capaz de esquivar muchas imprudencias ni malbaratar muchos cuidados y delicadezas?
Hay que admitir que triunfó de forma perfecta;
exceptuando que tenemos la impresión de que siempre
tomó caminos sembrados de obstáculos consigo
mismo y con el amor, revelando de paso que, a menudo, cierta virtud penetra en el vicio y ciertos vicios en
la virtud.
«Sólo aspiro a la imprudencia que me perderá...
Sólo es inmóvil el fondo del abismo. ¿Quién tiene el
coraje de aligerarse lo bastante como para tocarlo?»3
En este sentido, sería interesante leer el Saint Genet,
comédien et martyr de Sartre,4 quien después de haber
comparado a Jouhandeau con santa Teresa y con Jean
Genet, concluyó que la verdadera superioridad no está
en la salvación, sino en la perdición.
Ciertamente, Jouhandeau vivió en una época en que
los dogmas del cristianismo y el culto de la moral
republicana se empeñaban en traicionar la libertad de
pensamiento y la franqueza del deseo. «No, nada
puede igualar la fuerza de mi Deseo, de ese entusiasmo, de esa quemadura que siento cuando alguien se
acerca.»5 Ser cristiano o moralista ¿no es tomar caminos sembrados de obstáculos para con uno mismo, de
buena o mala fe? En estas condiciones, cómo no creer3. L’amateur d’imprudence, Gallimard.
4. Gallimard, 1957.
5. De la abyección.
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De la abyección
le cuando nos dice haber escogido las almas más perdidas porque son las más bellas y que el mal y el bien se
equiparan porque ambos pueden llevar a la perfección.
«El mal tenía aún un deber: ser bello.»
Desde esa perspectiva quedará trastocado el equilibrio de la existencia y Jouhandeau se verá inexorablemente arrastrado hacia escándalos disparatados, el
menos enojoso de los cuales no será, precisamente, esa
necesidad de dar a cualquiera de sus actos –en las actividades más secretas–, los más oscuros de su pasión
carnal, cierta justificación divina, pues sabe evolucionar en el mal con alas de arcángel para continuar siendo, según la expresión de san Agustín, al que adaptaba
por su propia cuenta, «magnífico incluso desde lo más
profundo de la ignominia».
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Para Jean Paulhan
Mi querido Jean,
Recibe este texto como un documento
que puede referirse a cualquier persona
y que sólo he consentido en entregarte
porque estaba tentado de destruirlo.
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A
ANTES DE CONOCER EL MAL
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Primera parte
SÍNTOMAS
En presencia de los demás
A veces me siento víctima de la incomprensión de los
hombres, incluso de los desconocidos, me siento víctima de una aversión espontánea que hace de mí un exiliado perpetuo.
Ciertas personas consideran sospechosa mi presencia en el mundo y su actitud hostil me recluye en mi
Secreto.
Pero nada me exaspera tanto como la reprobación.
Unas pascuas increíbles. He pecado. Me he confesado. He vuelto a pecar.
Una madre que pasea a su progenitura: «¡Qué mala
cara! Pero ¿dónde está la policía?» Ocurre lo mismo
cuando me hago cortar el cabello.
Parezco un criminal, peor todavía, una hecatombe.
M. –Tu rostro tendrá siempre veinte y 1.000 años.
Cuando parece que tiene 1.000 años y no 20, da
miedo, pero cuando parece tener 20 y no 1.000, es
peor.
Tienes la edad del Infierno.
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De la abyección
Esta mañana pasé por delante de una tienda de verduras tempranas españolas y oí al dueño decirle al
dependiente, con el tono grave que convenía, mientras
me señalaba:
–¡Toma! ¡Fernando el Católico!
–No, más bien Valentin Goudoufre.6
No es del todo imposible que un diálogo sin palabras
se establezca entre dos desconocidos sentados frente a
frente, durante un viaje, o entre dos paseantes que se
cruzan al azar. El intercambio fugitivo permanece a
veces como un estado de inquietud o se manifiesta en
una expresión del rostro: un gesto de simpatía o de hostilidad predecibles. Si uno de los dos paseantes es un
cualquiera y el otro un quienquiera se adivina lo que
puede pasar, pero si «cualquiera» se cruza con el maníaco, el obsesionado, el «aislado» que soy yo, nadie sabe
cómo me afecta mirarle, ni el desacierto del que voy a
ser objeto por su parte, si es que hay algún hombre en el
mundo susceptible de la misma curiosidad que yo y
capaz de responder a ella. Pero, si, con la complicidad
del Cielo o del Infierno, el milagro se produjera y aquel
6. Apellido sin traducción posible; en francés tiene una connotación vulgar, grosera incluso. Ideado por Jouhandeau a partir, quizás, del apellido Godeau, que se inventa para sí mismo en sus
escritos más autobiográficos. (N. de la T.)
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Antes de conocer el Mal
que compartiera mi idea fija viniera a mi encuentro,
podríamos creer, por un instante, que el mundo entero
está construido como nosotros, y entonces ¡craso error!
nos dejaríamos llevar por un ensueño excepcional.
Sobre todo, habría que evitar vivir con los demás
como si fueran otros yo, pero eso es exactamente lo
que hago.
Sin duda, yo sólo sería verosímil en un mundo en el
que todos sufrieran la misma locura que yo.
Y lo que me pierde es concebir, a veces, como real el
mundo quimérico en el que me siento solo.
Me bastaría con aceptar el sentimiento de mi excepción entre los hombres para salvarme humanamente,
porque así habría descubierto la hipocresía que convendría adoptar, que es una forma de la sabiduría, a
no ser que la única sabiduría que pueda conocer no
sea sino una forma viable de mi locura.
¿Qué loco no lamenta que el mundo entero no desbarre como él? ¿Qué pecador que su pecado no sea
una ley universal? Los alienados y también aquellos
que comparten idéntico vicio instintivo al que, por una
atracción misteriosa, se entregan siempre a la misma
hora y en el mismo lugar. De forma similar, la gente
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De la abyección
honrada sólo está a gusto entre ella. En un mundo que
compartiera su pecado, el pecador ya no sería pecador,
sino honrado. En un mundo que compartiera su
manía, el loco ya no estaría loco, sino que sería razonable y la razón sería una manía.
«¡José, el obstinao!» en nuestra habla regional.
¡Cuántos recelos despierta en mí ese personaje fabuloso cuya historia desconozco, sólo el nombre que mi
padre me daba cuando, siendo niño, no quería ceder!
«José, el obstinado.»
A veces tengo la impresión de vivir al ralentí, de estar
al margen de la vida, de ser medio fantasma; que lo que
me hace vivir ahora es, quizás, sólo una enfermedad
–que me hace vivir un punto por encima de los otros.
Entonces mis propios gestos, mis propias palabras
atemorizan mi alma que se retira y se va muy lejos, en
lo más profundo de mí mismo, donde nada pueda ya
subyugarla.
Testimonios de tú a tú
a) La Verdad
Si uno estuviera de acuerdo consigo mismo sobre lo
que piensa... Pero es más fácil mentirse. Por pereza o
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Antes de conocer el Mal
por cobardía todo el mundo acepta las convenciones
universales, respuestas estereotipadas a las angustias
personales.
Si transiges sobre las apariencias del honor, muy
pronto transigirás sobre el honor, que no es sino una
apariencia, una forma; quien siente el deleite despiadado por la verdad no sabe guardar las apariencias, ni
siquiera la apariencia de la honradez, otra forma, al
fin y al cabo. Pasará insensiblemente por todas las formas del sufrimiento, sin conservar otra cosa que una
especie de grandeza.
Acaso no sé que mi vida está hecha de paradojas,
quiero decir, de excesos contrarios que disculpan cualquier error, tanto los de los demás como los míos sobre mí mismo.
Rabanath: nombre que me daba mi abuela materna
cuando me ponía imposible y que debe ser el de un
demonio.
«Rabanath oculta tan bien sus intenciones que casi
nos hace creer que actúa contrariamente a lo que pretende, mejor todavía, se podría afirmar que no está
actuando.» Y, efectivamente, quizás ya no actúa. De
repente, vive.
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De la abyección
Nada sorprendería tanto a la mayor parte de la
gente como saber que están representando una comedia, y si se le dijera cuál, no os lo perdonarían; no se lo
perdonarían.
Todos representan una comedia, pero nadie lo sabe
a ciencia cierta ni sabe muy bien cuál. Se trata de ocultar la propia identidad, algunos vivirán hasta el final
del mundo en la mentira y no despertarán a la verdad
más que el día del Juicio final.
Por eso el mediocre muere, muy a menudo, sin
haberse conocido: presiente el peligro que ello supondría. No hay otro mayor. Las almas regias no pueden
ocultar mucho tiempo quiénes son.
Se miran sin engañarse, a veces incluso en medio de
la calle o durante una conversación.
Bien instalado en el silencio y la inmovilidad, finjo
acostumbrarme a ellos y adivino que se puede disfrutar entonces de una tranquilidad profunda.
Nos olvidamos fácilmente de nosotros mismos
cuando no somos conscientes de la existencia.
Se olvidan fácilmente ciertos pecados cuando sólo
nosotros los conocemos.
Hay gente buena y gente que tiene interés en parecerlo, y no son los primeros quienes parecen ser los
mejores, ni siquiera a ellos mismos.
Los hay también que siempre parecen culpables,
aún siéndolo. Se trata entonces de una segunda inocencia. Pero no por parecer yo un malhechor dejo de serlo
realmente.
Que el vicio tiene sus hipocresías, igual que la virtud; el arte es una convención provisional, pero a veces
no se necesita nada entre la vida y uno mismo.
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Antes de conocer el Mal
La verdad que podemos percibir simultáneamente
es un intervalo demasiado corto como para que podamos expresarla.
Nada es verdad, nada es siempre verdadero, nada es
verdadero durante largo tiempo. Nada es verdad el
tiempo suficiente como para que podamos ser conscientes de ello.
Sometidos a la facultad que tenemos de fijar más o
menos la tuerca de la atención, la aprehensión de la
verdad es pasajera, y sea cual sea la verdad que aprehendemos, la sinceridad es una pretensión gratuita. A
fuerza de creernos verídicos nos engañamos o nos mentimos, y de todos modos la verdad queda dañada, perdida, malograda.
Hablo aquí de la verdad sobre nosotros mismos.
Cuestión de conciencia más que de inteligencia, de
disciplina interior: una actitud, una espera constante y
ansiosa, que supone tanto pasión como mesura, prepara ese momento en que el alma se ilumina de golpe, o
al menos se aclara.
Cuando la inteligencia iguala la ignorancia y ambas
son considerables: ningún otro estado está más cerca
de favorecer una especie de genio, de adivinación.
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De la abyección
No hay sinceridad más que en la independencia
total del alma, pero ¿qué alma es totalmente libre?
La sombra de una dependencia es una pesada cadena.
Dependemos de lo que sabemos, y aún más de lo
que creemos saber.
Ahora bien, lo que sabemos lo debemos, muy a
menudo, a la prudencia interesada de nuestros mayores, y lo que creemos saber lo debemos a nuestra propia temeridad.
La seguridad me es tan antipática más allá de ciertos límites, que me asquea incluso admitir que estoy
seguro de sufrir. Vivir es ser engañado o engañar.
Ahora bien, basta con no prestarse a lo uno ni a lo
otro con ninguna complacencia.
Oh libertad, facultad trágica de moverse, de extender sólo los brazos y llevar la mirada a lo lejos, como
si de golpe un gran bosque se derrumbara alrededor de
uno.
Pero la noción de la verdad se ha rebajado tanto
que si decís la verdad, os acusarán de querer sorprender o escandalizar. Lo que más necesita el espíritu es
atrevimiento y matiz; el primero excluye al segundo,
pero uno y otro son necesarios para la aprehensión y
la expresión de la verdad.
Descubrir la propia verdad no es adivinarla ni rozarla, ni aspirar su perfume, ni percibir su reflejo al
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Antes de conocer el Mal
tiempo que uno admite que es inasequible en sí misma;
no es tampoco comprenderla como si pudiera explicarse: es ser poseído por ella, a expensas de uno
mismo, de los pies a la cabeza, desde la uña del dedo
gordo del pie hasta la punta de los cabellos, en todos
los sentidos, hasta lo más recóndito del alma, no respirar, no ver, no escuchar ni tocar otra cosa que la propia verdad a través de todo, obedecerla sólo a ella,
dirigirse sólo a ella, no desear ni temer otra cosa que
ella, ser uno con ella y que ella sea uno contigo mismo
y con el resto del mundo, un mundo cuyo único signo
es tu propia verdad. Y poco importa que esa verdad
sea de orden elevado o inferior, que sea «la Verdad»
absoluta, con tal de que sea tu verdad o la mía únicamente y de que me habite por completo. Y poco importa que consiga explicármela, con tal de que me
explique a mí mismo y todo lo demás. Incluso si sólo
tiene valor para mí, si sólo a mí es accesible, con tal de
que me dé la solución al enigma, de que determine el
giro de cada uno de mis gestos, de que dé ritmo a mi
paso, de que ilumine desde el interior mis pensamientos y galvanice mis palabras, anime mi rostro, decida
mis lágrimas, organice mi sonrisa, mande a la sombra
inefable de mis tristezas cubrirme o dejarme: sólo ella
me entrega una voluptuosidad que soy el único en
conocer, sólo ella me libra «mi placer»; gracias a ella
he dejado de sentirme perdido, la encuentro al buscarme, al buscar mi secreto; e incluso si fuera el más desgraciado de los hombres y tuviera que pagarlo con mi
condena, no me preferiría a nadie, porque me es imposible renunciar a ella, es decir, renunciar a la verdad,
quiero decir, a un recuerdo, a una emoción o esperan29
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De la abyección
za que le debo y que me confirman en mi obstinación de
mantenerme en el ser de mi ser, de no querer a ningún
precio otra cosa que mi identidad y mi singularidad.
b) La Poesía
Cuando sus crímenes no son evidentes, el culpable
posee un lenguaje cifrado que le pone a salvo de cualquier promiscuidad con la justicia.
Incluso si creen descubrir mis intenciones o inclinaciones, es imposible que lo que yo quiero sea tan simple como creen los demás, como a menudo creo yo
mismo.
Toda la felicidad de un hombre, toda su gloria,
depende del objeto de su deseo: a veces consigue acercársele, otras se aleja, a veces nos acerca a él, otras nos
aleja con subterfugios.
A veces no sabemos a qué nos enfrentamos, por los
recovecos del lenguaje. Rozamos un abismo, el abismo
de alguien. Por sendas misteriosas os ha conducido e
introducido en su particular turbación, donde vuestra
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experiencia desfallece. Os faltan los elementos necesarios para juzgar, puntos de referencia, pero he aquí que
os nacen subrepticiamente unas antenas que os permiten sospechar la existencia de un mundo nuevo, accesible y simultáneamente prohibido.
Hay algo mágico en toda nuestra manera de ser, de
comportarnos con lo que buscamos y que sólo podemos atrapar a tientas y por sorpresa, siempre y cuando
no nos conformemos con un casi, quiero decir, siempre
que mantengamos una exigencia interior: si aportamos
no sólo pasión, sino también una especie de religión de
la vida.
Dos hombres no dan nunca idéntico sentido a una
misma palabra. Según el contexto, la posición que le
otorgue, el contexto con que la acompañe y el misterio, la soledad, la sombra o la luz, la serenidad o el
horror sagrado con que la rodee, esa palabra cambia,
queda transferida, desfigurada o transfigurada, la ha
metamorfoseado incluso.
En cada una de las palabras que utilizo pesa toda
mi experiencia personal y el matiz único de mi alma se
descompone o recompone en ellas como a través de un
prisma único.
Innumerables son los hombres; conocemos a unos
pocos. Los más profundos y delicados se esconden: los
que tienen una manera de sentir o de pensar original,
los que han descubierto algo de Dios, de los demás o
de sí mismos. A veces esa profundidad, esa delicadeza
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De la abyección
encuentran su expresión: estamos entonces ante un
hecho raro que nos permite constatar nuestros propios
abismos.
Creía sentir únicamente lo que puede decirse y me
doy cuenta de que nunca he estado tan lejos de poder
expresar lo que siento.
Más todavía, lo que he podido expresar ponderadamente de mí mismo, ya no tiene interés para mí.
El Pecador se ve conducido a los mismos extremos
que el Místico. Nadie sabe enteramente de qué hablan,
ni el primero ni el segundo, ni ellos mismos se darían a
entender sin recurrir a la alegoría.
«En un rincón de la sala de espera de tercera clase
de la estación ferroviaria de Orléans, sobre mi abrigo
gris estalló la gloria: la del Infierno.»
Si no supiera crearme distracciones habría muerto o
estaría encerrado en un manicomio desde hace mucho
tiempo. La única cosa que puede salvarme: cierta sutileza en el uso de la analogía y del símbolo.
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Antes de conocer el Mal
Estilo: una impresión excesivamente controlada por
la expresión pierde su perfil, y entonces la propia
expresión pierde su carácter de inicio, de envite, su
razón de ser.
De noche el rebaño duerme en el fondo del establo
y se acaricia medio dormido, así lo hacen también en
mi corazón mis más oscuros deseos.
Una grulla cae en un campo, en otoño. Un campesino la recoge y le corta las alas. La primavera siguiente
una hermana de paso baja a buscarla, la pobre se
afana pero, privada de alas, muere de pena en tierra.
No, nada me parece más cercano a mi cuerpo que la
hierba y las flores. Es en este contacto impersonal donde
mejor florece mi sexo. Como si la misma savia y las mismas ramificaciones se expresaran en ellas y en mí. En
realidad, sólo engaño a mi mujer con los helechos y las
zarzas con que me acaricio o me lastimo.
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De la abyección
Por un lado del cristal alimento a los pájaros y por
el otro al gato que quizás se los coma.
Cuando vivía en el distrito sexto, en la calle GayLussac, por la noche, cuando volvía a casa después de
alguna aventura dolorosa, me imaginaba siempre la
escalera cuando regresaba a casa, después de alguna
aventura dolorosa, como una escalera de mano que
subía escoltado por Ángeles y los últimos peldaños llegaban a las estrellas, entre las cuales me dormía en el
balcón, en los brazos de terciopelo de la pequeña butaca de cerezo de mi abuela materna.
Por miedo a afrentarme, rechazo las montañas. ¿Acaso tengo que subirlas para elevarme? Quedan abolidas.
Llevo en mi interior los Pirineos y las orillas de
todos los mares.
Para probármelo, durante largo tiempo, sentado a
la puerta de mi ciudad, he rechazado viajar.
Por todas partes sus dientes y cabellos. En Charroux, en Poitou, el prepucio de Dios y en Reims, la
forma de sus nalgas. (Catalogue des reliquies fériales,
pp. 101 y 128.)7
7. Alusión veraz a famosas y sorprendentes reliquias en los lugares sagrados indicados. (N. de la T.)
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Antes de conocer el Mal
«Maravilla que sea Calvino quien haya dicho que la
Misa es Elena. Que nada como el odio para elogiarnos, mejor incluso que el amor: quiero decir: más dignamente.»
«Creando falsas perspectivas e infinitos accidentes,
por pequeño que sea el Jardín, toma proporciones
inmensas.»
«Nada se parece tanto a las manos de los más bellos
cristos de marfil como las manos de un topo.»
«Por la noche, cuando el bosque se convierte en un
acuario, titubeamos ante la realidad de ciertas capturas cuya inverosimilitud nos hace dudar: Belerofonte
no creyó en un primer momento en Pegaso ni en la
Quimera. Pero al día siguiente se encuentran en el
suelo de su habitación sus marcas tangibles, incluso indelebles.»
«Pocas personas saben que se evita plantar álamos en las praderas porque favorecen la aparición,
en su pie, de una mala hierba, ¡qué perjuicio para el
Cielo!»
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De la abyección
«Que hay una manera de mirar a un caballo que se
acerca y supera incluso a la caridad.»
D’Alembert dijo en sueños que cualquier animal
es más o menos un hombre, que cualquier planta es
más o menos un animal, que un mineral es más o
menos una planta; que no hay en la naturaleza barrera alguna.
«Lo que me tranquiliza: la vida y nuestra imaginación son paralelamente tan exactas y fabulosas, la una
como la otra.»
«Que la zoología y la botánica no son tan ajenas a
Dios y al hombre como para no poder ayudarnos a conocernos a nosotros mismos y a Dios frecuentemente
mejor que la antropología o incluso la teología.»
«El universo es más antropomorfo o el hombre cosmomorfo: “Casi tan humano como su cabra”, dijo
Longo.»
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Antes de conocer el Mal
«No paro de acariciar un libro que nunca he podido
leer pero cuyo título me fascina: Teología de los insectos.»
c) Misterios del Deseo
Entrar en la sombra de uno mismo como un ciego de
nacimiento entra en un mundo en que el tacto substituye a la vista. La conciencia se parece más a una
mano que busca a tientas, que a un ojo.
Perseguimos un objetivo escondido que nadie adivina y que ni nosotros conocemos.
Donde la imaginación tiene más por hacer, la parte
anímica está más desarrollada. Si rechazas la realidad
o si la realidad te rechaza, tienes más por hacer con tu
alma.
«Me gusta la poesía, me decía alguien, pero a la
poesía no le gusto yo.» Damos los primeros pasos
hacia lo que tememos, porque es necesario para confiar y acostumbrarnos a ello. Primero nos afanamos
mucho para descubrir en nuestro interior una herida
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De la abyección
secreta cuya existencia no nos explicamos, luego nos
dedicamos lo que nos queda de vida a esconderla. A la
vista y conocimiento de todos, cada cual parece perseguir un objetivo que todo el mundo conoce, pero en
secreto, se persigue otro, que todo el mundo ignora y
del que sólo somos conscientes por casualidad, y a
veces nunca. Es en el curso de una de esas casualidades
cuando morimos y los hombres querrán explicar lo
que ignoran por lo que saben. Más todavía: cada cual
se deja llevar por sus preocupaciones cuya fatalidad no
tiene cura. La fatalidad sigue su curso, sin inquietarse
por las preocupaciones de los hombres. De ahí un
malentendido irreducible y el origen perpetuo de errores y de errores judiciales.
Élise8 me hace preguntas y yo le contesto: «Tendría
que estar loco para actuar así». Y eso es precisamente
lo que acabo de hacer o voy a hacer.
Porque entre lo que hacemos habitualmente o lo
que querríamos hacer quizá no haya sólo una relación
contradictoria. Lo que hacemos habitualmente no es, a
menudo, la expresión, sino lo contrario de lo que querríamos.
Sólo nosotros entendemos lo que nos es placentero.
Todos estamos secretamente solos, con nuestro placer.
Nuestro placer no debería depender de nada ni de
nadie y todo debería depender de nuestro placer.
8. Élisabeth Toulemot, esposa del escritor, evocada en su obra
como Élise. (N. de la T.)
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Antes de conocer el Mal
Ciertamente, nada debería importar más a un hombre que su ensueño, que debería poder emplazar encarnizadamente en cualquier realidad.
El ensueño no es rechazar cierta parte de la realidad.
Antes de ser, y para pasar del no ser al ser, hemos
vivido experiencias humanamente indescriptibles, cuyo
recuerdo sin duda mantenemos de forma confusa e
inconsciente, signo mismo de nuestros deseos.
Si soy un asesino, lo reconozco en el placer de
matar. Si soy un ladrón, si soy un corrompido, ¿cuál
es mi exceso, el que me constituye? Si soy un hombre
honrado, sólo mi botín me lo enseña: el bien moral.
Algunas personas no sienten placer en matar, en robar ni en fornicar de manera alguna, sino únicamente
en felicitarse por una universal ausencia de sí mismos.
Todos tenemos nuestro deseo, pero no sabemos cuál
es hasta que lo encontramos. No sabemos nada que no
sea por experiencia.
Es mi deseo, pero sólo lo reconozco por el desasosiego singular que me invade en presencia de lo que
buscaba. ¿Cómo podría saberlo de antemano?
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De la abyección
Al acercarme a lo que buscaba, al acercarme al
momento y lugar que van a entregarme el objeto de mi
deseo, el estremecimiento de todo mi ser me tranquiliza, la especie de muerte que me golpea me da a conocer mi vida, me da la vida, la llave de mi Secreto.
Miserias de quien quiere apurar su deseo para estar
en paz consigo mismo. Hay quien no siente deseo. Nada
puede emocionarles en este mundo ni en el otro. Es
como decir que no existen. No tienen vocación.
Otros nunca han sentido la curiosidad o el coraje de
intentar la aventura de su deseo. Lo han guardado,
atrofiado o adulterado sistemáticamente en su yo profundo, alimentándolo con engaños. ¿Cobardía o sabiduría?
Tranquilo en lo sucesivo; es el caso de un religioso
que, tras ponerse unas gafas verdes, suprimió completamente el ardor que incendiaba su yo interior al mirar
el rosa.
Veo pasar desde mi ventana a un hombre del pueblo que regresa del mercado. Lleva colgada del brazo
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Antes de conocer el Mal
una bolsa de comida, va vestido pobremente, pero
muy cerca de él, por el borde de la acera, camina su
hija, una niñita de diez años, vestida como una reina:
botas, abrigo de piel, manguito, sombrero con lazos.
No es día festivo. ¿Qué importa? Él tiene el día libre y
quiere que sea festivo. Porque, gracias a la muñequita
que trota a su lado, sus pasiones se han disciplinado.
Como querida sólo tiene a su hija, nacida de su placer
y que le enseña a renunciar al placer por amor a ella,
a preferir las imposiciones del corazón a las de sus
apetitos.
Soledad de los apetitos en nosotros y entre nosotros: no se juntan casi nunca, a menudo se ignoran,
a veces se combaten, a veces se manipulan. Raramente
uno de ellos nos gana por entero; de ahí nuestra falta
de lirismo, de genio.
El que se lo ha sacrificado todo, ignora lo que el
deseo va a exigirle ahora. Como un sabor, como un
perfume deleitable, como un encanto que escapa a
cualquier análisis, como una imagen sin nombre, una
atracción irresistible le lleva al cenit de sí mismo, al
fondo del Infierno donde no sabrá nunca, por completo, por qué se ha perdido.
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d) Los Sueños
Nadie siente menos necesidad de dormir que yo, el sueño
me parece una farsa. Si hay gente en casa, la invito a dormir y cuando todos duermen, los miro un instante. Nada
es más feo que esa gente escabechada; me marcho.
¿Puedo dormir? El sueño me huye y cuando no puedo
dormir, el sueño me busca. Ese conflicto entre el sueño y
yo me obliga, finalmente, a caminar al borde de una
especie de abismo, vecino de la muerte y de la locura.
Fluctúo entre un sueño y un insomnio perpetuos y
ese estado consciente de semivigilia o de medio-sueño
es eminentemente favorable a la adivinación; especialmente si se ha obtenido sin artificios; el sueño se convierte sin esfuerzo en un intermediario, una especie de
lenguaje íntimo: en ese estado uno mismo se da sorpresas, o más bien se hace confidencias.
En sueños, por ejemplo, me represento la altitud
mejor que si la veo despierto. Es mil veces más sensible. Quiero decir que el sueño me la hace muy real,
mientras que la realidad sólo consigue aparentarla.
¿Quién ha dicho, fiándose de las apariencias, que el
sueño es hermano de la muerte? Sin duda la muerte es,
precisamente, la imposibilidad definitiva de dormir.
Soy consciente de encontrar a veces en los sueños lo
que la vida me rehúsa.
Por ejemplo, de noche soy consciente de mi cuerpo
de una forma que no siento habitualmente cuando
estoy despierto. Se me presenta como una masa en
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íntima fusión con mi yo. Me torturan sordos ataques
que sólo pueden situarse en mi cuerpo: de aquí y de
allá se elevan, se desprenden con presteza, llamaradas
con forma de rostros, animales, plantas, árboles que
me habitan. Esa fauna y flora interiores bailan y ya no
sé dónde estoy, quién soy ni lo que soy: infierno interior. El oro, en el crisol, ciega su ganga y la retuerce
para librarse de ella.
De esos sueños traigo flores en mi regazo y me
siguen extraños animales que me escoltan el resto del
día. Sólo se les ve a intervalos y cuando aparecen para
desaparecer enseguida la sorpresa es enorme. A veces
los demás también los perciben oscuramente a mi alrededor y me miran con una especie de terror: «¿Dé
donde viene ese?», y me dejan solo, desorientado, víctima de esa flora y fauna extranjeras.
¿Qué me dará la posibilidad de saltar hacia lo desconocido, de atravesar la barrera entre yo y yo, entre lo que
creo querer y lo que quiero, entre lo que quiero ser y lo
que soy, entre lo que creo que es y lo que realmente es?
Los trastornos del sueño tienen a veces el valor de
revelaciones sublimes; únicos intermediarios disponibles para encontrarnos a nosotros mismos, hacen más
accesible la verdad; gracias a ellos el Secreto aflora.
Hay algo que ignoro y que me atrae. No sé, no
quiero saber lo que es. ¡Ay, no resistirse a ello!
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¡Qué hermosa luz ha brillado el sábado por la
noche, sobre todo el día de ayer! Me veía tranquilo,
sentado cerca de la ventana de mi habitación de soltero, cuando estalló una discusión en el peladero de la
carnicería de enfrente: la casa se estremece como si
estuviera hirviendo, alguien escapa de ella y un chico
de dieciséis años, quizás yo, entra en ella enloquecido. Le oigo protestar desesperadamente, pero unos
hombres con las manos ensangrentadas, los brazos
desnudos, vestidos con batas blancas manchadas, se
apoderan de él y uno de ellos, que escondía bajo su
delantal una brasa puntiaguda, le revienta los ojos.
Oiré siempre ese gemido en mi interior más profundo; pero aquello no fue lo más atroz: el verdugo trae
a su víctima un objeto que le pone entre los dedos y
toda mi vida, mejor que cualquier cosa real, veré al
ciego obstinarse en mantener ante su rostro ese espejo donde se empeña en querer verse, incapaz sin
duda de comprender de buenas a primeras su ceguera.
Después manipulé juegos chinos, cubos de cristal
transparente en cada uno de los cuales se movían,
como en un mundo inmóvil e inaccesible, personajes
aislados: el oculista, el asesino, la butaca, etcétera.
Profundidad del abismo donde brillan tan inefables
luminosidades y de donde surgen a veces manantiales
de delicias.
¿Quién me devolverá esas dos figuras, engarzadas
en terciopelo, como máscaras de oro, y mi angustia
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Antes de conocer el Mal
ante el arbusto colmado de flores y de frutos que surgió del precipicio en el mismo instante en que un coche
de policía iba a atropellarme?
Perfecta nobleza de ese rey tranquilo, con las manos
en la cintura, la cabeza ceñida con el mismo fajín rojo
que los pies, inaccesible y simultáneamente ofrendado,
con un nido de palomas en las rodillas, al alcance de
mis manos.
Es el Demonio a quien vemos de día, en el camino, el que se esconde en el taller esta noche, pero
aunque quiero gritar, mi voz rehúsa llegar a mis
labios y me pongo a bailar ante lo que me espanta y
el ritmo de mis pasos me protege y me libera tan vertiginosamente que, al despertarme, la cabeza me da
vueltas.
Otros hombres permanecen ocultos en mi yo interior, bajo una manta que pisotean leones, tigres,
toros que quieren rasgarla para lacerarnos; o bien,
cerca de un manantial profundo y peligroso que se
vislumbra a través de los nenúfares, doy la mano a
un niño vestido de blanco y le explico, con toda la
elocuencia de que soy capaz, que sería mortal dar un
paso más, pero entonces el niño se escabulle y lo veo
desaparecer, sin que me sea posible mover un dedo
para salvarle.
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De la abyección
Había decidido pasar la noche al raso, en Grandcheix,9 para ver al día siguiente salir el sol: me tumbé en la oscuridad que la sombra de los castaños hacía aún más negra y se hizo un silencio absoluto,
como si mi corazón hubiera cesado de latir y el mundo
de girar, cuando muy cerca de donde estoy, alguien
tose.
Ante ese signo, como un trueno, mi cerebro se resquebraja, ¿o es el Universo? y me quedo, paralizado
por el espanto, al lado de este compañero, enemigo o
amigo, desconocido e invisible, de quien no sabía si
podía esperar que se levantara de un momento a otro
para estrangularme o para abrazarme.
A veces sueño olores, agradables o desagradables.
Una mancha en el vestido de A., que se pone demasiado cerca, me da asco y me levanto enfermo.
Concierto interior oído cuando iba, hacia las dos de
la tarde, a la calle Raynouard y el arrobamiento se
pintaba tan claramente en mi cara que, a mi alrededor,
todo el mundo se inquietó.
En el jardín de mi madre, en G.,10 lluvia de mariposas fantásticas, con atentos ojos humanos, demasiado;
todas bellísimas y de colores tan brillantes que deslumbraban, pero que también espantaban, al ser tan
numerosas y tan grandes y al mover tanto las patas y
las antenas, con un ruido de cangrejos en el caldero.
9. Montaña cercana a Guéret, ciudad natal del escritor (N. de la T.)
10. De nuevo, referencia al entorno biográfico personal: Guéret.
(N. de la T.)
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Rey y amo del mundo, regalo un hermoso domingo
a toda la humanidad reunida: un caldo que yo mismo
he envenenado. El día siguiente, lunes, qué paz, pero
enseguida, qué peste, que me hace morir loco de soledad.
A veces un recuerdo particular os mantiene alerta
todo el día. Reencontramos en la memoria un detalle
que reconocemos por haberlo visto, sin saber dónde,
sin poder identificarlo por completo. Puede tratarse de
un mobiliario, de un paisaje, de un perfume, de un
retazo de conversación, de un fragmento de rostro, de
la expresión fugitiva de una fisonomía conocida y anónima, y en cada uno de esos detalles la emoción nos
abraza feliz, penosa o apasionadamente. Querríamos
saber, querríamos ver más. Sabemos que hemos sido
felices en ese lugar a causa de algo, de un ser, pero
¿cuándo? ¿dónde? Se trata quizás de un sueño en parte
olvidado, que no ha quedado fijado en la memoria con
todas sus circunstancias, aunque acaso sea lo mejor,
una de nuestras experiencias más profundas, más
invulnerables, quizás la única feliz que tengamos y que
permanezca en nosotros con ese ascendiente, ese
encanto que se difunde durante todo el día, y a veces
durante toda la vida, mejor que un embrujo o una
ciencia, la certeza de tener un secreto, algo tan raro
que lo escondemos, que nos lo ocultamos a nosotros
mismos para guardarlo mejor.
Esta mañana he soñado con mi hermana. Se casaba
con gran pompa y sólo tenía para acompañarla las
viejas ropas de mi padre. Mis pies bailaban en sus za47
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De la abyección
patos y arrastraba por detrás una larga esclavina de
paño negro. La misa se celebraba en el altar de la Virgen y a causa de mi traje me habían prohibido estar
en el coro, pero arrodillado en la balaustrada, con la
cabeza entre las manos, sentía hasta tal punto a Dios
en mi yo más íntimo que notaba, a pesar del ridículo,
la total grandeza de mi actitud y una felicidad tal que
me sigo sintiendo embriagado. Al contrario que la
parábola, la gloria interior hacía inútil el vestido nupcial.
Más tarde: una recepción de gente rica en casa de
ella, adonde llega una negra endomingada y amanerada con afán de emulación: bastaba con no reventar de
risa, pero fue más fuerte que yo y mi propia carcajada
me despierta. ¿La negra? Élise, supongo.
Aún más: me interno en un bosque donde unos pigmeos quieren matarme. Antes de morir les dirijo un
discurso cuya última frase pronuncio completamente
despierto: «Donde el crimen es universal, hay comunidad en la barbarie». O escucho a la señora Leroux
afirmar: «Yo podría hacer cualquier cosa, sin que se
me notara, sin enrojecer, como si me hubieran cortado
las manos: además ¿acaso sé lo que éstas hacen?».
Ocurre que estoy explicando a mi madre las Escrituras y me oigo decir dormido: «La Eternidad es todas
las presencias a la vez», y otra noche escribo al dictado
de un desconocido: «que sólo de mí dependía manejar
a mi antojo los astros». Simultáneamente se formaba,
por la acción de dos manos divinamente bellas y en
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una luz diferente de la nuestra, un Universo donde las
flores eran tan tupidas y tan grandes que llegaban a
invadir los caminos y había que apartarlas o levantarlas para avanzar. Toda la gente de la ciudad dormía en
la calle, alrededor de una mesa y en el centro de la
mesa ardía una única vela en el candelabro de mi
abuela. Por encima de las casas, el campanario y, entre
ellas, una gruta de piedra; por las ventanas abiertas se
veían los faldones negros de los trajes masculinos y
los velos multicolores de las mujeres alborozadas que
bailaban un vals. Durante un segundo la música interior se hizo tan embriagadora que el campanario osciló y las casas se pusieron a dar vueltas.
Entonces entré en la gruta, donde comulgué escoltado por seres fantásticos; me hablaban en esa lengua
familiar de la infancia a la que sigo siendo muy sensible. La pureza que respiré allí todavía se proyecta en
mí tan claramente que me pregunto si no comulgué
realmente y si mi corazón sólo renunció en sueños a su
descaro. No se atraviesan en vano esas regiones serenas, atentas a la sublimidad que sin duda llevamos en
el fondo de nuestra alma.
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Segunda parte
PRIMERAS EXPERIENCIAS. – LOS RECUERDOS MÁS ANTIGUOS
I
En una ocasión, era por la mañana, debía tener yo siete
años, mi nodriza, Rose, preparaba la comida en ausencia de mis padres, en la única habitación que servía de
cocina, comedor y dormitorio. Estaba allí, solo, con
Rose y conmigo, un joven carnicero, a quien no sé por
qué llamábamos el gran Pompeyo. Probablemente debí
de mostrarme especialmente odioso. El joven, con un
tono inspirado, como mínimo, por la cólera o la indignación, gritó: «Por mucho que hagamos, mi querida
Rose, este enclenque acabará en presidio». Yo pasaba
por ser un modelo de dulzura y amabilidad. La profecía era, pues, inesperada. ¿Qué había podido hacer
yo? Lo cierto es que aún no me explico qué motivó,
pues, la maldición. No soy consciente de ningún acto,
no recuerdo ninguna actitud culpable que hubiera
podido justificarla. Sólo sé una cosa: fue pronunciada,
y que no haya podido olvidarla se lo debo a mi buena
Rose, que no pasaba ni un solo día sin repetirla, pero
nunca para reprocharme nada, sólo para manifestar la
animadversión que sintió desde entonces por el gran
Pompeyo.
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De la abyección
Notemos que si se cambia la palabra presidio por la
palabra Infierno, Infierno parecería un eufemismo.
¿Por qué? Grave inconsecuencia.
II
Me parece que fue un poco más tarde cuando compartí cama con el hermano de mi madre, que tenía entonces unos treinta años. Mientras dormía por la mañana,
fingí que dormía también para acercarme a él muy
lenta y pacientemente. Yo quería tocar mi cuerpo con
el suyo, en un sitio secreto, pero el durmiente estaba
tan bien protegido por la ropa que sólo pude sentir su
calor, que me llegó a través del pijama, y respirar así su
olor me extasiaba a medida que su amplio pecho peludo, que veía por el resquicio de la franela, me invitaba
socarronamente a imaginar perspectivas más y más
misteriosas; en medio de una vegetación oscura y tupida, formas escondidas de una bestialidad tanto más
atractiva cuanto que al mismo tiempo me asustaba.
III
Por aquel entonces íbamos varios chicos, en compañía
de chiquillas de nuestra edad, a pasar las tardes de
verano a casa de mi abuela paterna, que vivía en un
pueblecito, a dos kilómetros de la ciudad. Mi abuela,
que sólo nos pedía que no desordenáramos nada y que
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Antes de conocer el Mal
no la molestáramos, nos abría enseguida el lavadero,
donde nos encerrábamos y a continuación empezábamos a jugar a Señores y Señoras. Primero se celebraban los matrimonios con gran lujo de colas, velos y
coronas de flores cogidas en el jardín. Y los casados,
ya en su casa, «se daban el pico», lo que no consistía
(ignorábamos incluso que fuera posible) en introducir
en ningún sitio un miembro que no podía. Las chicas
se contentaban con estirarse, remangarse la falda, la
blusa; separaban las piernas y los chicos se les meaban
encima, pero de manera que la orina les cayera justo
sobre el sexo, que se abría y ampliaba enseguida, lo
que muy a menudo les hacía mear a ellas también.
Entonces las orinas se mezclaban e inundaban el
embaldosado, propagando poco a poco entre la pareja
y los espectadores una alegría profunda y sin remordimientos, una alegría báquica, pagana, que colmaba a
los machos de orgullo y a las pequeñas hembras de
una curiosidad sin ternura. De nuevo todo en orden, se
ponían una muñeca bajo la ropa y daban a luz.
Mujer vivaz, la abuela sospechaba que en el lavadero pasaban «cosas», pero «es la escuela de la vida»,
debía de decirse, sonriendo.
IV
Un poco más tarde, cuando supe leer, entendí la inscripción de un chico, carnicero, que se dirigía, me
parece, a la planchadora y que vi en los retretes del
patio: «Pálida Joséphine, hay remedio a tu mal: está en
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De la abyección
la raíz del género humano que tengo entre mis muslos
y que te plantaré, cuando quieras, entre los tuyos».
Algunas de estas palabras galvanizaron enseguida mi
imaginación sin caer en la obscenidad, pues me recordaban no sé qué mitología.
V
¿Fue quizás al día siguiente? Jugaba en la carnicería,
hacia mediodía, aunque mi padre no lo permitía, cuando un empleado que debía de tener diecinueve años,
una especie de gigante rubio y suave al que importunaba, cogió mi manita y, por debajo del delantal, la llevó
a su bragueta. No sabía lo que quería: me hablaba «de
un pajarito» y vi, efectivamente, que algo se movía
bajo el tejido. Unos instantes después de la comida me
llamó al patio, donde estábamos solos, y me llevó a un
rincón de la cuadra, se desabrochó el pantalón y me
enseñó, de lejos, un objeto desconocido cuyas dimensiones me parecían tan enormes para él y de una forma
tan sorprendente, desconcertante, extraña y gratificante en todos los sentidos para mi curiosidad, que creí
que me engañaba, que era una flor, un fruto o una verdura lo que había disimulado bajo la ropa.
De noche fui a encontrarme con él en un cuartucho
en el que se guardaba la avena. Una vez la puerta
cerrada con llave, se desnudó, pero sin vulgaridad,
ofreciendo a mi mirada su cuerpo y luego su sexo con
un respeto y una emoción infinitos, como se enseña,
para adorar, una reliquia de otro mundo, un fetiche
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raro, misterioso, sagrado, prohibido y que os sorprende a vosotros también; no como quien esperase el más
mínimo placer. Pero sin duda debía de disfrutar mucho
de mi turbación, de la sorpresa, del estupor que sentía
ante lo que me enseñaba de él. Apenas, tras responder
a su invitación, mi manita le rozó, se estremeció por
entero y un ovillo de seda aterciopelada, de una blancura lechosa, se devanó completamente alrededor de
su prepucio hinchado hasta los topes.
Dos días más tarde o al día siguiente quizás (¿nos
habían visto juntos?) mi padre despachó a ese joven,
que pertenecía a una excelente familia de la región,
con el pretexto de un robo quizás inventado, para
desesperación de sus hermanas mayores, dos hermosas chicas rubias que se le parecían como gotas de
agua y cuyos rostros llenos de lágrimas permanecen
grabados, al lado del suyo, en mi memoria.
En mi alma, esa marcha revestía unos colores tan
novelescos, y entre ese hombre y yo existía ya un misterio tan intenso, que no sentía, a pesar de lo que de él
pudieran decir en mi presencia, ninguna necesidad de
rehabilitarlo. A los ocho años ya era capaz de guardar
un secreto, y tanto más religiosamente cuanto que el
tío del infeliz, un viejo zapatero de la vecindad, me
había acunado siendo niño, por lo que pensaba que
nada malo podía salir de esa familia. En consideración también a la manera tan cariñosa y noble, tan
bucólica, en que me había descubierto y mostrado «la
raíz del género humano», le he guardado siempre, en
el fondo de mi corazón, un recuerdo lleno de frescura,
como un nido de musgo en el que se cobijaran unas
palomas. Ninguno de los placeres alcanzados después
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me ha hecho olvidar el candor de mi emoción ni el
suyo, cuando estuvimos uno delante del otro; y sin
embargo todo habría podido ser bastante peor. Me
queda sin embargo de esa aventura una especie de estremecimiento nervioso: quizás a causa de algo que yo
no llegaba admitir como conforme a lo que había pensado hasta entonces del Creador y del Hombre. Me
parecía que llevaba en mi carne el principio de una
función monstruosa que vería desarrollarse en mí, a
expensas mías, y que yo no podría nada contra ella, ni
siquiera comprenderla. En definitiva, era eso lo que
prefería: no entender, no integrar lo que había creído
adivinar o saber en lo que acababa de ver y de tocar.
Nociones escondidas, confusas entonces, pero ciertas:
el espíritu es, efectivamente, más fácil de admitir, de
concebir, que la Bestia, pero cuan atractiva compañera para el Espíritu es la Bestia, en cuanto aquél
sabe que está unido a ésta. ¿Es el Espíritu el que triunfará o la Bestia lo avasallará? Ese es el gran Drama, el
nuestro.
El tiempo que precede a la entrada en la edad de la
razón es el tiempo de la inocencia que ninguna experiencia puede todavía manchar. Será más tarde cuando el mal se instale en nosotros y desaparezca la
pureza. Felicidad de poder acordarme sin remordimientos de esa iniciación, porque en ese momento
sólo importaba mi fantasía y la más fabulosa aún de
la Naturaleza, que yo descubría en mí y a mi alrededor, sin juzgarla ni juzgarme. Edad de oro del alma y
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del cuerpo, de sus inefables noviazgos que preceden a
la historia.
Sinceramente, sin embargo, no puedo negar que ese
encuentro un poco rápido haya dejado en las capas
profundas de mi ser un recuerdo punzante, una imagen demasiado vivaz que determinó más tarde una
oscura corriente de preocupaciones y cierto desequilibrio de mi sensibilidad. Pero que Dios me guarde de
quejarme de ese mal. Sin dificultades conmigo mismo,
¿qué interés tendría la vida para mí?
VI
Debía de tener de diez a once años cuando conocí a un
muchachito de mi edad, el hijo de un pintor de brocha
gorda que se llamaba Beatus. La primera vez que me
dirigió la palabra fue camino de casa de mi abuela
paterna: me hizo partícipe de lo que sabía sobre el placer que se dan el hombre y la mujer y me aseguró que el
hombre no tenía necesidad de la mujer para sentirlo,
que se lo podía dar él mismo. En el granero de una casita abandonada a la que llegábamos iba a demostrármelo: arrodillado ante mí, efectivamente, me acariciaba de
una manera tan acuciante que poco después (por vez
primera) se levantó mi aguijón, mientras Beatus me
repetía: «¡He, estás contento! ¡Tienes calor! ¡Qué bien
te lo hago! Te va bien». Necesitaba, primero, que él lo
pretendiera. En un momento dado, de repente, todo mi
ser se estremeció, como si fuera a sufrir el último suplicio, un desgarrón, un desgarramiento mortal en lo más
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De la abyección
profundo de mi carne, como en el centro de mi ser; algo,
sin que aparentemente nada aflorara, debió de desatarse: lancé un grito y me giré con espanto hacia mi compañero. ¿Iba a morir por su culpa? Le pedí cuentas en
una última mirada: que me dijera lo que había pasado.
Había tenido que sufrir y sufrir horriblemente, sin duda.
Mi rostro se había crispado y seguía convulso, pero
Beatus empezaba a parecérseme: se acariciaba ahora él
mismo y le vi enseguida, presa de la misma embriaguez
que antes me había proporcionado, envararse, cambiar
de color, de expresión, casi de cara, con los ojos fijos en
mí. Su gesto, su espasmo, su turbación me tranquilizaron: me explicaban el mío; ¿era eso la voluptuosidad?
Mi primer impulso fue detestarlo, odiarlo por habérmela dado a conocer; pero lentamente, tras reflexionar,
sentí un interés punzante, de un valor infinito, muy
intenso porque me parecía muy peligroso, espantoso:
ese poder que me era dado a mí mismo de salir por un
instante fuera de mí, en un estado extraordinario, que
me acercaba a la locura y a la muerte.
Durante mucho tiempo creí que la vida no era sino
una sorpresa, que Beatus me había revelado sólo uno
de los mil y un medios para procurarme los delirios
que yo llamaba delicias y le perseguía para que me
enseñara otros secretos. ¿Acaso cada uno de nuestros
miembros no hubiera podido contener facultades desconocidas, además de que las que le eran naturales?
Esperaba de mi iniciador innumerables revelaciones.
¡Lástima! Me confesó que todo el placer del hombre se
limitaba a ése, pero que se podían variar el giro, el
ritmo, las circunstancias hasta el infinito y según quisiéramos nosotros dos, cambiando las posturas o los
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lugares, yendo a la montaña, al bosque o bajo el agua.
Sin embargo, fue en el transcurso de un acto solitario
cuando se derramó por vez primera mi semilla.
Iniciado en la voluptuosidad de una forma enfermiza, debo reconocer que fue el exceso de mis poluciones
y el peligro que hacían correr a mi inteligencia, a mi
salud y a mi autoestima, a mi dignidad interior, lo que
me hizo pensar, desde los doce años, que existían
reglas: una moral, y también ayuda para observarla:
una religión, y ciertamente, la moral y la religión que
mi familia y los curas me habían enseñado, hubieran
quedado en papel mojado si no hubiera descubierto, a
causa precisamente de mis debilidades y de sus abismos mortalmente amenazantes, lo bien fundado, la
utilidad, la urgente, la imperiosa necesidad. Así, hoy
día admito fácilmente que los que no han encontrado
ninguna dificultad en sí mismos, ignoran tanto el bien
como el mal, tanto la Ley moral como la Gracia.
Y Dios me libre de envidiarles.
Un poco más tarde la soledad de mi habitación se
convirtió, para mí y para los compañeros que venían a
consultarme sus dificultades, en una nueva tentación
para librarnos a ciertos tejemanejes, pero si sucumbía
era, desde entonces, muy a pesar mío, y no dejaba de
percibir que lo que me distinguía de los demás, además
de mis escrúpulos y de mi remordimiento, era mi inten59
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De la abyección
sidad en el placer y cierto ardor salvaje que me era
propio y que me acompañaba en el pecado, haciéndolo
así más atractivo. Dicho de otra manera, mi voluptuosidad era de tal calidad o de tal naturaleza que me
mantenía alejado de los que me rodeaban, sorprendidos hasta el espanto. En medio de sus retozos ligeros,
mi fiebre me aislaba y no tardaba en dispersarlos para
luchar conmigo mismo, redoblando la piedad.
Por otra parte, a nuestro entender, esas faltas no
comportaban el menor carácter infamante. No determinaban en mis cómplices ninguna vergüenza personal
ni ningún menosprecio hacia mí. Nos parecían naturales, como si no hubiéramos tenido a nuestra edad otra
manera de desahogarnos, y Dios sabe que durante las
clases y los recreos presenciábamos excesos y conversaciones mucho más graves y que hacían palidecer los
nuestros: los internos vivían en un estado de sobreexcitación perpetua y alucinante: lo que les excusaba era
que esos juegos eróticos, su única distracción, para
ellos eran sólo un mal menor. Los reclusos que se aburren aspiran a una especie de fatiga, de medio-sueño
que les procure maravillosamente el agotamiento, la
extenuación fisiológica, acompañante natural del onanismo. Saben claramente que están obligados a conformarse con sus propias caricias o las que intercambian a
falta de algo mejor. Todos aspiran a dejar de vivir entre
hombres, a ver el día en que finalmente se acercarán a
una mujer: sin duda, durante largo tiempo he creído
compartir su espera.
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Antes de conocer el Mal
VII
Tenía apenas quince años cuando mi padre me envió
a un pueblo para asistir a una ceremonia fúnebre.
Uno de sus amigos había muerto y su hijo tenía quizás dos años más que yo. Todo el mundo le rodeaba y
por un instante le vi sentado en el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas de una mujer que debía ser
su madre, desconsolada, de luto. ¿Veneración del dolor, de un dolor tan solemne? ¿Efecto del esplendor
del lugar o de un encanto singular que emanaba del
propio adolescente? Por vez primera sentí en mí ruptura y como una especie de conflagración entre mis
sentidos y mi cuerpo: mi sensualidad se traspuso de
golpe: conocí la pasión. El chico era guapo, de una
belleza trágica, fina, el rostro agudo y pálido, las
manos pálidas, era alto y esbelto. En un segundo se
convirtió para mí en «el único», el único objeto de mi
atención, la ocupación definitiva de mi espíritu; en un
abrir y cerrar de ojos había puesto orden en mi interior en torno a él y simultáneamente había hecho el
vacío alrededor de él, ocupando el lugar que yo le
entregaba; deserté de mí más y más. Mi regreso a
casa fue un desgarro y una muerte. Desde mi llegada
me encerré para pensar en él y pasaba horas escribiéndole o escribiéndome páginas sobre él, que me
leía y que luego rompía. Muy pronto confié mi nuevo
secreto a Jeanne, que me quería como yo quería a L. C.,
y nos pusimos a confeccionar, juntos, en su honor,
imágenes floridas que yo enriquecía con lemas sentimentales.
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De la abyección
Como nada me parecía más noble y más alejado,
simultáneamente, de cualquier impureza que el afecto
que me unía a un desconocido, no pensé ciertamente
en sentir remordimiento alguno, pero Jeanne me hizo
leer lo que los místicos refieren sobre el peligro de las
amistades desmesuradas y no consiguió más que transmitirme una noción más grave de la fuerza de la pasión
y una conciencia más profunda de la fuerza de la mía.
Se apoderó de mí una melancolía indecible, que estuvo
a punto de convertirse en mortal. Como era imposible
unirme, realmente, al único ser que me ocupaba por
entero, decidí matarme absorbiendo el contenido de un
frasco de olor, y como, naturalmente, sólo conseguí
enfermar, me sentí aún más hastiado de mi vida, deslizándome lentamente hacia la muerte; pero ésta no me
quiso y, finalmente, en lugar de haber adquirido la convicción de que era presa de una inclinación monstruosa
o anormal, fue sólo la dificultad para encontrar en el
mundo a un Amigo que supiera compartir la elevación
y el ardor del sentimiento que yo experimentaba por él
lo que me decidió a no dudar más que entre dos caminos: unirme a una chica que sería mi mujer o entregarme a Dios exclusivamente. Tuve enseguida la justa
impresión de que no debía fijarme en Jeanne, que favorecía en mi ser la eclosión de mórbidas delicadezas, y
me lié descaradamente, de buenas a primeras, con su
hermana pequeña Valentine, ignorante, idiota y sensual
en la misma proporción en que Jeanne era distinguida,
instruida, inteligente y etérea. Simultáneamente di, de
repente, idéntico cambiazo a todo el mundo, de forma
tan brutal como práctica: era realmente consciente del
terreno que pisaba y aprendía aritmética: dos y dos son
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Antes de conocer el Mal
cuatro. Mi sangre circulaba más rápidamente. Los contornos de la naturaleza se precisaron. La eternidad dejaba de ser importante y el presente ganaba un sabor
licencioso. Pero sin duda, en esa comunión con la Realidad había disipado su frescura en un solo trago. ¿La
ineptitud de mi pareja tuvo algo que ver? Decidí casi
enseguida que sólo tenía sentido entregarme a Dios.
Había sin duda algo de exceso voluntario, de exceso
voluntariamente dramático, en mi resolución de ser un
hombre como los demás, de modo que mi intento no
fue sino una apuesta. De golpe los árboles me habían
parecido demasiado reales como para ser otra cosa que
árboles de un decorado teatral, y la mujer me había
parecido tan necesaria para mi bien que por orgullo la
rechacé en un santiamén como una muñeca indigna.
Encontrar una vieja dama, fea con ganas, erudita y con
una experiencia universal, acabó de confirmarme en mi
decisión. Ella me enseñó el acabóse de la teoría, y bajo
su égida, a pesar de mi temperamento violento, a fuerza
de aislamiento y de austeridad me acostumbré a guardar castidad.
Así, a los dieciocho años alcancé quizás el primer
rellano de la santidad, y de no ser por ciertos curas
modernos, muy poco psicólogos para comprender que
ciertos medicamentos raros son necesarios para ciertas
enfermedades igualmente raras, curas además demasiado seculares para admitir la contemplación y demasiado celosos de su autoridad para permitir una
tutela que se ejerciera, aunque fuera por el Bien, en
detrimento de la suya, quizá yo hubiera pasado de la
casa paterna al claustro y del claustro a la Eternidad,
sin conocer los espantos de mi Destino.
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De la abyección
Apenas alejado, por la intervención de los curas, de
la sabia dirección de mi Egeria, encontré en su casa a
un joven oficial, que también era un apóstol, cultivado
y elegante, desolado por mi negativismo y que pretendió despertarme la alegría de vivir. Me dejé guiar por
él hasta el día en que, solo en su habitación, me encontré de repente presa de una emoción inexpresable y
una turbación creciente, como una ráfaga incubada
desde largo tiempo atrás, que me tumbó sobre su cama
en una actitud monstruosa. En un instante, sin embargo, yo ya me había sosegado, pero decidí controlarme
severamente, seguro ya de que no había nada común
entre los demás hombres y yo, convencido de que estaba condenado a la perdición, porque a pesar mío
¡amaba al Hombre en sí mismo y con un ardor febril e
idólatra, despreciando a la Naturaleza y a Dios!
Un hombre que ama a una mujer, incluso si la ama
demasiado, la ama sin peligro total, porque obedece a
una ley de su naturaleza y porque sólo ama en ella lo
que a él le falta, pero un hombre que ama a un hombre
ama sólo al Hombre y está perdido, porque prefiere su
propia naturaleza a la Naturaleza y porque, despreciando el resto de la naturaleza en favor de la suya, no
sólo se prefiere a la obra de Dios tal como Dios la ha
hecho: también se prefiere a Dios, prefiere su propia
naturaleza humana a la naturaleza divina.
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B
CONOCIMIENTO SUBJETIVO
DEL MAL,
CONOCIMIENTO DEL MAL EN SÍ MISMO Y EN MÍ,
MIENTRAS NO HA SALIDO DE MÍ
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Te r c e r a p a r t e
CONOCIMIENTO DEL MAL EN SÍ MISMO. – CONOCIMIENTO
«TEÓRICO» DEL MAL. – DESCUBRIMIENTO DEL LUGAR,
DEL SITIO, DE LA RELIGIÓN DEL INFIERNO
¿Es casualidad que en la lengua de la
Iglesia malum designe simultáneamente
el mal y la manzana?
Desde la caída el Hombre es un accidente patológico,
una enfermedad, en el orden de la naturaleza.
Necesariamente insano en sus relaciones con la
naturaleza, con Dios, con los demás y consigo mismo,
cualquier hombre tiene derecho a su enfermedad.
Nacido bajo el signo de la maldad, cualquier hombre tiene derecho a su maldad original, al vicio formal, y no hablo únicamente de ese vicio singular que
atañe generalmente a la especie, sino al vicio aún más
singular que marca a cada individuo desde su nacimiento.
Todo hombre tiene derecho al vicio formal de su
especie y a su vicio personal.
La maldad es inherente a ciertos seres, como si
tuvieran una uña clavada en lo más profundo de su ser
y se erizara al menor contacto. Quieren ser buenos o
creen serlo, pero al mismo tiempo, y casi sin su permiso, esa uña desgarra lo que creen acariciar.
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De la abyección
¿Tendría que poderse escoger, al menos, la propia
miseria?
Todos nacemos con nuestro Pecado. Basta con que
éste no tenga la última palabra; la maldad es indudablemente nuestro privilegio para que la bondad sea,
finalmente, nuestro triunfo; indudablemente la maldad
es nuestro privilegio para que la bondad sea, todavía
más, el privilegio de Dios.
Deseo que sólo tengáis tentaciones humanas y ordinarias, escribió san Pablo.
Nada hay más ridículo que las palabras «justa» e
«injusta» aplicadas a la Naturaleza y a la naturaleza
del Hombre. Pues si la Naturaleza fuera más perfecta,
sería menos buena. La Naturaleza está presidida por
un genio que parecería malo si nosotros no fuéramos
capaces de ser peores o mejores. La belleza de la Naturaleza se justifica por el hecho de que la justicia y la
igualdad, la pureza, sólo son sus accidentes.
En el plano de la Religión y del Pecado no me siento
alejado de ningún ser humano por ningún interés, ninguna repugnancia, ningún prejuicio, ningún principio:
verdadera unidad, verdadera comunión, verdadera religión.
Lo que conocemos de la verdadera religión es muy
incompleto, pero es suficiente para nosotros.
Sin tener necesidad de conocerla por completo, ninguna bestia deja de pertenecer a la verdadera religión
ni deja de ser naturalmente religiosa, por más que le
pese a Aristóteles.
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Conocimiento subjetivo del Mal
La ferocidad del tigre y la felonía del gato son deberes de su cargo.
¿Es tan enojoso que todo el mundo crea pertenecer
a la verdadera religión? Si todo el mundo cumpliera
debidamente los preceptos de su religión, sea ésta cual
sea, muy pronto sólo habría una religión, todo ocurriría como si sólo hubiera una religión.
Y quizás por ser una de nuestras miserias necesitar
una religión, sea una miseria aún más grande no tener
ninguna.
Para muchos la vida sale de 0 y desemboca en 0.
Entre estas dos nadas, ¿qué importancia se prestan a sí
mismos y al mundo?
No admito la nada para mí ni que se tenga la
humildad de contentarse con ella.
A fuerza de mucho dominarnos, sin duda sólo dominamos a un maniquí. Vuela, alma.
Tenemos la religión que necesitamos. Lo peor necesita más la religión que lo mejor. El hombre honrado
no necesita la religión; cree tenerla, pero aunque pertenezca a una religión, no tiene religión.
El hombre honrado no tiene nada que reprocharse.
No existe. Y la religión es ante todo una labor contra
uno mismo.
Por lo tanto, ¿por qué extrañarse de que el devoto
sea pecador? No es pecador porque es devoto, sino
devoto porque es pecador.
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De la abyección
Sin embargo, ¿y si un día me doy cuenta de que
no hay reposo ni remedio para mí? ¿Si me veo perdido, incurable o incorregible, si me es imposible ser
puro?
No es por odio ni desprecio, ni mucho menos, sino
por delicadeza, amor y respeto por lo que me mantengo alejado de mi religión. Mientras me mantengo alejado de ella, me impongo una privación que sufro,
porque no conviene que Dios cohabite con el Mal
mientras la seducción del Mal viva en mí con más
fuerza que la seducción de Dios, mientras viva en mí el
Hombre que no es ajeno a la religión sino contrario a
ella: no abandonaré este exilio voluntario.
Sin embargo, si nada hay menos ajeno que un contrario a su contrario, si los contrarios mantienen en un
plano lógico, y en todos los planos, las relaciones más
constantes y más íntimas, sin religión presumo de
seguir siendo el más religioso de los hombres.
Como no puedo sino convertir cualquier cosa en
maldad, al menos que el Mal pueda contentarme. En
efecto, llegados a cierto grado de perdición, parece que
no podamos hacer nada para ni contra nosotros mismos
más que renunciando a todo, excepto al propio Mal.
«¡Demonio, que deja un recuerdo angélico!», me dice
K. a propósito de la hermana Bernard, que no me ha
visto desde hace más de veinte años y que se obstina en
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Conocimiento subjetivo del Mal
hablar de mí como de un santo de altar, a pesar de
todo lo que puedan decirle.
Hermana Bernard. –Si hay alguien que no ignore el
camino del Cielo es él.
Élise me llama: san Malo.
La religión condiciona la pasión. La religión es
necesaria al Pecado, a mi pecado, a la grandeza y a la
gloria del Mal.
Dios, el Ser eterno, es lo único superior al Alma
inmortal, que participa del Ser y de la Nada.
El Alma inmortal es lo único superior al Cuerpo al
que anima y que tendrá derecho a la inmortalidad el
día de la resurrección.
El Cuerpo humano es lo único superior al resto de
la naturaleza material, que no tendrá derecho a la
inmortalidad y será destruida el último Día.
A la profundidad de su humildad se añade la elevación de su orgullo y se obtiene la grandeza de un
hombre.
De ahí que no haya una doctrina más acertada que
el cristianismo para reconciliar lógicamente la humildad y el orgullo absolutos de la naturaleza humana.
Por su naturaleza, el hombre está por encima de
todo lo que existe en la naturaleza e incluso su debilidad le sitúa moralmente por encima de todo lo que es
superior a él en el orden sobrenatural, lo que equivale
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De la abyección
a decir que no hay nada más grande que el Hombre
después de Dios, que el Hombre es la piedra angular
del Universo. Su humildad le devuelve incluso la primacía sobre aquellos que le superan en la jerarquía de
los seres. Donde la grandeza le falta, su miseria descubre su grandeza. Que la grandeza le falte le sitúa más
allá de la grandeza.
Ciertamente, no es el Hombre sino Dios, como es
legítimo que sea, lo que interesa primeramente a la
Iglesia, y después los Ángeles.
Para la Iglesia lo esencial es hacer fructificar Santos
que substituyan, en el coro de los Ángeles, a los Ángeles caídos.
Nada, pues, se hace en la Iglesia en función del
Hombre, sino contra el Hombre, sin tener en cuenta
al Hombre.
El Hombre tiene su vida fuera de la Iglesia.
Lo Humano es lo Humano y el lugar de lo Humano,
el lugar de lo Humano Puro y Absoluto es el Infierno.
La Iglesia parece decir: «Qué me importa a mí la
humanidad entera, con tal de que yo logre un Santo».
La materia sólo importa al escultor en la medida en
que consigue excitarle permitiéndole crear una obra de
arte.
Cuando la Iglesia se hace humanista, falta a su
vocación: trabaja para el Infierno.
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Conocimiento subjetivo del Mal
Yo confieso la Iglesia, como la hoja al Árbol. No es
función de la hoja juzgar al árbol. La existencia no
depende de la excelencia. No decimos: creo en la existencia de un árbol porque sus frutos son dulces.
¿Cómo podría la hoja de un árbol romper con el árbol
al que está unida con el pretexto de que sus frutos son
amargos? ¿Cómo podría el hombre romper con la Iglesia con el pretexto de que sus frutos son inhumanos?
No puedo dejar de ser católico porque no puedo
dejar de creer en el Infierno.
Creo en la Iglesia porque nada es más importante
para mí que el Hombre.
Hay una felicidad en cortar las amarras, si uno sabe
entregarse. ¿Dejar de sufrir es un progreso? Lo es dejar
de sufrir por ciertas relaciones o por ciertas rupturas.
Desde nuestro nacimiento, el alma recorre círculos
más y más amplios. Al final, escapa a todos ágilmente.
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Cuarta parte
CONOCIMIENTO DEL MAL EN MÍ. – DESCUBRIMIENTO DEL
DESEO: EL HOMBRE, FINALIDAD DEL HOMBRE
¿De qué se trata? Más consumido que nunca, no
puedo dormir ni estar despierto. Algo en mí busca su
forma.
Querría no perder nunca jamás el conocimiento.
Mi corazón acelera sus latidos.
Algo en mí cede a una lejana y eterna Invitación.
Feliz aquel que no tiene, como yo, una idea fija. Su
inteligencia y su voluntad le pertenecen. Su tiempo y
sus recursos. Mi idea fija me deja sin tiempo libre exterior ni interior y sin ningún momento superfluo.
Mi idea fija, mi tentación perpetua, mi pecado, es el
Hombre. El Hombre es mi pasión. El Hombre es mi
vicio y mi virtud.
Quiero para mí todos los semblantes, que son mi contorno cotidiano, y todas las almas, astros de un Universo
donde me muevo como en un Jardín de las delicias cuyos
cuerpos serían árboles móviles de frutos encantados.
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De la abyección
Y cuando digo el Hombre, no digo la multitud. El
número altera la unidad. Lo múltiple deshonra a lo
singular.
En cuanto veo a un hombre, quiero conocer su
secreto. Sólo el hombre es un espectáculo para el hombre, que le baste, preferible a cualquier otro.
El estudio del ser humano es el único digno de él y
el conocimiento de un hombre en particular es una
ciencia superior a todas las ciencias más generales; es
más fecunda en enseñanzas y en placeres.
Sólo el hombre es la medida del Hombre. Sólo el
Hombre satisface al hombre. Dios le sobrepasa y ningún
ser de la naturaleza, excepto el hombre, le conviene.
Procuro, sin embargo, no separar al Hombre que contemplo de Dios ni del resto de las criaturas que le escoltan en mi mirada o mi espíritu, pues no llevamos la Dignidad humana hasta cierto grado de perfección sin
emocionarnos y ciertos sentimientos prohibidos, cuando
son justificados por circunstancias excepcionales, se parecen a los milagros de la Gracia ante los cuales los excluidos sienten, aunque sea oscuramente, cierto pesar.
Felicidad al reposar la mirada sobre un ser tan bello
como sublime y sentir que él siente, al oíros, el mismo
placer que vosotros al verle.
La Belleza lo excusa todo, a condición de que se la
respete.
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Conocimiento subjetivo del Mal
Es una mala disposición familiarizarse con lo que
uno admira.
La verdadera manera de ser sensible a la Belleza y
poseerla como tal es no mezclarla con uno mismo.
Respetando la belleza no se renuncia a la Belleza;
nos aseguramos la eternidad en las relaciones que queremos mantener con ella.
Una vez satisfecho, vuestro deseo os abandona cara
a cara con su objeto, con el que ya no sabéis qué hacer,
aunque el peor desastre es ser conscientes de la indignidad que nos cautiva y no poder librarnos de ella.
S. M. –Explícame por qué deseo tanto algo y sin
embargo, cuando voy a cogerlo, me fallan las fuerzas,
¿para amarlo quizás?
Yo. –¿Es culpa tuya o de ese algo? ¿Ya no eres
capaz de insuflarle ilusiones o acaso no es digno de
cobijar tu sueño? ¿Te falta imaginación o eres, quizás,
demasiado clarividente?
Si la belleza tiene que extinguirse en alguna parte,
que no sea primero en mí.
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De la abyección
Algunos parecen esperar de la vida una sorpresa;
otros, una decepción.
En lo que a mí atañe, miro con ternura una falange
de mis dedos, en especial la pequeña falange de mis
índices, y pienso que, como es tan frágil, podría enfermar o romperse por una nadería y que todo mi cuerpo
se resentiría y se entristecería por ello; entonces me
siento agradecido por todas las parcelas de mi ser que
permanecen sanas e intactas y me colma un sentimiento de bienestar inefable.
Un rayo de sol da sólo sobre mi oreja derecha, y la
percibo como una flor de oro en medio de las tinieblas
de mi persona y de mi habitación.
Estaba acostado, enfermo: por detrás de mi hombro
corría una banda blanca, la de la almohada y la sábana, y se parecía al brazo de un crucificado.
La evocación era tan exacta que, si hubiera sido
capaz de ceder a una alucinación, habría cedido. Pero,
sencillamente, me sumergí en una ilusión maravillosa
cuyos resortes debía controlar continuamente para no
engañarme, y ahora comprendo mejor la inocencia, la
imperceptible complicidad del visionario.
¿Es verdad que un cuerpo, por bello que sea, no
puede ser contemplado largo tiempo sin cansancio?
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Conocimiento subjetivo del Mal
A veces mi propio cuerpo inspira a mi alma una
repugnancia pasajera. Se siente prisionera de tantos
recovecos donde pueden cobijarse enfermedades y
maleficios.
Más o menos sensible según los seres o según las
horas, de la carne emana un rayo que tiene su origen
en la alianza de ésta con el alma y también en su parte
de inmortalidad.
En la medida en que el cuerpo participa del alma
triunfará efectivamente de la muerte, y es por la valoración religiosa de ésta por lo que pese a todas las degradaciones posibles, lejos de escapar únicamente al
desprecio, el cuerpo reviste una dignidad inviolable.
Porque su edad simboliza para nosotros más duración, la gloria de los astros resulta más emotiva que
cualquier otra de la naturaleza y la elocuencia de lo
que su luz y su lejanía nos cuentan sobre la inmensidad sobrepasa cualquier palabra: ¡cómo nos calibran,
cómo nos ponen en nuestro lugar en la procesión de
las generaciones entre las cuales nos ven pasar! Casi
nos borran, niegan nuestra existencia en el tiempo,
pero es para revelarnos mejor la grandeza del Hombre
para lo que surgen en nuestra conciencia unidos a la
vida interior del Mundo.
Un alma no puede decepcionar; ninguna alma
puede decepcionarme. Desde el principio la he coloca79
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De la abyección
do tan alto, tan lejos de todo, que le he retirado los
medios para conseguirlo. Todo lo que puede hacer lo
traspongo, lo proyecto en lo eterno y para mí deja de
ser libre para poder descender hasta el tiempo.
Un alma es un alma, quiero decir que la verdad no
puede añadir nada y que el error no puede quitarle
nada a su naturaleza.
Un optimismo irreducible se basa en lo que pienso
del alma, en relación con Dios o no y sea cual sea el
Mundo. Desde el momento en que el Alma ha sido
creada (tal como lo profeso) absolutamente libre, lo es
para toda la eternidad, sea a favor o en contra de
Dios, y si para mí, en lo sucesivo, el alma humana es lo
absoluto, la verdad, la religión sólo tienen una importancia relativa. Cuius regio, eius religio. Sea cual sea
la fe de un alma, su naturaleza sigue siendo la misma
y sólo su ser, su relación con el Ser y con la Nada importa.
El cuerpo de cada uno de nosotros sólo difiere del
cuerpo de los demás como consecuencia de la diferencia de sus relaciones con el resto del mundo.
Idealmente, sólo existe un cuerpo, objeto de estudio
de la Fisiología y de la Anatomía.
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Conocimiento subjetivo del Mal
En el alma, la inteligencia es la medida del Mundo,
pero el alma escapa a su propia evaluación, cualquier
alma escapa a la inteligencia en razón de su singularidad, porque es única.
Hay una ciencia de lo inteligible. No hay una ciencia de lo real.
La geometría y el álgebra; como la física y la química son sólo la conciencia de lo inteligible, son sólo el
conocimiento de lo general, de lo universal, de una
evaluación común entre el hombre y lo real, en que el
hombre ha dado más de sí mismo de lo que ha tomado
de lo real.
Lo real sigue siendo irreducible a la inteligencia no
sólo parcialmente, sino también en su esencia.
El Hombre no procura escapar, sino que lo Real,
toda persona humana, escapa a las evaluaciones de la
Inteligencia.
Las individualidades sólo existen realmente, no
intelectualmente.
Lo que es singular escapa a la comprensión.
Lo Singular no puede ser comprendido ni conocido.
Y lo Singular es cada persona humana, inédita e
inalienable.
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Quinta parte
EXPERIENCIAS SECUNDARIAS
Cuando somos conscientes de la Locura nos creemos
prudentes, pero en realidad la Locura se agazapa y se
hace más fuerte todavía.
El que se busca se pierde.
Cualquier personalidad que se busca es vulgar. No
queremos nuestro destino. Un ser que posee un destello singular no se lo ha otorgado, o éste se borra gradualmente.
Un alma vulgar finge la personalidad que la huye.
Un alma singular, cuanto más huye de su singularidad,
más la acusa.
Basta de no ser nosotros mismos no porque lo queremos, sino porque lo somos.
El Fuego es el Fuego. Me quemo porque me quemo.
Sin razones ni sinrazones. La razón y la sinrazón son
relativas y el hombre que ha dejado atrás ciertos círculos sólo necesita buscar en sí lo Eterno.
Su ceguera es un absoluto si lleva la venda de la
Fatalidad que anula el Juicio, el Particular y el Final.
Cierta fuerza, como el Águila de Zeus, transporta a
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De la abyección
ciertos hombres, más allá de las leyes, hacia esa cruz
maravillosa de los Infiernos donde el Espacio y el
Tiempo se unen tan bien como en la del Justo que ilumina el Cielo:
Me estoy refiriendo a la Cruz de Sísifo.
Para la mayoría de los seres, la única manera de
penetrar en el secreto de las cosas es romper el equilibrio universal.
Hay que romper el equilibrio universal o respetarlo
religiosamente. Con tal de que se ponga el alma por
entero en esa ruptura o en ese respeto, la vida libra su
secreto, si bien a costa de cierto ardor ¿generoso o
peligroso?
El Hombre que domina su Destino y a sí mismo, no
se conoce ni conoce el Destino. No sabe cuáles son sus
límites ni cuál su libertad.
Sólo la locura está a la altura del Destino, se ajusta
al drama del Hombre y es compatible con el secreto de
Dios. Por eso no hay que temer ser intratable, sino no
serlo bastante.
No, no es el hombre honrado quien descubre el
secreto de Dios o el secreto del Hombre, el secreto que
existe eternamente entre ciertos hombres y Dios, sino
el Santo y el Pecador.
El que no está fuera de sí mismo ni se conoce ni
conoce a Dios. Ignora el Destino o carece de él. El Destino también le ignora. Dios tampoco le dirige ninguna
mirada particular, ni él mismo tiene conciencia particular de nada.
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Conocimiento subjetivo del Mal
¿A qué llamo Destino? A cierta Predestinación
hacia el mal, sin necesidad de cometerlo: lo que san
Pablo denomina una tentación extraordinaria y sobrehumana.
Nada es tan conmovedor como sentir que estamos
dispuestos a todo, que estamos dispuestos a renunciar
a todo por aquello que amamos, para alcanzarlo, que
nuestras disposiciones están a la altura de la inminencia de un trágico desenlace.
El Pecado, amar el Pecado, cierta vocación por el
Pecado, si alcanzan cierto grado de entusiasmo, una
violencia irresistible, son la única pareja digna de la
Santidad.
En ser impuro puede haber una grandeza igual a la
de ser puro. La impureza a veces nos exige tanto
heroísmo y abandono como la pureza; nos conduce a
la misma depuración, a la misma ignorancia del honor,
al mismo desprecio del desprecio que de la estimación.
Llego a extraños compromisos conmigo mismo y a
sacrilegios que son quizás una especie de sacrificios.
Para mí, nada es más sagrado que mi Pecado, se lo
sacrifico todo y me gustan los cálculos perpetuos que
me exige por la dificultad que entrañan. Proeza de ser,
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De la abyección
en la miseria y la indigencia, generoso como un gran
señor, victoria de evolucionar por el mal con alas de
arcángel.
Existen dos maneras de librarse del deseo cuando
éste se convierte en mortal: renunciar a él o realizarlo.
De una manera u otra nos hemos liberado, pero la
liberación que obtengo, si la realizo es peor, porque
probablemente he renunciado a lo que había de exigencia y de sublime en mi Deseo.
Sin duda, he descubierto un Paraíso donde hay de
todo, pero a costa de bajar un grado por debajo de todo, cuando podía quizás, intentando renunciar a mi
Deseo, por el amor de lo que éste tiene de exigencia y
de sublime, elevarme un grado por encima de todo.
Hay una vida del Cuerpo, una vida del Corazón,
una vida de la Inteligencia, una vida del Alma. Cada
esfera tiene sus leyes, su perfección, sus errores, sus
virtudes, su Infierno, su Cielo, pero ninguna es completamente ajena a las otras, y si alguien consigue percibir en su conciencia esa relación, incluso si se halla
perdido en la noche oscura de los sentidos, muy alejado de la Única Luz, como el mismo sol ilumina todas
las esferas, de más cerca o de más lejos, aunque la
Sombra ardiente que disfrute en el Pecado sea la abyección, se complacerá en el Secreto.
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Conocimiento subjetivo del Mal
¿Y si el Paraíso al que llego es el Infierno? Si me
gusta, si me acostumbro, ¡oh, horrible felicidad!
Peligro del coraje.
Una naturaleza perezosa, presa de un vicio, no irá
nunca muy lejos en el mal, pero si a cualquier vicio se
le suma el coraje, puede ocurrir cualquier cosa.
Cuando la vida me sorprende hasta las entrañas,
siento miedo, terror de ser llevado hasta donde no he
querido ir por la necesidad.
Que el Infierno posee sus leyes, sus exigencias, su
belleza, sus virtudes; y el Pecado su lógica, su ética,
su estética.
Una cosa: la regla que seguimos y otra: la que creemos seguir. Una cosa es lo que creemos y otra lo que
nos ilusionamos en creer.
Bajo cualquier máscara y cadena, todas las almas
tienen que entenderse consigo mismas e improvisar.
En este sentido, sólo lo inesperado excusa el pecado, pero desgraciado aquel que se ha acostumbrado
tanto a su pecado que éste se ha convertido en su
segunda naturaleza.
Cuando nos habituamos a los arreos, ya no hay
mayor vergüenza: es total.
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De la abyección
No sabemos hasta qué punto un gesto representa la
decisión tomada, libre de deseos.
Sólo nos expresamos bien mediante actos. Todas
nuestras palabras mienten hasta el día en que nos
sorprendemos actuando contrariamente no sólo respecto a todo lo que acostumbramos a decir sino también a todo lo que creíamos pensar y amar.
Sin embargo, cuando en la satisfacción de un deseo
ni el corazón ni los sentidos han sufrido en su delicadeza, el juicio no yerra más de lo que experimenta la
necesidad de suspenderse. Queremos permanecer en
esa felicidad que estimamos y apreciamos tanto más
cuanto sabemos que es un accidente.
Que la virtud es generalmente bella; el vicio sólo es
bello en la excepción.
Nada es más enojoso moralmente que una tendencia demasiado intensa a sentirse culpable. Los escrúpulos no alejan el pecado ni lo domestican, sino que nos
acostumbran a creerlo consumado incluso antes, a
menudo, de haberlo concebido.
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C
CONOCIMIENTO OBJETIVO
DEL MAL
CONOCIMIENTO DEL MAL EN ACTO,
DESDE EL MOMENTO EN QUE HA SALIDO DE MI INTERIOR
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Sexta parte
NUEVAS EXPERIENCIAS. – CONOCIMIENTO TODAVÍA «LEJANO». – APROXIMACIONES Y PROMESAS. – CONTEMPLACIÓN
DEL «OBJETO» SITUADO EN LOS LÍMITES DEL INFINITO
La ilusión de la falta predispone a la falta, dispone a
cometerla. Aún no sabemos si la hemos cometido y
la cometemos.
A menudo sólo se trata de cierta delicadeza que, al
provocar demasiado pronto el desconcierto del juicio y
un error de la conciencia, favorecen la eclosión del
pecado. Más valdría ciertamente ser más viril, más
determinado, más impulsivo. Pero nadie escoge la
dimensión de sus fuerzas; cada cual administra y
modera únicamente las suyas.
A veces me digo que no existen el pecado ni la falta
de forma absoluta, sino de forma relativa; que no hay,
que no puede haber pecado en mí, si no es en relación
con una imposición que me es exterior, imposición que
no he escogido y que puedo siempre ignorar u olvidar,
si acepto las consecuencias de mi ignorancia o de mi
olvido, cualesquiera que sean, para ser sensible, únicamente por un instante, a cierto frescor, al placer de
empezar todo de nuevo.
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De la abyección
¿Qué hay en mí? ¿Un país de tigres que se destrozan? A veces, un gran tumulto sube del mar y los tigres
se callan, como si pudieran sentir miedo. ¡Ay! Si no
existiera el rumor del cielo para intimidar mis fuerzas,
pero soy sensible a una sonrisa, a una lágrima. El
Hombre no es sino un momento del desasosiego que
aspiro a dejar atrás, pues no puedo volver al Silencio y
a la Voluntad de Dios, de donde he salido sin mi permiso.
Yo. –Me has amenazado con pensar mal de mí.
Querría que pensaras de mí todo el mal posible.
Entonces quizás me odiarías y eso te consolaría. Has
de saber que si lo piensas, te lo digo yo, aciertas. Querría no ser más severo conmigo mismo que tú.
Ella. –Me aprenderé tu alma de memoria para recitarla en los Limbos, esperando el Cielo.
Creo que lo difícil es mantener entre el cuerpo y el
alma unas relaciones provechosas. Muy a menudo la
lubricidad nace de una falsa aclimatación entre el alma
y el cuerpo. El espíritu se sorprende demasiado de
todo lo que interesa a la carne, espectáculo que por
falta de costumbre le resulta siempre novedoso y
angustioso. Así nace una fuerza irresistible, todos los
arrebatos de la Tentación. Sería necesario destruir o reducir esa sorpresa, esa amenaza inicial de éxtasis o
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Conocimiento objetivo del Mal
substituirla por otra sorpresa más rara o de otro calibre. Quiero decir que cuanto más pura es un alma,
más le parece honrado el cuerpo. En la medida en que
no lo ha profanado, deshonrado ni envilecido y se lo
ha escondido misteriosamente por pudor, no atreviéndose a mirarlo ni a pensar en él, más inclinada estará
el alma a prestar al cuerpo todas las gracias, todos los
encantos, a revestirlo con todas las bellezas del mundo. Al contrario, la familiaridad con el propio cuerpo
en que vive el impúdico le arrebata muy pronto esa
magia: la exhibición constante, incluso el olor personal, le repugnan y le castigan.
En los primeros momentos mi anomalía tomó una
forma aparentemente sin peligro. Por ejemplo, muchas
veces me encerraba en mi habitación con unos potentes gemelos y contemplaba a un jornalero que trabajaba la tierra. Cuando había situado y aislado a mi hombre en el centro del objetivo, me pasaba el día entero
mirando cómo actuaba, cómo se movía, cómo se cansaba, cómo paraba para descansar, comer, divertirse...
Al final, nada era para mí tan importante como esa
contemplación: lo sabía todo, era un experto sobre el
jornalero. Conocía todas las costuras de su vestimenta,
había contado todos los remiendos, todos los botones;
no ignoraba cómo se alimentaba ni cuánto apetito o
cuánta sed tenía; era como si hubiera visto muy de
cerca su pañuelo y su navaja. El color de su ropa interior no me era desconocido ni la decencia con que
hacía sus necesidades; ni qué actitud tomaba cuando
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De la abyección
se acercaba una mujer. Había grabado la gama de sus
gestos y sabía lo que significaban cuando eran más
rápidos o más lentos, o al menos creía saberlo; hacía
toda clase de conjeturas para explicarme ciertas paradas más o menos bruscas en sus maniobras y entender,
por qué, por ejemplo, antes de coger la pala, el pico o
la carretilla, remedaba por un segundo la acción que
iba a realizar. A veces me sentía tentado de descubrir
en esa mímica una ironía, la ironía del esclavo; en
otras ocasiones, cuando sus movimientos eran tranquilos y armoniosos, me imaginaba que estaba asistiendo
a un juego desinteresado y lleno de dulzura: Adán de
nuevo en el Paraíso.
Un poco más tarde, recuerdo que el propietario del
número 26 de la calle Gay-Lussac consintió, tras
hacerse de rogar encarecidamente, en alquilarme dos
buhardillas que daban al Instituto Oceanográfico, si le
prometía que no recibiría a ninguna mujer allí: «No
quiero, lo entiende ¿verdad?, exponer a mi esposa, la
señora Bonnet, a encontrarse por la escalera a cualquier mujerzuela del bulevar Saint-Michel». Vivían en
el inmueble. Para provocarle o vengarme, a partir del
mes siguiente fui a almorzar a una tasca de la avenida
de Orléans, e invitaba al primero que veía –con tal de
que no fuera una mujer– a venir a verme a casa: obreros sin trabajo, fontaneros, mecánicos y probablemente malhechores, ladrones o asesinos; a punto estuvo de
costarme la vida. Cuando esos individuos llegaban a
mi habitación, les ofrecía un cigarrillo, un trago o un
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Conocimiento objetivo del Mal
bocado, según la hora, y si observaba que sus uñas
eran demasiado largas o estaban sucias, les pedía que
me las dejaran cortar y acicalar: era mi vicio. Así,
durante un buen rato tenía sus manos cautivas entre
las mías; luego les veía marchar un poco inquietos,
preguntándose si estaba loco. Una tarde de domingo
vino uno cojeando. Le hice descalzarse y tomar un
baño de pies. Le curé yo mismo. Era, creo, un yesero,
bastante guapo, que tenía veinte años. Restos de cal
viva alrededor de los tobillos y por entre los dedos
hacían pensar en la metamorfosis de una estatua, animada por la acción de mis manos. Una vez satisfecha
mi devoción por los pies de la gente pobre, a menudo,
después de esos pequeños cuidados nos tratábamos
con cierta familiaridad, pero nunca lo bastante como
para que mis huéspedes de un momento dejaran de
sentir por mí una especie de respeto acompañado
de temor, hasta el día en que sorprendí a uno de ellos
con las manos en mi cartera, y una mirada triste por
mi parte bastó para que me la devolviera, después de
haber hecho el gesto, es verdad, de abalanzarse sobre
mí, creo que para estrangularme. Un mediodía, cuando volvía para almorzar, me esperaba en mi portal,
adornado con azucenas, el juez de paz de C., donde
vive mi familia. Sus siete hijos le rodeaban. Me daba
noticias de allí y empezaba a regocijarme cuando veo
venir en ese momento hacia mí a un muchacho pálido, vestido con un holgado pantalón de terciopelo
negro y un ancho cinturón de franela escarlata; era
uno de mis invitados que acababa de salir del hospital, pero no tuve que hacer más que un gesto y el Peligro se alejó del mismo modo que había venido. ¡Qué
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De la abyección
motivo de exaltación la aparición, la presencia de esos
desconocidos poblando mi soledad! Algunos adoptaban pose de esclavo: yo era su Rey. Me adoraban. Creí
por momentos ser un hombre visitado por los dioses.
Me empeñé en convencerles de que era grabador; eso
lo excusaba todo; entonces les pedía con naturalidad que se desnudaran y se tumbaran sobre mi cama;
adoptaban la actitud que querían y yo, armado con un
lápiz y una hoja de papel, para que no fuera dicho,
giraba a su alrededor, a veces más cerca, a veces más
lejos, sin tocarlos jamás, a veces de pie, otras arrodillado o sentado. En cuanto Endimión se dormía, dejaba
de fingir.
Ayer tres desconocidos se hacían confidencias en la
calle Castiglione:
Sobre todo –decía uno de ellos–, no hables en su presencia de esa peca que tienes en la nalga izquierda, es
capaz de pedirte que se la enseñes y, si te niegas, de dar
la vuelta al mundo para verla o de matarte para desnudar tu cadáver al efecto, pues la peca sólo es, por su
parte, un pretexto para verte desnudo. Tiene la paciencia de los criados chinos que tardan diez años en
mover diez centímetros un mueble, empujándolo lentamente, y ponerlo donde ellos quieren contra la opinión de su amo y sin que éste sea consciente de ello. El
triunfo que expresa su sonrisa es entonces extraordinario y su alegría, el precio de tan largo esfuerzo,
sobrepasa cualquier cálculo o sentimiento.
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Conocimiento objetivo del Mal
Me diréis que el que se obsesiona con la lubricidad
pasa al lado de la primavera sin verla y que se pierde
todas las maravillas naturales. No. Recupera la felicidad bajo otra forma en su pequeño espacio.
¡Oh, bosque invisible donde me muevo como un
ciego y como un puro espíritu! Imaginad que la prohibición que pesa sobre Ella me rompa de golpe, que las
tinieblas se rasguen, que disponga de una mano, de un
rostro, que perciba mágicamente lo que de ordinario
está escondido.
Cualquier gesto obsceno se aureola, para mí, con el
prestigio de una confidencia mucho más grave que lo
que simboliza.
Ríe, sonríe, impío que tienes la desgracia de ignorar
la exaltación que disfruto solo, profano que profanas
todos los días la vida a golpe de familiaridad con ella y
contigo mismo.
En cambio yo no desconozco nada.
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De la abyección
Imposibilidad, a veces, de renunciar a esa posesión,
a esa curiosidad, a esa borrachera. Por más que haga,
por más que diga, por más que no haga nada, dependo
por completo de Ella, de mi Idea fija. No hay ni un
solo ser en el mundo, por abyecto que sea, cuyo secreto no deseara conocer, y cuando me asomo a la ventana, sólo es para esperar que un paseante tenga la idea
de desvestirse ante mí. A veces paso todo un día con el
rostro pegado al cristal, esperando el milagro, como si
éste fuera posible, y a fuerza de pedirlo, se produce.
Aunque no haga ningún signo efectivo y nada se descubra por mi parte sino imposibilidad, dan vueltas
alrededor de mi casa. La fuerza de mi deseo actúa misteriosamente sobre su objeto, lo atrae. Se acerca. Es
magnético. ¿Y si no vienen hacia mí? Entonces soy yo
quien se encamina hacia la multitud y me desplazo por
entre todo lo que es mi Paraíso.
No, nada puede igualar la fuerza de mi Deseo, de
ese entusiasmo, de esa quemadura que siento cuando
alguien se acerca.
No soy en absoluto un ser puro y no me obstino en
querer serlo, aunque sepa que bastaría desplazar un
«objeto» en mí para serlo, dejar un poco de lado lo
que ocupa el centro de la mirada; pero no, la vida
tiene demasiado interés así para mí. Borrachera de
conjeturar el calor, el olor, el sabor de los recovecos
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Conocimiento objetivo del Mal
más alejados, más inaccesibles del mundo, de pasearse
en una especie de entusiasmo táctil, olfativo, auricular
y visionario que no permite al secreto del alma o del
cuerpo de nadie escapar por completo a mis investigaciones, a mi inspección, a mis misteriosas visitas, a la
sutileza de mis capturas.
¿Ver a Dios me quitaría la borrachera? No necesito
negar a Dios ni dejar de creer en el Infierno para continuar viviendo a mi manera. ¿Cómo podría tener la
libertad de no abismarme en lo que tanto me atrae?
La exaltación del Santo, sus éxtasis, no sé lo que son,
pero sé muy bien cómo son los míos. Sé lo que siento
y si Dios también lo sabe, ¿cómo podría él dejar de
temblar?
Únicamente me siento obligado a pensar que si soltamos las riendas de ciertas obsesiones, nadie sabe
hasta dónde llegarán.
Pero si mi belleza moral está a la altura de la belleza
que he descubierto en los seres, si mi respeto hacia
ellos iguala la emoción que me inspiran, me siento en
paz con ellos y conmigo.
Ahora bien, es preciso que mi amor por el Hombre
sea tan grande que me despoje de todo. Amaré tanto al
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De la abyección
Hombre que mi amor por Él me hará privarme de Él,
por amor a Él, cuando ya la grandeza de mi amor por
Él me habrá privado de Dios y de Mí mismo.
Si soy Libertad, la Libertad de amar al Hombre más
que a Dios y más que a Mí mismo ¿quién podrá ponerme barreras, aunque me deshonre y me pierda eternamente, aunque me encadene y me exilie aquí abajo,
aunque me condene? En lo más hondo de mi prisión y
en el Infierno, mi pasión bastará a su grandeza y la
grandeza de mi Pasión me bastará.
Hoy por la mañana, a las siete y media, en el túnel,
un árabe de unos treinta años, con los ojos entornados,
se mira el pulgar. Desprende una dulzura que debe de
parecerse a la mía, una dulzura de pastor y de morabito. Sólo me lo imagino bien en un rincón de África,
apoyándose en un cayado, guardando su rebaño y quizás en el mismo instante él me ve también a mí vestido
como un pastor, hasta el punto de que todo el mundo
parece preguntarse el porqué de esa cita de todos los
pastores del mundo en ese subterráneo de una gran
ciudad.
Cuando encontramos a ciertas personas, a veces lo
primero que percibimos es el niño que han sido y que
nos habla de ellas, las precede, os las presenta y os las
recomienda, traduciendo atinadamente sus palabras en
otras más verdaderas, más fervientes. Se realiza una
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Conocimiento objetivo del Mal
trasposición que permite entender o admitir a esas personas a pesar suyo, a pesar de la comedia que están
acostumbradas a representar: sólo nosotros no nos
dejamos engañar.
En su rostro, en cambio, aparece su máscara fúnebre. Por más que se debatan en torno a ese centro
mágico, los vemos en su lecho de muerte o acostados,
desfigurados, ensangrentados en un campo de batalla,
y esa imagen sublime, solemne, les juzga, les calibra,
os permite adorarlos a pesar suyo, a pesar de lo que
hagan, os ayuda a perdonarles tanto ruido y tantas
injusticias presentes.
Y el Drama recomienza porque alguien se ha sentado cerca de mí. No digo que sea una víctima, sino que
he perdido la Paz, aunque nada se altere en mi apariencia ni en mi voluntad.
En el fondo de cada uno de nosotros el alma es
como un ave del Paraíso que en unos se exalta y en
otros se adormece. Algunos lo han silenciado. Otros,
tan armoniosos en su cantinela, se oyen –aunque seamos sordos– en cuanto nos acercamos.
El Apolo con cabeza de gorrión es un atleta, que yo
sepa, de cuerpo espléndido y cabeza insignificante, lo
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De la abyección
que pasa con muchos atletas, pero qué rabia siente por
tener que enseñar lo que querría esconder y esconder
lo que querría enseñar. En su opinión, el mundo tiene
que estar muy mal organizado para que la costumbre
no sea pasearse desnudo, con la cabeza en un bolso,
sino más bien lo contrario: «¿Sabéis de qué me sirve
ser Apolo? No puedo encontrar ninguna camisa de
confección a causa de mis 55 centímetros de cuello ni
una virgen que no me tenga miedo».
Nuca firme y ligera de Atlas. Es eso, pero no es sólo
eso, a menos que sólo eso sea importante para mí hoy
y también mañana y siempre. Sostengo el Mundo.
Custodio el Mundo. Aunque se esté en otra parte.
Aunque no se mire lo que se ve. Aunque no se vea lo
que se mire. Aunque no se mire lo que no se puede
sino ver. El deseo, hasta tal punto necesario y fatal,
suple su objeto, lo suscita, lo crea, recrea su presencia
o crea una imagen más turbadora que la presencia, por
constante y tan íntima. Nada; sólo queda eso, y cuando
todo ha sido destruido por el deseo, a éste sólo le
queda destruirse también.
Miro a alguien y desvío la mirada, pero por más
que intente evitarlo, algo de mí ha quedado fijado en
ese rostro que ya no puedo ver pero que veo, a pesar
de todo, donde no está. Me he esforzado por romper
ese hilo y el hilo no ha cedido sin llevarse lo esencial.
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Conocimiento objetivo del Mal
Me ocurre también que estoy seguro de que un desconocido cuya mirada acaba de desviarse continúa
mirándome, y ¿qué impresión táctil imponderable me
revela que, detrás de mí, otro ser me observa?
Por más que nos prohibamos unirnos a algo y nos
declaremos en su contra, si nuestro corazón está interesado, no nos pide permiso y nos damos cuenta, de
golpe, de esa retractación.
A veces sorprendemos por casualidad, en ciertas
personas de apariencia sencilla, juegos de palabras
peligrosos, y también gestos que hacen sentir su abismo: proximidad del suicidio, de la locura, del vicio, de
la santidad.
¡Qué extrañas confidencias me hace ella y qué
reproches! Como si no tuviera bastante con haber
sufrido a causa de todos mis amigos. También ella me
agobia.
Verdaderamente, hay horas en las que estamos
solos, absolutamente solos, pero eso es lo mejor que
tenemos, al menos lo más grande; al menos estamos
seguros de no tener nada que perder, excepto a nosotros
mismos. Lo seguro es que en esta ocasión doy vueltas
por encima del vacío.
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De la abyección
Elévame, Dios mío, hacia esa boca feliz.
Abro los ojos murmurando: pensamientos puros,
Ángeles del Cielo, despertadme, levantadme, vestidme,
perfumadme con el buen Olor, Cherubim quoque ac
Seraphim.
No es preciso que una mano sea bella por los cuidados, sino a pesar de los pocos cuidados que le dedicamos.
Rostros de cuerpos que han servido demasiado, os
reconozco en vuestro abismo.
Al. viene a sentarse a mi lado con el hedor que le
habita y que él ignora.
Podemos asegurar que todo el mundo, hombres y
mujeres, cede a M. por su sonrisa, sin que nadie lo
sepa, ni él mismo.
Que ése tiene las orejas demasiado bien pegadas para
conocer su felicidad. Sólo tenemos la felicidad que merecemos. Ése no ha tenido más pena que nacer normal.
Los labios tan gruesos de R. duermen solos eternamente en el centro de su vigilancia.
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Conocimiento objetivo del Mal
El verdadero emblema de una persona es su cara.
–Pero tú no eres un hombre como nosotros –me
dijo el campesino en medio del dormitorio en tinieblas–. Eres «un venus».
Nadie reía.
Hubiera sido un malcarado si me hubiera enfadado.
El campesino no había querido ofenderme. Dije simplemente:
–¿Qué es «un venus»?
Se explica:
–Eres más fino que nosotros. Tienes la piel más delicada y suave. No querríamos ver tus largas manos
blancas ocupadas en ciertas tareas. Montagne encenderá el fuego y Pelegrin barrerá la escalera en tu lugar.
Élise. –Esos muchachos eran sensibles a una gracia
cuya presencia, ajena a tu sexo y quizás sin uso, se vislumbra en ti, sobre todo cuando estás desnudo.
En algunos el sexo se instala como un pulpo enorme, y su cuerpo, devorado por ese monstruo inseparable, se convierte para ellos mismos en un espectáculo
constante, inquietante, obsesivo, cruel.
Esta mañana un hombre llevaba dos perros atados,
uno a cada lado. Empecé a mirarle pero sentí la impresión de que mi mirada estaba encadenada a mí por
completo, como él a sus molosos.
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De la abyección
De esos jóvenes que llevan flores invisibles junto a
la cadera y otras no menos pesadas sobre las cejas.
Es muy peligroso tener una apariencia o un perfil
demasiado hermosos. Se corre el peligro de no exigirse
nada a sí mismo.
Algunos nacen con un rostro glorioso, de ahí que
incluso si su alma es servil, tienen posibilidades de señorear. Otros nacen casi sin cara, pero su alma es «trono o
dominación». Grande es entonces su mérito porque lo
tienen todo por hacer, empezando por su rostro.
Al bailar, R. situaba su cabeza en el centro de sí
mismo, delante de sus muslos, y todo su cuerpo, como
la rosa de los vientos, giraba alrededor.
A veces, en los que tienen una sola pierna, el sexo
corta sólo esa pierna que los senos y la cabeza coronan como una trinidad de antenas: ¿hombre, mujer o
caracol?
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Conocimiento objetivo del Mal
¿En dónde reside el encanto de esa boca ensangrentada, tan dulce, la boca de un san Sebastián, que veía en
un espejo, aisladamente, como un fragmento de una
obra maestra e imaginaba fácilmente el resto del cuerpo,
digno de ella?; pero mis ojos se dirigen al conjunto y
todo el encanto, incluso el de la boca, queda destruido.
De la imagen al original hay mucho trecho; de ahí
las ilusiones que nos hacemos sobre nuestra propia
cara que no hemos visto nunca más que en reflejo e
incluso por subterfugios y en un orden descompuesto,
nunca él mismo.
Así, con J. habrá para mí durante largo tiempo un
eclipse de esa rosa interior.
Algunos cuerpos no valen más, para nosotros, que
un cucurucho de papel de seda, pero qué exquisita
especiería puede contener un cucurucho de papel, e
incluso vacía, una rosa de papel me es más preciosa
que D., que es una estatua de oro macizo, dura, avara,
pagada de sí misma e incapaz de emoción. No necesito
oro ni belleza solemne, sino simplicidad y ternura,
complicidad y magia, intimidad.
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Séptima parte
CONOCIMIENTO «PRÓXIMO», «PRÁCTICO», PERO TODAVÍA «ACCIDENTAL» DEL MAL, DE SU «OBJETO». – EXPERIENCIA DEL PELIGRO QUE COMPORTA Y ENSAYO DE UNA
NUEVA ASCESIS DESDE EL INTERIOR DEL
MAL
G. me explica: un atardecer, me estaba paseando por
entre la niebla cuando oigo gritar en las proximidades
de una granja. Era una vaca que se había escapado y
que perseguían. La veo venir hacia mí y estiro los brazos, alzando los faldones de mi amplio abrigo de viaje.
La bestia vuelve sobre sus pasos, pero, al mismo tiempo,
una mujer horrorizada dice: «Es el Hombre. He aquí al
Hombre». Me adentré por el camino con la esperanza
de tranquilizar a esa gente, y repetía: «No, soy yo, soy
yo, M. G.11 Soy M. G.». «¡Oh, no, M. G! No es a usted
a quien acabo de ver. A usted le conozco. Usted es M. G.
Acabo de ver al Hombre que merodea siempre por
estos parajes, el que habló ayer con el vaquero.» Pues
bien, era yo precisamente quien había hablado con el
vaquero, pero todo el mundo siente tanto respeto por
mí que me disocian de mi yo y quieren creer en la existencia de un sosias. Así somos yo, que estoy lleno de
bondad, y el Hombre, que es capaz de todo.
11. Iniciales de Marcel Godeau, nombre que el escritor se da en
sus textos más autobiográficos. (N. de la T.)
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De la abyección
Creemos que podemos deshonrarnos impunemente.
Aunque no sienta admiración alguna por los que distribuyen premios de virtud ni por quienes los buscan, y
aunque no respeto menos a los criminales que a quienes los juzgan (el alma humana no se parece a su apariencia), instintivamente siento horror por todo lo que
es feo y aprecio lo que es noble. La expresión de mi
rostro se acerca a la vergüenza, si estoy cerca del oprobio, y no paro hasta recobrar mi propia estima y la de
Dios, que tienen poco que ver con la de los hombres,
pero la falta de consideración por su parte alerta a la
conciencia, como si necesitáramos también la imagen
de la gloria, cuando tenemos la Gloria.
Hoy, revelación de una dimensión que no hubiera
creído nunca tan reducida; quiero hablar de la que
separa el honor del deshonor, pues las mentiras, la
comedia sobre todo esto, no me han enseñado nada.
En el fondo, lo sospechaba.
He aprendido hasta qué punto me he despreocupado de mí cuando estaba en el fondo del abismo, donde
acumulo montañas de silencio para enterrarme en
ellas. Sólo desde el fondo del abismo el que no tiene
nada sabe lo que permanece, y ahora yo no renunciaría ni por un Imperio a esta terrible experiencia.
Estoy seguro de no haber confirmado en mí la sentencia de A. M. según la cual el anhelo de la verdad
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Conocimiento objetivo del Mal
es débil en los hombres acorralados, ¿cómo lamentar sin cobardía el haber visitado ese Círculo del
Dolor?
Cuando un policía arresta a un criminal, muchas
veces el criminal debería estar tan autorizado a preguntar al policía, como el policía al criminal, cómo ha
llegado hasta allí, cómo ha caído tan bajo.
Para algunos el mundo exterior existe, mientras que
otros viven en el plano de lo Eterno.
«Físico» y «metafísico» son dos aspectos de lo Eterno. Lo exterior, lo ajeno a la Eternidad, constituye el
plano de la Sociedad, por donde se pasea la gente honrada protegida por la Policía.
Solamente me había prohibido pedir perdón ante
mis verdugos y he mantenido mi palabra. Consuelo de
guardar en la vergüenza muchos motivos para sentirme orgulloso, y de provocar con la actitud, al menos,
la sorpresa y la admiración de sus jueces.
Aunque el Juez se haya perdido efectivamente,
cuando el culpable se ha salvado y entre un hombre
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De la abyección
honrado y un hombre deshonrado no hay más diferencia que la opinión de quien los vigila a los dos: que
hayamos amado lo que amamos hasta perdernos, he
ahí la grandeza. Morir no es nada, es la vergüenza, esa
confrontación particular y universal.
No es la falta lo que deshonra; es que se haga pública. Entre cómplices, el crimen es un secreto común;
pero si, ajeno a él, conoces el mío, la imagen que te
hacías de mí se deforma de golpe y se me renueva el
suplicio al recordar a cada uno de mis amigos o enemigos: presenciamos, por turno cada uno en sí mismo, el
desprecio que inspiramos a todos.
Pero finalmente hay una voluptuosidad única en
verse tan culpable y tan inocente, en constatar, por
ejemplo, que la falta que nos está provocando tanta
angustia no es sino una torpeza y, muy a menudo, una
torpeza deshonrosa. Yo no deseaba el mal que hacía ni
hacía el mal que parecía hacer. En el instante preciso
en que me han pillado, sorprendido, jugaba, estaba
jugando con el Mal y jugaba mal. Tal vez me he encontrado en el mismo caso, enloquecido por una convicción apasionada o una fatalidad implacable (que es
lo mismo), pero en esa ocasión lo hacía automáticamente, distraído, atraído únicamente por lo que iba a
pasar. No me decepcionó.
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Conocimiento objetivo del Mal
Al menos he sentido latir un instante en mí, en mi
pecho, el corazón del «Hombre». Hasta tal punto
abandonado por el Cielo y por la Tierra que ya no se
trataba de mí.
Y cuando di mi nombre tuve la impresión de ser un
cobarde, aunque fuera lo contrario, como si conociendo al verdadero culpable hubiera denunciado y entregado a otro.
¿Quién era yo en ese momento, incluso para mí? Un
perdido.
Al hombre que muere tan bien, el momento de la
muerte no le concierne. Se trata de un ser cualquiera
por quien siente compasión. ¡Ya no siente orgullo y
está harto de sus recuerdos personales! El fondo del
abismo es común y anónimo.
Es un poco más tarde, después del Juicio definitivo,
o aún un poco más abajo, por debajo de todo, cuando
nos sentimos eternamente solos en el silencio del calabozo, cuando nos reencontramos con nosotros mismos
para consolarnos y homenajearnos a solas.
¡Cómo me he engañado! Me pregunto si no hubiera
preferido haber corrido un riesgo real.
Sea lo que sea, el beneficio es el mismo: un aspecto
sublime de mi yo se ha venido abajo el viernes, 9 de
junio de 19.. y oiré eternamente su estruendo tras
de mí.
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De la abyección
Realizamos un gran progreso cuando no sentimos
ninguna consideración ni ninguna piedad por nosotros
mismos.
Nada a la derecha, nada a la izquierda. Nada por
arriba, nada por abajo. Nada en nuestro interior.
Nada.
Cuando la Cosa más importante se convierte en
algo tan mínimo que no se distingue de la nada, no
hay matemática posible, ni alegría, sí sufrimiento, ningún espacio para ninguna álgebra de los sentimientos.
No hay mejor auxiliar para la razón que algunos de
nuestros actos, que me han permitido constatar en mi
interior la presencia y calibrar la profundidad de una
latente y peligrosa locura.
Tal limitación de mi yo sólo me parece aceptable
porque he conocido el extravío.
Sólo se puede fundar una verdad sobre un error.
Puedo extraer toda una ética de ese pecado del martes.
Sólo mis pasos equivocados me enseñan a andar, a bailar incluso. Disciplino mis pasos equivocados y bailo.
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Conocimiento objetivo del Mal
Lo que no debo perder de vista es lo concreto y real
que hay en mí, que no son los límites ni la razón, sino
el error y la locura. Los límites, la razón, son únicamente la forma que he escogido para vivir, pero la
materia de la vida misma es siempre error y locura.
Dicho de otro modo, el bien es al mal lo que la
forma es a la materia. No hay bien sin mal. La ruta
moral de los seres que no han tenido nunca relación
con el mal es puramente formal, es puro artificio.
–¡Qué malo sería M. G. si no fuera bueno!
–M. G. sería menos bueno si no fuera malo.
Es porque esa anciana y su nieto, que recogían leña
en el bosque, tuvieron miedo de mí el martes por la
mañana, por lo que me gusta y me hace sufrir pasearme cada día en compañía de E. La presencia de un testigo no suprime la tentación. La razón no suprime la
imaginación. La modera. El dique no tendría razón de
ser sin el río, sin el mar y la impetuosidad de las tempestades que los visitan y los alteran. Lo pueril sería
conceder el menor valor positivo al dique y al testigo,
sería creer en la existencia del dique por sí mismo.
La metedura de pata de la moral corriente es tomar
constantemente el mal menor por el bien, lo posible
por el ser.
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De la abyección
Lo posible: el río y el mar encauzados por el dique.
Lo imposible: el mar o el río sin diques, abandonados a sus tempestades.
Pero el ser es lo imposible, como es una ilusión irremediable, el más grave error, tomar al contrario lo
posible por el ser, el bien moral por el bien absoluto.
Sin diques, ni el río ni el mar pueden ser contenidos,
pero el dique es un artificio.
Hay lo que hay y lo que es convencional, que
domestica al ser, que permite al ser, ser posible.
Sólo la parte de convención que acepto permite
existir a lo que sin ella sería lo imposible, hace tolerable lo que no lo sería sin ella, introduce en el ser lo que
el ser no podría tolerar, en cierto punto y de otra manera, sin dejar al mismo tiempo de ser.
Así, me mantengo siempre en los límites extremos
del ser y del no-ser: ese es mi terreno.
El bien aclimata el mal, le da medios para subsistir,
para no devorarse a sí mismo y para dejar de ser prohibido: un pase. Mejor: se trata de una naturalización;
es el derecho de ciudadanía dado a lo Ajeno.
Cada cual tiene que vivir con sus debilidades, yo
con mi locura. De tanto en cuanto ésta se apodera de
mí y soy como alguien a quien llevaran a la enfermería
de la comisaría antes de dirigirlo a Sainte-Anne.12 Pero
como enseguida me doy cuenta de lo que va a pasar,
12. Centro hospitalario parisino, especializado en cuidados neurológicos y psiquiátricos. (N. de la T.)
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Conocimiento objetivo del Mal
impido que todo eso suceda. Improviso una Sabiduría
que es una especie de casa de locos privada y puedo
vivir allí, con mucha prudencia, sin incomodar a
nadie.
Hay que tener un grano de locura o no se vive realmente y un grano de sabiduría o no se puede vivir; ser
a la vez lo bastante loco y lo bastante sensato para llegar a la muerte sin ser rico, sin condecoraciones y sin
estar arruinado ni deshonrado. Eso es saber vivir.
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Octava parte
CONOCIMIENTO DE UN AMOR PURO Y EXCLUSIVO DEL
MAL: ENSAYO DE UNA DELIMITACIÓN DE SU TERRITORIO
INALIENABLE
I
Hay pocos seres que tengan mirada como un pájaro y
las manos como una mirada.
¡Oh! No tener un cuerpo molesto ni un alma embarazosa para los demás.
La santidad acaso no sea sino la cúspide de la cortesía.
Sabe Dios que en toda mi vida no he dado el
menor paso ni he movido un solo hilo para que se
perciba que existo. Hubiera sido contrario a mi filosofía.
Sólo me he relacionado con la Eternidad. Basta con
no saber ser completamente feliz sino con Dios y conmigo mismo en el origen del Mundo: ese frescor, o con
un solo Hombre.
Soy un extraño para el Universo actual, para mi
patria, mi religión, mi casa, mi propia alma y Dios.
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De la abyección
En todo, qué conformismo manifiestan los demás.
No es mi caso; por eso los acepto individualmente por
turnos, pues no podría soportarlos en bloque.
Siempre que me acerco a un hombre, esto es lo que
veo en primer lugar: mi no conformismo. Nunca he
aceptado nada por completo, excepto la realidad esencial: Dios y yo, y a veces entre nosotros un tercero.
Le he encontrado esta mañana; se trata de uno de
mis compañeros, que es albañil. Recibimos la comunión
juntos, siendo niños. ¿Albañil? Lo es de los pies a la
cabeza y lo afirma con una especie de ardor místico, tan
desesperado como orgulloso, por ser únicamente eso y
nada más, pero por serlo voluntariamente; sin embargo,
como añade demasiado insistentemente que sólo lo es
para impedirse pensar: «Para ser un buen albañil está
prohibido pensar», es un poco albañil en contra mío.
No ha hecho nada para sí mismo y, decepcionado,
su orgullo lo arrojó un día contra las piedras, sobre las
cuales escribió: «Prohibido pensar», como si fuéramos
el Pensamiento o yo quienes fueran castigados o el
Pensamiento fuera un crimen y yo un criminal.
Detesta el pensamiento porque no se aposentó más
en él cuando estudiábamos juntos, y está resentido con120
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Conocimiento objetivo del Mal
tra los dos porque el Pensamiento me ha preferido a
mí y no a él. En el fondo, nos hace una escena de celos
al Pensamiento y a mí.
Nadie más que mi persona y la Persona Divina, y de
vez en cuando alguna Persona humana.
Me parece que la verdadera grandeza es incompatible con el desprecio no digo del Hombre, que no
es sino una noción abstracta, ni del Individuo, que
no es sino una expresión numérica, sino del desprecio por una Persona humana cualquiera, concreta,
con todos sus pormenores e intríngulis –Alma y
Cuerpo–, situada en el cortejo infinito de sus ascendentes, de sus descendientes y de sus contemporáneos, y sola, en su lugar único, irrevocable, eternamente crucial en el espacio y en el tiempo, determinada y
simultáneamente libre, quiero decir, simplemente
real.
Cada vez veo más claramente que mi cuerpo no es
sino un lazo que me mantiene en relación con cierto
orden de cosas. Que si ese lazo se altera, mi unión con
el mundo material se afloja y la importancia del Mundo material disminuye para mí, pero queda otro mundo
que no necesita de mi cuerpo para manifestar su existencia y sólo depende de mí exaltar ese otro mundo
para mostrármelo y mostrarme incluso mi cuerpo, por
añadidura.
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De la abyección
Me levanto a las ocho y media y creo que son sólo
las seis. Todo lo que he visto desde el ángulo de las seis
me encantaba, pero como me he equivocado y son más
de las ocho, todo vuelve a caer, a mi alrededor y en mí,
en el aburrimiento.
Apenas se distinguen las hojas y los zarcillos de la
vid, pero la sombra que proyectan en la pared se dibuja tan claramente que su perfil produce alucinaciones.
A veces la sombra de las cosas es más real que las
cosas mismas.
Mi vida real tiene para mí menos importancia que
mis vidas imaginarias, y sin los pecados que he soñado
cometer, no sería el exiguo mal cometido el que me
consolaría por no ser un Santo.
No, materialmente nada es preferible a un cuerpo,
moralmente nada es preferible a un alma sobre la
Tierra.
Pero ¿de qué almas y de qué cuerpos dispongo?
¿Qué me dan de sí mismas las almas de las que creo
disponer? Nuestros amigos no son casi nunca aque122
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Conocimiento objetivo del Mal
llos de los que somos dignos, al menos aquellos que
querríamos tener. Y las caricias que damos se dirigen
muchas veces a simulacros, a iconos de calendario.
Hay que endurecer o suavizar ese corazón que no
puede seguir siendo, a ningún precio, mediocre.
Basta con que cada cual se eleve por encima de la
única cosa que constituye su debilidad para que recupere todas sus fuerzas y descubra su poder sobre todo
lo restante.
La primera debilidad causa la última.
El que consiguiera elevarse por encima de su «única
debilidad» –quiero decir, de la única que presenta un
peligro mortal y eterno para él–, ése recuperaría el
poder de dominar todo lo restante, quiero decir que
merecería recuperar todas las prerrogativas de la
Naturaleza original; y sería naturalmente un Mago, un
Poeta o un Santo.
El médium aspira a producir con grandes esfuerzos,
los fenómenos extraños que el Santo tiene tantas dificultades para impedir o esconder, pues su virtud las
produce por sí misma en él y a pesar de él.
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De la abyección
¡Cómo estar sinceramente resentido contra quien
me ha mirado de manera despectiva, sin saber que
estoy en paz desde que estoy con lo Sublime!
La audacia y los escrúpulos se han repartido mis
días.
Si bien a veces he actuado mal, nunca he actuado
con maldad, no me he comprometido con la maldad.
Quiero decir que en el Mal he seguido siendo yo mismo, no he permitido que el Mal me rebajara ni yo lo
he deshonrado.
El matiz es delicado y el equívoco excusa a quien no
me conoce, pero no tengo derecho a condenarme ni a
entregar mi alma a jurisdicción alguna.
Si bien a veces he topado con el Mal, nunca me he
abandonado a él.
Si a veces he cometido el Mal, nunca he caído en la
bajeza.
Me despierto angustiado.
¿Quién soy? ¿Qué he hecho de mí?
Ciertamente, no siento pena por mi «yo» escondido, secreto, íntimo. ¿Qué tiene en común con la evaluación común de los hombres? Imagen de Dios, incluso en el Infierno soy profeta.
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Conocimiento objetivo del Mal
Quod licet Jovi, non licet bovi.
Hay que abundar en el sentido del propio deseo en
altura y profundidad, pero evitando profanarlo con la
menor acción o intención mediocre.
Hay que permitir al propio deseo realizarse en altura y profundidad, procurando evitar solamente cualquier vileza.
Admitiendo que el alma esté bien hecha, creo que
ciertos vicios, por lo que tienen de imposibles e irrealizables materialmente, por lo dificultoso de su satisfacción y por la insatisfacción absoluta y necesaria en la
que nos dejan, ocupan un lugar en la vida de los hombres mucho más fácilmente que el ideal.
Parecerse a esos frascos sospechosos que llevan una
etiqueta roja.
A veces nada nos aligera más que sentir cierto horror de nosotros mismos.
A menudo la vergüenza y la gloria interior están
sólo separadas por el grosor de un delgado diafragma.
Únicamente la pasión o el vicio nos abocan a la
misma indigencia que la Santidad, y estimo que sólo
en el momento en que el hombre se encuentra completamente abandonado por todo y por sí mismo está
más cerca de la gracia, quiero decir, de ser digno de
ella.
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De la abyección
II
Si un ser mediocre tiene la suerte de encontrar a un ser
extraordinario, no lo aprovecha para elevarse sino
para rebajarlo.
Demasiado sé que mi vida está hecha de paradojas
que excusan todos los disparates que sobre mí circulan.
La gente vulgar tiene sus puntos de referencia, groseros y aparentes, que no puede dejar de lado. Así, se
le escapa todo lo que es sutil o profundo.
Y el Juez es siempre vulgar. «No juzgarás.»
La conciencia y también la falta son incomprensibles. Se delibera sobre un hecho o un conjunto de
hechos, pero un abismo separa esos síntomas del delito
en sí, que está en otra parte, inaccesible a la mirada del
hombre.
Es muy fácil convertir las buenas acciones en malas
o a la inversa. El juicio moral es una interpretación,
una lectura de sucesos: si atribuimos al malvado inten126
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Conocimiento objetivo del Mal
ciones puras o heroicas y al hombre de bien una intención equívoca o interesada, el segundo se vuelve más
odioso todavía, pues íbamos a admirarlo; y el primero
más sublime, pues escapa al desprecio.
¡Oh bienaventurada desgracia que me convierte en
víctima hoy y me hace errar de la mañana a la noche,
perdiendo mis fuerzas por los caminos!
No hay que dejar de hablarse suavemente para
darse coraje.
X. ha decidido deshonrarse. Su cómplice llega, pero
poco a poco su conversación se eleva y alcanza la
sublimidad. Sin mala intención, no se hubiera elevado
tan alto.
Un verdadero deseo puede pervertirse y perderos, o
ennoblecerse y salvaros, según la interpretación errónea o el buen uso que de él se haga.
Me acuerdo aquí del prisionero que, con la complicidad del capellán de la cárcel, obtuvo como un favor ser
condenado a reclusión absoluta y perpetua, porque
cada vez que veía a un semejante no podía evitar querer
matarlo, pero que una vez en su celda, iluminada úni127
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De la abyección
camente por el tejado, donde ya no estaba expuesto a
encontrar ni siquiera la sombra de un hombre, construía sin cesar custodias13 e iglesias.
¿Quién tiene una inteligencia y una experiencia
tales como para hacerse una idea del alma lo bastante
elevada para que esa idea sea justa? Para que lo sea en
todas las circunstancias.
Cualquier alma es inaccesible en su relación con su
placer, y en ella el deber y la felicidad participan de esa
intangibilidad.
Reconocemos en alguien todos los síntomas de un
vicio flagrante y terrible, pero la persona, el alma,
¿cómo asirla, dónde cercarla? ¿Ha caído en el vicio
para desposarse con él o para padecerlo? Y es ese lugar
del alma, su actitud con respecto a lo que parece conquistarla, lo importante.
Elementos del proceso: lo que puede ser declarado
verdadero o falso; aquello de lo que puede constatarse
la verdad o la falsedad: un hecho, una palabra. Pero lo
que nadie en el mundo puede saber es hasta qué punto
ese acto, esa palabra comprometen al alma. Ni siquiera el alma lo sabe.
Sólo Dios conoce la naturaleza del hombre, que el
hombre ignora y, a menudo, cuando el hombre se
escandaliza, Dios quizás está siendo loado.
Sólo Dios conoce la disposición de cada uno de nosotros, ignorada por todos los demás y, a menudo,
13. En el sentido de reposadero del Santo Sacramento. (N. de la T.)
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Conocimiento objetivo del Mal
cuando todo el mundo se escandaliza, probablemente
Dios está siendo loado.
Las relaciones de un alma con su placer varían
hasta el infinito. Una de esas posibles relaciones se
llama felicidad.
La felicidad depende de una de las actitudes posibles del alma con respecto a su placer.
Mucha gente no ama el bien que hace; la virtud
puede ser una forma de la desesperación: algunos curas
sin alegría, de palabra amarga, son su viva imagen.
Mejor sería decir que la práctica de la virtud no
excluye la desesperación en mayor medida que la del
vicio.
A otros se les impide cometer todo el mal que querrían, lo que no tiene ningún mérito, igual que un
manco no se interesaría por ninguna clase de malabarismo ni un lisiado soñaría con una carrera a pie.
No es el pecado lo que está mal, sino cierta manera
de ser pecador o de ser virtuoso que no consigue emocionarnos.
No es el estado de hecho lo que importa, sino el
estado del alma.
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De la abyección
Sólo hay una virtud: el fervor; y otra virtud: la discreción.
Lo que está mal no es el pecado, sino no respetar
en el pecado ni el pecado ni a sí mismo o acomodarse en
la indiferencia.
Nunca hay que cuidar a la ligera lo que amamos, ni
siquiera en nosotros mismos. La dignidad del amor sólo
puede medirse por el silencio que rodea a su objeto.
Sólo el alma importa, y su nobleza original y adquirida. Los actos no cuentan, sólo su calidad.
Al bien son inherentes ciertos males propios de la
fragilidad de cualquier naturaleza; la inteligencia nos
pone en guardia contra ellos. Al mal se unen ciertas
bondades, inherentes a la grandeza de nuestra alma.
Lo que a veces me espanta es lo que hay de enemistad en la amistad, de odio en el amor, de mal en el
bien, de vicio en la virtud. Y me equivoco.
Hay una grandeza innata necesariamente inherente,
en grados diversos, a cualquier alma que viene al mundo, y una grandeza adquirida o añadida que algunas
almas se dan a sí mismas. Incluso en el alma más humilde o en la más extraviada se pueden encontrar siempre todos los elementos de la grandeza.
Conjuro a mi alma a responder:
–¿Puede sentirse orgullosa a pesar de todo?
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Conocimiento objetivo del Mal
–Sí, con tal de que mis «virtudes» igualen a mis «vicios». Sólo la Virtud permite ciertas libertades con el Mal.
Una nadería que buscaríamos en vano en un error
común, a menudo excusa las faltas más graves.
A diario encontramos gente honrada pero sin grandeza y criminales que conmueven.
En un proceso criminal, cualquiera que sea el delito,
el acusado es casi siempre el más simpático.
Cada instante debe ser una lucha obstinada pero
grata, tan firme a los medios como fiel en la dirección
e indiferente al resultado.
Sólo necesitamos mudar poco a poco nuestra debilidad en fuerza, extraer del pecado la virtud, obligar a
nuestro vicio a servirnos, a engrandecernos, a superarnos. Transformar el Mal en Bien, cada una de nuestras
aparentes derrotas en un triunfo más íntimo.
A merced de tantas amenazas no soy nada, pero
todo lo ocurrido en esa nada desde hace cuarenta y
cinco años, ¡qué respeto me impone, a mí y a la eternidad que me rodea!
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De la abyección
Sólo Dios lleva la cuenta de mis alegrías y de mis penas. No me ha faltado audacia y la última de mis
imprudencias me matará. Hay que morir siempre una
vez y no querría que fuera de indigestión. Prefiero que
sea lanzándome a lo desconocido para sentir mi corazón.
¡Qué león! Ese corazón que desconocía.
No me volverán a ver más, es la única distancia que
acepto.
Ni la riqueza, ni el lujo, ni el poder. La pobreza, la
simplicidad, la humildad, para que el alma resplandezca.
¿Por qué fulano es libre de tantas maneras? Porque
acepta en alguna parte la parte de dependencia que es
el tributo de cualquier realeza.
III
Pienso que hay tres realidades: el tiempo, la eternidad
y las almas que participan del primero y de la segunda.
Pienso que cada alma posee tres realidades: la eternidad, el tiempo y ella misma, que participa de la primera y de la segunda.
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Conocimiento objetivo del Mal
El tiempo transcurre impersonalmente y quien a él
se abandone, por él será arrastrado y no guardará casi
nada de sí ni para sí.
El que vive en lo Eterno escapa al tiempo y a sí
mismo.
Raro accidente, un alma que rechaza simultáneamente el tiempo y la eternidad y se mantiene fiel sólo a
sí misma: única soledad.
Desde cierto punto de vista que le es propio, las
relaciones de cada alma consigo misma no conciernen
por completo a Dios ni por completo a ninguna otra
alma. Ese es el gran secreto.
El alma sólo existe en la medida en que es independiente.
Sólo hay vida en el «sí» o en el «no», a condición
de que éstos alcancen un grado heroico.
Por estrechos que sean los límites donde Dios me
encierra, en ellos soy libre.
Aún más, son mis propios límites, los que Dios me
impone, los que me liberan.
El ser infinitamente influenciable que soy, ¿tiene
alguna forma de eludir las circunstancias?
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De la abyección
Dios nos impone las circunstancias, pero no el acto,
el «sí» o el «no» y, además, a veces tenemos el poder
de cambiar las circunstancias.
Piérdete tú solo antes que ser salvado por otro.
¿Salvado por otro? Eso es abdicar.
En lo que eres rey, reina.
Dios no es un límite.
En cierta manera el «Yo» no tiene límites. No tengo
límites en el plano que me es propio.
El Deber no es un límite para el «yo», sino una
señal de alarma.
«Yo» no se encuentra, no debe encontrarse en el
plano de los deberes. Es su demiurgo.
Deber: parapeto. El Deber no es un límite sino una
advertencia: que tú has nacido de ti mismo.
En ti mismo no tienes límites.
El plano de Dios es propio de Dios. El plano de
cada alma también es propio de cada alma.
Cuando un alma aborda el plano divino o el plano
de otra alma nacen los deberes. Entonces sale de sí
misma.
Donde «Yo» encuentra un límite, es que «Yo» ha
salido de mí mismo.
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Conocimiento objetivo del Mal
Donde «Yo» encuentra a otro «Yo», ¿cómo no
había de chocar con un deber?
Donde «Yo» encuentra a Dios, ¿cómo no había de
chocar con un deber?
Pero el Deber no limita al «Yo» en sí mismo. Limita
al «Yo» en relación con lo que le es ajeno. Le protege
en la medida en que define lo Ajeno.
Desde el momento en que tengo deberes, ya no soy
yo. El Deber me alerta de que ya no estoy en el plano
inalienable del «Yo».
Si soy fiel a mí mismo, no existe el Deber.
Si salgo de mí mismo, dejo de ser libre.
En sí mismo «Yo» no tiene límites. En mí mismo
soy universal y eternamente libre.
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D
LA ABYECCIÓN,
ÚNICA FINALIDAD DEL
MAL
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Novena parte
EL HOMBRE, FINALIDAD DEL HOMBRE O CONOCIMIENTO
«ÍNTIMO», «PRÁCTICO» Y «HABITUAL» DEL MAL. – EL DESEO
EN POSESIÓN DE SU OBJETO; SU FAMILIARIDAD ENGENDRA
LA ABYECCIÓN
I
La acción es incompatible con cierto grado de sabiduría.
Para actuar hay que ser bastante ignorante o bastante
ininteligente. Quien lo supiera todo y lo comprendiera
todo, se cruzaría de brazos y se callaría, sonriendo.
A partir de cierto potencial de gravedad y de eficacia,
cualquier acción, en la medida en que inquieta o tranquiliza, se parece singularmente a un crimen, a una infamia o a una metedura de pata, a una falta de atención, a
un error de juicio, a un error de imaginación o a un descarrío de la sensibilidad lindante con la locura, a un accidente de orden moral debido a una exaltación momentánea o a una depresión. En el sabio indica la catástrofe.
En medio de los tranvías y de los caballos, perdido,
ensordecido, ciego, cuando extendí la mano en la calle
de Rennes, sentí muy claramente que la Mano de Dios
se retiraba y que la tierra se entreabría para dejarme
suspendido en el espacio, víctima de mí mismo, en lo
sucesivo bajo el poder del Infierno que me recogió y
me reconoció abiertamente.
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De la abyección
La tentación es un rayo que anula las imágenes y el
ruido para abocaros en un abrir y cerrar de ojos, en
medio de la noche y el silencio, ante un objeto único
cuyo esplendor y fijeza os paralizan.
Que la soledad es peligrosa, porque expone –a
menos que uno sea hermético– a explosiones de simpatía o de antipatía irracionales.
A menudo inicio un largo viaje para ver a alguien, y
cuando voy a entrar en su casa deseo que no esté allí o
que haya muerto.
Admitiendo que ames cualquier cosa lo bastante
como para preferirla a tu tranquilidad, sobre todo que
no sea a alguien.
Cada uno persigue su ensueño a su manera, y los
ensueños son distintos según las personas; y a menudo
contradictorios. Aun admitiendo que los ensueños se
armonizan entre sí, no responden a las realidades que
suponen, y cada vez que la ilusión cede a la realidad
nos sentimos decepcionados. Milagrosamente, dos
ensueños se confunden entre sí y con las personas mis140
De la abyección 14/7/06 13:17 Página 141
La abyección
mas que los imaginan, es una felicidad que sin duda no
se ha dado nunca.
De igual modo el placer no es nunca idéntico para ti
y para mí y cada cual, al perseguir sólo el suyo, lo quita
al otro.
Sin embargo, el placer que quieren daros es un
suplicio al que no escaparéis. Sólo amamos lo que
hemos elegido nosotros mismos, y la amistad que sólo
se mira a sí misma y vive de excesos impone su régimen y cansa al que necesita reposo.
Me comprometo desde ahora con ocasión de esta
Fiesta de la que no puedo escapar. Ya me he comprometido, se ha fijado la hora, pero como es un crimen,
me hace sentir continuamente, durante varios días, en
una disposición de espíritu culpable, lo que es una profunda esclavitud: mis lecturas, el azar de mi humor o
de mi relación con los demás me desvía a veces del placer del pecado.
Me gusta que haya una parte de elección, de responsabilidad continua en el curso de ese drama fatal. Nues141
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De la abyección
tra conformidad en lo desconocido me glorifica. Ya no
soy víctima de nadie, nunca. X., que es quizás el Demonio, responde con su turbación a mi turbación. Me maravilla que no haya entre nosotros más obligación que
la fidelidad a ese instante al que nos hemos comprometido los dos de una semana para otra, simplemente
por placer.
Tiene libertad total para no venir. Yo también. Y si
faltamos uno u otro a la cita, no tenemos manera alguna de reencontrarnos jamás.
Que nuestra adhesión del uno al otro sea sorpresa
cada vez, y primero miedo a no volvernos a ver; que
no sepamos nuestros nombres y que sobre cada una de
nuestras citas, tan cortas, tan escasas, pese siempre la
amenaza de ser la última, si yo o él lo queremos, sin
la menor esperanza de reencontrarnos salvo por casualidad, eso es lo que nos emociona y nos preservará largo tiempo de la lasitud.
II
Salimos de casa seguros de nosotros mismos, con el
alma altiva de un filósofo antiguo, superior a todo,
pero apenas hemos dado unos pasos, las figuras de
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La abyección
vuestra imaginación dan la mano a las de la acera,
engalanan el camino del tugurio de donde saldréis muy
pronto ruborizados y confusos.
Devoción por la Belleza, sin duda, pero nunca en el
sentido escogido previamente; siempre más abajo,
similar destello ilumina similares ruinas.
El vicio del deseo empieza muy a menudo por un
error de admiración y un desconocimiento del placer.
No hay ni un detalle de las criaturas que no sea digno
de admiración, pero dedicar a una parte del propio
cuerpo o del cuerpo de otro sea una atención exclusiva
sea un culto, aislar en ella una gloria de su gloria total,
es mutilarla.
Dónde encontraré, sin embargo, una emoción más
punzante, más grave que la que experimento en el
fondo de ese abismo, como para renunciar a descender
a él, donde el espectro de la Belleza se concentra y me
visita, donde alguien me habla, donde toco a alguien.
Sé muy bien que sólo se trata de un maniquí, un fantasma, una imagen, pero me recuerda tanto lo que deseo, que entreveo de lejos, por ese sesgo, que gracias a
esa proximidad engañosa he podido estremecerme al
menos una vez de admiración y de terror.
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De la abyección
Cuando nos despertamos por la mañana y pensamos en el pecado de la víspera, al principio no
podemos creerlo; nos negamos a creerlo: ese estupor
dura un segundo. Después nos lo creemos y nos maldecimos.
Al mediodía nos hemos acostumbrado a nuestra
propia maldición y por la noche, vuelta a empezar.
Al día siguiente el estupor es menor y la maldición
subsiguiente carecerá de convicción.
Finalmente nos acostumbramos al oprobio, que se
convierte en el Pan de cada día.
III
La primera vez que le vi, no desconfié porque no había
sentido nada especial en su presencia. Una única cosa
me intrigaba: había intentado retenerlo por todos los
medios y sin ninguna razón concreta o plausible, como
por instinto; le había retenido mucho tiempo, más allá
de lo razonable, rechazando ir a cenar con él e impidiéndole a él ir a cenar solo, toda la noche sin dormir.
En esa obstinación, ¿no podía ya adivinar una causa o
no quería verla? En cualquier caso, yo no sufría. Ninguna alarma, pues.
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La abyección
La noche transcurre sin incidentes, he leído con
entusiasmo esa epopeya criminal. Él escuchaba. No sé
cómo he llegado a esa fiebre, sin transición, sin matices, y sin embargo, como si estuviera subiendo la escalera del Cielo, a medida que avanzaba sentía disminuir
el peso de la atmósfera sobre mis hombros y cierta
pesadez en las piernas ¡Qué ganas de llorar!
Ahora, lejos de él, sin duda muero gratamente y
nace el día. El sol hiere la triste mirada que no ha descansado, que no ha dejado de disparar su aguijón.
Si hubiera sabido lo que me iba a suceder, ¿habría
tenido fuerzas para no volverle a ver? Le he vuelto a
ver. Feliz, ligero, demasiado ligero y demasiado feliz
como para no inquietarse.
Muchas veces me he sorprendido mirándole con
demasiada atención.
Se ha parado un momento en la calle para hablar
con alguien a quien parecía conocer. Entonces he sentido una punzada en el corazón.
Hubiera querido abalanzarme sobre esa persona, o
al menos separarlos o llevarme a X. por el brazo y
arrastrarlo hasta saber por qué me sentía tan trastornado.
Pero de repente se hizo la luz. Me miré de pies a
cabeza.
«Sufres –me dije–. Ya está. Ese hombre acaba de
encadenarte a su carro.»
Mis manos entrelazadas hacia el Cielo, pero sólo
siento devoción por las suyas, ausentes.
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De la abyección
El fuego de mis ojos se ha extendido a mi cara. El
fuego de mi cara se ha extendido a todo mi cuerpo.
Sólo soy fuego.
Esta felicidad es tan nueva para mí, tener en quien
reposar mi mirada, como esos grandes veleros que cruzaban el océano, sin parada alguna y sin días ni noches.
Tener en quien reposar mis manos, cuando ya no hago
nada: es a él a quien buscan, revolviendo el mundo para
encontrarlo y, cuando lo encuentran, se quedan inmóviles como unas palomas al borde del nido.
No hace falta que se entristezca por mi culpa, pues
yo soy sólo aburrimiento y miseria en la perspectiva
del Mundo; Triunfo y Esplendor en la perspectiva de
lo Eterno, pero ¿quién puede saberlo?
Mi corazón necesitaba más devoción que ternura,
más sacrificio que voluptuosidad. Para mí, ahora,
amar es lo único que vale la pena, dar, darme.
¿Qué no le he dado, sin que lo haya sabido?
En todo momento mi corazón silabeaba su nombre
desconocido.
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Todas las objeciones que hubiera podido hacer, sé
que yo las habría destruido.
«Si hubieras mostrado tu vergüenza ante mí, la
habría convertido en la custodia14 de mi gloria.»
Hubiera deseado que fueras mil veces más pobre,
más odiado, despreciado, desgraciado, miserable,
enfermo, sucio, deshonesto, acusado, traicionado,
condenado, perdido, deshonrado, envilecido, vil, condenado.
Como un hombre que hubiera muerto y cuyas
manos cortadas siguieran viviendo. De tanto en cuanto se juntan como erizos de mar y se acarician, se
hablan de él; me parece que nosotros somos cada uno
de esas dos manos ciegas que buscan a la otra, pues
sin ella desaparece el recuerdo íntegro de su vida pasada.
Amarnos tú y yo es acordarnos unidos de alguien.
Nos recubrimos por entero. Reencontramos el Paraíso.
Me parece que entre nosotros existe una armonía
secreta que nos permite entendernos, entenderlo todo,
incluso lo que nadie en el mundo habría entendido sin
nosotros, porque eres a la vez de la misma religión y
14. Juego lingüístico con el significado de reposadero del Santo
Sacramento, aparecido más arriba. (N. de la T.)
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de la misma herejía que yo y nuestra herejía es única:
Tú por mí, yo por Ti.
Antes de encontrarte sólo había enamorado la vanidad de mis amigos, a veces a su alma, nunca su carne.
En señal de alianza hemos intercambiado nuestra
vestimenta. Él se pasea envuelto en mi abrigo y yo en
el suyo.
¿Qué importan el Mundo, el Infierno y el Cielo? En
el Espacio, una Trinidad cerrada, un único Ciclo: Dios, él
y yo.
El Cielo no tenía ya el mismo color, pero ¿cuál era
el color del Cielo cuando yo creía ser feliz? Mi cuerpo
había reencontrado esa gracilidad, esa juventud de los
resucitados, pero lo que había de inhumano en las delicias que sentía me impide todavía entenderlo, saber si
el sufrimiento era mayor que la felicidad, pues la fragilidad de la alegría me era tan sensible como la presencia del Peligro.
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La abyección
Alegría también de que mi alegría fuera sin motivo,
porque necesito, especialmente, humildad.
¿Qué me importa que seas la Nada y que yo te
sacrifique Todo? A veces tú mismo me dices de otro:
«No es nada». ¿Qué importancia tiene? Sólo son
palabras sin sentido para mí. Se trata del punto de
vista de los otros. Ningún ser es «nada» para Dios o
para mí. Amo a los seres como Dios los ama. Un ser
–un ser humano– nunca es nada para Dios o para mí.
Al contrario, cuanto más se le desprecia, cuanto más
se le deshonra, cuanto menos cuenta para los demás
y para sí mismo, más cuenta para Dios y para mí. El
desprecio, ese reino sobrenatural donde el despreciado reencuentra, con toda seguridad, su manto de
púrpura y su corona.
Si los demás no son nada para ti y si tú no eres nada
para los demás, aislado en tu yo, todavía eres más
todo para mí, y si te obstinas en no ser nada para ti,
no por eso eres menos todo para mí, y aunque renuncies a tu orgullo, he substituido el mío por el tuyo, e
instalado en el corazón de mi orgullo, por más que
desprecies al rey, no soy menos tu reino.
¿Cómo sería inútil tu vida, si la mía no lo es?
¿Cómo serías pobre, si yo soy rico? ¿Cómo estarías
solo, si estoy contigo? ¿Cómo no existirías, si yo existo? ¿Cómo dejaría yo de ser importante y dejarías tú
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De la abyección
de ser importante a tus ojos, si para turbarte soy capaz de crear una magia, si he hecho de mi amistad por
ti una religión infernal?
Se ha envuelto de mí como con su abrigo, me he
envuelto de él como con mi abrigo. No es libre para
retirarme su mano y no soy libre para retirarle mi
mano. Nuestras manos no son sino la sombra una de
la otra, pero dime, cuando retiras tu mano, ¿dónde se
retira su sombra? Dime, ¿dónde se retiran las sombras
cuando dejan de ser visibles?
IV
En cuanto me encierran en algún sitio, busco una fisura y soy siempre lo bastante sutil como para deslizarme por ella. Mientras no estoy fuera, ¡qué inquietud!
¿Te acuerdas de mi emoción cuando se abrió la segunda puerta?
Como un sabor, como un perfume deleitable, como
un enigma, como un encanto que escapa a cualquier
análisis, nuestro deseo nos atrae o bien, ¿cómo decirlo?, nos llevamos nuestro deseo al fondo del Infierno,
donde nunca sabrá por qué se ha perdido por completo.
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La abyección
Imposible dormir, soy tan consciente de mi cuerpo,
sensible especialmente en sus contornos, aquí y allá,
donde el recuerdo de una mano o de su boca permanece cual palpitante abeja.
Como un punto de referencia casi doloroso, un
estremecimiento imprevisto recorre mi espalda, mis
costados.
Sin ti, la masa que soy se hundiría confusamente,
pero me interesa la forma que tú has esculpido a mi
alrededor durante la noche.
No es la ilusión por conocerla ni el derecho de exigirla los que crean la intimidad, la duración ni la familiaridad en las relaciones, ni siquiera compartir o
intercambiar voluptuosidades; la amistad o el amor no
la presuponen necesariamente, pero nada es más apetecible.
Se funda en la comunidad de un secreto y una complicidad la consuma.
La intimidad es el abandono total, la ausencia de
doblez.
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De la abyección
Conozco muy bien el peligro, pero cuanto más se
prohíbe la presa, cuanto más se rehúsa a la esperanza,
más victorioso es alcanzarla, aprehenderla.
¿Qué es la voluptuosidad sino la oportunidad de
una gran turbación moral? ¿O el precio de un riesgo
eterno?
A ciertos seres una caricia sólo les emociona en la
medida en que los mata, o al menos los deshonra.
La intimidad empieza únicamente donde no hay ya
amor propio, y quizá no se acabe sino en una común
abyección.
Algo nuevo también en mi desesperanza por la
ausencia de cualquier pensamiento. Ni religión ni
noción alguna del bien o del mal, un verdadero descenso a la mina, en la carne cruda y viva, y por debajo
de la carne quizás, muy pronto el barro y el limo: ¡qué
calor primero y, finalmente, qué pureza!
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La abyección
¡Oh! Viaje iniciado para descubrir el secreto de lo
Admirable, como quien recorre toda la noche una
galería oscura y ve nacer la luz sobre lo desconocido,
en el cuerpo del Desconocido, cuya indiferencia me
da alas. En fin, acercarme a un ser que no sea sentimental, que no hará surgir en mí ternura alguna ni me
hará pronunciar palabras ya dichas, un ser a quien no
sabría atarme, que no sabría atarse a mí, del que me
separaré sin esperanzas, con una serenidad perfecta,
que no amaré por él sino por mí y que es consciente de
ello, un ser que no me amará por mí, sino por él, y soy
consciente de ello, un ser que amará únicamente una
apariencia, quizás ni siquiera la mía (no me conocerá
nunca), y yo amaré también una apariencia, ni siquiera
la suya (no lo conoceré jamás).
Dos estatuas en la habitación o el Jardín del Rey.
Las acercan. Las alejan una de la otra.
A causa de lo que en nosotros se parece, nos hemos
hecho un señal, y a causa de nuestras diferencias no
podremos permanecer juntos.
Sólo se trata de un estremecimiento que os ha emocionado, un movimiento imperceptible en el arco de
los riñones: por eso morimos o matamos. Ahora lo sé.
En medio del placer, la manera de girarse para miraros, os ha convertido todo lo demás en inútil.
Labios aparentemente delgados, rostro lampiño, sus
rasgos de Lucifer son tan inmóviles como sus hombros; de los pies a la cabeza, nada parece bullir, ni
siquiera su mirada, tizón entre cenizas. Sólo la risa del
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ojo incansable expresa el apetito cínico, frío, cruel, sin
fondo, de la voluptuosidad, de la voluptuosidad pura,
sin relación alguna con la ternura o con la pasión.
Nadie ha conseguido emocionar a un ser semejante
ni emocionar a nadie, como tú lo consigues; desnudo
en su corsé de músculos fuertes, empapado en sangre e
inquietantemente pálido, sólo te esperará a ti, en una
sombra perpetua, y esperará de ti una sorpresa que le
libere de sí mismo.
Acostado, cuando llegas palidece aún más y no hablará.
Sólo la punta de sus senos se retuerce, se endurece,
tal delicado vellón de color oscuro y aterciopelado,
sembrado de pelos de oro, semejante a las melindrosas
flores de los castaños y, subrepticiamente, destila una
gota de leche azucarada, tan pequeña que escapa a la
mirada.
¿Quién es lo suficientemente viril y susceptible de
tanta emoción ante ciertos acercamientos, como para
pedirlos sin vileza, exigirlos sin orgullo y además con
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La abyección
una serenidad irresistible, hábil en sus rodeos como
preciso y seguro en su meta?
Ahora lentamente el torso, como el tronco de un
joven ciruelo, se contrae en espesas volutas: sin molestarte, se gira para exponerse más a ti y es excitante contemplar a ese gigante inmaterial, simultáneamente pesado y
frágil, enloquecido y calmado, entregado y sometido,
parecido a mí, siempre el mismo y siempre diferente; mi
propia forma en él me persigue constantemente, a veces
me encuentra, en una ocasión sale del espejo, familiar,
comparsa, cómplice, me toca, me envuelve, me abraza.
El misterio entre vosotros dos, después de haberle
seguido por el periplo de su experiencia, tu mérito,
a sus ojos irreemplazable si le has hecho descubrir en
sí mismo una zona desconocida, un continente de sí
mismo desconocido todavía para él, si le has iniciado
en las fluorescencias, en la sorpresa de un nuevo gozo
con el que has sabido, progresivamente, desarrollar el
ciclo hasta conducirle a la cima de sus deseos, a su centro, si le has tocado, tú el primero, en ese punto único,
apenas discernible, de su carne y de su alma donde
esperaba eternamente a alguien (tú, solamente tú) que
le revelara su propio Edén.
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Pretexto, el amor, para conducir a alguien a tocaros, como es preciso, donde es preciso, como uno quiere, donde uno quiere.
Eternamente pacerás la espiga de su nuca, tan seca
que sabe a siemprevivas, y bajarás, contando cada vértebra que se despertará a tu paso, hasta el flanco del
abismo, donde los riñones, escudriñados a mordiscos,
harán surgir, exhortada y atizada desde lejos, una
grupa alada que enloquece, se arquea, se yergue.
Ebrio de sol, el fruto maduro por fin estalla, se
aleja de sí mismo y de su entorno, se abre y lo que
estaba escondido poco a poco aflora, se dilata: un
cornete de nácar se transforma en un capullo rosado
cubierto de seda, primero casi invisible, después más
grande, y como un pavo real lentamente inflado, máquina gigantesca, apenas nacida, la Quimera se balancea, se bambolea, avanza para acercarse al rayo que le
da su plenitud y, convertido en flecha, de golpe la desgarra y la mata. Entonces, del fondo del abismo, donde
nos hemos precipitado juntos, suben, repercutiendo
de mundo en mundo hasta el empíreo, rumores sordos y el gemido triunfal que la voluptuosidad arranca
a los Mudos.
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La abyección
La llave ha girado en la cerradura y, como he gritado «¿Quién es?» con un tono bastante firme, el Destino ha dudado.
Estoy convencido de que si por casualidad mi voz
en ese momento no hubiera sonado tan bien, el que me
buscaba para estrangularme lo habría hecho.
Lo que me salvó: la relación entre mi firme seguridad y la falta de decisión del asesino.
¿Cómo es que Dios no me ha perdido cien veces, si
yo nunca evito las ocasiones? Para que siga a mi «Demonio» por donde él quiere.
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Décima parte
DESPERTAR EN EL ESTUPOR Y EL ESTUPRO
I
¡Podredumbre! Soy sólo carne. ¿Sólo a eso tendían
tantas y tan nobles promesas?
¿Qué he hecho de mí? Qué ha hecho conmigo una
tentación que había tomado primero un giro tan clásico, después místico.
Por la noche, la humedad de mi cama me despierta:
en una actitud obscena le veo a mi lado, demasiado
cerca como para que no sentirme cegado, ofuscado,
ahogado. Su olor tapiza mis fosas nasales y su sabor
particular, en un sitio preciso de su cuerpo que tan
bien conozco, ocupa constantemente todas las papilas
de mi lengua y de mi paladar. Mis manos están llenas de
su forma, más pesada, más obsesiva que su ser material. Inmóvil, fijo y solitario, habita mi mirada; se
cuela en mi alma y todo lo que le sigue le acompaña,
como un séquito, me invade por todas partes y me asedia. Dejo de ser yo para convertirme en lo que he
experimentado con tanto placer; y el objeto de mi adoración, convertido en objeto de mi horror, ya no me
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De la abyección
abandona. Ante él mi emoción es la misma, sólo ha
cambiado de signo.
Puedo errar por la Tierra y buscar reposo en otros
mundos. Pero no lo encontraré. Obstinadamente he
perseguido a X. Le he encontrado, emocionado,
hechizado; con mis maleficios, he hecho de él un
monstruo; consagrado sólo a mí, transformado en mi
comparsa con su cortejo inmundo, hasta la muerte y
más allá de ella, llevará a mi sombra esa ropa de
voluptuosidad y de vergüenza que he tejido para él
con mis miradas y con que le he revestido con mis
propias manos. La eternidad no le bastará ni a él para
maldecirme ni a mí para expiar mi pecado. Su degradación, su perversidad irreparable, me las debe a mí;
su tormento, soy yo quien lo ha creado. Su Infierno es
mi obra y ya no tiene remedio. Aunque me salve, le
habré perdido.
A cierto nivel la voluptuosidad es ya el Infierno,
el hervidor, la caldera. Todo el ser, lo que está fuera
de él y lo que está en su interior, se transforma lentamente en su objeto, se especializa, se homogeneiza. Cesa la variedad, y como el placer reside en la
sorpresa, pese a todas las precauciones pronto llega
el asco, al que sucede un corto reposo, y de nuevo el
deseo dispara su aguijón envenenado.
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La abyección
Pesadas capas de sangre suben de las partes bajas al
corazón y bañan el rostro y la frente, para volver a
descender a los bajos fondos hasta que, ya esparcidas,
las fuerzas adormecidas un instante, el calor, el ardor,
la quemadura ceden al hielo para renacer otra vez
enseguida.
Incluso la inteligencia se pone al servicio de los sentidos; la facultad de abstracción se atrofia, se materializa; la razón sólo es un repertorio vulgar, un canon de
belleza, una estética; la conciencia un catálogo de
modas, la asociación de ideas un lupanar. La loca de la
casa, la que primero se ha hecho carne, sólo se distingue ya de los sentidos en que es propio ser de ella ilusoria y quimérica, pero como está menos limitada
cuantitativamente y no hay nada que no le sea posible
concebir, da más libremente curso a la fantasía y se
convierte en un almacén de obscenidades; convertida
en el museo secreto de Nápoles del alma, suple, por el
número y las proporciones, toda la fealdad que la naturaleza le rehúsa.
Así, el ser se mueve sólo en lo concreto, revestido en
lo exterior por formas tangibles y en lo interior por
formas irreales. Las unas se convierten en reflejos de
las otras, o bien se engendran indefinidamente, como
espejos mágicos colocados frente a frente. Crean alrededor del alma y del cuerpo, influyendo más concretamente en el corazón y en el rostro, una atmósfera
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De la abyección
irrespirable, una opacidad, una especie de marea que
acarrea la parálisis y la asfixia. No podemos ya movernos ni elevarnos desde el fondo de ese abismo oscuro
ni despojarnos de ese lazo de figuras de plomo, de esa
armadura, de esa máscara, de ese casco erótico, de
esos límites, de esas cadenas vivas, de esa prisión infestada, de ese silo donde nos enterramos y nos ahogamos con nuestros propios excrementos, de los que
somos víctimas, sin poder ya nunca jamás vivir ni
morir.
Que hay un Demonio atado a cada parte del cuerpo, de nuestro cuerpo y del cuerpo de los demás, nos
hace conscientes de muchas cosas; que hay un Demonio de la Cara, de las Manos y de los Pies; que otros,
de esencia más sórdida, se alojan más abajo o más
arriba, entre nuestros senos o nuestros muslos, que
hay un Demonio fálico, un Demonio vaginal, un
Demonio anal, y que hay tantos como tantos seres hay,
de la misma forma que hay falos, vaginas y anos, y
que esos Demonios tienen más vitalidad cuanto más
nos entregamos al pecado y que son más o menos
numerosos según los individuos y que ciertos hombres
y ciertas mujeres sean una hormiguero, un pueblo, un
universo de Demonios, de eso no hay duda. Esos
Demonios nos dejan para ir a atormentar a los demás,
o nos espían al pasar, abandonando a los demás para
obsesionarnos por turno y asaltarnos finalmente todos
juntos, y nos fascinan y nos atraen presentándonos
continuamente y con cualquier motivo el mismo obje162
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La abyección
to preciso, vivo e imbuido por ellos con un atractivo
particular, irresistible al fin.
Las visiones del Infierno son el pan de cada día
del condenado, ya en la Tierra a merced de lo que a
menudo es sólo una imagen, la imagen de un ser en
una actitud equívoca, o la imagen de una parte vergonzosa o de una expresión lúbrica de hombre, de
animal, y todo el tiempo que el Condenado esquiva
su Quimera le parecerá tiempo perdido, todo el tiempo en que deja de ser presa de esa Imagen o de la
Realidad que representa, el Condenado cree no vivir,
y tanto más cuanto que ese Demonio, esa Quimera,
la Imagen o la Realidad que le alucinan, son inmundos, infames, también la degradación en la que cae
se hace más profunda, irreparable, definitiva, y mayor es la satisfacción que experimenta y su borrachera se vuelve más violenta, es decir, cuanto más implacable es la atracción que el fondo del Abismo ejerce
sobre él, más se siente penetrado por lo que le rige, y
le rige así exclusivamente. Y esa Figura inmóvil, a la
que acaba por parecerse, agrandada lentamente hasta
los topes de una boca de cloaca, boca de cloaca él
mismo, la respira, la toca, la devora, mientras ella le
huele, le respira, le toca íntimamente, ojo miope de
cíclope devorando el ojo miope de un cíclope en la
noche.
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De la abyección
II
«Pero, ¿qué ha pasado? De repente mi corazón ha
dejado de sentir interés.» Y me espanto, liberado de mí
mismo.
El suicidio no es tanto un acto como un estado del
alma. Tengo el don de identificar a los suicidas que
van por la calle, y desde hace poco, al verme en los
escaparates creo reconocer también a un suicida.
Se preguntan por qué mi semblante es ausente. No
me he repuesto, y dudo entre una risa enloquecida y
un torrente de lágrimas.
Que la razón (la risa y las lágrimas) son lo propio
del Hombre.
Separado del mundo, de la mayoría de los humanos, con cuyos ojos miro un instante, veo en el autobús a todos los seres que hacen al parecer el mismo
viaje que yo, en particular a esa mujer rubia.
El que ya ha muerto y está en el Infierno, ¿percibe a
los que viven todavía, esos a los que va a dejar seguir
su destino cuando el suyo ya ha caducado? Evalúa el
margen que le separa de ellos; no se interesan por las
mismas cosas que él. Sus miradas y la de él, sus preocupaciones y las de él no pueden volver a coincidir; a
contrapelo contemplan orillas opuestas.
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La abyección
Hemos recibido un golpe mortal, y por mucho que
hagamos, nos hemos convertido en fantasmas. Eso es
lo que soy. Parezco vivir.
No es necesario matarse ni morir para estar muerto.
Bien puedo, por un acto firme y constante, definitivo de
la voluntad, dar la vuelta al Cabo, estar aquí sólo en
apariencia, «estar» ya en realidad en el otro lado, fuera,
donde ya no nos pueden atrapar, ser «otro», vivir «de
otro modo», asentado ya en lo Eterno, Cielo o Infierno.
Así, voy a ejercitarme en una nueva existencia, la de
fantasma; convertirme por completo en intangible,
inaudible, invisible.
Nos habituamos mejor a la angustia en soledad que
en presencia de otro ser, ¿aunque esté dormido? Un
compañero dobla la realidad de lo que os hiere. Solos,
alcanzamos más fácilmente, sin billete de regreso, un
mundo extraño, singular.
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De la abyección
Mi pobrecita madre da vueltas a mi alrededor sin
comprender. Ni la escucho ni la veo, pero sus cuidados
a veces me hacen sentir remordimientos.
En un momento dado, me dice: Cuando hay peligro, no pienso en él sino en abrirme un camino.
El coraje, un hacha.
Únicamente cuando no hemos caído en el fango por
un paso en falso es quizás posible esperar que se seque.
El polvo es una especie de nobleza en suspenso, que
sólo ensucia mezclado con agua.
Piensa que en un vicio hay niveles y comprueba que
en esta ocasión has llegado al último, el más profundo, el más bajo, el único que es grave alcanzar porque
es mortal, que has bajado al fondo del abismo, al
fondo de tu propio mal, al grado más sepulcral de tu
yo y que has sentido los efectos simultáneamente
maravillosos y horribles, absurdos, legítimos, detestables, pues son destructores de toda nobleza que no es
inherente a ti, esencial a tu naturaleza. Confiesa que
has conocido la abyección y que debajo no hay nada,
que has visitado el abismo del abismo y que es un límite al borde del cual la inteligencia y la voluntad nos
abandonan y nuestros sentidos, excepto la conciencia,
desfallecen. Convertido en animal inmundo, luego en
planta cenagosa adaptada a los recovecos de una vergonzosa cavidad del Infierno, por un instante tú has
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La abyección
sido menos que eso, un protoplasma, para convertirte
al instante siguiente en algo tan eminentemente cercano a la «nada» que en un abrir y cerrar de ojos has
evidenciado ese vértigo que es la otra cara de nosotros mismos: negación, vacío absoluto. Llegado a ese
punto supremo más allá del cual ya no podemos
seguir decayendo sin dejar de ser, porque ya no hay
acceso, porque ya no se puede acceder a ninguna
parte desde ese lado para nadie ni para nada, porque
no hay lugar para estar más abajo, quiero decir, porque el ser dejaría simultáneamente de ser para ir más
allá; como me es imposible dejar de ser, necesariamente me he parado. Sin embargo, el reto que ha llevado tan lejos en mí la naturaleza humana tenía que
parecerse tanto al coraje y a la estupefacción que se
apoderó de mí ante lo infranqueable, imitaba tan bien
el éxtasis que, permitiéndome mantener eternamente
la ilusión, Dios hubiera podido abandonarme allí y
me habría perdido, cuando me despertó, de golpe, el
sentir que no es lo que es más, sino lo que es menos,
que no es lo que es, sino lo que no es lo que tocamos
desde ese lado.
III
Reconoce que sabes ahora lo que es dejar de ser una
ventosa ciega y borracha, apacentando un campo de
coral, en las tinieblas del fondo de los mares donde no
os rozan sino los escualos y no os ilumina sino su
mirada glauca y fluorescente: que has sido cochinilla,
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De la abyección
moho, y que sólo eso puede ser quizás el hombre
abandonado al hombre hecho de hombre.
Perderse uno mismo es cuestión de todo el ser.
Aún no se ha perdido nadie por amar lo que debería
odiar, por adorar lo que debería detestar. Empezamos a
estar perdidos sólo cuando estimamos, más que cualquier otra cosa, lo que deberíamos despreciar por encima
de cualquier cosa, y si persistimos en esa preferencia que
disfraza el consentimiento del espíritu tras el del corazón
y denuncia su complicidad. El mal gusto ha pervertido el
juicio. En suma, sólo en el momento en que aprobamos y
admiramos, en que ratificamos nuestra propia decrepitud, nos hemos perdido irremediablemente.
No tener otro horizonte que esa sinceridad, que ese
frente a frente ciego, angosto, ese beso infernal de la
Nada a la Nada ¿y aceptarlo?
Es el objeto del cual el alma ha decidido ser víctima
el que la configura, según se es digno o indigno de ella,
en la Vergüenza o en la Gloria.
IV
¡Oh, impresiones fugitivas! Imagen del Hombre, qué
bella serías si pudiera guardarte, guardarte en mi pre168
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La abyección
sencia, guardarme en tu presencia. Te contemplaba
escurridiza y no podía captarte totalmente con mi
mirada ni con mis labios, con tu eternidad entre mis
manos. Renuncio a ti porque te me escapas por todas
partes. No podemos poseerte. Sólo Dios es mío como
yo te querría a ti.
Iba a buscar en el mal, ¿quién sabe? Quizás la energía para actuar correctamente, para coger, en lo más
alejado al bien, el impulso más formidable para alcanzarlo.
No podemos estar separados de Dios ni de nosotros
mismos. De todo lo restante podemos estarlo.
La vida debe enseñarme a distinguir lo que es esencial, lo que me es esencial, del mundo o de mí, de mí o
de Dios.
Sin Dios, ¡en qué me convierto!
Señor, no quiero ya saber qué fiestas reservas al
Cuerpo del hombre que he adorado hasta la idolatría
más orgullosa y más rastrera. Mi cabeza suntuosa ha
buscado en vano un lugar entre sus brazos, entre sus
senos. Allí se ha perdido, y hoy se encuentra, en los
bajos fondos, como un desecho.
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De la abyección
He querido poseer al Hombre como se posee únicamente a Dios.
Magnífico incluso desde lo más profundo de la ignominia.
San Agustín
Hay en mí, indefenso, abandonado a esclavos que le
llevan sobre un palanquín, un Rey. En cualquier
momento pueden rebelarse, arrojarlo por el polvo,
deshonrarlo, asesinarlo.
Sólo en el Hombre el Ángel y la Bestia se encuentran frente a frente y se enfrentan en su propia confusión.
Alejarme hasta tal punto que no sean más que un
espejismo y que su ruido no me llegue sino indistintamente.
La sombra de todos los males agrava mis desgracias.
Si no hay catástrofes, al menos heridas, jugamos, no
vivimos. El amor es una herida, la pasión una catástrofe.
Ciertamente existe incompatibilidad absoluta entre
la Pasión llevada hasta cierto punto y la Vida. La
Pasión llevada al paroxismo es el olvido imposible, la
rigidez, la inmovilización definitiva de las energías,
que son movimiento y se acumulan hasta explotar.
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La abyección
Pero, ni el amor ni la pasión son motivo de vergüenza, y si nos extravían, es sin deshonor.
No podemos decir lo mismo del Vicio.
Frenesí de la sensualidad. ¿Por qué esa sensibilidad
hacia el placer? ¿Y hacia qué tipo de placer? ¿Qué
beneficio moral o intelectual obtengo? Ninguno. Al
contrario. Más tarde me siento liberado, sin duda, de
una obsesión que me cerraba el paso impidiéndome
saborear cualquier cosa, interesarme por nada, trabajar; pero mi memoria ha mermado, mi inteligencia se
ha cansado, mi cuerpo, víctima de la inquietud, siente
un malestar profundo, irreparable.
El Mal se presenta primero como una dificultad,
como una prueba, como una tentación, y luego se
revela como una costumbre, como una esclavitud,
como una necesidad, como una tara.
El Mal se presenta primero como una dificultad
moral, no hay en ello nada de sublime, y reaparece
más tarde, anclado por la fuerza de la costumbre,
como una marca indeleble de infamia.
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De la abyección
La castidad me parece una obligación urgente para
mí. Progreso, pero si se restablecen ciertas costumbres,
el precipicio permanece abierto.
Evitado o padecido el deshonor, hay que tratar de
alejarse no tanto de la locura y de la muerte como de
cierta bestialidad secreta y definitiva.
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E
ELOGIO DE LA ABYECCIÓN
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Felicidad de recibir injurias. Hay una revelación en ser
insultado y despreciado públicamente. Se conocen
ciertas palabras que hasta entonces sólo eran accesorios de tragedia, palabras con las que de pronto nos
visten y nos aplastan. Quizás ya no somos quien creíamos ser. Ya no somos, quizás, quien pensábamos ser,
sino aquel que los otros creen conocer, reconocer,
como Fulano o Mengano. Si alguien ha podido pensar
eso de mí, es que en el fondo hay cierta verdad. Primero se intenta pensar que no es cierto, que es sólo una
máscara, un traje de teatro con que os han vestido
para escarneceros y queréis quitároslo, pero no; se os
adhiere tanto que es ya vuestro rostro y vuestra carne
y, si intentáis despojaros de él, os desgarráis.
Se trata de un nombre odioso que podía rechazar
ayer y que ya no puedo rechazar hoy, si a alguien le
place imponérmelo como una consagración al revés,
quiero decir, como un pecado. Hay que destacar que
todos los hombres sin excepción, sean cuales sean, por
otra parte, sus méritos, el afecto o el grado de parentesco que les une, sólo se nombran voluntariamente por
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De la abyección
sus taras: mi amigo el Jorobado, el ladrón de mi primo,
ese borracho de Pablo o de Pedro, etc. Más todavía, la
injuria, el insulto, son perpetuos. No se explicitan únicamente por boca de éste o de aquél, sino que surgen
en todos los labios que me nombran; están en el «ser»,
en mi ser, y los reencuentro en todos los ojos que me
miran. Están en todos los corazones que me tratan;
están en mi sangre e inscritos con letras de fuego sobre
mi rostro. Por todas partes y para siempre me acompañarán en este mundo y en el otro. Son yo y es Dios en
persona quien los profiere al nombrarme, quien eternamente me da esos nombres execrables, quien me ve
desde el Ángulo de la Cólera. Imposible, en lo sucesivo,
escapar a ese Juicio Particular, Final y Universal.
Pero no tiene importancia alguna ser insultado
pública y verbalmente por un extranjero que juzga
sólo las apariencias. Hay que serlo por escrito, en un
libro, pero si ese insulto emana de un enemigo, no
sirve. La felicidad está en que sea obra de un amigo, y
de los más íntimos.
Ciertos vocablos infamantes quizás nos convenían,
pero cualquiera que hubiera podido ser nuestro rumbo, no habíamos pensado en aplicárnoslos hasta el día
en que los vemos impresos con un hierro candente
sobre nuestra espalda, junto a nuestro nombre. Así, ese
es nuestro adorno más íntimo e inalienable, nuestra
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Elogio de la abyección
escolta natural, nuestro cortejo, el Carro ignominioso
de la Confusión, el triunfo total que habíamos merecido en la mirada de los demás, cuando quizá esperábamos encontrar la estima, una admiración universal.
Felicidad de ser objeto de escarnio y de desprecio
para el único hombre en quien he tenido fe.
A él el primero, le confieso el Drama de toda mi
vida, y como respuesta a la generosidad de mi confianza universal, tienes el gesto de echarme en cara, de
improvisto, delante de su mujer, una imagen que sabe,
naturalmente, que me turbará, con la esperanza de
descubrir mi emoción e insultarme con ella.
Felicidad de ser desfigurado por el Mal, por el propio mal. No poder ya mostrarse y mostrar su mal que
es como un emblema, una insignia, un signo, el traje
blanco de la Locura o la campanilla del Leproso. Os
oyen llegar, os divisan de lejos y todos los que os encuentran os juzgan en un abrir y cerrar de ojos y os
evitan, os condenan, os arrojan de nuevo a vuestro
pecado, a vuestra soledad, a una reclusión eterna.
Felicidad de dejar de tener amigos o los amigos que
se merecen: semejantes a ti y que te devuelven fielmente tu odiosa imagen.
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De la abyección
Felicidad de no tener ya parientes. Tu familia reniega de ti; si hablan de ti en su presencia, es en voz baja,
y si ella habla de ti a alguien, es bajando los ojos; enrojeciendo al recordarte.
A veces uno está tentado de creer en su propia existencia, de tomarse en serio.
Sobre todo, no hay que creer en la existencia del
propio cuerpo tal como surge, sino verlo tal como es;
no tal como es en este preciso instante, sino en la sucesión de sus metamorfosis, concentrarse ya en los gusanos que lo roen y en la Gloria o la Vergüenza que Dios
le reserva para toda la eternidad.
Felicidad de la ignorancia, de todas las ignorancias,
de la falta de inteligencia, de todas las cosas ininteligibles, excepto la de la Nada. De desastre en desastre,
una vez franqueadas todas las etapas, ya no queremos
comprender, y es en el fondo de esa noche donde me
reencuentra la Luz.
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Elogio de la abyección
Felicidad de no ser nada, de ser feo, favor de la vergüenza, de las enfermedades y de los pecados, de las
enfermedades que hacen de mí objeto de repulsa para
los demás y de mis pecados que hacen de mí objeto de
repulsa para mí mismo. La felicidad de todo lo que me
aísla, de todo lo que me «abyecta».
Igual que el Santo ha renunciado primero al Mal,
luego a la Sociedad de los hombres y finalmente en sí
mismo a todo lo que no es virtud, para unirse sólo a Dios
en la contemplación y en la práctica de una vida perfecta,
hasta no ser él mismo sino Nada y hasta que sólo Dios le
sea Todo: así también el Pecador decidido renuncia al
Bien, a la Sociedad y en la Sociedad a la estima, al honor,
a sí mismo finalmente y en sí mismo a todo lo que no es
su Pecado para unirse únicamente por el deseo primero,
y en acto luego, a su objeto, haciendo que todo gire hacia
el triunfo de su perversidad hasta no ser en sí mismo sino
Nada y su mal, el Todo Mal.
Que hay un paralelismo entre los caminos de la Perfección y los de la Perversión, que las etapas son las mismas en ambos, pero que a contracorriente conducen a
veces a idéntica Luz mediante dos desenlaces opuestos.
La Pureza prejuzga lo que la Impureza ha constatado.
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De la abyección
Descubrimiento de una especie de soledad inesperada, justo antes de despertarme, y que a medida que me
desvelo por completo, se aleja. Imposibilidad de recuperarla, excepto el recuerdo de una montaña que llenaría la mitad del Cielo, cuya cima tocaría el cenit y
que el Mar rodearía. Desde lo bajo y hasta lo alto,
simultáneamente, en la cúspide de la profundidad y de
la altura, me percibía a mí mismo.
De la manera que sea, sólo se ve aparecer la verdad
despojado de todo y de uno mismo, guiado por la virtud o el pecado por lo alto o por lo bajo, más allá o
más acá del Universo.
Sólo se percibe lo Sobrenatural guiado por la Virtud
o el Pecado por lo alto o por lo bajo, más allá o más
acá de uno mismo.
Tantos seres a los que querría iluminar, pero aún no
tengo luz suficiente para mí.
Soy como alguien que, cogido por los pelos y queriendo disimularlo, fingiría estar recibiendo caricias.
El dolor más grande deja siempre tan gran parte de
mi alma vacante para la Felicidad de Dios y la mía que,
en mi opinión, no existe el dolor total para el Hombre.
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Elogio de la abyección
Siempre hay un bies por el cual escapar al sufrimiento.
El dolor puede convertirse en insufrible para algunos, pero sólo ellos lo saben y lo creen.
Es verdad que ahora empiezo a verlo claro. El Sol
sube por detrás de las montañas y la aurora es tan
agradable para quien no ha dormido en toda la noche,
a causa del frío, en una montaña rocosa donde se
había perdido.
Lo cierto es que entonces, a pesar de lo que diga
F. M., no tememos tanto que sea imposible volver a ser
puro como nos alegramos de respirar de nuevo libremente después de la asfixia.
–¿Lo has destrozado todo?
–Mi sueño se ha rejuvenecido y fortificado.
En lo más profundo de la vergüenza, de repente se
percibe, gracias a cierta luz, que no es en el Pecado
donde nace el sentimiento de los matices. Se reconoce
lo que se había perdido, se recupera, se coge de nuevo
alegremente, pero los Puros no admiten fácilmente que
lleguemos al mismo punto que ellos y que hayamos
cogido otro camino.
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De la abyección
Cuando se ve la abyección a que conducen las debilidades, todas nuestras facultades, incluso las más animales, recobran su nobleza.
Sentimos ardor, pero para odiarlo, y lo odiamos
hasta tal punto que al final nos vemos más despojados
que otros, desnudos.
¿Y no sería una cobardía lamentar ahora ese deseo
y sus arrebatos que nos han llevado más allá de nosotros mismos?
Basta con que el Demonio de cada uno no tenga la
última palabra.
Que me acostumbre a no sentir ninguna necesidad
material, justo la felicidad de respirar, como una brizna de hierba entre dos adoquines.
Somos tan pobres sin Dios y Dios sin nosotros.
Dios: el Prójimo más próximo, el más urgente, el
único necesario, el Único Eterno, continuamente Presente y el Mejor, Primero y Último, compañero defini182
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Elogio de la abyección
tivo y sin debilidad alguna, más esencial para Mí que
yo mismo, puesto que Yo sólo puede ser Dios y yo,
puesto que sin Dios no puedo ser Yo íntegramente,
sino vacío.
Señor, dame la Vida.
Nada sino tú, Amor.
He amado tanto a todos los seres que el Fuego que
hay en mí los ha consumido y ya sólo son ceniza y
humo, transparencia, que ya no queda de ellos sino el
Fuego.
He amado tanto todas las cosas que mi amor me las
ha devorado, que sólo me queda mi Amor.
La ciudad donde vivía era alta y fortificada y hermosa la raza de mis hermanos y de mis hermanas, que
encontraba por los caminos y percibía desde mi ventana, pero ya no quedan caminos, ventanas ni nada ni
nadie, sino ceniza y humo.
Sobre todo no hay que creer en la existencia de una
casa propia.
Mi Palacio ha sido víctima de las llamas y mi Cuerpo no es sino un fantasma entre ruinas.
Todo el mundo cree que vivo en una casa y en una
ciudad y que hablo a mis hermanos, que los veo, que
los oigo, que los toco, pero yo sé bien que la ciudad y la
casa no son sino ilusión, así como mis hermanos.
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De la abyección
Fuego, ¿qué has hecho de mi ciudad, de mi casa, de
mis hermanos? Me los has quitado. Me los has hecho
tan presentes, me has hecho su presencia tan sensible
que se han convertido en imposibles, en impracticables. Me los escondes. Me los hurtas. No puedo reencontrarlos. Me has quitado lo que tenían de realidad.
Me los has devorado. ¿Qué has hecho de todo y de
mí? De todo no queda sino Tú.
Ayer sentí miedo de mi soledad.
¿En qué siglo vivo, en qué Lugar? Ya no me permites saberlo. Has destruido el tiempo y el espacio.
¡Fuego!
Qué felicidad saber que ya no tengo nada en común
con lo que me desagrada en lo que parece gustarme, con
lo que me rodea.
Que la época y el mundo a que pertenezco me disgusten o me encanten, que maldiga o bendiga la patria
que es la mía, el siglo que es el mío, rehúso saberlo.
Sólo acepto el Vacío adonde llego, el que tú me has
dado por Reino.
¡Bendita seas, Unidad de mi amor, por haberme dado
a conocer la Verdad y la Mentira, la vanidad de todo
aquello por lo que los hombres todavía se apasionan!
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Elogio de la abyección
Ciertamente, ninguna época fue tan sublime ni tan
triste, porque los hombres son menos ignorantes, pero
tienen tantos prejuicios como antaño.
Pretenden creer en esto o aquello de la humanidad
pero no tienen ninguna excusa para dejar de creer
también lo contrario.
El amor ha dejado de estar aquí o allá, está más allá
de cualquier límite.
Sólo hay un Amor.
Y todo el mundo lo sabe como Yo, pero nadie lo
quiere como Tú y como Yo.
Nada importa más que Tú y mi consentimiento,
nuestro Matrimonio.
Que yo no vea, que no oiga, que no diga, que no saboree, que no aspire sino Tú, Eterno.
Que no me digan que viva en esta habitación, en
esta casa, en esta calle, en este país, en este mundo.
No soy sino en Ti, Eterno, fuera de mí.
Que no me digan siquiera que soy Yo.
Me he negado, consumido hasta la Nada ante Ti.
Tú.
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Este libro se terminó
de imprimir en Barcelona
en octubre del 2006
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