El volumen I - La Historia Trascendida

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1921
El Protectorado español
en Marruecos
1877
Esta recopilación, que no pretende ser exhaustiva, pero sí cuidadosa en su selección, esboza la trascendencia de la obra humana
en campos tan diversos como la educación, la literatura, la pintura,
la diplomacia o la política, sin olvidar la mención a los muchos
héroes de las campañas militares. Encontrará el lector biografías
extensas junto a otras de menor densidad, y que se han completado con unas semblanzas más escuetas recogidas de la web
www.lahistoriatrascendida.es. Han sido realizadas por un abanico de especialistas, conformando un todo donde priman la emoción y el sentimiento más que el corsé academicista. Todo ello se
acompaña de una cuidada selección de fotografías documentales
y de un ensayo visual contemporáneo.
Repertorio
biográfico y emocional
www.lahistoriatrascendida.es
Colección páginas de historia
Esta obra nace con ánimo de trasladar al lector a la época más
significativa de la presencia española en el norte de África. Mediante una selección de semblanzas y biografías, se recorren los
diferentes periodos cronológicos en los que se desarrolló la obra
de España en el Protectorado de Marruecos. A través de sus páginas
desfilan numerosas historias personales, enmarcadas en batallas,
traiciones, hazañas, esperanzas y esfuerzos sociales y artísticos.
Enlazado de forma temporal y temática se presenta un repertorio de
los personajes de toda índole y nacionalidad que protagonizaron
aquellos hechos.
Con esta obra se pretende ofrecer al investigador y estudioso, o
simplemente al público interesado en la materia, una herramienta
útil y amena, a la vez que una muestra de la riqueza intelectual y
humana de algunos de los hombres y mujeres que forjaron la historia de nuestro Protectorado en Marruecos.
Volumen I
Dirección de José Manuel Guerrero Acosta
2
1
1
Joaquín Costa retratado por
Victoriano Balasanz, 1913.
Cortesía Ayuntamiento de
Zaragoza. ˆ p. 47
3
2
4
2
El Padre Lerchundi retratado
por Federico Godoy, 1894.
ˆ p. 72
3
Théophile Pierre Delcassé,
ministro de la Guerra francés.
Agence Meurisse. Bibliothèque Nationale
de France. ˆ p. 64
4
El pintor Josep Tapiró en su estudio.
El Heraldo de Cataluña, 1921.
ˆ p. 112
5
4
5
Muley Hafid Ben Hassán, el sultán destituido,
en el exilio. Marsella, 15 de agosto de 1912.
Agence Rol. Bibliothèque Nationale de France. ˆ p. 121
6
7
5
6
Alfonso XIII vistiendo el uniforme
del Cuerpo de Ingenieros en 1909.
Fotografía de Ortiz Echagüe.
Cortesía AGMM-IHCM. ˆ p. 117
7
El general Francisco Larrea y Liso.
Dominó el Rif oriental sin disparar un tiro
en 1909, organizó las fuerzas indígenas
y fue comandante general de Ceuta
al inicio del Protectorado.
Legado Fernando Valderrama.
Biblioteca Islámica «Félix Mª Pareja»
(Aecid). ˆ p. 130
8
9
6
8
El general Lyautey visita Madrid en 1914.
De derecha a izquierda: general Marina
(alto comisario), Lyautey, Geoffray
(embajador de Francia en Madrid).
Agence Rol. Bibliothèque Nationale
de France. ˆ pp. 120 y 135
9
El presidente del Gobierno Eduardo Dato
y el general Marina. Madrid, marzo de 1914.
Agence Rol. Bibliothèque Nationale
de France. ˆ pp. 135 y 204
10
11
10
El cabo Luis Noval Ferrao, fototipia
basada en el pergamino conservado
en el Museo del Ejército.
Colección particular. ˆ p. 137
11
Retratos de Felipe Alfau Mendoza y José
Marina Vega, Tetuán. Fotografía de
Francisco García Cortés.
Legado Fernando Valderrama.
Biblioteca Islámica «Félix Mª Pareja»
(Aecid). ˆ pp. 135 y 191
12
8
13
12
Retrato fotográfico de El Roghi,
Illustrated London News, 1910. ˆ p. 142
13
El general Manuel Fernández Silvestre.
Cortesía AGMM-IHCM. ˆ p. 196
14
14
Grupo de mandos con ocasión del viaje
del ministro vizconde de Eza al territorio
de Melilla. En la primera fila, el quinto por
la izquierda es el general Neila (con su
Laureada ganada en la defensa de
Cascorro en 1897, cuando era capitán);
a su izquierda, con salacot, el coronel
Jiménez Arroyo, detrás, el coronel
Morales; a su izquierda, el coronel
Gómez-Jordana Sousa, jefe del E. M.
del general Berenguer; Berenguer mismo
y después el ministro Eza, con lazo de
pajarita al cuello; de seguido Fernández
Silvestre con su tullida mano izquierda en
impremeditado gesto; a su izquierda, el
general Monteverde, segundo jefe de la
Comandancia; los dos últimos son el
coronel Sánchez Monge, jefe del E. M. de
la Comandancia, y el teniente coronel
Dávila, jefe de Operaciones con Silvestre.
Fotografía sin firma ni sello, atribuible al
capitán Carlos Lázaro, julio de 1920.
Legado Silvestre. Colección Pando.
ˆ pp. 192, 196 y 342
15
10
16
15
Fotografía de Felipe Navarro
y Ceballos-Escalera durante
su cautiverio en Axdir. Revista
Nuevo Mundo, 1923. ˆ p. 197
16
Visita de la reina Victoria Eugenia
a Marruecos, 1927. Postal de época.
Cortesía Archivo José Luis Gómez
Barceló. ˆ p. 203
17
18
11
17
Dámaso Berenguer (izquierda)
acompaña al ministro De la Cierva
(centro) y al general Cabanellas
(derecha), enero de 1922.
Fotografía de Lázaro.
Archivo Agencia EFE. ˆ p. 192
18
Los generales Silvestre y Navarro en
Afrau, el día de su ocupación por las
fuerzas de la Comandancia General
de Melilla, invierno de 1920.
Postal de época. ˆ pp. 196-197
19
12
19
El coronel Pedro Vives Vich, padre
de la aviación militar española.
ˆ p. 215
21
13
20
20
El general José Villalba Riquelme.
Cortesía Archivo Martínez-Simancas.
ˆ p. 210
21
El teniente coronel Antonio García
Pérez poco después de su regreso de
Marruecos. Cortesía Archivo MartínezSimancas. ˆ p. 205
22
14
22
El alto comisario Gómez Jordana
(padre), junto al presidente conde
de Romanones, en su visita a
Marruecos, julio de 1914.
Cortesía Archivo Gómez-Jordana.
ˆ p. 209
23
25
15
24
23
Fotografía del capitán de Infantería
Asensi, héroe de la retirada de
la columna de Zoco el-Telatza
hacia la zona francesa, 1921.
Cortesía Archivo Jorge Garrido Laguna.
ˆ p. 234
24
El capitán Alonso Estringana.
Cortesía Archivo Javier Sánchez Regaña.
ˆ p. 221
25
El sargento Francisco Basallo se
reencuentra con su madre en Melilla,
tras su regreso del cautiverio en Axdir.
Revista Nuevo Mundo, 1923.
ˆ p. 255
1
26
27
26
El capitán José de la Lama
convaleciendo de sus heridas,1911.
Fotografía de Juan Pando Despierto.
ˆ p. 327
27
Estatua yacente en cobre, que
homenajea al comandante Julio Benítez
Benítez, muerto en la defensa de
Igueriben, de Julio González Pola.
Museo del Ejército de Toledo. ˆ p. 257
28
17
29
28
El teniente coronel Fernando Primo de
Rivera, laureado por su comportamiento
en la retirada de Annual y defensa de
Monte Arruit al frente del Regimiento
de Alcántara. Cortesía AGMM-IHCM.
ˆ p. 344
29
Busto en bronce de Diego Flomesta
Moya, prisionero en Abarrán, de Garrón.
Academia de Artillería de Segovia.
ˆ p. 323
30
18
30
El coronel Gabriel de Morales, gran
conocedor de los indígenas del Rif,
durante una visita a la cabila de
Beni Bu Ifrur, 1920.
Cortesía Archivo General de Melilla.
Colecciones Gráficas. ˆ p. 342
31
19
32
31
Los hermanos Abd el-Krim con el
empresario y filántropo Echevarrieta
durante las arduas negociaciones
para la liberación de los prisioneros
de Monte Arruit, 1923.
Cortesía AGMM-IHCM. ˆ pp. 349 y 383
32
El jerife de Yebala El Raisuni en
Tazarut, septiembre de 1922.
Archivo Agencia EFE. ˆ p. 411
Territorio y organización
Territorio y organización
Tras la firma del Convenio franco-español del 27 de noviembre de 1912 y la posterior aceptación del sultán a través del dahir del 13 de mayo de 1913, se instauró el Protectorado hispano-francés en Marruecos. El artículo 1 del Convenio determinó que «El Gobierno de la República francesa reconoce que, en la zona de influencia española toca a España velar por la
tranquilidad de dicha zona y prestar su asistencia al Gobierno marroquí para la introducción
de todas los reformas administrativas, económicas, financieras, judiciales y militares de que
necesita, así como para todos los Reglamentos nuevos y las modificaciones de los Reglamentos existentes que esas reformas llevan consigo, conforme a la Declaración franco-inglesa de
8 de abril de 1904 y al Acuerdo franco-alemán de 4 de noviembre de 1911. Las regiones
comprendidas en la zona de influencia determinada en el artículo II continuarán bajo la autoridad civil y religiosa del Sultán en las condiciones del presente Acuerdo. Dichas regiones
serán administradas, con la intervención de un Alto Comisario español, por un Jalifa que el
Sultán escogerá de una lista de dos candidatos presentados por el Gobierno español. Las
funciones de Jalifa no le serán mantenidas o retiradas al titular más que con el consentimiento del Gobierno español».
Marruecos quedó dividido en dos mitades, asimétricas en su extensión y poblamiento,
siendo el norte de Marruecos la parte asignada a España para ejercer su protectorado. Los
artículos 2 y 3 del Convenio establecieron los límites de la zona de Marruecos que quedaría
bajo la influencia española.
«En el Norte de Marruecos, la frontera separativa de las zonas de influencia española
y francesa partirá de la embocadura del Muluya y remontará la vaguada de este río hasta un
kilómetro aguas abajo de Mexera Klila [...] Al Sur de Marruecos, la frontera de las zonas española y francesa estará definida por la vaguada del Uad Draa, remontándola desde el mar
hasta su encuentro con el meridiano 11° al Oeste de París y continuará por dicho meridiano
hacia el Sur hasta su encuentro con el paralelo 27° 40' de latitud Norte. Al Sur de este paralelo, los artículos V y VI del Convenio de 3 de octubre de 1904 continuarán siendo aplicables.
Las regiones marroquíes situadas al Norte y al Este de los límites indicados en este párrafo
pertenecerán a la zona francesa».
«Habiendo concedido a España el Gobierno marroquí, por el artículo 8.° del Tratado
de 26 de abril de 1860 un establecimiento en Santa Cruz de Mar Pequeña (Ifni), queda entendido que el territorio de este establecimiento tendrá los límites siguientes; al Norte el Uad Bu
Sedra, desde su embocadura; al Sur el Uad Nun, desde su embocadura, al Este una línea que
diste unos 25 kilómetros de la costa».
El norte de Marruecos
La parte norte de Marruecos es una zona litoral con una extensión de veinte mil kilómetros
cuadrados. Al norte linda con el mar Mediterráneo y al oeste con el océano Atlántico. Síntesis
de sus cuatro países: Garb, Gomara, Rif y Yebala, el conjunto protectoral conservaba, en su
fachada mediterránea, las ciudades de Ceuta y Melilla, que mantuvieron —como hasta ahora— su condición de plazas de soberanía española. A esto se sumaba el condominio diplomático de las grandes potencias sobre Tánger, que dio lugar al establecimiento, en 1912, de la
llamada Zona Internacional.
21
22
Territorio y organización
Territorio y organización
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Mapa que representa la división administrativa de
la zona de protectorado español sobre Marruecos
editado por Francisco Villar Salamanca, delineante
de la Administración de la Zona, septiembre de 1943.
Archivo Legión / Agencia EFE.
Territorio y organización
En un principio, el territorio quedó dividido en amplias demarcaciones bajo la autoridad de las comandancias generales de Ceuta, Melilla y Larache (Real Orden de 24-4-1913),
que eran las encargadas de extender la influencia española y administrar las zonas ocupadas a través de las correspondientes oficinas de Asuntos Indígenas según las instrucciones
del alto comisario.
Posteriormente, en 1918 (Real Decreto de 11-12-1918), se transformó su organización,
quedando dividido el territorio en dos zonas, una occidental y otra oriental, sometidas a las
comandancias militares de Melilla y Ceuta. En 1927 el territorio se organiza en regiones.
Más tarde, el régimen de la Segunda República estableció, a través del Decreto de
29-12-1931, seis regiones: tres civiles (Yebala Occidental, Yebala Oriental y Oriental) y tres
militares (Yebala Central, Gomara-Chauen y Rif).
El Servicio de Intervenciones dividió en el año 1935 el territorio en cinco regiones, a
través del Decreto de 15-2-1935: Yebala, Lucus, Gomara, Rif y Kert, manteniéndose esta división hasta el final del Protectorado, excepto la integración de Beni Said en Yebala.
Las regiones se constituyeron como las unidades político-administrativas que agruparon a las diferentes cabilas o tribus. La Alta Comisaría adscribió a cada cabila una oficina
interventora.
24
Tánger, ciudad internacional
Tánger, una de las ciudades míticas del Mediterráneo de los años treinta y cuarenta del siglo XX,
gozó de un estatus especial. La Zona Internacional de Tánger comprendía la ciudad marroquí
y su hinterland. Tánger no estuvo, por tanto, bajo control español excepto por un corto periodo de tiempo, a pesar de estar situada geográficamente en el norte de Marruecos, sino que
su gobierno y administración estuvieron bajo el mando de una comisión internacional compuesta por varios países.
Por su situación geográfica, junto al estrecho de Gibraltar, Tánger fue un enclave estratégico en el norte de África desde la Antigüedad, convirtiéndose en el centro del tráfico
mediterráneo. No en vano fue denominada «la puerta de África».
Su estatus de ciudad internacional la convirtió en el punto de encuentro de las culturas
árabe, cristiana y judía, y su permisividad en materia impositiva, en lo que hoy denominaríamos un paraíso fiscal, por lo que allí instalaron su sede muchas empresas multinacionales de
aquella época.
El contexto histórico en el que se sitúa el Estatuto de Tánger como ciudad internacional fue un periodo convulso dentro de la historia. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, la
ciudad se llenó de refugiados, aventureros y espías de diferentes nacionalidades, convirtiéndose en un centro de negocios, bohemia cultural y espionaje, y en escenario para la fantasía
pictórica, literaria y cinematográfica.
El Estatuto de Tánger fue suscrito en un primer momento por España, Francia y el
Reino Unido el 18 de diciembre de 1923. La administración de la ciudad y la de su periferia
pasaron a ser confiadas a los representantes de las tres potencias, a las que se unió Italia en
1928, y posteriormente se sumarían Portugal, Bélgica y los Países Bajos.
El Estatuto de Tánger dispuso en su artículo 5 que «la Zona de Tánger dispondrá, por
delegación de S. M. jerifiana y a reserva de las excepciones previstas, de los más amplios
Territorio y organización
poderes legislativos y administrativos. Esta delegación es permanente y general, salvo en
materia diplomática, en la que nada se deroga de las disposiciones del artículo 5 del Tratado
de Protectorado de 30 de mayo de 1912».
El sultán, como soberano del Imperio jerifiano, conservó su jurisdicción sobre la población indígena de la Zona, y estaba representado por un mendub (alto comisario), que sería
el jefe de la Administración indígena. Para auxiliar al mendub se nombró a un personal controlado por el Negociado de Asuntos Indígenas de la Residencia General Francesa de Rabat.
En todos los demás asuntos de interés interior, la zona y la Administración de Tánger fueron
autónomas.
El poder legislativo estaba controlado por la Asamblea Legislativa internacional, compuesta de veintiséis miembros, de los cuales seis eran musulmanes, cuatro españoles, cuatro
franceses, tres ingleses, tres italianos, tres judíos, uno belga, uno holandés, uno portugués y
uno norteamericano. Las decisiones de la Asamblea Legislativa debían ser ratificadas por un
Comité de Control, compuesto por los cónsules de carrera de las potencias participantes.
Además de legislar sus propias leyes, tenía un régimen arancelario especial, un tribunal mixto
de justicia y su propia policía.
A pesar de las tesis incorporacionistas de España para que la zona de Tánger formara
parte de su Protectorado, fue el criterio internacionalista británico el que se impuso y, excepto por un periodo de ocupación española durante la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo
como un enclave internacional hasta la independencia de Marruecos.
La ocupación española de Tánger tuvo lugar entre 1940 y 1945. El 14 de junio de
1940, en plena Segunda Guerra Mundial, el mismo día de la entrada de las tropas alemanas
en París, una nota del Ministerio de Asuntos Exteriores, del ministro Juan Beigbeder, establecía que «con objeto de garantizar la neutralidad de la Zona y ciudad de Tánger, el Gobierno
Español ha resuelto encargarse provisionalmente de los servicios de Vigilancia, Policía y Seguridad de la Zona, para lo cual han penetrado esta mañana fuerzas de la Mehalla. Quedan
garantizados todos los servicios existentes, que continuarán funcionando normalmente».
El 30 de julio de 1940 el ministro de España en Tánger, Manuel Amieva y Escandón, fue
nombrado administrador de la ciudad al frente de la Asamblea Legislativa. El 3 de noviembre
del mismo año, un bando del coronel Antonio Yuste ordenó el cese de las funciones del Comité de Control, de la Asamblea Legislativa y de la Oficina Mixta de Información, asumiendo las
funciones de delegado del alto comisario e incorporando la Zona de Tánger al Protectorado
español en Marruecos.
Dos días antes, otro bando había restablecido la circulación de la peseta en Tánger
con fuerza liberatoria, suprimida desde 1936. En noviembre de 1940, Tánger sería anexionada al Protectorado español de Marruecos y suprimidos los órganos internacionales que hasta
entonces habían regido su destino. Esta anexión vino acompañada por la aplicación de la
Ley de Responsabilidades Políticas, del año 1939, seguida de represión contra aquellos funcionarios que habían permanecido fieles a la República española.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, las autoridades franquistas devolvieron la ciudad a su estatus internacional: el 11 de octubre sería restablecida la administración
internacional por iniciativa de los Gobiernos norteamericano, británico y soviético.
El 1 de enero de 1957, tras la independencia de Marruecos, las potencias administradoras pusieron fin al régimen internacional, no siendo definitiva la incorporación de Tánger a
Marruecos hasta el 11 de abril de 1960.
25
Este libro se encadena, ampliando su dimensión informativa,
con la página web www.lahistoriatrascendida.es
1921
Colección páginas de historia
Volumen I
Repertorio
biográfico y emocional
El Protectorado español
en Marruecos
1877
Dirección de José Manuel Guerrero Acosta
Presentación
31
33
1877
Ignacio Sánchez Galán
José Manuel Guerrero Acosta
I.
Los precursores
I.I
Con el pensamiento en la otra orilla
43
47
64
68
I.II
72
109
110
112
117
118
119
120
121
125
130
131
135
142
II.
Abd al-Aziz, Muley Ben Hassán
Alfonso XIII
Canalejas y Méndez, José
Figueroa y Torres, Álvaro de
Geoffray, Léon Marcel
Hafid Ben Hassán, Muley
Muley Hassán I
Larrea y Liso, Francisco
León y Castillo, Fernando, marqués del Muni
Marina Vega, José
Heridas tempranas
137
1912
Cenarro Cubedo, Severo
Lerchundi y Lerchundi, José Antonio Ramón de (Padre Lerchundi)
Nieto Rosado, Juan
Ovilo Canales, Felipe
Tapiró i Baró, Josep
Príncipes y embajadores
115
I.IV
Cervera Baviera, Julio
Costa Martínez, Joaquín
Delcassé, Théophile Pierre
Ribera y Tarragó, Julián
Ensoñaciones y realidades
71
I.III
Noval Ferrao, Luis (el cabo Noval)
Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi (conocido como Muley Mohammed
Ben Muley el Hassán Ben Es-Sultan Sidi-Mohammed Bu-Hamara. El Rogui)
Años de tempestades
Sangre en los campos del Rif (1912-1921)
II.I
1912
Los responsables
191
192
193
196
196
197
Alfau Mendoza, Felipe
Berenguer Fusté, Dámaso
Bermúdez de Castro y O'Lawlor, Salvador, segundo marqués de Lema
y segundo duque de Ripalda
Fernández Silvestre, Manuel
Marichalar y Monreal, Luis de
Navarro y Ceballos-Escalera, Felipe
1927
II.II
Los imprescindibles
199
203
204
205
209
209
210
215
II.III
Los sacrificables
221
229
232
234
253
255
257
265
268
290
319
322
323
325
327
342
343
344
345
347
347
II.IV
Alonso Estringana, Francisco
Alzugaray y Goicoechea, Emilio
Arenas Gaspar, Félix
Asensi Rodríguez, Francisco
Barreiro Álvarez, Manuel
Basallo Becerra, Francisco
Benítez y Benítez, Julio
Bens Argandoña, Francisco
Bernal González, Elías y Dueñas y Sánchez, Francisco de
Buzian, Al-lal-Gatif Ben y Vicente Cascante, Moisés
Casado Escudero, Luis
Castro Girona, Alberto
Flomesta Moya, Diego
García Martín, Mariano
Lama y de la Lama, José de la
Morales y Mendigutía, Gabriel
Muñoz-Mateos y Montoya, Luis
Primo de Rivera y Orbaneja, Fernando
Ramos-Izquierdo y Gener, Rafael
Rodríguez Fontanes, Carlos
Vázquez Bernabéu, Antonio
Los rebeldes
349
383
406
411
II.V
Angoloti y Mesa, Carmen, duquesa de la Victoria
Battenberg, Ena de (Victoria Eugenia)
Dato e Iradier, Eduardo
García Pérez, Antonio
Gómez Jordana, Francisco
Pagés Miravé, Fidel
Villalba Riquelme, José
Vives Vich, Pedro
Abd el-Krim El Jattabi, Mhamed
Abd el-Krim El Jattabi, Mohammed
Amezzián, Sidi Mohammed
El Raisuni, Muley Ahmed Ben Mohammed Ben Abdallah
Los leales
449
452
Abd el-Kader Tayeb, Ben Chiqri Ahmed El Hach
Abd el-Malek Meheddin
Apéndices
482
Cronología
Juan Pando Despierto
498
Índice Onomástico / Toponímico / Temático
Ignacio Sánchez Galán
Presidente de Iberdrola
En noviembre de 2013, tuve el honor de presentar, junto al ministro de Asuntos Exteriores y
Cooperación del Gobierno de España, José Manuel García-Margallo, la obra El Protectorado
español en Marruecos: la historia trascendida, que ya se ha convertido en una referencia
obligada para todos los estudiosos de este periodo histórico.
Aquel día manifesté que, para Iberdrola, era una grandísima satisfacción respaldar
un proyecto editorial que, coincidiendo con el centenario de la instauración del Protectorado
español en Marruecos, tenía como principal objetivo contribuir a recuperar unos hechos históricos que no deben caer en el olvido.
Dos años después, damos continuidad a ese proyecto con la publicación de una nueva obra, El Protectorado español en Marruecos. Repertorio biográfico y emocional, con la que
queremos recordar a las personas que protagonizaron esos hechos históricos, en campos tan
diversos como la diplomacia, la política, la educación, la literatura o la pintura, sin olvidar a
los militares que participaron en las distintas campañas.
Para ello, este libro reúne más de ciento sesenta biografías de personajes relevantes,
a través de las cuales podemos seguir profundizando, desde un punto de vista más humano,
en un protectorado que —con sus luces y sus sombras— tanto supuso para Marruecos y
para España.
En este sentido, hay que destacar la singularidad de este protectorado que, después
de unos primeros años algo convulsos, se caracterizó por una buena convivencia social, gracias a las mujeres y a los hombres —españoles y marroquíes— que lo vivieron en primera
persona y que supieron construir un espacio común de entendimiento, sobre las bases de la
cooperación y el respeto a la diversidad; un espacio de influencia recíproca, que se retrata a
la perfección en la obra La historia trascendida y que ahora se completa con el Repertorio
biográfico y emocional.
Personalmente, considero que la reflexión histórica es clave para las sociedades y
para los individuos, por cuanto nos permite aprender de los errores, profundizar en los aciertos, entender los distintos comportamientos y ahondar en las diferentes sensibilidades. Por
ello, agradezco a todas las personas que han participado en esta publicación su trabajo y su
esfuerzo, y animo a todos los estudiosos y aficionados a disfrutarla y a ahondar aún más en
este periodo de nuestra historia.
31
2
José Manuel Guerrero Acosta
Director de la obra
Este libro no es un diccionario biográfico. Tampoco pretende ser una exhaustiva recopilación
de personajes importantes. Únicamente aspira a servir de amena herramienta a aquel lector
que quiera aproximarse a la vida de unos seres que fueron protagonistas de las pequeñas y
grandes historias de nuestro Protectorado en Marruecos.
Esta obra es deudora tanto en su génesis como en una parte fundamental de su contenido a la labor entusiasta y sentida de nuestro entrañable historiador Juan Pando Despierto,
a su maestría para el ensayo y a su cariño por nuestra Historia con mayúsculas. Y en particular, a su sensibilidad para comprender y saber divulgar la enorme, y poco conocida, cuando
no denostada, labor de España en aquella parte del norte de África que nos correspondió
administrar en nombre del sultán de Marruecos.
Algo que llamará la atención del lector será la diversa extensión de las biografías
recopiladas en este trabajo. Cierto número de estas semblanzas biográficas nacieron con
ocasión de la publicación del libro El Protectorado español en Marruecos: la historia trascendida y la web www.lahistoriatrascendida.es, creada para complementarlo. El resto han sido
elaboradas por un elenco de autores que han dedicado a cada personaje una extensión similar, matizada por su importancia y por la información disponible. En ambos extremos, tanto
las biografías más largas como la mayor parte de las de menor extensión impresas desde la
web se deben a la mano de Juan Pando, decano de los que hemos formado parte de este
equipo de trabajo.
Desfilan por las páginas de este libro una galería de mujeres y hombres, un reparto de
papeles agrupados por los quehaceres, profesiones o ideales que les unieron ante el destino.
En este dramatis personae, que diría el teatro clásico, abundan los militares, como no podía
ser menos por el destacado papel que jugaron en los años de campañas y en la administración. Pero también médicos, arquitectos, educadores, escritores... Y, durante la lectura de sus
respectivos recorridos vitales, aparecen las acciones que protagonizaron y sus realizaciones,
a veces inmensas, a veces anecdóticas, otras veces sencillamente heroicas, aunque no esté
de moda el término. Sus aciertos y errores, las luces y sombras de la política, de la diplomacia y de la milicia de una época convulsa, pero apasionante. Entre la tinta de las letras y las
imágenes impresas se encontrarán la tragedia de la guerra y las esperanzas y realizaciones
de la paz.
33
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En gran medida España afrontó su labor en el Protectorado con un espíritu muy cercano a aquel en que tradicionalmente se había fundamentado nuestra obra de conquista y
evangelización en ultramar. Baste recordar la forma en que debían desarrollar su labor los
interventores, los representantes más visibles de la administración española desplegados por
aquella agreste zona norte del Imperio de Marruecos. En los escritos fundacionales de la academia de formación de estos se definía al interventor como hombre joven, cristiano, generoso
y dado a la hidalguía. La frase resume unos postulados básicos: juventud para enfrentar la
tarea con entusiasmo, y religiosidad y desinterés para dar el mejor trato a los administrados.
Al interventor se le ha definido como la piedra angular del Protectorado español en
Marruecos1. Sus cometidos eran muy diversos. Eran los ejes del engranaje de la Delegación
de Asuntos Indígenas, el enlace entre las autoridades españolas y las del jalifa o representante del sultán. Supervisaban la educación, los impuestos, el censo de la población, las armas
particulares; mediaban en justicia; ayudaban a los médicos en las campañas de vacunación
o en el control de las epidemias y en el funcionamiento de los dispensarios. Ello da idea de
ese espíritu con que España quiso afrontar sus responsabilidades en el Protectorado. Como
ejemplo de estos interventores puede citarse a Andrés Sánchez Pérez, una de las muchas figuras rescatadas del olvido con las que el lector va a encontrarse a lo largo de estas páginas.
Antes de que se materializara el Protectorado, hubo hombres que soñaron con una
España volcada en la labor social, política y apostólica en el norte de África. Porque desde
siempre, la orilla sur del Mediterráneo había estado más presente en la vida de muchos españoles que la realidad del otro lado de los Pirineos. Los proyectos de la intelectualidad del fin
del diecinueve —el Padre Lerchundi, Joaquín Costa o Severo Cenarro, o las mistificaciones
orientalistas reflejadas por los pinceles de Josep Tapiró— abrieron el camino a políticos y
diplomáticos. Aunque los ideales no siempre cristalizaron como hubieran querido aquellos
que los imaginaron.
Es evidente que hubo luces y sombras. Al socaire de aquellas buenas intenciones,
medraron también no pocos oportunistas, aunque en aquellas improductivas tierras que nos
tocaron en el reparto de la Conferencia de Algeciras pudieron enriquecerse más bien pocos.
En el acta de dicho acuerdo diplomático se establecía que las potencias administradoras,
España y Francia, se ocuparían de «asegurar el orden, la paz y la seguridad». La primera
etapa de nuestra presencia chocó con la rebeldía de algunas de las tribus rifeñas más irreductibles y de líderes como El Roghi; y luego, bajo la idea de la penetración pacífica, con la
resistencia armada de algunos líderes normarroquíes —El Raisuni, Abd el-Krim— que nunca
reconocerían la autoridad del sultán ni la de sus infieles representantes europeos. La colisión
entre dos mundos de tan diferente cultura, religión, economía e intereses cabía esperarse.
Sin embargo, es evidente que en términos generales fue mucho menos virulenta que la que
encontraron otras aventuras coloniales europeas en el continente africano.
Qué duda cabe de que los prejuicios ancestrales contra los moros se hallaban vivos en
parte de la sociedad española de principios del siglo XX, y abundaban actitudes despreciativas
o cuando menos de claro signo paternalista. Pero también fueron muchos los que vieron en los
nativos seres humanos merecedores de todo el respeto. Frente a los abusos comunes en todas
las guerras de ciertos individuos, convertidos en vulgar soldadesca —los hubo por ambas
partes en momentos puntuales, como las atrocidades cometidas contra nuestros soldados
indefensos de Monte Arruit o la posterior revancha española—, brillan los ejemplos de españoles y marroquíes que trataron al vecino de la otra orilla con consideración y con afecto.
Hubo muchos normarroquíes que fueron amigos fieles, como aquel Abd el-Malek Meheddin, igual que hubo españoles que comprendieron y conocieron a los marroquíes, como, por
citar un ejemplo, el coronel Morales, oficial de la Policía Indígena cuyos adversarios rifeños
devolvieron respetuosamente su cadáver tras la debacle de Annual. Por estas páginas desfilarán semblanzas sencillas de muchos de los soldados que cayeron en cumplimiento del
deber en las colinas y barrancos del Rif, Yebala, el Kert o Gomara, y completas y emocionantes biografías que por vez primera ponen en valor la grandeza de figuras de leyenda como
Gónzalez-Tablas, Valenzuela o los capitanes Alonso y Asensi, héroes olvidados de la retirada
de Zoco el Telatza en el verano de sangre de 1921. No faltan personajes arquetípicos de la
violenta aventura africana, como El Raisuni y su enemigo, el general Fernández Silvestre,
cuyas personalidades enfrentadas quedaron definidas en aquel título cinematográfico de El
viento y el león.
La tónica general con que la mayor parte de los representantes de la milicia y de la
administración hispana en el Protectorado se enfrentaron a su labor no fue la de sacar provecho del moro; más bien, fueron los habitantes del norte de Marruecos los que resultaron a la
postre beneficiados por la acción de una España que, dentro de sus limitaciones materiales,
puso en marcha una enorme maquinaria. En un primer tiempo, sería de carácter bélico al
servicio del sultán; posteriormente lo fue de desarrollo social, político y cultural. En realidad,
esta última siempre estuvo en funcionamiento de forma paralela a la militar, pero alcanzaría
su cenit a partir de la tercera década del siglo XX, tras el punto de inflexión que significaron
el desembarco de Alhucemas y la paz de 1927.
España no podía esquilmar el norte de Marruecos como hicieron otras potencias coloniales, aunque se lo hubiera propuesto, porque las posibilidades naturales del territorio
que nos fue adjudicado en el reparto de 1912 no lo permitían. Pudo haberse desentendido
de la suerte de sus habitantes, pero tampoco lo hizo. Para la historia quedan ejemplos como
la generosa obra asistencial de la eficaz doctora y grandiosa mujer María del Monte, que
desarrolló durante el mandato en la Alta Comisaría de su protector, el teniente general conde
de Jordana. Y, después de la guerra, mientras en la Península se pasaban hambre y estrecheces económicas y el Auxilio Social no daba abasto en pueblos y ciudades, en el Marruecos
español se hacían obras públicas y se levantaban dispensarios médicos y escuelas. Y se
ampliaban y desarrollaban los núcleos urbanos, donde aparecieron barriadas integradas
en las antiguas medinas y no de espaldas a estas. Mientras en la metrópoli de la posguerra
estaba prohibida toda especie de actividad política al margen del Régimen, en el Marruecos
español se permitieron los partidos y hasta recibieron financiación sus actividades y medios
de difusión.
La misma Liga Árabe reconoció el aumento del nivel de vida que se produjo en la zona
española gracias al empeño del Gobierno de Madrid. Su mayor expresión se alcanzó probablemente durante el periodo de mandato como alto comisario del bilaureado general José
Enrique Varela Iglesias. Varela desarrolló una importante labor para elevar las condiciones de
vida de la población autóctona entre 1945 y 1951. Tanto el alto comisario como la doctrina
oficial del Gobierno español sobre el Protectorado consideraban que el fin del mismo era
la «emancipación del pueblo marroquí» y que para ello era fundamental la educación2. Un
ejemplo de la labor por avanzar en el campo educativo y cultural es el de Mariano Bertuchi,
el pintor de la luz, el paisaje y el paisanaje de Marruecos y su labor al frente de la Escuela de
Bellas Artes de Tetuán. Y, como no hablamos solo de españoles y marroquíes, recordaremos
35
al escritor Paul Bowles, que, más allá de la fama obtenida de sus novelas, brilla en estas páginas por su labor de recopilación del folclore de la zona norte que constituye hoy día una
colección única en su género en todo el continente africano.
En aquellos años cuarenta y cincuenta, destacados arquitectos como Pedro Muguruza proyectaban ensanches urbanos en ciudades como Tetuán, de una forma diametralmente
opuesta a los que se realizaban en la zona francesa, es decir, integrando la parte nueva de la
ciudad en la parte tradicional de la antigua medina musulmana, evitando así su aislamiento
o convertirla en un gueto, como ocurrió en el Argel de los años cuarenta.
Si bien es cierto que la relativa libertad política concedida en el Protectorado español
durante la posguerra fue una herramienta que la administración franquista utilizó para encauzar el incipiente nacionalismo y oponerse a la acción de Francia en la zona sur, también
lo es que facilitó el camino hacia la madurez política y la independencia. Una independencia
ya presentida como inevitable en informes que manejaban los servicios de información españoles y el propio alto comisario García-Valiño a primeros de 1955, cuando el caos se adueñaba del Protectorado francés, mientras en el español la situación era de calma. Las instrucciones que recibieron todas las autoridades y consulados españoles en la zona rezaban así3:
No discutir ni cuestionar el hecho de la independencia. Ayuda ilimitada al partido Magreb
Horr. Apoyo a notables amigos. No apoyar insurgencia. Simpatía sin colaborar. Mostrar honradez, seriedad y energía. Armar a los mejaznies de ciudades y fronteras. Política en el campo: vista gorda a las movilizaciones nacionalistas pro hispanas.
Aunque finalmente los acontecimientos se precipitaron y el nacionalismo que había
crecido durante años protegido por nuestra administración, como el de Abd el-Jalek Torres,
acabó volviendo la espalda a España, la transferencia de la soberanía a las legítimas autoridades de Marruecos fue ejemplar. Muchas familias civiles y militares hubieron de abandonar
casi de la noche a la mañana sus lugares de nacimiento o adopción, mientras se transferían la administración y las instalaciones a las nuevas autoridades alauitas y se retiraba un
enorme contingente militar con todos sus medios y equipamiento. Fue una retirada que se
desarrolló durante seis años y en la que más de ciento diez mil españoles abandonaron las
ciudades de Arcila, Xauen, Larache, Villa Sanjurjo, Nador, Tetuán... Además, más de nueve mil
funcionarios civiles y casi treinta y tres mil efectivos de los tres ejércitos. En cuanto a material,
se movieron el equipo, armamento, munición, vehículos, etc. correspondientes a siete grandes
guarniciones, cincuenta y siete destacamentos y campamentos, decenas de posiciones de
artillería de costa y cuatro aeródromos. A este respecto, cabe recordar una de las frases con
que el último general en jefe del ejército español en el norte de África, Alfredo Galera Paniagua, despedía oficialmente nuestra presencia en aquel territorio, en su Orden general de 31
de agosto de 1961:
36
Somos el ejército de una nación que nunca fue colonialista, que cuando hace siglos emprendió una labor ultramarina, la consumó dando vida a veinte nuevas nacionalidades de
su estirpe. Por eso hoy, en la plenitud de la soberanía de Marruecos, dejamos esta tierra en
la que han vivido y muerto generaciones de soldados españoles, con la satisfacción de otro
histórico deber cumplido y con la esperanza en la mayor felicidad y ventura del pueblo de
Marruecos...
Paradójicamente, el país que con mayor altruismo cuidó los intereses de los marroquíes fue el más maltratado por estos en la independencia; la influencia española, la lengua
y la cultura hispánicas fueron postergadas, cuando no atacadas frontalmente. La élite político-militar que dirigió los destinos del país a partir de 1956, formada mayoritariamente a la
sombra de Francia, prefirió utilizar la lengua de Molière y los usos de aquellos que les habían
tratado con mano de hierro, dejando de lado el importantísimo legado español. Comenzó una
época de desencuentros entre los dos vecinos, en el marco de las rivalidades entre los dos
bloques y la guerra fría. Para muchos españoles que conocían profundamente la situación,
como era el caso de Muñoz Grandes y sus colaboradores del Alto Estado Mayor en Ceuta, se
desvaneció poco a poco la ilusión de que las relaciones entre ambos países podían y debían
sustentarse en la confianza mutua y en un espíritu fundado en años de conocimiento y de
intereses muy cercanos. Sabían que estábamos condenados a entendernos, pero entraron
—entramos—, casi sin darnos cuenta, en una era de enfrentamientos comerciales y políticos.
Cabe preguntarse hasta qué punto los líderes políticos de ambas orillas estuvieron a la altura
de las circunstancias.
Sin embargo, y a pesar de todo, la huella de España flota aún sobre los campos y
las ciudades del norte de Marruecos. Para el visitante español actual de aquellos lugares, la
sensación en general es la de ser recibido como un antiguo vecino. Como testigos vivos de
la acción española quedan los edificios emblemáticos de las ciudades principales, mientras
que el abandono en que se encuentran otros da cuenta por sí solo de la decadencia de una
herencia lamentablemente dilapidada. Encontrará el lector retazos de todo ello surcando
estas páginas, entre las semblanzas de algunos de los hombres y mujeres que se esforzaron
por hacer avanzar la cultura, la educación o la sanidad, y las imágenes de la realidad viva del
Marruecos actual. Completan este trabajo referencias a los escritores y personajes que han
descubierto a muchos lectores de todo el mundo aspectos de nuestro pasado, como María
Dueñas y sus Beigbeder y Rosalinda, la Juanita Narboni de Ángel Vázquez o el comandante
Benítez de Rafael Martínez-Simancas, ya para siempre personajes legendarios de nuestro
Protectorado.
En esta obra se ha querido abarcar un amplio espectro temático, para lo cual hemos
tenido la fortuna de contar con un equipo de notables especialistas. A cada uno de ellos se le
ha pedido que seleccionara un elenco de personajes emblemáticos que proporcionaran una
idea lo más completa posible sobre un campo determinado de los muchos que caben en la
historia del Protectorado. Así, Irene González ha acometido la labor de dar a conocer a las
mujeres y hombres de tres culturas que destacaron por su empeño en pro de la educación y
las artes. José Luis Isabel ha rebuscado entre sus documentos y datos de archivo para poner
en valor los historiales de una representación de los millares de militares que combatieron en
los campos africanos, unos conocidos y otros apenas mencionados; Jesús Albert proporciona nuevas perspectivas sobre personajes tan poco tratados como los políticos españoles y
franceses de los años treinta, los militares represaliados en 1936, un buen puñado de personalidades marroquíes o los ingenieros y arquitectos cuyas obras aún pueden contemplarse
en el Marruecos actual. El autor de estas líneas ha tratado de reflejar la vertiente literaria más
actual y de éxito relacionada con el Protectorado, así como dar a conocer nombres de ámbitos diversos de la milicia. Otros autores como Francisco Ramos, Luis Feliu o Jorge Garrido
han contribuido con enriquecedoras aportaciones individuales, con perspectivas novedosas
y emotivas. Como ya ha quedado indicado, Juan Pando ha dedicado muchas horas de su
37
tiempo —más bien cabría decir que se ha consagrado en los últimos años a esta tarea— a
recopilar una ingente cantidad de documentación, en gran parte inédita, que va desgranando en cada párrafo de sus extensas y ricamente ambientadas biografías. En ellas prima la
emoción sobre la erudición, que también es inmensa. Por ello, y en gran parte por su culpa y
por la de los demás autores que hemos aceptado idéntico reto, esta obra lleva en su título el
añadido deliberado de «emocional».
El lector encontrará esta publicación estructurada en dos volúmenes, distribuidos
cronológicamente. Una presentación de cada capítulo pretende ayudar a situarse en el período correspondiente e introducir al grupo de personajes protagonistas seleccionados en
ella. Unos cuadernillos amplían gráficamente el sentido del relato provocando una relación
entre dos estratos históricos y registros narrativos: el diálogo entre fotografías documentales
históricas y un ensayo visual del Marruecos actual. Las imágenes, la cartografía y los índices
hacen de especial pegamento de este variado contenido. Al final, y en un mismo conjunto, se
ha agrupado el índice onomástico, temático y toponímico, que se completa con un glosario
que el lector irá encontrando a pie de página a medida que los términos vayan apareciendo
en el texto.
Confiamos en que este trabajo suponga una contribución que apunte a la realización
futura de un diccionario biográfico del Protectorado. Cuestión que solo será posible cuando
el nivel de estudios en cuanto a producción bibliográfica y a clasificación —y por supuesto, el
acceso a la documentación— alcance el nivel que la cuestión se merece. Quizás no es descabellado pensar que algún día pudiera crearse un archivo unificado sobre el Protectorado, al
estilo del Archivo General de Indias de Sevilla.
Resta agradecer a Ignacio Sánchez Galán, presidente de Iberdrola, las muchas facilidades dadas para poder desarrollar este trabajo. Especialmente también al equipo formado
por Montse Barbé, Ana de la Fuente y Ana Martín. Al buen hacer editorial de Guillermo Paneque y al estudio de diseño gráfico Sánchez/Lacasta. A los autores, por su trabajo de búsqueda y selección de fuentes documentales, bibliográficas y archivísticas. En ocasiones han sido
necesarias horas y horas de búsqueda y de lectura y una gran capacidad de análisis —y al
mismo tiempo, de síntesis— para enfrentarse a la tarea de redactar un simple párrafo de una
biografía. Especial agradecimiento debemos a Jesús Albert y sus valiosos consejos sobre la
materia. Al personal de la Biblioteca Nacional, que amablemente nos facilitó el acceso a los
fondos fotográficos de la colección García Figueras. A la Biblioteca Islámica y su personal,
encabezado por Luisa Mora. Al Archivo General Militar de Madrid por la cesión de fotografías
de su rica sección de iconografía; y al resto de las entidades que las han proporcionado,
incluyendo al Grupo de Estudios Melillenses en la persona de Benito Gallardo, cuyo apoyo
ha sido muy importante. A Jorge Garrido por la cesión de fotografías de su archivo familiar. A
Francis Tsang por su esfuerzo para dotarnos de una interesante recopilación fotográfica del
Marruecos de hoy. Y, por supuesto, dejar constancia de la sensibilidad por los temas norteafricanos de Julián Martínez-Simancas, de su iniciativa, entusiasmo y prestigio, que han sido
ejemplo y acicate permanente para todos desde el primer momento de enfrentarnos a las
muchas horas dedicadas a esta tarea.
38
Notas
1 J. L. Villanova Valero, Los
interventores, la piedra angular
del Protectorado español en
Marruecos, Barcelona, Bellaterra,
2006.
2 F. Martínez Roda, Varela. El
general antifascista de Franco,
Madrid, La Esfera de los Libros,
2012, p. 389.
3 Nota manuscrita que resume el
contenido de una reunión
mantenida con el alto comisario
García-Valiño el 27 de diciembre
de 1955. Ver J. M. Guerrero
Acosta, La vida dos veces,
[Madrid], Estudios Especializados,
2014.
Los autores
Jesús Albert Salueña J. A. S.
Luis Feliu Bernárdez L. F. B.
Jorge Garrido Laguna J. G. L.
Irene González González I. G. G.
José Manuel Guerrero Acosta J. M. G. A.
José Luis Isabel Sánchez J. L. I. S.
Juan Pando Despierto J. P. D.
Francisco Ramos Oliver F. R. O.
Francis Tsang
Fotografías. Marruecos hoy
39
I.I
Con el pensamiento en la otra orilla
42
I.II
Ensoñaciones y realidades
70
I.III
Príncipes y embajadores
114
I.IV
Heridas tempranas
136
I
Los precursores
1877
1912
Marruecos es un pueblo menor de edad, hay que actuar con él como con un amigo desvalido:
protegerle siempre que se pueda hacer sin perjuicio de España.
Felipe Ovilo y Canales, 1894
A finales del siglo diecinueve, España perdía sus últimas posesiones en América y Asia. Tras
finalizar el sueño de ultramar, llegaba la corriente regeneracionista de los intelectuales del 98.
Los ideales de reforma y renovación social, cultural y política de la España que estrenaba
siglo se encontraban con el contrapunto de un nuevo campo hacia el exterior. África era para
algunos el continente hacia el que debía proyectarse una renovada acción colonizadora que,
mediante la penetración pacífica, llevara los ideales de progreso y modernidad a la otra orilla
del Mediterráneo. Los Costa, Giner de los Ríos, León y Castillo, Ovilo, Cenarro, Lerchundi, y
tantos otros ideólogos y hombres de acción, habían dado desde los años ochenta decimonónicos los primeros apuntes de la propuesta civilizadora de España en el norte del Imperio de
Marruecos. El territorio que nos fue asignado por el reparto de la conferencia de Algeciras de
1906 y el tratado hispano-francés de 1912 se convertía en el sueño de África. Pero la empresa iba a quedar marcada por la época del colonialismo europeo y sus connotaciones de explotación económica, y condicionada por una metrópoli que tenía en su seno graves problemas por resolver. Nacía, además, enfrentada a un imperio que existía solo sobre el papel y a
espaldas de cuyas autoridades y habitantes se había repartido su territorio. La resistencia
ante cualquier imposición autoritaria, tanto del propio sultán como extranjera, por parte de
las belicosas tribus norteñas, no se haría esperar. Los ecos de las conversaciones de diplomáticos, políticos y embajadores se fueron apagando a la par que surgía el tronar de las armas
de los guerreros que se cubrían con chilaba o con el uniforme de rayadillo.
J. M. G. A.
I.I Con el pensamiento en la otra orilla
42
Cervera Baviera, Julio
Segorbe, Castellón, 23 de enero de 1854 - Madrid o Valencia, ¿1929-1936?
Si al alumno de estado mayor y al de ingenieros se le exige el conocimiento
detallado de los teatros de la guerra de Silesia, de Salzburgo, de Transilvania y del
Cáucaso, con mayor razón debe exigírseles el conocimiento, más detallado aún, de
los teatros de la guerra en el Moghreb.
Este párrafo descubre que el interés de Julio Cervera por Marruecos estaba motivado por la
previsión de hipotéticas operaciones militares españolas en ese país.
En la Academia de Ingenieros Julio Cervera había coincidido y establecido relaciones
de amistad con los tres alumnos marroquíes becados por España (Hamet ben Shucron, Abdeselam el Fassi y Mohammed Schedadi) que, tras estudiar en el Colegio Alfonso XII de El Escorial, continuaron su formación para convertirse en ingenieros militares. Es muy probable que
estos marroquíes ayudasen a Cervera con su libro colaborando en la transcripción de la
complicada fonética marroquí e incluso con aclaraciones a las informaciones recogidas en
los textos que le sirvieron de fuente.
El éxito de su Geografía despertó el interés de la Sociedad Geográfica de Madrid, que
en el verano de 1884 propuso a Julio Cervera que solicitase al ministro de la Guerra cuatro
meses de permiso, al objeto de realizar un viaje por Marruecos. La finalidad de esta expedición era confirmar sobre el terreno lo teóricamente descrito en su obra. El ministro de la Guerra,
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Nacido en el seno de una familia acomodada, de tendencias liberales, comenzó los estudios
de Ciencias Físicas y Naturales en la Universidad de Valencia, abandonándolos dos años
después para ingresar en la Academia de Caballería. En 1875 fue promovido a segundo teniente. Siendo alumno solicitó que se le eximiese por razones médicas de la clase de equitación, lo que no le auguraba un gran futuro en la caballería de la época.
Tras un breve periodo como oficial de Caballería, en el que no llegó a participar en
combates contra los carlistas, en 1877 solicitó dos meses de licencia por asuntos propios que
empleó en visitar Larache y Fez.
Un año más tarde, Julio Cervera ingresó como alumno en la Academia de Ingenieros
de Guadalajara, de donde salió promovido a primer teniente en 1882. Al parecer, en ese mismo año dibujó un plano de la ciudad de Melilla en escala 1/5000, quizás como parte de las
prácticas académicas. En ese momento, más de veinte años después del tratado de paz con
Marruecos de 1860, España aún no había ocupado ni fortificado los límites que ese tratado
concedía a la ciudad de Melilla.
En 1884, Cervera publicó en la Revista Científico-Militar su Geografía Militar de Marruecos, obra escrita fundamentalmente a partir de sus numerosas lecturas sobre el país. En
su introducción decía textualmente:
Julio Cervera Baviera
Ingeniero militar, con amplios conocimientos sobre Marruecos, país sobre el que publicó
varios trabajos. Exploró el Sáhara. Uno de los precursores de la telegrafía y telefonía sin
hilos. Diputado, militó en el partido republicano.
43
Julio Cervera Baviera
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
44
Juan de Dios Córdoba, no solo concedió permiso a Cervera, sino que declaró la expedición
como «comisión de servicio» apoyándola en todo lo necesario. No en vano la expedición, más
que exploración geográfica, era un reconocimiento militar.
Desde Ceuta pasó a Tetuán, siguiendo a Alcazarquivir, Fez, Rabat, Mehdía (La Mamora de los portugueses), Larache, Arcila y Tánger. En definitiva, la zona noroccidental del Imperio de Marruecos, comprendida dentro del bled-es-majzén.
El resultado del viaje a Marruecos quedó plasmado en la obra Expedición geográfico-militar al interior y costas de Marruecos, publicada en 1885, también por la Revista Científico-Militar. Lo más interesante del libro, más que las descripciones geográficas de los itinerarios, son las apreciaciones sobre la sociedad marroquí, su organización administrativa,
política y militar. En Fez, Julio Cervera encontró a sus antiguos condiscípulos marroquíes de
la Academia de Guadalajara. Estos se mostraban decepcionados ante el desprecio que mostraba el Gobierno marroquí hacia los conocimientos técnicos adquiridos en España. Al parecer, solo para mantenerles ocupados el Majzén les había ordenado proyectar un canal para
la ciudad de Fez que sabían nunca se construiría.
La publicación de este nuevo libro motivó que se contase con Julio Cervera para
nuevas expediciones. En 1886, junto con el geólogo Quiroga, el intérprete Rizzo y una escolta de los Tiradores del Rif de la guarnición de Ceuta, que actuarían también como intérpretes, fue comisionado para recorrer las costas del Sáhara y del sur de Marruecos. Allí firmó
algunos tratados con los notables de la región por los que estos aceptaban la protección
de España. La exploración estaba apoyada por la Sociedad Geográfica de Madrid y por la
Sociedad Geográfica y Comercial. A su regreso, los expedicionarios fueron recibidos en
Madrid como héroes. A los ojos de la opinión pública de la época, Cervera se había convertido en el máximo experto en asuntos marroquíes. Sin embargo el Gobierno de Sagasta no
publicitó la exploración ni los tratados, algo que de acuerdo a la Conferencia de Berlín era
imprescindible para que las otras potencias reconociesen los derechos de España en la
región.
En 1888 fue nombrado agregado militar en la legación española en Tánger, donde
como muchos de sus predecesores y sucesores en el cargo tuvo diferencias con los diplomáticos españoles. Cervera se enfrentó con el representante de España en Tánger, Francisco
Rafael Figuera, y como consecuencia perdió su destino, quedando disponible. Junto a él
volvieron a España, por los mismos motivos, los hermanos Álvarez Cabrera, miembros de la
misión militar de asesoramiento al Ejército del sultán.
Aunque se argumentó que Cervera había tenido un violento enfrentamiento con un
marroquí, el problema fundamental radicaba en las críticas que tanto él como muchos de los
españoles residentes en Marruecos hacían tanto a la actuación de Figuera en Tánger como a
la política que pretendía desarrollar el nuevo Gobierno conservador de Cánovas del Castillo.
Cervera consideraba que el respeto a la independencia de Marruecos y a la soberanía del
sultán Hassán I (ver biografía) era poco realista y que España debía actuar en Marruecos
antes de que se le adelantasen otras potencias. Esta postura era radicalmente opuesta a la
que Cánovas había defendido desde la Conferencia de Madrid de 1880.
De vuelta a Madrid, el día 17 de diciembre de 1890 pronunció una conferencia en el
Centro Militar cuya tesis era la descomposición del Imperio de Marruecos y la pérdida de
autoridad del sultán, a quien consideraba incapaz de dominar su territorio. En algunos de los
párrafos de su conferencia decía:
Bled-es-majzén
Territorios sometidos a una suprema
autoridad nacional, centralizada e
indiscutida. En esencia, «país del
orden». Este hecho no evitaba que
tal poder central cometiera todo tipo
de excesos contra sus habitantes,
pero también actos contrarios a su
continuismo como Estado, dada
su arbitrariedad y subsiguiente
inestabilidad.
Majzén
Del árabe makhzen (almacén), pero
en el sentido de tesoro público del
Gobierno. En Marruecos define,
histórica y socialmente, al poder
central, tanto por la familia real
alauí como por las oligarquías
(comerciales, empresariales y
políticas) coincidentes en su defensa
del orden monárquico vigente.
Durante el Protectorado, su función
y misión confluían en el Gobierno
jalifiano, presidido por el gran
visir (primer ministro) y los demás
miembros del Gabinete, entre los
que destacaban los ministros de
los Bienes Habús y el titular de
Hacienda (Amin al Umana). Este
término, de uso habitual, puede
utilizarse, indistintamente, con o sin
acento: majzen.
... allí no hay emperador, no hay más que un hombre investido de cierto poder
religioso que domina en un puñado de tribus, un ser vicioso e ignorante, como quien
no ha recibido la menor instrucción. [...]
Marruecos se derrumba, y lo peor es que el derrumbamiento nos coge con las manos
en los bolsillos, por perezosos y porque no servimos para salvar el estrecho. [...]
Sultán
Proviene del árabe sultān
(soberano), dignidad otorgada o
conquistada militarmente con la
que, entre los pueblos islámicos, se
diferenciaba la suprema autoridad
del monarca reinante (o instaurado
por la fuerza) de los titulares de
otras instituciones monárquicas de
inferior rango, tales como
principados y emiratos.
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Aún remachó estas ideas con un artículo publicado en El Imparcial el día 19 del mismo mes.
Como consecuencia de la conferencia y del artículo, Julio Cervera fue arrestado, debiendo
cumplir el castigo en el castillo de Santa Bárbara, en Alicante.
De nuevo afloraba el enfrentamiento entre los partidos conservador y liberal sobre
cómo debería actuar España en Marruecos. Los conservadores de Cánovas propugnaban la
política de mantenimiento del statu quo, mientras que los liberales apoyaban la política de
intervención, la «penetración pacífica» que defendía Sagasta. Cervera iba más allá que el
líder liberal y proponía una actuación más activa, incluso con medios militares, anticipándose a Francia, país al que consideraba el gran rival de España en Marruecos.
Cervera, como muchos otros militares de la época, con ideas más o menos avanzadas,
militaba en la masonería. Había ingresado durante sus años de alumno en Guadalajara en la
logia Alvarfáñez. Y siguió manteniendo actividad masónica gran parte de su vida. Su nombre
simbólico en la masonería era Volta, quizás como homenaje al físico italiano Alejandro Volta.
En el breve periodo en que vivió en Tánger, promovió la constitución del Gran Oriente de Marruecos, del que fue gran maestre. El fin perseguido era unificar todos los grupos masones
que actuaban en el país, proyecto que fracasó.
Durante la campaña de 1893 se encuentra de nuevo en Melilla, como ayudante de
campo del general Macías, comandante militar de la plaza. También allí volvió a tener protagonismo como masón. El Gran Oriente Español delegó en el «Poderoso Hermano Julio Cervera Baviera» para instalar en Melilla la logia África n.º 202, que reunía a los numerosos militares masones trasladados a la ciudad como consecuencia de la campaña y del aumento de
su guarnición.
Julio Cervera siguió al general Macías a sus destinos, primero en Canarias y luego
como último capitán general de Puerto Rico. Allí llegó a participar en combates contra las
tropas norteamericanas.
A su vuelta a la Península, Cervera se centró en los estudios técnicos. En la primavera
de 1899 fue comisionado por el Ministerio de la Guerra para estudiar el enlace de telegrafía
sin hilos (TSH) que Marconi acababa de establecer en el Canal de la Mancha. Tras esta experiencia, Cervera estableció el enlace TSH entre Tarifa y Ceuta.
Cervera abandonó el Ejército y en 1902 fundó la sociedad Telegrafía y Telefonía sin
Hilos, de la que era director técnico. El objeto de esta sociedad era explotar las numerosas
patentes que Cervera había registrado en España y otros países. Hay autores que afirman
que Cervera fue el primero que llegó a diseñar aparatos que permitían transmitir la voz humana a través de TSH. En todo caso, la sociedad fracasó, posiblemente por falta de apoyo oficial, a lo que no serían ajenos los enfrentamientos de Cervera con el Gobierno.
Julio Cervera Baviera
Marruecos es una vaca que España sujetó por los cuernos en 1860 para que la
ordeñasen otras naciones.
45
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Julio Cervera Baviera
En 1903 fundó, según rezaba la publicidad de las mismas, las Escuelas Libres de Ingenieros Electricistas, Ingenieros Mecánicos, Ingenieros Mecánico-Electricistas, Ingenieros Agrícolas, Electro-Terapéuticos, Arquitectos Constructores y Telegrafistas Navales, impartiendo
por correspondencia todas esas especialidades.
En 1908, tras varios intentos fallidos, logró ocupar escaño como diputado a Cortes
por Valencia representando al Partido Republicano-Radical. En el escaño sustituía a Blasco
Ibáñez, quien renunció a su acta al emigrar a la Argentina. Cervera no logró revalidar el escaño en sucesivas elecciones.
En julio de 1909, siendo diputado en el Congreso y director y propietario de El Radical,
un periódico valenciano de tendencia republicana, publicó varios artículos, relacionados con
la campaña en Melilla, que le valieron nueve suplicatorios por graves delitos (ofensas al Ejército, injurias a la Guardia Civil, injurias al ministro de la Gobernación, instigación a la rebelión, instigación a la insurrección, etc.) También en el Congreso actuó con energía, acusando
al Gobierno de la falta de medios que sufrían las tropas que actuaban en Melilla.
En 1912, momento de implantación del Protectorado, Julio Cervera Baviera había
abandonado el Ejército y, aparentemente, estaba alejado de sus inquietudes africanistas. Sin
embargo, no cabe duda de que el Protectorado español en Marruecos fue un hecho, en parte,
gracias a los trabajos de este militar, geógrafo e ingeniero.
Junto a sus obras sobre Marruecos —Geografía militar de Marruecos (1884), Expedición geográfico-militar al interior y costas de Marruecos (1885) y Viaje de exploración por el
Sahara occidental. Estudios geográficos (1887)—, Cervera publicó numerosas obras técnicas, muchas de ellas como textos para sus cursos por correspondencia: Enciclopedia científico práctica del ingeniero mecánico y electricista (1904), Álgebra y medidas (1911), Aritmética (1911), Complemento de álgebra elemental (1911), Dibujo (1911), Geometría y
problemas geométricos (1911), Las escuelas por correspondencia en España y en el extranjero (1911), Trigonometría (1911) o Colección de problemas y preguntas para el estudio y
exámenes de los conocimientos propios de la ingeniería (1915).
A partir de 1929 su rastro se pierde. Según algunos autores falleció en ese año, mientras que otros apuntan a que lo hizo en 1936, en la ciudad de Valencia. Casado en 1883 con
María de los Desamparados Jiménez Baviera, tuvo dos hijas, María de los Desamparados y
Antonia. Esta última, al solicitar su pensión de vejez en 1962, declaraba desconocer la fecha
de muerte de su padre.
J. A. S.
Bibliografía
Cervera Baviera, Julio, Geografía
militar de Marruecos, 1884.
—, «Expedición geográfico-militar al
interior y costas de Marruecos»,
Revista Científico-Militar, 1885.
—, Las escuelas por
correspondencia en España y en el
Extranjero, Valencia, Mirabet, 1911.
Faus Belau, Ángel, La radio en
España (1896-1977), Madrid, Taurus,
2007.
Expediente personal. Archivo
General Militar de Segovia.
46
Protectorado
Sistema de gobierno impuesto
por las potencias europeas sobre
determinados territorios en los que,
teóricamente, subsistía un gobierno
autóctono independiente, pero
que, en la práctica, quedaba
sometido a las directrices políticas,
administrativas y tributarias
decretadas por la potencia
ocupante del país. En el caso
concreto del Protectorado hispanofrancés en Marruecos, el fenecido
Imperio jerifiano quedó dividido
en dos mitades, asimétricas en
su extensión y poblamiento:
- El centro y sur de Marruecos, que
incluía las urbes atlánticas y las tres
capitales imperiales, junto con las
tierras más aprovechables y fértiles,
y los ríos con un caudal más regular.
Fez fue su capital protectoral, siendo
luego sustituida por Rabat.
- El norte de Marruecos, síntesis de
sus cuatro países: Garb, Gomara, Rif
y Yebala. El conjunto protectoral
conservaba, en su fachada
mediterránea, las ciudades de
Ceuta y Melilla, que mantuvieron
(como hasta ahora) su condición
de plazas de soberanía española.
A esto se sumaba el condominio
diplomático de las grandes
potencias sobre Tánger; que dio
lugar al establecimiento, en 1912,
de la llamada Zona Internacional.
Joaquín Costa
España en la mente; el Derecho en el alma
A Manuel Aragón Reyes
Costa Martínez, Joaquín
A infancia ignorada y adolescencia desatendida, juventud perialzada y triunfante
Nace el 14 de septiembre de 1846, en Monzón, población al pie de monte encastillado y fortaleza afín: ciclópea mole de origen árabe, que pasó a manos de los Templarios en 1142 y
donde el que luego sería Jaime I el Conquistador se instruyó (1214) en el arte de tomar castillos y defenderlos, síntesis anticipada del afán costista. Al Joaquín niño lo bautizan en la
iglesia de Santa María del Romeral. Sin más demora que darle el pecho, su madre vuelve a
trabajar y el padre no ha dejado de hacerlo. Avenadas por el Cinca, las tierras de Monzón
poseían recia fertilidad, traducida en cultivos del cáñamo, las hortalizas, frutas y verduras, la
remolacha azucarera y el abanico de los cereales. Campo agradecido para los señoríos,
enemigo a muerte de jornaleros desriñonados o campesinos pobres, cortos de lumbre y pan.
La España de la época se adentraba en la década moderada, senda trazada por un
liberalismo biempensante, obligado a compartir viaje con una monarquía mal criada, la de
Isabel II y su lianta madre, María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII y luego Reina
Gobernadora, quien vivía su vida con quien fuera su amante, Fernando Muñoz, excapitán de
los Guardias de Corps, aunque ya marido legalizado y además ennoblecido como duque de
Riánsares. La jefatura del Gobierno era responsabilidad de Francisco Javier Istúriz, un liberal
convencido y realista de los de aceptar la realidad, fuese en las calles o los cuarteles. Y estos
últimos eran quienes gobernaban bajo el bicornio de tonantes nombres: Ramón María Narváez y Baldomero Espartero, quien cediese a Istúriz el bastón gubernativo el 5 de abril de
1846. Espartero, que había sido Regente (1840-43) mandaba desde lejos; Narváez muy de
cerca, en Palacio mismo, donde se presentaba con audiencia o a deshora, pues a él acudía
Regeneracionismo
Movimiento que surgió tras el
Desastre del 98 e incidió,
positivamente, en la vida pública
española hasta 1930. Sus afanes
tendían hacia un enérgico
replanteamiento, tanto moral como
social, a la par que económico y
político de todos los aspectos de la
vida nacional. A sus líderes les
guiaba el patriótico empeño de
moralizar las Instituciones y
modernizar las estructuras
productivas del país. Su cabeza
pensante fue Joaquín Costa (muerto
en 1911), sucediéndole políticos de
la talla de José Canalejas
(asesinado en 1912); Melquíades
Álvarez (fusilado en 1936) y, sobre
todo, Antonio Maura Montaner
(fallecido en 1925), representantes
de un vigoroso reformismo español,
merecedor de un mayor respeto
institucional y mejor destino.
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Jurisconsulto, historiador, pedagogo y polígrafo, ideólogo del regeneracionismo panhispánico, del que fue su representante más lúcido y combativo, dotado de una capacidad
expresiva sin igual. Su fe y honestidad —diputado electo (1901) por Madrid y Zaragoza
decidió no recoger su acta como parlamentario en prueba de su rechazo frontal a las
confabulaciones políticas imperantes—; la precisión y agudeza de sus críticas; su indomable tesón por sacar a España de su abatimiento moral y del secuestro de sus instituciones bajo siglos de pésimos gobernantes, aún admiran y enardecen. Después de su
muerte, la historia política de España —dictaduras y guerra civil aparte— revaluó la
justificación de sus denuncias a lo largo de cinco periodos inequívocamente sombríos y
vergonzosos: 1913-15, 1917-23, 1974-75, 1993-95 y 1999-2014. Un siglo extra de fracasos como desesperante prueba del desdén institucional a las advertencias de Costa.
Joaquín Costa Martínez
Monzón, 1846 - Graus, Huesca, 1911
47
Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
3
48
Isabel II si el asunto tenía aspecto de inaceptable. Que pudo ser el calificativo más
amable al que recurriese la reina cuando le dijeron el nombre de su acicalado novio: Francisco
de Asís de Borbón y Borbón, figurín de porcelana, barbilindo y repeinado, liviano como pluma
y, en consecuencia, hombrín huidizo de toda mujer ardorosa y oronda, caso de Su Majestad.
Por aquello de redondear errores, se decidió casase la reina y a la par su hermana, la
infanta María Luisa Fernanda —segunda y última hija de Fernando VII—, con Antonio María
Felipe Luis de Orléans, duque de Montpensier, benjamín de Luis Felipe, rey de Francia. La ceremonia se celebró, a las diez de la noche, en el Salón de Embajadores del Palacio Real, hora
probatoria del mucho miedo que se tenía a los abucheos de la plebe madrileña ante tan desapañados matrimonios de Estado, que desastrosos para España resultaron, aunque hicieran
la fortuna de gacetilleros, caricaturistas y panfletistas. Aquella tétrica boda, siniestro por duplicado, tuvo lugar el 10 de octubre de 1846, veintiséis días después de nacer Joaquín Costa.
Primogénito de once hermanos, nacidos de cuna humilde, con los padres dedicados a
una agricultura de mera subsistencia, Joaquín se enfrentó a un recinto acuartelado en lo
afectivo y adusto en lo familiar, con órdenes en lugar de juegos y malos gestos en vez de
frases tiernas. En 1852 la agobiada familia Costa Martínez se trasladó a la localidad de
Graus tras recibir aviso notarial de una herencia que allí les aguardaba. Severa decepción.
La heredad no es gran cosa y la fertilidad de sus tierras, anodina. Al menos, es una propiedad.
Joaquín acude a la escuela cuando las exigentes labores del campo se lo permiten y su
padre, persona de trato hosco, se lo consiente. Trabaja como un adulto y come como un niño.
Más esqueleto que adolescente, se esfuerza por no faltar a clase, aunque a su progenitor
—Joaquín Costa Larrégola— poco le importen sus desvelos y a su madre —María Martínez
Gil—, persona no menos distante, tampoco. Joaquín crece entre un padre que le considera
empleado para todo y una madre que le ignora porque es el mayor de sus hermanos y, como
tal, debe valerse por sí solo. Su primogenitura no le aporta tutela alguna; tan solo exigencias,
voces y obligaciones. El desinterés paterno y el egoísmo materno le duelen mas no le vencen.
Costa se hace hombre de cabeza fuerte sin serlo todavía en cuerpo. Tiene padres,
pero ni familiares parecen. La dureza del trato no hará de él un ser asocial. Al contrario. Tenaz
escultor de sí mismo, autodidacta a tiempo completo, se volcará en los conceptos que intuye
unen a las gentes: la patria y la justicia, la libertad y la paz, el progreso y el trabajo, pero
también la ciencia y la cultura, así como el reconocimiento a los propios méritos de cada uno.
Su maestro de escuela, Julián Díaz, y un sacerdote, José Salamero Martínez, tío materno suyo, quedan admirados por las dotes del escuálido estudiante. El primero anima al segundo a mover las influencias que pueda. Don José hace más: pone dinero de su bolsillo para que
el aprendiz encuentre hogar y pupitre en un instituto de Huesca. Salamero no es otro «señor
cura» al uso. Instruido y perspicaz a la vez que hombre justo, en su sobrino intuye una personalidad dotada de vigoroso porvenir. El «tío José» se convierte en el relevo idóneo de un padre
insensible. Joaquín no desmerecerá la confianza puesta en él por sus nuevos padres.
Con dieciocho años empieza el bachillerato. No es tarde si se posee fortaleza mental.
Ese mismo año siente las primeras molestias musculares. Es dolor no insoportable pero que
tarda en desaparecer y de repente se va. Sufre una distrofia muscular progresiva, enfermedad invalidante y hereditaria, pero Joaquín nada sabe. Lo achaca al trabajo, que es mucho,
pues su labor escolar la alterna con otras «asignaturas»: criado de pudientes señores o peón
albañil de lunes a domingo. Un arquitecto y contratista de obras, Hilarión Rubio, figura del
carlismo regional, le ayuda a cumplir sus primeros anhelos: dibujar, calcular, enseñar. Fasci-
nado por las opciones que se le ofrecen, en un solo año obtiene los tres títulos: delineante,
agrimensor y maestro. Un hecho así no pasa desapercibido. Mucho se habla de él en Huesca.
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
No por mucho estudiar y trabajar en Huesca, el joven Costa subsistía separado de sus raíces
renacentistas: Graus. Sus padres poco le echan en falta, pero sus mentores siguen sus pasos
con afecto y le facilitan, con tanta discreción como determinación, su audaz caminar en la
vida. El binomio maestro-sacerdote (Díaz-Salamero) consigue que la Diputación de Huesca
facilite a su pupilo una beca con destino subyugante: informar sobre la Exposición Universal
que se celebrará en París. Sorpresa mayúscula y entusiasmada movilización del elegido. Y a
la capital de Francia se va. A sus veinte años, Joaquín es soldado quinto, pero demostrará tal
aplomo y veteranía que, al regresar, por sus informes será ascendido a oficial puesto al frente
de compañías irrenunciables para su eticidad en expansión. Cuatro de ellas fundamentales
serán para su concepción del mundo y de la vida: Justicia y Libertad, Pueblo y Nación.
El verano de 1867 avanza. Francia se muestra exhuberante en virtudes agrarias y diversas magnificencias: comerciales, educacionales y sociales unas; fabriles, ferroviarias,
mercantiles y municipales otras. Su capital cubierta está de andamios, hierros, tablones y
zanjas. París no es ciudad, sino campo de batalla contra esa parte medieval que forma parte
de su epidermis milenaria. Introducir lo nuevo exige demoler la parte inválida de lo decrépito,
pero sin ofender su espíritu. Haussmann diseña bulevares y espacios monumentales en un
París vuelto del revés, que Napoleón III aprueba y financia, pues quiere lo mejor para su hijo,
el príncipe Louis Napoléon, con diez años entonces, el heredero que le ha dado sa belle espagnole, Eugénie.
Ochocientos km al Este, el binomio integrado por un jefe del Estado Mayor y un canciller (Moltke-Bismarck) hace desfilar divisiones y baterías de artillería ante un rey fastidiado en
sus rutinas por tan incesante acopio de números bélicos, Guillermo I de Prusia. París se hace
la manicura urbanística mientras Berlín ajusta el minutero de su estrategia invasora hacia el
Oeste tras haber aplastado, años atrás (en 1864), a la democrática Dinamarca, arrebatándola Schleswig-Holstein, y abofeteado después (en 1866) a la orgullosa Austria-Hungría en
Sadowa (Bohemia), batalla de grandes masas probatoria del carácter de Francisco José I,
emperador maniático del protocolo e indiferente ante los disparates que cometen sus engominados generales. París anhela seducir a Europa con sus boutiques, bulevares y diversiones
sin asustarla; Viena busca olvidarse de su humillante derrota en los Balcanes, que pretende
anexionar sin mirar costes ni riesgos; Berlín anhela adueñarse del escudo oriental galo (Alsacia y Lorena) convirtiéndolo en sendas catapultas que descoyunten todo contraataque francés. Francia es la puerta de África, pero también abalaustrada galería con vistas al Mar Rojo
y el Índico, pasiones secretas de los Hohenzollern. Los aspirantes al trono mundial del colonialismo son dos: Berlín y Londres. París se entretiene con su universalismo expositor y su capitalidad mundial en la elegancia, ámbito donde impone su criterio, que nadie discute. Tales
distracciones la pondrán al borde del abismo: verse aniquilada como nación soberana.
El joven Costa queda cautivado por el festival de audacias y coherencias, de técnicas
y ciencias que Francia expone. Su mano y mente se enlazan para trazar dibujos de casas
para obreros, complejos mecanismos hidráulicos, inverosímiles estructuras férreas y máquinas tan estéticas como prácticas: le bycicle. Perfil sugerente de un futuro en marcha. La Ex-
Joaquín Costa Martínez
Viaje al futuro: las bicicletas son para todo el año y más si vienen de París
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Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
50
posición tiene plazo de exhibición y cierra. Francia permanece abierta. El país y sus pobladores, he ahí la máxima exhibición universal. Joaquín viaja con una subvención, que emplea
juiciosamente: estudia los cultivos vitivinícolas en el Bajo Garona —las bodegas del Medoc en
Lasperre— y después se afana por conocer los métodos educativos franceses, dando clases
y aprendiendo a la vez, gerundios imprescindibles para crecer como ciudadano y persona.
En 1868 regresa y presenta, en Huesca, su Memoria: Ideas apuntadas en la Exposición
de París de 1867. Costa en sí mismo es el producto importado por una España atrevida y
solidaria, que ha invertido cuanto tiene en poner la quilla de un destroyer que llevará su nombre y apellido: el Joaquín Costa, torpedero de abulias y desidias, de maldades y ruindades,
de caciques y oligarcas, de politiquillos de tres al cuarto sin cultura ni decencia, pero que
ponen firmes a la Guardia Civil y saquean su provincia o región como feudos suyos. Isabel II
se exilia en Francia y España es ilusión y confianza, reconvertida en ira y venganza.
De las guerras de la patria al combate personal:
comer, vestir y pagar, batallas rehuidas
Estamos en 1870, último año en la vida de Prim, mientras Napoleón III se lanza, como toro
enfurecido, sobre el telegrama de Ems —redactado por un conciliador rey Guillermo de Prusia, manipulado por un malévolo Bismarck—, trapo rojo de la guerra, que oculta una trampa
con afiladas estacas en las que se clavan el emperador y su imperio, incluso la monarquía
flordelisada y el aristócrata que la representa: el conde de Chambord (Henri Ferdinand D’Artois), quien perderá el trono que se le ofrecerá (en 1873) al abominar de la bandera tricolor y
La Marsellesa. El Segundo Imperio cae tras recibir sendos puñetazos propinados por una revolución y su contrarrevolución, a cual más excedida. Los incendios de la Commune (1871)
devastan los coquetos pabellones de 1867. París es humo, cenizas y escombros; sangre estampada en sus fusilados muros y fosas comunes a medio cubrir en el cementerio del Père
Lachaise. En Madrid reina el primer (y único) monarca demócrata, Amadeo I, elegido por las
Cortes. Durará dos años y dos meses. Los carlistas se ponen en pie. Las hogueras fratricidas
cubren Navarra y las Vascongadas, las dos Castillas, Levante todo y Cataluña entera. Los
alfonsinos conspiran mañana y tarde; los cantonalistas se independizan noche y día, obsesionados por hacer de cada puerto conquistado un reino de la piratería y de sus promesas
un mundo de inutilidades. España sufre y combate para no partirse en pedazos.
Joaquín está en su guerra: saber para proponer. Y se aplica a su manera: sin darse
tregua y olvidándose de comer cuanto no sea pan con aceite. Su ropa es penoso destrozo. Él
la cose y recose, pero así no la rejuvenece, pues la descuartiza. En cuanto reúne algún dinero,
paga deudas, compra papel y lápices y retorna al estudio. Entre libro y libro, que unas veces
le prestan y otras compra privándose de comida, rehúye al sastre, Lucas Franelli, porque su
cuenta es penitente deuda que le desazona. Sobreviene un vodevil de excusas y escapadas
folletinescas aunque ciertas, con esquinas callejeras salvadoras del huido estudiante o con
disfraces concebidos por instinto, iniciativas que a Costa le atormentan. Solo así consigue
desvanecerse ante «el señor Lucas», quien no deja de ser desconcertado búho: sus ojos creen
verlo todo, pero su olfato como alimañero de malos pagadores es un desastre. Joaquín se
convierte en un fantasma urbano. Cree morirse de vergüenza, pero como es joven, sortea taquicardias nocturnas y, puntual, resucita por las mañanas. Cuantos más esquinazos da al
frustrado Franelli, más se encorajina y estudia. Devora libros como si fueran panecillos.
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
En 1872 consigue la licenciatura en Derecho; en 1873 repite proeza en Filosofía y Letras.
Parece alimentarse del aire, pero el caso es que su cuerpo adquiere cada vez mayor corpulencia. El saber no engorda; la ansiedad, sí; máxime si adquiere forma de grandes hogazas
de pan bien aceitadas, menú básico en esa época de su vida. La prominencia de su abdomen
es aviso de su enfermedad, que su dieta unilateral agrava. Costa persevera en conocer, deducir y escribir. Todavía nada determinante propone, pero armamentos para sus futuras convocatorias reúne unos cuantos: engulle y asimila libros de agricultura, economía, historia, jurisprudencia, política y relaciones internacionales; prosigue con biografías, enciclopedias y
obras de memorialistas. Por si no fuera bastante, deglute artículos de opinión, editoriales,
manifiestos y poemarios. Traga libros como irrefrenable Gargantúa enciclopedista.
Apunta ideas y redacta planes, que luego aparta o tacha con el fin de recomponerlos
en sus noches de insomne laboral compulsivo. Duerme sin descansar y trabaja en sueños.
Persevera en sus escaladas por entre las cordilleras del conocimiento. Se siente con energías
para coronar esas cumbres, por inaccesibles que sus aristas parezcan desafiarle. Consigue
los doctorados en Derecho y Filosofía y Letras con un año de diferencia: 1874-1875. Tal hazaña se divulga y, como es propio de españoles, el hecho incomoda e incluso preocupa.
Porfía en su carrera para conseguir Premio Extraordinario en el doctorado. Compite con Marcelino Menéndez Pelayo, diez años más joven y desenvuelto. El historiador cántabro se salta
los cauces exigidos. El pensador altoaragonés se atiene a los fijados por la ley... y pierde.
Primer revés a lo largo de una avenida de injusticias que recorrerá hasta el final. Al cumplir los
veinte y nueve años, dos décadas se le han ido en continuo trabajar. España cambia. O eso
parece.
El calendario del Estado lo marcan los militares. El gaditano Manuel Pavía y Rodríguez
de Alburquerque manda a la Guardia Civil desalojar (03.01.1874) el Congreso de los Diputados con el fin de rescatar a un honesto Castelar, expulsado por traidores y exaltados. A Pavía
le da por inclinarse ante el escalafón, con lo que entrega el mando al huido exregente (Serrano), quien se autoproclama presidente del Poder Ejecutivo de no se sabe qué, si consulado
mesetario o dictadura antonina por empeño de su mujer, la cubana Antonia Domínguez y
Borrell, que manda más como señora esposa y duquesa que su esposo como general y presidente. El resultado es un Estado carente de causa, sin valedor convincente y extraño al pueblo, que pasa de Primera República a Una República Menos, por cuanto se derrumba sin
gloria, pena ni estrépito. Manuel Gutiérrez de la Concha, el mejor táctico de los liberales, cae
herido de muerte en las tiroteadas laderas de Monte-Muru (cerca de Estella, Navarra), por lo
que la antorcha del alfonsismo conjurado a dos manos pasa a Martínez Campos, quien se
subleva en Sagunto (Valencia) y allí proclama (29.12.1874) rey de España al príncipe Alfonso.
Arsenio Martínez Campos es golpista a la moderna, por lo que recurre al telégrafo. Sus avisos
movilizan a media España militar, que los reexpide a la otra media. Puestas de acuerdo, de su
conciliación nace una paloma de exposición: cuerpo grande y poca cabeza, de mucho comer
pero estreñida en modales, de vuelo corto y atolondrado, conocida como La Restauración.
Volará de aquí para allá, extraviándose a menudo, pues sus palomeros son turnistas, atentos
solo a su estricto interés particular, importándoles un rábano si a esa paloma-estado le disparan al salir del palomar nacional o al entrar, cuando se creía a salvo.
Joaquín Costa Martínez
Adelante hasta la botadura y ver flotar su esfuerzo
en aguas procelosas (universitarias)
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Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Joaquín Costa Martínez
Agredido por tribunales «exuniversitarios»
decide armarse caballero y escudo elige
Costa vive inmerso en torturante obsesión: obtener plaza de catedrático para dar clases en
la Universidad. En la España canovista soñar a tales alturas equivale a pedir la mano de la
mismísima Luna como prometida de uno mismo. Dado que el padre de la diosa satelizada es
el efecto gravitatorio terrestre, por fuerza el aspirante a marido cae sobre el planeta donde
naciese, esfera a la defensiva tras ser informada de su llegada. Costa se dirige, meteórico él,
hacia confabulaciones ocultas bajo Tribunales sostenidos por su disfunción misma: el clientelismo ideológico, el corporativismo sectario, el parentesco clasista, la impavidez absolutista
hacia quien sea nuevo en la plaza, por muy preparado que ese joven esté. Son los ejércitos
endogámicos, que ya hubiese querido Jerjes para sí. El Estado Restaurado más Persia es que
su modelo. España, país de sátrapas en tierra de emboscadas.
En Valencia se hallaba vacante la cátedra de Derecho Político y Administrativo. Costa
acude al torneo: tiene ganas de pelea y méritos le sobran. Es inútil. La cátedra estaba destinada a «pariente directo de», eficaz ganzúa que abría cualquier puerta tribunalicia. Cuarenta y cuatro años después de aquel hurto descarado, el buen escritor barcelonés Santiago
Valentí y Camp (1875-1934) se referirá a tales hechos como sigue: «fue propuesto para cátedra uno de sus contrincantes, Vicente Santamaría de Paredes, inferior a Costa en potencia
mental, en cultura y en palabra, pero que, a falta de méritos indiscutibles, era yerno del ilustre Pérez Pujol, a la sazón rector de la Universidad de Valencia». En aquella España —y en la
de hoy exactamente igual, pues la endogamia cautivo y desarmado en razones tiene al 73%
de nuestro profesorado universitario— cabía luchar contra el politicismo ramplón o el bizantinismo departamental, nunca contra familias portadoras de académicas sangres.
La guerra continúa. Otra batalla se plantea en la Universidad Central tras jubilarse
Emilio Castelar, con lo que libre deja su cátedra de Historia de España en la Facultad de Filosofía y Letras. Costa se presenta... y lo apartan. De quien le venciera en mala lid, mejor recurrir de nuevo a Valentí y Camp, quien (en 1922) sentenció: «obtuvo la cátedra Juan Ortega y
Rubio, que solo fue un mediano cultivador de la historiografía». Ortega y Rubio era el catedrático de Historia Universal en la Universidad de Valladolid. Acudió a tomar Madrid como
púlpito idóneo para revaluar su mediocre labor. Valentí se mostró amable con el triunfante
opositor, porque quien haya leído algunas de sus obras —con epicentro en la monarquía visigoda— comprobará que el calificativo de «mediano» era generosa nota. De lo mucho padecido por el pensador aragonés, Valentí hizo esta síntesis: «Estas pretericiones causaron una
vivísima contrariedad a Joaquín Costa; porque él, que era un espíritu noble y recto, no podía
avenirse con la injusticia erigida en sistema (la cursiva es mía)». Esa cruz la soportaría el
resto de su vida.
Hacer amigos en aguas libres y atraer enemigos,
a los que con sus denuncias espanta
52
Costa había sufrido dos encalladuras consecutivas contra uno de los peores males de España: la conjura tribunalicia que premia «al familiar de» o «al amigo de» en detrimento penal
del opositor respetuoso del procedimiento y poseedor de sobresalientes cualidades. Esta iniquidad le malhiere y será causa de enrabietadas arremetidas suyas contra los claustros
Africanista
Concepto utilizado para designar
aquella persona, fundación o sociedad
cultural dedicada al estudio del vasto
temario relacionado con el África
española. Este término hace también
referencia a cuantos políticos y
militares apoyaban la expansión de
España en Marruecos, especialmente
la oficialidad surgida de las
Academias, atraídos por sus
posibilidades de ascenso y las
distinciones que podían obtener en las
operaciones que, entre 1909 y 1927,
se sucedieron sin apenas
interrupciones. Esta dualidad
normativo-castrense, que diferenciaba
al militar ascendido por méritos de
guerra del militar del ejército de la
metrópoli, constreñido este al ascenso
por años de antigüedad, fue causa de
graves conflictos, que derivaron en el
desafío planteado (1917) a las
Instituciones monárquicas por las
Juntas de Defensa, disueltas en 1922.
En el mundo civil y político, su
referente máximo fue Joaquín Costa,
líder del regeneracionismo y
adelantado en favor de una
«reinvención» de las relaciones
España-Marruecos, basadas en el
respeto mutuo y su firme unión contra
terceros: los poderes coloniales. Costa
contó con el decidido apoyo del
enciclopedista Gumersindo de
Azcárate, del cartógrafo y coronel José
de Carvajal y Hué, del economista y
jurista Francisco Coello de Portugal y
Quesada, cónsules del mejor
africanismo hispano.
Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
universitarios, que no eran claustrales sino grupales al propiciar el atraso didáctico y el cerrilismo en lugar de la universalidad del conocimiento y la libertad en la docencia. España camina hacia atrás. Nación aún fuerte en su conciencia colectiva, falta está de guías y consignas. Costa se presenta como abanderado y doctrinario persistente.
Entrar de profesor en la Institución Libre de Enseñanza, templo del krausismo hispano,
le reanima. Costa vuelve a encontrarse con Francisco Giner de los Ríos, director de la institución. Se hacen grandes amigos. En dos días, Costa asimila lo poco que no conocía del nuevo
ideario e imparte su magisterio con renovado vigor: brillante en la exposición; atrevido y a la
vez coherente en el análisis, incisivo y hasta cortante, sin incurrir en obviedades. Costa hace
de sus clases un templo de la naturalidad deductiva en ejercicio. La enseñanza se prolonga
fuera de horario y norma. La escuela al sol o bajo un paraguas. La clase sentada en una escalera o en los bancos del jardín. Costa consigue que sus alumnos queden prendados del
hecho no ya de saber, sino de cómo recrecer tal saber, participando en su reconstrucción.
Un peripatético altoaragonés se abre camino entre las adustas tierras mesetarias.
Joaquín agoniza y perece. Quien nace y como adulto actúa es Costa, el hombre-idea, la razón convertida en pulso, el alma germinada en bandera que será vitoreada. Costa cree en
España al creer en sí mismo. España no lo sabe, pero de insólito patricio revolucionario dispone. No es otro Mesías, ni va montado en un carro de fuego, sino erguido en el puente de mando de su barco, que él ha construido con su cabeza. No lleva armadura, sí blindaje con resaltes acorazados: pasión por un conocimiento mundialista de las cosas; respeto a las
singularidades nacionales; defensa de las costumbres siempre que aporten beneficios sociales; rechazo de toda normativa críptica y paralizante; vehemencia denunciadora del burocratismo, mal endémico de los gobiernos; movilización de la sociedad contra la parálisis de la
administración pública; propósito de servir a la ciudadanía en pro de la patria, femineidades
indefensas ante el machismo oficial al uso; honorabilidad combativa y siempre en vanguardia, desprovista de todo interés personal; irreverencia ante el prepotente y franca generosidad hacia el humilde; disposición para compartir bienes propios y defender principios universales; repugnancia ante la doblez, la pusilanimidad, la ineptitud y la vaguería; oposición
frontal a toda capitulación; firmeza vigilante ante las recurrentes iniquidades del poder.
Costa, tardoguerrero almogávar, labra su propio escudo nobiliario sin consultar libros
de Caballería ni apoyarse en genealogías ajenas. Su blasón es una gran roca en forma de
manuscrito abierto, en su centralidad, tersas siluetas de edificios escolares y construcciones
fabriles, pero sin lastimarse unos a otros. Un sol de juvenil alborada se hace señor de soles en
cuanto supera el borde de esa montaña ilustrada. A la izquierda discurre el agua de la vida,
mimada por canales y repartida en huertas; a la derecha, bosques prietos como puños de
una victoria nacional arduamente peleada. Y en la base, campos de espigas mecidas por el
viento.
Costa vuelve a opositar. A notarías y abogacías del Estado. Y esta vez con éxito, pues
triunfa en ambas. Por sus destinos a España entrecruza desde sus nuevas acampadas: de notario a Granada (alcanza el nº 1), Jaén (con otro nº 1 en su casillero), Cuenca y Madrid, plaza
ganada en 1894. Como abogado del Estado inspecciona las provincias de Guadalajara, Guipúzcoa y Huesca. A la par, investiga y publica: Teoría del hecho jurídico, individual y social
(1880); Poesía popular española y mitología y literatura celtohispanas (1881).
En 1883 da comienzo una aventura bicontinental, de la que mucho se espera sin tener
base para tal creencia: la Sociedad de Africanistas. Aparejar no es suficiente, es preciso salir
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a mar abierto. Como horizonte se tiene y buenos oficiales también —Gumersindo de Azcárate, José Carvajal y de Hue, Pablo Coello de Portugal—, alguien tiene que dar la orden de
zarpar. Y le eligen a él como capitán. Falta encontrar el puerto de salida. Ninguno mejor que
un teatro de Madrid con nombre nazarí: Alhambra. Los muelles urbanos de ese puerto sin reparos están repletos de público expectante. No habrá decepción. Nunca la habrá si es Costa
quien habla.
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Joaquín Costa Martínez
Del mitin del «Alhambra» (1884) al incendio y hundimiento
de la España de Ultramar
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En la tarde-noche del 30 de marzo de 1884, ante un auditorio fascinado, Costa expone sus
tesis: reconciliación leal con Marruecos, transmitiéndole aquellas técnicas hispanas que mejor se adaptasen a su agricultura y cultura de labranza, al igual que los pueblos musulmanes
hicieran, doce siglos atrás, con sus mejores semillas de ciencia y renovación agrícolas para
plantarlas en la Península, reina de Sureuropa, secuestrada por el fanatismo godo. El beso
del guerrero musulmán despierta la fecundidad de esa mujer-tierra, necesitada no ya de savia nueva, sino de técnicas amatorias que den placer a los campos feraces y sepan guardar
y redistribuir las aguas venidas del cielo. Costa propugna la firme tutoría de España en favor
de Marruecos con el fin de que la Europa de la avaricia y del embuste, del saqueo y de la
fácil excusa por el atraso del indígena para mejor esclavizarle a él y su país respete la integridad territorial del imperio jerifiano y la solemnidad moral de sus pobladores, muchos de ellos
antiguos españoles, pues llaves de sus casas en Granada o Toledo aún guardan consigo.
Luego no nos odian ni nos desprecian, pues quieren volver. Con nosotros, no contra nosotros.
Avanzado su discurso, expone Costa la similitud entre la flora y la fauna peninsulares
y la marroquí, afinidades extendidas a su botánica, edafología (estudio de los suelos) y meteorología; habla de que «España y Marruecos son como las mitades de una unidad geográfica, forman a modo de una cuenca hidrográfica, cuyas divisorias extremas son las cordilleras paralelas del Atlas al Sur y del Pirineo al Norte (...) cuya corriente central es el Estrecho de
Gibraltar, a la cual afluyen, de un lado y en sus pesadas caravanas, los tesoros del interior
africano, y del otro, en sus rápidos trenes, los tesoros del continente europeo». Rebrotan los
aplausos. Costa hunde su acero argumental en el nudo de la cuestión: «Lo repito. El Estrecho
de Gibraltar no es un tabique que separa una casa de otra; es, al contrario, una puerta abierta por la Naturaleza para poner en comunicación las dos habitaciones de una misma casa».
Gritos de «¡Muy bien! » prolongados en el plural entusiástico del momento.
El público está absorto, pasmado ante las posibilidades que se le ofrecen. De huir del
cruel pirata berberisco a convertirse en aliado de los mejores guerreros que en este mundo
han sido a la vez que andaluces, asturianos, aragoneses, castellanos, extremeños, navarros y
vizcaínos. De perder a los huérfanos de los hijos muertos en África a recibir tataranietos de un
tatarabuelo sepultado en Xauen o enterrado en Ronda sin saber nada de quién era uno y
otro. Izada ha sido la bandera: hacer del Estrecho un camino, no un foso. Años después Costa
ondeará el envés de tal enseña: «Hay que desafricanizar España, europeizándola». La España que acude a misa de domingo; la que mucho reza pero nada comparte y mazo en mano
se mueve; la que prefiere medrar en vez de arremangarse los brazos y trabajar en pro del país,
no a favor de sus cuentas bancarias; la que duerme tranquila tras cumplir su cupo de arbitrariedades en vez de subir al primer tren que pase para salvar a la patria que se muere.
Surrealismos: llegan los indianos y se inauguran Cortes que a ninguna parte llevan
En un país cubierto de funerales, aparecen limosnas y caridades en pequeñas dosis, siendo
vitales: pase usted y coma algo caliente antes de seguir camino con el frío que hace; ahí van
tres reales y que Dios le ampare; tenga usted dos pesetas y sesenta céntimos, que es todo
cuanto llevo encima. Donaciones que agradecen los ejércitos de rayadillo, desembarcados
sin banderas ni clarines. A los héroes, espaldas y silencio. Descienden las tropas por las escalerillas de los paquebotes del marqués de Comillas, que de oro se hace con esos fletes —trescientos oceánicos viajes— desde la manigua a la vergüenza. Esos soldados que a rastras
llevan su cuerpo han sabido luchar, pero se han visto rendidos por sus generales, almirantes
y gobernantes. Pocos años después empezará el desembarco de seres extraños: todos vuelven sanos, ni en camillas ni con muletas; van bien trajeados y no ocultan sus abultadas billeteras. Son los indianos. Traen consigo las onzas de oro multiplicadas por los tataranietos de
Colón, Cortés y Pizarro. Comprarán fincas y levantarán mansiones de ensueño, como en su
día lo fuera Ultramar para España. Pero también construirán escuelas y casas de salud, pues
han aprendido de sus carencias al partir y de las dolencias que al volver encuentran: la Regencia les ignora; el Pueblo les ampara con lo que tiene; la Patria les mira y en silencio les
bendice.
España necesitaría ciento veinte mil indianos, tantos como soldados ha perdido entre
Ultramar y España misma. Los españoles no tienen en qué soñar. Les queda enardecerse con
Costa. Que distingue entre la derrota institucional —inadmisible por lo previsible del desastre
consumado— de la pervivencia de la Nación, que yace como fusilada, cuando ha sido se-
Derecho consuetudinario
El vocablo urf, en lengua rifeña, lo
magnifica y sintetiza. Conjunto de
normas y tradiciones que, desde el
curso de los tiempos, ha regulado el
uso de tierras y aguas; el turno
(nubt) para los riegos y el canon
(haqq) para el pago de los mismos;
el orden para cosechar y la
seguridad para deambular por los
zocos, acción protectora de una paz
tribal siempre en precario; de ahí
que también fijase las multas
(cuantiosas) por delitos de sangre:
las venganzas personales,
endémicas en el Rif.
Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Costa resiste, revisa y publica. En 1885 sus Estudios jurídicos, anticipo de su obra El
derecho municipal consuetudinario en España. En 1887 vuelve a las trincheras editoriales
con la publicación de dos obras definitorias de su condición de jurista e historiador: Plan
para una historia del derecho español en la Antigüedad y Derecho consuetudinario en el Alto
Aragón.
Seis años pasan, sin acabar los males de España: el caciquismo omnipotente; la senilidad en los métodos docentes; el clientelismo de los gobiernos; la desidia de una Administración ocupada por holgazanes recomendados; la ruindad de oligarcas y terratenientes; el atraso y la miseria que al pueblo sojuzgan; la suicida impavidez de una Regencia ante el clamor
de un Ultramar que anhela ser su igual, no un liberto manumitido a medias y por gracia real.
De repente aparece el «98», brulote yanqui con bandera negra, que incendia las flotas nacionales sin prender en la arboladura de la borbónica calma. Es un desastre, pero ni el
Trono cae, ni la Regente se exilia ni se juzga a nadie. Cuando todo en España se hunde, conviene mirar hacia el Palacio de Oriente y si los alabarderos montan guardia en sus puertas y
sus ventanas tienen los cristales intactos, es que todo sigue igual y no ha sido para tanto.
Por el contrario, luchando tanto la España leal, honesta y valiente, perderá. Por haber
relegado o matado de pena a sus mejores la antiespaña que no cesa: la insidiosa y envidiosa,
la meliflua y cobardona, la revolcona en sus inmundicias y pese a ello tonta presumida pese
a su evidente suciedad mental y moral. El aturdimiento y el dolor son tales, que España entra
en una fase de sonambulismo agudo como remedio intuitivo para su desesperación, que deriva en colapso. Surge prematuro surrealismo y su contrario: el inmovilismo estatalista como
incongruente dieta para sanar al enfermo. España empeora y desahuciada queda.
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Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
56
cuestrada y ultrajada. Acabar con el comadreo político que al país llevó a la ruina, hundió a
sus escuadras, a sus ejércitos introdujo en nichos sin numerar o sepultó en el mar sin bala de
cañón a los pies porque no había balas para tanto muerto y a los sobrevivientes ni se molestó en presentarles armas cuando tullidos desembarcaron en puerto patrio, pareció lo que era
y aún representa: canallescos delitos, merecedores del derribo sin contemplaciones de una
monarquía contemplativa de tales ofensas, indiferente ante la poca vida que restaba a sus
repatriadas tropas. Bajo los puentes y en los caminos, en las cunetas y parideras, en trozos
sus uniformes, vacíos los bolsillos, huesudos sus rostros, así fueron encontrados muchos. Tiesos e insepultos. Caídos sin una sola queja, invencibles donde nacieron y murieron.
En tan duros tránsitos morales y sociales, publica Costa su Colectivismo agrario en
España. Doctrinas y hechos (1898). Obra de ciencia, erudición y combate. Que conmueve,
admira y sobrecoge. Su autor expone un sí comedido al industrialismo, superado por un vigoroso acto de fe hacia un agrarismo reformado y consecuente. Sostiene que la insolubilidad
del problema guarda relación con la paramera registral que caracteriza a las tierras hispanas, retenidas por unas pocas manos y además, usureras. Y en audaz síntesis propone colectivizarlas. No es prebolchevismo, ni tardojansenismo, es costismo límpido y santo. En la españa de minúscula, de por sí adúltera, mandona, obtusa y torpe, hace efecto de segunda
revolución francesa. El Estado inmutable quedó en apariencia, aunque el susto no se lo quitó
nadie; sobre todo en los palacios del poder, en los que durante semanas se durmió mal. Pero
en los casinos y cafés, sobresaltados sus parroquianos de baraja, copa, puro y chiste malo,
se le insulta y amenaza. Ese «profeta» jamás será diputado y gracias puede dar de seguir
siendo notario aún con vida.
Cambia el siglo. Costa cavila sobre una conjunción ideológica y moral, motivadora de
los ímpetus de la España inanimada bajo los efectos del cloroformo sagatista; unificadora de
sus cuatro pulsos cardinales, que insuflen a la sociedad española una potencia tal que la
eleve sobre sus miedos atávicos y, en vertiginoso vuelo rasante, cruce por encima de las trincheras del caciquismo acorralado, sobrevuele los derruidos templos del monarquismo incapacitante y todo ese parlamentarismo de comilona, cabaret y chalets de mala nota, cuyos
gastos pasa como representación. Cree hallar esa energía renovadora en Basilio Paraíso,
presidente de la Cámara de Comercio de Zaragoza, y en el también letrado Santiago Alba
Bonifaz, futuro ministro de Estado y Hacienda. Y a las urnas van. En 1901 es diputado electo
por Madrid y Zaragoza. Descubre que el Parlamento es gélida trinchera, no ardiente tribuna.
Se lo temía, pero la ignominia se manifiesta con tal villanía, que solo de verla le enfurece.
Costa no soporta tanta mezquindad y ni su acta de parlamentario recoge. Su decisión
cubre titulares de prensa y no pocos piensan que España en duelo anticipado entra. Jura
Alfonso XIII ser el rey de todos. Es el 17 de mayo de 1902. Una coronación no puede ocultar
una pirámide de errores funestos; otra de cobardías clamorosas y una tercera de mentiras
reincidentes, monumental valle de gizeh, bajo el cual sepultada yace España. Las gentes
desesperadas siguen y así no se puede vivir. Ni al país se le puede tener ahí, de cuerpo presente. Los españoles prefieren ser engañados de nuevo a participar en otro entierro de semejantes dimensiones. España consiente, pues para eso la han dejado limitada a ser ente sufriente: que mucho todo lo siente, pero ni protestar la dejan. Como concepto, en ningún
discurso falta «España», siendo nulidad resolutoria. Y como patria, ella sola nada puede.
España depende de sus hijos y nietos. A los que no se encuentra. Los españoles han
capitulado en campo abierto y luego desaparecido. Exánime la patria; nadie se presenta para
España no logra incorporarse de su secular postración, pues pulso no tiene (Silvela dixit).
Costa insiste. En 1901 ha publicado un largo ensayo que, en su título, previene: La ignorancia
del derecho y sus relaciones con el «status» individual, el referéndum y la costumbre. Sin
concederse descanso, pone fin a su más demoledora denuncia: Oligarquía y caciquismo
como la forma actual de gobierno en España. Urgencia y modo de cambiarla (1901-1902).
Contiene la famosa encuesta que el Ateneo de Madrid realizase entre sus socios y personalidades de las artes, ciencias y letras. Costa ve inviable que su patria logre deshacerse de sus
ataduras porque los grandes partidos, amigos del poder y partícipes de este, pánico tienen
de liberar a tan temida cautiva. Porque la momia se mueve sin importarle las vendas. Luego
España no ha muerto por escalofriante que sea su quietud.
La grey ateneísta ha hecho de su centro neurálgico en el Madrid de 1901 puerto y hospital de campaña, donde los pupitres hacen de quirófanos portátiles, a la espera de que aparezcan los heridos. Para sorpresa de todos, los sanitarios aparecen con solo dos camillas: la
primera oculta un bulto deforme y enorme cubierto por montañosa colcha, pues no hay sábana en el mundo tan grande para taparlo; la segunda retiene el cuerpo de un militar delgadísimo, sus huesos señalándose bajo sábana tan parca que ni delantal quirúrgico parece. Lo de
militar es cosa indudable, porque calza abarcas de soldado, con sus suelas de esparto rotas,
a través de las cuales se le ven sus desollados y diminutos pies. Un chavalín. Lleva la cabeza
vendada en sangre. Al pasar, uno de los sanitarios roza la inerte cabeza. Se desprenden las
vendas y, en cascada, ensangrentada y larga cabellera libre queda. Murmullos de asombro.
El bulto descomunal es el sistema político en su inmutabilidad enfermiza; ese liviano cadáver
corresponde a una mujer-soldado. Se deducen supuestos y recuerdan hechos. Casos han habido de hermanas que pretendieron sustituir al hermano menor, llamado a filas con veinte años
para embarcar hacia Ultramar. Morir por el benjamín para salvar al padre inválido o la madre
viuda. Los ateneístas comprenden y asienten. No harán de enfermeros, sino de forenses. Y sus
conclusiones a los jueces entregarán para refuerzo de la causa sumarial que se instruye. Ese
cuerpo gigante hay que trocearlo y saber por qué se convirtió en homicida de tan infortunada
joven, Patria de nombre, lo único que de ella con certeza se sabe. Dibujantes, escultores, pintores, abogados, arquitectos, diplomáticos, escritores, ingenieros, jueces, médicos, periodistas
y poetas se ponen a la tarea y estudian los restos con lupa y rigor. La investigación determina
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Ganar la mayor batalla («Oligarquía y caciquismo»)
para perder la guerra y la vida
Joaquín Costa Martínez
levantarla. Ningún ministro, ningún grande de España, ningún jefe del Ejército o de la Armada
acude a los actos oficiales revestido de luto riguroso, habiendo perdido el país tantos hombres
como para formar seis ejércitos y alistar dos escuadras. Los fuegos artificiales que celebran la
coronación de un estudiante de rey proyectan una luz espectral sobre el letárgico panorama
peninsular e insular. Ha habido empeño en dar espléndida fiesta en un desierto, aunque solo
desperdicios en la arena queden, restos que al mediodía siguiente el inflexible simún esparcirá. Entra España en reflexión al concluir la última petardada pueblerina. Las carrozas a lo gran
Aumont se guardan en las cocheras. Hules acoplados, puertas cerradas, cerrojos corridos,
candados puestos. Palafreneros y mayordomos de librea se desean hasta muy lejana coronación. Tres cuartos de siglo transcurrirán hasta presentarse un nuevo rey: Juan Carlos será su
nombre y Borbón él como corresponde. Sin carroza vendrá y sin ella se irá.
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Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
sin lugar a dudas: delito de lesa majestad. Aparecen infinidad de criminales confesos para una
sola muerte: la defunción de España, el apellido de esa valiente mujer, que exangüe yace. Este
supremo magnicidio estaba sin resolver al no haberse identificado a los asesinos. Las fechas
de las consecutivas muertes de España se confirman y conmueven: 1805, 1812, 1820, 1823,
1836, 1846, 1854, 1868, 1869, 1870, 1876, 1895, 1898. No hay memoria de nación asesinada
trece veces en un siglo. Lo sucedido entre un Trafalgar y un Cavite. Conocidos los primeros
nombres de tan largas listas, la prueba pericial termina.
Los ateneístas pueden irse a sus casas o enrolarse como artilleros voluntarios en el buque insignia que, anclado en madrileño puerto, espera la orden de zarpar. No encabeza escuadra propia; le basta con parecer acorazado de sí mismo. Tiene enfrente un nublado horizonte,
cubierto de naves hostiles. El Joaquín Costa larga amarras y avante toda se aleja. Mar afuera,
un semicírculo de siluetas amenazantes le aguarda, cañones a su máxima elevación para
hundirle lo más lejos. Le temen. Ya empiezan a cañonearle. Bien gobernado, elude ese cerco de
fuego y vira recto hacia el centro teórico del adversario, sorprendiéndole. La flota enemiga se
aturulla y tensa en un larguísimo brazo, torpón y baleanceante. Error mortal, fruto del miedo.
En maniobra osada y certera, el Joaquín Costa logra «cortar la T» de esa columna naval por
el cuello. Separa a unos de otros y les dispara andanadas o torpedea hasta agotar municiones
y torpedos. La flota descabezada escapa y la batalla se gana, pero la guerra se pierde, pues
todo recomienza. Y un siglo igual de malo sucederá al ya desvanecido.
El Joaquín Costa ha combatido, solo y en mar abierto, contra la flota de las antiespañas: las ladronas, embusteras, rastreras, represoras, usurpadoras y vendidas. A todas ha cañoneado, torpedeado e incendiado, sin lograr hundirlas. Escoradas y en llamas, buscaron
refugio en las dársenas parlamentarias —Puerto Congreso, Puerto Senado, Puerto Consejo
de Estado—, y cuando no quedaba puerto libre, cobijo y reparación hallaron en los Presupuestos del Estado; en los cambios de Gobierno; en las festividades nacionales, santoral generoso en ceremonias convenientes a la vez que repleto de altas conciencias proclamadas,
todas ellas incumplidas.
Véanse unas muestras de aquel combate librado contra fuerzas muy superiores en
número:
«España no es una nación libre y soberana.» (primer epígrafe, Memoria de la
Sección, pág. 1).
«El (pueblo) español vive a merced del acaso, pendiente de la arbitrariedad de una
minoría corrompida y corruptora, sin honor, sin cristianismo, infinitamente peor que
en los peores tiempos de la Roma pagana. En Europa desapareció hace mucho
tiempo (...) En España, no: forma vasto sistema de gobierno, organizado a modo de
masonería por regiones y provincias, por cantones y municipios, con sus turnos y
jerarquías (la cursiva es mía). Es la superposición de dos Estados, uno legal, otro
consuetudinario, máquina perfecta pero que no funciona, dinamismo anárquico el
segundo, en que libertad y justicia son privilegio de los malos, donde el hombre
recto, como no claudique y se manche, sucumbe.» (Memoria..., pág. 4).
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«No hay Parlamento ni partidos; hay solo oligarquías.» (segundo epígrafe,
Memoria..., pág. 5).
«No es la forma de gobierno en España la misma que impera en Europa (...) No es
nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por corruptelas y
abusos, sino un régimen oligárquico, servido, que no moderado, por instituciones
aparentemente parlamentarias. O, dicho de otro modo: no es el régimen
parlamentario la regla y excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas
en el Parlamento durante sesenta años: eso que llamamos desviaciones y
corrupciones constituyen el régimen, son la misma regla.» (Ibid., pág. 7).
«El gobierno de los peores: exclusión de la élite o aristocracia natural.» (Memoria...,
pág. 13).
«Pues en eso estamos y eso representa la forma actual de Gobierno en nuestro país:
es la postergación sistemática, equivalente a su eliminación, de los elementos
superiores de la sociedad, tan completa y absoluta, que el país ni siquiera sabe si
existen. Es el gobierno y dirección de los mejores por los peores, violación torpe de la
ley natural, que mantiene lejos de la cabeza, fuera de todo estado mayor, a la élite
intelectual y moral del país (...) Las cimas de la sociedad española están sumergidas
en las tinieblas y no se ven, mientras los bajos suelos a plena luz están (la cursiva es
mía). Los antiguos decían en un expresivo refrán: “Báxanse los adarves, álzanse los
muladares”.» (entrecomillado en el original, Ibid., pág. 14).
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
«Ahora, incluso el pretexto ha desaparecido, quedando reducidas a meras
agrupaciones inorgánicas, sin espíritu ni programa, pudiendo aplicarse, a la
morfología del Estado Español, la siguiente definición que Azcárate da del
caciquismo: “Feudalismo de nuevo género, cien veces más repugnante que el
feudalismo guerrero de la Edad Media, y por virtud del cual se esconde, bajo el
ropaje del Gobierno, una oligarquía mezquina, hipócrita y bastarda”.» (pág. 6).
Joaquín Costa Martínez
«Yo tengo para mí que eso que complacientemente seguimos llamando “partidos”
(entrecomillado en el original), no son sino facciones, banderías de carácter
marcadamente personal, caricaturas de partidos formadas mecánicamente a
semejanza de aquellas otras que se constituían en la Edad Media, sin más fin que la
conquista del mando (la cursiva es mía) y en las cuales la reforma política y social
no entra, aunque otra cosa aparente, más que como un adorno; insignia para
distinguirse o (simple) pretexto» (Memoria..., págs. 5 y 6).
Hora de esperar a la muerte: falsa disputa de restos y entierro que mucho dijo y dice
Desengañado de amistades resbaladizas, Costa busca cimentación sólida y pluralista, por lo
que opta por integrarse en la Unión Republicana. Segundo tropezón en la misma piedra. En
España, cuanto más se alardea de «unidad política», más se afilan los cuchillos que cortarán
el cuello al ingenuo participante en tal tentación. Harto más que furioso, dimite de sí mismo.
Se refugia en Graus, antigua capital de los ilergetes alzados contra Roma, lugar frío y encalmado, del que hará su adarve, su camino de ronda, muro y fortaleza. Es septiembre de 1903.
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Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
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Residir en Graus durante los inviernos, sin renunciar a su notaría en Madrid, fue su
última esperanza de curación: vivir en las altas tierras oscenses, lejos del hollín de las calefacciones y los humos de Madrid. Su petición le fue denegada y ahora es tarde. Entiende que su
salud es reencontrarse con la pasión del estudiante que viajase a Huesca y luego a París y
Madrid. En Graus ha escrito la mayor parte de sus ensayos, artículos y libros. Entre ellos se
parapeta. Pone al día su correspondencia; lo consigue de forma incompleta y lo deja; vuelve
a intentarlo; se cansa y escribe sin un plan fijo, empujado por los sucesos políticos y el azote
de su endémico padecimiento. La distrofia muscular progresiva que padece supera recetas y
calmantes. La incapacidad le alcanza desde los brazos —sobre todo el derecho— y las manos, hasta la cintura pélvica y uno de sus pies, pero a veces son los dos. Su peso no decrece,
su bienestar pasa de lo escaso a lo inexistente. Si al moverse por su cuarto se cayera y nadie
oyese sus gritos, en el suelo quedaría, pues él solo no puede incorporarse. Hacen falta dos
personas fuertes para levantarlo. Sus manos se amorcillan y cuesta cortarle las uñas. Su barba blanco-grisácea se entreabre como tronco de palmera a punto de romperse. Sus ojeras le
comen la cara, pero el brillo de su mirada, depredadora de engaños, se mantiene. Alcanza su
plenitud como signo temido hecho hombre: el «León de Graus» existe y es él en persona.
Cuando sale a pasear con los pocos fieles que le siguen, se turnan para llevar su mecedora con respaldo de mimbre, con el fin de que su dolorida espalda pueda descansar tras
andar un poco, no más de diez minutos y despacio. Más de eso no puede. No le han dado
esperanzas. Ni él las tiene desde hace treinta años. Ha consultado a eminencias de la medicina, entre ellos al neurólogo francés Jean-Martin Charcot, descubridor, en 1869, de la enfermedad que le aqueja. Su mal —esclerosis lateral amiotrófica en su codificación clínica actual— no tiene cura (no la tiene todavía) y es dolencia que no mata: aniquila lenta e
inexorablemente.
En 1908 reta a su inexistente salud para reaparecer en Madrid, con el fin de oponerse
a la Ley contra el Terrorismo, que Maura defiende. El esfuerzo le deja baldado. Su generoso
eticismo agrava su sentencia. Le caen tres años de espasmos. Su enfermedad le somete a
continuo tormento. Resiste de forma incomprensible. Le encaman y él deja hacer pues en pie
no se tiene. Pasan los días y las noches. Acumula cuarenta y nueve días postrado en su dormitorio, con una hemiplejia difusa y acusada disnea (dificultad para respirar); agravadas
por fiebre alta, con puntas de hasta 40,2º y arrítmicas pulsaciones, 90 a 93 por minuto. El
corazón no aguanta y la cabeza se desentiende. Entra en efímero purgatorio, donde cavilase
si España debería también morir para dejar de sufrir, intentar resucitar y verse libre de una
vez. Eso supondría volver a soñar. Y él se deja llevar a la muerte, que llega en la madrugada
del miércoles 8 de febrero de 1911 y le libera. Noticia que a España sobrecoge.
Sentimiento de trastorno y desamparo. Qué hacer ahora. La pregunta está en los hogares; en los surcos pendientes de abrir para recibir las esperadas lluvias de alta primavera; en
los talleres y las minas; en los puertos y las fábricas; en los hornos, sean de pan, carbón de
encina o fundición de acero. Novedad acongojante para muchos, libertadora de sufrimientos
para unos pocos: los informados de la discapacidad crucificante del difunto. Bendecido su
nombre en las misas de pueblo, sigue adelante hacia las calles y plazas de las ciudades, que
llena. Se refuerza en las familias, entre amigos y convecinos, constituyéndose en torrente
que, en su recorrido, procesiones forma y padrenuestros atrae. El Estado se duele en su retórica, que ni procede por lo insincera y fútil resulta por lo barroca. En las tertulias de Oriente se
comenta el desenlace. Nadie allí lo siente, nadie esperaba otra cosa mejor de toda esa gente.
Joaquín Costa Martínez
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Y de improviso surge la disputa, el litigio por unos despojos que son de la Nación, no
de monarcas en apuros. Desde Madrid reclaman al difunto para enterrarlo, con gran pompa,
en el Panteón de Hombres Ilustres. Aragón, ofendido, alza su protesta. Es firme y unánime. El
pueblo aragonés se siente legitimado para guardar no ya la tumba, sino la memoria de hijo
tan admirado como desgraciado. Gobierno y rey, desconcertados, inician atropellada retirada: Canalejas y Alfonso XIII no esperaban toparse con semejante revolución sepulturera. Alguien les hace ver su error, el peligro que corren, la convulsión que se acerca. Costa sepultado
en su tierra, duelo y emoción coincidirán; Costa enterrado en Madrid furia y revoluciones
traería. Si en Zaragoza serían diez mil los seguidores del féretro, en Madrid podrían juntarse
cien mil manifestantes, que se llevarían por delante a la guardia civil y desde luego al féretro.
En consecuencia, el tren con los restos de Costa llega a Zaragoza procedente de Barbastro,
donde incidentes se han dado. Oportuna excusa. Este tren mortuorio no sale de aquí, dicen
los zaragozanos y no llegan a los diez mil previstos. Ese tren fúnebre no se mueve de ahí, ordenan las autoridades consistoriales, militares y policiales. Del plante ciudadano al guante
que sueltan, como ascua sobre su piel desnuda, la Corona y el Gobierno. Quedan aliviados
de su pánico los falsamente derrotados y contentos los en nada vencedores (son las acertadas tesis de George Cheyne). Aragón, tierra de ceños fruncidos e indomables resistencias,
esboza amplia sonrisa y prescinde de airado gesto. Revive tiempos de hidalguía, pundonor y
desafío, cuando Juan de Lanuza, justicia mayor, se las tuvo tiesas a un tal Felipe II.
El domingo 12 de febrero, el cementerio de Torrero aguarda al héroe muerto y al gentío
que le acompaña. Ha dejado de llover y el barro helado sustituye al aguacero. Por los caminos enlodados, que a la Zaragoza entumecida llevan, calladas y cejijuntas, las ateridas legiones campesinas avanzan. Se agrupan por familias, caseríos y poblaciones. El agro hispano
hecho persona consciente, identidad fehaciente y unidad moral combatiente en posición de
firmes está. Torrero deja de ser camposanto, pues ya es castrum, campamento legionario.
Cuando el ejército del campo penetra en Zaragoza, por el extremo opuesto se acercan
los bloques proletarios. Provienen de barrios obreros, empleados en la construcción o talleres.
Cuando las masas se funden en una sola, las puertas de Torrero ceden. Tres mil personas logran pasar dentro, varios cientos quedan fuera. Hay órdenes: evitar tumultos que alteren la
liturgia religiosa. La multitud adentrada sigue al féretro. Los que afueran quedaron se apiñan.
Esperarán al amigo, hijo o sobrino que sí lograron entrar. Unos y otros son zarandeados por
los empujones ventosos que el Moncayo, sin cansarse, les envía. Escenografía de boinas y
bufandas, de pesares y recogimientos. Anochece. Luz desplomada, visibilidad decapitada. La
noche dueña de todo se declara y la ceremonia trastabillea, pierde ritmo y se paraliza. No se
ve nada. El desconcierto dura treinta, cuarenta segundos. Suficientes para que la noche se
transforme en madrugada de ajusticiamiento. Solo se oye el ulular del viento. Cada persona
soporta su angustia, pero también la de todos. La negritud es losa eterna vuelta del revés, que
aplastamiento causa. No pocos se persignan para conjurar males que se les acercan o retemblores de sus atravesadas conciencias. Los bomberos intervienen. Encienden sus hachones,
hogueras de mano con las que se aproximan a la fosa, rodeándola con iluminada disciplina.
La negrura titubea y entra en desbandada. Las antorchas toman al asalto el borde de la fosa
y, sin detenerse, descienden hasta el tenebroso fondo, lo enfocan y desnudan sin compasión,
privándolo del terror en el que se justificaba; suben con arrolladora fuerza; superan a la inversa la tierra suelta que bordea la tumba, que del susto se apelmaza y ni un solo grano pierde;
culebrean entre las filas eclesiásticas o seglares y en sus rostros encienden crispadas expre-
61
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Joaquín Costa Martínez
siones o endurecen afligidas posturas; alcanzan las copas de los árboles agitándolas con
furia y a los anidados murciélagos espantan; se extienden sobre cruces, lápidas, nichos,
verjas, inscripciones y memorias. Y a todas, sean en hierro, mármol, piedra o carne viva en su
justo lugar sitúan, con lo que delirios, suposiciones y tenebritudes concluyen.
Alumbrados por esos aleteos de fuego y luz, cuatro mozos de Graus tiran de reaños y
descienden el ataúd hasta la mismidad de la tierra anhelante. Los quintos de la España inminente honran al mejor soldado del Derecho que jamás hubo en España y ejemplo fue para
toda Europa. Caen las primeras paletadas sobre el féretro. Sus retumbes estremecen como
clavos de asedio que sellan para siempre las puertas reformadoras de la patria, ahora sí indefensa, la que el extinto labrase con su mente y torturado cuerpo; portón de horizontes nacionales clausurados por quienes pánico tenían al mejor labrador de la única España posible: la liberada de sus parásitos endogámicos; la perseguidora del alcalde prevaricador, del
diputado cómplice, del interventor militar enriquecido con el hambre de los soldados y la
obsolescencia de sus medios de defensa; la fiscal del silencio administrativo y del clientelismo juerguista; la saqueada por políticos ansiosos por robar más y a los que ansía ver encarcelados y con sus fortunas embargadas; la España huérfana de padre y madre, que el difunto quiso prohijar concibiendo proyectos reformistas como ningún otro europeo de su tiempo.
Patria España, la moza que de joven lo enamoró y de la que supo ser novio apurado en su
fervor por descubrir toda esa velada belleza que ella poseía; prolífico esposo que debió ser
presidente del Gobierno, cuando solo le dejaron ser notario de las insidias y mentiras institucionales, petrificadas en régimen yerto en busca de mausoleo, cuando en el monasterio de El
Escorial pudrideros sobran y por sepulcros que no quede; compañero soñado para envejecer
juntos y ver crecer a sus nietas, tantas Españas dignas como antiespañas había y preciso era
y es enterrar sin falta. Él fue el sepultado. Su mujer quedó viuda y no encinta.
Una fosa sigue abierta en los cuarteles de Torrero. Las últimas paletadas murmullos
parecen. El viento se ha echado, el pesar aumenta. El héroe se desliza a lo profundo. La tierra,
lenta y metódica, sube. Lloran los allegados del bendecido por tantos y maldecido por los
menos. De los más afectados, su fiel Manuel Bescós y su desolado hermano, Tomás. La pena
es unánime. La emoción atrapa a Rafael Gasset, ministro de Fomento. Ver llorar a un ministro es cosa imposible en España como no sea coincidente con su inauguración o despedida
del sillón que, en su día de gloria, le fuera confiado. Pero Gasset sincero era.
Costa fue un lujo de persona para cualquier país y civilización. España no se le quedó
pequeña; él era mucho más grande de lo que España podía asumir. Costa representa todo lo
que España pudo hacer y no hizo. Su obra y palabra nos orientan hacia cuanto España tiene
pendiente de hacer por sí misma y bastante es, pero en modo alguno imposible de conseguir.
J. P. D. 10.10.2014-31.01.2015
62
Interventor
Su función constituyó el fundamento
sobre el que se basó el Protectorado
español, constituyéndose en su
piedra angular. Además de fiscalizar
la actuación de las autoridades
indígenas, poseía la facultad de
introducir reformas administrativas y
económicas en el distrito tribal bajo
su tutela. El prestigio de algunos
interventores era tal que, en
ocasiones, actuaban como «jueces»
en el reparto de los turnos (nubz) de
riego y en el orden para cosechar,
incluso en aquellos delitos comunes
donde su juicio fuese solicitado.
Estos mandos españoles, salvo
excepciones, cumplieron eficaz y
honrosamente su cometido, pero uno
de ellos se mostró sobresaliente en
todo cuanto hizo: estudios jurídicos
y sociales, organizativos y periciales,
con labores artísticas suyas de gran
mérito y audaces realizaciones
arquitectónicas. Su nombre y
destino: teniente coronel Emilio
Blanco Izaga, interventor en los Beni
Urriaguel.
Agradecimientos
bis parece y es. Por similitud de
afinidades, mi gratitud a Julián
Martínez-Simancas Sánchez, otro
costista en compromiso, logros y
comportamiento, abanderado de
encuentros que fertilicen la paz entre
pueblos y culturas. Su nombre y
trayectoria vital son todo un ejemplo
a nivel nacional.
En las fuentes, de las obras de
Costa, aparte las identificadas en el
texto, hay otras que poseen
condiciones ciertamente
determinantes como rectoras de esta
biografía:
En la bibliografía, agrupo una
selección de autores españoles y
dejo para el final a quien, todavía
hoy, a todos nos guía por su tesón
investigador y capacidad
organizativa: Cheyne.
La cuestión de la Escuadra, Huesca,
Tipografía de Leandro Pérez, 1912.
Fernández Clemente, Eloy, El
pensamiento y la obra de Joaquín
Costa, Zaragoza, 1998.
nuestro mundo cultural, George
James Gordon Cheyne (1915-1990),
doctor en Filosofía y Letras por la
Universidad de Newcastle, en la que
fue director del Departamento de
Estudios Hispánicos y
Latinoamericanos. Su tesis lo fue
sobre Costa, aún hoy insigne rareza.
Fuentes
Bibliografía
Escuela, despensa y patria, Madrid,
Biblioteca Joaquín Costa, 1916.
Y la más citada, su obra cumbre,
retrato de la peor España posible y
otra vez resurrecta:
Oligarquía y caciquismo como la
forma actual de gobierno en España:
urgencia y modo de cambiarla,
Madrid, Establecimiento Tipográfico
de Fontanet, 1901.
Gil Novales, Alberto, Derecho y
revolución en el pensamiento de
Joaquín Costa, Madrid, Península,
1961.
—, «Joaquín Costa: de la crisis
finisecular al socialismo», Anales de
la Fundación Joaquín Costa, nº 2,
Madrid, 1985.
Martín-Retortillo Baquer, Lorenzo, «En
homenaje a George Cheyne», BILE
(Boletín de la Institución Libre de
Enseñanza), Madrid, 1991.
Tierno Galván, Enrique, Costa y el
regeneracionismo, Madrid,
Colección Vida Europea, 1961.
Valentí y Camp, Santiago, Joaquín
Costa (estudio vital y obras
principales), Madrid, 1922.
A los anteriores y muchos más se les
sumó, a partir de 1972, con un vigor
tan singular como estimulante para
A bibliographical study of the
writings of Joaquín Costa, Londres,
Thames, 1972.
Joaquín Costa, el gran desconocido.
Esbozo biográfico, Barcelona, Ariel,
1972.
Estudio bibliográfico de la obra de
Joaquín Costa (es la tesis doctoral
de Cheyne, traducida por su esposa,
la española Asunción Vidal),
Zaragoza, Guara, 1981.
Más tres excelentes logros de
Cheyne, lúcida y ejemplarmente
confeccionados por el gran
hispanista inglés sobre la
correspondencia de Costa con
personajes básicos en su vida: sus
epistolarios con Manuel Bescós
(Zaragoza, Institución Fernando el
Católico, 1979); Francisco Giner de
los Ríos (Zaragoza, Guara, 1983);
finalmente con su ferviente discípulo
y luego distante colega Rafael
Altamira (Alicante, Instituto de
Cultura Juan Gil-Albert, 1992).
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Joaquín Costa Martínez
llamó, allá por octubre de 2012,
para enrolarme en La Historia
Trascendida, navío artillado con
piezas solidarias y abundante
munición ética. Nunca olvidaré las
conversaciones que mantuvimos y
las que siguieron después. El juez
Aragón tiene, en lo físico, notorio
plante costista y, en lo moral, Costa
A quien dedico esta biografía,
Manuel Aragón Reyes, magistrado
del Tribunal Constitucional, pues
aunque ya no forma parte de tan
alta institución al concluir su
mandato de nueve años (junio de
2004-junio de 2013) lo sigue siendo
por la relevancia de su obra y
actitud acorde. Él fue quien me
63
Delcassé, Théophile Pierre
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Théophile Pierre Delcassé
Político francés del partido radical. Diputado, ministro de Colonias y de Exteriores.
Artífice de la Entente que permitió el establecimiento del Protectorado en Marruecos.
64
Miembro de una familia rural de clase media acomodada que vivía de sus rentas. Tras estudiar en la escuela de Pamiers y obtener el título de bachiller, en 1870 se traslada a Toulouse,
donde se licencia en Letras en 1874. Durante algún tiempo trabajó como profesor eventual en
varias escuelas de su región hasta que en 1875 se trasladó a París con el propósito de preparar las oposiciones a profesor titular de historia.
En París su vida da un cambio profundo. Para completar sus ingresos comienza a
trabajar como preceptor de los tres hijos de la familia Roman, en la que el padre es archivero
de la oficina de prensa en el Quai d’Orsay. En las conversaciones de la familia son tema frecuente los pormenores de la política exterior francesa, que Delcassé utiliza en numerosos artículos que comienza a publicar en la prensa de París. Es entonces cuando se fija como objetivo llegar al Ministerio de Asuntos Exteriores.
En el año 1877 conoce a Léon Gambetta, director de los diarios La Petite République
y La République Française, en los que el joven Delcassé comienza a publicar artículos sobre
política exterior basados en los conocimientos adquiridos en la casa de los Roman. Convertido en periodista respetado, esta faceta de su vida durará doce años, hasta que finalmente
comienza a compatibilizar estas actividades con sus aspiraciones políticas.
En las elecciones legislativas de 1885 sustituye al candidato republicano Gaston Massip, del que era secretario, cuando este fallece repentinamente. A pesar del apoyo de los
partidarios de Massip, incluida su viuda, Genoveva, y de presentarse en su región natal, no
logra obtener escaño.
Tras el fracaso vuelve a París, continuando con sus actividades en la prensa. De ideología progresista y profundamente anticlerical, en enero de 1886 es iniciado en la masonería.
En 1887 se casará con la viuda Genoveva Massip, con la que tendrá tres hijos. La mayor, Suzanne, se casará en 1923 con el teniente coronel Noguès (ver biografía), quien sería residente general en Marruecos entre 1936 y 1943 y otro de los personajes fundamentales en la
historia marroquí durante el periodo de los protectorados.
En las siguientes elecciones legislativas, en 1889, obtiene escaño en representación
del distrito de Foix. Su primera intervención en la Cámara de Diputados, en noviembre de
1890, durante la discusión de los presupuestos para 1891, impresiona a la opinión pública.
En su alocución presenta la necesidad de que la política exterior francesa compagine los intereses y problemas europeos con la expansión del imperio colonial francés. Al año siguiente,
noviembre de 1891, su intervención tiene lugar durante la discusión del presupuesto para las
colonias, logrando el apoyo casi unánime de la cámara.
Considerado un experto tanto en política exterior como en cuestiones coloniales, en
enero de 1893 es nombrado subsecretario de Estado para las Colonias. En mayo de 1894 el
primer ministro Dupuy le escoge como ministro para las Colonias, cargo que ocupará hasta
enero de 1895.
Residente general
Máximo representante de la
República Francesa en su zona del
Protectorado en Marruecos. Su
titular ejercía como depositario de
los poderes históricos y
procedimentales de los gobiernos
republicanos en la metrópoli. Su
primer titular, desde 1912 a 1925, el
general Hubert Lyautey
—mariscal a partir de 1921—
ejercía la administración sobre el
territorio; vigilaba la aplicación de
las leyes, tanto las musulmanas
como aquellas otras de origen galo
que incidiesen en el conjunto de la
población; regía el urbanismo de las
grandes ciudades e impulsaba las
obras públicas, supervisaba la
educación pública y estimulaba el
comercio; por último, era la cabeza
de l'Armée Coloniale —con amplia
integración de las tropas
marroquíes—, asegurando así la
defensa del país. Representaba,
adicionalmente, los intereses de
Marruecos, forzosamente
coincidentes con los de Francia,
ante el mundo diplomático europeo.
4
Pamiers, Francia, 1 de marzo de 1852 - Niza, Francia, 21 de febrero de 1923
Théophile Pierre Delcassé
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
En esos años, la situación de las relaciones exteriores francesas es complicada, ya
que, hasta 1890, la política exterior de Bismarck había logrado aislar a Francia. Junto a un
Reino Unido aparentemente neutral, pero desconfiado ante la expansión colonial francesa, la
Triple Alianza (Alemania, Italia y Austria-Hungría) es marcadamente hostil a Francia.
Las ideas de Delcassé, muy extendidas en la época, tratan de combinar los intereses
europeos de Francia con la expansión colonial. Elementos claves de esta política serán la
consolidación de la amistad franco-rusa, conseguida por los acuerdos de 1891 y 1892, y el
impulso dado desde el Gobierno a las exploraciones coloniales.
Durante el tiempo en que Delcassé trabaja en el ministerio de Colonias intentará unir
en bloques geográficos los territorios que ya estaban bajo control francés y tratará de reducir los gastos de la administración colonial, considerando que el régimen de protectorado es
más práctico y económico que la administración directa. Finalmente, el control por Francia
del desorganizado y decadente Imperio de Marruecos fue uno de los objetivos primordiales e
irrenunciables que Delcassé se había fijado.
El 28 de junio de 1898, Delcassé fue nombrado ministro de Exteriores, puesto que ocupará durante siete años, con cinco sucesivos jefes de Gobierno. Dimitirá el 6 de junio de 1905,
víctima de la crisis provocada por el desembarco y las declaraciones del emperador Guillermo II en Tánger.
En esos siete años Delcassé tendrá la habilidad no solo de dar un viraje a la política
exterior francesa y lograr modificar los sistemas de alianzas europeos, sino también de incorporar a Marruecos al Imperio francés y llevar a su cenit la expansión colonial.
A su llegada al ministerio su primer contacto con la realidad fue traumático. El 10 de
julio de 1898 el comandante Marchand, al frente de una expedición procedente del Congo
francés, había ocupado la localidad de Fachoda, en el Sudán. El propósito era establecer
una comunicación transversal que desde el Atlántico llegase al mar Rojo, algo que interfería
en los propósitos británicos de crear su propio eje, norte-sur, desde Alejandría a Ciudad del
Cabo.
Consciente de que en este conflicto colonial Francia se encuentra aislada y de su inferioridad naval frente a la Royal Navy, el Gobierno francés cede y abandona Fachoda. El
resultado inmediato es la firma del Acuerdo Anglo-Francés de 21 de julio de 1899, que será el
primer paso para el posterior acuerdo de 1904. A partir de ese momento, Delcassé tratará de
encontrar nuevos apoyos para futuros enfrentamientos coloniales.
Su primer intento es apaciguar la hostilidad italiana. Italia estaba enfrentada con
Francia desde el establecimiento del Protectorado francés en Túnez en 1881. Delcassé intuía
que, si en el norte de África se encontraba una solución satisfactoria para Italia, Francia
tendría manos libres en Marruecos e, incluso, Italia podría apartarse de la Triple Alianza. El
resultado fueron los Acuerdos Secretos Franco-Italianos de 1900 y 1902, por los que Italia se
desentendía de Marruecos, garantizaba su neutralidad en caso de ataque alemán a Francia
y, a cambio, recibía el apoyo francés para la ocupación de Tripolitania y Cirenaica.
El siguiente paso sería llegar a acuerdos con España. En 1900 se firma un convenio por
el que se delimitan las posesiones españolas y francesas en Guinea y Sáhara. Dos años después, en 1902, Delcassé se reúne de nuevo con el embajador español en París, León y Castillo
(ver biografía), para buscar un acuerdo bilateral que, orillando las objeciones británicas, permita llegar a un reparto de influencias en Marruecos, casi al cincuenta por ciento, entre Francia
y España. La caída del Gobierno de Sagasta en diciembre del mismo año y la postura prudente,
65
Théophile Pierre Delcassé
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
66
si no timorata, del Gobierno conservador de Silvela dejan en suspenso la ratificación por España, ya que el nuevo Gobierno no quiere arriesgarse a molestar al Imperio británico.
Tras ese «fiasco» español, Delcassé se aprovecha del recelo que el rearme naval alemán despierta en Londres y firma con el Imperio británico el Convenio Franco-Británico de
abril de 1904, cimiento sobre el que luego se asentaría el tratado de alianza anglo-franco-ruso conocido como Entente.
En ese convenio, dividido en cuatro apartados (1.º Marruecos y Egipto, 2.º Declaración
secreta aneja al 1.er apartado, 3.º Terranova y 4.º Siam, Madagascar y Nuevas Hébridas), se
establecían las bases de lo que a partir de 1912 sería protectorado francés en Marruecos.
Francia y Reino Unido se dejaban respectivamente «manos libres» en Marruecos y Egipto,
con la sola salvedad de que Inglaterra imponía en el artículo 8.º del Convenio la condición de
que se reservase a España una zona de influencia próxima a sus posesiones de la costa mediterránea. En la práctica, Inglaterra imponía a Francia la exigencia de que fuese la débil
España quien ocupase los territorios marroquíes próximos a su posesión de Gibraltar.
Tras la firma de este acuerdo, España, animada por Reino Unido, firma con Francia la
Declaración y Acuerdo Hispano-Francés de octubre de 1904, por la que Francia se compromete a reservar a España una zona de influencia en el momento en que estableciese el protectorado en Marruecos. Por supuesto la zona reservada a España era mucho menor que la
ofrecida en 1902, ya que la posición francesa se había fortalecido, como bien le hizo ver
Delcassé al negociador español, el embajador español en París, León y Castillo.
El gran perdedor en todos estos acuerdos sería el Imperio alemán. Consciente de ello,
el káiser Guillermo II apuesta fuerte y el 31 de marzo de 1905 desembarca en Tánger y hace
declaraciones por las que garantiza la independencia de Marruecos. El resultado fue la celebración de la Conferencia de Algeciras, en la que la diplomacia alemana resultó vencida y
humillada. En esta crisis, la única victoria lograda por Alemania fue la obligada dimisión de
Delcassé, en junio de 1905, como ministro de Exteriores. Para Guillermo II, Delcassé era el
más peligroso enemigo que Alemania tenía en Francia y fue una de sus exigencias para participar en la conferencia.
En enero de 1911 vuelve al Gobierno, ahora como ministro de Marina. Desde ese puesto asiste al incidente de Agadir, que se salda con la renuncia alemana a Marruecos a cambio
de compensaciones con territorios en el golfo de Guinea. Estas cesiones serían finalmente
compensadas por España, que vio la extensión de su zona de influencia reducida cuando, en
noviembre de 1912, se firmó el acuerdo franco-español sobre Marruecos. Delcassé cesó en el
ministerio de Marina en enero de 1913, siendo nombrado embajador en San Petersburgo,
donde se esforzó, con éxito, en afianzar las relaciones franco-rusas.
En agosto de 1914, Delcassé vuelve al ministerio de Exteriores, donde trató de continuar la tarea emprendida en 1900, conseguir separar a Italia de la Tripe Alianza. Estos esfuerzos tienen su recompensa cuando, en abril de 1915, Italia entra en la guerra mundial en el
bando de la Entente. En octubre de ese año Delcassé dimite al oponerse a los desembarcos
aliados en Salónica.
Apartado de la vida política, la muerte, en julio de 1918, de Jacques, su único hijo
varón, prisionero de los alemanes desde el verano de 1914, le sumió en una profunda depresión, retirándose a la Costa Azul, donde falleció en febrero de 1923. Antes de su muerte manifestó su oposición al Tratado de Versalles, por creer que no daba a Francia las «garantías
sólidas y duraderas que merecía».
Las ideas y acciones de Théophile Pierre Delcassé fueron fundamentales en la política
exterior francesa durante el primer cuarto del siglo XX, sentando las bases de la alianza franco-británica que llegaría hasta 1940 y diseñando la organización y funcionamiento del Imperio colonial francés. Sin su pragmatismo, clarividencia política y capacidad negociadora el
convenio franco-británico de 1904 jamás hubiera visto la luz y, en consecuencia, tampoco los
convenios franco-españoles de 1904 y 1912. Sin estos acuerdos no habría habido en Marruecos ni protectorado francés ni español. Como conclusión, cabe decir que Delcassé fue determinante para la existencia del Protectorado español en Marruecos.
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Théophile Pierre Delcassé
J. A. S.
Bibliografía
Delaunay, Jean-Marc, Méfiance
Cordiale. Volume 2. Les relations
coloniales, París, L’Harmattan, 2010.
Raphaël-Leygues, Jacques y Jean
Luc Barré, Delcassé. Un grand
commis de la France à l’image de
Colbert. L’artisan de l’Entente
Cordiale, París, Encre, 1980.
Zorgbibe, Charles, Théophile
Delcassé (1852-1923), le grand
Ministre des affaires étrangères de
la IIIème République, París, Éditions
Olbia, 2002.
67
Conferencia Internacional
de Algeciras
En esta ciudad gaditana tuvieron
lugar durante casi tres meses, 16 de
enero al 7 de abril de 1906, tensos
debates entre los representantes de
Alemania, Austria-Hungría, Bélgica,
España, Estados Unidos, Francia,
Holanda, Italia, Portugal y Rusia.
Marruecos estuvo representado por
su mejor estadista de entonces, el
venerable Mohammed Torres,
crispado testigo del inicio de la
desmembración de su patria. La
finalidad de estas reuniones fue la de
mantener el principio de soberanía
del sultán (Muley Abdelaziz);
preservar la integridad territorial de
Marruecos; estimular la libertad de
comercio; acciones encaminadas a
reforzar la estabilidad de la
monarquía alauí y el desarrollo del
país. Las Actas de la Conferencia
incluían la organización de una
Policía bajo mandos europeos;
reglamentación de los tributos
tradicionales y la creación de nuevos
impuestos; una mejor regulación de
los servicios públicos; la lucha contra
el fraude y la persecución del
contrabando de armas; la
reorganización de las aduanas; más
la creación de un Banco del Estado
Jerifiano, en el que Francia se reservó
la mayor parte de su accionariado.
Por los abusos de algunas potencias
y los consentimientos de otras,
Algeciras derivó en símil de anticipo
de partición y saqueo de una nación
soberana, acción consumada seis
años después.
Ribera y Tarragó, Julián
Carcagente, Valencia, 1858 - Puebla Larga, Valencia, 1934
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
Julián Ribera y Tarragó
Arabista.
68
Julián Ribera nació en Carcagente, provincia de Valencia, en 1858. Fue discípulo del arabista Francisco Codera y en 1887 ocupó la cátedra de Lengua Árabe de la Universidad de Zaragoza, desde donde se trasladó a la Universidad Central de Madrid en 1905 para ocupar la
cátedra de Historia de la Civilización de Judíos y Musulmanes y desde 1913 la de Literatura
Arabigoespañola. La vida de Julián Ribera estuvo vinculada a Marruecos y a la política colonial. Su papel no fue el de un gestor sobre el terreno, sino el de un actor político desde la
metrópoli. La primera visita de Ribera a Marruecos se produjo en 1894, al formar parte de la
embajada del general Martínez Campos, en la que participó con el fin de adquirir manuscritos árabes. Su estancia de dos meses le permitió reflexionar sobre cuáles debían ser el papel
y la aportación del arabismo en un posible futuro colonial español en el norte de Marruecos.
Durante su viaje, la formación académica del arabista se había mostrado insuficiente en el
Imperio jerifiano, cuya población hablaba un árabe vulgar que no siempre era comprensible
por los académicos.
A su regreso, desde su cátedra en Zaragoza, Ribera manifestó su interés en la enseñanza de la lengua árabe y la cultura marroquí y en el papel que ello debería desempeñar en
el contexto colonial. Sus artículos publicados en la Revista de Aragón bajo el título «El ministro
de Instrucción Pública en la cuestión de Marruecos» y «La cuestión de Marruecos» se mostraron claves en la definición de su visión colonial. Ribera consideraba necesaria la creación de
un centro destinado a la formación de un funcionariado ligado a la aventura colonial marroquí. En este centro deberían tener cabida traductores, intérpretes, militares, diplomáticos... y
ser independiente de la Universidad. El 8 de octubre de 1904 se publicó en La Gaceta de
Madrid el real decreto de creación de un Taller de Arabistas destinado a la formación de dicho personal. La propuesta de Ribera era novedosa en España, pero no lo era tanto a nivel
europeo, donde países como Francia habían puesto ya en marcha centros similares. El objetivo final del taller era formar a un personal especializado en Marruecos y a la vez dotar al
organigrama del Estado de una serie de gestores que fuesen autónomos en un contexto colonial y que no necesitasen de un uso abusivo de personal local.
El proyecto de Ribera no fue más allá del papel. Este hecho tuvo importantes repercusiones en el Marruecos español, donde la mayor parte del personal destinado a la Administración civil y militar apenas tenía conocimiento del árabe clásico o del árabe vulgar que hablaba la población local. Esta circunstancia provocaría una dependencia del personal español
de los auxiliares, intérpretes y traductores marroquíes. A pesar de la infructuosidad del taller,
la actividad de Ribera no cesó. En 1907 se creó la Junta para la Ampliación de Estudios e
Investigaciones Científicas, de la que Julián Ribera fue miembro. Una de las labores desarrolladas por la Junta fue la de becar a jóvenes estudiantes para que ampliaran sus estudios en
el exterior. En este contexto Ribera jugó un papel destacado, alentando a jóvenes licenciados
arabistas para que solicitasen dichas ayudas con el fin de enviarlos a Marruecos para continuar y perfeccionar sus estudios de lengua y cultura. Entre los becados de la Junta se encon-
I. G. G.
Julián Ribera y Tarragó
Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla
trarían, entre otros, Julio Tienda y Rafael Arévalo (ver biografías). De este modo, Ribera, si
bien no pudo continuar su Taller de Arabistas, sí que pudo ayudar, de manera indirecta, a la
formación de un reducido grupo de funcionarios destinados en Marruecos.
El establecimiento del Protectorado en 1912 supuso la creación, en 1913, de la Junta
de Enseñanza de España en Marruecos, con sede en Madrid, como órgano asesor y gestor de
todas aquellas cuestiones relacionadas con la educación en el Protectorado. El papel de Julián Ribera en dicho organismo se mostró clave. La Junta fue creada por iniciativa de Ribera.
Tras su constitución, dos fueron las misiones que el recién creado organismo le encomendó y
que le harían regresar nuevamente a Marruecos, alejándose durante unas semanas del bullir
de Madrid. La nueva misión permitió a Ribera reflexionar y trabajar sobre dos de sus preocupaciones: la enseñanza y su función colonial, y la lengua árabe y su uso en la Administración.
En 1914 Ribera se trasladó a Marruecos para la realización de un informe sobre el
estado de la educación en el Protectorado español junto a Alfonso de Cuevas, catedrático de
Árabe Marroquí en la Escuela de Comercio de Valencia. Para ello debían visitar Tánger, Tetuán, Larache, Alcazarquivir, Arcila, Melilla y su zona de influencia, y trasladarse a Argelia
para analizar la política educativa mantenida por Francia. La inseguridad de la zona redujo
el itinerario final del viaje a las proximidades de Tetuán. El informe presentado a la Junta sirvió para detectar problemas y retos que el colonizador debía abordar y propuso medidas a
adoptar por la Junta, como la dotación de una Inspección de Enseñanza en el Protectorado
ubicada en Tetuán, que fue creada en 1916 y de la que quedaría al frente el tangerino Ricardo Ruiz Orsatti.
La segunda misión encomendada por la Junta a Ribera fue la elaboración de un pequeño diccionario de árabe-español en colaboración con el arabista Miguel Asín Palacios,
que también era miembro de la Junta de Enseñanza. Tras varios meses de trabajo presentaron a la Junta el Pequeño vocabulario hispano-marroquí que, al igual que el informe sobre el
estado de la educación, fue publicado en el Boletín Oficial del Protectorado con el objetivo de
servir como instrumento de uso administrativo así como para los agentes vinculados con la
colonización. Tras la finalización de estos trabajos, Ribera continuó su actividad como miembro de la Junta. En 1927 el arabista se jubiló, falleciendo en su tierra natal en 1934.
Bibliografía
69
González González, I., «Pequeño
vocabulario hispano-marroquí
(1913). Julián Ribera y Miguel Asín
Palacios. Presentación», Revista de
Estudios Internacionales
Mediterráneos, n.º 9, 2010.
López García, B., «Marruecos, el
regeneracionismo y las ideas
pedagógicas de Julián Ribera», en F.
J. Martínez Antonio e I. González
González (eds.), Regenerar España y
Marruecos. Ciencia y educación en
las relaciones hispano-marroquíes a
finales del siglo XIX, Madrid, CSIC /
Casa Árabe, 2011, pp. 319-341.
—, Orientalismo e ideología colonial
en el arabismo español (1840-1917),
Granada, Universidad de Granada,
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Tarragó. Libros y enseñanzas en
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I.II Ensoñaciones y realidades
70
Cenarro Cubedo, Severo
Pastrana, 1848 - Tánger, 1898
J. P. D. 21.10.2014
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Tras la revolución de 1868, que acabó con el régimen isabelino, fue abierta una Escuela Libre
de Medicina en Zaragoza, y en ella ingresó en 1869, con 21 años. Por compañero de estudios
tuvo a Santiago Ramón y Cajal. Licenciado en 1873, se enroló en la Sanidad Militar y, con el
grado de teniente, participó en las campañas contra las fuerzas carlistas. En 1875 conseguía
una plaza en el Hospital Militar de Madrid, donde trabó gran amistad con el comandante médico Nicasio Landa, nombre muy prestigiado en Europa y fundador de la Cruz Roja Española.
Cenarro destaca en las enfermedades del riñón y sus tratamientos diuréticos. Ascendido a capitán médico, es destinado a Ultramar. Cuba arrastra seis años de penalidades bélicas que no
parecen tener fin. Antes de partir hacia San Juan de Puerto Rico, se casa, en Madrid, con Encarnación García y Laguna. Y ambos emprenden viaje hacia el Caribe español.
Seguirán tres años y medio de trabajos (enero 1877-julio 1880) en condiciones extremas, agravadas por su estancia en Cuba (por su climatología más radical), que erosionan su
salud. En julio de 1882 se ve obligado a pedir «licencia» por enfermedad. Pudo ser la malaria.
El matrimonio zarpa hacia la Península pero, cuando él se repone, ella desiste de acompañarle y prefiere permanecer en Tudela. Severo vuelve a Cuba, pero ni se olvida de su esposa ni
desasistida la deja. Por disposición suya, Encarna puede recoger, con cargo a la Caja de
Ultramar, «cien duros mensuales», que su responsable marido le hace llegar mes tras mes.
Cumplidos los seis años obligatorios de permanencia en Ultramar —pocos los cumplían y
muchos bajo tierra— Cenarro vuelve a la patria. Destino ilusionante le aguarda: médico en la
Legación de España en Tánger. Es febrero de 1884 y Marruecos se le ofrece tal y como era:
luminoso y callado, transparente y velado, país de las mayores fantasías hechas realidades.
A Tánger, ventanal atlántico y puerta diplomática del imperio jerifiano, le sobra luz y le
falta higiene. Cenarro se pone a la tarea y por su tesón surge la Comisión de Higiene Pública,
que endereza el caótico rumbo de la salubridad tangerina. Justo a tiempo. La epidemia de cólera en 1885 lo trastorna todo, incluso en la España andaluza, donde arrasa. Cenarro se multiplica y triunfa, proporcionando amplia victoria al sultán Muley Hassán I, quien premia sus servicios.
Cenarro encuentra en el Padre Lerchundi esa parte complementaria del alma que
todo humanista y científico necesita para engrandecer sus servicios a la sociedad. Al binomio
Cenarro-Lerchundi se les unirá un tercer mosquetero, el teniente coronel médico Felipe Ovilo
Canales. Su asociación intelectual y moral es inmediata. Y de ella nacen benéficas criaturas
que pronto alcanzan su adultez: las campañas antivariólicas, que el propio Cenarro inicia; el
Hospital Español de Tánger (inaugurado el 23 de septiembre de 1888); la Escuela de Medicina para marroquíes (media de 15-20 alumnos por curso), instalada en el mismo Hospital Español. Cenarro y Ovilo se reparten afanes y obligaciones: el primero asume lo relacionado
con la cirugía y el seguimiento a los intervenidos; el segundo se concentra en sus clases
académicas y la dirección facultativa del Hospital. Siguen años fecundos, que una guerra
lejana destruirá: Cuba en llamas desde febrero de 1896. Ovilo es reclamado desde Ultramar.
Cenarro toma el mando en Tánger. Y a su vez es reclamado. Cenarro sabe que a la muerte va,
pero leal y disciplinado, parte hacia Cuba. Que no tendrá compasión. Cuando regresa (abril
de 1897), es un muerto viviente. Resistirá diez meses. Y fue mucho. En día por precisar en
enero de 1898, fallece en Tánger. Su muerte es un disparo en la sien a la obra diplomática y
humanitaria de España en Marruecos. Su memoria no ha prescrito allí. En su patria, sí. Véase
la muestra: en Pastrana no hay calle con su nombre; en Tudela tampoco; en Zaragoza, de
veintiséis calles dedicadas a «doctores», ninguna del «Doctor Severo Cenarro». Y en Madrid,
de sesenta y siete calles a «doctores», idéntico desdén. Pese a ello, Cenarro persiste.
Severo Cenarro Cubedo
Teniente coronel médico, muy distinguido en Cuba y Puerto Rico, cirujano eminente y
director facultativo del Hospital Español de Tánger, figura clave en la medicina
preprotectoral de España en Marruecos.
71
Lerchundi
Apostolado en pro de las personas, culturas y naciones
A Mario López Feito (en Asturias) y Mnsr. Renzo Fratini, nuncio apostólico (en Madrid)
Lerchundi y Lerchundi, José Antonio Ramón de
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Orio, Guipúzcoa, 1836 - Tánger, 1896
Misionero, arabista, filólogo y pedagogo; fundador de escuelas, hospitales y centros
asistenciales en Marruecos, país cuya representación diplomática ejerció en 1888: la
embajada Torres-Lerchundi ante el papa León XIII. Desde su adolescencia se sintió
atraído por un fervor humanitario, fuerza que le impulsaba hacia la evangelización. En
julio de 1856, cuando toma los hábitos franciscanos en Priego (Cuenca), la España del
IV Gobierno del general Espartero es un país dividido y crispado tras haber pasado, dos
veces, por el cedazo desamortizador: en 1837 con la Ley de Bienes Nacionales decretada
por Mendizábal, que enajenó los bienes eclesiásticos; en 1855 con las disposiciones
tomadas por Pascual Madoz, ministro de Hacienda con Espartero, volcadas en la Ley
Desamortizadora General, impulsoras de la más tramposa venta de bienes patrios que
se conoce, impune expolio en beneficio de la oligarquía preindustrial y la aristocracia
latifundista. En esa espiral de colisiones entre lo alocado y despótico frente a lo racional
y solidario, fue cuando el joven Lerchundi absorto quedase ante difícil encrucijada: partir
como misionero hacia Palestina o Marruecos.
Lerchundi se decidió no por lo más sagrado, sí por lo más espinoso: integrarse en un mundo
inmutable en apariencia, necesitado de remedios tan sencillos como la caridad, la decencia
y la solidaridad frente a la indiferencia, ruindad y soberbia de los poderosos. España y Marruecos no discutían por sus diferencias, pues compartían defectos mutantes, tendentes a
coincidir en una sutil pero fértil convivencia. El decreto de expulsión de los moriscos, que Felipe III firmase (23.09.1609), abrió un segundo foso de gibraltar entre la meseta central y las
campiñas levantino-andaluzas. De sus acantilados, coronados por banderías y religiones
enemigas, se derivó esteparia inquina que degolló diálogos, confundió ejércitos con políticas
y forzó tal anemia binacional que facilitó su desplome y saqueo por los grandes imperios.
Ambos pueblos con dureza tributarían: España en 1895-1900, Marruecos entre 1907 y 1927.
Nacer solo de madre; preguntas a un ejército exhausto
que solo tiene una respuesta
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Orio, garita del Cantábrico, nueve y media de la noche del veinticuatro de febrero de 1836.
Lloro de criatura recién nacida y quejidos de madre rasgada. Es un niño. Que vuelve a llorar.
La calle callada está y escucha... La casa de la parturienta, excepto unas luces que se mueven
en el segundo piso, de un cuarto a otro, a oscuras también. Es casona grande, de tres plantas,
con dos portones a nivel de calle, uno para las caballerías; balcones centrados en los dos
primeros pisos; seis ventanas de escolta con embocadura de piedra tallada, que aportan refuerzo de claridades y señalan obligaciones: familia conocida y respetada. Hay guerra en los
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
campos y combates en la mar. Orio sigue bloqueada por la flota enemiga y Gipuzkoa ametrallada se ve a diario. Cristinos y carlistas han cumplido dos años, cuatro meses y veintiún
días de lucha sin cuartel. La guerra trae furores y terrores. No hay gloria para el que sobrevive,
ni siquiera para el vencedor. El mañana no existe, el futuro tampoco y el presente asusta. El
niño calla y su madre sin duda feliz le mira. Eso piensa la calle, que ni a tientas se mueve.
Ladra un perro y luego otro. Reciben apoyo y coalición de ladridos. Se cansan y callan. El
silencio aprieta. El miedo manda y la incertidumbre gobierna. Orio mantiene los ojos abiertos.
La madre del niño busca respuestas. Mañana bautizará a su hijo. Tener un varón e ignorarlo
todo del paradero de quien lo engendrase. Llevará el nombre de José Antonio Ramón y sus
apellidos. Los suyos, los de María Ramona Andrea de Lerchundi y Lerchundi. El padre no estará con ella. No se conoce dónde mora; si huido sigue y un día volverá o si ha muerto y, de ser
así, nadie sabe la causa ni el lugar, ni si una cruz ampara su tumba. Cuando los hombres se
matan entre sí, gracias hay que dar que no maten a sus familias.
Con esa resignación e inquieta por lo que el vecindario pueda murmurar, cierra los
ojos al cansancio. Y ni la pena puede abrirlos. La calle, fatigada de parto tan largo, a su vez
coge el sueño. Las luces se apagan. El Orio militarizado da una cabezada y, sobresaltado, se
incorpora: línea de horizonte, despejada. Hay mar gruesa y la escuadra de bloqueo de mareos está más que harta. Tierra adentro, las colinas no se han movido y la masa del bosque
inmóvil sigue en su negrura. No hay fuego de campamentos, no se oye ninguna voz de alerta.
Pero los voluntarios guipuzcoanos están ahí, acurrucados bajo sus capotes, los fusiles de
hielo en sus manos, el estómago vacío y un presentimiento en la cabeza: esta guerra no vamos a ganarla, lo que tenemos que procurar es no perder la paz. El Orio eclesiástico se acuesta. Don Lorenzo Antonio Azcúe, presbítero de San Nicolás de Bari, se mete en la cama. Cansado pero satisfecho. Temió por la madre y también por el niño. La iglesia está para revista: sillas
alineadas al cordel, velas retiesas como sacristanes dispuestos ante la visita del señor obispo,
retablo refulgente, ornamentos del altar bien planchados, casulla limpia en percha y media
botella de vino tinto en el armario. Es todo lo que queda. Mañana, bautizo escueto: el padrino,
el recién nacido y la madre si está de andar, dos testigos y sanseacabó. La guerra acorta los
plazos: se engendra una vida en un impulso y se nace o se muere en similar relámpago.
Hubo bautizo en el Orio amanecido de todos los días aquel martes 25 de febrero, pero
sin padrino, pues fue madrina: Paula Lerchundi y Lerchundi, hermana menor de la recién
parida, que no tuvo fuerzas para acudir. Paulina tiene solo 19 años y se la ve tan feliz como
apenada. Don Lorenzo, enfrentado al hecho familiar, advirtió a Josefa Ygnacia Paula «su
parentesco espiritual» con el recién nacido. No hubo más testigos que Dios y el señor cura.
Los abuelos maternos —los padres de la madre—, Juan Ygnacio de Lerchundi y Mikaela de
Lerchundi, no acudieron. Por pesadumbre y pudor. Casados un 26 de febrero en el Orio de
1809, bajo la invasión napoleónica, veintisiete años después su primogénita les entregaba su
primer nieto en medio de una guerra fratricida, cuando del padre solo sabían por oídas. Situaciones para enfermar, penar y morir. Salió el ungido bien arropado por su madrina y San
Nicolás quedó a solas con sus fieles. Mucho había por rogar y poco que esperar. No podían
imaginar las buenas gentes de Orio y menos los voluntarios atrincherados en sus retortijones
de hambre que les esperaba larga senda de guerra. Travesía en la que sumarían otros tres
años y cinco meses de condena, pero con repentino indulto, proclamado en Elgeta, tierra del
Alto Deba, por decisión de un militar guipuzcoano sin complejos y brigadier por rango aclaratorio.
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José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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Aquel 25 de agosto de 1839, agrupadas las fuerzas legitimistas, al preguntarles Carlos María Isidro de Borbón si le renovaban su juramento de fidelidad, aclamado fue por los
batallones castellanos, poca cosa por los navarros, mientras los cuadros guipuzcoanos callaban. Repitió la pregunta don Carlos en forma de guantes lanzados al aire: «¿Nada me decís?
¿No me habéis entendido?». Y una pared de filas apretadas en su callarse le respondió. Intervino entonces el brigadier Iturbe, quien advirtió al rey: «No le entienden, Señor, ellos solo hablan vascuence». El advertido hizo un gesto como diciéndole: pues acláreselo usted. Y aquí
surgió el lance y luego el debate, pues del asunto todavía hoy circulan versiones contradictorias, cuando en esencia una sola poseía pleno rango de validez. José Ygnacio Iturbe repitió
la pregunta en euskera, antecedida por su ímpetu de soldado: Mutilak! («¡Muchachos!») Nahi
duzun pakia edo gerra? («¿Queréis la paz o la guerra?»). Y de aquellos zurrados pechos surgió unánime respuesta: Pakia, jauna! («¡Paz, señor!»). La variante pérfida, que luego predominara, es: «¡Muchachos! ¿Queréis la paz?». Y la respuesta, idéntica: muerte a la guerra. La
pregunta impertinente (por lo innecesario) es: ¿Qué podía responder un ejército después de
seis años de guerra sin piedad ni esperanza de victoria? Paz para ver a los nietos convertirse
en hombres, bendecirles con afectuoso gesto y morirse sin decir ni pío.
Don Carlos siseó «Estamos vendidos» y espoleó a su caballo. Escoltado por sus aduladores —los llamados apostólicos— al galope se fueron en pos de Francia. Así perdió aquel
«Carlos» su numeral dinástico, incluso el preceptivo «Don» que le correspondía como a todo
hispano, pero siempre que se refrende desde la dignidad y el valor. Hubo abrazo de generales
en Vergara —Maroto y Espartero (27.08.1839)—, pero su teatralizado quererse fue rechazado por un exseminarista de mirada llameante bajo negras cejas sumariales, Ramón Cabrera.
Y cuando el caudillo tolosino no pudo más y se marchó a Inglaterra, nadie puso número a esa
guerra dos veces terminada. A causa de tal imprudencia, tres guerras llegarían: dos sangrientas reiteraciones (1848-49 y 1869-76) y, en medio, el descomunal saqueo (1837-55) de los
bienes nacionales, suicida guerra de las instituciones contra la paz social y el porvenir de
España.
«Antiguo Régimen», galeón hundido del que afloran sus cubiertas:
las manos muertas
La España de 1836 era un país empobrecido y crispado por suma de guerras, patrióticas
unas, dinásticas otras. En el centro del caos, un Estado sin plante, fuste ni norte, anclado en
las estepas posmedievales. Faltaban veinte años para que Alexis de Tocqueville aportase célebre ensayo —L’Ancien Régime et la Révolution, 1856— a tan anquilosada situación, aunque
refiriéndose a la Francia de los últimos Luises. España tuerta y coja mal andaba. De ese navío
yacente, el Antiguo Régimen, de repente afloraron sus cubiertas, enormes de por sí: las manos muertas. Bienes de la Iglesia y comunales. En el plano jurídico, milenaria evanescencia.
En la práctica registral, tierras sin dueño ni provecho. Estas plataformas flotaban, indefensas,
en los mares del cálculo institucional, pero en el particular también: el interés del Estado y el
de las familias adineradas o en trance de enriquecimiento, gracias a la guerra civil, confluyeron. Partes intrínsecas al poder, familiares eran en sus ambiciones.
Acuciado el Estado cristino por las deudas de su lucha a muerte contra el carlismo,
rehuido por los banqueros británicos y franceses, contrarios a invertir en país tan cainita, el
Gobierno de Mendizábal (Juan Álvarez Méndez) creyó encontrar su salvación en la subasta
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
de esas propiedades, que ningún beneficio aportaban a las arcas públicas. El volumen en
tierras de cultivo, bosques y prados, sumado a las propiedades —conventos, iglesias y monasterios— a enajenar, vértigo causaba: dieciséis millones de hectáreas. Doce millones pertenecían a la Iglesia y las Órdenes Militares; cuatro millones eran terrenos de ayuntamientos,
concejos y pedanías. Y estaban los campos baldíos, que para no pocas cosas servían. Cientos de cuellos abuitrados se estiraron, en círculo de apetitos insatisfechos, hacia lo que consideraron carroña a su alcance. No lo era, pues aún vivía y por España se la conocía. Nada
les importó. La devoraron como si fuese águila muerta, caída de puro vieja desde un picacho
no muy alto.
Con tan colosalista patrimonio pudo reorientarse el curso del porvenir económico y
social del país. Oportunidad para encarar una racional redistribución de la tierra, con el fin
de que los pequeños labradores y agobiados arrendatarios se convirtieran en solventes propietarios. En síntesis, levantar una clase media agraria, con el Estado como tutor de su infancia patrimonial para mejorar la cabaña ganadera; implantar nuevas técnicas de cultivo;
acrecentar los regadíos por medio de embalses y canales; acabar con el abuso de los antiguos señoríos; pacificar los instintos y cultivar paces, no hoces. Esa masa ingente de bienes
agrarios e inmobiliarios fue volcada sobre un mercado emboscado por el clientelismo y el
nepotismo. Era turbio fondo de negocio y, como tal, trucado. Habiéndose establecido que las
adquisiciones en subasta podían abonarse en efectivo o con «pagarés bancarios», en esta
variante acechaba la estafa para la Nación en forma de soga para la Hacienda Pública, que
no dudó en meter la cabeza por el lazo y ahorcarse en loco ademán. Patalearía en el aire
durante setenta y cinco obscenos años. Lo que quedaba de siglo y ansioso mordisco sobre el
siguiente (asesinato de Canalejas y alianza romanonista España-Francia contra la soberanía de Marruecos, 1912).
Si el comprador se decidía por el pago en efectivo, disponía de dieciséis años para
clausurar su deuda al 5% de interés. Al cerrarse la compra debía abonar la quinta parte del
precio de remate. Los que prefirieran pagar con títulos de la Deuda Pública disponían de un
plazo de cancelación limitado a ocho años y al 8% de interés. El comprador quedaba obligado a hacer efectiva, después de finalizada la subasta, la quinta parte del precio final del lote
adquirido. Parecía hacerse justicia entre quienes más poseían y los que se limitaban a juntar
dineros de su familia para hipotecarse de por vida. Falso. Mientras los pequeños ahorradores
llegaban a la subasta tras contar sus reales uno a uno, los grandes comerciantes, hacendados y aristócratas tiraban de cartera para extraer sus títulos de la Deuda Pública, depreciada
al 90% de su valor nominal. Esos «pagarés» del Estado y entidades bancarias regionales,
adquiridos en el bajista mercado bursátil, valían solo el 10% de su indicativo contable. Un
pagaré por «cinco mil reales» costó solo quinientos y uno de «mil reales», cien.
En lo que exige ser reconocido como el mayor artificio financiero en la historia económica de España, tan infames papelotes recuperaban la «totalidad signada» de su indicativo monetario al cerrarse la compra de esos bienes, liquidados de manera demencial por el Estado licitador, quien, aterrado por su crimen, decidió pegarse un tiro. Aquel proyectil atravesó la sien
estatal de lado a lado y fuerza retenía para matar al futuro de la Nación, chiquillo plantado a
la derecha del Estado suicida. El pasado, anciano todavía en pie, situado a la izquierda del
cadáver, ocupó el puesto del fallecido, con lo que España retrocedió cuatrocientos años.
Antes de matarse, el Estado jugó a desnudarse ante los capitalistas apiñados en corro
de sádicos voyeurs de sus encantos, con lo que enceló a las grandes fortunas: hubo remates
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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en subasta que superaron el 300% de su tasación. Seguían siendo gangas para propiedades
de lujo al ser adquiridas con dinero pobre. En provincias como Sevilla, el 41,4% de los bienes
ofertados fue adquirido por el 4,3% de quienes pujaron. En oposición, el 50,3% de los compradores solo lograba hacerse con el 3% de lo subastado. Tan ofensiva asimetría agravó las
desigualdades sociales al incrementar los latifundios de forma desmedida y empobrecer al
campesinado, encadenándole al potro del tormento durante tres generaciones, cosechadoras de hambrunas, miserias y rabias. España se cubrió de conventos saqueados y ejércitos
de frailes exclaustrados; de curas metidos a guerrilleros que no tomaban prisioneros; de milicias que ejecutaban sin juez, ni abogado defensor, ni escribanos o testigos, pues a la misma
fosa iban todos; de pueblos incendiados y filas de fusilados en las eras, en las cuadras o en
las calles; de esposas en busca de maridos desaparecidos y madres con hijos huérfanos
nada más nacer; de familias que ansiaban emigrar a países sin odios ni venganzas ni tanta
sinrazón. Fue en ese mundo de pavor, dolor e indefensión absoluta en el que nació Lerchundi.
Niño de afecto en afecto y joven de roca en roca,
que misa cantaría «el año de África»
Avanzado en su infancia, al niño bautizado en Orio vinieron a recogerlo para llevárselo tierra
adentro: Asteasu, localidad con iglesia grande y caserío enjuto, en la que su tío abuelo materno, José María Lerchundi, ejercía de vicario. «Josechu» conoció el latín y el rezo, materias
con las que estableció rítmica amistad. De ahí se lo llevaron a la raya de Navarra, en Segura,
población donde residía José María de Elola, franciscano de renombre. Incremento del latín
y del rezar, con mágica novedad: la música. Y llegó un día en que el aprendiz, sin ser un maestro en latines y partituras, lo parecía. Un fulgor le caracterizaba: hacerse misionero para auxiliar a los desamparados. Su tutor se mostró de acuerdo. Pero retranca había: el aspirante
previno que necesitaba estar solo para decidirse. Serias dudas eran esas y Elola se alarmó.
Un día el aspirante resolvió la incógnita: he decidido retirarme al santuario de Aránzazu. Es
lícito suponer que fray Elola se llevó las manos a la cabeza porque el lugar elegido había
pasado por el fuego cuatro veces: dos (en 1553 y 1662) por causa de velas prendidas en
cortinajes y fuegos de cocina desatendidos; la tercera en 1822 con saqueo e incendio incluidos, aunque tal conjunción de desgracias no supuso daños catastróficos.
La cuarta fue calculada aniquilación. Aquel 18 de agosto de 1834 el general José
Ramón Rodil ordenó a sus tropas prender fuego a todo. Y al santuario dejó con sus muros al
aire, sus techumbres en el suelo, una pirámide de escombros por retablo y una galería de ojos
tiznados en sus fachadas, recordatorio de las llamas que por tan espantadas ventanas salieron. Esos vórtices de humaredas y pavesas fue lo último que, de su cenáculo, vieran insólitos
cautivos en columna: los franciscanos arrestados, su deán en cabeza, que a prisión marchaban por prestar socorro a las partidas carlistas. Así se comportó el defensor de El Callao tras
rendir aquella plaza del Perú luego de dos años de asedio, volver a la patria (en 1826) y tomar el mando de la guerra civil en el Norte, donde buscaba incrementar su gloria y hacer
justicia. No encontró a la primera por más que lo intentó y, despechado, violó a la segunda.
Del destrozo se salvó la Virgen, cobijada en Villatuerta (Navarra). La Virgen experiencia
tenía en mudanzas y destemplanzas, en perdones y devociones. Aparecida en 1469 a un
pastor, Rodrigo de Balzátegui, al encontrársela sujeta en inestable arbusto, pasmado, inquirió: Arantza-Zu? («¿Vos en el espino?»). Y del trance brotó el divino nombre. A su vera surgió
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
grey fervorosa, dotada de recios brazos albañiles y canteros capaces de levantar templos
que horadasen las nubes y al cielo llegaran. En el Aránzazu de 1853 malvivían cinco frailes.
Perfiles de silbido los suyos: delgados como mimbres, fugaces como gorriones; siempre atareados, ensimismados y silentes. Escuálido resumen de antaño pujante comunidad legitimista, como lo fueran Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra, a las que la barbarie de Rodil echó al
monte o amargó la vida hasta saber de su derrota y escapada de las tierras vascongadas.
En Aránzazu, «Josechu» fue apodo arrollado por tajante disciplina. En pie a las cinco
de la mañana; rezo breve, pues hay que ayudar a misa; luego pasar la escoba o el paño por
los sitios requeridos, que muchos son; recuperar aliento y al refectorio, que llaman a desayunar: pan y leche si la vaca ha consentido, pues una sola había. De seguido, oraciones exactas
y estudios completos, piano incluido. Comida fehaciente, nunca suficiente, paseo de ronda
—Aránzazu es imponente castillo religioso, asomado a fosos inexpugnables—, recreo abreviado seguido de examen; cena de raspas con poca chicha, rezo largo y a la cama, que de
piedra resulta, pero el cuerpo agradece pues no puede más y mañana será igual. El clima de
Aránzazu, con vientos a cuchillo, heladas mañaneras y lluvias de nunca acabar, hicieron mella en un organismo proclive a espasmódicas hemoptisis (vómitos de sangre), mareos repentinos y debilidad crónica. Solo una mente de acero vizcaíno como la de aquel novicio de
diecisiete años pudo superar la prueba. De esa época de azote a su salud, aunque de sosiego
para su mente, existe un grabado en el cual el aspirante a misionero muestra beatífica sonrisa y apunta fuerte complexión. En su sobrevivir de aquellos años, el organista de Aránzuzu
debía estar delgado como un fideo. Su poderosa fe era la que hacía de esqueleto y fuerza
motriz.
De Aránzazu, Lerchundi marchó a Priego (Cuenca) al enterarse que allí se abría el
Colegio de Misiones para Tierra Santa. Conceptos que, al enlazarse, rememoraban milagros,
fuesen resurrecciones o multiplicaciones de la fe revelada. Si Aránzazu eran torreones alzados entre montañas y precipicios, Priego eran muros y ladrillos cubiertos por teja árabe sobre
campos amarillos y ríos verdes, cercados por ejércitos de peñascos. Meseta pura, santa y
dura.
Al aspirante a «novicio del coro», definición laboro-eclesial del Lerchundi premisionero,
la bienvenida a San Miguel se la dieron cuadrillas de peones y acemileros que transportaban,
en reatas de carros tirados por mulas, los materiales para reformar el edificio. Peñas próximas para ver y prevenir y piedras por colocar no faltaban; manos, sí. Si todo misionero se
enfrenta a labores hercúleas, el aprendizaje misional empezaba, en San Miguel, por manejar
piedras con la vista y con las manos, disciplinas idóneas no para hacer hombres de piedra,
sí para tallar en roca viva la determinación de quienes deben darlo todo sin esperar otra cosa
que su satisfacción interior. El concepto de soldado de Cristo estaba ahí: en la roca-madre de
la fe. Traducida en verbos de esfuerzo: amparar, cooperar, entregar, responder, socorrer, sufrir,
trabajar. Y sus afines: insistir, perseverar, repartir, resistir, sembrar y velar por la comunidad.
Lerchundi llegó a Priego el 17 de abril de 1856. Ese mismo día cruzaba puerta renacentista que siempre recordaría con cariño: la del convento de San Miguel del Monte, tres kilómetros al norte del casco urbano. Fachada de yuxtaposiciones, jesuítica y franciscana,
orientada al sol de mediodía, decisión con la que todos, monjes y laicos, estuvieron de acuerdo. En Priego hacía un frío de mil demonios. Sus 850 metros de altitud parecían el doble de
los 720 metros de altura donde Aránzazu yergue su solemne mole. El Priego población era
campamento helado de noviembre hasta fin de marzo; sus calles de resbalón seguro en cuan-
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
to el aguanieve, pausada y tenaz, descendía; sus casas señoriales convertidas en neveros y
sus dueños en prisioneros del catarro y el reuma. Alejado de tan malos hielos quietos, anclado
a mayor altura y abierto a los vientos, lejos por tanto de la helada, cobijado por despeñaderos amigos y no derrumbaderos traicioneros —los que obligaron, en tiempos de Carlos III, a
cambiar su emplazamiento—, San Miguel, bien aireado, no falto de chimeneas y buena leña,
reconfortaba.
Tres meses después, San Miguel reabría sus puertas, rejuvenecido: de convento a Colegio de Misiones. Aquel 14 de julio de 1856 cinco novicios fueron revestidos con el hábito del
santo nacido en Asís: Nicolás Alberca, Andrés García, José Antonio Lerchundi, José Valdés y
Francisco Verea. El rector era fray Manuel Arcaya, su segundo en el mando, fray Sebastián
Vehil, a quien escoltaban tres tenientes-profesores: los hermanos legos Foncea, Puertas y
Sanabria. A maestro por alumno. Proporción intimidante, pero fructífera en entendimientos.
A esas horas y en esos mismos días, en Madrid se desvalijaba y quemaba, e incluso se
mataba y moría: las jornadas del 14 y 15 de julio fueron revolucionarias y represivas. Los
generales Concha y Serrano barrieron a cañonazos a los sans-culottes madrileños y un hecho fortuito —un metrallazo que partió por la mitad la espada desenvainada de Miguel de
Cervantes en efigie, estatua alzada en la plaza de las Cortes— se consideró por muchos
aviso de males mayores por llegar, con lo que no hubo más muertos ni cautivos en Argel.
Cumplido el año de noviciado, afrontó Lerchundi consecuente decisión: hacer pública
profesión de su fe, acción para la cual debía elegir nuevo nombre de pila y apellido. Y en su
Cuaderno de Propósitos, que fray José María López descubriera en los archivos de las Misiones, el así comprometido escribió: «El 14 de julio de 1857, día de San Buenaventura, hice la
Profesión Solemne en manos de mi Prelado (Arcaya). Mudé el nombre de Antonio en María y
el apellido Lerchundi en San Antonio. Siendo mi edad 21 años».
Sus estudios se refuerzan —Derecho Canónico y Teología—; los plazos de sus ordenamientos se acortan: recepción de las cuatro Órdenes menores en Segorbe (18.09.1857); el
subdiaconado al día siguiente (19 septiembre); el diaconado cinco meses después (24.02.
1858); un año y siete meses pasaron y el sacerdocio recibe en la catedral de Cuenca
(24.09.1859). A los diez días, su primera misa cantada (04.10.1859), en Cuenca también.
España se cubre de misas, no por afanes evangelizadores, sino por devoción a sus
soldados. Se ha padecido brusca afrenta en tierras ceutíes. La ampliación del bastión de
Santa Clara ha recibido inaceptable desdén: los anyeríes, la mayor de las tribus de Yebala,
envió una harca al solar patrio mancillado, arrasó las obras y destrozó un escudo con las
Armas de España (11.08.1859). Fue agrio desplante, no un crimen. Pero en España se sintió
como declaración de guerra. Y a cosa así, se responde con otra igual. La España que no rezaba por sus ejércitos, lloraba por no ir con ellos y la que no hacía rogativas por la vida de
sus hijos, ofrecía misas como punitivo aviso a sus enemigos. O’Donnell firmó el decreto de movilización el 15 de octubre, cuatro días después de que fray María de San Antonio cantase
misa en «el año de África», con España obsesionada en que era el año del desquite.
De la escandalera belicista se aparta una unidad militar, popular y nacional: los Tercios Vascongados. Son 2.872 voluntarios. Una brigada. Mocetones los de tropa, hidalgos en
su mayoría los oficiales. Las Juntas Forales han pagado el importe de los fusiles belgas que
llevan al hombro, incluso sus municiones. Y apenas han hecho instrucción, porque con escuchar al padre o al abuelo bien instruidos en guerras iban. Llevan capote azul y lucen airosa
esclavina culminada por boina encarnada, su irrenunciable estandarte de combate. Como
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Harca
Del árabe haraka, expedición militar,
que deriva en la hārka del árabe
dialectal marroquí, equivalente a
«contingente movilizable» y, por
extensión, tropas en marcha.
Concebida para hacer frente a la
agresión de una tribu vecina o
impedir una invasión extranjera
contra la patria común, su núcleo lo
constituían todos los hombres
capaces de combatir, por lo que
podían alinearse padres e hijos,
incluso jóvenes abuelos (sesentasesenta y cinco años) con sus nietos
(de nueve a once años), que servían
como correos (raqqas) llevándoles
comida, mensajes, municiones y
ungüentos medicinales. Cuando se
agrupaban en grandes contingentes
resultaban casi invencibles por su
disciplina ante el fuego y feroz
decisión en los choques hombre a
hombre. Su resistencia al cansancio
no tenía igual y su puntería era
mortífera. Guerra tras guerra, la tribu
que proporcionaba más harqueños
era Beni Urriaguel, la más poblada
del Rif y la que aportaba mayor
número de fusiles (movilizados con su
propia arma, a veces cedida por un
familiar o vecino). En la
castellanización del concepto suele
perder la k, sustituida por la c: harca.
En Marruecos, la campaña militar prosigue y al final acaba. Paz en África y lucha por la vida
en Cuenca. Lerchundi empeora. San Miguel le resulta más helador que nunca, los vómitos le
atosigan, sus pómulos se hunden y su resistencia disminuye al no recibir notificación de destino. Pasea, estudia y medita. Y sus paseos prolonga hasta Priego. Un nombre y una señal
irresistible le atraen: la iglesia de San Nicolás de Bari. Cuando supo de su existencia se sintió
predestinado. El mismo santo pero en comunión, ya que su bautizo no fue para repetirlo.
Lerchundi comulga e investiga. Esos nervios y arcos, esas columnas y dovelas, esas bóvedas
y cúpulas, todo en piedra bien labrada por gentes amorosas de su hacer, mucho hablan. Y se
entera o le dicen: canteros vizcaínos, que firmas hay en los muros: los hermanos Albiz, Juan y
Pedro. Por donde él pisa y mira, ellos pisaron y miraron, allá bien avanzado el siglo XVI. Gentes oriundas de Mendata, al norte de Amorebieta. Una legión de albices, hermanos y primos
carnales unos, tíos y sobrinos otros, recorría entonces las tierras castellano-leonesas a golpe
de iglesia y ermita coronada o convento y monasterio concluido y bendecido. En su San Nicolás reencontrado, Lerchundi renace, mientras que en San Miguel, desfallece. No tiene energías para ir y venir a diario, con lo que las visitas a la segunda iglesia de Bari se tornan más
espaciadas y al final concluyen. San Miguel, tan protector de él, se le cae encima.
Sus superiores le ven declinar día por día. Fray María de San Antonio es vida en vela
que se apaga. Bajo adelgazamiento acelerado, expresión demacrada y mirar de iluminado,
cansino en su moverse pero instantáneo en su revolverse, ausente más que presente, consciente de su tenso subsistir, Lerchundi ni siquiera parece un fraile de los retratados por Zurbarán. Es modelo resurrecto de los personajes concebidos y plasmados por El Greco: faz toda
ella huesuda, ojos clavados en lo alto, idéntico impulso ascendente, firme convicción que al
cielo directo lleva. Un predifunto manifestado en su actitud y estética. Y alguien propone:
saquémosle de aquí antes de que llegue el invierno, que se nos muere. Propuesta justo a tiempo. Lerchundi es conminado a preparar su hatillo. Él protesta, lo cual esperaban. Y respuesta
tienen preparada. Se te reclama en el Sur. ¿Tánger? No, Cartagena. Tierra minera y púnica.
¿Quién me reclama? El ilustrísimo obispo de Cartagena, Mariano Fernández Barrios. ¿Y qué
quiere de mí? Que te pongas bueno para servir a Dios y a la vez pongas orden en lugares
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
«Segunda» iglesia de Bari; modelo resurrecto del Greco
y edicto para ponerse bueno
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
los barcos de la reina (Isabel II) tardan en llegar, desfilan o escuchan arengas de sus mandos.
Un cronista, Víctor Balaguer, testigo de tan marciales asambleas, sintetiza esa imagen y su
apropiado parecido: «Un inmenso cuadrilongo de amapolas».
Antes que pelear, es preciso reunir aprestos, contratar fletes y pagar deudas olvidadas. Las de Inglaterra, que reclama cuarenta y siete (47) millones de reales por gastos devengados en la primera guerra contra los carlistas. Los consejeros de la reina Victoria han aconsejado tan provocativo paso para bloquear los ímpetus anexionistas que se le suponen a la
España de O’Donnell. España se enfurece contra esa Albión traicionera y ruin, que pretende
acorralarla. Y cuando el Gobierno de Lord Palmerston, cauto él, ofrece «cuatro años para
pagar la deuda», O’Donnell, animado por Isabel II, quien no soporta a su prima inglesa (la
reina Victoria), replica: «España paga sus deudas en el acto». Se pagó lo adeudado y las
tropas embarcaron en diciembre, rumbo a la guerra. Sufrirán, vencerán y convencerán, rara
conjunción de por sí.
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José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
«La Tierra de Dios»: Tánger parece «Jaffa» y Tetuán se yergue como nueva
«Palestina»
Por memoria escrita del afamado pediatra Manuel Tolosa Latour (1857-1919) sabemos cómo
llegó Lerchundi a la vista de África: «Antes de desembarcar tuvo el último vómito de sangre,
llegando a Tánger el 19 de enero de 1862». Convendría precisar: la primera hemoptisis sufrida al otro lado del Estrecho. África, al igual que «Europa» o «América», ninguna curación
aporta. El concepto mucho sugiere, pero nada decide. Sin embargo, puede enaltecer y engrandecer voluntades. Si había alguien que esperaba esa transfusión de energías y valores,
era Lerchundi. Esa señal supondría para él anhelada confirmación para donar cuanto llevaba dentro: desde su tenacidad a su generosidad, desde su comprometerse a nunca desanimarse; de su sobreponerse a toda ofensa a entregar su vida misma, por enferma o limitada
que fuera. Lerchundi llegó, donó y murió. Primer resumen del personaje y su divisa más estricta y cierta.
Poner pie en Tánger era y es experiencia única. Mundo abierto a cuatro mundos, dos
en tierra y dos en agua, Tánger impone. Ventanal atlántico y portón mediterráneo, vanguardia del África toda y encalmada retaguardia transibérica, es ciudad para tratar de usía y a
la vez enamorarse no de su realidad, sí de su pasado consciente y el devenir positivista que
merece.
A lo largo de la costa palestina, tierra bajo otomano dominio, ningún lugar más luminoso que Jaffa (actual Haifa). Ciudad de comerciantes, artesanos, navegantes y prestamistas, de asedios y descubiertas, de victorias y retiradas, con visiones de cruzados desolados
tras decir adiós, en 1291, desde la bocana de San Juan de Acre (la Hakko israelí) a la Tierra
Prometida conquistada en 1099 por Godofredo de Bouillon y sus huestes. Para Lerchundi y
otros pocos como él, Tánger era Jaffa y Acre sin dejar de ser Tánger. No era triple ubicuidad
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necesitados del mismo. ¿Dónde? En Hellín, el convento de Santa Clara. Convencido solo en
un tercio, porque a medias mentiría, Lerchundi dice estar listo. Otro movilizado más, pero sin
fusil, mochila ni municiones, solo con su hábito, arma disuasiva, se pone en marcha. Busca
salud para su alma, cuando esta necesita su cuerpo para revivir en él.
La orden de movilización para Lerchundi conlleva obligación adicional: reponerse en
el retiro de Santa Ana del Monte, en Jumilla (Murcia). La orden la firmó fray Nicolás Puche,
rector del Colegio de Misiones, el 24 de abril de 1860. Bajo el azul orbital del sur, Lerchundi
recupera el apetito y la ilusión, confluencia capaz de sanar al más entristecido de los desdichados. Su recuperación es vigilada con discreción. Y cartas al efecto llegan al obispo de
Cartagena y al rector de San Miguel. Otras noticias llegan. Fallecido el Padre Sabaté, prefecto de las Misiones en Marruecos, su sucesor, fray Pedro López, falto de fuerzas que no fuesen
las suyas, pedía auxilio al Colegio de Priego y puso el apellido del solicitado: «Padre Lerchundi». Tras comprobarse que el requerido se esforzaba por cuidar su salud, se decidió premiarle
con la tramitación urgente de su condición de misionero apostólico, más su pasaporte diplomático. Y en un día (10.02.1861) el papa Pío IX hace llegar a Lerchundi las facultades de su
rango misional. África por fin. Faltaba el pasaporte. Pero Fernando Calderón Collantes, juez
y consejero de Estado, se demoró diez meses para firmar (12.12.1861) el visado que a Lerchundi le permitía cruzar el Estrecho. En tan larguísimo tiempo de paciencia, Lerchundi osciló
y tembló como luz que no se decide a brillar. Entrado 1862, entró él en Marruecos.
Lerchundi entraba en la capital del norte sin haber cumplido los veintiocho años. A un infiel
en tierra islámica cabe imaginárselo receloso y hasta huido todo el día. No hubo tal para el
hombre forjado entre las peñas de Aránzazu y Priego. Adonde le llamaban, acudía y antes de
terminar su labor ya tenía encargo nuevo. Lerchundi probó ser dialogante sin rozar la imprudencia. Y mostrarse solidario sin parecer un entrometido. Respetaba horarios de culto y costumbres, ofreciendo su paciencia a quien anduviera corto de la suya. Por lo mucho que entendía y el respeto que ponía al escuchar, se convirtió en suceso cotidiano: sanaba cuerpos
y espíritus; socorría cofradías y familias; enseñaba idiomas; modelaba conductas a pie del
conflicto surgido en hoscos repentes; ejercía de mediador entre gentes inaccesibles y personas desalentadas, negadas a la oración al no recibir consuelo. Con su dominio del árabe
dialectal marroquí y del chelja (tamazigh, lengua bereber del norte de Marruecos y la Kabylia
argelina), su desenvoltura y disposición en pro de quien lo necesitase, admiró a muchos,
asombró a los demás y anuló el rechazo atávico de cuantos recurrían al mutismo como inútil
línea defensiva. Al final le respondieron. Y es que él nunca había dejado de hablarles.
Lerchundi pasó a formar parte de la comunidad tetuaní con una facilidad desconcertante. Cristianos, hebreos y musulmanes acudieron a él. La persona siempre por encima de
su credo. Aquel cristiano de ojos que parecían ascuas a quien le arrojase un ademán despreciativo dejó de ser objeto de la curiosidad pública para situarse en un referente piadoso e
incluso profético, que trascendió los límites de Yebala al hablarse en todo el Garb de sus acciones. Lerchundi, ese hombre santo en Tetuán. Que tal rango se lo dieran las gentes yebalíes
y garbíes certifica la validez de su método: escuchar, comprender, actuar, conciliar, pacificar,
obtener y resolver para poner buen fin al conflicto y así trascender a la crisis. Por eso Lerchundi es hoy añorado en Marruecos tanto como olvidado está en España.
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Tamazigh
Procede de la raíz (femenina) de
tamazigh, lengua común de los
imazighen (bereberes) u hombres
libres. En el norte de Marruecos se le
conoce como tarifit o chelha, que es
su traducción al árabe dialectal. Es
hablado en toda Yebala y Gomara,
extendiéndose a lo largo y ancho del
Rif hasta más allá del Muluya, pues
sobrepasa la región de Uxda y
penetra en Argelia. Su núcleo
lingüístico más activo se concentra
en los territorios que conforman el
círculo poblacional en torno a la
bahía de Alhucemas o su vecindad
montañosa: tribus de los Beni (hijos
de) Tuzin, Beni Urriaguel, Bocoya y
Tensaman. El tarifit bordea el Medio
Atlas, sin adueñarse de él, el
tachelcit o chleuh, asentado en el
Alto Atlas, abarca el Gran Sus y, por
el oeste, bordea la fachada atlántica
hasta Agadir e Ifni; hacia el este, se
extiende por el Sáhara Central,
deslizándose por los confines
argelinos hasta el borde libio. El
amazigh es también la lengua
predominante en la región de Orán y
en la Kabylia, el montañoso Tell
argelino.
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Al hombre santo para judíos y musulmanes, los cristianos no le admiten que dimita
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
desatinada; tampoco simplista sustitución, menos aún onírica representación de un futuro
indefinido. Era algo más sencillo y transparente: servir en Tánger a la concordia entre culturas, razas y religiones servía exactamente igual a la paz que en Belén, Nazaret o en las orillas
del Jordán.
Al cumplir dos años de misión en Tánger, fray Pedro López nombró a Lerchundi vicegerente, encargándole que marchase a Tetuán con las facultades de inspector (21.01.1864)
para «que mire y se informe de cómo se guarda nuestra Santa Regla, cómo se da pasto (en
vez de “fortalece”) a las almas de nuestros feligreses y cómo se edifica y arregla la casa e
iglesia que la piedad (?) del Gobierno Español nos está fabricando (sic) en dicha ciudad».
Sujeta por la musculatura del monte Dersa, erguida frente a los tres soles que la observan —el de Levante, que se eleva desde la desembocadura del laborioso Martín; el de Mediodía, que en limpio salto supera los ceñudos crestones del Gorgues; el de Poniente, que lento
se oculta tras las artilleras colinas de Laucién—, aliviada en sus sofocos por el frío noreste
que le llega desde la cima del Mulhacén nazarí, revestida toda de blanco, intacta e inmaculada, inteligible e intangible a la vez, sedente a ratos y despierta siempre, Tetuán cautivaba.
Rodeada de verdores y cultivos, habitada por mil ruidos, que no estruendos, recorrida por
caminantes venidos desde toda Yebala, curiosa como chiquilla, fascinante como mujer, matrona de estirpes centenarias, Tetuán seducía y gobernaba. Desdeñosa de caprichos, dictaba órdenes y se la obedecía. Madre de príncipes y servidora de dioses, Palestina era.
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
82
Hacer el bien y hacerlo con las mejores formas siempre será noticia de rápida difusión. Pero no por muchos bienes distribuidos los así colmados suelen darse por satisfechos.
Por carta fechada en Tánger el 12 de julio de 1865, el prefecto de las Misiones le decía a su
vicegerente: «le mando que, en los meses de septiembre, octubre, noviembre y diciembre visite a los católicos de Casablanca, Mazagán (actual El Yadida), Saffi (actual Safi) y Mogador
(actual Essauira), exhortándoles a ganar el Santo Jubileo». Si Tetuán y Tánger eran sendos
mundos, aquella orden contenía tal mundo (Casablanca) y tales otros (Mogador) dentro de
sí, que suponían todo Marruecos. En un país sin ferrocarriles y con inseguros caminos, a Lerchundi se le ordenaba que hiciese de carretero primero y navegante después a lo largo de las
costas atlánticas, porque solo por mar podía cubrirse un periplo de setecientos km de norte a
sur. En ámbito tan extenso debía enfrentarse a grandes dificultades —las que menos pesares
suelen causar— y a un sinfín de naderías, que son las que más incordian y retrasan, mucho
duelen y al final matan. Lerchundi obedeció; se excedió en sus cumplimientos y lo pagó. Con
su salud y tristeza, que guardó para sí; aunque sus ojos le delataban.
Con fecha 5 de marzo de 1867 el P. López comunicaba a Lerchundi que le nombraba
Superior del hospicio de Tetuán. Entrado el verano, Lerchundi solo podía con su alma, por lo
que solicitó una licencia de tres meses por enfermedad, cuya tramitación pasó desde el ministerio de Estado a la Secretaría Particular de Isabel II. La reina ni se enteró, el secretario de
turno firmó por ella, que para eso están las rúbricas tamponadas y el destinatario marchó a
insuficiente descanso. El así ignorado resistió hasta que el P. López presentó su renuncia por
edad. Lerchundi consideró llegada la hora de su redención de penas por servidumbres laborales. Y al nuevo prefecto, fray Miguel Cerezal, por escrito fechado el 26 de marzo de 1868, le
suplicaba que «compadecido V. P. por mi delicada salud y teniendo presente mi poca virtud
y ciencia, se sirva nombrar otro presidente para este hospicio». Nunca lo hubiera dicho.
Pecó Lerchundi de modesto, pecado afín a todo buen franciscano. No lo consideró así
el P. Cerezal. Y por carta fechada en Tánger tres días después, le advertía: «no es suficiente
motivo para que le admita la renuncia (...) ni muchísimo menos su poca virtud, ciencia y delicada salud; pues conforme ha podido y ha ejercido hasta aquí el cargo que le impuso la
obediencia, podrá asimismo en lo sucesivo; puesto que es indudable que el Señor da la virtud,
fuerzas, capacidad y salud necesarias a los cargos que los Superiores imponen a los Súbditos. Continúe, pues, V. R., desempeñando ese cargo hasta que la obediencia (yo mismo) se
sirva disponer otra cosa». El así conminado se plegó a lo dictado. Y empeoró.
Por entonces, Lerchundi se sometía a un proceso regenerador tan poco beneficioso
para su salud como peligroso para su vida, hechos que sabemos por fray José María López,
quien contrastara, con «autorizados misioneros que le trataron de cerca», los alcances del
proceso: «tuvo que sufrir mucho (...) a causa de unas heridas o fuentes (en cursiva en el original), que los médicos le abrieron en un brazo y conservó hasta su muerte». Fuentes: exhumación de fondos archivísticos, testimoniales o hematológicos. En síntesis quirúrgica, sangrías.
Este método, propio de la medicina altomedieval, se utilizó hasta entrado el último tercio del
siglo XIX, pues se le reconocía validez para el tratamiento de la hipertensión (alivio del ritmo
cardiaco) y del edema pulmonar. Pero a recurrentes sangrados del paciente, consecutivos
trastornos en su organismo. Sometido a tales extracciones, milagro repetitivo fue que Lerchundi no falleciera en una de ellas. Sangrándose en su labor en base a tales remedios, resistió año y medio más. Reiteró súplica en agosto de 1869. Al P. Cerezal debieron llegarle avisos
de que Lerchundi no podía esperar a que la obediencia se sirviera disponer otra cosa.
Liberado de sus ataduras, Lerchundi recuperó las ganas de vivir (socorrer al prójimo) y prevenir, enseñar a los necesitados, fuesen cristianos, musulmanes o hebreos. Lerchundi robó tiempo a su descanso para poner, por escrito, sus otros convencimientos, los filológicos. Desde
hacía años perseveraba en terminar una Gramática del árabe dialectal marroquí y un Diccionario árabe-español. En 1870 ponía el punto final a la primera y se hallaba cerca de terminar
el segundo. Consideró que la publicación de la Gramática incentivaría la del Diccionario. Y
de ahí dedujo: la Comisaría de los Santos Lugares debería afrontar tal edición. Dos veces
—6 de febrero y 2 de junio de 1870— solicitó Lerchundi ayuda económica, siéndole denegada. Contrario a rendirse, Lerchundi reunió dinero proveniente de amigos y donaciones. No
fueron pocos esos dineros. A catorce mil novecientos sesenta y cinco (14.965) reales ascendió el coste de la edición en la madrileña imprenta de Manuel Rivadeneyra. Su obra lucía el
título de Rudimentos del árabe vulgar que se habla en el Imperio de Marruecos.
Corría el año 1872, segundo del reinado de Amadeo I, el único monarca elegido de
forma democrática por las Cortes Españolas en aquella sesión (16.11.1870) en la que el duque de Aosta (Amadeo) obtuviese 191 votos, por 63 la República Federal, señora que no tardaría mucho en venir, los 27 del duque de Montpensier (Antonio María de Orléans), más un
voto a su señora, la duquesa de Montpensier (Luisa Fernanda de Borbón, hermana de Isabel
II), suceso extraordinario en el que un matrimonio optaba, por separado pero sin divorciarse,
al Trono de una misma Nación; los 8 que se llevó Espartero, candidatura presentada con su
oposición; 2 que fueron a parar al príncipe Alfonso de Borbón (futuro Alfonso XII) y 19 papeletas en blanco.
Amadeo I amargado estaba con la situación a la que hacía frente: tercer pronunciamiento carlista (16.07.1873); rebeldía alfonsina en formación, pues el príncipe Alfonso alternaba su exilio en París, junto a su madre (Isabel II), con sus estudios en Sandhurst, bajo la disciplina militar británica. A don Amadeo, luchar contra reyes sin coronar no le preocupaba, sí que le
considerasen «rey extranjero» cuantos españoles eran movilizados para luchar por su causa.
Aislado de muchos, harto de todos —en especial de Manuel Ruiz Zorrilla, jefe del Gobierno y
conspirador compulsivo—, Amadeo I cavilaba cómo salir del avispero ibérico. Digno él, abdicó.
Y hacia Lisboa saldría en tren con su familia (11.02.1873). De Portugal al Piamonte con final del
sueño español en Turín, donde buen palacio y larga paz le esperaban. Allí murió en 1890.
Mientras, el autor de la Gramática pasaba de la felicidad a una dolorosa nostalgia: el
5 de noviembre de 1872 fallecía, en Orio, Mikaela Lerchundi Portu, su abuela materna, quien,
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Verbos de vida (investigar, escribir, editar) que no remedian pérdida:
su abuela muere
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
De improviso, cambio de obediencia nacional: Isabel II destronada por una conjunción
cívico-militar. Amotinada en la bahía de Cádiz (10.09.1868), triunfante después en los campos de Alcolea (29.09.1868), esperanzada con el primer Gobierno de Prim (18.06.1869). Los
que fueron súbditos, reinaban. Era razón e ilusión. Que será emboscada, tiroteada y dejada
morir por ostentosa negligencia médica. Donde no atinaron los asesinos, procedieron los incapaces: Césareo Losada y Juan Vicente Seldo, los médicos militares de guardia en el palacio de Buenavista aquella nevosa noche del 27 de diciembre de 1870. Quince meses antes, la
ética de la razón iluminaba al P. Cerezal, quien anunció (25.08.1869) a Lerchundi que le admitía su renuncia, sustituyéndole el P. Martínez. A Lerchundi se le autorizaba a sobrevivir.
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José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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dado el castigo de los cariños ausentes que sobre su nieto incidieron, durante años ejerció
como abuela-madre, siquiera fuese en la distancia. Mikaela murió con noventa años, pues
había nacido en Aya, tierra retranqueada de la marítima Orio, el 13 de octubre de 1782.
Tiempos de Olavide, Patiño, Muzquiz, Campomanes, Aranda y Jovellanos, cuando España se
veía bien gobernada y fe persistía en no pocas cosas, entre ellas la Monarquía. Esa orfandad
moral, que España padecerá después, pudo sentirla su nieto cuando le comunicasen la muerte de su abuela, pues el Padre Lerchundi tan localizable era en Marruecos como los Lerchundi
maternos en la España vasca. Del abuelo, Juan Ygnacio Lerchundi Labaka, dos años más joven que su esposa y natural también de Aya —allí le bautizaron el 25 de marzo de 1784—,
nada de su muerte han podido decirnos los archivos diocesanos de Guipúzcoa y Vizcaya.
Arrebato de egos diplomáticos y martirio;
pronunciamiento de las tropas misionales
En septiembre de 1873 falleció el octavo monarca alauí, Mohammed IV, sucediéndole su hijo
Muley Hassán. Un sultán más, pensaron muchos en España, equivocándose. Hassán I, nombre
con el que será recordado, probará tanto lo coherente de sus afanes en pro de un Marruecos
en sí mismo soberano como en su leal vecindad con los españoles. Tres años y medio transcurrieron. De improviso, a Lerchundi le llegó un ascenso y se le confió un encargo. El primero fue
su designación, decisión tomada por el P. Cerezal desde Tánger (28.08.1876), para que presidiese el hospicio de Tetuán. El segundo supuso el reconocimiento, desde Roma, de sus méritos:
se le elegía prefecto de las Misiones en Marruecos. Su nombramiento provenía de la Congregación de Propaganda Fide —fundada en 1622 por el papa Gregorio XV—, máxima entidad
vaticana para entender y resolver cuestiones misionales de alcance mundial.
Sin embargo, al provenir la designación de Lerchundi por «causa mayor» —la muerte,
en Tánger (febrero de 1877), del Padre Cerezal—, la distinción se tornó expiación para el
elegido al considerarse desoído el Gobierno de Cánovas, por cuanto la Santa Sede no le
había consultado el nombre del aspirante, a fin de que el Ejecutivo ejerciese su derecho de
patronato y la presentación de candidatos. Empero, el Gobierno español no tenía facultades
para revocar una decisión en firme tomada en la Curia Romana.
Dudó Lerchundi qué hacer, si tomar posesión con los decretos vaticanos expedidos a
su nombre —ambos fechados en Roma y firmados el 10 y 18 de junio de 1877 por el cardenal
Alessandro Franchi y el vicecomisario general de la Orden, Padre Vicente Albiñana—, o iniciar deslizante relación epistolar con el representante de España en Tánger, en la que su
cortesía comunicativa podía malinterpretarse, como si el informante de tal noticia dudase de
su propia validez jurídica, por lo que pretendía revaluarla a través de la respuesta del no informado. Inmerso en esas dudas, recibió Lerchundi carta (17.07.1877) de fray Josep Coll,
delegado del Padre Albiñana, en la que aquel le decía: «Temiéndome algún conflicto, mandé
preguntar al Sr. Nuncio (Giacomo Cattani) si había dicho algo al ministro de Estado, y según
nos dice nada le encargaron desde Propaganda Fide; por consiguiente, ningún paso dio en
tal sentido». Sin embargo, al final deslizaba una advertencia, que hacía recaer previsibles
amenazas sobre él mismo y el propio Lerchundi: «Dudo mucho que no tengamos algo que
sentir».
El Padre Coll seguía preocupado y prueba de ello es su segunda carta (31.07.1877),
donde a Lerchundi le dice: «Escribí a Madrid para que el Sr. Nuncio hablase con el ministro y
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
(me) contesta que no le incumbe. Escribí a Roma y no lo juzgarán necesario cuando no cuentan con el Gobierno (español). Adelante, pues; nosotros vamos seguros siguiendo a Roma». En
su posdata, Coll desvelaba la hondura de su inquietud tras haber consultado el caso con los
otros franciscanos de su Delegación, para al final aconsejarle urgente intrepidez: «Opinan
todos estos PP conmigo que V. R. no debe aguardar ninguna respuesta, sino marchar a tomar
posesión. Si Propaganda y la Orden creyeran que debía contarse con el Gobierno y aguardar
su placet (conformidad al designado), buen cuidado hubieran tenido de decirlo. No falte,
pues, a la política, avíselo, pero no se esclavice esperando, indefinidamente, la confirmación».
El «avíselo» de Coll se refería a Eduardo Romea y Yanguas, ministro plenipotenciario
de España en Tánger desde febrero de 1875 y a la vez embajador ante el sultán Hassán I.
Lerchundi siguió el consejo y envió a Romea los textos de sus nombramientos. En su respuesta
(13.08.1877) Romea adoptó una actitud evasiva, pues argüía: «debo esperar del Gobierno de
S. M. un Despacho auxiliatorio». A la par, consultaba a su ministro, que no era ya Calderón
Collantes, sino Manuel Silvela y de Le Vielleuze, hermano mayor de Francisco, el prohombre
liberal y obstinado enemigo del caciquismo imperante. Cuesta creer que Manuel Silvela, abogado y literato de fama, montpensierista desalentado y alfonsista reconvertido, mostrase
violento enfado por el nombramiento de Lerchundi. De la respuesta del ministro hizo Romea
una tragedia griega, en la que adoptó el papel de gesticulante protagonista agraviado. La
magnitud de la irritación de Romea se desvela en su segunda carta a Lerchundi, un mes después (13.09.1877), en la que, con modos y expresiones inaceptables, le advertía:
«Enterado el Gobierno de S. M. el Rey del nombramiento (...) y de haberse V. P. creído
con autorización a tomar posesión de dicho destino por sí y ante sí en 7 de agosto pasado,
no ha podido por menos de causarle extrañeza tan inesperado suceso y teniendo presentes
los antecedentes que existen con motivo de un hecho análogo, se ha servido manifestarme
que no solo no reconoce su nombramiento, sino que lo rechaza por completo (...) y a V. P. me
encarga prevenirle que se abstenga de practicar acto alguno con el indicado carácter, reservándose S. M. nombrar la persona que deba desempeñar dicho cargo».
En su despedida, Romea prescindía del tono admonitorio para entrar en el ofensivo:
«en cumplimiento de mi deber, me es muy grato consignar la confianza que abrigo de que V.
P. la acatará sin dilación, de la manera franca y leal que conviene y es de esperar de su buen
juicio y del carácter sagrado que le reviste». Romea prevenía a Lerchundi no ya de su desacato en curso, sino de la rebeldía moral y espiritual en la que incurriría, lo cual era el colmo. En
cuanto al «hecho análogo», guardaba relación con la áspera controversia hispano-vaticana
surgida, en 1861, a raíz del nombramiento del P. Esteban Basarte como prefecto en Tánger.
Lerchundi comprendió que la memoria diplomática puede parecer cosa corta, cuando es
asunto mayor y se mueve a través de un largo recorrido pero a la inversa, pues nada olvida y
todo memoriza.
El mismo 13 de septiembre de 1877, Romea remitía copia del anterior escrito a fray
Gregorio Martínez, a quien le informaba y prevenía: «reconociendo esta Legación a V. P. como
Superior de las Misiones católico-españolas (...) A V. P. hago desde luego responsable del
acatamiento de las órdenes del Gobierno de S. M. por parte de todos los individuos (sic) que
componen dicha Misión, en la inteligencia que, si las órdenes superiores que dejo transcritas
no fuesen obedecidas sin reservas por alguno de ellos, deberá notificarme en seguida, el
nombre y la residencia del contraventor para adoptar respecto a él las medidas oportunas a
que se me autoriza en las instrucciones que he recibido».
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Romea: diplomático reconvertido en martillo de herejes contra su autoridad, pontifex
maximus con omnímodas facultades, por las que nombraba jefes de Misión a su capricho, a la
par que practicaba el arte del divide y vencerás. De los conflictos de entonces, ninguno tan insensato y torpe como este, en el que Romea se transforma en segundo Pedro de Luna (Benedicto XIII), parapetado en su torre papal de Peñíscola, dispuesto a resistir hasta su muerte (1423)
con tal de derribar el poder de una Roma extraviada en su ecuánime catolicismo misional.
Lerchundi creyó encontrar una solución frente al intratable Romea: en los asuntos
oficiales, el diplomático podría entenderse con el P. Martínez si así le placía, pues el elegido
de Roma no se interpondría hasta ver si el contencioso entre el Vaticano y el Gobierno español se resolvía. Pese a ello, Romea debería «tener la bondad de no exigir a los misioneros declaraciones que no podían dar en conciencia hasta que otro Superior de las Misiones tuviese
las mismas facultades con las que él se hallaba revestido». Tesis impecable y mano tendida
del franciscano. En cuanto al vínculo, redactó Lerchundi carta con el preaviso de «Particular»
y eligió dos portadores: los frailes Gregorio Martínez y Agustín Malo y Algar. Con tal escrito
en mano, ambos misioneros marcharon a la Legación española en Tánger. Allí vieron caer el
rayo y escucharon el trueno: un Romea amenazante, atronador y despectivo.
No sabemos hasta qué extremos llegó, en su estallido, la escasa paciencia del diplomático cuando comprobó que uno de los mensajeros era su designado, Gregorio Martínez.
De lo que pudo ser aquella escena, suficientes apuntes se conservan en el escrito, con fecha
19 de septiembre de 1877, que ambos frailes hicieron llegar a Lerchundi, residente en Tetuán:
«Querido P. José:
Hemos ido a entregar la suya al Sr. Ministro, el cual se ha incomodado mucho por el
modo de contestarle (usted) en carta particular. Me encarga le mande un correo expreso para
que le diga que hace como si no hubiese recibido la suya, la cual no ha rasgado (en lugar de
“roto”) antes de leerla por consideración a nosotros. Que le da todo el día 21 para pensar y
que si el 23 por la mañana no tiene en ésta (legación) su contestación de acatar o no las órdenes del Gobierno, le mandará a ese cónsul (Enrique Aiuz) para que se la tome de palabra.
Y si aún así callase, tomará su silencio como desacato al Gobierno (...) que le inculque muy
claro (sic) que si el 23 no tiene contestación categórica a su oficio, tendrá que tomar serias
medidas».
A un misionero criado en una guerra civil, educado entre disciplinas, heladas y aislamientos, propagador de la fe en tierras musulmanas, no se le intimida con desacatos ni presuntas desobediencias. Desdeñó Romea la mano abierta del franciscano y este no volvió su
rostro al desprecio. Por carta fechada en Tetuán el 21 de septiembre, Lerchundi le recordaba,
al exaltado Romea, su jurisdicción «emanada de la Santa Sede, sobre los misioneros y fieles
existentes en esta Prefectura», la cual se veía «obligado a ejercer so pena de faltar a sus sagrados deberes». Como despedida, revés cruzado: «No obstante lo dicho, debo también declarar, como católico y español, que obedezco y estoy dispuesto a obedecer al Gobierno de
S. M. en todo lo que no sea contra mi conciencia y la Santa Ley de Dios que profeso».
Volvió a explotar el tal Romea, con lo que nada del enfurecido diplomático quedó entero. Lerchundi sabía que el límite para ser deportado muy cerca estaba. Pero es que delante
tenía mayor frontera que defender: la autoridad de Roma, a la que se debía en cuerpo y sangre. Y con él, todos los misioneros franciscanos residentes en Marruecos. De ahí su circular,
fechada en Tetuán en esos días finales de septiembre de 1877, dirigida a los presidentes de las
Misiones en Casablanca, Mazagán, Mogador y Tánger, en la que les razonaba y ordenaba:
Deportación sellada (en Tetuán y Ceuta); suspiros en Granada; honores en Galicia
Aquel 27 de septiembre de 1877 a Lerchundi le anunciaron visita de personaje apurado: el
cónsul Enrique Aiuz. Como tarjeta de visita presentó un documento conminatorio, que decía
lo siguiente: «Nº 195. Se habilita este pasaporte. Bueno (en lugar de “válido”) para que, de
autoridad en autoridad, se traslade a Madrid el R. P. Fr. José Lerchundi de Orden del Gobierno de S. M.». Lerchundi se convertía en prisionero deambulante vigilándose a sí mismo. Lerchundi redactó su despedida formal —cedió su delegación misional al P. Martínez—, abrazó
a sus hermanos, cogió su hatillo y a Ceuta se fue, adonde llegó el 2 de octubre.
A Victoriano de López Pinto (1830-1907), buen jefe de Artillería y comandante general
de la plaza, el anuncio de un franciscano que solicitaba verle en su vigilado tránsito hacia la
Península, pues el solicitante viaja detenido bajo su propia responsabilidad, debió parecerle
lo que era: un disparate sin causa. Del encuentro entre el artillero y el misionero no tenemos
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
«La Legación de España en Marruecos no reconoce por Superior de estas Misiones
sino al R. P. fray Gregorio Martínez, presidente de nuestro hospicio en Tánger. Me ha parecido
conveniente que cada uno de VV. RR. redacte una protesta de reconocimiento de la legítima
autoridad (de la Santa Sede) y de adhesión, acatamiento y respeto a ella. Y me la remitan
firmada por VV. RR., y todos sus súbditos. Por último, ordeno a VV. RR. y a todos los religiosos,
que guarden el más absoluto sigilo acerca de este acto».
La primera muestra de lealtad y acatamiento provino de Tánger. Fechada (24.09.1877),
lucía las firmas de los misioneros adheridos con sus nombres y apellidos: Gregorio Martínez,
Pedro López, Agustín Malo y Algar, Pedro Peceño, José Moraza, Mariano Herrejón de Cea y
José Paz. Un día más tarde recibió Lerchundi idéntico acatamiento, firmado por los franciscanos residentes en Tetuán: Antonio Gómez y Zamora, Juan de Foncea, Luis Martínez, José
Molinos y Ángel Rupérez. Pasados cuatro días, desde Casablanca llegaba (29.09.1877) nueva
suma de adhesiones con el aviso, al margen, de «Protesta», bajo la cual firmaban: Francisco
María Saco, Agustín Aspiazu, Vicente Martí, Antonio de J. y M. Rubín. Transcurridos otros cuatro días, desde Mogador (actual Essaouira) recibía Lerchundi (03.10.1877) nuevo ramo de
entusiastas protestatarios: José María Rodríguez, Luis Ortiz, Francisco Martín y Manuel Veiga.
Por último, desde Mazagán (actual El Yadida), en escritos de adhesión separados por dos
días —4 y 6 de octubre de 1877— le llegaba la solidaridad de los padres franciscanos Benito Sastre del Río y Vicente Ribes. Veinte franciscanos, la totalidad del Cuerpo católico-misional en Marruecos, se mostraba fiel a Roma y, en consecuencia, leal con su legítimo representante, José Lerchundi. Estas últimas adhesiones ya no pudo leerlas el destinatario, pues había
sido deportado y en España penaba.
Los firmantes habían sido discretos. No obstante, fue imposible enclaustrar los comentarios y menos las conversaciones a pie de calle o de hospicio. Poco cuesta imaginar
la impresión que recibió Romea: los ejércitos misionales de España se pronunciaban contra el Gobierno del rey, dado que debían obediencia a majestades de superior rango: la
Iglesia y la Ley de Cristo. Mientras el ministro Silvela, confundido, hacía frente al clamor de
Roma, Romea, más ministro que ninguno, insistía en su decreto de expulsión. Lerchundi,
insólito morisco, camino iba de su destierro. Proscrito erguido, sostenido por mirada pensativa, así marchó Lerchundi hacia la patria desagradecida, que siempre es la misma: la
España institucional.
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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más constancia que el documento expedido por el militar, quien visó y firmó el pasaporte:
«Nº 420. Ceuta, 2 de octubre de 1877. El R. P. José Lerchundi continúa la marcha para Madrid.
El Comandante general Victoriano de López Pinto». De aquellos años se conserva una fotografía de Lerchundi. Imagen de hombre transido por el dolor y la fatiga. Mirada perdida mas
no humillada, expresión demostrativa de una voluntad atravesada por la estupefacción.
Dame fuerzas, Señor, para soportar esta crucifixión que Tú sufriste y se me ha impuesto.
Desembarcado en la Península, Lerchundi creyó verse en un planeta perdido en la infinitud del cosmos. A nadie le interesaba su caso y menos su situación; a nadie le importaba
si seguía viaje a Madrid o se internaba en un convento; a nadie le preocupaba si rogaba auxilio a unos u otros; pero eso sí, implícita estaba la prohibición de pedir limosna o rezar en la
calle. Lerchundi no encontraba socorro y sin dinero se veía: de las cuatrocientas cincuenta
pesetas que le entregase el cónsul Aiuz, solo unas monedas sueltas sonaban en su bolsa. Ante
tanta indiferencia y acabándose el año, Lerchundi redactó carta de súplica (05.12.1877) al
ministro Silvela, que resultó ser comprensivo destinatario. Por escrito fechado en Madrid el 20
de diciembre —celeridad en la respuesta que el remitente no se esperaba—, Manuel Úbeda,
de la Secretaría de Estado, informaba al solicitante que «el Rey, tomando en consideración
las razones que Vd. expone, ha tenido a bien concederle licencia para trasladarse a un punto
de Andalucía, con objeto de atender al restablecimiento de su salud». El anterior párrafo se
leía con alivio, pero más el último: «disponiendo al propio tiempo que, por la Obra Pía de Jerusalén, se le satisfaga, hasta nueva orden, la cantidad mensual de doscientas cincuenta
pesetas». Salvado y libre. De subir a un tren para ir a Granada, pues ese era el punto elegido.
Lerchundi viajó a la ciudad de La Alhambra ligero de peso corporal, pero repleto de
apuntes, dispuesto a compartirlos con el profesor Francisco Javier Simonet (1829-1897), catedrático de lengua árabe, prevenido al respecto. Ambos estudiosos se reconocían por sus
estudios y publicaciones. Les faltaba darles forma confluyente. Para pensar y escribir con
fundamento pocos sitios propiciatorios (iguales ninguno) como el reír de las fuentes en los
estanques del Generalife; el ronroneo de los leones que conforman el Patio de su nombre
cuando se les pasa la mano (de vista) por su marmórea cabeza de siglos y darse cuenta de
cómo agradecen tal gesto; a la pérdida del habla por unos instantes tras acodarse al mirador
de Lindaraxa, ver enfrente esa maqueta a escala de la vida placentera que es el Albaicín en
verso libre sin final previsto y a la diestra Sierra Nevada, acuarela gigante donde el azul y el
blanco forman pareja de hecho desde que el mundo de lo sensible existe y humanos hay que
lo describen.
Nació así la Crestomatía (selección de textos históricos y literarios) arábigo-española,
lista para sus primeras pruebas de imprenta, acción demorada hasta 1881, afirmándose
entonces como un logro único en su tiempo. Lerchundi y Simonet, compañeros de paseos y
pupitres, vieron interrumpida su investigación por el anuncio de honores (28.09.1878) que el
P. Albiñana comunicase a Lerchundi: se le nombraba lector de Teología y Lenguas Arábigas
en el Colegio de Misiones, en Santiago de Compostela. Dos semanas después se convocaba
Capítulo conventual en Santiago y a Galicia fue Lerchundi. Llegar y ser propuesto para el
puesto de rector del Colegio fueron acciones consecutivas. Sin tiempo para manifestar su
renuncia, quedó a la espera de lo que decidieran los diecinueve vocales, presididos por el P.
Coll —el que advirtiese a Lerchundi de los males diplomáticos que podrían sobrevenirles—
con derecho a voto. Aquel 14 de octubre de 1878 el resultado fue este: P. Manuel Castellanos,
un voto; P. Gregorio Garay, un voto; Padre Lerchundi, diecisiete votos y nuevo rector.
Lerchundi se convirtió en timonel de la nave santiaguina. El viento de los aplausos y el
sentir de los abrazos hincharon las recosidas velas de sus fuerzas. Enterado de que el Colegio
carecía de Estatutos, en quince días los redactó; con la ayuda de dos novicios hizo copias y
los resultados ofreció a sus asombrados pares. Siguieron meses lluviosos siendo cálidos: el
Colegio daba las horas del esfuerzo y aprovechamiento con puntualidad. Humedad y niebla
en las calles; calidez y ejemplaridad en las aulas. En la enseñanza y los comportamientos.
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Aquella España de 1878, con la que Lerchundi se encontró, siendo distinta a la de 1864, era
la misma en sus ilusiones, confabulaciones y sordideces. Como líder de las primeras, un rey
veinteañero y animoso, el cual casó y enviudó en solo cinco meses: los que van del 23 de
enero al 26 de junio de 1878, fechas que separaron su enlace con la infanta María de las
Mercedes de Orléans, hija del duque de Montpensier y su fallecimiento en el Palacio Real. Al
frente de las segundas, el astuto padre de la novia, puesto que el duque de Montpensier portador en sí mismo era de las pruebas condenatorias del asesinato de su detestado Prim, culmen de la conjura homicida que en 1870 codirigieron el teniente coronel Felipe Solís Campuzano, ayudante de campo de Montpensier y José María Pastor, jefe de la guardia personal
del general Serrano, regente de un reino conjurado desde las cejas hasta los pies.
Por esa boda entre inocentes, Alfonso y Mercedes, Montpensier obtuvo, nada más
hacerse público «el próximo enlace de su hija con Su Majestad el Rey», fulminantes ceses,
que afectaron al juez de la causa instruida y al valiente fiscal del sumario, Joaquín Vellando. A esta decapitación judicial siguió la defunción del caso: el 5 de octubre de 1878 se
archivaba la causa sumarial contra el huido Felipe Solís, cuyos beneficios alcanzaron a
José Mª Pastor, perro de presa del general Serrano. Con esos modos de alimañeros, inductores, autores y cómplices en la muerte de Prim a salvo se vieron de por vida, no así de la
historia, que los persigue todavía. Porque apuntados están por las pruebas conservadas en
el sumario, al que no pudieron destruir en 1878 aunque sí robar unos cuantos folios; pero
como estos eran dieciocho mil, con los que se libraron del hurto bastó para condenarlos y
condenados siguen.
Otra causa fue cerrada: el 20 de octubre de 1878 fue cesado Eduardo Romea por
decisión del ministro Silvela, quien seccionó una cadena de abusos que debería haber sido
cortada mucho antes. Por orden fechada (15.06.1879) en Roma, el P. Albiñana le decía a
Lerchundi: «marche a Madrid y vea de obtener, en nuestro nombre, el asentimiento del Gobierno (a su nombramiento) y los acuerdos consiguientes». Acompañado de uno de sus tangerinos, el P. Mariano Herrejón de Cea, el 27 de junio llegaban a la capital, instalándose en la
hospedería de la basílica de San Francisco el Grande, cerca del Palacio Real. De allí a Santa
Cruz, seis minutos en carruaje o diez andando a buen paso. Lerchundi esperaba ser citado
con rapidez, pero el acuerdo le llegó vía Roma, con fecha 27 de septiembre de 1879.
El consenso se presentaba hermanado a la lógica: un gesto hacia el equivocado y en
sí mismo atrapado, el Gobierno de Cánovas. «En el caso de quedar vacante el cargo de Prefecto de las Misiones (...) antes de proponer a la Congregación de Propaganda la terna de los
religiosos, entre los cuales se deberá escoger al Prefecto, la pondrá en conocimiento del Gobierno de España, con el fin de que ninguno de los comprendidos en dicha terna cause al
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
«Dos» justicias: la expulsada del territorio político y la recuperada
del suelo diplomático
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
citado Gobierno ningún inconveniente político». Así se expresaba Serafino Cretoni, de la Secretaría de Estado, en su escrito al P. Albiñana, quien se lo hizo llegar a Lerchundi.
Lerchundi partió de Madrid, hacia Granada, el 21 de octubre. La Crestomatía, recién
nacida, exigía el cariño del padre. Dos meses de correcciones y satisfacciones. Y a Marruecos,
que un siglo parece haber transcurrido. El 30 de diciembre de 1879 desembarcaba en Tánger.
Marruecos se abrazó a él con tal veracidad emotiva que Lerchundi supo, en el acto, que nunca
más podría vivir sin esa identidad a su alma transferida, dos veces así magnificada.
Retorno al paraíso, que dos puertas tiene abiertas:
España con Marruecos y viceversa
En 1880, el imperio jerifiano debió parecerle al exdeportado la oceanidad misma, de tantas
como posibilidades veía. Lerchundi marcó sus pautas: primero los casos apremiantes; después los sueños. La demora había sido tal que lo urgente y lo soñado formaron un solo cuerpo
vivo. Parte del mismo fue abrazar a José Diosdado del Castillo, nuevo ministro plenipotenciario en Tánger. Su nombramiento llevaba fecha del 20 de octubre de 1878. El mismo día en que
Romea fue despedido, del Castillo era designado por Silvela. Lerchundi y del Castillo trabajarían juntos los siguientes nueve años. Continuidad de los mejores en los puestos de máxima
dificultad, he ahí la viga maestra que sostiene el triunfo de todos.
Lerchundi abordó sus afanes en forma de perfiles superpuestos en su mente evangelizadora: edificar un Colegio de Misiones que sustituyera al de Santiago por mejor clima y
proximidad al área geomisional española y una iglesia, en Tánger, más grande, luminosa
y pulcra. Iluminación de reflexión sin ángulos muertos ni forzadas sombras. Para su primera
gran obra disponía de digno inmueble adquirido, dinero ahorrado y nombre decidido: iglesia
de la Purísima Concepción. La construcción se llevó a paso de carga: colocación de la primera piedra el 19 de octubre de 1880; inauguración el 2 de octubre de 1881. La oficina de la que
fuera Legación de Suecia parecía embajada de la Iglesia y empavesada lucía: banderas españolas y marroquíes; también de las demás naciones representadas en Tánger. ¿No es universal la Iglesia? Pues hagámoslo ver. Lerchundi, defensor de todas las patrias.
Llegada la hora de encarar la construcción del Colegio de Misiones, puso Lerchundi en
conocimiento a su fiel amigo el P. Albiñana, quien le remitió sólido refuerzo: fray José María
Gallego, inspector de «las provincias menores» (Marruecos). Acuerdo inmediato. Por carta a
Lerchundi (10.07.1880), Gallego le autorizaba «para que pueda fundar un Colegio Franciscano destinado a las Misiones de Tierra Santa y Marruecos en nuestro antiguo convento de La
Rábida o en otro punto de Andalucía, Murcia o Valencia». Y Lerchundi en la gloria. Buscar lugares y condiciones climáticas; acomodos y situaciones, sopesar realidades y posibilidades.
Chipiona: lugar sin luz equivalente; «Montpensier», título inmerso en lo más oscuro
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En agosto de 1880 emprendió Lerchundi su viaje explorador por las costas onubenses y gaditanas. La Rábida le decepcionó. A cambio, descubrió Chipiona y su templo neogótico, cuya
torre-puntal ejercía de faro salvador para marinos devotos, quienes desde el encalmado o
encrespado mar con alivio la reconocían: el convento de Nuestra Señora de Regla. La playa y
el sol en una mano; el mar y el horizonte en otra; en cada latido el fervor de todo discípulo del
santo de Asís y en el pensamiento la luz de Dios. Lerchundi se sintió revivido. Renacía.
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Si Tetuán le pareciese Palestina, para Chipiona no encontraba un símil apropiado.
Prueba inequívoca de que el lugar era único. Quedaba hacer proselitismo del hallazgo y
convencer a todo el mundo. De ahí sus cartas a Jacobo Prendergast (24.08.1880), presidente
de la Obra Pía, con lo que el ministro de Estado, José Elduayen y Gorriti, ingeniero vigués y
ex ministro de Ultramar, se mostró de acuerdo y con él su amigo y jefe del Gobierno, Antonio
Cánovas del Castillo, que presidía su cuarto Gabinete. Aquel buen tiempo para las noticias
lo deshizo Joaquín Lluch y Garriga (09.09.1880), arzobispo de Sevilla, quien, en su respuesta
del 13 de septiembre, puso severos reparos en nombre de los agustinos, exclaustrados propietarios del edificio. El señor arzobispo incorporaba tal inconveniente, que resultaba barrera
infranqueable: «En cuanto al convento de Ntra. Sra. de Regla está ya destinado a otra Orden
religiosa, recomendada muy eficazmente por el Serenísimo Infante, duque de Montpensier».
Acabáramos, debió decirse Lerchundi. Montpensier. Título oscurecido por comportamientos que revolvían el estómago de toda persona decente. El duque francés y capitán general español, el mismo que no quiso darse por satisfecho tras fallar él y su contrincante,
Enrique de Borbón, vicealmirante de la Armada, sus dos primeras tandas de disparos en
aquel duelo a pistola (12.03.1870) convenido en Carabanchel, cuando el vengativo Orléans
insistió en su derecho a disparar por tercera vez y una bala metió en la frente del Borbón,
asesinado más que muerto por un avezado duelista, acción que a su verdugo privó de la Corona de España.
Montpensier llevaba años entregado a singular política: donar muy eficaces cantidades para obras piadosas en Sevilla, cabecera de la Iglesia andaluza. Allí poseía inmueble
digno de un rey: el palacio de San Telmo. El duque, con vastas propiedades en Sanlúcar de
Barrameda —entre estas su Coto de Torrebreda, gran finca con mansión-fortaleza, que le
servía como cuartel general para sus conjuras—, quería estar a bien no con Dios, sí con sus
representantes en la Tierra. Entre estos los jesuitas franceses, ignorantes de la causa criminal
que pendía sobre su protector y encariñados con Chipiona. Estas maniobras dilatorias concluyeron en cuanto el P. Albiñana escribió desde Roma (24.05.1881) y el nuncio Angelo Bianchi lo hiciera desde Madrid (17.01.1882), mostrando ambos inequívocos apoyos a Lerchundi
como Superior del convento de Regla y alabándole por sus propósitos fundacionales. El arzobispo Lluch y Garriga se vio obligado a desdecirse. Incluso se mostró servicial con Lerchundi
en su carta (21.02.1882), al anunciarle: «Concedemos nuestra licencia y beneplácito para
que los PP misioneros franciscanos puedan, desde luego (la cursiva es mía), fundar y establecer un Colegio de Misiones en el antiguo convento de agustinos de Ntra. Señora de Regla».
Marchó Lerchundi a Chipiona para recibir la entrega oficial del convento, con «las
alhajas de la Santísima Virgen, los vestuarios y muebles que, detalladamente, constan en los
inventarios». Firmaron los cedentes —el arcipreste Francisco Contreras y el capellán José
Bustamante Tello, quien «alquilaba las habitaciones del convento a los bañistas y con los
productos de los alquileres y otras limosnas sostiene el culto», uso descarado que Lerchundi
descubriera en agosto de 1880 y comunicase, por escrito, a Prendergast, presidente de la
Obra Pía—; firmó a su vez Lerchundi como receptor de lo conservado y las obras empezaron.
Presupuesto se tenía —«cerca de veinte mil duros»—; maestros en obras no faltaban en Santiago, ni voluntarios para trabajar en Chipiona. Primero llegaron cinco franciscanos y después veintidós misioneros y hermanos legos, desembarcados (25.08.1882) del vapor Cartuja.
Terminadas las obras de restauración y completados los nombramientos de quienes dirigirían el Colegio y el buen orden de las enseñanzas prescritas —PP. Antonio Gómez (rector),
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Manuel Castellanos (vicerrector), José Barber (maestro de novicios)—, pudo inaugurarse el
sueño de Lerchundi, convertido en realidad el 8 de septiembre de 1882.
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Embajada hacia lo incierto: viaje en buque excorsario y tesoros
de inesperada amistad
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En febrero de 1881, Sagasta relevó a Cánovas al frente del Gobierno. El cambio se trasladó a
Tánger, donde José Diosdado del Castillo recibió instrucciones para organizar una visita protocolaria, al máximo nivel, ante el sultán Hassán I, iniciativa que, en los usos diplomáticos de
la época, se entendía como embajada extraordinaria. Por «carta particular» del 19 de marzo
de 1882, del Castillo le razonaba a Lerchundi: «siempre ha venido un Padre con la embajada
y el indicado hoy, por tantas razones, es usted. Y yo especialmente desearía que usted viniese conmigo». En su posdata, del Castillo insistía de nuevo: «deseo y me importa que sea usted
conocido en la Corte jerifiana». A reiteraciones tan halagadoras resultaba imposible negarse.
El 19 de abril, Lerchundi y del Castillo, seguidos de su séquito, subieron a bordo del
vapor Tornado, navío artillado con fiera historia filibustera en sus espaldares de hierro: chileno de origen y dedicado a la guerra de corso, apresado (21.08.1866) en aguas de Madeira
por la fragata Gerona e incorporado a nuestra Armada, fue el buque que interceptase
(31.10.1873), en aguas internacionales, al vapor Virginius, cargado de armas y repleto de
voluntarios cubanos y estadounidenses, de los cuales fueron fusilados cuarenta y siete; casus belli que cerca estuvo de provocar la primera guerra entre España y EE. UU. Dos paciencias célebres lo impidieron: la del presidente Ulysses S. Grant en Washington, insultado por la
prensa yanqui y en Madrid la del cuarto presidente de la Primera República, Emilio Castelar,
menospreciado por el general Burriel, que era quien decidía los fusilamientos en Santiago de
Cuba con el beneplácito de Joaquín Jovellar, capitán general en La Habana. En 1881 nadie
se acordaba del Virginius, hundido en el Atlántico. Y Cuba dormida parecía tras la Paz del
Zanjón (1878).
En la madrugada del 20 de abril de 1882, el Tornado largaba amarras y partía hacia
su puerto de acogida, la antigua Mogador lusitana, en cuya rada fondeó el día 22. El 24 de
abril, «a las seis de la mañana, montados en caballos y mulas que el Sultán (nos) tenía preparados» —según el relato que un anónimo cronista de La Civilización hiciese—, la comitiva
iniciaba su ruta hacia Marrakech. Ciento sesenta kilómetros de malas pistas les esperaban. A
25-27 kilómetros por jornada, seis días de viaje. El domingo 30 de abril se detenían a la vista
de las rojizas murallas de la capital del Atlas, tercera urbe imperial de Marruecos. «Entramos
(escoltados) por unos quinientos caballos y unos dos mil askaris (soldados), que forman el
ejército regular del emperador». El periodista acertó en sus estimaciones. Dos mil infantes y
quinientos jinetes a sueldo. No había más ni se necesitaban. En caso de guerra, las tribus
responderían. En dos semanas podían multiplicar, por treinta, esas cifras. El requisito para tal
movilización era relevante: que el imperio jerifiano fuese invadido por ejércitos extranjeros.
La comitiva española fue aposentada en la Mamunia, área ajardinada donde se alzaban tres mansiones. En la del centro fue hospedado Lerchundi, signo de preferencia que a
muchos sorprendió. El 2 de mayo, «a las ocho de la mañana», tuvo lugar el encuentro de
Hassán I con del Castillo y Lerchundi, al frente de sus respectivas delegaciones montadas a
caballo. Desmontó primero el embajador y quedó a la espera de lo que hiciese el sultán. Cumplió Hassán I a su vez y, en gesto de franca amistad, se dirigió hacia el grupo de españoles,
Gran visir
Máxima autoridad del gobierno
jalifiano, equivalente a «primer
ministro». Solía asumir las funciones
de ministro del Interior y, en
ocasiones, ministro de los Bienes
Habús (destinados a fines piadosos),
al igual que sucedía con la
subdivisión de las competencias y
funciones existentes en el gobierno
del Protectorado francés.
Dahir
Del árabe zahīr, proclama
gubernativa. Carta abierta del
sultán o de su lugarteniente (jalifa)
dirigida a los funcionarios del Reino,
fuesen civiles o militares, pero
también al conjunto de la población.
Sin embargo, tales decretos debían
ser validados por el alto comisario
de España en Tetuán o por el
residente general de Francia en Fez,
pues de lo contrario carecían de
toda efectividad ejecutiva.
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
antecedido por uno de sus chambelanes, portador de imponente parasol en terciopelo rojo,
más dos palatinos, portadores de «grandes pañuelos blancos de seda para aventar las moscas». Pudieron así ver los invitados el aspecto de Hassán I: «rostro de agradables formas y
color mulato (sic) no muy oscuro». Acertada la descripción, no el color. Hassán I tenía la piel
levemente aceitunada, los pómulos marcados, la frente despejada y una mirada convincente.
Quedaron solos Lerchundi y del Castillo frente al sultán y su gran visir, Sidi Mohammed
El Garnit, con otros magnates, entre estos Sidi Mohammed Vargas. La motivación del viaje —la
reclamación española sobre el territorio concedido por el sultán Mohammed IV en un lugar de
la costa atlántica, «junto a Santa Cruz de la Mar Pequeña (el futuro Ifni)», cesión estipulada
por el artículo 8º del Tratado de Paz de 1860—, fue asunto despachado en unos quince minutos: a la argumentación del embajador respondió Hassán I con su primera negativa; planteó
del Castillo educada insistencia y obtuvo idéntica respuesta desfavorable. Inviable un tercer
intento por parte del embajador español, tiempo hubo, hasta completar hora y media, para
hablar del joven Alfonso XII; de la religión católica y la islámica, de san Francisco de Asís y sus
continuadores; del primer obispo de Marruecos, el franciscano fray Agnello —designado por
el papa Honorio III en 1226—; de los dahires (decretos) que validaran la permanencia de misioneros en el Marruecos de los sultanes almorávides, almohades y meriníes —Lerchundi llevaba consigo varios originales depositados en el Archivo misional, que Hassán I leyó extasiado y
complacido—, así como del futuro a construir entre españoles y marroquíes.
La embajada española, iniciada con el ofrecimiento de obsequios para el sultán por
parte del rey Alfonso XII, culminó como procedía: con la entrega de los regalos que Hassán I
reservaba para sus huéspedes. Del Castillo recibió «un hermoso caballo enjaezado con su silla
jerifiana», mientras que Lerchundi era obsequiado con «una bonita mula», además de «una
espingarda preciosa, con labores en plata, marfil y corales». De lo que fue de aquella mula y
esa espingarda noticias sorprendentes se recibirían en Madrid y Marrakech meses después. En
cuanto a la comitiva española, el 15 de mayo salía hacia Mogador, adonde llegaba cinco días
más tarde; embarcaba en el Tornado y en la mañana del 22 fondeaba en Tánger.
Del buen entendimiento entre Lerchundi y Hassán I se derivó la conformidad del Gobierno español para la devolución de la visita, que el sultán deseaba se cumpliese. Y la lógica
volvió a manifestarse: carta «particular» (30.05.1882) de José Diosdado del Castillo a su «estimado Padre José», comunicándole que, tras «haber hablado con el ministro, marqués de la
Vega de Armijo (Antonio Aguilar y Correa), hemos convenido que Vd. acompañe a Briscia (sic)
a la Corte». A Lerchundi se le necesitaba —ya no se le «rogaba»— en Cádiz para recibir él y
no otro al embajador marroquí, Hadj Abd el-Kerim Brisha. Recibió Lerchundi a Brisha con honores militares —un misionero convertido en general con sandalias y pies desnudos—; en tren
vinieron juntos a Madrid, donde audiencia (17.05.1882) tenían concertada con Alfonso XII;
hubo segundo viaje por ferrocarril hasta Villalba, seguido de traqueteante excursión, «en silla
de postas», por los bosques de cedros del Guadarrama hasta el palacio de San Ildefonso; se
habló allí con toda libertad, no se convino cosa alguna que no estuviese previamente convenida y el 2 de julio de 1882 Brisha embarcaba en Cádiz de regreso a su patria. Quedó satisfecho
Sagasta, quedó complacido el marqués y ministro, contento quedó del Castillo, pero molidos
quedaron Lerchundi y Alfonso XII, enfermos los dos; sobre todo el rey, cautivo de la tuberculosis, que solo le permitiría vivir dos años, cuatro meses y veintitrés días más.
Los males de Lerchundi, sin cesar de acosarle, parecieron cosa menor al recibir sendos
obsequios, uno por cada monarca aliviado por sus consejos: de Hassán I obtuvo la cesión de
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José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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terrenos, en Safi, para la construcción de la Casa Misión que allí faltaba; de Alfonso XII «una
subvención para restaurar el convento de Nuestra Señora de Regla, en Chipiona», abalconado a playa soleada y saludable. Las obras al efecto iban a buen ritmo; las subvenciones no
tanto. Ignoramos el importe de la ayuda decidida por Alfonso XII, pero debió ser regia subvención aquella, por cuanto la reforma concluyó mes y medio más tarde. Chipiona se puso de
largo para inaugurar (08.09.1882) su deslumbrante Colegio de Misiones.
Encontrándose Lerchundi en Tetuán, recibió carta (12.08.1882) del embajador Brisha,
quien se lamentaba: «Me dice el Superior (Francisco Mª Saco) de Tánger que usted no vendrá
hasta mediados del próximo. Mientras Vd. no me haga falta, pase; pero Vd. sabe que, en ciertos asuntos, yo no podré marchar (a ningún sitio) sin la cooperación de usted». Las instrucciones que Hassán I cursase a Brisha venían a decir: No haga nada en relación al Gobierno
español sin consultarlo antes con el caballero Padre José. Así era considerado Lerchundi en
el ceremonial alauí. En cuanto a la mula y la espingarda, pronto tendrían nuevos dueños.
A tres kilómetros de Tánger había una elevación a la que, en aquellos tiempos, se la
conocía como «Monte de San Juan»: panorámicas inigualables, calma asegurada y espacio
libre para hablar; no para rezar en privado porque el lugar se veía concurrido los domingos.
Lerchundi sintió venir uno de sus previsores avisos y compró parte del terreno. Su intención
era construir una ermita. Su inspección a la caja de la Misión le reveló que hacía falta bastante dinero para poner en pie su idea. Y sobrevino la revelación: ¿Por qué no subastar los regalos del sultán y con ellos hacer la obra? Del bien privado al bien público. Al embajador del
Castillo no se le ocurriría subastar su «hermoso caballo enjaezado a la jerifiana», pues Hassán I lo entendería como procedía: ofensa personal y expulsión del país. Pero un franciscano,
que no tiene bienes propios, puede donar los que reciba si es en beneficio del pueblo que él
tutela.
Hubo revuelo en Tánger al conocerse que iban a ser pignorados, en pública subasta,
bienes personales del sultán. Es lógico suponer que Brisha fuese advertido por Lerchundi y
que le pareciese acto lícito tras conocer sus fines. Se celebró la subasta y aunque no sabemos en cuánto fue vendida la mula o adjudicada la espingarda, dinero suficiente se obtuvo.
Una buena mula, joven y fuerte, valía de 400 a 500 pesetas y una espingarda de artesanía
con labor de pedrería, el quíntuple. Pero si la mula era «bonita» y procedía de las cuadras del
sultán y la espingarda era «preciosa» y del mismo monarca provenía, el precio subiría. Fuese
el que fuera en ambos remates, dinero se recogió para afrontar la obra, que dirigió el hermano lego Antonio Alcayne y hasta para pagar los adornos ceremoniales en consonancia con la
inauguración, la cual tuvo lugar el 24 de junio de 1883. Aún quedó dinero para festejos: al
término del Te Deum «se obsequió con un lunch (en inglés en el original) «a las autoridades y
personas distinguidas»; después, «carreras de cintas, galantemente regaladas por señoras
de la población», «cucaña en tierra y cucaña en la mar»; «carreras de borriquillos y carreras
en sacos», «fuegos artificiales» y «lanzamiento de globos aerostáticos». Tanta fiesta no llevaría el sello Lerchundi si no hubiese habido la debida previsión «para dar una limosna a los
presos». Y así nació la capilla de San Juan del Monte, erigida gracias a la esplendidez del
noveno sultán alauí, soñada por un misionero guipuzcoano y edificada por un hermano suyo.
De una ermita a una escuela de niñas. El 3 de agosto de 1883, procedentes de Barcelona, desembarcaban en Tánger cinco monjas terciarias franciscanas, núcleo profesoral
para el centro escolar por el que Lerchundi arrastraba dos años de penalidades burocráticas.
Antecedidas por el preceptivo «Sor» (hermana), eran: María del Buen Consejo Aragonés,
Todo autor tiene su periodo más luminoso: aquel en el que se muestra creativo y riguroso,
bienaventurado también, porque el coraje y el tesón a menudo no bastan. Para Lerchundi, los
años 1885-1895 fueron su década bendecida, la más difícil de afrontar y bien lograda. Le
costó lo suyo. Tuvo que penar con las imprudencias y obcecaciones de Segismundo Moret,
cabeza del liberalismo sagatista reformado; en consecuencia, un atrevido conservador.
Cuando Moret tomó posesión (27.11.1885) de su cartera ministerial en el palacio de
Santa Cruz, Lerchundi trabajaba en nueve proyectos a la vez: mejoras en su escuela para
niños; recaudación de donativos para edificar la escuela de niñas que faltaba en Tánger;
elección de los materiales para construir una barriada de «casas baratas» con destino a familias sin techo; donación de un valioso terreno misional al ministerio de Estado para erigir el
Hospital Español, proyecto en el que recibía puntual asesoramiento del doctor Cenarro (en
Tánger desde 1884), afán al que ambos habían decidido incorporar una Escuela de Medicina; aceleración de los trabajos para concluir la casa-misión en Safi; compra de un solar para
una casa-misión en Mazagán; lo mismo en relación a la misión en Rabat; creación de una
escuela de Estudios Árabes en Tetuán; preparación de la embajada marroquí a Madrid para
rendir pleitesía a los reyes Alfonso y Mª Cristina. El fallecimiento de Alfonso XII el 25 de noviembre, suceso no por más previsible menos dramático, cerca estuvo de clausurar el viaje de
la delegación de Marruecos, en la que Lerchundi era elemento capital.
Consultados los primeros ministros (Sagasta y El Garnit), se decidió respetar lo acordado. Nada esperaban los marroquíes, ni siquiera acuerdos ventajosos. Con dar fe de vida en
pro de la amistad jerifiano-borbónica, se considerarían satisfechos. Tampoco imaginaban
que en la España monárquica pudiera darse tanto duelo: el 13 de diciembre de 1885, cuando
los dignatarios de Marruecos, guiados por Lerchundi, penetraron en el Salón del Trono, el fúnebre decorado les dejó sin habla: la reina sentada, vestida toda de negro y velado su rostro,
a su izquierda el sitial vacante de su difunto esposo, cubierto por funerario crespón de gran
tamaño; las damas de la corte veladas por negras tocas; de negro y azul marino los uniformes
de palatinos y militares, oscilantes los velones en sus parpadeos, movedizas las tapizadas
paredes en su color granate-sangre, el Palacio Real no era tal, sino gran panteón habitado.
Habló en tono pausado Sidi Abd el-Sadek Ben Mohammed; tradujo Lerchundi el texto recitado
por el embajador; respondió la Regente con frases entrecortadas; volvió Lerchundi a traducir,
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Construir los palacios de la paz (embajadas, escuelas, hospitales)
y mantenerlos en pie
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Mª de los Dolores Griol, Mª de la Natividad Ydígoras; Mª Cristina Grau y Mª de la Cruz Torrento, presidenta de «la nueva Comunidad». Se las alojó en el hospicio de San Juan de Prado. El
edificio de la escuela era una casa propiedad del ministro de Portugal, José Colaço, buen
acuarelista y mejor persona, fiel amigo de Lerchundi y del Castillo. Lerchundi pagó los costes
del viaje, remozó la casa cedida por Colaço, compró los muebles y el vestuario, almacenó
útiles y aprovisionamientos. Sus gastos, fruto de los ahorros misionales, ascendieron a 11.447
reales de vellón. Lerchundi solicitó al Gobierno de Sagasta que esos reales le fueran devueltos
y, como de costumbre, tardaron en llegar. Tanto, que no se sabe si llegaron. Lerchundi no
puso su ánimo entre rejas: dos años y cuatro meses después (04.04.1886) colocaba la primera piedra de un mejor edificio para la escuela de niñas, inaugurada el 17 de septiembre siguiente. Donde los ministerios desistían de fondear, la nao Lerchundi atracaba.
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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afectado también, cruzáronse sollozos y carraspeos, despidiéndose todos como familias reunidas en acongojante funeral. En la plaza de la Armería quedaron diez imponentes caballos
árabes, enjaezados a la jerifiana, regalo de un sultán alauí a una reina viuda, que encinta
estaba del monarca fallecido, cuyo cadáver permanecía en el pudridero de El Escorial.
En 1886 Lerchundi mantenía una actividad ciertamente frenética, mala para su salud,
buena para su mente: el 7 de junio recibía carta del nuncio en Madrid (Mariano Rampolla del
Tindaro), por la que se le autorizaba la donación de la parcela misional de 779 m2 —reservada para la Escuela de Artes y Oficios— al Gobierno de Sagasta con la finalidad de construir
el nuevo Hospital Español, relevo del «hospitalillo» que Lerchundi sostenía desde años atrás.
A primeros de agosto, Lerchundi presentaba el Cuadro de Exámenes en su escuela de niños,
donde estudiaban ciento once adolescentes. Por nacionalidades, estos: 64 españoles, 21
británicos, 18 portugueses, 5 italianos, 2 hebreos (por su religión, al carecer de nación reconocida) y 1 francés. En su conjunto, los «Aprobados» fueron 40, los «Buenos» (en lugar de
«Notables») 103 y los «Sobresalientes», 152. Siendo once las materias impartidas —Aritmética, Gramática, Geografía, Geometría y Dibujo, Historia, Lectura y Escritura, Música y cuatro
idiomas (Árabe, Español, Francés e Inglés)—, era indudable el excelente nivel alcanzado por
aquella comunidad de escolares y docentes. Justo es recordar aquí los nombres de sus profesores: P. Agustín Aspiazu, Mohammed Ducali, Andrés de Gomar, Ricardo Martín, fray Manuel
Remolar, P. José María Rodríguez y José Usall. Sin darse descanso, el 25 de agosto Lerchundi
inauguraba en Tetuán su escuela de Estudios Árabes. La primera en territorio misional bajo
soberanía de Marruecos y la más avanzada del mundo cultural español durante cuarenta y
seis años, pues solo en 1932 se crearían escuelas de estudios árabes en Granada y Madrid.
Lerchundi siempre adelantado a su tiempo, jamás en retraso de su conciencia.
Lo contrario a estos éxitos fueron «las casas baratas», barriada de viviendas construidas en madera y bien aisladas del terreno que, como correspondía a Lerchundi, fue adquirido
en Tánger con los fondos de la Misión. Esta fue una constante en Lerchundi, capacitado como
nadie para subsistir con un reducido presupuesto, ahorrar peseta a peseta y, con ese dinero
reinventado, reinvertirlo en propiedades para donárselas a la sociedad marroquí, sin distinción de credos, clases ni profesiones. Lerchundi actuaba así porque le dolía cuanto des-hacían los Gobiernos españoles, dedicados a despellejarse con sus opositores al cargo, olvidándose de quienes hacían patria sin pedir nada a cambio, excepto distinguir entre hidalguías y
tonterías.
Aquellas viviendas baratas iban a ser cien. Se disponía de un capital de veinte mil
pesetas, aportadas por los Colegios de Chipiona y Santiago, la Comisaría General de los
Franciscanos (P. Albiñana) y un comerciante tangerino, «Francisco el Sevillano». Comenzadas las obras el 1 de marzo de 1887, en enero de 1888 se habían terminado treinta y dos
casas. El coste de las mismas ascendió a 16.826,38 pesetas. Cada vivienda construida exigió
un coste de 480 pesetas con 75 céntimos, prueba de que Lerchundi había elegido maderas
de buena calidad. Se decidió alquilarlas. Aunque no tenemos datos exactos al respecto
—fray José María López tampoco los encontró—, conocidos los modos y objetivos finales de
Lerchundi —todo inquilino de una de esas viviendas debería hacerse con su propiedad en
pocos años—, no ha resultado difícil calcular que los alquileres oscilasen entre diez y dieciséis pesetas al mes; esto es, el 2,08% del capital desembolsado en el primer supuesto y el
2,91% en el segundo. Y tuvo que ser así porque un trabajador no cualificado ganaba entre 2
y 2,50 pesetas por diez u once horas de trabajo al día. Si hubiesen sido diez las pesetas de su
En marzo de 1887, Moret decidió enviar otra embajada al sultán Hassán I. Lerchundi volvió a
ser reclamado. Se encontraron dineros, se encargaron regalos sultanescos y se rescató una
fragata, que hacía cansina cola para su desguace: La Blanca —por Blanca de Navarra, reina
de tal reino en el siglo XV—, zurrada en cañoneos contra su perfil de gaviota más bien gruesa,
preñada con muy mal genio si se la molestaba. Había sido la capitana de Topete en la jornada de El Callao (1866), donde su poco calado (6,5 metros) y el temple de su comandante le
permitió meterse bajo el hocico de los cañones peruanos, con lo que era imposible acertarle
de lleno, pero ella no falló: uno de sus disparos impactó en la Torre de la Merced, bajó como
ascua silbante al foso de las municiones y por los aires saltaron 93 artilleros, dos obuses
Armstrong y un sinfín de estupores balísticos. El almirante Topete había muerto en el Madrid
de 1885, pero su nave no tenía igual en la maniobra: cortaba vientos de través y macheteaba
mares arboladas, esquivaba arrecifes no señalados en las cartas y se burlaba de borrascas
como veterana que era del Cabo de Hornos, pues dos veces lo vio desvanecerse a popa.
El 3 de agosto de 1887 la Blanca, nerviosa como novia primeriza, fondeaba en Tánger.
Embarque de la embajada, con del Castillo y Lerchundi a su cabeza, somnolientas singladuras hasta Rabat, atraque pronto y espera larga de Hassán I, pues el sultán volvía de una de
sus expediciones perseguidoras de tributos e imposición de castigos a quienes los eludían. El
10 de agosto fue la recepción. Reverencias, retórica discursiva y reconocimiento de una dolida ausencia: faltaba Lerchundi. Rinaldy, segundo intérprete, tomó su lugar. Un catarro mantenía en cama al Padre José. Hassán I, tras constatar con del Castillo que ningún problema
había entre ambos Gobiernos, pidió al embajador que permaneciese en Rabat hasta que
Lerchundi mejorase, pues «quería hablar con él en privado». Del Castillo se guardó para sí su
asombro y mostró lógico acatamiento. Al día siguiente, Lerchundi aparecía. Demacrado pero
resuelto. El misionero y el sultán conversaron durante una hora. Concertaron nueva cita.
El 12 de agosto se produjo el segundo encuentro: dos horas y media de conversación.
Insuficiente para cambiar el mundo, abundante para colmar las deficiencias en el arte de
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
De Rabat a Roma: razones y verdades para que los polos del mundo uno solo
parezcan
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
alquiler mensual, en cuatro años ese inquilino habría pagado las 480 pesetas del coste de la
obra, convirtiéndose en su propietario. La Misión no era ningún banco, sí una caja de ahorros
social con las cuentas claras.
Las viviendas se alquilaron con rapidez. Las obras continuaron, terminándose tres casas más. Treinta y cinco en total. Se decidió esperar antes de seguir. Por penosas causas entrelazadas: los conflictos surgieron con rapidez y violencia. Por añadidura, se necesitaban
31.200 pesetas para construir las restantes 65 casas. Aquellos conflictos no fueron por pareceres opuestos, sino por irrupción de engaños y perversiones: varios inquilinos subarrendaron sus contratos a terceros y estos se comportaron como auténticos canallas, convirtiendo
«sus casas» en antros de prostitución, juegos ilícitos y covachas de borrachos. Cuando los
misioneros les llamaron al orden, surgieron «los altercados e insultos groseros, las calumnias
y muchas veces la amenaza envuelta con juramentos escandalosos». Fue tal el sufrimiento de
Lerchundi que, un día de 1888, a uno de sus más allegados, exasperado, le dijo: «Voy a mandar que sean quemadas». Al final no mandó Lerchundi otra cosa que la Misión se apartase de
aquel remolino de abusos, delitos y ofensas. Y la barriada entera pereció.
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
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convivir entre amigos. Hubo otras dos audiencias, «con más de una hora de duración cada
una», como recordó en el Xauen de 2003 Mohammed Ibn Azzuz Hakim. A la última cita acudió
del Castillo como invitado. Y así pudo enterarse no solo de que el sultán aceptaba, «de muy
buen grado», la proposición que Lerchundi le hiciese para enviar una embajada a Roma, con
el fin de rendir homenaje al papa León XIII con motivo de su jubileo sacerdotal, sino que el
Prefecto de las Misiones formaría parte de esa embajada marroquí con el rango de segundo
embajador. Lerchundi se veía honrado con la representación de Marruecos y Hassán I reasegurado en sus legítimas intenciones defensivas en pro de su patria y pueblo: que León XIII
velase por Marruecos tanto como lo hiciera por España frente a la ambición de Alemania tras
haber tomado posesión, por la fuerza (25.08.1885), la tripulación del cañonero Iltis de la isla
de Yap y, por extensión jurídico-administrativa, de todo el archipiélago de las Carolinas.
Tan grave incidente había exhumado tres verdades enterradas: inexistencia de una
escuadra española digna de tal nombre en el fondeadero de Manila; completo aislamiento
diplomático de España, pues ninguna de las potencias mostró solidaridad alguna hacia el
régimen del agonizante Alfonso XII; desidia vergonzante de los responsables de su Administración, pues al serle solicitado al Archivo de Indias, en Sevilla, que enviase «con urgencia» los
documentos probatorios de los derechos españoles sobre las Carolinas —descubiertas en
1528 por Álvaro de Saavedra y revisitadas en 1686 por Enrique de Lezcano, quien fue el que
recorrió Yap y le puso el nombre de «Carolina» en homenaje a Carlos II, el último Austria—,
tales pruebas tardaron... cuatro meses en llegar a Madrid. Para entonces, España y Alemania
habían llegado a las manos: asaltada la embajada alemana, su escudo y bandera ardieron
hasta consumirse en hoguera jaleada por enrabietada multitud en la Puerta del Sol.
El laudo papal que León XIII decretase el 7 de enero de 1886 salvó a la Regencia alfonsina. De haber sido contrario a España, Alemania se habría apoderado de la Macronesia española —archipiélagos de las Carolinas, Marianas y Palaos— y amenazado las islas Filipinas.
León XIII hizo de acorazado diplomático y juez-torpedero diligente. Y el Archivo Secreto del
Vaticano de escuadra artillada en documentos, mapas y escritos probatorios de esto y aquello. Hassán I lo sabía; Lerchundi más todavía y del Castillo lo suponía. Todo cuanto se dijo —y
aún hoy se dice— de esa propuesta de Lerchundi para que el imperio jerifiano «no desmereciese ante las embajadas que a Roma enviaría el imperio otomano, el sha de Persia y el virrey
de Egipto», fue simple atrezzo. Decorado de excusas para ocultar evidencias: España y Marruecos apuntadas yacían como inmensas propiedades a saquear desde la Conferencia de
Berlín en 1885. Ambos imperios se consideraban manos muertas en Berlín, Londres, París y
Viena. Finalmente lo fueron en el Washington de 1898 por el presidente MacKinley, pero también en el Madrid de 1912, cuando Alfonso XIII debió verse, a sí mismo, como rey de Marruecos.
Subsistía un impedimento: Marruecos no tenía barcos, ni de guerra ni de pasaje. Lerchundi se ofreció al monarca alauí para ver en persona a la reina María Cristina con el fin de
encontrar solución al asunto del transporte. Del Castillo a todo dijo que «sí», pues cosa mejor
a su alcance no estaba. La Regente mostró su conformidad y el ministro de Marina, almirante
Rafael Rodríguez Arias, dictó las órdenes oportunas. Los mandos del crucero Castilla fueron
prevenidos de que, «en unos meses», navegarían hacia Italia con dos banderas en sus mástiles: la española y la marroquí. Las gestiones se llevaron a cabo con estudiado sigilo. Orejas
británicas y francesas al acecho, que unas cuantas había, no se enteraron de nada.
Cuando el Castilla fondeó en Tánger aquel 10 de febrero de 1888, se pensó en otra
embajada más ante el sultán. El 12 de febrero, al saberse que el Castilla zarpaba rumbo a la
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
península italiana y ser reconocidos Mohammed Larbi Torres y Lerchundi al embarcar, quedó
claro para las cancillerías europeas que el embajador in pectore de España ante Hassán I era
Lerchundi y no del Castillo. No hubo desdoro para este, dada su buena amistad con Lerchundi y recibir posible aviso de Moret en el sentido de sea usted paciente y ayude. El 17 de febrero el Castilla recaló ante Civita Vecchia, pero ningún práctico subió a bordo al impedirlo el
temporal reinante. El crucero aproó hacia Nápoles y en su rada fondeó en la mañana del 18.
Surgieron vetos aduaneros por el voluminoso equipaje de los diplomáticos marroquíes, que
Lerchundi resolvió y aprisa, al tren de Roma que sale ya. El 25 de febrero, León XIII recibió a la
delegación hispano-jerifiana. Ante la Curia vaticana, hubo solemnidades y deferencias sin
otro límite que la mesura; cruzáronse discursos y honores; procediéndose al encuentro esperado: conversaciones en las habitaciones privadas del papa; en las que intervino su secretario de Estado, el cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, antiguo nuncio en Madrid. De lo que
León XIII pudo asentir o disentir ante lo que le expusieron Torres y Lerchundi, nada en concreto se sabe. Y en esto el Archivo Secreto del Vaticano tendrá la última palabra.
Se comprobará entonces si la triangulación dialogante entre el Papado, el Majzén alauí
y la Comisaría General de las Misiones, a la que Lerchundi representaba de facto, pretendía
reforzar la debilitada soberanía de España y Marruecos, inermes ambas naciones ante los
acosos imperiales, que cercadas las tenían. De ser así, Joaquín Costa, con su discurso en el
mitin del teatro Alhambra (30.03.1884) y Lerchundi a lo largo de su vida de servicio, entregada
tanto a españoles como marroquíes, hallaron en León XIII el pilar de su proyecto aliancista,
coincidente con los afanes pactistas de Hassán I y Torres. La muerte de los cuatro cubrió de
pésames e inviabilidades fraternas el futuro de las relaciones entre España y Marruecos.
En 1888, Vincenzo Gioacchino Pecci (León XIII) tenía 76 años, Mohammed Torres, 66,
Hassán I, 52 años, los mismos que Lerchundi. Los cuatro eran osados, cultos y estoicos, afirmados en sus creencias, pero como entendidos en diferencias sabían de sus heridas e invalideces. De ahí su empeño por trabajar en comunidad de modos. Los únicos roces que entre
ellos hubo fue el deslizarse de sus ropajes por los mármoles del Vaticano o los terrazos jerifianos de la hospitalidad. Esta embajada de Marruecos ante la Santa Sede, recibida por un
papa romano —León XIII nació en Campocritano, en el Lacio— representada por un intelectual tetuaní y revaluada por un misionero vasco, no ha sido igualada y jamás lo será. Consumada la separación entre lo corporal y espiritual, no así la permanencia de su eticidad, cada
cuerpo se desprendió de su personaje y fue a su nicho de acogida o fúnebre litera provisional:
Hassán I el 7 de junio de 1894 en Uad el-Abid, agreste territorio de Tadla (Atlas Central), desde donde fue llevado a Rabat y allí inhumado; Lerchundi un día de marzo, años después y en
Tánger; León XIII el 20 de julio en la Roma de 1903; Mohammed Torres en día y mes por precisar en el Tetuán de 1910, cuna de su familia y hogar moral de su bienquisto Padre José.
Las cartas de Moret a Lerchundi: peligro vulcanológico
bajo el «Mar de la Tranquilidad»
Meses después de su regreso de Italia, Lerchundi pudo ser enterado, bien por del Castillo o
vía la Comisaría General de las Misiones, en Roma, de inquietante noticia: Eduardo Romea,
que presidía, en París, la Comisión Hispano-Francesa de Límites Territoriales en África, había
fallecido en Quinto al Mare, localidad turística próxima a Génova. La muerte le sobrevino «el
viernes 7 de septiembre a causa de un repentino accidente», tal y como lo anunciase el Archi-
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Los precursores. Ensoñaciones y realidades
100
vo Diplomático y Consular de España en su edición del 16 de septiembre de 1888. Evasiva
forma de relatar unos hechos cuya verdadera naturaleza desconocemos.
Por aquellos días concluían las obras del Hospital Español, que solo pudieron arrancar, en el verano de 1887, gracias a las doce mil pesetas de los fondos misionales, entregadas
por Lerchundi como «préstamo al Gobierno». Hubo lucida inauguración (25.11.1888) y todo
fueron alabanzas. Tres días después, del Castillo hacía llegar a Lerchundi escrito reclamatorio para proceder a la transmisión de la propiedad del flamante hospital al ministerio de
Estado. Lerchundi contestó ese mismo día, 28 de noviembre, diciéndole a su buen amigo que
«ningún inconveniente tenía en cuanto al derecho de patronato y al de propiedad, pero
que en lo referente a las 12.000 pesetas que la Misión empleó para las obras del hospital,
debo manifestarle que esta Misión no ha recibido reintegro alguno del Gobierno». Pasmo en
Tánger y enfado en Madrid; donde algunos creían que las misiones eran sociedades capitalistas que socorrían al manirroto Estado. Y es que todo provenía de un malentendido, redactado adrede.
El 26 de junio de 1887 se firmaba, en Tánger, el documento notarial de la donación de
aquel terreno misional al Estado, comenzándose las obras días después. El 12 de septiembre
de 1888, dos meses antes de la inauguración del hospital, el entonces ministro, marqués de
la Vega de Armijo, firmaba un escrito honorífico, dirigido a Lerchundi, donde se le decía: «Enterado el Rey (Alfonso XIII, que entonces tenía un año y cuatro meses de edad) y en su nombre
la Reina Regente, de los trabajos que se han ejecutado (cuando aún no habían terminado),
construyendo un hospital de nueva planta, cuyo terreno ha sido cedido al Gobierno por esa
Misión, S. M. ha tenido a bien disponer se den las gracias a V. P. por tan generoso donativo y
por su eficaz cooperación en las citadas obras (la cursiva es mía)». Cooperar sí, no regalar
12.000 pesetas, que para una escuela bien servían. Lerchundi, prudente él, nada dijo, doliéndole que doña María Cristina le diera las gracias por cosas prestadas. Y eso que la Regente
disponía de una Lista Civil de seis millones de pesetas anuales. Algún lince de los que habitan
en la reserva de Santa Cruz se dijo: con estas regias gracias por tan buen solar puede que
cuelen esas doce mil graciosas pesetas. Pero no colaron.
Vega de Armijo no tuvo tiempo de disculparse: Sagasta no le renovó su confianza y el 30
de noviembre de 1888 cesaba, sustituyéndole Moret. Y este, al no ser marqués, consideró que
no debía disculpas en nombre de su colega, pero no por ello pagaba. Lerchundi se mantuvo
firme. Tres años. Tan «molesto incidente» se solucionó en 1891 con el pago de lo adeudado.
La correspondencia Moret-Lerchundi ha sido ensalzada, glorificada y sacralizada.
Tanta adjetivación verbal ha provocado el desenfoque de su realidad textual. Extractos de sus
cartas más significativas nos transportan desde la cardiopatía político-militar del sagatismo
paroxístico a la ecuanimidad del pulso misional plantado en tierra de realidades: Marruecos.
Moret se agita entre la ambición, la frustración, la ignorancia y la obsesión; Lerchundi le contiene con su prudencia y sabiduría; pero acosado por el ministro, su cuerpo intervendrá, justificando su oposición a romper aquella paz amenazada, en el invierno de 1894, que pudo
derivar en la Primera Guerra del Lobo, quince años antes de la que al fin vendría (1909).
Moret estaba trastornado con la guerra de África de 1859-60. Y a Lerchundi, por carta
fechada el 27 de febrero de 1887, le confesaba: «Viniendo al fondo de la cuestión, diré a usted
que yo deploro, con toda mi alma, la inercia de España después de la brillante campaña de
Marruecos; hemos perdido el fruto de la sangre y los esfuerzos de los españoles, pero no tanto que no quede aún medio de recobrarlo». Un mes antes (30.01.1887) a Lerchundi le exigía:
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
«Como ya le dije en alguna ocasión, yo necesito (la cursiva es mía) que se abran escuelas en
todas partes donde haya Misión (...) Mogador, Casablanca, Larache, Ceuta (?), son puntos
en los cuales no debe pasar el año sin que quede realizado ese patriótico propósito, pero
además, es necesario ir a Fez...». Esos puntos suspensivos de Moret lo decían todo. Ir a Fez.
Alzar una mezquita para cristianos en la capital de un imperio de musulmanes.
En su respuesta (06.02.1887), Lerchundi rememoraba: «Si al terminar la guerra de
África el Gobierno hubiera apoyado a los Prelados de la Orden, dándoles libertad para fundar tres o cuatro Colegios sin expedientes inútiles, más trabas y cortapisas, hoy día estarían
nuestros misioneros en todas las ciudades de Marruecos. Hemos perdido, lastimosamente,
veintisiete años (...) ¡quién sabe los años que puede durar todavía esta situación! (entre exclamaciones en el original)». Lerchundi venía a decirle a Moret: olvídese, ministro, de ir a Fez.
Fechado en Madrid el 22 de marzo de 1887, Moret hizo llegar a Lerchundi un memorando con ideas a cuál más perturbadora: «1º Establecimiento de casas-misión en (las) Chafarinas, (el Peñón de) Alhucemas, Melilla y los diferentes puertos de la costa atlántica, desde
Tánger al Sus (borde sahárico), enviando una misión a (nuestra) nueva posesión en Río de
Oro (Sáhara Occidental) y estableciendo otra en Fez». Moret seguía en sus trece. De ahí que
trazase lo que, en la práctica, eran sus planes de invasión. Misioneros en las Chafarinas y
Alhucemas, donde solo artilleros y soldados había por redimir; defensores de islotes y peñones donde los franciscanos serían repudiados por los campesinos o comerciantes que acudieran a tales enclaves para mercadear y donde todo desembarco misional posterior en tierra firme tendría garantizado el alzamiento tribal e incluso la muerte de los intrusos. Otras
iniciativas eran: «2ª Etapa. Supresión de la Casa (sic) de Regla y su traslado a Ceuta, donde
se establecerá la Casa de las Misiones de África (...) y, si fuera posible, la creación de un Vicariato de Marruecos. 3ª Desenvolvimiento (sic) de la educación cristiana en Marruecos bajo
todas las formas y aspectos». El memorando Moret era dinamita con mecha puesta.
En su contestación (28.03.1887) a Moret, Lerchundi, con paciencia de santo, le precisaba: «1º Téngase siempre presente que la base de las Misiones se ha de situar en España (...)
2º La jurisdicción de esta Prefectura no se extiende a las Chafarinas y demás fuertes (peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera) que existen entre Tetuán y aquellas islas, sino que
pertenecen al obispado de Málaga. 3º En cuanto a la costa de Río de Oro, opino que desde el
(curso del) río Draa, al Sur (orilla izquierda) no está determinada la jurisdicción. Siendo, pues,
muy delicadas estas cuestiones, es indispensable tratar estos asuntos con la Santa Sede.
4º No comprendo la causa ni el porqué de suprimir el Colegio de Regla (...)». Misionero que da
lecciones de límites jurisdiccionales a un ministro, iletrado en Geografía y además lerdo en
Diplomacia, por cuanto no le importaba arriesgar conflictos con terceros (Francia e Inglaterra), aparte de irritar al Marruecos de Hassán I. Ni una sola de las ideas de Moret vio la luz.
Destructivas en sí mismas, todas fenecieron antes de surgir como cadena de volcanes submarinos, que hubiesen vaporizado el Mar de la Tranquilidad hispano-marroquí.
Siguió un paréntesis de cinco años, en los que Lerchundi logró completar o iniciar
obras fundamentales para su ideario: instalación de la Imprenta Hispano-Arábiga en Tánger
en cuanto se recibieron (07.12.1887) los tipos de imprenta donados por el II marqués de Comillas (Claudio López Bru), procediéndose a editar (en 1888) la segunda edición de su Gramática y la primera (en 1890) de su inédito Vocabulario; reglamentación (01.11.1887) de la
Asociación de Señoras de María Inmaculada, cuya Junta de Gobierno tuvo lugar en Madrid
(21.06.1889), conjunción de místicas voluntades y opulencias donantes, en las que sobresa-
101
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
lieron los marqueses de Comillas, el citado López Bru y su esposa, María Fernández de Gayón
y Barrié; comienzo de las obras (18.12.1889) de la casa-misión en Casablanca, inaugurada
el 2 de febrero de 1891 tras caótica suspensión de los trabajos por no enviar el ministerio el
dinero comprometido; complicaciones multiplicadas en la casa-misión de Safi, alquilada a un
comerciante judío, con laberinto de extorsiones del que solo pudo salirse gracias al P. José
Rodríguez, el cual obtuvo de «Míster Russin, un católico inglés», que adelantase las 24.850
pesetas que costaba un solar, pero al faltar quince mil pesetas para la obra, Lerchundi le pidió el total a Moret, y este, consciente de que el pagador era británico y encima no protestante, siendo guipuzcoano el reclamante, tan diligente se mostró que esas cuarenta mil pesetas
llegaron en una semana y así pudo Lerchundi «dar las más expresivas gracias» (20.06.1892)
al ministro, inaugurándose tal suma de esfuerzos y préstamos el 9 de marzo de 1893.
Vino luego coherente alianza fundacional con el doctor Manuel Tolosa-Latour, quien
abatido se sentía al no encontrar ni dinero ni emplazamiento idóneo para construir su mejor
afán: un sanatorio destinado a niños escrofulosos (afectados por la tuberculosis y el raquitismo). Conmovido Lerchundi por las angustias de su buen amigo, le ofreció, gratuitamente, los
terrenos que la Misión poseía en Chipiona y, además, escribir carta rogatoria (02.09.1892) a
la Regente, quien se portó como debía, al recibir en audiencia al propio Tolosa-Latour y donar
diez mil pesetas, con lo que se pudieron iniciar las obras (12.10.1892). Pese a ello, necesitándose más dinero, se le ocurrió a Lerchundi constituir «Juntas» (provinciales) para tal fin, cuya
presidencia rogaba a la reina aceptase, como así hizo, de donde resultó carta de gratitud de
Lerchundi a doña María Cristina, en la cual exponía un argumento ciertamente soñado: «No
esperábamos menos, Señora, de los cristianos y caritativos sentimientos de V. M., pues los
españoles estamos acostumbrados a ver a nuestras Reinas al frente de todas las instituciones
benéficas (la cursiva es mía)». Lerchundi fechó esta carta en Chipiona, el 22 de agosto de
1893. Faltaban cuarenta días justos para que empezase la guerra de Melilla.
«La paz empujada» (1894) o cómo no caer en el abismo de otra guerra
«gracias a Dios»
La bien llamada guerra de Margallo, por el comandante general de Melilla, Juan García Margallo (n. en 1839), es indicador fehaciente del personalismo que guió al suceso —violación del
cementerio de Sidi Aguariach—, incrementado por la cabezonada de Margallo en mantener
unas obras de fortificación en terreno dos veces sagrado para los musulmanes: por ser camposanto y existir allí venerado morabito, el del propio santón, que da nombre al lugar. Los rifeños, al igual que los anyeríes en 1859, arrasaron esas torpes obras (29.09.1893), abrieron
trincheras y pusieron cerco a Melilla. Margallo agravó el error con su obtuso entendimiento de
la situación táctica, encerrándose en el fuerte de Cabrerizas Altas, donde en alocada salida
fue alcanzado por tres pacazos, el 27 de octubre, que le causaron la muerte. A partir de ahí,
pánico gubernamental; emoción patriótico-popular; absoluta improvisación logística; completa descoordinación diplomática y militar. Y como piloto del caos originado, el ministro Moret.
Lerchundi, al enterarse de lo sucedido, se ofreció para mediar ante Hassán I, única
autoridad capaz de contener a las tribus del Rif. Que Moret no se había enterado de lo que
sucedía en Melilla se demuestra en el primer párrafo de su carta a Lerchundi, fechada en Madrid el mismo 27 de octubre, día en el que Margallo murió por sí mismo; esto es, por no ser
precavido primero y buen táctico después: «Como habrá usted visto, todas las esperanzas de
102
Morabito
Del árabe murabīt, ermitaño o
religioso profeso en una rábida,
construcción eremítica enclavada en
un lugar despoblado, pero también
en la divisoria entre los reinos
musulmanes o de estos frente a los
cristianos. Su plural, murabītun,
advierte de su relevancia: hombres
santos por sí mismos o cofrades a la
vez que seguidores y defensores de
un anciano santón. La violación de
estos santuarios se consideraba un
sacrilegio intolerable y podía ser
causa de guerra. Ejemplo inequívoco
fue la infame profanación del
cementerio de Sidi Aguariach
(periferia de Melilla) por tropas
españolas, que obedecieron las
órdenes de unos mandos insensibles
a semejante violación, pero también
despreciativos de sus
consecuencias: fulminante réplica
rifeña, cerco a la plaza y muerte de
su gobernador, Juan García
Margallo (3-28 de octubre de 1893).
Así empezó la Guerra de Melilla,
concluida en abril de 1894 (Tratado
de Marrakech), gracias a la
sapiencia y templanza del general
Arsenio Martínez Campos.
Rif
Proviene del término er-Rif (borde o
frontera). Esta definición se ajusta, a la
perfección, con la complejidad de los
accidentes, tanto orográficos como
sociopolíticos, que definen a los
territorios del Rif: una línea de costa tan
abrupta como escarpada, con raros
espacios accesibles que, de oeste a este,
son: Punta de Pescadores, luego Puerto
Capaz (la actual El Jebha); Cala Iris y la
playa de Torres de Alkála; el Peñón de
Vélez y la ensenada de Bades; la gran
bahía de Alhucemas con sus playas de
La Cebadilla, Sfíhia y Suani; Melilla y su
restinga hasta los pozos de Aograr.
El interior es montuoso y
compartimentado en extremo. El bloque
de serranías y montañas alcanza su
cima en el Yebel (monte) Tidiquin (2.448
metros) no lejos de Ketama (Rif
Occidental). El nivel edafológico (riqueza
de los suelos) es pobre. El curso de los
ríos suele pasar de lo torrencial a lo
desvanecido en cuanto el largo estiaje
impone su rigor de mayo a octubre. El
territorio integra cubetas semidesérticas
como las de Annual y Bu Bekker, con
páramos desolados como el Garet o
desiertos rotundos, caso del temido
Guerruao. Su límite hacia el este es
Kelaia o Rif Oriental, cuya aridez se ve
aminorada por el Muluya y la influencia
próxima del Mediterráneo, que atempera
sus temperaturas. Hacia el sur, sus
fronteras naturales son fluviales: el
Uarga, con sus fértiles riberas, y el
caudaloso Sebú. Ni uno ni otro fueron
respetados por la Francia de Poincaré en
sus acuerdos con la España de
Alfonso XIII. Es territorio de poblamiento
bereber, definido por su carácter: austero
y audaz, independiente y resistente.
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
poder desarrollar en paz (¡!) las fortificaciones de Melilla se han venido a tierra. No ya en el
fuerte de Sidi Aguariach (que ni cimientos tenía), sino en las trincheras que habían de facilitar
su construcción». Moret no tiene ni idea de la realidad existente y se contradice, pues da por
edificado un bastión sin construir. A partir de ahí ya intuía Lerchundi el desastre en puertas.
Moret desvelaba la angustia que padecía el Gobierno al que pertenecía: «No desespero aún de que la lucha se localice y de que, gracias a los esfuerzos de Torres, se pueda evitar
que las tribus más importantes y menos inmediatas (sic) a Melilla tomen parte en el combate
(la cursiva es mía)». El ejército español se enfrentaba a la rebelión de las seis cabilas próximas a Melilla —los Beni Bu Gafar, Beni Bu Ifrur, Beni Sicar, Beni Sidel, Mazuza y Ulad Settut—,
no a «un combate». Si esas tribus «menos inmediatas», que eran doce —entre ellas Beni Bu
Yahi, Beni Said, Beni Urriaguel, Bocoya, Gueznaya y Tensaman, las más aguerridas y habitadas—, se unían a las seis primeras, Melilla caería, dado que apenas habían llegado refuerzos
y la guarnición afrontaría los golpes de veinte mil guerreros. Moret seguía en su limbo particular y pedía: «Si al mismo tiempo pueden salir los franciscanos y su criado (sic) para el
hospital de Melilla, llegarán muy oportunamente». Envió Lerchundi a los PP. Julián Alcorta y
Rafael Pérez, a los que se unió el hermano lego Lino Dulanto. El 30 de octubre, Moret informaba a Lerchundi de su llegada: «Ellos (los frailes) están allí para cuidar de los enfermos, pero
por medio del criado rifeño o por todos los medios a su alcance (?) y por supuesto con Emilio
Rey (intérprete del general Macías), procurarán relacionarse con las gentes de fuera (¡!)».
Cuesta creer que un ministro de Estado pueda decir tantas sandeces en cuatro líneas
y de una guerra a mil km de su despacho. Con las gentes de fuera, los jefes de las tribus, el
único que debía hablar era Mohammed Torres y quien podía darle órdenes, Hassán I. En esta
carta, Moret, en frívolo estilo tontamente novelesco, a Lerchundi le narraba: «El sultán se acerca, vamos a entrar en contacto con él y los primeros momentos son preciosos (¡!). El Ministro
(de la Guerra, general López Domínguez) me habla de enviarle una persona de confianza que
esté a su lado. Yo no tengo más que una: usted. ¿Podrá Vd. y cree que debería ir?». Lerchundi,
en su santificada paciencia, se hizo cruces de que en España hubiera ministros así.
Terminándose 1893, el sangriento empate militar en el Rif era tan evidente como el
fracaso diplomático. Ni los españoles tenían fuerzas para conquistar el Gurugú, ni las tribus
«menos inmediatas» a Melilla se sumaban a las que mantenían la plaza bajo asedio; ni Hassán I se acercaba de puntillas a Moret. Sagasta se atrevió a designar (18.12.1893) un embajador general, que poseía reconocidos entorchados al efecto: Arsenio Martínez Campos.
Moret tardó en reaccionar. Pero nada más enterarse de que Martínez Campos estaba decidido a entrevistarse con Hassán I, Moret escribió (11.01.1894) a Lerchundi para comunicarle: «Respecto al fondo (sic) de la embajada, el General en Jefe, que tiene grandísimo empeño en que Vd. vaya, le dirá todo lo necesario, tanto más que usted, por consejo mío, ha de
ser el único que le acompañe en las visitas que haga al Sultán». Lo peor estaba por leer. El
párrafo siguiente exponía la dimensión del engaño en el que Moret persistía, sin darse cuenta de que así destruía la paz entre España y Marruecos y desmontaba la obra misional de
Lerchundi:
«Espero que el Sultán recordará la gran amistad que siempre le ha tenido y que con solo
ver a Vd. al lado del General, comprenderá, mejor que con discursos, las intenciones que lleva.
Muchísimo le agradezco que aceptase, porque mucho espero de su sabiduría y patriotismo.»
Lerchundi nada había aceptado. Se había limitado a proponer su mediación, no la
decapitación de todo su hacer evangelizador y pacificador. Moret quería utilizarlo como
103
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
cuña extorsionante ante Hassán I. Necio Moret, incapaz de comprender que dos leales amigos no pueden discutir sobre indemnizaciones causadas por terceros, hallándose en juego
no ya la paz entre naciones vecinas y la estabilidad de sus monarquías, ni siquiera la propagación de la concordia verificable entre sus respectivas religiones, sino la independencia y
soberanía de España y Marruecos. Ambos países se cortarían el uno al otro sus desprotegidas yugulares, desangrándose en una guerra tan fratricida como internacionalizada, porque los buitres imperiales acudirían al festín para devorar sus restos nacionales. De ir a
Marrakech —adonde Martínez Campos emprendía viaje—, él habría tenido que oponerse,
sabedor de que esa suma arruinaría a Marruecos por segunda vez en treinta y cuatro años.
Y dimitir como prefecto de las Misiones. Segunda deportación y además considerado «traidor a la patria».
Una sola opción tenía Lerchundi: perder la poca salud que sentía o mantenerse tal
cual estaba, sombra temblante en sí. No podía fingir ni mentir. Tal falsedad sería fácilmente descubierta —la Misión no era un convento de clausura— y él jamás engañó a nadie, así
fuesen cretinos, déspotas o ineptos. De ahí que, en su desesperarse por aquellos días de
enero de 1894, pudo recurrir a su constante valedor, con oración subsumida en ruego similar a éste: Señor, haz que no me ponga bueno para que no pueda ser testigo de cómo
muere la paz.
En viaje Martínez Campos hacia Marrakech, adonde llegó el 29 de enero, al día siguiente, un crispado Moret escribía a Lerchundi, recriminándole: «No me conforma la idea de
que Vd. esté en Tánger cuando hay una embajada española en Marruecos y temo siempre
que esto tenga sus consecuencias desagradables». Moret adoptaba los amenazantes modos
del extinto Romea. Lerchundi supo así lo cerca que estuvo de esa segunda deportación presentida. La paz tardó en llegar (05.03.1894), previa rebaja en la indemnización: los cinco millones de duros quedaron en cuatro (veinte millones de pesetas). Aun así, Marruecos bordeaba la bancarrota, negándose el sultán Abdelaziz a pagar la totalidad de la deuda de su
difunto padre Hassán I. Marruecos solo había pagado 798.021 duros, lo cual suponía el 66%
del primer plazo —un millón doscientos mil— de lo adeudado, faltándole por abonar los
401.979 duros que completaban ese plazo, más dos millones ochocientos mil duros.
Casi exánimes las relaciones hispano-marroquíes, el embajador Brisha llegó a Madrid
el 27 de enero de 1895 para negociar esa deuda. Recepción en Palacio y buenas palabras
por ambas partes. El 30 de enero, al bajar Brisha por las escaleras del Rusia —hotel en la
Puerta del Sol—, fue abordado por un airado ciudadano, quien se enfrentó al diplomático
espetándole: «¡Yo soy Margallo!», disparate culminado con tremenda bofetada. El agresor
era Miguel Fuentes y Sanchiz, brigadier en la Reserva, del que se dijo: «está loco». Ciertamente. Un descompuesto Brisha —que «sangraba por la nariz», según La Vanguardia en su edición del 1 de marzo— advirtió a Sagasta que se iba ese mismo día y ya se vería qué pasaba
en Melilla. Se alarmó el Gobierno y se dolió la Regente ante Brisha: sus disculpas lograron que
el embajador no se fuera de Madrid. Brisha, vistas las caras de culpa en la delegación española, negoció a la baja la deuda exigida con tal acierto, que los dos millones ochocientos mil
duros quedaron en su mitad. Esa merma, un millón cuatrocientos mil duros (siete millones de
pesetas) fue el coste de aquella bofetada, zarzuelero final para una guerra que nunca debió
ser proclamada y menos tan perseverada. Firmada la rebaja, Brisha se permitió un gesto: dar
orden de pago de esos 401.979 duros que faltaban del primer plazo. Y los españoles, a su vez
aliviados, le dieron sus más expresivas gracias.
104
Cabila
Del árabe qabīla, tribu de gentes
bereberes. Por una Real Orden del
27 de febrero de 1913 la cabila pasó
a convertirse en la célula políticoadministrativa básica del ámbito del
Protectorado español. Cada una de
las cabilas era gobernada por un
caíd (jefe designado, pero en sentido
de régulo o caudillo) al frente de su
comunidad en los planos social,
político y militar, aunque no siempre
coincidieran en su persona. Toda
cabila se apoyaba en la credibilidad
de sus chiuj (jefes), plural de cheij,
personaje notable por su linaje, su
autoridad moral y religiosa o su
prestigio alcanzado como guerrero.
Extensible a los poblamientos
tribales en Argelia, Túnez, Libia, Ifni y
el Sáhara (Central y Occidental). Su
vigor cultural es tal que predomina
en Malí, Mauritania y Níger. En estos
países, la capacidad de penetración
de la lengua amazigh, en sus
diversas variantes, viene
determinada por la movilidad de los
pueblos bereberes nómadas por
excelencia, los tuareg u hombres
azules (por el color de sus ropajes),
predominantes entre los beni
bamaraníes (Ifni) y el gran tronco
social de los saharauis.
Bajá
Proviene del árabe bāšā, a su vez
derivado del turco pāšā, muy
influenciado este por el persa
pādišāh, que es la raíz primigenia.
En el imperio otomano se
identificaba con quien asumía las
funciones de gobernador y, en
consecuencia, gozaba de amplios
poderes militares y políticos. En el
contexto administrativo del
Protectorado español quedó limitado
a la regiduría de las ciudades. En la
práctica, los bajás eran alcaldes.
Famosos fueron la mayoría de los
que rigieron Tetuán, capital del
Protectorado.
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
En marzo de 1895, invariable el número de pobres absolutos en Tánger, que estimamos en
torno a unos 85 indigentes en base a las raciones gratuitas (31.150) distribuidas ese mismo
año, Lerchundi se sintió aliviado en su ansiedad humanitaria. Como de costumbre en él,
todo proyecto loable necesitaba ser auxiliado antes y después de nacer: de ahí su fundación de la «Asociación Damas de la Caridad», que no mostraron remilgos en poner dineros.
La comida había que pagarla: diez mil trescientas veintiséis pesetas fue el coste, en alimentos, del primer año de servicio del Comedor de la Caridad. A 0,28 céntimos salía cada ración. Salvar una vida en modo alguno era costoso. Ciento veinte años después, tampoco lo
es. En 1896, las raciones aumentaron hasta las 37.045 —el número de pobres había aumentado (entre 100 y 102 indigentes)—, pero el coste fue bastante inferior: siete mil veinte pesetas. A 0,18 céntimos la ración de supervivencia. Conociendo el carácter vigilante hacia lo
asistencial en la Misión, tal diferencia solo puede explicarse porque los precios de los alimentos bajaron o (lo más probable) algunos almacenistas donaron sus pedidos, encargados por los subordinados de Lerchundi. Hoy un menos resistir, mañana otra pérdida más que
sumar, su vida se extinguía.
Lerchundi sobrevivía en la pobreza radical en mobiliario y vestuario: no tenía habitación, sino celda. Un lugar para rezar, leer, pensar y escribir. Por orden de prioridades. La cama
servía como escritorio auxiliar: documentos en hileras, clasificados por urgencias a responder y legajos por consultar. En un rincón, la mesita afín: espacio justo para unas cuartillas y
apoyar los brazos. Enfrente, la silla. Cuatro patas y un asiento. En un ángulo, el armario, estrecho y medio vacío: un hábito de quita y pon, dos camisas, dos mudas, dos sábanas, una
colcha, una manta y otro par de sandalias. Todo en unidades. Cuando recibía en su celda
algún invitado, fuese diplomático, agregado militar, visitador de las Misiones o delegado del
bajá (gobernador) de Tánger, Lerchundi apartaba mazos de papeles y en el catre lo sentaba.
Él mismo cambiaba la ropa de su cama y limpiaba su cuarto. Luego cumplía horarios y ritos. El empeño por no faltar a sus obligaciones como Superior de las Misiones le llevó a tal
autoexigencia, que la narración del proceso —que debemos, como tantas cosas, a las investigaciones de fray José María López— prueba el rigor que Lerchundi impuso a su cuerpo.
Después de almorzar, atender tardías visitas —entre la una y dos de la tarde— y pasear después de la comida, Lerchundi se retiraba a su celda para dormir un poco. Como al
cansancio le había vuelto la espalda, Lerchundi no dormía, sino que caía rendido de sueño.
Era un morir más que un dormir. En esa muerte figurada se le pasaba la hora de acudir al coro
antes del rezo de Vísperas (oraciones de anochecida). Lerchundi regañaba a diestro y siniestro por no haberle despertado. Invariable su agotamiento y él sin energías de relevo, su reponerse al limbo se fue. Ningún fraile se atrevió a perturbar el descanso del prefecto. Lerchundi
optó por una táctica militar: hacer como que se dirigía a un sitio (su celda) y tomar camino
diferente: las escaleras que llevaban al coro. Llegado allí, cualquier peldaño le servía. Se tumbaba y al momento el cansancio le vencía. Su intención: confiar en que, al pasar sobre su
cuerpo los franciscanos, el roce de sus hábitos le despertase. Hubo un primer día. Y Lerchundi dio un susto de muerte a su comunidad. Dado que seguía durmiéndose en lugar tan inapropiado y nadie le despertaba, Lerchundi, obstinado, insistió. Los demás religiosos «compadecidos de su necesidad (de reposo), pasaban cuidadosamente por encima de él, siendo tan
profundo su sueño que, aún después de terminar el rezo del oficio divino, le encontraban
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Culmen de la humildad: dormir en un peldaño de escalera sin duda al Cielo lleva
105
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
dormido». Lerchundi intuyó que ahorraba fuerzas al acortar su camino hacia la luz máxima.
Un peldaño hoy y otro mañana escalera hacen que al Cielo sin pausa lleva.
La muerte le llegó en dos tiempos. Con cuatro horas de diferencia. Un 7 de marzo, en
compañía de otro fraile, inició un paseo después de comer. Indispuesto, se retiró a descansar.
A las siete y media, puntual esta vez, Lerchundi fue al coro y se confesó. Sosegado y de rodillas, se puso a rezar. Largo rato permaneció así. De repente, pierde el sentido y cae al suelo.
Conmoción general. Se lo llevan y avisan al doctor Cenarro, que acude al instante. Auscultación, constatación de síntomas —entre estos, la pérdida del habla— y diagnóstico sin solución: derrame cerebral. Le es administrada la extremaunción. A las doce y cuarto de la noche
Lerchundi fallece sin recuperar su consciencia. Era el domingo 8 de marzo de 1896.
Lerchundi se fue de este mundo sin padecer íntimo sufrimiento: Paula Lerchundi fallecía, en San Sebastián, el 1 de diciembre siguiente. Paulina tenía 79 años. Nacida en Orio —el
10 de junio de 1817—, murió «soltera» en su domicilio donostiarra, el segundo piso del número 19 de la calle Pulluelo, perteneciente a la parroquia de San Francisco. Su óbito fue por
«muerte natural», aunque el certificado de defunción precisa: «derrame cerebral». Ahijado y
madrina murieron de la misma causa. Dos testigos hubo en la inhumación de Paulina y ninguno era un Lerchundi. Soledades que, de saberlas, mucho daño habrían hecho a su querido
«Josechu».
El entierro del Padre Lerchundi en Tánger colapsó a la capital diplomática de Marruecos: cerraron todos los establecimientos regentados por cristianos y hebreos y bastantes de
los musulmanes; a la misa de corpore insepulto acudió el Cuerpo Diplomático en pleno y «de
riguroso luto», las cintas de su ataúd las llevaban los representantes de Bélgica, Francia, Inglaterra y Portugal, «a los que seguían, en calidad de dolientes, el nuevo ministro plenipotenciario de España (Emilio de Ojeda) y el P. José María Rodríguez; seguidos de uno de los jefes
de la Misión Protestante, los representantes de la comunidad israelita y numeroso acompañamiento, que se calcula en unas cuatro mil personas». A la comitiva antecedía «la Compañía de Tiradores del Rif». Hasta aquí la síntesis de la crónica de El Día en su edición del 10 de
marzo. Pero nada más ser enterrado el célebre misionero, sobrevino lo compulsivo y desmedido, que recogió El Eco Mauritano: «Cuando su cadáver fue descendido a la fosa, la multitud
se apoderó de las flores, coronas y cintas como recuerdo». En vida, Lerchundi fue coherencia,
pundonor y consecuencia. Un mito consagrado por sus hechos. Una vez muerto, el mito dejó
paso a lo profético, su posibilismo adyacente y la concluyente prueba de fe. A su sepulcro se
iba en súplica de gracia con propósito de enmienda. Un rogar a cambio de un prometer. Al ser
tres los bloques suplicantes —cristianos, musulmanes y judíos—, siempre había un afortunado. Lerchundi, por todo cuanto concedía, como palabra de Dios se le tenía.
El legado de Lerchundi: guía que conduce a quienes de buena fe caminan
106
Lerchundi socorrió a personas y políticas, abrazó a menesterosos y auxilió a leprosos, curó a
enfermos o lisiados, saludó a reyes y reinas sin necesidad de besar sus reales pies excepto en
fórmulas epistolares, mantenedor él de su independencia de criterio y combativa objetividad.
Fue corrector de funestos equívocos, tanto en españoles como marroquíes; consejero reclamado y respetado por sistemas unipersonales —la Regencia de María Cristina de Habsburgo, el reformismo audaz del sultán Hassán I—, escalador de murallas construidas con el granito de las ideas bajo los cielos de seculares hostilidades —el Islam y la Cristiandad, el
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Papado y el Califato—, a los que conquistó con su palabra y llaneza, su erudición y descriptivas metáforas, reforzadas por su mirar de inusual intensidad. Todo esto sin apartarse de lo
prioritario: proteger al desvalido, amparar a las familias, cuidar de la infancia, escolarizar y
entusiasmar a la juventud, compartir docencia con científicos e intelectuales, fuesen civiles o
militares; aconsejar con lealtad al gobernante, intermediar entre el altivo y el humilde; sanar
cuerpos, mentes y actitudes; repudiar a cínicos, ególatras, melifluos y pusilánimes; expulsar
a embusteros, mercaderes, vendidos a terceros y usureros; reorientar creencias y hasta pensamientos. Lerchundi perseveró y penó en estos afanes, consciente de lo limitado de su temporalidad, marcada por sobrecarga de extenuaciones. Nunca se sintió próximo a morir. Se limitó a convivir con tan humana limitación. Y así pudo llegar al final de ese camino de fe y
fortaleza, que un día de 1853 emprendiera en el guipuzcoano santuario de Aránzazu, al cual
refrendó en tierras conquenses, misionales estas, donde cantase su primera misa en 1859.
Si Tetuán supuso para Lerchundi una revelación posesiva, nunca obsesiva, Tánger representó el desbordamiento de su magnitud creadora. De Tetuán, a la que él sintiera como
nueva Jerusalén (Palestina) sin necesidad de ser libertada, desembocó en Tánger, vigorosa
Bizancio de Occidente, prisma de la fe y faro de la paz para las religiones al ser luz común a
todas ellas desde su actitud y palabra, provenientes del poder de su mente y la amplitud
fraternal de su abrazo sin desmayo. Lerchundi mantuvo su labor asistencial y humanitaria
hasta que sus fuerzas se extinguieron al sobrevenir su postrer desvanecimiento. Al fallecer,
nadie, ni siquiera los que no llegaron a conocerle, dudaba de la vigencia de su mecenazgo
ético y social. En bien de Marruecos y en representación de lo mejor de España. Ese carácter
audaz, bravo, honesto y comprometido de una Euskadi abanderada en sus principios, alerta
frente a las dudas de tantos y donante de sus mayores bienes: la dignidad, el coraje y el esfuerzo, la generosidad y la solidaridad. Ese es el legado de Lerchundi. Cumplió 34 años de
misión en Marruecos, incluidos los dos de su destierro en España, pues no por más deportado
en su propia patria dejó de ser menos universal en su bífida conciencia, hispana y marroquí.
Marruecos fue el país y el pueblo a los que enamoró y de los que, enamorado él a su vez,
compartió en vida ese renacer de su personalidad hasta morir abrazado a tan destelleantes
signos. Cuando falleció, aquel 8 de marzo, se cumplían quince días —1896 fue año bisiesto— de su sexagésimo cumpleaños. Lerchundi hoy pervive: en sus ejemplos, obras y sacrificios. Lejos de nosotros en lo tangible, a todo aquel que labore en pro de la concordia de España con Marruecos o en el acercamiento entre las dos mayores religiones monoteístas,
Lerchundi le acompaña y guiará. Así lo presiente y sostiene quien esto ha escrito y sentido.
J. P. D. 3.05-30.12.2014
107
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi
Agradecimientos
108
En primer lugar a Julián MartínezSimancas Sánchez, sin cuya
perseverancia y patronazgo este
historiador no hubiese podido
completar los ocho meses de
investigación y redacción que esta
biografía descubridora,
revolucionaria en algunos aspectos,
ha requerido. E idéntica gratitud
mantengo hacia José Manuel
Guerrero Acosta, teniente coronel de
Ingenieros, coordinador de este
conjunto de elaboradas biografías, a
las que él ha sumado su lucidez y
tesón para compaginar tamaños y
exigencias de espacio y así lograr
volúmenes manejables.
En segundo lugar, a José Ángel
Carro Muxika, director del archivo
diocesano de Guipúzcoa, en
Donostia. Y a María del Carmen, la
persona que, día tras día, atendiera
mis consultas —sin argüir legítima
protesta por su parte— en relación a
las partidas de bautismo y
defunción de los Lerchundi. Muy a lo
lerchundi —donante, responsable y
perseverante—, ha sido la conducta
de mujer tan entusiasta con su labor
como competente en su diaria
eficacia. Y los que junto a ella
laboran en un equipo de primera,
reunido por el señor Carro Muxika,
quien tiene el privilegio de dirigirles.
No me olvido del obispo, monseñor
José Ignacio Munilla, el cual
contento y tranquilo puede estar de
tener servidores de tal categoría,
que honran a la Iglesia y al pueblo
vasco. En las fuentes, el archivo
diocesano de Donostia es manantial
(fuente) en sí mismo. Con los
nombres, los apellidos y unos
determinados años todo historiador
comprometido con su labor puede
reconstruir la historia de un tiempo
no perdido a través de las familias y
personas, que es lo que a mí, en
particular, me conmueve, enardece y
reconforta. La familia, he ahí la
patria.
Como fuente principal, la muy
buscada y al fin hallada El P. José
Lerchundi. Biografía documentada,
obra de fray José María López, uno
de nuestros misioneros franciscanos
en Marruecos, editada en el Madrid
de 1927 en la Imprenta Clásica
Española. Pude localizarla y
adquirirla en la librería Epopeya,
centro de la anticuaria bibliográfica
de Zaragoza. Estudio repleto de
documentos en los que es fácil
perderse —no pocos hay en latín—
y hasta desanimarse por
lo prolijo del temario y lo
desacompasado de su estructura,
que va más atrás que adelante. El P.
López trabajó como un poseso, en
los archivos misionales, durante los
años Veinte, y el resultado,
abstracción hecha de su prosa
florida y laudatoria, propia de su
época, es magnífico. Su trabajo es
hoy fuente que mana de continuo,
innegable mérito suyo.
lingüista y profesor Fernando
Valderrama Martínez, ensayo
publicado en 1997 como separata
del Boletín de la Asociación Española
de Orientalistas, siendo del año
1933, la cual puede adquirirse en la
reedición disponible en la Biblioteca
Islámica Félix María Pareja, en
Madrid.
disculpables por el meritorio empeño
de sus redactores.
Padre José Lerchundi (1836-1896),
OFM, por autores no bien
identificados, que incorporan una
selección de los textos de otros: Q.
Aldea, Onofre Núñez, Antonio
Peteiro, I. Vázquez. Es un compendio
bien estructurado y tan instructivo
como sugerente. Arrastra algunos
errores en fechas y protagonistas,
Archivo Diplomático y Consular de
España. Revista Internacional,
Política, Literaria y de Intereses
Materiales, edición de Madrid
(nº 234), 16 de septiembre de 1888.
Bibliografía
En la bibliografía tres estudios, todos
ellos en Internet, que, por orden de
méritos, son:
Un caso insólito en la historia de las
relaciones entre el Islam y el
Cristianismo: un Amir-al Muminin
que tuvo relaciones afectuosas con
un obispo católico; claseconferencia magistral impartida en
Xauen, el 7 de agosto de 2003, por el
(fallecido) historiador y eminente
hispanista Mohammed Ibn Azzuz
Hakim durante el ciclo de ponencias
sobre la civilización islámica.
Un franciscano, arabista y
diplomático: el Padre Lerchundi,
obra del que fuese renombrado
En los medios periodísticos de la
época, las siguientes publicaciones:
La Correspondencia de España,
ediciones en Madrid, octubre de
1869.
La Vanguardia, ediciones en
Barcelona, febrero de 1882 y febrero
de 1895.
Nieto Rosado, Juan
San Roque, Cádiz, 1854 - Arcila, Marruecos, 1925
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Juan Nieto Rosado es considerado como el primer maestro español enviado por Madrid a
Marruecos. Nació en San Roque, provincia de Cádiz, en 1854. Trabajó como maestro en Málaga y en Madrid, donde recibió en 1909 su nombramiento de maestro, por real orden del
Ministerio de Instrucción Pública, en la escuela que se acababa de crear en Larache. En su
inauguración estuvieron presentes el cónsul español, Juan Zugasti, y numerosos marroquíes
que colaboraban con los españoles. La inauguración de la escuela coincidió con los momentos previos al establecimiento del Protectorado en una ciudad que era bien conocida por los
españoles, si bien no fue hasta 1911 cuando las tropas españolas controlaron la ciudad. La
escuela comenzó con una matrícula aproximada de setenta alumnos, según señala la prensa
de la época, entre los cuales se contaba un elevado número de estudiantes hebreos. Dolores
Galán Silva, esposa de Juan Nieto, también era maestra. En 1909 la pareja emprendía un
nuevo proyecto vital y laboral en un Marruecos en transformación.
En una carta remitida por el maestro español al cónsul de Larache, tan solo unos meses
después de su llegada, señalaba la escasez de alumnos de la escuela, a la que asistían regularmente once alumnos en sesión diurna y quince en sesión nocturna. La indicación realizada
por Nieto señalaba el papel ejercido por la escuela de comienzos del siglo XX, centrada en la
formación de la población infantil y de adultos que tras finalizar su jornada laboral acudían
hasta la escuela para aprender a leer, a escribir y algunos rudimentos matemáticos que les
posibilitasen mejorar su vida laboral en el Marruecos colonial que se estaba perfilando.
La falta de matrícula de estudiantes influyó en la decisión de la representación española en Tánger de cerrar la escuela a finales de 1910, siendo Juan Nieto y Dolores Galán
trasladados a Arcila, donde España había decidido abrir un nuevo centro. El trabajo realizado por el matrimonio fue reconocido día a día por sus estudiantes y por las instituciones españolas, que en 1916 les concedieron la Medalla de África. En 1917 comenzaron las obras de
un nuevo edificio construido ex profeso como centro educativo. La labor realizada por ambos
en Arcila fue interrumpida por el fallecimiento de Nieto en 1925. Hasta entonces el matrimonio había dirigido una escuela que posteriormente recibió el nombre de Grupo Escolar Juan
Nieto, recordando así el nombre del primer director de un centro en cuyos bancos estudiaron
alumnos españoles y hebreos, a la vez que constituía un homenaje a aquellos maestros y
maestras españoles que se habían trasladado a Marruecos en los momentos previos a la
instauración del Protectorado.
Juan Nieto Rosado
Maestro.
I. G. G.
109
Bibliografía
Gómez Barceló, J. L., «El sanroqueño
Juan Nieto, pionero de la educación
en Marruecos», Revista de Estudios
Sanroqueños, n.º 1-2, 2009-2010,
pp. 125-134.
Valderrama Martínez, F., Historia de
la acción cultural de España en
Marruecos 1912-1956, Tetuán,
Editora Marroquí, 1956.
— Temas de educación y cultura en
Marruecos, Tetuán, Editora Marroquí,
1954.
Ovilo Canales, Felipe
Segovia, 1850 - Madrid, 1909
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Felipe Ovilo Canales
Teniente coronel médico, fundador y director de la Escuela de Medicina instalada en el
Hospital Español de Tánger; impulsor de la medicina española en el Marruecos
preprotectoral, pero también de las relaciones diplomáticas entre ambos países, dada su
gran amistad con el Padre Lerchundi y el sincero afecto que a los dos profesaba el sultán
Muley Hassán I, octavo monarca alauí.
110
En poco más de dos años concluye sus estudios de Medicina en Madrid y obtiene el título de
licenciado (04.08.1870). En aquellos convulsos tiempos —guerra dinástica en España y conflicto civil en Cuba—, tanta falta hacían oficiales en el Ejército como médicos militares. Antes
de cumplir los 21 años se bate en Cuba: escaramuzas y combates, protección de convoyes,
servicios en posiciones avanzadas y turnos en hospitales. Si no hay carencia de muertos,
menos aún de heridos y enfermos. El joven Ovilo se doctora en emergencias: contener hemorragias, afrontar gangrenas y amputaciones, coser vientres o cerrar ojos de difuntos. Sufre y
aprende, resiste y persevera. Y a su vez enseña a resistir a otros como él.
Seis años así: enero de 1873-abril de 1877. Le conceden cruces de distinción y él
gana no solo ascensos, sino el respeto de sus superiores y la fidelidad de sus iguales. Los
que no le respetan son los mosquitos transmisores del dengue y la malaria. Y como a
tantos, le dan «licencia por enfermedad», especie de absolución in extremis que él aprovecha para casarse en Madrid con Enriqueta Castelo. Hubo viaje de novios, que acabó en
Tánger, adonde se incorpora (01.09.1877) como médico de la Legación de España. Pasa
un año y vuelve a Madrid, donde ejerce de médico y profesor en diversos institutos armados. Nueve años más tarde (agosto 1886) aparece en Tánger y se abraza con Marruecos.
Este otro matrimonio marcará su vida y durará hasta 1897, cuando Cuba reclame sus
saberes y sacrificios no para recompensarle, sino para matarle (al igual que hizo con el
doctor Cenarro).
De su enlace con Enriqueta nacerán dos varones, ambos en Tánger: Felipe, futuro
general de renombre, y Enrique, arquitecto de prestigio. Por la unión Cenarro-Ovilo fecundada será la medicina española, máxime al contar con un cuidador de excepción: el
guipuzcoano fray José Lerchundi. Muley Hassán I, sultán en Fez desde 1873, les prohijará
como hijos benditos de Marruecos, consciente de los beneficios de sus conocimientos. Y
todo brotará con facilidad, como agua de octubre sobre no lejanos campos de trigo: la
Escuela de Medicina, el Hospital Español, el Dispensario clínico, la higiene y salubridad
de la población, el control sanitario de los buques de peregrinos, la prevención del cólera
y del tifus, endémicos en el centro de Marruecos, pero también en la España meridional.
Y así surgió el sello «doctor Ovilo», remedio curativo para males evidentes y pánicos infundados.
Ovilo ampliará sus experiencias y mejorará sus servicios binacionales: a España en
1887 al formar parte de la Embajada (viaje extraordinario) de José Diosdado y Castillo a
Rabat; a Marruecos en 1892, como tebib kebir mehal-la (médico de una fuerza de mil o más
guerreros) en la expedición contra los anyeríes (Oeste de Ceuta); a España y Marruecos en
la Conferencia de Madrid (1880) y nuevamente en 1894 con ocasión de la Paz de Marrakech
entre el general Martínez Campos y Muley Hassán I; a Marruecos en 1895 con su embajada
a Madrid tras fallecer su digno y previsor monarca; a España de nuevo en 1906, con motivo
de la Conferencia de Algeciras en la que sentenciado quedó el Imperio jerifiano. Para entonces Ovilo condenado se sabía: tras haber sido movilizado a causa de la última guerra por
Cuba, cumplió allí penosa labor. A los seis meses de sacrificios (diciembre 1896-mayo 1897)
regresaba y, de hecho, extremauciado. Fue un milagro que sobreviviese once años. Subsistió
gracias a las otras fuentes de su saber: el memorando confidencial, el ensayo, la crónica
periodística, la dramaturgia. A su muerte (02.03.1909) dejó enlutados a cientos. Pero ni una
sola calle con su nombre en Madrid ni en Segovia.
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Felipe Ovilo Canales
J. P. D. 21.10.2012
111
Tapiró i Baró, Josep
Reus, Tarragona, 7 de febrero de 1836 - Tánger, 4 de octubre de 1913
Pintor.
7
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Josep Tapiró i Baró
El pintor Josep Tapiró nació en Reus, al igual que el pintor Mariano Fortuny o el militar y político Juan Prim y Prats, en 1836. Su obra pictórica está vinculada a Marruecos, en donde
residió, entre 1877 y 1913, año de su muerte, en la ciudad de Tánger. Durante sus años de
formación como pintor coincidió con Mariano Fortuny, a quien le unió una gran amistad.
Ambos estudiaron juntos en Barcelona, Madrid y Roma.
El primer contacto de Tapiró con Marruecos se produjo en 1871, de la mano de su
inseparable amigo Fortuny, quien en 1862 había pasado unos meses en Tánger. La ciudad
de mediados del siglo XIX no era aún la urbe cosmopolita de la primera mitad del XX, por
lo que todavía se podía percibir en ella el espíritu tradicionalista de un pasado que en
España se iba perdiendo. Durante su viaje, los dos pintores visitaron las ciudades de Tánger y Tetuán en un momento en el que los diferentes países europeos comenzaban a incrementar su presencia, especialmente en Tánger. Unos años antes, entre 1859 y 1860, había
tenido lugar en torno a Tetuán el conflicto hispano-marroquí conocido como Guerra de
África, por los españoles, o Guerra de Tetuán, tal y como era denominada en el Imperio
jerifiano.
En 1877, tras una estancia en Roma y tras el fallecimiento de su amigo Mariano
Fortuny, Josep Tapiró decidió regresar a Marruecos e instalarse en la ciudad de Tánger con
el objetivo de poder continuar con el estudio de una temática que tras su primer viaje a
Marruecos se había manifestado ya como una constante del pintor. Así lo señala Jordi A.
Carbonell: «A lo largo de casi cuatro décadas plasmaría el mundo magrebí desde su interior» (Carbonell 2014: 69). Hasta Tánger acudían europeos —ingleses, franceses, españoles, italianos, alemanes...— destinados a las representaciones consulares, comerciantes y
empresarios, entre otras profesiones, que convivían con una sociedad musulmana y hebrea
creando un paisaje y un espacio cargados de matices y colores que Tapiró recreó magistralmente en sus cuadros, en los que representó escenas de la vida cotidiana, ceremonias
tradicionales y retratos.
Entre sus acuarelas destacan Preparativos de la boda de la hija del jerife de Tánger,
con la que participó en la Exposición Universal de París de 1878, Novia bereber, Plantel
militar o Baile Gnawa. A lo largo de su vida expuso en ciudades como Madrid, Barcelona,
París, Viena, Londres o Roma. El detalle y la minuciosidad con que representaba escenas,
ropajes y decoraciones transportaban, de forma majestuosa, al espectador de entonces y
al actual a un ambiente y a un tiempo pasados en los que se vislumbran unas pinceladas
artísticas con un marcado carácter antropológico que permiten reconstruir el Tánger y la
Yebala de finales del siglo XIX y principios del XX. A través de los cuadros de Tapiró el receptor asiste como espectador de lujo a la transformación del Marruecos precolonial en
colonial.
En 1913 falleció Josep Tapiró en un momento en el que Marruecos acababa de comenzar un nuevo periodo marcado por la colonización que haría cambiar su devenir histórico
112
Bereber
Población original del Magreb.
Proviene del latín barbar (us) y define
a los bereberes que pueblan el norte
de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia.
Gomaríes, rifeños y yebalíes son sus
referentes histórico-simbolistas. Su
lengua es el amazigh o chelha.
Poseen una cultura identitaria de
gran vigor expresivo, con una
exquisita riqueza ornamental. Su
carácter les define: austeros y altivos,
resistentes y recelosos entre sí,
muestran firmísima unión ante
cualquier amenaza exterior que
pretenda alterar sus tradiciones o
vulnerar sus modos democráticos de
gobierno. En su mayoría son
monógamos, siendo infrecuente el
recurso a la poliginia, sin que sea
(como antaño) un factor
determinante el valor de los bienes
del marido. El patriarcado sigue
siendo el rey, pero el matriarcado
gobierna la casa, donde la mujer es
la reina. El poblamiento bereber en el
Magreb crece, y su número se estima
en veinte millones de personas.
y cultural. En 1912 el Imperio jerifiano quedó dividido en tres partes. El sur bajo control francés, donde se constituyó el Protectorado francés, y el norte bajo control español a excepción
de Tánger, donde se constituyó un régimen de ciudad internacional. Comenzaban nuevos
tiempos políticos pero también culturales en los que la sociedad marroquí experimentaba un
cambio con el incremento de ciudadanos europeos que se establecían en el antiguo Imperio
jerifiano.
Los precursores. Ensoñaciones y realidades
Josep Tapiró i Baró
I. G. G.
Bibliografía
Carbonell, J. A., Josep Tapiró. Pintor
de Tánger, Barcelona / Tarragona,
Museo Nacional d’Art de Catalunya
/ Universitat Rovira i Virgili, 2014.
—, (ed.), Tapiró (Reus 1836-Tànger
1913), Reus, Institut Municipal de
Museus de Reus, 2014.
—, Orientalisme. L’Al-Maghrib i els
pintors del segle XIX, Reus, Pragma,
2005.
Dizy, E., Los orientalistas de la
Escuela Española, París, ACR, 1997.
113
I.III Príncipes y embajadores
114
Abd al-Aziz, Muley Ben Hassán
Marrakech, 1880 - Tánger, 1943
Los precursores. Príncipes y embajadores
Al fallecimiento de su padre, Muley Hassán, en 1894, se vio designado sultán con solo catorce
años por manejos del gran visir, Ba Ahmed, quien había conspirado contra Muley Mohammed, el primogénito y heredero de su difunto padre. Los seguidores del «despojado» no se
resignan a perder a «su» sultán, ni los favores de este. Ba Ahmed logrará derrotarlos. A unos
encarcelará y a otros obligará a refugiarse en la montuosa región de Tadla, en el Medio Atlas.
Una de las primeras decisiones del nuevo sultán es «denunciar» los pagos indemnizatorios a
España por la guerra de Melilla, sin duda aconsejado por Ba Ahmed, que prefiere guardar
esos dineros para bien de Marruecos. Una vez resuelto el conflicto, en 1895, gracias a la bofetada que el general Fuentes propinase al embajador Brischa, Abdelaziz aguarda a que se
calmen los ímpetus revanchistas de los partidarios de su hermano. Espera larga la suya. Durante cuatro años se suceden las conjuras, revueltas y expediciones de castigo, que Ba Ahmed supervisa con diligencia perseverante. Y de repente, la muerte se lleva al gran visir sin
que haya gozado de todas sus riquezas. Enfrentado a la soledad administrativa y ejecutiva,
Abdelaziz decide «felicitarse a sí mismo» tras cerciorarse de que es el único dueño del Reino
de los Alauíes y señor de su propio destino. Al reino arruinará y a su destino confundirá hasta
lo inverosímil. Al llegar el cambio de siglo para los europeos, Abdelaziz bien pudo ser ese «joven reflexivo, inteligente y ávido de aprender a la vez que deseoso de emprender reformas».
Se expresaba así Walter Harris, periodista en sus horas libres y agente del Servicio Secreto de
Su Majestad (Británica) a tiempo completo. Diagnóstico bienaventurado el suyo, aunque ignorado por el beneficiario de tan sugestivo halago. Abdelaziz, atraído por las novedades de
la época, decide concederles el tiempo que estima se merecen, por lo que delega las funciones ejecutivas en un nuevo visir, Feddul Rharnit. Esta delegación de funciones se multiplica a
raíz de una subdivisión de poderes e influencias entre los ministros de Exteriores y de la Guerra. Ninguno tiene razón de ser, por cuanto el primero sabe bien que nada puede hacer sin el
permiso de Francia, potencia de sus afectos, y el segundo hace lo mismo con respecto a Inglaterra y Alemania, imperios entre los que ha dividido sus amores y parte de sus caudales.
Como consecuencia, el «clan francés» envía sus presentes al joven sultán y el «clan angloalemán» contraataca con los suyos. El resultado es un regio almacén atestado de objetos y
disfunciones: cámaras fotográficas, cinematógrafos, fonógrafos, pianos, vehículos con capota o de estructura toda ella metálica, suntuosas armas de caza y guerra, prismáticos de
campaña y telescopios para observar la noche estrellada en Fez, magnífica, por cierto. Atento solo a sus distracciones, Abdelaziz deja de mirar a su frente y espaldas. Por el norte se
mueve un farsante, montado en una burra, que dice ser «su propio hermano», Muley Mohammed. Logra reunir un ejército de fanáticos y otro de bandoleros y con ellos toma Taza, donde
le proclaman «sultán». El asunto es serio, pero gracias a Francia el falsario huye. Después
llegan noticias de que se ha convertido en «señor de las minas de Melilla» y «emir» de Zeluán.
Pues otro problema para los españoles, no suyo. Quedan sus espaldas saháricas. Se las defiende Ma el Ainin, mitad monje, mitad guerrero, que ha plantado cara a los franceses. Abde-
Muley Ben Hassán Abd al-Aziz
Décimo soberano alauí.
115
Los precursores. Príncipes y embajadores
Muley Ben Hassán Abd al-Aziz
laziz no puede ir contra ellos, pero sí darle dinero a su profeta sahárico, que llega a Fez convertido en un cometa de la guerra santa contra Francia. Ma el Ainin será derrotado. Francia
tiene más dinero, mejores armas y ningunas ganas de abandonar el Sáhara. El Sáhara es tan
grande como la Tierra misma. Nada extraño hay en que por ese mundo planetario ande otro
hermano suyo, Muley Hafid. No es proclive a las diversiones, sí a las concentraciones de afectos. Y junto a las murallas de Marrakech instala sus tiendas. Un paréntesis fastidioso y una
matanza brutal distraen al sultán. El primero es la Conferencia de Algeciras, a la que envía al
mejor de sus palatinos: Mohammed Torres, que consigue enfrentar a franceses con alemanes,
compensando así sus ambiciones. Alemania pierde y Marruecos también, pues una y otro
están advertidos: muchos enemigos, pocos aliados. En cuanto a la segunda, es más genocidio que matanza: dos mil muertos en Casablanca a cuenta del prestigio de Francia, que no
parece acusar el golpe. Tranquilizado, cree llegado Abdelaziz el momento de revolverse contra
su hermano del sur y acabar tan enojoso asunto. Es tarde ya: el 16 de agosto de 1907 Muley
Hafid ha sido proclamado sultán por los ulemas de Marrakech. Dos sultanes en un solo reino
es guerra segura para cuantos habiten en él. Abdelaziz tiene un ejército pequeño, pero supone que sus arcas son grandes, luego puede contratar los ejércitos que desee. Para su pasmo,
descubre que el pasivo del reino son doscientos seis millones de francos (cincuenta y dos
millones de pesetas). Una pirámide de dinero con tumba dentro para su arquitecto. El sultán
no puede pagar ni a sus cocineros, mucho menos a sus soldados. Abdelaziz queda aturdido:
«¿Acaso los regalos que le hacían no eran en verdad regalos?». No lo eran. Se fueron en préstamos, intereses y dividendos para otros. El Majzén gasta diez millones de pesetas al año e
ingresa siete millones en aduanas e impuestos. Cuentas criminales. Desfalco monumental,
arreglo imposible, la huida es urgente. Es el 29 de agosto de 1908. Muley Hafid está al llegar.
Hora de revisar los bultos del equipaje y partir. Una mirada a Fez y otra a las cumbres del
Atlas, veladas por montañas de nubes y ceñudos presagios. Moderno Boabdil, envejecido
diez años por las traiciones de otros y las desidias suyas, Abdelaziz parte para el destierro. Lo
llevará con desenvoltura entre Francia y España, combinado con adorables estancias en
Tánger, urbe-fascinación para europeos, africanos y americanos, todo lo cual mitigará su
desconsuelo, máxime al enterarse de que su hermano del sur perdía el trono a los cuatro años
de arrebatárselo. Dos sultanes desterrados para un imperio sin rey ni gobierno, forzosa sublevación del pueblo así engañado. Abdelaziz disfrutará de una mezquina victoria: vivir seis
años más que Muley Hafid.
J. P. D.
116
Ulema
Doctor en leyes coránicas y, en tal
sentido, guía de una comunidad
islámica.
Alfonso XIII
Madrid, 1886 - Roma, 1941
Los precursores. Príncipes y embajadores
Una educación conventualista y materno-proteccionista asfixió su infancia y desenfocó su
concepción de la realidad. Siempre estuvo en falta de un padre educador. Tras ser coronado
rey (mayo de 1902) con diecisiete años, tan prematura madurez mostró inequívocos signos
de adolescencia en su indignación al enterarse de que doña Victoria Eugenia portaba el virus
hemofílico y sus hijos varones lo padecían, recurriendo él al adulterio como castigo a una
reina muda en lugar de solicitar la anulación papal (que Pío X le hubiese concedido) de su
matrimonio; imponer a sus favoritos, fuesen militares o no, en cuarteles generales, ministerios
o embajadas; llevar su militarismo solidario hasta el extremo de anteponer, en 1905 (Ley de
Jurisdicciones), el fuero militar sobre el civil; claudicar, en 1917, ante el bonapartismo asambleario de las Juntas de Defensa; extorsionar al Estado que agusanó al ejército; empeñarse
en recuperar para España «su rango de gran potencia», para lo que movilizó cuantos recursos y quintas hicieran falta a fin de doblegar Marruecos en vez de tenderle su mano protectoral. Soñó con un imperio africano para su patria, cuando lo que España necesitaba era un
imperio moral y social. Él mismo dio ejemplo, en 1914, al abrir brecha en los muros imperiales
con su neutralismo combativo en favor de los prisioneros y desplazados en la Gran Guerra.
Hasta 1919 supervisó una tarea descomunal: atender a cuatro millones de cautivos repartidos desde el Rhin a los confines del Danubio. Lo hizo convencido de que así anulaba el bizantinismo de ministros y partidos políticos. Fue un acierto rotundo. Su obra, la Oficina Pro Captivis, representa lo mejor de su persona y la cúspide ética de España. Frente a las tragedias
de 1921, su estupor le llevó a una parálisis total: no fue a Melilla; no se presentó ante el
Congreso; no habló a los españoles; no contestó a las familias de los desaparecidos. Aceptó
con gran alivio la dictadura, apartándose de Primo de Rivera para salvaguardar su credibilidad. Y luego hizo su vida: en Arcachon, Biarritz, Deauville. Fue rey abdicado desde 1923 a
1930. Abiertas las urnas de abril, admitió su mandato y partió.
Alfonso XIII
Rey de España.
J. P. D.
Quintas
Provienen de las antiguas levas
habsbúrgicas y borbónicas, en las
que se procedía a sortear, entre los
mozos conminados al servicio de las
armas, en quiénes recaía entrar en el
ejército. A partir del «primer
sorteado» se descartaban los cuatro
mozos siguientes y el que les seguía
era el quinto, quien marcaba la
suerte al resto. De ahí las quintas,
cuya equivalencia posterior fueron
los reemplazos anuales o «llamadas
a filas», pero sin quintar los
contingentes, al considerarlo
procedimiento injusto y demoledor
para la moral. Quinto o recluta era
todo aquel varón que había
cumplido los veintiún años. Con los
varones nacidos en el año en el que
todos ellos cumplían los veintiuno, se
confeccionaba el cupo anual de
reclutamiento. De ahí que, en el
habla coloquial, los que habían
cumplido el servicio militar hablasen
entre sí como «somos de la misma
quinta» o «tú eres dos quintas más
viejo que yo», expresiones todavía
hoy en uso. Retrasados en su
incorporación a filas eran los «hijos
de viuda», que, según casos, podían
quedar exentos. El sorteo cambió:
una vez numerados los reclutas, se
sorteaba un número y a quien le
correspondiese se convertía en el
«número uno de su quinta» y a partir
de él se le sumaban tantos reclutas
como fuesen necesarios para
completar los destinos en la
Península o el África española.
Desde los años sesenta (quintos
nacidos en los cuarenta), el mayor
número de nacimientos sobrepasó al
de los destinos. Al no haber acomodo
para «tanto quinto», estos
constituían el excedente de cupo y
se les licenciaba. El reclutamiento
por conscripción anual se hizo
insostenible a partir de los años
ochenta: si antes no había
suficientes «destinos», tampoco
había «bastante ejército» para tal
masa de reclutas, propia de los
ejércitos europeos de 1914-1918. El
servicio militar obligatorio fue
abolido, por Real Decreto del 9 de
marzo de 2001, durante el segundo
Gobierno de José María Aznar.
117
Canalejas y Méndez, José
Ferrol, 1854 - Madrid, 1912
Político. Presidente del Gobierno.
Los precursores. Príncipes y embajadores
José Canalejas y Méndez
A José Miguel Alcolea, por la bandera sentida y besada
118
Estadista y líder de una democracia social, muy superior al encorsetado liberalismo de su
época. Formado en las filas liberales con Cristino Martos, desde 1881 fue diputado electo por
Soria. Se hizo famoso como editor del diario Heraldo (de Madrid) a raíz de su viaje por Cuba
y Estados Unidos en 1897, culminado en sus lúcidas cartas a Sagasta, previniéndole sobre el
poderío de la armada estadounidense y la inviabilidad de retener Ultramar desde posiciones
frentistas, cara al coloso americano, e inmovilistas ante las libertades públicas exigidas por
el pueblo cubano. Repetidas veces ministro con Sagasta y Montero Ríos, la caída del Gobierno Moret, en febrero de 1910, lo llevó a la presidencia del Consejo. No dudó en aplicar enérgicas medidas de higiene estructural e ideológica: abolición del impuesto de consumos e
implantación del servicio militar obligatorio. Su anticlericalismo no era anticristianismo, sino
un límite consecuente (Ley del Candado) a los excesos de las congregaciones religiosas. Ante
el desafío colonial que Marruecos conllevaba, a los odiosos abusos de Francia en Fez (1911)
replicó con sus órdenes a Silvestre para ocupar Larache sin efusión de sangre. Tuvo siempre
claro que si el Protectorado no debía ser una conquista por la fuerza, tampoco podía derivar
en un drama para las familias españolas ni en una ruina para el erario público. Afrontó la
guerra del Kert (1911-12) y una secuencia de torpezas militares, de las que su correspondencia con el general García Aldave prueban su firmeza crítica y sentido de la responsabilidad
ante el Parlamento. Cuando la paz reinaba en el Rif y él cavilaba sobre los Acuerdos con
Francia, la mano cobarde de Pardiñas puso fin a su vida, matando así al mejor reformismo
español desde los tiempos de Prim.
J. P. D. 25.05.2015
Figueroa y Torres, Álvaro de
Madrid, 1863 - 1950
Político y empresario. Ministro de Gobernación.
J. P. D. 30.04.2015
Los precursores. Príncipes y embajadores
Conde de Romanones. Afamado empresario y líder de los monárquicos liberales. Doctor en
Leyes por el Colegio de San Clemente, Bolonia, ingresó en la política bajo la tutela del constitucionalista Manuel Alonso Martínez. Su confianza en sí mismo y notoria agudeza crítica, sin
merma de su devoción hacia la Familia Real, le granjearon la confianza de la reina doña
María Cristina y del joven Alfonso XIII. No necesitó ser presidente del Consejo para dictar la
política de la monarquía. Entre diciembre de 1905 y enero de 1907 fue cuatro veces ministro
(de Gobernación, Gracia y Justicia, Obras Públicas). En noviembre de 1912 presidía su primer Ejecutivo. Llevaba consigo tres ministros fidelísimos: dos íntimos amigos —Bugallal en
Hacienda y Luque en Guerra—, más su buen vasallo, García Prieto. Firmado el Protectorado,
su prestigio subió tanto como sus títulos en la sociedad Minas del Rif, en cuyo accionariado
compartía intereses con las familias García Alix, Güell y la de Claudio López Bru (el segundo
marqués de Comillas). Volvió a formar gobierno en 1915-1917 y 1918-1919. Años de guerra y
conferencias internacionales para la recolocación de una Europa troceada, de inviable ajuste. Los primeros lo enriquecieron aún más; las segundas reforzaron su crédito exterior. No
aceptó la dictadura pese a consentirla el rey, pues sabía la gravedad de tal consentimiento.
Conspiró contra Primo de Rivera. Las quinientas mil pesetas que el dictador le impuso de
multa, en 1926, lo hicieron muy popular. Pagó sin agobios: tenía veinticinco veces más. Rindió un gran servicio a España al convencer a Alfonso XIII, aquel14 de abril, que el certificado
de defunción de su régimen era un hecho electoral y era hora de partir. Volvió a ser diputado
por Guadalajara. Sus intervenciones en el Congreso de la II República fueron valientes. Nunca fue más respetado.
Álvaro de Figueroa y Torres
A Francisco González Postigo
119
Geoffray, Léon Marcel
París, 1852 - 1927
Los precursores. Príncipes y embajadores
Léon Marcel Geoffray
Diplomático.
120
Nacido en el seno de una familia acomodada, mitad empresarial, mitad vieille noblesse, marchó pronto a París. Y allí estudió Leyes hasta obtener su doctorado y formar parte de la Corte
de Apelación. La solidez de su formación jurídica y la calidad de su argumentación escrita le
abrieron las puertas del exigente Quai D'Orsay. Breve estancia en Estambul y, en 1895, a
Londres. La crisis franco-británica de 1898 por el incidente de Fachoda (Sudán) no lo sorprendió, sí las vacilaciones y osadías de sus superiores: el embajador, Paul Cambon, cultivaba el pesimismo recurrente; el ministro, Delcassé, defendía el optimismo temerario. La Entente
Cordiale de 1904 sintetizó el triunfo de ese pas à quatre (por el presidente Loubet), que salvó
a Francia. Seis años después (julio 1910), tomaba posesión, como embajador, en Madrid.
Cambio radical: país desmoralizado, sociedad atrasada, hacienda exhausta, política caciquil, corte habsbúrgica, Gobierno presidido por un modélico liberal pero aislado (Canalejas),
ejército proalemán y un joven rey con ganas de cambiarlo todo para situar su país al nivel de
las grandes potencias. Si esa España germanófila y orgullosa obedecía las consignas austroalemanas para constituir un reino ibérico a expensas del Portugal republicano y, en cuanto
Alemania atacase a Francia, movilizaba sus tropas hacia los Pirineos, el hexágono caería
guillotinado. Opciones, una sola: el reparto franco-español de Marruecos. En dos años pudo
firmar esa segunda salvación de Francia. En 1917, difunta la Rusia zarista, amotinado el
ejército francés y desbandado el italiano, España volvió a verse tentada por la guerra. Ese
siniestro lazo bélico (Berlín-Viena) lo apartó Geoffray, pero Clemenceau no lo estimó suffisant
e injustamente fue cesado.
J. P. D.
Muley Hafid: Qué largo y oscuro es el camino hacia la luz
À Jacqueline Loghlam, dit “Zakya Daoud”, avec admiration et tendresse
Hafid Ben Hassán, Muley
Fez, 1875 - Enghiens-les-Bains, al noroeste de París, 1937
Zauía
Cofradía religiosa, relacionada con
la devoción popular a un santón
local o familia de xorfas (plural
castellanizado de xérif),
descendientes de Mahoma. Zauía
famosa por su trascendencia social
y político-militar fue la de Segangan,
en la vertiente meridional del
Gurugú. Su máximo representante
fue Sidi Mohammed Amezzián, guía
de los pueblos del Rif en su tenaz
resistencia a la penetración
española. Amezzián cayó solo,
adelantado a los suyos, en Alal-uKaddur (15 mayo de 1912). Su
cadáver fue trasladado, con honores
militares, a Segangan, siendo
enterrado en la kubba (tumba o
mausoleo) familiar. Su recuerdo
intacto permanece, como referente
de ejemplaridad y generosidad,
dignidad y valentía, en la memoria
nacional de la sociedad marroquí.
Los precursores. Príncipes y embajadores
Nada más fallecer su padre, Muley Hassán, su hermano menor se vio alzado al poder por los
perversos designios de Ba Ahmed, el gran visir, interesado en proseguir su «reinado en palacio» con aquella persona más indefensa por su adolescencia y carácter, Abdelaziz.
Hafid, príncipe sin reino ni futuro, compartió con su otro hermano, Muley Mohammed,
destronamientos emparejados con destierros separados. Mohammed encontró refugio entre
los montañeses de Tadla, en el Medio Atlas. Hafid fue hacia el sur presahárico, la tierra de los
almohades. Vida sin lujos, también sin estrecheces. Allí se enteró de que le habían concedido
autoridad sobre cuanto sus ojos vieran. Todo y nada. Mandar sin poseer. Muley Hafid tenía
entonces (1894) diecinueve años. Bajo un cielo azul cobalto y la inmensidad dorada a su alrededor, se sintió libre y fuerte, capaz de unir lo más alto con lo más cercano: gobernar en
nombre de Dios y en favor de los hombres. El ideal monárquico.
Según se fortalecía su cuerpo, así también su alma. Lejos de misticismos, profundizó en
las reglas coránicas y juró no faltarlas nunca. Se prometió a sí mismo jamás claudicar en sus
derechos de primogenitura al reino de sus antecesores. Aprendió, dudó, estudió y perseveró.
Al filo del nuevo siglo, se incrementaron las noticias desalentadoras: en todo Marruecos, los cónsules de las grandes potencias dictaban la política del Majzén; en Fez no había un
único gran visir, sino «tres»: los representantes de Alemania, Francia e Inglaterra. Mientras, su
hermano Abdelaziz despilfarraba el tiempo y el tesoro público con maniática regularidad e
impavidez infiel. Esas pérdidas en dinero nacional e irrepetibles oportunidades para el pueblo marroquí endemoniaban al entorno de Muley Hafid.
El aspirante a sultán les contuvo: él estaba preparado; su ejército, no. Por la abrumadora evidencia de que no existía tal ejército, ni él, consecuente jefe del mismo, veía posibilidad alguna de encabezarlo. Aparte de armas y dineros, para alistar un ejército se necesitaba
una bandera, un compromiso, una misma fe.
Además, existía la realidad geoclimática y la político-militar. Las tropas francesas,
asentadas en Argelia, se extendían por el Sáhara. Desde 1890 habían llegado al Adrar y el
Tagant, incluso hasta los oasis de Atar. Se desplazaban en camellos y exhibían disciplina y
método. El venerable Ma el Ainin, aislado en su zauia (cofradía religiosa) de Smara, tenía los
días contados: las enseñas francesas ondeaban en Tinduf. Los escuadrones maelainíes, de
puro escuálidos que eran, se disolvieron (1906) entre la arena y el viento en cuanto los franceses empujaron con brío y decisión. La fe no bastaba.
Tampoco las monedas de plata que, por sacos, Ma el Ainin recogiera en Fez de la
mano del asustado Muley Abdelaziz. Los supervivientes de la odisea, la mayoría de las tribus
y hasta las nubes mismas marcharon hacia el noroeste (1907). Muley Hafid dedujo dónde
Muley Hafid
Undécimo soberano alauí.
121
Muley Hafid
Los precursores. Príncipes y embajadores
122
encontrar esa fuerza de resurrección que tanto le urgía: en las capitulaciones de Algeciras
(«la Ciudad Verde»); en la ignominiosa rendición de Fez ante las intrigas extranjeras; en la
ausencia de ejemplaridad del sultanato, ladrón del ideal marroquí. Y, sin dudarlo, dio la orden: todos, por pocos que seamos, saldremos de Marrakech. Iremos en pos de nuestro destino. En el Atlas o en el fin del mundo. Allí plantaremos nuestras tiendas y familias, nuestra fe y
razón. Y nos será devuelta magnificada o en batalla caeremos todos.
El desafío de Hafid era tan epopéyico y refulgía con tal limpieza moral —alzar la cabeza ante los imperios; recuperar la dignidad patria, convertir a los marroquíes de pueblo
amenazado por la esclavitud en pueblo liberado por sí mismo, redimido ante su legendaria
historia sin más ayuda que la de Dios y el vigor de la ascesis personal (jihad agbar) —, que
los ulemas de Marrakech se convirtieron al «hafidismo» y a su guía reconocieron como sultán.
Bien estaba que Hafid partiera, pero mejor ungido por la legitimidad, bandera que desde
muy lejos se ve. Faltaba entrar en Fez. Abdelaziz contraatacaba con la indiferencia, arma letal de Estado, incluso para el que la emplea.
La marcha al norte duró cuatro meses. Una eternidad para los que la realizaron, un
relámpago para el que recibió el anuncio de su llegada. Abdelaziz huyó el 30 de agosto de
1908. Aún se dejó maletas por llevar y orgullos por esconder.
Muley Hafid recibió el entusiasmo que todo profeta libertador merece, saludó con
emoción a los estandartes de las enardecidas tribus bereberes, sintió erizársele el cabello con
los «yu-yu» de cincuenta mil gargantas femeninas, aceptó las fingidas felicitaciones de cónsules y embajadores extranjeros, y, en una pausa, pudo al fin asearse y comer algo. El horizonte de un Marruecos digno y fecundo para sus habitantes le llevó a profundo sueño. Al
despertarse, depositó su semilla en tres vientres y volvió a dormirse como torre de fortaleza
impávida ante el tiempo. Al día siguiente, la mitad del sueño había muerto por la noche. Le
pidieron permiso para enseñarle los libros de contabilidad. Deseó quemarlos: todo eran deudas y mentiras.
Llegaron dos años de ahorros y pesares, a los que siguió la sublevación de algunas
tribus descontentas. Descubrió que las guiaba un hermano suyo al que ni conocía. El descontento radicaba en la promesa de saqueo. Como nada le quedaba, nada podían robarle. Pero
sitiado seguía. Sin moneda para pagar soldadas ni comprar armas, destronado estaba por
segunda vez. El Mokri, gran visir, y sus ministros le aconsejaron pedir ayuda a Francia. Antes
la muerte. Pero los sitiadores no cedían y el hambre crecía en Fez. Ganó Francia. Que envió
un general justiciero (Moinier) con artillería y ametralladoras como intratables alguaciles. Del
ejército sitiador no quedó ni rastro, pero él se sabía cautivo (11 de julio de 1911).
Los demás imperios, poderosos o inválidos, acudieron al botín. Alemania enseñaba su
bandera de guerra en aguas de Agadir. España, de puntillas, entraba en Larache y Alcazarquivir. Quiso gobernar con paciencia y disimulo. Francia disimulaba más e impaciente parecía: pretendía expulsarle o sustituirle por otro hermano, para que este le matase o encarcelase de por vida. Pasó el otoño, empezó y murió el invierno y, sin transición, apareció la
primavera. Con hoces en lugar de flores. Dentuda, bastarda, muda y tuerta, a rastras llevaba
el año maldito y con tal grado de maldición intrínseca, que maldecidos quedaron los que lo
impusieron y los sometidos: 1912.
Aquel 30 de marzo la Francia de Regnault y el Marruecos de Hafid firmaban los pliegos por los que el segundo aceptaba la «protección» del primero. Un rey, heredero de reyes
que dominaron media África y media Europa, protegido por un melifluo funcionario pavo-
Muley Hafid
Los precursores. Príncipes y embajadores
neándose con casaca a lo Bonaparte. Deseó ser parte del ayer, pedir el alfanje más cortante
y cortarle la cabeza a ese muñeco firmante de un documento que a los dos les mataba a la
vez. No es que fuese injusto, ni desproporcionado: era un acto venenoso y, como tal, mortal.
Hafid sabía que ingería veneno. Lo sorbió de golpe. Fue honrado con su conciencia y valiente
ante su pueblo. Podía haberse cortado las venas en el momento del baño u ordenado que lo
matasen al modo clásico. Abdelaziz no volvería; él tenía hijos que guardar al igual que cientos
de miles de padres marroquíes. Se debía a ellos, no a su vanidad ni frustración. Regnault solo
pensó en su realidad de etiqueta y en repetir su torpe «kikirikí» de gallo aprendiz.
Creyó que paladeaba un champán exquisito: el reservado a los vencedores, a los elegidos, a los que imponen su ley. Lo sorbió lentamente. Y su recorrido causó idéntico efecto:
persistente, inmune ante cualquier tratamiento, siempre doloroso para el cuerpo y el espíritu
envenenados. Fue la muerte colonial que afectaría a Francia en una devastadora agonía que
duraría cincuenta años: reconocimiento, por el general De Gaulle, el 18 de marzo de 1962, de
la independencia de Argelia. Ese final de los imperios europeos empezó en Fez, continuó en El
Cairo, Beirut, Damasco, Bagdad y Ammán; siguió en Palestina, a la que dividió en dos por
mandato previsor de la ONU (1946), prosiguió en India y Pakistán (1947), giró sobre sí mismo
con violencia autodestructiva y de tan ciclónica furia surgió un país-erizo, rescoldo de brasas
perpetuas y anuncio de mayores hogueras (Israel, 1948); de allí fue a liberar las Indias Holandesas (Indonesia, 1949); capituló en Indochina (1953); reventó en Argelia (1954); tomó otra
identidad con el clamor de Marruecos (1956) y, desde el solar del Imperio jerifiano, dio la
vuelta al mundo. Para transformarlo, liberándolo y, en gran medida, para desesperarlo. Muley Hafid lo intuyó y soñó. Solo así pudo firmar en paz el acta de su abdicación el 12 de
agosto de 1912. Destronado por tercera y última vez. Otro hermano suyo le sustituía: Muley
Yussuf. Se desearon suerte con la mente y cada uno fue por el lado de la historia que le correspondía.
Muley Hafid tenía entonces treinta y siete años. Bien de rostro y mejor de mirada, su
cuerpo no tenía tan buen ver: estaba obeso y le costaba andar con agilidad. Su cabeza le
reclamaba alegría y descanso. Con la renta anual que Francia le había fijado tenía para
satisfacer una y pagar otro: 395.000 francos. En la época equivalían a 98.750 pesetas. Suponía el sueldo de tres tenientes generales del Ejército español con sus trienios y cruces pensionadas. Hafid gastaba lo que hacía falta y en muchos sitios le invitaban. Su aparición era
saludada con sonrisas y brindis. Atraía clientes y daba espléndidas propinas. Tuvo que viajar
hasta París para firmar su expediente como pensionista de Francia. Se demoró y apareció
una Alemania invasora, con tal empuje, que sus vanguardias llegaron a veinticuatro kilómetros. El Gobierno Viviani, antes de huir, ordenó a Muley Hafid que huyera también. Le pareció
el colmo: los que huían bajo el pánico obligaban a que huyeran los que ningún miedo tenían.
Volvió a España. Residió en Barcelona, con viajes esporádicos a Madrid y extensiones hasta
Tánger, a las que no podía renunciar. Se convirtió en un personaje muy popular. Se encontraba a gusto, sin dejar de asombrarse. España era un país de cuento y sueño, donde la gente
se levantaba tarde, comía muy tarde, se echaba larga siesta, volvía a levantarse, cenaba
tardísimo y se acostaba de madrugada. En cuanto a problemas, ninguno, porque las obligaciones eran pocas o no se atendían.
Entrada España en revolución y guerra, marchó a París, que no era Francia, sino el
país de París, gobernador intransigente de su resignada patria. Le sorprendió ver las calles y
plazas surcadas por el ir y venir de mujeres enlutadas. Las viudas de la guerra. Las había a
123
Muley Hafid
Los precursores. Príncipes y embajadores
124
miles. Un millón cien mil franceses habían muerto en el frente. Cada uno de ellos tuvo su madre o su hermana o una hija, incluso había viudas con padres y esposos muertos. Volvió a
Enghiens-les-Bains, al noroeste de la Ciudad de la Luz. Con más luces que nunca para espantar tristezas. Toda Francia transitaba en pena y la mitad velo llevaba. Enghiens no era la excepción: prohibidos los casinos en 1919, Pierre Laval los había autorizado en 1931, con limitaciones. Ciudad-lago y capital del azar, nadie pescaba allí ni disfrutaba al jugar. La policía
le vigilaba con descaro. La policía española le había escoltado y protegido. La francesa le
vigilaba y molestaba. Se cansó de la humedad constante, de estrechar manos resbaladizas,
de gentes huidizas que escapaban cuando él se acercaba, de mañanas plomizas y tardes
tenebrosas, todo gris y opresivo; la vida detenida, la familia desvanecida. Su hermano Muley
Yussuf había muerto en 1927. Su sobrino Mohammed era el nuevo sultán. Otro prisionero, otro
«protegido».
Francia: inigualable en reponer las figuras rotas para su colección de rehenes. Los
alauíes quedarían en dinastía de cautivos. La guerra en España no acababa. Echaba en falta
la bóveda azul celeste de Madrid, ese Marrakech almohade sitiado y cañoneado, con el hotel
Palace, donde tantas buenas noches pasara, convertido en hospital de sangre y encima
bombardeado; el cosmopolitismo y la elegancia de Barcelona, ciudad con mar y catedral
que al cielo llegaba, inmune todavía a los ataques aéreos. Enghiens había sido una pésima
decisión. Lo mejor que podía hacer era morirse de una vez. Y es lo que cumplió un domingo de
abril de 1937, sin que a Francia le importase y a él dejase de preocuparle Francia. Tres años
después, Enghiens y París se rindieron a la vez. Soldados alemanes sustituyeron a los policías
franceses. Muerta la Tercera República, había tres Francias: la de Pétain en Vichy, la de Londres con De Gaulle y el Hexágono en sí, sometido al «Protectorado» del Tercer Reich.
J. P. D. 11-17.10.2013
Ejercer el poder sin apartarse del pueblo ni malherir la paz
Muley Hassán I
Fez, 1836 - Tadia, 1894
Asumir el Trono inmerso en duelo, cañonear rebeldías, sufrir los abusos de terceros
Nacido en el Fez de 1836, cuando reinaba su omnipotente abuelo Muley Aberrahman (muerto en 1859), la convulsa situación social le impidió ofrecer, a su fallecido progenitor, el debido
ceremonial coránico. Muley Hassán trocó los ropajes blancos (color de luto) por vestimentas
de guerra, acopio de armas, municiones y víveres para sus alertadas tropas. Los motines,
iniciados en Marrakech, se extendieron a Mogador y Fez. No eran rebeliones militares ni religiosas, sino revueltas populares contra alcaides corruptos y exministros indeseables, caso de
Hach Mohammed ben Benzuz, quien salvó su vida refugiándose en el santuario de Muley
Idris. Cuestión insólita, que causó estupor entre los diplomáticos acreditados en Tánger, fue
la insurrección de los catorce mil curtidores y zapateros de Fez, quienes pretendían dictar
leyes y señalarse ellos mismos sus tributos como pueblo soberano. Tras un asalto frontal, que
fue rechazado con graves pérdidas para las fuerzas del sultán, acometida que sus obtusos
generales pretendían repetir, Hassán I ordenó recurrir a la artillería. Faltaba encontrarla y
manejarla con acierto. Seis cañones de bronce no le defraudaron. Casas, cuadras y talleres
al suelo fueron y en cuanto la mezquita de los sublevados perdió su torre de un cañonazo, la
secesión gremial concluyó. Y Hassán I recibió el título de Amir el Muminin (Comendador de los
Creyentes).
Doblegar curtidores y zapateros a cañonazos fue cosa sencilla frente a ejércitos hostiles mucho más poderosos: las enfermedades pandémicas (cólera, tifus, viruela) y hambrunas, el déficit financiero y la continua depreciación de la moneda, más el proteccionismo
exclusivista para cientos de marroquíes, que se escudaban bajo otras banderas: la francesa
la que más, la británica casi a la par, luego la germánica y la española al final. El hambre se
adueñó de la costa atlántica —media diaria de 15-20 muertos en Mogador y Larache—, los
Hach
Dignidad que identifica y ennoblece
a todo musulmán que ha
peregrinado a La Meca. Entraña tal
importancia que antecede al nombre
y linaje del así distinguido.
Los precursores. Príncipes y embajadores
Hijo predilecto de su padre, Mohammed IV (1859-1873), a la muerte de este iniciaba su reinado de veinte años, caracterizado por su afán reanimador de la deteriorada economía marroquí; la modernización del país; la reforma de las estructuras del Estado; la creación de un
ejército y su defensa de la soberanía nacional. Marruecos se hallaba inerme ante las ambiciones anexionistas de Francia y Alemania, en menor medida de España, que invertirá su
aparente distanciamiento por una decidida intervención, primero humanitaria y asistencial,
luego militar y al final de ocupación sobre los territorios del norte. Sin embargo, sus mejores
amigos fueron españoles y estos serían sus más leales aliados ante las apetencias extranjeras: el Padre Lerchundi, los doctores Cenarro y Ovilo.
Muley Hassán I
Octavo monarca de la dinastía alauí instaurada por su fundador, Muley Rachid, en 1666.
125
Los precursores. Príncipes y embajadores
Muley Hassán I
robos y saqueos se multiplicaron, viajar sin escolta fue considerada acción suicida y cada
mansión de persona pudiente se convirtió en una fortaleza. A tan pésimo presente se sumaron
las tarjetas de súbdito protegido, justificadas pocas (corredores de comercio y representantes de empresas extranjeras), subastadas muchas (entre jefes de clanes, criminales en busca
y captura o bandoleros enriquecidos) y anheladas todas ellas, arruinaban la credibilidad del
imperio jerifiano y, a la par, deterioraban la imagen social, nacional e internacional de Muley
Hassán. En 1876 la situación se hizo insostenible.
Mohammed IV había creado el Ministerio de la Guerra y el cargo de comandante en
jefe de las fuerzas alistadas (Al-'allaf al-kebir). No por ello hubo cohesionado ejército marroquí, ni siquiera la mehal-la del sultán parecía fuerza militar, sino suma de fantasiosos guerreros, excelentes para ser exhibidos en un desfile, no para entrar en guerra y ganarla. Su hijo
creó el cargo de ministro de Finanzas (Amin al-umana), modificó la estructura de las Secretarías de Palacio (Kuttab al-dawawin) y se decidió por crear el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Dado que para tal función no se necesitaban masas de artillería ni una intimidante armada,
bastó con encontrar una persona fiel, políglota, enérgica y tenaz. Este fue Sidi Mohammed
Vargas, cuyo patronímico revela un nítido origen andalusí. Vargas escribió cartas y más cartas, concedió audiencias y habló durante días, que le parecieron años, con los representantes de las grandes potencias. Así nacieron las Conferencias de Tánger: la primera en 1877; la
segunda en 1879. Los diplomáticos asistentes, entre ellos el delegado español, Eduardo Romea, interesados estaban en solucionar el contencioso de tarjetas de protección. De la buena
fe inicial, que en apariencia sobraba, se pasó a los excesos interpretativos de los textos de
referencia —los Tratados anglo-marroquí de 1856 y el hispano-marroquí de 1861—, en los
que Romea compitió con Vernouillet, el delegado francés, a ver quién se excedía más en sus
demandas a Muley Hassán, por lo que el resultado fueron dos Conferencias para nada y tres
años perdidos.
La Conferencia del primer aviso (1880) e imperio becado por sí mismo para ser libre
En octubre de 1879, en una «charla informal», Sackville-West, embajador del Reino Unido en
Madrid, sorprendió a Carlos O'Donnell Álvarez, sobrino del célebre general en jefe del Ejército
Expedicionario en 1859, con la proposición de «realizar en la capital de España una Conferencia para tratar los asuntos de Marruecos». El ministro de Estado, encantado, comunicó la
pasmosa novedad al presidente del Consejo, Cánovas, quien se mostró no menos sorprendido. Qué noble gesto el de Lord Salisbury, jefe del Gobierno británico. El gesto no era de Salisbury, sino de Hassán I, en amable confabulación previa con Sir John Drumond Hay, delegado
inglés en Tánger. La documentación consultada orienta hacia esta consideración, por cuanto
tan interesado estaba el sultán en salir del atolladero de esas tarjetas proteccionistas de soberbias, estafas y maldades, como inquieta se hallaba Inglaterra ante la ambición francesa,
el continuo acecho alemán y la pasividad española.
Preparar una Conferencia, que acogiese a los representantes de trece naciones llevaba su tiempo. Hasta el 19 de mayo de 1880 no pudieron abrirse las puertas de Madrid a
proposiciones y debates. Marruecos envió una bien preparada delegación, presidida por el
ministro Mohammed Vargas, auxiliado por Mohammed Torres —dos andalusíes en al-Mayrit,
límite fronterizo al norte de sus antepasados— y españoles leales, caso del doctor Cenarro o
españoles aliados en silencio, José Diosdado del Castillo, ministro plenipotenciario en Tánger,
126
Mehal-la
Fuerza jalifiana, puesta bajo el
mando de un militar español con
rango de teniente coronel o coronel.
Su oficialidad la constituían militares
españoles y normarroquíes: los
entonces llamados «oficiales moros».
Se estructuraba en base a sus
mayores unidades de combate: mías
(compañías o escuadrones, según
fuesen tropas de Infantería o
Caballería) y tabores (batallones);
dirigidas, respectivamente, por un
caíd mía (capitán de compañía o
escuadrón) o un caíd tabor
(comandante). La selección de sus
efectivos era muy rigurosa y
constituía un privilegio social formar
parte de tan afamadas tropas,
siempre distinguidas en las
sucesivas campañas.
Muley Hassán I
Los precursores. Príncipes y embajadores
laborante en pro de los intereses de España y del imperio jerifiano. Para evitar que el corzo
marroquí fuese devorado por los lobos imperiales. No hubo descuartizamiento, pero mordiscos, Marruecos se llevó unos cuantos. Los súbditos europeos fueron libres de adquirir bienes
inmuebles o tierras sin más límites que su dinero y un visado imperial que nueve de cada diez
veces se concedía. Todos los imperios, lo fuesen o lo pareciesen —casos de España, Italia y
Portugal— fueron considerados como «nación más favorecida». El resultado fue que las tarjetas de protección se volvieron totalmente opacas, anticipo de lo que tanto escandalizaría
en la España actual.
Pervertida en su egoísta planteamiento y embustera en sus formas, la reunión de
Madrid concluyó (3 julio 1880) en suma de avisos: a Francia, que supo no recibiría complacencia alguna de Inglaterra; Alemania, que tendría enfrente a Francia y en el futuro a Inglaterra; España, que iría siempre por detrás de Francia e Inglaterra; a Marruecos, que debía
fortalecer sus defensas, económicas y militares, porque los invasores le habían invitado a
casa de uno de ellos para presentarle sus ambiciones y fuerzas, enormes ambas. Madrid supuso una gran decepción para Hassán I, aunque le aportó innegable favor: confirmaba lo
presentido: los europeos quieren conquistarnos y creen haber iniciado el reparto de nuestra
patria. La réplica, vigorosa, surgía: les demostraremos cuán equivocados están.
Muley Hassán llevaba años movilizado frente a tal invasión en puertas. Enviaba harcas de estudiantes en ciencias y técnicas para que volviesen convertidos en arquitectos e
ingenieros, boticarios, fogoneros, impresores, maquinistas, telegrafistas o maestros armeros.
En 1874 salía de Marruecos la primera misión de ilusionados aprendices. A esa primera descubierta en pos de conocimientos empíricos siguieron siete más. Entre 1874 y 1888, ocho
Misiones de Estudios acogieron a trescientos cincuenta marroquíes. Aprendieron a saber más
y cómo enseñar a otros sus nuevos saberes. Fue aleccionador ejemplo de cómo un Estado
facilita becas a sus hijos para que estos se engrandezcan como personas, propaguen sus
maestrías y así defiendan mejor a su país. El Marruecos de hoy (el de Mohammed VI) hace
cosas similares y aún resulta insuficiente. España no hace nada y pierde hijos, que trabajan
para otros estados, mientras ella extravía su futuro.
«Fabricar soldados» no es fácil, engendrar una divisa fuerte y padecer sus males, sí
La seguridad de todo Estado se apoya en una policía preventiva y un ejército bien equipado
y entrenado. En el Marruecos de 1880 la policía era contemplativa o represiva; el ejército, solo
bienpensante. Hassán I decidió reactivar las reformas iniciadas por su padre, promotor de la
cartuchería de Marrakech. Su hijo encontró un armero belga (cuya identificación se nos resiste) para mejorar la productividad de esa factoría. A su vez, utilizó su gran palacio de Fez
para instalar una fábrica de armas largas, la célebre «Makina». Su producción no pasó de lo
regular, pero en el Magreb se decía que de Fez salían los mejores fusiles de África. Mientras,
oficiales británicos dirigían la instrucción para artilleros en un cuartel de Tánger. A la par, reclutas marroquíes eran enviados a Gibraltar para ser instruidos por suboficiales ingleses. De
esas levas e instructores salieron aspirantes a generales los hermanos MacLean. El mayor,
Harry, lo consiguió, convirtiéndose en jefe de los Harraba, la Guardia del sultán y cabeza de
un ejército limitado a dos mil hombres.
Entre 1887 y 1890 llegaron las misiones militares de Italia, Francia, Alemania y España (por este orden). Los franceses realizaron osadas descubiertas por el Tafilalet y la vertiente
127
Muley Hassán I
Los precursores. Príncipes y embajadores
sur del Atlas; los españoles batallaron en la apertura de pistas y construcción de puentes; los
alemanes instalaron baterías de costa en Rabat; los italianos se encargaron del «mantenimiento» de la Makina, afán que les desbordó. No faltaron ahorros ni ganas del sultán para
mejorar los puertos, a los muelles dotarlos de grúas y a los faros de espejos reflectores. Por
fin había luces en las costas del imperio. Hassán I pudo así ondear sus más luminosas banderas: guerra al recluimiento y la oscuridad. Todo poder encerrado en sí mismo no solo deja de
ser una fuerza libre en sí, sino que es pronto sustituida por otras.
Guerras peores eran la financiera y monetaria. En los inicios del Ochocientos, del casi
divinizado mitqal, con sus 29 gramos de plata fina (900 milésimas), fiel vasallo de los mandamientos coránicos, representante de la más bella faz plateada del Islam imperial, no quedaban más que piezas sueltas en manos de prestamistas. Sustituido por un mitqal con deficiente factura y menor riqueza argentífera (25 gramos en plata de 800 milésimas), fue desdeñado
en beneficio de las monedas creíbles: la peseta española y el franco francés. Este último, en
su valor facial de 5 francos, pasó a ser la moneda útil en Marruecos. En 1822, al fallecer Muley Sliman, sexto de los alauíes, la peseta de plata estaba a la par del mitqal. Entonces sobrevino el primer error funesto: para compensar la carencia de monedas nobles, se incrementó
la producción de piezas en bronce, con lo que la devaluación fue inmediata y catastrófica en
su progresión: en 1844 hacía falta un mitqal y medio para conseguir una peseta. Cuatro años
después eran necesarios dos mitqal. La guerra perdida ante la España isabelina en 1860
empobreció a Marruecos, pero no tanto por la indemnización impuesta por el vencedor como
por la tramposa mano tendida por Inglaterra, quien facilitó los pagos, pero impuso condiciones rastreras: la devolución del crédito debía hacerse en pesetas de plata o francos afines.
Todo el numerario argentífero marroquí navegó rumbo a Londres. Los ingleses nunca dieron
duros a peseta.
El déficit en la balanza comercial se incrementó a causa de las epidemias y la crisis
de subsistencias. En 1881 hacían falta dieciséis mitqal para conseguir una moneda de 5
francos. Hassán I tomó una decisión equivocada: acuñar en la Fabrique Nationale de la Monnaie, en París, una nueva moneda: el rial hassani. Su valor facial equivalía al duro español,
pero como su peso era un 20% mayor, la gente que lo tenía dejó de contemplarlo como un
tesoro particular y lo revendía. El que lo compraba, lo revendía a su vez. Como consecuencia,
los duros hassani desaparecieron, succionados por los especuladores. En 1893 Hassán I ordenó recoger sus perseguidos hassani. Es tarde: quedan pocos y en el norte ha reventado
nueva guerra, que no es suya, sino de los rifeños. Y estos la pierden, como los yebalíes perdieron la suya en 1860. Al sultán le tocó pagar las derrotas ajenas.
«Lámpara de Aladino» en Madrid y lealtad de la mejor España:
Lerchundi y los suyos
128
Hassán sabía que había tres españas: dos en minúsculas y la tercera en mayúsculas: las
primeras correspondían a industriales y banqueros, encorvados todos por las cargas de codicia que a sus espaldas sin alma llevaban; caminantes al compás de políticos aterrados por
sus fracasos en Ultramar, preocupados solo de ofrecer al pueblo español otra lámpara de
Aladino que, al frotarla, les mostrase la silueta de un imperio de sustitución por el que habían
perdido por incompetentes y cobardes. Marruecos por nada. El mejor lenitivo para la mayor
de las derrotas que ninguno de los imperios europeos de la época había sufrido.
Muley Hassán I
La España en mayúsculas escueta era: pensadores como Azcárate, Carvajal, Coello y
Costa. Africanistas ecuánimes y amigos sinceros de Marruecos. Pero había más, sujetos a
órdenes diplomáticas, militares o religiosas, que no dudaban en soslayarlas si así beneficiaban a millones de seres anónimos a un lado y otro del Estrecho: doctores Cenarro y Ovilo y el
Padre Lerchundi, hombre de santidad ejerciente, no solo de iglesia y rezo.
El prefecto apostólico de las Misiones de España fue su delegado secreto en aquella
embajada ante el papa León XIII, en la que Mohammed Torres fue el embajador alauí y Lerchundi el representante de la mejor España y del Marruecos más íntegro: el país jamás rendido ni vendido ante la amenaza o extorsión. De lo que León XIII y Lerchundi hablaron en Roma,
aquel 25 de febrero de 1887, solo Dios y un archivo-montaña lo saben: el Archivio Segreto del
Vaticano. En su momento hablará. Hassán I viajó por su reino, premió al valiente o leal y castigó al ladrón o rebelde. Tras un largo periplo por el sur del Atlas, confiado en su salud, dejó
partir de su lado al comandante médico Linarès (Fernand Jean), cuya ciencia y cultura mucho respetaba. Linarès volvió a Francia. Y el sultán se reunió (en Tadla, 08.06.1894) con sus
antepasados. Tres de sus hijos serían sultanes: Abdelaziz, Muley Hafid y Muley Yussef. Ninguno se le aproximó; ninguno logró que los marroquíes olvidasen al sultán de la dignidad, la
honestidad y la paciencia.
Los precursores. Príncipes y embajadores
J. P. D. 26.10.2014
129
Larrea y Liso, Francisco
Pamplona, 1855 - Ceuta, 1913
General de división. Pacificador del Rif Oriental.
Al general de división Francisco Ramos Oliver,
Los precursores. Príncipes y embajadores
Francisco Larrea y Liso
director de la Fundación del Museo del Ejército
Tratadista militar y excepcional conductor de tropas. Formado en el Cuerpo de Estado Mayor,
en 1893 se daba a conocer con su Organización Militar de España, donde proponía un ejército mejor instruido y más ágil, dotado con una potente artillería de campaña. Tras combatir
en Cuba y Puerto Rico, en 1901 publica, bajo el seudónimo «Efeele», El desastre colonial,
estudio crítico de los errores habidos en Ultramar. Destinado a Melilla, le tocó afrontar, entre
1902 y 1908, el laberíntico discurrir de las negociaciones entre los gobiernos conservadores,
el empresariado minero y un personaje como El Roghi, sátrapa del Rif. En septiembre de 1909,
coronel jefe de una columna que ni a regimiento llegaba, se introduce en la agreste Kelaia (Rif
Oriental); y solo con su escolta logra convencer a los notables de Quebdana de las ventajas
de compartir paz y seguridad. La gesta de Larrea, al dominar, sin un tiro ni un muerto, un territorio diez veces mayor que el reconquistado por Marina a costa de sensibles bajas, deja
estupefacta a España. Ascendido a brigadier, en 1910 organiza las Fuerzas Indígenas. Al sublevarse el Rif en 1911, intuye que la solución está en tomar Axdir tras un desembarco en las
playas de Alhucemas, proyecto en el que coincide con Luque, ministro de la Guerra. La muerte de Amezzián pone fin al conflicto (mayo 1912). Siendo ya divisionario, le nombran comandante general de Ceuta. El 8 de mayo de 1913 preside, sonriente, la ceremonia de posesión.
De madrugada, se siente muy mal. Una bronconeumonía, larvada por tantas noches de
acampada al raso junto a sus soldados, se manifiesta con virulencia y lo mata en pocas horas. Larrea pudo ser el Lyautey hispano.
J. P. D. 10.04.2015
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León y Castillo, Fernando, marqués del Muni
Telde, Gran Canaria, 30 de noviembre de 1842 - Biarritz, Francia, 12 de marzo de 1918
Los precursores. Príncipes y embajadores
Nació en el seno de una familia de orígenes aristocráticos relativamente acomodada de la
isla de Gran Canaria. El matrimonio formado por José María León y Falcón y Josefa del Castillo-Olivares Falcón vivía en Telde a cargo de una de las fincas del mayorazgo familiar. Desde
muy niños, tanto Fernando como su hermano Juan fueron impulsados por sus padres para
que por medio del estudio se labrasen un porvenir. Juan llegó a ser un ingeniero de gran prestigio en las islas, mientras que Fernando se orientó hacia el derecho y ambos actuaron en
política, Juan en el ámbito canario y Fernando en el nacional.
Tras sus estudios iniciales en el colegio de los agustinos de Las Palmas, donde fue
condiscípulo de Pérez Galdós, Fernando León y Castillo se trasladó, en 1860, a Madrid, matriculándose en la Facultad de Derecho de la Universidad Central, donde se licenció en 1865.
Inmediatamente comenzó a trabajar como funcionario en el Ministerio de la Gobernación. En
el desconcierto que siguió a la revolución de 1868 ocupó, durante breves periodos, los gobiernos civiles de Granada y de Valencia.
Durante sus años de formación universitaria y primeros pasos profesionales, León y
Castillo se introdujo en los ambientes culturales y políticos de un Madrid en plena ebullición.
Colaboró en el diario El Imparcial, fue editor y copropietario de la Revista de España y dirigió
Las Canarias. Políticamente se orientó hacia el liberalismo, estableciendo relaciones con destacadas figuras de ideario progresista como Silvela, Moret, Echegaray, Salmerón o Nocedal,
en sus primeros años. En este ambiente intelectual, desde la tribuna de la Academia de Jurisprudencia presentó su trabajo El cristianismo y la abolición de la esclavitud, consagrándose
como un brillante orador, lo que le abrió el camino de la política activa.
En 1873, a la cabeza del Partido Liberal Canario, obtuvo por primera vez un acta de diputado por el distrito de Guía en Gran Canaria. En 1874 fue nombrado subsecretario del Ministerio de Ultramar. En febrero de 1881, con la llegada de Sagasta a la Presidencia del Gobierno,
fue designado ministro de la misma cartera, puesto que ocuparía hasta enero de 1883, fecha
de la vuelta de Cánovas al gobierno.
En esos años, las islas Canarias dependían, como otros territorios no peninsulares, del
Ministerio de Ultramar. Desde su puesto de ministro, Fernando León y Castillo puso en vigor
diversas medidas, entre ellas la rectificación de la Ley de Puertos, que favorecieron el desarrollo del archipiélago al permitir la creación del puerto de Las Palmas, en cuya construcción
participó como ingeniero su hermano Juan.
En octubre de 1886, nuevamente con Sagasta en la Presidencia del Gobierno, León y
Castillo fue designado ministro de la Gobernación, cargo que ocupó hasta noviembre del
año siguiente. El mismo Sagasta fue quien le propuso dejar la política nacional para pasar a
ocupar el puesto de embajador en París.
Desde 1887 hasta su muerte en 1918 Fernando León y Castillo fue el representante
oficial de España en Francia durante cuatro periodos. El primero, de noviembre de 1887 a
Fernando León y Castillo, marqués del Muni
Abogado, diplomático y político del partido liberal. Diputado y ministro de Ultramar
y Gobernación. Embajador en París.
131
Fernando León y Castillo, marqués del Muni
Los precursores. Príncipes y embajadores
132
agosto de 1890, concluye cuando vuelven al poder los conservadores de Cánovas. Son años
de relativa tranquilidad en el concierto internacional y las relaciones con Francia son cordiales, aunque ya en el horizonte asoman las diferencias entre ambos Estados por el futuro de
Marruecos. El francófilo León y Castillo mantenía buenas relaciones con el presidente de la
República, Carnot, logrando que la Francia republicana ejerciese vigilancia sobre Ruiz Zorrilla y otros republicanos españoles exilados en Francia.
El segundo periodo, otra vez con Sagasta en el poder, se extiende desde diciembre de
1892 hasta finales de 1895, siendo uno de sus mayores logros la firma en 1894 del denominado modus vivendi por el que se regulaban las relaciones comerciales entre ambos países.
Debe destacarse la particularidad de que, cuando en marzo de 1895 los liberales deben
ceder el poder a los conservadores, Cánovas considera que uno de los cometidos que en
ese momento desarrollaba Fernando León y Castillo, las negociaciones con el embajador
japonés en París para fijar el límite entre las aguas territoriales japonesas y las correspondientes a Filipinas, es un servicio a España que no debe quedar sujeto a las veleidades de
los cambios de Gobierno en Madrid y le mantiene en el puesto hasta la conclusión de las
negociaciones.
A la muerte de Cánovas en agosto de 1897, cuando junto con las insurrecciones en
Cuba y Filipinas se cernía la amenaza de una intervención de los Estados Unidos, fueron
nuevamente llamados al poder los liberales de Sagasta. El mismo León y Castillo nos cuenta
en sus memorias cómo Sagasta le ofreció la cartera de Estado para luego plantearle los problemas que surgirían si él fuese ministro de Estado en un Gobierno en el que Moret, con el que
León y Castillo mantenía pésimas relaciones, lo fuese de Ultramar. Esta incompatibilidad le
forzó a renunciar y a emprender un nuevo periodo, sin duda el más significativo, como embajador de España en Francia.
Desde la embajada en París fue testigo, sin participar en ellas, de las negociaciones
que, en el otoño de 1898, culminaron con la pérdida de las provincias ultramarinas. La delegación española, presidida por Montero Ríos, debió aceptar todas las exigencias norteamericanas. León y Castillo constató como la política de neutralidad seguida por Cánovas y Sagasta había dejado a España aislada y sin aliados en su enfrentamiento con los Estados
Unidos.
En marzo de 1900, León y Castillo firmó con el ministro francés de Exteriores, Théophile Delcassé (ver biografía), un tratado por el que se definían los límites de las posesiones españolas en el golfo de Guinea y en el Sáhara Occidental. Este tratado fue muy criticado en
España al considerar que privaba al país de territorios que le pertenecían. En realidad, la
firma del tratado fue un éxito de León y Castillo, ya que España no había hecho acto de presencia en la mayoría de los territorios que reclamaba y solo la benevolencia francesa permitió llegar a un acuerdo en un momento de máxima debilidad española. Así lo debió de entender el Gobierno español, ya que como recompensa a su actuación otorgó a León y Castillo el
título de marqués del Muni.
Tras su enfrentamiento con Inglaterra a causa del incidente de Fachoda, Francia buscaba llegar a acuerdos con otros países que le permitiesen hacerse con el control de Marruecos. A este propósito obedecían los dos acuerdos firmados por Francia con Italia y con España en 1902. Por el primero, Francia aceptaba la ocupación italiana de la actual Libia a
cambio de que Italia aceptase la presencia francesa en Marruecos. Por el segundo, España y
Francia llegaban a un acuerdo por el que se repartían, casi al cincuenta por ciento, el territorio
Tratado hispano-francés de 1912
Acuerdo diplomático-jurídico
adoptado en Madrid el 27 de
noviembre de 1912 que sirvió de
base para la consolidación de los
derechos sobre Marruecos decididos
por España y Francia según el
Convenio Hispano-Francés firmado
en París el 3 de octubre de 1904,
pero, sobre todo, por la aceptación
previa de las potencias vigilantes de
tal resolución: la Inglaterra del rey
Jorge V y la Alemania imperial de
Guillermo II. A raíz de la firma de
estos acuerdos y el visto bueno de
los imperios europeos, quedaron
instaurados los Protectorados
español y francés. El Tratado
fue firmado por el embajador
francés León Marcel Geoffray y el
político liberal Manuel García Prieto,
ministro de Estado en el Gobierno
del conde de Romanones.
Fernando León y Castillo, marqués del Muni
Los precursores. Príncipes y embajadores
marroquí, llegando el límite de lo que se asignaba a España hasta el río Sebú, incluyendo la
ciudad de Fez. De nuevo, las buenas relaciones personales entre León y Castillo y Delcassé
facilitaron este acuerdo. Sorprendentemente, este favorable tratado no fue ratificado por el
nuevo Gobierno español encabezado por el conservador Silvela, posiblemente para no granjearse la hostilidad británica.
A pesar de esta falta de acuerdo, Silvela, en el poder desde diciembre de 1902, insistió
en que León y Castillo continuase como embajador de España en París, a lo que accedió, tras
algunas resistencias, previa mediación de Sagasta y de la misma reina regente.
En 1904 volvió al primer plano la cuestión de un acuerdo entre Francia y España sobre
Marruecos. Sin embargo, ahora la situación internacional era distinta. En abril de ese mismo
año, Francia y Reino Unido habían firmado un acuerdo dejándose mutua y respectivamente
«manos libres» en Marruecos y en Egipto. Por consiguiente, la posición española durante la
negociación era mucho más débil que en 1902 y, en consecuencia, los territorios ofrecidos
por Francia mucho más reducidos. En realidad, la asignación a España de una reducida
parte de Marruecos obedecía más al interés británico en evitar la presencia cerca de Gibraltar de una gran potencia como Francia que a la benevolencia hacia España de esta última.
Nuevamente, León y Castillo representó los intereses españoles en estas negociaciones, esforzándose en que, al menos, en los reducidos territorios que se le asignaban España
tuviese las mismas atribuciones que Francia en los suyos. A pesar de que, según lo expresado
en sus memorias, las condiciones del convenio no le satisfacían, siguiendo órdenes del Gobierno español León y Castillo lo firmó el día 3 de octubre de 1904. Este acuerdo fue el primer
paso de la presencia española en Marruecos, pero hasta llegar a la firma del tratado franco-español de noviembre de 1912, que daba respaldo legal a la presencia española en ese
país, serían necesarios nuevos acuerdos y formalidades.
La hostilidad alemana a lo que se había acordado sobre Marruecos se plasmó en el
desembarco, en marzo de 1905, del káiser Guillermo II y en sus declaraciones por las que
garantizaba la independencia de Marruecos. Esta crisis se cerró, aunque fuese en falso, por
la Conferencia de Algeciras de 1906. Fue León y Castillo quien propuso que se celebrase en
la ciudad andaluza, aunque no tuvo una parte activa ni en el acuerdo franco-español de
septiembre de 1905, por el que se fijaba la postura común a mantener por ambos países
durante la conferencia, ni en el desarrollo de la misma.
León y Castillo cesó como embajador en 1910, por lo que no participó en la firma del
Tratado de Protectorado de noviembre de 1912. Sí había sido el firmante del acuerdo franco-español de 16 de junio de 1907, semejante a otro anglo-español de la misma fecha, por los
que los tres países se garantizaban la defensa de sus posesiones mediterráneas y de las islas
Canarias. La firma de este acuerdo, consecuencia de la entrevista de Cartagena, en abril de
ese mismo año, entre Alfonso XIII (ver biografía) y el monarca británico Eduardo VII, venía a
ser una casi postrera satisfacción para León y Castillo, quien a lo largo de toda su carrera
diplomática siempre había tratado de que España abandonase su política de aislamiento y
se integrase en algún tipo de alianza.
Aún volvería el marqués del Muni una cuarta vez a la embajada de París. Si durante la
Primera Guerra Mundial la mayoría de los políticos españoles se habían esforzado por mantener la neutralidad, en diciembre de 1915 llegó al poder el Partido Liberal, con el conde de Romanones como presidente del Gobierno. Romanones, partidario de la Entente, volvió a recurrir
al francófilo León y Castillo para representar a España en París. Sin embargo, las tendencias
133
belicistas de Romanones fueron desactivadas tanto por el desinterés franco-británico por la
participación militar de España a su lado como por la voluntad de Alfonso XIII, que en abril de
1917 hizo caer del poder a Romanones, sustituyéndole por García Prieto.
Fernando León y Castillo falleció en Biarritz, a los setenta y seis años de edad, el 12 de
marzo de 1918.
A lo largo de su vida recibió numerosas condecoraciones y recompensas, tanto españolas como extranjeras. Sin duda, las más importantes fueron el título de marqués del Muni,
que se le otorgó en 1900, y el Toisón de Oro que se le concedió en 1910.
Los precursores. Príncipes y embajadores
Fernando León y Castillo, marqués del Muni
J. A. S.
Bibliografía
134
León y Castillo, Fernando, Mis
tiempos (2 vols.), Las Palmas de
Gran Canaria, Cabildo Insular
de Gran Canaria, 1978.
Morales Lezcano, Víctor, León y
Castillo embajador (1887-1918), Las
Palmas de Gran Canaria, Cabildo
Insular de Gran Canaria, 1998.
Marina Vega, José
Figueres, Girona, 1850 - Madrid, 1926
Capitán general.
Al subteniente Carlos Javier Puente de Mena, jefe de archivistas en el AGMS
Los precursores. Príncipes y embajadores
Muy distinguido en Filipinas y Cuba. General gobernador de Melilla desde 1905. La agresión
rifeña del 9 de julio de 1909 contra los obreros españoles le exaspera. Desacertado en su réplica táctica, la empeora al ordenar a la flotilla de cañoneros que bombardee los aduares de
la costa. El Rif se inflama de ira y cerca Melilla. El envío de refuerzos acaba en desastre: el
general Pintos no le expone sus dudas y él no se adelanta a despejárselas. Muere Pintos en el
Barranco del Lobo. En siete días de combates, 1.076 bajas. Arde Barcelona y llora España.
Pero reconquista el Gurugú, ocupa Zeluán y recupera la confianza del país. Ascendido a capitán general, la prensa le ensalza y en las calles se le vitorea. Tras dimitir Alfau como alto
comisario, le es ofrecido (15 agosto 1913) el puesto. Comprende la urgencia de negociar con
El Raisuni. Y a Sidi Alkalay, persona de confianza del jerife, le hace llegar su salvoconducto.
Días después, los cadáveres del emisario raisunista y su ayudante, El Garfati, aparecen semisumergidos, maniatados y lastrados en el Méxera. Marina se enfurece y acusa a Silvestre
de complicidad. Silvestre nombra una comisión que preside el comandante Orgaz. La trama
se descubre: Luis Ruedas Ledesma, capitán de la Policía Indígena, con dos de sus oficiales,
confabulados con Dris er Riffi, bajá de Arcila, habían urdido el doble asesinato, ejecutado (12
mayo 1915) cerca de Cuesta Colorada. Dato, jefe de un Gobierno asustado, no encuentra
mejor salida que aceptar la dimisión de Marina y a Silvestre exigirle la suya. Para colmo,
Ruedas fue excarcelado. En el juicio que afrontó en 1924 supo Marina mostrarse digno y valeroso al denunciar tales apaños. Y quedó absuelto. Alfonso XIII sabía bien que estaba en
deuda con Marina y el Ejército igual. Y por eso se le concedió la Gran Cruz Laureada de San
Fernando; condecoración luego cedida por la familia Marina al general Franco, a quien se la
impuso el bilaureado general Varela en el primer desfile de la Victoria (19 mayo 1939).
José Marina Vega
(Archivo General Militar Segovia)
J. P. D. 31.05.2015
Aduar
Unidad social y administrativa
compuesta por uno o varios clanes
agrupados en viviendas familiares,
que conforman un poblado (dxar). El
hábitat de estos poblamientos era
sedentario en todas aquellas tierras
fértiles: territorios del Garb
premarítimo (fachada atlántica);
tierras bajas del Lucus; valles y
serranías de Yebala y Gomara; Rif
Central (huertas del Guis, Nekor y
del Kert). En el Rif Oriental, la aridez
del terreno y la escasez de
precipitaciones forzaban el
nomadismo de sus pobladores,
tribus de los Beni Bu Yahi y Metalza.
Algunas tierras se consideraban
propiedad privada, tipo melq, pero
otras formaban el bled yemáa,
terrenos administrados por la
colectividad, supervisada por un
Consejo de Notables. Una
agrupación de aduares podía
Policía Indígena
constituir su propia yemáa
(asamblea comunitaria), aunque
esta Cámara Popular solo
alcanzaba su máxima influencia
administrativa, doctrinaria y política,
cuando a la misma acudían la
totalidad o mayoría de los chiuj
(jefes) del conjunto de la tribu.
Fuerza creada por un Real Decreto
del 31 de diciembre de 1909 para
garantizar el orden público y
mantener la paz entre las cabilas. En
la práctica, por la naturaleza
combativa de sus integrantes, se
convirtieron en tropas de choque y,
a tal extremo, que llegaron a
constituir, junto con las Fuerzas de
Regulares, el único ejército
combatiente en Marruecos dada la
bisoñez y deficiente instrucción de
los reclutas españoles. Este hecho,
que fue a más a partir de 1919, se
convirtió en factor de grave
desmoralización para las tropas
españolas. Los abusos cometidos
—retrasos de cuatro meses en el
cobro de sus pagas y tratos
degradantes consentidos por
algunos oficiales— sobre estos
contingentes indígenas forzarían su
casi masiva deserción en 1921.
135
I.IV Heridas tempranas
136
Noval Ferrao, Luis (el cabo Noval)
Oviedo, 16 de noviembre de 1887 - Zoco el Had de Beni Sicar, Marruecos, 28 de septiembre de 1909
Los precursores. Heridas tempranas
A principios del siglo XX Marruecos estaba sumido en la anarquía. El débil Gobierno del sultán
no era capaz de someter a las cabilas rebeldes a su autoridad, lideradas por cabecillas que
ejercían su control sobre determinadas zonas del territorio. Es el caso de El Rogui Bu-Hamara
(ver biografía), que se declaraba pretendiente al trono y en 1907 concede a dos compañías,
una española y otra francesa, derechos de explotación sobre unas minas de plomo y de hierro cercanas a Melilla. En 1908 se inician los tendidos de las vías férreas para unir Melilla con
los yacimientos mineros bajo la creciente oposición de los cabileños contrarios a las explotaciones, que alcanza su punto culminante con el asesinato de varios obreros el día 9 de julio
de 1909.
La guarnición de Melilla reacciona con rapidez, establece unas posiciones defensivas en
las faldas del Gurugú y es inmediatamente reforzada desde la Península. Los ataques rifeños,
tanto a las posiciones como a las líneas férreas, provocan duros enfrentamientos en los que las
fuerzas españolas sufren numerosas bajas, a la vista de lo cual el comandante general decide
suspender las operaciones, reorganizar sus fuerzas y solicitar refuerzos. A primeros de agosto
de 1909 se entra en una fase de relativa tranquilidad durante la que llega a Melilla, entre otras
unidades, la Segunda División Expedicionaria al mando del general Álvarez de Sotomayor, a
cuya Segunda Brigada pertenece el Regimiento de Infantería Príncipe n.º 3 que pone pie en
Melilla el día 14 de septiembre. Con él llegaba el cabo de Infantería Luis Noval Ferrao.
Luis Noval había nacido en Oviedo el 16 de noviembre de 1887. Es el segundo de los
tres hijos del matrimonio formado por Ramón Noval Suárez, conserje de la Escuela de Artes y
Oficios de la capital, y Perfecta Ferrao. María del Olvido es la hermana mayor de Luis y Julio
el pequeño de la familia. Cursa sus primeras letras en un colegio de la localidad y con diecisiete años de edad pasa a la Escuela de Artes y Oficios para ingresar después en la de Bellas
Artes, adquiriendo el oficio de ebanista. Al parecer, observa en estos centros docentes una
puntual y asidua asistencia, así como un buen comportamiento y aplicación. Manifiesta un
carácter humilde y complaciente, pero también una decidida voluntad en el cumplimiento del
deber.
Es filiado como quinto para el reemplazo de 1908 y por Real Orden de 5 de febrero de
1909 es llamado a filas, incorporándose al Regimiento de Infantería Príncipe n.º 3, de guarnición en Oviedo, el día 4 de marzo, siendo destinado a la 3.ª Compañía del 2.º Batallón. Medía
1,645 metros de estatura y pesaba 58 kilos.
El día 11 de abril, transcurridos treinta y siete días desde su ingreso en filas, presta
juramento de fidelidad a la bandera y en la revista de septiembre, seis meses después de
entrar por primera vez en el cuartel, es ascendido a cabo por elección, siendo destinado a la
4.ª Compañía del 1.er Batallón.
El 10 de septiembre parte con su compañía desde la estación de ferrocarril de Oviedo
rumbo a Málaga, ciudad a la que llega el día 13, embarcando seguidamente en el vapor
Ciudad de Cádiz para poner pie en Melilla el día 14, aproximadamente seis meses y medio
Luis Noval Ferrao
Cabo de Infantería.
137
después de sentar plaza como recluta. Ese mismo día está en el campamento de Cabrerizas.
Al día siguiente, Luis Noval escribe a su hermana Olvido:
Los precursores. Heridas tempranas
Luis Noval Ferrao
Melilla, 15 de septiembre de 1909.
Querida hermana:
Me alegro que al recibo de estas cuatro letras te halles disfrutando de la más
completa salud, como yo para mí deseo, la mía, gracias a Dios, es buena.
Olvido, ésta tiene el objeto de manifestarte que llegué a ésta sin novedad, después
de haber hecho un viaje muy feliz y muy divertido.
Olvido, estamos en el campamento muy divertidos. Sólo nos faltaba que se
marcharan una plaga de mosquitos que nos están abrasando y no nos deja comer y
nos dieran agua, pues ya llevamos treinta horas y nada más hemos bebido un vaso
de agua. Y sin más por hoy, no te digo más y se despide de ti este tu hermano que te
quiere. Luis Noval.
Señas: Melilla, campo de operaciones, Regimiento del Príncipe n.º 3, 4.ª compañía,
1.er batallón.
El cabo, que gozaba de buena salud, se revela en esta carta como una persona de carácter
optimista y que está contenta, pues no se puede entender de otra forma que califique de
«muy feliz y muy divertido» un viaje de cuatro días en los medios de transporte de la época.
Probablemente se estaría acordando de los entusiastas recibimientos en las estaciones de
las ciudades por las que pasaron, con acompañamiento de bandas de música, y de las múltiples y variadas anécdotas que, sin duda, hubo durante el viaje.
Utiliza también la palabra «divertidos» para su vida en el campamento. Seguramente
quiso decir que estaban muy «entretenidos» u «ocupados» en las múltiples tareas y actividades a las que tenían que hacer frente. Pero al denunciar las malas condiciones de salubridad
del campamento, que les dificultan comer, y las deficiencias del abastecimiento de un elemento tan importante en el mes de septiembre en Melilla como es el agua, lo hace sin acritud,
sin agresividad, haciendo gala de una fina y hasta cierto punto amarga ironía, como la del
soldado Miguel de Cervantes cuando, en el «Curioso discurso que hizo Don Quijote de las
armas y las letras» (Cap. XXXVIII, 1.ª parte), abundando en el sacrificio y el sufrimiento inherentes al ejercicio de las armas, Don Quijote destaca las adversas condiciones de la abnegada vida del soldado: su economía irregular y menguada; su pobre vestido y el hambre. En
medio de este panorama de sacrificios, Don Quijote encuentra la belleza de las palabras
para presentar, con amarga ironía, las incomodidades con las que el soldado disfruta de su
merecido descanso:
... pues esperad que espere que llegue la noche para restaurarse de todas estas
incomodidades en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás
pecará de estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y
revolverse en ella a su sabor, sin temor a que se le encojan las sábanas.
138
El cabo Noval, aunque no lo dice, también dormía en el suelo y no se le encogían las sábanas.
Las Reales Ordenanzas califican la abnegación y la austeridad como «virtudes necesarias»
en el militar. Y a decir verdad, el cabo de reemplazo Luis Noval parecía poseer estas virtudes en grado elevado.
El día 20 de septiembre se reinician las operaciones en fuerza en la península de las
Tres Forcas, durante las que el Regimiento Príncipe permanece en reserva en la entrada del
valle del río de Oro, replegándose sobre Rostrogordo a la finalización de la operación. Desde
ese lugar, el cabo vuelve a escribir a su hermana:
Analicemos esta carta, que tiene algunas diferencias con la anterior. En primer lugar, extrema
las muestras de cariño hacia su hermana, que parece ser la «portavoz» de la familia, y trata
de minimizar los riesgos que corre, algo normal en un joven con su forma de ser, y aunque
parece no entender la intranquilidad familiar, comprensivo, no obstante, vuelve a escribir
para tranquilizarla. De momento, no disponemos de esas cartas. Interesante la referencia a la
festividad de San Mateo para señalar la fecha del combate, muy en consonancia con su deseo de escribir a los amigos. San Mateo es el día grande de fiesta en Oviedo, día de salir con
los amigos a divertirse. Nuestro cabo echa de menos su ciudad y a sus amigos y, además, se
le nota cansado y agobiado por la escasez de tiempo de descanso, hasta tres veces hace
mención a esta circunstancia. La logística y la planificación son un desastre y en su denuncia
todavía hay ironía o intención de suavizar con ese «con un poco de hambre y sed» los duros
términos acusatorios «sólo nos han dado» o «nos hacen trabajar todo el día» que utiliza. Llama la atención que en ambas cartas hace referencia a los problemas con la comida y, sobre
todo, a la falta de agua, y no a otros aspectos de la guerra, pero quizás en esta nos explique
el significado de la expresión «divertidos» de la carta anterior: trabajar y hacer guardias.
Pero este momento de debilidad no le hace faltar a su deber. Sigue siendo un cabo abnegado,
austero y disciplinado y acude presto a formar: el Regimiento sale a combatir.
Los precursores. Heridas tempranas
Queridísima hermana:
He recibido tu cariñosa carta, la cual me produjo mucha alegría al saber que estás
buena, en lo que me alegro mucho, pues yo a Dios gracias estoy bueno.
Olvido, de lo que me dices de que en casa están intranquilos, pues no tienen por qué
estar, pues les escribí un día antes que a ti, así que con esta fecha les vuelvo a
escribir otra vez.
Olvido, he recibido tu carta en el momento de salir del combate que tuvimos el día
de San Mateo, del cual salí sin novedad pero sí con un poco de hambre y sed. Sólo
te digo que salimos del campamento con dos chorizos y cinco galletas más duras
que las piedras, así es que en tres días que hace que salimos del campamento sólo
nos han dado dos ranchos y tres vasos de agua y, además, nos hacen trabajar todo
el día como si fuéramos de hierro y no sólo eso, que además tenemos que hacer
guardia de noche, así que las pocas horas que tengo libres no tengo gracia de
escribir a nadie, así es que el primer día que tengo libre lo dedico para escribir a
todos los amigos y a Felipe. No te escribo más por no tener tiempo, en estos
momentos tengo que formar.
Olvido, darás muchos recuerdos a Gerardo cuando le escribas. Te abraza tu
hermano que te quiere mucho, Luis.
Luis Noval Ferrao
Melilla, 22 de septiembre de 1909.
139
Los precursores. Heridas tempranas
Luis Noval Ferrao
El Regimiento Príncipe, con el cabo Noval, va en vanguardia de la División Sotomayor
junto a otras unidades y rápidamente ocupa la posición de Zoco el Had de Beni Sicar a costa
de tan solo cinco bajas.
Al parecer, el día 25 el cabo Noval escribe una carta a su padre, de cuyo original hasta
el momento no se dispone, en la que después de referir el fuego incesante que sostuvieron el día
de San Mateo para desalojar de unas trincheras al enemigo, del que salió ileso «gracias a
Dios», pide a su progenitor que le cuente cómo estuvieron de animadas las tradicionales fiestas
del santo patrono de la ciudad y le transmite sus esperanzas de un pronto y feliz regreso.
Es fácil suponer que esta carta es la que anuncia en la anterior del día 22 y que no
puede escribir con esa fecha por no tener tiempo. Incide y desarrolla un poco más el asunto
del combate el día de San Mateo, pero al no disponer del original, no podemos deducir claramente a qué acción concreta se refiere y si él participó de forma activa o escribe en términos
generales. Lo que sí está claro es que escribe la carta en el campamento de Cabrerizas-Rostrogordo y que añora su ciudad, sus fiestas y a sus amigos. Esas son sus verdaderas preocupaciones, acordes con su edad.
Todo parece ir bien, pero los cabileños deciden atacar por sorpresa. La posición tenía en
su flanco derecho dos atrincheramientos, uno guarnecido por tres compañías del Príncipe y el
otro, a unos doscientos metros de este y algo retrasado, lo estaba por una cuarta compañía. No
se había completado la organización defensiva y para cubrir los espacios en los que no existían
atrincheramientos, aunque los cerrasen alambradas, por la noche se establecían puestos de
centinelas dobles, continuamente recorridos por patrullas. En la noche del 27 al 28, la patrulla la
componían, alternándose en el recorrido, el cabo Luis Noval y el soldado de primera José Gómez.
Eran las 2.30 horas del día 28 cuando el cabo Noval llega al último puesto de los seis
que cubrían el intervalo entre los atrincheramientos. Lo ocupan los soldados Manuel Patiño y
Manuel Fandiño. En ese momento, aparece un grupo de cabileños que dispara contra las
posiciones españolas, que responden al fuego. El soldado Patiño le dice al cabo que debían
retirarse porque allí sufrían los efectos de los fuegos cruzados entre ambos contendientes, a
lo que se opone el cabo diciendo que no, que le parecía que aquello no era nada. Sin embargo, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos y advertir la presencia de más enemigos,
determinó abandonar el puesto, ordenando a los soldados que le siguieran. No lo hizo así el
soldado Fandiño, que se refugió en una pequeña trinchera unos veinticinco metros a retaguardia, y solamente Patiño siguió al cabo en dirección a la alambrada de la posición ocupada por la 4.ª Compañía, buscando la entrada.
Los ocupantes de la posición abren fuego sobre el cabo y el soldado, viéndose el primero obligado a gritarles para darse a conocer: «¡Viva España! ¡Alto el fuego! ¡No tiréis, que
somos españoles!». Era el caso que en la misma dirección y detrás de ellos avanzaba un
grupo de enemigos. El soldado Patiño, al advertirlo, se arroja al suelo y gritando a los de la
posición «¡No tiréis, soy de la 4.ª del 1.º!», se mete entre las alambradas y salva el obstáculo.
El cabo, ya solo, continúa bordeando la alambrada seguido de cerca por los enemigos, momento en el que ve aparecer, frente a él, otro grupo más numeroso que avanza diciendo, al igual que los que le seguían: «¡No tiréis, que somos españoles!», con la clara intención
de engañar a los defensores de la posición.
El teniente jefe de esta distingue en la oscuridad el uniforme del cabo y a un grupo de
personas que le seguía, que supuso sería un pelotón que había salido a rechazar al grupo
enemigo que avanzaba en dirección opuesta, por lo que ordena: «¡Alto el fuego!».
140
Zoco
Del árabe sūq, mercado. Centro
neurálgico de la actividad
económica y social. En los zocos
(aswāq) no solo se compraban y
vendían toda suerte de productos
agrícolas y bienes avícolas o
ganaderos sino que también se
recibía información del mundo
exterior. Según aquellas cabilas que
fuesen limítrofes entre sí, los zocos
cubrían todos los días de la semana,
incluso los viernes, día de comunes
plegarias en la mezquita.
F. R. O.
Luis Noval Ferrao
Los precursores. Heridas tempranas
Se produce el silencio. En ese instante, se oye la voz del cabo Noval ordenando a sus compañeros que abran fuego sobre los que le rodean, que son moros. Y apuntando su fusil hacia el
grupo que venía a su frente, hizo uno o dos disparos. Los defensores abren fuego y ven caer al
cabo herido de muerte exclamando: «¡Ay, madre mía!». Y después, varias veces: «¡Viva España!».
Al terminar los combates de ese día, en los que el enemigo es rechazado a costa de
importantes bajas propias, un pelotón al mando de un sargento sale a recoger el cadáver del
cabo Noval, que estaba boca abajo y tan fuertemente agarrado a su fusil armado con la
bayoneta, que fue difícil desprenderlo de sus manos; a pocos metros se encontraba un moro
muerto con su armamento y una herida por arma blanca en el pecho; la bayoneta del cabo
Noval estaba ensangrentada. El cabo había recibido tres impactos de bala de fusil Mauser, al
menos uno de ellos mortal de necesidad.
Por Real Orden de 19 de febrero de 1910 se le concede la Cruz de 2.ª clase de la Orden Militar de San Fernando.
Luis Noval era un militar de reemplazo, no un profesional, no había hecho de la milicia su
modo de vida y sin embargo, en unos pocos meses, supo interiorizar y ejemplarizar las virtudes
que deben guiar la conducta de todo aquel que se entrega al servicio de las armas. Dice el filósofo Fernando Savater que el héroe, el excelente, es quien posee las virtudes, no cada una de sus
acciones: no se llega a ser virtuoso por ejecutar acciones acordes con los principios morales, sino
que se llega a realizar actos que servirán como ejemplos de virtud porque se es virtuoso.
Las virtudes y los valores morales no son privativos de los soldados y de la milicia, lo
son de todo ciudadano de bien y de una sociedad de la que sus soldados no son más que un
fiel reflejo. El ciudadano Noval llega al cuartel con la lección bien aprendida en su casa y en
su familia, y el cabo Noval se perfecciona en sus valores en la milicia.
Las dos virtudes básicas, cimientos de la totalidad moral, son el valor o coraje y la
generosidad. Es indudable que el cabo Noval se muestra como hombre sereno, valeroso y
generoso, que no se aturde, que no huye atropelladamente ni trata de ocultarse, sino que
cuida de sus soldados y trata de conducirlos al refugio de la posición. Ya solo, se encuentra
ante una alambrada que le cierra el paso, un grupo de enemigos a su espalda y otro a su
frente. En ese terrible instante Luis Noval se ve irremisiblemente perdido y grita a sus compañeros que abran fuego haciéndolo él también. Afronta serenamente el peligro y vende cara su
vida luchando solo contra un grupo numeroso de enemigos, invocando al morir el nombre de
España. Hombre de recta conciencia, ante una situación imprevista no titubea en elegir lo
más digno de su espíritu y honor, el exacto cumplimiento de su deber, la valerosa y generosa
entrega de su propia vida en defensa de la de sus compañeros.
Se trata de un acto heroico por cuanto para su realización se necesita de una manera
cierta y segura sacrificar la vida, poniendo de antemano la voluntad en esa convicción. Lo
importante no es el hecho del momento, lo importante es la reflexión serena que ve como
única solución el sacrificio generoso y lo acepta de buen grado. Hay una única idea del cumplimiento del deber y la voluntad se sobrepone al instinto de tal forma que, libremente y en
plena consciencia, admite el sacrificio de la propia vida.
Luis Noval Ferrao fue un español de bien que ostentando uno de los empleos más bajos del escalafón militar, aquel del que se dice que es el jefe más inmediato del soldado, escribió con su gesta una página gloriosa en nuestra historia.
141
Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi. Conocido como Muley Mohammed Ben
Muley el Hassán Ben Es-Sultan Sidi-Mohammed Bu-Hamara. El Rogui
Ouled Yusef, en el monte Zerhoun, cerca de Mequinez, ¿1860? - Fez, 2 de septiembre de 1909
Marroquí, funcionario del Majzén de origen humilde y notable inteligencia. Haciéndose
pasar por uno de los hijos de Mohammed I, trató de ser reconocido como sultán.
Los precursores. Heridas tempranas
Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi
Al inicio del siglo XX, Marruecos parecía al borde de la descomposición. Tras la muerte, en
1894, del sultán Hassán I le sucedió su hijo favorito, Abd el-Aziz (ver biografía), joven de tan
solo catorce años. El nuevo sultán gobernó inicialmente siguiendo la guía de Ahmed ben
Musa, chambelán de su padre, a quien nombró gran visir. Sin embargo, a la muerte de este en
1901, Abd el-Aziz trató de modernizar el Majzén implantando una serie de reformas de carácter occidental, entre ellas la introducción de un nuevo impuesto, el tertib, que gravaba las
propiedades y ganados, y que no estaba contemplado en el Corán.
Estas medidas y el apego del nuevo sultán a consejeros y asesores cristianos soliviantaron a la población marroquí. Muley Abd el-Hafid (ver biografía), uno de los hermanos del sultán,
y una larga serie de pretendientes trataron de hacerse con el poder. Para alzarse contra un
sultán que era amigo de los cristianos tan solo era necesario ser audaz y poseer la baraka, la
bendición divina de la que, entre otros, disfrutaban los miembros de las familias chorfas descendientes del Profeta. Esas condiciones garantizaban el apoyo del pueblo marroquí.
Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi fue uno de estos pretendientes (roguis). Había nacido en
una familia humilde que habitaba en el monte Zerhoun, cercano a Mequinez, y que no gozaba
de la condición de chorfa, aunque le sobraba audacia. Inteligente y trabajador, realizó estudios
coránicos y aún joven comenzó a trabajar para el Majzén y más tarde como secretario del jalifa
de Fez Muley Omar ben Mohammed, hermano de Hassán I y tío del nuevo sultán.
Como parte de su formación siguió un curso de ingeniero-topógrafo impartido por los
miembros de la comisión militar francesa en Marruecos que dirigía el coronel Thomas. Al parecer, durante ese curso contactó con el aventurero francés Gabriel Delbrel, entonces suboficial en esa comisión y que más tarde serviría a Yilali como jefe de Estado Mayor.
Su puesto como secretario de Muley Omar ben Mohammed, aparentemente privilegiado, significó su prisión y casi la pérdida de la vida. Habitualmente las muertes de los sultanes
de Marruecos significaban guerras civiles al quedar al arbitrio de los ulemas la elección del
sucesor del sultán fallecido. A la muerte de Hassán I, su chambelán, Ahmed ben Musa, trató
de garantizar una sucesión pacífica encarcelando y sometiendo a vigilancia o destierro a
numerosos miembros de la familia imperial. Una de las víctimas fue Muley Omar, quien en su
caída arrastró a sus empleados y dependientes, entre ellos a Yilali, que fue encarcelado. Otra
víctima fue Muley Mohammed, conocido como «el Tuerto», primogénito de los diecinueve hijos varones de Hassán I, quien fue encarcelado en la Dar-Majzén de Mequinez.
Cuando Yilali fue liberado de su prisión, conociendo desde dentro el funcionamiento
y debilidades del Majzén y haciéndose cargo de la desordenada situación de Marruecos,
trató de jugar sus cartas para hacerse con el poder. No siendo de familia chorfa, su primera
acción fue hacerse pasar por el cautivo Muley Mohammed, quien para muchos marroquíes
tenía más derecho al trono que su hermano pequeño.
142
Jalifa
Por definición, lugarteniente del
sultán; esto es, máximo
representante del monarca alauí
reinante en Fez, cuyo poder era
puramente nominal al carecer de
toda capacidad ejecutiva. Máxima
autoridad del Protectorado de
España, el poder real del jalifa era
nulo al depender de las atribuciones
del alto comisario. El sultán alauí lo
elegía entre los dos candidatos que
el Gobierno español le comunicaba.
Esta delegación de poderes al nuevo
jalifa requería la subsiguiente
autorización española.
Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi
Los precursores. Heridas tempranas
Como Muley Mohammed era tuerto, Yilali imitó con habilidad este defecto. Además, al
parecer, conocía ciertos trucos de ilusionista con los que deslumbraba a los crédulos campesinos marroquíes. Habitualmente montaba en una burra, por lo que pronto fue conocido
como Bu-Hamara («el tío de la burra»).
Una vez establecida su nueva personalidad como hijo de Hassán I y aspirante al trono,
Bu-Hamara se dirigió a la zona nororiental de Marruecos, región de habitual resistencia a la
autoridad de los sultanes de Fez. Gracias a sus trucos de falsa magia pronto ganó el apoyo
de algunas tribus, apoyo que se aseguró casándose con hijas de los notables de las cabilas.
Los Rhiatas, los Branes, los Meknassa, los Tsoul..., todas las cabilas de la región próxima a
Taza se ponen a disposición del falso sultán. Con su ayuda, derrota a una pequeña mehala
del sultán enviada para capturarle y, a continuación, pone sitio a la ciudad de Taza, que se
le rinde en octubre de 1902.
Tomando Taza como su punto de apoyo, las fuerzas de Bu-Hamara derrotaron a las
sucesivas mehalas enviadas desde Fez. El día 20 de diciembre de 1902 fue derrotada una
mehala de cinco mil hombres que mandaba uno de los hermanos del sultán, Muley Abderramán Lakbir. Entre el botín obtenido Bu-Hamara se hizo con una docena de cañones de montaña. El sultán reforzó a la derrotada mehala, hasta los quince mil soldados, que fueron batidos nuevamente por las fuerzas mucho menores de Bu-Hamara.
Las noticias de las derrotas de las tropas del Majzén alcanzaron todos los rincones de
Marruecos, creciendo el prestigio de Bu-Hamara y dando lugar a nuevas sublevaciones contra
Abd el-Aziz. El Raisuni (ver biografía), Ma-el-Ainín, las cabilas del Atlas Medio..., todos se sublevan
contra el debilitado Majzén, que debe dispersar su fuerzas para hacer frente a tantas amenazas.
Cuando todos esperaban que Bu-Hamara se dirigiese hacia Fez, casi abandonado por
las tropas del sultán, sus seguidores se encaminaron hacia el este, hacia Uxda, y desde allí,
descendiendo a lo largo del Muluya, alcanzaron el Mediterráneo y las proximidades de Melilla.
Pronto Bu-Hamara estableció contactos, más o menos cordiales, con las autoridades
militares de la plaza española, cuyo comandante era el general Marina (ver biografía). Simultáneamente inició negociaciones con los numerosos representantes de compañías mineras
que en esos años actuaban en la zona. Para estos, el dominio de El Rogui sobre la región les
garantizaba la seguridad para iniciar prospecciones mineras.
Bu-Hamara autorizó estas prospecciones, firmando concesiones, como si fuese el auténtico sultán, a cambio de cuantiosas compensaciones económicas. Dos sociedades, la
Compañía Española de las Minas del Rif (CEMR) y la Compañía del Norte Africano (CNA), se
constituyeron en 1905 para explotar las menas próximas a Melilla.
La CEMR comenzó las extracciones de mineral de hierro en el monte Uixan, mientras
que la CNA extraía plomo argentífero en el monte Afra, ambos en la cabila de Beni Bu Ifrur. Las
dos compañías iniciaron la construcción de sendos ferrocarriles de vía estrecha que permitiesen la exportación del mineral a través del puerto de Melilla. En la mayor parte de su recorrido
ambos ferrocarriles discurrían en paralelo y en su construcción se emplearon obreros españoles y marroquíes.
Todas estas actividades eran llevadas a cabo bajo la protección de Bu-Hamara, que
había establecido su cuartel general en la alcazaba de Zeluán y que imponía su autoridad
entre las cabilas de la zona por medio de crueles castigos.
Esta dureza llegó a tal extremo que muchos notables de las cabilas próximas a Melilla,
que en 1893 habían luchado contra los españoles y volverían a hacerlo a partir de 1909, se
143
Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi
Los precursores. Heridas tempranas
144
refugiaron en la ciudad, prefiriendo la hospitalidad de los odiados cristianos de Melilla a las
exacciones de Bu-Hamara.
Otra inmigración a Melilla, forzada por la inseguridad de la zona oriental de Marruecos, fue la de unas doscientas familias hebreas, que provenían de Taza y Uxda y que fueron
acogidas y socorridas por el Gobierno español. No eran sefarditas, sino hebreos que habitaban la región desde antes de la llegada del islam.
Todas estas crueldades y la actitud del Gobierno español, que, tras la Conferencia de
Algeciras en 1906, se convirtió en activo defensor del nuevo sultán, Abd el-Aziz, acabaron con
las expectativas de Bu-Hamara.
España se negó a proporcionar las armas y municiones que El Rogui solicitaba. Además, acogió en la ciudad y cooperó en la evacuación por vía marítima de los supervivientes
de la mehala del sultán que guarnecía la alcazaba de Farjana, que había sido derrotada por
Bu-Hamara.
Sin embargo, para El Rogui el principal problema radicaba en la oposición de algunas
tribus del Rif que se negaban a someterse y a pagar los impuestos que les reclamaba. Entre
las cabilas más refractarias a la autoridad del falso sultán destacaba la Beni Urriaguel, que
tan famosa se haría en años posteriores.
Ante esta insubordinación que amenazaba su prestigio Bu-Hamara envió, en septiembre de 1908, una mehala compuesta por mil infantes y mil jinetes, que debía castigar a las
cabilas de Beni Urriaguel y Bocoya. La mehala estaba mandada por uno de sus lugartenientes, Filali, antiguo askari de las tropas negras del sultán.
Filali fue vencido por la unión de las cabilas de Beni Urriaguel, Bocoya, Tensaman y
Beni Tuzín. El combate tuvo lugar cerca del río Nekkor, en la bahía de Alhucemas. Tras la derrota, las fuerzas de Filali emprendieron el repliegue hacia la alcazaba de Zeluán. En su retirada,
que pronto se convirtió en fuga desordenada, los soldados de Filali se vieron acosados por
todas las cabilas que atravesaban en su huida, hasta entonces aparentemente sometidas a
Bu-Hamara. Para los vencidos no hubo piedad, siendo masacrados en su mayoría. En definitiva, siguieron la misma suerte que trece años después sufrirían los vencidos soldados de
Silvestre (ver biografía).
Esta derrota supuso la unión de todas las cabilas de la región y el desprestigio del
falso sultán Bu-Hamara. Este reunió a sus fuerzas leales, muy mermadas no tanto por las
pérdidas sufridas en combate como por la deserción, y abandonando la alcazaba de Zeluán
se retiró hacía el interior en dirección a Taza.
Aunque las cabilas que le habían vencido no le persiguieron, El Rogui debió enfrentarse en su huida con nuevas mehalas enviadas por el sultán Abd el-Hafid, que había destronado y sustituido a su hermano Abd el-Aziz en enero de 1908. Su suerte estaba echada y tras ser
derrotado, casi sin combate, fue tomado prisionero por las tropas del sultán.
Lo sucedido en las últimas semanas de su vida es realmente espeluznante. Encerrado en
una jaula fue trasladado hasta Fez a hombros de sus propios seguidores tomados prisioneros.
Dada la situación de anarquía que sufría Marruecos, el sultán Abd el-Hafid estaba
obligado a castigar la sublevación de Bu-Hamara de manera ejemplar, de forma que la desaparición de este falso sultán alcanzase los más remotos rincones del Imperio y todos los marroquíes quedasen amedrentados por la dureza del castigo.
Existen relatos coincidentes de varios representantes europeos en Fez del castigo impuesto. Tras una serie de desfiles de los prisioneros seguidores de Bu-Hamara, en los que
J. A. S.
Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi
Los precursores. Heridas tempranas
marchaban encadenados dos a dos, habiéndoseles amputado un brazo o un pie de forma
alternativa, todos fueron decapitados y sus cabezas colgadas en los muros y puertas de la
ciudad. Por su parte, el falso sultán, Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi, fue arrojado a una jaula
de leones, que al parecer no le atacaron y fue muerto a tiros de fusil.
Cabe preguntarse si la actuación de Bu-Hamara fue resultado exclusivo de su propia
iniciativa o si fue el agente de alguna de las potencias extranjeras que entonces revoloteaban
alrededor de Marruecos para acabar con su independencia.
Lo cierto es que durante los siete años que agitó el noreste de Marruecos contribuyó a
que el Majzén no solo agotase sus recursos militares y económicos sino también a que el
sultán quedase desprestigiado. Todo esto facilitó la actuación francesa y, en menor medida,
la española a partir de 1909.
La desaparición de El Rogui de las proximidades de Melilla fue un grave inconveniente
para las prospecciones mineras. Si hasta ese momento las compañías mineras debían compensar generosamente su colaboración, lo cierto es que la tranquilidad reinaba en la región.
Su autoridad, aunque fuese impuesta por medios crueles, era respetada en toda la Guelaya
y al desaparecer, cada uno de los notables de las cabilas se consideró autorizado para exigir
a las compañías mineras las mismas compensaciones económicas que había recibido El Rogui. Para colmo, estos pagos tampoco garantizaban la seguridad de la región.
Para Ruiz Albéniz, el Tebib Arrumi, que en esos años era médico de la CEMR y pasaba
como experto en la región, dejando caer a El Rogui España actuó en contra de sus propios
intereses, ya que este garantizaba la paz en las cercanías de Melilla.
Lo cierto es que en esta ocasión, como en toda su actuación en Marruecos, España
actuó en completa coherencia con los compromisos que había firmado y siendo leal con el
sultán legítimo. El inmediato resultado de esta coherencia y lealtad fue la campaña de 1909,
con la pérdida de cientos de vidas y de varios cientos de millones de pesetas de la época.
145
Bibliografía
Cano Martín, José Antonio, Bu
Hamara y Melilla, Melilla, Marfe,
1989.
Dunn, Ross E., «Bu Himara’s
European Connexion: The
Commercial Relations of a Moroccan
Warlord», The Journal of African
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Maldonado Vázquez, Eduardo, El
Rogui, Tetuán, Instituto General
Franco de Estudios e Investigación
Hispano-Árabe, 1958.
Mounir, Omar, Bou Hmara, l’homme à
l’ânesse, Rabat, Marsam, 2012.
La tierra entregada
146
Soldados de Ingenieros reparando
un tendido telegráfico, Melilla, 1912.
Cortesía AGMM-IHCM.
Página anterior:
Patrulla en vuelo sobre el desierto del Sáhara.
Colección de fotografías de Tomás García Figueras.
Biblioteca Nacional de España.
150
Desembarco de las tropas en la playa de la
Cebadilla el 8 de septiembre de 1925.
Cortesía SHYCEA.
Llegada del Regimiento de Wad Ras al puerto
de Melilla en 1909. Tarjeta postal, El álbum de
la guerra de Melilla. Colección particular.
Convoy de suministros en su ascensión al
Monte Harcha, 1914. En esta altura, al noreste
de Arruit, quedó emplazada una batería
de cuatro piezas Krupp de 80 milímetros
—material obsoleto del «repatriado» desde
Cuba— y media compañía de Infantería.
Entre artilleros e infantes, ciento treinta
y cinco hombres. Para su abastecimiento
en agua, comida y municionamiento se
organizaban convoyes como el que muestra
la imagen, con doscientos mulos de carga.
152
Cuando las últimas caballerías afrontaban
los primeros zig-zags, las que iban en cabeza
aún no habían entrado en la posición. Estos
convoyes abastecían la línea del frente con
una periodicidad diaria (cubas de agua)
o entre catorce y veintiún días (con víveres,
correo postal y municiones).
Autor anónimo. Copia en papel-foto
distribuida como tarjeta postal, 1914.
Colección Pando.
Página anterior:
Silvestre con su cuartel general, en Annual,
invierno de 1921. Los generales Silvestre y
Navarro (con barba) estudian los alrededores
del enclave rifeño que simbolizará la mayor
catástrofe, militar y política, de la España
colonial. Detrás de Silvestre, casi tapado
por su hombro izquierdo, el coronel Morales.
Todo el grupo mira al noroeste, en dirección
al Tizzi (Paso de) Takariest y el Yebel (monte)
Abarrán. El tercer oficial por la izquierda
pudiera ser el teniente Diego Flomesta,
futuro jefe de la batería de artillería en
Abarrán y de la que hará (el 1 de junio)
empecinada defensa, muriendo en
cautividad.
Fotografía atribuible al capitán Lázaro.
Vintage en papel-foto. Legado Silvestre
integrado en la Colección Pando.
156
Sobre fotografía aérea, croquis
de las posiciones rifeñas y casa
de Abd el-Krim. Cortesía SHYCEA
Fotografía atribuida a Lázaro, perteneciente al
álbum fotográfico de las poblaciones del norte
de Marruecos, en el que se documenta la vida
cotidiana de las poblaciones del norte de
África en la época del Protectorado español.
Biblioteca Nacional de España.
Marcha por la carretera de Drius, fotografía
atribuida a Francisco Ortiz, ca. 1920-1925.
Cortesía Archivo General de Ceuta.
158
159
Plano del territorio de los combates por las
lomas de Zinat, donde González-Tablas ganó
su Laureada. El 13 de mayo de 1919, tras
audaz arrancada en Ali Fahal, el 2º tabor de
los Regulares de Ceuta intentó tomar al
asalto la colina de Zina o Zinat. Emboscados
por temibles fusileros —los hausíes y
uadrasíes—, los Regulares echaron a correr.
Su carrera pendiente abajo es contenida por
su comandante, quien sube cuesta arriba
como un gato y, con solo su mirada, muerte
les daba al afearles su conducta. Reacción
160
viril de los señalados y contraataque
arrollador, que se lleva por delante toda
resistencia, apoderándose de Zinat. Abrazos
al héroe y Laureada (concedida 13 febrero
1920). Con la finalidad de reforzar la
documentación previa al juicio contradictorio,
el comandante de E. M. Eduardo R.
Caracciolo puso fecha «21 agosto 1919»
y su firma al pie de este «croquis de la loma
de Zina», lugar donde el apellido GonzálezTablas por siempre quedó honrado,
Expte. G-3683, AGMS. Archivo Pando.
161
162
Mariano Fortuny, Nuestra tienda de campaña, 1860.
Tinta y acuarela sobre papel.
Museo Salvador Vilaseca, Reus.
163
La tierra requemada del monte Igueriben.
164
Perfiles de las posiciones en Tazarut Uzai
y Arreyen Lao. Con su trazo de pirámide
truncada, Uzai revalúa ese carácter de navío
artillado dispuesto a su defensa extrema: la
que en su cima mantuvieron (25 julio 1921)
las tropas del teniente Bernal y el alférez
Dueñas. De aquellos ochenta y cinco
españoles sobrevivieron siete: tres de los
artilleros de Bernal, cuatro de los soldados
de Dueñas. En la avanzadilla se hallaban
35 efectivos de la Policía Indígena. La mitad
o más se salvaron al desertar. Arreyen Lao
estaba guarnecida por 85 soldados bajo el
mando del capitán Alcaina y el teniente
Sancho. Atacados en la mañana del 24
de julio, pidieron auxilio al teniente coronel
García Esteban, en Bu Bekker. Al negarles
todo auxilio, forzaron el cerco que sufrían
y en la salida cayeron muertos Alcaina y
Sancho. Solo ocho soldados se salvaron.
Dibujos autógrafos del general Picasso
que este hiciera, a mano alzada, en la
primavera de 1922.
Legado Juan Carlos Picasso López.
Archivo Pando.
Perfiles de Loma Redonda, Sidi Alí y los dos
Siach. El capitán Moreno era el jefe en
Redonda, con 41 soldados, más el teniente
Morales. Cercados el 24 de julio, el teniente
coronel García Esteban les aconsejó que «se
replegasen a Sidi Alí». En la pronunciada
subida cayó muerto Morales, mientras
Moreno, con veintisiete hombres,
«abandonando las bajas sufridas», entraban
en Sidi Alí, defendida por el capitán Prats y su
tropa (61 efectivos). Enterados de que García
Esteban tenía decidido refugiarse, con su
columna, en el Marruecos francés, hacia Bu
Bekker salieron Moreno y Prats con sus
exhaustas tropas en la noche del 25 de julio,
«dejando muertos y heridos abandonados».
En la trágica retirada que prosigue, Moreno y
Prats, contusos, se salvan; la mayoría de sus
hombres perecen. Siach 1 y Siach 2 eran
posiciones flanqueadas por un monte en
cuya cima había un morabo (construcción
religiosa). El 24 de julio, de Bu Bekker salen,
en tromba, un grupo de jinetes, al mando del
alférez Ortega, con ánimo de proteger la
evacuación de los dos Siach. Galopan en pos
del Gan, cuyas orillas domina la harca. Tras
ellos salen, «para detenerles», los tenientes
Benito y Salama al frente de un diezmado
escuadrón. Sometidos a intenso fuego
cruzado, retornan a Bu Bekker con la
intención de entrar. Pese a «ondear una
bandera española» se les confunde con
caballistas metalzis y se les dispara a
mansalva. Vuelven grupas y galopan hacia
su izquierda, en pos de Afsó, en manos rifeñas
también. Y en el páramo del Guerruao luchan
y desaparecen todos para siempre. Dibujos,
a mano alzada, del general Picasso, 1922.
Legado Juan Carlos Picasso López.
Archivo Pando.
165
168
Página anterior:
Bajada desde Igueriben hacia el pueblo de Annual.
Los plásticos quedan atrapados en las chumberas
del cuartel de Zeluán.
169
Tierra del monte Igueriben en la mano
de un guía local.
Tierra del monte Gurugú en la mano
de un inmigrante subsahariano que aguarda
para saltar la valla fronteriza con España.
170
172
Relación de los mandos de las tropas
acantonadas en Zoco el Telatza de Bu Bekker
a fecha 22 de julio de 1921 y precisiones
autógrafas, del general Picasso, sobre las
bajas sufridas en la retirada del 25 de julio.
Al concluir la trágica retirada con el
internamiento, en el Marruecos francés, de los
460 supervivientes —de los más de un millar
de hombres que emprendieron aquella
marcha, pronto copada por los rifeños
sublevados—, se constató que dieciséis
oficiales habían «desaparecido» y trece se
hallaban «presentes» en Hassi Uenzga,
posición francesa. Todos los «desaparecidos»
—cuatro capitanes, doce tenientes, dos
alféreces y el sargento— derivaron en
«muertos». El lector puede, en virtud del trazo
legible de la escritura de Picasso, identificar
los nombres de los caídos en tan sangrienta
jornada. Picasso nada puso, por cuanto lo
ignoraba, sobre la identidad del bravo
sargento Benavent Duart, al final
desaparecido y muerto. Es la primera vez
que se publica este documento excepcional.
Legado Juan Carlos Picasso López.
Archivo Pando.
173
Listado de efectivos presentes en Tazarut Uzai
con fechas del 30 de junio y 22 de julio de
1921. Se constata que los efectivos de tropa
aumentan más del doble entre una fecha y
otra. Los dos oficiales al mando de la
guarnición, el teniente de Artillería Elías
Bernal González y el alférez de Infantería
Francisco de Dueñas Sánchez, figuran como
«desaparecidos» en el texto escrito por el
propio Picasso. Los cuerpos de Bernal y
Dueñas nunca fueron hallados. Es la primera
vez que se publican estos manuscritos del
laureado general. Legado Juan Carlos
Picasso López. Archivo Pando.
Páginas anteriores:
El cielo sobre el valle de Annual.
Playa del Quemado en Alhucemas.
178
Arena y piedras de la playa de Sidi
Dris en la mano de un pescador local
de pulpos.
Casquillos de fusil desenterrados
por las lluvias en Arbaa de Taurirt,
en la mano de una mujer local.
Página anterior:
Atardecer en el bosque
de subida al monte Gurugú.
182
183
Vista aérea del aeródromo de Cabo Juby,
también conocido como Villa Bens y
actualmente Tarfaya. Cabo Juby era
la denominación con la que se conocía
históricamente a la zona geográfica próxima
al cabo. El emplazamiento fue usado
inicialmente como escala de vuelos
dedicados al correo aéreo. Saint-Exupéry
escribió en este lugar su novela Correo sur,
en la que narra sus experiencias como piloto
de correo aéreo para la compañía Latécoère.
Colección de fotografías de Tomás García
Figueras. Biblioteca Nacional de España.
184
185
Página anterior:
Fotografía aérea de Nador, realizada
desde un aparato del servicio aeronáutico,
junio de 1932.
Cortesía SHYCEA.
186
187
El peñón de Alhucemas fotografiado
desde un aparato español en 1925.
Cortesía AGMM-IHCM.
II.I
1921
Los responsables
190
II.II
Los imprescindibles
198
II.III
Los sacrificables
220
II.IV
Los rebeldes
348
II.V
Los leales
448
II
Años de tempestades.
Sangre en los campos del Rif
1912
Un soldado moro del tabor vale por tres: uno, que se ahorra, español; otro que se adquiere,
y un tercero que se resta al enemigo...
Manuel Fernández Silvestre, 1918
Aplacadas las primeras revueltas en torno a Melilla, parecía que podía llevarse a cabo con
sosiego la organización administrativa y comenzar la acción cultural y social. Los interventores, aquellos hombres que debían llevar el peso fuerte de la obra modernizadora, comenzaron
su despliegue por el agreste territorio, hasta remotas localidades donde nunca había llegado
extranjero alguno. Blancas edificaciones comenzaron a dar una nueva imagen a la topografía
del territorio. Del Kert al Lucus y de Anyera a Gomara fueron alternándose dispensarios médicos y escuelas con posiciones militares y puestos de la nueva policía indígena. Cientos de
nativos formaron en nuevas unidades militares: los regulares, las harcas y las mehalas, bajo
banderas adornadas con una fusión de símbolos islámicos y españoles. Pero los rebeldes
persistían en su resistencia. Abonada por la incompetencia de altos cargos políticos y militares, provocaría una enorme efusión de sangre para aquella generación a ambos lados del Estrecho. De la zona oriental a la occidental, miles de hogares españoles y marroquíes se tiñeron
de luto, envueltos en una tempestad que probablemente nadie quiso desencadenar, pero que
los antecedentes habían hecho inevitable. Sin embargo, en medio del desastre y la violencia,
y por encima de la crueldad de la guerra, brillaron también el heroísmo, la lealtad y la abnegación de muchos españoles y marroquíes.
J. M. G. A.
II.I Los responsables
190
Alfau Mendoza, Felipe
Santo Domingo, República Dominicana, 1848 - Tetuán, 1937
J. P. D.
Los responsables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Como tantos otros antillanos españoles, sufrió las vicisitudes de toda patria que ve alterada,
por ideologías encontradas, la esencia de su función: reunir, nunca dividir. Ascendió a brigadier en 1908 y en 1910, siendo divisionario, fue nombrado comandante general de Ceuta. Un
destino honroso y tranquilo que dejó de serlo en los dos años que estuvo al frente. Causas: los
manejos colonialistas del conde de Romanones, ministro del Gobierno Canalejas. Romanones se sirvió de Tomás Maestre, catedrático de Medicina y senador, para intrigar cuanto le
vino en gana en un Marruecos independiente y, sobre todo, inocente. Alfau y Maestre congeniaban, pero el militar obedecía órdenes del ministro de la Guerra (Aznar), mientras que el
científico se debía a su conciencia. Maestre habló con jefes yebalíes y diplomáticos españoles, comprobó la anarquía reinante, se inquietó por la violencia con que Silvestre replicaba a
la rebeldía de El Raisuni y aconsejó prudencia. Alfau le daba la razón, de ahí no podía pasar.
Sucesor del asesinado Canalejas, Romanones recomendó su ascenso a teniente general. Alfau supo así que tendría que jurar en falso. Con gran ostentación de amistades, las tropas
españolas se presentaron en Tetuán y la tomaron por sorpresa (19 de febrero de 1913). Fue
un acto de deslealtad y guerra. No hubo guerra pero Alfau vio mancillada su palabra. Romanones lo recompensó (13 de abril) con la Alta Comisaría. Aguantó cinco meses y, en cuanto
pudo (11 de agosto), se despidió del señor conde. Lo aguardaba el mando de la IV Región
(Cataluña) y las Juntas de Defensa.
Felipe Alfau Mendoza
General. Alto comisario.
191
Alta Comisaría
Institución situada en la cúspide de
la acción política y militar de
España en el Protectorado, dirigida
por su máximo mandatario, el alto
comisario, quien validaba los actos
del jalifa, dado que la autoridad de
este era meramente nominal.
Berenguer Fusté, Dámaso
San Juan de los Remedios, Cuba, 1873 - Madrid, 1953
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los responsables
Dámaso Berenguer Fusté
Alto comisario y jefe del Ejército de África.
Reorganiza las Fuerzas Indígenas en 1911, llevándolas al triunfo en 1912 sobre la Línea del
Kert. Son los Regulares, desde entonces, asociados a su nombre. Coronel en 1912, general de
división en 1918 y ministro de la Guerra con los gobiernos liberales de García Prieto y Romanones. La fulminante muerte de Jordana en su despacho de la Alta Comisaría lo llevará a Tetuán. El 25 de enero de 1919 es designado alto comisario. Consciente de la trascendencia
que Alfonso XIII otorga al dominio de Marruecos, plantea consecutivas exigencias al rey para
reforzar sus prerrogativas. Desde lo coherente —llevar la iniciativa en las operaciones, aprobar los planes de campaña—, deriva hacia lo obsesivo al reclamar la jefatura suprema de los
servicios de Información, su intervención en el uso de los fondos destinados a obras en campaña y el control de todas las informaciones radiotelegráficas y telefónicas. Culminará sus
propósitos al conseguir de Alfonso XIII (Real Decreto del 1 de septiembre de 1919) que las
funciones de alto comisario y general en jefe del Ejército de África recaigan en su persona.
Ningún militar, ni español ni francés, acumuló tanto poder en el mundo colonial. Pero a tantos
poderes, iguales responsabilidades. Picasso y Ayala auditaron los hechos y las consecuencias de su mandato en 1921. En modo alguno era aceptable que un ejército y un territorio se
perdieran y de tal desastre solo respondieran los subordinados de quien todo lo dirigía y sabía. Y fue encausado. Amnistiado en 1924, Alfonso XIII le confiará el poder en 1930. Aquel
penúltimo Gobierno de la monarquía se fusiló a sí mismo al no aplicar clemencia a los militares republicanos sublevados en Jaca.
J. P. D.
Fuerzas Regulares Indígenas
Alto comisario
192
Constituidas por Real Orden de
Alfonso XIII con fecha 30 de junio de
1911. Su organizador y primer jefe
fue el teniente coronel Dámaso
Berenguer Fusté (luego general y
alto comisario). Eran tropas
profesionales, concebidas para ser
empleadas como fuerzas de choque.
Integradas por personal indígena a
las órdenes de mandos españoles,
recibieron instrucción para combatir
en situaciones límite: en la extrema
vanguardia de una ofensiva o como
fuerza de contención en retaguardia
para mantener la cohesión de un
ejército en retirada.
Suprema autoridad política del
Protectorado de España en
Marruecos. Su labor estaba
apoyada por las jefaturas de los
departamentos esenciales: Asuntos
Indígenas, Fomento, Hacienda,
Obras Públicas. En el aspecto militar,
le correspondía el mando directo
sobre el Ejército de África, asistido
por tres comandantes generales,
situados al frente de sus
Comandancias: Ceuta, Melilla y
Larache. En los cuarenta y tres años
de pervivencia del Protectorado
hubo un total de veinte altos
comisarios; en su gran mayoría,
militares. Del alto comisario
dependía un secretario general, que
supervisaba la administración civil y
político-militar de la zona. El primer
alto comisario español fue el
teniente general Felipe Alfau, y el
último el teniente general Rafael
García-Valiño.
Bermúdez de Castro y O’Lawlor, Salvador,
segundo marqués de Lema y segundo duque de Ripalda
Madrid, 1 de noviembre de 1863 - 20 de enero de 1945
Los responsables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Salvador Bermúdez de Castro y O’Lawlor pertenecía a una familia de comerciantes acomodados de origen gallego pero asentados en la bahía de Cádiz desde finales del siglo XVIII,
dedicados al comercio con ultramar. Su padre, Manuel Bermúdez de Castro y Díez, se dedicó
a la política, militando sucesivamente en los partidos Moderado y Unión Liberal. En varias
ocasiones fue elegido como diputado por Jerez de la Frontera. Durante breves periodos ejerció los cargos de ministro de Hacienda (1853), de Gobernación (1857) y de Estado (1865), y
murió en Madrid en 1870.
Uno de los tíos paternos de Salvador, José, el mayor de los hermanos varones, se hizo
cargo de los negocios familiares y colaboró en revistas literarias como La Alhambra y Revista
Española, editando la revista El Artista. Su otro tío, Salvador, fue diplomático, ejerciendo como
embajador de España en el reino de Nápoles y siendo un destacado historiador y poeta. A
este último, Isabel II le concedió en 1859 el título de marqués de Lema y el rey Francisco II de
las Dos Sicilias, el de duque de Ripalda. A su muerte ambos títulos pasaron a su sobrino Salvador, a pesar de que tenía una hija ilegítima de madre legalmente desconocida, en realidad
Matilde Ludovica de Baviera, princesa de las Dos Sicilias como cuñada del rey Francisco II.
Salvador Bermúdez de Castro y O’Lawlor cursó el bachillerato en Madrid y estudió
Derecho en la Universidad Central, doctorándose en 1887. El título de su tesis, El sistema de
concordatos como el único posible de resolver el problema de relaciones entre la Iglesia y el
Estado; carácter y naturaleza de los mismos, era buena muestra de su interés por las relaciones internacionales.
Siguiendo los pasos de su padre actuó en política, siempre dentro del Partido Conservador, pudiendo decirse que fue un político profesional. En su juventud fue secretario personal del líder conservador Antonio Cánovas del Castillo, que le apoyó e impulsó en su carrera.
Entre 1891 y 1923 fue diputado a Cortes por la localidad asturiana de Tineo, con la que no
tenía ninguna relación, siendo uno más de los diputados «cuneros» que caracterizaban el
corrupto sistema electoral de la Restauración. Bermúdez de Castro culminaría su vida política ocupando varias veces el Ministerio de Estado.
A lo largo de su carrera ocuparía numerosos cargos de gobierno: director general de
Correos y Telégrafos (1895-1897), subsecretario de los ministerios de Gobernación (1898) y
de Gracia y Justicia (1900), alcalde de Madrid (1903-1904), ministro de Estado (1913-1915,
1917-1918 y 1919-1921) y gobernador del Banco de España (1922). Fue consejero de Estado. A la llegada de la Dictadura se apartó de toda actividad política. Durante la Guerra Civil
se adhirió al bando de Franco, siendo miembro de la comisión de juristas que, en diciembre
de 1938, a impulsos del ministro de la Gobernación, Serrano Súñer, elaboraron el Dictamen
sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936, texto por el que se trataba de dar justificación y respaldo legal a la sublevación militar.
Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor
Abogado y político español del partido conservador. Diputado, alcalde de Madrid
y varias veces ministro de Estado.
193
Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor
Los responsables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
194
Además de sus actividades políticas, y a imitación de su tío Salvador, fue un notable
historiador. Entre sus obras más destacadas cabe citar Antecedentes políticos y diplomáticos
de los sucesos de 1808. Estudio histórico-crítico (1909), Estudios históricos y críticos (1913),
De la revolución a la restauración (1927), Mis recuerdos 1880-1901 (1930), Cánovas o el
hombre de Estado (1931), La política exterior española a principios del siglo XIX (1935) o España 1640: lecciones intemporales de una derrota (1997).
Fue miembro de la Real Academia de la Historia, de la Academia de Ciencias Morales
y Políticas y de la Real Academia Española. Mantuvo estrecha relación con el duque de Maura y el marqués de Villaurrutia, entre otros aristócratas dedicados a los estudios históricos.
La relación de Bermúdez de Castro y O’Lawlor con el Protectorado de Marruecos es
consecuencia de su actuación como ministro de Estado, órgano de la administración española
del que dependía el Protectorado. El Ministerio de Estado, previo acuerdo del Consejo de Ministros, fijaba la política a desarrollar en Marruecos y de ese ministerio dependía el alto comisario,
fuese civil o militar, debiendo rendir cuentas de sus actuaciones al ministro de Estado.
El primer periodo en que Bermúdez de Castro ejerció como ministro de Estado fue
durante el primer gobierno de Eduardo Dato, del 27 de octubre de 1913 al 9 de diciembre de
1915. En ese momento la situación en el Protectorado era relativamente tranquila. En febrero
de 1913 se había ocupado pacíficamente la ciudad de Tetuán, se había nombrado al jalifa y
parecía que el Protectorado iba a instaurarse de forma tranquila y sin sobresaltos. A pesar de
que las relaciones con Raisuni se habían enconado, produciéndose frecuentes tiroteos y emboscadas, se tenía la esperanza de que con la sustitución del alto comisario, general Alfau
(ver biografía), por el general Marina se podría llegar de nuevo al acuerdo con Raisuni. Por su
parte, en la zona oriental la situación permanecía en calma, situándose las avanzadas españolas en el cauce del río Kert, donde se habían establecido tras el final de la campaña de
1911-1912, con la muerte de El Mizzian, apodado «el Malo».
Todo esto se vino abajo cuando en mayo de 1914, mientras el cónsul Zugasti y el intérprete Cerdeira negociaban con Raisuni, es asesinado, con conocimiento de oficiales españoles,
uno de los mensajeros del jerife. La crisis que esta acción desencadena arrastra a Marina, que
debe dimitir y fuerza el alejamiento de Marruecos del general Fernández Silvestre. Cuando en
agosto de 1914 se inicia la Primera Guerra Mundial, Marruecos pasa a segundo plano de las
preocupaciones españolas. Alfonso XIII garantiza al embajador francés en Madrid que España
no aprovechará la guerra mundial para perjudicar la posición francesa en Marruecos y el ejército español paraliza las operaciones de ocupación del territorio.
De nuevo, con Dato como presidente del Consejo de Ministros, el marqués de Lema es
nombrado ministro de Estado. En esta ocasión el periodo es de tan solo unos meses, desde
mediados de junio a principios de noviembre de 1917. Poco tiempo para modificar una política en Marruecos que se limita a tratar de atender las reclamaciones francesas acerca de la
supuesta libertad de acción que los agentes de los imperios centrales gozaban en el Protectorado español.
Es en su tercer periodo como ministro de Estado, entre mediados de julio de 1919 y
agosto de 1921, con los sucesivos Gobiernos conservadores de Sánchez de Toca, Allendesalazar y, otra vez, Dato, cuando la actividad política de Bermúdez de Castro tuvo más influencia en el Protectorado marroquí.
El 12 de diciembre de 1918, con el general Berenguer (ver biografía) como ministro de
la Guerra, se había publicado un Real Decreto por el que el alto comisario dejaba de tener la
Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor
Los responsables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
condición de general en jefe de las tropas en Marruecos, disolviéndose su cuartel general. A
partir de ese momento, para la mayor parte de las cuestiones los comandantes generales de
Ceuta, Larache y Melilla se entenderían directamente con el ministro de la Guerra, lo que
suponía el final de la indispensable unidad de mando militar.
Si en la zona occidental el Gobierno liberal saliente había propugnado, una vez más,
la negociación con Raisuni, el nuevo Gobierno conservador parece decidido a imponer por
las armas la ocupación del territorio forzando la sumisión del líder de la Yebala. En la zona
oriental la situación también es complicada, desde el momento en que la familia Abd el-Krim,
que lideraba una de las más influyentes facciones proespañolas de la bahía de Alhucemas,
se había pasado en 1919 a las fuerzas de la disidencia.
En conclusión, en todo el Protectorado la situación exige un claro esfuerzo militar, algo
que no se contempla desde el Gobierno, cuyos problemas fundamentales son los económicos
derivados del final del boom económico que había supuesto la guerra mundial y los que suponen las «Juntas de Defensa» que en esos momentos condicionaban la política del Gobierno.
Las peticiones de incremento de medios, material y dinero que los tres comandantes
generales elevan al ministro de la Guerra son desestimadas por el Consejo de Ministros. Sin
embargo, el ministro de Estado, Bermúdez de Castro, parece dejar a Berenguer actuar libremente en Marruecos y este, que aparentemente intenta asumir el papel de general en jefe que
él mismo, como ministro de la Guerra, había eliminado, emprende en la zona occidental una
campaña militar tras otra. Por otra parte, Berenguer no es capaz de contener al impetuoso
Silvestre, que, como comandante general de Melilla, está decidido a culminar la ocupación
de las cabilas que se extienden desde el río Kert hasta la bahía de Alhucemas a pesar de que
no se le habían proporcionado los medios que él mismo consideraba indispensables para la
ejecución de esas operaciones.
El ministro de Estado, responsable de cuanto sucede en Marruecos, permanece mudo
e impasible ante tantos despropósitos. El resultado de su inacción o de su incompetencia es
Annual, los más de ocho mil muertos españoles, las incalculables pérdidas materiales y el
desprestigio internacional de España y de su Ejército.
En agosto de 1921, al constituirse el Gobierno de concentración liderado por Maura,
Bermúdez de Castro deja el ministerio, siendo designado al año siguiente como gobernador
del Banco de España, puesto que abandonó en 1923.
La comisión de responsabilidades sobre los sucesos de Annual no enjuició las acciones o, más bien, las omisiones de los responsables políticos. De haberlo hecho, no cabe duda
de que Bermúdez de Castro habría sido uno de los principales culpables de lo sucedido.
Sin actividad política desde la llegada de la Dictadura, el marqués de Lema dedicó
sus últimos años a los estudios y publicaciones de temas históricos, falleciendo en Madrid el
20 de enero de 1945.
J. A. S.
195
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Los responsables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
196
De Cuba vuelve, en 1898, con veintidós cicatrices y aureola de militar con buena estrella.
Ante la Casablanca de 1907, arrasada por los franceses de Drude, abomina de tal represión.
Al ordenarle Canalejas que ocupe Larache (1911), desembarca sin escolta y deja admirado
a El Raisuni. Su amistad asegura el dominio del Garb. Las arbitrariedades de El Raisuni contra su propio pueblo lo enfrentan al jerife. Del asesinato de Sidi Alkalay es inocente, no de ser
él un imprudente en los cuartos de banderas. Edecán de Alfonso XIII (1915-1918), graves reveses cerca de Ceuta lo ponen al frente de esa Comandancia (1919). Triunfa en El Fondak. Es
un héroe popular. Toma el mando en Melilla. Lo recibe un Rif hambriento y mísero. Sus cartas
a Berenguer, insistiéndole para que obtenga del ministro Eza más dinero para distribuir alimentos, construir caminos y terminar el ferrocarril a Drius, prueban su ética y lógica, despreciadas. El 15 de enero de 1921 ocupa Annual. Sus leales lo previenen sobre la trampa que
deja abierta. El 1 de junio repite aventura en Abarrán y es humillado. La guerra se extiende por
el Rif. Pide refuerzos a Berenguer, que se los niega. Quiere reembarcar a su ejército en las
Bocas del Salah, por lo que moviliza sus últimas fuerzas: los mil hombres de Araujo. La defección de este, que pacta con el enemigo para salvar su vida y la de unos pocos, no la de sus
tropas, asesinadas en masa, acaba con esa ilusión. Bloqueado en Annual, entre la resistencia
y la retirada opta por esta. Quienes lo conocen bien (Manella, Manera, Morales) intuyen que
ha decidido suicidarse. Llegado el vértigo de las huidas y renuncias, coherente consigo mismo, tira de pistola y se mata.
J. P. D.
Marichalar y Monreal, Luis de
Madrid, 1872 - 1946
Político.
Vizconde de Eza. Reformador agrario. Sus conocimientos sobre nuevas técnicas de cultivos y
la mejora de regadíos lo hacían persona idónea para el Ministerio de Agricultura, donde no
pasó de director general. Alcalde de Madrid (1913-1914), su obsesión ahorradora convenció
a Dato, que lo hizo ministro de Fomento (1917). Su carrera política parecía concluida, pero su
mentor decidió confiarle mando y aposentos en el Cuartel General del Ejército. Nunca hubo
inquilino mejor vestido en Buenavista, ni ministro de la Guerra tan rematadamente malo, a
excepción del general Miguel Correa, a quien su patriotismo de opereta e incoherentes telegramas hicieron célebre en 1898. La brutal muerte de su protector lo dejó desnudo de consejos. De lo mucho que le faltaba al Ejército de África —en España no había otro ejército, tan
solo tropas mal armadas y peor instruidas— bien avisado estaba por su antecesor: el precavido y resuelto Villalba; más los informes del omnipotente aunque preocupado Berenguer, alto
comisario. Al primero ignoró y al segundo desatendió. Cuando en enero de 1920 viajó a Marruecos, lo mucho que le disgustó (como el penoso estado de los hospitales) y lo que más le
inquietó (la tensa relación entre Berenguer y Silvestre) en ningún memorando lo plasmó y se
lo ocultó a Alfonso XIII. Consumado el desastre —un ejército de desaparecidos, nueve años de
colonización perdidos—, en el Congreso pretendió explicar lo inexplicable y acabó pidiendo
perdón a los diputados, no a la Nación. Acumuló tal patetismo e indefensión personal, que
recibió pésames de simpatía. Pero si Berenguer fue encausado previo suplicatorio (que él
mismo solicitase), el Senado debió exigir los suplicatorios de Eza y Fernández Prida —el ministro de Marina—, corresponsables de la no evacuación de los sitiados en Arruit, condenándolos a la muerte. Lo que hubiese evitado el Plan Berenguer, boicoteado primero por Prida y
al que Eza, obtusa y servilmente, apoyó.
J. P. D.
11
Manuel Fernández Silvestre, Luis de Marichalar y Monreal
General jefe de la Comandancia de Melilla durante el desastre de Annual.
Navarro y Ceballos-Escalera, Felipe
Madrid, 1862 - 1936
J. P. D. 09.04.2014
Los responsables
Barón de Casa Davalillos. Número 1 de la Promoción de su Arma en 1880. Diplomado de E. M.
en 1898. Campañas de 1909 y 1912. General de brigada en 1916. Su amistad con Silvestre
le lleva a Melilla, en 1920, como segundo jefe de la Comandancia. Este cargo conlleva el de
presidente de la Junta de Arbitrios. Tal obligación municipal le exige tiempo, apartándolo del
contacto con las tropas y la realidad táctica, que se agrava tras el revés de Abarrán. Informado del suicidio de Silvestre, llega a Drius y se encuentra con los despojos de un ejército quebrado en lo físico, deshecho en lo moral. No ordena a la columna García Esteban, en Bu Bekker, que se concentre en Drius. Duda entre fortificarse allí —con artillería, reservas de
municiones y víveres, más las aguas del Kert muy cerca— o proseguir la retirada hasta Melilla. Y toma la peor decisión: marchar a pie hasta la plaza. Acaba sitiado en Arruit, donde se
encierra, el 29 de julio, con tres mil hombres. El drama concluye en el holocausto del 9 de
agosto: un ejército que rinde sus armas al vencedor, degollado por este. En las casas-prisión
de Axdir surge un Navarro defensor de enfermos y lisiados, altivo ante la amenaza, resistente
al suplicio (encadenado a un muro estuvo). Jamás tuvo España un general de cautivos más
digno y estoico. Encausado por Ayala, los cargos contra él son retirados en 1924. Al comenzar
la Guerra Civil le recluyen en la cárcel Modelo. El incendio y tumulto por los asesinatos del 23
de agosto le permiten escapar. Vuelve a su casa. Quiere abrazar a los suyos y asearse. Le
apresan junto con su hijo, el capitán Carlos Navarro Morenés, de 34 años. En noviembre son
ambos conducidos a Paracuellos y fusilados.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
A la memoria del general Navarro y su hijo Carlos, fusilados ambos
Felipe Navarro y Ceballos-Escalera
General. Defensor de Monte Arruit.
197
II.II Los imprescindibles
198
Angoloti y Mesa, Carmen, duquesa de la Victoria
Cuando en la canícula de 1917, la Duquesa venía diariamente a recorrer despachos
del Ministerio y con vivísima comprensión y con voluntad tenaz, contribuía a allanar
engorrosos trámites para la instalación de la Cruz Roja en el edificio de San José y
Santa Adela. El que esto escribe repitió mil veces el dicho de D. Juan Picasso: ¡Es
mucho hombre esta mujer!
Pero no le ha sorprendido la maravillosa labor realizada posteriormente en España y
África. Sabía que haría cuanto se propusiera, sin más que ajustarse a su sencillo
programa: decisión, desinterés, sacrificio. ¡Qué sencillo... y qué difícil!
Los imprescindibles
Si hubo un tiempo en que, para los españoles, la palabra Marruecos estaba asociada con Annual, el Barranco del Lobo, la guerra y la pérdida de vidas humanas, para esos mismos españoles la mención a la duquesa de la Victoria significaba la caridad y el alivio del sufrimiento.
Nacida en una familia de la burguesía acomodada, muy joven, a los diecisiete años,
casó con el III duque de la Victoria, Pablo Montesino Espartero, oficial de Caballería y con
una saneada situación económica.
Nada hacía suponer que esta mujer aparentemente predestinada a una vida de comodidades y frivolidades, en una época en que a la mujer no se le reconocían capacidades de
iniciativa o de gestión, iba a desarrollar unas actividades que asombraron a sus coetáneos.
Durante varios años Carmen Angoloti siguió a su marido por sus varios destinos militares, entre los que destacaba el de agregado militar en Berlín (1905-1907), donde establecieron relaciones con la familia del káiser. Finalmente, el matrimonio, que no tendría descendencia, terminó asentándose en Madrid, donde el duque de la Victoria fue ayudante de
campo de los infantes don Fernando de Baviera y don Carlos de Borbón y por consiguiente
estuvo estrechamente relacionado con la familia real.
Pronto, Carmen Angoloti entró en el círculo de amistades de la reina Victoria Eugenia
(ver biografía), quien la toma como su persona de confianza para impulsar las actividades de
la Cruz Roja Española.
Su primera tarea fue la puesta en marcha del madrileño Hospital de San José y Santa
Adela (actualmente Hospital Central de la Cruz Roja), cuya construcción había sido financiada por el testamento de doña Adela Balboa y Gómez, pero que a la conclusión de las obras
se hallaba sin fondos para su funcionamiento. La duquesa de la Victoria asumió la tarea de
enfrentarse a todas las dificultades legales y burocráticas hasta que el hospital pasó a funcionar bajo el control de la Cruz Roja Española. De los problemas superados son prueba las
palabras de don Pascual Gil, uno de los funcionarios del Ministerio de la Gobernación con los
que debió negociar Carmen Angoloti:
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Colaboradora de la reina Victoria Eugenia en la organización de la Cruz Roja Española.
Tras el desastre de Annual, creó en Melilla varios hospitales en los que la atención
médica era modélica.
Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria
Madrid, 7 de septiembre de 1875 - 4 de noviembre de 1959
199
Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
200
Sin embargo, el momento cumbre de la duquesa de la Victoria llega en julio de 1921. La corte
y el Gobierno se encuentran en San Sebastián y hasta allí llegan las terribles noticias de
Melilla. La reina Victoria Eugenia encomienda a su fiel Carmen la tarea de marchar a Melilla
y actuar en representación de la Cruz Roja Española.
Acompañada por cuatro monjas y por tres jóvenes de la alta sociedad (Mimí Merry del
Val, María Benavente, sobrina del dramaturgo, y Conchita Heredia, dama de la reina), Carmen
llega a Melilla. Allí todo es desorden por la continua llegada de unidades de refuerzo. Faltan
locales, camas, menajes, mantas, medicinas, alimentos, etc. Hasta el agua potable es escasa.
Carmen es recibida por las autoridades militares con una mezcla de educación y desdén: «¡No tenemos bastantes problemas y además aparecen estas señoritas incordiando!».
La duquesa no se amilana y actúa por su propia iniciativa. Contacta con los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que tienen un colegio sin uso. Pronto se acuerda la cesión. La
misma Carmen compra las camas necesarias de un buque alemán que ha tocado en el puerto de Melilla. Los colchones, las sábanas, las medicinas, el instrumental, todo es conseguido
de un modo u otro por Carmen Angoloti y sus auxiliares.
El resultado es que el día 4 de agosto, apenas dos semanas después de Annual, el
hospital está funcionando con cien camas y otras cincuenta para emergencias.
Su tarea continúa. El Ayuntamiento de Melilla le cede un grupo escolar recién terminado pero aún sin uso. El proceso se repite. El día 26 de agosto es inaugurado como hospital con
doscientas camas, más cien para emergencias.
Para valorar el trabajo desarrollado es necesario conocer que hasta ese momento
Melilla disponía de tres hospitales (Dockers, Alfonso XIII y otro de pequeña entidad) con una
capacidad total máxima de ochocientas cincuenta camas. En la opinión general de testigos
de la época, estos hospitales estaban peor dotados que los dos centros que la Cruz Roja y la
duquesa de la Victoria habían creado de la nada en tan solo un mes.
La actividad de Carmen Angoloti no cesa. El 23 de septiembre embarca en un tren
blindado que llega hasta Nador, donde recoge heridos. En esa fecha, la situación en la zona
es aún insegura. El tren es tiroteado y en varias ocasiones debe detenerse para reparar las
vías levantadas. El jefe del tren, asombrado de su sangre fría, le expide un certificado de su
presencia en zona de combate.
De Nador a Zeluán y a Monte Arruit, donde es testigo de la cruel matanza cometida
por los rifeños contra los rendidos soldados del general Navarro.
De esos meses es la siguiente anécdota, recogida en la biografía de la duquesa escrita en 1958 por su sobrino, el doctor Ignacio Angoloti de Cárdenas:
Unos oficiales de la Legión atendidos en uno de los hospitales de la Cruz Roja en
Melilla, se presentan a la duquesa para agradecer sus desvelos. Se excusan de que
en Melilla es difícil encontrar flores con que obsequiarla. Carmen les contesta sin
darle más importancia: «Dejaos de flores, cabezas de moros es lo que hace falta».
Las operaciones continúan y la Cruz Roja, impulsada por la duquesa de la Victoria, continúa
atendiendo a los heridos. Puestos avanzados, aviones para evacuación, los más modernos elementos quirúrgicos y de diagnóstico instalados en las proximidades de las líneas de fuego...
Todo parece poco para remediar el dolor y reducir la mortalidad de los heridos.
Las tareas de atención inmediata son completadas con hospitales de retaguardia en
Madrid, Málaga y Sevilla a donde son evacuados los heridos que requieren periodos de convalecencia. La duquesa de la Victoria, sin descanso, pasa de la Península a África supervisando el funcionamiento de todas las instalaciones de la Cruz Roja.
En un momento dado, El Telegrama del Rif, el periódico de Melilla, publica: «Pájaros de
mal agüero. Llegan a Melilla la duquesa de la Victoria y el doctor Gómez-Ulla».
El motivo es que su presencia en Melilla implicaba la pronta reanudación de operaciones y el aumento de bajas.
En septiembre de 1925 tiene lugar el desembarco de Alhucemas. Tres buques mercantes
(Andalucía, Barceló y Villarreal) son acondicionados para atender y transportar hasta casi mil
heridos. La duquesa pasa de uno a otro buque supervisando los servicios de la Cruz Roja. Finalmente, desembarcando desde el Barceló, fue uno de los primeros civiles en pisar tierra firme.
Allí, eligió el emplazamiento para el hospital que la Cruz Roja instaló en Cala Bonita.
201
El Telegrama del Rif
Diario fundado, el 1 de marzo de
1902, por Cándido Lobera Gilera,
capitán de Artillería y periodista
vocacional. Su nombre inicial,
El Telegrama, con el que siempre se
le conocería, fue reforzado después,
en lo político y sociocultural, con la
expresión del Rif. Su director, Lobera,
tendría un acierto tan indiscutible
como inusual en el mundo colonial
de la época: iniciar una «Sección
Árabe», página que ofreció a un juez
natural de Axdir y educado en la
Universidad Al Qarawiyyin, en Fez:
Mohammed Abd el-Krim. Durante
Los imprescindibles
La Cruz Roja Española, de acuerdo con el gobierno español y del majzén [gobierno
marroquí], no cree oportuna la ayuda de una comisión internacional para contribuir
a aliviar los sufrimientos de los rifeños con ocasión de las operaciones de policía
necesarias para restablecer el orden alterado por los rebeldes, no beligerantes, que
ignoran la autoridad del majzén, protegido del gobierno español de acuerdo con los
tratados internacionales.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Carmen Angoloti se sobrecoge. Sus palabras han sido tomadas al pie de la letra. Ordena
enterrar las cabezas en el patio de hospital. Casi un año después son desenterradas, bañadas en cal y enviadas a Madrid, donde fueron empleadas muchos años en las clases de
anatomía de la Escuela de Enfermeras de la Cruz Roja.
Sin duda, la mentalidad de la época hacía tolerables situaciones como la descrita. No
se debe olvidar que en esas mismas fechas el marqués de Hoyos, presidente de la Cruz Roja,
contestaba al Comité Internacional sobre la posibilidad de una comisión internacional que
supervisase las operaciones en el Protectorado español en Marruecos:
Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria
Horas después dos legionarios se le presentan con un cesta adornada con hojas y
ramas. En su interior hay dos cabezas de rifeños y una tarjeta con el siguiente texto:
«A la noble dama duquesa de la Victoria presidenta de la excelsa asociación de la
Cruz Roja. Los legionarios acogidos a su dulcísima hospitalidad envían estas flores
que son testimonios de más sentido reconocimiento».
cinco años, de 1907 a 1911, Abd
el-Krim defendió la concordia con los
españoles, sin por ello devaluar las
identidades de los rifeños ni sus
derechos históricos. Su cultura y sutil
pluma le valieron para lograr tan
difícil equilibrio didáctico-reflexivo.
Abd el-Krim mantuvo «encendidos»
debates con aquellos marroquíes
que sostenían las tesis del
colonialismo francés, representados
por Saada (La Felicidad), periódico
editado en Tánger, pero financiado
por la Legación de Francia en la
futura ciudad internacional. La
guerra del Kert, más la política
represiva del alto comisario, general
Jordana —enemigo de enemistarse
con Francia—, a partir de 1915,
traducida en la persecución contra
Abd el-Krim, acabaron con su
vertiente periodística, no con el
ejemplo de su objetividad en esa
parte crucial de su formación como
líder del Rif. Cándido Lobera dirigió
El Telegrama hasta su muerte, en
1932. El periódico que él fundara
pasó a ser, en 1963, El Telegrama de
Melilla, que respeta su identidad y
aún hoy se publica.
Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria
Terminada la campaña llegan los momentos de los homenajes. En 1925, sendos monumentos son erigidos en su honor en las ciudades de Cádiz y Madrid. En Madrid se celebra un
homenaje donde se recogen dedicatorias que luego son publicadas. Todos los miembros de
la familia real, personalidades de la política, del arte, de la industria, de la milicia, del periodismo, aristócratas y miles de españoles de a pie firman sus dedicatorias.
Cabe destacar la de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero:
La piedad dijo al dolor:
–Descansa en el pecho mío,
tengo para ti una flor
y para la flor, rocío...
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los imprescindibles
También las de Pablo Iglesias e Indalecio Prieto, alejados social e ideológicamente de la duquesa, pero que reconocían sus méritos personales.
Pablo Iglesias: «Enemigo de la guerra, rindo homenaje a la señora que ha demostrado
elevadísimas condiciones de humanidad, al par que una extraordinaria modestia».
Indalecio Prieto: «Bondad, modestia y valor. He ahí las características predominantes
de la Duquesa de la Victoria. La fortaleza de un hércules en un alma hondamente femenina».
En abril de 1931, a la caída de la monarquía, Carmen Angoloti sigue a su reina al
exilio, pero pronto vuelve a su Madrid natal. En julio de 1936, ella y su marido son detenidos
por las milicias socialistas. Pablo Montesino Espartero es, al parecer, asesinado en las cercanías de Aravaca, mientras que Carmen Angoloti es canjeada gracias a los esfuerzos de la
Embajada argentina. Embarca en Alicante en el torpedero Tucumán y llega a Francia, de
donde pasa a la España de Franco.
A las pocas semanas se encuentra en el hospital emplazado en Leganés atendiendo a
los heridos del frente de Madrid, donde permanecerá durante toda la Guerra Civil.
Al término de esta, continuó residiendo en su domicilio de Madrid hasta su fallecimiento el 4 de noviembre de 1959.
J. A. S.
Bibliografía
Angoloti de Cárdenas, Ignacio, La
duquesa de la Victoria, Madrid,
Altamira, 1958.
202
Homenaje a la Duquesa de la
Victoria, Madrid, Depósito de la
Guerra, 1926.
Sesión científica homenaje a la
figura de Carmen Angoloti, Duquesa
de la Victoria, Madrid, Real
Academia Nacional de Medicina,
2012.
Victoria Eugenia
De accesible princesa a reina estatua y al fin reina liberada
Reina de España.
Era nieta de la reina Victoria de Inglaterra. En el círculo de las familias reales se la conocería
siempre por su apelativo: Ena. Su matrimonio con Alfonso XIII fue un enlace estratégico, no
una unión marital equilibrada, por cuanto la pasión dejó paso a los devaneos extraconyugales del rey y a su desesperación por la herencia hemofílica que transmitiese a sus hijos varones a excepción del tercero, el infante don Juan. La severidad (a menudo hostilidad) que recibiese de la reina madre, doña María Cristina, con su séquito de damas tan habsbúrgicas que
parecían archiduquesas, la llevaron a volcarse en tareas humanitarias o de mecenazgo y en
viajar al Reino Unido para estar con su madre y hermanos. La heroica muerte del príncipe
Maurice (Yprès, octubre 1914) y el fallecimiento del príncipe Leopold a raíz de una desafortunada intervención quirúrgica (Londres, abril 1922), la volvieron más desafiante ante las continuas infidelidades de su esposo. El atraso sanitario español y la dureza extrema de la lucha
en Marruecos la impulsaron a laudables iniciativas suyas: la Liga Antituberculosa y el Instituto de Reeducación para Mutilados. La caída de la Monarquía la permitió exponer, en público,
una ruptura que duraba veinte años. Su marido escapó de Madrid en la noche del 14 de abril;
ella se marchó en pleno día y nadie la ofendió. Afrontó con entereza la pérdida de dos de sus
hijos en accidentes de automóvil: en 1934 el infante Gonzalo en Krumpendorf (Austria) y en
1938 su primogénito, Alfonso, en Miami (Florida). En su exilio helvético recuperó las ganas de
vivir. En febrero de 1968 regresó a España para asistir al bautizo de su bisnieto, el príncipe
Felipe. Cientos de madrileños la vitorearon al salir del palacio de Liria, donde se hospedaba.
Hermosa todavía a sus 81 años, mostraba una rebelde felicidad: representaba a la libertad
excarcelada. Volvía a ser Ena. Catorce meses después fallecía en «Vieille Fontaine».
J. P. D. 10.09.2014-24.05.2015
Los imprescindibles
Balmoral, Escocia, 1887 - Lausana, Suiza, 1969
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Battenberg, Ena de (Victoria Eugenia)
Ena de Battenberg (Victoria Eugenia)
A Mª Teresa Martos Da Riva en memoria de su padre, Luis Martos Jaldón
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Dato e Iradier, Eduardo
A Coruña, 1856 - Madrid, 1921
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los imprescindibles
Eduardo Dato e Iradier
Abogado y estadista.
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Encabezó un conservadurismo progresista aunque tercamente alfonsista —los llamados idóneos—, opuestos a los mauristas, defensores de un monarquismo reformista y liberalizador.
En 1899, siendo ministro de la Gobernación con Silvela, instituyó las leyes protectoras de los
obreros en accidentes laborales; así como las del trabajo de la mujer y el menor de edad,
bases de la moderna legislación social. Ministro de Gracia y Justicia en el II Gobierno Silvela
(1902-1903), promovió el régimen de tutela en las cárceles. Su primer Ejecutivo coincidió con
la Guerra Europea, en la que supo aconsejar a Alfonso XIII para mantener la neutralidad,
desoyendo los requerimientos de beligerancia provenientes de Alemania, Austria y Hungría.
Cara a Marruecos, el asesinato de Sidi Alkalay (mayo de 1915), delegado raisunista, lo desbordó. Sus decisiones fueron tan desafortunadas como sus consecuencias: privó a la Alta
Comisaría del doble imperativo de autoridad y ejemplaridad, sin el cual el Protectorado perdía toda legitimidad. En 1917, consciente del militarismo elitista del rey —esa parte del generalato que siempre tenía puertas abiertas en Palacio—, no plantó cara a las Juntas de Defensa. El jefe del Estado se convirtió en su rehén y el bipartidismo en un sistema cautivo. En mayo
de 1920, al formar nuevo gobierno, como ministro de la Guerra eligió a Luis de Marichalar por
ser persona cuidadosa. Y el señor vizconde lo era, sobre todo en su atuendo. El magnicidio del
8 de marzo de 1921 supuso un golpe devastador para el alfonsismo y el ejército. Dato no
hubiera asistido, aturdido y estupefacto —caso de su sucesor, Allendesalazar— al trágico
revés de Abarrán ni dejado morir a la gente de Navarro. Dato conocía bien la Marina y no
hubiese tolerado la impavidez delictiva de Fernández Prida al no movilizar la flota en socorro
de los sitiados en Monte Arruit.
J. P. D.
García Pérez, Antonio
Puerto Príncipe, Cuba, 3 de enero de 1874 - Córdoba, 27 de septiembre de 1950
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Hijo de Bernardino García y García, militar y héroe de las campañas de Cuba, y de Amalia
Pérez Barrientos, fue el primogénito de una familia de cinco hermanos. Tras obtener el empleo
de teniente de Infantería en la Academia de Toledo, en 1895 fue destinado a Cuba, encuadrado en el Batallón de Baza Peninsular n.º 6, en plena guerra de insurrección. Allí participó en
varias acciones de combate, como en la muy sangrienta de Peralejo, obteniendo dos cruces
al Mérito Militar con distintivo rojo.
En junio de 1896 volvió a la Península para realizar el curso de Estado Mayor, obteniendo este diploma en agosto de 1902. A continuación, estuvo destinado en los Regimientos
de Infantería Saboya n.º 6 y de Reserva Ramales n.º 73, en Córdoba, hasta agosto de 1905.
Durante esta árida y difícil posguerra del «desastre del 98» alternó la vida de guarnición con
el estudio y la lectura, imbuyéndose de un gran espíritu regeneracionista hacia la institución
de la que formaba parte.
Antonio García Pérez fue autor de gran número de obras relacionadas con aspectos
históricos y organizativos de América, siguiendo la estela de su origen antillano y su inquietud intelectual. Trabó conocimiento con varios militares suramericanos que le proporcionaron
acceso a fuentes bibliográficas y documentales. Sus escritos fueron pioneros en difundir episodios de la realidad americana apenas tratados en la España de la época.
Uno de sus primeros trabajos extensos fue el interesante y completo Estudio político-militar de la campaña de Méjico 1861-1867, aparecido en 1900. En 1901 obtuvo la Cruz
de 1.ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco por su obra Reseña histórico-militar de la
campaña del Paraguay (1864 a 1870). En 1902 publicó Reflejos militares de América, un
opúsculo de treinta páginas sobre varios países de América (Chile, México, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil, Ecuador, Perú). En 1903 se le concederá otra Cruz del Mérito Militar
por cinco de sus obras: Guerra de Secesión. El general Pope; Una campaña de ocho días en
Chile; Proyecto de nueva organización del Estado Mayor de la República Oriental de Uruguay; y Campaña del Pacífico entre las repúblicas de Chile, Perú y Bolivia (manuscrito). Y en
1905 publicó Añoranzas americanas.
Entre 1905 y 1912 estuvo destinado con el empleo de capitán como profesor en la
Academia de Infantería de Toledo. Allí alternó la labor docente con la continuidad de su actividad literaria. García Pérez fue designado también auxiliar de dirección en el recién creado
Museo de Infantería, con sede en el Alcázar toledano, siendo su director el coronel Luis de Fidrich Domecq. Coincidiría en la academia con su hermano Fausto así como con el también
capitán Víctor Martínez Simancas (ver biografía), con cuya familia emparentaría indirectamente años después.
Durante este periodo daría a la imprenta México y la invasión norteamericana (1906),
a la que seguirían Javier Mina y la independencia mexicana (1909). En la sesión del 15 de
Antonio García Pérez
Militar erudito, de inquietud moral y social, autor de una extensa producción
bibliográfica relacionada con la milicia, entre cuyos temas destacan Marruecos y
América.
205
Antonio García Pérez
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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febrero de 1906, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística lo nombró socio honorario
por unanimidad, «en debida correspondencia a los elevados propósitos en que se ha inspirado el señor García Pérez al redactar hasta ahora las muchas y brillantes páginas que de su
pluma han salido y en las cuales el nombre de México aparece rodeado de los más enaltecedores atributos».
En los siete años que ejerció la docencia en la Academia escribió así mismo varias
obras relativas a una de las cuestiones más candentes para la España de la época y que afectaría a miles de españoles: la presencia de nuestro país en el norte de África. La obra escrita
que Antonio García Pérez dedicó al tema aborda aspectos geográficos, históricos y lingüísticos. Su obra La cuestión del Norte de Marruecos, publicada en 1908, defiende las mismas tesis
que los ideólogos de la expansión española al otro lado del Mediterráneo. Antes incluso de
suscribirse los acuerdos que darían lugar a la instalación del Protectorado escribiría Geografía militar de Marruecos y Posesiones españolas en el África Occidental. Su trabajo Isla del
Peregil y Santa Cruz de Mar-Pequeña (1908) se convirtió en la única referencia sobre la cuestión muchos años más tarde, durante el incidente por el islote de Perejil del año 2002.
Pero nuestro biografiado continuaría dedicando sus escritos a cuestiones norteafricanas durante mucho tiempo. Recoge aspectos emotivos y morales, como los recuerdos a sus
compañeros, antiguos alumnos o meros soldados caídos en los campos de batalla de Marruecos. Valgan como ejemplo Heroicos infantes en Marruecos (1928) o Cómo murió en África el
heroico soldado Pedro González Cabot (1922), entre varias decenas de títulos realizados
entre 1906 y 1945.
El mismo año en que comenzó la campaña de Melilla de 1909 publicará Ocho días en
Melilla. Su libro Zona española del Norte de Marruecos está dedicado a uno de los generales
protagonistas en la instauración del Protectorado, el teniente general Alfau. En noviembre de
aquel año fue nombrado académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
Es asimismo notorio su interés por establecer contacto y contraste de pareceres con
prestigiosos arabistas como el escritor y corresponsal de guerra Guillermo Rittwagen Solano.
García Pérez plasmaría los conocimientos adquiridos sobre la lengua y la cultura árabes en
la enseñanza de esta disciplina, que hubo de impartir en la Academia de Infantería de Toledo.
Así vieron la luz el Vocabulario militar hispano-mogrebino (publicado en Melilla, en 1907, por
el periódico El Telegrama del Rif) y el texto manuscrito Árabe vulgar y cultura arábiga.
Durante sus años de profesor en la Academia de Toledo tuvo como alumno al infante Alfonso de Orleans y Borbón, hijo de la infanta Eulalia de Borbón, tía del rey Alfonso XIII. La amistad y
respeto que existió entre ambos se manifestó en la defensa publicada en prensa que García Pérez
realizó de su alumno en 1910, al ser este desposeído de todos sus derechos por contraer matrimonio con la princesa Beatriz de Sajonia-Coburgo-Gotha, de religión protestante, sin el permiso del
rey ni el visto bueno del jefe de Gobierno, Antonio Maura (ver biografía). El incidente le supuso un
mes de arresto y la apertura de un proceso que le podía haber supuesto seis años de prisión, pero
que quedó en suspenso por la intercesión de los infantes. Su carrera militar continuaría aparentemente sin novedad. Hasta el fin de sus días mantendría correspondencia con el infante, así como
con la propia infanta Eulalia. En 1912 fue ascendido a comandante y obtuvo el destacado nombramiento de Gentilhombre de Cámara del rey Alfonso XIII.
En 1914 fue destinado al Regimiento de Infantería de Borbón n.º 17 en Tetuán, donde,
además de diferentes acciones de guerra, sobresalió por los servicios humanitarios durante
la epidemia de peste bubónica declarada en el campamento del Hayar, al que fue destacado
Antonio García Pérez
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
en septiembre de 1915. Trasladado al campamento de Smir, en diciembre se hizo cargo del
mando del batallón, al frente del cual cooperó en rechazar una agresión del enemigo a Monte Negrón. A comienzos de 1916 se trasladó al campamento general de Dar Riffien y seguidamente al cuartel del Serrallo, donde se dedicó a la instrucción de reclutas. Desde estos puestos dirigió varias cartas al marqués de Borja, intendente de la Casa Real. Además de remitir
varias de sus publicaciones y pedir apoyo para su edición, aprovechó su amistad con el
marqués para trasladarle las pésimas condiciones de vida y salud de sus soldados, con el fin
de que llegaran a oídos del monarca, pensando ingenuamente que podría así contribuir a su
solución.
En abril de 1916 embarcó hacia Málaga, permaneciendo en esta plaza hasta que en
julio se trasladó con su batallón a Asturias con motivo de la huelga ferroviaria.
En 1919 fue ascendido al empleo de teniente coronel de Infantería y destinado al Regimiento Tarragona n.º 78 con sede en Gijón. Desde este cargo creó la «biblioteca para el
soldado», que asimismo instauraría en Algeciras en el Regimiento Extremadura n.º 15, donde
fue destinado en 1921. Por dichas iniciativas recibió la encomienda de la Orden Civil de Alfonso XII.
En agosto de 1921 fue destinado al Estado Mayor Central, en Madrid. Ese mismo año
el Ayuntamiento de Córdoba reconoció su iniciativa y esfuerzos por erigir el monumento a la
insigne figura histórica del Gran Capitán. En 1923 pasó a servir en la Secretaría General del
Estado Mayor Central. Desaparecido dicho organismo en la reorganización de 1925, durante
los años siguientes García Pérez desempeñó su actividad en la Dirección General de Preparación de Campaña del Ministerio de la Guerra.
A finales de 1928 fue ascendido a coronel y destinado a Cáceres al mando del Regimiento de Infantería Segovia n.º 75. En esta ciudad extremeña acometió una extensa labor
para la mejora de las condiciones de vida de los soldados y para tender puentes con una
población civil muy enfrentada a la institución tras los sucesos de Marruecos. En esta labor le
sorprenderá una lista de acusaciones, incluyendo la de femineidad, que le llevó ante un tribunal de honor celebrado en Valladolid en octubre de 1930. Virtualmente sin opción a defensa,
fue separado del servicio, causando baja en el ejército. Probablemente no fueran ajenas a
este suceso su afinidad monárquica, pública y notoria desde el incidente con el infante de
años atrás, su carácter erudito y su soltería, que le convertían en una rara avis para algunos
sectores de la institución en aquella convulsa época prerrepublicana.
Así comenzaría una larga lucha para reivindicar su honor. Tras la Guerra Civil —durante la cual estuvo un tiempo encarcelado en la checa de Porlier de Madrid— fue rehabilitado, aunque no tenemos constancia documental. Prosiguió con su actividad literaria y colaborando en diferentes revistas militares. Siempre mostró un especial interés por aspectos
sociales, culturales y humanistas, desde la óptica tradicionalista española, de cara a mejorar
la formación integral de oficiales y soldados. Recuérdese que su obra Patria había alcanzado
las siete ediciones entre 1923 y 1927. García Pérez vivió discretamente como «coronel de
Estado Mayor retirado» hasta su fallecimiento en el hospital militar de Córdoba en 1950. Su
obra ha sido rescatada del olvido por Jensen (2001) y Yusta (2011) y por el proyecto editorial
del que forma parte esta publicación.
J. M. G. A.
207
Bibliografía
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los imprescindibles
Antonio García Pérez
Jensen, Geoffrey, Cultura militar
española: modernistas,
tradicionalistas y liberales, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2014 (traducción
de la obra del mismo autor
publicada en 2001 por University of
Nevada Press).
208
Pérez Frías, Pedro Luis, «Cuatro
personajes y una obra», en VV. AA.,
Ejército y derecho a principios del
siglo XX, Las Rozas (Madrid), La Ley,
2012, pp. 89-229.
—, La vida que fue. Antonio García
Pérez, un intelectual militar olvidado
(biografía inédita).
VV. AA., América y España: un siglo
de independencias, ed. de Manuel
Gahete Jurado, Bilbao, Iberdrola,
2014.
VV. AA., México y España: la mirada
compartida de Antonio García Pérez,
ed. de Manuel Gahete Jurado,
Bilbao y Rute (Córdoba), Iberdrola y
Ánfora Nova, 2012 (dos ediciones).
VV. AA., El Protectorado español en
Marruecos: la historia trascendida,
dir. de Manuel Aragón Reyes, Bilbao,
Iberdrola, 2013.
Yusta Viñas, Cecilio, Alfonso de
Orleáns y de Borbón. Infante de
España y pionero de la aviación
española, Madrid, Fundación de
Aeronáutica y Astronáutica
Españolas, 2011.
Con agradecimiento a Manuel
Gahete Jurado, Pedro Pérez Frías y
Montserrat Barbé Capdevila por sus
aportaciones.
Gómez Jordana, Francisco
Mazarrón, Murcia, 1852 - Tetuán, 1918
J. P. D.
Pagés Miravé, Fidel
Huesca, 1886 - Quintanapalla, Burgos, 1923
Médico militar.
Al coronel médico Luis Arcarazo García, I Premio «Fidel Pagés» (2008)
Estudia en la Universidad de Zaragoza, donde se gradúa en 1908. En 1911 ingresa en la Sanidad Militar como capitán médico. Parte voluntario para cumplir misiones humanitarias en Austria- Hungría. Entre abril y septiembre de 1918 realiza fatigosas visitas de inspección a los
campos de prisioneros donde se hacinaban, por miles, soldados italianos, rusos, rumanos y
serbios. Cumple agotadoras estancias en el hospital militar vienés «Número 2». Investiga el
dolor agudo y cómo operar sin anestesia total. Los desastres de 1921 le llevan a Melilla, desbordada por el flujo de heridos graves. Alterna jornadas de un día y una madrugada en quirófano
con una mañana de descanso para, al atardecer, partir hacia el frente. Se desplaza en un rápido (los Ford de 20 HP) o en un biplano, en el que lo acompaña una monja. Aterriza en segunda
línea y allí mismo, rodeado de camillas —el anuncio de su llegada moviliza campamentos y
columnas— opera heridas de vientre o de cráneo. Salva vidas sin darse tregua y acumula una
fama tan grande como su cansancio. Se merece la Laureada, pero no es propuesto. Ese mismo
año publica su ensayo La anestesia metamérica, confirmación de su genial descubrimiento: la
anestesia epidural. En 1922 asciende a comandante. En 1923 solicita la excedencia. Decide
tomarse unas vacaciones con su esposa e hijos en el balneario de Cestona (Guipúzcoa). El 21
de agosto, de vuelta a Madrid, el coche que él mismo conducía se topa con un profundo bache,
emboscado en la Cuesta de la Brújula. Volantazo, choque contra un árbol, vuelco y fractura de
cráneo. España perdía así al que debió ser su segundo Nobel de Medicina después de Cajal.
J. P. D. 30.10.2013
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Alférez de Caballería en 1871, ingresó en el Estado Mayor, cuerpo del que llegó a ser profesor
en 1882 y, con posterioridad, reformador del Plan de Enseñanza. En 1903, coronel. Estudia y
escribe. Publica La Campaña de Andalucía en 1808 y La conquista de Argelia. La crisis de
julio de 1909 lo sorprende en Melilla. Su buen juicio y determinación evitaron mayores males.
En 1911 es nombrado director de la Escuela Superior de Guerra, lo cual certifica el reconocimiento del que gozaba y el acierto de quien validaba tal designación: el ministro Luque. Pasa
destinado a Melilla como general jefe del Estado Mayor de la Comandancia. Las campañas
de 1911-1912 las afronta con objetividad y resolución. Su entendimiento con Larrea y García
Aldave asegura la pacificación del territorio. Tras ser nombrado Marina alto comisario, persevera en la mejora del Plan Alhucemas. La dimisión de Marina y Silvestre lo llevan, en 1915, a
la Alta Comisaría. Desde Tetuán emprende negociaciones con El Raisuni que fructifican en el
pacto sellado en El Fondak (24 de mayo de 1916), por el cual columnas españolas y raisunistas acometerán el difícil sometimiento de los anyeríes, tribu que amenazaba Ceuta y Tánger.
La concordia dura poco y la guerra con El Raisuni se reactiva. Pide dinero y refuerzos, que
nadie atiende. Indignado por el intervencionismo de diplomáticos, políticos y empresarios en
los hechos protectorales, redacta su Memorial de Quejas a Romanones, lo concluye y, cuando lo revisaba, se desploma sobre su mesa de trabajo, fulminado por un infarto.
Francisco Gómez Jordana, Fidel Pagés Miravé
Militar. Afamado docente de historia y táctica.
209
Villalba Riquelme, José
Cádiz, 17 de octubre de 1856 - Madrid, 25 de noviembre de 1944
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los imprescindibles
José Villalba Riquelme
Erudito, ilustre y valeroso militar, destacado escritor y gran entusiasta
de la formación física.
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Fueron sus padres Rafael Villalba Aguayo y Adela Riquelme O’Crowley. Rafael cursó la carrera de Medicina, prestando servicio en hospitales de Córdoba, Ciudad Real y Granada, hasta
que en 1867 ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar. Tras participar en el movimiento revolucionario de 1868 y en la tercera guerra civil, en 1869 fue destinado a Puerto Rico, de donde
en 1873 pasó a Cuba; ambos destinos minaron su salud, obligándole a regresar enfermo a la
Península, donde murió de disentería crónica en 1879. Adela descendía de una familia de
comerciantes irlandeses afincada en Cádiz desde el siglo XVIII, a la que perteneció Pedro
O’Crowley O’Neill, renombrado numismático, anticuario y coleccionista de obras de arte —a
quien menciona Antonio Ponz en su conocida obra Viage de España—; otro destacado miembro de la familia fue Pedro O’Crowley Power, conocido profesor y traductor. El padre de Adela, Joaquín Riquelme y García de Paredes, fue un destacado matemático y catedrático de la
Universidad de Sevilla.
El matrimonio tuvo cuatro hijos, de los que Carlos y José serían militares, mientras que
Ricardo se dedicó a la enseñanza e Isabel profesó como monja de clausura en el convento de
las Comendadoras de Santiago, en Toledo.
Cuando la edad de sus hijos se lo permitió, Adela cursó la carrera de Magisterio, desempeñando posteriormente el cargo de directora de las Normales de Maestras de Ciudad
Real, Granada y Alicante; también estudió la carrera de Comercio, en cuya Escuela impartió
clases. Tras el fallecimiento de su esposo contrajo matrimonio con Enrique Díaz Trechuelo y
Ostman, también militar, hijo del marqués de Villavilviestre. Fue una mujer de gran carácter,
preclaro talento y gran cultura, destacada escritora y profesora, y una convencida feminista.
José Villalba pasó en Cádiz los primeros años de su vida, trasladándose en 1869 a
Puerto Rico en unión de su familia. Al cumplir los catorce años obtuvo plaza de cadete en el
Batallón de Infantería de Puerto Rico, del que pasó al Batallón de Infantería de Madrid, en la
misma isla, para continuar sus estudios militares, a cuyo término, en octubre de 1873, fue
promovido al empleo de alférez y destinado al Batallón de Infantería de Cádiz, sirviendo posteriormente en el Batallón de Artillería.
Una vez de vuelta a la Península, fue ascendido a teniente en 1875 y destinado al Batallón de Reserva n.° 2, en cuyas filas combatió a los carlistas formando parte del Ejército de Operaciones del Norte, valiéndole su destacada actuación la recompensa del grado de capitán. Tras
servir en el 3.er Regimiento de Ingenieros, en Aranjuez, en septiembre de 1876 fue trasladado con
el grado de comandante al Ejército de la Isla de Cuba, donde se reunió con su padre.
Una vez en La Habana, se incorporó a la Compañía de Telégrafos del Regimiento de Ingenieros, con la que tomó parte en operaciones contra los insurgentes, ganando por su valor
una Cruz Roja al Mérito Militar. Habiendo caído enfermo en dos ocasiones, no tuvo más remedio
que embarcar en 1878 hacia la Península, donde fue destinado al Batallón de Depósito de
Montoro (Córdoba), pasando muy pronto al de Cazadores de Manila, de guarnición en Madrid.
José Villalba Riquelme
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
En el mes de septiembre de 1882 fue nombrado profesor auxiliar de la Academia de
Infantería de Toledo, pasando al año siguiente en el mismo puesto a la recién creada Academia General Militar. Su sólida formación le permitió publicar en 1882 su primera obra, Elementos de Logística, cuando solamente ostentaba el empleo de teniente.
Durante los años siguientes impartió a los cadetes diversas asignaturas: Geografía e
Historia Militar, Telegrafía, Ferrocarriles y Contabilidad, Detall, Procedimientos y Literatura, y
otras, recibiendo como premio al ejercicio del profesorado la Cruz de Isabel la Católica.
Su segunda obra, Táctica de las tres Armas, fue recompensada en mayo de 1889 con
el empleo de capitán, premio rara vez concedido por tales motivos.
Tras pasar unos meses formando parte de la plantilla del Regimiento de Saboya, en 1890
volvió a la Academia General, correspondiéndole las clases de Reglamento de Campaña, Evoluciones de la Caballería y Artillería, Táctica de las Tres Armas, Constitución del Estado, Ley de
Enjuiciamiento, Literatura Militar y otras, y teniendo a su cargo la instrucción práctica de tiro.
En 1893, una vez disuelta la Academia General Militar, pasó a la de Infantería, alcanzando al año siguiente el empleo de comandante y siendo confirmado en su destino, pasando a impartir las asignaturas de Táctica de Brigada, Arte Militar, Reglamento y Curso de Tiro,
Organización Militar de España, Higiene, Geografía Militar de España y Posesiones, Guerras
Irregulares, Estrategia y Código de Justicia Militar, al tiempo que desempeñó a partir de 1895
el cargo de jefe de Instrucción Táctica. En 1897 su obra Táctica de las tres Armas fue declarada texto en la Academia, y en ese mismo año recibió una Cruz Blanca al Mérito Militar como
recompensa a los años de profesorado.
Causó baja en la Academia de Infantería al ser ascendido a teniente coronel en abril
de 1898, siendo su nuevo destino el Regimiento de Reserva de Badajoz y seguidamente el
Regimiento de Soria. En ese mismo año recibió la segunda Cruz Blanca al Mérito Militar, por
haber introducido modificaciones en la quinta edición de su obra Táctica de las tres Armas.
Los siguientes años sirvió en el Regimiento de San Fernando, en Madrid, y fue ayudante de campo del general Polavieja, ministro de la Guerra; fue agregado al Colegio de María
Cristina para Huérfanos de la Infantería, en Toledo, en el que desempeñó el cargo de jefe de
estudios; y volvió a partir de 1901 a ser ayudante de Polavieja, entonces en situación de
cuartel en Madrid, y más tarde director general de la Guardia Civil, jefe del Cuarto Militar de
S. M. el rey y jefe del Estado Mayor Central. Durante su estancia en el Colegio de Huérfanos
de Toledo publicó la obra Tiro Nacional.
A partir de 1905 formó parte de la comisión encargada de estudiar las islas Baleares
y posteriormente asistió como observador a las maniobras del Ejército francés, por lo que fue
recompensado con la Legión de Honor, valiéndole la memoria redactada posteriormente una
nueva Cruz Blanca al Mérito Militar.
Por tercera vez fue, en 1906, ayudante del general Polavieja, cuando este ocupó el puesto
de presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, pero en enero del año siguiente cesó al
ser nombrado jefe de estudios de la Academia de Infantería. Apenas llegó a Toledo su principal
preocupación fue tratar de mejorar las condiciones físicas de los cadetes y que adquiriesen conocimientos sobre la gimnasia, los deportes y el atletismo que pudiesen divulgar entre los soldados.
Ya en la Academia, publicó las obras Elementos de Logística (1908) y Juego de la
guerra (1909), recibiendo en recompensa otra Cruz Blanca al Mérito Militar.
Durante su etapa como jefe de estudios consiguió materializar diversos e interesantes
proyectos. Fueron famosas en Toledo las competiciones deportivas que se organizaban du-
211
José Villalba Riquelme
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
12
212
rante el periodo de prácticas en el campamento de Los Alijares: gimnasia, tiro de fusil, pistola
y ametralladora, hípica, tenis sobre hierba, equitación, ciclismo, esgrima, fútbol y atletismo
(carreras de velocidad, resistencia y relevos, salto de obstáculos, salto de altura y longitud,
salto de aparatos, lanzamiento de disco y jabalina).
Durante las fiestas de la Inmaculada tenía lugar un campeonato de fútbol entre las
compañías de cadetes, llegando a alcanzar este deporte tal desarrollo que la Academia se
enfrentó a partir de 1907 a los principales equipos españoles: Athletic de Madrid —al que
llegó a vencer—, Madrid F. C., Club Español, Alicante Recreation Club, Sociedad Gimnástica
Española y otros, afiliándose en 1909 a la Federación Española de Clubs de Foot-ball y tomando parte al año siguiente en el Campeonato de España.
A lo largo de esta etapa no se limitó a dedicar su atención a la formación intelectual y
física de los alumnos, sino también a la moral, para lo cual en 1908 fue el impulsor de la
creación del Museo de la Infantería —que hoy forma parte del Museo del Ejército—, inaugurado por Alfonso XIII y que llegaría a contar con siete salas.
Otro de sus logros fue la confección del catálogo de la biblioteca académica, creada
en 1809, y que cien años después contaba con cerca de diez mil volúmenes. Este catálogo
ganaría una Medalla de Oro en la Exposición de Valencia de 1910 y volvería a repetir en la
Universal de Bruselas del mismo año, donde se pidió a la Academia que lo dejase expuesto
con el fin de que se pudiese admirar la perfección de la obra.
Al ascender a coronel, en abril de 1909, fue nombrado director de la Academia de Infantería, por lo que pudo poner en práctica sus novedosas ideas sobre cómo habría de ser la
instrucción práctica que se impartiese a los alumnos.
Al poco de haberse hecho cargo del mando del centro de enseñanza, el rey le hizo el
honor de dirigir, al frente de tropas de la guarnición de Madrid, un ataque nocturno al campamento de Los Alijares, en el que el monarca pernoctaría en varias ocasiones.
De él procede la idea de la composición de un himno académico, Ardor guerrero, estrenado en 1909 y que años después se convertiría en himno del Arma de Infantería.
Consciente Villalba de la importancia de las enseñanzas prácticas para la formación
del futuro oficial, impulsó el desarrollo del campamento de Los Alijares, consiguiendo dotarlo
de luz eléctrica en 1910 y de agua potable en todas las instalaciones. También planeó la
construcción de barracones de mampostería, ocho de los cuales se fueron levantando con el
paso del tiempo, y a partir de 1911 inició la forestación del terreno campamental, comenzando por la plantación de mil árboles donados por Alfonso XIII.
La relación que tuvo con Alfonso XIII a través de las numerosas visitas que el rey realizó
a la Academia hizo que en 1911 fuese nombrado gentilhombre de cámara.
En 1913 proyectó la creación dentro de la Academia de lo que se iba a llamar Escuela
de Gimnasia y Esgrima, claro antecedente de lo que más tarde sería la Escuela de Gimnasia.
Debido a la alta estima que por él tenía el Ejército debido a sus elevados conocimientos, a finales de 1911 fue enviado a Melilla en comisión de servicio, y permaneció en la zona
durante un mes estudiando la situación militar. A su regreso a Toledo entregó la dirección de
la Academia en febrero de 1912 y se hizo cargo del mando del Regimiento de África en la
posición de Tifasor.
Su intervención en numerosos combates le valió la concesión de una Cruz Roja al Mérito Militar y el ascenso a general de brigada en octubre de 1912. Deseando el Ministerio de
la Guerra seguir contando con sus inestimables servicios, fue entonces nombrado subinspec-
Tercio
El 28 de enero de 1920 el entonces
ministro de la Guerra, general José
Villalba Riquelme, firmó el decreto
fundacional del denominado Tercio
de Extranjeros. Villalba es
considerado el decidido promotor de
lo que luego se conocería como La
Legión, tronco de un ejército de
aguerridos voluntarios. Su primer
jefe y organizador fue el teniente
coronel José Millán-Astray, tras un
viaje de inspección, en 1920, a los
acuartelamientos de la Légion
Étrangère en Sidi Bel Abbés (al sur
de Orán, Argelia). Una bandera
(batallón) es su principal unidad de
combate. Su fiera acometividad y
extrema resistencia durante las
extenuantes campañas de 1921 a
1927 dio la razón a quienes
intuyeron los beneficios políticos de
utilizar un cuerpo de tropas de
choque para hacer frente a los
mejores guerreros de África, caso de
rifeños y yebalíes, pero también
para aplacar el persistente clamor
existente en España ante la
crucificante continuidad de lo que
se llamó goteo de bajas: fuertes
pérdidas (mensuales) en los servicios
de aguada, la protección de
convoyes y defensa de posiciones
fijas. Desde hace años, a los
efectivos de la Legión vuelve a
conocérseles como fuerzas del
Tercio.
José Villalba Riquelme
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
tor de Tropas de la Comandancia General de Melilla, pasando a presidir la Junta de Arbitrios
de esta ciudad, desde la que impulsó la construcción de la plaza de España.
Volvió en mayo de 1914 al mando de tropas operativas, cuando se hizo cargo de la 1.ª
Brigada de Melilla, al tiempo que continuaba desempeñando los anteriores cargos. Participó
en diversas acciones durante los meses siguientes, logrando con sus tropas cruzar el río Kert
y establecer posiciones en la otra orilla, y siendo recompensado su destacado comportamiento con la Gran Cruz Roja al Mérito Militar. En julio de 1915 cesó en el mando y cargos
que desempeñaba al haber sido nombrado comandante general de Larache.
De nuevo fue reconocido su valor y acierto en la dirección de las operaciones al ser
ascendido a general de división por méritos de guerra en mayo de 1916, tras lo cual dejó la
Comandancia de Larache y se trasladó a Madrid.
Los años siguientes ejerció el cargo de gobernador militar del Campo de Gibraltar,
teniendo que intervenir en el control de las diversas huelgas de obreros que se produjeron en
Algeciras y otras poblaciones. Sus acertadas intervenciones fueron recompensadas con las
grandes cruces de Isabel la Católica y del Mérito Naval.
En noviembre de 1919 se trasladó a Inglaterra al frente de una comisión encargada de
adquirir material de guerra para el Ejército y en ese mismo mes, estando en Londres, recibió la
comunicación de que había sido nombrado ministro de la Guerra en el gabinete presidido por
Manuel Allendesalazar, cargo que desempeñaría durante menos de cinco meses, entre el 15 de
diciembre de 1919 y el 5 de mayo de 1920. Durante ese periodo de tiempo tuvo como secretario
al capitán Víctor Martínez Simancas —casado con su hija Adela, fallecida en Melilla en 1922—,
a quien siempre demostró un gran afecto y consideró como a un hijo.
Como si presintiese el escaso tiempo que iba a permanecer ocupando aquel importante puesto, estando todavía en Londres le dictó a su hijo Ricardo, que le acompañaba, el
borrador del decreto de creación de la Escuela de Educación Física de Toledo, que él mismo
inauguraría el 20 de febrero de 1920.
La experiencia adquirida por el general Villalba durante su destino en Marruecos y el
profundo conocimiento que tenía sobre la situación de nuestro Protectorado y el tipo de guerra que allí se libraba le animaron a firmar el 28 de enero de 1920 la creación del Tercio de
Extranjeros, más tarde convertido en La Legión, encargando al teniente coronel Millán-Astray
la dirección de una comisión formada en el Ministerio para iniciar su organización.
A continuación dedicó su tiempo a modernizar la uniformidad del combatiente, imponiendo el color caqui a todas las Armas y Cuerpos, aunque su cese prematuro impediría que
se implantase este modelo.
Incansable en su trabajo, aprobó la creación de las Comisiones de las Armas con el fin de
encauzar las Juntas Militares, tomó medidas para la mejora de la vida social y profesional de los
cuadros de mando y tropa, dio nuevas plantillas a los centros, dependencias y unidades del Ejército,
impulsó la aeronáutica militar —con la compra de aviones y construcción de aeródromos, y su
posterior reorganización— y el Servicio de Intérpretes de Árabe, y aprobó nuevos reglamentos, entre
ellos los de Armamento y Municionamiento, Recompensas en Tiempo de Paz y Guerra, Cuerpo Jurídico Militar, Medalla Militar, Servicio Postal Aéreo y Utilización de los Ferrocarriles en Tiempo de
Guerra, siendo su última disposición la relativa a la reorganización del Cuerpo de Sanidad Militar.
No olvidó en esta etapa de su vida su amor por el deporte, pues dictó normas sobre el
fútbol, autorizando a los cuerpos y unidades «la formación voluntaria de grupos adiestrados
en la práctica de los juegos llamados de balompié».
213
José Villalba Riquelme
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
214
La pronta caída del Gobierno Allendesalazar le impediría solucionar los problemas por
los que atravesaban las tropas desplegadas en Marruecos, por él perfectamente conocidos y
que al no remediarse provocarían al año siguiente el desastre de Annual.
Tras su cese recibió el nombramiento de consejero del Consejo Supremo de Guerra
y Marina, cargo que abandonaría muy pronto para volver a convertirse en gobernador militar del Campo de Gibraltar, al tiempo que desempeñaba la presidencia de la Junta Especial de Subsistencias de dicho territorio. Desde este puesto dirigió en el mes de julio de
1921 un interesante informe a S. M. el rey sobre la actuación de España en Marruecos, en
el que exponía las causas del desastre de Annual y la forma en que se debía actuar en un
futuro.
En ese mismo verano de 1921 regresó al puesto de consejero, que continuaría ejerciendo tras haber pasado a la situación de primera reserva en 1922 y en el que cesaría al
llegarle el pase a la segunda reserva en 1924.
Elegido senador por la provincia de Alicante en enero de 1921, defendió desde su escaño el comportamiento de la oficialidad de Infantería durante el desastre de Annual.
Ya en la reserva, tuvo la oportunidad de dedicarse a uno de sus temas favoritos al ser
nombrado presidente de la Comisión para el Estudio y Reglamentación de la Educación Física Nacional e Instrucción Premilitar, visitando en 1925 diversos centros y organizaciones extranjeras relacionados con dichas materias.
Un año después pasó a ser presidente de la Junta calificadora de aspirantes a destinos públicos reservados a las clases e individuos de tropa y sus asimilados, y por entonces
publicó Organización de la educación física e instrucción premilitar en Francia, Grecia, Alemania e Italia, basada en los viajes realizados a estos países.
A partir de la proclamación de la República permaneció en Madrid alejado de toda actividad de carácter militar y político. Al iniciarse el levantamiento militar de 1936, un grupo de
milicianos se presentó en su casa con intención de detenerlo y darle el «paseíllo», impidiéndolo
la Embajada Británica por tener el general Villalba el tratamiento de Sir, al haber recibido del
Gobierno británico la Cruz de la Orden de Comendador de San Miguel y San Jorge.
Al término de la Guerra Civil, fue nombrado en marzo de 1943 presidente de la Junta
Superior de Patronatos de Huérfanos de Militares, cargo que desempeñó hasta su fallecimiento.
La obra literaria que nos legó el general Villalba fue muy vasta y variada, abarcando
multitud de temas: fortificación, táctica, logística, armamento, geografía, literatura, historia,
enseñanza… La primera edición de su principal trabajo, la Táctica de las tres Armas, tuvo lugar en 1886, a la que siguieron otras nueve hasta 1928, cuando vio la luz la última, que del
tomo único inicial había pasado a estar compuesta por cuatro.
Contrajo matrimonio dos veces, la primera con Luz Rubio Rivas, con la que tuvo nueve hijos,
de ellos seis varones, todos ellos militares y pertenecientes al Arma de Infantería: Antonio (1885),
José Eduardo (1889), Carlos (1890), Ricardo (1892), Álvaro (1897) y Fernando (1902). Cinco de
ellos combatieron en Marruecos entre los años 1909 y 1925, algunos en la columna mandada por
su padre, perdiendo la vida Carlos en 1914 en el combate de Kudia Federico.
En segundas nupcias, el general Villalba se desposó con María de la Cinta Fermosel Villasana, con la que no tuvo descendencia; este matrimonio se celebró en la catedral de la Almudena
de Madrid y actuó como padrino el general Polavieja. Una de las hijas de su primer matrimonio
fue Adela, desposada con Víctor Martínez Simancas, quien, al igual que su suegro, llegaría a obtener el empleo de general de división.
La sepultura del general Villalba se encuentra en el cementerio de Toledo, cuyo Ayuntamiento agradecería cuanto había hecho por la ciudad nombrándole Hijo Adoptivo en 1926
y dando su nombre a una avenida al término de la Guerra Civil.
J. L. I. S.
Vives Vich, Pedro
Igualada, Barcelona, 1858 - Madrid, 1938
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Pedro Vives Vich nació en Igualada el 20 de enero de 1858, en una familia sin antecedentes
militares (su padre era fabricante textil). En 1878 terminó sus estudios en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, donde había ingresado con diecisiete años y donde siempre estuvo
situado en el primer puesto de su promoción. Nada más salir de la Academia, una curiosidad
innata que le duraría toda la vida le movió a viajar a París, para visitar la Exposición Internacional. Pasó sus empleos de teniente y capitán forjándose en el mando de tropas, en los regimientos 2.º y 4.º de Ingenieros. En 1881 fue destinado a Cuba, donde sirvió en la Comandancia de Ingenieros de Santa Clara, encargada de las obras de fortificación y castrametación
y posteriormente en el 2.º batallón del Regimiento de Ingenieros de Cuba. En 1884 obtuvo una
licencia para viajar por Estados Unidos, con idea de ponerse al día de los últimas aplicaciones técnicas a la industria, estancia que aprovecharía, entre otras cosas, para estudiar el
sistema de tracción por cables subterráneos del famoso tranvía de San Francisco.
De regreso a la Península, Vives fue destinado a la Comandancia de Ingenieros de la
provincia de Lérida. Allí estudió con detalle las posibles soluciones para acabar con la tradicional
incomunicación del valle de Arán durante el invierno, una obra considerada por entonces como
irrealizable. Casi cuarenta años después, sería el propio Vives, en su cargo de subsecretario de
Fomento durante el Directorio de Primo de Rivera, quien impulsaría la construcción del túnel que
solucionó para siempre el problema. En 1887 pasó a la Comandancia de Ingenieros de Málaga,
donde se ocupó de las fortificaciones para la defensa de la plaza de Tarifa. En 1892, el ya comandante Vives diseñó un modelo de barracón de montaje rápido para alojamiento de tropas,
que sería empleado con profusión en las campañas de África y que, con pocas modificaciones,
se mantuvo en servicio en el Ejército español durante casi un centenar de años.
Un Real Decreto fechado el 17 de agosto de 1896 creaba el Servicio de Aerostación
Militar en el Establecimiento Central de Ingenieros de Guadalajara. Como jefe se designó al
comandante Vives, decisión en la que sin duda influyó su formación y afición a los adelantos
de la técnica, por otra parte tan ligados tradicionalmente al Cuerpo de Ingenieros. Con las
guerras de Cuba y Filipinas en su apogeo, las circunstancias no eran las más propicias para
el desarrollo de una nueva unidad que necesitaba de un elevado presupuesto de material y
equipamiento. Los primeros años fueron duros, pero la iniciativa y el tesón de Vives y sus colaboradores fueron venciendo las dificultades. Para estudiar los avances de la técnica, visitaron Alemania, Austria e Italia, donde comprobaron la superioridad del denominado «globo
cometa» sobre el esférico. El propio Vives viajó frecuentemente al extranjero para formarse
como piloto de globos, transmitiendo, ya en España, sus conocimientos a los demás oficiales.
Entre 1904 y 1907 se efectuaron las primeras prácticas de la Aerostación simultáneamente con el empleo de los aparatos en diversas maniobras militares terrestres. Los principales colaboradores de nuestro personaje fueron en esta época los oficiales de ingenieros Kindelán (ver
biografía), Barrón, Paula y Rojas. Este equipo de hombres consiguió con su dinamismo y entrega
Pedro Vives Vich
Militar, combatiente en África y ministro de Fomento, considerado el padre de la
aviación española.
215
Pedro Vives Vich
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
216
que la unidad desarrollara una intensa labor. El material alemán adquirido fue utilizado de forma
intensiva, reparándose y perfeccionándose en los propios talleres alcarreños. Durante estos años
continuó la ardua tarea de perfeccionar la formación del personal de la unidad, lo que permitió
la creación del Batallón de Aerostación de Ingenieros y su envío a la campaña de Melilla de 1909,
donde sufrió su bautismo de fuego. Sobre la personalidad de nuestro biografiado, en 1908 el jefe
del Estado Mayor anotaba en su hoja de servicios: «Inteligentísimo, de gran cultura, duro al trabajo, animoso y entusiasta...». Sobre su proverbial capacidad de trabajo eran generales los comentarios entre sus subordinados, que comentaban sus jornadas de «30 horas al día los 400 días del
año». Tras su ascenso a coronel a primeros de 1908 sería destinado a la Comandancia de Ingenieros de Ceuta, donde desarrolló una importante labor en la construcción y mejora de infraestructuras del Protectorado de Marruecos en aquella zona, sin desvincularse de la unidad de globos. Finalizada la campaña, Vives y Kindelán viajaron a Francia y Alemania, donde estudiaron el
comportamiento de los diferentes modelos de dirigibles —el francés Astra1 y el Zeppelin germano— y fruto de sus observaciones fue la decisión de adquirir el dirigible España (construido por
el fabricante del Astra galo) por el Ejército. El aparato, que llegó a Guadalajara en mayo de 1910,
gozó de gran fama y repercusión mediática en la época, apareciendo en numerosos reportajes
de las revistas ilustradas. Estaba equipado con un motor Panhard de 104 CV y en su barquilla
podían alojarse cinco tripulantes; tenía una autonomía de dos horas y un techo de vuelo de 1500
metros. En febrero de 1913 el rey Alfonso XIII, gran aficionado al automovilismo y entusiasta de la
aviación, visitaría el aeródromo de Cuatro Vientos, efectuando un vuelo de 14 kilómetros a bordo
del España, con Vives a los mandos del aparato.
Simultáneamente a estos acontecimientos, Vives fue nombrado director de la Academia de Guadalajara, donde dio un extraordinario impulso a la formación de los cadetes de
Ingenieros, introduciendo toda clase de deportes —patinaje, tenis, fútbol, remo— y disponiendo además la agregación de oficiales a la unidad de globos para infundir un interés por
la materia que después permitiera formar a los futuros aviadores. Todas aquellas actividades
impulsadas por Vives sufrieron cierta incomprensión por parte de algunos sectores de la institución, aquellos tradicionalmente reacios ante toda innovación.
Cabe consignar que unos años antes, en 1905, y fruto de la colaboración de Vives con
el deportista Juan Fernández Duro, también piloto de globos y primer español piloto de aeroplano, impulsor y gran propagandista de la aerostación y del automóvil en nuestro país, se
había fundado el Real Aeroclub de España, bajo la presidencia de S. M. Alfonso XIII. Esta sociedad se destacó en la organización de las primeras carreras y competiciones de globos que
fueron fomentando la afición y el conocimiento por estos artefactos en nuestro país. Sin embargo, pronto los avances de la técnica iban a experimentar un impulso decisivo cuando comenzaron a volar los primeros aparatos más pesados que el aire.
Tras las primeras experiencias —las de los norteamericanos hermanos Wright2, Blériot
y Roland Garros en Francia, Santos Dumont y Loygorri en España, entre los años 1905 y
1911— el aeroplano empieza a desarrollar sus inimaginables posibilidades, que no pasaron
desapercibidas para Vives y sus colaboradores. El 7 de marzo de 1911 comenzó la experimentación con aeroplanos en el seno de la Comisión de Material de Ingenieros. Vives, en su puesto de jefe de la Aerostación, también recibió el cargo de director de la enseñanza y experimentación. Propuso la compra de unos terrenos cercanos a Madrid, en Cuatro Vientos, para
establecer lo que sería el primer aeródromo militar, y la adquisición de los primeros aparatos
modelo Farman en Francia. En ese mes de marzo de 1911, el coronel Vives fue el primero,
Pedro Vives Vich
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
dando ejemplo de su espíritu aventurero, en efectuar un vuelo, acompañando al aviador francés Mauvais. Tras un periodo de prácticas para formar a los primeros pilotos, comenzaron los
vuelos en solitario. El 2 de julio obtuvieron el título de la Federación Aeronáutica Internacional
(FAI) el capitán Kindelán y el teniente Barrón, que fueron los primeros militares en conseguirlo,
precedidos del civil Benito Loygorri y del infante de Orleans.
Muy pronto el aeroplano experimentaría un desarrollo tecnológico sin precedentes. De
los apenas unos centenares de inseguros y primitivos aparatos del inicio de la Gran Guerra,
que combatían a tiros de pistola en 1914, se pasaría a los grandes combates aéreos protagonizados por los míticos ases de la aviación —Richtofen, Guynemer, Rickenbacker— con ametralladoras sincronizadas con el rotor principal. Finalmente los dirigibles demostrarían su inferioridad ante el fuego de la artillería antiaérea enemiga y sobre todo frente a los miles de
aeroplanos puestos en servicio por los contendientes en las fases finales de la guerra.
Entre 1911 y 1912 se formaron cinco promociones de pilotos. Los componentes de la
primera fueron todos oficiales del Arma de Ingenieros, los cuales serían profesores para los siguientes cursos. Vives participó personalmente acompañando a los alumnos en todas las prácticas de vuelo y continuaría haciéndolo frecuentemente en los siguientes cursos. A partir del
primero, el curso de pilotos quedó abierto a oficiales de todas las armas. En junio de 1912 falleció el capitán Bayo en un accidente a los mandos de un Farman, el primer caído de la aviación
española. El día 15 de febrero de 1913 se efectuó la primera actividad de cooperación de las
fuerzas del aire de la escuela de Cuatro Vientos con otras terrestres, en las maniobras que tuvieron lugar en el puente de San Fernando del Jarama. La fuerza aérea estaba constituida por
una escuadrilla y el dirigible España. Fue el espaldarazo definitivo para la obra de Vives: un
Decreto de fecha 16 de abril de 1913 creaba el Servicio de Aeronáutica Militar, estableciendo
que el aeroplano podía ser útil para «el servicio de exploración y otras actividades». Ese mismo
día Vives era nombrado primer director de la Aeronáutica. Y el 14 de julio de 1913 efectuaron
su primer vuelo de prueba dos escuadrillas, la primera de biplanos Farman y la segunda de
Bristol, con Vives formando parte como observador a bordo de uno de estos aparatos. Aquellos
pioneros de la aviación vivían inmersos en el espíritu deportivo que animaba a civiles y militares, en una época en que era frecuente ver en las revistas ilustradas dramáticas imágenes de
aeroplanos de tela y madera convertidos en amasijos informes y automóviles accidentados en
carreras que la mayoría consideraba locuras imprudentes.
En el mes de agosto de 1913 Vives viajó de nuevo a Marruecos, esta vez en comisión
de servicio para estudiar en Tetuán las posibilidades de que la aviación militar cooperara
con las operaciones que se preparaban contra El Raisuni. Una vez decidida esta intervención, se seleccionó como base un campo en Sania-Ramel, en Adir, en la margen izquierda del
río Martín, que no ofrecía grandes facilidades para el vuelo, pero era el único disponible en
la zona. A partir de entonces, se entraría en un ritmo frenético: el 18 de octubre se ordenó la
formación de una escuadrilla para entrar en operaciones y el 25 de octubre estaba formada con ocho aviones para vuelo y cuatro de repuesto: cuatro biplanos Farman y cuatro
Lohner, y cuatro monoplanos Nieuport, constituyendo la primera escuadrilla de combate del
mundo. España fue la primera nación que emplearía la aviación como arma ofensiva de
forma organizada, siguiendo el ejemplo de Italia, que había utilizado aeroplanos para reconocimientos y efectuado el primer bombardeo por un aparato aislado —el subteniente Gavotti, el 1 de noviembre de 1911— en sus operaciones contra los turcos en la olvidada
Guerra de Libia de 1911-1912.
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Pedro Vives Vich
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Todo el material y los componentes de la escuadrilla, así como el personal auxiliar,
fueron trasladados de Algeciras a Ceuta en el transporte de la Armada Almirante Lobo, llegando a Tetuán el día 28 de octubre los primeros elementos y efectuándose el primer vuelo
sobre territorio africano el día 2 de noviembre. El día 3 el coronel Vives ordenaba que se efectuara el primer reconocimiento aéreo y dos días más tarde el primer bombardeo aéreo, llevado a cabo por los capitanes Barrón y Cifuentes a los mandos de un Lohner. En aquellos momentos iniciales los aparatos iban equipados con cámaras fotográficas, visores y bombas
Carbonit fabricados en Alemania y que en palabras de Vives eran superiores en muchos aspectos a los empleados por los franceses.
Los aeroplanos iban a mostrarse decisivos para el planeamiento de las operaciones, e
incluso en los mismos momentos del combate, eliminando el factor sorpresa que el conocimiento del terreno proporcionaba a un enemigo agazapado en los escondrijos del Rif. Tanto
el alto comisario en Marruecos, general Marina, como el general Fernández Silvestre, jefe de
las operaciones, harían amplio y entusiasta uso del asesoramiento de Vives, empleando los
aparatos reiteradamente, con el propio Vives volando como observador en muchas ocasiones. En una acción de apoyo logístico serían heridos de bala el teniente de Infantería Ríos
Angüeso y el capitán de Ingenieros Barreiro, primeros condecorados de aviación con la Cruz
Laureada de San Fernando. Pronto se establecerán nuevos aeródromos, uno en Arcila, otro en
Larache a primeros de 1914 y finalmente, otro en Zeluán, para el sector de Melilla, lo que da
idea del impulso que cobrará esa incipiente aviación militar en aquella campaña africana. En
las campañas de los años veinte se establecerían media docena más de aeródromos, incluyendo una base de hidros en el Atalayón (Melilla).
Durante la guerra europea de 1914-1918 se suspendieron las operaciones en Marruecos. Son años en que es muy difícil contar con material procedente del extranjero, inmersas
las potencias europeas en sus propias necesidades bélicas. Los aparatos se mantienen y reparan con los medios disponibles en los propios talleres de Cuatro Vientos. En agosto de 1915
se autorizó la convocatoria de una nueva promoción de pilotos. Pero el desgaste sufrido por
los aviones en las escuelas y en las escuadrillas de África durante las operaciones no fue fácil
de solucionar. Vives se empeñó personalmente en conseguir que algún fabricante nacional
tomase la iniciativa de proyectar un motor de aviación. Por fin, tras multitud de pruebas, la
casa Hispano-Suiza, que tenía una sede en Barcelona y otra en Guadalajara donde se fabricaban motores para automóviles y camiones, construiría un motor capaz de equipar un aeroplano diseñado por el capitán Barrón. Nacen así los aparatos Flecha, que se fabricarán en
España y equiparán a las escuadrillas de África. Y ese mismo año, Vives elegiría en Cartagena una zona donde instalar la primera base de «hidroplanos» española en Los Alcázares,
adonde llegarían los seis primeros aparatos tipo Curtis. Pronto se mostraría la conveniencia
de contar con este tipo de aviones en un país con una extensa franja litoral, como había señalado el coronel Vives en su propuesta de adquisición. Al poder amarar, no precisaban de
aeródromos terrestres, tan complicados de ubicar debido a la orografía y las dificultades de
comunicación del teatro de operaciones africano.
El 14 de octubre de 1915 Vives fue cesado al frente de la Aeronáutica Militar, circunstancia que él mismo achaca a las envidias y la oposición de sectores militares a su persona. Pero
los aviones siguieron desempeñando un importante papel durante las campañas de 19211927. El 15 de agosto de 1917 se daba otro paso más al crearse la Aviación Naval, estableciéndose una escuela en Cartagena y bases en Puntales (Cádiz), Ferrol y la propia Cartagena.
J. M. G. A.
Pedro Vives Vich
Los imprescindibles
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Tras una breve estancia en Cataluña, fue destinado nuevamente a petición propia a
Ceuta en julio de 1915. Como jefe de Ingenieros del Territorio Occidental, recorrió el sector y
dirigió numerosas obras de fortificación. En marzo de 1917 ascendía a general por méritos de
guerra. Hasta el año 1921 permanecerá en la Península, en la Comandancia de Ingenieros
de Aragón y como jefe del Servicio de Ferrocarriles. Tras el desastre de Annual sería llamado de
nuevo a África, donde desempeñó el cargo de inspector de los Servicios de Ingenieros, ascendiendo a divisionario en noviembre de 1921. Desde ese puesto impulsó numerosos trabajos de
fortificación, caminos, aguadas, telégrafos, hospitales y castrametación. Después desempeñaría el cargo de gobernador militar de Cartagena. En 1923 fue designado comandante general de Melilla. Durante su breve estancia en aquel cargo, Vives coordinaría eficazmente la
actuación de la aviación, que continuó prestando destacados servicios e incrementando su
importancia en las operaciones siguientes. Sin embargo, presentó su dimisión al no atenderse
sus recomendaciones por un Gobierno que daba claras muestras de falta de decisión para
culminar las operaciones militares. Años después, aquella larga guerra finalizaría tras la magna operación combinada que fue el desembarco de Alhucemas de 1925, donde actuaron conjuntamente globos y aviones de la Aeronáutica Militar y de la Naval, incluyendo hidroaviones
de ambos servicios y efectivos españoles y franceses.
En la última etapa de su vida, Vives desempeñaría el cargo de subsecretario de Fomento (equivalente en esa época al de ministro, que se había suprimido) con el Gobierno de
Primo de Rivera (1923-1930), dando de nuevo muestras de su actividad e iniciativa. Bajo su
dirección e impulso personal se reorganizaron los servicios del ministerio. También puso las
bases para mejorar la situación de la minería; se organizaron dos congresos internacionales
de agricultura; se estableció un ambicioso plan de carreteras, se fundó la Renfe y se construyó la Ciudad Universitaria de Madrid; también se abrió el enlace directo Algeciras-Ceuta por
vía marítima, el ferrocarril de Sarriá y la primera línea de metro de Barcelona.
Al estallar la Guerra Civil en julio de 1936 se hallaba en Madrid y ante el riesgo que
corría por su doble condición de militar y político de la monarquía, se refugió en la legación
de Noruega. Allí falleció el 9 de marzo de 1938 una de las escasas figuras señeras de la innovación tecnológica en la España del primer tercio del siglo XX y el fundador de la aviación
española.
Notas
1 Estaba basado en el aparato
diseñado por el español Torres
Quevedo, quien, a pesar del
apoyo de Vives, no pudo
encontrar financiación para
fabricarlo en nuestro país.
2 Vives tuvo ocasión de volar con
Wilbur Wright en 1909 durante
una estancia en la escuela de
vuelo situada en la ciudad
francesa de Pau.
219
II.III Los sacrificables
220
Alonso Estringana, Francisco
Mías
Unidades regulares indígenas de
Infantería y Caballería integradas
en el Ejército de África y mandadas
por un caíd mía, rango equivalente
al de capitán en el Ejército español.
Cuando este mando recaía en un
«oficial moro» podía asumirlo un
oficial de 2ª (teniente) o un alférez.
Sus efectivos se situaban en torno a
los cien hombres.
Los sacrificables
El capitán Alonso Estringana ostenta el dignísimo honor de ser el militar español con el mayor
número de Cruces de 1.ª clase de la Orden del Mérito Militar con distintivo rojo en la historia
del Ejército español, pues hasta la fecha no existe documentado el caso de un militar que
ostentara u ostente mayor número de cruces rojas que las ¡¡quince!! otorgadas al capitán
Alonso. Caso este a todas luces extraordinario.
Hijo de José Alonso Jiménez y Rosa Estringana Benavente, estudió en el Instituto Cardenal Cisneros, obteniendo la calificación de aprobado en los dos ejercicios del grado de
bachiller durante el curso 1897-1898.
El 5 de noviembre de 1898 fue filiado como soldado de Ingenieros por su suerte, alistado para el reemplazo de aquel año y causando alta en la 3.ª Compañía del Batallón de
Ferrocarriles. El 15 de septiembre de 1899 ingresó en la Academia de Caballería procedente
de la clase de tropa; allí recibiría su primera condecoración, la Medalla de Alfonso XIII.
En julio de 1904, promovido al empleo de segundo teniente de Caballería, es destinado
al Regimiento de Cazadores de Treviño n.º 26 (Barcelona). En 1907, destacado en Villafranca
del Penedés, es promovido al empleo de primer teniente, en propuesta extraordinaria de ascenso, y el 1 de octubre marchó a Madrid como alumno de la Escuela de Equitación Militar; allí
permaneció hasta finales de julio de 1908, incorporándose el 18 de agosto a su regimiento.
Según la comunicación número 2102 de 9 de octubre, del 2.º Regimiento Mixto de Ingenieros, manifiesta su coronel haber quedado complacido por el comportamiento y aplicación del teniente Alonso en las prácticas realizadas en el manejo de explosivos.
En 1909 será destinado por primera vez al continente africano, llegando a Melilla el 16
de julio procedente de Barcelona en el vapor Buenos Aires, pasando a formar parte de la Brigada Mixta de Cazadores.
Recibirá su bautismo de fuego trece días después, el 19 de julio, al conducir un convoy
a la segunda caseta del fortín Alfonso XII; muy pronto comienza a destacar y brillar con luz
propia, recibiendo felicitaciones de los generales José Marina y Tovar por su comportamiento
en campaña, destacando entre ellas la recibida por la defensa de Nador, en cuya plaza en
octubre sostuvo fuego, pie a tierra, a las órdenes de S. A. R. el infante don Carlos. En esa época vestirá el típico uniforme de rayadillo de los cazadores.
Por Real Orden de 20 de diciembre le será concedida su primera Cruz de 1.ª clase del Mérito Militar con distintivo rojo, por su comportamiento en los combates sostenidos el 27 de julio en Ait
Aixa. Solo siete días después, otra Real Orden le otorga su segunda Cruz roja, esta vez por su distinguido comportamiento en los ataques al campamento de Sidi Ahmet el-Had, los días 22 y 23 de julio.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Coronel del arma de Caballería, condecorado con quince cruces del Mérito Militar con
distintivo rojo y recompensado con dos ascensos por méritos de guerra, fue uno de los
militares de mayor consideración y prestigio en el Ejército de África (periodo 19091930). Fue un personaje clave en la Oficina Española de Asuntos Indígenas, donde
desempeñó los cargos de capitán de mía de Policía Indígena (más tarde interventor
en las renombradas Intervenciones Militares Jalifianas).
Francisco Alonso Estringana
Madrid, 19 de noviembre de 1878-Benejama, Alicante, 19 de abril de 1944
221
Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Las cruces rojas del Mérito Militar de 1.ª clase se concedían a los oficiales que, con
valor, hubieran realizado acciones, hechos o servicios eficaces en el transcurso de un conflicto armado u operaciones militares, que implicaran el uso de la fuerza y conllevaran unas
dotes de mando significativas.
El 19 de julio volverá a la Península, embarcando en el vapor Villarreal y desembarcando en Barcelona el día 21, pasando a cubrir el destacamento de Villanueva y Geltrú. En 1910
es comisionado al Grupo de Escuadrones de Caballería de Ceuta, al que se incorporó el 14
de marzo. Su tercera Cruz roja del Mérito Militar, esta vez pensionada, la recibe por los méritos
contraídos en el combate de Ulad-Set-tud (Melilla).
Se le concede ese mismo año el uso de la Medalla de campaña de Melilla, con cuatro
pasadores que llevan las inscripciones de Sidi Hamed el Hach, Gurugú, Hidum, Nador, Zoco
el Jemis y Atlaten, acreditando así su participación en los combates que tuvieron lugar en
dichas localizaciones.
En 1911 se le concede la Cruz roja del Mérito Militar, pensionada, como mejora de recompensa ya concedida por los méritos del 22 y 23 de julio de 1909.
De nuevo será destinado a Melilla, en situación de excedente; en mayo de 1912 recaló
en el mítico y laureado Regimiento de Cazadores de Alcántara n.º 14 de Caballería, desde
donde sería adscrito en comisión a las tropas del Cuerpo de Policía Indígena de Melilla (luego
llamado Intervención Militar). El 15 de noviembre es destinado a la 5.ª mía, haciéndose cargo
de su policía montada.
Recibe su cuarta Cruz roja, por llevar más de tres meses en activas operaciones de
campaña. Se distingue en los fuegos entablados en la posición de Sammar, frente a los malhechores que cruzaron el Kert, frontera de discordias. En 1913 otra Cruz más, la quinta, esta
vez por la ocupación de posiciones en las inmediaciones de Ceuta.
Ese mismo año se distingue el 7 de marzo en un ligero tiroteo, al pasar el río Kert para
rescatar el cadáver de un moro confidente: Mizzian Amar, muerto por una partida de merodeadores. El 22 del mismo mes, cruza el Kert frente al poblado de Sammar, con el fin de preparar la
captura de dos desertores, consiguiéndolo tras dura lucha y después de disfrazarse con dos
oficiales más y un mocadén.
Por esta última acción recibirá su sexta Cruz roja del Mérito Militar el 11 de junio.
Más tarde consigue desbaratar el intento de robar ganado en el poblado de Sammar, causando tres bajas a los atacantes. Se le concede el uso de la Medalla de África. En
1914 continúa prestando servicios de emboscada en Sidi Messaud y manda el destacamento de Sammar. El 20 de marzo conferenció al otro lado del Kert con el célebre bandido
Mohammed Ben Ayel, al cual se logró atraer. El teniente Alonso continúa siendo citado en
numerosos partes de guerra como muy distinguido y toma parte en la ocupación de Tistutin, protegiendo la retirada de los Escuadrones de Alcántara y sosteniendo nutrido fuego
contra el enemigo.
Como recompensa a su valor es ascendido al empleo superior inmediato por méritos
de guerra: capitán. En 1915 se distingue en sus labores de negociación política, celebrando
conferencias en Sammar con varios jefes de cabilas situadas en la orilla opuesta del río Kert.
Sigue realizando operaciones de emboscadas y las labores propias de la Policía Indígena; en
la plaza de Tifasor captura a un indígena que había robado un fusil Mauser en el Zoco Had
de Beni Sicar. Consigue también capturar a un moro que portaba quinientos paquetes de
dinamita a la parte opuesta del Kert, de nuevo frontera natural de agravios y disensiones.
Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
En julio de 1915 es destinado como agregado al Regimiento de Cazadores de Alcántara n.º 14 de Caballería, por haber sido nombrado para el mando de armas del 1.er Escuadrón; mandará también el 2.º Escuadrón hasta que pudo disfrutar en Madrid de una merecida licencia de Pascuas en las Navidades de ese año.
De nuevo en el Rif, por Real Orden de 11 de marzo de 1916 es destinado al Cuadro
eventual de Melilla y, en comisión, a la Oficina Central de Asuntos Indígenas, incorporándose
el 20 del mismo mes. Asiste en prácticas a la Sección 3.ª (Negociado del Kert) y toma parte el
26 de marzo en el fuego sostenido por la 10.ª mía en Usugar.
El 1 de junio se incorpora a la 4.ª mía de Policía Indígena y continúa prestando los
servicios de su clase; será recompensado otra vez con una Cruz roja del Mérito Militar, por los
méritos contraídos desde el 1 de marzo de 1915 al 30 de junio de 1916. Todo el mundo en
Melilla empieza a comentar que si el capitán continúa con su brillante trayectoria, pronto no
le cabrán más cruces en el pecho.
El 4 de mayo de 1917 salió al mando de toda la mía al objeto de establecer la emboscada y persecución del policía Abder-Selam Amar Haddi, autor de la muerte del primer teniente Enrique Moreno. Será capturado el 16 de mayo, por cuyo hecho el capitán Alonso será
felicitado por el alto comisario de España en Marruecos, Francisco Gómez Jordana (ver biografía), por el celo demostrado desde que recibió aviso telefónico del jefe de la posición de
Segangan, evitando que el agresor saliera de la cabila y se internase en la zona no ocupada.
Interviene en operaciones contra el contrabando de mil cartuchos Mauser y se le concede la Medalla de Marruecos con el pasador Melilla. Ese mismo año, con motivo de la visita
al territorio del alto comisario, monta los servicios de seguridad entre Segangan y Nador y
Segangan e Ishafen, enlazando con las fuerzas de las 2.ª y 5.ª mías de Policía Indígena, siendo felicitado por ello.
En 1918 se distingue de nuevo por la captura, el 1 de enero, de dos soldados desertores del Regimiento de África n.º 68. En telefonema de 19 de abril, del Excmo. Señor General en
Jefe del Ejército de España en África, trasladado por el comandante general de Melilla Aizpuru
(ver biografía), es felicitado por el éxito obtenido en los trabajos realizados para conseguir
que los revoltosos del Kerker se disolvieran sin necesidad del empleo de la fuerza.
En aquel momento, el capitán Alonso se había convertido ya en un oficial absolutamente imprescindible para la Comandancia General de Melilla. Traduce el francés, domina el
árabe y ha conseguido adquirir un extraordinario dominio del chelja rifeño. Y, lo que es más
importante, los jefes chiujs de muchas cabilas le respetan y admiran por su «saber y buen
manera»; como igualmente hacen con su idolatrado jefe, el coronel Morales de la Policía Indígena (ver biografía).
En 1919, al mando de la cabila de Beni Bu Ifrur con la 4.ª mía de Policía, recibe su octava
Cruz roja del Mérito Militar, esta vez por los servicios prestados desde julio de 1916 a igual fecha
de 1917. Ese mismo año asiste a la ocupación de Afsó, Mesaita Kedira —con la columna mandada por el coronel José Riquelme—, Kudia Sidi Alí, Monte Ben Hiddur y Zoco el Telatza de Beni bu
Beker. El 1 de noviembre tomó el mando de la 12.ª mía, de nueva creación, quedando en el Zoco
el Telatza. Se le concede ese año la Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo.
Asiste a la ocupación de las posiciones de Haf, Arreyen Lao y Tixera el 7 de mayo de
1920, a las órdenes de Jiménez Arroyo, coronel del Regimiento de África. El día 12, con fuerzas de su mía y de la 9.ª, en vanguardia de la columna de regulares indígenas, conduce una
batería de artillería a la posición de Haf.
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Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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El 21 de junio de 1920, con motivo de la visita de los Excmos. Señores ministro de la
Guerra, Luis Marichalar y Monreal —vizconde de Eza— (ver biografía), y comandante general de Melilla, general Manuel Fernández Silvestre, presentó a los chiujs de la cabila, siendo
felicitado por dichas autoridades por el buen recibimiento dispensado y las muestras de
afecto y adhesión a España.
Un año después, esos mismos chiujs se levantarán en armas sembrando el Rif de cadáveres españoles.
El 21 de junio de ese mismo año tuvo un formidable éxito, al gestionar el rescate del
señor González de las Cuevas, ingeniero de la Compañía de Minas del Rif, tras dieciocho días
de cautiverio en poder de los rifeños de la cabila de Gueznaya. Fue liberado previo pago del
oportuno rescate.
Alonso recibe su novena Cruz roja del Mérito Militar por los servicios prestados desde
el 30 de junio de 1918 al 3 de febrero de 1920.
En 1921 participa en la ocupación de la posición de Annual; fortificada la posición,
pernocta en Ben Tieb siendo citado como distinguido. Participa también en la ocupación y
trabajos de fortificación de Sidi Dris, que el 2 de junio será defendida por el heroico comandante Benítez (ver biografía). El capitán Alonso es felicitado también por el comandante general de Melilla con motivo de la ocupación de la posición de Tazarut Uzai.
En junio de 1921, tras la trágica «sorpresa de Abarrán», efectúa continuos reconocimientos por la zona no ocupada, teniendo entrevistas políticas con los jefes de las cabilas y
haciendo que continuara —aparentemente— su adhesión a España.
El 22 de julio, una vez producido el desastre de Annual, Alonso marcha desde el Zoco
el Telatza hacia Tistutin para pedir el envío urgente de víveres, agua y municiones. Allí se entera del desastre ocurrido y, comprendiendo que no había tiempo que perder, regresa urgentemente al Zoco el Telatza.
El día 23 consigue hacer entrar en la posición de Haf, hostilizada duramente por los
rifeños, un convoy de agua, víveres y municiones. Cercado el Zoco y tomado el campamento
de la 9.ª mía de Policía Indígena (Siach), Alonso participa en la trágica y sangrienta retirada
hacia la posición francesa de Hassi Uenzga. Es el autor de la declaración jurada que acreditaba el comportamiento heroico del capitán Asensi (ver biografía) en la retirada, siendo el
principal testigo del expediente previo de apertura de juicio contradictorio para la Laureada,
abierto a dicho capitán.
El capitán Alonso era, además, uno de los mandos de la Policía Indígena que gozaba de
mayor autoridad, consideración y prestigio en la Comandancia General de Melilla. Recibirá, en
1927, la Cruz de la Real y Militar Orden de María Cristina, cuya concesión llevaba aparejada
en la hoja de servicios del condecorado la distinción de «Valor reconocido». La Cruz de María
Cristina se destinaba a recompensar grandes hazañas y el valor distinguido en campaña.
El testimonio del capitán Alonso Estringana, que fue testigo presencial de los hechos y
pieza clave en la retirada de la columna móvil de Zoco el Telatza a la zona francesa, resultó
muy relevante y esclarecedor, como se acredita de la simple lectura del Expediente Picasso
en relación con la retirada de Bu Beker.
De hecho, resulta sobrecogedor leer las declaraciones realizadas sobre el capitán por
el cónsul de Uxda, don Isidro de las Cagigas López de Tejada, que, al redactar la correspondiente nota o informe sobre lo ocurrido en la retirada de Zoco el Telatza, dejó constancia con
respecto a dicho oficial de lo siguiente: «El cónsul de España en Uxda, en despacho reservado
Expediente Picasso
Expediente que lleva el nombre del
general encargado de su instrucción
sumarial, Juan Picasso González, a
quien el vizconde de Eza (Luis de
Marichalar), ministro de la Guerra en el
Gobierno de Allendesalazar, encargase
(4 de agosto de 1921) la aclaración e
identificación de las responsabilidades
dimanadas tras el suicidio del general
Silvestre en Annual (22 de julio) y el
exterminio de su ejército en la caótica
retirada que siguió. José Sánchez
Guerra, nuevo ministro de la Guerra
con el Gobierno Maura, confirmó a
Picasso en su puesto de juez instructor
pese a insistentes presiones en su
contra. Su exhaustiva investigación
cubrió los trágicos sucesos habidos en
el territorio de la Comandancia de
Melilla desde el 1 de junio de 1921
(ocupación y pérdida de Abarrán)
hasta el 9 de agosto de 1921, cuando
se consuma el holocausto de Monte
Arruit: la capitulación y consecutiva
muerte de los dos mil cuatrocientos
españoles que allí rindieron sus armas
a unos vencedores que faltaron a su
palabra de piedad: las harcas de los
Beni Bu Ifrur, Beni Bu Yahi y Metalza. En
abril de 1922, Picasso depositó, en el
Congreso de los Diputados, su titánica
obra: las dos mil cuatrocientas treinta
y tres hojas, en formato de gran folio,
con las declaraciones de los
encausados y testigos, junto con sus
conclusiones.
Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
número 50, de 12 de agosto de 1921..., hace encomio del capitán D. Francisco Alonso, que
antes de abandonar la zona quiso volverse repetidas veces a su puesto y trató de suicidarse
dos veces. Sobre su figura no creo preciso insistir, porque sé que el señor cónsul de la Nación
en Orán ha trasmitido ya a V. E. sus propias declaraciones». Dicho informe obra al Folio 1.164
del Expediente Picasso.
Una de sus innumerables cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, esta vez la décima, fue otorgada en 1922, por los méritos y servicios prestados en las operaciones realizadas
en la zona de Melilla desde el 25 de julio de 1921 (fecha en que tiene lugar la retirada del
campamento de Zoco el Telatza) hasta finales de enero de 1922, según Real Orden de 4 de
octubre (D. O. número 227).
Cierran el impresionante historial de condecoraciones otorgadas a dicho oficial las
siguientes: tres Cruces rojas del Mérito Militar otorgadas en 1925 (sus cruces undécima, duodécima y decimotercera), una Cruz del Mérito Militar de 2.ª clase con distintivo rojo otorgada
en 1926 (decimocuarta), una Cruz roja del Mérito Militar de 1.ª clase otorgada en 1927 (su
decimoquinta), la Medalla conmemorativa de campaña con el pasador Marruecos, la Placa de
la Real y Militar Orden de San Hermenegildo (por su conducta intachable) y el Distintivo
de doce años de servicios en la Policía Indígena (que daba derecho al uso de cuatro barras de
oro en su uniforme).
Militar de singular consideración y prestigio en el Ejército de África, tuvo que soportar
la desgracia de ver como se cometía el tremendo error de solicitar su procesamiento tras el
desastre de Zoco el Telatza —en la causa instruida para depurar las responsabilidades de los
oficiales presentes en dicha posición y en la posterior retirada—, por desconocer el fiscal
militar José García Moreno, así como el Consejo Supremo de Guerra y de Marina, el verdadero alcance y significación que tenían las atribuciones políticas de los capitanes de mías de
la Policía Indígena en las labores de negociación con las cabilas del Rif, como acertadamente aclaró posteriormente el nuevo fiscal jurídico militar en la causa instruida al efecto.
En dicha causa quedó claro que —contrariamente a lo sostenido, errónea y temerariamente, con anterioridad— el responsable de pactar la rendición por dinero de la posición
de Reyen de Guerruao, con el ánimo de salvar a su guarnición, pues el propio Alonso constató la imposibilidad de hacerlo por la fuerza de las armas ante el innumerable enemigo que
rodeaba la posición, no fue el capitán Alonso Estringana sino el teniente coronel Saturio
García Esteban (que autorizó el pacto y la operación de rescate, así como el envío al capitán Alonso del resto del dinero necesario, pues las mil pesetas iniciales de las que disponía
el capitán eran insuficientes, teniendo que ser completadas con otras mil quinientas, aportadas por los capitanes y oficiales presentes en el Consejo de Defensa Matinal del día 24 de
julio de 1921).
A pesar de que en el escrito de conclusiones provisionales, formulado por el fiscal
militar en la causa instruida para juzgar la retirada, se solicitaba la libre absolución para el
capitán Francisco Alonso Estringana, por no estimar que le fuese imputable delito ni falta
alguna, se cambió de parecer. En efecto, el Ministerio Fiscal señalaba posteriormente que «el
único delito que podía imputársele era el de negligencia del artículo 277.2 del Código Penal
Militar, al no cumplir el deber militar de dar cuenta al Jefe de la Columna (García Esteban)
de la situación de Reyen de Guerruao y pedirle autorización para iniciar las negociaciones de evacuación en lugar de iniciarlas desde luego antes de contar con su expreso consentimiento; claro es que lo hizo llevado por el mejor deseo pero infringiendo un precepto
225
Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
226
militar». Volvía a desconocerse que el comportamiento del capitán Alonso estaba totalmente
justificado por las atribuciones conferidas a los capitanes de mías en lo que se refiere a su
gestión política entre las cabilas de su circunscripción —sobre todo teniendo en cuenta que
dicho capitán tuvo que negociar con jefes chiujs, a los que conocía perfectamente al haber
mantenido con ellos negociaciones de toda índole con anterioridad, como ya se ha detallado—.
Así, sin haber sido condenado por ninguna sentencia firme —tal y como exigía el artículo 2.1 de la Ley de 18 de junio de 1870, para poder beneficiarse un reo de la gracia de indulto—, en el dictamen final del auditor se propuso —en aplicación del Real Decreto de Alfonso XIII, de fecha 4 de julio de 1924, promulgado en plena dictadura del general Primo de
Rivera— el indulto del capitán Alonso Estringana, en relación con el delito de negligencia.
Enterado el bravo capitán de dichas conclusiones, manifestará de forma contundente
lo siguiente ante tamaño despropósito:
Que no se halla conforme con el indulto concedido, pues no se considera
responsable del delito por el cual se le indulta, ya que como capitán de Policía en
aquellas circunstancias se multiplicó cuanto supo y pudo, acudiendo siempre a los
sitios de mayor peligro. Solo alabanzas de todos ha merecido su gestión; tanto que
hasta en la Zona Francesa fue felicitado por nuestras autoridades, conocedoras de
mi gestión. Todo esto lo corrobora la no petición de pena de un Fiscal militar, que
seguramente apreciando la labor del que suscribe en todo en toda la retirada, sólo
alabanzas le merece esta. En cuanto al delito que se me atribuye al aplicarme el
indulto tiene que manifestar el que suscribe que el Teniente Coronel Don Saturio
supo, antes de salvar la posición de Reyen del Gerruao, cómo se hallaba esta, por
un oficial que le envié, y que le pedía fuerzas para romper el cerco o dinero para
gestionar la salida de las mismas; contestándome que soldados no podía enviarme
y me trajeron el dinero al que tuve que añadir mil pesetas de mi bolsillo, siendo
felicitado por todos al llegar al campamento con las fuerzas a las que salvé de una
muerte cierta. No eran momentos aquellos en que el tiempo podía perderse. El fin
propuesto de salvar a las fuerzas, se logró por lo que la negligencia que se me
atribuye en aras de las vidas que salvé aun existiendo, creo que queda desvanecida
por el bien logrado; hecho este, por el que me cita como muy distinguido el Teniente
Coronel Don Saturio García Esteban.
La singular bravura de este militar se desprende de la lectura de su hoja de servicios, donde
pueden leerse episodios como el siguiente:
El 1 de noviembre de 1922, con sus fuerzas, a las órdenes del Teniente Coronel D.
Miguel Nuñez de Prado, cuyo Jefe mandaba la extrema vanguardia del General Ruiz
Trillo, salió para establecer la posición de Benítez, avanzó sobre las lomas
sosteniendo nutrido fuego con el enemigo, rechazando ataques violentos, ganando
la línea de posiciones con decisión y ataque, llegando a la lucha cuerpo a cuerpo,
teniendo que hacer uso de la pistola para su defensa; resultando herido leve en el
cuello y contuso de piedras, con su ánimo y valor protegió la retirada de la columna,
haciendo una reacción ofensiva contuvo al enemigo que hostilizaba duramente.
Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Ahora ya sabemos que lo que más llamaba la atención de él no era su estatura para la época,
de un metro con setenta centímetros, sino los más de cien hechos de armas en los que había
tomado parte en el territorio del Rif.
Aún impresiona leer la circular sobre recompensas, relativa a su persona y publicada
en el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra, de fecha 16 de enero de 1925 (D. O. número
12, páginas 136 y 137); en dicha circular se publica el ascenso del capitán Alonso Estringana
al empleo de comandante por méritos de guerra, en virtud del correspondiente expediente de
juicio contradictorio. Fue citado en la documentación oficial por el celo e interés puesto en el
desempeño de su misión, por su arrojo, serenidad, aptitud y acierto en el mando de las tropas
indígenas en el Rif español.
En el referido juicio contradictorio declararon a su favor, entre otros personajes ilustres, los generales don Federico Berenguer y don Miguel Cabanellas (ver biografía), el coronel
Riquelme (jefe de la Policía Indígena), el teniente coronel Franco (futuro jefe del Estado, ver
biografía) y el comandante García y Margallo; todos ellos coincidían en considerar al capitán Alonso Estringana merecedor del ascenso al grado de comandante por sus brillantes dotes de mando, valor, serenidad y ser gran conocedor de la actuación a seguir en los problemas del Protectorado español en Marruecos.
Finalmente, el Consejo Supremo de Guerra y de Marina suscribió completamente tan
favorables conclusiones.
Era así la segunda vez que el capitán Alonso ascendía a la superior graduación por
méritos de guerra, pues en el año 1914 había ascendido también al rango de capitán de la
misma forma. En 1914 el ascenso por méritos, hechos o servicios de guerra era la recompensa militar más importante después de la Cruz Laureada de San Fernando (por delante incluso
de la Cruz de María Cristina según la Ley adicional a la Constitutiva del Ejército de 19 de
julio de 1889). Más tarde, en 1918 y tras la creación de la Medalla Militar Individual, pasaría
a ocupar el tercer puesto en el orden de importancia.
Todavía tuvo una tercera propuesta de ascenso por méritos de guerra al empleo superior inmediato, esta vez desestimada por resolución de 27 de noviembre de 1926.
En abril de 1931 regresó definitivamente a Madrid, al Regimiento de Caballería n.º 3,
y en 1934 fue ascendido al empleo de teniente coronel. Ese mismo año, el 11 de mayo, contrajo matrimonio con doña Natalia Calabuig Sanz.
Afortunadamente para él, no participó en la guerra fratricida entre españoles. En
mayo de 1936 fue absuelto del delito de sedición por un Consejo de Guerra de oficiales generales republicanos celebrado en Guadalajara (juicio sumarísimo número 88/1936), demostrándose en dicho juicio que una enfermedad cerebral le había impedido incorporarse al
destino preceptivo. El informe pericial de los médicos señaló que ya no estaba, incluso, en
condiciones físicas para desempeñar el mando de fuerzas.
Estallada la Guerra Civil española, por su condición de militar fue denunciado a las
autoridades por un maledicente vecino, y por ello, detenido el día 28 de julio de 1936 en su
domicilio de la calle de Arrieta número 5 y sufrió la pena de encarcelamiento en la temible y
siniestra prisión de San Antón (Madrid), de tan infausto recuerdo para muchos españoles
torturados en la checa habilitada en el citado centro y desde donde salieron muchos otros
para ser asesinados en Paracuellos del Jarama. En aquella cárcel estuvo desde el día 29 de
julio de 1936 hasta el 30 de enero de 1937, siendo dado de baja del ejército republicano por
desafecto al «régimen rojo» (sic) el 17 de diciembre de 1937.
227
Francisco Alonso Estringana
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
J. G. L.
Fuentes
Bibliografía
Domínguez Llosá, Santiago, «Zoco el
Telatza, 1921. El otro desastre»,
Revista de Historia Militar, Alcañiz
Fresno Editores, 2001.
228
Expediente personal del capitán
Francisco Alonso Estringana. Legajo
A-417 depositado en el Archivo
General Militar de Segovia.
Expediente Picasso. Folios 866-875.
FC_TRIBUNAL_SUPREMO_
Reservado, Exp. 50. N. 4 y folios 223
a 226 FC_TRIBUNAL_SUPREMO_
Reservado, Exp. 50. N.1. Portal de
archivos españoles del Ministerio de
Educación, Cultura y Deporte.
Pando Despierto, Juan, Historia
secreta de Annual, Madrid, Temas de
Hoy, 1998.
13
Interesante resulta leer la sentencia dictada por el Jurado Popular de Urgencia n.º 4
en el expediente n.º 37/1937 (donde intervino también el Juzgado de Instrucción n.º 6 de
Madrid). En dicha sentencia, de fecha 22 de enero de 1937, se absuelve libremente a don
Francisco Alonso Estringana, pues «solo resultaba cierto que no ha sido probado que el inculpado haya realizado acto alguno de desafección al Régimen»; por esa razón, el Ministerio
Fiscal retiró la acusación y solicitó la libre absolución. En el acto del juicio, el propio Alonso
Estringana había declarado que el día 17 de julio (víspera del alzamiento nacional del 18 de
julio) se hallaba en su domicilio, no intentando entrar en ninguno de los cuarteles sublevados,
y sí, por el contrario, efectuó su presentación en la División para ofrecerse al Gobierno, añadiendo que no había pertenecido a ningún partido político ni tampoco a la Unión Militar Española (como se sostenía en las diligencias).
De modo que el coronel don Francisco Alonso Estringana fue recluido injustamente en
la prisión de San Antón, durante casi seis meses, por culpa de un maledicente vecino y el odio
irracional entre españoles.
Terminada la Guerra Civil, por orden de 21 de septiembre de 1939 (B. O. n.º 268), se le
reintegra en su puesto con la antigüedad de 16 de diciembre de 1936.
Francisco Alonso Estringana se retiró del ejército el día 19 de noviembre de 1940, al
cumplir la edad reglamentaria. El 16 de diciembre de 1936 era coronel de Caballería y permaneció en situación de disponible forzoso en la primera división hasta la citada fecha de su
retiro.
Finalmente, uno de los mejores oficiales que tuvo España en el Protectorado marroquí
falleció en Benejama (población cuyo nombre significa en árabe «hijo de las tierras fértiles»
y que está situada en la provincia de Alicante) a las 18.00 horas del día 19 de abril de 1944,
a la edad de sesenta y seis años.
Alzugaray y Goicoechea, Emilio
Pamplona, 5 de septiembre de 1880 - cercanías de Toulouse, 2 de enero de 1944
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Entre 1909 y 1927, coincidiendo con el desarrollo de las llamadas campañas de pacificación
en el Protectorado español en Marruecos, la ciudad de Melilla («la Hija de Marte») gozó de una
época de crecimiento y prosperidad nunca superada. A lo largo de esos años la población se
expandió desde los recintos fortificados de Melilla «la Vieja» viviendo una expansión urbana
caracterizada por el empleo en las construcciones del estilo modernista de moda en esos años.
Si tuviésemos que escoger al más representativo, desde el punto de vista profesional,
de los arquitectos españoles que trabajaron en Melilla y en la zona oriental del Protectorado,
sin duda el elegido sería su rival profesional, el catalán Enrique Nieto y Nieto (ver biografía).
Sin embargo, la personalidad más atrayente de la pléyade de arquitectos (Manuel Becerra,
Alejandro Rodríguez Borlado, Eusebio Redondo, José de la Gándara, Francisco Carcaño,
etc.) que en esos años trabajaron en Melilla y sus alrededores es la del militar Emilio Alzugaray y Goicoechea, cuya actuación como ingeniero militar y proyectista queda en segundo
plano, oculta por una vida de aventuras y peligros.
Ingresado en 1899 en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, es promovido a teniente en 1904 y tras breves destinos en Barcelona, Valencia y Ceuta llega a Melilla en 1906,
siendo destinado a la Compañía de Zapadores de su guarnición. Participa en las operaciones desarrolladas entre 1909 y 1913, ascendiendo a capitán en 1911. En esos años proyecta
y dirige numerosos trabajos para la Comandancia de Ingenieros, desde instalaciones de radio, fortificaciones y edificios militares hasta el acondicionamiento de los barracones del
Regimiento Mixto de Artillería de Melilla para alojar al numeroso séquito que en enero de 1911
acompañó al rey Alfonso XIII en su visita a la ciudad.
Si desde 1907 Alzugaray había compaginado sus obligaciones militares con los proyectos civiles, en el año 1913, en un momento de pausa de las operaciones y habiendo sido
destinado al 3.er Regimiento de Zapadores de guarnición en Valencia, solicitó pasar a la situación de supernumerario sin sueldo para poder continuar residiendo en Melilla, desarrollando
sus actividades como arquitecto.
Desde ese momento se dedicó en exclusiva a proyectar edificios civiles, evolucionando
desde el clasicismo hasta el estilo modernista de sus últimos trabajos. Junto a su faceta de
proyectista y director de obras desarrolló otras como negociante, interviniendo en numerosas compras y ventas de terrenos, y como empresario de la construcción en varios de sus
proyectos. También se vio envuelto en cuestiones de reclamaciones y pleitos mineros, por lo
que en varias ocasiones debió declarar en los juzgados sin sufrir pena o sanción alguna.
Mientras tanto, en septiembre de 1911 se había casado con Concepción Guijarro Jiménez, con la que tuvo tres hijos varones (Emilio, Luis y Joaquín). Emilio, el primogénito, había
nacido en enero de 1911, es decir, meses antes del matrimonio, algo que sin duda escandalizaría en los tradicionales ambientes militares.
Emilio Alzugaray y Goicoechea
Ingeniero militar. Participó en las campañas de pacificación. Proyectó numerosos
edificios en la ciudad de Melilla y alrededores. Durante la Guerra Civil participó en la
defensa de Madrid, mandando un cuerpo de ejército.
229
Emilio Alzugaray y Goicoechea
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
230
En 1920 se reincorpora al servicio activo. En julio de 1921 se encontraba en el sector de
Annual como ingeniero de obras, pero debiendo asumir el mando eventual de las unidades de
Ingenieros en el caso de reunirse más de una compañía de su arma. Allí fue testigo de las dudas e indecisiones del general Silvestre durante la noche del 21 al 22 de julio. Ordenada la
retirada, condujo a las cuatro compañías de Ingenieros acampadas en Annual hasta Ben Tieb.
Desde allí, alegando haber recibido órdenes directas del general Silvestre para informar de la
situación al general Navarro (ver biografía), segundo jefe de la Comandancia General, salió
para Melilla en el mismo coche que ocupaba el hijo del general Silvestre. Habiendo logrado
llegar ileso a Melilla, inmediatamente comenzó a trabajar para poner en condiciones las descuidadas defensas de la ciudad. Al parecer, durante los días en que sucumbían las guarniciones de Nador, Zeluán y Monte Arruit, Alzugaray criticó públicamente la actitud pasiva del alto
comisario, general Dámaso Berenguer.
Tras ser interrogado por el general Picasso (ver biografía), el fiscal no apreció inicialmente responsabilidad en su actuación; sin embargo, a instancias del alto comisario fue encausado, condenándosele a seis meses de prisión menor. Revisada la sentencia por el Consejo Supremo de Guerra y Marina es doblemente condenado, por una parte a veinte años y un
día por delito de «Negligencia en el servicio» y por otra a doce años y un día por delito
«Contra el honor militar».
El proceso, lleno de irregularidades, estuvo en todo momento condicionado por las
presiones de Berenguer. Si bien Alzugaray abandonó en Ben Tieb a las compañías de Ingenieros cuyo mando eventual le correspondía, otros mandos con responsabilidades mayores salieron absueltos o con penas menores que las que recayeron sobre él. Quizás los motivos de
esta severidad fueran, por una parte, las críticas vertidas por Alzugaray contra la pasividad
de Berenguer a principios de agosto de 1921 y por otra el intento de rescate de los prisioneros del arma de Ingenieros que permanecían cautivos de Abd el-Krim (ver biografía). Como un
claro ejemplo del corporativismo del ejército de la época, los oficiales de Ingenieros habían
llevado a cabo una colecta para pagar el rescate exigido por el líder rifeño para liberar a los
componentes del arma en su poder. Alzugaray, que conocía bien a Abd el-Krim tanto por su
larga permanencia en Melilla como por sus negocios mineros, actuó de mediador a pesar de
la prohibición expresa de Berenguer, quien, en el último momento, frustró el rescate.
El resultado de todas estas divergencias fue terrible para Alzugaray, que se vio desposeído de su empleo, expulsado del Ejército y encarcelado en el fuerte de María Cristina. La
inquina de Berenguer y las escasas garantías jurídicas de los consejos de guerra de la época
permitieron que Emilio Alzugaray, cuyas responsabilidades en el «desastre» eran menores
que las de otros militares de la Comandancia General de Melilla, se viese condenado a las
penas más severas.
Ante esta situación, con ayuda de sus familiares y amigos a principios de agosto de
1923 se evadió de la prisión escapando a Orán. En 1931, a la proclamación de la República,
solicitó la revisión de su proceso, siendo desestimada su petición, ya que su fuga había tenido lugar previamente al golpe de Primo de Rivera y no le eran de aplicación las medidas tomadas para remediar los abusos del dictador.
En agosto de 1936 Alzugaray reaparece en Madrid, procedente de Casablanca, poniéndose a disposición de la República. Readmitido en el Ejército, inicialmente se le dio el
mando de una columna de vascos y catalanes residentes en Madrid. En octubre de 1936 es
ascendido a teniente coronel y en noviembre a coronel. Participa en la defensa de Madrid,
Emilio Alzugaray y Goicoechea
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
siendo herido de gravedad en noviembre de 1936, en el sector de la Ciudad Universitaria, tras
haber cumplido la orden de Miaja de desarmar la columna del fallecido Durruti. Recuperado
de sus heridas, en marzo de 1937 es nombrado jefe de la 6.ª División y más tarde del II Cuerpo de Ejército. Esta unidad fue protagonista de la desastrosa operación que pretendía la reconquista de los cerros del Águila y Garabitas en la Casa de Campo. En esta temeraria acción, que le fue ordenada, Alzugaray sufrió las desobediencias de sus subordinados Líster y
Modesto. Este fracaso fue el pretexto para desposeer a Alzugaray de su mando, pasando a
ocupar, durante el resto de la guerra, destinos secundarios en Cataluña. Medidas semejantes
fueron tomadas en la misma época con muchos otros militares profesionales de clara militancia republicana, pero con fuerte personalidad, que se oponían a las directrices de los asesores soviéticos. En enero de 1939, a la llegada a Cataluña de las tropas de Franco, Emilio Alzugaray pasó a Francia.
En 1940 residía en Perpiñán, donde le contactó el Intelligence Service británico. En
1943, tras la ocupación de la Francia de Vichy por los alemanes, fue detenido por la Gestapo
y trasladado a París. Por procedimientos poco ortodoxos lograron atraerle a su bando, siendo
de nuevo enviado al sur de Francia para actuar contra los exiliados republicanos españoles
que constituían el grueso de los maquis de la región y colaborar en la eliminación de redes
de evasión de pilotos aliados derribados y de franceses en edad militar que trataban de pasar a España. En enero de 1944 viajaba en un convoy de la Gestapo que fue atacado cerca
de Toulouse por la resistencia francesa, muriendo en la refriega y siendo enterrado en las
cercanías.
Durante la Guerra Civil, el mayor de sus hijos, Emilio, se trasladó a Madrid siguiendo
a su padre y llegó a actuar como su ayudante. Sus otros hermanos se encuadraron voluntariamente en el ejército de Franco. Uno de ellos, Luis, tras alistarse en La Legión realizó el curso
de alférez provisional, prosiguiendo en servicio activo tras el final de la guerra. Entre 1940 y
1945 fue oficial auxiliar en la agregaduría militar de España en París, para a continuación
abandonar el Ejército. Finalmente, los tres hijos de Emilio Alzugaray acabaron marchando a
Venezuela, donde rehicieron sus vidas.
Del paso de Alzugaray por Melilla queda una plaza denominada Ingeniero Emilio Alzugaray y muchos de los edificios que él proyectó, entre los cuales cabe destacar los siguientes: calle General Marina, 4 (1907), Avenida Juan Carlos I, 7 (1907), calle General Prim, 17
(1910), calle General Aizpuru, 22 (1913), calle García Cabrelles, 28 (1913), calle General
Polavieja, 46-48, «Casa de las Fieras» (1914), calle Antonio Falcón, 3 con plaza de Bandera
de Marruecos, 4 (1915), calle Sor Alegría, 7 y 9 (1915 y 1916), calle Cardenal Cisneros, 8 y
10 (1916-1917), Colegio La Salle (1917-1918) o Casino Militar (1921).
J. A. S.
231
Bibliografía
Bravo Nieto, Antonio, Arquitectura y
urbanismo español en el norte de
Marruecos, Sevilla, Junta de
Andalucía, 2000.
—, La Ciudad de Melilla y sus
autores. Arquitectos e ingenieros en
la Melilla contemporánea, Melilla,
Ciudad Autónoma, 1997.
—, «Marruecos y España en la
primera mitad del siglo XX.
Arquitectura y urbanismo en un
ámbito colonial», Illes i Imperis, 7,
primavera de 2004, pp. 45-61.
Domínguez Llosa, Santiago, El exilio
republicano navarro de 1939,
Pamplona, Gobierno de Navarra,
2001.
Expediente personal. Archivo Militar
de Segovia.
Arenas Gaspar, Félix
Puerto Rico, 13 de diciembre de 1891 - Monte Arruit, Marruecos, 29 de julio de 1921
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Félix Arenas Gaspar
Militar formado en la Academia de Ingenieros de Guadalajara. Aviador y piloto de
globos. Combatiente en Marruecos, falleció durante la retirada a Monte Arruit,
recibiendo por su heroísmo la Cruz Laureada de San Fernando.
232
De familia militar —era hijo del capitán de Artillería Félix Arenas Escolano—, había nacido en
Puerto Rico el 13 de diciembre de 1891. Al fallecer su padre, cuando solo contaba dos años
de edad, regresó a la Península, fijando su residencia en Molina de Aragón, de donde era
originaria su familia y en la que transcurrió su infancia, realizando sus primeros estudios en
el colegio de los padres escolapios.
Ingresó en 1906 en la Academia de Ingenieros de Guadalajara a una edad muy temprana, pues aún no había cumplido los quince años. Fue promovido a segundo teniente en
1909 y a primero dos años después y destinado al Regimiento de Pontoneros. Muy pronto fue
agregado al Servicio de Aerostación, en Guadalajara, donde siguió el curso de piloto de globos, cuyo título obtendría en 1913 tras realizar numerosas ascensiones.
El Servicio de Aerostación había sido creado en 1884 y comenzó a funcionar en 1889.
Las ascensiones se realizaban con globos cautivos o libres y con dirigibles, que se utilizaban
para realizar reconocimientos del terreno, fotografiarlo o localizar objetivos para la artillería.
El teniente Arenas sirvió a continuación en los Talleres del Material de Ingenieros, siendo muy pronto agregado a la Compañía de Aerostación de Tetuán, en cuya zona hizo prácticas de observador de campaña. También dirigió en esta época un taller de maquinaria en la
Comandancia de Ingenieros de Guadalajara, hasta que en julio de 1914 obtuvo el ingreso en
la Escuela Superior de Guerra, en la que terminó sus estudios en julio de 1917 con gran brillantez; en 1915 había alcanzado el empleo de capitán. Al salir de la Escuela de Guerra fue
destinado voluntariamente a la Comandancia de Ingenieros de Melilla, donde pasó a mandar
la 2.ª Compañía de Zapadores, destacada en Kandussi, a cuyo frente realizó diversos trabajos de fortificación de posiciones. En 1919 hizo prácticas de aviación en el aeródromo de
Cuatro Vientos y volvió a reanudar las ascensiones en globo3.
En marzo de 1920 la compañía del capitán Arenas fue agregada a la columna del
coronel José Riquelme López-Bago, con la que participó en la ocupación de posiciones y en
su posterior fortificación. En noviembre del mismo año nuestro biografiado cambió de destino
y se hizo cargo del mando de la Compañía de Telégrafos y Red Permanente de Melilla y su
territorio, lo que le obligaría a realizar numerosas visitas de inspección a las posiciones propias, en algunas de las cuales tuvo que soportar el fuego enemigo. Formando parte de la
columna Riquelme participó en varios combates.
Al producirse el desastre de Annual y llegar a Melilla noticias sobre la alarmante situación en que se encontraban nuestras tropas, se dirigió en automóvil el 23 de julio de 1921 a
Dar Drius para comprobar el estado de la red de comunicaciones, trasladándose seguidamente a Batel y desde allí, a caballo, a Monte Arruit. Pasado Tistutin tuvo que ceder su montura a un herido, por lo que se vio obligado a regresar a pie a la anterior posición, donde tomó
el mando de su reducida guarnición, procediendo a organizar la defensa y consiguiendo
J. L. I. S.
Notas
3 Adquiridos por España los primeros
aviones en 1913, fue creada
entonces la Dirección de
Aeronáutica, con las ramas de
Aerostación y Aviación. Los pilotos
de avión, pertenecientes a
cualquiera de las Armas y Cuerpos
del Ejército, se formaban en
Cuatro Vientos (Madrid).
Félix Arenas Gaspar
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
mantener el enlace heliográfico con Batel. Cercado por los moros, en la noche del día 25
realizó, acompañado de un cabo y un soldado, varias salidas para incendiar unos almiares
de paja tras los que se protegía el enemigo, sufriendo durante estas operaciones una quemadura en una mano, producida por el petróleo empleado. El día 27 llegó el general Navarro
desde Batel y el 28 se recibió orden del alto comisario de replegarse hacia Monte Arruit. En la
madrugada del 29 fue abandonada la posición, solicitando el capitán Arenas ocupar durante la marcha el lugar más peligroso, la extrema retaguardia, a cuyo frente protegió a las tropas y logró sostener al enemigo, permaneciendo a las puertas de Monte Arruit hasta que el
último de sus soldados consiguió penetrar en la posición. Al tratar entonces, armado con un
fusil, de que el enemigo no se apoderase de unos cañones que habían sido abandonados por
sus sirvientes, fue rodeado y alcanzado por un disparo que le ocasionó la muerte.
En enero de 1922 se abrió en la Comandancia General de Melilla el preceptivo expediente de juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, con
la que sería justamente recompensado por real orden de 18 de noviembre de 1924.
El 19 de junio de 1928 se firmaba una real orden en la que se decía: «[...] el Rey, queriendo
testimoniar la alta consideración que merece la memoria del capitán de Ingenieros D. Félix Arenas
Gaspar, y perpetuar sus heroicos hechos, se ha dignado resolver que su nombre figure en lo sucesivo en el “Anuario Militar” al frente de la escala de capitanes del Cuerpo de Ingenieros con la siguiente indicación: Muerto heroicamente el 28 de julio de 1921en las proximidades de Monte Arruit».
Un hermano del heroico capitán, Francisco, teniente del Regimiento de Infantería de
África n.º 68, había ingresado en la Academia de Infantería de Toledo en 1913. Siendo teniente del Regimiento de Infantería de África n.º 68 y formando parte de la columna móvil al
mando del teniente coronel García Esteban, se encontraba el 25 de julio de 1921 en Zoco el
Telatza cuando la posición de Haf pidió auxilio por hallarse cercada, ofreciéndose voluntario
para acudir en su socorro, lo que no fue necesario debido a la caída de la posición; seguidamente inició la columna la retirada del Zoco hacia la zona francesa, de madrugada y amparada por la niebla, pero al amanecer el enemigo descubrió el movimiento de las tropas, produciendo cuatrocientas bajas, entre ellas la del teniente Arenas.
El Ayuntamiento de Molina de Aragón erigió al capitán Arenas un monumento, obra
del escultor Coullaut Valera, que fue inaugurado por S. M. el Rey el 5 de julio de 1928 en un
acto al que asistió el presidente del Consejo de Ministros, general Primo de Rivera (ver biografía), acompañado de los ministros de la Guerra, Trabajo y Gobernación, el capitán general
de Madrid, los directores generales de la Guardia Civil y Carabineros, y todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas de la provincia, al tiempo que le dedicaba una de sus
calles, iniciativa a la que se sumarían las ciudades de Barcelona, Guadalajara y Melilla.
Recientemente, el renombrado pintor Augusto Ferrer-Dalmau le ha dedicado un cuadro como homenaje, en el que el laureado capitán aparece gallardo y sereno, con Monte
Arruit al fondo, rodeado de cadáveres y defendiendo con un fusil un cañón de artillería.
En 2013 tuvo lugar en el Acuartelamiento Capitán Arenas (Guadalajara), donde reside el Parque y Centro de Mantenimiento de Material de Ingenieros (PCMMI), un emotivo acto
en el que se inauguró un monumento al héroe, réplica del existente en Molina de Aragón, al
que asistió Francisco de Borja Arenas y Arenas —hijo póstumo del laureado capitán—, contraalmirante de la Armada.
233
Asensi Rodríguez, Francisco
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Francisco Asensi Rodríguez
El Ferrol, La Coruña, 2 de enero de 1886 - Hassi Uenzga, Marruecos francés, 25 de julio de 1921
234
Capitán de la 1.ª Compañía del 1.er Batallón del Regimiento de África n.º 68. En el
desastre de Annual tuvo un singular protagonismo durante la retirada de la columna de
Zoco el Telatza hacia la zona francesa, al proteger con su sacrificio el paso de la
columna a través del desfiladero de Maachen. Consiguieron salvarse casi quinientos
hombres, siendo la única columna móvil del general Fernández Silvestre que no fue
totalmente destruida.
Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia.
F. Scott Fitzgerald
El día 2 de enero de 1886 hacía muchísimo frío en Ferrol (La Coruña). Un aire costero, gélido
y tremendamente húmedo recorría todas las construcciones asociadas a la nueva ciudad
departamental, fruto de la construcción del arsenal militar y los astilleros de la Armada.
Justo enfrente del arsenal militar se encuentra situado el número 7 de la calle del Rastro, en la zona conocida como Ferrol Vello, barrio marinero que vio nacer la ciudad naval y fue
declarado bien de interés cultural en el año 2011. Son las 14.30 horas del 2 de enero y en el
acogedor y cálido hogar de la familia Asensi Rodríguez todo es alegría y jolgorio, pues no
había mejor manera de celebrar la llegada de un nuevo año que presenciando el nacimiento
de un hijo.
Por fin será un varón, tan ansiado, al que bautizarán más tarde con el nombre de
Francisco, en la parroquia castrense de San Francisco.
En una familia de honda tradición militar cabe suponer la alegría que debieron de
experimentar todos ante la llegada y nacimiento del primer hijo varón, pues el matrimonio
formado por don José Asensi Quintana, primer condestable de la Armada, y doña María Rodríguez Barcia había tenido con anterioridad solo niñas: fueron dos hijas llamadas Manuela
y Práxedes, pianista y pintora respectivamente y cuyos años de nacimiento resultan desconocidos.
En 1888, residiendo la familia en el número 40 de la calle de Galiano, nacería un 22
de noviembre su segundo varón, Víctor, futuro general de división del Arma de Infantería,
miembro del servicio de Estado Mayor, coronel por méritos de guerra y condecorado con la
Gran Cruz del Mérito Militar. En octubre de 1934, el entonces comandante del servicio de
Estado Mayor Víctor Asensi será también uno de los heridos de mayor graduación al sofocar
la insurrección obrera contra el Gobierno legítimo de la Segunda República, durante la revolución de Asturias. Por sus heridas, que le provocaron una leve cojera que arrastraría de por
vida, fue condecorado en el año siguiente con la Medalla de Sufrimientos por la Patria con el
pasador 8 de octubre.
El matrimonio será finalmente bendecido con un tercer y último varón, que nacerá el
18 de mayo de 1894 y será bautizado con el nombre de Recaredo Isidoro. Al nacer Recaredo,
la familia tenía su domicilio en el número 162 de la calle María; en el número 108 de la misma
acera y calle vivía la familia Franco Bahamonde, en cuyo hogar nacería en 1892 el futuro jefe
del Estado, general Francisco Franco.
Los tres hermanos, unidos por un fortísimo y fraternal vínculo de sangre, tendrán siempre
presente el ejemplo a seguir en su periplo vital: su padre.
Don José Asensi Quintana había nacido en Valencia el 26 de julio de 1847 y sus padres fueron don Manuel Asensi Soler, militar natural de Valencia capital, y doña Isabel Quintana Merino, originaria de Benicarló (Castellón).
La infancia de José transcurrió entre las localidades de Valencia y Cartagena, por
razón de los destinos de su padre; Manuel Asensi, nacido en Valencia en 1817 y de profesión
ebanista, había ingresado en el Ejército como quinto en caja el 12 de febrero de 1836, siendo
elegido —probablemente por su estatura de un metro setenta, muy superior a la media de la
época— para formar parte de la Guardia Real, en Madrid. Más tarde pasaría a formar parte
del Real Cuerpo de Artillería (2.º Regimiento), en cuya arma alcanzaría el empleo de cabo de
obreros, en atención a sus habilidades y empleo previo en la vida civil.
Manuel Asensi Soler, militar de buena conducta y con valor acreditado —abuelo del
capitán objeto de esta biografía—, fue condecorado a lo largo de su vida con una Cruz de
plata sencilla del Mérito Militar con distintivo rojo —por el mérito que contrajo combatiendo
contra los insurrectos revolucionarios, durante los sucesos de Cádiz los días 5, 6 y 7 de diciembre de 1868— y tres cruces de plata sencillas con distintivo blanco.
Galardonado por llevar más de treinta años de servicio con acreditada honradez,
Manuel sería también —además de verse involucrado en la insurrección cantonal de Cartagena en 1873— el primer miembro de la familia en pisar territorio africano. En efecto, el 27
de diciembre de 1867 embarcó en Málaga con dirección a la ciudad de Melilla, en donde
permaneció realizando trabajos de recomposición del material del Arma de Artillería allí existente, hasta el 27 de febrero de 1868 en que regresó a Cádiz.
Durante su periodo de servicio en Cartagena, importante base naval de la Armada
española, su hijo José tomó contacto con la Marina de Guerra.
Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
La cuna de un bizarro capitán. El ejemplo paterno: la constante
perseverancia en el cumplimiento del deber militar
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Francisco, y sobre todo —por razón de edad— Víctor y Recaredo recordarán durante
toda su vida su infancia, colegio y juegos infantiles compartidos en Ferrol con aquel niño a quien
el destino otorgará más adelante las riendas de España durante casi cuarenta años. Más tarde,
y en plena adolescencia, Francisco y Recaredo volverán a coincidir con Franquito, esta vez en la
Academia de Infantería de Toledo, pues Franco perteneció a la promoción de 1907.
Eran, pues, tres hermanos varones, gallegos de nacimiento y dominados por un fervoroso y entusiasmado deseo de seguir la carrera de las armas, ya que el ambiente y la atmósfera militar impregnaban y condicionaban toda la infancia y el entorno de cualquier infante
ferrolano a finales del siglo XIX y principios del XX. Ciertamente Ferrol constituía un auténtico
y cerrado microcosmos castrense con estructura de pirámide social, en cuya cúspide se situaban los oficiales de la Armada; después, los del resto de las armas del Ejército de Tierra y,
finalmente, las profesiones liberales: médicos, jueces, abogados, ingenieros y arquitectos cerraban tan decimonónica y rígida escala social.
Desgraciadamente, la temprana muerte de José Asensi Quintana, fallecido en Barcelona a las tres de la madrugada del día 19 de febrero de 1899, marcó de una manera trágica
la infancia de sus cinco hijos.
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Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Con firme espíritu militar y vocación de servicio, José Asensi Quintana ingresó en la
Escuela de Artilleros de Mar el 24 de enero de 1865, ascendiendo progresivamente por los
distintos empleos y grados del Cuerpo de Condestables de la Armada. Más tarde, será oficial
graduado: alférez (1880) y teniente en 1889.
Veterano de la «guerra de los diez años» (1868-1878), sostenida contra los mambises
cubanos y que terminó con la orgullosa victoria de España —que consiguió así sujetar, otra
vez con mano férrea, la joya o perla de la Corona—, el joven de veintidós años había llegado
a la isla de Cuba nada más comenzar el conflicto, pues desembarcó en el puerto de La Habana el 29 de noviembre de 1869. Volvería a Ferrol casi cinco años después, el 23 de julio de
1874, después de tomar conciencia de lo duro que era servir a su país en condiciones tan
adversas, pues vería enterrar las vidas de muchísimos compañeros en los hostiles pantanos y
rudas maniguas; más temibles, si cabe, que las balas enemigas.
Este condestable regresó, pues, a tiempo para participar en un nuevo conflicto, esta
vez más penoso, trágico y fratricida. En la guerra civil interna o Tercera Guerra Carlista
(1872-1876), José tomó parte en las operaciones del Frente Norte, contra los carlistas, interviniendo en las acciones de Lastaola y en la batalla del monte de Choritoquieta (finales de
agosto de 1875), bajo las órdenes del mariscal de campo don Miguel Trillo.
Por su participación en dichas acciones recibirá una Cruz roja sencilla del Mérito Militar así como, posteriormente, una Cruz del Mérito Naval con distintivo blanco por la terminación de la guerra civil y los servicios prestados hasta el 3 de octubre de 1878.
Pero como a todo guerrero le llega su reposo, José Asensi lo encontrará en la otrora
orgullosa villa de Ferrol, en cuyo lugar conocería a una señorita de apenas dieciséis años,
María Rodríguez Barcia.
Nacida en Ferrol en 1860 e hija de un carpintero llamado Nicolás Rodríguez Sero —natural del pequeño pueblo de La Capela (La Coruña), pero residente en Ferrol por causa de su
trabajo en los astilleros de la Armada— y de doña Manuela Barcia Vivero, natural de Ares, la
jovencísima María aceptó la propuesta de matrimonio de aquel elegante segundo condestable, trece años mayor que ella.
El matrimonio de la feliz pareja se celebró el 24 de noviembre de 1876 en la iglesia
parroquial de San Julián, luego elevada a la categoría de concatedral por bula de S. S. Juan
XXIII el 9 de marzo de 1959.
Desde entonces José y María vivirán una existencia común, apacible y feliz, durante
casi veinte años. Tuvieron en ese intervalo cinco hijos, sin tener que lamentar más desgracias
que los inevitables fallecimientos —por ley de vida— de sus padres.
Sin embargo, la fatídica caja de Pandora se abrirá definitivamente en Extremo Oriente. Corría el año 1896 y los independentistas tagalos del Katipunan —Venerable Sociedad
Suprema de los Hijos del Pueblo— se levantaron en armas contra la dominación española de
las islas Filipinas. Frente al pragmatismo y carácter netamente autonomista y pacífico de la
Liga Filipina, magníficamente dirigida por el sensato y polifacético médico José Rizal —que
no pretendía ni tan siquiera la total independencia de la metrópoli—, triunfó el radicalismo
violento del Katipunan, encabezado por Emilio Aguinaldo, que sí pretendía la ruptura total
con España.
Al fatal desenlace contribuyó, sin duda, el tremendo error cometido por el general
Polavieja al no impedir el fusilamiento de José Rizal, visto como cómplice del Katipunan; semejante injusticia truncó definitivamente las únicas posibilidades que tuvo España para en-
Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
cauzar —a través de un interlocutor válido, apoyado por demócratas y masones españoles—
las legítimas aspiraciones del pueblo filipino y mantenerlos dentro de la Corona como una
nueva provincia. La guerra, pues, era inevitable.
Hasta Ferrol llegaron también los rumores de un próximo conflicto, para el que la menguante España, todavía imperial, tomaba medidas preventivas. El primer condestable y teniente de Artillería José Asensi Quintana será movilizado de nuevo. En la víspera de las Navidades de 1895, la familia Asensi Rodríguez recibirá la terrible noticia del próximo embarque
de José con destino al Apostadero de las Filipinas.
Aquel frío diciembre ferrolano, en casa de la familia Asensi se vivirá un auténtico drama familiar, representado en seis actos, los de una mujer y sus cinco hijos. Sin duda conscientes de que quizás nunca más volverían a verle, todos lloraron desconsoladamente al despedirse y ver partir al cabeza de familia.
Francisco tenía nueve años cuando vio a su padre despedirse por última vez. El fatal
destino hizo que veinticinco años después, en 1921, él mismo fuese el protagonista de otra
trágica despedida, esta vez en la estación de tren del Hipódromo de la ciudad de Melilla.
El embarque de las tropas españolas, en el vapor Isla de Mindanao con destino Manila, se realizó en La Coruña el día 21 de diciembre de 1895. Entre tantos soldados y marinos
se encuentra José Asensi, al que aguardan tres años de dura campaña en las selvas filipinas
y una terrible y definitiva derrota ad portas.
Recién llegado a Manila —después de una larga travesía, que podía durar entre veinte y treinta días según las condiciones atmosféricas y ello gracias a la inauguración en 1869
del canal de Suez—, es destinado al Arsenal de Cavite, encontrándose en 1896 prestando
servicios de polvorines de su clase en Binacayan, concretamente en el polvorín flotante San
Quintín.
Ese mismo año, cuando el 8 de noviembre desembarcó en dicho destacamento la columna de ejército mandada por el famoso coronel del Regimiento n.º 73 don José Marina
Vega (ver biografía) —que alcanzará el rango de general de brigada en 1897 y, posteriormente, los cargos de comandante general de Melilla, en 1909, y alto comisario de España en
Marruecos en 1913—, dispuso dicho coronel que en la mañana siguiente se incorporara el
primer condestable José Asensi a la indicada columna, junto con un artillero de mar y cuatro
marineros, para prestar servicios de su clase con un cañón Plasencia de 8 cm y retrocarga.
El objetivo era batir con fuego artillero las trincheras construidas por los tagalos y el
pueblo de Binacayan; tarea que, encuadrado en una compañía de Artillería, cumplió escrupulosamente el teniente graduado hasta terminar las municiones de la dotación de la pieza,
motivo por el que tuvo que retirarse, salvando así su pequeño destacamento y la artillería.
En 1897 sería ascendido al rango de capitán graduado de Artillería y citado como distinguido por su comportamiento y mucho valor observado en el combate sostenido en las trincheras
de Binacayan, según la certificación expedida en 1898 por don Celestino Fernández Tejeiro —general de división de los ejércitos nacionales y del Estado Mayor de Filipinas—, personaje este último de infausto recuerdo por su oscuro protagonismo en la pactada rendición de Manila en 1898.
Sin embargo, la batalla de Binacayan, librada el 9 de noviembre de 1896 cerca de
Cavite y a orillas del río del mismo nombre, fue la primera victoria del ejército filipino contra
el ejército español. La columna del coronel Marina no logró rebasar la gran trinchera de los
tagalos y tuvo que retirarse ante la abrumadora superioridad numérica de los tagalos, dejando atrás quinientos muertos.
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Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los españoles no tardarán en recuperar el terreno perdido, aunque por breve tiempo.
Tras la renuncia del general Polavieja, el nuevo capitán general de Filipinas, Fernando Primo
de Rivera y Sobremonte, consiguió sellar la paz con Aguinaldo firmando el Pacto de Biak-naBato el 23 de diciembre de 1897.
Poco duraría tan precaria paz, pues en abril de 1898 estallará la guerra contra los
Estados Unidos de América; los filipinos del Katipunan aprovecharon esta coyuntura y, con el
apoyo norteamericano, volvieron a levantarse en armas.
Cercada Manila desde el 8 de junio, de nuevo volvería a distinguirse el capitán de Artillería José Asensi en los combates sostenidos contra los revolucionarios filipinos de Aguinaldo, esta vez en defensa de la plaza y su línea exterior, formando parte de la columna de operaciones de Santa Ana, desde el 16 de junio al 20 de julio. Por su distinguido comportamiento
y heridas sufridas en dicha acción sería condecorado —esta vez a título póstumo— con una
Cruz del Mérito Militar de 1.ª clase con distintivo rojo en octubre de 1899.
Sin embargo, la previa derrota y destrucción de la flota española en el combate naval
de Cavite, el 1 de mayo de 1898, ya había sellado el destino de la colonia española de Ultramar. El desembarco de las fuerzas terrestres norteamericanas hizo que solo fuese cuestión de
tiempo la derrota definitiva de las armas españolas en el archipiélago. La vergonzosa batalla
fingida, pactada entre españoles y norteamericanos para evitar que los tagalos se apoderaran de la capital, dio paso a la humillante capitulación de Manila el 14 de agosto.
A pesar de la rendición, quedaban todavía cuatro largos y duros meses de negociación que fructificaron en el Tratado de París, de fecha 10 de diciembre de 1898, por el que se
certificó el fin del Imperio español de Ultramar. La dolorosa pérdida de Cuba y la entrega de
Puerto Rico, Guam y las islas Filipinas por veinte millones de dólares supuso un auténtico
drama nacional, socavando el orgullo patrio como nunca antes volvería a recordarse.
Rubricado el «desastre de 1898», ya solo quedaba el amargo, extenuante y triste regreso a la Madre Patria, para intentar olvidar tan terrible guarismo. José Asensi fue pasaportado como enfermo, embarcando a finales de enero de 1899 en el vapor correo León XIII con
dirección al puerto de Barcelona, en donde desembarcó —tras una penosa y agónica travesía— el 17 de febrero de 1899.
Hospedado transitoriamente en el número 65 de la calle Conde del Asalto, su deteriorada salud se quebró definitivamente dos días después, falleciendo por hemorragia cerebral
a los cincuenta y un años de edad en la Ciudad Condal, a las tres de la madrugada del día
19 de febrero. El entierro se verificó en el cementerio nuevo de Barcelona (Montjuich).
La causa de la muerte sería dictaminada por una comisión de médicos de la Armada.
El pertinente dictamen certificó que tan funesto óbito era consecuencia de la enfermedad
contraída por la influencia del clima tropical de Filipinas y por las penalidades de la campaña en territorio de guerra.
Una infancia huérfana. Una madre coraje y el feliz ingreso
en la Academia de Infantería
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María Rodríguez Barcia, enlutada de dolor por no haber podido recibir ni tan siquiera el cuerpo de su difunto esposo, no dudó en trabajar como costurera para poder sostener a su familia, pues en aquella trágica hora, aquella venerable y bondadosa mujer se había reafirmado
como el pilar y verdadero timón de la familia. No en vano, sus hijos la adoraban.
Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Con una exigua pensión de viudedad y la difícil tarea de criar a sus cinco hijos, María
decidió trasladarse a vivir a Madrid, después de solicitar —el 15 de abril de 1899— que sus
tres hijos varones fueran admitidos en el Colegio de Huérfanos de la Guerra de Guadalajara.
Francisco y sus hermanos ingresarían así en una excelente institución educativa, cuya
sede radicaba en el palacio del Infantado de Guadalajara —antaño suntuosa mansión de los
Mendoza— y que había sido reinaugurada en 1898, durante el periodo de la regencia de
doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, madre del rey Alfonso XIII.
La desgraciada pérdida del progenitor fue paliada por el excelso Colegio de Huérfanos, que constituía un auténtico modelo de enseñanza infantil y juvenil, muy acorde con los
nuevos avances técnicos y educativos de la época. Entre aquellos añejos muros palaciegos y
las calles y plazas de la Guadalajara de principios del siglo XX, millares de niños y niñas grabarían en sus retinas el recuerdo dorado de su infancia y época estudiantil.
Este periodo fue decisivo para forjar el carácter de los tres hermanos Asensi, pues bajo
la batuta de unos rigurosos y estrictos profesores —que además eran oficiales del Ejército—
tallarían sus espíritus, interiorizando los valores que siempre guiarían sus conductas: esfuerzo, sacrificio, honor, disciplina, austeridad, lealtad y templanza. Un verdadero código moral
entró en sus vidas y ya nunca les abandonaría. El incendio del palacio en 1936, tras un
bombardeo de la aviación del bando nacional, reduciría a cenizas tan entrañables recuerdos, conservados intramuros.
En 1902, María solicitó que a sus hijos Francisco y Víctor les fueran concedidos los
beneficios que la legislación militar española otorgaba a los huérfanos de militar o marino
muerto en campaña o de sus resultas, para el ingreso y permanencia en las academias militares. El rey Alfonso XIII accedió a ello el 7 de agosto del mismo año. Un año más tarde, Recaredo obtendría igual beneficio.
Así, en 1903, recién cumplidos los quince años, el segundo hermano —Víctor, brillante
alumno galardonado por el Colegio de Huérfanos en 1902 con un sable, como premio a su
rendimiento académico— será el primero en ingresar en la Academia de Infantería de Toledo.
El mayor de ellos, Francisco, tendrá que esperar un poco más, pues su predilección era ingresar en la Marina y seguir así los pasos de su padre; deseo juvenil que truncaría el caprichoso
destino.
Francisco había cumplido quince años en 1901, edad habitual de ingreso en las academias militares —aunque la edad mínima requerida para ello eran los catorce—, pero la
humillante repatriación de los ejércitos de Cuba y Filipinas produjo un desbordamiento de
las escalas y exceso de oficiales, motivando todo ello que dicho año se suspendieran los exámenes de ingreso; prohibición que se mantuvo hasta 1903.
Tras dos infructuosos intentos de ingresar en la Escuela Naval, en 1903 y 1905 —entre
los que se intercaló una nueva suspensión de los exámenes en 1904—, su firme deseo de ser
militar, la fuerte competencia para ingresar en la Marina y el lógico temor a superar la edad
máxima exigida a los alumnos para el ingreso (veintiún años tratándose de hijo de militar)
hicieron que Francisco, con veinte años ya, tomara la decisión de ingresar en la Academia de
Infantería de Toledo, siguiendo los pasos de su hermano Víctor. El pequeño, Recaredo, emulará también a sus hermanos ingresando en 1909.
Fue una sabia y prudente decisión porque los rumores se confirmaron: desde 1907
hasta 1912 no fue convocada oposición alguna de ingreso en todos los Cuerpos de la Armada. No había barcos ni honra naval para un nuevo siglo.
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Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Francisco Asensi Rodríguez
La Academia de Infantería de Toledo
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Francisco Asensi ingresó, pues, en la Academia de Infantería de Toledo el 31 de agosto de
1906. A principios de año había sido convocada la oposición para cubrir, entre otras, trescientas plazas de la Academia. Los exámenes, previo reconocimiento médico, tuvieron lugar
en mayo-julio y exigieron superar durísimas pruebas: un primer ejercicio que comprendía
materias tan dispares como Gramática Castellana, Geografía, Historia Universal y Particular
de España, traducción del francés y dibujo de figura; un segundo ejercicio sobre Aritmética y
Álgebra; y un tercero dedicado a la Geometría y Trigonometría Rectilínea.
Francisco tuvo el beneficio de entrar fuera de número, por ser hijo de marino muerto a
resultas de la campaña de Filipinas; esto suponía que solo necesitaba aprobar los exámenes
de ingreso con una nota mínima —que superó con creces— para conseguir ser cadete. De
todos modos, aquel año no se cubrieron todas las plazas, pues solo consiguieron aprobar
doscientos noventa y dos cadetes (doscientos sesenta y tres sujetos a número y veintinueve
hijos de militar o marino muertos por la Patria).
Un brillante elenco de profesores, seleccionados en atención a sus hojas de servicio,
terminaría de forjar en el glorioso Alcázar la ejemplar obra iniciada por el Colegio de Huérfanos. Francisco no tuvo problemas en reafirmar valores castrenses que le eran tan familiares;
además, tuvo la suerte de contar con un gran jefe de estudios desde 1907: el teniente coronel
gaditano don José Villalba Riquelme (ver biografía), nombrado más tarde coronel director de
la Academia en 1909.
El coronel Villalba (1856-1944), futuro general de división y ministro de la Guerra en
1919-1920 —durante el gobierno de Allendesalazar—, tendrá una influencia decisiva en
Francisco; no solo se preocupó en el Alcázar de la formación castrense de aquellos jóvenes,
futuros oficiales del Ejército, sino también de su buena forma física, organizando toda clase
de competiciones deportivas en el cercano campamento de Alijares. Bajo su dirección alcanzó el solar castrense toledano su más alto nivel.
Un contratiempo inesperado: el trágico accidente en la Academia
En 1909 Francisco estaba a punto de terminar su periodo de formación militar, que abarcaba tres largos años de duro esfuerzo académico. Sin embargo, tendrá que afrontar antes
una de las más duras pruebas de su vida, fruto de una experiencia traumática y desafortunada.
Después de unas prácticas de tiro, los cadetes se encontraban limpiando el ánima de
sus respectivos fusiles cuando, en un momento dado, al introducir uno de ellos la baqueta en
el arma y retirarla con rapidez —sin mirar si había algún compañero detrás— ensartó el ojo
izquierdo del infortunado Francisco.
Cabe imaginar el dolor y el consiguiente drama personal que supuso para él la pérdida de un ojo; accidente que, evidentemente, le hizo perder promoción, pues cada curso tenía
que ser superado íntegramente para poder acceder al siguiente, so pena de tener que repetirlo en su totalidad.
Al haber ocurrido la desgracia después de haber ingresado en el Ejército, Francisco
pudo continuar su carrera militar, evitando así peores consecuencias.
El incidente influyó en su rendimiento académico de tal forma que no conseguiría
promocionarse sino dos años después, transcurridos cinco desde su ingreso en la Academia.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
En septiembre de 1911, promovido al empleo de segundo teniente de Infantería, Francisco
fue destinado al Batallón de Cazadores de Llerena n.º 11, incorporándose a su unidad en
Córdoba; el 9 de diciembre regresó en ferrocarril con su unidad a Madrid, donde quedó de
guarnición.
El 17 de agosto de 1912 es destinado al cuadro para eventualidades del servicio en
Melilla y, ese mismo mes, adscrito al Regimiento de Infantería de África n.º 68, incorporándose a su nuevo destino el 5 de septiembre, en Melilla.
En su nueva unidad volverá a coincidir con su antiguo director de la Academia General, el idolatrado coronel José Villalba Riquelme —en ese momento coronel jefe del África
n.º 68—, a cuyas órdenes marchó con su compañía a Ras-Medua, en donde realizó continuos
reconocimientos por los valles del río Mazin para proteger la conducción de convoyes. Tauriat
Zag, Monte Taxuda, Ishafen, Sidi Hamet el Hach, Segangan y Monte Arruit serían los lugares
del Rif que Francisco conocería por primera vez en África, mientras prestaba servicios de seguridad y campaña.
En el Regimiento de África se producirá otro feliz reencuentro, pues Francisco volvió
también a coincidir con un viejo conocido de su infancia en Ferrol y de su época de estudios
en la Academia de Infantería: el joven teniente Francisco Franco. El futuro general más joven
de Europa estuvo también destinado en dicha unidad, desde el 17 de febrero de 1912 hasta
el 15 de abril de 1913 en que pasó a las fuerzas regulares indígenas. Por su parte, Francisco
permaneció en la unidad hasta fin de octubre de 1913.
Por Real Orden del 5 de septiembre anterior, había sido promovido al empleo de primer
teniente por antigüedad, en propuesta extraordinaria de ascenso, tomando parte en los ejercicios tácticos —con fuego real— realizados el 12 de septiembre en Zeluán, siendo felicitadas
todas las tropas por el general José Marina, comandante general de Melilla.
En octubre, de nuevo en Madrid —esta vez destinado en el Regimiento León n.º 38—,
allí permanecería hasta julio de 1914, en que fue de nuevo destinado al África n.º 68, incorporándose a su unidad ese mismo mes.
Recibirá su bautismo de fuego el 28 de septiembre de 1915, al participar en la ocupación de las posiciones de Azit de Ben Musa y Tanzelan, teniendo que sostener tiroteo con el
enemigo que oponía alguna resistencia a la operación.
En Melilla conocerá Francisco a una bella y joven mujer, Piedad López-Blanco Barcelona, en un baile de oficiales. Nacida en Melilla, el 29 de noviembre de 1895, Piedad era hija de
Alfredo López-Blanco y Carrera, miembro de la Junta de Arbitrios del Ayuntamiento de Melilla
y director del matadero municipal.
Entre paseos por el parque Hernández y las animadas veladas y fiestas en el Casino
Militar, Francisco y Piedad disfrutaron de su feliz noviazgo.
No tardarían en pasar por el altar, pues previa instancia del joven teniente, el 7 de
agosto de 1916 el rey Alfonso XIII concedió la Real Licencia para el casamiento de su oficial.
El matrimonio se celebró en Melilla, en la iglesia de la Purísima Concepción y a las 21.30
horas del día 27 de agosto de 1916.
Desde entonces, el matrimonio vivirá casi cinco años de feliz y pacífica convivencia,
en destinos peninsulares alejados del peligroso y arriesgado Rif marroquí. El 5 de octubre,
el teniente Asensi se incorporó al Regimiento de Infantería La Lealtad n.º 30, de guarnición
Francisco Asensi Rodríguez
Carrera militar: primer destino en Marruecos y la tranquilidad peninsular
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Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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en Burgos; un año después, el 17 de septiembre de 1917, nacerá su primer hijo: José Alfredo
(1917-1984).
Con el tiempo, su único hijo varón llegará a ser un gran militar, durante sus años de
servicio en el Protectorado español de Marruecos y el territorio del Sáhara; fue capitán interventor en el Rif y prestigioso oficial de los Tercios Gran Capitán I y Alejandro Farnesio IV de
La Legión española. Condecorado dos veces con la Medalla Militar Colectiva —una de ellas
por su participación en la batalla del Ebro en 1938— y caballero de la Orden de Cisneros, así
como comendador con placa de la Orden de África; la Cruz de Guerra, seis cruces del Mérito
Militar y la Medalla del Sáhara fueron otras de sus múltiples condecoraciones. La Sala Coronel Asensi, perteneciente a la Sala Histórica del Tercio Gran Capitán en Melilla, está dedicada
a este dignísimo oficial, pues fue el creador de los famosos Episodios legionarios, publicados
en El Aaiún en 1969 y reeditados en 2014.
En 1917, el teniente Francisco Asensi recibe la Medalla Militar de Marruecos, con el
pasador Melilla, desempeñando desde el 1 de enero de 1918 el cargo de profesor en la Academia de Cabos. Ese mismo año, por Real Orden circular de 4 de junio, se le concede el empleo de capitán de Infantería, con efectividad desde el 6 de mayo anterior. Desde el 25 de
junio formará parte del Regimiento de Infantería San Marcial n.º 44, también en Burgos, hasta el 11 de agosto, en que se incorporó a su nuevo destino: la Caja de Reclutamiento n.º 40 de
Huércal Overa (Almería).
El 3 de noviembre de 1919 el matrimonio tendrá una nueva alegría, pues nacería en
aquella localidad almeriense su hija María. Meses después, la familia se trasladó a la ciudad
de Alicante, al ser destinado el capitán al Regimiento de Infantería La Princesa n.º 4, incorporándose el 25 de febrero de 1920.
De nuevo África condicionaría sus vidas, pues la Real Orden de 24 de septiembre de
1920 accedió a la solicitud de Francisco, que ansiaba volver a su antiguo destino: el Regimiento de África n.º 68, en busca de mayor gloria.
Se cerraba así la época más feliz y fecunda del matrimonio, pues el deseo de Piedad
de reunirse con sus padres y su numerosa familia, oriunda de Melilla, y el firme propósito de
Francisco de salir de su letargo castrense les enfrentará a un trágico destino un año después,
aquel terrible y sangriento 1921.
Sin duda Francisco querría emular a sus hermanos menores. Víctor había salido de la
Academia en 1906 y llegó a Melilla el 23 de julio de 1909 con el Batallón de Cazadores de
Barbastro n.º 4, en el crucero Numancia; nada más desembarcar, ganó ese mismo día su primera Cruz del Mérito Militar de 1.ª clase con distintivo rojo. A las órdenes del general José
Marina Vega —que ya había mandado a su padre José Asensi en el combate filipino de Binacayan— asistió a los combates en las inmediaciones de los lavaderos de mineral. Aquel mes
de julio, Víctor salvó su vida de milagro, pues estuvo a punto de morir en el famoso «desastre
del Barranco del Lobo», el 27 de julio de 1909 y a las órdenes del malogrado general Pintos,
que resultó muerto de un tiro en la cabeza.
Por su parte, el menor de los Asensi, Recaredo —que obtuvo su despacho de segundo
teniente en 1912—, había sido ascendido a primer teniente de Infantería por méritos de guerra el 7 de octubre de 1913, por los méritos contraídos en el famoso combate de junio en
Laucien (Tetuán), donde fue herido en la pierna derecha. En 1915 conseguirá también su
primera Cruz roja del Mérito Militar de 1.ª clase, por sus méritos en los hechos de armas de la
Peña de Beni-Hosman y Tetuán.
Guerras del Rif
Conflictos que definen las dos
grandes sublevaciones rifeñas, las
encabezadas por Sidi Mohammed
Amezzián en 1909-1912 y los
hermanos Mohammed y Mahmed
Abd el-Krim, quienes se enfrentaron
al ejército español y lo derrotaron: el
primero en 1909; los segundos en
1921. El audaz desembarco español
en las playas de Ixdain y de La
Cebadilla (Alhucemas occidental),
en septiembre de 1925, logró partir
por la mitad las defensas rifeñas y,
nueve meses después (mayo de
1926), los Abd el-Krim se rendían,
junto con sus allegados y
familiares, a la columna del coronel
Corap, siendo deportados a la isla
(francesa) de la Reunión, en el
Océano Índico.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
El capitán Asensi se incorporó a su nuevo destino en Melilla el 15 de octubre de 1920; inmediatamente, se hará cargo del mando de su nueva unidad: la primera compañía del primer
batallón del África n.º 68, acantonada en el campamento de Arrof. Además de traducir el
francés, aprenderá el árabe.
Allí conocerá el capitán a sus nuevos oficiales: el teniente Juan Mestre Martorell, de
origen mallorquín pero nacido en Buenos Aires el 30 de marzo de 1900, y los alféreces Bernardino Bocinos Villaverde y Francisco Sánchez Oliva.
El 24 de febrero de 1921, todos se despiden del alférez Bocinos, que marcha a Melilla
para hacerse cargo de los nuevos reclutas de la compañía, de cuya instrucción se dedicó a
las órdenes del comandante Antonio Zegrí.
El 22 de junio se incorporaran todos aquellos reclutas a la compañía del capitán Asensi.
Esos jóvenes quintos, soldados de reemplazo, recibieron solo cuatro insuficientes meses de instrucción. Un mes después, estarán luchando a vida o muerte contra un mortal enemigo rifeño; muchos
morirán de forma dramática, haciendo fuego con su fusil Mauser sin apuntar ni poner el alza.
En Arrof quedó, pues, el capitán con el resto de los oficiales y sus veteranos, prestando
servicios de campaña hasta el día 28 de mayo de 1921 en que, cumpliendo las preceptivas
órdenes, se dirigió con su compañía a la posición de Monte Arruit, donde pernoctó toda la
noche. Allí durmió la unidad sin poder imaginar que en aquel lugar serían masacrados, solo
dos meses y catorce días después, más de tres mil españoles. La traicionera masacre, el 9 de
agosto, de «los tres mil» será la peor ignominia y tragedia de la guerra del Rif.
En la mañana del día siguiente, 29 de mayo, la compañía continuó por ferrocarril
hasta Melilla, donde quedó de guarnición en el cuartel del regimiento hasta la incorporación
de Bocinos y sus reclutas, a finales de junio.
El feliz regreso hizo que Francisco se reuniera de nuevo con su esposa Piedad y sus
hijos José Alfredo y María, de cuatro y dos años de edad respectivamente. La familia disfrutará así de su presencia durante todo el mes de junio y la mitad de julio de 1921.
Sin embargo, la alegría de estar todos juntos durará poco porque el 18 de julio, como
consecuencia del levantamiento de las cabilas rifeñas y la agitación subsiguiente que invadió el territorio del Rif, el capitán recibe nuevas órdenes de la superioridad. Estas consistían
en incorporarse, de forma inmediata, a la columna móvil del Regimiento de África n.º 68, situada en el lejano campamento de Zoco el Telatza, la posición más meridional de todo el
dispositivo militar español en el Rif.
El día 19 de julio se reitera con urgencia la orden del día anterior al insistir en que «se
ordena a África que se acelere el movimiento de fuerzas ordenado el día 18»; la lectura de
dichas órdenes refleja el nerviosismo de la Comandancia General de Melilla, al ordenar la
movilización de todas las unidades disponibles que todavía permanecían en la plaza. Era
evidente que se presagiaba lo peor.
De nuevo la guerra romperá la felicidad de la familia Asensi. El 1 de junio había tenido
lugar la derrota del Monte Abarrán, que sorprendió a las fuerzas españolas; desde entonces,
la Comandancia General de Melilla, dirigida por el general Manuel Fernández Silvestre e incapaz de reaccionar durante casi dos meses —a pesar de continuos avisos como el combate
favorable del día siguiente, en Sidi Dris, y el asedio de Igueriben, desde el 17 de julio—, languidecía a la espera de acontecimientos, desnortada y confundida.
Francisco Asensi Rodríguez
Un terrible e inminente desastre militar: Annual, 1921. El principio del fin
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Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Luego vendrían las prisas, el desconcierto y la pasmosa ausencia de un mando enérgico y eficaz.
El 20 de julio, en la posición de Igueriben se presentía ya el dramático final y la desmoralización y el desaliento cundían, cada vez más, entre los cinco mil españoles presentes
en el cercano campamento de Annual, incapaces de auxiliar a sus compañeros sitiados por
los rifeños. En la mañana de ese mismo día Francisco Asensi, cumpliendo las órdenes antes
referidas, se ha despedido de su esposa e hijos en la estación de ferrocarril con una intuición
trágica. No le volverían a ver nunca más.
La primera compañía del primer batallón, incompleta, pues contaba con cuatro oficiales, noventa y ocho soldados de tropa y cuatro mulos para transportar las municiones y pertrechos —más el caballo del capitán—, marchó por ferrocarril hasta Tistutin, continuando
después la marcha a pie durante los casi cuarenta kilómetros de distancia hasta el campamento de Zoco el Telatza de Beni bu Beker, cruzando el peligroso desfiladero de Teniat el Hamara. Los oficiales, clases y soldados de la compañía llegaron al Zoco a la una de la madrugada del 21 de julio, exhaustos tras aquella dura y agotadora marcha.
En la breve parada en Tistutin, el capitán Asensi tuvo tiempo de hablar con el teniente
de la Escala de Reserva Arturo Mandly Ramírez, jefe de la tercera compañía del primer batallón del África, que ha recibido idénticas órdenes de incorporarse al Zoco el Telatza. Mandly
llegará al Zoco, con su joven alférez Evaristo Falcó Corbacho y el resto de su unidad, la tarde
del día 22 de julio.
Ni el capitán Asensi ni el teniente Mandly son conscientes, en aquel momento, de la
singular trascendencia que tendrán las órdenes que se apresuran a cumplir con férrea disciplina. Vivir o morir, para muchos españoles dicho destino dependerá del comportamiento de
ambas compañías. Serán la vanguardia heroica de una sangrienta retirada.
Un día después de la llegada de la compañía del capitán Asensi al Zoco, y también el
mismo día en que lo harán el teniente Mandly y los suyos, ocurrirá el desastre en Annual. Ese
fatídico 22 de julio tuvo lugar la decisiva tercera derrota española, tras la «sorpresa de Abarrán» y la trágica y agónica aniquilación de la posición de Igueriben. El destino del lejano
campamento de Zoco el Telatza estaba sellado.
En el campamento tenía su base la columna móvil del Regimiento de Infantería África
n.º 68, formada —tras las últimas incorporaciones— por cinco compañías de fusiles (1.ª y 3.ª
del primer batallón, 3.ª y 5.ª del segundo y 6.ª del tercero) y una compañía de ametralladoras
(del 2.º batallón, una de cuyas máquinas Hotchkiss Mle 1914 se encontraba en Annual).
La guarnición fija del campamento estaba constituida por la 5.ª compañía del primer
batallón, al mando de su capitán don Manuel Gil Rodríguez; contaba también con veintidós
artilleros, que servían cuatro piezas de 90 mm, de la marca alemana Krupp, en muy mal estado de servicio excepto una de ellas. Al mando de la columna móvil se encuentra el teniente
coronel Saturio García Esteban.
En el cómputo total, setecientos setenta y un oficiales, clases y soldados presentes en
el campamento el día 22 de julio de 1921.
En los alrededores del campamento se situaban las distantes posiciones, horquilladas
en torno a la cabecera de la circunscripción y guarnecidas por las distintas secciones y compañías del regimiento: Haf, la más lejana y distante 15 kilómetros del Zoco, Arreyen Lao, Sidi
Alí, Reyen de Guerruao, Loma Redonda, Siach 1 y 2, Ben Hiddur, Tixera, Morabo de Abd el-Kader y, por último, Tazarut Uzai (en el extremo sur de la línea y próxima a la frontera francesa).
Consumado el desastre en Annual, el 23 de julio empiezan a ser atacadas las distintas posiciones de la circunscripción sur. La posición de Haf comunica por teléfono que soporta un
duro asalto rifeño, agotándose las municiones y el agua con inusitada rapidez. El teniente de
Artillería Corominas, desesperado y frenético, hace fuego con sus cañones con la espoleta a
cero; los cuerpos exánimes de decenas de rifeños yacen en los alrededores de la posición.
Ese mismo día, Loma Redonda, Arreyen Lao y Tazarut Uzai informan de nuevas agresiones, también Sidi Alí. La insurrección de las harcas de Beni Tuzin, Metalza, Beni Buyagi,
Ulad Bubker, Ain Zorah y Fetachas va a convertirse en un verdadero ataque general. El teniente coronel Saturio García Esteban decide enviar un convoy de socorro a Haf en la mañana del
día 23; informado por el capitán Francisco Alonso de su temor a una posible deserción de la
policía indígena, decide enviar también a la compañía del capitán Francisco Asensi a reforzar la posición de Siach, campamento de la 9.ª mía, mientras Alonso y sus hombres socorren
Haf.
Las tres secciones del capitán Asensi ocuparán Siach y la avanzadilla del Morabo de
Abd el-Kader. Haf recibió exultante el agua, así como los víveres y municiones necesarios para
continuar la lucha. En menos de veinticuatro horas, el capitán Ernesto Rodríguez Chacel y los
aguerridos defensores de Haf estarán todos muertos, excepto el soldado Manuel Carro Nieto,
que logrará llegar vivo al Zoco.
Francisco Asensi y sus hombres permanecerán en Siach la noche del 23 al 24 de julio,
sin poder conciliar el sueño; el sol de un nuevo día dará paso a la destrucción de las posiciones de Haf —para la que no hubo más convoyes ni ayuda— y Arreyen Lao. Rehechas las
harcas, los enfurecidos guerreros rifeños se lanzan al asalto de un nuevo objetivo: Siach. No
querrán prisioneros.
La compañía del capitán Asensi, previo repliegue de la avanzadilla de la altura del
Morabo, se defiende con fuego a discreción; dentro del campamento, los moros de la Policía
Indígena murmuran y todos comprenden que se avecina su inevitable defección. Bajo un intenso ataque, a las dieciocho horas del día 24 de julio, Francisco Asensi recibe la orden de
replegarse con su compañía al Zoco el Telatza. El capitán demostrará, en dicho repliegue,
Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Agitación del territorio. Tres días de julio y retirada sangrienta
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
El total de efectivos en las referidas posiciones, incluyendo los del Zoco, era de unos
mil quinientos setenta oficiales, clases y soldados. De ellos ciento noventa y ocho pertenecían
a la 9.ª mía de la Policía Indígena, a las órdenes del capitán Francisco Alonso Estringana (ver
biografía) y acuartelados en el campamento de Siach, situado a un kilómetro de distancia
del Zoco.
Al llegar al Zoco la compañía del capitán Asensi el panorama era desolador; el depósito de víveres —que surtía a todas las posiciones del sector— estaba casi agotado y era
urgente el necesario repuesto. Por ello se redujeron las raciones de pan a la mitad y el rancho
a un solo plato, en lugar de tres.
En cuanto a las municiones existentes, eran absolutamente insuficientes para un combate serio y prolongado, muchísimo menos para soportar un asedio generalizado sobre la
posición. Más dramático era el aprovisionamiento del agua —que se traía de las fuentes de
Ermila, a 38 kilómetros de distancia—, pues el 24 de julio quedaba ya muy poca en el depósito de la posición, haciendo imposible la resistencia del campamento más allá de cuatro días.
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Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
valor y dotes de mando, y sabrá mantener en su tropa serenidad y entusiasmo en todo momento; sin bajas, pues solo hubo que lamentar la pérdida de las camillas de la unidad.
Los hombres del capitán Asensi le admiran, el oficial es como un padre para ellos, pues
se preocupa sinceramente de su gente y lamenta la trágica suerte que a sus jóvenes y bisoños reclutas les ha tocado vivir. Le seguirán con los ojos cerrados; sobre todo su fiel y leal
asistente, Amadeo Mata Castillo, pues intuye que su capitán, con su metro y sesenta y seis
centímetros de estatura, guarda hechuras de héroe. Pronto despejará sus dudas; y morirá
con él.
Protegidos por una guerrilla del Zoco, la compañía consigue entrar en la posición
principal. A tiempo para ver la esperada defección de la Policía, pues la fuerza del capitán
Alonso ha quedado reducida a sus oficiales y diez fieles policías, todavía adictos a la causa
española; cuatro de ellos morirán después.
Cercado a tiros el Zoco el Telatza y cortadas las comunicaciones con el exterior, García Esteban ordena el repliegue hacia el Zoco de las posiciones restantes de Loma Redonda,
Ben Hiddur y Sidi Alí, que se hizo efectivo a la una y treinta horas de la madrugada del día 25
de julio.
Antes, a las 22.00 horas del día 24 de julio, había sido decidida la evacuación del
campamento hacia la zona francesa, en un dramático y urgente consejo de defensa en el que
estuvieron presentes, además del teniente coronel jefe de la columna, los oficiales que tenían
mando de compañía, entre ellos el teniente Arturo Mandly y el capitán Asensi. De los doce
oficiales presentes en aquel Consejo, solo cuatro conseguirán llegar a la zona francesa: el
teniente coronel García Esteban, los capitanes Gil Rodríguez y Alonso Estringana, y el alférez
Luis Muñoz Bertet.
En el consejo, las deliberaciones examinaron tres posibles itinerarios para la evacuación, eligiendo el tercero, consistente en un trayecto más corto que los dos anteriores, pero en
su parte final muchísimo más peligroso por ser montañoso, por el pie occidental de los montes de Yebel Ben Hiddur.
Las actas del referido consejo de defensa se perdieron en la retirada, pues según los
supervivientes —García Esteban— las llevaba el teniente Ramón Mille Villelga, que desapareció antes de llegar al Protectorado francés. Será una pérdida irreparable para acreditar documentalmente lo que verdaderamente ocurrió y se dijo en aquella trascendental reunión de
oficiales. Sin embargo, hoy sabemos que se hicieron más copias del acta; una de ellas la llevaba el teniente Arturo Mandly Ramírez.
En la reunión, Saturio explicó las disposiciones que había tomado para el orden de
marcha de la columna en retirada, que tendrá lugar a las tres y media de la madrugada del
lunes 25 de julio:
1. La vanguardia irá formada por las compañías 3.ª y 1.ª del primer batallón —mandadas por
el teniente Mandly y el capitán Asensi—, con la misión de proteger la columna.
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2. El grueso lo forman las siguientes unidades, por este orden: la 6.ª compañía del 1.er batallón
(capitán Moreno); después la 1.ª compañía del 2.º batallón (teniente Manuel Crespo, pues
el capitán Prats está herido en el cuello); la compañía de ametralladoras (capitán Lagarde); la impedimenta y la Plana Mayor; la 5.ª y 3.ª compañías del 2.º batallón (teniente Arenas y capitán Molero) y la 6.ª del 3.º (alférez Luis Muñoz Bertet).
Llegada la hora de la evacuación del campamento de Zoco el Telatza, se colocaron los heridos en artolas, camillas e incluso caballos de oficiales y, aprovechando una oportuna niebla,
se emprendió con mucho silencio, cohesión y enlace la marcha de veintidós kilómetros hacia
la zona francesa.
La fuerza española —con las secciones de cada compañía, una detrás de otra— iba
perfectamente encuadrada, en columna de a cuatro, con filas abiertas, dos por cada lado;
llevando delante de las compañías centrales el convoy de heridos y detrás las acémilas del
tren de combate. Antes de salir se inutilizaron los cañones y todo cuanto pudiera aprovechar
el enemigo; se distribuyeron a los soldados las municiones a granel del depósito. Además, se
dio la consigna de guardar silencio y no fumar.
Al salir del campamento se sufrió fuego enemigo y en la misma alambrada fue muerto
el mulo que conducía el botiquín. Se logró rechazar la agresión y como no había tiempo que
perder —pues no tardaría en amanecer—, los oficiales de la columna lograron que la tropa
hiciera fuego, avanzando y venciendo totalmente la resistencia que el enemigo oponía a la
marcha de la columna. Los siguientes diez kilómetros se harían con relativa calma y facilidad.
Así marchaba la columna en la oscuridad y envuelta en una densa niebla, que la favorecía. Mientras tanto, el numeroso enemigo seguía la misma marcha por la larguísima loma
Norte-Sur de Yebel Ben Hiddur, los rifeños por la cumbre y los españoles por la falda, por el
camino que conduce a los montes Fetachas, llevando la columna como práctico, por ser conocedor del terreno, al capitán de la 9.ª mía de Policía Indígena don Francisco Alonso Estringana. Dicho camino fue aconsejado también por el faquir de la mía, Sidi Mohatar.
Al amanecer, despejada la niebla y muy cerca ya de la zona francesa, la columna fue
definitivamente emboscada en el «Cuadrilátero», desatándose un verdadero infierno en la
tierra, pues se sufrió un intenso fuego que dislocó a las fuerzas en retirada. Tal y como relataría el teniente coronel García Esteban al rey Alfonso XIII:
Empezaba a amanecer y se adoptó el orden de combate, sosteniendo las guerrillas
nutridísimo fuego por vanguardia y retaguardia al entrar en el cuadrilátero, formado
por cuatro montes llamados los Fetachas, cuyas cumbres y faldas estaban
cuajadas de moros que nos hacían fuego en todas direcciones; y había necesidad
de pasar a la derecha un desfiladero para llegar a la Zona Francesa.
Los sacrificables
La hora del sacrificio: un bravo teniente y el asalto suicida de un capitán
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Al terminar el trascendental consejo de defensa, Francisco reúne a sus oficiales para
comunicarles la decisión de retirarse y que Drius —el campamento más importante de todo
el Rif español— arde y ha sido evacuado.
De nuevo la desmoralización, la pesadumbre y el temor por las noticias recibidas deprimen a la tropa. Para colmo, media hora antes de empezar la retirada, la compañía del capitán
Asensi pierde a uno de sus oficiales, Francisco Sánchez Oliva; por orden de Saturio, el alférez
hará la retirada casi en la retaguardia, con la sexta compañía del tercer batallón, pues esta
compañía de ciento veintiocho soldados la manda un solo alférez: Luis Muñoz Bertet.
Francisco Asensi Rodríguez
3. La retaguardia la formaran la 5.ª compañía del 1.er batallón (capitán Gil) y la Sección de
Cazadores de Alcántara (sargento Benavent).
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Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Al llegar al valle rectangular o cuadrilátero, cuya diagonal tenían que recorrer, la compañía
mandada por el teniente Mandly se dividió en dos hileras (separadas por una distancia de
diez metros, aumentados luego a trescientos); una doble hilera por el flanco izquierdo, mandada por el alférez Falcó Corbacho, y otra doble hilera mandada por el teniente, que ejecutó
un cambio de frente sobre el flanco derecho. Esta maniobra se hizo para ocupar y desalojar
las lomas que, en dicho flanco y coronadas de rifeños, dominaban el camino que debía recorrer la columna. Con dicho movimiento táctico se protegía a la columna hasta llegar al desfiladero que necesitaban atravesar; sin embargo, poco tiempo después, las escasas fuerzas
del teniente fueron rodeadas y el que no murió con su oficial —que fue herido de muerte por
un tiro en el vientre— fue hecho prisionero y fusilado más tarde a quemarropa por los rifeños.
Del admirable sacrificio del teniente Mandly fueron conscientes la mayoría de sus
compañeros, pero no el estamento militar alfonsino, que tuvo un comportamiento mezquino,
cicatero y miserable con aquel bizarro oficial.
Propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando, su expediente de juicio contradictorio terminó con el informe favorable del juez instructor. Pues bien, a pesar de ello, el motivo
para denegar la preciada condecoración al teniente Mandly fue que la instancia había sido
formulada por su hermano, cuando —decía el fiscal—el Reglamento de la Orden de San
Fernando facultaba únicamente a los padres, hijos o viudas de los fallecidos.
Por ello se procedió a declarar nulo todo lo actuado por Real Orden del rey Alfonso XIII,
de fecha 21 de diciembre del año 1925.
Lo sorprendente y desconcertante de este caso es que la instancia que solicitaba la
apertura de juicio contradictorio a favor del teniente fue presentada el 21 de octubre de 1921
por su hermano, el capitán de la Escala de Reserva Ricardo Mandly Ramírez, pero... ¡en nombre de la esposa de su hermano, doña Manuela Arias Durán! Por lo demás, dicha representación se admitió por la Administración durante toda la tramitación del expediente hasta que
alguien decidió tapar con una pesada losa —no levantada hasta ahora— el sacrificio de un
bravo teniente y de los sargentos, cabos y soldados que también supieron morir dignamente
con su oficial. Será un desprecio oficial imperdonable.
La siguiente compañía de vanguardia, mandada por el capitán Asensi, imitó el movimiento
táctico de la compañía de Mandly, para responder también al violento doble fuego recibido por
ambos flancos. La guerrilla del flanco derecho —protegida por el sacrificio del teniente Mandly—
estaba mandada por el teniente Bocinos; las restantes tres medias secciones, que formaban la
guerrilla del flanco izquierdo, por el capitán Asensi y el teniente de veintiún años Mestre Martorell.
Antes de llegar al desfiladero de Maachen, el capitán Asensi comprendió que, de no
ocupar el monte que lo dominaba —situado en el flanco izquierdo de aquella cortadura entre
los montes Fetachas—, el paso resultaría imposible; por ello, previa una corta conversación
con el capitán Alonso Estringana, de su propio impulso se lanzó a la ocupación del monte.
Antes del mortal asalto, el capitán reúne a su teniente y a varios de sus sargentos para
transmitir su propósito; se ordena a sus hombres calar bayonetas y, al fuerte grito de ¡viva
España!, se lanzan todos —incluso los cornetas— al asalto del estratégico monte, cargando
con ímpetu, pues «la bala es loca y solo la bayoneta es cuerda y certera». De este modo, la
compañía hizo honor a una de las épicas y gloriosas estrofas del himno de su regimiento:
«De nuestro Regimiento es la consigna, siempre avanzar; y en alta cima al viento nuestra bandera contemplar. A la cima correr, a la cima llegar. Por la patria luchar para vencer, por
la bandera luchar hasta morir».
Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
La toma de las posiciones dominantes, llevada a cabo por Mandly y Asensi, resultó de
capital importancia para desalojar al superior enemigo rifeño y proteger así tanto la marcha
como el paso de la columna por el desfiladero.
El capitán Asensi era muy consciente, como profesor de cabos, de las enseñanzas de
Bermúdez de Castro. El rifeño no va a buscar la muerte, se bate tenazmente mientras no tiene
bajas; cuando se le hace daño de verdad, huye despavorido. Frente al vigoroso asalto del
capitán Asensi y sus hombres, que mandarán a la otra vida a muchos rifeños sin misericordia,
el enemigo cederá la posición, pues prefiere cebarse con los heridos y centrarse en el más
seguro tiro a larga distancia contra la columna, amparándose en barrancos y matorrales,
bajo un calor sofocante.
El capitán Alonso fue testigo del desesperado y suicida ataque. Este oficial, asegurado el paso del desfiladero, marchará a la comprometida retaguardia de la columna. También
el capitán Moreno Muñoz, cuya compañía marchaba justo detrás de la del capitán Asensi,
fue testigo de la gesta declarando lo siguiente: «como quiera que los moros se habían apoderado de unas alturas hacia la izquierda de la marcha, hubo necesidad de acelerar la marcha
por el valle y aún, de ocupar otra posición hacia su cabecera para protegerla».
Desgraciadamente, lo que hasta ese momento comenzaba a ser un repliegue escalonado se convirtió en un terrible desastre.
La compañía de ametralladoras, que marchaba en el flanco derecho, se echó a la izquierda del sentido de la marcha con objeto de sostener el ataque de la compañía del capitán Asensi; la intención era emplazar las máquinas y proteger el avance de la columna. No lo
conseguirán, pues muerto su jefe —el capitán Apolo Lagarde—, caerán bajo un mortífero
fuego rifeño que los dispersará. Las compañías que van a continuación (3.ª y 5.ª del 2.º batallón) malinterpretan el movimiento de las ametralladoras y también confunden el camino de
la retirada, tomando un falso camino hacia la izquierda.
El teniente coronel y el resto de los oficiales que todavía siguen vivos no consiguen
evitar la dispersión de parte de la columna, a pesar de sus gritos y continuos avisos para
atraerla al camino correcto de la derecha.
Las fracciones de la izquierda, extraviadas, fueron furiosamente atacadas por el grueso de las harcas rifeñas que consiguieron cortar la columna y provocar una auténtica masacre
entre los extraviados. Estos, al darse cuenta de su error, intentan a la desesperada volver al
camino correcto y quedan rezagados. El capitán Asensi, desde su estratégica y elevada posición, contempla sobrecogido la trágica escena y decide mantenerse en el monte que domina
el desfiladero, para dar tiempo a que los rezagados y la retaguardia puedan cruzarlo.
Cumplida su misión, se incorpora a los extraviados con los supervivientes de sus tres
medias secciones, para intentar ganar también la avanzadilla de la posición francesa de
Hassi Uenzga, a donde ya ha llegado el grueso de la fuerza española.
Al pie de las alambradas de la avanzadilla, junto a los rezagados perseguidos y furiosamente hostilizados por los rifeños, encontrará gloriosa muerte el capitán Asensi, en rudo
combate y acompañado por los oficiales supervivientes de las compañías extraviadas (tenientes Núñez y Anisí, y el alférez Alderete). Tenía treinta y cinco años y su muerte será detallada así por el jefe de la columna, en su parte de 10 de agosto de 1921 (folio 772 vuelto del
Expediente Picasso) dirigido al general y alto comisario Dámaso Berenguer.
Los pocos rezagados que sí consiguieron sobrevivir relataron al capitán Alonso que
Francisco Asensi tuvo un comportamiento ejemplar y murió luchando cuerpo a cuerpo hasta
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el último momento, en un postrero acto de resistencia frente a los rifeños. Todo ello ante la
insolente indiferencia de las fuerzas francesas de la avanzadilla y sus tiradores senegaleses.
El sacrificio de Mandly y Asensi no fue en vano. Consiguieron llegar a la zona francesa
cuatrocientos setenta hombres y dieciocho oficiales. El 9 de agosto retornarán a Melilla en el
vapor Bellver.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Francisco Asensi Rodríguez
Los muertos que no se admitieron y el espejismo de una Laureada
250
El general Dámaso Berenguer recibió el parte del teniente coronel García Esteban, de fecha
10 de agosto y donde se detallaba cómo, dónde y con quién fue muerto el capitán Asensi, así
que remitió los datos —a través del telegrama número 558— al Ministerio de la Guerra, para
que se cursase la baja del capitán como fallecido. Esta se publicó en el Diario Oficial del Ministerio de fecha 18 de septiembre de 1921; tan cierto era el óbito que su esquela se publicó
en El Telegrama del Rif de fecha 22 de octubre, celebrándose por ello su funeral en la parroquia castrense de Melilla.
También la prensa se hacía eco de su fallecimiento. Así, en el ejemplar del periódico La
Libertad de fecha 11 de agosto de 1921 se pudo leer que diversos testigos vieron morir a los
capitanes Lagarde y Asensi. Incluso un documento reservado del Estado Mayor de la Comandancia General de Melilla, de fecha 28 de enero de 1922, lo cita como «muerto en el camino»,
en una relación donde algunos oficiales de la retirada aparecen como desaparecidos.
No había dudas de su muerte, pero el temor a que se supiese dónde y por qué murió
preocupaba a muchos. Ante el general Picasso, el teniente coronel García Esteban guardará silencio sobre las muertes de Asensi y Mandly, sin duda preocupado por el futuro de su carrera
militar, pues lo cierto es que los heridos y rezagados fueron abandonados y no se trató nunca de
ampararlos. A pesar de ese silencio, Picasso reflejó la muerte de Asensi al pie de la avanzadilla.
De nuevo apareció la pesada losa del olvido, sobre todo teniendo en cuenta que fue
instruida una causa para juzgar las responsabilidades de los oficiales en el desastre de Zoco
el Telatza. Nadie habló del sacrificio de Mandly en dicha causa, incluso algún testimonio
—luego contradicho por el mismo testigo— insinuó que Asensi murió asaltando el monte y no
al pie de la avanzadilla. Había mucho en juego; muchas carreras militares por nada, pues
nadie podría ya remediar la muerte de dos dignísimos oficiales.
El juez instructor de la causa fue el teniente coronel Ramón Jiménez Castellanos, del
Regimiento África n.º 68. Por supuesto que leyó el parte de fecha 10 de agosto, y por eso,
valiente él, formuló al teniente coronel la espinosa pregunta: ¿recuerda en qué momento fue
muerto el capitán Asensi? La respuesta fue tan contradictoria con su anterior parte como
escueta: «No puedo precisar el momento pues solo supe después que había desaparecido».
De nuevo la callada por respuesta, pues graves eran los delitos imputados al teniente
coronel García Esteban. Sin embargo, la familia del capitán movió ficha; una conversación
fortuita de Alfredo López-Blanco (suegro del capitán) con el capitán Alonso Estringana, muchos meses después del desastre, aclaró un poco las circunstancias en que desapareció su
yerno. Alonso contó que murió o fue herido atacando un monte ocupado por numeroso enemigo que causaba multitud de bajas a nuestras fuerzas y su opinión era que la familia debía
pedir la Cruz de San Fernando para el heroico capitán.
Alfredo López-Blanco no comunicó todavía nada a su hija, residente ahora en Motril
(Granada) con una hermana, hasta no estar seguro y empezó a hablar con las autoridades
Francisco Asensi Rodríguez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
sobre su yerno. Sin embargo, por iniciativa del nuevo comandante general de Melilla, José
Sanjurjo (ver biografía), el día 27 de mayo de 1922 se publicó el Diario Oficial del Ministerio de
la Guerra número 116, donde, sorprendentemente, se dejó sin efecto la baja como fallecido del
capitán Asensi, por no existir —se decía— prueba testifical ni de ninguna clase que acreditase
la muerte. El parte de 10 de agosto de 1921 y el telegrama 558 del general Berenguer, como si
no hubiesen existido. Eran secretos y reservados, como lo será la declaración de Alonso.
Ese mismo mes de mayo, por Real Decreto del día 3 (publicado el 4) se modifica el
Reglamento de la Orden de San Fernando, ampliando a dos meses el plazo para solicitar la
Cruz. Plazo que expiraba, pues, el 4 de julio de 1922. La familia del capitán prefirió creer a sus
autoridades que a un capitán de la Policía Indígena; la verdad es que, probablemente, se
hicieron falsas esperanzas de que Francisco estuviese vivo y prisionero en alguna cabila (hay
que tener en cuenta que todos los prisioneros de Axdir fueron liberados en enero de 1923 y,
aun así, siempre aparecían prisioneros de otras cabilas años después). Lo cierto es que se
neutralizó así, intencionadamente o no, la posibilidad de que la familia solicitase la Cruz
dentro de aquel plazo de dos meses.
A finales de mayo de 1923, la viuda del capitán regresó a Melilla. Allí tuvo conocimiento, a través de su padre, de lo relatado por el capitán Alonso. El 4 de junio de ese año solicitó
la Cruz de San Fernando para su difunto esposo, amparándose en el artículo 40 del Reglamento, que permitía formular instancias fuera de plazo, siempre que hubiese una causa legítima. Por supuesto que la había: la negación de la muerte del capitán por las autoridades
militares, a pesar de todas las evidencias; circunstancia que, evidentemente, confundió a la
familia.
Formado expediente previo de apertura de juicio contradictorio, se tomó declaración
al principal testigo, el capitán Alonso, en Tafersit. El 16 de noviembre de 1923 Alonso reiteró
ante un juez militar que de no haberse ocupado el monte que dominaba el desfiladero el paso
habría resultado imposible y que el comportamiento de Asensi había sido heroico, pues no
dudó en ir al sacrificio para que la columna salvara el desfiladero. Ciertamente el capitán
estaba incurso en muchos artículos del Reglamento y además había tenido cuarenta y seis
muertos, superando con creces y holgura el requisito de un tercio de la fuerza propia.
Reunido el pleno de la Asamblea de San Fernando el 5 de abril de 1924, resolvió lo
siguiente: «De lo expuesto parece resultar que la recurrente no pudo enterarse de los hechos
realizados por su esposo hasta la fecha que dice, pero habiéndose publicado el Real Decreto
de 3 de mayo de 1922 y habiendo tenido dos meses de plazo desde su publicación, no parece admisible dejase transcurrir tanto tiempo sin promover su instancia». Por ello se denegó la
apertura de juicio contradictorio a favor del capitán. El rey confirmó el criterio de la Asamblea
el 4 de marzo de 1925, ¡once meses después del pleno!
En tan largo e inusual lapso de tiempo se dictó un Real Decreto, de fecha 4 de julio de
1924, que indultaba a los condenados y procesados por sus responsabilidades en el desastre
de Annual; también una sentencia de 7 de octubre de 1924 por la que un consejo de guerra,
celebrado en Melilla, absolvió a Saturio García Esteban de los graves delitos que se le imputaban. Tres veces pedirá él mismo la Cruz de San Fernando para él y tres veces le será negada.
No hubo justicia para el capitán Asensi ni para el teniente Mandly. Solo dolor para sus
familiares y un lamentable e imperdonable olvido. Ni siquiera una Cruz del Mérito Militar con
distintivo rojo para honrarles como jefes de compañías que cayeron en combate sufriendo la
mitad de bajas.
251
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Francisco Asensi Rodríguez
Sobrevino así para el capitán una segunda muerte, más dolorosa, pues la resolución
del rey ni siquiera fue notificada a la familia Asensi. Esa es la razón por la que esta siempre
consideró al capitán como desaparecido, pues como hombres de palabra y de ley se fiaron
del Diario Oficial de mayo de 1922, que ominosamente negó la muerte cierta del capitán.
Todo lo demás era secreto y reservado. El forzado y deliberado olvido institucional posterior
sobre Annual sepultó durante décadas la historia de aquellos hombres que pagaron con el
mayor de sus sufrimientos y el sacrificio de sus vidas los errores políticos y militares ajenos.
252
J. G. L.
Fuentes
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Barreiro Álvarez, Manuel
Bayona, Pontevedra, 23 de octubre de 1880 - 13 de julio de 1940
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Considerado uno de los precursores de la aviación española, había nacido en Bayona (Pontevedra), el 23 de octubre de 1880. Estudió en el colegio Apóstol Santiago de los jesuitas, en
el municipio de La Guardia, e ingresó en 1898 en la Academia de Ingenieros de Guadalajara,
en la que en 1903 fue promovido a segundo teniente y de la que en 1905 salió con el empleo
de primer teniente y destino en el 6.º Regimiento Mixto de Ingenieros, en Valladolid, del que
pasó un año después a la Compañía de Zapadores de la Comandancia de Ingenieros de
Mallorca, al mando de la red telefónica militar de la isla. Cesó en este destino al ser ascendido a capitán en octubre de 1911, volviendo al poco tiempo al anterior.
En abril de 1913 fue nombrado alumno de la Escuela de Aerostación de Guadalajara4.
Tras realizar el curso de globo libre y cautivo, pasó al aeródromo de Cuatro Vientos para formarse como observador y piloto, obteniendo en el mes de octubre los títulos de observador y
de piloto de 2.ª categoría, y pasando a continuación destinado a la escuadrilla de aeroplanos
mandada por el capitán Alfredo Kindelán, con la que se trasladó a Tetuán.
Durante los meses siguientes a su llegada a Tetuán, el capitán Barreiro participó en
numerosas acciones de guerra, en unas como piloto y en otras como observador, recibiendo
su bautismo de fuego el 3 de noviembre.
El 19 de noviembre de 1913, yendo como observador en el biplano pilotado por el teniente de Infantería Julio Ríos Angüeso, cuando realizaban un reconocimiento sobre el monte
Cónico (Tetuán) en vuelo a muy baja altura, recibió el aeroplano fuego del enemigo, resultando gravemente heridos ambos tripulantes, a pesar de lo cual consiguieron regresar al campamento una vez cumplida la misión y sin que el avión sufriese desperfectos.
El teniente Julio Ríos Angüeso sería el primer piloto del mundo herido en acción de
guerra y por esta acción recibiría en 1921 la Cruz Laureada de San Fernando y el ascenso a
capitán. Piloto con una gran experiencia, fue quien probó en 1919 el trimotor construido por
La Cierva. Tras la Guerra Civil se incorporó al Ejército del Aire, en el que alcanzó el empleo de
general de división.
Muy pronto le llegarían al capitán Barreiro los primeros reconocimientos a su destacado
comportamiento. El rey don Alfonso XIII envió al alto comisario en Marruecos un escrito en el que
decía: «Ruego a V. E. participe a los dos aviadores heridos que los asciendo al grado superior y
que les felicito por su brillante conducta, así como por el valor y la serenidad de que han demostrado. Deles un abrazo en mi nombre y lleve estas felicitaciones a la Orden del Día de los Ejércitos
de Tierra y Mar». No solo recibió el capitán Barreiro el merecido ascenso a comandante en el
mes de diciembre, ya que antes había obtenido la Cruz de 1.ª clase de María Cristina.
La concesión de la Cruz Laureada de San Fernando no llegó hasta ocho años después,
el 26 de septiembre de 1921, cuando ya había ascendido a teniente coronel, al no contemplar el reglamento entonces vigente la intervención de la aviación en el combate, por lo que
Manuel Barreiro Álvarez
General del Arma de Ingenieros. Piloto de globo y aeronave. Precursor de la aviación
española. Herido de gravedad en acción de guerra, fue recompensado con la Cruz
Laureada de San Fernando.
253
Los sacrificables
Manuel Barreiro Álvarez
hubo que esperar a la aprobación en 1920 de uno nuevo en el que ya se recogía qué acciones
realizadas desde un avión eran consideradas como heroicas. Un mes antes había recibido la
Laureada el teniente Ríos Angüeso, que se convertiría en el primer Laureado de la Aviación
española. Tan destacada condecoración le fue impuesta al teniente coronel Barreiro por el
gobernador militar de Vigo en un acto celebrado en el patio del colegio en el que había hecho
sus estudios.
Las heridas recibidas afectaron a su salud, por lo que en 1914 se vio obligado a pasar
a la situación de reemplazo por enfermo y en 1918 a ingresar en el Cuerpo de Inválidos, en el
que en 1928 fue ascendido a coronel, en 1931 a general de brigada y en 1934 a general de
división al pasar a la reserva.
Al desencadenarse la Guerra Civil se encontraba reponiéndose de una de sus heridas
en el sanatorio de Guadarrama, del que tuvo que huir para evitar ser detenido, consiguiendo
refugiarse en una embajada y posteriormente pasar a Francia, desde donde se incorporó a
la zona nacional, solicitando la vuelta al servicio activo, que no le fue concedida debido a su
mal estado de salud.
El 13 de julio de 1940 falleció en su lugar de nacimiento. En junio de 2013 Bayona
quiso honrarle nombrándole Hijo Predilecto, cuyo diploma se le entregaría a su familia en el
mes de noviembre siguiente, durante un acto en el que fue descubierta una placa en el lugar
donde se encontraba la casa en la que había nacido y fallecido.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
J. L. I. S.
Notas
4 El Servicio de Aeronáutica Militar
254
tuvo su origen en el Servicio de
Aerostación Militar, creado en
1884 y destinado al aprendizaje
del manejo de globos y dirigibles,
que dos años después comenzó a
funcionar en Guadalajara bajo la
dirección del comandante de
Ingenieros Pedro Vives Vich (ver
biografía). La aparición del
aeroplano hizo que en 1913 fuese
creado el Servicio de Aeronáutica
Militar, con dos ramas,
Aerostación y Aviación,
estableciéndose en Cuatro
Vientos (Madrid) la Escuela
de Pilotos de aeroplano.
Basallo Becerra, Francisco
Córdoba, 1892 - Zaragoza, 1985
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Durante el desastre de Annual la desgracia alcanzó no solo a los miles de combatientes que
perdieron la vida en aquellos inhóspitos parajes, sino también al más de medio millar de militares y civiles que fueron hechos prisioneros por Abd el-Krim e internados en diversos campamentos con la intención de exigir un rescate, y que permanecieron sufriendo privaciones
hasta conseguir dos años después la ansiada liberación, que no llegaría para todos, pues
hubo quienes no resistieron los padecimientos a los que fueron sometidos.
Las negociaciones con Abd el-Krim para la puesta en libertad de los prisioneros, en las
que intervino el empresario Horacio Echevarrieta (ver biografía), darían su fruto en enero de
1923 al ser liberados trescientos cincuenta y siete de ellos, pero hubo otros cuyo cautiverio
se prolongaría hasta julio de 1926.
Al regreso de los prisioneros a su tierra, hubo quienes se propusieron olvidar los sufrimientos de aquellos días eternos y trataron de olvidar y ocultar para siempre cuanto había
sucedido, pero otros fueron más locuaces y no tuvieron inconveniente en contar sus vivencias
y las de sus compañeros.
Entre los cronistas de aquellos tristes sucesos destaca el sargento Francisco Basallo
Becerra, sobre cuyo cautiverio apareció en junio de 1923 un libro con el título de Memorias
del sargento Basallo, cuyo autor era Álvaro de la Merced y en el que el citado sargento escribía el prólogo. Debido a la comisión de algunos errores en el texto, el sargento Basallo se vio
obligado a hacer públicas unas rectificaciones a través de la prensa, en las que advertía que
para deshacer ciertas afirmaciones que se habían propalado tenía la intención de escribir
unas verdaderas memorias basadas en su diario, narración que vería la luz al año siguiente
bajo el título de Memorias del cautiverio (julio de 1921 a enero de 1923).
El sargento Basallo, nacido en 1892 en Córdoba e ingresado a los veinte años en el
Regimiento de Soria n.º 9, del que en 1916 pasó al de Melilla n.º 59, formaba parte de la columna que al mando del coronel Silverio Araujo Torres5 partió el 22 de julio de 1921 de Kandussi con dirección a Dar Quebdani, posición que sería tomada por los moros tres días después y en la que se produjo una gran matanza, de la que se salvó el citado sargento.
Al iniciarse el internamiento de los prisioneros el primer problema que hubo que resolver fue el de la asistencia médica debido al gran número de heridos y enfermos. En un principio se hizo cargo del tratamiento de los internos el teniente médico Antonio Vázquez Bernabéu
(ver biografía), que pertenecía a la Policía Indígena de Melilla al caer prisionero el 16 de junio
de 1921 durante la acción de la Loma de las Trincheras, y que conseguiría huir el 21 de septiembre; posteriormente recibiría la Cruz Laureada de San Fernando por su destacado comportamiento en la mencionada acción y sería asesinado al iniciarse la Guerra Civil por milicianos en Paterna (Valencia).
Tras su huida, el teniente Vázquez fue sustituido por el del mismo empleo Fernando
Serrano Flores, que había caído en poder del enemigo en Dar Quebdani. Serrano se vio obli-
Francisco Basallo Becerra
Sargento del Ejército español. Defensor de la posición de Dar Quebdani y prisionero de
Abd el-Krim.
255
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Francisco Basallo Becerra
gado a atender no solo a los prisioneros españoles sino también a los combatientes rifeños y
a sus familias, por lo que tuvo que buscar y formar ayudantes que le auxiliasen en su trabajo.
Uno de estos fue el sargento Basallo, que no solo aprendió a realizar curas y a poner inyecciones, sino que también se atrevió a realizar tratamientos médicos y sencillas operaciones
quirúrgicas, por lo que era apreciado por los rifeños y llegó a tener cierta ascendencia sobre
su jefe. Un año después de haber caído prisionero, el teniente Serrano falleció de tifus, con lo
que la labor de Basallo se hizo todavía más importante, no solo por sus trabajos de carácter
sanitario, continuamente expuesto al contagio, sino por velar por la organización del campamento, asegurar el suministro de medicinas e interceder ante Abd el-Krim a favor de sus compañeros. Entre las labores más encomiables que realizó estaban las de localización, recogida
e identificación de cuerpos insepultos, enterramiento de los prisioneros fallecidos e información a los familiares de las víctimas que se la solicitaban a través del correo.
Liberado a principios del año 1923, desembarcó el día 20 de febrero en Málaga, donde fue recibido por las autoridades civiles y militares. Los meses siguientes recibió continuas
pruebas de afecto y reconocimiento durante las visitas realizadas a diversas ciudades, en
ocasiones para transmitir a las familias de los prisioneros los últimos deseos de aquellos que
habían muerto durante el cautiverio. Se organizaron festivales y banquetes en su honor, el
Casino Español de Melilla le regaló un reloj de oro, fueron incontables las felicitaciones que
le llegaron de unidades del Ejército y la Armada, el Gobierno le concedió la Cruz de la Beneficencia de 1.ª clase y varias ciudades andaluzas le tributaron homenajes, entre ellas Córdoba, que le nombró Hijo Predilecto. Resultó inolvidable el homenaje que se le rindió en la sede
del periódico ABC, a partir del cual mantuvo una larga relación con los marqueses de Luca de
Tena. También fue nombrado practicante militar honorífico.
Antes de finalizar el año fue recibido en Madrid por el presidente del Consejo de Ministros y tomó posesión del empleo que se le había ofrecido como subjefe de celadores del
Banco de España, una vez se le hubo concedido la rescisión de su compromiso con el Ejército.
Seguidamente la Real Academia Española le honró al concederle el Premio a la Virtud y más
tarde entraría a trabajar en un asilo en Córdoba.
Poco a poco la figura del sargento Basallo fue cayendo en el olvido. Al término de la
Guerra Civil se trasladó a Zaragoza, donde trabajó en una empresa cinematográfica. Todavía le llegaría en 1964 un último reconocimiento, al serle concedida la Orden de África en su
categoría de oficial, y la prensa se volvió a hacer eco de su valor al recordarle en 1973, cuando se cumplía el cincuentenario de su liberación. Falleció en Zaragoza el 19 de mayo de
1985.
J. L. I. S.
Notas
5 El coronel Silverio Araujo Torres,
256
tras sufrir año y medio de
cautiverio, sería sometido a
consejo de guerra por la rendición
de la posición de Dar Quebdani y
condenado a seis años y un día
de prisión y a la accesoria de
separación del servicio.
Hombres de Igueriben. Síntesis de vida y milicia en 31 destellos
A Rafael Martínez-Simancas Sánchez
Igueribenista que hizo cumbre, dos veces y, fiel a sí mismo, peleó hasta el final.
Y una vez convertido en alma y centinela, desde lo alto de esa roca nos cubre y espera
Sin cumplir los 16 años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado
«Plan Abreviado» (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales
a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo
como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida.
En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que
les toca «Cuba». Sinónimo de riesgo máximo y pervivencia mínima en el servicio. Embarca en
el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración
media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos,
blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas compras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea.
El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortificados que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puertos. Primeros choques con los «mambises» (guerrilleros cubanos), silbido de balas, «ayes» de enemigos o compañeros y súbita
fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40º C) y decaimiento radical de
sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altibajos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (noviembre de 1896 a
marzo de 1897) y una compañera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.
De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 junio 1898); merecer una cruz del Mérito
Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa
malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su
billete de embarque para la patria con «cuatro meses de licencia por enfermo». El diagnóstico
mínimo exigible a las «españas» diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula.
Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteorológico, combinado
con el aura protectora del nombre de su transporte, el Nuestra Señora de la Salud, el primer
teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.
De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi
todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recorrido: ascenso a capitán (2 enero
1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La
Los sacrificables
Comandante de Infantería. Héroe de Igueriben. Modelo de militares.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921
Julio Benítez y Benítez
Benítez y Benítez, Julio
257
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Julio Benítez y Benítez
guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de
matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 diciembre 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá «descendencia»: la estrella de ocho puntas que le conceden (19
diciembre 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918,
marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.
En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris.
Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es
puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y
noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición
enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su
fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y
un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no
perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco.
Debe de seguir el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta 600
metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.
Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los
cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobreviene les avisa de mayores males.
De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar
pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque,
caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscurecer del día siguiente, se
presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La
harca queda agazapada; la guarnición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el
Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.
Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los
defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, «vivas» y «mueras», insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apuntan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido.
Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movilizador. Y al Laya pide un
oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten.
Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba
suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan
y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima.
Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que
suman veintinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre
258
Paco
Concreción onomatopéyica de pacuumm, retumbe del sonido de un
disparo con fusil de grueso calibre,
caso del remington de once milímetros
—arma común a españoles y rifeños
durante la Guerra de Melilla en 18931894—, ampliado por el eco
producido en zonas montañosas o
deshabitadas, en las que un tirador
puede encontrar cobijo y montar su
apostadero de tiro. De ahí paco
(tirador emboscado). Esta es la
definición correcta para referirse a los
tiradores normarroquíes o españoles,
nunca francotiradores, galicismo
procedente de franc-tireurs, fusileros
que ocasionaron significativas
pérdidas (en jefes y oficiales) a las
tropas prusianas durante la guerra de
1870-1871, acciones que, a su vez,
fueron causa de brutales represiones
contra la población civil francesa. Del
concepto básico, paco, surge su
consecuencia: pacazo, impacto del
tiro en la víctima. La importancia de
esta modalidad de combate, en el
transcurso de las Guerras del Rif, se
comprueba en sus variantes: paqueo,
acoso insistente de tiradores
emboscados contra un puesto
avanzado o una línea de frente;
paqueada, posición tiroteada durante
horas, días o semanas; contrapaco,
experto tirador encargado de localizar
al tirador enemigo y abatirlo. En esa
acción defensiva, dos o más tiradores
entrecruzaban sus fuegos:
contrapacos.
Julio Benítez y Benítez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán. La defensa de Sidi Dris salvó a
Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor
del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer
felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin
más. Mientras, un inquieto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde
surge), cercano este a Annual. Sendas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará
mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.
El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asentamiento de
media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compañías del regimiento Ceriñola
nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada
coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a primera
hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado
cerca de Annual. Esos «cambios de dueño» acaban en cuanto los rifeños la ocupan una
noche y al amanecer muestran el resultado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino
un dédalo de trincheras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. «Hacer la aguada» en Igueriben pasa de rutina a
sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de
Sidi Dris.
El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento
desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es
levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando
Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición
donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguardia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es imposible;
aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida
defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y
allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias:
Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros
once mil que ha repartido por montes y páramos, pues los destinos en plaza (Melilla) nada
cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y,
sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus
mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.
Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por
un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede
hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por
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Julio Benítez y Benítez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que
hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo
hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve
permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.
Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día,
el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera
succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía
cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima
infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante
admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobresalen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que
la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.
El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la
Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición
cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y
municiones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero López, al que un
paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él
diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemileros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyectiles y los suban,
a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos. Alguien
se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante,
rebuznan. También necesitan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la
noche tal vez los calme.
La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las
alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos
por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas
graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar,
domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la
impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen
mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de
dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas,
braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al
suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y
desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.
El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó
al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado,
que manda sobre un millar de hombres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda desparramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta
y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguien-
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te, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen «moverse». Y así es, revientan. Sus oleadas
pestíferas sofocan a los defensores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición
se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La
cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por
encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos,
pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.
El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual.
Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las
tiendas-hospital, atestadas de heridos y moribundos; apenas quedan municiones de cañón y
los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despacha mensajes ópticos a
Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: «honor», «resistencia» y «juramento de
salvación». Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus
hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro
envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su «desconfianza de conseguir el objetivo». Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: «Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben».
No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía.
Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de
que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al
mando. Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos
del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia
Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para
extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para sobrevivir, sí deseos de
acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos
dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin
matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueriben.
Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre. Benítez lo sabe
o lo intuye. De ahí su heliograma: «Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un
puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros». No es un bofetón ni un
arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado,
boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: «¡A formar los escuadrones!». Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galopada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles
y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava español. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo.
Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos. Los tenientes
coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario
personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se des-
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hace de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel
Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar
con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la
escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general
no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza.
Poco a poco tiende a calmarse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin
duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez. En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a
preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa
carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos
las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido aspecto de profeta vengador para la
idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante
un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede
que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su
matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo. Silvestre
calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. «Muerto» Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su
mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silvestre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy.
Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y
detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le
llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la
gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coronel Morales) y cursa orden a Benítez
para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.
El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre
abatido: «Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando
lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores
cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que
integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles». Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su
momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación
por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está
tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá
otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.
En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y
municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le
queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las
camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan
moverse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del
Julio Benítez y Benítez
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amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en
su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán
salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército. La harca
vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad.
Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del
parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y
les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y
sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues
se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo
muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No
hay memoria de parte inmolatorio semejante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores
de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general
obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares. A los
que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar
su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuantos tuvieran que cumplir la orden que a
todos dicta: «Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Contadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y españoles estaremos envueltos en la posición». Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su
mano, no por mano del enemigo, que no ha podido conmigo y menos con la gente mía.
El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante,
andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército.
Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los
que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos
yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por
muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa
de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No
sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almirante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos
clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.
En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y
prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad
para que otros pudieran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse
muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros
en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó
su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro
murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron
hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron.
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Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.
Poco cuesta imaginarle allí, rodeado por sus compañeros, abrazadas graduaciones y sangres, cuando, en determinado momento, al referirse al lugar de la gesta, supo enlazar la pequeñez del perímetro donde se hallaban con la infinitud del sacrificio por todos aceptado:
«Este corralito que hemos venido a defender». Hay que ser español y militar para resumir
aquella gesta en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los hechos probados, que a menudo cuentan más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al
mando, en Igueriben, no para defender el frente, sino para mantener bien alta la frente del
Ejército Español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo, que él convirtió en nave
de batalla, no se lo lleve el mar consigo a sus abismos o ese barco de guerra, convertido en el
castillo que hoy es, entero se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.
J. P. D. 06-20.10.2013
Bens Argandoña, Francisco
La Habana, 28 de junio de 1867 - Madrid, 5 de abril de 1949
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Nacido en La Habana del matrimonio entre un músico militar de origen andaluz y una cubana, padres de una nutrida prole de dieciséis hijos, que soportaron las consiguientes escaseces económicas, Francisco Bens ingresó en la Academia Militar de La Habana, de donde salió
promovido a segundo teniente en 1885, siendo destinado a la Península, al Regimiento Saboya en Alcalá de Henares. En 1887 vuelve a Cuba y pasa destinado, sucesivamente, a los regimientos de la Reina, Cazadores de Isabel II, Nápoles, María Cristina y de nuevo al Batallón de
Cazadores de Isabel II. En este último batallón mandaba la guerrilla montada, unidad que
constituía la élite de los batallones de guarnición en Cuba. En 1891 se le destina al Muy Benéfico Cuerpo Militar de Orden Público.
En 1889, con veintidós años, se casa con la cubana María Ana Arrasate, con la que
tendría cuatro hijos, uno de los cuales, Francisco de Asís, sería oficial del ejército cubano y
otro, José María, un arquitecto de gran prestigio que diseñó y dirigió las obras del capitolio
de La Habana.
En 1893 Bens es destinado al Regimiento de Melilla, tomando parte en la llamada
guerra de Margallo y volviendo a Cuba a su finalización, en 1894.
Un año después se produce el grito de Baire y las fuerzas españolas de Cuba se ven
empeñadas en una dura lucha contra los mambises. Bens es destinado, sucesivamente, a los
regimientos María Cristina, Tarragona, de nuevo al Muy Benéfico Cuerpo Militar de Orden
Público, Batallón de Cazadores de Tarifa y Tercio de Voluntarios y Bomberos Movilizados n.º 2.
A lo largo de la guerra, Bens tomó parte en numerosas acciones, muchas de ellas, tal como
reza en su hoja de servicios, «al machete», ascendiendo a capitán en 1897 y consiguiendo
cuatro cruces rojas del mérito militar por sus acciones en Saratoga, Cascorro, potreros Pendengueiro y Marell y defensa de Cárdenas, esta última acción contra los norteamericanos.
En octubre de 1898 vuelve a España destinado al Regimiento Castilla y más tarde al
Regimiento Canarias, desde donde en 1903 es comisionado para pasar a la bahía de Río de
Oro, ocupada nominalmente por España desde 1886.
Hasta ese momento, el puesto se mantenía por una guarnición de Infantería de Marina, pero los planes de ocupación españoles, refrendados por Francia en el Tratado de París
de 1900 y publicados en 1901 en la Gaceta de Madrid como Convenio entre España y Francia para la delimitación de las posesiones de ambos países en la costa del Sahara y en la del
Golfo de Guinea, pasaban por la penetración en el interior del territorio, para lo que se consideraban más adecuadas las unidades del ejército.
A su llegada, en enero de 1904, a lo que luego sería Villa Cisneros, el cubano Bens
sintoniza bien con el ambiente desértico de las costas del Sáhara. En su libro Mis memorias.
Veintidós años en el desierto, publicado en 1947, narra en detalle cómo poco a poco logró
ganarse la confianza y el respeto de los indígenas, que hasta ese momento mantenían a los
Francisco Bens Argandoña
Militar de Infantería. Tras la separación de Cuba fue destinado a la colonia del Sáhara,
donde permaneció hasta su ascenso a coronel sentando las bases de la presencia
española en la zona sur del Protectorado.
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españoles encerrados en su puesto costero y sometidos a todo tipo de chantajes y extorsiones. Uno de los medios empleados fue el tradicional de la atención sanitaria a los indígenas,
pero otro, más novedoso, consistió en ganarse la confianza de las mujeres por medio de regalos, de modo que pronto fueron las mejores valedoras e informadoras de los españoles. Pronto su política se impone y, tal como el mismo Bens dice en una de sus memorias, lo hace
«conquistando grandes simpatías entre los indígenas a quienes atiende y dirige con paternal
solicitud». A sus subordinados les recomienda que en su trato con los nativos se ajusten al
dicho: «Ni despreciado por débil, ni temido por severo».
Cuando en 1906 Alfonso XIII visita las Canarias, Bens se desplaza a las islas, acompañado de un séquito de notables de tribus con las que ya se mantenían relaciones cordiales.
En 1910, acompañado, como único europeo, del factor de la Compañía Transatlántica en Villa Cisneros, realizó un recorrido por el interior del Sáhara de más de 400 kilómetros,
llegando hasta el puesto francés de Atar. Desde allí envió telegramas al capitán general de
Canarias y al ministro de Estado español. Este fue el primer recorrido de un funcionario en un
territorio que España reclamaba como propio desde veinticinco años antes.
Entre 1911 y 1913 todo el sur de Marruecos y gran parte del Sáhara se encontraban
agitados por los movimientos de El Hiba, hijo del santón Ma-al-Ainin, que gozaba de gran influencia entre numerosas tribus. El Hiba se oponía decididamente a la presencia francesa en la región
y, a través de Bens, se aproximó a España, considerando a los españoles como un mal menor.
En 1911, Bens va a realizar su primera visita a Cabo Juby, donde comenzaba la zona
sur del Protectorado español en Marruecos, la denominada franja de Tarfaya. En las ruinas
de la antigua factoría de Mackenzie, izó la bandera española que seguiría allí, mantenida en
su lugar por los nativos sin presencia española, dos años después.
En 1913 realiza un nuevo recorrido por el territorio, incluido Cabo Juby, esta vez
acompañando a Enrique D’Almonte, auxiliar de minas, que pretendía estudiar las riquezas de
este género en el territorio y realizar trabajos encargados por la Real Sociedad Geográfica
de Madrid. Por este recorrido y en general por su actuación como gobernador político-militar de Río de Oro, Bens fue ascendido por méritos a teniente coronel.
Finalmente, el 29 de junio de 1916, tras muchas vacilaciones y rectificaciones del Gobierno español, Bens ocupó de forma permanente Cabo Juby, asumiendo el control de la zona
sur del Protectorado español. Bens constató que ninguna tribu de la zona reconocía la autoridad
del sultán «en nombre de cuyo jalifa debemos gobernar». Pronto apareció El Hiba con su harca,
exigiendo compensaciones en dinero y armas que Bens supo eludir con habilidad. Esta actitud
de los nativos era la que, en su memoria de la ocupación, Bens denominaba «niños fiera».
La Primera Guerra Mundial va a traer más inquietudes para Bens. Los alemanes trataron
de fomentar la sublevación de las tribus de Marruecos contra la presencia francesa. Parte del
plan consistía en transportar, por medio de submarinos, armas para ser entregadas a El Hiba.
Los desembarcos se harían en puntos de teórica soberanía española. Pronto las aguas reclamadas por España se ven surcadas por buques aliados a la caza de los submarinos. En diciembre
de 1916 llegan informaciones de que los alemanes han desembarcado en Puerto Cansado.
Hasta Bens llega la carta de un oficial alemán, el capitán Edgard Probster, que con un oficial
turco, un suboficial alemán y varios intérpretes marroquíes, exprisioneros pertenecientes al ejército francés, se encontraban secuestrados por los nativos y pedían se les auxiliase evacuándolos
a través de territorio español. Bens medió en el rescate, evacuándolos a Las Palmas. Esta actuación fue mal vista por los franceses, que sospecharon una colaboración de Bens con los alema-
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nes. Ya antes, el 26 de agosto de 1914, los aliados habían hundido en aguas de Villa Cisneros el
crucero auxiliar alemán Kaiser Wilhelm der Grosse. Bens recogió a la tripulación alemana, que
fue trasladada a Las Palmas ante el enojo de los aliados, que pretendían hacerles prisioneros.
Acabada la guerra mundial, Bens vuelve a la rutina de la vida de guarnición hasta que,
el 30 de noviembre de 1920, instaló un puesto en La Güera, en el cabo Blanco. La ocupación
también se realizó de forma pacífica, como lo había sido la de Cabo Juby. En varias ocasiones
propuso al ministro de Estado la ocupación de Ifni, propuestas que fueron desechadas, debiendo esperarse hasta 1934 para que el coronel Capaz (ver biografía) ocupase el territorio.
En enero de 1923, tres aviones de la compañía Latécoère aterrizaron en Cabo Juby.
Pretendían establecer una línea aérea con Sudamérica. Esta presencia francesa agita a los
nativos poniéndoles al borde del ataque a los puestos españoles. De nuevo Bens debe hacer
gala de sus poderes de persuasión, no sin antes recibir casi un batallón de refuerzo, enviado
desde Canarias.
En abril de 1920, Bens ascendió a coronel por antigüedad. Este ascenso sería el motivo de su salida del Sáhara. A principios de 1925, el general Ruiz-Trillo giró una visita de inspección a Cabo Juby y Sáhara. En su informe hizo constar que la escasa entidad de los
puestos y guarniciones no justificaba que su mando fuese de coronel.
En consecuencia, en noviembre de 1925 Francisco Bens quedó disponible, abandonando el Sáhara después de más de veintiún años de servicios ininterrumpidos en ese desierto. Hasta su muerte, Bens mantuvo el resquemor de que su salida del Sáhara respondiese a
algún descontento con su actuación, puesto de manifiesto en la revista de Ruiz-Trillo, y no a
una mera decisión administrativa.
Bens pasó a la reserva en 1929 y en 1932 se le concedió el empleo de general de brigada con carácter honorífico. En 1942 solicitó que se le concediese el empleo de general de
brigada con carácter efectivo, lo que le fue denegado. Murió en abril de 1949.
Entre 1904 y 1925 Bens dedicó su vida al servicio en el Sáhara dejando de lado a su
familia, que seguía en Cuba. Con medios limitados extendió la soberanía española en la región de forma pacífica, en ocasiones debiendo convencer a los responsables del Ministerio
de Estado de lo factible de las ocupaciones que proponía.
Fue gobernador político-militar de Río de Oro desde el 1 de diciembre de 1903 y delegado del alto comisario para la zona meridional del Protectorado desde la ocupación de
Cabo Juby en junio de 1916. En ambos cargos cesó el 7 de noviembre de 1925.
Los pescadores canarios eran conscientes de los beneficios que para ellos había supuesto la actuación de Bens. En 1922 el Ayuntamiento de Tenerife y el Cabildo de La Palma solicitaron su ascenso a general de brigada. Esta petición dio lugar a una larga correspondencia entre
los ministerios de Estado y de Guerra, para finalmente denegar la petición. España no fue generosa con el hombre que a poco coste, en dinero y en vidas, le había permitido ejercer su soberanía en amplios territorios. Como el mismo Bens decía en su petición de ascenso en 1942:
Claro está que en mis trabajos existía la sordina y con la falta absoluta del estampido
del cañón, derramamiento de sangre, destrucción y cuantiosos gastos, a pesar del
indómito carácter de aquellos moros que solo reconocen la autoridad de la fuerza...
J. A. S.
267
Bibliografía
Bens Argandoña, Francisco, Mis
memorias (veintidós años en el
desierto), Madrid, Ediciones del
Gobierno del África Occidental
Española, 1947.
Expediente personal. Archivo
General Militar de Segovia.
Bernal y Dueñas: los hombres-pirámide de Tazarut Uzai
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
A Eduardo Arbizu y su hijo Miguel, por la lealtad entrecruzada
268
Bernal González, Elías
Mancera de Abajo, Salamanca, 1882 - Tazarut Uzai, Rif, 1921
Teniente de artillería, al frente de la guarnición del último puesto del flanco izquierdo del
ejército Silvestre en su despliegue ofensivo hacia Alhucemas. Trastornada la acción española en el Rif tras conocerse el suicidio, en Annual (22 de julio), de Silvestre y la llegada, a
Drius, del general Navarro para hacerse cargo de las tropas dispersadas, rechazó (24 de
julio) las insinuaciones que, por medios ilícitos —enviarle «recados telefónicos» desde Zoco
el Telatza de Bu Bekker, jefatura de la zona, para que evacuara su posición—, haciendo lo
contrario: aprestarse a su defensa. En la mañana del 25 de julio, al ver pasar, a lo lejos, las
tropas en retirada que el teniente coronel García Esteban conducía hacia el Marruecos
francés para internarse allí, lo cual suponía el desarme de esas fuerzas y atentaba contra
el Código de Justicia Militar, de común acuerdo con su segundo, el alférez Dueñas, decidieron permanecer en sus puestos y plantar cara al enemigo. Esa noche, a la cabeza de los
suyos, cayeron ambos. Solo hubo siete supervivientes: tres de los artilleros de Bernal; cuatro
de los infantes de Dueñas. Los demás españoles murieron: dos sargentos, cincuenta y cuatro soldados, diecisiete artilleros y los tres telegrafistas. Los policías indígenas resistieron
los primeros ataques, después desertaron. De aquellos treinta y cinco rifeños, la mitad o
más se salvaron.
Dueñas y Sánchez, Francisco de
Madrid, 1899 - Tazarut Uzai, Rif Oriental, 1921
Jefe de las tropas de infantería que guarnecían Tazarut Uzai y su avanzadilla, posiciones
situadas en el vértice sur del ejército Silvestre en su avance hacia las tierras circundantes de
la bahía de Alhucemas. Cuando el jefe del destacamento, teniente Bernal, se negó a desmantelar la posición, abandonar su artillería —dos piezas Krupp— y sumarse a la retirada
de las tropas acantonadas en Bu Bekker por acobardada decisión del teniente coronel García Esteban, el alférez Dueñas se mostró solidario con Bernal, arengaron a los suyos y al
frente de ellos cayeron, ante una harca diez veces mayor en número, en la medianoche del
25 de julio. Defensa tan desigual les hizo acreedores a sendas Laureadas póstumas. A Dueñas le ascendieron a teniente, por antigüedad, el 27 de julio. Dos días después de haber
muerto en epopéyico combate. La rutina administrativa, siempre en retraso, por una vez fue
coincidente.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los padres de Elías fueron Martín Bernal Pérez y Jenara González García. El 18 de julio de
1882 nacía su vástago en Mancera de Abajo, localidad anclada en la inmensidad del páramo
salmantino, propicio a heladas, soledades y tenacidades. Su altitud, 898 metros, señalaba lo
primero; la deforestación radical del medio agrario aferraba lo segundo; la endeblez económica del vecindario imponía lo tercero: entregar su servidumbre generacional a los marqueses de Mancera, que se sucedían como señores del lugar desde mediados del siglo XVII, cuando el primero de la estirpe, Pedro Álvarez de Toledo y Leiva, teniente general de galeras, fue
designado virrey del Perú. De aquellos oros y títulos subsistía imponente mole, un palacio
renacentista de tres alturas, con elaborada cerrajería para sus balcones y ventanales, sostenida por esa cantería matemática que a sus muros define. El palacio de los Mancera labores
de vigía ejercía sobre las altas tierras castellano-leonesas. De esa imagen de su adolescencia
hizo Bernal adulta fortaleza del último resguardo frente al desaliento y el deshonor. Y enfrentado a la muerte por devoción a la bandera por él besada en Madrid, aquel 3 de abril de
1904, diecisiete años después ni se apartó del juramento dado ni tembló ante la intrusa.
Tampoco se lo puso fácil a Ella y mucho menos a quienes la escoltaban.
Francisco de Dueñas Sánchez nació, en Madrid, el 24 de abril de 1899. Sus padres
eran Eduardo de Dueñas Sánchez y Lucrecia Sánchez Pinto, tal vez primos entre sí. Residían
en el céntrico distrito de Buenavista, por el palacio sede del Ministerio de la Guerra (hoy
Cuartel General del Ejército). Ocho meses más tarde, España aceptaba, por la Paz de París,
la pérdida de sus mayores Ultramares: el caribeño y el filipino. El país padecía una quiebra
de magnitudes catastróficas: 2.229 millones de pesetas. Que en su inmensa mayoría (1.796
millones) sepultados quedaron en Cuba (datos de Romanones). Tan incapacitante deuda
para la Nación se sumaba a otra no menos cierta pero invaluable: la deuda moral contraída
por la Regencia de Doña María Cristina —madre de un rey sin coronar de solo trece años—
con el pueblo español; consecuencia del rotundo descrédito de las instituciones, verificable
en los estamentos diplomático, político y militar, que compartían severas responsabilidades en la tragedia consumada. Nadie, vestido de etiqueta política, acudió a juicio. Los que
fueron, de uniforme lo hicieron: almirantes Pascual Cervera y Patricio Montojo; generales
Basilio Augustín y Fermín Jáudenes, penúltimo y último capitán general en Manila.
Cervera, presionado por Ramón Blanco, capitán general en La Habana, se vio forzado a
desafiar la lógica naval: combatir en mar abierto contra una flota triple en número y con acorazados, no cruceros mal blindados y peor armados como los suyos. Cervera se demoró en salir de
la rada de Santiago aquella mañana del 3 de julio de 1898, pues debió hacerlo entre dos luces
para sorprender a la escuadra de Schley, mostrándose bravo en la batalla: herido e inconsciente Víctor Concas, capitán del Infanta María Teresa y quedar el barco donde enarbolaba su insignia, incendiado y sin gobierno, tomó Cervera el mando y arriesgando la voladura de los pañoles
de municiones, con solo el impulso de la nave y utilizándola como vela a favor del viento, logró
encallarla en Punta Cabrera y salvar a los heridos que yacían en cubierta. Del topetazo, al agua
fueron Cervera y muchos, salvándose él de perecer ahogado gracias a dos cabos de mar, Juan
Llorca y Andrés Lequeiro. Cervera era un padre para sus tripulaciones, que le adoraban. Su injusta imputación y el recuerdo de los 348 muertos y desaparecidos —tragedia de la que previno a
su incapaz ministro, el almirante Auñón— amargaron los últimos años de su vida. Montojo, en
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Orígenes e identidades; apuntes sobre un país exhausto ante inesperado
«Ultramar»
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Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Cavite (1 mayo 1898), ágil estuvo para desembarcar con la excusa de «trasbordar su pabellón
a otro buque», cuando ninguno de importancia quedaba a flote y su puesto estaba en el crucero Reina Cristina, que lucía su insignia, donde minutos antes, su capitán, el coruñés Luis Cadarso, reventado en pedazos por un proyectil de 203 mm del poderoso Olympia de Dewey, nada
dejó en el puente, excepto charcos de su sangre, unas pizcas de su cuerpo y todo su valor como
ejemplo, luego sitio de sobra había. A Montojo, que ninguna herida tenía excepto la del susto que
llevaba encima, le encausaron, detuvieron y al final le absolvieron. Augustín y Jáudenes fueron
apercibidos, cuando debieron ser degradados en el patio de un cuartel y ante sus tropas repatriadas. Las capitulaciones, cuando son mascaradas como las de Manila (14 agosto 1898),
propician la irrupción de auténticos héroes, caso del teniente Faustino Ovide González, quien el
13 de agosto, al frente de treinta voluntarios a los que ordenó «calar bayonetas», tomaron al
asalto una trinchera de aterrados estadounidenses, mataron o hirieron a la mitad y al resto pusieron en fuga, adueñándose de esa parcela de una efímera Manila por ellos reconquistada. Y
por tal gesta, al bueno de Ovide le dieron la «Gran Cruz de Carlos III»; como a un ministro cualquiera tras cesar en el cargo. Cuando en España, el hecho de cesar y ser condecorado es todo
uno, así haya Regencia, rey o reina, República primeriza o la Tercera por llegar. Negar laureadas
a quien en verdad se las merece y consentir cobardías e ineptitudes a quienes mandan ejércitos,
columnas o escuadras, desató el cáncer del impunismo, que derivó en metástasis por lo consentido y sucedido en el Rif y al régimen de Alfonso XIII devoró.
Tras los desastres en el Gurugú (25-27 de julio 1909) y los incendios en la Barcelona
Trágica, el país osciló entre la revolución y el pronunciamiento militar. El sacrificio político de
Maura, al ceder la gobernación a Moret (octubre de 1909 a febrero de 1910), facilitó la llegada
del carismático y convincente Canalejas, con su reformismo enérgico a fuer de ser sensato, que
devolvió a España el pulso perdido que Silvela no encontrase en 1902. Con Canalejas en el
palacio de Atocha —sede del Ejecutivo—, se ganó difícil guerra rifeña —la planteada por Sidi
Amezzián, caudillo del Rif, muerto en legendario acto de valor personal—, mientras se perdía la
guerra interior de España, la que el país libra, en conmovedor empeño, a lo largo de su batallar
contra sus enfermedades de tradición: el caciquismo y clientelismo, el corporativismo sectario,
la corrupción municipal y diputacional, el cainismo parlamentario, la parálisis legislativa, la
endogamia universitaria, el impunismo por decreto (arbitrariedades por ley) o esa Administración impávida y laberíntica, que un siglo después subsisten y no hay manera de acabar con
ninguna. Porque forman un todo al haberse convertido en cultura nacional.
Canalejas, sin ser Costa, pudo ser el mejor Costa posible. Su asesinato (Madrid, 12
noviembre 1912) dejó a España enmudecida a la vez que desalentada. Las sinrazones de
Romanones para firmar con Francia à toute allure el convenio protectoral que subdividió al
inerme Marruecos jerifiano en dos pseudo-reinos, tutelados por ambas potencias, acarrearon
no pocas insensateces en el Garb y Yebala, junto con severos errores en el Rif, desaciertos
que lucen los ex-libris de Romanones, Dato y Silvestre en una pésima primera edición (19131915), más los de Allendesalazar, Berenguer y el vizconde de Eza (Luis de Marichalar) en la
segunda (1919-1921), de por sí fallida y desastrosa. Esos errores, al no asumirse, acabaron
en gruesos borrones para España. Su permanencia en el texto (discurso político al uso), desacreditó al país. Faltas que se pagarían más tarde, pero con mucha sangre y penalidades.
Aproada la nave protectoral rumbo hacia una conquista con matices, se invirtió en
pactos monetarios con los jefes de cabila y en subcontratar a singular ejército: las tropas de
Policía Indígena. Expertas en desplazarse de noche, atacar y contraatacar; fogueadas por
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
diez o veinte guerras tribales —según de belicosos fuesen sus jefes o familiares—, no tenían
necesidad de instruirse en el tiro ni de otro acuartelamiento que no fuese el campo raso bajo
un cielo pelado o una tienda preparada al instante, con su chilaba, llegadas esas nubes de
tormenta que al Garb, el Rif o Yebala por sorpresa riegan y unas tres veces por centuria inundan. Resistentes a cualquiera de los extremos que definen la climatología normarroquí —repentinas heladas en primavera y calores sofocantes en inexistentes otoños— resolvían sus
compromisos con fiereza y prontitud. Sin perdón para el contrario ni miedo a la propia muerte. Convencidos de sus aptitudes para la guerra, preferían el ataque a la defensa. Llegada la
hora de resistir, aceptaban esa prueba si intuían posibilidades de salir con vida u obtener
algo a cambio, fuese mayor soldada o permiso largo. Dado que operaban de mañana, tarde
y madrugada, sin hacer ascos a las balas ni la metralla, ni dolerse de sus heridas, despreciaban a las tropas españolas de recluta, mantenidas a retaguardia. A sus mandos rifeños sabían cómo tratarles. Si eran españoles, les obedecían si se comportaban con valentía: estar
farrucos. A la primera acometida mal guiada se negaban a seguir bajo ese mando y desertaban. Sabían que, si volvían con su armamento y municiones, nada les pasaría. Temían las
multas: por vender cartuchos o no regresar del domicilio conyugal tras concluir su permiso. El
flus (dinero) les tentaba porque les permitía comprar cosas esenciales para el hogar: aceite,
azúcar, cerillas, sal, semillas, té, velas, utensilios de cocina, herramientas para la labranza o
la construcción, animales de granja e incluso un pedazo de buena tierra, su favorita esposa.
Problema crónico era el gigantismo en los escalafones del Ejército. En la España de
1920 había dos capitanes generales, veintiún tenientes generales, 39 generales de división
—siendo solo dieciséis las «divisiones en el papel», pues ninguna completa estaba— y 112
generales de brigada. Al bloque anterior había que sumar 280 generales en Primera Reserva,
esto es, movilizables en caso de guerra. Los coroneles y tenientes coroneles en activo eran
1.860, sin contar los del Cuerpo Eclesiástico ni los jefes de la Música Militar. Siendo ciento
diez mil los soldados equipados, estaba claro que sobraba mando y faltaba tropa. De entrar
España en guerra no habría tiempo para instruir reclutas, sí de llamar a los reservistas y, sobre todo a sus jefes, por aquello de la veteranía guardada en sus domicilios. Dado que en
efectivos de tropa raquítica andaba España, los generales se verían obligados a mandar
batallones; los coroneles compañías; los tenientes coroneles medias compañías; los comandantes secciones y los capitanes pelotones; con los tenientes y alféreces igualados a brigadas y sargentos.
En lugar de incrementar el nivel de exigencia en los exámenes de acceso para los aspirantes a cadetes en las Academias militares, no se puso límite a tan entusiasta alistamiento.
Y las promociones de oficiales se superpusieron unas a otras. El vientre de la guerra, que en
Marruecos abierto estaba y medio lleno parecía, resultó ser tan deforme que dentro cupieron
columnas de oficiales. Y como jóvenes e impulsivos que eran, muchos acabaron en difuntos
héroes. Al ignorarles en sus gestas y modélicos comportamientos, se les mató dos veces; al
Ejército se le hurtó su imprescindible ejemplo; a la Nación su admiración y sentimiento por su
pérdida; a sus afligidos deudos el castigo de envejecer entre la indefensión y la amargura.
Aprendizaje largo y mando idóneo (Bernal); buen cadete y mejor oficial (Dueñas)
Eías Bernal entró en filas, como artillero de 2ª (soldado raso) en marzo de 1904, tras «un año
y siete meses que permaneció de baja, sin incorporarse al servicio». Es de suponer que por
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Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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enfermedad o causa mayor (muerte del padre). En agosto de ese mismo año era designado
cabo por elección. Nueve meses después le ascendían a sargento, prueba de que el artillero
en ciernes entró bien preparado. Sin embargo, tuvo que esperar once años hasta que le ascendieron a segundo teniente (27 junio 1917) en la Escala de Reserva. Tiempo aquel que no
fue en balde a nivel de aprendizaje: sucesivas maniobras en campo abierto y con fuego real.
Aunque era un Ejército esquelético en soldados, al menos era un ejército entrenado en sus
cuadros de suboficiales y oficiales. Transcurrieron tres años hasta recibir el ascenso —Decreto Oficial nº 193—, al rango de teniente de Artillería (22 agosto 1919). A finales de febrero de
1920 era destinado a la Comandancia de Artillería de Melilla, bajo el mando del coronel
Francisco Masaller Albareda. Y a Melilla fueron Bernal y su esposa, Isabel Díez de Tardaguila,
con la que había casado, en Madrid, el 9 de noviembre de 1911.
A primeros de abril de 1921, el teniente Bernal recibió destino y mando sobre la guarnición destacada en Yemáa de Nador, posición perteneciente a la circunscripción de Dar
Drius. Tres semanas de guardia allí, permiso breve en Melilla —la última vez que Elías e Isabel
estuvieron juntos— y nuevo mando: en Tazarut Uzai. Al otro extremo del mundo. El último puesto del flanco izquierdo del ejército de Silvestre, a pocos kilómetros del Marruecos francés. Allí
coincidió Bernal con Dueñas, quien llevaba dos años de operaciones en la zona de Melilla.
Entendimiento rápido, distribución de cometidos y a cumplir cada uno como es debido.
Francisco de Dueñas había ingresado, con 17 años, en la Academia de Infantería en
Toledo. Puso aplicación y obtuvo resultados. Alférez por promoción en junio de 1919, tras
corta estancia en el regimiento Valencia nº 23, acantonado en Santander, fue destinado a
Melilla. Recorrió el Rif español de punta a punta, pero en franja centrada en la mitad sur del
territorio: desde Sidi Bachir, en los montes de Ziata, a las estepas del Guerruao y los montes
de Busfedauen, entre cuyos límites se extendía la estepa de Bu Bekker, donde acampaba el
grueso del regimiento África nº 68, al que pertenecía. Dueñas había operado con los comandantes José Claudio Rodríguez y Juan Romero López, jefes de valía y valerosos —los dos
morirán en la tragedia inminente— y aprendido mucho del teniente coronel Ricardo Fernández Tamarit, jefe de hecho del África 68, ya que a su coronel, Jiménez Arroyo, nadie le había
visto por Bu Bekker desde el mes de abril. Nadie tampoco le echaba en falta.
Dueñas estaba destinado en Loma Redonda, panzudo monte que justicia hacía al
nombre. El capitán Pedro Moreno Muñoz, el jefe de Redonda, recibió órdenes de reforzar la
guarnición de Tazarut Uzai, constituida por fuerzas de la Policía Indígena. Y hacia el extremo
sur del frente marcharon Dueñas y sesenta efectivos de tropa. Ante ellos, un desierto cambiante: grisáceo y opaco en raros días nublados, amarillo luminoso en años despejados; un
cordal de peñascos (macizo de Ben Hidur) cerrando por Levante; una galería de pirámides de
diferentes tamaños abriendo huecos a Poniente y, cara al sol del mediodía, accidentado vacío: el Marruecos francés. Faltaba la artillería y esa la llevó consigo la dispuesta gente de
Bernal.
La dilatada experiencia en maniobras de Bernal y el solvente conocimiento de Dueñas
sobre el sistema de posiciones —ciento treinta y cinco puestos—, con sus vicios y defectos,
porque virtudes en semejante despliegue ninguna cabía, constituyeron eficaz reaseguro
para que Tazarut Uzai fuera posición respetada e incluso temida antes de atacada. La diferencia de edad entre ellos, Bernal con 39 años recién cumplidos; Dueñas con solo 22 años, no
supuso impedimento alguno. Ambos probaron ser leales entre sí y capacitados jefes para sus
tropas.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
La noticia de la muerte del general Silvestre en Annual y el desastre habido en el Izzumar, se
conocieron en Tazarut Uzai a primera hora de la tarde del 22 de julio. Horas después se supo
que el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia de Melilla, había llegado a Drius,
donde trataba de reorganizar el ejército disperso. En Bu Bekker, por enfermedad de Fernández
Tamarit y la persistente ausencia de Jiménez Arroyo, ostentaba el mando el teniente coronel
Saturio García Esteban, que nada ordenó que no estuviese implícito en el vértigo surgido: el
Rif sublevado y España derrotada, a la vez que justamente castigada por esa nefasta política
del amiguismo en la selección de mandos, que consintió el predominio de jefes incapaces o
presos del pánico: coroneles Araujo, Jiménez Arroyo y Marina Villares; tenientes coroneles
Pardo Agudín, García Esteban y Gómez López (segundo de Araujo en Quebdani), comandantes Almeida, Alzugaray y Villar. García Esteban no dio ni una sola orden de contraataque a sus
expectantes tropas ni propuso a Navarro plan alguno para reunir ambos sus fuerzas o evitar
él mismo verse copado en Bu Bekker. Se limitó a dejar que otros actuasen por él. Y estos fueron
los enardecidos rifeños, no su huido coronel.
Amanecido el 23 de abril, los reveses se superpusieron: la columna de Romero Orrego
abandonaba un incendiado Cheif y su jefe muerto era en la salida; las tropas de Navarro
dejaban atrás un llameante Drius y, según avanzaban hacia Arruit, sobrepasaban camiones
y ambulancias, metálicas sepulturas abiertas de par en par, con sus ocupantes degollados.
El regimiento Alcántara se inmolaba, carga tras carga, en las orillas del Gan, para evitar la
aniquilación de la columna Navarro. Tres mil cuatrocientos supervivientes se repartieron entre
Batel y Tistutin, donde se parapetaron. A excepción de Intermedia A, todas las posiciones a la
orilla izquierda del Kert, arrasadas. En la costa, Afrau y Sidi Dris sin esperanza resistían. Más
allá de la orilla derecha del Kert no había mandos, ni tropas, ni posiciones guarnecidas. Solo
cadáveres e impedimenta abandonada hasta donde llegaba la vista. Con descarada facilidad, las harcas tomaron las cumbres del Gurugú. Monte Arruit, Nador y Zeluán se vieron
cercadas, sin evacuación factible ni ayuda viable desde Melilla. La capital del Rif hispano ni
en su propia defensa creía. En Madrid se temía su caída. La catástrofe aún podía ser mayor.
En Bu Bekker, amanecido el 24 de julio, García Esteban se enfrenta a sus penitentes
limitaciones: no sabe qué hacer ni a quién acudir. Ha perdido otra noche sin tomar decisión
alguna; las opciones que tuvo el día 22 para reunirse con Navarro carecían ya de sentido; se
veía rodeado por el enemigo y sin posibilidad de recibir refuerzos. No tenía más noticias de
Jiménez Arroyo, al que suponía desaparecido, pues el 23 de julio, enterado de que había llegado a Batel, le llamó para pedirle fuerzas de socorro, planteamiento al cual Jiménez Arroyo
replicó con un desdeñoso «resista hasta que le envíe auxilios». Lo ambiguo de tal respuesta y
el implícito carácter despreciativo de la misma hundieron el ánimo de García Esteban. Al
clarear el 24 de julio, la evidencia de su aislamiento; los acosos que sufría su anillo de posiciones —Arreyen Lao, Haf, Loma Redonda, Reyen Guerruao, Siach 1 y 2, Sidi Alí, Sidi Yagub,
Tamasusint—, más la certeza de que nadie le socorrería, dinamitaron lo poco que de coraje y
lucidez subsistía en su mente. A sus 56 años, García Esteban solo pensó en escapar y proteger su buen nombre. En cuanto a tropa, hombres tenía: cerca de ochocientos en Bu Bekker,
quinientos distribuidos a lo ancho y largo de su circunscripción, más los que estaban en Annual y allí les atrapó el desastre. Unos mil doscientos formarían en columna para exiliarse en
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
A Uzai llegan el recado del miedo y una orden de retirada.
Y se les responde igual: «No»
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Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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el suelo protectoral de Francia. García Esteban sabía que, al pedir el amparo francés, sus
tropas serían desarmadas y arriesgaban internamiento por tiempo indefinido.
Convencido García Esteban de que su única opción para sobrevivir él y aquellos
oficiales con los que intimaba, residía en abandonar toda la artillería —diez piezas Krupp—
y refugiarse en la Zona francesa, once horas antes de dar comienzo el Consejo de Guerra
para el que «a las diez de la noche» convocaría a su oficialidad, bien por un oficial de su
confianza o por iniciativa de otro, conocedor de sus planes de fuga, se aconsejó por teléfono
al jefe de Tazarut Uzai que abandonara su puesto y, con su tropa, se uniera a la columna que
se formaba en Bu Bekker. Pruebas de este acto, rotundamente punible, se descubrieron, el 7
de julio de 1922, tras solicitar Isabel Díez de Tardaguila, esposa del desaparecido Bernal,
que se abriera un juicio contradictorio «por si (su marido) tuviese derecho» a la Laureada de
San Fernando.
Isabel Díez se apoyaba en los testimonios de tres supervivientes de la guarnición de
Tazarut Uzai: Alejandro Benito Juan, Cesáreo Macías y «Francisco» Viñas; error en el nombre
de este último, subsanado tras recibirse respuesta al exhorto de citación: el artillero en cuestión se llamaba Miguel Viñas Santiago. Esta aclaración de nada sirvió, pues Viñas, ya licenciado y residente en Ribadesella (Asturias), no llegó a declarar, al igual que tampoco lo hizo
Macías. Solo declaró Alejandro Benito, a quien se limitaron a preguntarle su identidad y el
nombre de sus compañeros de odisea. Eso fue todo. Sus testimonios sobre la hazaña de Bernal y Dueñas preocupaban a los defensores de García Esteban, encausado por el general
Picasso. Y se les sepultó al ignorarles. Sus ejemplos y gesta murieron con sus soldados, cautivos estos de sucesivas dilaciones, negativas y renuncias cuidadosamente meditadas.
En su primera declaración, Isabel Díez expuso, con valentía, el siguiente argumento:
«El día 24 de julio de mil novecientos veintiuno, a las nueve de la mañana, llegó el soldado
telegrafista y le comunicó (a mi marido) que había recibido un telefonema en el que le ordenaban evacuar la posición. Ante tan inesperada orden, preguntó de dónde se lo habían comunicado y que le entregara el telefonema escrito, como está mandado (sic), a lo cual (el
telegrafista) se excusó diciendo que era como un recado (la cursiva es mía) que le habían
dado. Y a pesar de preguntar de dónde procedía esa orden, no se lo decían (por “dijeron”) al
notarse (sic) interrupción en la línea (¡!)». El miedo al delito por sus consecuencias penales
era la fuerza que interrumpía líneas telefónicas y velaba identidades personales.
Horas más tarde, «en vista de los disparos que se oían en dirección a Afsó y no haber
llegado el convoy (de suministros desde) hacía dos días, dispuso al personal (sic) en el parapeto para la defensa». Esta parte de la declaración de Isabel Díez avisa del desastre logístico
en el territorio, consecuencia de la desidia de Jiménez Arroyo y el atribulado modo de ser que
a García Esteban caracterizase: lo dejo todo y me voy. En Tazarut Uzai, sus números de supervivencia eran estos: comida para dos días a condición de racionarla. De agua, otros dos días
como máximo; siempre que se distribuyeran no más de tres cacillos por persona y día. García
Esteban volvió a la carga contra el resistirse de Bernal. El testimonio del capitán Moreno, jefe
de Loma Redonda y del propio Bernal, en su declaración ante Picasso y sus auditores, el
10 de octubre de 1921, lo recordó como sigue: «A la posición de Tazarut Uzai se le ordenó,
el día 24 por la tarde, abandonar la posición (en lugar de “la artillería”) e internarse en zona
francesa, pero considerándola equivocada, no la cumplimentaron» (folio 1.274 Expte. Picasso). Aquel recado del miedo y esa orden del pánico recibieron idéntica respuesta: «No». Quédense con sus miedos; no cuenten con nosotros para ser cobardes.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
En Bu Bekker se sucedían los despropósitos, uno de estos indicativo de la flojeza viril y culebrera actitud de García Esteban. Sitiado el puesto de Haf, de imperiosa conservación si se
quería mantener abierta la pista de Bu Bekker a Drius, la distancia a recorrer (14 km) García
Esteban la estima imposible. Cuando hacia allí debe acudir él con toda su columna para reunirse con Navarro. Y en previsión de tal movimiento táctico ordenado a Bernal y Dueñas que
marchasen hacia el norte, dirección de combate y coherencia táctica, no hacia el sur, dirección de huida y vergüenza. En Haf se resiste y con puntería. Rechazado un primer asalto de
la harca, a la que se causan «50 bajas en las alambradas» —el telegrafista del capitán Moreno Muñoz lo entendió al revés («tener 50 bajas»), pero Picasso se dio cuenta del error y
como tal, corregido, figura en su modélica Instrucción— las peticiones de auxilio de su capitán (Rodríguez Chacel) solo reciben respuestas evasivas de García Esteban, proceder el suyo
que enerva a varios oficiales. Inquieto por las expresiones que ve y los comentarios que oye o
deduce, García Esteban convoca informal consejo de guerra. Acuden los oficiales disponibles, pero el teniente coronel se hace esperar. Y de improviso se presenta con un acta, escrita
en un aparte, en la que se hacía constar que «siendo imposible socorrer al puesto de Haf, se
autorizaba a su guarnición para que se replegase sobre Zoco el Telatza de Bu Bekker».
El teniente coronel pretende que sus oficiales firmen un documento por el cual él mismo se autoexime de toda responsabilidad penal. Su cobardía, deprime; su cinismo, exaspera.
A García Esteban le tienen sin cuidado las cuatro piezas Krupp que en Haf había; los artilleros
que las servían y el teniente (Corominas Gispert) que les mandaba; los soldados que de ellas
dependían y el otro teniente que allí había (García Ovies) y sobre todo el jefe de la posición,
por la brillante defensa que hacía. Hombres y armas, dignidades y vidas. Todo prescindible.
Superado el estupor y contenida la ira, unos se niegan a firmar y otros firman. Dado que ese
documento «se perdió» en la caótica retirada que sobrevendría, desconocemos los nombres
de los firmantes, mientras no hay dudas de quienes protestaron con vehemencia: tenientes
Francisco Arenas Gaspar y Arturo Mandly Ramírez, alférez Luis Muñoz Bertet. Ellos fueron los
que propusieron que «como habían de matar a los defensores de Haf al retirarse, preferían
sacrificarse con sus tropas y proteger la evacuación». García Esteban, tolerante, se inclina
ante esa triada de valentías y las tropas forman para salir bajo un sol de plomo. Para desesperación de muchos, nadie saldrá de Bu Bekker con el fin de socorrer a los sitiados en Haf. El
tiempo pasa sin resolverse nada. Y esto conviene a los intereses de García Esteban.
Es lícito imaginarle allí, en su cuartucho de circunstancias, aparentando revisar la documentación que debía conservarse y la que podía destruirse, cuando su ignominioso proceder
es lo único que merecía ser pasado por el fuego del oprobio, pero después de ser conducido
ante una corte marcial. García Esteban, que manda sobre oficiales que de los tercios de Flandes pronto demostrarán que descendientes genuinos eran, no pasa de ser un jefe que gusta de
desfiles, con su espadín para incordiar, falto él de armadura moral para defenderse de su mucho miedo. El tiempo disponible expira y «a las dos de la tarde» se sabe que Haf es posición
muerta y su guarnición también: una parte en la desesperada salida; otra en la búsqueda de
amparo en las posiciones cercanas —Tamasusint, Tixera, Arreyen Lao—, cementerios y trampas
en sí mismas. Inútil acudir adonde solo quedan cadáveres humanos o de acero, esos cuatro
cañones Krupp de 90 mm, de mayor calibre que los emplazados en la pirámide de Uzai. García
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Fintas de un jefe con espadín, sin armadura moral para defenderse
de su mucho miedo
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Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Preguntas en el alcázar de la pirámide antes de cruzar la puerta hacia
lo intangible
Tazarut Uzai tiene forma de navío de línea al que le hubiesen tronchado sus mástiles con una
salva de artillería bien ajustada, destrozos que las fuerzas de la geología y climatología, combinadas a lo largo de milenios, se encargaron de reordenar: cubiertas despejadas, amuras
recompuestas, amago de recio alcázar en una punta y, en la otra, airoso bergantín-goleta, la
avanzadilla. La posición artillaba dos piezas Krupp de acero de 80 mm. Podía montar una
batería completa y sobraba sitio. Los Krupp tenían un alcance eficaz de cinco mil metros.
Desde Tazarut Uzai eran capaces de dar un susto de muerte a los harqueños agazapados en
el llano o reventar un nido de pacos camuflado en los picachos de Ben Hidur más próximos a
la pirámide; incluso interrumpir todo tránsito por la senda que, bordeando esos murallones,
conducía hasta Hassi Uenzga, primera posición del Rif de Lyautey.
El 25 de julio, cercano el alba, una columna de tropas avanza por la estepa. Orden hay
de no hacer ruido. Dirección de marcha: hacia el sur. En el flanco derecho, un oficial se detiene y
mira hacia Poniente. La tropa le esquiva. Él sigue mirando hacia un punto fijo. La pirámide de
Uzai. La intuía y vio porque la conocía. Ahí están ese chico salmantino y ese otro madrileño. Bernal y Dueñas. Alguien debería avisarles. Ese alguien es García Esteban. El capitán Moreno no
puede decidir que salga una patrulla, pero ni olvidará el momento ni las responsabilidades de
quien nada hizo: «Antes de amanecer, la columna del Zoco pasaba en retirada por delante de Tazarut, que dejaron a cinco kilómetros sobre su derecha en la dirección de marcha, “sin que se
cuidase (el jefe de la columna) de comunicarles órdenes”». Pedro Moreno Muñoz se promete a sí
mismo declarar sobre lo que ha vivido. Un laureado general encontrará tiempo para escucharle.
Al retirarse la madrugada del 25 de julio, la mañana que se esperaba no aparecía por
ninguna parte: ni cercanías, ni lejanías, ni proximidades identificables ni panorámicas creíbles.
Densa niebla gobernaba. La niebla se tornó neblina y empezó a levantar. Primero como recatada por lo que enseñaba y lo mucho que se guardaba; luego atrevida hasta desnudarse por
completo y dejar a la vista la tierra entera antes poseída. Y así aparecieron formas que parecían grupos de familias camino de zocos en valles recónditos y acabaron siendo columnas de
soldados. El sol introdujo imprudentes destellos en bayonetas y fusiles, brillos que a kilómetros
se veían. Del sonido nada llegaba, era preciso imaginarlo. Las tropas de García Esteban, descoyuntadas por la fatiga y hambrientas, se limitaban a arrastrar sus pies. Marchaban en «columna de viaje», confiadas en que los silbidos de la guerra no reventasen sus recuerdos de ni-
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Esteban tiene hombres y ametralladoras. De los primeros, 29 oficiales y 722 clases y soldados.
De las segundas, cuatro máquinas Hotchkiss, más un cañón Krupp útil de los cuatro de su batería. Incluso dispone de Caballería: los 26 jinetes de una sección del regimiento Alcántara, a su
cabeza el sargento Enrique Benavent Duart. Es fuerza suficiente para lanzar un contraataque
de rescate y resurrección, pero lo que García Esteban no tiene son arrestos, ni respetos a la
bandera, ni al uniforme que lleva. Los sitiados en Haf muertos en su sitio quedaron: capitán Ernesto Rodríguez Chacel, 29 años; tenientes Manuel Corominas Gispert, de 27; Manuel García
Ovies, con solo 21 años. Jiménez Arroyo, con su impasibilidad de verdugo, en capilla los tenía
desde el 23 de julio. García Esteban, con su pavor recurrente, les ajustició en la tarde del 24 al
añadir su visto bueno a la criminal actitud de su fugado coronel. Esas muertes no han prescrito
y contra tales jefes aún hoy declaran.
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
ñez, esos cariños de madre que lo valen todo y tan en falta se echan llegada la hora de morir
malherido y solo. Lo que restaba del regimiento África hacia el África francesa se dirigía.
Bajo la luz renacida tras la imprevista derrota de la niebla, iluminada por el sol de Levante, convencida de su fuerza y situación, Tazarut Uzai resurge. La pirámide truncada parecía el buque insignia de una escuadra triunfante tras batirse interminable noche contra la
flota enemiga. Amuras de Uzai: repletas de siluetas y comentarios. En el alcázar, los mandos
de la pirámide. Con sus convicciones y vacilaciones. Sus hombres les observan. La columna
sigue su camino. Los dos oficiales no se han movido, su gente tampoco. La columna insiste en
su cansino discurrir. Los oficiales miran y meditan. Sus hombres se preguntan qué pensarán.
Bernal y Dueñas llevan en sus rostros las huellas de esa batalla nocturna de preguntas
por separado que, llegada la hora de decidirse, las comparten tanto como les duelen. Haremos bien en quedarnos aquí, mientras esas tropas van hacia puerto seguro; tenemos derecho
a exigir a nuestros soldados que mueran con nosotros por defender la bandera y honrarla a
sabiendas de que otros, delante de nosotros mismos, la deshonran. O es nuestra palabra la
que esta tropa defiende al seguir a nuestro lado porque nos aprecian y respetan, no por mera
disciplina. Donde está la línea a nunca sobrepasar; donde el borde a no asomarse jamás;
donde el pasadizo a recorrer entre el sacrificio asumido y la resistencia consecuente; donde
se contiene un jefe en sus imperativos de mando y hasta donde deben seguirle sus soldados;
donde encontrar señales en un mar desnudo de referencias; donde coger impulso para saltar
al opuesto lado al ver que el mundo entero se hunde; donde ese lugar en el que se deja atrás
toda precaución para sobrepasar no ya el miedo, sino el tiempo; donde empieza la sinrazón
insoportable y triunfa la razón deseable, que nos exige la vida como prueba antes de cruzar
la puerta de lo intangible, inicio del camino que nos lleve, en un deslizarse que no cesa, hacia
ese infinito ámbito donde se puede ser abuelo antes que niño e hijo antes que padre.
Tal vez sea aquí, en este Rif de la ira, el dolor y la sangre, donde haya que dar un paso
al frente. Un paso con nítida memoria de lo vivido y sentido; un paso sin pesadumbre por lo
no alcanzado y ni siquiera acariciado; un paso en el aire que no en el vacío, dejándose caer
sobre traslúcidas nubes; un paso conteniendo la respiración, pues es posible morir y respirar
muriendo; un paso de respeto y humilde perdón hacia cuantos padezcan nuestra pérdida; un
paso para honrar a un ejército que puede ignorarnos e incluso aborrecernos porque denunciamos a quienes renunciaron a ser militares y, en su cobardía, muerte dieron a sus propias
tropas; un paso para besar a la mujer amada sin que tanta distancia cuente ahora y lo mismo
para los hijos habidos o soñados; un paso para reafimarse en el convencimiento de lo que se
hace y por qué se hace; un paso fraterno hacia cuantos quisieron saltar y no les fue permitido, pues antes los degollaron o decapitaron; un paso en consideración a la propia conciencia
torturada por lo mucho que tributarán nuestras familias, inermes ante la orfandad o viudedad impuestas por nuestra voluntad. Es este el precio de ser militar, de ser un hombre, de ser
un patriota, de creer en unos principios, de ser fiel a uno mismo. Si en verdad es así, se aceptará el pago en primera persona, no en nombre de nadie y menos de la familia, indefensa
ante estos sacrificios, que no comprende ni comprenderá. Y se pedirá a la patria por llegar,
porque la existente vaciada ha sido para que nada procree ni sienta vida alguna en su seno,
que esa patria oculta bajo horizonte tan indigno respete esta prueba de fe y la reconozca en
nuestros deudos, en la justicia que esperan recibir de lo que nosotros aquí demostremos.
Porque si no lo hiciera, nunca más habría una patria llamada España. Y entonces que se
queden con la patria estéril los que la esterilizaron en su provecho y sus hijos si los tienen.
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Los sacrificables
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Ejército de desaparecidos que van a más y juicio de un instructor
sobre penosa retirada
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La última columna española en el Rif busca refugio en país neutral para no combatir. Han
pasado seis compañías, entre ellas una que podría ser la de ametralladoras. Siguen la séptima, octava y novena. Compañías o parecidas. Sin artillería, ni Caballería que escolte sus
flancos. Y el caso es que, entre tanta gente a pie, jinetes se ven. Ágiles y perseverantes, bordean las filas de la desordenada infantería. Muralla móvil, flameante como una bandera; que
anima y protege. Pudiera ser la tropa del sargento Benavent Duart. Al ser del Alcántara, su
sección vale por un escuadrón. La columna sigue adelante envuelta en su desasosiego, cansancio, sudor y polvo. No se da cuenta que las laderas de los montes empiezan a moverse. No
son desprendimientos, sino regueros de hombres armados, que confluyen en el llano. Aparecen grupos a caballo. Los metalzis, maestros en cargar con forma de media luna y a nadie
perdonar. El cerco encaja como pestillo en cerrojo. Descargas, gritos, ayes de muerte; órdenes
inaudibles y obediencias cumplidas por cuantos deciden morir en pie.
La columna, desesperada, busca dónde guarecerse y cómo defenderse. Para lo primero no hay lugar factible, para lo segundo ya es tarde. Sombra inmensa vela el sol. Las harcas
adquieren forma de águila, que despliega sus alas para contener la velocidad de su descenso mientras adelanta sus garras. La columna muerta se ve y alza sus brazos en gesto intuitivo
de defensa. El águila del Rif pliega sus alas con seco chasquido y golpea a su víctima que,
ovillada, rueda por el suelo. El pico curvo cae cien, doscientas, trescientas, seiscientas, hasta
setecientas veces sobre otros tantos cuerpos, matándolos. Las garras los trocean, pero en la
boca del águila ninguno acaba. Quedan para las alimañas, con forma humana o sin ella.
Primeras horas de la tarde del 25 de julio. Exigencias y límites han quedado atrás. Es
momento para correr hasta reventar o gritar basta. Y decirse unos a otros: sí, muramos aquí.
Los tenientes Francisco Arenas Gaspar y Arturo Mandly Ramírez caen, en desesperado forcejeo con el enemigo, junto a sus soldados. Francisco Arenas falleció, con 25 años, sin saber
que su hermano Félix, de 29, había muerto defendiendo la cuesta de Arruit. Arturo Mandly fue
propuesto para póstuma Laureada, que no le fue reconocida, siéndole concedida por cuantos le vieron pelear hasta el final. Tenía 40 años. Otros luchan y mueren entre las estribaciones del monte Bubris y las avanzadillas de Hassi Uenzga, posición francesa. Es un grupo de
oficiales y los hay de excepción: capitanes Francisco Asensi Rodríguez y Manuel Anise de
Lucas, teniente Fernando Núñez Chavarría, alférez Nicolás Alderete Heredia.
Asensi tiene 25 años y una brillante carrera por delante, que en ese muro francés, del
que ninguna mano salió para prestarles ayuda, momificada quedó. Manuel Anise, 23 años;
Fernando Núñez, 24, Nicolás Alderete, 22 años. Hitos de una oficialidad sacrificada bajo el
doble hachazo de lo negligente y lo miedoso. El teniente Ramón Mille Villelga, que llevaba consigo «las actas del Consejo de Guerra» donde se votase a favor de la retirada, pérdida que
García Esteban capitalizará para su autoencubrimiento, a su vez desaparece. Tenía 29 años.
De ese ejército de desaparecidos, que es definición vigente no solo pertinente, pues
por su tercera parte iba en esos días de julio y aún le quedaban dos partes más a soportar
hasta el 9 de agosto; dado que hablamos de soldados españoles y no solo de oficiales, pero
de los primeros siendo tantos —de nueve a diez mil— sabemos los nombres pero no de todos,
citemos a los segundos, que en los anuarios militares siguen: capitán Apolo Lagarde Leyva; 44
años; tenientes Aurelio Arenas Molina, de 38, Francisco Fernández Getino-Suárez, 28 años,
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
José Herrera Balaguer con la misma edad, Juan Mestre Martorell, 21 años, Jesús Benito Martínez y Basilio Salama Miguel, 29 el primero y 28 el segundo, pues amigos fueron y juntos a
caballo cargaron hasta perecer. Sumamos a Enrique Benavent Duart, sargento del Alcántara,
quien a sus 30 años se portó como si fuese jefe de escuadrón. Y gran capitán fue. Víctimas
todos de esa calculada retirada, que García Esteban llevaba metida en su cabeza desde el
23 de julio, cuando Jiménez Arroyo, indiferente a la suerte que corriera su regimiento, volvió
a sus asuntos: salvar a su hijo, salvarse juntos y salvar su buen nombre. Haciendo trampas
ganó las dos primeras partidas, la tercera ni con todas las trampas del mundo pudo ganarla.
El teniente coronel García Esteban, desde Hassi Uenzga, cursó inexacto parte de campaña, que resultó ser parte de defunción colectiva para su regimiento al estimar que «pudieron
llegar (aquí) unos cuatrocientos supervivientes de la columna de nueve compañías, habiendo
desaparecido el resto, que esperaba fuese incorporándose (la cursiva es mía)». Se supone que
en forma de desapariciones, pues muertos yacían en sus casi dos terceras partes. Si aún hoy
nos duele cinismo y descaro de tal porte, poco cuesta imaginar lo que sintieron Picasso y Berenguer. Picasso se mostró comedido al definir aquella marcha como «desastrosa retirada».
Picasso fue más preciso y en definitiva más duro, cuando escribió: «Es de notar la
flojedad, desmoralización y desaliento que acusa esta retirada en el recorrido de una corta
jornada, arrollada y acosada por el enemigo que la persigue (...) pero inhábil o impotente el
Mando (con mayúscula en el original) para tomar contra él (en vez de “el adversario”) las
aconsejadas disposiciones del caso; sufriendo el extravío y dispersión de buena parte de su
gente y graves pérdidas, cifradas, en conjunto, en la mitad o más del efectivo de la columna,
con abandono de las bajas como del material y armamento, acogiéndose al territorio fronterizo los maltrechos y desordenados restos de estas fuerzas, ajenos a todo resorte de mando
(la cursiva es mía)». Le faltó a Picasso precisar que los resortes de mando eran dos y rotos
ambos: el de Jiménez Arroyo, deshecho desde abril de 1921; el de García Esteban, quebrado
desde la noche del 22 de julio cuando perdió, adrede, la única posibilidad que tenía de llegar
a Drius con sus tropas —incluida la guarnición de Tazarut Uzai— y unirse a las de Navarro.
El alférez Luis Muñoz Bertet, de 22 años, sobrevivió. Le quedó la inmensa pena de ser
testigo o saber de la muerte de sus compañeros y la frustración de que el jefe de tan sangrienta
retirada se considerase con méritos para solicitar, el 20 abril de 1931, su ascenso a «general de
brigada honorario»; seis días después de proclamada la Segunda República. «Don Saturio»
debió pensar: ahora o nunca. Y acertó. Muy desacertado estuvo Manuel Azaña Díez, flamante
ministro de la Guerra, quien firmó el Decreto de concesión de rango no ya inmerecido, sino insultante para tanto muerto y tanto deudo. Azaña probó no tener ni idea de lo ocurrido en Bu
Bekker. Debió hojear el Expediente Picasso —la edición de Morayta en 1922— y se consideró
cumplido al conocer lo esencial de la tragedia; cuando la Instrucción del laureado general está
a rebosar de esencialidades, de las que aquí se exponen algunas de las más tremendas. No se
puede ser ministro de nada sin antes saber una parte, al menos, de lo que concierne a la cartera ministerial que se luce, ni lo que contiene dentro, así sean mentiras o verdades como puños.
Muñoz Bertet, entonces teniente de la Guardia Civil, algo así pudo pensar.
Morir solo en parte, residir en la eternidad: medianoche del 25 de julio en Tazarut Uzai
Lo que sigue es la reconstrucción de las últimas horas del teniente Bernal y el alférez Dueñas
junto con los suyos, en base al testimonio de los artilleros supervivientes —Benito, Macías y
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Viñas—, que narraron estos hechos a Isabel Díez de Tardaguila y esta resumiera en su solicitud (7 julio 1922) al comandante general de Melilla, para que instruyera procedimiento en
favor de su esposo, el teniente Bernal, por si méritos tuviera para concederle la Laureada.
«A las cinco de la tarde empezaron a hostigar la posición». Los cañones de la pirámide
se manifestaron en toda su violencia y su efecto quedó a la vista: cuerpos inmóviles o arrastrándose en demanda de auxilio. Una parte de la harca fue a socorrerles, las otras se atrincheraron y abrieron fuego contra los parapetos de la pirámide. Graduadas al efecto las alzas
de los Krupp, sus granadas silbaron hacia ese perfil atrincherado de forma somera, arrasándolo. El cruce de fuegos desigual resultaba, con ventaja para la técnica artillera de Bernal.
Los pacos poco podían hacer y a los tiradores de Dueñas les era fácil localizarles desde su
atalaya. El primer choque acabó en victoria de la pirámide. La moral de la guarnición se fue
arriba en forma de vítores, manteniéndose calladas las fuerzas de Policía Indígena. No podían celebrar la muerte de su gente. Y no por considerarse ellos guerreros a sueldo de otro,
sino porque el Rif en armas se presentaría en Uzai y les exigiera cuentas de familia.
Hubo más intentos, sin llegar al asalto frontal. La harca pretendía desgastar la resistencia española sin derramar ella su sangre con el fin de agotar la reserva de granadas rompedoras y de metralla de los Krupp. Bernal y Dueñas recordaban a sus hombres que «aprovechasen
todo lo que se pudiese las municiones» (declaración de Isabel Díez). Al declinar la tarde, la
pausa se afirmó. Mientras se repartía el segundo rancho y la ansiada ración de agua, Bernal y
Dueñas revisaron la posición y la lista de bajas: muertos la mayoría, heridos pocos. Los metalzis
y benibuyahidíes no habían perdido puntería. Los fallecidos fueron sepultados en un ángulo de
la posición. Tierra que no se deja perforar y oficio de difuntos que no se puede terminar por la
emoción. El teniente y el alférez dibujan un croquis del emplazamiento de esos cuerpos. Están
obligados a precisar donde yacen para, otro día, ofrecerles digna sepultura. Aún piensan sobrevivir. El día fallece. Falta vencer a la joven noche que medio cuerpo asoma.
En la tarde que se extingue, cabe imaginar a Bernal y Dueñas, con algo de comida en una
mano y la otra abierta para estrechar despedidas con los suyos o abrazarles. Inspección pausada,
afirmada en la veteranía de quien ha sobrevivido a defensas y contraataques siendo el más joven,
Dueñas. Sus consejos fueron órdenes: fuera las cartucheras para que podáis disparar tumbados; los
cajones de municiones para los Máuser, abiertos; meteos en los bolsillos nueve o diez cargadores, no
más porque no podréis moveros y lo que cuenta no son los cartuchos que se tienen, sino acertar
cada disparo; fuera el tahalí de la bayoneta y el machete a la espalda, sujeto por el cinturón; las
granadas de mano en manos de quienes sepan su manejo y no tengan reparo en usarlas; las demás, semienterradlas y señaladlas con piedras; los mejores tiradores repartíos los fusiles de los
muertos por si los vuestros fallaran; pintad con cal, si es que nos queda y en trazo horizontal a media
altura el parapeto por dentro, como referencia de tiro sobre esa línea de primera defensa; tened en
cuenta que van a entrar, así que hay que pararles antes de que lleguen a los cañones; nos defenderemos de forma escalonada, por hileras de fusileros, una ahí, otra más arriba y la última allí, para
cubrir la batería y a nuestros artilleros. Olvidaos del miedo, estaré con vosotros y aquí me quedaré.
Al hacerse noche cerrada se hizo evidente que la defensa de Tazarut Uzai afrontaba su
último desafío. Alrededor de la pirámide truncada la tierra hervía: de rumores y ruidos, de
masas y sombras, de intenciones y desquites. Todo harqueño no harto de matar anhelaba
poseer a la invicta. La guarnición de la pirámide nada y todo presentía. No cabían pactos con
tantos muertos de por medio. Vencer era imposible, rendirse es morir solo de pensarlo, luchar
entonces. Para huir dónde, para seguir así hasta cuándo, si esta guerra durará años. Solo nos
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queda pelear mientras se pueda escoger la forma de morir. Bernal y Dueñas animan a sus
hombres. Se vuelcan con los dubitativos policías, que forman corro y les escuchan. La oscuridad les permite ser sinceros. No creen en salvación alguna bajo la bandera española. Unos y
otros se enfrentan a decisiones extremas: los policías, disparar contra oficiales que merecen
su respeto. Bernal y Dueñas, ordenarles que entreguen sus armas para que no maten por la
espalda a sus soldados. La pirámide de Uzai se asoma al abismo. Y quienes la defienden
sienten la succión de esa profundidad palpitante, que les llega desde el fondo del universo,
olas sin agua ni pausa que les entran por la boca y les arrebatan el aire de la vida.
Hubo un primer asalto nocturno, que fue rechazado. Arrancados o tronchados los estacones de las derrumbadas alambradas, se luchó a un lado y otro del parapeto. Combate a
bombazos, fusilazos y pistoletazos, salpicados de soeces insultos e hirientes desplantes. La
guarnición resistió, pero sus filas clarearon; la harca se mostró igual de brava y tributó con
dureza, sin que tales quebrantos, ínfimos para su bloque de guerreros (seiscientos o más), la
hicieran flaquear. «A las doce aproximadamente de la noche y después de hacer retroceder al
enemigo, dándose cuenta que (los policías) intentaban abandonar la posición, en un momento
de heroísmo y con pistola en mano, pudo restablecer el orden a su autoridad (sic) y alentarles
para defender (la posición) hasta perder la vida» (declaración de Isabel Díez). El valor extremo
produce tanto miedo como el pánico al convertirse en furor. Bernal y Dueñas, arropados por su
gente, debieron optar por la única salida: que el contingente desafecto marchase en paz.
Sin transición, el asalto definitivo. En su acometida, la harca se come media pirámide,
pero quedan sus defensores, pirámides en sí. Se pelea cuerpo a cuerpo, a tientas y por instinto. A bulto se da muerte al contrario mientras se encajan sus heridas en una esfera de fogonazos, gritos y machetazos que no cesa de girar. Atacantes y defensores abrazados caen.
Dueñas y Bernal uno mismo son. Sus leales menguan a cada gumiazo o tiro a bocajarro que
se los lleva. A los oficiales se les percibe dispuestos a morir. Artilleros y soldados supervivientes
se apartan de ellos. Tanto retar a la muerte, tanto repudiar a la vida, sobrecogen. Dueñas con
su pistola en una mano y tal vez el machete en la otra; Bernal «con las tres granadas que le
quedaban y una dotación (un peine de cinco balas) para su fusil», se lanzan a la hoguera de
las ansias y furias entrecruzadas. Matan y son muertos, sin ellos así admitirlo.
Tres de los artilleros les ven tambalearse. Cómo es posible aguantar tanto. Reacios a
verles caer para acabar rematados en el suelo, Alejandro Benito, Cesáreo Macías y Miguel
Viñas retroceden; pasan bajo los Krupp, cuyos tubos sienten calientes; se topan con unas figuras apiñadas y cuando unos y otros van a clavarse bayonetas y navajas, se reconocen:
soldados de Dueñas, artilleros de Bernal. Dudan qué hacer. Todo alrededor les parece adverso: campo lleno de enemigos; alaridos de los heridos en degüello; el ulular de los vencedores.
Y todo deriva en consecuencias aliadas: ladera tentadora y olvidada por la harca, deslizamiento por una hendidura, escapada que a nadie alerta y arribada sobre tierra despejada: a
la izquierda, las siniestras murallas de Ben Hidur, a lo lejos, tenue perfil recortado sobre ejércitos de pacíficas estrellas. Allí está Hassi Uenzga. Francia y la vida. Benito, Macías y Viñas
junto con sus cuatro camaradas sin nombre, cruzaron los campos del desastre y revivieron;
«llegando a Melilla a mediados de agosto» (declaración de Alejandro Benito, 17 agosto 1922).
Elías Bernal y Francisco de Dueñas cayeron en un magma de iras y rabias, no de odios
ni venganzas. Murieron solo en parte, pues su morir les llevó a residir en la eternidad. La de los
ejércitos y los pueblos, que ejércitos son al fin y al cabo, por cuanto les compete resistir al mal
gobierno y a la deserción moral de tantos. Y para eso hay que ser militar e incluso héroes. Que-
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dan ambos como lo que fueron: los hombres-pirámide de Tazarut Uzai. Sus cuerpos no serán
identificados en aquel mar de muertos que García Esteban y Jiménez Arroyo dejaron tras de sí.
Esa no identificación fehaciente nos permite identificarnos con todos los caídos en Kelaia,
Oriente del Rif, donde todavía el sol sale por donde saliera aquella mañana del 26 de julio, con
la pirámide de Uzai cubierta de cadáveres y fenece, sin llegar a morir, por donde se ocultase
aquella tarde del 25 de julio, última de sus vidas, primera de la nuestra; porque quien esto escribe renace en estas búsquedas y los que me entienden, conmigo renacen también.
Vía crucis de un expediente: verdades admitidas y «documento-bomba»
que no estalla
Menos de un año después de la epopeya habida en la pirámide de Uzai, la todavía no viuda
legalizada del jefe de aquella defensa, a un general de división le solicitaba: «ruego a V. E. se
digne ordenar la apertura de juicio contradictorio por si en vista de lo expuesto mi esposo
tiene derecho a la Cruz Laureada de San Fernando. Gracia que no duda en alcanzar del
magnánimo y bondadoso corazón de V. E. cuya vida guarde Dios muchos años. Melilla, siete
de julio de mil novecientos veintidós. Isabel Diez de Tardaguila».
Aquel «magnánimo y bondadoso corazón» era el de Julio Ardanaz Crespo, comandante general de Melilla desde el 12 de abril de 1922, tras relevar a Sanjurjo. Ardanaz se mostró
diligente con el caso Bernal, luego creía en la causa de la solicitante, sin duda tras haberse
él mismo informado. Veinte días después de la solicitud que Isabel Díez firmase, el capitán
Rafael del Castillo Martínez recibía un oficio de su propia Comandancia de Artillería, firmado
por el coronel Cisneros, donde le comunicaba, «vía el Señor General encargado del despacho de la Alta Comisaría, en escrito de 17 del actual (mes de julio) me dice: disponga la incoación del expediente previo que determina el artículo 40 del Reglamento de la Real y Militar
Orden de San Fernando a favor del personal que se consigna al margen, para que se nombre
juez que instruya el expediente que se ordena (...) y siendo usted el designado, lo traslado a
V. para su conocimiento y cumplimiento». Ardanaz había informado del asunto al general
Burguete, alto comisario en Tetuán desde el 15 de julio, cuando relevó a Berenguer. Ardanaz,
a sus 52 años, mostraba un empuje digno de un capitán de Estado Mayor, Cuerpo del que
procedía. Burguete, a sus 51 cumplidos en mayo, parecía un teniente recién graduado en
Toledo. En tres días, Melilla y Tetuán estaban enteradas de la gesta de Bernal y la apoyaban.
Nunca supo Isabel Díez cuántas y tan altas simpatías movilizó su causa en tan poco tiempo.
Ese ejército activo, honesto y consecuente, representado por Ardanaz y Burguete, encontró en Rafael del Castillo, de 34 años, a un digno y eficaz defensor de tales preceptos. Al
día siguiente de recibir el oficio del coronel Antonio Cisneros Delgado, el capitán artillero
había encontrado «secretario» en la persona del soldado Melchor Rotger Simó. Su buena letra tumbada, al estilo caligráfico de la época y su respeto a los acentos, convencieron a del
Castillo. Porque imposible era que hubiese expediente y desde luego juicio si no se entendía
la letra del soldado secretario. Se dio prisa el capitán en citar de nuevo a la solicitante, prisa
complementaria puso el secretario, pero aun así cerca estuvieron de no encontrar a Isabel
Díez en Melilla, pues se volvía a su casa de Madrid, en el distrito de Buenavista. El 6 de agosto declaraba Isabel Díez de Bernal (así en adelante), ratificándose en todo lo afirmado el 7 de
julio anterior. Al preguntarle el capitán «por qué motivo no elevó, dentro de los plazos que señala el artículo treinta y nueve del Reglamento de la Orden de San Fernando la instancia de
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
referencia», Isabel dijo que «no lo solicitó antes porque no tenía conocimiento, ni aún lo tiene,
de la suerte que corriera su esposo, toda vez que los individuos supervivientes que ha podido
ver (seguían los nombres de Benito, Macías y Viñas), cuando los moros asaltaron la posición
el día veinticinco de julio del año anterior (...) allí quedó su esposo con otro oficial del regimiento África de Infantería, apellidado Dueñas, y al ignorar si había sido propuesto (su marido) para la recompensa que ella solicita, en vista del tiempo transcurrido y sabiendo por dichos individuos (en vez de “artilleros”), que el comportamiento de su esposo fue heroico,
decidió elevar la instancia en la que se ha ratificado, sin que conociera el articulo 39 del reglamento de la Cruz (sic) de San Fernando». Razones escuetas, como la realidad conocida.
Un ejército desvanecido. Con unos quinientos cautivos en manos enemigas; tres mil muertos
sin identificar enterrados en Arruit, más los quinientos hallados en Zeluán y los novecientos en
Quebdani. Sin olvido de ese ejército de los dos mil cuerpos insepultos entre Afrau, Sidi Dris, los barrancos del Izzumar y el anillo de puestos en torno a Ben Tieb y Kandussi. Más los mil quinientos que
yacían entre las sierras de Bufahora e Issen Lassen, las estepas de Bu Bekker y las orillas del Muluya.
Un ejército de ausentes, con nueve mil o diez mil nombres en falta de sus familias. Y una columna de
supervivientes, de la que unos pocos cientos declararon ante el general Picasso y su equipo de auditores, narrándoles las infamias que en primera persona padecieron o vieron cómo otros las sufrían
y bajo tales castigos perecían. Queda esa otra parte de la columna sobrevivida, que no declarará
jamás sobre los hechos habidos en los que ellos fueron protagonistas o testigos. No declarar por el
miedo a decir la verdad unánime siendo escueta; la verdad que abofeteaba apellidos de rango militar; la verdad callada por temor a quedarse de sargento para toda la vida o perder el empleo de
capitán dignamente conseguido. Todo ello por un reglamento para hazañas laureadas de cuando
los ejércitos entraban en batalla y podían resultar victoriosos o vencidos, pero no desaparecer en
bloque, como si jamás hubieran existido, como le sucedió a Silvestre y a su ejército perdido.
A estos fines clásicos respondía el Artículo 39 de la Orden de San Fernando: «Si transcurridos diez días de la acción, el general, jefe, oficial o clase, individuo de tropa o marinería,
que se considere acreedor a la Cruz de San Fernando, no ha recibido notificación de haberse
abierto el juicio contradictorio, podrá solicitarlo en un plazo de cinco días más».
Quince días para, si no se está prisionero ni se yace inconsciente en la cama de un
hospital, solicitar justicia por la hazaña realizada. Quince días para todos, héroes sobrevivientes, viudas sufrientes o atribulados padres de tales héroes. El plazo justo era en tiempos de
Isabel II, pues de 1862 fue el cuarto Reglamento. En 1921, vigente el quinto Reglamento de la
Orden de San Fernando, de 5 de julio de 1920, en todo lo concerniente al Rif responsable de
la mayor derrota de la España contemporánea, ese plazo no valía para otra cosa que no fuese
olvidarlo. O sustituirlo por el siguente artículo, el cuadragésimo, cuyo prudente redactor pensó
que los ejércitos no solo desfilan y duermen en sus casas o cuarteles, sino que pueden residir
en la eternidad, aunque algunos en este mundo prefieren mejor el limbo, con el cual no se conoce comunicación alguna. Y así no les molestarían esos ejércitos de difuntos, mientras que sus
almas sí, pues problemas dan al ser parte de la vida de las personas y los pueblos.
Artículo 40 de la Real y Militar Orden de San Fernando: «Una vez transcurridos los
plazos que fija el Artículo anterior, solo podrá admitirse y tramitarse la solicitud de la Cruz de
San Fernando cuando se disponga de (sic) Real Orden, previa la formación de un expediente
en el que quede, plenamente demostrado, a juicio de la Asamblea (de la Orden), la existencia
de una causa legítima que haya impedido, en absoluto, al interesado (o familiar directo) a
formular su petición antes de la fecha en que haya presentado la correspondiente instancia».
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Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Ahí estaba la puerta para la concesión de esa Laureada y bien abierta: un ejército de
fallecidos; un héroe ausente que no cesante en sus méritos; una viuda que no fue informada
de la desaparición de su marido; unos testigos que le vieron luchar y morir como un bravo
entre los bravos, un lugar de epopeya identificada, pero a la cual no había sido posible volver —será en 1925 cuando se consiga retornar a Tazarut Uzai— y un capitán artillero, que
sabe de estas ofensas administrativas y está obligado a subsanarlas, incluso a sublevarse
contra ellas.
El capitán Rafael del Castillo lo tiene claro: a Isabel Díez de Bernal nadie le ha dicho
nada de si su marido está vivo o muerto, prisionero o secuestrado (que unos cuantos hubo).
El 28 de agosto de 1922, solo tres semanas después de declarar Isabel, las cosas empiezan a
cuadrar: llega un oficio del comandante general de Melilla, por el que Ardanaz manifiesta que
«el teniente don Elías Bernal González, se halla en situación de desaparecido». Falta saber si
alguien la informó del caso y no fue tal. El capitán se entera, pero el documento acreditativo
de tal silencio no le llega o se pierde en bolsillo ajeno. Del Castillo no espera más y ese mismo
día 28 de agosto redacta un Escrito de Conclusiones, que hace llegar al general Ardanaz y
en el que, tras recapitular sobre lo declarado por Isabel Díez de Bernal y los tres artilleros que
la informaron, del comandante general de Melilla el capitán se despide como sigue:
«En consideración a lo expuesto y creyendo terminado el presente expediente previo,
el Juez Instructor que suscribe es del parecer que las razones alegadas por la
interesada son completamente admisibles, por lo que podría disponerse la apertura
del juicio contradictorio solicitada. V. E. no obstante, resolverá. Melilla, 28 de agosto
de 1922, Rafael del Castillo.»
El capitán artillero deja su batería en Melilla y sube a bordo de un cazasubmarinos. Sus enemigos sumergidos: los que encubren a García Esteban o no le dan los papeles que él reclama.
Del Castillo padece agudo sobresalto: Ardanaz cede su puesto al general Carlos de Lossada,
quien toma posesión el 4 de septiembre. La incertidumbre acaba antes de lo que imaginaba.
El 11 de septiembre, Lossada firma su «Conforme» para que el expediente Bernal pase al
«Exmo. Señor Alto Comisario de España en Marruecos»: Burguete sigue en Tetuán; lee el escrito de Lossada y lo hace llegar «al Auditor General de este Ejército de Operaciones para su
dictamen». Transcurren cinco semanas, que el capitán artillero pasa en ascuas, pero el 16 de
octubre de 1922, Ricardo Burguete estampa su modernista firma —en todo alejada al gusto
de la época, propia de un militar tipo art nouveau como lo era él—, en texto que dice:
«Conforme con el decreto auditoriado que antecede y a los fines del artículo 40 del
Reglamento de la Real y Militar Orden de San Fernando, remítase este expediente previo, con
respetuoso escrito, al Exmo. Señor Presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina para
la resolución que aquel Alto Cuerpo estime, como Asamblea de la Orden. Ricardo Burguete.»
Por fin la tenemos, debió decirse el bueno de Rafael del Castillo. Con el artículo 40 por
bandera, el teniente Bernal tendría su Laureada y su todavía no viuda el alivio bien peleado.
Pero ¿dónde estaba la prueba que validaba el recurso a ese fundamental artículo 40?
Porque en la relación del expediente, que hiciera el soldado Rotger, aparecen 34 folios por
una cara y los famosos «vueltos» (cara inversa), que en el folio 34 vuelto acababan. Faltaba
el «folio 30», llave maestra para penetrar en las habitaciones de lo conjurado y canallesco. Y
llave que dentro quedó. Pero con fecha siete meses después de su lógica entrada. Dado que
«Defecto de forma»: los héroes no son honrados para no deshonrar a los que huyeron
El expediente con la solicitud de la esposa de Bernal atravesó despachos y antedespachos,
dejándose en cada uno de ellos zigzagueante herida sin sangre y fea cicatriz sin cerrar. En
esas encalladuras, siempre la misma vía de agua que al hundimiento de la causa forzaba:
petición presentada fuera de plazo. Los quince días de rigor. Como si 1921 fuese año borrado
del calendario militar cristiano. Y al no haber sucedido nada en el Rif, nada podía alegarse.
Entre puerto y puerto jurídico-procedimental, allí quedaron fondeados los nombres de
los testigos de la gesta: los artilleros Benito, Macías y Viñas. Fuera de plazo y de aquel mundo.
Alejados con alevosía, pero sin nocturnidad, porque tan perversas cosas a la luz del día y en
plena oscuridad de las conciencias se hicieron. Fuera de plazo la terca viuda del héroe, aplazados a perpetuidad sus testigos. Pero el expediente Bernal probó ser tan resistente como su
titular. Y así fue cruzando páramos ministeriales y opacidades diversas hasta recabar en el
inconcreto Consejo Supremo de Guerra y Marina. En Madrid esperó sentencia, que en cuestiones laureadas suele dictaminarse antes del juicio. Final sin duda. Todo ello en función de si
subsistían los denominados defectos de forma, versión española de los emboscados pacos,
pues en cuanto aparece uno, muerto en el acto queda alguien en las filas opuestas.
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
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las llaves no vuelan por sí mismas, alguien la hizo volar desde un expediente a un despacho y
años más tarde la volvió a colocar en su lugar, pero sin preocuparse de incluirla en la relación,
que aún hoy actúa como testigo de cargo. Ese «folio 30» tan viajero, que exhibe membrete de
la Comandancia de Artillería de Melilla y el número «8.985» de salida, con fecha 22 de marzo
de 1923 y la firma del mismo coronel Antonio Cifuentes Delgado, decía y dice así:
«Consecuente a su escrito de fecha 14 del corriente, tengo el gusto de manifestar a V.
que en esta Comandancia no existen antecedentes que acrediten se le diera conocimiento
oficial a la Sra. del Teniente DON ELÍAS BERNAL GONZÁLEZ (en mayúsculas en el original), de
haber desaparecido su esposo. Dios guarde a V. muchos años. Melilla, 22 de marzo de 1923».
Y debajo la firma, inequívoca en su identidad y validez: «Antonio Cisneros». Y al pie, el destinatario: «Capitán juez instructor de esta Comandancia, Don Rafael del Castillo Martínez».
La bomba del capitán artillero llevaba dos cargas: una la que a él le convenció de que
Isabel Díez de Bernal justa causa defendía al no haber sido informada de nada ni por nadie;
otra la que retuvo ese documento y no lo pasó a la relación, pero sí conocieron los generales
Lossada y Burguete, porque si no hubiese sido así ni el primero se lo hubiera enviado al segundo, ni este lo habría remitido al Consejo Supremo de Guerra y Marina. Burguete, aparte
de laureado, era general ilustrado en reglamentos y articulado de los mismos.
Las preguntas se superponen. ¿Por qué ese «folio 30» no fue relacionado en agosto de
1922 y cómo pudo darse olvido en el capitán del Castillo sobre prueba tan decisiva? ¿Acaso
hubo un «folio 30» fechado en agosto de 1922 y se perdió por azar o lo sustrajeron? ¿Cómo
es posible que el documento firmado por el coronel Cisneros lleve fecha del «22 de marzo de
1923», cuando un general de división (Lossada) y un teniente general (Burguete) estaban
convencidos, el primero en septiembre de 1922 y el segundo en octubre de ese mismo año, de
la justicia de la causa reclamada por Isabel Díez de Bernal? ¿Pudo haber dos expedientes,
uno incompleto y otro bien hecho, que fue el que conocieron Lossada y Burguete? ¿Marchó el
expediente de Bernal a Madrid sin ese prioritario «folio 30» o simplemente lo ignoraron al
considerarlo irrelevante, aunque fuese el que Cisneros fechase aquel 22 de marzo de 1923?
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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El 7 de marzo de 1925, a seis meses vista de los desembarcos previstos en Alhucemas,
el fiscal militar, Paulino García Francos, depositaba en el Registro General del Ministerio de
la Guerra el «expediente previo de juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando al teniente de Artillería (fallecido) don Elías Bernal González a instancia
de su esposa, doña Isabel Díez Tardaguila». El expediente al fin llegaba a puerto, pero censurado; esto es, denegado a propuesta de quien razonaba tal rechazo, el teniente coronel de
Artillería García Francos, quien el 7 de enero de ese mismo año cerraba el paso a la Laureada
bien ganada por quien fuese primer jefe de la pirámide de Uzai.
En su acusación, a García Francos no le importó aceptar que el teniente Bernal hubiera
«muerto gloriosamente en la defensa de Tazarus (sic), zona de Melilla, en los últimos días del mes
de julio de 1921». Tampoco le importó redactar mal y equivocarse de fecha, como decir «Produjo
(sic) la recurrente (sic) su instancia en 7 de agosto de 1922»; cuando fue un mes antes y esa fecha
era la ratificación de la solicitante de lo por ella reclamado el 7 de julio anterior. Isabel Díez de
Bernal ni fue recurrente entonces, ni lo era en 1925. Afirmado en sus intenciones, García Francos
insistía en el defecto de forma subsistente: «... transcurrido el plazo que señala el artículo 39 reformado por el Real Decreto de 3 de mayo del propio año 1922 (D. O. nº 100) y alega, para justificar
retraso tan considerable, de una parte, el hecho de no habérsele comunicado por nadie la muerte
de su marido y, de otra, que no tuvo noticia del brilante (sic) comportamiento de este hasta la fecha
que decidió pedir la apertura del expediente, ignorando, asimismo, que existiese el artículo 39 del
Reglamento y, por consiguiente, los plazos en él marcados para ejercitar el derecho de petición».
Ni palabra del Artículo 40 del Reglamento en vigor, que ningún plazo exigía para la admisión y
tramitación de la solicitud de la Cruz Laureada de San Fernando, «previo expediente en el que
quede, plenamente demostrado, la existencia de una causa legítima que haya impedido, en absoluto, al interesado (o a su legítimo representante) formular su petición antes de la fecha».
Llevado de su afán por echar abajo la causa de Bernal y de cuantos creyeron en los
hechos, a García Francos nada le importó reconocer que «se ha comprobado por el oficio del
folio 30 que, efectivamente, no llegó a dársele (a la solicitante) conocimiento oficial, por la
Comandancia de Artillería de Melilla, de la muerte del causante. Y aunque esto es cierto, no
puede, sin embargo, admitirse que haya permanecido la solicitante más de un año sin presumir la desaparición, ya que no la muerte de su esposo, sin instar la apertura del juicio contradictorio, sobre todo, desde la publicación del Real Decreto ya citado».
Las madres y las viudas, los huérfanos de los héroes desaparecidos en una guerra,
estaban obligadas u obligados a suscribirse al Diario Oficial del Ejército para estar al tanto
no de si se les reconocía el derecho a pensión por haber perdido al esposo, padre o hijo, sino
si aparecía publicado algún decreto ministerial por el que se les conminaba a darse prisa en
reclamar, dentro del plazo reglamentario, si al mismo ser querido que no encontraban podía
corresponderle otra cruz que no fuese la designada por su familia y ante ella orado día a día.
El señor fiscal, teniente coronel Paulino García Francos, hacía trampas. Porque no se
puede utilizar, a capricho, los preceptos de un artículo dado (el 39) e ignorar los del siguiente
(el 40), que en nada había sido reformado y compensaba los defectos de forma del anterior.
Por razones obvias: pocos laureados quedan ilesos después de su gesta. Hospitalizados los
menos, incapacitados otros y muertos los más, los plazos volaban, como la vida entregada a
la patria o el sobrevivir sin invalidez ni sufrimientos, ni la desesperación de verse despreciado.
El fiscal García Francos era «el jefe del negociado de Recompensas en el ministerio de
la Guerra» (La Vanguardia, 17 de febrero de 1925). Singular cargo para no menos singularis-
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
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ta proceder. Cuando un Estado dispone de negociado y jefe del mismo para recompensar los
sacrificios de quienes mueren sobre el campo de batalla, mal asunto es ese no solo para la
ética y la Justicia, sino para el honor de la Nación, que lo tiene y lo defiende, mientras que los
estados y los gobiernos no tienen honor. Porque nunca ha sido su función tenerlo; en todo
caso asumirlo como delegación del pueblo soberano a través de la historia de esa misma
nación y su engarce con la civilización que la define. Gobernar con decencia y dignidad es
la máxima aproximación al honor que, en política, le es dada al gobernante. El honor viene
después en el escalafón político: Laureada ganada por coraje, honradez y responsabilidad.
Aclarado lo anterior, queda preguntarse el por qué de ese artículo 39 reformado sin alterar el artículo 40. Fue por una justa petición, planteada por la viuda del coronel Gabriel de
Morales y Mendigutía, herido y rematado en el suelo, tras ser abandonado por los suyos —en
especial por el teniente médico Joaquín Rey D’Harcourt, a quien Picasso encausó— en las
rampas del tiroteado Izzumar aquel 22 de julio de 1921. La noticia de su muerte llegó a Melilla
esa tarde. Y se confirmó cuando Abd el-Krim hizo saber, a la Comandancia de Melilla, que deseaba entregar los restos del militar español que más había él admirado. El cañonero Lauria fue
el medio utilizado para recoger, en Sidi Dris, el cadáver de Morales y trasladarlo a Melilla. En
una jornada, la del 3 de agosto, se entregó el féretro a la familia y autoridades en el puerto de
Melilla, solicitó abrir el ataúd su hermano Bartolomé, vieron todos los que pudieron soportarlo
las heridas infligidas en el rostro al coronel mientras aún vivía y se le sepultó con honores en el
cementerio de la Purísima Concepción. No cabían más emociones para la viuda y la familia.
Aconsejada por muchos con el fin de que presentase solicitud para la concesión de la Laureada
a su esposo, los quince días de plazo señalados por el artículo 39 de su cabeza se fueron. Reclamó la solicitante y su demanda fue aceptada por el Consejo Supremo de Guerra y Marina,
quien la remitió al Consejo de Estado. Esta otra institución no aceptó la redacción propuesta
por el Consejo de Guerra y Marina e impuso su criterio, el que prevaleció:
«Al artículo 39 del vigente Reglamento de la Real y Militar Orden de San Fernando, se
le adicionará un segundo párrafo que dice así: Igual derecho tendrá, por un plazo de dos
meses, a contar desde el hecho originado, la viuda, hijos o padres, cuando su pariente hubiese fallecido o desaparecido sin utilizar su derecho, aun cuando la muerte o desaparición no
conste oficialmente, sino solo por racionales conjeturas.»
Para casos como el de Bernal, representativo de tantos otros oficiales desaparecidos
de golpe, lo mismo daban dos meses que quince días o año y medio. Lo que tardaron en volver
los cautivos españoles internados en Axdir. Fue entonces (27 enero 1923), cuando las esperanzas de cientos de familias se derrumbaron. El Rif no retenía más vidas españolas, muertas
sí y a miles. El artículo 40 no ponía plazos, exigía argumentaciones precisas, con la demostración, incuestionable, del por qué de esa mayor demora en presentar instancia. Isabel Díez de
Bernal lo razonó, un coronel de Artillería lo demostró y un teniente general y alto comisario lo
apoyó. Esto último sí molestó a los juntistas: Burguete era envidiado y detestado. Y se fue
contra él para humillarle, sin que contase, poco ni mucho, la causa del teniente Bernal.
Con el Derecho en la mano y en la frente la conciencia, en modo alguno se podía aplicar
a una causa bien fundada el articulado del Reglamento de 5 de julio de 1920 y sustituir el artículo que molesta (el 40), por ese 39 reformado en 3 de mayo de 1922. Ninguna causa, ante
tribunal alguno, puede ser juzgada con parte de un Código de Leyes y parte de otro. Esa parcialidad infame es la que aplicó Paulino García Francos. El resultado era nulo de pleno derecho. El cómo pudo seguir adelante, el tal García Francos, sin que ninguno de los once generales
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
del plenario —Alcocer, Arraiz, Bellod, Carbó, Estrada, Gómez, González Maroto, Picasso, Sastre,
Trápaga y Valcárcel— le advirtieran: no siga usted por ahí porque entramos en nulidad manifiesta y nombraremos otro fiscal, es cosa para indignarse y no admirarse.
Justamente por eso, ese juicio debe repetirse y se repetirá. Hayan pasado noventa
años, cumplidos ahora o haya necesidad de que pasen diez más hasta completar el siglo. Y
esto es así, porque ese mismo 21 de marzo de 1925, el tal fiscal, teniente coronel Paulino
García Francos, rechazaba otra causa justa: la del capitán Francisco Asensi Rodríguez, quien
contaba con un testigo cualificado de su heroísmo, el capitán Francisco Alonso, de su probada defensa a retaguardia de la columna del teniente coronel García Esteban al verse atrapada entre «el Cuadrilátero» (por la forma de los montes allí confluyentes) y las avanzadillas
francesas en Hassi Uenzga. Francisco Alonso Estringana, jefe de la 11 mía de la Policía Indígena, era el mismo que, en 1917, validase la heroicidad del cabo Buzian Al-Lal Gatif en su
defensa de Ifrit Bucherit y la bravura del alférez Moisés Vicente Cascante al socorrerle para
verle morir en sus brazos. Si no contó la declaración del capitán Alonso, cómo iban a contar
las de esos tres artilleros testigos de la gesta de Bernal y Dueñas, de los que solo uno declaró
y simplemente para repetir quién era él y quiénes sus compañeros. Dos desamparadas viudas, Isabel Díez de Tardaguila y Piedad López-Blanco Barcelona, esposa que fue del legendario capitán Asensi, se encuentran en este párrafo. Piedad tiene, en su bisnieto, Jorge Garrido
Laguna, a impecable defensor. Isabel me tiene a mí, pero también a Jorge. No podrán con
nosotros.
El historiador está para analizar los hechos y extraer conclusiones coherentes; incluso
para servirse del bisturí y extraer apaños tumorales, denunciar a quienes ofendieron a los
muertos, castigaron a sus deudos, envilecieron al Ejército y despreciaron a la Nación. Eso no
puede consentirse y, en su momento, la verdad documentada hablará: en las nuevas Cortes
Generales, en los tribunales españoles y, si es preciso, en los internacionales. Esos muertos
nunca han estado solos. En su día defensores tuvieron y hoy los vuelven a tener. Hablaremos
por ellos y aportaremos las pruebas no solo de las nulidades judiciales con las que impunemente fueron humillados, sino las de otras causas igual de legítimas, cuyos nombres corresponden a: capitán José Escribano Aguado, defensor de Intermedia A; capitán José de la
Lama y de la Lama, defensor de El Garet; capitanes Luis Cuadrado Jaraba y Mariano Viegitz
Aguilar, teniente Salvador Relea Campos y alférez Ramón Montealegre Díaz, defensores los
cuatro de Dar Quebdani y sus inermes tropas, allí vendidas por otro infame coronel (Araujo);
teniente Félix García Rodríguez, defensor de Sidi Bachir y el sargento que murió a su lado en
los barrancos de Fum Krima y cuyo nombre encontraré; teniente Agustín Casado Caballero,
defensor de Hassi Berkan; teniente Ernesto Nougués Barrera, defensor de Igueriben; teniente
médico Felipe Peña Martínez, defensor de Arruit y de los allí heridos, herido grave él a su vez
en la cabeza, de cuyas lesiones loco murió en 1956. Y las Laureadas colectivas, que aún se
les deben a las invictas guarniciones de Hassi Berkan, Igueriben, Intermedia A y Tazarut Uzai.
Adiós a quienes causaron daños que no han prescrito, sí sus malas artes, que nada son
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Rafael del Castillo Martínez había nacido en Madrid, el 30 de abril de 1888. Capitán de Artillería en 1919, comandante en 1928, sobrevivió a la guerra civil. En 1944 ascendió a coronel
del Cuerpo de Ingenieros de Armamento y Construcción. Causó baja en el Ejército el 1 de
noviembre de 1948, día en el que, en Oviedo, falleció. Sus descendientes, si los hubiere, po-
J. P. D. / 20.04-21.05.2015
Agradecimientos
A Eduardo Arbizu, quien conserva
todos mis artículos sobre las
epopeyas y tragedias españolas
en Marruecos, publicados en
Historia 16. A esa fidelidad responde
mi dedicatoria, porque entrecruzar
lealtades siempre fue cosa de
caballeros andantes, aunque hoy
viajemos en Aves hipersónicos o en
vehículos con ciento cincuenta
caballos (un escuadrón) de
potencia, sin tiempo de leernos ni
entendernos a nosotros mismos.
Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
drían decirnos si su antepasado dejó notas o documentos relativos al expediente del teniente
Bernal y a las manipulaciones interpretativas que, del caso, hiciera García Francos.
Paulino García Francos nació en Tineo (Asturias) el 22 de junio de 1865. No pasó del
grado de teniente coronel. En julio de 1927 fue desplazado hacia la Segunda Reserva. Su retiro fue breve, pues en fecha por precisar fue nombrado gobernador civil de Murcia. A lo largo
de 1930 y en el diario Levante Agrario aparecen consecutivas referencias a su persona y actividades. Con la llegada de la Segunda República perdió cargos y prerrogativas. En su expediente, el G-1889, no figura la fecha de su defunción ni el lugar de la misma.
Antonio Cisneros Delgado nació en Sevilla, el 27 de julio de 1865. Comandante de
artillería en 1905, teniente coronel en 1914; coronel en 1921, ascendió a general de brigada
en 1927. Durante la guerra civil cumplió tareas jurídicas en los tribunales de Franco, sobre
todo en los frentes del Norte. En enero de 1954 le rindieron, en Madrid, un homenaje al convertirse en el general decano del Arma de Artillería. Tenía entonces 88 años. Le encantaba el
fútbol y era un ferviente admirador del Real Madrid. Falleció dos años después, el 1 de febrero de 1956 y fue enterrado en el cementerio de La Almudena. En la correspondencia que se
conserva relativa al caso Bernal se mostró afectuoso con el capitán del Castillo. De sus tiempos de coronel en Melilla, quien debía saber más y en profundidad de lo que ocurriera en el
Madrid de 1925, cuando el fiscal García Francos, firme en su papel de inflexible Torquemada,
se saltó cuantas normas quiso del Derecho al escoger un artículo sí (el 39) y otro no (el 40)
del mismo Reglamento, el de 1920, para volverse a saltar toda razón y recurrir al artículo 39
reformado de 1922, era él, Cisneros, y no otro. Quiero creer en su imparcialidad, pero su
nombre figura junto a quienes constituyeron un Tribunal que, el 7 de octubre de 1924 y en
Melilla, consideró «exento de toda responsabilidad» al mezquino y asustadizo teniente coronel Saturio García Esteban, responsable de la práctica aniquilación de la columna acampada en Bu Bekker. Hablamos de un millar de muertos. Esa duda perdura, aunque nada importe
a las familias entonces ofendidas por tan infundada absolución. Y esa nada en verdad me
reconforta.
Fuentes
Bibliografía
289
Expedientes consultados: teniente
Elías Bernal González, B-2073, cuya
Hoja de Servicios fue incluida en el
expediente previo al juicio
contradictorio a su favor para
concederle (robarle) la Laureada de
San Fernando por su defensa de
Tazarut Uzai: caja 815, Expediente
6182. Del alférez (luego teniente)
Francisco de Dueñas Sánchez, el
D-1228; del capitán (luego coronel)
Rafael del Castillo Martínez, el
GU-C290, Expediente, 6. Del teniente
coronel Paulino García Francos, el
G-1689. Y desde luego el del teniente
coronel Saturio García Esteban, con
su beneficiario juicio; el G-1843.
Todos depositados en el AGMS.
Finalmente, el Expediente Picasso,
depositado en el AHN y el Archivo
Particular del laureado general, del que
este historiador tiene copia de trabajo
desde 1997 por fraterna solidaridad de
Juan Carlos Picasso López y su hoy
viuda, Mª Teresa Martínez de Ubago.
Ella siempre se lleva dos besos míos. De
la prensa de la época, las ediciones de
ABC en agosto de 1921 y mayo de
1922, La Vanguardia en febrero de
1922 y Levante Agrario de enero a junio
de 1930.
Romanones, conde de (Álvaro de
Figueroa y Torres). Las
responsabilidades del Antiguo
Régimen, Renacimiento, Madrid,
1923; Luis Eugenio Togores Sánchez,
«El asedio de Manila (mayo-agosto
de 1898). Diario de los sucesos
ocurridos durante la guerra con los
Estados Unidos, 1898», Revista de
Indias, vol. LVIII, nº 213, Madrid,
1998.
Buzian y Vicente: crecieron como soldados, cayeron como héroes
A Eduardo Torres-Dulce y Lifante
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Buzian, Al-lal-Gatif Ben
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Tlelat, en Beni Sidel, cerca de Melilla, 1882 - Ifrit Bucherit, 1917
Único militar normarroquí distinguido con la Laureada de San Fernando a título póstumo.
Vicente Cascante, Moisés
Jaca, Huesca, 1887 - Sidi Yagub, cercanías de Batel, 1921
Soldado voluntario, luego teniente por méritos de guerra. Su epopéyica liberación del
puesto de Bucherit en 1917, donde Buzian resistió hasta la muerte, se enlaza, fraterna y
ejemplarmente, con su defensa de Sidi Yagub en 1921, donde él tampoco vaciló en
morir antes que rendirse.
Si Buzian fue el héroe de las tropas de Policía Indígena, Vicente también lo fue en el mismo
Cuerpo, pero su heroico proceder solo se ha descubierto en agosto de 2014, tras estudiar a
fondo la gesta de Buzian. De ahí que sus vidas y muertes se analicen a la par al representar
una misma fe dentro de la mística del hombre militar: la lealtad, el honor y el sacrificio no
conocen rangos ni religiones, ni siquiera estandartes patrios, tan solo compromisos personales, por cuanto la palabra de un verdadero soldado es su bandera.
Un rifeño, que «sabe un poco de castellano» y desea combatir «con» España
Los padres de Buzian eran campesinos de Beni Sidel, cabila situada al suroeste de Melilla,
la cual, junto a la de Beni Bu Ifrur, constituye el doble espaldón meridional del Gurugú. Las
malas cosechas, sumadas a una prolongada sequía, forzaron que el campesinado rifeño se
enrolase bajo las banderas de España antes de que el país dueño de Melilla adquiriese su
rango protectoral. España necesitaba buenos guerreros que la defendieran en tierras de
Kelaia (Rif Oriental) contra el más célebre de sus oponentes, Mohammed Amezzián, con
quien mantenía obstinada pugna desde agosto de 1911. Muchos fueron los aspirantes,
pocos los seleccionados. Ben Buzian, con su estatura (1,70 cm, seis centímetros por encima
de la media del soldado español), su complexión y resuelto talante, no encontró dificultades para el ingreso en la Policía Indígena. El aspirante acreditaba «saber un poco de castellano». Y falta le haría. Cumplir sin fallo órdenes como «pre-sen-ten, ar-mas», «marchar en
silencio», «quietos ahí, esperar», «avanzar por la derecha (o izquierda)», «mon-tar cerrojos», «dejad que se acerquen», «fuego a discreción», «alto el fuego», «cubrir el flanco izquierdo (o el derecho)», «agruparse, deprisa», «aguantar la posición» o «ni un paso atrás»
constituían partes básicas del vocabulario imprescindible para cuantos rifeños servían a
España en el Rif, país de la guerra.
El 1 de febrero de 1912, reinando Alfonso XIII y en Marruecos el sultán Abdelaziz,
siendo el general Aznar y Butigieg ministro de la Guerra y García Aldave el comandante
general de Melilla, Ben Buzian es filiado como askari (soldado de 2ª). En su Expediente se
Los padres de Vicente eran Ignacio Vicente Frías y Lorenza Cascante Araya. Vivían en Jaca,
donde su hijo Moisés nació el 13 de septiembre de 1887. En España gobernaba Cánovas,
quien presidía su séptimo Gabinete, mientras María Cristina de Habsburgo, viuda de Alfonso
XII, ejercía como reina regente. Los españoles tenían enlutada dama al frente del Estado y al
«rey pelón», ese bebé de poco pelo que aparecía en las monedas de plata acuñadas en sus
primeros años de vida. Fue simultánea esperanza para la Monarquía y la Nación. Ninguna se
verá recompensada en sus respectivas ilusiones.
El 3 de septiembre de 1907, sin cumplir los veinte años, Vicente es filiado como «soldado voluntario». En abril de 1908 es designado cabo «por elección». Dieciséis meses más tarde
le ascienden a sargento. Es el 1 de agosto de 1909. Cuatro días antes, la brigada del general
Pintos, constituida por batallones acantonados en Madrid, ha resultado diezmada en el Barranco del Lobo y su general muerto de un pacazo en la cabeza. Vicente se encuentra en
Barcelona, en una de sus cuatro Cajas de Reclutas —la número 63—, que se ve desbordada
por las tumultuarias protestas a raíz de la imprudente movilización, decretada por Juan de la
Cierva, ministro de la Gobernación, de los reservistas veteranos, muchos de ellos casados y
con hijos. De tan alocado alistamiento de hombres y familias saltarán las chispas incendiarias de una confianza social maltratada, traducida en severo descrédito europeo para el régimen. Requisados mercantes y paquebotes, en ellos embarcan las tropas que acuden al
socorro de Melilla y uno de los embarcados, el 17 de julio, es Moisés Vicente. A poco de zarpar,
Barcelona se cubre de incendios y pavesas, de barricadas y saqueos, seguidos de asesinatos
y represalias, culminadas con masivas detenciones de «revolucionarios». Pese al desasosiego
por cuanto sucede en la Península, reclutas y reservistas se portan bien en África. La España
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Voluntario que marcha al Rif, gana dos cruces, salva la vida y quiere seguir
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
precisan sus características, tanto físicas como las representativas de su aspecto. El admitido tiene el pelo «negro»; sus cejas son «al pelo» (poco pobladas); su nariz «recta» y su
boca «grande»; sus ojos «oscuros»; su frente «espaciosa» (despejada); su barba se ve «poblada» (densa); el color de su piel parece «tostado» —desafortunado símil de moreno—,
pero su «aire» (presencia) es «marcial». Un militar de una pieza. Ese es Buzian, de quien se
sabe que está «casado» y tiene «dos hijos». El hecho de que se precise la descendencia del
alistado guarda relación con una pensión para su familia por si el causante falleciera en
acción de guerra altamente meritoria. Y así fue. Buzian entregará su vida por devoción a su
compromiso con la bandera española.
Ocho meses más tarde, Buzian es ascendido, «por elección», a «soldado de primera». Primer paso hacia la suboficialidad. El premiado ha cumplido sin tacha sus deberes
militares y no ha resultado herido ni lisiado. La baraka (bendición divina) le protege. Para
entonces, noviembre de 1912, Amezzián llevaba cinco meses enterrado en el mausoleo familiar de Segangan tras caer (15 mayo 1912), en epopéyico desplante personal, ante Fuerzas de Regulares, en Alal-u-Kaddur, cerca de la orilla derecha del Kert. Buzian medita sobre
el hecho en sí: los santones que combaten por su patria y fe no son inmunes a las balas,
pero a salvo quedan de maledicencias, vicios ciegos e inesperadas traiciones. Buzian se
propone ser santo (ejemplar) y tajante. Lo primero con sus hombres; lo segundo consigo
mismo. Ha jurado defender la bandera española y cumplirá. Pero él no lucha «por» otra
patria, él combate «con» España.
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Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Pruebas de fuego y pasmo: el cristiano sí reconoce los méritos del musulmán
Durante el año Trece, el soldado Buzian «asiste a cuantas operaciones se realizaron». El siguiente
año es repetición: marchas, contramarchas, tiroteos y avances. España amplía sus dominios a
fuerza de sucesivos empujones de sus tropas de choque: la Policía Indígena y los Regulares. A finales de junio, el objetivo es Tistutin, punto perdido en la inmensidad del Garet, un desierto sin
final aparente, aunque por donde el sol se pone un murallón de sierras, que surgen del horizonte
calimoso, lo acotan y delimitan. Ahí están Tizzi Assa y las Peñas de Tahuarda, enlace matrimonial
de imponentes macizos, propicios a engendrar trampas capaces de engullir ejércitos enteros.
El avance español se topa con la resistencia de varias fracciones de los Beni Bu Yahi,
antiguos dueños de Arruit, a las que se suman contingentes de los Metalza, cabila situada más
al oeste, sendos reductos insumisos. El 23 de junio de 1914, en noche cerrada, las tropas hispano-normarroquíes marchan al ataque. Su propósito es envolver los montes de Tistutin y Bucherit, que se elevan a la derecha del camino hacia Drius. Los benibuyahíes temen verse rodeados,
por lo que abandonan sus posiciones. Al clarear la mañana, asaltantes y asaltados se enzarzan. Se imponen las gentes de la Policía y del Tabor de Alhucemas. Cuando la victoria parece
Soldado de cuota
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En referencia a todo aquel recluta
cuya familia abonaba al Estado
una cantidad con el fin de soslayar
el cumplimiento del servicio militar.
El reclutamiento obligatorio,
instaurado en 1837, cuarto año de la
primera guerra carlista, perseguía
la mayor movilización posible de la
juventud en un país devastado. El
sistema prescindía de su carácter
primigenio —igualdad de los jóvenes
ante la defensa de la Nación—,
para introducirse en una defensa
nacional pervertida por la
«redención en metálico», la cuota
que padres o familiares reunían
para que el recluta se «librara» de
posteriores destinos letales: en África
y Ultramar. Coincidente con la última
guerra de España (1895-1898) en
defensa de sus derechos en Cuba
y Filipinas, la «cuota» para no
perecer en la manigua cubana o
en las junglas filipinas era de mil
quinientas pesetas. Los así exentos
fueron conocidos como «soldados
de cuota», detestados por las clases
populares. El aumento, a dos mil
pesetas, de este impuesto «a favor
de la vida de unos pocos», objeto de
durísimas críticas en la prensa y el
Parlamento, al mantenerse mientras
se producía la movilización de
reservistas a raíz de los reveses
españoles en el Gurugú (julio-agosto
de 1909), exacerbó la crispación
social, que derivó en una incendiaria
revolución (véase «Semana
Trágica»). La Ley Luque (por el
general Luque) de 1912, durante el
Gobierno de Canalejas, incrementó
las críticas, por cuanto los soldados
de cuota debían pagar dos mil
pesetas y permanecer en filas
durante cinco meses, que pasaban a
ser diez meses si «solo pagaban» las
mil quinientas pesetas de los bélicos
tiempos cubano-filipinos. Ni siquiera
la Segunda República fue capaz de
terminar con ese «procedimiento»,
pues aunque la Ley Azaña de 1932
lo redujo sensiblemente, no por eso
fue abolido. Tendría que llegar
«1936», guarismo terrible para una
España tan necesitada de vida. Las
masivas movilizaciones acabaron
con cuotas y exenciones, que Franco
no repuso.
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pobre aguanta firme y protege a la España pudiente: la que no envía sus hijos a Marruecos.
Por dos mil pesetas salvado el hijo, la madre y el porvenir familiar. Son los soldados de cuota.
Encuadrado en las filas del Batallón de Cazadores Alfonso XII nº 15, Vicente lucha en
la defensa de los puentes del ferrocarril minero; en «la Segunda Caseta» del tendido ferroviario, que acabará convertida en cementerio, con no pocos de los allí enterrados arrebatados
por el mar enfurecido; en la toma de la alcazaba de Zeluán, que fuera capital de El Roghi,
falsario pretendiente al trono alauí; en el mortal avance por tierras de los Beni Bu Ifrur, dueños
de las mejores minas de hierro y plomo de Marruecos; en el envolvimiento y definitiva ocupación del macizo del Gurugú, perenne secuestrador de la seguridad de Melilla. La guerra concluye en abril de 1910, cuando Amezzián, líder de la rebelión, encuentra refugio, con sus fieles, en el Rif Central. De seguido, jefes de los Beni Bu Yahi y Metalza solicitan y obtienen el
amán (perdón) del capitán general José Marina.
Dos cruces al Mérito Militar con distintivo rojo, concedidas en enero y mayo de 1910,
reconocen los méritos de Vicente. La primera de esas cruces conlleva una pensión de 7,50
pesetas al mes. Pocos sargentos tienen distinciones pensionadas. En mayo de 1914, solicita
su traslado desde el regimiento Ceriñola nº 42 a las tropas de Policía Indígena. Buzian y Vicente son partes afines al Cuerpo que mejor se ajusta a sus temperamentos. Actúan bajo el
compás de sus cambios de destino, que les llevan de un extremo a otro del territorio. El azar
de la guerra los reunirá un día. Y de sus comunes actitudes de firmeza y responsabilidad
surgirá un ejemplo de fe, honor y valor, que permanece.
Fracción
En el habla rifeña es ar-rbaa, que
significa «la cuarta parte» de una
cabila. La más numerosa del Rif, los
ait («pueblo de») Urriaguel, estaba
integrada por cinco fracciones, a las
que el vocablo jums define, aunque
en rifeño deriva en tajammast
(«quinta parte»). El segmento menor
de una tribu es farqa, equivalente
a subfracción. Para las alianzas
intertribales, válidas tanto para
hacer frente a otras tribus coligadas
o a la unión (confederación)
de todas ellas ante la invasión de
un poder extranjero al Rif, sea el
sultanato o los ejércitos coloniales,
leff es el concepto que las sintetiza.
A la par, existía un acuerdo
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
suya, interviene la harca del Guerruao, que les embiste de flanco. Grave aprieto es, pero los
policías veteranos lo solventan con arrojo. Los metalzis son rechazados. Para evitar el cerco,
huyen. No sin llevarse sus heridos y algunos de sus muertos; diez de estos quedan sobre el terreno. Los vencedores pagan su tributo: 8 muertos y 24 heridos, en su totalidad efectivos indígenas y harqueños amigos. De lejos, las tropas peninsulares asisten al combate. España prefiere
ser defendida por terceros. Equívoco ahorro de sangres, que un día deberá devolver.
La valentía de Buzian es reconocida al concederle (D. O. nº 99) la Cruz de Plata del
Mérito Militar con distintivo rojo, «más una recompensa de 2,50 pesetas hasta su ascenso a
sargento por los méritos contraídos el 23 de junio durante la toma de Tistutin». La baraka sigue
prohijándole y los españoles le incrementan su soldada a la par que le consideran sargento en
ciernes. A Buzian se le abren las puertas de la milicia: es felicitado y respetado. Superado el
éxtasis, la normalidad se impone: El año Quince es un calco de los anteriores: combatir, sobrevivir y saber mandar a la vez que pelear. El 6 de junio, Buzian está presente en la toma de Ain
Mesauda, en territorio de los Metalza. El 21 de agosto sale vivo del fuego cruzado en Harbuhaten. El asunto de tomar Mesauda fue cosa seria y los españoles de Aizpuru, nuevo comandante general de Melilla, saben valorarlo. Por acuerdo de la Junta de Mandos del 15 de septiembre
(D. O. nº 258), a Buzian se le otorga otra Cruz de Plata del Mérito Militar con distintivo rojo.
Buzian es un héroe para los benisidelíes, pero sigue como soldado de primera.
En su primera mitad, 1916 es rutinaria continuidad bélica de los años que Buzian ha
cumplido en filas. El 1 de noviembre le notifican su ascenso a maun (cabo). Puede mandar un
pelotón y más llegado el caso. Es lo que hizo en Tistutin y Mesauda. Pero su futuro como sargento se aleja. Si tuviera que esperar otros cuatro años, no se ve con fuerzas para contarlos
según transcurran: los hijos crecen, los padres envejecen. Necesita ascender para tener sueldo grande y comprar mejor comida, enseres para la casa y medicinas que alivien la prematura ancianidad de su madre, Mamma Ben Tafaryan.
En otro punto del Rif, el sargento Vicente supera, como puede, los periodos de calma.
La monotonía le asfixia, la rutina le exaspera. Lo suyo es el mando en combate. Fiel a su propio ideario, ha sumado otras dos cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, concedidas en
julio de 1914 y noviembre de 1915; cada una de ellas pensionadas con 7,50 pesetas mensuales. Luchar por España en el Rif a nadie, de cabo a teniente, puede hacerle rico, aunque enriquezca su expediente personal. Otra cosa son aquellos que han conseguido un destino en
Intendencia: mandar en la cocina o en los convoyes de suministros hace rico a cualquiera
que ande ligero de escrúpulos. Se sabe quiénes son y se les detesta.
En la 4ª mía (compañía) de la Policía Indígena, acantonada en Zoco el Jemis de Beni
Bu Ifrur, zona estratégica al ser cabecera minera, Vicente es rostro conocido al saberse que es
de los que no se arrugan. Sin duda se cruzó varias veces con Buzian. Saludo reglamentario o
inclinación de cabeza, que bastaba. Para hombres metidos en faena bélica, el saludo que
Tabor
compartido, aunque limitado a dos
o más hombres y sus familias: leff-s.
«Aliados» ellos, aliados sus linajes
o clanes. Este pacto superaba, con
mucho, al concepto de imddukar
que, en rifeño, puede traducirse
como «amigos entre sí». El choque
entre dos leff-s iniciaba una «guerra
de facciones», semilla de peores
guerras.
Del árabe tābūr; formación de
soldados que forma parte de un
ejército regular. Unidad equivalente
a un batallón español. Concernía a
las tropas alistadas en las Fuerzas
Regulares o las mehal-las jalifianas,
unas y otras integradas en el Ejército
de África. Sus efectivos de plantilla
eran unos setecientos (mandos
incluidos). Llevadas al frente, estas
tropas de choque, abocadas a
superar consecutivos combates,
sufrían tales pérdidas que el tabor
«quedaba en cuadro»: no más de
trescientos hombres. Ejemplos
cruentos se dieron en las campañas
de 1924-1926 y luego en las de
1936-1938.
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cuenta es la valentía. Vicente cumple y sueña: su nombre «suena» para un ascenso a «oficial
de segunda»: alférez. Pero sonar ni siquiera es símil de soñar.
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Buzian asume el mando en Ifrit Bucherit: palomero-trampa con tronera corrida
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
El año Diecisiete empieza con descubiertas, alertas y emboscadas. El adversario no se deja
ver, pero cuando la oscuridad prevalece todo el campo se mueve. Harcas hostiles y fuerzas
rifeñas al servicio de España marchan de un confín a otro: las chilabas grises o pardas de los
metalzis y benibuyahidíes se mimetizan con el terreno; los uniformes de la Policía y los Regulares también, camuflados bajo capotes-manta marrones o grisáceos. Unos a otros se acechan y tratan de adelantarse al golpe mortal del contrario. La disputa se resuelve con descargas a quemarropa y encontronazos cuerpo a cuerpo, donde los heridos con vientres
desgarrados no saben cómo sujetar sus intestinos, deslizantes como culebras que escapan a
sus manos y los cuellos abiertos asemejan fauces de marrajo.
A Buzian le destinan a un enclave aislado: Mars El Biat, seis km al noreste de Tistutin. Semanas después recibe orden de trasladarse, con su medio pelotón, cinco policías, hasta Ifrit Bucherit, en los montes del mismo nombre. Es un apostadero de buitres, que encuentran vacío. No
hay carroña a la vista en tres cuartos de horizonte. El cuarto ángulo es como si no existiera al ser
la espalda del Gurugú. En país de tan acosada y contada ganadería, de sobrar algo, son buitres.
Bucherit subsiste bajo el arco solar en su inflexibilidad constante, salvo algún nublado en tránsito,
que pronto se evaporiza. Las águilas pasan de largo y a los cuervos solo les interesan los granos
de cebada que puntillean los excrementos de caballos y mulos. Para picotearlos a su antojo les
basta con planear hasta el monte Harcha, polo magnético para convoyes y pacos.
Por disciplina, que no por convencimiento, Buzian ordena a su pequeña tropa que
instalen la tienda cónica que llevan de dotación. Y en el centro de Bucherit plantan el armatoste, modelo 1916, capaz para cobijar a veinte hombres. Sus dimensiones se comen el poco
espacio habitable. Aquel tiendón cogía altura e incrementaba riesgos por igual: era más señalero útil para el enemigo que eficaz resguardo para la guarnición de Bucherit. Estampado
en uno de sus costados puede leerse el número «164». Buzian lo tiene metido entre ceja y
ceja. El color blancuzco de la lona no impide que la tienda se convierta en un horno durante
el día y supere plazos mayores: hasta bien avanzada la madrugada no expulsa el calor acumulado. Su blancura convierte a Bucherit en objetivo visible a kilómetros. Buzian preferiría
simples lonas, sujetas con estacones, fáciles de montar y desmontar y, además, invisibles
desde el pie de monte, incluso desde las alturas predominantes. Renuncia a solicitar tal cambio. Sabe que otros cabos se han visto abroncados por «incordiar al mando con naderías».
Cuando cae la noche, los guardianes de Bucherit prefieren descansar al raso, porque
con «dormir» ninguno cuenta. La negritud es manto que cubre toda acometida por sorpresa.
Buzian ha sido educado para maniobrar y atacar entre tinieblas, no que le rodeen sin poder
impedirlo. Atrapado en aquel picacho se siente polluelo de reclamo en jaula, válido para cazar
neófitas palomas o viejas avutardas. Los días pasan, cansinos y torturantes en su nulidad. Bucherit es la avanzadilla del yebel (monte) Harcha, donde hay emplazada una batería de cuatro
piezas Krupp de 80 mm. En caso de apuro, esos viejos cañones pueden ayudarles. De día. De
noche jamás harán fuego, so pena de que Bucherit arda con ellos dentro. Morir o abrasarse
antes que rendirse. Los seis policías saben que los metalzis y benibuyahidíes no les darán cuartel porque, en su caso, consideran que disponen de una alternativa: desertar o suicidarse.
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Chilaba
Del árabe yallaba, esclavina. Prenda
de abrigo (incluso contra el sol), a
modo de túnica, que incorpora una
resistente capucha y amplias
mangas (kumm). Confeccionada en
lana recia, holgada y fácil de portar,
permitía una veloz carrera o la
ascensión a lugares escarpados.
Realizada en colores grises y pardos,
esta combinación de tonalidades la
convirtieron en prenda mimetizada
con el terreno. El combatiente rifeño
se aseguraba así un perfecto
camuflaje para preparar su letal
emboscada.
Simbología del rifeño: gatos todos y a cualquier hora; perros ni pensarlo
El rifeño detesta a los perros (qeláb) tanto como le fascinan los gatos (ketát). El peor insulto
para un musulmán es llamar a su contrincante qélb (perro). Todo rifeño es un gato (ktot): su
agilidad es tal que no parece tener esqueleto, sino huesos extensibles. Se desplaza con el
sigilo afín a los felinos; su pupila es humana y no gatuna, pero es capaz de dilatar su iris y
ver en lo más oscuro donde nadie logra ver nada. Acecha sin prisas a su víctima y, cuando
esta se descuida, cae sobre ella con la muerte que lleva en su mano, ancestral proyección de
su fuerza. El perro ladra, el gato piensa. En su versión combatiente, el hombre-gato del Rif no
maúlla para pedir alimento ni buscar hembra, tampoco para reclamar la paga a la que cree
tener su buen derecho. Tanto si tiene hambre como fogoso deseo o rabia por injusto trato, lo
que no roba, lo toma y lo que no se le da en justicia, de ello se venga y luego mata. Su sustento es mínimo —almendras, cecina, higos, pasas—; su obsesión, insistente: degollar o
matar de un tiro al adversario u ofensor. Y luego saquear sus despojos. Un gato haría lo
mismo con su presa.
Es lo que pretenden «las partidas de malhechores» en la terminología despreciativa de
la política protectoral en vigor, llegada la hora de dar a la prensa comunicados oficiales o partes de operaciones; indiferente a que los adversarios sean benisaidíes, beniurriaglíes, metalzis
o benibuyahidíes, que combaten por patriotismo, aunque a no pocos su ideal les llegue adobado con dinero alemán. La patria, con buen oro, un manjar exquisito. Pero los militares españoles
corruptos, que roban a sus soldados y a su patria saquean, sienten exactamente lo mismo.
Blocao
Proviene del alemán blockhaus, por
block (pieza de madera) y haus
(casa). La traducción literal sería
«caseta de madera», pero como su
concepción y uso estuvieron
determinados por su carácter militar,
procede definirla como casa-fortín.
La facilidad y rapidez de su montaje
le convirtieron en recurso defensivo
habitual de los ejércitos españoles
desplegados en Ultramar. Pero lo
que pudo ser válido para Cuba y
Filipinas no lo fue en el Marruecos de
1909-1912. A partir de 1915 el
blocao a la cubana —casetón
reforzado con hileras de sacos
terreros y un pequeño campanario—
fue sustituido por posiciones
amuralladas, pero con parapetos de
escasa altura y, en el recinto interior,
las tiendas de campaña donde se
cobijaba el inerme destacamento allí
destinado. Este sistema defensivo,
mal planteado, fue una de las
causas de los desastres de 1921.
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los defensores de Bucherit se entretienen contando las acémilas de los convoyes que
suben, cada veinte días, hasta la cima del Harcha para abastecer a los 140 españoles allí
parapetados. Cada convoy lo integran doscientos mulos, que ascienden emparejados. Cuando la primera pareja de mulos cruza el portillo de entrada, que facilita el recorrido del último
tramo entre las alambradas, aún no ha empezado su ascensión la cola del convoy. La serpiente de caballerías, acemileros y soldados de la escolta zigzaguea a lo ancho y largo de la
vertiente sur del Harcha. Así entran las cubas de agua, los víveres, las municiones, el correo y
el dinero de las pagas. Muy poco les llega a los vigías del Bucherit. Buzian se consuela pensando en lo que podría hacer si le ascendiesen a sargento: comprar simientes y herramientas; cazos y sartenes; tal vez una nueva cama de matrimonio; incluso enviar sus hijos a la
escuela de Melilla como hacen los sargentos cristianos. Soñar con los galones de sargento
para cuidar mejor de la familia. Y hasta comprar alguna buena tierra y solicitar el retiro para
cultivarla.
Buzian recorre sus dominios: un óvalo de piedras superpuestas y unos cuantos sacos terreros encima, abierto a la canícula y la helada. No hay alambradas. Ni troneras de hormigón,
como en los fuertes que guardan Melilla. Y de ametralladoras, nada. Un puesto de la Policía Indígena es poca cosa. Con hombres y fusiles sobra. Bucherit no es un blocao y menos un fortín, pero
es posición fortificada por la fidelidad y experiencia de sus defensores. Buzian sabe que, de atacarles, será de madrugada o al oscurecer. Si el enemigo llegase al mediodía, para sorprenderles,
bastará estar alerta frente a los triángulos que algunas piedras del parapeto configuran entre sí.
Sus hombres tienen vista de gavilán. A ciento cincuenta metros distinguen una liebre de un conejo. Buzian amplia esos miradores y ciega otros. Intuye que, llegado el asalto, Bucherit será tronera
corrida. El que tenga más aguante en esa línea de fuego se impondrá.
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Los sacrificables
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Fuegos de ataque: alférez que acorta plazos de auxilio y cabo que muere invicto
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El oscurecer del 21 de marzo de 1917 debió ser como el de tantas otras tardes en el Rif: una
gran franja púrpura debilitándose por Poniente, despedida del sol que un día más fallece sin
por ello morirse. También pudo ser un nublado plomizo alejándose, señal de tormenta venida
de Levante, que seguía su curso tras haber regado el país de los páramos y silencios. Lo primero es cotidianeidad climática; lo segundo, rareza meteorológica, propia de la baja primavera rifeña, cuando el cielo se compadece de la tierra y descarga aguaceros sobre su piel
cuarteada como aviso, pues no es clemencia: hasta noviembre no vendrán más lluvias.
Entrada la noche, el silencio parece tan infinito como frágil. Cualquier chasquido de
rama quebrada lo convierte en estruendo. Animales y humanos en guardia están. Presentido
el asalto, nada diferencia el aún vivir del posible morir. De repente, rumor de cuerpos que se
aproximan reptando. En el parapeto, las cabezas de los centinelas, que parecían bloques de
granito, se han movido. A un hecho, otro. En la pendiente se yergue una figura, que alza un
brazo y lanza una piedra contra la posición. Esa forma inconcreta pasa por encima de los
defensores, que abren fuego. El agresor cae, la bomba estalla. La tienda cónica revienta, se
incendia y desploma. El combate se afirma en toda su violencia. Surgen los gritos, iguales a
disparos. Fulgores cárdenos, coronados de humazos llameantes, picotean una, dos, tres veces, la cima fortificada. Bombas de mano. Más gritos e insultos, entremezclados con ayes de
moribundos. Dos fracciones de hombres-gato luchan a muerte por la posesión de Bucherit.
Los «malhechores» se habían aproximado en cuanto la oscuridad no les permitió reconocerse el uno al otro. A su favor, el recorte del perfil de Bucherit sobre el resplandor celeste. Negro
macizo sobre azul oceánico. En su contra, el acusado ángulo de la pendiente, favorecedor del
deslizamiento de cuerpos y piedras sueltas. Una de estas pudo causar la alarma. Les habían descubierto. Uno de los asaltantes decidió anticiparse al fuego de la guarnición. Lanzamiento largo,
limitados daños, espectacular efecto. La bomba de mano sobrepasó el parapeto y cayó sobre la
tienda, incendiándola. Guiados por esos festones de llamas, lanzaron otras cuatro granadas, una
de las cuales no explotó. Aquella sucesión de estampidos, amplificados por el eco reverberado en
los montes, fue onda de avisos que alcanzó Mars el Biat, posición española.
Aquella noche, Moh Duduh era el sargento de guardia en El Biat. Gato viejo, baqueteado
en cien sucesos, vigilaba a su sección mientras él hacía de centinela. El chasquido de la primera
explosión, agigantado por el eco, no le engañó: aquello no era un trueno, sino bombazo cierto. El
crepitar de la fusilería lo confirma. Tres explosiones seguidas y fin de las apariencias: golpe de
mano contra el puesto de Policía. Cuando Duduh entraba en la tienda de mando para alertar al
jefe del destacamento, este salía, ajustándose el cinturón y la funda de su pistola: Moisés Vicente
Cascante, 21 años, alférez de la Reserva. Él mismo se dio la novedad: van a por Bucherit. Justo al
límite: unos dos mil metros en línea recta, pero hay que descender al foso entre ambos vértices y
trepar hasta esos fuegos. Media hora con el corazón en la boca. Tienen tres opciones: pedir ayuda
a las tropas acantonadas en Tistutin, a las que guarnecen el Harcha o adelantarse ellos solos.
Vicente pone fin a sus dudas al comprobar el incremento del fuego entre asaltantes y
defensores: no hay tiempo para coordinar un ataque concéntrico sobre Bucherit. Hay que
auxiliar a los de Buzian. No se les puede abandonar; ni es tolerable esperar a que otros decidan por él. Cursará la alarma y, sin aguardar autorización del mando, saldrá con la mitad de
su gente. Catorce normarroquíes y dos españoles: el cabo Joaquín Herrero Obiez, que hace
de enfermero, se presenta voluntario y es aceptado. Aprestos de armas, municiones e instruc-
Gumía
Del árabe kummiyya, cuchillo de
forma curva, pero solo en el tercio
final de su hoja. Los harqueños
solían llevarla oculta, pero también
sujeta en el cinturón o colgada de un
fuerte cordón cruzado por el pecho y
la espalda. Arma temible en manos
de los avezados combatientes
normarroquíes, inigualables en
destreza y rapidez con su esgrima
punzante o cortante, propia de un
combate cuerpo a cuerpo sin
miramientos.
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
ciones: fuera bayonetas, llevar navajas o gumías, avanzaremos a la carrera, fusiles sin montar el cerrojo; subiremos en fila y atacaremos en dos grupos, uno por la izquierda, otro por la
derecha. Atentos a mi señal y a la del sargento.
En Bucherit no había un solo centinela, todos subsistían en alerta. Medio destacamento
daba cabezadas, el otro medio escrutaba las pendientes de acceso. Antes de que estallara la
primera granada, los seis policías estaban en sus puestos, espabilados por el rodar de esa
piedra. Carabinas empuñadas y cartucheras llenas; su mirar de alimañeros alineado está con
la amenaza que cada uno cree distinguir. Y disparan. Aquel mazo de fusiles, haciendo fuego
a la vez, desconcertó a los asaltantes. Los seis parecían sesenta. Fue entonces cuando las bombas de mano les alcanzaron de lleno. Murieron dos de los policías y heridos los demás. Bucherit
estuvo a punto de perderse en esos instantes, pero los heridos aguantaron en sus heridas y
posturas. La pugna se equilibra: los atacantes han perdido el factor sorpresa, con lo que su
superioridad —«veinticinco rifeños», cifra verosímil, que aparece en las declaraciones— mengua. Los policías se ven obligados a disparar sobre sombras que, a gatas, corren para desenfilarse de sus disparos. Tiro por instinto. Los rifeños porfían: amplían el cerco antes del asalto.
Hacia Bucherit corren ya, boca abierta y pecho jadeante, el alférez con su gente y el
sargento con la suya. Ni los rifeños que atacan el puesto ni los policías que lo defienden les
oyen llegar. Vicente se apercibe que el enemigo se abalanzaba sobre la posición «al ver apagados los fuegos de los defensores». ¿Habrán muerto? Lo que deduce el alférez lo comparten
el sargento y el cabo: si los policías no pueden valerse por sus heridas, entrarán y los degollarán. Llegar tan cerca y oírles morir. Y en un empellón irresistible, repartidos en sendas guadañas agatilladas, sueltos los seguros, por la izquierda los de Duduh, por la derecha los de
Vicente, atraparon por la espalda a los sitiadores de Bucherit.
La brava gente de Buzian había ido dejándose dientes, tripas, sangres, vidas y vómitos por
toda la posición, pero ni muriéndose a chorros claudicaban. Su jefe difunto parecía, fulminado tras
encajar cuatro tiros o impactos de metralla. Otros dos policías habían muerto y los tres restantes,
heridos de gravedad yacían. Sus armas mudas denotaban su premuerte. Bucherit agonizaba. Un
grupo de asaltantes se lanzó, como un ariete, contra el portillo de entrada. Topetazo inútil. Atrancado
con piedras, ni se movió. No les quedaban bombas de mano, por lo que no tenían más remedio que
saltar. Al otro lado estaban los fusiles de los policías y uno de esos cajones de madera, con municiones Maúser para fusil, que usaban los isbaniuli (españoles). Mil ochocientos cartuchos. En su cabila
valían dos mil cántaros de agua. Los más audaces se auparon al muro y escrutaron en su interior.
De aquella poza entintada emanaba un silencio de cementerio. Los cuerpos de los
defensores asemejaban moribundos apostados para fusilarles en cuanto se pusieran de pie
sobre el parapeto, que los convertía en blancos imposibles de fallar al resaltar sobre el cielo
estrellado. Los asaltantes acordaron solución: demolerían el parapeto desde el exterior y, en
cuanto hicieran hueco para que dos hombres cupieran, todos adentro. El derrumbe del muro
comenzó. Los golpazos de los pedruscos al estamparse contra el suelo les animaban. Del otro
lado, mudez de sepultura. Bucherit era puesto muerto. Dos hileras de piedras y entraban. Y
entonces llegó el infierno en forma de voz y orden de «¡fuego!».
Sendos ramalazos de balas, llegadas desde lados opuestos, les hieren. Copados. De
rodillas o protegidos entre las piedras apuntan a los fogonazos. Les responde una descarga
y luego otra. Les matan. Si no escapan, ninguno sale vivo. Con las últimas energías que les
quedan recogen a sus heridos y echan a correr monte abajo. Ningún sentido había en morir
tras fracasar ante el Bucherit de Buzian, pues sabían bien que era él, maun de la 4 mía del
297
capitán Alonso, quien les derrotaba. Que le aproveche la victoria si la voluntad de Dios ha
sido conservarle la vida. Ellos se guardaban la suya y obligados estaban a reservarla para el
Rif Libre con el que soñaron sus padres y abuelos.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Parte de guerra: Bucherit es nuestro; la guarnición toda es baja, su jefe ha muerto
Los primeros que entraron en el devastado Bucherit vieron cosas que nunca olvidarían. Los cuerpos de los defensores parecían más de los que eran: piernas astilladas, brazos en cruz, cabezas
giradas con ángulo de cuello roto o paquete intestinal por el suelo. Entre los restos de la tienda, un
cuerpo inerte con el fusil entre sus manos. Alrededor, «quince o dieciséis vainas de los cartuchos
que había disparado»: Es Buzian, pero en la oscuridad no le reconocen. Agonizante, se había
arrastrado hasta la tienda que tanto detestase para desde allí disparar contra los que pugnaban
por entrar. Tiene cuatro heridas: «una en la garganta, otra en la boca, en un muslo (sin especificarse cuál) y en la cabeza». Impedido de hablar, Buzian se muere. Fue consciente de que su gente
se había batido como él les inculcase, sin temor al sufrimiento ni suplicar clemencia. Atendido por
el alférez y el cabo enfermero, Buzian expira sin una queja. El alférez, en su declaración del 21 de
julio, recordó: «Reconocido el interior del destacamento, pudo apreciar que de los seis policías
que lo guarnecían, dos estaban muertos y los cuatro restantes gravemente heridos, falleciendo
uno de ellos a los pocos momentos». Era Buzian, héroe aún desconocido.
Vicente pregunta por las bajas sufridas. Le responde el sargento Dudduh: ningún herido
ni muerto. Para la fusilada, a cara de perro, que han soportado, Dios estuvo de su lado. Entre la
guarnición del asolado Bucherit, todos causaron baja: tres muertos y tres heridos graves. Al que
presentaba peor aspecto debía curársele en El Biat. Es la fundada petición que plantea el cabo
Obiez y el alférez la acepta sin vacilar. Improvisadas unas angarillas, en ellas depositan al herido y, bien alineada la escolta, el alférez decide encabezarla. El grupo se pone en marcha. Llegados a El Biat, allí le fue «practicada la primera cura» al askari. Acertado estuvo Obiez, por
cuanto aquel hombre le debería la vida. Vicente aprovechó tan favorable pausa para despachar un esbozo del parte de la acción —el definitivo lo redactará su capitán, Francisco Alonso
Estringana—, que suponemos convincente: Bucherit es nuestro, su guarnición toda es baja, su
jefe ha muerto, sin bajas en mi destacamento, los tres heridos puede que se salven. De seguido,
Vicente y Obiez vuelven sobre sus pasos. Tercera marcha forzada, de madrugada, hasta coronar el enmudecido Bucherit. La negrura les envuelve, pero también les guarda.
Concluida su andadura, Obiez y Vicente quedan en Bucherit, donde «se asistió a los
otros dos heridos, permaneciendo con ellos y los muertos hasta el amanecer». Cuando alborea, Vicente confirma lo que él creyera entrever la primera vez que entró en el arrasado Bucherit: «Una vez dentro del destacamento (sic), el que declara pudo comprobar que uno de los
centinelas había recibido un balazo en la boca, dejando parte de su dentadura sobre el parapeto». En Bucherit, los agonizantes ni vocalizar pudieron porque ni dientes tenían.
«Matices» en un juicio para indiscutida Laureada e incertidumbre sobre una pensión
298
Con fecha 10 de abril de 1917 y desde el Zoco el Jemis de Beni Bu Ifrur, donde sigue acantonada la 4ª mía de la Policía, Mamma Ben Tafaryan, la madre de Buzian, tras enumerar las
heridas sufridas por su difunto hijo en el combate del 22 de marzo, presentaba una súplica,
dirigida al jefe del Ejército de África, general Francisco Gómez Jordana, para que «se digne
Linaje
En el Garb, Gomara, Rif y Yebala,
donde el poblamiento bereber
completa un nudo antropológico y su
lengua, el amazigh, sintetiza su
máxima fuerza comunicadora de
convicciones y principios, la
transmisión de tal suma de valores
seculares es patrilocal y patrilineal o
agnaticia —parientes por
consanguineidad, procedentes de un
tronco común, siempre de varón en
varón—, concretándose en el singular
tarfiqt y el plural tarfiqin. Esta
agrupación de linajes puede reunir a
doscientas o más personas. La
conjunción de familias y linajes
culmina en la taqbitsh («tribu» en
rifeño), bóveda arquitectónica de
alianzas (a menudo enfrentadas),
que caracteriza la historia y la forma
de vida, así como el presente y el
devenir de los pueblos normarroquíes.
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
disponer la apertura de juicio contradictorio a favor» del defensor de Bucherit. La solicitante
no sabe escribir. Y «a ruego de la interesada» por ella firma «Muley Hamid», la persona que
la previno sobre su derecho a exigir un premio para su heroico hijo. El firmante puso, a mano,
su nombre y linaje, los cuales se leen sin dificultad dada la legibilidad de su trazo.
Hubo unanimidad absoluta en cuanto a los méritos del cabo Buzian. Los cinco declarantes en el juicio —el alférez, los tres askaris que resultaron heridos pero sobrevivieron a
sus lesiones, más el capitán Alonso— ensalzaron el comportamiento de Buzian. Causa extrañeza que no declarasen el cabo Obiez ni el sargento Dudduh. El curso declaratorio de los
policías supervivientes desvelará significativos matices, sin influenciar en los votos.
Abderrahman Abdesselam Amar y Mohammed Ben Bachir Hamed, los policías que yacían heridos al concluir el asalto sobre Bucherit, no habían perdido el sentido. Al menos no los
dos a la vez. El 27 de julio prestaron ambos declaración ante el juez instructor, teniente coronel
Sabas de Alfaro Zarabozo, encargado del juicio contradictorio para estudiar la concesión de
la Laureada al fallecido Buzian. Delante del oficial intérprete, Juan Márquez Ruiz, declaró primero Bachir Hamed, quien afirmó: «durante el fuego rifeño fueron heridos los askaris Abdesselam Haddú Kaddur y (un tal) Abderrahman, cuyo apellido ignora, además del cabo, herido en
medio del combate, sosteniéndose en su puesto hasta que llegó la fuerza de auxilio al mando
del oficial Vicente Cascante, falleciendo a las dos horas de llegar el refuerzo».
El segundo en declarar fue Abderrahman, cuyo linaje era «Abdesselam Amar». De entrada, aportó un dato de interés: «conocía al cabo Buzian por ser de su misma yemáa (asamblea)». Amigos o rivales entre los Beni Sidel. En cuanto a los méritos de Buzian, Abderrahman
se presentaba como el último defensor de Bucherit, y, a tal fin, insistió en su propio enaltecimiento: «unos veinticinco rifeños llegaron hasta el parapeto con objeto de asaltar el puesto
(...) pues el fuego estaba debilitado a causa de estar solo tirando (sic) el que declara y dos
askaris más, heridos los tres, pues los otros dos habían muerto y el maun Buzian, que les animaba, se encontraba gravemente herido, llegando hasta el extremo de que, a última hora (?),
sólo podía tirar el declarante». Abderrahman hizo suya la declaración del alférez con respecto a la muerte del cabo: «Buzian falleció a poco de llegar el oficial de segunda Vicente Cascante». Después, Abderrahman cayó en inesperada amnesia. Al serle preguntado «si sabe
quienes fueron con el oficial Moisés Vicente Cascante a auxiliar el puesto, dijo que no lo sabe,
por haber sido retirado enseguida que llegó el refuerzo». Pasmosa ignorancia la suya al no
acordarse del cabo Obiez ni del sargento Dudduh, cuando el herido transportado hasta El
Biat, con el fin de salvarle la vida, no era otro que él mismo. Nadie tomó en cuenta tal olvido.
Ni la autoexaltación de méritos del citado Abdsselam Amar, ni la imprecisión en cuanto
a los muertos o heridos causados al enemigo, poseyeron fuerza bastante para devaluar la
Yemáa
Asamblea comunitaria. Institución de
carácter deliberante en la que
prevalecía un inequívoco
comportamiento democrático: se
respetaba la mayoría de los votos de
los delegados de las tribus que
tomaban parte en las discusiones y
decisiones finales. Sus resoluciones
tenían carácter ejecutivo inmediato.
Para los acuerdos trascendentes,
como declarar la guerra a un invasor
extranjero o aceptar la paz ofrecida
por este, se exigía la unanimidad. Al
lugar de reunión (agrau) acudían los
chiuj (jefes) de las cabilas, también
considerados izdifen —literalmente
«cabezas» de linaje—, y aquellos
reconocidos como imqranen, cuya
equivalencia es la de «grandes (jefes)»
o los «más notables (de cada tribu)».
Si por el contrario, la convocatoria
concernía solamente a los delegados
de unos aduares (dxuar) o
subfracción (farqa), la yemáa
resultante nada perdía de su
efectividad y simbolismo, pero su
relevancia regional quedaba muy
disminuida. En tal caso, la reunión
solía tomar el nombre de jonta (por
el castellano de «junta»), aunque los
mandos españoles de la zona, al
referirse a estos encuentros tribales
de inferior rango, preferían llamarlos
«concejos», término injusto para su
genuina importancia.
299
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
300
heroicidad del hijo de Mamma Ben Tafarjan. El «caso Buzian» estaba claro: defensa hasta la
muerte de la posición; rechazo de sucesivos asaltos; todos los defensores causan baja y su
jefe queda entre los muertos. Porcentaje de bajas: el cien por cien. Bajas contrarias: «en los
alrededores (se) percibió un gran charco de sangre y dos regueros con huellas de haber sido
arrastrados los heridos o muertos del enemigo». Bucherit: puesto mantenido contra fuerzas
enemigas superiores en número y medios; resistencia desesperada confirmada por las bajas
propias, que suman la totalidad de la guarnición; derecho inalienable del fallecido a la máxima recompensa del Ejército. Votos considerados, cinco. Votos a favor del causante, los cinco;
de los cuales cuatro corresponden a testigos directos de los hechos y el quinto pertenece al
capitán Alonso, jefe de su compañía.
Pronunciamientos favorables de autoridades militares de mayor rango, otros cinco:
— Del jefe de las tropas de Policía Indígena en el territorio de Melilla, coronel (luego general
de división) Pío Suárez Inclán González, en su escrito del 5 de junio de 1917.
— Del comandante general de Melilla, Luis Aizpuru Mondéjar, por manuscrito suyo fechado el
12 de agosto de 1917, que fue remitido al teniente general Jordana, en Tetuán, como alto
comisario y comandante en jefe del Ejército de África.
— Del auditor (general) de división del Ejército de África, Francisco Pego Méndez, quien, en
texto suyo manuscrito, fechado el 3 de septiembre siguiente, especificaba el Caso (2º) y el
Artículo (27º) de la denominada «Ley de San Fernando», promulgada el 18 de mayo de
1862, textos que justificaban la concesión de la Laureada al extinto Buzian.
— Del jefe de la Sección de E. M. en Tetuán, comandante Francisco Martín Moreno, en texto
mecanografiado y fechado a mano «9-9-1917», trasladado al jefe de Operaciones, coronel Francisco Gómez-Jordana Sousa, donde le razonaba que el causante, «con su conducta heroica, dio lugar a la llegada de refuerzos que recogieron a los heridos supervivientes
y evitó que el enemigo pudiera apoderarse del armamento (y las municiones), por lo que
no parece haya inconveniente alguno para otorgar a este cabo la Cruz Laureada de San
Fernando, que, a juicio de esta Sección, ha merecido cumplidamente».
— Por último, del teniente general Francisco Gómez Jordana, como jefe supremo del Ejército
de África, quien, a continuación del documento manuscrito por el auditor, anexó el suyo, de
su puño y letra, texto con el que se cerraba el expediente Buzian y decía así:
«Tetuán, 13 de septiembre de 1917
Conforme, remítase el expediente al Consejo Supremo de Guerra y Marina (en Madrid),
para su resolución, haciendo constar, por mi parte, que considero al maun Buzian Al-lal
Gatif acreedor a la Cruz de segunda clase de la Real y Militar Orden de San Fernando
como incluido en el caso segundo del artículo veintisiete del Reglamento».
Aquel Ejército de África, desde su comandante en jefe a sus mandos subordinados, había
actuado con diligencia, ecuanimidad y eficacia. Sin embargo, de la obligada pensión a la
madre del fallecido Buzian nada aparece en la documentación del juicio contradictorio tras
su preceptivo tránsito por el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Y nada se dice al efecto
en el expediente personal de Buzian. El decreto que fijase la cuantía de tal pensión debería
hallarse en el Diario Oficial del Ejército o en la Gaceta de Madrid.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Bucherit fue posición defendida y liberada en vertiginosa secuencia. La defensa tuvo su héroe, que fue Buzian, y la liberación el suyo, que fue Vicente. La muerte del primero no fue en
vano gracias a la lucidez y valentía del segundo. Buzian se ganó merecida Laureada y la
obtuvo a título póstumo. Una pensión para su anciana madre, que revertiera en sus hijos
huérfanos, tenía más valor para la familia y su pueblo. Esa pensión es hoy una incógnita. No
lo es el desinterés que recibió quien liberase Bucherit.
La tenaz resistencia de Buzian y el fulminante contraataque de Vicente sobre el asediado Bucherit impidieron no solo que el puesto de Policía cayera en manos enemigas, sino el
aprovisionamiento de esa fuerza hostil en armas y municiones, más el rearme moral por ese
triunfo. De no haber actuado Vicente como lo hiciese aquella madrugada del 22 de marzo, Bucherit habría sido ocupado, los cuatro heridos rematados y el material útil, sustraído. Con cinco
fusiles —el sexto, nº 3.781, quedó destrozado— no se forma una harca, pero se refuerza la que
había. Con más de mil balas de fusil —el consumo de municiones fue de «setecientos cartuchos»— se puede detener el avance de dos columnas, pues más probada que sabida era la
certera puntería del rifeño. Cada harqueño solía recibir de 25 a 30 cartuchos cuando se iba a
la guerra con su harca. Para qué más, si se contaba que no despilfarraría ningún tiro y, de tener
fallos, serían por defecto de la propia munición o de lo intangible: la voluntad de Dios.
Fuesen benibuyahidíes o metalzis o una conjunción de ambos, los desbandados ante
el Bucherit de Buzian y Vicente, de haber triunfado ante ellos y reunido así inmediato refuerzo
en armamento, municiones y exaltación bélica por su triunfo, mucho les habría tentado repetir asalto a una escala mayor. Mars el Biat era el objetivo idóneo, incluso para atacarlo esa
misma noche del 22 de marzo de 1917. Es lícito suponer que la fuga de los atacantes, replegándose con gran rapidez pese a llevar consigo sus muertos y heridos, solo fue posible al
contar, en las cercanías de Bucherit, con otro contingente de rifeños, en espera de auxiliarles
en su retirada de fracasar el ataque o reforzarles tras su victoria.
El Biat era posición aislada, en la que los rebeldes podrían apoderarse de 25 a 30 fusiles y el doble de munición que en Bucherit. Poco cuesta imaginar que el tercer golpe hubiese ido dirigido contra el monte Harcha y, de hacerse con sus cuatro cañones, sobre el desamparado Arruit, que a sus pies yacía. El Harcha pudo ser el primer Abarrán, pues aunque Arruit
no se adelantara al funesto Annual, su mal emplazamiento prevenía sobre futuros reveses al
Marruecos de Jordana y Aizpuru. Ambos jefes intuyeron la gravedad de la crisis soslayada. El
sacrificio de Buzian y sus leales, más el coraje de Vicente y los suyos, cerraron el paso a tan
inquietante perspectiva de cepos tácticos.
Por sus méritos en el combate del 22 de marzo de 1917 y evitado posteriores desastres, sin tener una sola baja entre sus fuerzas, Vicente se merecía la Cruz de María Cristina
—segunda condecoración de mayor rango después de la Laureada— y su ascenso a primer
teniente. Y fue nada. Ni cruz al pecho, ni ascendido, ni proeza agradecida en público.
Moisés Vicente Cascante era hombre probado en el fuego y premiado por lo mismo.
Las cuatro Cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, tres de ellas pensionadas, que poseía,
sumadas a sus méritos en Bucherit, no bastaron para que le ascendiesen a teniente, mientras
otros, con la mitad, eran capitanes. Vicente no era militar de academia, sí profesor de lecciones bélicas, en las que se había doctorado con nota de sobresaliente. En septiembre de 1917
le ascienden a segundo teniente. Un escaloncito dentro del escalafón. Transcurrieron dos
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
«Cruz de la Desidia» para el otro héroe de Bucherit: el alférez Vicente
301
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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años hasta que, por R. O. del 12 de marzo de 1919, le conceden la Cruz de Primera Clase del
Mérito Militar, a la que adjuntaron una pensión de 25 pesetas. Liberar Bucherit y evitar otros
peores tenía precio de catálogo: cinco duros al mes mientras viviera el causante de tal salvación. Para Vicente vino a ser su Cruz de la Desidia.
El 2º teniente Vicente no se desalienta ni reduce su compromiso moral con el Ejército.
Persevera en su modo de ser: planea descubiertas; tiende emboscadas, fortifica avanzadillas
y cubre la protección de convoyes o supervisa el relevo de unidades. Acepta el mando de
pequeños o medianos destacamentos. Cumplir es su divisa. Su trayectoria puede seguirse a
lo largo de la línea del frente que, a partir de Batel, se tuerce hacia la izquierda y constituye
un arco ofensivo, de gran amplitud, encarado con los macizos de Tahuarda y Tizzi Assa. En
esos recorridos de vanguardia, su apellido queda asociado a una fila de puestos avanzados:
Arreyen Lao, Sidi Abd el-Kader, Sidi Yagub, Tixera, Tamasusint. Los meses desfilan como si
fueran semanas. El Rif en paz parece, pero los conflictos se suceden y la Policía Indígena
hace de cortafuegos. Vicente no se aburre.
Un teniente con cruces suficientes para ser comandante y rumores de motín
Un día le comunican a Vicente que le ha sido concedida otra Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo, pero esta vez sin pensión. A la Caja del Ejército de África le han hecho tantos
agujeros como militares distinguidos tiene en nómina, pero sin cobrar. Esa condecoración,
sexta hija de su estirpe, lo ha sido por «el periodo de operaciones entre el 20 de junio de 1918
y el 5 de febrero de 1920». Apenas se acuerda de lo que hizo hace tres meses como para recordar lo afrontado y sufrido en dos años. La emoción resultante, como cuanto ocurre en un
ejército desplegado ante un frente en continuo movimiento, es relativa. Su responsabilidad
aumenta. Vicente se supera y no le cuesta.
Otro día le previenen que será ascendido. Escéptico, prefiere situarse a la expectativa hasta que el hecho se manifieste. El 27 de junio de 1920 le ascienden a primer teniente. En Melilla han
tardado tres años y tres meses en darse cuenta del militar que es. Será por los cambios habidos.
En Melilla manda el general Silvestre y en Tetuán el general Berenguer, que además es el alto comisario. Ambos dependen de un tercero: Abd el-Krim, que es quien manda en el Rif y terco enemigo se
muestra, desde su feudo en Axdir, a todo avance español más allá de la orilla izquierda del Kert. La
guerra asoma su hosca faz, aunque nadie la toma en serio. Tiroteos siempre hubo en el Rif y ahora
son infrecuentes. Pero la guerra ha llegado al Rif para quedarse. Y no se irá en siete años.
Acabándose 1920, decimotercer año de sus deberes cumplidos por España, a Vicente
le conceden otra Cruz de Primera Clase del Mérito Militar con distintivo rojo. Y al igual que la
vez anterior, esta séptima llega sin pensión. La condecoración le ha sido otorgada «por los
servicios prestados entre el 4 de febrero de 1920 y octubre del mismo año». Pocos tenientes
del Ejército de África pueden lucir siete cruces del Mérito Militar, todas con distintivo rojo y
cuatro de ellas, pensionadas. Si por cruces fuese, Vicente debería portar, en la bocamanga de
su uniforme, la estrella de ocho puntas que distingue a los comandantes. Ocho cruces al
Mérito Militar posee el teniente coronel Pérez Ortiz. Y «Don Eduardo» empezó como él, con
singular variante: trompeta voluntario, en agosto de 1884, sin cumplir los diecinueve años. De
soldado raso se podía llegar hasta coronel.
La diferencia estriba en que Pérez Ortiz, cuando no anda metido en operaciones como
segundo jefe del San Fernando nº 11, cuyo coronel es José Rodríguez Casademunt, laureado
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
en Cuba (1897) y único mando con tal distinción de los seis regimientos de Infantería, que
constituyen el armazón del Ejército de África, investiga y escribe. Pérez Ortiz estudia tácticas
de otros ejércitos y repasa sus escritos, convertidos en manuales: ha publicado uno (1900)
sobre técnicas de tiro y otro (1903) sobre la guerra de guerrillas. Vicente es veintidós años
más joven que el célebre teniente coronel. La diferencia impone y relativiza toda espera, aunque ni por asomo exalte la crispante lentitud de la Administración militar. Ambos mandan
tropas en campaña y a sus soldados dan ejemplo. Cuando los militares son de cuerpo entero
no caben rangos ni edades para servir al país y honrarse en tal cumplimiento. Uno será hecho
prisionero y en el Rif carcelario sobrevivirá año y medio, que es mucha vida perdida. Del otro
se dirá que «está prisionero», cuando no fue cierto, pues muerto quedará en la posición cuya
defensa un día le fuera confiada.
Empieza 1921. En principio, otro año igual: se instalan nuevas posiciones y se fortifican otras, pero sin fundamento, pues el frente dormido parece, aunque el motivo es otro: no
hay convicción en lo que se hace, ni por qué se hace. La carencia en medios refuerza el desaliento: faltan alambradas y ametralladoras Hotchkiss, pues las Colt son un pozo de averías;
faltan teléfonos de campaña y fusiles de repuesto, por cuanto la mayoría de los Maúser están
descalibrados; faltan ambulancias y camiones; pues los heridos sufren en las bamboleantes
artolas y los batallones caminan hasta caer rendidos de cansancio. Sobre todo falta impedimenta, desde mulos para los convoyes a buenos caballos de tiro para arrastrar las piezas de
artillería. No menos en falta se halla el vestuario de la tropa, porque muchos soldados van en
andrajos y medio descalzos, dado que sus alpargatas se les caen a pedazos, así desciendan
por despeñaderos o se metan en barrizales. España es pobre y sus soldados dan fe. Pero España no es ruin. Ni en sangre, ni en dinero. A Marruecos fueron 320 millones en los Presupuestos del año Veinte y, sin embargo, falta de todo. ¿Dónde han ido a parar tantos millones? Es
el comentario general. Ni siquiera hay dinero para pagar los jornales que se deben al campesinado rifeño, que se parte sus riñones y rodillas al abrir pistas entre cortaduras y barrancos.
El general Silvestre no tiene un duro y ha ordenado suspender esos trabajos. Sin mulos ni
carreteras, sus soldados hacen de bestias de carga y lo mismo arrastran cañones que tiran
de caballerías, que ni en pie se tienen por falta de agua y forraje.
Vicente se mueve entre esas carencias, que le indignan, y otras evidencias, que le
alarman: la tropa rifeña protesta poco, pero reventaría como una granada si su familia pasara hambre. Las pagas se retrasan. A veces tres meses o más, como sucede en la 13ª mía, la
compañía que manda el capitán Huelva. Un disparate, que puede acabar en motín y muertes.
El desánimo moral se enquista y las murmuraciones aumentan. Sargentos y cabos se lo advierten al teniente, pese a lo advertido que Vicente está por sí mismo y también su capitán,
Francisco Alonso, quien lleva la 4ª mía con energía y alegría. Solo una vez la paga se retrasó
y fue un drama para los policías con hijos. Vicente confía en la resistencia cultural de sus
hombres: acostumbrados a bregar con un terreno tachonado de pedruscos hasta dos palmos
bajo el suelo; encarar con fe la anhelante siembra del otoño y enfrentarse a las cosechas
muertas ya en primavera; a las enfermedades que se llevan a las madres de un manotazo y a
sus hijos en un soplo; al despotismo de algunos chiuj (jefes), dueños de manantiales y los terrenos más feraces; a su rabia contenida al ver cómo les desprecian algunos nuevos oficiales
de la Policía, cuando ellos llevan años luchando por Isbania (España), «tirra di antigua fimilia», que no pocos sienten de corazón, mientras que esos presumidos uniformados, con botas
lustrosas y gorra ladeada son incapaces de dar la cara por su patria y morir por ella.
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Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Silvestre quiere tomar Alhucemas por... Tamarit avisa que sus atributos «son dos»
El general Silvestre sigue agobiado por su persistente falta de numerario y la forzosa
suspensión del trabajo en las pistas. Sin carreteras, ningún ejército moderno puede moverse. Sin moral, todo ejército se corrompe y muere antes, incluso, de caer vencido. Silvestre haría bien en preocuparse por lo que ocurre en las unidades que cubren su primera
línea, policías indígenas y los Regulares. Una obsesión le perturba y nubla su lucidez:
tomar Alhucemas.
Un día de enero, el 15, llegan noticias del comandante general: Silvestre, con cuatro
gatos (una brigada) ha cruzado, sin oposición, los montes que rodean Ben Tieb, coronado el
Izzumar y afrontado el difícil descenso por su cara norte. Y en la hoya semidesértica que ante
él se abría, en la más alta de tres colinas pandeadas y peladas, sin un árbol ni un arbusto,
plantó su gesto y tienda, equivalentes a firma y bandera. Annual se llama. La operación ha
concluido sin tiros ni bajas. Alhucemas, más cerca. Queda fortificar lo tomado y las alturas
circundantes. E insistir en los avances por la costa con el fin de proteger nuevos avances. Días
después son ocupados Afrau y Sidi Dris. Hacia ellos caminan artilleros, zapadores y telegrafistas. Dos nuevos baluartes se yerguen. Miran al mar y parecen esperar su ayuda.
La calma existente se desvanece, sustituida por una frenética actividad. El trasiego de
tropas y convoyes de aprovisionamiento es constante. Cuanto se mueve, sean hombres, cañones o caballerías, todo marcha hacia Annual. Es el camino de Alhucemas, que actúa como
un imán para el ejército, aunque no pocos muestren su disconformidad: (coroneles) Gabriel
de Morales Mendigutía y José Riquelme López Bago; (tenientes coroneles) Fidel Dávila Arrondo y Ricardo Fernández Tamarit, sobre todo este último, segundo jefe del África nº 68, desplegado en la llanada de Bu Bekker.
Tamarit ha escrito a Silvestre, aconsejándole una audaz maniobra por el macizo de
Busfedauen, con la finalidad de envolver la mole de Tizzi Assa, desembocar en el Alto Nekkor
y descolgarse sobre la bahía de Alhucemas para tomar Axdir por sorpresa. El teniente Vicente
conoce al teniente coronel Tamarit. Hombre alto y corpulento, sagaz e inquieto, a sus 47 años
no para ni a nadie deja parar. La tropa trabaja duro, pero está contenta: la comida no falta y
se siente bien dirigida, pues lo que le ordenan que haga, sentido tiene. Los de la Policía Indígena piensan lo mismo. Unos y otros están a oscuras de esa carta de su teniente coronel y no
se imaginan la réplica de Silvestre tras ser prevenido sobre sus errores tácticos y los abusos
de algunos oficiales de la Policía. El comandante general de Melilla ha respondido a Tamarit
con un exabrupto alusivo a su triple masculinidad. Alhucemas será tomada porque quien lo
ordena tiene no solo lo que hay que tener, sino tres. Virtuosismos metabólicos que un condottiero (Bartolomé Colleoni) se asegura demostrase en sus días de gloria bélica o en las duras
batallas de alcoba del Quattrocento. Tamarit no se acoquina ante el alarde testicular de su
general, a quien ha recordado que él solo tiene «los dos de reglamento». Este recordatorio del
número máximo de atributos masculinos dejó a Silvestre endemoniado y a la vez mudo, sin
saber qué responder a la intelectualidad impávida e imbatible de Tamarit.
Silvestre modera ímpetus sin corregir errores; Abarrán, monte-tumba de sus afanes
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En Melilla apenas hay tropas de reserva y los almacenes están secos como los cauces de los
ríos. En la Península no pasa lo mismo, pero el resultado es idéntico. Buscar armas y municiones
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
en el laberinto de cuarteles, depósitos y polvorines es trabajo arriesgado: en principio no aparece nada, pero de pronto surge un tesoro: lotes de granadas de un nuevo modelo que iban a
ser probadas y nunca lo fueron o una fila de cañones, fabricados en la Maestranza de Artillería
de Sevilla, que alguien con criterio y sentido precavido de la estrategia y la Administración, que
nunca son coincidentes, reunió en una nave abandonada. Allí están a salvo de peticiones infundadas o crispadas. Para rescatarlas, es preciso hablar con algunos difuntos o esperar a que los
vivos se reincorporen a sus destinos. España está de vacaciones. Son las mismas que empezaron en 1805 (Trafalgar) y se creían concluidas en 1898 (Cavite y Santiago de Cuba).
Ante la imposibilidad de encontrar un «Conforme» o un «Autorizo bajo mi responsabilidad», la España desesperada en África cruza cientos de telegramas con la España peninsular o insular, de por sí indiferentes o quejosas de tanta insistencia reclamatoria. En el Marruecos español, las idas y venidas aumentan, los coches rápidos suben puertos y los bajan (a
veces dando vueltas), mientras motoristas, señaleros y telegrafistas acaban derrengados. En
el tráfico destaca un automóvil descapotable, pintado en un provocativo color blanco, parabrisas recto y asientos en cuero color avellana un tanto sobado. Suele aparecer cerca del
mediodía, camino de su conocido desafío: subir a toda marcha el Izzumar y bajar por la vertiente opuesta, seis kilómetros de suicidio si el chófer recibiera orden de no levantar el pie del
acelerador. Silvestre regresa sin novedad, luego el general sube raudo, pero baja cauto.
Vicente está de guarnición en Batel, campamento cuya linde sureña es la pista que viene
de Melilla y llega hasta Cheif, posición no lejos de Drius, el mayor campamento español en el Rif.
A Silvestre y su coche retador les reconoce por la polvareda que deja el segundo y los mostachos
que exhibe su erguido pasajero, siempre que la nube de polvo que suele envolverle lo permita. Le
vean o le intuyan, los soldados que avanzan por la carretera, fusil al hombro, le vitorean cuando
les adelanta, en su torpedo blanco, dejando tras de sí filas de gorros en alto y caras alegres. Silvestre es muy popular entre la tropa; entre la oficialidad, menos; en el generalato, nada. Silvestre
da miedo al militar oficinista y desazona al coronel o general de antedespacho, mientras encandila a las damas y a las tropas, sendos femeninos en plural a los que tiene conquistados. Una vez
en su coche, Silvestre ordena al chófer «para ahí mismo» si el asunto así lo exige, sea para atender
a desamparada mujer o proteger al hijo de un héroe rifeño no reconocido por el Gobierno, sí por
el Estado Militar que él representa y pruebas fotográficas hay en su Legado.
Silvestre suele ir en el lado derecho del asiento de atrás, que utiliza como planero y
apuntadero de avisos: un ojo en la carretera y otro en el papel. No por eso se distrae ni se
extravía. No suele detenerse en Batel, sigue la ruta hasta Drius, para allí girar a la izquierda y
continuar, recto como un tiro, hasta Bu Bekker. O bien tuerce a la derecha en el cruce hacia
Ben Tieb, aviso infalible de que ese día comerá en Annual, de donde regresará a media tarde
para rendir viaje en su casa, la Comandancia de Melilla.
Marzo, abril y la mitad de mayo mantuvieron el guion aprobado por el general y su minutero afín. Silvestre iba al frente, le dedicaba una larga ojeada (a veces dos), criticaba algo y
regresaba. Su ejército marchaba tras él, nada podía criticar y al completo no volvía: la mitad
ocupaba las nuevas posiciones y la tercera parte regresaba para ingresar en el hospital. Mala
comida, higiene nula, agua solo buena para diarreas, moscas y mosquitos por trillones. Había
triple número de enfermos que de heridos. Melilla empezó a quedarse sin soldados en sus calles.
Y en decisión irresponsable siendo legal, presionado por el vizconde de Eza (Luis de Marichalar), ministro de la Guerra, ordenó Silvestre la repatriación de sus veteranos al haber cumplido
los tres años de permanencia en filas. Cuatro mil quinientos soldados recibieron su cartilla de
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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desmovilizado, billete para la vida por cuanto sucedería. Fueron sustituidos por otros tantos
quintos, por un lado verdes como pimientos de huerta y, por el otro, amarillos del «miedo a los
moros», que les inculcara una sociedad harta de perder padres e hijos en la conquista de Marruecos. Su moral se hundió tras desembarcar. Como resultado, su mirada quedó vacía y sus
rostros adquirieron un siniestro color de ceniza. Fueron los muertos de Arruit antes de serlo allí.
En los últimos días de mayo, Vicente fue prevenido que se le destinaría a Sidi Yagub,
anclada junto a la orilla derecha del Gan y enfrente del binomio Batel-Tistutin, acuartelamientos a quienes, desde sus avanzadillas situadas en el monte Uiel, servía de centinela para
prevenirles de cuanto malo llegase desde el oeste, el este y el sur. Sin embargo, no ya lo malo,
sino lo tremendo e inesperado, vendría del norte.
En la tarde del 1 de junio, lo incomprensible se consuma: Abarrán perdido a las pocas
horas de ser ocupado por la columna del comandante Villar. El responsable se salva y su columna con él. No así el destacamento de artilleros y zapadores, reforzado con tropas de la Policía
y fortificado en la cima. Guarnición atacada y desbandada, mandos muertos: capitán Salafranca, tenientes Camino, Fernández y Reyes. La excepción: el teniente Diego Flomesta, jefe de
la batería, herido y prisionero. Los rifeños se llevaron los cuatro cañones de 75 mm del bravo
Flomesta, al que todos imaginaban desesperado, aunque no tanto como para dejarse morir de
hambre antes que revelar, a sus guardianes, los secretos de ser un buen artillero. Su hidalguía
conmueve y enardece. En días sucesivos se conocieron detalles significativos: el capitán Huelva
participó en la operación sin tener mando alguno sobre las tres mías que intervinieron: la Quinta, Décima y Undécima, mientras llevaba consigo los cinco meses de paga que él les debía a los
policías de su mía, la Decimotercera, que ni siquiera fue movilizada. ¿Temía que le robasen el
dinero que no era suyo? Lo cierto es que le despojaron de tal dinero, pero después de matarlo.
Ramón Huelva fue el primero en caer. Uno de los harqueños «amigos» se revolvió contra él, encaró su fusil y lo mató de un tiro. Venganza por abusos. Del dinero nada se supo, por
cuanto el cuerpo de Huelva no apareció. Sí el del capitán Juan Salafranca, cuyo cadáver fue
ofrecido por «cuatro mil pesetas». Silvestre no vaciló en aprobar que, entre varios compañeros del finado, reuniesen ese dinero, equivalente a la paga mensual de seis capitanes. La
cantidad exigida fue entregada y a cambio se recibió un cuerpo uniformado, pero irreconocible por las mutilaciones que presentaba. La sensación de vengativa ira fue desplazada por
una creciente ansiedad. Con la moral por los suelos, el ejército de Silvestre se atrincheró en sí
mismo: la confianza en su general se craquelaba como pintura al fresco bajo drástico cambio
de temperatura. Toda la obra de España en el Rif amenazaba ruina. Nueve años de creencias,
esfuerzos y penalidades, subsumidos en grasientas cenizas: beniurriaglíes y tensamaníes
quemaron los cuerpos de los efímeros ocupantes de Abarrán. Soldados españoles y rifeños al
servicio de España se carbonizaron por igual.
Al estupor por lo ocurrido sucedió el afán por enmendar el fracaso y castigar al enemigo. Melilla participó de esa ilusión y Madrid otro tanto. El tráfico por las pistas que llevaban
a los ejes Ben Tieb-Annual o Dar Drius-Bu Bekker se incrementó. El descapotable de Silvestre
fue mancha borrosa en esos recorridos a trompicones, donde todo eran prisas y escasos los
aciertos. De improviso, el automóvil del general dejó de verse. Silvestre se había encerrado en
Melilla. Cavilaba qué hacer o se desesperaba por no tomar la decisión que su conciencia le
exigía: dimitir. Silvestre no se atrevió. Y su ejército sin cabeza quedó.
La moral se resintió y el desorden en los abastecimientos aumentó. A la par crecieron las
bajas. Las tropas de la Policía Indígena resistían bien. Aun así, enfermos había. Cuando tal cosa
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Desde el 5 de junio, Sidi Yagub tenía nuevo mando. No sabemos a quién relevó el teniente Vicente, sí los hombres y medios que disponía: «catorce askaris y seis elementos de ganado». Cinco
mulos y un caballo, reservado para el oficial. Estos datos, que conocemos por el archivo particular del general Picasso y sus minuciosos estadillos, posición por posición, nos previenen sobre la dificultad de mantener 135 posiciones en tierra hostil con efectivos tan reducidos en número, a su vez repartidos por montes, páramos y vaguadas. Con sus catorce soldados, Vicente
tenía que guarnecer la posición principal y dos avanzadillas en el monte Uiel. Se decantó por la
más cercana. Cuatro policías en aquel rocoso mirador y los diez restantes con él. Sabía que se
obligaba a un continuo sube y baja desde un emplazamiento a otro si quería asegurarse que
sus instrucciones se entendieran y cumplieran. Volvían los tiempos hoscos de Bucherit.
Sidi Yagub era puesto situado junto a la orilla derecha del Gan. Fue posición instalada
para proteger el paso de los convoyes de suministros y el avance de las columnas de Caballería al cruzar el Gan, que es cauce sin agua desde julio a octubre. Y eso los años húmedos,
raros de ver. En consecuencia, Sidi Yagub era puesto-abrevadero para cuando el Gan se limitaba a parecer modesto río y no un barranco emboscado de fusiles.
Para todo observador acodado a los parapetos de Sidi Yagub, las vistas eran asimétricas: despejadas e inquietantes hacia el noroeste, oeste, suroeste y el sur; dominios de los
Beni Tuzin, Beni Urriaguel, Bocoya, Taffersit y Tensaman, cinco tribus de cuidado, por cuanto
sus pobladores maestros eran en el manejo del fusil. En cambio, hacia el noreste, este y sureste, donde habitaban los Beni Said, Beni Sidel, Beni Bu Ifrur y Quebdana, tribus sometidas las
cuatro, pero también los Beni Bu Yahi y Metalza, insometidas ambas, las panorámicas del
terreno nada mostraban al quedar ocultas por montes y portillos como el de Tizzi (paso de)
Uindor, que hacía de pasadizo de escape, a la vez que túnel de ataque hacia Sidi Yagub. El
norte, en su integridad cardinal, era horizonte tapado. Esa ceguera resultaba tanto más amenazante cuanto que hacia ese norte difuso se dirigían las columnas provenientes de Melilla:
Annual bloqueada estaba al hallarse bajo asedio Igueriben, su guardiana táctica y bandera
ética de referencia. Desde el 17 de julio se luchaba a muerte por Igueriben. En aquel espolón
amarillo peleaban los hombres del comandante Julio Benítez, negados a rendirse.
A media tarde del viernes 21 de julio se supo que Igueriben había sucumbido: la guarnición entera, salvo unos pocos, muerta. Una treintena de enloquecidos supervivientes, ojos desorbitados, pómulos hundidos y labios cuarteados y terrosos de los que no salía palabra inteligible alguna, alcanzaron Annual. Cuatro murieron, entre espasmos y vómitos, tras atracarse de
Los sacrificables
Sidi Yagub en alerta: Benítez muerto en Igueriben; Silvestre suicidado en Annual
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
ocurría, Vicente los metía en un camión y con ellos se iba hasta Bu Bekker. Allí tenían consulta
dos jóvenes médicos, el capitán Miguel Palacios Martínez, de 26 años y el teniente Juan Pereiro
Coustier, de 28. Entendían de síntomas y excusas. El que más, Palacios, un soriano con arrestos
y vista radiográfica. A los enfermos auténticos curaba y a los falsos espantaba. Vicente volvía
siempre contento. Nadie de su gente disimulaba. Quien escurría el bulto era el coronel Francisco Jiménez Arroyo, jefe del regimiento África nº 68. Lo que ese hombre no hacía o impedía hacer
era un clamor a lo largo del frente. Este coronel se pasaba meses sin dignarse coger un rápido
y pasar medio día al menos en su circunscripción, Telatza de Bu Bekker. Su destino estaba en los
cafés y casinos de Melilla. Y eso que era el segundo jefe de la Junta de Defensa en la plaza. El
primero era el coronel Silverio Araujo, a quien rara vez se le veía «en el campo» de operaciones.
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Los sacrificables
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agua y pan a puñados. Los que se contuvieron en sus ansias resumieron lo ocurrido: el comandante había muerto en el parapeto y sus oficiales con él. Cabía suponer que alguno hubiese sido
hecho prisionero, no sus mejores capitanes, pues aunque solo hubiera uno —Federico de la Paz
Orduña, al mando de la artillería—, los demás, fuesen tenientes, alféreces, sargentos, cabos o
soldados, capitanes fueron todos cuantos en Igueriben lucharon y bajo su bandera rojigualda
cayeron. La muerte de Benítez anticipaba la del ejército si este emprendía la retirada. ¿Qué decisión tomará el general? La pregunta en boca de todos. Silvestre había llegado a Annual esa
misma mañana. Muchos le habían visto pasar en su coche. Tras él cabalgaban dos escuadrones
de Regulares, la última fuerza a caballo que en Melilla quedaba. Aunque los mejores jinetes, los
del Alcántara, escalonados entre Drius, Ben Tieb y Bu Bekker esperaban órdenes. Su coronel,
Francisco Javier Manella, estaba en Annual. Junto a Silvestre. Eran amigos desde hace años.
Todo el ejército se hallaba en primera línea de frente. Melilla era la segunda línea. Las
reservas, agotadas. Se habían pedido tropas de refuerzo al general Berenguer en Tetuán y
60.000 granadas de cañón, kilómetros de alambre espinoso, ambulancias y equipos de cirugía al ministro Eza en Madrid, pero ninguno había enviado cosa alguna: ni batallones, ni
ametralladoras, ni cañones, ni proyectiles; ni ambulancias, ni material quirúrgico. Los artilleros de Annual rebuscaron en los armones de sus baterías. Reunieron veinte granadas por
pieza. Lo mínimo para un combate. Y después a santiguarse.
De Silvestre decían que buscó la muerte en el camino hacia Igueriben, empeñado en
cargar pendiente arriba con los escuadrones de Regulares, pero que sus ayudantes y otros
jefes se lo impidieron. El resultado fue que la columna de Annual, algo más de cinco mil hombres, perdió el norte al perder su jefe criterio táctico e impulsos resolutivos. El resto del ejército desplegado, nueve mil hombres, quedó sin saber qué hacer ni en qué pensar, como no
fuese morir en sus puestos o escapar del desastre en puertas. Fue entonces cuando llegaron
nuevas órdenes en respuesta a diversas peticiones. Se desmantelaban puestos y sus guarniciones se repartían entre las posiciones más valiosas o amenazadas. Sidi Yagub fue de los
reforzados. El teniente Vicente pasó a tener 32 askaris a sus órdenes y disponer de «siete
elementos de ganado»: seis mulos y el mismo caballo.
Puede que esos refuerzos le fueran concedidos a Vicente por el valor estratégico de su
posición e influencia sobre enclaves próximos. En tal caso, valedores de Vicente pudieron ser
los jefes de Batel y Tistutin, enclaves enfilados desde los montes Hamsa y Uiel si sus cimas
eran ocupadas por los rifeños. En Batel mandaba el capitán Adolfo Bermudo y en Tistutin el
teniente coronel José Piqueras, quienes, de haberlo así decidido, cursaron su petición al coronel Morales como jefe de la Policía Indígena. A Morales se le localizaba en Annual, junto a
Silvestre, a quien tutelaba sin desanimarse, porque el general no seguía sus consejos. Lo
cierto es que Sidi Yagub, a fecha 22 de julio, contaba con más del doble de su guarnición
habitual. A Vicente, esos 32 policías le parecieron un batallón. Y supo utilizarlos con arreglo a
su carácter: dividir sus fuerzas, pero teniéndolas a mano: seis policías en cada avanzadilla;
los veinte restantes, con él al frente, en la posición. Desde allí lanzaría sus contraataques. Vicente había fortificado tres Bucherit y estaba dispuesto a defenderlos hasta la muerte.
En el Rif, las noticias llegaban con rapidez, máxime si poseían carácter bífido: triunfantes para unos, catastróficas para otros. En la tarde de aquel 22 de julio de 1921, a lo largo
de las pistas entre Bu Bekker, Drius, Arruit, Zeluán y Nador, se sabía lo ocurrido: Silvestre se
había suicidado en Annual; sus tropas habían entrado en caótica desbandada en la subida
al Izzumar y allí yacían muertas unas e inútiles otras: las llegadas a Melilla por su estado
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Por su comportamiento antes, durante y después de cada acción de guerra, que su expediente personal confirma, Moisés Vicente en modo alguno pertenecía al género de militares contemplativos. Consciente de sus responsabilidades y enterado de cuanto sucedía, estamos
obligados a situarle en el lugar donde él pudo sentirse útil al Ejército y orgulloso de sí mismo:
en una de las dos avanzadillas, la más adelantada a Sidi Yagub. Desde ese punto elevado,
Vicente y sus policías estaban a unos mil metros de cuanta fuerza se replegase o avanzara
por la carretera. Excesiva distancia para un francotirador, no así para descargas disuasivas.
Pero si descendían al pie de monte, lengua de tierra extendida hasta seiscientos metros de la
pista, la cuestión sufría un vuelco en lo balístico y otro en lo táctico. A esa distancia, con una
trayectoria de tiro casi horizontal, el pelotón que mandaba Vicente, integrado por tiradores
de primera, podía hacer mucho daño al enemigo, incluso forzar el repliegue de una harca de
doscientos hombres.
Al alba del 23 de julio, el jefe de Sidi Yagub es un vigía más en las avanzadillas del monte Uiel. Para evitar que sus siluetas, recortadas sobre el cielo, les descubrieran, han descendido
a media ladera y se han camuflado entre matojos y piedras. La pista de Drius a Arruit, desierta.
Ni vehículos, ni tropas a pie o a caballo. Sin haber salido el sol, uno de los policías avisa al teniente: llega un camión por la izquierda y le precede un coche rápido, uno de los Ford de 20 HP
utilizados por jefes y oficiales. Proceden de Drius. El camión lleva su caja para transporte cubierta por unas lonas. Los dos vehículos cruzan sin problemas el Gan por el puente bajo que
enlaza sus orillas. Al pasar sobre una sucesión de baches, una de las lonas se suelta y en el
hueco aparecen tres cabezas, dos de ellas vendadas. El camión transporta heridos. Nada más
sobrepasar las barrancadas del Uiel, disparos en rápida sucesión. El Ford zigzaguea para dificultar la puntería del enemigo, pero el camión gira a su izquierda con tal violencia que por poco
vuelca. El conductor logra recuperar la estabilidad, enfila la pista y acelera. El Ford no había
aminorado su marcha, antes al contrario, parecía volar. Era solo una mota oscura alejándose
en dirección a Monte Arruit. Vicente y los suyos no podían saberlo, pero habían sido testigos del
tiroteado paso de los supervivientes de Igueriben, la inmolada y jamás rendida. Treinta y uno
iban en ese camión. Salvados en Melilla horas después. Todos volverán a sus casas.
Los disparos que por poco matan al conductor del camión provenían del yebel Hamsa,
enfrente de Batel y a la derecha del Uiel. Una veintena de pacos, especialistas en el tiro a
larga distancia, moraban allí. Vicente había dado orden de no hacer fuego. No podía desvelar
su posición por un auxilio que nada resolvería. Constató que los defensores de la otra avan-
Los sacrificables
Huidos que no deberían huir y heridos rematados de los que uno se salva
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
anímico y físico. Navarro, segundo jefe de la Comandancia, no pudo pasar de Drius al hallarse en manos rifeñas Ben Tieb, incendiado por las tropas del capitán Lobo Ristori al replegarse
con su columna de 70 heridos, escoltado por los jinetes del Alcántara. Navarro seguía en
Drius, empeñado en reunir unidades dispersas y recuperar material utilizable. Todas las posiciones estaban siendo atacadas y muchas ardían tras ser abandonadas.
En Sidi Yagub, el teléfono falleció de repente. Cortada la línea. Esta incomunicación se
multiplicó hasta silenciar el Rif de punta a punta. Los jefes de las posiciones dependían del
telégrafo óptico. Pero los mensajes por heliógrafo podían ser malinterpretados, incluso transmitidos con errores funestos si la canícula se densificaba: el sol velado resultante invalidaba
el sistema. Cada jefe de puesto decidiría por sí y sus vecinos también.
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zadilla guardaban silencio. Mejor convertidos en piedras que en difuntos. A los rifeños les
importaban Batel y Tistutin, campamentos repletos de botín. De Batel ni un tiro. Los soldados
de Bermudo sabían que estaban enfilados desde el Hamsa. Como carecían de artillería, mejor reservar las municiones para los asaltos que encajarían.
Retumbes de artillería próxima. Dos trallazos seguidos. Leve pausa y dos más. Los cañonazos no cesaban, siempre dos a dos. Media batería, dos piezas hacían fuego. Undécimo
disparo. Y el duodécimo, solapado. El sonido llegaba desde los montes que rodean Ben Tieb,
lugar incendiado, que todavía humeaba. De improviso, un crepitar como de ramas secas ardiendo. Fuego de fusilería entre infanterías enfrentadas. Vicente no lograba situar su procedencia, pero él y su gente eran auditivos testigos del segundo día de resistencia en Intermedia A, posición al oeste de Ben Tieb, sobre un monte con forma de sombrero de brujo, de color
morado y con empinadas laderas. Allí, en lo alto, resistían ochenta soldados, tres tenientes y
un capitán, José Escribano Aguado, de 38 años. La harca no podrá con ellos. Todos, menos un
desertor, morirán días después (27 o 28 de julio). Cayeron superados por el número, invictos
en su heroica ejemplaridad.
El silencio ha vuelto a la carretera y el campo al suyo. Sube el sol y el calor pasa a ser
insufrible castigo. En el Uiel, los policías se remueven, retiesos y doloridos. Llevan allí desde
medianoche. El agua se acaba. Vicente se ve forzado a tomar drásticas decisiones: quedarse
él arriba con los más fuertes, mientras los menos resistentes descienden a Sidi Yagub, donde
repondrán energías. Reducir la fuerza expuesta, base de toda supervivencia. Cuando el sol
decline, los desfallecidos se reincorporarán a las avanzadillas. Y esa segunda noche por llegar les será más llevadera.
Coches en la carretera. Por la izquierda. Una fila de coches de mando. Se acercan en
columna. Los dos primeros muy juntos, espaciados los que siguen. Vienen tan rápidos que ya
están ahí. Vicente ignora la causa de semejante estampida de automóviles, que responde a
una decisión fatal por lo incoherente: el general Navarro ha dado orden de que todas las
tropas reunidas en Drius salgan hacia Batel. Drius será abandonado e incendiado. Lo mismo
que el teniente coronel Romero Orrego, jefe de la guarnición de Cheif, decidiera al amanecer,
provocando un desastre en el que encontró la muerte. Quiso dar ejemplo y salió de los últimos. Y allí quedó José Romero Orrego, de 53 años. Su cadáver no será de los identificados.
Su columna muere: de 604 hombres se salvarán 38.
En Drius, lo que ordenase Navarro le enfrentó a Pérez Ortiz, contrario, como otros jefes y
oficiales —Armijo, Écija, Lobo, Marqueríe— a prender fuego al mejor campamento del Rif. En
Drius había tres baterías de artillería, municiones, víveres y agua: la menguada pero salvadora
corriente del Kert, accesible a corta distancia. Navarro ha impuesto sus galones y los demás tienen que inclinarse ante una orden que no es tal, sino desorden en fulminante progresión. Grupos
de oficiales, heridos los menos, acobardados los más, confusos todos, perciben que no hay cabeza, ni plan, ni salvación de seguir así y allí. Crispados, suben a sus Ford, ponen en marcha los
motores y escapan. Navarro, abrumado, tolera semejante huida. Y, desesperado, autoriza que
salgan tres camiones con heridos. Sin escolta alguna. Los pocos camiones disponibles se reservan
para transportar municiones y más heridos, pues son casi cuatrocientos los reunidos en Drius. En
el último momento, una remendada ambulancia, sobrecargada con personal civil, oficiales y
soldados, se suma al convoy de camiones en fuga. Ninguno logrará llegar a Melilla.
En el monte Uiel, Vicente hace una seña a sus hombres. Llegan los Ford. Van a todo lo
que sus motores dan: noventa kilómetros por hora. Pasan como flechas. Al cruzar frente a
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Batel, fusilada general. Se perciben los impactos en las ventanillas, puertas y ruedas, pero
esos bólidos siguen a toda marcha. Menos uno, que gira sin control y, tras violenta frenada,
queda cruzado en mitad de la pista. Al chófer se le distingue, exánime, sobre el volante. La
puerta trasera izquierda se abre y un oficial sale sujetándose el abdomen. Trastabillea y cae
al suelo. Por la derecha salen dos oficiales, que abren fuego con sus pistolas. Dos hombres
pegando tiros, a pecho descubierto, contra una montaña de tiradores. Su intención es rodear
el coche para llegar hasta el herido. Alcanzados a la par, caen. De improviso, se incorporan
como resortes. Las ansias de vivir y socorrer. El oficial herido mueve uno de sus brazos como
diciéndoles que se salven ellos. Sujetándose uno al otro intentan alcanzar la cuneta opuesta.
Desde los blocaos de Batel abren fuego contra los pacos del Hamsa. El monte devuelve, multiplicados, esos tiros. Uno de los oficiales cae en la cuneta, el otro se desploma en la pista. El
primero gira sobre sí, trepa como puede, atrapa un brazo de su amigo e intenta arrastrarlo
consigo. Una ametralladora tabletea en Batel. Un cargador, otro y otro. Los fusileros del Hamsa esperan. Antes de que un nuevo cargador haya entrado en la recámara, disparan. Los
cuerpos impactados se agitan y agarrotados, pero al fin juntos, dejan de moverse.
Aparece otro Ford. Un bólido como los anteriores. Al distinguir la escena, su conductor
reduce la velocidad. Los pacos del Hamsa aguardan, dedo en el gatillo. A la altura del coche
cruzado en la pista, el Ford frena. Y el conductor se da cuenta: un muerto al volante, un oficial
que agoniza en el suelo, dos muertos en la cuneta. Crujido seco en la caja de cambios, respingo del motor por el acelerón exigido y el Ford que sale disparado haciendo eses. Se sabe
apuntado a muerte y quiere burlarla. Lo consigue. Desde el Hamsa acribillan la nube de polvo
que el Ford deja tras de sí. El silencio llega y ocupa el hueco.
Un Ford más en la distancia. Desde el Hamsa le dejan aproximarse. No va muy rápido.
Su conductor para el coche junto al otro Ford, protegiéndose con este. Salen cuatro oficiales,
uno de ellos el que conducía. Dos corren hacia el agonizante, tumbado boca arriba, sus manos sobre el vientre. Los restantes, parapetados tras las carrocerías, disparan sus Maúser. Así
no lograrán salvarse. Los ametralladores de Batel vuelven a sus tableteos. Una ametralladora
contra un monte de fusiles. Vuelven los rescatadores, que sujetan al oficial malherido. Lo introducen en el vehículo sin miramientos y detrás van ellos. Derrame de tiros. Saltan cristales y los
faros explotan, pero el conductor es hábil. Gira en redondo y mete al Ford en el arcén opuesto; levanta formidable polvareda e insiste en su fuga, puntilleada de impactos, por detrás
nube de polvo que crece y se le echa encima. Una o más ruedas lleva pinchadas. Volantazos
a izquierda o derecha según los obstáculos que surgen. El Ford sigue adelante, en el borde de
la nube que le persigue. Pasa de ser forma maciza a objeto fugaz, que corre en dirección
contraria, hacia Drius, alejándose del camino de ronda que bordea Batel. La nube no le suelta y el conductor se deja apresar. Los tiradores del Hamsa dejan de apuntar. No ven nada. La
polvareda se posa con una lentitud exasperante. Los fusiles del Hamsa siguen callados de lo
ciegos que se sienten. La nube de polvo hace tierra. Y según se asienta, la realidad se manifiesta: el Ford no está. Ha desaparecido. Volcado en una zanja o cobijado entre los muros de
Batel. Los pacos del Hamsa, absortos. Y los policías del Uiel, admirados.
Un camión a lo lejos. Viene de Drius y se acerca con rapidez. No hay tal camión, es una
ambulancia. Primeros disparos. Se ven los impactos en la carretera. Los pacos apuntan a las
ruedas. El conductor describe eses, lo cual le obliga a reducir su marcha. Los tiros penetran
en la carrocería, en las ruedas, en la cabina. La ambulancia pierde velocidad. Intenta llegar a
Batel. Pasa por delante del silencioso Uiel. El Hamsa escupe fuego sin cesar. La ambulancia
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Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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zigzaguea. Tiende a situarse en paralelo a la cuneta izquierda, buscando el amparo de Batel.
Que responde con sus armas. Descargas de unos contra otros. El vehículo, en sus vaivenes,
recibe tiros de todos. No caben amigos en fuego cruzado. La ambulancia gira hacia Batel, se
embute en el arcén y allí queda, semivolcada y humeante. Encaja tiro tras tiro. Nadie sale de
la cabina. Nadie abre las puertas de atrás. La ambulancia ha muerto; sus ocupantes gritan.
Batel permanece en silencio.
Chasquidos lejanos. Otra vez tiros de fusil. Cerca se oyen. Sucesión de disparos sueltos y un retemblor extraño. Es un turbión de sonidos, espiral cuya intensidad estremece. Son
aullidos más que gritos. La onda se hace vocerío ululante, adquiere potencia hasta convertirse en múltiple alarido y, como guillotinada, a todos esos parecidos de voces los degüella y
mata. A lo lejos, la pista deja de ser recta limpia para cobrar aspecto de calzada cubierta de
extraños residuos. Cuesta distinguir que son cadáveres.
A pocos kilómetros del monte Uiel, tres camiones salidos de Drius, sobrecargados de
heridos —uno de ellos con sesenta soldados amontonados como sacos de carne—, han roto
sus ballestas y volcado su doliente cargamento en las cunetas o se han incrustado en la pista,
amputados de sus soportes, hundidos por su propio peso. Desde las ruinas de Dar Azugaj,
posición saqueada, una muchedumbre de alimañeros, viejos y jóvenes, surgida del abismo de
los peores odios, se lanza sobre la inerme masa. Los heridos que se ven capaces de correr, lo
intentan; los que ni moverse pueden se encogen en posición fetal; otros abren sus brazos en
signo de súplica, que intuyen insuficiente. A unos les abren el vientre o les rajan el cuello, a
otros los tirotean a quemarropa o desnucan a culatazos. Y por sus despojos disputan. Los
restos de esa cacería de personas cubren la pista.
El mediodía cumple su horario y deja paso a la tarde. Con ella se presenta una tambaleante figura. Procede de Drius, lugar que no cesa de enviar horrores. Es un militar, que titubea y en el suelo acaba. No se ha oído un solo disparo. Desde el Uiel le dan por un medio
muerto que se deja morir. De pronto, el superviviente se incorpora y mueve sus brazos. Un Ford
a lo lejos. En supremo esfuerzo se planta en medio de la pista. El Ford, máquina guiada por
mente canalla, no se desvía en su trayectoria. En el último instante, el herido se echa atrás. La
muerte silbante le pasa a un palmo. Su cuerpo, desequilibrado por la succión del automóvil,
se desploma. El Ford se aleja. Nadie le dispara; todos le maldicen. El herido se levanta y vuelve a andar. Va dando tumbos. Los pacos del Gan no le disparan. Han decidido utilizarlo como
cebo. Los que detengan sus coches a recogerlo, morirán; el hombre-cebo, no. Para eso está,
para atraer víctimas. En el Uiel, es lícito suponer que los policías de Vicente discutieron. Tenían a tiro a ese pobre soldado. Matarlo era lo mejor. Para él y los muertos que evitaría. Frustrados pero disciplinados, desisten.
La doliente figura mueve sus brazos. Esta vez es un camión. Tampoco aminora su marcha. Y el que debe apartarse es el herido, que al suelo va. La secuencia se torna insoportable.
El hombre se pone en pie y reemprende su vía crucis. Al rato, se detiene, a un lado de la pista.
Otra vez esos brazos al aire, que buscan conciencia más que auxilio. Segundo camión a la
vista. Se acerca rápido, con polvareda cómplice. Y cuando parece que pasaría de largo pues
sitio tiene, el conductor frena, el camión se orilla, la puerta de la cabina se abre y dos manos
atrapan al militar suplicante, alzándole a pulso. Bastan unos segundos para verle antes de que
la puerta se cierre: ropa en jirones, rostro acuchillado, cuerpo ensangrentado y lo poco que de
uniforme le queda, en tiras. El camión acelera. Desde el Gan al Hamsa le disparan con insistente ansia. Quieren matar a todos: rescatadores, rescatado y al camión rescatador. Inútiles
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
En la tarde del 23 de julio de 1921, decidido por Navarro el repliegue del ejército hacia el
enlace Batel-Tistutin, con la esperanza de subir sus desarticuladas tropas a los trenes de socorro enviados desde Melilla, la casi totalidad de las posiciones españolas situadas a lo largo
de la ruta Drius-Arruit habían sido incendiadas o abandonadas. Por la izquierda del ejército
en retirada y a distancia de tiro de fusil de la carretera, ocho posiciones había en la margen
izquierda (sentido del repliegue hacia Melilla): Dar Azugaj, Amesdan, Dar Busada y Busada 2,
Assel, Tiguinez, Usuga y Tauriart Medrin. Todas ellas vacías de defensores.
En la margen derecha, ocho también eran las posiciones: Hamman, Uestia, Uiel 1 y 2,
Sidi Yagub, Pozo nº 2, Yasar y Kuirat El Uta. De estas otras posiciones, la mitad habían sido
asaltadas y saqueadas. Jefes españoles de puesto quedaban dos: el teniente Vicente en Sidi
Yagub y el cabo Luis Arenzana Landa en el Pozo nº 2. El primero se mantenía firme en su posición y parte de su tropa vigilaba la carretera desde las alturas de Uiel 1 y 2. El segundo se
veía rodeado de harqueños, atraídos por el agua del pozo, extraída con un motor de gasolina.
Ese agua era vital para las familias rifeñas y el ganado de la zona.
Cuando la columna Navarro se fragmente en su caótico cruce del Gan y parte de su
fuerza logre salvarse gracias al sacrificio de los jinetes del regimiento Alcántara, Vicente y
Arenzana quedaron solos. Ante sus responsabilidades. El jefe de Sidi Yagub caerá en su puesto; el jefe del Pozo 2 hará creer al Ejército de África y a toda España que defendió su posición
hasta lo inverosímil: resistir el asedio de la harca, causar graves pérdidas al enemigo —los
«cuarenta y tres cadáveres de moros», por él contados en su última descubierta, nada menos
que «el 30 de agosto»—, romper el cerco y alcanzar el Marruecos francés, salvando así a los
ocho hombres de su pelotón, incluidos tres escapados de otras posiciones cercadas, entre
ellos el alférez Ildefonso Ruiz Tapiador, de solo 20 años y jefe del dispersado destacamento de
Dar Azugaj, el cual «se puso a sus órdenes».
Arenzana engañará a todo el mundo: al teniente coronel Tamarit, que le recomendará
para la Laureada; al general Picasso, fiado en los razonamientos de Tamarit; al Consejo Supremo de Guerra y Marina, que ordenará la apertura del juicio contradictorio. La farsa concebida por Arenzana crecerá a lo largo de cuatro años y cuatro meses, hasta el 13 de octubre
Los sacrificables
Héroes de mentira y de verdad: ser testigo de gesta y morir sin relatar lo vivido
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
rabias. El camión coge velocidad y esta fuerza le convierte en vehículo blindado. Al cruzar ante
las avanzadillas del Uiel, Vicente y los suyos ven pasar a ese cadáver sentado de perfil al cual
se lo llevan a enterrar en Melilla o donde se tercie, porque poca vida le puede quedar.
Ese hombre repetidas veces muerto es Ismael Ríos García, alférez de 21 años, superviviente de dos matanzas y reiteradas cobardías: la retirada desde Cheif a Drius; el convoy de
heridos de Drius a Batel, adonde jamás llegaron tras partirse las ballestas de los camiones
que les trasladaban y quedar a merced de los salteadores rifeños, que les mataron; el bestialismo cobarde de los conductores españoles de automóviles y camiones, quienes le esquivaron con desgana y no le aplastaron de casualidad. El joven Ismael se ha salvado porque
Guillermo Vidal Cuadras, de 29 años, teniente artillero destacado en Cheif, le ha reconocido.
El alférez Ríos asombró a los médicos del hospital Docker en Melilla: «veintiocho heridas de
gumía» contaron en su cuerpo. Su caso será uno de los detallados por el general Picasso en
Expediente encausatorio que hará historia. Ismael Ríos fue el superviviente nº 38 y último de
la columna del teniente coronel Romero Orrego.
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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de 1925. Llegado ese día, el entonces sargento Arenzana no pudo soportar el peso de sus
mentiras. Y confesó: ninguna resistencia hubo en el Pozo nº 2; sí un apaño de capitulación:
ellos darían agua a los rifeños y sus ganados a cambio del respeto a sus vidas y recibir alimentos. Ni epopéyica travesía hacia el Marruecos francés ni bravura inaudita. El falso héroe
ordenó a su atemorizada tropa —de los ocho españoles, todos menos uno testificaron a su
favor en el juicio—, que entregasen su armamento a la harca, constituyéndose en prisioneros
de primera, con agua, comida y buen trato. No hambrientos y maltratados como los cerca de
quinientos españoles cautivos en Axdir. Las instituciones, militares y políticas, respondieron en
gesto consabido por lo histórico de sus usos en España: ocultar el escándalo, tapar las mentiras, aparentar rutinaria normalidad.
Moisés Vicente Cascante era hombre de otra pasta. Ese 23 de julio de 1921 será testigo de una epopeya: la ruptura del frente de emboscada, que la harca tenía preparado en el
Gan. Hacía allí caminaba, desmoralizada y despeada (sin poder casi andar), la columna
Navarro que saliera de Dar Drius y pretendía llegar a Tistutin para coger el tren de la vida.
Desde las avanzadillas del Uiel, pero también desde el ángulo noroeste de Sidi Yagub,
Vicente y los suyos veían esa trampa tendida sobre unos trescientos metros, tachonados de
fusileros reconvertidos en matojos y pedruscos. Un foso que cruzar y una fosa para rellenar
de muertos. El teniente y sus policías, de los que creemos le fueron fieles en su mayoría —al
igual que harían con respecto al teniente Bernal y el alférez Dueñas, los setenta policías que,
junto con artilleros, infantes y telegrafistas españoles, constituían los ciento veinte defensores
de Tazarut Uzai, muertos todos menos siete en la noche del 25 al 26 de julio—, se quedaron
con él. Por su código de honor, en el que la valentía es la única atadura para los auténticos
guerreros; por el respeto recibido de su jefe natural, al que admiraban; por una irresistible
tentación: cómo superaría ese pequeño ejército emboscada tan grande y qué harían esos
escuadrones de jinetes que se disponían a cargar.
Vicente y su pequeña tropa testigos a la fuerza fueron de: la titubeante llegada de las
gentes de Navarro a los bordes del Gan; las primeras descargas rifeñas que abatieron filas y
filas de soldados; del caos que reventará como granada rompedora y destrozará, uno tras otro,
tres de los cuatro bloques de ese desamparado ejército; la inesperada resistencia del cuarto
bloque —el regimiento de San Fernando nº 11, guiado con mano firme por el teniente coronel
Pérez Ortiz—; del desorden y la desmoralización que todo lo revuelven; la agobiante sensación
de que ninguno de los allí atrapados saldrá con vida. Y el factor determinante, que disparatado
parecía siendo consecuente: los seis escuadrones del regimiento Alcántara, que se dividen en
tres masas y se lanzan, grito alto y sable en mano, contra la muralla rifeña. En ella penetran,
entre sus escombros matan y mueren y al final la derrumban, pues logran sobrepasar el cauce
y galopar en pos de inconcreto horizonte. De ese punto indefinido, que es Batel, regresarán
para volver a cargar. Tres veces más. Y más que hiciera falta. Han vencido y muerto a la par.
Inmensa hazaña, insufrible pesar.
Se impone el silencio nacido de lo mucho sentido. Y después el vacío. Vicente sabe que
su defensa de Sidi Yagub tiene las horas contadas. Sus policías no pueden ignorar la realidad
hostil: Isbania (España) derrotada y sus soldados muertos a miles, su castrense fama difunta,
sus posibilidades de reconquista, nulas. El teniente sopesa tres opciones: licenciar a sus policías, exigiéndoles que le dejen sus fusiles; convertirlos en partida de guerrilleros con él a la
cabeza, quedarse en Sidi Yagub y resistir él solo. Lo primero le repugna, porque desarmar a
un rifeño ante otros supone desnudarle en público; lo segundo le atrae por lo temerario, lo
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
El 10 de enero de 1922, las tropas del general Cabanellas, en audaz arremetida combinada
entre la Caballería y los camiones blindados, se presentan ante el chamuscado campamento
de Drius y lo toman al asalto. Sin resistencia. Los harqueños han escapado minutos antes. Aún
hierven, en estupefactos fuegos, teteras y fiambreras. La sorpresa conquista sola. Es un triunfo
para los asaltantes: nueve cañones, de los perdidos en los días de julio, les aguardaban. En el
camino a Drius han sobrepasado columnas de cadáveres y materiales de todo tipo. También
caballos. Y eran tantos y seguían tan en formación, que solo podían ser los del Alcántara. Con
el pensamiento puesto en lo que sucedió y pudo evitarse o en lo que se consiguió cuando todo
estaba perdido, oficiales y soldados se alejan de la carretera. Las formas de una posición casi
intacta les dan hosca bienvenida. Es Dar Azugaj. La tropa busca aire limpio que respirar y una
vista despejada de horrores insepultos para dormir esa noche en paz.
Uno de esos hombres luce las enseñas de Sanidad Militar. Charla con otros militares.
Se comenta lo evidente y se presiente lo que vendrá: una reconquista tan devastadora como
la retirada. El médico se queda solo. Pensativo y quieto. En ese instante oye un disparo y
siente un golpe en el pie izquierdo. Somete su cuerpo a un giro brusco y rueda por el suelo,
apartándose de la línea de tiro. Acuden compañeros y soldados.
Está ileso: la bala ha destrozado su bota, agujereándola y saliendo por el lado opuesto. Del trallazo de su recorrido solo quedan unos respingos de cuero desgarrado y cordones
segados al ras. El proyectil «ha impactado en el empeine del pie izquierdo y atravesado el
calzado, sin herida ni contusión alguna». Se ha quedado sin bota, pero no hay dolor y puede
andar. Un centímetro más abajo, dos meses de escayola y al final cojo.
El grupo observa el lugar de procedencia del disparo: el yebel Tisguaguin. A la izquierda de esa masa, otra menos imponente. El Uiel. A sus pies pasa el Gan, que un hilo de agua
lleva en pleno invierno. El Tisguaguin parece sin vida. Vete a buscar el paco, comentan algunos. El médico se ha salvado porque el tirador no ha calculado bien la caída del proyectil a
esa distancia —mil metros o más— ni corregido el alza. Apuntó a ojo, por encima del blanco.
El ángulo de tiro y alza tan burda bastaron para proteger la vida a su víctima.
A partir de este incidente, reflejado en el Expediente B-2355, es lícito suponer que se
dieron dos opciones para una conclusión: el médico avisa de lo sucedido al coronel jefe de su
columna: De resultas de ello, se monta una batida por la zona en busca del francotirador y sus
asociados. Una descubierta de tal porte exige tiempo y fuerzas en consonancia para llevarla a
Los sacrificables
Un capitán médico con suerte y restos humanos con fecha del día de su muerte
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
tercero corresponde a su ética. Formar una guerrilla era cosa posible. Tiempos de muerte y
saqueo vivían. Lógico sería robar a tantos saqueadores impunes. Podrían así recuperar objetos personales de los españoles muertos, reliquias de incalculable valor para sus familias. Se
hicieran eso, en Melilla serían héroes. Cumplida tal misión, el que quisiera podría volver a su
cabila y él, como oficial, respondería de que nadie le ofendiera o persiguiera. El que prefiriese
seguir bajo su mando, sería ascendido y propuesto para una cruz pensionada de llegar juntos a Melilla. ¿Planteó tal disyuntiva Vicente? Probable era a fuer de ser razonable. Por último,
disponía de su voluntad, cartucho de calibre desconocido, propio de todo militar de una
pieza: permanecer en su puesto. Con dos salidas: capitular ante rifeño amigo o pegarse un
tiro. En sus últimas horas, dos penalidades Vicente afrontó: no volver a ver a su familia; no
poder relatar a nadie lo mucho vivido ese domingo 23 de julio, que por tantas vidas valía.
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Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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cabo: dos compañías de Infantería y medio escuadrón de jinetes. La otra opción invertiría los
medios a emplear en beneficio de la rapidez para anular tal amenaza sobre la única ruta directa que enlazaba Melilla con el punto más avanzado del frente: media compañía, con una sección de Caballería y apoyo aéreo —las escuadrillas con base en Taiuma— para cubrir un mayor radio de búsqueda en breve plazo, no más de hora y media, dado que la concentración de
fuerzas en Drius superaba entonces los diez mil hombres; su aprovisionamiento era prioritario y
no admitía demora. En cualquiera de estas opciones pudo participar el oficial médico en cuestión, interesado en cumplir su misión esencial: reconocer la línea de puestos a un lado y otro del
Gan con el fin de localizar e identificar los restos de oficiales y soldados; sobre todo de los primeros, pues sus familiares solían poseer mayor capacidad de influencia social y periodística.
Ese mismo día en que el capitán médico salvó su vida por un pelo, como mucho el día
después —el tráfico Melilla-Drius no podía suspenderse por un paco o grupo de tiradores—,
Palacios inspeccionaba los bordes del Gan en busca de los hombres perdidos en 1921.
En el legítimo afán por ofrecer consuelo a las familias de los desaparecidos, coincidirían las tropas encargadas de tan fúnebres descubiertas con las tropas muertas en sus sitios
de honor y desesperación, que fueron tantos como aquellos en los que mandase el sálvese
quien pueda. Y entrarían en Sidi Yagub, posición desmochada pero no vendida. Enfrentados
a los muertos, los soldados-enterradores harían un pasillo al médico, uno de los forenses que
actuaron tras el Desastre y así lo hicieron medianamente asimilable.
Y fue allí, en esa curva del Gan, donde la tierra parece enemiga del agua y de hecho
lo es; donde los montes a nadie acogen de buena gana y perdón tampoco ofrecen, uno más
entre los cadáveres desperdigados, solitario defensor caído en la posición abandonada por
otros, momificado bajo los soles de julio y los hielos de enero, tangible en su presencia, intacto en su palabra defendida, apareció el tenientillo valiente nacido en Jaca. Le reconoció su
antiguo camarada, el capitán médico Palacios. Lo que sigue es el texto literal que figura en el
Expediente B-2355, relativo al apunte datado «enero de 1922»:
«Según certifica el teniente (sic) Miguel Palacios, ha reconocido los restos en Sidi
Yagub, resultando ser los del teniente Moisés Vicente Cascante, que falleció, en
dicho punto, el 25 de julio del año anterior».
Por semejante precisión forensal, inusual para el hecho en sí, que solo pudo confirmar quien
conociese las circunstancias de la muerte del jefe del destacamento de Sidi Yagub y al propio
difunto en vida, quien esto escribe abordó un trabajo de medio año de reconstrucción de los
heroísmos contrastados y olvidos consumados, que llegan a su fin.
Apunte biográfico sobre un médico republicano, que perdiera su africana suerte
Miguel Palacios Martínez había nacido en Deza (Soria), el 30 de abril de 1895. Sus padres se
llamaban Miguel y Eusebia. Su hijo ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar el 24 de febrero de
1920 y desde el día de su entrada ostentaba la graduación de capitán, firme aviso de su cualificación médica. Palacios había cumplido con distinción y resolución. Cuando el teniente coronel García Esteban se refugió en la ambigüedad, dando órdenes disparatadas o ninguna
orden válida, el capitán Palacios, junto con el también capitán Alonso, al mando de la 4ª mía de
la Policía Indígena y jefe del teniente Vicente, fueron quienes lograron rescatar, por «dos mil
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
quinientas pesetas», las vidas del alférez Bartolomé León y los veintiocho hombres bajo su mando, cercados en Reyen del Guerruao, posición perdida en medio de la nada, el inmenso páramo
que le daba nombre y sitiada la tenía mejor que cualquier harca. El alférez León salvó su vida
por unas horas, pues otros se la arrebataron. Por eso figura como «desaparecido» en el Archivo
Particular del general Picasso. Sucedieron estas cosas el 24 de julio de 1921, día en el que
García Esteban decidió no combatir ni maniobrar en pos de ninguna fuerza española. Y tres
había. Por orden de proximidad a Bu Bekker: las de Tistutin, Arruit y Zeluán.
Los capitanes Alonso y Palacios salvaron la vida, no así el 74% de los mil quinientos
hombres que constituían la columna de García Esteban, que buscaba refugiarse en zona
francesa y se encontró atrapada entre peñascos y paredones fusileros: gentes de los Beni Bu
Yahi y Metalza. Palacios fue de los supervivientes en aquella retirada desde Bu Bekker a Hassi Uenzga. Siguió en operaciones hasta 1927. No ascendió a comandante. Acabó la dictadura, la monarquía fue expulsada por las urnas de abril y Palacios seguía siendo capitán. Lógico fue que, llegada la guerra civil, tomase partido por la República.
En julio de 1936 estaba destinado en Madrid, en el Parque Central de Sanidad. Conclusa en ajusticiamientos la defensa del general Fanjul en el Cuartel de la Montaña y fusilado su
jefe, la capital se moviliza para hacer frente a las columnas de Franco, vencedoras en Andalucía
y Extremadura, que se aproximan. Es noviembre de 1936. Madrid está rodeado y las Brigadas
Internacionales no bastan para su defensa. A Palacios le proponen para el mando de una brigada, todavía sin numeral, pero con seis batallones como bloque de encuadramiento. En total,
poco más de mil setecientos hombres, el equivalente a un regimiento de sus tiempos africanos.
El 31 de diciembre, esa fuerza recibe número: la 39ª Brigada Mixta. A su cabeza defiende la
traicionera cerca de la Casa de Campo por su lado noroeste y parte de la tiroteada carretera
de Aravaca-Húmera. Guerra rifeña, golpes de mano día y noche, contraataques sin perdón.
Muchas bajas, pocos éxitos, línea de frente enquistada. En marzo de 1938 la 39ª brigada queda
afecta a la 5ª división. Los combates por Madrid prosiguen, desde Carabanchel a la Ciudad
Universitaria. Guerra zaragozana esta, casa por casa, cuarto por cuarto, muerto a muerto. En
abril, Palacios es nombrado jefe de la 5ª división, formado en base a dos brigadas mixtas: la 39ª
y la 48ª. La República gana y pierde Teruel. Enorme boquete táctico surge entre el Maestrazgo
y Castellón. Los nacionales llegan al mar en Vinaroz. La República, cortada en dos. Valencia en
peligro. Palacios está en el Ejército de Levante. Le confían el mando del XVI Cuerpo, integrado
por tres divisiones. Un teniente coronel médico al frente de una fuerza de quince mil hombres.
Franco duda qué hacer: si cruzar el Ebro para abrir brecha en Cataluña o tomar Valencia. Cualquiera de ambas opciones le daría el triunfo final. Pero entrar en tierra catalana recibe reiteradas advertencias de la Francia del Gobierno de Léon Blum: si las tropas franquistas tomasen
Barcelona, las divisiones francesas cruzarían la frontera pirenaica.
Eso son palabras mayores, porque a los franceses les sobran divisiones, cañones,
tanques y aviones. Y además tienen la Flota más moderna de Europa después de la alemana.
Franco se decide por Valencia. Es un error descomunal, del que se derivará una matanza de
«soldados nacionales», desastre que el dictador ocultará. Jefes republicanos (Ardid y Matallana) han construido una línea Maginot a la española: menos búnkeres, pero más trincheras;
campos de fuego bien trazados; artillería rusa, aviación de caza basada en los temibles
«Chatos» (Polikarpov Y-16), proximidad de las reservas y escalonamiento de las defensas en
profundidad. Esa línea fortificada no tiene nombre, sí cifrado símil de mortandades: «XYZ». El
XVI Cuerpo que está al mando de Palacios, defiende la sierra de Javalambre y Manzanera,
317
Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante
extrema izquierda del frente. Su oponente es el bilaureado general Varela, jefe del Cuerpo de
Ejército de Castilla: cuatro divisiones de Infantería y una brigada de Caballería. Pugna entre
el más fuerte frente al más enardecido, que aguanta. Los de Varela porfían sin hundir el frente (18 julio 1938). Está por estudiarse esta batalla, que supone un gran triunfo para la República. Cuando Franco quiere volcar sus recursos en esta descabellada pugna, que le irrita y
trastorna, recibe aviso de excentricidad mayor: los ejércitos republicanos han cruzado el Ebro
y el frente aragonés-levantino peligra. Es el 25 de julio de 1938; es la genial maniobra concebida por el coronel Vicente Rojo Lluch, jefe del Estado Mayor Central y empeño republicano
que acabará en desastre por errores de bulto en los primeros días de la ofensiva al no tomar
Gandesa. Palacios no combate en el Ebro, pero se ve relegado. No se sabe si participó en la
defensa de Cataluña y pasó a Francia; o si optó por permanecer en Valencia y desde allí
embarcó para tierras americanas o africanas. Lo cierto es que salvó la vida. No por ello evitará su condena, en rebeldía, por los vencedores. Palacios vuelve a España. Un escrito judicial
le previene de la sentencia dictada y la persecución que la mitad de su rencorosa patria
mantenía sobre él.
En su Expediente, Caja 930, Expte. 4, depositado en el Archivo General Militar de Segovia (AGMS), consta esta revisión de sentencia, fechada en Madrid el 18 de agosto de 1943:
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
«Capitán médico Don MIGUEL PALACIOS MARTÍNEZ (con mayúsculas en el original),
condenado, el 26 de octubre de 1940, a la PENA DE MUERTE, con la accesoria de
pérdida de empleo. En julio de 1941 le es conmutada la pena por la de TREINTA
AÑOS, subsistiendo la accesoria. Datos tomados del Expediente que el interesado
tiene en la Asesoría Jurídica de este Ministerio». El jefe de la Sección: «P. O., Santos
Merino».
Las guerras, y las civiles más, trastornan la lucidez de los hombres, resaltando sus más necias
expresiones. Una condena a muerte conlleva «la pérdida de empleo». El de la vida. Y una
conmutación de la pena, sustituyéndola por treinta años de cárcel, subsistiendo la accesoria
—imposibilidad de ejercer su profesión—, es algo implícito, porque de seguir con vida para
entonces, en 1971 —dos años antes del asesinato del almirante Luis Carrero Blanco—, el
capitán Palacios contaría setenta y seis años de edad, barrera exigente no para ejercer la
medicina, sí para profesar algo de esperanza en el ser humano. Miguel Palacios falleció en
Madrid, el 16 de mayo de 1976. Acababa de cumplir 81 años.
J. P. D. 10.07.2014-30.03.2015
Agradecimientos
318
Al archivista jefe del AGMS,
subteniente Javier Puente de Mena y
su ayudante, el brigada Daniel
García Belando. Durante los últimos
seis meses hemos estudiado juntos,
por teléfono, con fotocopias y
correos electrónicos, las vidas de los
hombres aquí enaltecidos. El Ejército
de Tierra está en deuda con ellos.
Este historiador lo está desde hace
veinte años. Espero convencer a
quien proceda para que sean
honrados como se merecen.
Recuerdo con admiración y
añoranza al comandante Pedro Ruiz
Valle, destinado en el antiguo
Servicio Histórico Militar, en Madrid,
de cuya memoria, basada en relatos
de los supervivientes de aquellos
trágicos sucesos, surge el armazón
narrativo de aquella columna de
vehículos Ford acribillados por los
fusileros apostados frente a Batel, de
los que uno se salvó no como
automóvil, sí como escudo para sus
tiroteados pasajeros.
Fuentes
Expedientes consultados: capitán
Alonso Estringana (A-417), capitán
Bermudo (B-2047), teniente coronel
Piqueras (P-2196). Expediente
Picasso: declaraciones del general
Felipe Navarro, capitán Pedro
Moreno Muñoz, teniente Guillermo
Vidal Cuadras, soldado Vicente
Garrido Couceiro. Listado de
mandos y efectivos, por posiciones,
del Archivo Particular de Picasso.
Expediente para la concesión de la
Laureada de San Fernando al
Regimiento de Cazadores de
Alcántara, no 14 de Caballería, pieza
capital para tal distinción,
refrendada por el que fuese jefe del
Estado, Don Juan Carlos de Borbón
y publicada en el BOE del 2 de junio
de 2012. Noventa años, once meses
y veintitrés días después de los
hechos.
Casado Escudero, Luis
Vigo, 28 de noviembre de 1897 - Melilla, 23 de julio de 1936
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
En septiembre de 1916 ingresó como alumno en la Academia de Infantería en Toledo, siendo
promovido a segundo teniente en junio de 1919 y ascendiendo a primer teniente por antigüedad en junio de 1921. Destinado inicialmente en el Regimiento Toledo n.º 35, de guarnición en
Zamora, en septiembre de 1920 fue destinado a la Policía Indígena de Ceuta, asignándosele
al puesto de Uad Lau. Por motivos desconocidos su permanencia en la Policía Indígena es
breve, pasando en febrero de 1921 a ocupar vacante en el Regimiento de Infantería Ceriñola
n.º 42, de guarnición en Melilla.
Desde el 7 de junio de 1921 se encontraba con su compañía de guarnición en la posición
de Igueriben. A partir del 14 de julio, los rifeños bloquearon la posición sin permitir a la guarnición hacer la aguada. El día 17 se logró introducir el último convoy cuando ya en la guarnición
se sufría el tormento de la sed. El día 21, ante la incapacidad de las fuerzas de Annual de forzar
el paso, el jefe de la posición recibió la orden de destruir todo el material y tratar de unirse a las
fuerzas que no habían sido capaces de vencer a los rifeños que bloqueaban la posición.
En el desesperado intento de unos hombres ya agotados por las condiciones del combate y la sed, solo unos pocos soldados lograron escapar. El resto quedaron muertos o heridos en las inmediaciones de la posición. De los oficiales, solo el teniente Casado, aunque
herido, sobrevive para contarlo. Junto a él quedan prisioneros tres soldados de la guarnición.
Los rifeños le trasladan a Axdir junto con otros oficiales capturados en los días sucesivos a la
caótica evacuación de Annual.
La luctuosa campaña, conocida como «desastre de Annual», en realidad debería serlo
como «fracaso de Igueriben». Es allí donde se pone de manifiesto la incapacidad de Silvestre
y sus fuerzas para imponerse a unos cientos de guerreros rifeños. La retirada de Annual es
consecuencia del reconocimiento de esta incapacidad junto con la actitud pasiva de un mando al que los acontecimientos desbordaron.
A Casado le esperaban dieciocho meses de duro cautiverio, sometido a humillaciones
y privaciones, pero al menos consolado por el compañerismo de todos los oficiales prisioneros. Cuando el 23 de enero de 1923 los cautivos de Axdir, gracias al pago del rescate exigido
por Abd el-Krim, eran embarcados en el buque Antonio López, el teniente Casado ignoraba
que sus desventuras no habían terminado.
Al llegar a Melilla eleva al coronel de su regimiento el parte de lo que había sucedido,
entre los días 7 de junio y 21 de julio de 1921, en Igueriben. También presenta y entrega un
trabajo realizado durante su cautiverio: Una panorámica vuelta al horizonte de toda la cabila
de Beni Urriaguel. Por este trabajo, Casado recibiría una mención, la única compensación
personal por su actuación en Igueriben y Axdir.
Tras concedérsele dos meses de licencia en la Península para recuperarse de su cautiverio, comienza su verdadero calvario. Casado solicita se le conceda la Medalla de Sufri-
Luis Casado Escudero
Militar de Infantería. Participó en las campañas de pacificación. Único oficial
superviviente de la posición de Igueriben. Opuesto a la sublevación, fue detenido y
fusilado.
319
Luis Casado Escudero
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
320
mientos por la Patria Pensionada. Funda la petición en las heridas sufridas en Igueriben. Una
en la parte lateral izquierda del cuello, otra entre la primera y segunda falange del segundo
dedo del pie derecho y otra en la cara posterior de la muñeca izquierda.
Al mismo tiempo, el jefe de su regimiento le propone para la concesión de la Medalla
Militar, petición que sería reforzada por una solicitud del pleno del Ayuntamiento de Zamora
de fecha 2 de marzo de 1923. El teniente Casado, aunque nacido en Vigo, tenía una fuerte
relación con Zamora, a la que volvería destinado y de donde era natural Serafina Méndez
Hernández, con quien se casaría en diciembre de 1924.
En marzo de 1923 el comandante general de Melilla inicia el expediente contradictorio
para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando al teniente Casado. Todas estas
peticiones, la de la Medalla Militar, la de la Medalla de Sufrimientos por la Patria Pensionada
y la de la Cruz Laureada de San Fernando fueron desestimadas.
Se considera que es acreedor a una Medalla de Sufrimientos por la Patria, como todos
los prisioneros que soportaron en Axdir el cautiverio, pero no a la Pensionada por sus heridas
ya que «no había informe clínico de su heridas ni constancia del número de días que tardó
en curar».
En el expediente del juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada se
ponía en cuestión lo narrado por Casado sobre su actuación personal en Igueriben. Las declaraciones de los escasos supervivientes eran contradictorias, confirmando algunos lo declarado por Casado y manifestando otros que, al recibir la orden de evacuar la posición,
Casado permaneció en la misma, donde fue tomado prisionero. La petición fue rechazada sin
siquiera concederle una recompensa alternativa. Por otra parte, aunque en su propio expediente se puso en cuestión lo expresado en el parte de la operación redactado por Casado,
este mismo parte fue considerado veraz para la Cruz Laureada al comandante Benítez y al
teniente Paz Orduña.
Por un momento pareció que Casado deseaba pasar página, abandonando Melilla
para volver a su antiguo Regimiento Toledo n.º 35 en Zamora. Allí permaneció destinado desde septiembre de 1924 a septiembre de 1929, ascendiendo a capitán el día 27 de junio de
1926. Del 1 de febrero al 25 de mayo del mismo año realizó en Toledo el curso de gimnasia.
Una nueva dificultad va a surgir en la vida de Luis Casado. En julio de 1930 queda
disponible gubernativo al verse denunciado por el delito de quebrantamiento de depósito, del
que saldrá absuelto. Este incidente dio lugar a una larga serie de reclamaciones por las que
solicitaba que se le abonasen las disminuciones de su sueldo a causa de la situación de disponibilidad. Nuevamente sus demandas son rechazadas. Tras ser absuelto y volver a la situación de actividad, el capitán Casado ocupó por breve tiempo varios destinos, hasta que en
mayo de 1933 fue destinado al Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas n.º 5, de guarnición en
Segangan.
A pesar de que en abril de 1923 había recibido el nombramiento de gentilhombre de
cámara del rey, en abril de 1931 firma el juramento de fidelidad a la República y, considerando que el nuevo régimen puede ser más receptivo, vuelve a solicitar la concesión de la Medalla de Sufrimientos por la Patria Pensionada y de la Cruz Laureada de San Fernando. En una
de las peticiones de reapertura del juicio contradictorio para concesión de la Cruz Laureada,
Casado, mostrando una clara adhesión a la República, escribe: «... y habiendo manifestado
reiteradamente el Gobierno de la República su deseo de reparar estas situaciones de injusticia y arbitrariedad puestas la mayor parte de las veces al servicio del favoritismo y que tanto
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
J. A. S.
Luis Casado Escudero
mermaron esa íntima satisfacción que todo militar deber tener con la seguridad de que no
hay castas ni privilegios...».
Las peticiones son rechazadas nuevamente, lo que no desanima a Casado, quien seguirá reiterándolas. La última petición para que se le concediese la Medalla de Sufrimientos
por la Patria Pensionada la realizó en abril de 1936 y la referida a la Cruz Laureada de San
Fernando en junio del mismo año.
Casado era uno de los más activos militantes de la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA) de Melilla y con anterioridad al 17 de julio de 1936 había tenido reuniones con
clases y tropas de ideología izquierdista. De estas reuniones la 2. ª Sección de la Circunscripción tenía informes que conocían tanto el general Romerales (ver biografía) como algunos de
los mandos sublevados. Detenido el mismo día 17 de julio de 1936 fue juzgado, con escasas
garantías legales, y condenado a la pena capital. En la sentencia se le acusaba de «actividades antipatrióticas, antimilitares y disolventes». Fue fusilado el 23 de julio de 1936.
Bibliografía
Expediente personal. Archivo
General Militar de Segovia.
Platón, Miguel, El primer día de la
guerra. Segunda República y Guerra
Civil en Melilla, Melilla, Ciudad
Autónoma de Melilla, 2012.
321
Castro Girona, Alberto
Puerto Princesa, isla de Palawan, Filipinas, 1875 - Madrid, 1969
General.
Al comandante José Antonio Arail Pereandrés,
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Alberto Castro Girona
jefe de la cartoteca del Archivo General Militar de Madrid
322
De los españoles nacidos en Filipinas mientras el archipiélago fue tierra española, muy pocos
volvieron a su patria de sentimiento. Castro Girona fue de estos, aunque lo intentó en medio
de una conflagración mundial. En 1919 era teniente coronel en la Mehal-la (fuerza militar)
Jalifiana de Tetuán. Allí conoció a Silvestre, al frente de la Comandancia de Ceuta. Ambos
afrontaron rescates de españoles yacentes en sus lugares de muerte: Silvestre en Kudia Rauda, desastre que motivó su nombramiento al relevar al general Arraiz de Condorena; Castro
Girona en Beni Salah, un revés menor, excepto para los deudos de los esqueletos que yacían
en esa cornisa inestable entre los peñascos del Gorgues. No volvieron a verse y cada uno
marchó a su destino: el hispano-cubano a Melilla, el hispano-filipino a Xauen. Entró solo de
noche en la ciudad santa, cubierto del polvo de carbón común a las gentes del Ajmás; mostró
su uniforme jalifiano y argumentó: rendirse a él en paz o capitular ante el hierro del alto comisario. Los xexuaníes lo bendijeron. Su hazaña (14 octubre 1920) lo privó de falsas amistades, empezando por la del beneficiario de su gesta, pues el general Berenguer fue hecho
conde de Xauen por Alfonso XIII. En el Congreso se debatió su caso durante años. Todo eran
vetos para ascenderle. Al final fue comandante general de Melilla (1925-27). La República le
ignoró y Franco le reclutó para que le representase en un periplo propagandístico para el
franquismo por China y Japón. Aceptó porque quería ver Puerto Princesa antes de morir. No
pudo ser y murió solo, con 94 años, en su piso de la Gran Vía madrileña. Un compasivo vecino
testificó sobre su muerte.
J. P. D. 21.04.2013
Flomesta Moya, Diego
Bullas, Murcia, 4 de agosto de 1890 - Marruecos, 30 de junio de 1921
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Nació en el municipio de Bullas, al noroeste de la provincia de Murcia, el 4 de agosto de 1890.
El ambiente militar en el que transcurrieron su infancia y juventud —su padre, Diego Flomesta Mellinas, pertenecía al Cuerpo de la Guardia Civil, en el que llegaría a alcanzar el empleo
de capitán— le haría elegir la carrera de las armas, logrando ingresar en septiembre de 1911
en la Academia de Artillería de Segovia, de la que salió en el mismo mes de 1918 con el empleo de teniente y destino en el 2.º Batallón de Artillería de Posición, en Mérida.
Su afán de aventura le hizo tomar contacto por primera vez con Marruecos en octubre
de 1919, pasando a servir en la Comandancia de Artillería de Melilla, donde a su incorporación se le dio el mando del destacamento de Reyen, en la Zona Oriental del Protectorado,
cuya situación era tranquila tras la finalización de la Primera Guerra Mundial.
En mayo de 1920 el teniente Flomesta tomó el mando de la Sección de Automóviles de
la Comandancia y muy pronto intervino en el plan de operaciones decidido por los generales
Dámaso Berenguer Fusté6, alto comisario en Marruecos, y Manuel Fernández Silvestre7, nombrado a inicios de 1920 comandante general de Melilla, dirigido a la posesión de la bahía de
Alhucemas. Para ello, se comenzó el avance hacia el oeste de Melilla, internándose en el Rif
hasta llegar al río Amekran. Flomesta intervino en la ocupación y protección de diversas posiciones (Arrayen, Ain Kert, Chaif, Dar Drius, Zauia...).
Al año siguiente el teniente Flomesta continuó en operaciones formando parte del Regimiento de Artillería de Melilla, incorporándose con su batería a la posición de Annual, que
había sido tomada el 15 de enero de 1921.
El paso siguiente previsto por el general Silvestre era establecer una posición en Abarrán, tras el río Amekran y desde la que se dominaba la cabila de Tensaman. El 1 de junio
partió de Annual una columna al mando del comandante de Caballería Jesús Villar Alvarado
con dirección a dicha posición, que, una vez ocupada sin resistencia alguna, comenzó a ser
fortificada y quedó guarnecida por dos mías de Policía, una sección del 1.er Tabor de Regulares y la 1.ª Batería de Montaña, al mando del teniente Flomesta, fuerzas todas ellas bajo el
mando del capitán de Infantería Juan Salafranca Barrio (1889-1921), destacado militar que
había ingresado en la Academia de Infantería en 1907 y combatido en Marruecos desde
1912, habiendo obtenido el empleo de capitán por méritos de guerra, y al que se le concedería en 1924 la Cruz Laureada por la defensa de Abarrán. No había terminado la columna de
protección de regresar a Annual cuando comenzó a oírse el estampido de los cañones situados en Abarrán, en respuesta al ataque de una numerosa harca enemiga, que consiguió penetrar en la posición. Flomesta se vio obligado a hacerse cargo del mando de la posición al
caer herido de gravedad el capitán Salafranca y poco después cesó el fuego de las piezas
al haberse agotado la munición, cayendo él también herido y siendo hecho prisionero. Una
vez curado y atendido, se le pidió que enseñase a los rifeños a manejar los cañones que no
habían podido ser inutilizados, a lo que se negó rotundamente, rechazando la atención sani-
Diego Flomesta Moya
Teniente de Artillería. Heroico defensor de la posición de Abarrán. Condecorado con la
Cruz Laureada de San Fernando.
323
Diego Flomesta Moya
taria y los alimentos y la bebida, hasta fallecer el 30 de junio, tras un largo y doloroso mes de
cautiverio.
Iniciado el juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración del Ejército para premiar a sus héroes, le sería concedida por real
orden de 28 de junio de 1923.
Como reconocimiento a su meritoria acción, varias poblaciones, entre ellas Murcia,
Barcelona y Mérida, dieron el nombre de Teniente Flomesta a una de sus calles, mientras el
Cuerpo de Artillería le rindió homenaje en su Academia de Segovia al descubrir el general
Primo de Rivera el 2 de junio de 1924 una placa en recuerdo de los hechos.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
19
Los sacrificables
J. L. I. S.
Notas
6 Dámaso Berenguer Fusté
324
(1873-1953) había combatido en
Cuba, dirigió las Fuerzas
Indígenas de Melilla, fue ministro
de la Guerra en 1918 y
seguidamente alto comisario en
Marruecos, y en 1930 jefe del
Gobierno.
7 Manuel Fernández Silvestre
(1871-1921) luchó en Cuba,
donde ganó los empleos de
capitán y comandante por
méritos de guerra. A partir de
1904 tuvo diversos destinos en
Marruecos, donde desempeñó el
cargo de comandante general,
sucesivamente, de Larache, Ceuta
y Melilla. Fue dado por
desaparecido durante el desastre
de Annual.
García Martín, Mariano
La Torre de Esteban Hambrán, Toledo, 1896-Alrededores de Afrau, Marruecos, 1921
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
La retirada del ejército del general Silvestre desde Annual, como toda operación de repliegue
bajo la presión del fuego enemigo, produjo momentos de desconcierto, en los que se puso de
manifiesto la importancia de uno de los valores esenciales para cualquier unidad militar: la
cohesión. Esta fundamental cualidad la define la Real Academia Española como «fuerza de
atracción que lo mantiene [materia o grupo social] unido». La cohesión de una unidad se
sostiene cuando existe a su vez una serie de virtudes, entre las que cabe citar la confianza en
la propia capacidad (es decir, en la instrucción recibida); el conocimiento y confianza mutuos
entre la tropa y sus mandos; el adecuado equipamiento y la moral.
La moral permite a un soldado mantener su capacidad de combate en circunstancias
difíciles. Es una cualidad intelectual fundamental en un ejército, pero que resulta muy afectada ante la falta de alimentos, condiciones meteorológicas adversas o la superioridad enemiga. Solo algunos individuos son capaces de mantenerla en estas circunstancias, gracias a
su fortaleza mental y espiritual.
Durante la retirada del 21 de julio se produjo el derrumbamiento de todo el sistema
defensivo de posiciones establecido por la Comandancia Militar de Melilla desde finales del
año anterior. La desaparición del propio Silvestre y de su Estado Mayor privó de órdenes a las
tropas; la inesperada violencia extrema del enemigo hizo que se extendiera un miedo contagioso; la falta de instrucción de algunas unidades y el mal ejemplo de una parte de los oficiales provocaron la caída de la moral y facilitaron la aparición de todos los defectos que contribuyen a la destrucción de la cohesión.
Sin embargo, en mitad de la debacle, no faltaron multitud de ejemplos que demostraron
la calidad humana y militar de muchas unidades y de nuestros soldados. Hubo oficiales y sargentos que se sacrificaron para proteger la retirada de sus hombres; unidades que se retiraron
en orden al mando de sus jefes, y otras que fueron capaces incluso de actuar ofensivamente
contra el enemigo. En las páginas de este libro se encuentran ejemplos de estas unidades que
mantuvieron su cohesión. Pero también hubo muestras individuales de comportamiento militar
correcto, es decir, de cumplimiento del deber. Y también de su cumplimiento extraordinario, lo
que conocemos como valor heroico. Acudiendo de nuevo a la RAE, encontramos que esta define
el valor como «esfuerzo eminente de la voluntad hecho con abnegación, que lleva al hombre a
realizar actos extraordinarios en servicio de Dios, del prójimo o de la patria».
La retirada de las tropas que guarnecían el campamento de Annual dejó detrás varias
posiciones que no recibieron orden clara ni instrucciones concretas. Algunas contemplaron
como sus compañeros se retiraban apresuradamente e intentaron hacer lo propio, otras fueron destruidas por el enemigo, otras capitularon. Una de las posiciones que debían retirarse
a Annual y no pudieron por estar rodeadas por el enemigo fue la de Afrau. Cercana a Sidi
Dris, estaba sobre un acantilado cercano a la costa y la formaban una casa y un parapeto
de piedra y sacos terreros. Componían su guarnición ciento quince hombres del Regimiento
Mariano García Martín
Cabo de Infantería.
325
Mariano García Martín
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
326
de Ceriñola n.º 42, una sección de ametralladoras, dos piezas de artillería Krupp con dieciocho artilleros y destacamentos de Intendencia e Ingenieros, así como treinta policías indígenas. El 22 de julio quedó cercada y bajo el fuego enemigo. Entre sus defensores figuraba
Mariano García, cabo de Infantería que llevaba desde 1918 en el regimiento, habiendo demostrado un comportamiento ejemplar durante las campañas.
El primer día de ataque desertaron la mitad de los policías indígenas (muchos lo hacían por miedo a las represalias). El día 23 murió el teniente Gracia, jefe de la posición y de
la artillería, que se vio imposibilitada a tirar con eficacia (no había sargento). El día 24 se
recibió un mensaje que autorizaba la capitulación, pero no se verificó esta por la negativa del
teniente Vara de Rey, que ostentaba el mando. El día 26 de julio, ante la presencia en la playa
de buques de la Armada, se decidió la evacuación. Se inutilizaron los cañones y ametralladoras y se repartió la munición. En ese momento murió el médico de un balazo.
La guarnición marchó directamente hacia el mar, batidos siempre por el enemigo.
Cubriendo a sus compañeros en uno de sus flancos se hallaba el cabo García, con varios de
sus soldados del Ceriñola. Durante este repliegue, recibió un balazo en el vientre. Cuando
trataron de recogerle, se negó terminantemente, diciendo que, estando él herido de muerte,
continuaran la marcha mientras pudiera hacer fuego con su fusil para protegerles. Otro grupo de soldados que marchaban retrasados intentó recogerle, negándose nuevamente García, que continuó con su fuego de protección. Y finalmente pasó a su inmediación la fuerza
de extrema retaguardia, que también quiso llevárselo, pero volvió a negarse el cabo, urgiéndoles a que se pusieran a salvo por estar él herido de muerte, y que él seguiría protegiéndoles.
Cubiertos en el tramo final del repliegue por el fuego del cañonero Laya desde el mar,
los supervivientes lograron llegar a la playa, siendo recogidos por la Armada unos ciento
treinta hombres, de los cuales más de cuarenta estaban heridos. Mariano García continuó en
su puesto hasta que sucumbió. Su cadáver nunca pudo ser identificado. Una Real Orden fechada el 5 de junio de 1922 le concedía la Cruz Laureada de San Fernando a título póstumo,
premiando su valor reconocido e, indirectamente, la cohesión demostrada por su unidad.
J. M. G. A.
Capitán de la Lama: él y veintinueve más un ejército fueron
A Conchita Ferrando de la Lama en memoria de su heroico abuelo
Los sacrificables
Capitán ayudante del regimiento África nº 68, acantonado en Bu Bekker, flanco izquierdo del
ejército de Silvestre en su despliegue hacia Alhucemas. En la mañana del 23 de julio de 1921,
cuando su coronel, Jiménez Arroyo, le apremiaba, a las puertas de un Batel desguarnecido,
que subiese a su coche para volver a Melilla «ahora mismo», desobedeció esa orden porque
«alguien tiene que quedarse aquí y velar por nuestros muchachos», los cuales llegaban, exhaustos y desesperados, en busca de agua, comida y municiones. Jiménez Arroyo no quiso
esperar al general Navarro, que venía de los últimos desde Drius. Prefirió adelantar su fuga
para llegar a la estación de Arruit. Allí, tras contradecirse en sus órdenes al capitán Luis Ruano, llegado desde Annual con los restos de su batería y asegurarle que «él se quedaría en
Arruit», afirmación que a Ruano repite el capitán Ricardo Carrasco, jefe de la Policía Indígena en Arruit y cuya defensa abandona, se desdicen ambos y con otros oficiales huyen a
Melilla. De la Lama siguió la crucificante marcha de los tres mil de Navarro. A su lado resistió
en Batel y luego en Tistutin. Y con ellos, siempre en vanguardia, dio vista a Monte Arruit aquel
29 de julio, cuando las harcas de los Beni Bu Ifrur, Beni Bu Yahi y Metalza les coparon. De la
Lama, con un puñado de voluntarios, formó un triángulo defensivo en el páramo de El Garet,
que evitó la aniquilación de la fuerza española en retirada al constituirse en el flanco izquierdo de la columna Navarro y escudo del capitán Arenas, plantado en la cuesta de Arruit con
unos pocos soldados, defensores de las piezas de la única batería que a Navarro le quedaba.
De la Lama les facilitó tiempo de vida durante unos minutos; suficientes para que cientos de
españoles entraran en Arruit. Muere Arenas entre esos cañones y cae de la Lama junto a veintiocho de sus veintinueve. Sitiado Monte Arruit, el drama concluye en el holocausto del 9 de
agosto.
Arenas fue honrado (en 1924) con la Cruz Laureada a título póstumo. De la Lama la
tenía ganada por abrumadores testimonios a su favor del general Navarro y otros testigos,
más la declaración del único superviviente de su tropa, el trompeta Eustaquio Rodríguez Martín, quien alertase a la esposa del héroe, Concepción Navarro, sobre la gesta de su desaparecido esposo. El comandante Juan Botella y Donoso Cortés, juez instructor del caso, la solicitó para su exánime enjuiciado, habida cuenta de que una hazaña como la del capitán de
la Lama venía reconocida en tres de los Artículos (47º, 49º y 51º) del reglamento de la Orden
de San Fernando. Esa Laureada fue robada de las manos del héroe muerto y de su inerme
viuda por intrigas de las Juntas de Defensa, de las que Francisco Jiménez Arrroyo era el jefe
en Melilla.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Cádiz, 1885 - El Garet (enfrente de Arruit, Rif Oriental), 1921
José de la Lama y de la Lama
Lama y de la Lama, José de la
327
«Voluntario para todo»: soldado, alumno de academia y oficial que marcha al Rif
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
José de la Lama y de la Lama
Nacido en Cádiz el 26 de agosto de 1885, sus padres fueron José de la Lama Rodríguez, teniente coronel de Infantería, y Adelaida de la Lama Guerra. Con quince años, José convence
a su progenitor a fin de que le otorgue permiso para ingresar (8 febrero 1902), como soldado
voluntario, en el regimiento de Melilla nº 1 (numeral antiguo). Siguen diecinueve meses de
formación y disciplina. El 1 de septiembre de 1903, «sin causar baja en su Cuerpo», ingresa
en la Academia de Infantería en Toledo. Supera con holgura los tres cursos y, en julio de 1905,
se gradúa como 2º teniente. Vuelve a su regimiento, que ostenta distinto numeral: el 59.
Transcurren casi dos años. El 29 de enero de 1908 hay alarma en el borde sureste del
campo atrincherado de Melilla. Los batallones salen de la plaza «con objeto de proteger la
entrada de la mehal-la marroquí, acampada en La Restinga», donde se han visto forzados a
dejar su impedimenta, acosados por los bandoleros de Yilali Ben Dris Abd es-Salam El Yusuf,
quien se hace llamar El Roghi (Pretendiente) al trono de Marruecos como «hermano» del sultán Abdelaziz. La tropa española escolta, solícita, a los moros del rey, que llegan en penoso
estado: hambrientos y descalzos, sus uniformes en jirones, muchos sin armas y tiritando de
frío. De la Lama aprende algunas verdades: quien manda en el Rif es un impostor y no el sultán en Fez, pero a las tropas de este no solo las ha vencido, sino también humillado. El poder
de la realidad nada tiene que ver con la legitimidad dinástica.
Nueva alerta: orden de embarque en el Ciudad de Mahón, que zarpa de madrugada,
rumbo a La Restinga. En el puente, una silueta: José Marina Vega, el general gobernador. A las
siete de la mañana del 14 de febrero, desembarcan. De repente aparecen «60 soldados del
Pretendiente», con los que «sostienen un ligero tiroteo». No es un combate, es una parodia. El
Roghi ha representado una escena defensiva y Marina, que le sigue el juego, la suya: escenografía de ataque anfibio. No hay bajas, pero sí gran consumo de pólvora y cartuchería. De la
Lama aprende que así es como, en el Rif, los honores quedan a salvo y los soldados salvan sus
vidas. La tropa española reembarca, para embarcar el 8 de marzo. El general Marina y El
Roghi celebran una cordial entrevista. La única pólvora que corre es la que se hace a caballo.
En el desfile participan los cuarenta jinetes del escuadrón de Cazadores de Melilla con su jefe
al frente, comandante Manuel Fernández Silvestre. Dicen que tiene el cuerpo recosido de tiros
y machetazos de sus combates en Cuba. Y debe ser cierto, porque su mano izquierda siempre
la lleva enguantada y el brazo del mismo lado semi-rígido parece.
Entra 1909. El 23 de enero, en Cabo de Agua, «un centinela es agredido». El asunto no
está claro. Sí lo están los «atentados» contra El Che-Cha, uno de los caídes «amigos de España». Se da orden de «castigar a las kabilas (sic) de Ali el-Xerif y Ulat el-Hach». No son tribus,
sino fracciones tribales. Crece la inquietud por si el castigo que se imponga diera pie al levantamiento de una o dos harcas. El coronel Larrea toma las decisiones pertinentes: a los instigadores de las agresiones, tras ser identificados, «se les confisca el ganado de su propiedad».
Alimentos y bienes, lo que más duele. La pacificación es inmediata. De la Lama aprende que
el mando debe ejercerse con firmeza y escalonamiento en la réplica a toda ofensa. Cinco
meses después Melilla y España, partes de un mismo conflicto africano, entrarán en guerra
por errores de mando. Los del general Marina al sacar el grueso de la guarnición tras la agresión (9 de julio) a los obreros del ferrocarril, situar sus tropas en posiciones de inviable defensa y ordenar a su flotilla de cañoneros que destruya los aduares de la costa. Kelaia (Oriente
del Rif) se inflama y sus llamas prenden en el Rif Central. El resultado es el desastre del 27 de
328
Caíd
Del francés caïd, derivado del árabe
dialectal qāyd, y, a su vez, del árabe
clásico qā‘id. Su autoridad era
absoluta en aquella comunidad
donde se le reconocía como jefe
indiscutido, aunque dependía
siempre de la alianza hostil que
contra él pactasen sus rivales. Su
fuerza era su prestigio y este su
mayor seguridad, pero también su
posible desventura al acarrearle, en
su propia tribu, agresivas
enemistades. En los textos españoles
y franceses suele aparecer con k
(kaid). A veces se le traduce como
jeque, acepción incorrecta, dado
que tal concepto es propio de los
pueblos de Asia Menor u Oriente
Medio. El concepto limitativo de jefe
no es el apropiado para célebres
caídes, casos de Kaddur Namar, guía
de la tribu rifeña de los Beni Said o
Ahmed Heriro, último caudillo de
Yebala como caíd que fuese de los
Beni Hozmar, dueños y defensores
del Gorgues, baluarte montañoso en
el frente sur de Tetuán. Al territorio
tribal donde mandaba un caíd
afecto a España se le denominaba
kaidato.
julio de 1909, con lo que España entra en guerra urbana al incendiarse la Barcelona de las
barricadas, con los excesos a un lado y otro de las mismas.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
El expediente del capitán de la Lama es prueba y subsiguiente pregunta de cómo se puede
salir vivo de órdenes y contraórdenes, marchas y contramarchas, asaltos frontales y defensas desesperadas sobre las vertientes del Gurugú, lugares de batalla que, por su toponimia
del furor, explícitos son: Ait Aixa, Barranco del Lobo, Blocao «Velarde», Hamed el Hach, Pico
Basbel, Sidi Musa; Taguelmanín. Por esas luchas y resistencias, escalonadas entre julio y
septiembre de 1909, le conceden dos cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, aunque la
segunda resulta «pensionada». Podían haber sido el doble o ninguna. El 14 de diciembre de
1910 le ascienden a primer teniente. Es poco siendo mucho: está vivo y además entero.
Entra 1911. Tras un paréntesis diplomático —ayudante de Alfonso Merry del Val, ministro plenipotenciario en Tánger—, vuelve al terreno de operaciones. Conoce al coronel (luego teniente general) Luis Aizpuru Mondéjar. Entre un teniente y un coronel parece haber un
mundo. No será el caso entre ambos. A lo largo de la línea del Kert, de la Lama aprende de
Aizpuru a cómo desplazar las tropas sin agotarlas y el quid de llevarlas a la batalla para ganarla. Porque la guerra retorna en agosto de ese mismo año tras la agresión a los integrantes
de la Comisión Geográfica. Se enfrentan al mismo caudillo: Sidi Mohammed Amezzián. El 12
de septiembre, en Yazanen, orilla derecha del Kert, falto de mensajeros para llevar una orden
táctica a las tropas de Policía Indígena, de la Lama decide llevarla él mismo. Nada más salir
de los parapetos, los rifeños le apuntan, disparan, le fallan, le alcanzan y cae. Queda como
muerto. Bajo un vendaval de tiros le recogen y le ponen a cubierto.
El teniente de la Lama está vivo de milagro. El resumen clínico de la herida previene
sobre el caso: «gravemente herido por bala de fusil, con orificio de entrada por la parte interna de la región supraclavicular derecha y salida por la parte media de la región escapular
derecha». Es decir, disparo desde posición ligeramente elevada sobre la víctima, que impacta
en la base del cuello, cerca de la carótida y sale por la espalda a un nivel inferior. Tiro con
suerte. Dos centímetros más arriba y la carótida seccionada. Quince centímetros más abajo
y el pulmón derecho, atravesado. Aquel fusilero rifeño enfiló a de la Lama según le venía de
frente. Y apuntó al pecho del teniente. El tiro le salió alto y desviado, indicación de que el
disparo se efectuó a una distancia corta: ciento cincuenta metros o incluso menos.
A de la Lama, hospitalizado en Melilla, fueron a verle Aizpuru y varios oficiales de su
regimiento. De aquellas visitas se hicieron fotografías, en las que se ve al herido incorporado
en su lecho con buen semblante. Sobrevivir a un pacazo a veces tiene premio: le ascienden
a capitán con fecha del balazo (12 septiembre 1911). La recuperación fue larga y penalizante. Las licencias por «enfermedad», eufemismo recurrente para no decir lo procedente —«herido en acción de guerra»— se sucedieron hasta 1913. Un paréntesis de año y medio difícil
era de soportar para un militar de empuje como de la Lama. Por no leerle ni oírle, le hacen
pasar de una Caja de Reclutas a otra: primero Astorga (Palencia), luego Segovia y por último a Toledo. El 27 de marzo de 1913 recibe copia de su orden de libertad: la R. O. por la que
es destinado al regimiento África nº 68, de reciente creación (enero de 1907). Volver a Melilla
y sentirse útil. Misiones de rutina: fortificaciones, convoyes de aprovisionamiento, descubier-
José de la Lama y de la Lama
Sobrevivir al Año Nueve y al Año Once; ascenso con fecha del día
que a poco lo matan
329
tas y tiroteos, pero sin cuerpo a cuerpo. El azar de las misiones encomendadas le lleva hasta
Monte Arruit, donde pernoctará repetidas veces entre junio, agosto y octubre. Campamento
en trance de convertirse en centro de colonización: las casetas de colonos y comerciantes
crecen, como arboleda anárquica, alrededor de la posición. Ocho años más tarde serán su
cepo y muerte.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
José de la Lama y de la Lama
Novia convencida y capitán incrédulo se casan: llegarán hijos y cruces de guerra
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Todo militar en África, sea soldado u oficial, deja tras suyo un amor. De noviazgo con promesa
de casamiento, pero también sin nada que se le parezca. De la Lama es de los últimos: su
novia le quiere, pero no en zona de guerra. Pasar por el altar y el Rif es doble boda —con la
incertidumbre y una probable viudez—, que rechaza. El frustrado capitán insiste. Y la requerida, Concepción Navarro Fernández, sin llegar a desistir, no por eso transige. Su padre, ingeniero militar de renombre, el coronel Salvador Navarro Pagés —famoso por los baluartes que
construyera en Manila, donde su hija Concha naciera en 1890— no inclina la balanza. De la
Lama no se rinde, tiene tramitada su petición de licencia matrimonial y espera. Al final, toma
la posición en Melilla misma: el 27 de abril de 1915, en la capilla castrense del Buen Acuerdo,
casan Concepción y José, ella convencida, él todavía incrédulo. El primer hijo del matrimonio
llega en 1915: es «José». Ese mismo año, a su progenitor le consideran (18 de julio) «apto
para el ascenso a comandante cuando por antigüedad le corresponda». Representa de seis
a siete años de paciente aguardo, so pena de que se cruce una guerra.
Conchita ve poco a su marido: lo mismo bordea las orillas del Muluya que anda por
los montes de Ziata o Tidinit. Le conceden su tercera cruz del Mérito Militar con distintivo
rojo. Entrado 1916, al capitán de la Lama apenas se le ve por Melilla, pero Conchita se las
arregla para que tanta ida y venida en algo redunde. Queda embarazada y así nace «Salvador». Al padre también le cae encargo: su coronel, Enrique Baños Pérez, le ha propuesto
para el rango de «ayudante mayor» del regimiento. Aizpuru, que ya es general de división
y manda en Melilla desde julio de 1915 (tras relevar a Gómez Jordana), no puede estar más
de acuerdo. Y esa Orden de la Comandancia (18 noviembre 1916), hace del África nº 68
una unidad de primera línea con un coronel rejuvenecido —Baños Pérez tenía 59 años— y
un capitán de 31, que hace de coronel a diario para la tropa y ante esta cumple la misión
encomendada.
Los años se suceden: 1917, 1918, 1919, 1920. De tanto subir riscos y bajar barrancos,
pero sobre todo esquivar pacazos, a de la Lama le reconocen méritos para recibir (30 diciembre 1917) su cuarta cruz con distintivo rojo, «pensionada». Bienvenida fue para la compra diaria. En 1918, Conchita tiene parto feliz del que surge una sonrosada Conchita. Ya no
habrá más hijos. Por entonces, «Don Enrique» pasa a la reserva. Coronel y capitán se han
entendido. El relevo, Francisco Jiménez Arroyo, 52 años, es una incógnita, no en presencia:
corpulento y fuerte, sobre todo engreído por su ascendencia en el seno de las Juntas de
Defensa, poder que manda sobre el rey y los gobiernos de España. Jiménez Arroyo, a su vez,
gobierna las jefaturas regimentales en Melilla. Es el primer jefe de la Junta de Defensa en la
plaza.
En 1919, el África nº 68 insiste en asentarse sobre los páramos y montes que bordean
dos filos de agua: el Gan y el Kert. Marchas nocturnas y amaneceres de sorpresa que derivan
en posiciones conquistadas: Amesdan, Dar Azugaj, Buxada, Usuga, Sidi Yagub, Uestia. La
Después de ocupar Annual, Silvestre creyó haber hecho bastante en aquel invierno lluvioso
después de tres años de recalcitrante sequía. El alto comisario, general Berenguer, visitó el
Peñón de Alhucemas —visita inoportuna, por cuanto alarmó a los notables de Axdir—, para
desembarcar en Melilla y llegar, incluso, hasta Annual. De regreso a la plaza, felicitaciones a
las tropas y a su jefe (6 abril 1921), a los que esperaba felicitar otra vez en Alhucemas. Berenguer vuelve a Tetuán y Silvestre queda con sus agobios: necesita dinero, artillería y municiones. Pide lo primero a Berenguer para abrir caminos y terminar el ferrocarril desde Tistutin a
Drius. Y a su superior le razona lo obvio: sin comunicaciones no hay ejército. Berenguer no
suelta una peseta, pero le autoriza «alguna incursión» en el valle del Amekrán. Allí está el
monte Abarrán, antepuerta de Tizzi Tzkariest y balconada hacia Axdir. Entre dar un paso y no
dar ninguno no es cosa admitida por Silvestre, que ansía dar dos y si puede tres. La pérdida
de Abarrán (1 junio 1921) le aturde más que le enfurece. Su ejército se repliega en sí mismo,
queda cercado en Igueriben y él copado en Annual. El 22 de julio, enfrentado al deshonor tras
perder Igueriben, coge su pistola y se pega un tiro. Sus tropas afrontan la subida al serpenteante Izzumar. Acribilladas sin perdón, se desbandan. La moral causa baja.
El Rif deja de ser español para convertirse en un mundo sumergido en guerra total.
De la Lama se mueve entre Bu Bekker y Batel. Intenta localizar a su coronel en Melilla. El
coronel no está en casa. El capitán decide ir a buscarlo. Una realidad inquietante guía su
viaje: el teniente coronel Saturio García Esteban ostenta el mando en Bu Bukker. «Don Saturio» es un buen hombre, pero no es militar de cuerpo entero. Y Jiménez Arroyo lleva cuatro
meses sin dignarse «ir al campo», expresión coloquial, representativa de ese carácter cínico
y distante de quienes se creían por encima de obligaciones y situaciones. La Orden General del 2 de mayo de 1920, que firmase Silvestre, exigiendo a los jefes de circunscripción
que residieran en la misma, no ha sido obedecida más que en Annual y Drius. En las demás,
encogimiento de hombros. Jiménez Arroyo practica esa gimnasia evasiva, que es amoral y
José de la Lama y de la Lama
Los sacrificables
Avanza 1921: el año de las grandes mentiras, que a tantas verdades diera muerte
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
flecha española avisa con inequívoca claridad: al Kert, río de la guerra, poco le queda para
ser cruzado. El 10 de mayo, Jiménez Arroyo, en el parte dado a Aizpuru, manifiesta que «este
capitán en sus funciones de ayudante de la columna, a falta de un Jefe de E. M. para la misma, desempeñó el cargo interpretando, con gran acierto, las órdenes tanto para la organización como en la marcha de noche y desarrollo de la operación del 21 de abril». De la Lama es
reconocido como jefe de Estado Mayor bien probado, aunque no estampillado. Primera y última felicitación de su nuevo coronel, la cual escrita quedó en su expediente.
Entra 1920. La expansión española prosigue, ocupándose la mayoría de las posiciones del área de Zoco el Telatza de Bu Bekker, cabecera de la circunscripción en la que el
África nº 68 asienta sus dominios. El 26 de enero cesa Aizpuru al ser ascendido a teniente
general. Al parco Aizpuru, el método, la organización y la prevención reunidos en una sola
persona, le sucede Silvestre, todo él arrojo, audacia, convencimiento y deslumbramiento
como estrella de la guerra. Esperará tres meses y medio. Ni un día más. Cruza el Kert y toma
Drius. En Melilla se aceleran los preparativos para una campaña de larga duración, con Alhucemas como objetivo. A de la Lama le conceden (2 diciembre 1920) su quinta Cruz del Mérito
Militar con distintivo rojo. Navidades en casa. Cariño de mujer y risas de niños. Alegría y paz
casan bien.
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Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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pericial. Sabe que su segundo, el teniente coronel Ricardo Fernández Tamarit, está en su
sitio y de la Lama en el suyo. Pero Tamarit no ha logrado curarse de una blefaritis aguda y
sigue hospitalizado. Enfrentado a decisiones coherentes —concentrar sus fuerzas en
Drius—, García Esteban se aturde. Y ordena huir a sus hombres hacia el Marruecos francés. Más de la mitad morirán.
Al atardecer del 22 de julio, de la Lama marcha a Melilla. Es probable que con él viajase el teniente coronel José Piqueras. Mientras tanto, el general Navarro, segundo jefe de la
Comandancia, ha llegado a Drius, donde se topa con otro desastre: tropas exhaustas, oficiales desfallecidos, incluso idos, ejército consumido. Dos unidades hay enteras: la Caballería
del Álcantara nº 14 y la Infantería del San Fernando, nº 11. Sus segundos jefes, tenientes coroneles Fernando Primo de Rivera y Eduardo Pérez Ortiz, mantienen a los suyos en pie, listos
para pelear y resistir. En Melilla, de la Lama busca a su coronel; Piqueras indicios de refuerzos
en la Comandancia, donde dos coroneles, Masaller, jefe de la Artillería, y Sánchez Monge, jefe
del Estado Mayor, intentan escarbar entre las ruinas de un edificio derrumbado, con miles de
supervivientes bajo sus escombros, que creen serán rescatados.
A las cinco y media de la mañana del 23 de julio suena el teléfono en casa de Jiménez Arroyo. Al otro lado de la línea, el oficial de guardia en la Comandancia. Orden del general Navarro desde Drius: Que vaya usted a Batel y le espere allí. Recibirá instrucciones. El
coronel avisa a su ayudante y de la Lama previene a Piqueras. Los tres suben en un rápido
—los autómoviles Ford utilizados por el mando— y salen hacia su destino. A las siete y
media de la mañana llegan a Batel. Les saluda el capitán Adolfo Bermudo, jefe de la posición. Navarro sigue en Drius y Bermudo no tiene otra orden que la de esperar órdenes. Por
la pista pasan sucesivos rápidos con oficiales dentro y en dirección a Melilla. La pista sigue
abierta y la línea telefónica no ha sido cortada. Si quisiera, Jiménez Arroyo podría llegar a
Drius en quince minutos y enviar a su ayudante con el coche e instrucciones para García
Esteban. Jiménez Arroyo prefiere llamar a Navarro. Una voz joven que conoce atiende su
llamada: el capitán de E. M. Enrique Sánchez Monge, 26 años. El capitán le pasa con el
general. La comunicación entre ambos se enreda en una serie de fatigosas preguntas y
respuestas inconcretas sobre el número de camiones disponibles y la cantidad de ganado
útil, según sea para la artillería o la Caballería. Nada se resuelve y cuelgan. Suena el teléfono en Batel. Para sorpresa del coronel es García Esteban. Le informa que la guarnición de
Haf, posición clave para mantener abierta la pista entre Drius y Bu Bekker, «empezaba a ser
hostilizada por el enemigo». Jiménez Arroyo despacha sus apuros diciéndole que «resistiera hasta ver si se le podía mandar auxilios». En síntesis, apáñese usted como pueda. Ni
instrucciones precisas, ni consejos válidos. De la Lama queda endemoniado. A sus compañeros de oficialidad, sobre todo a sus soldados, su coronel a todos condena a muerte. El
tiempo pasa. En la pista, los soldados relevan a los vehículos. Llegan confusos, desalentados, rotos como hombres, huérfanos de fe y mando.
Jiménez Arroyo decide ir a Tistutin. A menos de tres kilómetros, Tistutin es la última
estación ferroviaria. El coronel habla con un teniente, cuyo nombre no recuerda, pero que sin
duda era Francisco Moreno, a quien le da instrucciones para «que solo deje subir en el tren a
los realmente enfermos». Jiménez Arroyo espera a que ese tren salga. Sabe que hay otro tren
en Arruit, en proceso de formación. El coronel tarda en volver. Trata de encontrar a su hijo,
alférez de Regulares. Mientras tanto, la situación se agrava en Tistutin. Nutridos grupos de
rifeños acosan a la guarnición de Usuga, donde el teniente Enrique Barceló ejerce el mando.
Capitán que desobedece orden canalla y coronel que deserta ante sus tropas
Tres de la tarde del 23 de julio de 1921 en Batel. Crepitar de fusilería en la distancia. El sonido
muestra altibajos, con periodos de furia paroxística mezclados con repentinos desplomes. Los
jinetes del Alcántara cargan por cuarta y última vez, rompen los cuadros de la harca en la
orilla derecha del Gan, matan y mueren a un lado y otro, pero salvan a la columna Navarro.
O lo que resta de ella. Una riada de supervivientes llega a Batel. Piden agua. Con ansia la
beben. Piden armas. No hay. Habrá municiones. Sin permiso por escrito, nada. Algunos piden
de comer. Beber les recuerda el hambre que arrastran. Como traperos en la basura, buscan
cartuchos y algo que llevarse a la boca. Otros piden órdenes a un coronel. Ni caso les hace.
Dentro del recinto, suboficiales y soldados ajustan, sobre mulos y caballos, cajas de municiones, fardos con alimentos, cantimploras y petrolinas: las latas de petróleo, utilizadas como
garrafones de agua. Dos capitanes tratan de poner orden en el tumulto. A uno de ellos lo reconocen por el número «68» en el alzacuellos de su uniforme. El convoy sale hacia su perdición y saqueo (Usuga caerá al desertar los policías indígenas que la guarnecían y el teniente
Barceló será dado por «desaparecido»). Los capitanes se abrazan y separan. Los soldados
del África se dirigen hacia el capitán de su regimiento. A ver qué les dice.
De esa escena de agobios y urgencias un testigo quedará con vida. Y justo un año
más tarde, el 21 de julio de 1922, en Melilla, convocado para declarar en el juicio contradictorio para conceder la Laureada de San Fernando a uno de esos capitanes, manifestará:
«Que el veintitrés de julio llegó a Batel con la columna del general Navarro después de
evacuar Drius. En Batel vio al capitán de la Lama que, en unión de un capitán de Estado
José de la Lama y de la Lama
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
El Usuga es un monte que a Tistutin tiene a capón: tiro de arriba abajo. El que lo tome, vence.
De la Lama se desespera. Su coronel no regresa, García Esteban debe estar hecho un lío y el
tiempo se acaba. El teniente coronel Piqueras, inquieto por lo que ocurra en el Usuga, marcha
a Tistutin. Al fin, con una columna de polvo detrás, aparece el Ford de Jiménez Arroyo.
A las dos de la tarde, el teléfono suena: otra vez Navarro. El general vuelve a preguntar al coronel «cuántos camiones había en Batel». En servicio ninguno, averiados varios, sin
contar los irrecuperables, bloques de metal que jalonan las cunetas o yacen en medio de la
pista. En su declaración posterior (25 de agosto) ante el general Picasso, dirá que «al no
poder precisar (el número de camiones) al volver al teléfono para comunicárselo (a Navarro), encontró ya cortada la comunicación». Jiménez Arroyo ha contado inexistencias mecánicas y calculado el curso de los desastres ajenos. El suyo poco le importa y menos le
preocupa. Detrás suyo están las Juntas de Defensa. Se sabe intocable. Y cree haber hallado un plan que le permitirá recuperar a su hijo, que sigue con los Regulares del teniente
coronel Miguel Núñez del Prado, herido el 19 de julio en el fallido convoy a Igueriben y encamado en Melilla. Que el jefe de los Regulares no esté en su puesto tal vez sea lo mejor. Sus
subordinados a él le respetan. La clave para salvar a su hijo es dónde fijar el encuentro. Su
buen amigo, el coronel Silverio Araujo Torres, jefe del regimiento Melilla nº 59, cercado en
Dar Quebdani, en esas horas ha encontrado ya la solución para salvar al capitán Eduardo
Araujo Soler, su hijo. Tampoco es cosa rara: Silvestre mismo dio tajante orden a su hijo Manuel, alférez de 20 años, para que saliera de Annual en su coche de mando ayer mismo, 22
de julio. La diferencia estriba no en el rango ni en el parentesco, sino en la situación: Silvestre tenía decidido ya matarse.
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José de la Lama y de la Lama
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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Mayor, organizaba los convoyes que iban al fortín de Usugar (sic)». Ese capitán de Estado Mayor era el mismo con el que Jiménez Arroyo hablase, horas antes, por teléfono: Enrique Sánchez Monge.
Jiménez Arroyo observa con ansiedad la pista desierta que a Drius apunta. De la
Caballería solo queda una polvareda que cae a tierra y se deshace. Pocos han debido salir
con vida de esos campos de muerte. La harca está al llegar y a nadie perdonará. Hay que
irse. Su hijo ya está en el coche, junto «con un capitán, un teniente y un soldado de Caballería (a ninguno de los tres identifica)». Falta su ayudante, al que rodea un grupo de soldados.
Qué hace ese tonto hablando con esa tropa desharrapada. Le grita y dirige imperiosas señas. De la Lama, cachazudo él, se acerca despacio, a su lado un desgarbado trompeta. El
coronel se jura a sí mismo abroncarlos en Melilla. Van a morir todos por tan estúpida y desafiante parsimonia.
Lo que sigue es la reconstrucción, vía el testimonio oral de aquel trompeta, Eustaquio
Rodríguez Martín, tal y como quedó en la memoria de la viuda del capitán y esta transmitió
a su hija, quien a su vez la donó a su nieta. Tres Conchitas defensoras de una misma verdad.
José de la Lama pone sus manos en la puerta del coche. Jiménez Arroyo está fuera
de sí. «Suba de una vez, capitán. Tenemos que salir de aquí ahora mismo». Con calma, escogiendo expresiones y modos, el capitán replica: «Voy a desobedecer su orden, coronel.
Alguien tiene que quedarse aquí para velar por nuestros muchachos. Márchese usted si
quiere». De la Lama ha visto al hijo del coronel sentado en el asiento de atrás. Y otras caras
que conoce. Ahora comprende. Jiménez Arroyo tarda en reaccionar. Ante él, un iluminado,
un aspirante a héroe que pretende serlo sin darse cuenta que ya es un cadáver. Jiménez
Arroyo no está para recibir ejemplos ni lecciones de nadie. Hace una rabiosa seña al chófer
y el Ford arranca. De la Lama se deja envolver por el turbión de polvo. Cuando se disipa, a
su lado sigue el mismo grupo de soldados del África. Entre ellos, el trompeta. Tiene veintiún
años. De la Lama cuenta sus efectivos: ocho soldados y un trompeta, cuya corneta lleva
cruzada sobre el pecho con una cuerda enrollada. Nueve no hacen un regimiento, pero
pueden ser el pilar de un ejército.
Llegar a Monte Arruit para formar el cuadro, salvar a tantos y al final caer el último
De la Lama será quien salude a Navarro en Batel cuando este llegue allí, avanzada la tarde
del 23 de julio. Quedó pasmado Navarro al constatar que, de los mil setecientos hombres del
África nº 68, solo quedasen un capitán, ocho soldados y un corneta. De la Lama nada pudo
decirle del teniente coronel García Esteban. Navarro se guardó para sí lo que pensaba de
Jiménez Arroyo, coronel que no veló por su regimiento, que ninguna orden diese a su sustituto
y escapó hacia Melilla sin esperarle a él en Batel, donde la harca ni se acercó. Tanta dejadez
y vileza mucho le dolieron a Felipe Navarro y Ceballos-Escalera, aristócrata metido a enterrador de ejércitos por la mala cabeza de unos y la cobardía de otros. El día no ha concluido.
Siguen llegando supervivientes: en grupos o emparejados. Los hay que se presentan solos,
espectrales figuras de lo que fue un ejército y la quimera de conquistar el Rif.
Los hombres de Navarro resistirán cuatro días en Batel. A las dos y media de la tarde
del 27 de julio se replegarán hasta Tistutin, donde todavía había agua y montaban guardia
los supervivientes del regimiento Alcántara. Los de Navarro sostuvieron en Tistutin un aviso del
duro asedio que les aguardaba: fuego todo el día y parte de la noche; fuego incluso, en forma
José de la Lama y de la Lama
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
de petróleo, para quemar los cadáveres enemigos en descomposición caídos sobre los parapetos. En la madrugada del 29 de julio salen. «La marcha desde Tistutin a Monte Arruit se
efectuó formando la fuerza en cuadro; el capitán de la Lama ejercía las funciones de ayudante del teniente coronel Piqueras». Es el testimonio del corneta Rodríguez. La columna Navarro
cruza por entre sucesivas cortinas de fusilería.Todavía son unos tres mil trescientos. Su masa
impone, pero la harca la ve llegar como apiñado blanco en el que ningún tiro se perderá.
Mañana del 29 de julio. Arruit a la vista: a la derecha, larga cuesta por subir; a la izquierda, inmenso páramo para afrontar y menos para huir. Fusilada de exterminio. Tres harcas rodean a la columna Navarro. Los soldados caen en racimos. Empieza «una lucha encarnizada, en la que se deshizo el cuadro que formaban las fuerzas, pero el capitán de la Lama,
con la pistola en la mano y gritando “conmigo los de mi regimiento”, fue seguido de unos
treinta, entre ellos el declarante (Rodríguez), para detener al enemigo».
Las puertas de Arruit se abren. Y hacia ellas corren los que aún pueden correr. No los
heridos tirados en el suelo, cuyos gritos de auxilio descoyuntan ánimos y confianzas. La columna se desajusta y fragmenta. Navarro se siente morir. Otro cauce de sangre. Una masa de
cabileños se aproxima desde el norte, a través de El Garet. Gentes de los Beni Bu Ifrur. Otra
masa se acerca por la carretera de Drius, a su cabeza, jinetes pardos. Los metalzis, la mejor
Caballería del Rif. Una tercera harca envuelve Arruit por sus espaldas y toma las casetas no
ocupadas. Gentes de los Beni Bu Yahi, dueños de Arruit. La columna Navarro se ve fusilada
desde varios frentes a la vez. Los aledaños de Arruit se cubren de cuerpos españoles sin vida.
Primero una, después otra, las tres piezas de la única batería de artillería —la del capitán
Ramón Blanco de Ysla—, que a Navarro le queda, envueltas son. Se lucha a muerte junto a las
cureñas y los tubos de los cañones. Si esa batería se pierde no habrá salvación. De la Lama
se da cuenta de la extrema gravedad del momento. En su diestra la pistola, en la izquierda su
gorrillo regimental, que ondea como guión en la batalla que comienza, al aire recalentado de
El Garet lanzó ese grito de guerra y compromiso que, durante siglos, implícito clarín de unión
y resistencia fue para la Infantería española: « ¡Conmigo los de mi regimiento!».
El capitán cuenta a sus voluntarios. Veintinueve. Con tan poca gente, endeble cuadro
formarían. Distinto sería un triángulo defensivo. Nueve hombres por cada lado y él al centro
con el trompeta. Escena de guerras napoleónicas. El vértice del triángulo apuntado a la cuesta de Arruit, donde están los cañones a defender. Los lados izquierdo y derecho contendrán a
los rifeños que llegan del este y por el oeste. La base debe detener a los que se acercan desde
el norte. Si fuese preciso, los tres lados del triángulo se juntarán en una triple fila de fuegos. Y
al parecer, de la Lama ordenó: « ¡Rodilla en tierra, cargar rápido, apuntar con calma, disparar
con la cabeza!» (recuerdos apilados en la memoria familiar de los Lama-Navarro).
Empieza la defensa del triángulo. Los cabileños, sorprendidos por tan extraña formación, no aciertan a romperla. Y caen unos tras otros. El fuego es constante y preciso. De la
Lama sigue en pie. Su poca estatura (1,59 metros) le ayuda. Su gente responde. La harca titubea y busca un hueco para golpear. No puede maniobrar por el gentío combatiente, revueltos amigos con enemigos. Dos formaciones de jinetes juntan, bajo la oscilante calima, sus
fuerzas. Todavía no están a tiro. De la Lama mira hacia la cuesta de Arruit, donde el fragor de
los disparos aumenta. Distingue a varios oficiales. No logra identificarlos. Tal vez uno de ellos
sea el capitán Jesús Aguirre, de Ingenieros. No andará lejos Félix Arenas, ingeniero también.
El estruendo de la fusilería, sumado al de los gritos, aturde y enardece. Por las puertas de
Arruit se ven entrar oleadas de soldados. Esos se salvarán. Los jinetes pardos han formado su
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línea de ataque. Un semicírculo que se confunde con la tierra. Con la bruma que crece, será
preciso dispararles a doscientos metros para no fallar. La cuesta de Arruit resiste. Se combate
entre las piezas. Una figura aislada. Un oficial. No puede ser otro más que el capitán Arenas.
En Tistutin estuvo bravo como ninguno. Le tiran de la manga izquierda con insistencia. Su
gorrillo cae al suelo. Le indican: los jinetes pardos, lanzados a todo galope. De la Lama cuenta
a su gente. Once con él. Su triángulo tiene un solo lado. Bastará o morirán. Solo podrán disparar dos veces. Aun así daño harán. Y tal vez ordenase: Todos al suelo, separados, apoyar
los codos, apuntar al pecho de los caballos, dejar que nos pasen por encima...
Y pasaron sobre ellos. «Arrollados por un grupo de moros a caballo» (declaración del
corneta Rodríguez). Del bofetón de la carga sobreviven el capitán y el trompeta. Eustaquio
Rodríguez, contuso y tambaleante, se adentra en El Garet. Cree que su capitán ha muerto.
De la Lama, aturdido pero ileso, se incorpora. Busca su gorrillo, lo encuentra y se lo pone.
Conserva su pistola en la diestra. No tiene tiempo ni de apuntar. Un tiro en la cabeza le arranca el gorro y la vida. En ese instante, Eustaquio mira hacia atrás y le ve «caer mortalmente
herido». En la cuesta de Arruit, el capitán Arenas ha muerto. Piqueras también. La propiedad
de esos cañones otros la tienen. Los rifeños cañonean la resistencia española hasta acabar
con ella.
El cuerpo de José de la Lama tendido yace en El Garet. Su prueba de fe y divisa de
honor. Nadie mancillará sus restos. Nadie se llevará ese agujereado gorrillo, último estandarte
del África nº 68. Ese cadáver, ese gorrillo y ese valor de gesta fueron respetados por los rifeños. Momificado pero íntegro, inmune en su representatividad castrense, afirmado en su eticidad, entre el 24 y el 26 de octubre de 1921 de la Lama apareció donde el trompeta señalase, al pie de Arruit. Un cobarde y sus cómplices pretenderán deshonrar su hazaña. Un
monumento, erigido en El Garet por iniciativa de Rafael Fernández de Castro, cronista de
Melilla, guardó la memoria del célebre capitán hasta el verano de 1949. Entonces lo demolieron. El final de los imperios, supuestos o verdaderos, suele acabar así. Hombres y piedras,
abajo. Olvidados unos, esparcidas otras. Arriba, cielos y justicia. Impávidos ellos, indefensa
esta. Y eso quedó probado en el juicio contradictorio para una Laureada, fusilada por la espalda. A traición.
Coronel cautivo de sus mentiras y viuda que revive ante la verdad desvelada
Hacia las tres y media de la tarde del 23 de julio de 1921, el coche donde iban Jiménez Arroyo, su hijo y otros oficiales, entra en Arruit. Puesto de acuerdo con el capitán Ricardo Carrasco, jefe de las tropas de Policía Indígena que guarnecen la posición, deciden ir a la estación
del ferrocarril. Allí, el coronel y el capitán, junto con «otro capitán que no sabe de qué Cuerpo
era (otro inidentificado más), se tuvieron que dedicar (sic) a apear, a viva fuerza, de los camiones que llegaban (¡!) a la gente que en ellos venía, habiendo tenido que sacar el revólver
(?) para hacerse obedecer». Incongruente declaración esta de Jiménez Arroyo el 25 de agosto ante el general Picasso, pues los tres camiones que, sobrecargados de heridos, salieron de
Drius antes del mediodía, despanzurrados estaban y su malherida tropa rematada.
Ningún convoy más de camiones salió de Drius después de aquella matanza: sí ambulancias y camionetas, en su mayoría interceptadas por la harca y sus ocupantes muertos. Ni
un solo camión había en Kandussi ni en Dar Quebdani, posiciones rodeadas ambas y sus
pistas, hacia «la carretera general Drius-Arruit», cortadas. En Bu Bekker debería haber un
José de la Lama y de la Lama
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Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
camión-tanque. Para llevar agua, sin cañón en torreta. Los sublevados rifeños se habían apoderado de ese medio camión en la tarde del 22 de julio y desarmado a sus conductores, a los
que perdonaron la vida tras robarles el poco dinero que llevaban. El teniente Moisés Vicente
Cascante, jefe de la posición de Sidi Yagub, guarnecida por fuerzas de la Policia Indígena
que todavía le eran fieles, dio aviso de tales hechos al teniente coronel García Esteban en Bu
Bekker, quien acusó recibo del suceso. Al día siguiente, 23 de julio, tras ser atacada la guarnición situada en los Altos de Haf, bajo los cuales pasaba la pista hacia Drius, cuando García
Esteban, enterado de que Jiménez Arroyo estaba en Batel, le llamó para pedirle refuerzos,
dándole a entender que, si Haf caía (como así fue), la pista de Bu Bekker a Drius sería cortada, Jiménez Arroyo le respondió a su estilo: resista hasta ver si le puedo socorrer. García Esteban prefirió resistir en el Marruecos francés, bastante más acogedor que el español. En
cuanto a Drius, las llamas empezaron a devorar el mejor campamento español en el Rif a
partir de las dos de la tarde del 23 de julio. Jiménez Arroyo se inventó su epopeya en Arruit
ante desertores y huidos. El desertor de mayor graduación representó su mejor papel. Nadie
le aplaudió. Pero aún tenía aprendidos más papeles para interpretar en Arruit.
En la estación del ferrocarril está el capitán Luis Ruano y Peña, uno de los supervivientes de Annual, donde mandaba la 3ª batería de Montaña. De sus cuatro cañones
Schneider de 70 mm, Ruano había salvado uno. Que se vio forzado a dejarlo en Drius por
falta de acémilas. Son las cuatro de la tarde y la tropa de Ruano ha superado el límite de
sus fuerzas. Los mulos y caballos que forman parte del contingente necesitan agua y forraje o perecerán. A Jiménez Arroyo no se le ocurre otra idea que la de ordenar a Ruano que él
y sus hombres, la mayoría sin armamento portátil, «se quedaran todos» en Arruit, donde no
hay pienso ni agua para los animales o los humanos; ni fusiles ni rancho para sus artilleros,
que llevan dos días seguidos de retirada. Ante las ceñudas objeciones de Ruano, Jiménez
Arroyo se lo piensa mejor y decide que en Arruit permanezcan tres oficiales y cien artilleros,
sin un solo cañón. Luis Ruano, con prudencia, pero con firmeza, pregunta a Jiménez Arroyo
«si pensaba quedarse» en Arruit, cuestión que repite a Carrasco. Los dos le dicen que «sí».
El capitan artillero duda y se fija en los rostros del coronel y del capitán, en los que «no notó
nada extraordinario». Consciente de que la tarde pronto será noche, Ruano espabila a su
tropa y emprende la marcha hacia Zeluán. Tienen diez kilómetros por delante. Caminarán
a oscuras. Mal asunto.
Jiménez Arroyo ha vuelto a la estación. Ese tren a Melilla se ha convertido en una obsesión para él. Da instrucciones a unos soldados y estos suben bultos y maletas a uno de los
vagones. Jiménez Arroyo aborda la escalerilla para subir a su vez, pero en ese instante «le dio
un vahído, precursor de una congestión cerebral». El señor coronel se autodiagnostica, máxime cuando tal aviso de congestión «lo ha tenido en anteriores ataques». Jiménez Arroyo
agradece la ayuda que algunos le ofrecen y reclama a su chófer que le acerque su coche, al
cual sube con desenvoltura. La orden de ruta es fácil: Zeluán-Nador-Melilla. El rápido del coronel entra en la carretera y acelera. Detrás surgen el motín y la barbarie, la Policía Indígena,
al ver que su jefe huye —Carrasco y Jiménez Arroyo viajan juntos—, disparan sobre la tropa
española, entre ellos los desarmados artilleros de Ruano. Y después vuelcan su afán exterminador sobre los huidos de Batel y Tistutin, que no cesan de llegar. Pocos se salvan.
El chófer de Jiménez Arroyo distingue una columna militar que avanza a buen paso.
Alejarse de Arruit ha dado energías a Ruano y los suyos. El coronel ordena que pare el coche.
Error fatal del jefe del África nº 68. El estupefacto capitán descubre que, esos que detienen su
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José de la Lama y de la Lama
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
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automóvil para preguntarle si algo necesita, resulta que son Jiménez Arroyo y Carrasco, con
otros oficiales. Ninguno actúa en descubierta; todos van en franca huida. Para disimular su
fuga, Carrasco asegura a Ruano que «detrás venía la Policía». Rotunda falsedad. Fin de las
explicaciones, acelerón de las mentiras y a Melilla sin más meteduras de pata. Ruano y sus
sonámbulos artilleros llegaron a Zeluán a la una de la madrugada. Los que tal vez pensaron
que no llegarían vivos, se equivocaron. A las cinco y media de la mañana entraban en Melilla.
El tren de Arruit pasó por Zeluán, recogió allí cuanta gente pudo y prosiguió hasta
Nador, en cuya apocada estación se apelmazaban civiles y militares. Es la madrugada del 24
de julio. Caos de apreturas y prioridades. El teniente Ricardo Fresno Urzaiz, de la Guardia
Civil, está allí mismo, con sus guardias, para poner orden. Y lo consigue: a los soldados que
llevan «su armamento» los pone a disposición del teniente coronel Pardo Agudín, jefe de la
circunscripción, que pronto será conocido por sus gazmoñosas peticiones de socorro al general Berenguer. Al teniente Fresno no se le escapa detalle. El más llamativo, que «dos o tres
soldados fuesen conduciendo (en lugar de protegiendo) el equipaje del coronel Jiménez Arroyo». Cuando les ordena bajarse, interviene el mismísimo dueño del equipaje, que «confirma
personalmente» al teniente su propiedad sobre el avío en cuestión y su tránsito. Este enésimo
descaro de los deshaceres de Jiménez Arroyo dejará asombrado a Picasso y sus auditores. A
nosotros nos queda por averiguar qué clase de equipaje podía recoger un coronel en desastre como aquel para necesitar varios soldados que hicieran de porteadores suyos.
Eustaquio Rodríguez Martín llegó a Melilla dos días después. Hecho unos zorros,
pero convencido de su deber. Tras recuperarse de sus contusiones, su primera acción fue
visitar a la esposa de su fallecido capitán, que vivía en la calle de Las Aciras, nº 20, «principal». Encuentro menos terrible para ambos de lo que Rodríguez presuponía. Los detalles
que Concepción oyera del conmovido testigo la enardecieron sin entristecerla. Era hija de
militar y lo demostraba. Por ningún conducto oficial, nadie en la Comandancia y menos el
coronel del regimiento le había hecho llegar noticia fidedigna alguna de la hazaña protagonizada por su marido. El hecho en sí de la epopeya, confirmada por otros supervivientes
de la columna Navarro, adquirió una mayor dimensión. Concepción recibió pésames y solidaridades. Sobre todo de una familia melillense, la del capitán Juan de Ozaeta Guerra,
del que se sabía estaba prisionero. Por Melilla se extendió la fama del defensor de El Garet.
Y su viuda recibió más admiraciones que condolencias. Esto y el decidirse a solicitar la
Laureada a título póstumo para su esposo, no poca vida de la por ella hasta entonces llorada le fue así reintegrada.
Testigos que nada saben ni oyeron y testigo principal del caso que mucho se calla
El juicio contradictorio arrancó el 5 de marzo de 1922. Ocho días antes habían desembarcado en Melilla los 325 supervivientes de las casas-prisión de Axdir. Entre ellos, el comandante
José Gómez Zaragoza, del Alcántara, y el general Navarro, jefe de los defensores en Batel,
Tistutin y Arruit, en consecuencia máximo testigo de lo sucedido, fuesen heroicidades o canalladas. Su declaración en Madrid, el 7 de abril de 1923, inequívocamente a favor: «El capitán
José de la Lama fue mandando (tropa) en la retirada de Tistutin a Monte Arruit el día veintinueve de julio, fuerzas que formaban el flanco izquierdo de la columna, que fueron duramente hostilizadas; tratando en los momentos de mayor peligro de levantar la moral de sus soldados. Al impedir la desbandada fue muerto por el enemigo cuando, en último y supremo
José de la Lama y de la Lama
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Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
esfuerzo, trató de restablecer, por su frente, la situación. Fue (por estuvo) siempre en los puestos de mayor peligro y cumplió cuantas misiones se le encomendaron con elevado espíritu,
valor, serenidad y conocimientos técnicos de su profesión».
Entre los jefes y oficiales citados, a favor, pero por referencias elogiosas de otros
sobre la actitud mostrada por el capitán de la Lama, se manifestaron: el comandante Gómez Zaragoza, más los tenientes Manuel Sánchez Ocaña y Felipe Peña Martínez —este último oficial médico—. En contra, pese a no ser testigo de los hechos ni tener referencias
creíbles por terceros, se manifestó el ya coronel Eduardo Pérez Ortiz. Y en similar situación
de desconocimiento de quién era el oficial propuesto para la Laureada ni qué había hecho,
el capitán artillero Fernando Gómez López. Entre la suboficialidad y la tropa convocadas,
en total diecinueve declarantes, catorce de ellos «no conocían al capitán de la Lama» o
«nada habían oído de él». El 73,6%, inadmisible de todo punto. Los cuatro restantes se
mostraron a favor: sargentos Castellanos de Fe, Fernández de Gío, soldados Alaejos Mateos y Rodríguez Álvarez.
Estos despropósitos eran demostrativos de la escasa diligencia mostrada por el primer
juez instructor del caso, que muy pronto se consideró él mismo incluido en una incompatibilidad, de la cual no precisaba «en qué consistía», pero le obligó a ceder su puesto al comandante de artillería Juan Botella y Donoso Cortés, quien mostró convincente seriedad y rectitud moral. Con las declaraciones del general Navarro, comandante Gómez Zaragoza,
tenientes Sánchez Ocaña y Peña Martínez, más los sargentos y soldados citados, el asunto
estaba claro porque las demás opiniones eran inválidas por sí mismas. Faltaba que declarase
el segundo testigo principal, Eustaquio Rodríguez Martín, único superviviente de los Treinta
del Garet.
Mucho dijo, en pocas palabras, Rodríguez Martín cuando declaró en Melilla aquel 25
de julio de 1922. Pero más calló él mismo, sin duda aconsejado por compañeros suyos o
suboficiales experimentados, compadecidos de su mala suerte: testificar en favor de un difunto contra las trapacerías y cobardías del jefe de su regimiento, precipicio de tal hondura,
que mejor no asomarse a él por aquello del vértigo. Once meses antes, el 25 de agosto de
1921, enfrentado a las pruebas que Picasso reunía y a las que él intuía hallarían, al ser preguntado «si puede señalar algún hecho recomendable entre las tropas de su regimiento o,
por el contrario, de omisión o tibieza que crea debe hacerse notar, dijo que “a su conocimiento no ha llegado, en uno ni en otro sentido, nada que merezca ser consignado”».
Jiménez Arroyo probaba su bajeza y mala fe. Él mismo era avergonzado testigo de su
propia desidia y cobardía, resaltadas desde la dignidad y hombría de su ayudante. Consciente de la gravedad de sus faltas, basó su mísera defensa en silenciar el heroísmo y el
pundonor de quienes, como el capitán José de la Lama, sufrieron la desgracia de soportarlo
como persona, no ya como jefe, pues eso quedó demostrado que él no supo ni quiso serlo en
julio de 1921.
Eustaquio Rodríguez se autoimpuso la pena de la desmemoria: no recordar esa frase
de su capitán sobre los deberes de un coronel ante sus tropas inermes en el campo de batalla; también del desprecio que de la Lama sintiera ante quien decidió comportase como
enemigo de sus soldados al abandonarles en retirada como aquella. Ese «Márchese usted si
quiere», que de la Lama espetase a Jiménez Arroyo con énfasis de infinita hartura, nunca
figuró en declaración alguna, ni el recordatorio del capitán al jefe que salva a su hijo y huye
de sus otros hijos: «Alguien tiene que quedarse aquí para velar por nuestros muchachos».
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340
«Y examinado el presente expediente, el comandante Juez Instructor que suscribe,
considera que el capitán de Infantería Don José de la Lama y de la Lama, muerto en
la retirada de Batel a Monte Arruit, es acreedor a tan alta recompensa por
considerarle comprendido en el caso tercero del Artículo cuarenta y nueve y poderle
comprender (en lugar de corresponder) el caso segundo del (Art.) cincuenta y uno y
el Artículo cuarenta y siete.
V. E., no obstante, resolverá.»
Y resolvieron. En contra. Presidía el Consejo Supremo de Guerra y Marina el teniente general
Francisco de Aguilera y Egea, de 67 años. E Inspector General del Ejército, además de Jefe
del Estado Mayor Central, era el capitán general Valeriano Weyler Nicolau, de 86 años, pero
con sus facultades mentales listas. Ninguno era un juntista. Las Juntas de Defensa, pese a
haber sido «suprimidas» en 1922, como garrapatas que eran, sólidas agarraderas tenían en
las conciencias de no pocos generales y ministros. Premiar a un valiente muerto con la Laureada, equivalía a condenar de por vida al coronel que condena cumplía lejos de la Península: en las islas Chafarinas. Condenado a seis años y un día de prisión por el delito de negligencia y el abandono de su destino en campaña, Jiménez Arroyo será indultado (30 agosto
1925) por Alfonso XIII, en una más de sus hirientes decisiones antimilitares y antipatrióticas,
en base al Real Decreto de Amnistía que el monarca firmase el 4 de julio de 1924, cincuenta
días después de las Conclusiones presentadas por el comandante Juan Botella y Donoso
Cortés, a las que el Consejo Supremo de Guerra y Marina decidió ignorar.
Concepción Navarro, viuda del capitán, residía en Málaga, donde había enterrado a
su marido tras recuperar su cuerpo en El Garet. La primera de las Conchitas de la Lama
muere, a los 79 años, en el Madrid de 1969. Nunca supo que a su heroico esposo un juez
honrado le había reconocido sus méritos en forma de límpida Laureada, que otros se la robaron. Los que debieron pensar esto: mejor un héroe más silenciado, que un coronel menos
y deshonrado.
La guerra contra el olvido impuesto al capitán de la Lama no ha concluido. En 1922,
compañeros suyos, supervivientes del África nº 68, decidieron honrar su memoria con una
inscripción damasquinada, grabada sobre la hoja del sable de ceremonia del capitán, que
este guardaba en su casa de Melilla. Ese Sable de Honor fue donado al Museo del Ejército
por su viuda, en los tiempos en que Madrid disponía de uno de los mejores museos militares
de Europa y sincero respeto mostraban sus gestores a las donaciones familiares. Ese sable
ha sido visto por muchos en los años setenta, ochenta y noventa, entre ellos quien esto escribe. Expuesto a la vista, lucía sobrio y terso, como el compromiso ético de su dueño y la fidelidad amante de su esposa. Al trasladarse el Museo del Ejército a Toledo, cinco años va a
20
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
José de la Lama y de la Lama
Eustaquio defendió su paz y confió en la ecuanimidad del juez instructor. Sus rogativas fueron atendidas.
Dos años después, fechado en Melilla el 16 de mayo de 1924, el comandante Juan
Botella y Donoso Cortés terminaba sus Conclusiones, dirigidas al Consejo Supremo de Guerra y Marina, máxima institución para entender en todo lo relativo a la concesión o denegación de la más alta condecoración militar española. En el último párrafo de su Escrito, argumentaba:
Agradecimientos
A la nieta del capitán de la Lama,
por las muchas veces que, a lo largo
de los últimos diecisiete años (desde
1999), tomamos notas por teléfono,
intercambiamos cartas y llamadas,
consultamos archivos y hemerotecas
para mejor entender aquellos
tiempos de furia y entrega a unos
Principios, en los que su abuelo
nítida huella dejó en la conciencia
militar de su tiempo, que la España
actual y su Ejército deberían cuidar
un poco mejor.
que el héroe sigue hoy ostentando,
por cuanto hay nombres, civiles o
militares, a los que ni robándoles se
les puede arrebatar la vigencia de
su ejemplo ni asfixiar los latidos de
su continuo requerimiento. Es tal su
razón y tan alto su derecho, que por
los objetos que el difunto poseyera
la Nación escucha y hablará.
Y además, el Expediente Picasso y el
Archivo Particular del general, del
que este historiador tiene copia de
trabajo, desde 1997, por fraterna
actitud de Juan Carlos Picasso
López y su hoy viuda, Mª Teresa
Martínez de Ubago, a quien aquí
saludo. Ella sabe cuánto la quiero.
Fuentes
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
J. P. D. 05.03.-04.05.2015
José de la Lama y de la Lama
cumplir de destierro en unos sótanos. Cinco años de silencio y oscuridad. Dos más de los
que necesitó el juez Botella para proponer que la Laureada del apellido de la Lama debía
lucir ante la plenitud de la justicia. Acción irrenunciable, que la tercera bandera de la dinastía, Conchita Ferrando de la Lama, espera se le permita la entrada a ese lugar sin sol para
acariciar la afilada mejilla de su abuelo. Y si no se lo autorizan, con la Ley en una mano y su
derecho en la otra como tutora de tal símbolo, sacarlo a la luz del día para que su abuelo y
otros lo vean.
Bibliografía
Expedientes: el L-168; Hoja de
Servicios del que fuera defensor de
El Garet, a la vez que escudo ante la
cuesta de Arruit. Y el depositado en
la Sección 9ª, Caja 3009, Expte.
24147, conservados en el AGMS, que
se corresponde con el juicio
contradictorio para la concesión de
esa Laureada de San Fernando, la
341
Morales y Mendigutía, Gabriel
Sancti Spiritus, Santa Clara, Cuba, 1864 - Izzumar, Rif, 1921
Coronel. Académico de la Historia.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Gabriel Morales y Mendigutía
A la memoria de Carmen Ormaeche de Morales, nuera del célebre coronel
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Por la defensa de su patria antillana recibe tres cruces rojas del Mérito Militar. En 1909 prueba, en el Barranco del Lobo, sus dotes de mando ante otro desastre. Ascendido a teniente
coronel de E. M., Cuerpo al que pertenecía desde 1895, alterna destinos en Larache y Melilla.
Fascinado por el mundo marroquí, aprende sus lenguas y profundiza en su pasado. Sus publicaciones lo convierten en cronista de Melilla y, en 1918, académico de la Historia. Coronel
jefe de la Policía Indígena, confirma en ella su pedagogía como líder de guerreros y protector
de sus familias. Con Silvestre al mando, su esfuerzo educativo y asistencial se extiende. Su
prestigio entre las cabilas facilita osados avances que, sin él, hubiesen derivado en cruentos
combates. Silvestre firma su promoción (febrero de 1921) al rango de brigadier. Opuesto a la
ocupación de Annual, es también contrario al aventurerismo que suponía tomar Abarrán. Esta
derrota, forzada por la inepcia del comandante Villar, sumada a graves faltas de otros oficiales de la Policía, lo malhieren. Al sucumbir Igueriben tras epopéyica defensa (21 de julio), intuye que el ejército está perdido. Se opone a la retirada de Annual y previene sobre lo tardío
y letal de esa decisión. En el Izzumar combatirá armado con un fusil. Herido de muerte y
abandonado por los pocos que le acompañaban, será rematado por rifeños que no le reconocieron. Su cadáver, honrado por Abd el-Krim, fue el único que el Rif Libre devolvió a España.
El alto comisario, Dámaso Berenguer, no acudió (Melilla, 3 de agosto) a recibir sus restos ni
presidió su inhumación.
J. P. D. 11.04.2015
Muñoz-Mateos y Montoya, Luis
Oviedo, 21 de agosto de 1895 - Marruecos, 5 de julio de 1924
al salir de la referida posición, cerca del río Ibuharen, un grupo enemigo fuertemente
atrincherado, vistiendo uniforme de Regulares, atacó por sorpresa a las citadas
fuerzas con nutridísimo fuego de fusil, ocasionándoles numerosas bajas, que
hicieron insuficientes los medios de evacuación de que se disponía, por lo que desde
el primer momento hubo de dedicarse el teniente médico Muñoz- Mateos a curar a
los heridos en las mismas guerrillas bajo un fuego intenso y eficaz, y a pesar de
resultar herido, continuó prestando sus servicios, acudiendo para ello, con gran
desprecio de su vida, a los puntos más avanzados, y cuantas indicaciones se le
hicieron para que se retirase contestó que no lo haría mientras quedase un herido
que necesitase sus auxilios, cuya actitud motivó sin duda que, agravada la situación
de las fuerzas, cayera con algunas bajas en poder del enemigo.
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Nació en Oviedo el 21 de agosto de 1895 del matrimonio formado por José Muñoz-Mateos y
Rodríguez y Castora Montoya. Tras iniciar la carrera de Medicina en Valladolid fue alistado
en agosto de 1916 para cumplir el Servicio Militar, incorporándose en febrero del año siguiente como soldado a la 7.ª Comandancia de Tropas de Intendencia.
Continuó sus estudios en la Facultad de Valladolid hasta que en diciembre de 1919
obtuvo el título de licenciado en Medicina y Cirugía. Dos años después aprobó la oposición
al Cuerpo de Sanidad Militar y fue nombrado alférez médico alumno de la Academia del
Cuerpo, de la que salió en enero de 1922 con el empleo de teniente médico y destino en el
Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Tetuán n.º 1, al que se incorporó al mes siguiente
en dicha plaza.
Tras el desastre de Annual, en julio de 1921, había comenzado la reconquista del territorio perdido, habiéndose conseguido recuperar la línea de Dar Drius y expulsar al enemigo
de Nador, Zeluán y Monte Arruit.
Durante los años 1922 a 1924 el teniente Muñoz-Mateos acompañó a su unidad en la
realización de diversos servicios de guerra: emboscadas, protección de convoyes, bombardeos y evacuación de heridos.
El 2 de julio de 1924 marchó a la posición de Tazza y el 5 recibió su unidad la orden
de replegarse a la posición de García Uría. Durante esta delicada operación, al llegar al río
Ibuharen fue el tabor sorprendido por un numeroso grupo de harqueños que vestían uniformes de Regulares, robados días antes de un depósito, entablándose un duro combate en el
que desapareció el teniente Muñoz-Mateos. En la orden general de 7 de abril de 1925 del
Ejército de Operaciones de Marruecos se incluyó su nombre en la relación de generales, jefes
y oficiales que se habían distinguido desde el 1 de febrero al 31 de julio de 1924, refiriéndose
a él con las siguientes palabras: «Acompañando al Tabor en su marcha a García Uría atendiendo a los heridos en la línea de fuego con gran heroísmo, pues no obstante caer herido,
continuó curándoles, encontrando en esta misión gloriosa muerte». El 21 de septiembre de
1924 causó baja en el Ejército al ser dado por desaparecido.
Se le concedió a título póstumo en abril de 1927 el empleo de capitán y por real orden
de 6 de noviembre de 1929 la Cruz Laureada de San Fernando. En dicha disposición se daba
cuenta de que al cumplir el 4.º Tabor las «órdenes recibidas, se replegaba desde la posición
de Tazza hasta la de García Uría», cuando
Luis Muñoz-Mateos y Montoya
Médico militar. Sirvió en unidades de Regulares en Marruecos. Recibió la Cruz Laureada
de San Fernando por la heroica atención prestada a heridos en la línea de fuego.
343
J. L. I. S.
Primo de Rivera y Orbaneja, Fernando
Jerez de la Frontera, Cádiz, 1879 - Arruit, Rif, 1921
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Fernando Primo de Rivera y Orbaneja
Teniente coronel del Regimiento de Alcántara.
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Al teniente coronel Antonio Manzano Lahoz y a sus hijos, Santiago y Miguel,
oficiales del Ejército del Aire
Teniente de Infantería en el Toledo de 1896, en 1898 se gradúa en la Academia de Caballería.
En 1906 ingresa en la célebre École de Cavalerie en Saumur (Marne-et-Loire). En dos cursos
lo aprende todo sobre los caballos y la forma de combatir a caballo. De Francia vuelve un jefe
de guerra. Asciende a capitán. En 1912 combate en la Línea del Kert. Ascenso a comandante.
Profesor en la Escuela de Equitación, en Madrid. Ascendido a teniente coronel, regresa al Rif
como segundo jefe del 14º de Caballería. Al tomar el mando Manella (21 mayo 1921) el regimiento descubre que tiene dos jefes: quien ordena y supervisa, y quien ejerce de guía táctico
y ético. Bloqueado Manella en Annual, Primo de Rivera asume el mando. Manella muere, pie
a tierra y pistola en mano, en el Izzumar (22 de julio). En la vertiente sur, Primo y los suyos
lanzan su primera carga, cuestas arriba, salvando al convoy de heridos en Ben Tieb. El 23 de
julio, segunda carga en Cheif, que evita la aniquilación de la columna Orrego. Consigue la
Laureada sin él saberlo. Regresa para salvar de la muerte a la columna Navarro, fusilada en
el Igan. Tercera carga. Parte por la mitad las filas rifeñas y alcanza Batel, espantando toda
oposición a su paso. Vuelve grupas y ataca de revés el trincherón del Igan. Cuarta, quinta y
sexta cargas. El Alcántara empieza a morir y acaba muriendo en masa, pero rescata a la
gente de Navarro. Sitiados en Arruit, un cañonazo le arranca el brazo derecho (3 de agosto)
y la gangrena lo mata dos días después. Pocos militares en la Historia, en solo trece días de
batalla, donan su vivir y ejemplaridad para que su Ejército, su Nación y su Pueblo se sientan
laureados de por vida.
J. P. D. 25.07.2014
Ramos-Izquierdo y Gener, Rafael
San Fernando, Cádiz, 11 de julio de 1884 - Rivas Vaciamadrid, Madrid, 5 de noviembre de 1936
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Era natural de San Fernando (Cádiz), donde había nacido el 11 de julio de 1884. Al cumplir
los dieciséis años realizó su ingreso en la Armada como aspirante de Marina en la Escuela
Naval Flotante, instalada desde 1869 en la fragata Asturias, de pontón en Ferrol, en la que se
formarían los guardiamarinas hasta su disolución en 1908 al ser trasladada la Escuela a San
Fernando (Cádiz).
En 1905 Rafael Ramos-Izquierdo obtuvo el empleo de alférez de navío, pasando posteriormente a formar parte de la oficialidad del cañonero General Concha8. El 11 de junio de
1913, prestando servicio en Marruecos a bordo de su buque, una densa niebla le hizo embarrancar en los arrecifes de la ensenada de Busicú, a pocos kilómetros de Alhucemas, abriéndose en el casco una brecha por donde penetró el agua.
Tras embarrancar, se iniciaron por la mañana los trabajos para desencallar y reparar
el buque, observados desde tierra por cabileños de Bocoya, quienes amenazaron a la tripulación con disparar sobre ella si trataban de desembarcar. De nada sirvió que los tripulantes
se retirasen al interior del barco, pues los moros, en progresivo aumento y al amparo de las
rocas de la playa, comenzaron a hacer fuego, que no pudo ser respondido por la tripulación
con la intensidad debida al haberse inundado el compartimento donde se hallaban las armas. La actuación de piratas pertenecientes a la cabila de Bocoya había sido frecuente en
años anteriores, atacando buques de diversas nacionalidades y secuestrando a sus capitanes para exigir la puesta en libertad de varios piratas que habían sido apresados por España
en 1896.
El condestable, con temeraria decisión, trató de llegar a la ametralladora del buque,
pero perdió la vida al recibir varios balazos. Los asaltantes dominaban la cubierta del barco
desde sus elevadas posiciones, lo que les permitió causar más bajas, empeorando la situación cuando de dos botes pudieron acceder numerosos enemigos a la cubierta del General
Concha. Al toque de zafarrancho de combate comenzó una lucha cuerpo a cuerpo, viéndose
obligada la tripulación a retirarse a los camarotes, mientras el enemigo tomaba varios prisioneros y se retiraba con ellos a la playa.
Por la tarde volvieron los moros a desencadenar el fuego y seguidamente un grupo de
unos doscientos se aproximó al barco, librándose a continuación una cruel batalla, en la que
perdió la vida el comandante y sufrieron numerosas bajas ambos bandos. Tomado el mando
por el alférez de navío Rafael Ramos-Izquierdo, la tripulación mantuvo al enemigo disparando
desde la popa hasta la llegada del cañonero Lauria, que no se atrevió a intervenir en el combate al haberse apoderado los asaltantes de los uniformes de la tripulación y haberse vestido
con ellos. Interrumpido el ataque por la presencia del buque, los moros volvieron a abordar al
General Concha al hacerse de noche, conferenciando con el alférez Ramos-Izquierdo, a
quien le pidieron les entregase el armamento y el dinero que portasen, a lo que se negó, por
Rafael Ramos-Izquierdo y Gener
Oficial de la Armada española. Ganó la Cruz Laureada de San Fernando en Marruecos
por la heroica defensa del cañonero General Concha. Fue fundador del Polígono de
Tiro de Fusil de San Fernando (Cádiz) y de la Base Aeronaval de San Javier (Murcia).
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Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los sacrificables
Rafael Ramos-Izquierdo y Gener
lo que comenzaron a registrar el buque, momento que aprovechó la tripulación para arriar
uno de los botes salvavidas y embarcar en él a los heridos para trasladarlos al Lauria, negándose a acompañarlos el alférez Ramos-Izquierdo, que había recibido tres balazos, dos de
ellos en ambos brazos. Terminó el combate con la retirada de los asaltantes, que se llevaron
con ellos al alférez Ramos-Izquierdo junto con otros nueve tripulantes más. Durante el enfrentamiento perdieron la vida diecisiete miembros de la tripulación y otros tantos resultaron heridos, lo que suponía más de un cincuenta por ciento de bajas.
Los prisioneros fueron llevados a la cabila de Bocoya y enseguida se empezó a negociar su liberación, consiguiendo huir algunos, entre ellos el alférez Ramos-Izquierdo, que lograron llegar a la playa y embarcar en un bote, al que persiguieron los moros en una embarcación a vela que fue rechazada por el cañonero Recalde.
Según el expediente de juicio contradictorio abierto para determinar si se había hecho
acreedor a la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, el alférez Ramos-Izquierdo
había luchado con «heroico valor, después de haber sido herido de gravedad, demostrando
gran espíritu militar y excediéndose notoriamente en el cumplimiento de su deber», por lo que
por real orden de 1 de mayo de 1914 le fue concedida la Cruz Laureada de 2.ª clase, que le
fue impuesta el 31 de mayo de 1914 a bordo del acorazado Pelayo, anclado en el puerto de
Cartagena, por el contraalmirante Miguel Márquez de Prado, comandante jefe de la 2.ª División de la Escuadra.
Incorporado al servicio, obtuvo los empleos de teniente de navío en 1914 y de capitán
de corbeta en 1920, con los que estuvo destinado en varios buques y fue profesor en la Escuela Naval Militar. En los años siguientes fue fundador del Polígono de Tiro de Fusil de San Fernando y de la Base Aeronaval de San Javier, realizó el curso de Aeronáutica y estuvo al mando
del portaaviones Dédalo y del destructor Almirante Antequera.
Al producirse el levantamiento militar de julio de 1936 fue detenido, encerrado en la
checa de Porlier y posteriormente asesinado en Rivas Vaciamadrid por milicianos del Frente
Popular el 5 de noviembre del mismo año.
J. L. I. S.
Notas
8 El cañonero General Concha
346
había sido botado en 1883 y
recibió este nombre en recuerdo
del brigadier de la Armada Juan
Gutiérrez de la Concha y Mazón
de Güemes, fusilado por los
insurgentes de Buenos Aires en
1810 y padre de los que llegarían
a ser capitanes generales Manuel
y José Gutiérrez de la Concha e
Irigoyen, marqueses del Duero y
de La Habana, respectivamente.
Rodríguez Fontanes, Carlos
Manzanares, Ciudad Real, 1879 - Amvar, Rif, 1922
J. P. D.
Vázquez Bernabéu, Antonio
Blida, Argelia, 1896 - Paterna, Valencia, 1936
Médico militar.
Al comandante médico Álvaro Vázquez Prat en memoria de su abuelo
En las semanas posteriores a la derrota de Abarrán, una solitaria figura a caballo recorría la
pista entre Ben Tieb y el Izzumar, pasaba por Annual y subía hasta Buymeyan, sin ser paqueada. Desde rifeños emboscados a españoles en guardia, todos conocían al teniente médico de
la 12ª Mía (compañía) de la Policía Indígena. Intuían de dónde podía venir: de practicar un
parto y salvar al niño y a la madre o de aliviar los dolores de estómago de un caíd (jefe). Compasivo y valiente, tenía probadas estas virtudes desde el 16 de junio de 1921 cuando, al fracasar el asalto a la Loma de los Árboles, la tercera parte de la 12ª Mía causó baja, la otra vaciló
y la última pretendió huir. Pistola en mano cortó la huida y defendió a sus heridos. El día del
desastre (22 de julio) afrontó la defensa de la cara sur de Buymeyan, por donde ya subían los
harqueños. Se defendió de ellos. A él no le dispararon. Entró, solo, en el arrasado Annual. Atendió a los pocos heridos aún con vida y fue hecho prisionero. Abd el-Krim le ofreció cinco, diez
veces su sueldo si accedía a ser su médico particular. Se negó y acabó en Axdir, donde curó a
españoles y rifeños. Una noche de septiembre se echó al mar en la playa de Suani. Cruzó los
800 metros que lo separaban del Peñón nadando a espalda. Laureado (en 1924) y ascendido
a capitán, siguió en Marruecos hasta 1927. La muerte de su esposa, a causa de una peritonitis
puerperal, le hizo vacilar en su devoción al Ejército. En julio de 1936 seguía de capitán, cuando
reunía méritos para ser coronel. Decidió descansar en el balneario de Paterna. Y allí le fusilaron quienes nunca supieron nada de humanitarismo ni de republicanismo.
J. P. D. 28.04.2013
Los sacrificables
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
En 1921, siendo comandante, lo destinan al Tercio. Toma el mando de la II Bandera. La Legión
es la punta de lanza de las fuerzas de Berenguer, empeñado en atrapar a El Raisuni en las
montañas de Yebala. El 22 de julio, en Rokba-el-Gozal, llegan noticias como puñetazos: Silvestre muerto, su ejército deshecho, Melilla en peligro. Se sortea entre las dos banderas: pierde
Fontanes y gana Franco, que sale con la Primera hacia Tetuán. Fontanes recibe órdenes de
partir. Cien kilómetros andando. En veinte horas lo consiguen. El 23 embarcan en Ceuta y a
Melilla. Siguen tres meses de continuo cuerpo a cuerpo, espoleados por su jefe, Millán Astray,
que no les da respiro. Fontanes, con su mirada socarrona, su guerrera remendada y su media
sonrisa, se gana la admiración de españoles y el respeto de rifeños. Al avanzar hacia el territorio del desastre, la resistencia se endurece. El 18 de marzo de 1922, inaudita torpeza del
mando de los tanques al dejarlos sin gasolina. Los carristas huyen, los rifeños detrás. En Amvar, la I Bandera afronta el choque. Fontanes ve caer a un legionario y, al inclinarse para
auxiliarlo, un «pacazo» le abre el vientre. Son las dos de la tarde. Con calma, pide: «Encontrarme al capitán Pagés». El célebre médico le había asegurado: «Si se interviene antes de
que transcurran cuatro horas, no hay peligro de muerte». Pasan dos horas y Pagés no llega.
A las seis, nadie sabe nada de Pagés. El plazo de la vida concluye. Medianoche. Fontanes es
un hilo de voz: «Mis pobrecitos hijos». Dos varones y cuatro hembras, huérfanos de madre.
Entra la madrugada y un ansia terrible se lo lleva. Franco agiliza la cuota de auxilio: dos mil
pesetas. Y los hijos de Fontanes tocan a 333,66 pesetas por cabeza y orfandad.
Carlos Rodríguez Fontanes, Antonio Vázquez Bernabéu
Comandante de la Legión.
347
II.IV Los rebeldes
348
Mhamed Abd el-Krim: de mirlo blanco a gavilán del Rif
A la memoria de Mohammed Ibn Azzuz Hakim
Abd el-Krim El Jattabi, Mhamed o M’hamed
Coronel acertado en su cálculo y alumno sometido a «la cuadratura del círculo»
La fecha del nacimiento de Mhamed cambia según los autores que hayan estudiado su vida.
Por las fechas de sus investigaciones publicadas, son: (en 1973) el coronel (luego «general
honorífico») Andrés Sánchez Pérez, quien aportó el año «1895»; (en 1981) el gran historiador
marroquí Germain Ayache, para quien Mhamed nació en «1896»; (en 1992) la licenciada
María Josefa Rivera Sánchez, quien descubrió, en Málaga, documentos inéditos que certificaban su nacimiento en «1895»; (en 2009) la arabista Rosa de Madariaga, quien optase por
«1897». En base a la fiabilidad de sus fuentes y razonamientos anexos, resulta evidente que
Sánchez Pérez, interventor en la cabila de Beni Urriaguel entre 1934 y 1935 y el primero en
excavar las ruinas del antiguo Principado del Nekkor, fue también el primero en precisar el
año correcto: «1895». La investigación llevada a cabo por María José Rivera Sánchez, pese a
pasar desapercibida en el momento de su publicación (1992) puso fin a las variables en tal
sentido. En instancia dirigida a Antonio Sánchez Balbi, director de la Escuela de Magisterio,
el personaje declaraba ser quien era: «Mahamed Ben Abd el-Krim, natural del Rif, tribu de Beni
Urriaguel, de quince años de edad, a V. S. con el mayor respeto expone (por “ruega”), que se
le considere alumno oficial de dicha Escuela y debiendo (sic) sufrir, previamente, el examen
de ingreso, a V. S., respetuosamente, Suplica se digne emitir (sic) las órdenes para que dicho
examen se verifique. Es Gracia que no duda merecer...». Debajo la firma, bien legible, del solicitante, con el lugar y la fecha: «Málaga, 21 de diciembre de 1910».
Habida cuenta de que Mhamed Abd el-Krim cursaba estudios en Melilla e inviable, con
carácter regular, la conexión marítima Axdir-Melilla-Málaga-Alhucemas, el hecho en sí nos
previene tanto de la absoluta dependencia administrativa de la Melilla de entonces con respecto a Málaga, como del exigente nivel educativo que el padre de Mhamed impuso a su hijo
Los rebeldes
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Ingeniero por su propio empeño y estudios, jefe del Ejército del Rif de 1923 a 1926; referente
social para los pueblos del norte de Marruecos por su estoicidad, honestidad y valentía. Estos
valores, definitorios de su actitud ante la vida, supo refrendarlos a través de un exilio de treinta
y ocho años, marcado por situaciones extremas: de junio de 1925 a mayo de 1947 como deportado, al igual que su familia y la de su hermano mayor (Mohammed) en la isla de la Reunión
(Índico suroriental); de 1947 a 1964 en El Cairo. Al fallecer (1963) su hermano en la capital
egipcia quedó él como jefe de los Jattabi y garante de los ideales republicanos. Un año después
le fue permitido volver a Marruecos. Murió en el hospital Avicena de Rabat y fue inhumado en
Axdir entre la devoción y el dolor de su pueblo, los Beni Urriaguel. Su condición de héroe nacional
lo es para todos los marroquíes al serlo de los rifeños. Su figura sigue viva en la memoria popular.
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Axdir, Alhucemas, 1895 - Rabat, 1967
349
menor: estudiar en Melilla los cursos de Magisterio y Bachiller, presentándole en Málaga para
superar los exámenes anuales y las respectivas reválidas. En esa cuadratura del círculo, que
Mhamed afrontase con fe y coraje, mostró a sus padres cuanto de hombre tenía y lo mucho
que de él recibiría su localidad natal y patria: Axdir y el Rif. Su corazón y bandera.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los rebeldes
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Hacerse hombre bajo el peso del patronímico familiar, intertribal y protectoral
350
La infancia de Mhamed transcurrió como la de otros tulâb (estudiantes) en las escuelas coránicas de primer nivel. El nivel superior se aprendía en la madrasa —escuela coránica para
adolescentes y jóvenes adultos—, aunque su tío paterno, Abd-es-Selam, se mantuviera como
profesor de refuerzo para estos estudios, versados en el completo dominio del Corán. Abd-esSelam El Jattabi, personalidad accesible, culta y bienhechora, tenía dos años menos que su
hermano, el alfaquí (letrado) Sid Abdelkrim El Jattabi. Sid Abdelkrim decidió que su hijo menor
«fuese a la escuela del Peñón y sería entonces cuando le conocería el doctor Bastos por Jesusito (en cursiva en el original)». Esta es la tesis del coronel Sánchez Pérez y la estimamos
acertada. El teniente médico Manuel Bastos y Ansart tenía veintidós años en 1907, cuando
Mhamed cumplía doce años, luego las edades y fechas concuerdan, porque al segundogénito de Sid Abdelkrim le faltaban tres años para socilitar su ingreso en la Escuela de Magisterio
en Málaga. Del Peñón hispano pasó Mhamed al Liceo Español San José, en Melilla, donde
obtuvo buenas notas y excelente acogida dada la notoriedad de los Jattabi.
El San José era un colegio privado, «incorporado al Instituto Provincial de Málaga»,
como advertía el subtítulo de su enunciado. Estudiar en sus aulas tenía un precio: cien pesetas por «mensualidad», más 34,50 ptas por las clases. Los gastos correspondientes a la docencia en julio de 1915, mes en el que los ejércitos aliados y turcos combatían a muerte por
la posesión de la península de Gallípoli. Desembolsos que es probable pagase su hermano
mayor, al ser el miembro de la familia con mayores ingresos, tanto por sus tareas profesorales
como por sus artículos en la primera página de El Telegrama del Rif. Tres años antes, en 1912,
Mhamed aprobó, en Málaga, el examen final de la carrera de Magisterio. Con diecisiete años
maestro, pero sin alumnos. Le quedaba terminar el bachillerato. En septiembre de 1917 lo
consiguió. Su abnegación escolar admira. Pudo convertirse en una autoridad marroquí en la
ingeniería de caminos o la incipiente telefonía. La guerra del Rif confirmará su valía y logros.
Los Jattabi, en su troncalidad patrilineal, constituían una entidad familiar que se recomendaba por sus méritos: el padre, alfaquí prestigiado, había sido nombrado cadí de Beni
Urriaguel —juez islámico que imparte la justicia en nombre del sultán— en los tiempos de
Hassán I. Sid Abdelkrim era uno de los puntales de la entonces factible «alianza entre españoles y rifeños». De sus relaciones con España obtenía subsidios, enemigos y cruces pensionadas, por este orden. Y aunque en el Islam a mayor fuerza del adversario, mayor honor para
quien le haga frente y más si logra vencerle, los Abd el-Krim recibían amenazas de muerte con
tanta regularidad como les llegaban, desde el Peñón de Alhucemas, honores y pensiones. Al
principio fueron setenta y cinco pesetas al mes, que subieron a cincuenta duros (doscientas
cincuenta pesetas) y llegaron hasta los cien duros (quinientas pesetas). En la época equivalía
al sueldo, mensual, de tres funcionarios. Su hermano Abd-es-Selam recibía ciento cincuenta
pesetas. Los Jattabi seguían amenazados, pero vivían con desahogo.
De los hijos de Sid Abdelkrim, el primogénito, Mohammed, tras cursar estudios jurídicos en la universidad Al Qarawiyyin de Fez, fue maestro en una escuela de Primaria y luego
De forma tan escandalosa, por lo descarado de la misma, como impremeditada por las graves consecuencias que acarrearían a su familia, Sid Abdelkrim adoptó posturas públicas tan
abiertamente antifrancesas, que los artículos de su hijo mayor contra Francia parecían chismes de poca monta. Los informes de los Servicios de Información mostraban la envergadura
del desafío planteado por el jefe de los Jattabi: contactos con agentes alemanes y aceptación de su dinero; propósitos de alianza con Abd el-Malek, nieto de Abd el-Kader —el príncipe
que aglutinase la resistencia argelina contra la invasión francesa (1830-1847)—, quien preparaba expediciones punitivas contra los puestos franceses en el área de Taza; suplantación
de la firma del sultán Mehmet V en cartas leídas en los zocos —en concreto, en Zoco el Jemis
(mercado de los jueves) de los Morabitin—, donde se convocaba «al pueblo musulmán» para
que se uniera a la guerra santa (yihad) contra la Francia opresora de la soberanía y el derecho de Marruecos a gobernarse por sí mismo. Esas cartas no llevaban el Sello Imperial de la
Turquía otomana, pero bastó que unos cuantos tulâb («estudiantes») certificasen que en esos
escritos ellos reconocían la escritura de Sid Abdelkrim (investigación bien culminada por Madariaga) para que el padre y sus hijos fueran denunciados.
Estos hechos y avisos de mayores conflictos ocurrieron en junio de 1915. El 2 de julio
cesó el alto comisario, general Marina, dimisión en la que le acompañó Silvestre desde su
Comandancia de Larache, afectados ambos por las averiguaciones del asesinato de Sidi
Alkalay y El Garfati, delegados raisunistas, en Cuesta Colorada (el 15 de mayo), de resultas
de lo cual, Francisco Gómez Jordana, comandante general en Melilla, pasó a ocupar la Alta
Comisaría en Tetuán y el general Luis Aizpuru fue su relevo en esa plaza española.
Por mediación de Aizpuru, el primogénito de los Jattabi fue advertido de los «excesos»,
verbales y escritos, cometidos por su progenitor y la conveniencia de «subsanarlos». Y en el
haber de Mohammed Abd el-Krim debe constar la carta que escribiese (5 agosto 1915) a su
padre, previniéndole de la «absoluta necesidad de abstenerse de laborar a favor de la proclamación del sultán de Turquía como sultán del Rif». La síntesis de esta carta, que Madariaga
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Los rebeldes
Sueños turcos de un padre, que a sus hijos fuerzan a rebelarse contra España
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
profesor de árabe y chelja para los jefes y oficiales destinados en Melilla. En 1914 Mohammed accedió a la categoría de naib al-qadi qoddat, esto es, juez presidente del Tribunal de
Apelación, máxima autoridad judicial para la población musulmana del Rif bajo el Protectorado español. En 1915, Mhamed tenía un padre bien valorado por los españoles y un hermano aún más respetado, dado que impartía justicia en nombre del jalifa y su Gobierno, el
Majzén español.
Mohammed Abd el-Krim pasó a tener ideas propias, divulgadas desde El Telegrama
del Rif, con lo que las implantó en su familia y el entorno tribal de Axdir. Fortalecidos por su
discurso, Melilla y el Rif fueron dedo acusatorio esgrimido contra los modos franceses de
colonizar: retener libertades; reprimir todo movimiento nacionalista; represaliar a los líderes
autóctonos. Excepto en retención de libertades, las demás acciones habían sido derogadas
por el general Hubert Lyautey a poco de tomar posesión en Fez (24 mayo 1912). Pero el hecho de denunciar, en la prensa de un país arrinconado en el ámbito mundial, como le sucedía
a la España de Alfonso XIII, las arbitrariedades de un poder imperial con la categoría de
Francia, generaba severos riesgos. Desde Fez y París llegaron a Madrid tajantes reclamaciones por «lo intolerable» de los argumentos esgrimidos por el mayor de los Abd el-Krim.
351
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Los rebeldes
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
352
publicó en 2009, conserva toda su importancia moral y política, pues demuestra hasta qué
punto Mohammed Abd el-Krim se comprometía con la paz protectoral de España.
En cuanto a Jordana, sabía bien el penoso estado militar de España. Infinidad de
cuarteles y despachos, inexistencia de fuerzas disuasivas. En regimientos peninsulares, estos:
ochenta y uno de Infantería; veintisiete de Caballería; doce de Artillería; nueve de Pontoneros,
Telégrafos y Zapadores. En Capitanías Generales, ocho. En divisiones movilizables en tres
días, ninguna. En artillería pesada (calibres de 120 y 155 mm) con material moderno, cero.
En artillería de campaña, predominio de los cañones Krupp repatriados de Cuba, Filipinas y
Puerto Rico, piezas con treinta y cinco años de servicio bajo climas dañinos. Su relevo por los
cañones Schneider, excelente material francés, proseguía con exasperante lentitud. Y los parques de municiones, con telarañas. En agosto de 1914 la disponibilidad era de treinta granadas por pieza, lo cual provocara monumental enfado en Alfonso XIII al enterarse de esos números. Un año después, la mejora se resumía en menos de trescientas granadas por pieza;
cuando Francia había entrado en la guerra con tres mil granadas por cañón.
A Jordana nadie tenía que recordarle estos datos ni la urgencia de evitar un conflicto
armado con Francia, letal para España no ya en Marruecos, sino para preservar la unidad
nacional y supervivencia de la Monarquía. En consecuencia, firmó lo procedente: orden de
detención contra Sid Abdelkrim. El patriarca de los Jattabi logró escabullirse con subterfugios,
meteorológicos y clínicos. Intervino de nuevo Aizpuru, quien logró convencer a Abd el-Krim para
que hiciese «una declaración» de sus motivaciones personales. Atrevimiento y coherencia
hubo en las expresiones de Mohammed cuando, el 15 de agosto, el capitán Vicente Sist, en la
Comandancia de Melilla, se dispuso a tomar notas de lo declarado por el célebre periodista y
juez. A Mohammed debió parecerle interrogatorio propio para un acusado de graves delitos. Y
optó por ser valiente y preventivo hacia los españoles. Su sinceridad le condenó.
Sus manifestaciones en el sentido de «odiar a los franceses» perdieron toda relevancia
ante afirmaciones tales como: «anhelo la independencia del Rif no ocupado»; «los Jóvenes
Turcos perseveran en el levantamiento del Islam contra los aliados»; esa sublevación «equivale
a la declaración del Yihad (guerra santa)»; «el primer trabajo a realizar (por su padre y él mismo) será el establecimiento de un (nuevo) Majzén que podrá pactar con España»; la divisoria
del Kert no debe ser cruzada por las tropas españolas, pues tal iniciativa será «la única cosa a
la que se opondrán (los rifeños)»; «España debe conformarse con lo ocupado y prescindir de lo
demás». Si Aizpuru no se esperaba tanto, Jordana muchísimo menos. Jordana consideró que
no tenía alternativas, por lo que ordenó el ingreso en prisión del primogénito de Sid Abdelkrim.
Los «Jóvenes Turcos» o el movimiento caído en el error para convertirse en terror
Turquía era imperio de nombre desde 1878 tras verse humillada por Rusia en la Paz de San
Stéfano; salvarse ese mismo año de su total desmembración gracias a la meliflua Inglaterra
del rusófobo Disraeli en la Conferencia de Berlín, donde convenció a Bismarck de mantener
en pie «La Sublime Puerta», el más aparatoso atrezzo geopolítico que conociera el mundo
después de la Roma del pusilánime Honorio, al cual Alarico señalase el camino de la huida
antes de llevarse no ya el oro del imperio aquel año 410, sino gran parte de su memoria. Sin
reponerse de sus heridas, ni haber aprendido lección militar alguna de sus reveses, Turquía
pretendió doblegar a sus antiguos vasallos (Bulgaria, Montenegro, Serbia), quienes le devolvieron multiplicados sus golpes (1911-1913). Como consecuencia, tuvo que inclinarse ante la
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Los rebeldes
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Italia de Giolitti, que la expulsó de Libia. En diciembre de 1914 Turquía entró en guerra como
aliada de los Imperios Centrales. La cercanía de Rusia, ancestral enemiga, la llevó a cometer
represiones de inaudita violencia contra uno de sus países periféricos: Armenia.
Imperialidad de artificio, astucia y represión la otomana, aunque la solemnidad de su
imponente Constantinopla (Estambul) cautivase a los europeos que hasta allí viajaban en el
Orient Express, ferrocarril que llegaba hasta Bagdad por empeño logístico del ejército y el dinero alemanes, obsesionados por dominar la ruta hacia Afganistán y la India. Incluso los sultanes
otomanos lo eran por consentimiento de terceros, caso de Mehmet V, sucesor de Abdülmahit II,
depuesto en 1909 por el militarismo dictatorial de Ismail Enver Pachá, líder de los Jóvenes Turcos. Uno de sus oficiales era el capitán Mustafá Kemal. Había nacido en la helénica Tessaloniki
(Salónica), ciudad tan turca como Jerusalén. En 1915 tenía 34 años y no le interesaba el poder
si no iba anexo a la revolución con la que soñaba: refundar Turquía.
Al plantar cara a los ejércitos franco-británicos en Gallípoli (abril-julio de 1915) y obligarles a reembarcar (6 enero 1916), todo ello gracias al coraje y la visión táctica de su subordinado, el general Kemal, Enver se convirtió en héroe nacional. Dado que en Mesopotamia el
ejército angloindio de Townshend, fracasado en su loco afán de tomar Bagdad tras disparatada marcha desde Basora, caía derrotado en Ctesifonte y capitulaba en Kut-el-Amara (29 abril
1916), desastres donde sus tropas, obligadas a regresar «andando» a Bagdad (220 km a través
del desierto), perecieron en su práctica totalidad —de siete mil hombres sobrevivieron seiscientos—, Enver, sin haber tomado parte activa en ninguna de esas victorias, se convirtió en venerado libertador del Islam, aclamado por la Umma (comunidad musulmana mundial).
Enver tenía sus virtudes: determinación, obstinación y valentía. Como jefe de ejército
era un desastre. A finales de diciembre de 1914 se empeñó en atacar a los rusos del general
Yudenich en el Cáucaso. Avance lento; primeros choques afortunados; descenso fulminante
de las temperaturas (20º bajo cero) y contraaques rusos, mejor aclimatados y equipados. Las
tropas otomanas se desbandaron y congeladas quedaron. Setenta mil turcos murieron, miles
de ellos convertidos en estatuas de hielo en Sarikamish (al suroeste de Kars), gélido cementerio de otomanos orgullos y prepotencias nefastas. Hubo deserciones antes de este Annual
turco —seis veces más de los desaparecidos del ejército de Silvestre— y armenios eran no
pocos de los huidos del frío helador, pero también de la incompetencia militar de sus jefes.
A Enver, una vez a salvo en Estambul, le bastó con tener pruebas de la identidad religiosa (credo ortodoxo) y reprimida nacionalidad de los fugados, para decretar, de común
acuerdo con sus consocios —generales Admed Djemal y Mehmet Talaat— la «destrucción»
del pueblo desertor y delator al enemigo: la Rusia zarista. El apocalipsis, iniciado en abril de
1915, se prolongó durante meses. La Armenia de entonces ni en los mapas aparecía al no ser
nación independiente, solo como «pueblo» y «cultura cristiana», por lo que no importó que
siguiera ausente de la cartografía política, aunque despoblada: quinientos mil muertos y
cien mil mujeres esclavizadas en los cálculos más prudentes; que subieron hasta los novecientos mil fallecidos, más doscientos mil cautivos, muertos en vida, siendo hombres y mujeres
jóvenes, pero también niñas y niños, vendidos como esclavos y objetos de sexual deseo en los
zocos de Asia Menor y del Golfo Pérsico por empeño hitita del peor de esos triunviros, Talaat.
Dado que la matanza fue bien ocultada y bajo denso velo institucional todavía hoy
subsiste, los Jóvenes Turcos se mantuvieron como divina referencia de libertades para millones de musulmanes en África y Oriente Próximo, siendo en sí torpe añagaza: ninguno de los
pueblos sujetos por su panislamismo represivo, fuesen tribus arábigas, jordano-libanesas,
353
palestinas o sirio-iraquíes, recuperó sus derechos nacionales. Por extensión de sus dominios,
la Turquía otomana era el cuarto imperio más grande después del británico, el ruso y el francés. Como derecho de gobernación sobre los oprimidos solo el poder de su fuerza ostentaba;
por identidad estatal, a Enver Pachá tenía. Su imagen triunfante convenció al África del norte.
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Los rebeldes
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Nube aposentada en los cielos del Rif y viento encenizado que se la lleva sin llevársela
354
En el Rif, los Jattabi vivían angustiados al enterarse de que Mohammed, desesperado porque
las peticiones de sus influyentes amigos —general Aizpuru, teniente coronel Riquelme— eran
ignoradas por Jordana, había intentado fugarse. Con resultados penosos. La cuerda por la
que se deslizaba por el muro de una de las torres de Cabrerizas se rompió según una versión
—en la ofrecida por Sánchez Pérez «la cuerda quedó corta» y el fugado balancéandose sobre el vacío «hasta desollarse las manos»—, para finalmente caer al foso, fracturándose la
pierna izquierda entre los tetones de cemento que protegían los accesos al fuerte. Mal enyesada su fractura, quedó cojo. A primeros de agosto de 1916 se le comunicó su puesta en libertad. Se convirtió en un héroe por no claudicar ante el sistema carcelario español.
En los cielos de Axdir encontró aposento una nube de color indefinido: ni blanca ni negra; ni demostrativa de buen tiempo, ni avisadora de tormenta. El sueño de la independencia y
próximo. Según pasaban los días, esa nube varió en su forma y color. Gruesa columna coronada por frontis intimidante. Nube de granizo, castigo de infieles. Señal que, al ponerse el sol, se
transformaba en estandarte verde-carmesí. Colores califales, enseñas de resurrección y victoria. Unas nubes más bastarían para constituir incontenibles ejércitos de granizo. Fábrica de
nubes solo una había y en Estambul estaba. Y hacia allí se rezó con el mayor fervor.
Hacer del Rif un Estado turco-marroquí era un proyecto dotado de rotunda lógica
geopolítica en 1916, a su vez poseedor de evidente vigor panislamista, aunque su alcance
social fuese limitado y en lo moral, nulo. El Rif seguía apegado a sus costumbres y marcos
gubernativos de tradición: caidato, bajalato, amalato, sultanato. La secuencia escalafonal de
las gobernadurías en Marruecos. Y se creyó en Axdir que la modernidad estribaba en cambiar un sultán por otro. Incluso sin necesidad de tal cambio, para lo cual bastaría el inagotable oro alemán, el largo brazo de Enver Pachá y el perenne vigor de los guerreros del Rif.
Un drástico cambio de Gobierno en Madrid, por el cual los liberales de Manuel García
Prieto se vieron desplazados en beneficio de los conservadores reformistas, cuyo jefe de filas
era Eduardo Dato e Iradier, cambió el curso de la vida de los Jattabi. De ser «influyente familia con elementos de cuidado en su seno» a «familia digna de consideración sin merma de
vigilancia sobre la misma». En junio de 1917, al constituir Dato su segundo Gabinete confió,
una vez más, la cartera de Estado al marqués de Lema (Salvador Bermúdez de Castro y
O’Lawlor). Lema fue quien decidió aceptar las recomendaciones que, vía Melilla, le llegaban
sobre las bondades éticas y posibilidades políticas del menor de los hermanos Abd el-Krim.
La buena disposición española hacia quien sería considerado «un mirlo blanco» (Sánchez Pérez dixit) coincidía con el interés de su progenitor para que ingresara en la Escuela
Central de Minas. Sid Abdelkrim estaba persuadido de que en el Rif Central y, en concreto, en
el Yebel (monte) Hamman, existían minas tan valiosas como las de hierro y plomo en la vertiente
sur del Gurugú, sometidas a frenética explotación por los consorcios industriales franco-españoles a consecuencia de la guerra mundial. En octubre de 1917, Lema firmó carta a Sid Abdelkrim, confirmándole que su hijo menor quedaba inscrito en la Residencia de Estudiantes.
Estudiar para ingeniero mientras la ingeniería política del mundo se viene abajo
En Madrid, Mhamed participó de las ventajas de formarse en un ambiente culto y liberal; recinto concebido para estudiar y formar desde la reflexión y el análisis. En lo pecuniario no
tenía de qué preocuparse: los gastos de su estancia, tanto en lo alimenticio como en lo instructivo, fuesen para sus materiales de aprendizaje, como sus clases particulares en matemáticas y trigonometría, impartidas por profesores cualificados, corrían por cuenta del Ministerio de Estado. Sus cuentas del camisero y del sastre, su calzado también, las pagaba la
diligente España de Lema. Al verse tan bien atendido, dedujo que el Rif mucho le interesaba a
España. Mhamed se mostró agradecido, sin caer jamás en lo servicial.
Vestido a la europea y residente en una capital donde notorio era el despilfarro de las
clases altas frente a la sobriedad y laboriosidad de una clase media colindante con la pobreza, Mhamed se mimetizó con las gentes madrileñas, a las que percibía más alegres que tristes, pero también más resignadas que esperanzadas. En su cotidianeidad académica, se
sentía cómodo con camisa, corbata, traje y zapatos. Sus chilabas encontraron hueco en un
arcón y sus babuchas acabaron bajo un armario. Sus compañeros de clase le trataban con
simpatía, a lo que él correspondía con afecto comedido. Ponía su mayor voluntad en el estudio, pero no por ello superó el examen preparatorio (junio de 1918). Supo sobreponerse. Y al
segundo intento lo consiguió. Estudió geografía e historia básicas de España, introduciéndo-
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
Los rebeldes
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Aquel mes de octubre, cuarto de la guerra mundial, los bolcheviques asaltaron el Palacio
de Invierno en San Petersburgo; el Gobierno de Kerensky cayó al huir su presidente a EE. UU.;
Rusia abandonaba la Entente y Francia se sintió desfallecer al prever el vuelco hacia el Oeste de las masas germánicas. Fue entonces cuando un relámpago cegador surgió en Oriente.
Las gentes musulmanas, desde Alejandría a Tetuán, contuvieron la respiración. En segundos
les llegó el retumbe de lo sucedido. Desgarrador más que atronador. Los ejércitos turcos derrotados en Beersheva y Jerusalén hollada por las tropas británicas del general Allenby.
Aquel 9 de diciembre de 1917 fue sentido en Axdir como el día antes del fin del mundo: Jerusalén usurpada, el Islam ofendido, la Turquía victoriosa, desacreditada y en retirada. Aquella
nube verde-carmesí, que tantos juraron haberla visto desde distintos puntos del Rif, desaparecida. El viento encenizado de la Jerusalén perdida se la había llevado.
Y hubo prodigio: cada hombre y mujer reconocían la misma bandera: verde del Islam
eterno, vencedor del tiempo; rojo de sangre por los caídos en su defensa, cuya memoria no
puede caer en el olvido; blanco con silueta de rombo, símbolo de pureza e independencia
geométrica, que enmarca poderoso Creciente ungido en islámico verde, que sus brazos tiende hacia estrella salomónica en espera de ser poseída. El viento probaba ser más viril que el
hombre. El fugado de Cabrerizas ajustó medidas: 1,58 m de largo por 1,12 de ancho. Faltaba
lucir las riquezas que los guerreros, tras salvarse de las furias de la guerra, donaban a obras
piadosas. Amores de esposa y ternuras de hija contornearon esa bandera con flecos de oro,
extraídos de los trajes de novia de sus abuelas y bisabuelas, cuando las costas del Rif eran
batidas por los jabeques bocoya y, solo de verlos montar la espuma de las olas, con sus foques de cuchillo a todo trapo, los veleros cristianos se embutían en las rocas, atenazados por
el miedo, ansiosos por abrazarse a la vida. De aquellos naufragios cien bodas se enhebraron.
Cada una de las desposadas del ayer aportó, por mano de sus nietas y bisnietas, flecos de
oro en función de si su felicidad se midió por noches, años o estirpes engendradas.
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Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
Retratos de un patriarca rifeño y sus dos hijos varones
Al comenzar 1919, en la frontera de sus veinticuatro años, Mhamed portaba un airoso fez,
cubrecabezas característico de los musulmanes ilustrados o pudientes de su tiempo. La incipiente gordura de su adolescencia —sus fotografías de la época dan fe— había desaparecido. Delgado de aspecto, recio en lo formológico, tenía espaldas fuertes y un cuello afín. Lucía
un bigote estrecho, muy cuidado, al igual que su afeitado rostro. Su mirada era diáfana.
Pragmático sin llegar al egoísmo; enérgico sin deslizarse hacia lo arbitrario; firme en sus convicciones; sus amigos españoles le apreciaban de verdad. La diafanidad de su mirada y lo
honesto de su comportarse fueron valores constantes de su comportamiento, que mantendrá
a lo largo de su vida. En Madrid dejará memoria de alumno aplicado, serio y perspicaz. Era
un metódico observador: leía, exponía sus dudas, preguntaba y escuchaba con la pasión del
ansioso por saber más. Aprendía de todos y de todo. Mhamed admiraba a su hermano mayor
y sentía devoción por su padre. Sid Abdelkrim estaba orgulloso de lo conseguido por su primogénito, aunque sentía predilección por Mhamed, del cual esperaba grandes cosas. No
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se, de forma paulatina, en el conocimiento del ayer reciente de Europa. Mejoró su castellano,
hablado y escrito. Aprendió a expresarse con fluidez y olvidar afirmaciones personalistas. Se
desprendió de falsas dudas y reforzó sus convencimientos éticos. Sus virtudes prevalecieron.
Poseía innato golpe de vista y una mente técnica. Disciplinado y tenaz, apuntaba maneras
de militar o jefe de gran empresa. Nadie se apercibió del alcance de tales cualidades.
Rusia derivó hacia el desastre social y la guerra civil, consecuencias del justiciero diktat alemán en Brest-Litovsk (Bielorrusia, 3 marzo 1918). El caos ruso, por su colosalismo, hizo
concebir a la Alemania imperial sueños de victoria sin límites, creencia compartida por la
España proalemana: los ejércitos de Ludendorff «vencerían primero» a británicos y franceses,
para luego «enclaustrar» en su nicho de iras y venganzas al tiránico leninismo, sucesor del
extinto bolchevismo. Esa esperanza sobreviviría cinco meses en las cavilaciones del versátil
alfonsismo. En agosto de 1918, una Alemania derrotada se replegaba hacia los tupidos bosques del Argonne y su mal fortificada orilla izquierda del Rin. En Axdir, la inminencia de un
Reich en trance de rendirse, causó estupor. El Rif se quedaba sin garantistas imperiales.
Al concluir la Conferencia de Versalles (28 junio 1919), del imperialismo de Enver
subsistía la huidiza pista de su líder en la caótica Alemania del presidente Ebert. Sus consocios, Talaat y Djemal, encontraron refugio en Berlín. Allí fue a buscarles una mano armenia
vengadora (la de Tehlirian), que atrapó al genocida Talaat, acribillándole a balazos (15
enero 1921). Djemal huyó al Cáucaso, donde se le había adelantado Enver, previa escala en
el Moscú leninista. Dubitativo entre ayudar a la Abjasia musulmana en su inviable independencia o convertirse en libertador de los turcomanos de Asia Central, cuando la Abjasia islámica cayó vencida, a la cabeza de un escuadrón de sus leales galopó hacia el inmenso
Levante centroasiático, obsesionado por independizar al Turkestán (hoy Tayikistán). Y allí, en
las desoladas estepas del Pamir, encontrará el final anhelado: morir a caballo, garganta
aullante, ojos abiertos y sable al frente, apuntado a las ametralladoras soviéticas (4 agosto
1922). Su pista se desvaneció como lluvia al sol: ni cadáver identificado, ni prisionero hallado en ninguna prisión. Catorce días antes, otra mano armenia (la de Dzahigian) sorprendía
en Tiflis (Georgia) a Djemal, matándole. El odio difundido por los Jóvenes Turcos fue lo que
acabó con ellos.
En diciembre de 1918, Mohammed Abd el-Krim solicitó «un permiso de veinte días para visitar
a su familia en Axdir». Lo obtuvo, se marchó y nunca más regresó a Melilla. Padre e hijo decidieron esperar acontecimientos sin alarmar a Mhamed, cuya estancia en Madrid discurría
con aprovechamiento. En octubre de 1918, Mhamed «recuperaba» las asignaturas suspendidas tres meses atrás: matemáticas, dibujo lineal y geometría. En enero de 1919, Mhamed
aprobaba el difícil examen de trigonometría. Aprovechó tan feliz resultado para solicitar un
permiso de dos semanas con el fin de visitar a sus padres en el Rif. El director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud, no vio impedimento alguno en su petición y Mhamed se dispuso
a partir hacia Marruecos. Cortés despedida y adiós a Madrid. Que resultó definitivo para
España. Mhamed viajó hasta Málaga con la muerte en el alma, pero la paz consigo. Cumplía
órdenes de su padre y hermano mayor. Deja todo y vuelve a casa cuanto antes. El resumen
del aviso que le hizo llegar Mohammed. El Rif estaba en peligro.
El 2 de febrero de 1919 Berenguer se presentaba en Tetuán con tres entorchados al sumar el rango de comandante en jefe del Ejército de África e inspector del mismo a su condición
de alto comisario, puesto del cual tomó posesión. Silvestre llegó en agosto de 1919 para ejercer
el mando sobre la Comandancia de Ceuta. Tras apoderarse de El Fondak de Ain Yedida —estratégico enclave yebalí a mitad de camino entre Tetuán y Tánger—, en febrero de 1920 fue
designado para hacerse cargo de la Comandancia de Melilla, pues tanto Alfonso XIII como Berenguer le consideraban el único hombre capaz de doblegar al Rif rebelde. La aureola de su
fama cegará su personalidad. Y aunque Silvestre siguió siendo militar bravo y honesto a todas
luces, su lucidez táctica perecerá por su compromiso con el rey: tomar Alhucemas.
Abierto un paréntesis de tanteos —avances pactados con las tribus a cambio de armas y dinero para sus jefes—, un año se fue en tales costumbres. De seguido, los ejércitos
Mhamed Abd el-Krim El Jattabi
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Profesor que decide expatriarse en Axdir y estudiante rifeño que se marcha
de Madrid
Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif
llegará a verlas en vida. El año y medio (febrero 1919-agosto 1920) que padre e hijos pasaron
juntos en Axdir fue el mejor tiempo en la vida del jefe de los Jattabi.
Sid Abdelkrim era el más apuesto de los tres: enjuto de carnes pero fuerte de complexión,
exhibía una frente despejada y cavidades orbitales profundas, que reforzaban un mirar de rara
intensidad por sus ojos oscuros, donde no cabían destellos de furia ni sospechas, percepción
ostensible en la mirada inquisitiva de su primogénito, Mohammed. Al rostro redondo de su hijo
mayor, afeado por un cuello imperceptible y ostentosa papada, el padre oponía una faz solemne, triangular en su forma, señorial en aspecto a la vez que receptiva por el pausado comportarse del personaje. Sus pómulos acusados —signo distintivo de pureza racial entre los bereberes—; la nariz recta, perfecta en su formología; su boca de labios finos y una mandíbula
proporcionada le proporcionaban aspecto de hombre-ave, atento a cuanto ocurriera bajo sus
alas patriarcales. Poseía un aguzado sentido de la anticipación, cualidad básica para sobrevivir en un país de emboscadas cambiantes de lugar con muertes fulminantes para todo confiado viajero. Lucía puntiaguda barba canosa un tanto descuidada y un bigote entrecano, mimado
al detalle. Su imagen se correspondía con la de un hombre de guerra: el cadí de los Beni Urriaguel parecía uno de los lugartenientes de Obqa ibn Nazi, el conquistador del Marruecos preidrissí. Sid Abdelkrim soñaba con introducir al Rif, caballo de gestas, en las atlánticas aguas del
Extremo Occidente (Magreb el-Aksá), liberadas por su fe y convicción.
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españoles del Este y del Oeste marcharon hacia la guerra desde sus respectivos frentes: en
Yebala y el Garb en pos de El Raisuni; en el Rif Central contra los Abd el-Krim. En enero de
1921 Mohammed acumulaba diecinueve meses como «enemigo huido de España». El juez de
jueces y el estudiante de ingeniería se habían convertido en peligrosos proscritos. El Rif creyó
que perdía a su primer ingeniero. Para su sorpresa lo reencontrará y también a su mejor general. Ambas funciones y obligaciones se manifestaron en la personalidad de Mhamed.
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Levantar harca contra los españoles, enterrar al padre y en honor suyo
engendrar hijos
El 14 de febrero de 1920 el general Silvestre tomaba posesión de su mando al frente de la Comandancia de Melilla. Durante semanas recorrió el territorio. Por el Este llegó hasta Hassi Berkan —cerca de la orilla izquierda del Muluya, divisoria con el Marruecos francés— y, por el
Oeste, alcanzó Sammar, en la desembocadura del Kert. Corto de tropas y dinero, Silvestre apoyó la tarea del coronel Gabriel de Morales, jefe de la Policía Indígena, empeñado en levantar
escuelas y dispensarios para incrementar la ayuda a un país depauperado después de tres
años de sequía: el trigo sin nacer y las tribus sin nada que comer. Silvestre, por carta a Berenguer, se quejó del «espectáculo» en Melilla, con «más de doscientos ancianos, mujeres y niños
que pululan por las calles en un estado lastimoso». De ahí su orden a Morales para que buscase «un local donde pudiera acogerse y dormir bajo techado» tan famélico contingente.
En mayo de 1920 Silvestre cruzó el Kert, Rubicón del Rif. Al otro lado esperaba la guerra, frontera muy avisada desde 1915. Por esos días, el jefe de los Jattabi urgió a su hijo
menor para que contrajera matrimonio. Tenía la edad, se sabía de ojos femeninos que lo seguían y él se debía a imperativa obligación: asegurar la descendencia de su linaje, tal y como
cumpliera, en 1910, su hermano mayor al casarse con Taimunt Buyibar, su primera esposa,
quien le había dado tres hijos. Mhamed aceptó el consejo, dado que él se había fijado en
Fatma Lamrabet, del linaje de los Morabitin. Fue entonces cuando el ejército de Silvestre adelantó sus líneas. Todas apuntaban hacia Axdir. Y la boda tuvo que suspenderse.
Al aviso de que llegaban los isbaniuli (españoles), se recogió el ganado; el trigo y la
cebada se enterraron en fosas preparadas de antemano, se pusieron guardias —contingentes de diez a doce hombres— en montes y encrucijadas y se tendieron emboscadas. Y a la
vista quedaron los primeros muertos. A pesar de ello, la movilización resultó ínfima: solo trescientos harqueños juntaron sus armas y compromisos. Eran gentes de Taffersit y Beni Urriaguel. Carecían de un jefe incuestionable. Tomaban sus decisiones en fatigosas asambleas. Su
destreza con el fusil les bastaba para inducir a la prudencia a quienes les invadían. Al frente
de tan embrionaria fuerza se situaron los Jattabi, con Sid Abdelkrim, sus dos hijos y el tío
paterno de ambos, Abd es-Selam. Sin apoyarse en un caudillaje electo, los cuatro actuaban
como un Consejo Militar. Tan anómala situación forzó la disfunción operativa de la harca,
que perdió agresividad y no supo impedir la pérdida de Dar Drius, posición clave en el avance de Silvestre y a la que este convirtió en su mejor campamento avanzado.
Un calor sofocante cercó a invasores e invadidos. Las bajas aumentaron. El 5 de agosto, Sid Abdelkrim, extenuado por sucesivas marchas y contramarchas, decidió abandonar el
frente, escoltado por sus hijos. En Axdir creía factible recuperar su salud. A las pocas horas de
llegar a su casa un síncope acabó con su vida. Aquel 7 de agosto, las tropas de Silvestre, en
temerario envite, tomaban el poblado de Taffersit. En Melilla corrieron rumores de que el jefe
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El 15 de enero de 1921, las tropas de Silvestre, con su general al frente, descendían por la
cara norte del Izzumar y plantaban sus tiendas en tres colinas situadas en el centro de una
vasta región semidesértica: los campos yermos de Annual. Estaban a solo 31 km de Axdir. Un
obstáculo les impedía avanzar: Tizzi Takariest, paso montañoso no difícil de superar, siempre
que fuese ocupado uno de los montes que lo flanqueaban: el Abarrán o el Yum Kuma. Después
de ocupar Annual, Silvestre hizo lo mismo con Afrau y Sidi Dris, enclaves costeros aislados, sin
comunicación entre sí. Silvestre prolongó sus líneas hacia el suroeste, bordeando la mole de
Tizzi Assa. Era evidente su intención de avanzar hacia Axdir desde varios puntos. Los Jattabi
reunieron a sus fieles, convencieron a otros y juntos marcharon contra tan perceptible amenaza. A los Beni Urriaguel y Beni Tuzin se les unieron los Tensaman. Faltaba conocer el punto
exacto de la penetración española. A finales de mayo se supo el lugar elegido por Silvestre
para iniciar su ofensiva en pos de Alhucemas: Abarrán.
Silvestre confió el mando al comandante Jesús Villar, de la Policía Indígena. Villar reunió
media brigada y una batería de artillería, más 485 mulos, «todos los que había en Annual». Esos
mulos, muertos o robados, faltarán para llevar municiones y cañones a Annual. Villar no era
ningún táctico y menos un jefe bravo. Los rifeños dejaron que los españoles subieran a la cima
y, en cuanto Villar ordenó el repliegue, la defección de la Policía Indígena, que mató a uno de
sus capitanes, Ramón Huelva, de tal suceso hizo el clarín del desastre. Villar se descompuso, sus
soldados se apercibieron y huyeron. Mientras los artilleros y zapadores proseguían con sus tareas de fortificación, los tensamaníes, núcleo de la harca, se lanzaron al ataque. Su primera
acometida dejó a la resistencia tambaléandose; la segunda impuso la derrota. Quienes defendían aquellos cañones cayeron, exánimes, sobre sus cureñas. La mayoría de la tropa escapó.
Aquellas cuatro piezas Saint Chamond de 75 mm, menos una, intactas quedaron. El jefe de la
batería, teniente Diego Flomesta, malherido, fue capturado. Flomesta se dejará morir de hambre para no desvelar al enemigo sus saberes como artillero.
La victoria rifeña se transformó en estandarte de orgullos patrios cuyos pliegues cubrieron aduares, montes y vaguadas. La movilización fue inmediata. Los cañones de Abarrán,
tras ser paseados por los zocos entre proclamas, rogativas y vítores, motivaron el alistamiento, en masa, de los cabileños. El dubitativo Rif se convirtió en un coloso militar. Y el desalentado ejército de Silvestre, consciente de su crítica dispersión, empequeñecido se sintió y vencido
se consideró antes de oponer altivo ademán al rostro acechante de un enemigo con fe.
Seis semanas después de ser vencidos en Abarrán, los españoles se dejaban cercar en
el espolón de Igueriben y bloquear en Annual. El Rif en armas envolvió ambas posiciones. El
Igueriben del comandante Benítez y su gente no era tropa de las derrotadas de antemano.
Primero aceptaron morir de sed, luego decidieron inmolarse en arrebatador impulso: de los
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Vencer a un ejército sin cabeza: de Abarrán a Igueriben y, en un salto, Annual
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de los Jattabi había sido «envenenado». Dudosa posibilidad. La jefatura del linaje pasó a
manos de Abd es-Selam y su sobrino Mohammed. En noviembre de 1920, Mhamed cedió a las
insistencias de su tío Abd es-Selam y su hermano mayor, por lo que hubo boda en Axdir. Celebración discreta, felicidad ardiente y gozo interrumpido: alerta en el Rif: los españoles reiniciaban su avance hacia las tierras de Alhucemas. Fatma dio a Mhamed dos hijos, Mohammed
y Salah. El mejor homenaje al padre muerto. A los difuntos debe honrárseles con la fecundación de la mayor estirpe posible. Nadie en verdad muere, tan solo se le sucede.
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389 defensores (cifra oficial, tal vez excesiva) se salvaron 33. Los restantes perecieron en una
salida a degüello (21 de julio) desde el inicio a su conclusión. Fue la demostración de un saber morir. Faltaba cerrar el copo sobre el ejército invasor. Un salto, que no un asalto, bastó. Es
lo que sucedió el 22 de julio a poco de salir el sol. Annual fue campamento abandonado, saqueado e incendiado. En el desfiladero del Izzumar cayó la cuarta parte de la columna Silvestre —un millar de muertos, más unos pocos prisioneros—, acribillada por sus desleales flancos. A su vez cayó la Monarquía. Silvestre se mató de un tiro. Le fue imposible ser testigo de la
catástrofe que, entre tantos, causaron. Con él falleció una desastrosa política de Estado. Su
cadáver nunca apareció. Alfonso XIII pretendió escapar de la realidad. Ausente de ambas
Cámaras, huido del Ejército de África durante toda la guerra, España no olvidará su silencio
y menos su irresponsabilidad. Nunca mostró remordimientos por su actitud.
Contemplar la patria liberada desde la cima del mundo,
descubrir «anónimos héroes»
Entre el 22 y el 25 de julio, el Rif se cubrió de hogueras y un arrítmico crepitar de disparos. No
eran incendios de ciudades bombardeadas ni descargas artilleras entre dos ejércitos que se
combatían en forma de grandes masas, solo los rescoldos de una hecatombe sin precedentes
en los anales de España. Ardían las fortificaciones y los cuerpos de quienes las defendieron. Las
llamas consumían barracones, tiendas de campaña y cadáveres apiñados. Los tiros sueltos
remataban a los heridos o fugitivos qu
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