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El lector, aunando imagen y palabra, encontrará contenidos
de apoyo para su lectura, teniendo como fondo
los cinco facsímiles de Antonio García Pérez
relacionados con la Historia de México.
México y España
La mirada compartida de Antonio García Pérez
Edición de Manuel Gahete Jurado
Ricardo Martí Fluxá / Pedro Luis Pérez Frías / Julio Zamora Bátiz /
Begoña Cava Mesa / Guadalupe Jiménez Codinach / Manuel Ortuño Martínez /
Carmen de Cózar Navarro / Luis Navarro García / Tomás Durán Nieto /
Enriqueta Vila Vilar / Patricia Galeana / Antonio García-Abásolo /
Joaquín Criado Costa / Raquel Barceló Quintal / Antonio Ángel Acosta Rodríguez / José Marcelino León
Santiago / Jesús Esquinca Gurrusquieta /
José Manuel Guerrero Acosta
Estudio II
El marco europeo y español
de la intervención tripartita en México
Antonio García-Abásolo
Catedrático de Historia de América de la Universidad de Córdoba
La situación política en Europa
a mediados del siglo XIX
En la primera mitad del siglo XIX Europa se fue transformando desde la situación
de equilibrio entre las potencias que había salido del Congreso de Viena (1815), sobre
todo, con motivo del avance de los nacionalismos, que dieron lugar a las unificaciones
de Italia y Alemania.
En los años treinta quedaron perfilados dos grupos de potencias en el escenario
europeo. Por un lado, Austria, Rusia y Prusia, representantes del orden postulado en el
Congreso de Viena y del espíritu de la Santa Alianza. Del otro, Inglaterra y Francia, que
conformaron una alianza tácita de buen entendimiento en la que Inglaterra dominaba el
contexto mundial y Francia el europeo. El equilibrio entre los dos grupos se rompió a
causa de las revoluciones de 1848, la caída del Segundo Imperio francés y la unificación
de Alemania, dirigida por el canciller Bismarck, una Alemania que acabó convirtiéndose
en la potencia dominante en Europa hasta 1914.
Los enfrentamientos de mayores repercusiones entre los dos bandos fueron la guerra
de Crimea, los procesos de unificación de Italia y Alemania, la Guerra de Secesión
norteamericana —que es necesario tener presente aunque sucediera en otro continente—
y la guerra entre Francia y Prusia.
La guerra de Crimea 1854-1856
Este conflicto se produjo por el intento del zar Nicolás I de extender el Imperio ruso
hacia el Mediterráneo mediante el dominio del estrecho del Bósforo, que le permitiría
extender su zona de influencia a Grecia y los Balcanes. Con ello, continuaba una línea
política que habían comenzado Pedro I, que consiguió una salida al mar Báltico, y
Catalina II, que la obtuvo al mar Negro. En ambos mares, Rusia había establecido su
hegemonía naval, y Nicolás I veía la oportunidad de llegar por los Dardanelos y el
Bósforo a dominar también en el Mediterráneo. Con una excusa menor, relacionada con
la protección de los Santos Lugares, el zar declaró la guerra al Imperio otomano, derrotó
con suma facilidad a los ejércitos turcos y acabó con su armada en la batalla de Sinope.
El fracaso de las potencias que no habían entrado en el conflicto por solucionar el
asunto mediante la vía diplomática y la alteración de la situación que implicaba el
asentamiento ruso en el Mediterráneo hicieron que Francia e Inglaterra entraran en la
guerra. Austria se alineaba con Rusia, pero se mantuvo neutral a pesar de que Rusia
había acudido en su ayuda para sofocar las revoluciones italianas en 1848. Aunque los
aliados proporcionaron ayuda al Imperio otomano para recuperar las posiciones que
había perdido, la acción decisiva se produjo con el asalto a la península rusa de Crimea
por la flota francobritánica y el sitio de Sebastopol, su capital, que fue entregada a fines
de 1855 después de un largo asedio. Nicolás I tuvo que renunciar a su salida al mar
Mediterráneo y los aliados consiguieron convertir los restos del Imperio otomano en un
área de influencia, pero el precio que pagaron fue muy alto: las bajas de los
contendientes, vencedores y derrotados, pasaron de doscientos mil.
Desde el punto de vista de la situación en Europa, Crimea marca el fin de los
postulados de Viena, de manera que el flanco que comprendían Austria, Prusia y Rusia
se deshizo y estas potencias comenzaron a recorrer un camino separado. El emperador
Francisco José de Austria se quedó políticamente aislado por haber asumido una
posición de neutralidad, en lugar de acudir en ayuda de Nicolás I. Cinco años después
tendría que afrontar en solitario las revueltas nacionalistas dirigidas por Víctor Manuel II
de Piamonte, que avanzaron mucho en el proceso de unificación italiana y fueron una
muestra más del desmoronamiento del Imperio austríaco.
El dominio internacional lo asumieron Inglaterra y Francia, con las que España
encontró un vínculo de entendimiento buscando la seguridad del mantenimiento de la
españolidad del Caribe español. Se podría decir que mantener Cuba fue la única cuestión
claramente asumida por la política exterior española en estos años. Tanto Francia como
Inglaterra presionaron a España para que participara a su lado en Crimea, pero España
mantuvo su neutralidad, probablemente para la propia defensa de Cuba, porque Rusia
negoció con los Estados Unidos un ataque a la isla si España entraba en Crimea con los
aliados. El mundo pudo tener información de los episodios de esta guerra, porque fue la
primera en la que intervinieron corresponsales y se pudo usar material fotográfico y
comunicación telegráfica. Además, España envió equipos de observadores militares —
entre ellos el general Prim— que escribieron memorias utilizadas después para los
proyectos de mejora del Ejército y la Armada, fundamentados en la modernización de la
marina de guerra con buques blindados de hélice, el reequipamiento del ejército, la
adaptación de la infantería de marina a las tácticas de la época y la reforma de las
enseñanzas en las escuelas militares. En conjunto, suponía una experiencia y unas
transformaciones que serían de gran utilidad para un país como España, con territorios
coloniales en el Caribe y el Pacífico. De estos esfuerzos salió el ejército que pudo utilizar
O’Donnell durante el gobierno de la Unión Liberal: los gastos de Ejército, Guerra y
Marina absorbieron entre 1850 y 1870 alrededor del sesenta por ciento de los
presupuestos del Estado. Habría que añadir que la falta de un programa coherente de
política exterior y los recursos limitados de esa Armada —aunque moderna— hicieron
que los resultados no siempre fueran los mejores. Tal vez esa falta de política exterior
provocó que España se viera envuelta simultáneamente en varios frentes, y se puso en
evidencia que su flota no tenía el número de buques adecuado para afrontar tales
operaciones de poderío.
Los procesos de unificación de Italia y Alemania
Se trató de procesos dilatados, pero aquí interesa considerarlos en su fase final, que
se produjo entre los años cincuenta y setenta del siglo XIX. En Italia, la situación tenía
toda la complejidad de su división, con el reino de Piamonte, los territorios de las Dos
Sicilias de los Borbones, los estados pontificios, los estados de Lombardía y Venecia del
Imperio austríaco y los ducados de Parma, Módena y Toscana, gobernados por príncipes
austríacos.
Los intentos unificadores de 1830 y 1848 fracasaron, pero sirvieron para mostrar la
situación de los Estados interesados en el proceso. Por una parte, Francia aspiraba a
sustituir el dominio de Austria en Italia por el suyo, a través de una especie de
recuperación de las antiguas alianzas de familia de los Borbones europeos de España,
Francia e Italia. Esto lo planificó Guizot en tiempos de Luis Felipe de Orleans y lo
recuperó, al menos en cierto modo, Napoleón III, que buscó habitualmente la
colaboración de España para sus proyectos. De hecho, las cortes de Madrid y París
tuvieron estrecho contacto en los años del reinado de Isabel II; no en vano, en la corte
advenediza del emperador Napoleón III, estaba como figura estelar la emperatriz
Eugenia de Montijo.
En el fracaso intervinieron también otros factores, como la eficacia del general
Radetzky para derrotar sistemática e implacablemente a los revolucionarios, y la
conciencia de que no había en ese momento una nación lo bastante preparada y aceptada
por todos como para servir de elemento aglutinante y estimulante de los esfuerzos de las
partes interesadas. Al menos, la experiencia de 1848 había mostrado que la unificación
no se iba a efectuar con el liderazgo de la Santa Sede ni con el de las ideas democráticas
y republicanas de Mazzini; en el horizonte se perfiló para encabezar y mantener los
proyectos de unidad el reino de Piamonte con la fórmula política de la monarquía
constitucional.
El artífice de la unidad italiana fue Camilo Benso, conde de Cavour, primer ministro
de Víctor Manuel II de Piamonte. Antes de entrar en el gobierno, Cavour dirigió el
periódico Il Risorgimento, que fue plataforma para defender el sistema monárquico
constitucional y para acabar con el dominio del Imperio austríaco en Italia. Como primer
ministro tuvo la habilidad de mantenerse en el poder el tiempo necesario para aplicar su
programa de unificación de la Italia del norte, preparando la proyección europea de
Piamonte para conseguir los apoyos políticos necesarios en el conflicto inevitable con el
Imperio. Con ideas tomadas de sus viajes por distintos países de Europa, especialmente
de Inglaterra, consiguió impulsar el desarrollo agrícola, industrial y financiero del reino,
y ponerlo en condiciones de generar los recursos necesarios para su proyección exterior
y para conseguir la difusión entre las potencias europeas de su proyecto unificador de
Italia.
Siguió una política exterior de acercamiento a Francia y aprovechó el conflicto entre
Rusia y el Imperio otomano, que dio lugar a la guerra de Crimea, para participar con los
aliados atendiendo a la llamada de Inglaterra y Francia. Podía haberse producido un
enfrentamiento entre el reino de Piamonte y Austria, pero el emperador Francisco José
no apoyó a su aliado natural, el zar Nicolás I de Rusia, que lo había ayudado a sofocar
las revueltas independentistas de Hungría. Por tanto, desde principios de la década de los
cincuenta, Piamonte tuvo formalmente como aliados a Francia y a Inglaterra y, al final de
la guerra, participó en la conferencia de París de 1856, señalándose como el estado de
Italia de mayor proyección internacional.
En 1858 se establecieron acuerdos entre Francia y Piamonte en Plombières, en los
que Napoleón III se determinó a colaborar en el proyecto de unificación de Italia,
alentado por la moderación que representaba Cavour frente a las apetencias democráticas
y republicanas de Mazzini. Parece que un estímulo decisivo para el acercamiento a
Piamonte fue el atentado sufrido por Napoleón III en París, provocado por un italiano
exaltado llamado Felice Orsini, que puso artefactos explosivos al paso del carruaje del
emperador. Los acuerdos entre Francia y Piamonte se establecieron sobre la base de la
futura estructuración de Italia en cuatro estados: en el norte Piamonte más Lombardía y
Venecia, que dejarían de ser posesiones de Austria; en el centro un reino encabezado por
Toscana; otro con los estados pontificios y Roma; y el reino de las Dos Sicilias en el sur.
Piamonte cedía a Francia Saboya y Niza y el tratado se ratificaba con un enlace dinástico
entre los Bonaparte y los Saboya mediante el matrimonio de Jerónimo, sobrino de
Napoleón III, y Clotilde, hija de Víctor Manuel II. Este pacto generó una considerable
tensión con Austria que trató de resolver, sin éxito, Inglaterra por la vía diplomática.
Desde el Congreso de Viena, la situación del Imperio austríaco había experimentado
una serie de transformaciones que lo llevaron, en último término, a adoptar la fórmula de
la monarquía dual (Austria-Hungría) en 1867. El Imperio era un conglomerado
heterogéneo de reinos, integrados a su vez por entidades nacionales diversas, y en la
primera mitad del siglo XIX tuvo que hacer frente a constantes amenazas de
independencia (húngaros, bohemios, serbios, lombardos…). En líneas generales, Austria
mantuvo su condición de potencia defensora de los ideales absolutistas de la Santa
Alianza, pero tuvo que adoptar medidas modernizadoras, presionada por el desarrollo
socio-económico y el crecimiento de la burguesía en detrimento del régimen señorial, de
manera que las bases que habían servido para edificar el Imperio fueron dejando paso a
otras con ideales distintos. En cierto modo, el Imperio mantuvo la cohesión debido a que
su dilatada historia había contribuido a integrar las economías de las naciones que lo
componían en una especie de gran mercado, lo bastante armónico en este aspecto como
para ser capaz de superar las singularidades étnicas de sus componentes. No obstante, en
las fronteras sur y norte del Imperio, Piamonte y Prusia se fueron desvelando como dos
naciones dinámicas que alentaron y culminaron proyectos de independencia, la primera
en 1859 y la segunda en 1870.
Austria declaró la guerra a Piamonte el 23 de abril de 1859, apremiada por
problemas económicos y confiando en que su ejército podría hacer una campaña rápida
de gastos controlados. Realmente la campaña fue rápida, pero los vencedores fueron
Francia y Piamonte, tal vez porque las necesidades militares del Imperio obligaron a
Francisco José a mantener abiertos varios frentes simultáneos. Las tropas del mariscal
Gyulai invadieron Piamonte, pero fueron derrotadas en Magenta el 4 de junio de 1859;
como consecuencia del desastre Gyulai fue destituido. La batalla definitiva del conflicto
tuvo lugar el 24 de junio en Solferino, en donde los ejércitos aliados de Napoleón III y
Víctor Manuel II derrotaron de nuevo a los austríacos, entonces mandados por el propio
emperador Francisco José. A fines de 1859 se acordó la paz, que supuso para Austria,
entre otras cosas, la pérdida de Lombardía.
Al considerar esta situación, la historiografía no suele reparar en la figura de
Maximiliano de Austria, hermano del emperador, pero en estas páginas parece necesario
que nos ocupemos de él por dos motivos: porque en esos momentos era gobernador de
Lombardía y Venecia y, sobre todo, porque su manera de entender la solución de los
problemas en ese gobierno fue completamente distinta a la de su hermano, y es muy
interesante tenerla en cuenta para ver con otra perspectiva la marcha de Maximiliano a
México y su aceptación del Imperio. Maximiliano había tenido la educación adecuada a
un archiduque de la casa de Habsburgo, pero había adquirido un cierto tono liberal muy
distinto de los modos políticos de su hermano. Tuvo una gran afición por la literatura, la
historia y, en particular, por viajar, de manera que recorrió los países de Europa e incluso
llegó a hacer un viaje a Brasil. Es posible que los conocimientos adquiridos por estas
vías contribuyeran a hacerlo hombre de mente abierta y con unas componentes
“progresistas” en su personalidad que contrastaban con las posiciones políticas que en
esos momentos defendía el Imperio.
En 1854 ocupó el cargo de comandante de la Marina imperial y en 1857 contrajo
matrimonio con Carlota de Sajonia-Coburgo, hija de Leopoldo I de Bélgica, miembro de
la nobleza de Baviera, al que los belgas habían elegido rey en 1831, tras independizarse
de los Países Bajos. La habilidad de Leopoldo I y los recursos de sus colonias africanas
lo habían convertido en el rey más rico de Europa y en uno de los consejeros obligados
para las casas reales reinantes en el continente. Después de su matrimonio, Maximiliano
recibió el gobierno de Lombardía y Venecia y se estableció con Carlota en Milán,
mientras se concluían las obras del Castillo de Miramar, en Trieste, donde habían fijado
su residencia definitiva.
Apenas había tenido tiempo de contactar con sus nuevos gobernados, cuando
comenzó a generarse el ambiente de revuelta nacionalista que llevó a la guerra en 1859.
Maximiliano y Carlota afrontaron la tarea de gobierno con un decidido empeño de
acercamiento a los italianos, mediante una política tolerante y comprensiva que
posibilitara la aproximación a los sectores más moderados entre los nacionalistas.
Giovanni Luigi Fontana enumera los valores renovadores y liberales de Maximiliano
como gobernador de Lombardía–Venecia de la siguiente forma: intentó cambiar la
estructura del gobierno y la administrativa, el ordenamiento fiscal, impulsó la instrucción
pública y el desarrollo de la infraestructura más moderna del periodo (ferrocarril). Era
una política tan contraria a los planes del emperador, que no es extraño que optara por
destituirlo y dejar el poder civil y el militar en manos del mariscal Gyulai, partidario de
contener a los milaneses sacando el ejército a la calle. Estima Fontana que la
historiografía no ha valorado adecuadamente a Maximiliano, porque en la visión
ideológica del resurgimiento italiano fue un personaje que representó un peligro y era
mejor marginarlo.
Al parecer, las relaciones entre Francisco José y Maximiliano nunca fueron fáciles.
Es posible que, en buena parte, el cargo de gobernador de Lombardía–Venecia
correspondiera a las presiones de Leopoldo I para conseguir que su hija Carlota tuviera
un marido con funciones administrativas dentro del Imperio. De todas formas, teniendo
en cuenta el ambiente hostil al dominio de Austria en Italia, se debe entender que no fue
un regalo demasiado apetecible. El propio Francisco José y la emperatriz Isabel habían
podido experimentarlo a fines de 1856 de manera muy real con ocasión de una visita a
Milán. Asistieron en La Scala a la representación de la ópera Nabucco, compuesta por
Verdi con ingredientes que reflejaban la situación de opresión; sobre todo el coro “Va,
pensiero”, del tercer acto, en el que los prisioneros piden la libertad y que, en esa
ocasión, los asistentes al teatro cantaron mirando al palco imperial, identificando las
esperanzas del pueblo hebreo con sus aspiraciones nacionalistas.
No fue un regalo de gusto el nombramiento, pero todo hace indicar que Maximiliano
supo ganarse a los milaneses. Cavour consideró al archiduque un enemigo temible, en
cuanto que fue capaz de ganarse a los milaneses con una política que hizo prósperas a las
provincias lombardas. Resulta coherente, por tanto, que las primeras medidas de
Maximiliano como emperador de México, manteniendo en vigor leyes liberales del
gobierno Juárez, sorprendieran a los propios conservadores que lo habían apoyado. En
esta línea, viene bien recordar que la historiografía mexicana está revisando la labor de
Maximiliano, que se va desvelando como menos extranjerizante y mostrando las vías a
través de las que es posible nacionalizar el Segundo Imperio (Erika Pani).
Por otra parte, y para seguir considerando elementos que propiciaron la aceptación
por Maximiliano del Imperio mexicano, la derrota de Austria supuso la retirada de sus
funciones como comandante de la armada imperial. Teniendo en cuenta las malas
relaciones con su hermano y la diversidad del ideario político de ambos, Maximiliano se
perfilaba como un archiduque sin futuro, sin esperanzas de ocupar funciones de gobierno
en el Imperio. Es más, también circunstancias azarosas de estos años italianos facilitaron
el acercamiento de los mexicanos promotores de la candidatura de Maximiliano a la corte
de Milán y a Trieste. Las operaciones primeras se habían trazado en París con el amparo
de Napoleón III, pero la propuesta formal la recibió el archiduque en el Castillo de
Miramar, de manos de José María Gutiérrez Estrada.
El proceso de unificación de Alemania afectó a la cuestión mexicana en su fase
final, en cuanto que las necesidades de la guerra franco-prusiana obligaron a Napoleón
III a concentrar efectivos militares en Europa retirándolos de México. El constructor de
Alemania fue Otto von Bismarck y para ello empleó —según sus propias palabras— la
sangre y el hierro. Antes de dirigir el gobierno de Prusia, Bismarck había desarrollado
una interesante carrera diplomática, que lo llevó, entre otros destinos, a las embajadas de
San Petersburgo y París, en las que se fue nutriendo de la información que necesitaría
después para sus proyectos. En París pudo conocer a fondo a Napoleón III y los
entresijos de la política del Segundo Imperio francés hasta que, en septiembre de 1862,
Guillermo I lo nombró primer ministro de Prusia. Desde ese momento, Bismarck trabajó
para preparar a Prusia como cabeza de la Confederación de Alemania del Norte primero
y de toda Alemania después.
Fundamentó su labor de gobierno en la formación de una administración eficaz y en
la creación del mejor ejército de su tiempo, para lo que pudo contar con la ayuda de
Bernhard Von Moltke. La ocasión para formar la Confederación llegó por medio del
conflicto suscitado por la anexión a Dinamarca de los ducados de Schleswig y Holstein.
Prusia y Austria intervinieron, derrotaron a Dinamarca y se apropiaron de los ducados,
en principio en depósito hasta la llegada de un acuerdo. Lo que sucedió, en realidad, fue
que las dos naciones terminaron resolviendo el asunto en una nueva guerra, en la que
Von Moltke derrotó a los ejércitos austríacos en Sadowa. Después de esta victoria, que
marcó la pérdida del predominio de Austria en el Imperio en beneficio de Prusia, se
fundó la Confederación de Alemania del Norte, con Guillermo I de Prusia como
presidente. En esta guerra, Bismarck contó con la neutralidad de Francia y la ayuda de
Italia, que pudo completar su propia unificación con la cesión de Venecia (1866).
Para incorporar los estados alemanes en poder de Francia, Bismarck aprovechó la
oportunidad que le ofreció un motivo tan aparentemente poco bélico como la candidatura
de Leopoldo de Honhenzollern al trono de España, después del derrocamiento de Isabel
II. Napoleón III se oponía a ese candidato y pretendía que Guillermo I lo rechazara
también formalmente, pero las negociaciones se llevaron de manera tal –pretendidamente
por Bismarck– que Napoleón III se vio abocado a declarar la guerra a Prusia. Fue el fin
del Segundo Imperio francés, porque de nuevo Von Moltke mostró la eficacia de la
máquina militar prusiana y derrotó por completo al ejército francés en Sedán, en 1870.
Factores compartidos por España y Mexico
en la agitación política de la primera mitad del siglo XIX
Jaime Delgado señalaba que la historia de España en el siglo XIX fue en muchos
aspectos modelo para el proceso histórico de los pueblos hispanoamericanos a lo largo
de esa centuria. Analizando la historia de México, en su relación con España, nos
encontramos con similitudes históricas y con diferencias historiográficas. Las similitudes
se refieren a la situación política caótica de la era isabelina (1834-1868); también México
estuvo sumido en una convulsión política permanente en la primera mitad del siglo XIX,
especialmente desde el logro de la independencia en 1821 hasta 1867, con el triunfo del
gobierno liberal de Benito Juárez y el establecimiento algo más duradero de la
Constitución de 1857.
La diferencia historiográfica reside en que la primera mitad del siglo XIX español no
ha sido tan atractiva para los historiadores como las épocas que la precedieron y la
continuaron, mientras que la historia de México en ese tiempo es objeto de atención
constante, hasta el punto de que parece imponerse a los que se acercan a ella de manera
inevitable.
En España fue la época del liberalismo doctrinario, un liberalismo conservador y
pragmático, cuyo oficio político fue la centralización del Estado y mantener el orden
dentro del gobierno representativo, y que afrontó la necesidad de construir el Estado y la
Administración. Se trataba de conseguir la moderación necesaria del liberalismo
revolucionario francés, mediante la inclusión de unas garantías fundamentales destinadas
a proteger los derechos de las personas, y en especial de las élites de poder. Frente a este
liberalismo exaltado se alzó el moderantismo, con los objetivos del mantenimiento del
orden y el fortalecimiento del poder real. El modelo se estableció en torno a la
Constitución de 1837, un sistema constitucional y parlamentario que ponía al día el
contenido de la Constitución de 1812 y que era fruto del consenso entre los seguidores
de las posiciones moderada y progresista. Existía el convencimiento de partida de que
era necesario armonizar los derechos de la Corona con las aspiraciones de soberanía del
pueblo para conseguir la paz.
Entre las bases de la organización política había principios que se barajaron también
por los gobiernos mexicanos y que quedaron establecidos en la Constitución de 1857,
como la separación de las atribuciones de la autoridad espiritual y temporal, de manera
que terminaba la consideración del Derecho Canónico como ley civil y anunciaba la
tolerancia religiosa con la libertad de culto. Sin obviar la modificación de la legislación
penal para llegar de manera progresiva a la abolición de la pena de muerte.
Las viejas fórmulas de los doceañistas ya no servían para dirigir la nación, pero
entendiendo que no renunciaron al liberalismo en nombre de la religión, ni a la religión
en nombre del liberalismo anticlerical. Tanto en España como en México se aplicaron
leyes desamortizadoras y se tomaron medidas para apartar al clero de la acción política,
pero se respetó el sentimiento religioso. En México, la capacidad de los gobiernos de
legislar en materia religiosa y la adopción de medidas como el control oficial sobre el
matrimonio civil y el registro, o la secularización de los cementerios fueron tomadas
erróneamente como una persecución religiosa y provocaron notables alteraciones
sociales.
El fin de la guerra carlista en 1839 generó unas expectativas de esperanza de orden
en España, fundamentadas en la reconstrucción material del país y de la administración y
en el establecimiento del orden constitucional con la aceptación de todos. Fue una vana
ilusión porque la agitación política continuó con el pronunciamiento del general
Baldomero Espartero y los ayacuchos, aunque los moderados continuaron su labor de
renovación, tomando modelos de sus partidos colegas de Inglaterra y Francia, en los que
se destacaba la tolerancia religiosa, la abolición de la pena de muerte por delitos
políticos, la posibilidad real, en último término, de hacer políticas reformadoras desde el
partido conservador, manteniendo la convivencia política dentro de los límites de la ley y
del orden constitucional.
En 1843, con la llegada de los moderados al poder, se pudo comprobar que también
en el sector de los moderados había elementos dispuestos a utilizar prácticas no
arregladas al orden político establecido —o a modificarlo— para conseguir sus fines. De
hecho, promovieron la Constitución de 1845 sobre la reforma de la anterior de 1837 y de
acuerdo con unos criterios destinados a favorecer el poder de la Corona frente a la
soberanía nacional, incuestionable para los progresistas. Es decir, que cuestiones tan
fundamentales como el marco constitucional y las leyes —y también el panorama
institucional y administrativo— dependían al fin del partido que ocupara el poder. Otro
tanto estaba sucediendo en México y, como en España, los disidentes terminaban en el
destierro: los mexicanos en Estados Unidos y en Europa y los españoles mediante exilios
forzosos en Filipinas. En los dos países la fuerza se impuso a la política y tal vez esa
singularidad ayuda a entender que también en los dos países la política fuera cosa de
generales. Las consecuencias de vivir en condiciones de permanente excepcionalidad y
violencia fueron una Administración precaria y una Hacienda ruinosa.
En cierto modo, también se pueden encontrar algunos puntos de similitud entre los
objetivos del gobierno de Benito Juárez y los de la Unión Liberal, porque ambos se
enfrentaron a gestionar países castigados por guerras civiles, ambos centraron sus
esfuerzos políticos en conseguir el acatamiento de todos a una Constitución y ambos
lucharon por acabar sus conflictos mediante la generación de leyes que depuraran tanto
las tendencias radicales liberales como las reaccionarias. Aunque, como era obligado,
para conseguir llevar estos planes a un gobierno estable fue necesario otro general. En
España fue Leopoldo O’Donnell, buen conocedor del ámbito colonial español porque
había sido capitán general de Cuba entre 1843 y 1848; ocupó la presidencia del gobierno
por primera vez en 1856, por segunda en 1858 y por tercera en 1865. Tal vez se pueda
llevar el paralelismo entre las situaciones políticas en España y México, sin forzar
demasiado las cosas, a la propia animadversión por la monarquía, si se tiene en cuenta
que, incluso el sustrato monárquico de la Unión Liberal, bien expresado por la lealtad de
O’Donnell a Isabel II, quedó completamente aniquilado por la preferencia posterior de la
reina hacia los moderados. Desde 1867, los unionistas fueron un elemento activo en las
conspiraciones que terminaron con el destronamiento de Isabel II. En realidad, no era
tanto una posición contra la monarquía como contra la propia Isabel II, porque en 1870,
por la vía de la elección en el Parlamento —¡curioso procedimiento!—, se ofreció el
trono de España a Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II. Hasta esta búsqueda de
candidatos no Borbones para un trono entre las casas reales europeas viene a añadir otro
elemento común entre España y México en esos años.
Una época de desarrollo económico para España
El gobierno largo de O’Donnell, entre 1858 y 1863, fue campo propicio para llevar
a la práctica las ideas de la Unión Liberal, aglutinando las fuerzas políticas liberales con
la colaboración de un valioso sector progresista, los puritanos, del que formaba parte el
general Juan Prim. Como resultado se produjo la mejor época del reinado de Isabel II,
con una economía en crecimiento, la generación de infraestructuras modernas por el
impulso del ferrocarril y el establecimiento de un sistema financiero renovado y eficaz.
Los datos no dejan lugar a dudas: se fundaron alrededor de sesenta bancos, se produjo
un incremento en la construcción de carreteras de primer orden de seis mil seiscientos
ochenta y siete kilómetros en 1855 a nueve mil ochocientos noventa y siete en 1863 y el
tendido telegráfico pasó de seis mil seiscientos treinta a diez mil un kilómetros. El
comercio exterior se duplicó entre 1852 y 1867, la industria se desarrolló con gran
vitalidad, especialmente en el norte de España, en Cataluña y en Andalucía, y toda
España fue objeto de la atención de capitales extranjeros atraídos por las atractivas
inversiones que generaba este desarrollo general. Infraestructuras y minería necesitaban
no solo capitales, sino también técnicos cualificados y maquinaria adecuada de los que
España carecía. Se explotaron minas de carbón en el norte y de cobre en el sur de
España.
España se dotó rápidamente de una infraestructura de ferrocarriles eficaz, a pesar de
inconvenientes como el establecimiento de un ancho de vía distinto del europeo: entre
1848 y 1868 se construyeron cinco mil ciento ocho kilómetros de vía. En esta labor se
emplearon capitales franceses, ingleses y belgas, especialmente los de las familias Pereire
y Rotschild, que fueron secundados por destacadas figuras españolas que brillaron con
luz propia en el manejo de las finanzas, la especulación y las inversiones en bolsa. El
ferrocarril fue considerado elemento básico para el desarrollo económico y el Estado lo
apoyó decididamente construyendo la infraestructura, concediendo subvenciones y
apoyando la creación de sociedades de inversión, así como dando un trato fiscal
beneficioso para la adquisición de locomotoras, vagones y maquinaria que llegaron de
Francia y de Inglaterra. El ferrocarril cumplía una doble función, porque resolvía el
problema de la demanda de transporte generada por la industrialización y era, a su vez,
un estímulo para el desarrollo de la industria siderúrgica, la explotación del carbón y la
actividad minera en general, así como fomentó el transporte de personas dentro y fuera
de España. Los años de mayor actividad fueron los del gobierno de la Unión Liberal,
también los de mayor apertura a Europa.
En el ámbito financiero, una de las personas más fascinantes fue José de Salamanca,
abogado, hijo de un médico de Málaga que llegó a ser el hombre más rico de España.
Cuenta también con la secuela de extravagancias que suele acompañar a estos
personajes: parece ser que se llevó a Madrid a un cocinero de Napoleón III ofreciéndole
mejor sueldo. Manejó un patrimonio espectacular, contribuyó a incrementar el de la reina
Isabel II y el de otras personas de la corte y fue el financiero por excelencia de su época.
Participó en la construcción de la red ferroviaria española con el tendido MadridAranjuez y también invirtió en la red de otros países —como Estados Unidos— con
notable éxito, como en casi todas las operaciones que emprendió, aunque al final de su
vida terminó su buena estrella financiera en la construcción del barrio de Salamanca de
Madrid. Fue un miembro muy activo en la política española dentro de la Unión Liberal,
llegando a ocupar el Ministerio de Hacienda y un puesto en el Senado. Isabel II le
concedió los títulos de marqués de Salamanca y conde de los Llanos.
No está de más recordar que en este mundo de inversiones y especulaciones
financieras intervino Juan Prim y, a tenor de las noticias que han llegado hasta nosotros,
con menos habilidad que en la política. Su espíritu emprendedor e impulsivo, que no le
había funcionado mal en la guerra y en la política, parece que no le valió en los temas
financieros. Prim llegó a proponer al gobierno en 1858 un proyecto de ferrocarril desde
Vigo a Córdoba, que pasaría por Oporto, Lisboa y Badajoz, en un momento en que el
marqués de Salamanca se atrevía con el tendido Madrid-Aranjuez y otros se esforzaban
por sacar adelante la línea Langreo-Gijón, unas auténticas minucias si se comparan con
la majestuosidad de la línea del general. No tengo noticia de que el gobierno aprobara la
propuesta, aunque es claro que no llegó a convertirse en realidad.
En cartas a su madre menciona deudas considerables que intervinieron en su
decisión de contraer matrimonio con Francisca Agüero, mexicana y sobrina de González
Echevarría, ministro de Hacienda en el primer gobierno de Benito Juárez, es decir, del
gobierno con el que Prim tuvo que negociar la reclamación de la deuda de México con
España. Como señala Antonia Pi-Suñer, Prim no podía ser indiferente ante la situación
política y económica de México debido a un doble motivo: esperaba recomponer su
patrimonio con lo que su esposa pudiera mover en México —de hecho, Francisca
Agüero y el hijo del matrimonio acompañaron al conde de Reus a México— y era
consciente de que la deuda con España afectaba directamente a los bienes de la familia
de su esposa, porque la Casa Agüero González tenía algunos créditos que reclamaba al
gobierno mexicano.
La política exterior del gobierno O’Donnell
Centro la atención en el gobierno de la Unión Liberal porque fue entonces cuando
se produjo la intervención española en México, en realidad, solo uno de los episodios
internacionales que España emprendió entonces. En política exterior fueron unos años
sorprendentes, caracterizados por la acción de España en el norte de África, en Asia —
en colaboración con la Francia de Napoleón III—, en Guinea, en Santo Domingo y en
México, por medio del Tratado de Londres de 1861, al lado de Francia y de Gran
Bretaña. También el gobierno de la Unión Liberal mantuvo un conflicto bélico en el
Pacífico americano con Perú y Chile, en el que se vieron envueltos, aunque con menor
implicación, Bolivia y Ecuador.
En la mayor parte de estas intervenciones militares, las causas fueron reclamaciones
solicitadas por el gobierno español y no satisfechas. Solo la guerra de África tuvo
implicaciones territoriales, pero se limitaron a la cesión por Marruecos de unas pequeñas
franjas de terreno para asegurar la soberanía de las plazas españolas de Ceuta y Melilla.
En conjunto, se trató de acciones destinadas a recuperar el prestigio de España en el
mundo y a incentivar la consolidación del gobierno en el interior del país, porque España
carecía de recursos suficientes para haber emprendido operaciones de mayor
envergadura. Tampoco estaban destinadas a alterar la situación internacional, entre otras
cosas porque Inglaterra y Francia lo habrían impedido.
Intervención en la guerra de Cochinchina
La primera en el tiempo fue la de Indochina, que tuvo lugar entre 1857 y 1862. El
motivo que la causó fueron las muertes violentas de algunos nativos cristianos y de
misioneros españoles, entre ellos el vicario apostólico de Tonkín, el dominico José María
Díaz Sanjurjo, en 1857. También habían muerto algunos misioneros franceses, lo que
dio pie a Napoleón III a plantear la intervención como una defensa de la civilización
occidental y pidió la incorporación de España. Francia tenía una posición estable en el
reino de Annam (Vietnam) para comerciar y deseaba aumentar su presencia en la región,
a las puertas de China. España tenía las islas Filipinas desde el siglo XVI, pero rara vez
se había planteado en tres siglos de historia realizar una política de expansión desde
Manila. En realidad, la política preferente había sido la de ocuparse de las propias islas,
que, además, siempre presentaron la dificultad de la colonización efectiva de Mindanao y
Joló, las islas musulmanas del sur. Con todo, tanto a Francia como a España les
interesaba tomar posiciones que pudieran frenar el expansionismo inglés en la zona. En
cierto modo, en sus planes imperialistas para Francia, Napoleón III pretendía recuperar la
alianza tradicional con España, la de los antiguos pactos de familia de los Borbones, en
la que asumiría un liderazgo seguro porque España era una potencia marginal en clara
decadencia, que se esforzaba por mantener los restos de su Imperio.
España aportó a esta expedición la base de operaciones de Manila y un contingente
de soldados formado en su mayor parte por tagalos filipinos; en la escuadra conjunta solo
hubo un barco español porque España tenía los demás en otros frentes abiertos en estos
mismos años. Las tropas españolas tomaron Saigón en 1858 y lo retuvieron hasta la
firma de los tratados de paz en 1862, por los que se garantizó la libertad de actuación
para los misioneros católicos y se concedieron a Francia y a España algunos privilegios
comerciales. Francia consiguió el dominio de tres provincias y España solo la promesa
de una indemnización pequeña y pagada tardíamente. Pero tampoco España pretendió
más: había acudido a la llamada de Napoleón III sin una planificación previa y
rompiendo la tradición de no intervención que había caracterizado a la política colonial
española en Filipinas.
La guerra de África
El conflicto con Marruecos, conocido como guerra de África, fue motivado por los
problemas con las cabilas en las fronteras de Ceuta. Estas situaciones eran habituales y
habitualmente se habían resuelto sin demasiadas complicaciones, hasta que el gobierno
de O’Donnell tomó la decisión de intervenir en 1859 porque estimaba que sería una
actuación rápida que no ofrecería grandes operaciones militares. Además, serviría para
desviar la atención de la opinión pública española desde los problemas internos hacia el
exterior, y tampoco estaba de más una actuación de fuerza frente al expansionismo
francés desde Argelia. La guerra no tuvo mayores planteamientos tácticos que una
marcha desde Ceuta a Tetuán, con un contingente de cuarenta y cinco mil soldados al
mando de O’Donnell. El objetivo se consiguió pero con un coste mayor del previsto,
porque la marcha se hizo en invierno por un terreno muy difícil y con un deficiente
sistema de aprovisionamiento y por la eficacia de la resistencia marroquí, con el añadido
de las bajas de soldados españoles a causa de epidemias. El 28 de abril de 1860 se firmó
la paz de Tetuán, en la que Marruecos reconoció la soberanía española en sus plazas
africanas y concedió unas pequeñas franjas de terreno frente a Canarias, además de una
indemnización de guerra. Unos resultados que no se correspondían con el esfuerzo
realizado, aunque fueron interpretados por la propaganda patriótica como un gran éxito.
De todas formas, el gobierno de O’Donnell consiguió que esta guerra sirviera para
unir al país, así como para aumentar el prestigio del ejército y la aureola mítica de
algunos de sus generales, como el propio O’Donnell y Prim. La popularidad del
conflicto entre los españoles fue tal que de la obra de Pedro Antonio de Alarcón, Diario
de un testigo de la guerra de África, se vendieron cincuenta mil ejemplares en la primera
edición. La actuación de Juan Prim en esta guerra, y en particular en las batallas de
Castillejos y Wad Ras, lo convirtió en un héroe nacional aclamado por todos; la reina
Isabel le concedió el título de marqués de Castillejos.
Anexión de Santo Domingo
La intervención en Santo Domingo y la llamada guerra del Pacífico fueron dos
actuaciones dirigidas a reafirmar la condición de España como potencia a considerar
internacionalmente en América, así como la manifestación de la vocación de España,
todavía difusa en sus contenidos, a liderar el ámbito de la hispanidad con las naciones
que habían constituido su Imperio colonial. En estas ocasiones, como en las
intervenciones en Cochinchina y en la guerra de África, se pusieron en juego los nuevos
medios en buques, equipamiento y tácticas militares del ejército español, en particular
una Armada modernizada con barcos de hélice blindados construida según los últimos
avances técnicos de la época.
Siendo Prim gobernador de Puerto Rico (1847-1848), propuso al ministro de la
guerra español Ramón Narváez la conveniencia de que España consiguiera el control
sobre la isla, atendiendo a su posición clave para la seguridad del Caribe español. Las
estimaciones de Prim fueron que la presencia de un buque de guerra español sería
suficiente para que los dominicanos decidieran reincorporarse a España. Después —
siempre en la opinión de Prim— una guarnición de quinientos hombres bastaría, sin que
hubiera necesidad de dotar a la isla de una administración propia, porque podría pasar a
depender de Cuba o Puerto Rico.
Parece que no estaba mal encaminado porque el retorno de Santo Domingo a la
Corona de España fue una iniciativa del gobierno dominicano proclamada el 18 de
marzo de 1861. Con ello buscaban la protección del peligro que suponía la presión de
Haití, con una población mayoritaria, distinta e inquieta. El acercamiento a España en
busca de protección venía de largo: siendo O´Donnell gobernador de Cuba en los años
cuarenta accedió a prestar ayuda al gobierno de Santo Domingo para sofocar una
revuelta apoyada por Haití. No obstante, en los años sesenta el gobierno de O’Donnell
se mantuvo indeciso sobre la conveniencia de la reincorporación, según el programa que
el propio parlamento de Santo Domingo había propuesto: primero ayuda, después
protectorado y por último anexión. Las dudas de Madrid fueron tales que los
dominicanos llegaron a hacer una propuesta de anexión a Francia, menos aceptable en el
escenario internacional. La decisión final la tomó el parlamento de Santo Domingo al
declarar la anexión a España, y el gobierno de O’Donnell la aceptó de inmediato. El
temor a la reacción de Estados Unidos era entonces menor porque estaban ocupados con
la Guerra de Secesión, de manera que no fueron más allá de protestar y aceptar los
hechos consumados, como hicieron las demás potencias.
La realidad mostró que las dudas del gobierno español no eran infundadas porque
Santo Domingo se convirtió en una fuente de problemas. Como los dominicanos que
apoyaron y declararon la anexión no eran la mayoría de los isleños, los grupos
secesionistas continuaron su actividad guerrillera obligando a España a mantener en la
isla una guarnición de treinta mil hombres y a cubrir los gastos correspondientes a la
nueva administración. En el gobierno y en la opinión pública española se generó un
ambiente poco favorable al mantenimiento de esta situación, que duró hasta 1865, dos
años después de la salida de O’Donnell del gobierno de la Unión Liberal.
La intervención en los asuntos internos de la república de Santo Domingo, aunque
se hubiera producido en las singulares circunstancias de este caso, es decir, por iniciativa
de los dominicanos, no fue contemplada con agrado por el resto de las repúblicas
americanas, sobre todo por Estados Unidos que, a pesar de su grave situación interna,
ayudó en lo que pudo a los insurgentes de Santo Domingo.
La guerra del Pacífico (1864-1866)
Fue un conflicto de España con Chile y Perú provocado por asuntos pendientes.
España había reconocido la independencia de Chile en 1844, pero no había resuelto el
reconocimiento de la independencia del Perú. Con todo, el objetivo fundamental de la
expedición fue el acompañamiento a la Comisión Científica del Pacífico, con la que
Isabel II continuaba la tradición de protección de la actividad científica que sus
predecesores habían realizado en América en el siglo XVIII. Se destinaron dos de las
nuevas fragatas de la Armada, blindadas y de hélice, para el traslado de los
expedicionarios y de paso también para hacer una demostración del poder naval de
España en la zona y resolver las reclamaciones pendientes mediante negociaciones con
los países respectivos. La Comisión Científica salió de Cádiz en 1862.
Las deficiencias diplomáticas de los negociadores españoles dieron lugar a un
enfrentamiento armado entre Perú y España, cuyos episodios fundamentales fueron los
ataques de Méndez Núñez a Valparaíso y El Callao. Esta intervención de España se
destacó igualmente por la falta de previsión y por lo reducido de los objetivos: Méndez
Núñez no pudo hacer más porque no tuvo el aprovisionamiento necesario. Antes de que
se declararan las hostilidades, los científicos españoles fueron amablemente recibidos en
Chile y en Perú, y se trasladaron a América Central, México y California para hacer un
reconocimiento de las costas. Estaba previsto continuar el estudio adentrándose en Perú,
pero cuando regresaron a Perú se encontraron con el conflicto armado. Algunos
regresaron a España y cuatro permanecieron en Perú bajo la dirección de Marcos
Jiménez de la Espada para completar el programa de la Comisión hasta diciembre de
1865.
Esta expedición, y las anteriores en Cochinchina, África y Santo Domingo, no
implicaron nuevas adquisiciones de territorio para España, y no siempre procuraron el
prestigio internacional que el gobierno de la Unión Liberal buscó: todo se realizó según
la línea de dependencia de Francia y de Inglaterra. Aunque algunas tuvieron el efecto de
galvanizar la unidad nacional y el sentimiento patriótico, tampoco puede decirse que el
balance político fuera positivo en cuanto al uso de las aventuras exteriores para desviar la
atención de los problemas internos. Al final del gobierno de O’Donnell, la diferencia
entre los recursos empleados en hombres, equipamiento y dinero sobrepasó en mucho a
los resultados.
La intervención española en México
Es un buen ejemplo de los condicionantes de la política exterior de España, durante
el gobierno de la Unión Liberal, la dependencia de Francia e Inglaterra, a cambio de una
hipotética defensa de la españolidad de Cuba y las demás posesiones caribeñas. El apoyo
a Francia se funda en una vaga política romántica consistente en la alianza de potencias
latinas civilizadoras, frente al avance anglosajón de los Estados Unidos, que se habían
anexionado más de la mitad de México en 1848 (Tratado de Guadalupe Hidalgo) y
parecían ambicionar el resto. En los años de la intervención, los Estados Unidos estaban
demasiado ocupados con su propio conflicto entre el norte y el sur como para atender las
posibles implicaciones de la deuda mexicana.
El motivo de la intervención de España, Francia e Inglaterra en México fue la
suspensión del pago de la deuda, decretada por el gobierno de Benito Juárez el 17 de
julio de 1861. España había considerado también una afrenta la expulsión del embajador
español Francisco Pacheco, aunque difícilmente podía haber continuado su labor con el
gobierno de Juárez después de haber favorecido a los conservadores en la Guerra de
Reforma. En lo que afectaba a España, las discusiones sobre el pago de la deuda habían
ocupado una posición de primer orden en las relaciones con México desde el
reconocimiento de la independencia en 1836. La posición de los gobiernos mexicanos
había sido habitualmente generosa, responsabilizándose de deudas contraídas en época
colonial y permitiendo que un asunto interno, relativo a deudas del Estado mexicano con
particulares, se convirtiera en una cuestión externa y fuera tratada por la vía diplomática.
Aunque los distintos gobiernos mexicanos siempre reconocieron la deuda y se
comprometieron a pagarla, algunos gobiernos conservadores asumieron compromisos
internacionales que otros gobiernos liberales consideraron excesivos. La historia de la
deuda estuvo sometida casi necesariamente a estos vaivenes políticos en una progresión
cada vez más dramática, en cuanto que la situación de permanente conflicto no permitía
a México obtener recursos, sino más bien generar más deuda.
En cuanto a las intenciones de las potencias del Tratado de Londres, parece que
Inglaterra se contentaba con asegurar el cobro de la deuda, pero Napoleón III utilizó la
ocasión para formar su proyecto de Imperio latino con Maximiliano de Austria, con el
apoyo de los conservadores mexicanos y —quizá en su opinión— la posible ayuda de
España. Además, en el entorno inmediato de Napoleón III hubo también una corriente
de interés menos sutil, porque su hermanastro, el duque de Morny, estaba metido de
lleno como beneficiario de la deuda contraída por el gobierno mexicano con el banquero
suizo Jean Baptiste Jecker.
La fuerza expedicionaria de nueve mil setecientos hombres desembarcó en
diciembre de 1861 en Veracruz, en donde el comisionado español, el general Juan Prim,
asumió el liderazgo de las operaciones y pudo negociar, con acuerdo de las partes, una
solución satisfactoria de la deuda con el gobierno Juárez. Parecía que el problema se
había solucionado por la vía pacífica, pero el comisionado francés se opuso a que su
ejército saliera de México. Al contrario, incrementándolo con nuevos envíos de refuerzo,
mostró su intención de favorecer la causa conservadora y entronizar a Maximiliano,
contraviniendo con ello lo acordado en Londres. Ingleses y españoles dieron por bueno
el arreglo de La Soledad, en el que el gobierno mexicano, representado por Manuel
Doblado, garantizaba el cobro de la deuda, y abandonaron México con las fuerzas
correspondientes. En España, el general Prim fue criticado por haber tomado esa
resolución sin consultar al gobierno, aunque al fin se reconoció, con el apoyo de Isabel
II, que su actitud fue la más conveniente para España. El mismo Prim había advertido
por carta a Napoleón III de los riesgos de asumir una operación de ocupación militar de
México, destinada, en su opinión, al desastre, como realmente sucedió.
Tal vez convenga tener en cuenta que Prim había manifestado en el Senado español,
en un discurso de finales de 1858, su posición contraria al parecer del gobierno y de la
mayor parte de la opinión pública española sobre la intervención militar en México.
Sorprende que en el tratamiento del problema que —como aseguró el ministro de Estado
Calderón Collantes—, al estar en vía diplomática correspondía al gobierno decidir
mostrar o no la documentación pertinente, Prim pudiera hacer gala de una información
exhaustiva para evidenciar que el gobierno mexicano había dado todas las satisfacciones
posibles que se le habían pedido y que España no podía sentirse deshonrada. Dejando
sentado el espíritu liberal de Prim, parece que en el asunto de la deuda mexicana tenía
más intereses que los demás senadores y que los seguía a través de una fuente de
información tan fiable como la de la familia de Francisca Agüero.
En todo caso, aunque su acierto político en el ejercicio de la comisión mexicana fue
grande y libró a España de un problema que podría haber alcanzado proporciones de
desastre, tampoco por esta vía pudo Prim solventar las esperanzas que había puesto —si
realmente fue así— en asear su maltrecho patrimonio con la recuperación del que tenía
Francisca en México. Además, las aspiraciones de hispanoamericanismo quedaban a
salvo en esta ocasión, aunque se pusiera en peligro en otras partes, como en la anexión
de Santo Domingo o en la guerra con Perú y Chile.
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