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Revista Claves de Razón Práctica nº 238
LIBROS
La invención
del pasado
Los mitos de la historia y los mitos
de la desmitificación.
juan josé sánchez arreseigor
Miguel-Anxo Murado, La invención del pasado; verdad y ficción en la historia de
España. Editorial Debate, Madrid, 2013
En este interesante trabajo, Murado denuncia la acumulación de
mitos, leyendas, fantasías y falacias que pueblan las historias de las
diferentes naciones. Se centra en la historia de España pero incluye
numerosas comparaciones con otras naciones para denunciar ciertas
pautas recurrentes de mixtificación seudohistórica.
El libro denuncia de manera contundente los vicios y pequeñas
miserias del oficio de historiar. Por desgracia está lleno de vías de
agua. En primer lugar, el furor iconoclasta le lleva a mostrar un excesivo escepticismo ante datos perfectamente verosímiles y creíbles. Sus
razonamientos, lógicos en apariencia, le llevan a confundir los efectos
con las causas y no dejar títere con cabeza. Por otra parte, intenta
abarcar múltiples temas y, como no se puede ser experto en todo,
comete errores clamorosos, afirmaciones claramente erróneas, opiniones cien por cien subjetivas y sin base empírica alguna que acaban
creando tantos mitos como los que pretende combatir.
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La invención del pasado no es, sin embargo, una obra polémica o
escandalosa. Esta redactada en un tono mesurado, esquivando los
temas más polémicos desde un punto de vista político: las historiografías nacionalistas catalana y vasca, la historiográfica franquista, La
II República y la Guerra Civil, etcétera. Sin embargo no le falta tema
para llenar 230 densas páginas.
ASPECTOS POSITIVOS
Murado denuncia lo limitado de nuestras fuentes de conocimiento.
¿Cuánto se ha conservado realmente de las edades más antiguas? ¿Y
cuán fiable es la transmisión de esos datos a lo largo de los siglos?
Se inclina por la visión más pesimista, apoyándose en las numerosas
falsificaciones deliberadas de documentos durante la Edad Media. Es
de gran interés su explicación sobre cómo se fue forjando a lo largo de
muchos años la supuesta frase de Felipe II tras la derrota de su Gran
Armada contra Inglaterra: “Yo no envié a mis barcos a luchar contra
los elementos” (pág. 68).
Uno de los puntos más sólidos del libro, y que requeriría sin duda
una investigación muchísimo más extensa, es la tendencia, consciente o inconsciente, a estructurar las narraciones, reales o ficticias,
siguiendo unos esquemas recurrentes que permiten ajustar a un
mismo molde la historia de dos países tan diferente y alejados como
Rusia y España (págs. 70 a 74 y 80 a 83). De ahí se deriva automáticamente otro factor a tener en cuenta: las historias suprimidas, como
aquellos periodos de la Reconquista en los que no se produjo reconquista alguna (pág. 78), o las otras armadas enviadas contra Inglaterra
tras la Armada ‘Invencible’ (pág. 79).
Por supuesto, no podía faltar un clásico de la seudohistoria: la forma
en la que cambia la visión de ciertos periodos o acontecimientos al
compás de las luchas políticas o las polémicas de cada momento, ya
sean los celtiberos, los visigodos, los árabes o los Reyes Católicos
(págs. 101 a 111). Otros puntos fuertes son su crítica, casi siempre
razonada y constructiva, de la pintura histórica decimonónica (cap.
8º), La falsedad de la supuesta Tizona del Cid, y su adquisición por
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una disparatada suma de dinero (págs. 147 a 151). Las supuestas
casas atribuidas a personajes célebres, rutas históricas arbitrarias,
fabricadas por motivos turísticos, o buscar estilos artísticos singulares
(visigodo, asturiano) donde no los hay (cap. 11). También merece destacar el capítulo final, titulado ‘¿Sirve para algo la Historia?’.
ASPECTOS DUDOSOS O DISCUTIBLES
Es razonable desmantelar todas las leyendas acumuladas sobre la
invasión árabe o la batalla de Covadonga, pero acaba negando por
completo la totalidad de la historia. Entonces, ¿cómo cayó el reino
visigodo? ¿Y cómo se salvó Asturias de la dominación árabe? No solo
eso: la batalla de Poitiers, en la que Carlos Martel derrotó a los musulmanes, la considera meramente una versión francesa de este mito hispánico de Covadonga. Se refuerza su incredulidad cuando descubre
que con pocos años de diferencia se libraron en el sudoeste francés
varias batallas entre cristianos y musulmanes. Por lo tanto, todas ellas
deben ser míticas, simples versiones de la misma leyenda. No parece
dispuesto a creer que todas esas batallas hayan sido completamente
reales, todas y cada una de ellas. Podría leer el magnífico estudio de
David Nicolle: Debacle musulmana en Poitiers (Osprey, 2008. Edición
española de Ediciones del Prado, Madrid 2011), que resolvería completamente sus dudas al respecto.
Este tipo de falsos razonamientos nos muestran el error conceptual
más grave que lastra la totalidad de la obra: si dos o más historias se
parecen mucho, han de ser un tópico literario, un cliche narrativo, y
por lo tanto deben ser falsas todas en bloque. Ahora bien: si ciertos
tipos de sucesos se han convertido en tópicos literarios es porque
acontecen con relativa frecuencia en el mundo real: el banquete
sangriento, el príncipe fugitivo, el criado leal, el hijo vengador, la
tropa que se desanima y amenaza con desertar, la victoria imposible,
la mujer disfrazada de hombre, la fuga de una prisión inexpugnable,
etcétera. Murado no lo acepta. Cierra sus ojos a lo maravilloso y lo
extraordinario. Olvida que la realidad supera a la ficción. Por ejemplo: Boabdil pronosticó que los cristianos irían conquistando Grana-
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da poco a poco: “Como si estuviesen plegando una alfombra desde
las esquinas”. Ahora bien, como el sultán otomano Mehmet II había
usado una expresión similar unos pocos años antes para explicarles a
sus cortesanos sus propios planes para conquistar Europa, Murado da
por sentado que ambas anécdotas son falsas. Ni siquiera se detiene a
considerar que dicha metáfora sea una frase popular, una expresión
coloquial o un refrán de la época, lo que explicaría sin mayores problemas la coincidencia. ¿Se molesta siquiera en verificarlo? ¡Para qué!
Sin embargo, esto de enrollar alfombras es una imagen muy común
en múltiples culturas. En el siglo XVI, en Japón, el Taiko (dictador
militar) Hideyosi, cuando describía sus planes para invadir Corea y
China, se jactaba diciendo: “Lo haré tan fácilmente como un hombre
arrolla la estera y se la lleva bajo el brazo”1. El 2 de abril de 1945,
cercano ya el final de la Segunda Guerra Mundial, el Daily Express de
Londres publicó un chiste que representaba a Hitler y a sus generales
examinando con ademán preocupado un gigantesco mapa de Estado
Mayor. Pero al fondo aparecen unos soldados soviéticos enrollando el
mapa según avanzan hacia Hitler. En el extremo opuesto, son británicos y norteamericanos los que enrollan poco a poco el mapa: una
excelente metáfora gráfica del acorralamiento creciente de Alemania.
Murado muestra también su escepticismo ante los relatos de asedios
de época romana ¿El parecido entre las historias terribles de Sagunto
y Numancia? ¡Muy sospechoso! Han de ser pura fábula ambas. No
se detiene a reflexionar sobre la brutalidad extrema de las guerras
de la época. Aníbal no arrasó Sagunto porque fuera un sádico. Lo
hizo para asegurar su retaguardia antes de avanzar contra Roma.
Los numantinos se suicidaron en masa pero como los historiadores
romanos nos explican muchas historias similares, incluida Masada,
Murado no alberga dudas: han de ser un cliché literario. No se mete
en la piel de unas gentes involucradas en una guerra desesperada, la
ética guerrera estilo: “Antes la muerte que el deshonor” y consideraciones mucho más prácticas: el temor a castigos espeluznantes o el
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Jose Florit: ‘Extremo Oriente durante la Edad Moderna?, publicado en Historia del mundo. Salvat, 1969, vol. 8.
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rechazo a ser esclavizados para el resto de sus vidas. Los romanos no
son en absoluto el único pueblo conquistador que se ha tropezado con
poblaciones dispuestas a luchar hasta el fin, pero cuando un general
romano ofrecía condiciones de rendición generosas, no se producían
resistencias a ultranza ni suicidios en masa.
ASPECTOS NEGATIVOS
Causa gran sorpresa que en un libro consagrado al escepticismo
historiográfico se dé pábulo a los delirios e incoherencias de un
seudohistoriador como Ignacio Olagüe, un sujeto que debería acompañar en las estanterías a los libros de Von Daninken sobre extraterrestres arqueo¿lógicos? o las historias de conspiraciones secretas
para dominar el mundo. Según Olagüe, la invasión árabe de España
fue en realidad una revolución sociorreligiosa protagonizada por los
cristianos arrianos, perseguidos por los católicos. Después, el arrianismo habría sido reemplazado por el islam o habría ido evolucionado
hasta convertirse en el islam. Olagüe llega incluso a insinuar que el
propio profeta Mahoma podría ser una figura mítica, creada para personalizar en un solo sujeto de talla heroica lo que en realidad era un
vasto movimiento social.
Que Murado esté dispuesto a concederle beligerancia a este tipo
de fábulas no es por desgracia algo excepcional. Cualquier autor que
cuestione las tesis dominantes goza de su benevolencia, sin pararse a
valorar críticamente las teorías en sí mismas. De esta forma el autor
se mete muchos goles en su propia portería. Por ejemplo, los guías
turísticos de Masada les muestran a los visitantes la gigantesca rampa
construida por los romanos durante el asedio de la fortaleza. Pero
algún listillo aseguró que esa supuesta rampa era en realidad una formación geológica natural. El bulo gozó de cierta difusión a finales del
siglo XX, aunque resultaba incongruente que Herodes se construyese
una fortaleza inexpugnable con un punto débil tan obvio: un repliegue
ortográfico que conducía directamente a la muralla principal, para
que hipotéticos enemigos pudieran ascender cómodamente con sus
máquinas de asedio desde el valle, decenas de metros más abajo, y
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abrir brecha en seguida. La realidad es que los romanos construyeron
realmente una enorme rampa, pero buscaron un relieve del terreno
que les facilitase el trabajo.
A medida que va avanzando el libro, Murado va entremezclando criticas razonadas, denuncias fundadas y juicios certeros con disparates
y auténticas boutades, como afirmar (pág. 104) que los visigodos ni
siquiera eran un pueblo sino una especie de ejército de mercenarios
de variopinto origen. Para remachar el clavo, añade que casi todos los
“pueblos germanos” de los que tenemos noticia tienen el tamaño de
un ejército romano convencional. ¿Qué se pretende insinuar con esto?
¿Qué las tribus germánicas no existían? ¿Que no cruzaron en masa el
Rhin cuando los hunos las presionaron?
El capítulo 12, dedicado a las conmemoraciones históricas, es
interesante hasta que llega al Dos de Mayo de 1808 (pág. 178). “Los
historiadores están hoy prácticamente de acuerdo en que lo que ocurrió aquel día en Madrid fue un motín con poco o ningún significado
político. Fue breve y minoritario. (...) participaron en ella unas mil
quinientas personas, en una ciudad que contaba entonces con unos
200.000 habitantes. La cifra de muertos que se dio entonces, un centenar, era la de muchos episodios similares en aquellos tiempos en los
que los motines no eran algo infrecuente. No está claro lo que causó
este en concreto. (...) Desde luego, los testigos presenciales cuyos
testimonios nos han llegado no lo vieron como algo heroico, sino más
bien lamentable, y en los primeros años de la guerra nadie quería
acordarse de lo sucedido”.
El único dato verídico de toda esta parrafada es la población de
Madrid. Todo lo demás es fantasía pura. Existe abundante documentación y estudios concienzudos que describen el Dos de Mayo como un
levantamiento generalizado en el que intervinieron varios millares de
personas, la mayoría de las clases populares, pero también, contra lo
que se ha afirmado con frecuencia, gentes de cierto nivel social. Los
motivos del levantamiento fueron muy explícitos y no ofrecen la menor
duda. El número de muertos, incluidos los fusilados al día siguiente,
superó los 400. Sus nombres son conocidos. Los motines no eran algo
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frecuente en la España borbónica del siglo XVIII. Dejando aparte el
motín de Aranjuez, el último tumulto importante en Madrid había sido
el motín de Esquilache en 1766. Estos alborotos eran poco o nada sangrientos. El motín de 1766 en Guipúzcoa no provocó ni una sola baja.
La zamacolada vizcaína de 1804, tampoco. Por lo tanto, que en una
sola ciudad perecieran cuatrocientas personas suponía una verdadera
hecatombe, algo para lo que no existían precedentes. Los testigos presenciales hablan del horror de la matanza y el valor desesperado de
los rebeldes. Los únicos testimonios despectivos provienen de aquellos que después abrazaron el bando afrancesado, como Zamácola. ¿Y
de donde demonios saca Murado la idea de que durante los primeros
años de la guerra nadie quería acordarse de lo sucedido?
Esto nos lleva a las fuentes, o a la falta de ellas, del autor. Para la
sarta de despropósitos que Murado vas desgranando sobre el Dos de
Mayo cita dos fuentes: El sueño de la nación indomable; los mitos
de la Guerra de la Independencia, de García Cárcel (Temas de Hoy,
Madrid, 2008) y La maldita guerra de España, de Ronald Frasier
(Crítica, Barcelona 2006, págs. 80 a 101). Frasier no afirma nada que
ni remotamente se parezca a lo que Murado le atribuye. En cuanto
a García Cárcel, sus tesis sí que coinciden en algunos aspectos con
Murado, pero ¿cuál es la fiabilidad de sus análisis? ¿En que evidencias se basa?
Otro disparate, encima recalcado en rojo en la contraportada: “La
rendición de Breda no ocurrió nunca. No hubo entrega de la llave de
la ciudad ni homenaje caballeroso a los derrotados porque no hubo
derrotados. Ni siquiera hubo batalla” (págs. 134-135). Hace falta
mucha audacia o mucha ignorancia, o ambas cosas, para afirmar algo
así. ¿Es necesario recordar que en 1625 Breda era una poderosa plaza
fortificada, en la frontera entre los dominios españoles y la Holanda
independiente? ¿Qué el asedio se prolongó durante meses? ¿Qué llegaron ejércitos de socorro para romper el asedio de la ciudad y que
los piqueros españoles pelearon contra esas tropas en campo abierto?
¿Y que los defensores se rindieron porque no les quedó otro remedio?
Estoy dispuesto a aceptar que la entrega de las llaves de la ciudad
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no tuviera lugar, y que el general Spinola no otorgase condiciones de
rendición favorables por generosidad de espíritu, sino porque estaba
ansioso de zanjar aquel interminable asedio cuanto antes, pero el cuadro dice la verdad en lo esencial: los holandeses tuvieron que rendirse
y Spinola les trató con generosidad.
Como digno remate a tanto despropósito, Murado arremete contra el
título que se da a veces al cuadro: “las lanzas”, por las picas de ambos
ejércitos. No había tales lanzas, nos asegura. Las picas habían desaparecido de los campos de batalla desde hacia mucho. Nuevo error: la
bayoneta, el arma que reemplazó a la pica, apareció en el País Vascofrancés en la década de 1640, es decir, después del asedio de Breda,
pero los primeros mosquetes eran tan pesados que era necesario usar
una horquilla para apoyar el extremo del arma antes de disparar. Por
lo tanto era imposible colocar un peso extra, la bayoneta, en el extremo del cañón. La bayoneta fue desplazando a la pica gradualmente,
a medida que se desarrollaron mosquetes perfeccionados mucho más
ligeros. A partir de 1700, algunos ejércitos mantuvieron piqueros por
inercia o falta de recursos. Si andabas escaso de mosquetes, desplegar
una formación de piqueros defendiendo tus flancos contra la caballería enemiga era mejor que nada.
En resumen: habrá de venir otro autor que escriba un libro como
este, pero sin los desconocimientos y los errores que convierten esta
obra en inutilizable. Tiene aspectos positivos, pero sencillamente es
demasiado trabajo separar el grano de la paja.
Juan José Sánchez Arreseigor es historiador, especialista en el Mundo Árabe
contemporáneo. Colaborador del diario EL Correo, Radio Euskadi y la revista
Historia National Geographic Autor de Vascos contra Napoleón y Diccionario de
la guerra de la independencia.
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