UN CLARO TIEMPO DE AZAHARES

Anuncio
NOVELA
UN CLARO TIEMPO DE AZAHARES
Jorge
Namur
A mi madre
EZEQUIEL RECUERDA
Quizás la ultima diversión de Ezequiel sobre la tierra, fue la de
presenciar su propio funeral; en realidad quien cargó con esta dicha
fue su alma, que lo hizo posada como una paloma sobre la rosa de los
vientos de la catedral de su ciudad. Abajo rebullían apesadumbradas
muchedumbres entre los desbarajustes de una jauría de músicos, que al
unísono, afinaban los acordes de una marcha fúnebre. En su infancia,
Ezequiel se sorprendió una mañana cuando jugaba en las rejas de una de
las ventanas de su casa y vio pasar por vez primera un funeral: un
carrusel negro tirado por briosos caballos con plumas enlutadas en sus
cabezales y seguido por una banda de músicos jadeantes aún por el
esfuerzo de subir cuesta arriba por las calles. Supo después, al
preguntárselo a su madre, que eran honores para un muerto importante.
Rara combinación, música con muerte: había pasado mucho tiempo desde
aquello, pero la desazón de entonces ni se parecía al placer que le
provocaba oír en su entierro una banda de música propia.
En el pórtico, esperando al muerto, el obispo de amatista se
desdibujaba entre nubes de incienso; Ezequiel miraba complacido el
cortejo que avanzaba en dirección al templo. Entre otros venía Cándida
Fariña pero siempre a una distancia prudente, otro de los allegados
era Javier López que se veía consternado. En el único momento en que
se le tambaleó un poco la satisfacción, fue cuando vio detrás del
ataúd a su viuda: enlutada, fosforecía proyectando un ámbito pálido
que la distanciaría del mundo para siempre. Por un instante sintió un
estremecimiento de espíritu: como crujir de hojas secas bajo la
presión de un puño que se cierra, imperceptible aleteo de insectos
contra las paredes, así sonó en las alturas al pie del inmenso gallo
de latón con el que compartía su puesto de vigía, el alma de Ezequiel.
Pero no pasó más que un segundo y ya estaba nuevamente disfrutando de
los altibajos que ocasionaba su propio entierro.
Detrás de su cuerpo, y de la viuda con la familia desdichada,
venía un gentío tan espeso que eran necesarias varias cuadras para
contenerlo. Más atrás, seis camiones cargaban parvas de coronas
enviadas desde distintas partes. Muchos días después, el viento
arrastraría por los patios de las casas y por las calles los pétalos
ultrajados de aquellas flores.
En las afueras de la populosa ciudad duerme el caserío de tablas y
cualquier cosa: paulatina metamorfosis entre el empuje amoroso de la
tierra y el hombre; seres cuyas células se contagian con la virginidad
del monte: moreras de frescas penumbras y animales para las faenas,
entre paltos fecundos, henchidos de aves canoras enamoradas en el
gorjeo: zorzales, cardenales, naranjeros, torpes urracas: límite donde
las calles de tierra se convierten en sendas para desaparecer entre
los
interminables
cañaverales
surcados
de
arroyos
y
ríos,
saludablemente verdes antes de las primeras heladas, con sus ingenios
1
contiguos en el desorden de la zafra paralizada; monstruos de hojalata
que digieren el zumo de la tierra excretando vapores pestilentes en el
serpenteo de sus desagües. Enmarca el verde iluminado de las cañas, la
selva infinita en sorpresas de mastodontes petrificados de un pasado
distante habitado por saurios, de orquídeas que iluminan los árboles
titánicos, lluvia de flores doradas, colgantes jardines de helechos.
Jazmines y bignonias del agonizante estío: estación lluviosa y de
llameantes rayos. Selva nostálgica del tapir agonizante, inmersa en la
ausencia de tus seres primitivos y feroces, algunos extinguidos,
incinerada con el fuego de tus claros tapizados de azucenas y generada
y disgregada por el trabajo silencioso de tus hongos multiformes; con
sus montañas de profusas arboledas y arbustos, engarce de lagunas
donde la selva se trasmuta en bosques de las alturas con sus flujos
subterráneos que la conectan con otro lago en la cima del mundo,
lagunas de escondidos tesoros de los antiguos, custodiados por un toro
para que nadie los usurpe: no tocar las aguas para que no despierte la
bestia que bufa un sueño a la inversa, en sus fangos centenarios. Allí
la india se inmoló con ellos y el animal resguarda, a su vez, su
dormitar silencioso y ajeno a la escarcha que en noches de invierno
uniformará el bosque. Trémulos cristales en el amanecer deshecho de
sus vapores. Elevado naciente de las aguas que en tiempos recónditos
arrojaron junto al poco prolijo caserío, a la vera de La Ramada, una
bella Venus de la conquista. Policromada imagen de madera, obra de
artífice que aprendió los vedados secretos de la talla. Madona
cuzqueña en la Inmaculada, con tus manos en ruego y tu peso
sospechoso. Ahuecaron tu espalda para buscar joyas escondidas, y sólo
encontraron tu todavía palpitante corazón de purísimo quebracho.
Designio divino en el mensaje de tu nombre: de dos serán tres y cuatro
y tal vez miles. Anidarás el pensamiento en su más elevada forma.
Imagen suspendida de nubes y angelotes que te elevas a pesar de tu
gravidez sospechosa.
En las alturas de la ciudad planeaba un cóndor pero la
muchedumbre tenía demasiado para mirar abajo como para observarlo, tan
extraño en estas altitudes como aquel entierro, escoltado por todo el
pueblo.
Se regocijaba Ezequiel al oír la música adornada por el
tintinear de un incensario con el que un monaguillo descuidado
esparcía cenizas a los presentes. Tamaña solemnidad la de aquel
funeral.
Cada
condolido
habitante
de
la
ciudad,
abandonando
pertenencias y obligaciones, había concurrido a esta última cita con
Ezequiel Albornoz.
- No les faltará nada, prometía Humberto, el menor de los hermanos de
Ezequiel, al mayor de sus sobrinos, con quien se acompañaban casi al
límite del aura de la viuda.
Ezequiel sonrió al oírlo, desde las alturas poseía la vista
amplia y a la vez detallada de cada suceso. Podía oír al conjunto pero
también individualizar cada comentario. Rotas sus antiguas ataduras,
se sentía tan libre que comenzaba a experimentar desprecio por su
propio cadáver.
- Seré un padre para ustedes, afirmaba insistentemente Humberto.
Muchos trataron de consolar a la viuda, pero nadie logró
trasponer el espacio de luz que la circundaba. Alejada del mundo como
para siempre, brillando de desconsuelo, emitía una luz sólida que no
2
sólo impedía el acercamiento, sino también que ni un sonido le
llegase. Fue por eso quizás que ni se inmutó cuando el ulular de las
sirenas del ingenio, de las ambulancias, de los bomberos y de los
trenes inició un crescendo infinito.
Finalmente aproximaron el féretro a la catedral: lo había traído
a pulso un gentío delirante que no quería perderse el puesto para
cargarlo.
- Era un santo- le dijo una mujer al hijo menor del muerto tratando de
consolarlo- Si hasta hizo llover hoy, después de tanto tiempo.
El niño la miró estupefacto.
- ¿Y usted cree que este es un premio a la santidad? La mujer le
acercó apresuradamente sus condolencias y se retiró a un lado,
desconcertada.
Ezequiel era el más sorprendido al ver tanta gente. Hasta la
mañana del día anterior, en la que tuvo que aunar su alma en un último
esfuerzo para abandonar su cuerpo como reptil en muda, no imaginó que
la noticia de su muerte fuera a provocar tantos descalabros.
Exactamente a las diez de la mañana su auto se había hundido bajo
las ruedas de un camión a alta velocidad. El coche quedó como digerido
por un monstruo inconmensurable. A esa hora comenzó a soplar viento
desde las montañas y el sol se puso tenue, proyectando débiles sombras
de los objetos. Viaja velozmente de regreso a casa, la verde explosión
de las tacuaras lo distrae por un rato, pero irreversiblemente la
preocupante idea vuelve a ocuparle el ánimo. Entonces aparece aquel
largo túnel por el que entra y cuyo fin parece no llegar nunca.
Un momento, un día cualquiera, puede parecer nada. Un instante a
veces es eterno: una serpiente alada que gira sin rumbo en el tiempo;
su cuerpo es una llamarada. Puede clavarnos sus enredados colmillos
para succionarnos las fuerzas. Gira en torno a un alma buscándole la
fisura o el lugar en su superficie donde la inmaterialidad es más
delgada, y cuando encuentra clava allí sus fauces; porque en el
momento en que lo hace, se transforma en saurio. Ahora desgarra un
pedazo.
En el lugar y momento del accidente se me apareció un enano con
un sombrero de ala ancha y me ayudó a mí, a Ezequiel-alma, a abandonar
sin lamentaciones a Ezequiel-cuerpo. Una vez fuera me desperecé‚ y nos
sentamos como viejos camaradas a contemplar la chatarra, luego él
desaparece y yo me quedo solo para ver cómo extraen a Ezequiel-forma
del auto. Es un desconocido el que alzándolo en vilo lo coloca en una
ambulancia. Yo, Ezequiel-alma me distancio para seguirla, revoloteando
en el aire fresco de la mañana de Mayo; con una que otra zancada me
sobraba para aproximarme; después, levitando, espero a que el vehículo
se aleje otro tanto: aprovecho estos lapsos para contemplar el paisaje
vago: hacia el poniente, las cumbres del nevado; al este, la diluida
llanura y el matorral.
Tamaña noticia fue un destello fulminante que anonadó a todos.
- Ezequiel, muerto.
3
Fue una exclamación que recorrió casas y se enredó en los
pegajosos pasillos de tribunales para dejarse absorber por el salitre
de sus paredes que comenzó a ceder, provocando una espesa nevada sobre
los zócalos, se perdió luego entre la multitud agolpada en las cajas
de pagos de los bancos; produjo frenadas, estrépitos, desmayos, como
la creciente de un rió de montaña que comienza en pequeñas correntadas
que invaden arroyos para buscar luego el gran cauce, e inexorable
avanza arrastrando piedras sin respetar límites. De tal forma la
noticia reptó directamente hacia Carmen de Valdez de Albornoz, la
mujer de Ezequiel; claro que en la cresta de la primera oleada iba
sentada Cándida Fariña, con el puño cerrado y el brazo en alto. Fue
quien tuvo que darle la noticia.
- estaba grave.
- digamos que desahuciado.
- un accidente horrendo.
- una calamidad.
- agonizaba.
- no contaba.
Estaba definitiva e infinitamente muerto.
En realidad la flamante viuda ya lo sabía desde la noche antes.
Fue cuando tuvo por primera vez aquella pesadilla que volvería luego
irremisiblemente de noche en noche a lo largo de todos sus años: una
araña caía sobre su cara en las penumbras de su cuarto. Se descolgaba
desde el insondable techo, se sumergía lenta e inexorable en su
impavidez, penetrándole en las carnes de sus sueños, acorralándola
entre las sábanas. Y atrás quedan los restos de una tela infinita que
se cuela y le transita el pulso y el palpitar de su mundo.
De tal forma que cuando Cándida Fariña habló, ya era tarde. Ya
porque Cándida se especializaba en las tardanzas, ya porque era un
hecho consumado e irreparable. Carmen confirmó, de paso, aquel otro
presentimiento en el que se involucraba la piedra. Fue entonces cuando
se evadió para la eternidad.
- ¿Dónde está
Ezequiel?
- Lejos, muy lejos pero siempre nuestro.
-
¿Volverá alguna vez?
- No volverá porque no se ha ido.
-
¿Volveremos a verlo?
- Eso ya no será posible.
Ezequiel-alma presenció la sorpresa, la pena. Sonreía al verlos
lamentarse. Luego recorrió las casas de sus parientes y amigos: la de
su cuñada Clementina, quien todavía no se había enterado y trató de
aliviarle la sorpresa; vanamente intentó hablarle, impotente se puso a
girar como remolino de habitación en habitación. Finalmente se
encaramó en el reloj de carrillón que hacía más de diez años que no
4
funcionaba y le extrajo lánguidos sones a sus campanas marchitas:
Clementina reaccionó aterrada, vio entonces una sombra que abandonaba
la casa; era Ezequiel que no podía habituarse a su nuevo estado y
sentía una compulsión que lo incitaba al cambio. Por pura costumbre se
dirigió a la casa de su escribano, que había muerto hacía ya muchos
años, pero con el que habían sido grandes amigos. La casa inmensa y
penumbrosa se separaba de los patios contiguos por galerías con arcos
y columnas. En uno de los patios, un león verdoso sobrevivía
babeándose mohosamente sin recordar que otrora escupiera aguas
deshechas en una fuente con peces obesos, indiferentemente rojos al
aguamarina de las mayólicas del estanque. Aunque la viuda del
escribano ya no vivía en la casa y los nuevos propietarios todavía no
habían juntado el dinero suficiente para barrer de la faz de la tierra
el recuerdo de sus antiguos dueños, jugarían por el resto de sus vidas
a sepultarlos en pisos superpuestos y metódicas capas de pinturas
aunque con el tiempo terminaron siendo malas copias del escribano y la
mujer. Pero las restauraciones de la casa no habían comenzado, de tal
suerte que en los fondos todavía existía, con su aljibe español, el
tercer patio, separado por rejas donde antaño vivían las criadas,
entre plantas que soportan las penumbras; aspidistras untuosas, la
vorágine de los filodendros, níveas euchárides, trémulos culantrillos
de las selvas vecinas.
Ezequiel no encontró más que los viejos recuerdos de su amigo:
noches de prolongadas charlas entre los jarrones de vidrio firmados,
con sus aves siempre ahuyentadas: zancudas filigranas, palmípedas
entre los manantiales. El perfume de los jazmines invade la sala, las
risas de las esposas irrumpen por ratos en la calma aroma de café en
el aire. Saciada su curiosidad aunque un poco decepcionado, escapó
para dirigirse a los tribunales: quería, como tantas veces, comentarle
de paso a su amigo, el juez Don Nicanor González Turdel, las malas
nuevas. El hombre había abandonado el escritorio pero Ezequiel
presenció la sorpresa de algunos de los empleados que comentaban el
motivo.
- Su Señoría estaba tan mal que tuvo que retirarse.
Siguió los pasos de Don Nicanor y fue a encontrarlo en su casa,
gimiendo como un niño, entre los dos mancebos desnudos y mojados ( sus
sobrinos) que trataban de componerle el ánimo: la novedad les había
caído con el agua de la ducha que estaban tomando.
Mejor ni me recuerden. Si supieras lo bien que se está aquí, del
otro lado, que nada se extraña.
Retornó entonces, a Carmen: estaba acompañada por las mujeres que
le ayudaban con los quehaceres, y la siempreatrás de Cándida Fariña
que dirigía con dura mano los preparativos en la casa.
- Ezequiel ¿Adónde has ido?
adónde...
Sus noches enamoradas, su calidez, su gran paciencia, tímido
compañero que ni adivinas quién eres. Siempre divertido y a veces
colérico pero nunca torpe, el único que amé; nunca volveré a amar así
a otro. Todo, todo irremediable, irremisible, inexorablemente muerto.
5
Se había perdido los eventos que siguieron a la mayúscula
sorpresa, para vagar por las altas cumbres, pero regresó un día
después para ubicarse en la cúpula del campanario donde, jugueteando,
espectó con sus piernas suspendidas en el vacío; un rato después las
campanas comenzaron a repicar a muerto: un vuelo de palomas
ahuyentadas lo distrajo por un instante: tañido de oro y plata:
monedas de los feligreses: Óbolo para fundir las campanas. Ezequiel se
afanaba por capturar alguna de las aves, sin lograrlo porque sus manos
las traspasaban.
La plaza estaba colmada, los bancos arqueados por el peso de
quienes no escatimaron esfuerzo para observar el espectáculo desde
infinitos
ángulos. Y él, un curioso entre tantos, que de cúbito
dorsal se había acomodado ahora en una de las cornisas de balaustres
apócrifos del edificio. Con el brazo de almohada observa: en medio del
gentío está mi hermano Armando, se lo ve impresionado, hasta su alma
voluble se agita como presa de íntimas convulsiones, retorciéndose
como pez en la arena caliente a la orilla de un río.
Le dedicó una mirada que no alcanzó a empañarle la sonrisa,
porque más que un alma, se sentía el éxtasis pletórico, la
satisfacción plena de la libertad absoluta, excepto la sensación de
una difusa curiosidad, que era el motivo por el que aún permanecía
allí.
Ya la banda esparcía destartaladamente una marcha fúnebre. Ya un
fotógrafo pendiendo de un
árbol, como una naranja más a punto de
desprenderse en su óptima madurez, hacía destellos grabando, para la
inmortalidad, la mortalidad de un hombre.
Siempre estaré con ustedes, aunque ahora estoy tan bien que nada
se extraña.
- Ezequiel te fuiste sin decírmelo. Yo lo presentí en el momento en
que el diamante negro saltó de su engarce.
Carmen estaba esperando a su marido en el umbral de la puerta de
su casa, hacia el mediodía como acostumbraba. Alcanzó a divisarlo en
la distancia, saludando al que se le cruzase: tomaba su sombrero e
inclinaba la cabeza. El diamante saltó entonces, liberado de un
cautiverio de tres generaciones. Aquella imagen y el horror que le
produjo irrumpirían recurrente en sus recuerdos.
No faltaron aquellos que pretendían emularla en su desdicha.
Mujeres de negro que disputaron por ratos la atención sobre el obispo
con el barullo que organizaban. Carmen, atemporizada, ni las notó
desde el reclinatorio que junto con su hermana Clementina tenía junto
al féretro. Su rostro detrás de una mantilla, emitía destellos
diamantinos que atravesaban el encaje.
Lo que el obispo dijo, lo murmurado por los presentes; algunos de
los cuales habían saqueado la casa durante el velatorio, se fueron
apagando y perdiendo entre nubes de incienso, también el féretro
desapareció. Sólo la inmaculada de quebracho policromado brillaba con
el mismo fulgor que la viuda. En tinieblas se oía, sofocada, la voz
del obispo enumerando virtudes, obviando el resto: es que la humareda
fue ganando el recinto y la garganta del orador. Fue cuando Ezequiel
6
recordó a su padre. Imaginó que el tiempo giraba, pasando recurrente
por un mismo punto; se sintió uno de esos puntos y casi asimila la
certidumbre de estar recomenzando un nuevo giro, sólo que esta vez los
santos de madera estucada resistieron estáticamente el ingreso del
muerto a la nave. Tampoco oyó el cloqueo de huesos rotos para la
eternidad, como ocurriera aquella otra mañana de Mayo durante las
exequias de su padre: años atrás, Nicolás Albornoz casi en senectud
total, acusó un indicio de la enfermedad que lo demolería: le ocurrió
mientras hacía jugar al ico-ico al mayor de sus nietos, cuando se
fracturó la pierna por primera vez. Fue necesario un largo reposo para
que los huesos volvieran a soldarse pero un día de Mayo, aparentemente
repuesto, al levantarse para ver el progreso del otoño, tropezó en uno
de los escalones de la galería de los helechos y en el momento en que
intentaba levantar la pierna, cayó al suelo desarticulado en un
trepidar de huesos rotos. Cuando Soledad, una de las sirvientas, lo
encontró quejándose de impotencia, hizo lo posible para levantarlo
pero por cada presión que hacía con los brazos, una tras otra se iban
quebrando sus costillas porosas, en un compás arrítmico.
Tres días y tres noches, una de las cuales anidó una luna
portentosa y desmesurada que presagiaba tormenta y que fue bellísima,
agonizó el padre rodeado de sus solícitos hijos, que con cristiana
resignación soportaron más que el anciano la desdicha, sin aceptar
ningún intento por prolongarle la agonía hasta que finalmente expiró
rodeado del cariño de los suyos, echando espumarajos sanguinolentos
por la boca. Fue un Miércoles. El pueblo íntegro se agolpó a las
puertas de la casona para velarlo y el día del entierro fue feriado
por decreto municipal.
Cuando entraron su ataúd a la catedral, se fue cuarteando
progresivamente
el
estuco
de
todos
los
santos,
para
luego
despostillarse lentamente en lluvia hueca durante la ceremonia.
Los negocios quedaron definitivamente en manos de Ezequiel, el
mayor de los hijos, que los hizo progresar hasta poco antes de su
muerte.
Cuentan que aquella otra mañana de Mayo en la que Ezequiel-alma
se separó de Ezequiel-cuerpo, el ataúd de Nicolás Albornoz pareció una
catramina a desvencijarse en el silencio a veces interrumpido por el
canto de algún crespín. Cuando las mujeres que fueron a acondicionar
el recinto, abrieron el mausoleo en el que descansarían, si los
dejaban, los restos de Ezequiel junto a los de sus padres, se oyó algo
así como un incesante burbujeo, cloqueo, craqueo. Las sirvientas
aguantaron sin huir porque habían conocido a Don Nicolás y sabían que
era un santo para estar molestando sin motivos, por lo que, aunque
inquietas, siguieron con sus tareas.
El obispo elevó un brazo y su mano emergió de entre vapores por
un instante al refulgir la gran amatista de su anillo que enviaba
haces de luz sobre los rostros de algunos fieles.
- El hombre que hoy despedimos- decía entre el palpitar pausado de un
bombo-, nuestro hermano Ezequiel, quien nos recuerda rectitud, razón,
equidad, reciedumbre, sobriedad... Veréis un día calles con su nombre
y su memoria...- Su proyección, su trascendencia, su recuerdo.
Los vapores se concentraban en espirales.
7
Carmen levantó los ojos y miró a un costado, superando los muros
y arcadas con la vista y alcanzó a divisar a Ezequiel que, desde el
campanario, le destinaba una sonrisa. Ella no pudo devolvérsela.
Hizo una pausa, compuso la voz y, con gesto evocativo, prosiguió.
- Puedo verlo. ¡Níveo! perfecto en la gracia del Señor, como los
elegidos.
Ezequiel se miró, de pronto, sorprendido, estaba desnudo desde
los pies a la cabeza y recién lo advertía. Por precaución observó en
derredor y, al no ver a nadie, volvió a mirar, perplejo, al obispo
quien persistía.
- Puedo verlo junto al Padre, celestial él también.
Ezequiel se preguntaba qué nueva visión le acometería al viejo
amigo que lo estaba despidiendo tan sentidamente.
- ... la recompensa por una vida de cristiana resignación no podía ser
otra; ahora camina junto al Padre por un sendero de luz.
Sentado, allí
en la altura, meneaba la cabeza al tiempo que
sonreía. Un cardumen de truchas pasó flotando despreocupadamente en el
aire de la mañana. Combándose y descomponiendo la luz en tornasolados
reflejos. Casi pierde el equilibrio al distraerse en gran esfuerzo por
alcanzarlas, entonces prefirió estabilizarse sobre la rosa de los
vientos. Recompuesto, no estaban ni las truchas ni los recuerdos de lo
hablado por el anciano.
-... Un día su recuerdo se mezclará con la leyenda, las
llevarán su nombre y también las plazas y las escuelas.
habitante de la ciudad ignorará quién fue.
calles
Ni un
Aburrido de tanta perorata mira la ciudad. Destartalando el
pórtico de la catedral, un imponderable gentío; más alejada, la
impaciente
banda
de
música
que
aguarda
ansiosa
por
seguir
descomponiendo música, en rededor las calles despobladas. Percibe el
futuro recorrido del vendaval de Agosto que ha de desperdigar
azahares, endulzando los remolinos de hollín y hojarasca; luego una
atmósfera quieta, suplantando el aroma de Agosto por un estanco
Diciembre de inexplicable luminosidad y las calles agrietadas bajo el
sol.
La alocución del sacerdote parecía una invitación al anhelo. Una
esperanza desesperada. Cada cual olvidaba lo escuchado conforme
avanzaba el discurso.
Aunque para él todo era divertido, Ezequiel estaba entusiasmado
con otras cosas: la menesterosa imagen de los mendigos, los que más
lloraron, con sus ropas deformadas y lustrosas. Los campesinos que
habían llegado en tropillas sobre carros y camiones. La elegancia de
los parientes de la ciudad, con sus ofrendas de claveles y rosas. Pero
nada de esto era mejor que la imagen de lo que desconocía y podía
sospechar. Sin meditarlo mucho se esfumó un rato.
Septiembre volvería puntualmente con sus flores enturbiadas por
el agobio de la zafra y por los muchos meses sin lluvias: una
deflagración de lapachos, rosada erupción de botones y flores con el
vuelo de bailarinas decapitadas por alcanzar el piso. Árboles
8
extraviados en la escala cromática con su rosa radiante. Polvorosa
primavera del resurgir de la selva, con las anaranjadas corolas de las
azucenas de Octubre. Hogar despoblado de jaguares y pumas, de la
corzuela que escapa a brincos entre las rocas diseminadas por los
pretéritos aluviones, tierra que en cataratas arrastró el tiempo en el
surgir portentoso de las inmensas moles de sus montañas.
Así debió verte aquel capitán con su ejército un día cualquiera
cuando pasó sobre el musgo y la alimaña y, ahogado de tanto verde,
clavó en el suelo su espada, sopesando su fertilidad, para extender el
poderío del imperio sobre tu tiempo. (Vendrán luego a evangelizar con
la cruz y su hermana, la espada.) Le sigue un misterioso ejército,
seres multiformes y coloridos, diablillos de máscaras de oro,
ensangrentadas con grandes colmillos que se entrecruzan en sus caras;
gallos con crestas y picos luminosos; cornúpetos sonrientes, coronados
de saurios salpicados; orejas de bestias, acompañados de músicas
misteriosas, plumas coloridas de aves parlanchinas.
Vuela del altiplano al Cuzco el celeste caballero,
refugiada en el templo de los espejos, Santa Clara,
junto a la virgen, en las vísperas del Corpus;
Avanza a la diestra del capitán el celeste caballero, su mano en
alto en amenazante gesto. Vuela encima de él una virgen con niño y
ricas joyas. Refulgentes espejos multiplican al infinito las muchas
gemas de su corona. La preceden santones blancos y negros, dolientes
mujeres portan estandartes, vivo misachico de coloridos aguayos
transitando el camino del incario, perdidos en tardes remotas
desdibujadas en su atmósfera, polvaredas que engullen bueyes y niños.
Altivas llamas llevan las cargas en recuas que desfilan los
desfiladeros. Sonidos de la anthara y la quena atravesada. Cosmos
enredados en tus mantos bordados. Cosmos enredados el de las lenguas
nuevas que surgieron de tus lagos zoomórficos. Zoomórficos palmípedos
descolgados te habitaron, cayeron una noche cualquiera desde las
estrellas palpitantes.
El capitán se lanza contra una flecha a la que dará vida, el
ejercito lo empuja con sus más de doscientos hombres y de tres mil
yanaconas, hasta más allá, donde el llano está cubierto de esteros
con blancas garzas duplicadas en sus quietas aguas y salitrales
hirientes que blanquean los matorrales; la meta inalcanzable es el
oro, son los mármoles de una ciudad refulgente cual Hiperbóreas en la
que los Césares practican costumbres tan exquisitas que hasta la
holganza parece torpe ante ellas, los hombres de lenguas enredadas te
señalarán inciertos horizontes más allá de donde la selva estraga y
engulle el paisaje. Sus calles son ricas; las costumbres, las de una
república utópica. Bellos barbados transitan sus días y nadie piensa
en el retorno. Y en el camino, imprevisible y errático, irán cayendo y
entorpeciendo el habla con nombres distintos para las cosas que antes
quizá ni existían: a la aciaga lombriz la humillarán diciéndole
uncaca; al frío, lo eternizarán con el chuy de chiri y, un hombre, a
horcajadas sobre otro, será turucuto. La abeja amarilla y roja que
laborea la tierra, puqueyo. Anko, algún tipo de zapallo; chelko, de
lagarto: chilicote el grillo; chirle, lo acuoso, y macha, la
borrachera. Y Huasa pampa y Burruyacu y Horco Molle.
9
Así la dejarían complicada en su nueva lengua, con sus árboles
titánicos, raza perdida en los benignos ríos que descienden las
montañas, donde el ilusorio ejército de hombres de barbas olvidadas se
sumen desnudos en sus cauces entre los tímidos mikilos, lavándose la
polvareda del peregrinaje por las montañas. Se parecen a los que ellos
mismos andan buscando, idílicos y desnudos en sus tierras de Césares,
pero el instante de lucidez los abandona o los pasa rozando sin
contaminarlos nunca, y se pierden para siempre con la esperanza de
encontrarse a sí mismos. Así debieron dejarte atrás con tus noches de
estrellas movedizas y el zumbido omnipresente de los mosquitos del
verano. Selvas prodigiosas de noches desangrantes. Volverán otros
supérstite de incontables padecimientos: de la agonía de las fiebres
por las flechas envenenadas que consume hombres y diezma los
ejércitos. Volverán otros a fundar y refundar ciudades que los
insectos estragan. En tanto sembrarán tu tierra con los naranjos del
Oriente, algún día serán tantos que el aire en Agosto será
químicamente de azahares. Los loros parlanchines y coloridos de tus
barrancos los diseminarán por el pede monte. Dorados emblemas de
nuestra tierra. Oro puro que te renuevas y reciclas de minerales cada
año. Turgente redondez de pecho henchido.
Más tarde traerán cañas de la India que buscaban al toparse
contigo. Arrozales del antiguo imperio, hasta convertirte en un nuevo
Oriente donde se entremezclan razas de vegetales, hombres y animales
para recombinarse hasta el delirio en sucesivas generaciones que a la
postre engendrarán un nuevo hombre, fruto de muchos otros. Nativos
maíces, papas y tomates. El prodigioso zapallo, sobre el que los
antiguos elaboraban menudos alfabetos de señales geométricas.
De vuelta a la catedral con su cúpula plateada que semeja una
puntiaguda campana, Ezequiel mira complacido entre los techos de
chapas retorcidas y oxidadas: abajo, el imponderable gentío aguarda
agolpado contra el pórtico y en las calles. La curiosidad sigue
buscándolo y lo llama desde el futuro que desconoce. Ver un poco lo
que le espera, y un poco lo acontecido. Un instante, y en vuelo como
las palomas, todo sucede.
II
SU CAIDA EN EL CIELO
Sueño un cóndor inmenso con plumas metálicas que vuela y planea
hacia un valle distante, que sobrevuela mundos. En la distancia, el
sol arde incesante, las alas del ave relumbran ante la luz de un día
eterno. En su desmesurado interior se dispersan poblados entre tupidos
parques de árboles y palmeras en los que juegan niños. A veces para
descansar, el ave duerme, y durante su sueño su interior se oscurece,
entonces los niños retornan a sus hogares donde los padres les cuentan
historias. Una madre arrulla dulcemente un hijo en su cama. El valle
parece tan cercano dice el canto y la voz sumerge al niño en el sueño.
Imperceptiblemente se duerme, sueña ya. Sueña. Estoy dentro y a la vez
fuera del cóndor.
Me suelto del ave gigantesca y me lanzo hacia el verde, en valle
surcado de innúmeros arroyos que, junto a sus peces, reflejan el cielo
10
luminoso. Camino inverso el devenir, descolgado como pluma del ave
hacia el llano.
Una brisa me empuja y dejo que me arrastre hacia una arboleda de
alisos de cuyas raíces brotan vertientes.
Atrás, el cóndor inicia un vuelo infinito hasta confundirse con
el chisporroteo del ozono. Vuela, seguramente vuelve a las cumbres a
rehacer su nidada: una solitaria cría que nace cada trienio para
cuidar ilusorios rebaños.
Piso la hierba, de entre los alisos sale Juan Guzmán y viene a mi
encuentro.
- Hace apenas un instante que pescábamos juntos en la laguna- me dicese me ocurrió nadar y un remolino oscureció el agua con una agitación
de burbujas, no sé qué pudo haber pasado con la orilla, menos con lo
que vino después. Desde entonces solo deseaba reanudar la pesca.
Un descomunal fragor envuelve nuestra charla: entre vapores, el
ingenio deglute las dulces esperanzas, parece ingrávido en el rebullir
de cielo mientras Juan lo evoca; junto al ingenio hay una laguna
enmarcada por palmeras centenarias y por la arboleda con sus musgos
diluvianos. Retazos de nieblas se deshacen en el aire.
- Podríamos pescar un rato- comenta- pero yo preferiría recorrer el
valle.
En la distancia, vaga una cáfila de almas de indios.
- Son antiguas, habitan el valle desde que su pucará se convirtió en
tumba- me cuenta-, se dedican a lapidar piedras, les daban formas
imposibles tornándolas irrepetibles obras de arte.
Otras almas andan con sus bien torneados muslos inmersos en las
aguas de los arroyos, siempre mirando hacia abajo.
- Han perdido su identidad al morir, cuenta.
- No obstante sonríen, observo.
Miro las altas cumbres, los ríos
combándose en el aire al saltar del agua.
y
sobre
ellos
los
peces
- Pesquemos luego- le digo. En la distancia creo reconocer una capilla
colonial rodeada de álamos y sauces: sus campanas repican mecidas por
la brisa. Son las mismas campanas que trajeron veinte hombres,
colgadas de una viga.
- Vayamos.
Descubrimos las ruinas de un antiguo monasterio y a un costado,
grupos de soldados que reposan bajo las arboledas; otros, en las
galerías, curan sus heridas de impenetrables batallas. Bajo un sauce
descansa un oficial, viste uniforme azul, preferimos no molestarlo.
Entro solo a la capilla; es pequeña por fuera pero su interior
tiene la profundidad de un aljibe. Hacia un costado de la nave me
encuentro con mi padre que me sonríe desde la distancia. No cloquea ya
esa música de huesos rotos con la que lo recordaba. También veo a mi
madre que teje incesantemente. En la nave encuentro a Carmen que
11
camina en silencio y la acompaño, luego salgo al exterior, Juan toca
una rama de duraznero que se eriza de rosadas erupciones que, en
sucesión plácida, expanden sus corolas y desperezan sus estambres para
luego engendrar frutos. Tomo un durazno maduro, lo muerdo y resuma
jugos, me extasío con la contemplación del paisaje: el horizonte es el
colosal nevado que emerge hacia el azul. Me invade una recóndita
añoranza y nos diluimos del valle para reaparecer en las rocallas de
la alta montaña: una manada de vicuñas pace entre los pajares. Me
acerco a tocarlas y Juan juega con una pequeña. En la distancia vemos
un enano con hojotas y sombrero que silba entre las tropas. A su paso
caen monedas de oro que van marcando su rumbo.
Dicen que cuida las llamas y las vicuñas y que, en noches de luna,
camina con tropas cargadas de oro y plata.
El vendaval de la montaña se cuela arrastrando arena entre las
laderas. El viento bisbisea con el pajar. Un laberinto de casas de
negra y porosa lava forma un poblado que se arremolina sobre las
faldas de un volcán extinguido: caminamos por sus galerías y subimos
entre círculos y rectángulos de antiguos cuartos abandonados. La arena
de su suelo está salpicada de coloridas cuentas de collares y restos
de alfarería. Casi desde la cima del volcán vemos el inmenso valle con
su laguna contigua donde algunos flamencos arquean la eternidad. Vemos
también que el poblado está mimetizado con el volcán en cuya cima
existe una meseta cual altar ceremonial. De allí proviene un intenso
tintineo.
Al acercarme quedo sorprendido al ver una mujer de incomparable
belleza, rodeada de indios. Una purísima luminosidad la rodea. Por
cada palabra que articula se oye un campanilleo que sumerge a un
indígena en un
ámbito de luz. Sonríe y abandona al grupo para
retornar al valle.
-¿quién eres? le pregunto.
- Carmen Rougés, me contesta. Y un tintineo nos rodea.
Converso despreocupadamente con Carmen. Luego Juan se nos une y
juntos decidimos retornar al valle.
En el camino nos detenemos entre las altas cumbres para observar
el paisaje. Nada es igual en ninguna parte y los colores varían
incesantemente. En una de las cimas encontramos un pasadizo por el que
entramos y en cuyo fondo discurre un cantarino arroyo de montaña
rodeado de un bosquecito de frutales y un huerto. Hay también una casa
solitaria donde se juntan objetos vetustos y rústicos. Infinitud de
flores de manzanillas tapizan el prado entre helechos y musgos de las
rocallas. Gritamos nuestros nombres y el eco vuelve, una y otra vez,
repitiéndolos varias veces. Salimos del vergel y comenzamos a
descender un camino con casas a su vera. Los indígenas se nos acercan
con piedras talladas y alfarerías bellamente coloreadas en las manos.
Nos las ofrecen y tras agradecerles se las devolvemos para volver otro
día por ellas.
En el valle nos dirigimos a un poblado de casas espaciadas con
grandes jardines y huertos. Reconozco una de ellas como la mía. Al
acercarme percibo las voces y los aromas y veo los objetos que me son
familiares. Su jardín tiene mis flores, cerúleas trigrideas, sedosas
peonías, nardos.
Un sol tibio me
arropa todo el
tiempo y
tranquilamente entro en casa. Adentro están todos como antaño: mis
hermanos que juegan y charlan entre ellos, mi madre que junta hierbas
12
aromáticas para la comida, pregunto por papá
trascendencia, me dicen que está en la huerta.
y
sin
darme
mayor
Los muchachos acaban de organizar una caminata a la montaña. Me
invitan pero prefiero permanecer en la casa, quizá haga algunos
trasplantes. Un cálido sol me baña y me amodorra. Decido tumbarme
entre las azucenas y los nardos. Duermo y sueño y dirijo mis sueños
que en nada se diferencian de este estado en el que habito. Visito
casonas vetustas de grandes galerías con arcadas y balaustradas. Sus
patios colindan con muchas puertas con visillos y puntillas. Nadie las
habita y el tiempo estragó sus paredes y carpinterías. Me detengo en
una y la visito, una gran familia debió vivir en ella antaño; hoy solo
las hormigas y las aves anidan sus dependencias. El sol entra poderoso
por todos sus costados y yo camino sus pasillos. La casa es espaciosa
y cálida. Un gran piano permanece abierto desde épocas pretéritas.
Oigo voces que provienen del interior donde la penumbra gana los
espacios.
Pachamama Mamapacha, madre de todos, ¿en dónde esconden tus
pariciones? Madre tierra, principio y fin de las cosas quien te roba y
estropea las crías, nos ciega el futuro.
Negra dolorida que en cuclillas rezas por ese dolor profundo y
nuevo que te hiere las entrañas; aullido en solitarias noches de
verano madurando los frutos, frutos de la tierra de madre Pacha,
Pachamama Mamapacha Pachamama.
Y mágico rito, de uno serán dos y crecerán el ganado y las
majadas. Volveremos de los cerros, extenuados, con el
ánimo solo
dispuesto a la tibieza del fogón y del ocaso.
Ruega en tu llanto divino que los dioses te devuelvan las muchas
crías perdidas, ruega que en la noche los hijos descansen en sus
lechos, amorosamente ungidos de tu amor. Y despertaremos ese día: un
día de sol después de las nevadas. El fragor de un trueno distante al
final de la tormenta. Silencio pastoril en medio del llano.
Voluptuosas frondes de helechos despuntando entre la bruma de tu
colosal suspiro.
Te llevaremos hojas de coca, chicha para mojarte las carnes y
luego beberemos juntos habiéndonos amado. A cambio nos alimentar s
generosa con tus pechos eternos de selvas misteriosas y variadas,
frutos del verano, flores colgantes.
Prémianos con tus zumos cristalinos para alimentar la siembra,
pare para nosotros que de ti cuidaremos mientras generosa nos cobijes.
Solitaria apacheta, ofrenda de frutos te entregaremos. Y un llano
erizado de estáticos menhires labrando una ruta de silenciosas
estrellas que en noches vírgenes tapizan el cielo. Estrellas
imperecederas, lluvia de fuegos de un tiempo que plañe el porvenir.
Vence otra vez en bravía lucha al Huayrapuca; monstruo de tres cabezas
ora sapo, ora serpiente. Lucha el viento sobre la tierra, la maldad
contra la madre. Vence a la serpiente y quítale sus fuerzas.
Una llovizna me moja el rostro. Sol y lluvia se entremezclan y la
naturaleza se reorganiza en rededor. Frágiles brotes, coloreados
pimpollos se yerguen, despuntan y crecen ante mis maravillados ojos.
13
La lluvia cesa y algunos hongos elevan como manos sin dedos en
súplica hacia el cielo. Las majadas retornan de las montañas, Coquena
las irá arriando entre desfiladeros y crestas de piedras. Silba,
seguro o será el Llastay con su quena de húmero de cóndor con la que
pacifica la hacienda y devuelve el verdor al cerro. Premiará con oro
a los que respetan a los animales y castigará al que los hiere.
Protege al cóndor unigénito aún en su nidada, que nunca muere y
resurge de sus propias miserias. A la tímida vicuña con pelo de seda,
tropa exigua que desfila en las cumbres lejanas. Al manso, fugitivo,
guanaco.
Música que llega desde alguna parte; érques poderosos, sutiles
ocarinas, sicus y flautas y el canto. Voces misteriosas que llaman al
infinito. Voces desgarradas que cantan, de donde emergen en el
silencio, del aroma de la tierra humedecida por la llovizna. Vapores
que se deshacen. Niebla del valle, envuelves los árboles y en tu seno
anidan seres fastuosos: tres cabezas de saurios. La vicuña o el
guanaco se mezclaran con el suri. Les entregaremos ofrendas de coca o
tabaco.
Con un trueno distante se despide la lluvia. Marcho por un
sendero entre el bosque. Alisales remontan las laderas y entre ellos
pasea una senda. En la cima veré el nevado y sus hielos intemporales.
Allí nacen las aguas. Ríos subterráneos para alimentar tus ciclos
crecerán de las aguas que tú filtras y depuras, Pacha Mama. Tus pastos
sorberán el líquido para continuar sus ritmos, y lo que sobre,
lentamente, alimentar tus cauces, órganos subterráneos, pureza de los
manantiales
del
valle.
Luego
serás
nuestra
pura
bebida,
el
imprescindible riego y el abrevadero. Serás nuestra sangre, fluidos
vitales, te queremos límpida.
Arriba, muy lejos de las desaparecidas brumas de la selva, donde
el horizonte es curvo, surge una luz. En la noche pareciera que allí
todo arde, ralas luminiscencias que tapizan sus laderas; y en el día,
el resplandor. Llego hasta unos acantilados que la circundan y observo
entremezclado con tropas de vicuñas: abajo, un disperso caserío sin
sendas ni caminos. Las viviendas muestran un orden descuidado pero
encantador. En la distancia, el paisaje se transmuta en grandes campos
y una ciudad con murallones de piedras. En su centro, un templo
refleja con sus chapas de oro y plata, templo de alguna deidad
luminosa.
Dios, sol y luz de nuestros días, fuente inagotable de aquella
sustancia que teje el universo, la misma materia de los sueños, la
misma que tapiza los pétalos de las flores de los jacarandaes, materia
leve y densa que recubres por dentro y fuera el tiempo.
Un calor arrobador me gana el cuerpo. Corro allá y me mezclo con
otros que también van. Altivos compañeros de broncíneas carnes,
brillan dorados ante la luz ahora más cercana. Las formas de sus
aguerridos miembros, endurecidos en batallas y duras pruebas, músculos
del imperio. Son antiguos guerreros que cayeron sin ser vencidos.
Caminamos atraídos por el templo, a encontrarnos con una deidad de
14
corazón de piedra, a la que minerales diversos le enriquecen el pecho:
el suntuoso jade de los sinfines del imperio, espumosas esmeraldas de
las reservas lejanas, perlas de los mares del norte y collares de
caracoles marinos de sus mares del poniente donde abundan las aves y
los peces.
Al templo lo escoltan llamas de oro, felinos de piedras. Sisean
serpientes que se incrustan en las rocas, saurios de duros dientes,
animales bicéfalos, diablos con espejos.
En suntuosa litera descansa un hombre.
Mientras descendemos se nos suman otros que aparecen en el
horizonte como emergidos de las entrañas de la tierra: hombres
embozados en ponchos; música de tambores y de zampoña acompaña a las
ahora multitudes que invaden conmigo las inmediaciones del templo.
Enmascarados y hombres con ruecas gigantes me rodean. Mujeres con
pendantifs de peces de plata en tamaño natural. Alrededor pasan mansos
felinos de las selvas, aves se desperezan y un casal de tapires
escapan a pacer en la tierna hierba.
El hombre broncíneo que porta la litera se yergue y vivos colores
de plumajes le envuelven en manto. Parece un ave con descomunales
alas. Y hay mujeres que arrojan pétalos de flores al aire. Y hay
hombres barbados que descansan indiferentes, echados en las calles de
los palacios y templos sagrados.
Sigo a los que vienen, llegamos al centro, allí se untan con
mieles blancas y vírgenes, mieles para saciarnos, para suavizarnos la
piel con su contacto.
Encuentro a mis hermanos que son niños otra vez, encuentro a mis
hijos
con
los
que
juego.
Encuentro
a
Carmen
que
me
mira
comprendiéndome. Todos toman mieles. Con todos las comparto.
Los bellos hombres barbados descansan adormecidos por la tibieza
del sol y el relumbre de las planchas de oro del palacio aledaño a la
plaza. Se parecen a las exiguas tropas del capitán que perseguían la
ilusoria ciudad, o quizá son los verdaderos habitantes de la ciudad
de los Césares.
III
TIEMPO MÁS ATRAS
Aciaga supérstite de mundos vedados, oradas incesantemente la
tierra, el frío de la gran noche que envuelve tu cosmos te ganará el
letargo. Sueñas longitudinalmente y en cada parte con un lugar donde
está tibio, húmedo y penumbroso. Líquido refugio y el mecerse
inconsciente y ajeno a tu paso sin memoria. Suave vaivén en túnel
infinito. Un espacio que es de las aguas, del aire y de la tierra,
donde nada se diferencia ni separa. Un tiempo ganado por la niebla
eterna, vapores progresivos que escapan al espacio. Sonidos quedos y a
veces lejanos que llegan desde alguna parte. Golpes rítmicos y
ahogados. Fluidos que circulan en intrincadas galerías. Aire que sopla
y resopla en inspiraciones y espiraciones. Y la tibieza que gana y
adormece, confianza de un porvenir no lejano, de un tiempo en el que
esperas, adormecido esperas. A veces hay conmociones internas,
amenazas de crisis. A veces todo se apacigua y entonces solo persiste
el fluir incesante pero ahora mucho más calmo.
15
Hasta que una agitación nos gana repentinamente. Luminiscencias,
fogonazos que hieren y se adivinan. Entonces a perseguirlas porque las
lombrices se crían mejor donde se tira el agua de lavar la ropa. Allí
la pala dará con ellas, se las junta y caña en mano a conseguir una
platada de mojarras para la noche. Bromas entre los hermanos que
también ya sueñan. Armando, el segundo, se imagina grande y poderoso
para que nadie lo moleste. El tercero, Roberto, aspira a ser un hombre
de libros y querrá aprender, aprender hasta el infinito. Humberto, el
menor, persigue un mundo de vértigo que nunca satisface porque todo
pasa tan rápido.
Desaprensivamente toman las lombrices, las convierten en
diminutas réplicas vivas de los emblemas de la farmacopea. Luego, al
agua del arroyito o de la laguna contigua a la gran fábrica: la de las
palmeras centenarias que colectan los canales de riego donde espera
para ingresar en la maquinaria de la fábrica: te endulzan, te elevan y
dispersan. Te integran al esqueleto de la melaza, espesa dulzura para
alimentar el ganado. En vapores dispersos serás la voz gangosa de sus
chimeneas ciclópeas. Te extraerán de la miel para pulverizar los
terrones de la dulzura. Finalmente, deteriorada, te abandonarán en los
desagües por ser pestilente cachaza. Desaprovechada y maloliente
serpentearás entre los caminos que estrujan las carretas con mulas o
bueyes tirando las cañas. En las tardes de Septiembre enturbiarás la
llamarada de las flores del ceibo entre los manantiales, arrieros de
mañanas neblinosas, de burbujas opacas que navegan entre vapores
aprisionando en sus órbitas póstumas gotas de vida. Turbios planetas
que emergen del magma, que adelgazan sus paredes creciendo, que
estallan con toda su vida hecha jirones.
Con el transcurrir del tiempo se crece, aunque no parezca se
crece. Como aquella mañana en la que fue de pesca en la infancia: la
selva aledaña se disfrazaba de barrancas bajo las capas de vapores.
Las copas de los árboles, con profusas cataratas de musgos que penden
de sus ramas, semejaban espumas congeladas tras la niebla. Pálidas
bocanadas exhalaba la laguna cuando a su amigo Juan se le ocurrió
desenredar la línea; se arrimó demasiado, perdió el equilibrio y lo
último que vio Ezequiel fue un chapoteo que avivó la lenta danza de
vapores. Luego, el silencio helado lo envuelve con el bosque espectral
de ramas ascendentes: fue un punto insignificante en el verde cuando
la luminiscencia purísima que envolvía siempre a Juan, rompió la
tensión superficial del lago y ascendió confundida con los resuellos
de la laguna, se detuvo un instante entre volátiles gasas, pero fue un
tiempo de indecisión apenas; para luego continuar su ascenso y ser
nada entre la arboleda que se desdibujaba.
Así se fue Juan. Ezequiel se quedó esperándolo, hasta que alguien
dio con él ya muy tarde y tuvo que llevarlo por la fuerza de vuelta a
la casa.
Y esa fisura que gana el espacio, un espacio en el vacío; fue un
desgarro cuando ocurrió aquello.
- Hoy estamos.
- Apenas nos aventajan.
- Unos se van primero; otros, después.
- Tuve un presentimiento cuando lo vi.
- Lo noté muy raro.
- Se me ocurre que ya presentía algo.
- Habrá que resignarse.
- No somos nada.
- Yo tuve un sueño muy malo.
- Alguien me tocó.
- Oí pasos.
16
Pero lo cierto es que a Juan se lo tragó el agua.
Para Ezequiel, en Nicolás, su padre, todo era bueno; ya sea
porque el mismo o el mundo lo fueran. Los ojos del hombre le enseñaron
pureza; su voz, calidez y seguridad, en los relatos de noches de
descanso cuando la tarea estaba terminada. Ezequiel colaboraba con la
clientela y con el padre, clientela que aumentaba con el buen trato no
siempre correspondido.
Sentía el mundo en su piel, lo sentía habitado por un alma
íntegra, en unidad sin fisuras con su cuerpo: universo que se refleja
en cada
átomo, mundo que se continuará
fuera de él creciendo y
diversificándose en formas y paisajes.
Sea porque cada alma inscribe en su seno su propia historia. Así
dicen que la del abúlico es soluble y la del posesivo comprimida. A la
del puro la describen luminosa y a la del susceptible erizada. A la
del humilde la sospechamos porosa; a la del negativo se la achacamos
oscura y en el estúpido la encontramos disgregada.
Sea porque existen tales variantes o ninguna de ellas, pero en
Ezequiel encontramos hasta entonces un alma sana.
En el hogar las necesidades crecían y en él, la compulsión por
ayudar al padre: añorar una vida sin preocupaciones, viajando
velozmente por las montañas de arena de la construcción, en el auto
que alguna vez, cuando tuviera medios, compraría: dunas impalpables,
pecho del mundo.
Vasto país de líneas curvas y sin
árboles ni gentes. Suelos
barridos por infatigables vientos. Sol partiendo la arena. O la
poderosa tormenta que en las noches del verano deshace los caminos
imprevisibles que faltan transitar.
Grandes distancias separan los mundos. Dos fuerzas opuestas y
alternantes los gobiernan. Por entonces se inició lo del alma.
Decidido a ayudar a Nicolás, todo crecía; los depósitos, los
hermanos, las necesidades. Pero a pesar de eso, la vida mejoraba.
También la fisura progresaba en la medida en que aumentaban las
mercaderías en los depósitos; alimentada con la blanca harina que se
hombreaba en días de repartos al campo; engordada con el arroz de los
vecinos campos del paludismo; endulzada con el producto que estrujan
las cañas de la llanura; partidura que abre un espacio entre la vida
despreocupada de los juegos de la infancia donde se entremezclan la
arena para infinitos viajes y las esperadas partidas de pesca. Se
fortalecía al ver la pobreza abandonada hacía muy poco, reflejada en
otros, pero flaqueaban sus fuerzas al ver las miserias.
Muchas cosas cambiaron. La docilidad de los hermanos se fue
convirtiendo en nerviosismo por los adelantos no correspondidos con
sus posibilidades. En los días de feria venían los campesinos con sus
camionetas cargadas de tomates, pimientos y chauchas. Ferias coloridas
en las calles del pujante ferrocarril, donde se vendían los frutos de
la tierra: cítricos, doradas naranjas de la Cochinchina; tomates,
papas y zapallos de los Andes, entre loros habladores de las barrancas
y canoras enjauladas. Ropas y quesos y las infaltables ilusiones que
ofrecen a manos llenas los viboreros con collares de serpientes:
piedras para el amor y la suerte, talismanes para burlar la envidia. Y
la gente agolpada alrededor para sorber un poco de esperanza y matar
el tiempo de la monotonía. Eran momentos de gran trajín y eran estos
los mismos campesinos, los que compran un talismán, un saldo de la
buena suerte, a los que se les fiaban los víveres a vuelta de cosecha
durante un año y a veces dos, cuando no podían pagar o les venía mejor
renovar vehículos. En esta actividad fue creciendo Ezequiel sin
olvidar que vivir podía ser mejor que pensar todo el tiempo en las
necesidades que aumentaban cuanto más tenían.
17
Aunque estudiar y participar de los juegos con los demás niños
hubiera sido lindo, trabajar ayudando al padre era más provechoso. Por
entonces comenzó a entusiasmarse con la pesca en el arroyo de la
esquina de su casa, en las correntadas a las que todavía no habían
alcanzado a contaminar ni los ingenios ni las poblaciones aledañas,
por lo que había mojarras, palometas y bagres en sus cauces. Era el
arroyo que, con sus desbordes en las tormentas de las noches de
verano, inundaba los depósitos y las casas contiguas. Noches en las
que nadie dormía y en las que se buscaba ayuda entre los empleados y
amigos para salvar del agua las mercaderías. Aguas que olvidaban a su
paso serpientes y culebras a las que se mataba por igual, y lo mismo
daba porque nadie perdería tiempo en sospechar que pudieran ser
benéficas o venenosas. Pasadas las crecientes, volvía la calma.
También juega como niño en el pedestal que volvía inalcanzable la
libertad de la plaza.
Diosa de fuerte pecho desnudo que exhibes al mundo tu
indiferencia a la malicia. Elevada, casi perdida para siempre,
dormiste el tiempo de la censura y el derrumbe en los galpones del
arte. Reivindicada viniste por accidente a dar con este sitio de
palmeras peregrinas, que llegaron con el amarillo de los lapachos de
otras selvas, donde el gran río se quiebra. Viniste así para quedarte
y resurgir cada tanto en los sueños de algún enamorado que en noches
de lunas insondables se evade del tiempo y del espacio en la sombra de
tu imagen en alguno de los bancos de la plaza.
Allí también juega con los hermanos. Al verla desde abajo, se
maravilla de su impudicia.
Como ella será aquella a quién ame, serenamente clásica, su
belleza. Rasgos de venus griega que elevas un brazo poderoso al cielo
con una antorcha que anida una llamarada de redondos perfiles en una
mano y en la otra un libro. Mientras los salvemos de la derrota,
mientras los reverenciemos, honraremos a la justicia. Solo en
equilibrio todas las partes para ser libres como ella.
En esa base hacen harapos la poca ropa, pantalones para el
remiendo y la protesta de la madre, entre las pompas de una banda
musiquera toda hecha de vientos que soplan al viento, de músicos
mustios que cargan a cuestas un jardín de raras flores metálicas, la
misma que algún día lo acompañaría errática y jadeante frente a la
estatua. Aquí mismo conocería a su amada. Aquí mismo se enamorarían. Y
juntos diseñarían un instante del tiempo. Tiempo que les consumiría la
vida pero siempre cerca de la estatua. Tendrían tres hijos fuertes y
bellos. Los tres sobrevivirían a los mismos inconvenientes de
cualquier ser humano para ser sanos y libres. Los buenos recuerdos los
salvarían.
Mi primer trabajo lo hice de taxista: época de molienda y
cosechas, los sembradíos aumentaban hasta parecer que nada los
frenaría. Mis amigos dicen que debo de haber sido un caso único,
puesto que tenía chofer. Yo no sabía manejar y viajaba de acompañante
como copiloto supervisor.
Al auto lo había comprado con el único dinero que traje cuando
llegué, y así andaba, de mal en peor, aunque todavía era yo solo.
Dependía de la buena voluntad del chofer que no siempre andaba parejo
porque le gustaba empinar el codo al hombre. Uno de esos días
cualesquiera, faltó y yo necesitaba hacer un viaje. Me vi obligado a
manejarlo: salí a los tirones con el asustado pasajero que se tuvo que
tragar el mal rato porque no había muchos coches y porque, además,
como tantos, era la primera vez que subía a uno. Desde entonces
18
prescindí del empleado y fui poco a poco aprendiendo el manejo yo
mismo. Era muy difícil ganarse la vida. La situación empeoraba, hasta
que tuve que vender el auto para poder seguir tirando. Compré entonces
un carro y comencé a vender ropas y mercaderías por los caseríos de
las afueras. Un amigo con el que habíamos venido juntos me prestó un
dinero para que yo empezara y, al poco tiempo, me exigió que se lo
devolviese. Tuve que entregarle el carro y el caballo. Me quedé sin
carro pero ya tenía algo de mercadería con la que me establecí en una
casa muy pobre que alquilaba en las afueras de La Ramada. Me instalé
con el almacén y fui, despacio, creciendo hasta que pude vivir más
holgado. Entonces me hablaron por primera vez de tu madre. Me contaron
que vivía muy sola y siempre encerrada, que su hermano era un joyero
ciego que la celaba mucho y que nunca la dejaba salir, a pesar de que
viajaba mucho y de que ella no sabía nada del mundo hasta su regreso.
A ella también le hablaban de mí las mismas vecinas, y nos fuimos
conociendo por interpósitas personas hasta que todos decidieron que
era oportuno que nos casáramos.
Historias de la sangre, de la difusa familia que se desdibuja en
los difusos perfiles del pasado, en los que se mezcla el español con
el nativo. Con aquel abuelo que ni conoció, que había comprado su
féretro porque no quería ser enterrado de cualquier manera y lo tuvo
más de veinte años debajo de su cama y, a veces, cuando alguien
importante moría lo prestaba, un poco para que admiraran el fino forro
color amatista y los delicados vuelos de la mortaja, expresa condición
de que se le devolviera otro de igual calidad. El mismo que de vez en
cuando viajaba a la ciudad y se hacía rezar misas de cuerpo presente
en San Francisco, por si en el futuro nadie las encargaba.
O aquel tío Ángel, el último de los hermanos del padre quien,
dicen, hacía honor al nombre: era muy bueno y vino después de muchos
años. Muy mal criado era el tío: un día lluvioso, para matar el
tiempo, se dispuso a ventilar los dos cuartos de los fondos de la
casona donde vivían (en el pasado estas dos habitaciones habían sido
la original vivienda de la familia), buscó un ayudante, removió los
vetustos muebles del menesteroso ayer y encontró un arcón rebosante de
papelería.
Decidió hacerlos fuego, incluido el arcón que se encrespó de
llamaradas de las que emergieron turbias golondrinas hacia la
tranquila atmósfera de la tarde después de la llovizna y revolotearon
en desparejos círculos, se arremolinaron entre las ráfagas hasta ser
nada en la distancia. Más tarde comprendieron que había quemado las
escrituras de todas las propiedades adquiridas por el padre, y gracias
a las cuales la familia pudo cambiar la pobre vivienda por la
espaciosa casa. Tuvieron que buscar testigos treinta henales para
demostrar su derecho de propiedad.
Todas estos relatos los había escuchado de su padre, Nicolás
Albornoz ese hombre alto y fornido; de tan agradable trato y
especialmente decente y bueno.
Con el tiempo, y ya establecido Nicolás, fueron adquiriendo más
terrenos para el floreciente almacén de ramos generales. El hogar se
fue poblando cada vez más de nuevos integrantes: Clementino, para las
tareas pesadas; Sabina, que los siente como hijos propios; Matilde,
para ayudar a la madre y en las noches adormecer a los niños que solo
se calmaban con aquellas historias del crespín y su lamento solitario,
de la mula ánima que aparece en la oscuridad de los caminos desolados;
del Basilisco que cruzó el océano en el vientre de una gallina de
Castilla en la cubierta de una galeón y al que empolló un sapo después
de atravesar con soldados e indios los caminos de la puna, y del que
nació el migratorio saurio que mata con la mirada. O la lamentable
historia del perro negro que, en las noches solitarias, pasea con su
larga cadena a la rastra que te arrastra, devorando incautos peones de
19
la zafra, hombres que usurpan los terrenos vedados de la gran fábrica,
en las penumbras del alba.
Las mujeres ríen mientras hacen sus tareas entre las piedras, la
fina harina del maíz resbala desde las conanas, oro en polvo que
recogerán en la alfarería utilitaria. Un poco más allá, el divisadero
desde donde otean las brumosas curvas de las montañas. Allá, abajo,
chiquitito, el invasor que crece.
Creció el bullicio de gentes nuevas que llenaban la casa- algunos
de paso-, y llegó a ser tan numeroso en caracteres y personajes que se
pareció en mucho a las ferias de los miércoles y sábados, con
ilusionistas que prometían riquezas a cambio de cualquier cosa, y
circos que acampaban en los terrenos vecinos a la ya gran propiedad
que había comprado Nicolás. Con aquellos personajes alternaban
Ezequiel y sus hermanos. Enanos y hombres musculosos, bellas mujeres
que levitaban en el asombro de alfombras y lentejuelas, ilusorios
brillos que destellan en los escenarios. Y, en sus jaulas, ociosos
leones bostezando un tiempo de sabanas olvidadas; junto a la comezón
de núbiles mandriles que escarban la solitaria piel del recuerdo. Una
gigantesca elefanta estira su trompa buscando un premio por permanecer
siempre parada y encadenada.
Pobres carromatos y la eternamente zurcida carpa. Payasos y
trompetas con las baterías en crescendo cuando el trapecista iniciaba
su triple salto. Sorprendidos, evadidos en la ilusión del tiempo, ven
los leones de los circos romanos que se arrastran en las arenas.
- ¿quién verá a la mujer que vive en la botella?
- ¿quién al hombre en el velocípedo de la muerte?
- ¿Y al hombre bala?
- ¿Y la familia enana?
Y los magos más poderosos del continente que asombraron en todas
partes, princesas exiliadas, con su ajuar entre las cargas de los
camellos que la transportan, que serán cercenadas en público y para
deleite de todos ustedes.
Depositaron entre las piedras las ofrendas junto al ídolo con
traje talar, tal como vendrá un día con todo su poderío a aplastar a
los infieles, a los invasores, a esos que van creciendo allá abajo,
entre las sombras.
O los gitanos que vienen cada tanto con sus pailas y cobres
martillados, y sus mujeres de coloridas enaguas con la maldición en
las manos.
Y en medio del gentío, los niños alucinados, ajenos al tiempo de
cuadernos únicos y trabajos prácticos de las tareas escolares.
Estación del níspero y de los jazmines paraguayos, ornados en sus
bases con el silencioso clamor de las clivias. Estación de la niñez
despreocupada, con la madre que teje incesante, una larga y complicada
trama de hilos muy finos que va ampliándose como telaraña, teje
Deidimia solitariamente en su atmósfera de opulencia del pasado.
Épocas de clases, regreso de las vacaciones. El encontrase con la
nueva maestra; Clarita Núñez, de delantal cuidadosamente almidonado,
moño a la espalda y un negro cinturón. Los fuertes y rabiosos labios
rojos que se ensañan con la presumible delincuencia de veinte niños
que la escrutan admonitoriamente desde los bancos.
Blasfema y castiga con golpes que estrella las cabezas en la
pizarra. Grita entre los hombrecillos lo que le hubiera gritado a un
solo hombre en sofocantes noches de lujuria, pero él ya no puede
oírla, la ha abandonado; todos pagarán la culpa y así los educará
20
mejor, para que se animen, si pueden. Rígida en el paso enérgico,
taconea con rabia sobre los recuerdos deshechos, en cada pisada de
vedette destronada.
Los niños la padecen, casi ni la soportan. Los tres hermanos más
chicos sobreviven a sus coscorrones y alfabetos de letras enemigas.
- A ver vos Albornoz, la tabla del nueve.
- Nueve por uno, nueve. Nueve por dos, quince.
Y la eruptiva cólera.
- ¡Si hay algo que me enerva, es la desidia!
Y hace tiempo que Ezequiel abandonó la escuela y el peligro de
los alaridos de Clarita Núñez.
Y un nuevo integrante se une al grupo, Javier Pasos, que escapó
de su casa para refugiarse en la de los Albornoz. Persigue una
libertad a la que no accederá nunca. La busca y la añora y hasta que
en el fin de sus días, ya demasiado tarde, protestará por haber sido
su prisionero. Muchos años después, ha de ser quien le presente a
Ezequiel su prima Carmen de Valdez.
Nicolás prosperó hasta que también pudo darse algunos lujos.
Un predio en el que él mismo irá edificando una asoleada casa en las
montañas y donde habría de pasar la mayor parte de su tiempo, entre
dalias y margaritas del verano, en la vejez. Allí estaría largas
temporadas con Deidimia, cultivando su huerto con verduras, frutales y
hierbas aromáticas. Los jóvenes hijos llegarán cada tanto a pasar
largas temporadas de descanso y solaz.
Tiempo de serenatas con luna, de excursiones por las montañas, de
travesuras como la de ponerle un cigarrillo encendido en la oreja al
caballo del verdulero, juegos de adolescentes que Ezequiel tiene que
desenredar en enojosas instancias. Al hogar lo frecuentan españoles
que vienen a recoger los vestigios del oro que no pudieron agotar sus
ancestros,
árabes que escapan a la tiranía del imperio Otomano,
italianos que podarán los cítricos como antes lo hacían en su isla de
Sicilia, criollos con los que se apadrinan y familiarizan, fuerte
mezcla de razas que se entremezclan, confundiéndose, para resurgir a
la postre con las mejores fuerzas de cada una, recombinadas.
- El mundo es cada vez más grande y variado, piensa Ezequiel.
La Ramada era todavía un pueblo con algunas calles de piedras y
muchas de tierra. Las campanadas de la iglesia se oían desde
cualquiera de sus casas, y el aire estaba poblado por sonidos y por el
olor de los mulares. Solamente el ferrocarril y los ingenios vecinos
vociferan con sus bocinas gangosas, con los herederos del inglés que,
en tiempos recientes herborizó los yuyos, disecó cualquier insecto,
lapidó toda suerte de rocas, embalsamó la variadísima fauna; casi
hasta capturó humanos en su curiosidad insana. Hasta elefantes y
jirafas entregó a su taxidermista privado.
Las formas se insinúan en las piedras, los vestigios del pasado
animal, de la fertilidad, de los mundos que existen colgados en lo
alto y a los que accederemos en otros tiempos.
Son frecuentes las salidas al campo acompañando a Nicolás; allí
alterna con los campesinos: comen juntos, planean negocios, crecen en
comunidad. En casa de los Díaz, donde los niños van a diario dado la
proximidad del pueblo, con Don Tomasito, hombre muy bueno siempre y
cuando no haya bebido; cuando eso ocurre se producen grandes cambios,
zumban balas, escupe culebras y ranas entre los hijos que serán
solteros. Entre todos desmontan una superficie de dos hectáreas y
allí, Ezequiel y sus hermanos, siembran hortalizas (lechugas, papas,
tomates.) para consumir y vender los excedentes. La seguridad del
21
progreso está vibrando en el aire. Un futuro de bonanza y holgura que
se asegura y fortifica.
Los niños juegan a trabajar o, a veces, se quedan a pasar la
noche bajo la arboleda cercana al río: descansando entre las piedras
esperan que las corzuelas del monte bajen hasta el agua que alguna vez
reflejó a los barbados; la misma que en el pasado arrojara la madona
en las costas del villorrio.
Allí, en las laderas de los cerros hay una cueva de la Salamanca,
barrancas con loros habladores, pobladas de lapachos vírgenes que
escaparon a la voracidad de las industrias de la colonia. Aguas que en
algunas noches arrastran entre sus correntadas un muerto, en su propio
féretro. Aguas que riegan las flores de sus márgenes.
En este río pescaban bagres y mojarras, azules palometas y, desde
lejos, espiaban los remansos con patos salvajes y sutiles garzas
blancas o moras, ajenas al inconmensurable y titánico nevado que
amanece algunas veces totalmente platinado por las granizadas, del
derecho en la distancia y del revés, con meditativas aves acuáticas
engarzadas, en algún tranquilo remanso.
Esa alma íntegra se va disgregando entre los menesteres
impostergables, entre las carencias y los esfuerzos para salir de
ella.
Los cuatro hermanos juegan y viven indiferentes a lo que viene,
que algún día parecer como si todo hubiera sido predeterminado. En
tanto las horas de la rayuela, del rescate, la escondida, la
pilladita, la estrella y el volante. Volantines al viento en las
ráfagas de Agosto. Larguísimas cuerdas hacia el azul distante, y a
mandar un mensaje: amar por sobre todo, solo amar y el resto se irá
acomodando al tránsito de los días. Ezequiel siente ya que ama, que es
amado.
IV
UN COSMOS A SU ALREDEDOR
En las cornisas hay un rumoreo de palomas que, pacientemente se
retuercen al espulgarse; Ezequiel siente que algo pica, una incómoda
sensación que le vibra en todas partes y comienza a imitarlas:
escarba, espulga, y de sus nuevas carnes sin carnes emergen
chisporroteos, sutiles puntos que vibran en el aire, giratorios,
velocísimos. Maravillado se descubre en uno de ellos, descubre
también, rostros que le son familiares: su padre, joven primero, que
envejeció ante sus ojos, y las obligaciones pasando a manos de
Ezequiel que iba emprendiendo cada vez más negocios por cuenta propia.
Un punto luminoso se disgrega en imágenes que le devuelven la
adolescencia con sus hermanos: Armando, al partir a la universidad, y
que luego, casado no volvería más que por cortos períodos a La Ramada:
bondadoso, muy parecido a Nicolás. Roberto estudiando y Humberto, el
menor, soñando.
Ahora son enjambres que le giran en órbitas, con él, como eje. En
uno está la casa de sus padres con sus sólidas puertas siempre
abiertas a cualquiera que fuese pasando: zafreros, bolseros, viajantes
de las grandes casas que los proveían, desprevenidos, incautos,
taciturnos, abandonados, carentes de afecto y las que vendían afecto,
también.
Atrapa uno de los minúsculos cosmos y en su interior se ve
prisionero: había aprendido demasiado pronto las ventajas del
cumplimiento en sus tratos. Su palabra era un documento firmado y al
22
portador. Los campesinos que antes habían confiado en su padre, luego
lo hicieron en él, que cada vez se relacionaba más y más con los
negocios.
"lo mejor es quedar siempre bien."
"A veces es preferible perder dinero que perder confianza."
Y Ezequiel se lo fue creyendo y haciéndolo hábito.
En uno de los círculos mágicos, que sobresalía por sus colores
llamativos, encontró un retazo de la época en que había conocido a
Carmen de Valdez, del tiempo que le costó convencerla de que él sería
su hombre, de cuando se casaron.
En las alturas está la Laguna Verde, donde desde antaño una mujer
muy rubia, casi un hada, peina su cabellera y atrae con la voz. Muchos
han viajado con ella hasta un reino que posee en lo profundo, con sus
paredes como de aguas sólidas en cuyo interior duermen barbados con
aires de hidalgos, Adelino Luis Sáez y José Luis Robledo (Boris) han
visto a la princesa por un instante, una tarde remota ya, en la que
fueron a la Laguna a tomar fotos, pero ellos no accedieron al convite,
y la sirena se les escabulló en las aguas.
Una mota vibraba casi errática, reflejando entre sus innúmeros
pliegos, al Gran Guacamayo, parecido al que había en el tapiz de su
amigo, Don Mardoqueo Molina, casado con doña Rosalba Castro, con
quien, en su juventud, se hizo al hábito de conversar largas horas y
cuyas iniciales en oro y entrelazadas, preanunciaban en los membretes
de la papelería del escritorio, su personalidad. La amistad comenzó
después que el escribano refrendara los trámites legales para la
compra de la casa en la que vivirían con Carmen cuando se casasen. Tan
profunda llegó a ser esta amistad que Don Mardoqueo lo trataba como a
un hijo, trasmitiéndole muchas de sus experiencias de vida. Y como a
un hijo le enseñó lo que debía y le ocultó el resto. Cuando el
escribano cayó enfermo, pasó a ocuparse de él, tal como se atiende a
un niño. A posteriori del esperado deceso de Don Mardoqueo, y a
instancias de su mujer, ofició de albaceas: la viuda le confió que no
quería asumir ella el riesgo de abrir la caja fuerte donde habían
escrituras, entre otras cosas. Ezequiel tuvo que cargar con el
trámite: se encontró con un par de revólveres que días después
recibiría como obsequio para que nunca se olvidara del amigo; encontró
las escrituras entre los pliegos de desconocidos amoríos epistolares
que, según se sabría luego, habían rebasado lo meramente literario; y
entre los gemelos de brillantes de talla holandesa que adornaban el
traje de fiesta del difunto, halló una enorme libélula de zafiros y
brillantes que todavía aleteaba al influjo de las luces, y que, según
comentarios de las viejas del pueblo, batió alas ante los deslumbrados
testigos para salir torpemente del estuche de fieltro francés donde
había dormido a espaldas de la ignorancia de la viuda, y revolotear
sin rumbo fijo en la espaciosa sala del escritorio; para ir a posarse,
al fin, por un instante, sobre un tapiz de Aubusson con flores y
árboles estáticos en la eterna ilusión de pavos dialogando y
guacamayos arrebatados; según los mismos comentarios, la preciosa joya
viva, sobrepuesta de la agitación del vuelo reprimido durante la larga
enfermedad que había dejado hemipléjico al escribano, tomó aire y voló
en dirección a un ánfora gigantesca que descansaba sobre un pedestal
de madera, escarbando en el paisaje de cortesanas enamoradas entre
guirnaldas
imperiales,
donde
terminó
incrustándose
entre
los
nubarrones con querubines y aves. Con el tiempo, el relato se fue
enriqueciendo
con
anécdotas
del
vecindario,
que
presumían
la
intervención de algún tipo de magia por parte de las criadas de las
que decían que en las noches se transformaban en pájaros negros que
revoloteaban inquietos detrás de las rejas del tercer patio. También
contaban que, a su paso, de un golpe de ala, en su vuelo, el insecto
23
enteró a la viuda del motivo por el que habían dormido separados con
su marido tantos años: no era ella la única.
La frágil y bella Doña Rosalba no tuvo hijos pero sí crió
dos pequeños perros y dos criadas taciturnas que vivían en los fondos
cerca del aroma del jazmín magno y a la vera de la exaltación de las
clivias primaverales en la base del aljibe de mármol blanco que
sostenía complicadas rejas españolas. Se casó nuevamente, años más
tarde, ante la oposición de Ezequiel, de Carmen y de las criadas que,
por primera y última vez, le mostraron una contrariedad, abandonándola
para siempre. En poco tiempo perdió casi todo lo acumulado por el
primer marido hasta que, por un golpe de suerte, perdió también al
segundo. Finalmente fue a pasar sus últimos días en casa de una
sobrina, entre los saldos de porcelanas y cristalerías y los óleos de
ancianas nativas que desgranaban marlos. ¿Qué habría sido de aquel
tapiz?
Gran Guacamayo nos hizo de barro, nos dio la voz, el verbo. Antes
fue el Gran Tapir, grande y fuerte; algunos, herbívoros; otros,
carnívoros. Pero una noche llovió fuego, y un día después ya no
estaban. Y volvió a surgir y entonces las aguas y entre ellas venimos
naufragando con tantas arrugas a cuestas: replegados repliegues que
aprisionan sueños.
La misma mota que vagaba errática, estalló en minúsculas
salpicaduras que le devolvieron otros acontecimientos de antaño:
estaba la hermana de Don Mardoqueo, Beatriz Molina de Peñalosa, de
Profesión farmacéutica, casada en primeras nupcias con Abenamar
Peñalosa a quién se le acusaba de haber traído al pueblo un juego
desconocido por entonces; después se supo que se llamaba golf y que en
realidad, no era malo, y que ya se jugaba desde mucho antes en la
apócrifa cancha inglesa, con cipreses envueltos en ropajes de polvo
levantados por carretas con bueyes que arrastraban caña entre los
caminos vecinales, tuyas deshidratadas por la canícula de primavera,
pinos e insolados cedros y un cuidado césped que había recibido más
respeto y cariño que quiénes lo mantenían: la cancha contigua al
ingenio.
Doña Beatriz Molina de Peñalosa, que había asistido con sus
pociones y brebajes a todo el pueblo, fue la dueña de la primera
botica, heredada de su madre, que había hecho fortuna gracias a los
ubicuos mosquitos palúdicos. Así lo recordaba María Concepción- la
madre de Carmen de Valdez- quién había ido quedándose sorda conforme
alumbraba más y más hijos que llegaron a ser nueve supervivientes y
cuatro muertos aún niños y que gracias a su sordera logró preservar,
muchos años después, un castellano ya en desuso: por cine decía
biógrafo; por pull-over, tricota; por farmacia, botica, y por almacén,
fonda. Recordaba también el comentado origen de la fortuna de los
Molina. Se decía que la boticaria informaba al escribano sobre la
gente que estaba en trance de muerte y acuciada por problemas
económicos. En arreglos de cuartos de agónicos y en felices
intervenciones de velatorios se fueron acreditando las sesenta y seis
propiedades con las que frenaron por un buen tiempo el progreso del
pueblo hasta que, finalmente, fueron a dar en manos de gente más
progresistas.
Por otra parte, Abenamar Peñalosa se fue relacionando cada vez
más y más con los ingleses que venían al ingenio. Aprendió a hablar
correctamente su lengua, y un día se animó a un viaje. Se había
extraviado todo un día en Londres pero volvió deslumbrado de la
belleza, a su decir, lacustre de Nueva York, de la locura colectiva de
tener un museo para mamarrachos llamados modernos, y de su refulgente
presencia en la noche cuando se llegaba en barco.
24
Por entonces, en la colonia del ingenio no se hablaba el
castellano, de tal suerte que quiénes habían nacido allí, cuando
tenían que concurrir a la escuela de la ciudad, desconocían el idioma
nativo, sólo algunos pocos pudieron escapar al círculo hermético del
idioma y las costumbres: Nancy Herriot fue una de ellas. De su termo
se decía que siempre llevaba Whisky, y seguramente era así, porque sus
costumbres resultaban a veces demasiado relajadas. Amiga de los
Peñalosa, frecuentaba la casa donde parloteaba de tierras desconocidas
y costumbres raras. Con el tiempo se fueron aislando más y más con
Abenamar, con quien se dice, no sólo bebían, también jugaban al tenis
y hasta practicaban algunas de las permisivas costumbres inglesas,
juntos.
Advertida Doña Beatriz por medio de una anónima misiva acerca de
las sospechosas vinculaciones del marido con la extranjera que
acostumbraba tomar principescos té en casa de los Peñalosa, organizó
unos días de descanso en la casa de campo pero, apersonándose antes de
lo debido, encontró en su propio lecho al otrora atlético y atractivo
Abenamar, con la inglesa, abrazados y borrachos.
Fue una situación conflictiva en la que hubo excesos no-solo
verbales: la riqueza del castellano de una rebasó las posibilidades
idiomáticas y la pobreza de lengua de la otra que se entorpeció en la
debacle, pero el orgullo imperial de la anglicana se le encrespó entre
las oceánicas cantidades de Whisky ingerido y pudo sobreponerse a los
mordiscones, chuzchazos y arañazos de la criolla.
Tan mal rato solo se purgaría con el inmediato abandono del hogar
por parte de Abenamar que, repudiado, se abandonó a la bebida y andaba
sincerándose con todos aquellos dispuestos a escucharlo. Para Nancy
fue el fin de su exótica aventura: jamás volvería a escapar del
círculo mágico de lenguas prohibidas y vivencias distanciadas. Al
tiempo, un inglés la asiló en África.
Cuando parecía que ya no habría arreglo, intervinieron Ezequiel y
Carmen quienes lograron reponer los ánimos; y, de nuevo, el hombre, a
su casa. Abenamar pasó el resto de su vida golpeándose el pecho y
arrepentido, en santa comunión con el clero, recordando muy de vez en
cuando la mega polis iluminada, sin regresar por el resto de sus días
a visitarla. Doña Beatriz se volvió aún más seca que antaño y apenas
si saludaba. Pasaba sí, largas horas en su farmacia entre los frascos
de porcelana, preparando con esencias de menta y anís, raros licores
con el alusivo de recetas magistrales con los que intentaba reponerse
el ánimo que en las tardes de Septiembre se le venía abajo dejándola
sin aire.
Por cierto que hubo demandas judiciales y otras cuestiones.
Y en todas fueron necesarias las intervenciones de Ezequiel que, se
sabía, tenía una gran ascendencia sobre su amigo, el juez Don Nicanor
González Turdel: hombre muy circunspecto y parsimonioso, dotado de un
lenguaje tan ajustado e improbable que dejaba estupefactos a sus
interlocutores, atónitos parroquianos que perdían el derecho de
réplica ante los anatemas que el viudo vocalizaba. Su léxico, que se
nutría con el " Enriquezca su vocabulario" del READERS DIGEST y las
DIGESTAS ROMANAES, estaba intoxicado de palabras como " conspicuo,
hipogeo, peristilo, androceo, ab-initio, mortis-causa, solutio-gratia,
civis-obligatio, res-certa" y otras "libidinosidades". Quizá por eso
la gente lo sospecharía un tanto raro.
Había oro en las cajas, y los recuerdos de cuando éramos ricos.
Pero un día comenzamos a dispersarlo.
El juez solía salir en partidas de pesca con Ezequiel y aunque
las malas lenguas le subrayaban una especial predilección por los
adolescentes (quizá por haber adoptado a dos como sobrinos ante la
ausencia de hijos), en realidad, lo único que parecía interesarle eran
25
las buenas mesas y el recuerdo de sus abandonadas prácticas de tiro al
blanco que ya ni realizaba dado que no podía permanecer de pie por
mucho rato. Pero a Ezequiel las maledicencias no le importaban mucho y
seguía fiel a aquella amistad que tantos buenos ratos de compañía y
consejos le había brindado. Recordó a Juan Pasos Navarro, uno de los
agricultores que frecuentaba a Ezequiel, que llegó a decir que podía
más que el juez. Y, probablemente, así era.
Vio una nueva imagen en el aire, y era la de Don Nicanor González
Turdel, que visitaba su casa cuando era invitado. Si los motivos eran
epicúreos y se le aclaraba previamente que sería informal, renunciaba
a sus inmensos trajes, camisas, corbatas, y los sustituía por un
blanco saco de hilo holandés. Así era el circunspecto juez, jamás se
apersonaba sin anunciarse, y si lo hacía, seguramente era por motivos
de mucha urgencia. Y esto pareció pasar aquella tarde: Carmen divisó a
través de los visillos de la puerta cancel, la casi inconmensurable
silueta de Don Nicanor. El mundo se volvería loco si se supiera, el
propio juez pidiéndole a Ezequiel que tomara partida en aquel asunto
de los Peñalosa.
No tuvo que insistir el hombre, así era Ezequiel: estaba donde se
lo llamara o para lo que fuese pero, como siempre, el comedido sale
perjudicado. Cargó con la peor parte, convencer a la orgullosa y
decepcionada mujer. Y aunque lo logró, nunca se supo si ella
perdonaría a Abenamar, a quien volvió a recibir en la solitaria casa,
poblada ahora de torcidas expresiones de la lengua; de aromas a
lujuriosos gineceos entre las fotos en el Empire State en un día
soleado.
Para tranquilidad de Don Nicanor que no sentenciaría, el caso
tuvo un final feliz: arreglum factum est: un arreglo entre las partes.
Por un buen tiempo pareció que esta era la ciudad de los Césares,
del oro fácil- montones de oro que entorpecían el paso- pero pronto
las reservas se fueron, (¿las fueron?) extenuando.
En uno de los mundos opacos que volaba pesado y rezagadamente,
percibió a Cándida Fariña, la secretaria del Doctor Tomás Sánchez, que
solía encontrase con Ezequiel por todas partes, sin comprender a este
despreocupado, que se da tiempo para andar tramitando asuntos para
cualquiera: seca de esperanzas, seca de memorias, labra en las
penumbras de tardes silenciosas un porvenir a su medida: la caída del
perverso que le vedó el paso por el rocío: el que le ocultó la intensa
deflagración del ocaso, el que la privó de la esencia de los azahares.
El inefable y viejo compañero de todas las horas, el implacable e
inevitable miedo. Miedo a sentir, a que la sientan. Miedo a vivir y a
dejar vivir. Muchos años después y a punto de morir de vieja, se vio a
sí misma tal cual era. Ezequiel la encuentra tan sola y reconcentrada
en su endeble desdicha que trata de decirle algo, conversar con esa
imagen de lo que sería Cándida, para que no se deje vencer por los
malos recuerdos.
- Cándida, les dice a las últimas imágenes que se diluyen en la tarde.
El reflejo de Cándida pareció estar a punto de escucharlo, pero
se fue en un aviso veloz, desechando lo que creía imposible, aunque
días más tarde comprendería claramente el alcance de sus rencores y
resentimientos. Vislumbró el doble filo del odio que crece como una
hiedra viva pero que hacia adentro puja, puja en sentido contrario
penetrando el espacio de sus días y de sus noches. Un instante de
lucidez y la comprensión le gana el alma. Ella había resultado más
perjudicada que los objetos de su ira. Comprende aunque nunca
demasiado tarde que si se hubiese perdonado a sí misma habría vivido
de otra manera. El mundo hubiese sido distinto y mucho más
gratificante. Ella también hubiera amado. Pero no puede, la pobre no
26
puede amar. Y se perturba a sí misma porque tampoco puede odiar a este
Ezequiel tan simpático, sospechosamente simpático.
- Tanta confianza con su Señoría...
- No me explico a qué se debe.
Su posición, respecto al doctor, le da visos de poder y le
contagia el habla de un aura sentenciosa, hecha de frases cortas e
inexorables. Logra ingresar en muchos círculos en los cuales gana
espacios de influencia: es de la Cooperadora de ayuda a los
carenciados, de la Comisión de festivales para la cultura sin entender
demasiado de esas cuestiones con tipos siempre raros, del Círculo de
señoras epicúreas, aunque disfrute muy pocas veces de estos placeres.
Frecuenta muchas casas y también la de Ezequiel, donde se impone,
altanera, sin necesidad, porque a Ezequiel y Carmen no les afectan las
mismas vanidades, y se desquita de pasadas hambrunas.
El bramido de la bestia se oyó desde el cieno pretérito,
claramente en la mañana, hierve el agua en el bufido ronco y vaporoso
que atruena en la laguna, Se sacudirá la selva, temblará el suelo,
las aguas se encresparán nerviosas.
En una astilla que casi se le vuelve a meter en las carnes, pero
que a tiempo logró evitar, ve a Florencia Molina de Sánchez, la otra
hermana de Don Mardoqueo, desentendida esposa del Médico Tomás Sánchez
y amiga de Cándida. Poco versada en mundanidades y sus variantes, sus
escasos conocimientos de la vida se resumían a cuestiones tales como
las faltas al honor, juegos de naipes, embarazos prematuros o
nacimientos antes de término, a los que computaba, en función de lo
perdido en alguna de las partidas de loba. Exceptuando cuestiones muy
simples, su atención se centraba en las disputas matrimoniales no
resueltas, o en las resueltas y sus instancias. Es cierto que también
algo entendía de los quehaceres domésticos y de los eternos problemas
con esos males necesarios que circulan por la casa, lo cierto es que
se las arreglaba para sobrellevar los días y semanas y meses de
jugadas y eternas charlas iguales. Parejas y cocidas en el mismo
molde, sobre acontecimientos harto repetidos, en los que solo cambian
las máscaras pero no los protagonistas. Don Tomás, en quién los
intereses por la vida rebasan en gran parte a los de su esposa, es
hombre ocupado en la pesca, las salidas con los del club de tiro, las
inversiones en mesas de naipes, las comilonas con los amigos que se
reúnen a cenar los viernes, las fiestas tradicionales como las de las
vírgenes del Rosario o La Merced.
Cargaba siempre con talismanes y tenía a mano cábalas para
mantener el rendimiento en las jugadas. Había aprendido mucho sobre
los símbolos y sus significados, aseverando que soñar una mujer con un
niño era propicio para apostarle al dos y al veintiuno; cerro era fija
del veintiocho, cárcel para el cuarenta y cuatro, muerto para cuarenta
y siete. Ahogado para el cincuenta y ocho; miedo, el noventa; y este
era el número al que más apostaba, quizá lo que el doctor, no podía
doblegar: incesante compulsión que lo sumía en el espejismo de que
cualquier día emergería como el ave de sus cenizas para arreglar todos
sus entuertos y compromisos.
Autoritario y enérgico, hacía sentir a todos el peso de su paso
por los claustros de la facultad de medicina, haciéndose anunciar
invariablemente con el título de Doctor.
Marido y mujer forman con sus pocos amigos, íntimos círculos que
no aceptan a nadie nuevo; en realidad ni siquiera se aceptan a sí
mismos. Pero a Ezequiel y a Carmen los aprecian con cariño sincero:
son gente que no habla mucho pero sí lo necesario. En especial
Ezequiel
que
siempre
está
atento
a
solucionarle
cualquier
inconveniente, inconvenientes que nunca faltan cuando se juega de esa
manera.
27
Ezequiel había hecho algunos negocios con Robert Williams, el
inglés que con el tiempo exiliaría a Nancy Herriot en África.
Al principio, el forastero que era administrador del ingenio, le
vendió grandes cantidades de azúcar y con el tiempo, cuando le ganó la
confianza, llegó a financiarle algunas operaciones, obviamente con el
pago de los correspondientes intereses.
- Mire amigo- le aconsejaba con su lengua retorcida- yo por
experiencia le digo, en estas sociedades donde uno administra, siempre
a la larga sale con una mano atrás y la otra adelante, nadie le va a
agradecer nada. Siga mi consejo, sáquese la mano de adelante, vaya
haciendo su diferencia.
- Pero es que yo no puedo hacerle eso a mi propia sangre, Mr. Roberts
- Con el tiempo se va a acordar de mí, amigo.
Ezequiel se lo contó a Carmen
- Le hubieras dicho al inglés que nosotros decimos que a la sangre no
se la lava, - le contestó- ¿por qué no le dijiste al inglés que así se
usa acá?
Una gran burbuja tiene en su órbita al doctor Don Tomás Sánchez,
a quien a veces lo acuciaban las necesidades, producto de sus excesos
en el juego, aunque podía, gracias al aval de Ezequiel acceder a los
préstamos de Mr Williams. Aunque más de una vez, también, el fiador
tuvo que cargar con lo perdido por el doctor en alguna mala noche de
juego, y muchas veces que soportar el incumplimiento como retribución
a sus más atentos servicios.
- Que te están fumando.
- Que te viven.
Esa primera fisura había sido apenas una muesca sobre la
intangible superficie del alma. Pero esa muesca se resquebrajó en su
avance para continuar un camino sin rumbo hasta que fueron tres y
cuatro las fracciones. Alma estropeada, vestigios de una unidad,
creces en la nada y ¿a quién le plañirán tus lamentos?
El enjambre se dispersa: Ezequiel se ve en su casa y también en
la de sus padres, en las montañas, donde Carmen y los niños pasan los
veranos. Las altas y nítidas cumbres se yerguen casi al alcance de sus
manos. Más atrás, el nevado que en los amaneceres emerge de las
sombras, sin nubes que lo escondan. Allí encuentra solaz y calma. O en
las salidas de pesca con los amigos. Ezequiel es otra persona en su
bote, chacoteando sobre la profundidad del dique, comiendo las viandas
preparadas por Carmen: dulce de membrillo glaseado, queso, pollo
hervido, algunos fiambres. Cuando lleva de pesca a los niños les
cuenta historias de un pueblo sumergido que existía antes del embalse
de las aguas. Los invita a escrutar en los abismos subacuáticos para
ver quién divisa su campanario con los goznes aún perceptibles en las
tardes calmas, o quién escucha la primera campanada. Historias para
calmar a los niños que distraen la atención sobre la pesca. A veces
para que se refresquen los pone a nadar. A veces se olvidan del
silencio cantando todos La Cucaracha ya no puede caminar. Porque le
falta, por que no tiene, la patita de atrás. Se divierte y regocija de
ver a los hijos que crecen, junto con las preocupaciones, pero son tan
hermosos.
V
COSMOS QUE VUELAN
28
Entre tanto, a Ezequiel le suenan voces, su propia voz que dice
"pasado el tiempo tuve lo que todo hombre desearía y lo que no
desearía también- aunque seguía esforzándome por ser el mismo de
antes, que saludaba cordialmente-: Carmen y los tres hermosos hijos,
el hogar que lucía más, y adonde gustaba llevar sin previo aviso a
todo el mundo. Caía sin preámbulos con invitados recogidos de las
calles o de los bancos, a veces hasta mendigos a los que alimentábamos
porque habían vivido alguna injusticia: aquel que había sido peluquero
de navaja y purgó con la cárcel por muchos años un degüello ocurrido
por donde él andaba trabajando: cuando el verdadero autor confesó
entre otras cosas que había quitado la juventud y el ánimo al hombre
con su silencio, estaba tan achacado, sin familia ni bienes, que pasó
el resto de sus días de la infrecuente generosidad ajena. Muerto el
pobre hombre, cargué con el cadáver."
Voces de aquellos tiempos en que La Ramada era un caserío a la
vera del indefinido camino al Perú, donde los acopios de mula y las
cargas de las carretas encontraban descanso y abrevadero en el largo
viaje. Los cascos de los hombres-caballo que resuenan entre las selvas
aledañas donde todavía amenaza con su rugido el jaguar, con su rumoreo
entre la hierba el tapir, con infinitas voces los loros y los
mosquitos entre cóndores blancos que planean sobre la arboleda.
Es que Ezequiel vivía solucionando enredos ajenos hasta que por
fin terminó por entramparse, él mismo, en una sutil urdimbre de
problemas: había adquirido numerosos compadres en pocos años y se
sentía con obligaciones para con cada uno: hoy el trámite de inscribir
a éste en aquel colegio, mañana de ayudar a este otro que era tan buen
alumno y no podía seguir con los estudios: tiempo sustraído a sus
actividades para dedicárselo a los otros.
- Comienzo a entender lo que es el mundo- le había dicho
amigo Javier López- un agricultor que parecía a cada
recién en ese instante estaba aprendiendo lo que era la
necesitaba permanentemente de alguien que lo guiara por
laberintos.
Vivir es un continuo enredarse hasta que no se puede más,
interminable telaraña que se complica más y más.
un día a su
momento que
vida y que
esos torpes
Javier, una
Y así fue pasando el tiempo, cualquiera me llamaba para que le
firmara avales, ayudara a enfermos o solucionara cualquier dificultad
que emergiera por donde pasaba.
- Usted amigo. ¿Qué problema tiene?
- Que aquí no me conoce nadie y necesito abrir una cuenta para operar
con el banco.
- No se preocupe, usted no es un desconocido. Yo soy muy amigo del
gerente y se lo presento ya mismo.
Colaboraba con forasteros que le resultaban simpáticos y a los
que instaba a establecerse en la ciudad por considerar que aportarían
ideas progresistas a la comunidad.
A veces también situaciones conflictivas, como le ocurrió con su
amigo Don Tomas Sánchez, quien tuvo la mala idea de castigar delante
de él a una de las criadas que le había acercado un mate demasiado
caliente. La reacción del bueno de Ezequiel dejó pasmado al compulsivo
doctor.
- Estas son simples cuestiones domésticas, Ezequiel.
- Pero no hacía falta tanta severidad, Don Tomás.
29
- Le aconsejo, amigo, que tome mi ejemplo, que yo de estas cosas
entiendo mucho. A esta gente, para que responda, hay que rigorearla.
Si no, va muerto.
Fue entonces cuando elsiempreamable perdió la paciencia y se
desencadenó el episodio que iba a poner fin a esa amistad de tantos
años. La cuestión hubiera llegado a la defensoría de menores, pero
medió a tiempo la platinada viuda Doña Rosalba Castro de Molina, para
disuadir a Ezequiel y frenar el escándalo: tranzó a condición de que
nunca volvieran a reprimir a la niña.
Al parecer, con el tiempo perdonó al médico, pero no volvieron a
frecuentarse.
Sonidos de cascos entre las piedras, conservados en su dura
memoria. Los hidalgos que llegan hasta la laguna del tesoro, mientras
corre la india silenciosa que se arroja al agua con la larga cadena de
oro. Más en lo alto, desde donde se puede ver un cielo virgen de
estrellas, más allá de los Guettas, la Ciudacita, donde los sabios
preparaban sus ofrendas y accedían a la expansión de la conciencia (
mundos alucinados, límites que se desvahen, el cosmos que se expande):
los frutos del cebil, las flores de la datura, los hongos recogidos en
el viaje con los que se ignora el cansancio, macerados para su
consumo. Allí se vuelven aves que lo ven todo, el doloroso porvenir
con la lluvia de fuego, como cuando el gran Tapir, la llegada de seres
que torcerán el gesto de la alegría, el olvido de la madre tierra, su
agonía.
Carmen había convertido nuestra casa en un lugar confortable. Las
primeras ramas floridas del jazmín esperma, cortadas y pasadas por
agua caliente para disolver el látex que, coagulado al contacto con el
aire, obstruye los vasos conductores del tallo, perfumaban baños y
dormitorios con su constelación abigarrada. Jazmines Paraguayos, o
ramas de eucaliptos aromatizaban el recibidor o la sala. Los aromas
eran un detalle que la caracterizaba, llamando la atención a los que
la frecuentaban. Carmen no dejaba que faltaran flores en alguno de los
floreros: gerberas, caléndulas, rosas y cuando no se conseguía ninguna
de estas, flores silvestres sobre las que nadie reparaba.
- Es un perfume inconfundible que me recuerda invariablemente tu casa.
El agua del tronador que se entretiene entre las piedras, baja
después de haber arropado en su sueño, al toro que aún bufa y gime
como la princesa. En el fondo del lago duerme el tesoro, que nadie lo
perturbe, puede salir la bestia.
A Carmen solo se la sorprendería con cuestiones simples: las
plantas, los paisajes y todo lo relacionado con la tierra y sus
variedades. Lo humano raramente la asombraba, parecía no horrorizarse
por nada. Para ella todo era naturalmente debido. La simple regla
práctica de que ningún sabor de los condimentos debe prevalecer sobre
otro y una incansable imaginación la habían convertido en una
exquisita cocinera. Sus recetas eran famosas, y el punto perfecto,
motivo de permanente consulta entre los frecuentes invitados. El hogar
se pobló de las voces de tres hijos que correteaban y no dejaban
descansar a nadie a la hora de la siesta. El mayor, Maximiliano, tuvo
desde niño gustos parecidos a los del padre; lo acompañaba en las
partidas de pesca, o en las frecuentes escapadas al campo a casa de
algunos de sus amigos agricultores. Federico, muy retraído desde niño,
y a veces hasta poco sociable; Alejandra en cambio fue siempre la más
diplomática del grupo.
Como a Carmen, le gustaba el cultivo de las plantas, pasaban
largos ratos con Doña Rosalba Castro de Molina conversando de sus
cuidados. Aprendió a reproducir azaleas y camelias con un trocito de
30
musgo Sphagnum de las selvas, que colocado en las ramas demoraba siete
meses en enraizarlas; a pulverizar las begonias con una cucharadita de
sulfato de cobre en un litro de agua en la primavera para que el
oidium no le estropeara las hojas; a que los helechos nunca se
trasplantan a raíz desnuda, y que el culantrillo que se trae de la
selva prefiere los suelos muy orgánicos pero pesados, por lo que
convenía agregarle arena y envolverlo en papel hasta que se repusiera
del
viaje
y
enraizase.
Durante
largas
horas
disputaban
sus
conocimientos para descubrir cuál era más versada.
Gustaban frecuentarse con todo el mundo, en todas partes eran
bien recibidos y debidamente agasajados. Gustaban de las fiestas en el
campo, de las procesiones: la de virgen de la Merced, en la ciudad,
con las largas cuadras empedradas cubiertas de gentes, con los
campesinos de rostros anonadados, coloridos y taciturnos que pasan con
la virgen como flotando encima de ellos: inmensa imagen con peluca de
pelo natural, en la que han trenzado los bucles con flores, con su
gran corona de oro y un hábito dorado, lujosamente contrastante con la
pobreza del villorrio que cada año se desgaja y desmorona más y más. Y
entre las ruinas de la ciudad que se empequeñece en cada fiesta, los
puestos de bebidas y empanadas, donde se venden el vino y la cerveza,
los chazinados a la parrilla con empanadas. Siempre se encontraban con
otro asiduo de cualquier evento, Don Omodeo Peralta: varias veces
senador y diputado, inveterado caudillo nacido en La Ramada y a quien
en muchos años, no se le conoció que hubiera hecho nada importante por
el pueblo, solamente favoritismos y recomendaciones para unos pocos de
sus numerosos ahijados. Vivía en una de las raras casas de dos plantas
de la ciudad, con ventanas y puertas de arco que perseguían los aires
de la colonia, pero mal elegidas; tan exageradamente puntiagudas, que
terminaron por infundir a la fachada un aspecto casi litúrgico.
La esposa de Don Omodeo, Doña Etelbina Palacios, lírica matrona que
contrastaba con las famélicas plantas que padecían en los patios de su
casa bajo los agobiantes solazos ( tierras empobrecidas y compactadas
que perdieron todos sus minerales hacía muchos años, mostraban el
déficit de potasio en sus puntas de hojas necrosadas, la escasés de
nitrógeno en el amarillamiento de las más viejas) acostumbraba a
deleitar con poemas de su autoría, a los hijos y a los ahijados
conseguidos por Don Omodeo en sus frecuentes paseos por el campo, y a
los que había bautizado caprichosamente: con las mujeres aludía las
piedras de sus signos zodiacales: Esmeralda, Ágata, Cripsopacia,
Topacio; con los de los varones recordaba sus frustrados intentos
literarios, llenando su casa de Ulises, Dantes, Ovidios y Victor Hugo.
Con su marido habían tenido varios hijos y vivían; ella entre
abanicos desplegados que tapizaban las paredes, mantones, carpetas y
visillos de complicados tejidos; y él, entre medicamentos para
solventar las perezosas digestiones de las comidas de campaña y los
nervios por los inconvenientes causados por las numerosas piedras y
personajes de la lírica, de sus hijos, quienes casi ni paraban en la
casa, insumidos en variadas ocupaciones mundanas.
El pasatiempo favorito de Don Omodeo consistía en hacer
crucigramas, y largos viajes a la capital donde, según él, todo el
mundo le rendía pleitesía.
- ¿ Cómo está Don Omodeo?.
- Bien, ya recuperado del ajetreo del viaje a la capital m'hijo.
- ¿ Andan bien las cosas por ahí?
- Y... usted sabe, a veces uno reniega mucho. La vida del servidor del
pueblo es muy agobiante.
- ¿ Y cómo anda de su hígado?.
- Regular, lo mismo me preguntó Su Excelencia cuando me vio los otros
días.
31
Hombre que se abrigaba con manta de vicuña y lucía en el otro
extremo de la cadena del reloj, la medalla de oro con el escudo
nacional, cadena que debía sortear un largo trecho para envolver el
cultivado vientre, ponderado testigo de innúmeros agasajos políticos.
Prometedor de cualquier tipo de favores, siempre asentía ante los
encargos de trámites dormidos en las profusas galerías de la
burocracia, laberintos donde Don Omodeo se amodorraba.
- Por supuesto, m'hijo.
- ¿ Y cómo está la mamá ?.
- Mejorada, gracias.
- Me le da cariños.
- No se olvide Don Omodeo de ese encargo.
- ¡ Cómo!. ¿ No han tenido noticias todavía?.
- Nada...
- Ya me voy a ocupar personalmente de movilizar los expedientes.
Gustaba comer en las asiáticas mesas de los Albornoz, donde nunca
faltaba nada; hasta el obispo que tenía días fijos para sus visitas.
- ¿ Un poquito más Su Excelencia?
- Apenas para probar Carmen- se disculpaba, saliéndose de su comida de
régimen, que se le preparaba especialmente para que no siguiera
extraviándose en sus sermones de la misa de ocho de los domingos, en
las que los feligreses descabezaban un sueñito mientras él se empozaba
más y más en los pantanos de su memoria clerical. Y alababa sin
retaceos las exquisiteces preparadas por Carmen, quien reconocía que
nunca el resultado era superior a la calidad de los ingredientes que
intervienen en la receta.
También Cándida venía de vez en cuando, siempre bien recibida.
Pero a Cándida la carcome una insatisfacción, acrecentada quizá
en su soledad, por lo que no le es dificultoso encontrarles, también,
a ellos sus bemoles. Los frecuenta pero los envidia.
- ¿ Se enteraron de lo que les pasó a los Díaz? - pregunta con el
propósito de ser el centro de atención de ambos.
- Hoy los vi y estaban bien- contesta Carmen, desinteresada en la
novedad que en realidad ya conoce y de las propias fuentes.
- Pero parece que las cosas no andan bien, según he oído.
- Mira Cándida, a veces los comentarios son infundados- agrega
Ezequiel.
- Pero ustedes saben que yo los conozco muy bien, y cuando el río
suena... Además me dijeron que el hijo más chico se fue de la casa.
- Son cosas de niños, Cándida.
- Pero parece que a esos chicos, el padre los trata mal y les mezquina
de todo.
No comprende a esta gente tan estirada que nunca se prende con
ningún comentario, como si las cosas no les afectaran.
- Ya los veré- murmura.
Cuando caminábamos por las calles, nunca faltaba quien nos
detuviera: el necesitado de dinero, a cuya hija había enyesado varias
veces el Doctor Sánchez sin acertarle. Y él, enternecido y condolido,
carga con el saldo del brazo deformado.
O el que quiere tomar un vinito para aplacar la digestión porque
el agua le cae dañina, o el desconocido que le pide la atención de
enterarle para el boleto para volver a su casa. O el que necesita un
aval, o incluso sumas mayores de dinero.
Aunque a Mr Williams lo engulló el África junto a su inglesa
borracha, ha dejado algunos seguidores de su antigua estirpe de
financista a los que el coloquio alude con el denominativo de
usureros.
Ezequiel se acerca demasiado a sus proximidades. ¿ Que qué busca?
32
llegó una época en que las cosas costaban cada vez más, cada vez
se fue haciendo más pesado sobrevivir. Sonrisas. Promesas. Palabras.
Aplausos secos. Luego el silencio y después la estampida.
Don Luis Bugatti es uno de los dilectos herederos del inglés de
los consejos, aunque menos elegante. Con él alterna Ezequiel, a quien
recurre muchas veces para cuadrar sus cuentas.
- Yo de solo verlo caminar al rengo, sé que es rengo, Ezequiel.
La red amarra, cuerdas de seda le aprisionan.
urdimbre, puntilla de laborioso encaje que palpita
Flexible escarcha que vibras.
Fluctuante viene el insaciable monstruo.
Tiembla la
cristalina.
- Mañana, Ezequiel, le pondrán bandera colorada a Juan Galván. Hace
tiempo que espero el momento de verla flameando.
¿ Qué festeja esta gente amontonada en la plaza?. ¿Cuál es el
motivo de sus alegrías?. ¿ Un conmemorativo patrio?. ¿ La decadencia
de la hasta entonces floreciente industria azucarera?
Allí andan, entre todos, Ezequiel con su familia y sus
preocupantes ideas del brazo. Boquiabiertos disfrutan de los fuegos de
artificio que estallan en bengalas de flores diversas. Queman con
índigo la negra bóveda. Arañas que se desperezan entre la humareda,
erizadas de turquesas. Y en la plaza, la pobre gente verá quemarse en
el aire, aquello de lo que carecen.
El mundo es una pulpa de preguntas sin respuestas. Pura retórica.
Las pocas respuestas que nos satisfacen son tan obvias que ni merecen
comentario.
Me encontré, casi sin pensarlo, agobiado por las muchas
obligaciones adquiridas con esta creciente familia que salía de todas
partes a mi encuentro.
Contrae
mendigos.
deudas,
presta
dinero,
ayuda
a
los
amigos
y
a
los
Se ciñe la maraña de la red.
El descanso ya no parece posible en este mundo ajetreado que se
enreda más y más.
Las fisuras son el espacio.
El cielo ultrajado.
Agua que anidas el oro y fertilizas con tu pureza, agua que
conservas el tesoro. Descenderás de las altas cumbres, cantando entre
los arroyos, peinando musgos de la perfumada cabellera materna,
depurando de sales la fértil tierra, abrevando las espesas raigambres
que sostienen el suelo entre las pendientes. Si te ultrajan, despierta
la bestia, muge, brama, gime, llora.
Carmen lo nota preocupado.
Cualquiera de estas mañanas de Mayo hará un viaje para visitar a
su amigo el gerente del banco. Don Bugatti, sin duda le ofrecerá sus
servicios.
Se rompen las tramas, caerán desasidos los bichos de la nada.
Estalla la burbuja, lloverá una lluvia vana.
Escarcha creciente, blancas ramas trizadas.
33
VI
CARMEN
Vivir o morir, apenas imperceptible como el espesor de una fina
membrana. Estar y ya no, sutiles como las alas de los himenópteros. Ni
se diferencian.
Apenas ayer caminábamos, dormíamos, nos sentíamos. Apenas ayer
pasaste y hoy parece que no hubiera sido nunca. Ningún objeto atrapó
tu presencia, ninguna persona al hablarme de vos puede devolverte. ¿
En qué espacio ilimitado vaga tu alegre alma? ¿ con qué seres te
encuentras? Apenas un parpadeo la vida; imperceptible rumor, un leve
desprendimiento, la muerte.
Hay veces en que me sumerjo en tus recuerdos, en la antigua
nostalgia de sentirte cerca. A veces te recuerdo para siempre joven,
nunca envejecido. Así derrocaste al tiempo, así quedamos solos y
desgajados.
Tímido compañero, amo tus dedos, tus tobillos y tus muslos. Todo
en vos me pierde. Sentirnos uno. De un mismo cuerpo emergen nuestros
brazos. Nuestro tiempo.
Nuestro tiempo estuvo repleto de azahares y naranjos. Vienen con
la primavera las mariposas que se galantean entre los árboles. Dejarán
sus huevos en las ramas del naranjo. Incubarán ciegos gusanos para
carcomerles el verde. Pero con los días transmutarán nuevamente
espléndidas con amarillos y sorprendidos ojos.
Muchas veces el temor se adueñó de nosotros. Nos veíamos solos en
aquellas noches de contiendas cercanas. Pero aún entonces no nos
faltaste del todo.
Me hubiera encantado que los vieras crecer, luchar, salir
adelante. Se te parecen tanto. Hubiera sido hermoso que estuvieras con
nosotros para verlos realizados. Y ahora los nietos: fuertes, sanos y
victoriosos. Te hubieras enloquecido con las travesuras de los niños,
con sus juegos y diversiones.
Cuando veo los atardeceres que juntos contemplábamos, el ocaso,
el alba, todas las cosas que disfrutabas te devuelven una y otra vez:
el aroma de las primaveras, la tibieza del sol en el invierno, los
logros de los chicos. Son iguales a vos. Tienen tus mismos gustos y
manías: la pesca, con los pescados para la semana. El amor por las
plantas, tu mismo buen trato. La gente los encuentra tan parecidos y
yo te encuentro vivo en ellos.
A Federico le encanta, como a vos, caminar por la ciudad
colonial. Le gusta sentirse en sus calles empedradas en donde el
tiempo parece detenido, excepto por las casas que se vienen abajo.
Recuerdo cuando los dos paseábamos por sus calles de adoquines. A
veces el latido de las campanas agónicas, de su iglesia vetusta. A
veces el desmoronamiento de sus paredes, que tanto te desanimaba cada
vez que encontrabas una casa menos. Cuando volvemos de tanto en tanto,
en el invierno en medio de la zafra, cuando los carros levantan
polvaredas desdibujando las montañas en el ocaso, cuando el fuego de
los cañaverales vomita cenizas gigantes en silenciosa lluvia, en esos
momentos estamos cerca. Cuando entro en la iglesia y su espaciosa nave
me devuelve el eco de mis pasos y somos dos en la soledad. Entonces no
estoy sola. Alguien transita silencioso y cabizbajo a mi lado en el
piso damero, entre los arcos con sus muertos amurallados y sus lápidas
recordativas,
entre
las
imágenes
de
madera
que
lamentan
imperecederamente al crucificado. Miro la virgen estática en su dolor.
Aquella que sigue atrayendo tantos feligreses en sus aniversarios.
Entonces el pueblo se puebla, de a miles lo invaden. La sacan en andas
y la pasean por sus calles cada vez más despojadas de vivos y más
impregnadas de fantasmas.
34
Por aquí llegaron en la conquista y fundaron la ciudad detenida.
Creció con sus casas ceñudas. Molduras simples las adornaban. Las
mismas molduras que luchan con las caries con las que el tiempo
castiga. Esas molduras se desgajan ahora con los calores y las
tormentas del verano. Se desprende el abobe de sus ladrillos y caen
sus rejas complicadas. Te gustaba recordar a Don Mardoqueo cuando
contaba que por aquí pasaron carretas fabricadas con lapachos de
nuestras selvas, transitando el camino del Perú con sus informes del
virreynato, acarreando cueros o haciendas, tejidos y lanas. Y lo que
pasó más atrás, en tiempo del incario.
Todavía sus lenguas se nos entreveran en la lengua, todavía sus
colores nos iluminan las tardes. El sello de un imperio avasallante,
nadie osaba dirigirse al hijo del inca sin intermediarios. Solo podía
mostrarse al público rodeado de finas telas que sujetaban sus mujeres
y detrás de las cuales podía ver sin ser visto. Para fundar el imperio
del sol, relumbrante y dorado, Manco Capac vino de la otrora lacustre
ciudad de la que algunos sostienen es la más antigua del mundo,
Tiahuanaco.
Creció el imperio con sus ciencias y armas. Todas estas tierras
eran suyas. Para lograrlo entablaban cruentas contiendas en las que
intervenían muchos de los avasallados. Diversos debieron ser tus
ejércitos con sus guerreros de coloridos y multiformes atuendos.
Siempre recordando a los queridos ausentes.
Por donde transito encuentro tus mensajes. Vas a mi lado en todo
momento y a veces hasta tengo la impresión de que charlamos.
Te encuentro en las selvas, entre los rastros desdibujados de sus
animales. Te encuentro escondido en los remansos y en las correntadas
de cada río. Estás en las siestas apacibles de descanso, cuando me
adormezco y entonces te adivino a mi lado. En los mismos juegos de los
nietos que son los mismos de nuestros hijos en la lejana infancia.
Cuantas cosas quedaron por decirnos. Cuantas que yo te diría y
nunca lo hice. Acaso pensé que el tiempo nos llevaría juntos, que
nunca nos faltarías.
Te hubiera dicho lo mucho que te amaba. Lo bien que se estaba en
tu compañía. Que nunca volví a ser la misma.
Te diría que tu recuerdo habita mis días y mis noches. Que cada
cosa te devuelve una y otra vez a mi lado. Que faltas en las largas
noches de desvelo cuando el temor se adueña de mí.
Estás presente en los atardeceres y en los amaneceres, en las
noches en las que las pesadillas se adueñan de mi alma.
A veces cuando alguno de nuestros hijos entra en la casa
persiguiendo tus irrecuperables pasos, cuando saludan desde el
recibidor y los nietos juegan en los pisos como lo hacían nuestros
propios hijos, te oigo; te espero y hasta casi te adivino.
¿ Volveremos a encontrarnos?.
Los nietos te gustarían tanto.
Te sorprenderían muchas cosas
Las irreproducibles palabras que nos dijéramos. Irrecuperables y
extraviadas en las infinitas imágenes de lo ocurrido. Los extenuantes
calores del verano, anticipándose en una primavera de canículas. El
tiempo de las despedidas a tantos viajeros a la nada. Irrepetibles
palabras en las noches calurosas, de tormentas anunciándose en los
espejos dormidos. Ráfagas embravecidas que nos resuellan en todo
momento. Una pura sensación que nos recorre el ánimo y la memoria.
Húmedas noches que anticipan fertilidad para las cosechas. Tierra
extenuada que recibirá la infaltable vida. Vida que creces.
35
VII
AÑOS DESPUÉS
Los hijos grandes, la ciudad desordenada y ruidosa donde las
campanadas del tiempo sucumben en el rumoreo de su indigestión de
motores y máquinas. Desordenada, extenuada y sobrepuesta de las
políticas erradas: sumida en la debilidad subterránea de cloacas y
aguas que se atascan, en la aérea con el nerviosismo de velocísimas
ondas que se dispersan en laberínticas redes. Entre luminosas y
coloreadas pantallas, en voces de tenores que suplican a una tímida
Madama, convertida en calor y en frío, en bocinas y silbatos,
irradiantes, vibrantes líneas eléctricas extenuadas. Heredera de años
en los que nadie parece respetar a nadie, en las que los ideales
sucumben a la vanidad. Poblada de andróginos mancebos que poco a poco
ni se diferencian por nada: el precio de la diversidad en la igualdad.
Los esqueletos de los monstruos de hojalata duermen con el
recuerdo de los arrozales y el paludismo, de dulces aromas a cañas
quemadas en tardes polvorosas. La histórica estación de trenes
detenida en el tiempo y esperando un convoy que emergerá de la niebla
con sus cargas de oro y plata: volverán las riquezas y el tiempo aquel
de la esperanza. Una pasarela que transita sobre lo acontecido y sin
retorno. Por calles con casas vetustas aún vibrando y desgajándose
desde principios de siglo, cuando por ellas paseaban las gentes
encontrándose, saludándose. Aquí otrora María Concepción, la madre de
Carmen de Valdez, detenía el ferrocarril, los transeúntes, las cargas
de arroz de la arrocera rebullendo, el canto del zorzal, la silbatina
de los afila cuchillo, a los vendedores callejeros de pan, empanadas,
pasteles de novias, al organillero con mono incluido, la respiración,
con su belleza irrecuperable. Era la mujer más espléndida que un
pasajero de andén podía encontrar en infatigables leguas: pelo
recogido en trenzas, perfil inolvidable, inmune al ajetreo de las
cargas y descargas, paralizadas ante su intocable belleza. Esa mujer
que había alumbrado los hijos y la sordera, detenida para siempre en
la solidez de sus oídos estériles, conservando un hablar caduco y
metamórfico que se fue enrareciendo más con el tiempo, sorprendió con
un idioma del todo novedoso y desconocido al nieto que volvía después
de muchos años de ausencia.
La anciana terminó por decir " se ha desgonzao el hueso. Las
papas están cuaquientas. No había sumergencia de comprar eso."
De un conocido que olvidaba las sanas costumbres decía: él es
bueno, si, pero por ahí se descaballera. De la llorosa: que se había
puesto a llorar a arcántaros.
" El huevo es de la nucapila nueva."
" Uno trabaja y mezquina para que el carancho se sombríe."
" Urde aquí, urde allá."
" Un viluvio de gente."
" el limón está yurtido de azahares."
" ya está tiznando la oraci¢n."
" trasciende el perfume."
Las mismas ferias con los mismos feriantes y las cada vez más
escasas aves canoras, algunas extinguidas para siempre. Los mismos
viboreros que traerán los adelantos de los sabios y los atrasos de la
ciencia, mercachifles del contrabando y el cólera. El lanzallamas que
se acuesta sobre vidrios, que ama la libertad y odia a los
derroquistas. Los vendedores de pescados, sempiternamente olorosos a
36
sábalos y dorados. Los carenciados de siempre que recogerán los
residuos de las calles donde se vendieron los frutos, hombres
sudorosos que acarrean cajones, el arrope, las tunas y el queso de los
campos. Una morena reluce y sonríe entre alfeñiques y quesillos. Y el
coloreo de los mismos aguayos de los que buscaban la república
utópica.
Y un tiempo de libertad que lentamente ir acomodando los sueños
y anhelos.
Los antaño interminables cañaverales, sustituidos por frutales y
hortalizas. Nuevas industrias que suplantan a las extintas. Trabajo y
orden en el desorden. Nuevas dinastías edificadas sobre otras, los
mismos ritos, los mismos personajes que se intercambian las máscaras
entre sí. Los mismos roles que se heredan sin relaciones de sangre a
veces, y que solo muy pocos logran romper.
Una menuda mujer que será
lo que fue Florencia Molina de
Sánchez. Un muchachote que gastar las mismas bromas que antaño hacían
los hermanos de Ezequiel: cargar un borracho inconsciente en algún
remoto paraje para volver a depositarlo mucho más lejos, sin saber que
repiten una broma ya agotada en la escasa creatividad de quienes la
hacen. El reciclar de los azahares y los lapachos, de los tarcos y
frutales, cubiertos por capas de aceites.
La última carreta que pasa
arrastrada y crujiente
entre las intangibles capas de nostalgia.
La noche silenciada de bestias gigantes
y ruidosa de seres minúsculos
que zumban
con voces desangrantes
en coro
omnipresente.
como cuando el gran tapir hollaba
el mantillo selvático,
ramoneando entre los claros de la selva
palpitante e imprevisible.
Amarillos lirios del campo entre los manantiales.
Limoneros en flor.
Octubre con sus prístinos tarcos.
Las selvas de las laderas de los cerros, aquí cerca.
La comprensión que nos gana.
El nuevo orden.
El nuevo hombre.
Los hongos del monte con sus duendes.
El amor, a veces.
La soledad.
El no temerle.
Hay nuevos integrantes en esta sociedad creciente, los cada vez
menos que se enorgullecen mientras nos avergüenzan. Los que sospechan
en otros lo que serían capaces y no se animan. Un hombre que habla de
mentalidades arcaicas, valores que sucumben. El intelectual que se
indigesta con los libros, la bebida, los alimentos.
Pasado que te vas quedando sellado y exiguo. Creces y te
diversificas, te enriqueces en partes, mientras otras empobrecen.
El tiempo trastrocado en sus variables.
Los ríos despoblados y ultrajados.
Los buenos recuerdos.
La república utópica.
Los nietos de Ezequiel Albornoz que juegan como sus hijos, como
él mismo, en el pedestal de la estatua en la plaza. Un rubilingo serio
y bromista al que le dicen Mishiballo, como en la antaña infancia le
dijeran al propio Ezequiel. Mujercitas que nunca hubieron. El resurgir
37
de los buenos valores
doliente familia.
de
siempre.
El
resurgir
de
la
extenuada
y
¿ Quién juntará los trozos de la rota máscara de Ezequiel, quién
seguirá sus pasos. Quién armará y poseerá su itinerario?
Moldes fragmentados, restos de su andar y rumbo.
Allá van los herederos de Abenamar Peñalosa, resignados y
sumidos en la cotidiana espera del día en que se encontrarán con la
megápolis iluminada, lacustre y desjuiciada. Los nuevos Mardoqueos
Molina que aconsejarán al muchacho que inicia sus actividades en el
comercio que piense que a la postre puede quedar con las manos vacías.
Los que leen, los que viven.
Las
calles,
antaño
empedradas,
ahora
con
sus
asfaltos
resquebrajados y poceados. La ciudad que crece sin metas: negociar,
comprar y vender. Hasta que surja quien les muestre el camino, sendero
entre los engranajes oxidados y estropeados del tiempo.
Atestada de vehículos, símbolos del éxito y del fracaso, a veces
los únicos capitales realizables de sus dueños. La injustificable
envidia que se arrastra como antaño entre las calles, serpenteante y
humillada. Anónimas misivas- hijas de las que recibiera Beatriz Molina
de Peñalosa- para denunciar a alguien. Mundo ruidoso y vibrante, con
nuevos rumbos a la nada.
VIII
LA ROSA DE LOS VIENTOS
Tañen a muerto las campanas, redoblan tres notas disonantes entre
tantas imágenes, sonidos monótonos y pausados lamentan y despiden a
otro hombre. Palomas ahuyentadas por el repique inesperado: luctuosa
estola, manípulo, casulla. Lo que ahora pasa, se entremezcla con lo
acontecido. El apesadumbrado clérigo que desgranó virtudes e intentó
reconfortar a la familia taciturna. Pero al fin, cuando esto acabara,
se aplacaría en sus ínfulas el inveterado amigo. Dejaría a la
desmemoriada gente a solas con sus confusas ideas.
- ¿ Qué es esto que premia o castiga?
- ¿ Quién es el que condena?.
- ¿ De qué se me acusa?
Demasiadas piezas para un rompecabezas que no encaja. Dispersas
piezas del olvido.
La conciencia, ese torpe y oscuro laberinto en el que creemos
ciegamente. Esos pocos instantes de lucidez, cuando un halo luminoso
rodea los objetos, escasos retazos de la memoria hecha harapos. El
jarrón de vidrio verde, las excrecencias que recubren su superficie,
transparentado la luz de la mañana, con elevadas flores de la
Strelitzia reginae, vociferantes azucenas. Frías flores de cera, del
viejo continente Africano, del propio oriente. Madama Butterfly.
Imágenes distantes: el ocioso y desperdiciado tiempo de los días
que transcurren sin saber por qué.
Lugares amados: solitaria casa en la cima de las cumbres,
protegida del duro viento que se cuela por sus laderas, junto a un
diáfano arroyo que trepida entre las rocas.
38
Un huerto vecino a la casa: durazneros del estío, rayos de sol
atrapados en el seno de tus jugos, la sombra fría de los nogales que
ya sin hojas permitirán al tenue sol del invierno filtrarse hasta
alcanzar el suelo.
Objetos en desuso: una petaca de cuero, peregrina de remotos
parajes, recorridos quizá a lomo de mulas, descansando las leguas
compartidas con un grupo de húsares que remontan el norte lejano, en
pos del oro del Cuzco; de selvas y ciudades digeridas en ellas.
Profusa reunión en la cima de un reino: bravíos guerreros se
engalanan con los más bellos colores del vasto e inagotable imperio.
Plumas, oro y la noble plata para sus reyes; selva de misteriosas
orquídeas; antiguas princesas prisioneras hechizadas: venganza por la
imperturbable belleza, y el amor no correspondido que despierta en los
hombres de la región: en polvo serás dispersa. Y un talismán mágico
te salvará cual flor entre las arboledas; los árboles se engalanan
contigo, visten como el altanero inca, con sus mejores colores, la
selva. Misteriosa hechicera que llama a la lujuria, quedas voces,
noches henchidas de gritos salvajes, de colores y de aromas vírgenes.
Lívidas carnes pubescentes, vello perfumado y misterioso que te hundes
en el profundo labelo: postreras esperan en lo recóndito de sus
pliegues las dulces gotas de la vida, traslúcido alimento del alba. A
ti acudirán seres con la vista entorpecida, guiados por el portentoso
olfato. Tu sensual llamado atraviesa la espesura y remonta en las
quebradas. Se detiene ante ciudades magníficas, perdidas en la
memoria, donde antaño sus reyes embalsamados meditaban las acciones de
los vivos en los tronos de suntuosos palacios: bellas piedras por ojos
y lujosos mantos de plumas son el fino ajuar funerario. Escondida por
la selva con sus secretos quemados: el fuego ha velado tu sangre y
arcanos para no dejarlos en manos de quienes no los descifrarían.
Sangre vertida en la tierra, raza vencida. Pucos centenarios, erectas
deidades estáticas, de pétreas miradas que impávidas esperan el
retorno del día en el que el sol se puso cuatro veces, en el que los
cardinales enloquecieron entrecruzándose y extraviándose en el tiempo.
Mucho antes de que el tapir gigante hollara la selva, memorias de los
días del diluvio que dejó sus rastros en miríadas de animales, en un
mar dormido. Algo que pasó antes de que el gran Guacamayo ordenara el
caos y separara las aguas: una turbia luz envolvía al planeta, nieblas
eternas lo circundaban. Hasta entonces eran el gris y un silencio
sólido. Desplegó sus alas e infinidad de colores explotaron como un
arco iris vivo. Hizo la luz, pobló cielo y tierra de
animales
diversos: aves multicolores, peces platinados. E infinidad de voces
rompieron en mil astillas el silencio: silbó el zorzal en primavera,
rugieron sus ríos de feroces bestias, el llanto y la estampida de un
tiempo extraviado y pasado. Nos hizo de barro pero advirti¢ que la
obra no estaba terminada. Y se pobl¢ y despobló cataclísticamente, en
ondas y vibraciones que luego fueron voces.
Al paso del tiempo fundarán la ciudad milenaria junto al gran
lago: puerto lacustre de geométricas murallas erizado de señales al
infinito. Allí nacieron del cieno de sus aguas los sapos gigantes,
dragones de piedras, guerreros desmemoriados que asustan desde lejos
con sus gestos ceñudos. A tus puertas un dios llora en el alba. Brumas
que envuelven montañas desdibujándolas. Un sol detona en el naciente y
allí vienen, ardiendo a fuego lento, vuelven los mismos: dragones y
musiqueros del amanecer primero, barcas de juncos, balsas lacustres
retornan casi destartaladas de tantos peces. Algún día te abordará
San Pedro para pasear en ellas severo y resignado a las ofrendas de
flores apócrifas. Ahora el sol se esfuma, un fin de los tiempos en el
turbio ocaso que se enciende. Magnífico incendio en las montañas,
empuje del verano que se anuncia. Así queman tus pastos cerriles.
Antigua práctica de rejuvenecer con el fuego o quizá esperando el
abrigo de las llamas.
39
Junto a la petaca hay también un ajado lazo; serpiente de la piel
inextensible de tus tierras, donde interminables mostrencos trotan
cual feroces búfalos. ¿ Qué lanza te habrá lacerado el cuero
marcándote?. Quizá los de la raza divina, que quemaron los bosques,
selvas, matorrales a su paso con sus pisadas de fuego. La casta de los
de Castilla, con sus mismos hombres-caballos. Bicéfalos preanunciados
por los sabios de la antigüedad en sus mensajes cifrados; el rostro de
la vida que ríe mientras en su reverso el bifronte de la muerte nos
acecha. Raza guerrera fuiste calcinando el suelo a tu paso. La misma
que te persiguió hasta cazarte. Huido del cerco para poblar la tierra
de infinidad de animales. Parecía que nunca terminarían, solo el cuero
te justificaba.
Aromas, sabores, sensaciones. El ocaso convirtiendo en dioses a
dos
mancebos
enamorados.
Lujurioso
escenario
el
cordillerano,
intrincada columna que nos sostienes, con los contrafuertes que de
azules se degradan en la distancia. Dorado encanto de la tarde que es
casi tan bella como tu piel, en este momento. Tiene ella el color del
oro de tus filones fantásticos del Cuzco y Potosí. Refulgentes piedras
cristalinas.
Sibilante línea de pesca para atrapar plateados sábalos,
dorados: tesoros de tus ríos. Tímida trucha de arroyuelo. Una tarde
con los amigos: el sabor del dulce de membrillo glaseado, el aroma de
los eucaliptos de la casa. Los recipientes de flores engalanados.
Espléndido atardecer el de tu entierro, pasada la llovizna
que entorpeció la mañana, el sol emergió de entre las nubes dispersas
para despedirse coloreando las calles.
Todo esto lo atrapó Ezequiel desde algún punto nómada en el
espacio infinito, vio a La Ramada, muchos años después de este hecho
que le carcomiera los cimientos: sus calles en la reverberación de
Noviembre o el vendaval de Agosto filtrándose por esquinas y umbrales
sin toparse nunca con su nombre ni su recuerdo. Solamente su viuda lo
seguirá llamando en noches sofocantes de sueños delirados de
impalpables arañas que le llueven en el rostro. En siestas luminosas
de inexplicable perfume a azahares, aromáticos mensajes que antes el
ausente depositaba en sus manos. Hiere el aire con su perfume, hiere
el cerebro el aroma ineludible; y el recuerdo retorna punzante,
infaltable y previsible: blancos pétalos deshechos, aceitosos puntos
de glándulas aromáticas. Amarillas mieles en su polen que endulzará la
primavera de tanto en tanto.
-¡ Así era él! ¡Tan romántico!.
Azahares recogidos que secados a la sombra aromatizarán el té:
dos o tres flores bastan para devolver la primavera con sus cálidas
ráfagas y sus volantines huidizos que llevan faroles para que el
viento no se extravíe entre las estrellas. Un sorbo y retorna a la
infancia en la casona campestre de los padres. Tiempo de narcisos y
nardos, de los nueve hermanos que se eternizarán en los juegos y
travesuras de a caballo. La época de los arrozales y sus mosquitos
palúdicos. Los mismos que centurias antes desangraron la ciudad
legendaria hasta que tuvieron que abandonarla y trasladarse a donde
fueran menos y se pudiera dormir sin tanto humo. Los mismos mosquitos
que hicieron venir los eucaptilus desde el continente extraviado para
disecar los pantanos de las fiebres palúdicas.
- Las flores le gustaban tanto.
- ¿ A Ezequiel?.
Lo siguió llamando hasta que la inmensa burbuja de luz explotó y
ya no fue más ni el silencio eternizado ni el aislamiento.
Recorrido su paso por este espacio y tiempo en el que amó y no
pudo amar, donde el miedo le aletargaba las infinitas noches de frío y
molienda con voces ululantes
de sirenas y brujas
volátiles que
pasaban suspendidas de las ráfagas tormentosas con varillas en sus
40
manos y arrastrando los andrajos de sus vestimentas por donde se cuela
el viento: secreto conciliábulo de músicas subterráneas que rompen paz
y armonía, se sabe inmune, ahora y para siempre, al perpetuo
compañero. En su lecho, arropado y ajeno al tiempo frío que avinagra
los cañaverales, pensaba en las brujas, sabiéndose a salvo. La cálida
voz del padre les relata a los cuatro niños historias de aparecidos y
desaparecidos, y los cinco desvelados, ajenos a la silenciosa llovizna
de carbonilla que incesante sofoca las casas y las ropas, ajenos al
misterioso paso del mastín que campanillea
su larga cadena
arrastrando en las noches gente que encontró a su paso: ebrios
desprevenidos, algún audaz que se infiltra por los depósitos de la
gran fábrica, persiguiendo iluso un tiempo más fácil, arrieros de
vapores deshechos y burbujas turbias en los desagües que se confunden
con la niebla para desaparecer.
Eran los momentos en que él y los hermanos se sentían seguros
porque trasponiendo los depósitos estaban papá y mamá casi al alcance
de la mano. La cálida seguridad de estar todos juntos, calidez que
menguaba el frío, que apartaba las difusas imágenes de la noche. Una
canción lejana en la voz de la madre, se vuelve aún más triste.
" Ya se ha muerto el burro que llevaba la vinagre, se lo llevó
Dios de este mundo miserable. Que turururú, que turururú"
" Se lo llevó Dios de este mundo miserable, que turururú, que
turururú."
Menesteroso burro que tira incansablemente un carro a ninguna
parte, llevando a cuestas una pizca ácida para distraer del tiempo
los sentidos. La voz de la madre, inefable sensación de seguridad que
volvía ahora de la mano de su viejo amigo, el obispo, que
insistentemente salpica el féretro con aguas benditas. Aguas dispersas
para facilitar el viaje, buenas intenciones para alimentar la
eternidad y reconfortar a los que despiden acongojados al viajero
intemporal. Duerme ahora un sueño inmortal. Mañana serás solo esto. Un
punto en la nada. Serás nada.
La turbamulta se reorganiza en torno al féretro, rozan sus
zapatos y se posesionan del difunto: desencajados gestos, el luto en
las mujeres, Don Nicanor, Rosalba Castro antes de Molina pero ahora de
Iturralde, el obispo consternado, los mendigos, los campesinos, sus
empleados, ahijados, amigos. Lo alzan en alto como a todo muerto
importante, apenas pesa y naufraga cual liviana corteza en la
correntada de un río. En la infancia hubiera sido muy divertido que se
lo pasaran de mano en mano. Él reiría. Pero ahora está aquí arriba
desde donde no alcanza a hacerse sentir en Carmen.
Ezequiel se conmociona tanto como la muchedumbre; en el cielo hay
deflagraciones, círculos tornasolados se forman cerca del cóndor. El
pórtico exhala al exterior espesa humareda de incienso que en densas
cataratas repta por los escalones ocultando las piernas de algunos.
La viuda se acerca a sus tres hijos y aferra sus manos como para no
alejarse jamás, siguiendo al cortejo.
Ezequiel ve una carta en uno de los bolsillos del pantalón de su hijo
menor. Se la envió unos días antes y aún recuerda su contenido.
Rememora las instancias en las que envió la carta, hubiera tenido
que decirle más cosas. Decir que lo quería mucho, pero mucho. Que
nunca se sintiera solo, y cuando así fuese que buscara en lo recóndito
de sí. Allí donde el corazón late valerosamente, encontraría las
respuestas. Y entonces sí que sienta, sin miedo, ser él mismo.
Indiferente a la malicia si en él no existe, ajeno a la incomprensión
puesto que buscando encontrará lo que los demás no comprenden.
Un caos recorre a la informe muchedumbre, en el interior de la
nave, ruidos y ecos persisten pegajosos en paredes y peanas, penetran
las indumentarias de los santos de vestir que miran un punto incierto
con ojos de cristal y su cabellera natural, ofrendas de algún
41
promesante desesperado; pasean
el féretro en alto sobre brazos
extendidos que se disputan el puesto. Recorren el recinto y deriva
en la oleada extraviado en su rumbo sobre manos anhelantes: madero a
la deriva entre las turbias corrientes de la crecida del río. Llegan
hasta el pórtico y trasponen las rejas de la entrada para comenzar un
delirante descenso por los escalones de la catedral. Ezequiel se
desprende de la cruz en la veleta, allí en lo alto y baja a curiosear
a maquinaria del inmenso reloj que antaño marcaba asimétricos pasos de
tiempo, se enreda en sus engranajes dorados y se embelesa en la
cristalería de sus rubíes. Recorre fugazmente la larga escalera
caracol que se eleva hacia el ático, a su paso se encuentra con un
osario
de arcángeles desterrados por su insubordinación a los
genuinos y verdaderos valores cromáticos: fragmentos de espadas entre
alas desprendidas, residuos de celestial contienda; San Miguel todavía
amenazadoramente ajeno al tiempo pasado, lejos del templo para no
sucumbir a la revolución anticlerical. Vetustos alfombrados se
arrumban entre los residuos del coro, en ellos duerme el sacristán que
ahora trajina allí abajo entre la concurrencia, Doña Rosalba Castro de
Molina acompaña de cerca a la viuda; detrás, la enjuta Beatriz, a
quien le sigue en trance místico Abenamar Peñalosa. A un costado, Don
Nicanor: agobiado por la vigilia en la que estuvo como ausente todo el
tiempo sin apartarse ni por un instante del entrañable amigo,
ignorando que pronto le seguiría el rumbo, carga su descomunal figura
ayudándose con un bastón.
Acompasando el vaivén la muchedumbre clama, exige.- ¡ A pulso!
- ¡ A pulso!
Se complace al verlos tan ávidos. Serpenteo de brazos que emergen
de la aglomeración. Hay quienes emocionados desean tocarlo, otros con
pañuelos en mano, lo despiden. Y la banda arremete una bochinchera
marcha tan errática en su armonía como el avance del muerto entre la
muchedumbre. Por un momento se avergüenza de tamaña demostración de
pesar, se siente incómodo y decide volver al campanario. ¡Cuánta
magnificencia!, pero un cardumen de peces que pasan flotando y
descomponiendo la luz al saltar en el aire, lo distrae: Arquean y
comban sus lomos escamados devolviéndole el recuerdo de infinitas
truchas en la espera; los niños jugueteando con los peces, inmersos en
el agua de los lagos en verano. Ríos idílicos donde los hombres se
bañan desnudos a la vista de quien quiera aunque haya transcurrido
tanto tiempo desde que el capitán y su ejército pasaran por allí sin
nunca encontrarse a sí mismos y siguieran de largo para siempre
extraviados en pos de la omnipresente ciudad buscada, la utópica
ciudad de los Césares.
Imágenes del pasado, sellado y lacrado definitivamente, como todo
lo que acontece. Ahora el gentío baja el ataúd, grande y magnífico,
por los siete escalones que dan en el pórtico. Los antiguos hubieran
ovillado al muerto en el interior de una urna con ornamentos de
lechuza. Lo hubieran acompañado con un ajuar funerario de objetos para
el viaje: mujeres rechonchas que lloran conformando silbatos que
servirán al aventurero de la noche eterna para advertir su paso,
huaicas en sus collares para el intercambio, el más preciado de sus
vasos de basalto que representa un felino adosado al borde, una manta
de abrigo y sus preciosos metales.
Pero esas prácticas levitan, irisando, en el pasado. Ahora es solo
un oscuro féretro de roble importado que sigue una dirección
desprolija para alcanzar la calle donde seguir
flotando sobre el
gentío que se abre paso como puede. Relucen sus platerías, burbuja que
entretiene por un tiempo la carcoma y la ceniza. Frenarás apenas por
un rato el ciclo de la materia, oponiéndole inútil resistencia y un
día, también dará cuenta de ti. Invisibles y silenciosos comensales
disgregarán y reorganizarán su críptico perfil.
42
Apenas un día antes, comprarlo fue una cuestión en la que hasta
intervino el obispo. El funebrero, pálido como todos los noctámbulos,
tenía espesas cejas de lechuza. Aprovechando el viento a favor que
corre durante las desgracias colectivas, le puso al entierro un precio
tan desproporcionado como sus mismas cejas: revoloteaba ansioso ante
la inminencia del encargo, ponerle sus garras a este cliente era una
ocasión nada despreciable, arroparlo y aderezarlo para su último viaje
una promoción sin costo en propaganda, tentador periplo el que ofrece
en faraónicas alícuotas. Individuo patético y acostumbrado a lidiar
con el fantasma de lacrar el tiempo definitivo, no se amedrentaba con
nada. Después de idas y venidas y nerviosos aleteos, rechiflando logró
capturar a la presa. Resultó ser que encargaron la compra a Javier
López, quién aún conociendo otras cotizaciones lo tomó a cambio de
una comisión por parte de la lechuza.
Parecía el entierro de un virrey en el exilio. Reverberaba el
ataúd en la claridad de la tarde, expuesto a la atmósfera de Mayo;
todos se tentaban por tocarlo. Brillante, casi con el mismo reflejo
dorado y redondeado de las tubas y demás vientos de la banda que
resopla errática armonía; el tambor emocionado desparrama golpes y el
platillo refleja temblorosos desaciertos. Músicos desprolijos, algunos
calvos. Ezequiel advierte entonces y recién ahora, después de tanto
verlo desde niño, que el inestable gallo de lata es una veleta que
mira hacia donde sopla el viento, y el viento acaba de cambiar de
dirección. La inmensa ave otea al sur, señal de que la amenaza de
lluvia pendiente se disipa, pero estas oscilaciones lo han incomodado
nuevamente.
Una conmoción rebulló en la muchedumbre. Innúmeros brazos agitados
se le estiraban. La viuda y los hijos presencian desde uno de los
escalones más altos junto al obispo. Más atrás, como siempre tardía
para todo, está Cándida Fariña; diligentemente atenta a lo que la
viuda necesitase e indiferentemente compuesta ante las circunstancias,
porque ella, ni en casos extremos perdía la calma. Por un momento el
ataúd se tambalea a punto de caer y todos se sorprenden, logran
acomodarlo y hacerlo avanzar un poco más, vuelta a tambalear y se
desgaja la naranja que se hundirá entre la hierba hasta que sea
difícil encontrarla: tumbado y perdido entre la marejada de gentes.
Entonces sonó como insaciable trapiche devorando cañas en un
crujido monocorde al engullírselo. Un craqueo en crescendo parecido al
exhalado por el ataúd de Nicolás aquella otra mañana de Mayo, subía
sórdido y parejo hasta la cúpula donde Ezequiel se había reacomodado
entre una bandada de palomas y el gallo enlatado. Asustadas revolotean
ingrávidas en círculos veloces. Los herederos miraban taciturnos como
quién ve un náufrago por el que nada puede hacer y que inexorablemente
perece engullido por una oleada humana. Fue lo último que vieron,
después sólo se oyó un craqueo de maderos descuartizados, sorda
demolición de maíces al triturarse, subatomizado, reducido quizá
a
infinitas partículas, para cada presente hubo una parte. Luego el
sonido cesó y un silencio grande se posesionó de la muchedumbre.
Apenas ayer viajando vertiginosamente en su auto se introdujo en
un interminable túnel en el que el tiempo parecía aletargarse más y
más entre una niebla: en el extremo se veía una luz atrayente y
poderosa, en el interior se sucedían noches y días de músicas
embriagadoras;
extraño
concierto
de
batracios
y
reptiles.
Y
cadenciosas siguen el ritmo mujeres que exhiben sus partes pudendas
sin veladuras. Las voces retumbaban en las mohosas paredes. El viaje
parecía eterno y a su paso más mujeres desnudas que, montando
caballos, apenas iluminadas por la luna, convergen a tomar poder. El
final del túnel se ve cercano; la luz crece y el frío de sus galerías
cede para dar paso a una tibieza adormecedora. Calor y luz, luz y
tibieza. Ese amanecer, Ezequiel había despertado sobresaltado en su
lecho, una burbuja opalescente y vaporosa se cuarteaba en los
43
claroscuros del cielorraso, y se desvanecía para siempre en la
distancia. Se levantó sin hacer ruido pero Carmen lo estaba
observando.
Pero todo esto ya había ocurrido y apenas si le molestó. Se
entregó a esa vivencia como a cualquier otra, porque era lo que tenía
que ser. Y una bandada de lechuzas sustituye a la de palomas y
rechiflando vuelan con ampulosos aletazos.
Abajo se dispersa la muchedumbre. Se alejan como lagartos huyendo
de un rapaz y la plaza ahora es un yermo arenal donde deslizan sus
pieles escamosas, dibujando huellas en la fuga. Reptiles y rocas,
arena y desolación. Va quedando muy poco. Excepto la familia atónita
que en los escalones del templo no atina a nada. Cándida Fariña sabe
que es lo que se debe hacer, invariablemente y en cada caso, es decir,
ni se inmuta y se aleja discretamente. Un ocaso rojizo envuelve los
nevados distantes, magnífica llamarada en el hielo eterno para
convertir la mole inmensa del Aconquija en el perfil voluptuoso de una
india adormecida todo azul y plano. El cóndor en las alturas vuela y
espera. Ezequiel mira sonriente los despojos de su despedida y,
convencido, se decide; salta sobre la rosa de los vientos para ganar
impulso y con brazos extendidos hacia el ave, se eleva ingrávido, sin
esfuerzo, remonta para alcanzarla. Abajo, el paisaje se reduce a lo
que se puede ver de una sola mirada: el caserío de techos desordenados
y oxidados, la plaza con su iglesia enfrentada y sus palmeras aún
enhiestas a pesar de destartalarse con las tormentas del verano;
vientos australes que destecha los pobres rancheríos de las afueras,
la libertad y su pedestal donde se harán harapos todavía y como en su
niñez dinastías de pantalones cortos, algunos quizá de sus nietos. Los
caprichosos ríos que se retuercen entre fracciones de selvas, regadíos
del llano para las siembras, entre las titánicas Grevilleas y los
colosales Eucaliptos del paludismo.
Con brazos extendidos y la mirada puesta en la ciudad vuela
ingrávido y divertido. Pasa a través de un grupo de juguetonas nubes,
y algunas golondrinas al verlo entorpecen su vuelo. Aves que buscan
las bajas presiones, cuando revolotean bajo, anuncian
lluvias.
Ahora,
pasadas las lloviznas han vuelto a las alturas, donde se
escabullen para no chocar de contramano con esta nueva muestra de los
avatares genéticos que sufren las aves.
Recogidas las últimas palabras: consuelos e intimaciones,
inexpresiva meditación sobre el efímero tiempo humano y la colectiva
anuencia sobre la bondad del desaparecido. Vistas las últimas imágenes
que atrapó en reflejos el jardín de doradas flores que parecen las
tubas de la bandada de músicos, que escapan ahuyentados. Flores que
ahora se cierran y se guardan, que se entretuvieron con las señoras
distorsionadas en sus concavidades, con los campesinos que no van de
feria sino que regresan a treparse en las cajas de las camionetas o en
carros tirados por tractores. Interminables procesiones de autos
preceden a los camiones con las coronas aplastadas. El resto de la
gente que no cabía ni en el templo ni en la plaza, espera acordonado
en las veredas por cuadras y cuadras hasta el cementerio. Por aquí
pasaría el catafalco que precede al cortejo que nunca arribará
a
ninguna parte: ancianos, niños de guardapolvos. Ezequiel se dirige
sin apuro al ave. La elevada e inalcanzable libertad vista desde
arriba parecen nada, su brazo en alto, el de la llamarada lo señala.
Piensa en el ave, sabe que en su interior ser otra vez un niño que
lamenta la pérdida del burro pero que se complace con la voz de la
madre. Allá donde el verde está poblado de parques y donde ni lo
rozará el tiempo que le estragó las carnes.
Un canto te arrullará, hombrecillo que jugaste a ser bueno y te
lo fuiste creyendo, ¿ quién te objetará nada?. Todo el tiempo oirás
sonidos anhelados, vivirás siempre en un sueño. Pero los que dejas
atrás y abajo serán salvos porque podrán amar, porque a la postre
44
aprenderán que al tiempo se lo dibuja y perfila, se lo enriquece y
disfruta. Una dulce canción ha de velar tu sueño: la pesca, el
chasquido del agua contra el bote, los viernes en la noche con los
amigos, la conjugación de la primavera en el rosa de los lapachos, el
ardor de los ceibales, la sutil trama de los jacarandaes en flor, el
silencioso desperdigarse de los plumones del palo borracho, durazneros
en flor, atardeceres perfumados, los hijos jugueteando, la esposa en
el trajín de los quehaceres, el aroma de la hierbabuena, el pan
caliente, el tibio lecho conyugal, los primeros monstruos de colores
que garabateaban los niños en la escuela, un avión colosal y de papel
que escapa de mano en mano, los barcos que se fabrican los días de
lluvia para que naveguen calles abajo desfilando entre cordones de
veredas. El último atardecer que pasaron juntos, las corzuelas
escapando a brincos en el bosque, esas palomas que vuelan allí entre
el campanario sin entender que era eso que estuvo entre ellas. La
muchedumbre que regresa dolida y desmemoriada, pobres almas en pena
que se van sin nada, la viuda, los hijos, los nietos bellos y
victoriosos, al fin, que tendría.
Flota, flota despreocupado, entre los recuerdos en capas
evanescentes, entre el lamento del amigo, entre indefinibles telas de
arañas que a tu paso se desgarran, la impalpable urdimbre del tiempo y
el espacio. En el ascenso comprenderás el vuelo de la golondrina, el
incesante disgregarse de los pliegues y repliegues de
la memoria,
vaporoso, etéreo espectro que te integrarás al cosmos del pasado.
Entenderás
el
porque
de
tantos
dolores
y
fin
de
la
alegría.
Pero de pronto todo es una sola cosa, todo es pasado y presente,
e importa poco o nada porque volverán a ocurrir infinitas veces. Ahora
recuerda estas huidizas y bellas palabras, estas imágenes que
transcurren sin plasmarse.
Lo que viene es el solaz. El lugar del canto. Volarás sin tiempo
entre las motas erráticas del tiempo, sin lugar en ninguna parte. El
valle parece estar cerca, infinita su verdura; mitad hierba, mitad
cielo. Duerme ahora, sueña despreocupado y paciente con las voces del
canto.
Ya se ha muerto el burro que llevaba el vinagre.
El valle está cercano.
Que dulces sueños acompañen tu viaje.
Que turururú, que turururú.
FIN
45
Descargar