Nueva York HENRy JAMEs SElECCIóN y PRólOGO DE COlM TóIbíN

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Nueva York
Henry James
Selección y prólogo de Colm Tóibín
Nueva York
Henry James
Selección y prólogo de Colm Tóibín
Traducción de Teresa Barba y Andrés Barba
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
The New York Stories of Henry James
Copyright © de la selección y el prólogo, Colm Tóibín, 2006.
Primera edición: 2010
Traducción
Teresa Barba
Andrés Barba
Fotografía de portada
Donna Ferrato
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2010
San Miguel # 36
Colonia Barrio San Lucas
Coyoacán, 04030
México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
c/ Monte Esquinza 13, 4.º Dcha.
28010, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Formación
Quinta del Agua Ediciones
ISBN: 978-84-96867-71-0
Depósito legal:
Impreso en España
Índice
Prólogo. El Nueva York de Henry James
9
Historia de una obra maestra
35
Un caso de lo más extraordinario
77
La coherencia de Crawford
127
Un episodio internacional
167
Washington Square
261
Impresiones de una prima
475
El alegre rincón 569
La vieja Cornelia
615
Una ronda de visitas
651
Nota sobre la edición
693
PRÓLOGO
EL NUEVA YORK DE HENRY JAMES
Henry James lo dejó claro desde el comienzo de su carrera literaria: no sería un novelista popular ni un comentarista de
costumbres, sino que trabajaría desde el otro lado del espejo;
hablaría de los entresijos y la vaguedad de las relaciones de
los hombres, y especialmente de las que se establecían entre los hombres y las mujeres, ése sería su tema. La duplicidad y la avaricia, el desencanto y la renuncia, temas que luego
se convertirían en algunos de los centrales de su obra, fueron
vividos también por el novelista James en su esfera privada.
Fue precisamente su talento el que hizo que aquella esfera se
convirtiera a la vez en algo más amplio y dramático que ningún
otro espacio sujeto a las leyes de gobierno o negocio alguno.
El propio James tenía también un carácter complejo, ambiguo y con tendencia al secretismo, y hay muchos aspectos de
su vida que están aún por resolver. Su personalidad, al igual
que la prosa de su última época, pertenece al terreno de esas
cosas que no pueden ser descritas con facilidad, en las que los
matices son más importantes que los hechos y el temblor vacilante de la conciencia es más interesante que el mismo conocimiento. James fue, por encima de todo, muy cauto. Fue el
artista supremo en todo cuanto concierne a la estructura y
el tono de la ficción, se especializó en un deliberado y consciente ejercicio de control y en ningún momento pretendió
mostrar su alma al lector.
Aun así es posible leer entre líneas las obras de James
buscando pistas y tratando de desentrañar los momentos en
los que el autor está más cerca de desenmascararse a sí mismo.
Algunos de sus relatos, escritos con apresuramiento y por razones económicas, nos ofrecen tal vez más de lo que pretendían.
Es ahí, más que en las novelas, donde el autor está más cerca
de abrir un resquicio, por ejemplo, en la tremenda armadura
de su sexualidad o donde nos permite echar un vistazo a sus
más profundas y oscuras preocupaciones. Entre esos cuentos
podrían incluirse El alumno, El autor de Beltraffio y La bestia
en la jungla. Los relatos son cuidadosos y reservados, pero de
ellos se colige que el tema del amor ilícito o el de la lealtad
malentendida le interesaban profundamente, al igual que el de
la frigidez.
De ese modo es posible rastrear en James, a veces involuntariamente, otras de forma inconsciente y otras mediante
su obvio deseo de enmascararlos, los temas que más le inquietaban y sus esfuerzos por explorarlos. Sería posible, por ejemplo, rastrear entre su copiosa obra todas las referencias a
Irlanda o Inglaterra, o a su hermano William, o a la novelista
George Eliot y encontrar allí ciertas zonas de ambigüedad e
incertidumbre, así como extrañas contradicciones que subrayan el hecho de que aquellos asuntos le interesaban profundamente, tanto al menos como para aparecer en numerosos
estratos y bajo distintos disfraces.
Tal vez de entre todos esos territorios de la esfera de su
atención el que está más en sombra y cuya topografía parece
menos resuelta es el de la ciudad de Nueva York. Los escritos
de James sobre Nueva York revelan, por encima de todo, cierta
ira, una ira que no se parece a ninguna otra en James, la que
le provocaba todo lo que había perdido y todo lo que, en nombre del progreso, se había hecho en aquella ciudad que conocía tan bien. No se trata de la ira comprensible que podría
sentirse ante la destrucción de algo bello y familiar, sino de
algo más extraño y complejo, y por eso merece una gran
atención.
Hay una elocuente intensidad de tono en las memorias
que Henry James escribe sobre sus primeros catorce años de
vida en Un chico y otras personas, publicada en 1911, cuando el
autor tiene 68 años de edad, un año después de la muerte de
su hermano William. La mayor parte de los recuerdos y las
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escenas allí descritas tuvieron lugar en Nueva York entre 1848,
año en el que la familia James se trasladó a Nueva York, y 1855,
cuando partieron hacia Europa. Si consideramos que no tenía
ni notas ni cartas que le ayudaran a trabajar resulta impresionante la claridad, el detalle y la frescura de sus recuerdos, la
cantidad de nombres que era capaz de recordar (que incluye
hasta los de sus profesores o algunos actores), la precisión con
la que era capaz de evocar ciertos lugares y ambientes, ciertos
olores, imágenes, ubicaciones y hasta títulos de obras de teatro
que en aquel momento se estaban representando en Nueva
York. «No he olvidado nada de lo que vi —escribió— y ese pensamiento hace que no pueda separar los objetos y distinguirlos
unos de otros, es como si sintiera que se abalanzan sobre mí,
igual que un enjambre».
Aquel viejo Nueva York, tal y como lo contempló entre los
cinco y los doce años de edad, permaneció para siempre intacto en su memoria, como una imagen congelada, perfecta.
No contempló su transformación ni participó en su crecimiento pero era el lugar en el que había crecido y nunca
hubo otro que fuera tan determinante para él. No volvió a encontrar su sitio hasta que no firmó el contrato de arrendamiento de Lamb House, en Rye, Inglaterra. El hecho de que
Nueva York le hubiese sido arrebatado y el paso por innumerables habitaciones de hotel y residencias provisionales explica el auténtico entusiasmo con el que luchó por aquella
Lamb House y su sensación de alivio cuando consiguió hacerla
suya. De hecho, el año antes de firmar su contrato había escrito su novela Los despojos de Poynton, un drama sobre el dilema de poseer, y luego perder, una casa muy querida. Tras la
firma del contrato escribió Otra vuelta de tuerca sobre una solitaria mujer que trata de hacer un hogar de una casa que ya
ha sido poseída.
La ciudad de Nueva York, después de 1855, estaba perdida
para él y no sólo, como comprendió años más tarde, porque su
padre decidiera trasladar a toda la familia, sino porque la
transformación que había experimentado la ciudad había sido
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absoluta y sobrecogedora. En aquel espacio de sus sueños se
estaba construyendo ahora un nuevo mundo. De entre todos
los lugares el más sagrado de todos era el número 58 de la Calle
14 Oeste, «visité junto a mi padre la casa allí situada una de
aquellas tardes, ya era vieja por aquel entonces y estaba situada
en la parte sur, cerca de la Sexta Avenida. Se trataba de nuestra
casa, la acabábamos de comprar… ese lugar se convertiría para
mí, incluso muchos años después, en una especie de fondeadero espiritual».
Para Henry James Nueva York era la ciudad de su infancia,
«aquel Nueva York pequeño, oscuro y homogéneo de mediados
de siglo» estaba situado entre la Quinta y la Sexta Avenida,
cerca de Washington Square, donde vivía su abuela materna
y al nordeste de Union Square que, en aquellos días, estaba
rodeado por una alta barandilla. Cerca de ellos vivían también
otros miembros de la numerosa familia James, como Helen, la
prima de su madre. «La veo en toda su rotunda sencillez —escribió— aquella que pertenecía a un mundo más antiguo y tranquilo, a un Nueva York de mejores costumbres, mejores
modales y creencias más sencillas». James comprendió que
«su bondad testimoniaba de alguna forma la actitud de una
sociedad al completo, las bondadosas costumbres de un colectivo». Ésa fue la razón por la que su libro se convirtió en una
elegía no sólo de su infancia perdida sino de un conjunto de
valores que comenzaron a desvanecerse tan pronto como aquel
pueblo que conoció James fue sustituido por una gran ciudad.
«El carácter —escribió acerca de los cambios que había sufrido
su ciudad—, eso es lo que se ha perdido».
A medida que James fue haciéndose mayor se le fue dando
mayor libertad de movimientos. Recordaba con toda inten­
sidad la casa de la Calle 14… los chopos, los cerdos, las gallinas, las dos o tres «Casas Irlandesas», que pertenecían a un
holandés muy refinado; recordaba estar sentado allí, tan lejos,
como si estuviera en un jardín o en un bosque… la amplitud
de aquel territorio todavía vacío, en aquel lugar, en aquella
tranquilidad en la que se esparcían las casas hasta desaparecer
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en la distancia, con esa manera tan peculiar y con ese «estilo»
tan torpe de Nueva York.
Él y su hermano recorrían arriba y abajo Broadway «como dos
perfectos hombrecitos de mundo, debían de habernos dejado
para que nos perdiésemos un poco, estiráramos las piernas y
llenáramos los pulmones. No coartaban nuestra libertad para
ir donde deseáramos… Broadway debía de ser entonces una
de las calles del Paraíso».
En aquella ciudad, que era una mezcla entre Paraíso recobrado y estilo torpe, James situó ocho de sus relatos y una
novela. También le dedicó un espacio considerable en su libro
La escena americana, publicado siete años después de su autobiografía. En sus obras de ficción no trató de exponer ni la
historia de la ciudad ni los sentimientos que le provocaba su
crecimiento, y si alguna vez lo hizo fue sólo de pasada. En primer término estaban siempre sus personajes, cuyas necesidades le parecieron siempre mucho más reales y apremiantes que
el cemento y los ladrillos.
A medida que fue desarrollando sus capacidades como escritor
y sus objetivos comenzaron a ser más ambiciosos, Henry James
comprendió también la pobreza consustancial a la experiencia americana. Es célebre la lista de cosas de las que carecía
América que incluyó en su libro sobre Hawthorne, publicado
en 1879:
No había ni soberano, ni corte, ni lealtad, ni aristocracia, ni
iglesia, ni clero, ni ejército, ni servicio diplomático, ni caballeros, ni palacios, ni castillos, ni señoríos, ni viejas mansiones, ni parroquias, ni casas de campo, ni ruinas cubiertas
por la hiedra, ni catedrales, ni abadías, ni pequeñas iglesias
normandas, ni grandes universidades, ni escuelas públicas… ni un Oxford, ni un Eaton, ni un Harrow, ni literatura,
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ni novelas, ni museos, ni cuadros, ni clase política, ni clase
deportista.
Ocho años antes, sin embargo, en una carta dirigida a
Charles Norton Eliot, había escrito: «Es un complejo destino
éste de ser americano, y una de las responsabilidades que implica es la de luchar contra una especie de supersticiosa sobrevaloración de Europa».
En aquel momento trabajaba en el intersticio entre una
América como tierra baldía y sin tradición, y una América como oportunidad de oro para un novelista que, como él, se interesaba por la complejidad. En su primer relato neoyorquino,
Historia de una obra maestra, publicado en 1868 en la revista
Galaxy, cuando James tenía veinticinco años, su héroe era un
hombre de gusto refinado y la ciudad un lugar en el que aquel
hombre podía relacionarse con artistas, uno de los cuales acabaría pintando «el mejor retrato que se había hecho en América». En algunos de aquellos relatos comenzó también a
exponer a las mujeres como sujetos no muy de fiar y a definir
el amor como pérdida del equilibrio vital. En esa historia en
particular el pintor trata de capturar la verdadera naturaleza
de Marian Everett y es precisamente ésa la causa que provoca
que John Lennox, su prometido, acabe destrozando el cuadro.
El relato fue elogiado por The Nation: «entre los estrechos límites en los que Mr. James se confina a sí mismo, es sin duda
el mejor escritor de relatos cortos de América».
Por aquel entonces James sólo había escrito seis relatos.
Los más importantes habían sido Relato de un año y ¡Pobre
Richard!; ambos estaban enmarcados en los años posteriores
a la Guerra Civil y versaban sobre las relaciones entre los hombres que habían luchado en la guerra y las mujeres que se habían quedado en casa esperándoles. El noveno relato de James,
Un caso de lo más extraordinario, publicado en The Atlantic
Monthly en abril de 1868, abordaba el mismo tema.
La historia comienza en «una de las habitaciones más altas de uno de los hoteles más grandes de Nueva York». Mason,
14
cuyas heridas de guerra, aunque graves, nunca llegamos a conocer, vive en una de aquellas «espantosas y pequeñas habitaciones». Se trata de uno de esos relatos de James en los que
el protagonista debe abandonar la ciudad porque es demasiado
inhumana, o demasiado perjudicial para su salud, o simplemente demasiado calurosa. A James le resulta imposible imaginar que nadie pueda recuperarse en la ciudad que ha perdido,
de modo que traslada a su protagonista a una mansión del río
Hudson. Sobre miss Hofmann, la sobrina de su anfitriona, alguien dice en cierto momento que «parece salida de una novela americana, aunque no sé si eso es decir demasiado» a lo
que Mason responde: «tenga la amabilidad entonces… de meterla en otra novela». La heroína en cuestión es reseñable porque le inspira a James una de las frases menos americanas de
su carrera literaria hasta ese momento: «Por aquel entonces
tenía veintiséis años y su belleza estaba en pleno esplendor, al
igual que su cuenta bancaria».
A medida que James se iba desarrollando como novelista
se iba también volviendo cada vez más «esplendoroso» en la
elaboración de sus escenas de reconocimiento: aquellas que se
producen entre dos personajes a los que podemos ver pero que
se mantienen a distancia y cuya relación comprendemos por sus
gestos, sus movimientos y sus silencios. Ése es el tema central
de El retrato de una dama y también de Los embajadores. En Un
caso de lo más extraordinario, escrito cuando tenía sólo veinticinco años aborda ese tema por vez primera. Mason, quien se
encuentra ahora recuperándose gracias a la ayuda de un talentoso y joven doctor, descubre, al entrar en la habitación en la
que miss Hofmann está frente al piano que «había un caballero
apoyado en el instrumento dando la espalda hacia la ventana e
impidiéndole ver el rostro de la joven… Era un silencio antinatural, desagradable al menos». Finalmente será el doctor quien
se gane los favores de miss Hofmann. Más tarde, casi al final de
la historia, Mason descubrirá «una mirada de inteligente complicidad» entre los dos y el conocimiento de su profunda unión
provocará inmediatamente su declive personal.
15
En este relato, al igual que en Relato de un año, el tema de
los agravios y la enfermedad interesa enormemente a James.
Volverá a aparecer en otros textos, tal es el caso de Ralph Tou­
chett en El retrato de una dama y de Milliy Theale en Las alas de
la paloma. A pesar de que las heridas de Mason han sido producidas por la Guerra Civil y recuerdan en cierta medida a las
de Oliver Wendell, su recuperación depende tan sólo de su felicidad y su decadencia la provoca un amor no correspondido.
En las primeras obras de James era posible morir de amor. Un
caso de lo más extraordinario consiguió la aprobación de quien
fue el crítico más duro de toda su carrera, su hermano William.
«Tu estilo es cada vez más sencillo, más rotundo —le escribió—
y más conciso a medida que vas aprendiendo tu oficio de la
escritura… la superficie de la historia es brillante y viva».
La coherencia de Crawford, el siguiente de los relatos que
escribió James, fue publicado en Scribner’s Monthly en agosto de 1876, pocos meses antes de que se trasladara de París a
Londres. Por aquel relato y por El alquiler fantasma recibió la
suma de trescientos dólares. «Acabo de enviar dos relatos breves a Scribner —escribió a su padre en abril de 1876 desde su
dirección de la Rue Luxembourg— que podrás leer cuando se
publiquen y juzgar conforme a sus pretensiones, que no son
muy grandes». James no volvió a incluir aquel relato en ningún libro mientras vivió. En esta historia, al igual que en sus
memorias, utiliza un tono elegíaco y deja claro que transcurre
en 1840. Cuando Crawford y el narrador dan un paseo el narrador recuerda que «en aquellos días los neoyorquinos podían caminar hasta el campo».
En aquellos días narraba la historia de Crawford, un hombre de gran fortuna que estaba a punto de casarse con la hermosa, pero pobre, miss Ingram, quien siempre había provocado
en el narrador una especie de «vaga desconfianza». Miss Ingram finalmente le rechaza y poco después enferma de viruela,
lo que permite a James hacer una de sus descripciones más
desagradables: «Varios meses después vi a la joven oculta
tras un velo tras el que pude distinguir vagamente un rostro
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totalmente arruinado. Junto a ella, a un lado y a otro, caminaban sus padres con unos gestos no menos desoladores».
Crawford, por su parte, cae en las redes de un matrimonio
inapropiado y tras perder su fortuna se convierte en víctima de
su esposa, quien le tira escaleras abajo y provoca que se rompa
una pierna. El narrador cree que ya no volverá con ella pero,
al igual que Elizabeth Archer en El retrato de una dama (cuya
redacción James empezará sólo unos años después de La coherencia de Crawford), regresa con su esposa renunciando así a
su libertad.
Un episodio internacional es un texto que podría acompañar a
Daisy Miller y que fue publicado por primera vez en The Cornhill Magazine entre diciembre de 1878 y enero de 1879. Dos
jóvenes ingleses, uno de ellos futuro heredero de un título y
una gran fortuna, viajan a Nueva York y desembarcan en mitad
del más tremendo calor veraniego. Son una suerte de personajes huecos, casi estúpidos a ratos, a los que sólo les preocupa dónde alojarse y contemplar la novedad y la extrañeza de
aquel nuevo mundo. El caluroso verano permite que James
reproduzca la misma situación que ya había desarrollado en
Un caso de lo más extraordinario donde la ciudad se convierte
en el espacio en el que comienza la historia, pero no en el que
se desarrolla. Su contacto en Nueva York, un tal J.L. Westgate,
es de hecho uno de los pocos personajes de James que tiene
un trabajo que le mantiene atado durante todo el día a una
oficina. La mujer y la cuñada de Westgate se encuentran en
Newport y el lector casi puede sentir la ansiedad del autor por
trasladar a sus personajes desde aquella «siniestra nube de
mosquitos» en medio de esa ciudad invivible hasta Newport,
lejos del mundo de J.L. Westgate y sus lucrativas actividades
financieras, al mundo del ocio y de las mujeres americanas,
encabezadas aquí por la cuñada de Westgate, miss Alden. Las
mujeres son atrevidas, inteligentes, seductoras, curiosas y
opinan sobre todo, tal vez demasiado listas para enamorarse
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de un joven lord inglés acostumbrado a damas de miras mucho más estrechas.
Miss Alden es un contrapunto de Daisy Miller. Es demasiado inteligente como para que nadie le arruine la vida y si
rompe las reglas lo hace más por una falta de respeto hacia ellas
que por debilidad. En este relato los ingleses son retratados
como gente snob, no muy inteligente y mal educada, como una
raza en la que todo se ha echado a perder. Los americanos son
democráticos y hospitalarios. Cuando se publicó la historia fue
violentamente criticada por Mrs. F.H. Hill, esposa del editor
del Daily News, a quien James conoció en Londres más adelante. «Mrs. Hill —escribe Leon Edel— acusó a James de caricaturizar a la aristocracia inglesa y de poner en sus labios un tipo
de lenguaje que jamás utilizaría. En aquella ocasión, dado que
conocía a la dama, Henry James contestó con una carta magistral en la que defendía su trabajo y su arte. Fue el único caso en
toda su vida en la que el autor dio la réplica a un crítico».
Un hombre que se encuentra en mi posición —escribe James
a Mrs. Hill— y que escribe el tipo de cosas que yo escribo a
veces siente la necesidad de protestar ante algo que con frecuencia se permiten muchos lectores: la generalización de una
de sus ideas. Uno puede crear muchos personajes sin tratar de
generalizar —y he de confesarle que siento terror por las generalizaciones—. ¡Basta que escriba un relato sobre un par de
damas inglesas que tienen un comportamiento reprochable
—cela c’est vu— para que se me acuse de haber hecho una crítica de las costumbres inglesas! Nada de lo que escribo es mi
última palabra sobre el asunto… soy quizá demasiado sutil y
demasiado analítico y, si Dios me ayuda, viviré aún muchos
años para hacer representaciones de todo tipo de caracteres.
Se necesitaría a alguien mucho más inteligente que yo para
descifrar —de entre las cosas que digo— cuál es mi última impresión sobre un tema. ¡En este sentido va en mi contra, por
supuesto, ser americano! Trollope, Thackeray, Dickens, con
todo su talento, fueron libres de describir a muchos personajes
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ingleses de un modo desagradable y lo hicieron en infinidad
de ocasiones, pero si yo me atrevo a hacerlo en una sola ocasión parece que se me va a hacer un juicio penal y comienzan
a correr rumores siniestros sobre lo que pienso de la sociedad
inglesa. Pienso, desde luego, muchas más cosas de las que es
posible exponer en cuarenta páginas de The Cornhill Magazine. Tal vez algún día disponga de más páginas y pueda escribir
algunas de ellas; en ese caso, incluiré tal vez algunas de otra
especie. Mientras tanto haré también algunos retratos de americanos desagradables, como ya he hecho en alguna ocasión
sin que los cordiales británicos vieran en ello ningún peligro.
Será un sano ejercicio.
El cuatro de enero de 1879 escribe sobre el mismo asunto
a su amiga Grace Norton, de Boston: «Tal vez te interese saber
que he tenido noticia de que con mi Episodio internacional he
ofendido a algunos de mis conocidos de aquí. ¿No te maravilla
el asunto? Mientras uno les sirva personajes americanos para
su entretenimiento todo va bien… pero cuidado con tocar a los
sagrados nativos. ¡Son aún, eso creo, más mentecatos que nosotros!». Dos semanas después le escribía a su madre: «Yo
pensaba que había sido delicado, pero creo que de ahora en
adelante me mantendré alejado de ese terreno pantanoso».
Durante aquel año, poco tiempo después, cuando publicó
su libro sobre Hawthorne, James descubrió que los americanos también podían ser igual de mentecatos. Fue atacado por
críticos de Boston y de Nueva York («los balidos de las ovejas
campestres» les llamaba) y entre ellos se incluía su propio
amigo William Dean Howells, cuyo tono era más suave, sin
dejar de ser rotundo. Howells escribió en su crítica: «Es posible adivinar, sin necesidad de grandes dotes proféticas, que
en poco tiempo James estará preparado para perpetrar alta
traición». Y sobre la acusación de que Hawthorne era pro­
vinciano escribió: «Si no es provinciano para un inglés ser
inglés, ni para un francés ser francés, tampoco lo es para un
americano ser americano, y si Hawthorne era “exquisitamente
19
provinciano” tenía sin duda más posibilidades de convertirse
en universal que ningún parisino o londinense de su época».
Le envió su crítica a James.
James se mantuvo firme. Ésta fue su respuesta:
Creo que es extremadamente provinciano para un ruso ser
demasiado ruso y para un portugués ser demasiado portugués
por la sencilla razón de que hay ciertas tipologías nacionales
que son intrínsecamente provincianas. Simpatizo aún menos
con tu protesta contra la idea de que haga falta una vieja civilización para que nazca de ella un novelista… la proposición
me parece tan obvia que es casi un cliché.
En esa misma carta James habla de una novela por entregas que está a punto de comenzar a publicar en The Cornhill
Magazine, «una pobre novelita en tres entregas… un relato
puramente americano en cuya redacción me ha venido el deseo
de utilizar toda la parafernalia».
La parafernalia en cuestión era, James lo describe en esa
misma carta, «las costumbres, los disfraces, usos, hábitos y
objetos que cualquier novelista ha madurado y vivido durante
su experiencia… la verdadera materia de la que nace el trabajo». La «pobre novelita» era Washington Square. A pesar de su
excesiva modestia (su costumbre era referirse a su trabajo quitándole siempre importancia) parece claro también que subes­
timaba su libro. Es, sin duda, su mejor novela corta y también
una de sus mejores obras. Fue el primero de sus libros publicado por entregas simultáneamente a ambos lados del Atlántico, lo que le dejó una gran libertad para dedicarse de lleno a
El retrato de una dama, su siguiente proyecto.
Washington Square narra la historia del doctor Sloper y su
única hija Catherine, a quien considera poco inteligente.
Cuando Catherine se enamora de un caballero sin un céntimo
su padre decide, con una determinación que puede parecer fría
y despiadada, que su hija jamás se case con el intruso. El retrato que hace James de esa hija vulnerable, sensible y poco
20
enérgica es uno de los más poderosos y convincentes de toda
su carrera. El valor de Washington Square reside también en la
ausencia de «parafernalia», cosa que obliga a James a intensificar el papel de la psicología para retratar a un padre y una
hija con detalle y precisión en una sociedad que —dado que
lle­vaba ya muchos años residiendo en Londres— ya no cono­
cía tan bien. Recordaba a la perfección el interior de las casas
en las que había vivido cuando era un niño, podía hablar de
aquellas habitaciones que le resultaban tan familiares, pero no
había estado en aquel mundo lo suficiente como para conocer
su verdadero carácter.
Enmarcó los sucesos de la novela en el Washington Square
de los años de su infancia en los que aún vivía en la ciudad con
su familia y convirtió la vieja casa de su abuela en la casa del
doctor Sloper de la misma forma que un año después convertiría la casa de su otra abuela en la casa de Elizabeth Archer en
Albany. La historia en la que se basó la novela le fue narrada
por Fanny Kemble cuyo hermano había dejado plantada a una
rica heredera cuando se enteró de que su padre tenía intención
de desheredarla. James trasladó la historia a su territorio, a un
lugar que ya sólo existía en su imaginación, el viejo Nueva York
cuyo paisaje no había vuelto a ver desde que lo abandonó. En
el segundo capítulo del libro insertó un pasaje sobre Washington Square y sus alrededores que llama la atención del lector
por su torpeza, una torpeza casi increíble en alguien que, como
él, estaba a punto de escribir El retrato de una dama.
«Desconozco la razón —escribía allí sobre la zona en la
que se encontraba la plaza— de si se debe o no a la ternura que
producen los primeros recuerdos, pero aquella zona de Nueva
York le parecía a muchas personas la más agradable. Tiene una
especie de reposo definitivo que no ocurre con frecuencia en
las otras partes de la amplia y estridente ciudad; tiene un aspecto de madurez, riqueza y honorabilidad mayor que el que
se encuentra en las ramificaciones superiores de la gran diagonal, es el aspecto que ofrecen los lugares que han tenido historia social. Fue aquí, como ya le habrán informado otras
21
fuentes autorizadas, donde usted vino a un mundo que parecía
ofrecer una variedad de fuentes de interés; fue aquí donde
vivió su abuela, en venerable soledad, y dispensó una hospitalidad que despertaba a la vez la imaginación y el paladar infantiles; aquí fue donde dio los primeros pasos en la calle
siguiendo a la joven nodriza y percibiendo el raro olor de los
ciclamoros que en aquella época formaban el principal follaje
de la plaza y difundían un aroma que no le disgustaba a usted
por no tener entonces un espíritu crítico lo bastante desarrollado; fue aquí, finalmente, donde la primera escuela dirigida
por una anciana robusta de busto prominente, que bebía
infatigablemente té en una taza azul como un plato que no
combinaba con ella, amplió el círculo de sus observaciones y
sensaciones. Fue aquí, de cualquier manera, donde mi heroína
pasó muchos años de su vida; lo que puede excusar este paréntesis topográfico».
Tal vez aquella fuera la excusa, pero difícilmente podía
ser la razón. La razón era que, veinticinco años después de haber perdido aquel paisaje, James estaba preparado para trastornar la sagrada pureza de su prosa y evocar aquella plaza
como algo que pertenecía a sus recuerdos, a una especie de
primaria conciencia de sí mismo que ahora ya sólo podía expresarse en palabras. Y la necesidad era tan apremiante y poderosa que permitió que aquel párrafo permaneciera allí. Si se
hubiese tratado de otro lugar, no habría dudado en eliminarlo.
Estaba reclamando Washington Square para sí mismo. También
allí, un poco más adelante, habla de la siguiente generación que
parece estar dispuesta a renunciar a su pasado histórico en favor de la plaga, así la veía James, de la novedad.
Es interesante lo que dice, por poner un ejemplo, la sobrina del doctor Sloper cuando está a punto de casarse con
Arthur Townsend y habla de su nueva casa:
Es sólo para tres o cuatro años. Después de tres o cuatro años
nos trasladaremos de nuevo. Así es como se vive en Nueva
York: cambiando de casa cada tres o cuatro años. Así siempre
22
estás a la última. La ciudad está creciendo tan deprisa que hay
que ponerse a su ritmo. Crece hacia el norte, hacía ahí es hacia
donde va Nueva York… Supongo que nos iremos trasladando
poco a poco y cuando nos cansemos de una calle nos iremos a
la siguiente. De esa manera será como estrenar casa constantemente y lo mejor de estrenar casa, ya sabes, es que siempre
puedes disponer de las últimas ventajas. Lo reinventan todo
de nuevo más o menos cada cinco años, es fantástico poder ir
a la misma velocidad que los inventos.
Es sencillo entender la furia y la exasperación de James
ante la nueva escala de valores que imponía esos cambios rápidos y bruscos, y que se había comido literalmente su ciudad
de viejas costumbres al destruir algunos de los edificios y calles más queridas por él. Es parecido al pasaje citado más arriba sobre Washington Square y, sin embargo, en éste la joven
parece forzada y da sus razones quizá con demasiada rotundidad. Estos dos pasajes se encuentran en una novela que, por
otra parte, es totalmente compacta y posee una poderosa estructura. No son más que ciertas reacciones irracionales que
surgen en James desde lo más profundo ante el Nueva York
que había reemplazado al que él había conocido, ante las emociones que despertaban en él la ciudad y que no se parecían
a las que le provocaba ninguna otra: tan pronto le conmovía
como le sacaba de sus casillas.
Tres años después, tras la muerte de sus padres y un regreso a los Estados Unidos, James escribió otro relato y lo ubicó en Nueva York: Impresiones de una prima tal vez uno de sus
relatos más débiles y desmañados, pero sin duda interesante
por la información que nos proporciona acerca de su actitud
con respecto a Nueva York. El relato se abre con la voz de una
narradora que se maravilla de ser capaz de vivir en la Calle 53.
Cuando llego desde la Quinta Avenida la vista es horrible: las
casas estrechas e impersonales con esa piedra de tono seco y
marrón, una superficie tan poco interesante como el papel de
23
lija, esos escalones con sus pequeñas verandas rígidas, como si
hubiera que escalar hasta esas puertas, las torpes balaustradas,
todos esos pórticos y cornisas multiplicados por cientos y cubiertos por todas esas pesadas excrecencias… ¡Menuda sobredosis de ornamento y qué efecto más desastrado producen!
La narradora es una pintora recién regresada de Italia que
durante las primeras páginas se queja recurrentemente de
que no hay nada que pintar en la ciudad, ni siquiera a la gente.
«¿Qué gente? ¿La de la Quinta Avenida? Esos tienen aún menos encanto que sus casas, y no me parece que los de la Sexta
sean mejores, ni los de la Cuarta, la Tercera, la Séptima o la
Octava. ¡Dios Santo! ¡Qué nombres! La ciudad de Nueva York
es como una larga suma y sus calles son como columnas de
números. ¡Vaya sitio que he elegido para vivir! ¡Yo, que odio
la aritmética!»
Más tarde comentará que los pórticos de las casas le parecen tan horrendos «como una pesadilla», después de haber
comentado ya que el cielo de Nueva York «pertenece claramente al mundo en toda su extensión, mientras que en Europa
parece sólo una parte de un lugar concreto». Parece en realidad un eco de los juicios que había emitido cuatro años antes
en su libro sobre Hawthorne en el que aseguraba que en los
Estados Unidos, durante la época de Hawthorne, «no había
realmente nada que ver (exceptuando bosques y ríos)».
Durante los siguientes veinte años, en los que escribió
cada vez más acerca de Inglaterra y de los ingleses, James no
mencionó más el tema de Nueva York. Sus pesadillas protagonizadas por la ciudad parecían haber terminado. Había otras
ciudades como París, Roma o Florencia que también recordaba
y de las que también podían describirse sus cambios. Pero
nunca hay nada simple en una personalidad tan compleja como
la de James. La ciudad de Nueva York, con todo su poder, permaneció en su interior durante todos aquellos años como una
especie de resaca. En 1906, en su libro La escena americana,
dedicó tres capítulos a esta ciudad en los que demostró haber
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mantenido en la reserva un buen montón de calificativos que
ahora se lanzaban sobre la inmensa metrópoli como una plaga
de langostas.
James comienza quejándose del puerto de Nueva York:
«La orilla es baja, está decorado de una forma de lo más deprimente y abarrotado de gente vulgar, y sus islas, por muy
numerosas que sean, no tienen el más mínimo encanto». Admite que «el aire y la luz son de una gran belleza», lo que es
más o menos lo mismo que admitir que en Estados Unidos hay
bosques y ríos muy bonitos. Aun así James no tarda demasiado
tiempo en comenzar a hablar, y con un tono tal vez demasiado
ferviente, sobre el poder, un tema que tan pronto le incomoda
como le atrae oscuramente:
El asunto del poder parece indescifrable. Es el poder de la
ciudad más extravagante de todas, jubiloso como las primeras
voces del amanecer en su fuerza, su fortuna, sus insuperables
condiciones, transmite a cada objeto y elemento el movimiento y la expresión de todo lo que flota, huye, resuella, el latido
de los ferries y el empujón… de algo parecido a un sonido afilado y libre.
Habla también de «la enormidad, la valentía y la insolencia de esos objetos que chirrían a gran velocidad». Y los rascacielos le sorprenden como si
insolentemente nuevos, y aún más insolentemente novedosos
—y eso es algo que tienen en común con muchas de las otras
cosas terribles de América—, se alzaran como triunfantes pagadores de dividendos… No sólo no están coronados por la
historia sino que no tienen un tiempo plausible para ella, han
sido consagrados con el único fin de salvar el comercio a toda costa, son sencillamente la nota más desgarradora en ese
concierto del gasto excesivo y de lo provisional de la que Nueva
York ha decidido hacer su propio espíritu.
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Las cosas empeoran más aún cuando James visita el centro
financiero y observa la «consumada y vulgar monotonía de esa
multitud humana, moviéndose dentro de su propia masa». Le
horroriza la desaparición de algunos edificios y el enanismo
repentino de otros. Está, y lo reconoce, «angustiado por una
especie de sentido de desposesión». Pasea de nuevo por su
vieja ciudad: «el precioso trecho entre Washington Square y la
Calle 14 tiene aún un valor y un encanto que se reconcilia con
el viejo espíritu, un glamour suave y melancólico que entiendo
que es difícil comprender para esta nueva y descuidada generación». La demolición de su lugar de nacimiento en Washington Square tiene en James el efecto de «la amputación de la
mitad de mi historia». Comprende que el edificio en el que
podría haberse puesto una placa conmemorativa de su nacimiento ya no existe.
A medida que arremete contra la ciudad James encuentra
imágenes sorprendentes para descubrir el nivel de angustia
que contempla en los ciudadanos:
La libertad y las buenas costumbres se han degradado en Nueva
York hasta tomar el aspecto de un desnudo rigor de relaciones
marginales, como si se tratara de una bobina eléctrica sin final,
la monstruosa cadena que parece atrapar todos los cuellos y
los cuerpos, las caderas y las piernas de todos; es exactamente
como una boa constrictor que se alzara sobre todos los habitantes de un lago. Cuando esas hordas se aprietan unas junto
a otras bajo la terrible inclemencia de los meses más fríos y
nevados del año, la condición de la ciudad de Nueva York deja
muy atrás la angustia representada por esa escultura del Museo Vaticano.
Nada le satisface.
Este pecado original de las perpetuas avenidas longitudinales
que se entrecruzan maliciosamente y del sacrificio organizado
de la orientación, de las grandes vistas de este a oeste, podría
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perdonarse tal vez como una especie de búsqueda de una brumosa coherencia. Pero debido precisamente a esa coherencia,
la ciudad es, de entre todas las grandes ciudades, la menos dotada de lugares apacibles, plazas o hermosos jardines; no hay
en ella ni accidentes ni sorpresas, ningún rincón pintoresco,
ninguna esquina reseñable, ninguna desviación, en suma, hacia lo liberal o lo encantador».
Hasta la energía de la ciudad le horroriza: «La verdadera
razón de su energía es que no cree en sí misma y fracasa al intentar persuadir, incluso a precio de oro, de que lo hace».
Las descripciones del horror que le producen las remesas
de inmigrantes que llegan a la ciudad, y que evoca mediante una
imaginería animal, se encuentran entre las más inquietantes
de toda su obra. El inmigrante de Nueva York «se parece al perro que olisquea un hueso que acaba de conseguir, le da aquí un
empujón y allá un lametazo pero no se decide —como si algo en
su conciencia le produjera temor— a comérselo». Sobre los judíos escribe: «Son como esos animales extraños y pequeños
tan bien conocidos por la historia natural, serpientes o gusanos a los que, cuando se les corta un pedazo, se alejan como
si no les hubiese pasado nada y viven amputados de la misma
forma que vivieron completos. Así son los habitantes del gueto
de Nueva York, apiñados unos sobre otros como las esquirlas
de cristal sobre la mesa del vidriero y cada uno posee, como el
cristal, el brillo de la nación entera de Israel». Las escaleras
contra incendios «omnipresentes en las zonas pobres de la
ciudad» le recuerdan a James «a esas jaulas espaciosamente
organizadas para los animales más ágiles en algunos parques
zoológicos. Y resulta irresistible ampliar esta analogía… en cada distrito parece abrirse un mundo de rejas y columpios para
monos y ardillas humanas». Observa, desde una de las ventanas del gueto, «a toda una multitud como si se tratara de un
gigantesco hormiguero trasladándose de un lugar a otro».
Resulta difícil ser preciso a la hora de describir los sentimientos que asaltan a James cuando se pasea por las calles de
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Nueva York, «esa terrible ciudad» como la denomina, cuando
odia las voces y los distintos acentos que escucha en los cafés
«esos cuartos de tortura de la lengua», cuando le desagrada
incluso el mismo Central Park al que compara con «una actriz
a la que se le ha arrebatado, por una enfermedad o cualquier
otra desgracia, todo su talento femenino y se ve obligada a realizar en las noches siguientes papeles muy distintos para pasar,
en el plazo de una semana, de ser la reina de la tragedia a una
cantante de cuarta».
Es como si alguien le hubiese robado algo, como de hecho
había sucedido, y no precisamente algo banal. Hay determi­
nados autores para quienes ciertos lugares abandonados hace
mucho tiempo, al igual que las experiencias vividas en ellos,
con­tinúan existiendo en un presente continuo. Pueden ser
evocados a voluntad, e incluso a veces concurren sin ser invocados. Viven su propia vida en el interior de su imaginación.
Son como habitaciones iluminadas por una luz eléctrica que
no puede ser rebajada ni apagada en ningún momento. Para
Henry James, el Nueva York de entre 1848 y 1855 era uno de
esos lugares y las experiencias que vivió en él estaban tan iluminadas por la alegría de su inocencia y eran tan agradables
que nunca se borraron de su memoria, como sí lo hicieron, por
ejemplo, en el caso de su hermano; se mantuvieron como si se
tratara de presencias vivas. Cincuenta años después se veía
obligado a pasear por una ciudad que, en nombre de la novedad, le impedía entrar en aquellas habitaciones iluminadas.
Mientras recordaba la vieja ciudad no estaba en la nueva, y es
que la vieja ciudad no había muerto para él, vivía como una
especie de imperativo de su propio genio. La luz de aquellas
habitaciones parecía ahora atronadora, como si le cegara. Para
protegerse a sí mismo no supo hacer otra cosa que acumular
insulto sobre insulto sobre la ciudad de Nueva York.
Para un escritor la indistinción entre el tiempo presente y
el pasado es una manera de liberar la imaginación pero también
es la causa de que el carácter se vuelva testarudo e inquieto. El
Nueva York que vio en 1905 provocó que James utilizara su
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imaginación en unos términos absolutamente desproporcionados pero aptos a la vez, para combatir la tensión que le provocaba
un pasado al que no quería renunciar y la sobrecogedora novedad de lo moderno. Los escritores mueren cuando envejecen y
aquel año Nueva York le estaba exigiendo demasiado a James.
Es posible argumentar también que el caso era en realidad
más simple, que James encontró sencillamente más decentes,
humanos y civilizados los valores de la ciudad de su infancia,
que le desagradaron los que encontró en aquella ciudad en
1905 y que expresó aquel desacuerdo con rotundidad, como ya
había hecho en numerosos relatos. Pero una de las últimas
obras que escribió sobre Nueva York, también una de sus últimas obras de ficción, nos hace inclinarnos más bien hacia lo
contrario; que había algo angustioso sin resolver en el desagrado y el miedo que le producía la ciudad de Nueva York. Tituló
aquel relato El alegre rincón.
James, al igual que muchos de sus contemporáneos londinenses, estaba interesado en el tema del doble. Su relato La
vida privada, publicado en 1892, es un contrapunto del mundo
de Dorian Gray y el doctor Jekyll. James convierte ahí en tema
de ficción su propia vida social y su naturaleza de hombre solitario, de escritor. En el relato se las ingenia para situar a su
escritor en dos lugares distintos al mismo tiempo; está acompañado y, a la vez, solo frente a su escritorio. A comienzos de
agosto de 1906 James escribió a su agente: «Tengo una pequeña idea que me parece excelente y que no me ha dejado dormir
ni un segundo en toda la noche, debo aprovechar la ventaja y
escribirla ahora, en caliente». En El alegre rincón escrito justo
después de su viaje a América de 1905, James creó un doble de
sí mismo para representar en la ficción al hombre que había
abandonado Nueva York y vivía en Inglaterra, y a su doble, que
aún le inquietaba, que nunca había abandonado la ciudad y
que aún paseaba por aquellas mismas habitaciones descritas
en su autobiografía y presentes en Washington Square.
El personaje de su relato, Brydon, ha estado alejado de
Nueva York durante treinta y tres años, y comparte con James
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su misma opinión sobre ella. La ciudad parece ahora «un voluminoso y desmesurado libro de cuentas lleno de tachones y
cálculos fantásticos». Se encuentra con frecuencia con su vieja
amiga Alice Staverton y fantasea sobre el gran hombre de negocios en el que se habría convertido si se hubiese quedado en
Nueva York. Ha vaciado de muebles su antigua casa y ha contratado a alguien para que la mantenga limpia, pero va a ser
poseído ahora por la inquietud de una presencia que se mueve
entre esas oscuras habitaciones, alguien que ya no le abandonará, al igual que esa otra parte de James nunca le abandonó
a él. Los dos hombres establecen una lucha durante una noche
interminable, una batalla para apagar la luz de esas habitaciones. «Rígido, consciente, fantasmagórico y, sin embargo
perfectamente humano, un hombre de su misma sustancia y
tamaño le esperaba allí para medir su desaliento y su terror».
Le han sido arrancados dos dedos de la mano con la que se
cubre la cara. «Comprobó que las manos comenzaron a retirarse y a descender, como si se hubiese decidido de pronto,
y se retiraron del rostro dejándolo ahora desnudo y a plena
vista. Con la visión llegó el espanto. Brydon articuló un sonido
que pareció no poder salir del todo de su garganta porque aquella identidad monstruosa a la que contemplaba no podía ser
la suya».
«Es, sin duda —escribe Leon Edel— un relato profundamente autobiográfico». Es una reencarnación de la batalla
que tuvo lugar en el interior del propio James cuando regresó
a Nueva York y trató de describir el mundo que tenía frente a
él, cuando trató de destruirlo con sus palabras, de hundir en
aquel poder el estilete de sus geniales párrafos. Quería resu­
citar a la vida aquel mundo al que se sentía apegado, el viejo
Nueva York, el que había vivido antes de las complicaciones de
la pubertad y el desarraigo, el que había abandonado con tan
sólo doce años. Resulta significativo al final de El alegre rincón
que Brydon, que ha luchado y librado una dura batalla con su
doble durante toda la noche, sea rescatado por una vieja amiga
llamada Alice… también la hermana de James se llamaba Alice,
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y su cuñada, y la esposa de su sobrino. En la última frase de El
alegre rincón James hace que se apoye en su pecho. Su recompensa por haber apagado las luces ha sido el amor, la posibilidad de una sexualidad sin complicaciones, como aquella de la
que disfrutó su hermano William. El alegre rincón abandona a
su protagonista varado entre un pasado anterior al sexo y un
presente poco convincente.
Dos de los últimos relatos que escribió James están situados en el Nueva York que exploró (y deploró) en La escena americana. Tanto en La vieja Cornelia como en Una ronda de visitas
la ciudad aparece como un espacio siniestro, vulgar e inestable.
Teodora Bosanquet, la tipógrafa de James a quien dedicó su
obra de ficción, anotó el 17 de diciembre de 1908: «El relato
“breve” que Mr. James está escribiendo para Harper se está
alargando mucho… y a mí me parece que no es demasiado
bueno». Como ya había hecho otras veces, James trabaja en La
vieja Cornelia la idea del regreso de un exilio, se trata de un
hombre a quien disgusta el lugar en el que vive y recuerda con
gran nostalgia su vieja ciudad. Su protagonista describe la casa
de Mrs. Worthingham «como si cada uno de los caros objetos
que la componían chirriaran con una especie de sonido sin
gracia». Hace también aquí uno de sus ataques más elocuentes
sobre la falta de cohesión social en la ciudad: «Aquella estaba
destinada a ser con toda certeza la música del futuro —eso en
caso de que la gente fuera lo bastante rica, tuviera sus casas lo
bastante amuebladas, hicieran suficiente ejercicio, disfrutasen
de buena salud y se cuidaran lo suficiente— todo cuanto tenían
que hacer era adoptar el distraído e irónico punto de vista de
los menos iniciados». Se enfrenta contra la falta de modestia
con la que la ciudad de Nueva York exhibe sus ventajas: «En su
época… los mejores modales eran también los más amables,
y los más amables siempre tenían un arte muy suyo para no
insistir en su clara superioridad, o al menos para ocultarla al
resto de los mortales si no por simple decencia, al menos por
algo que en nada se parecía a la intensa ferocidad con la que
allí se buscaba que todo el mundo lo supiera».
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La ciudad de Una ronda de visitas, el último relato que escribió James, es aún más inhóspita de lo habitual cuando Mark
Monteith, otro exiliado, regresa a un Nueva York en el que ha
sido timado por uno de sus habitantes. Al igual que en Un caso
de lo más extraordinario, escrito cuarenta años antes, el protagonista se encuentra enfermo en una habitación de hotel y al
igual que en Un episodio internacional el clima es nefasto, Nueva
York está «envuelta en una ventisca deslumbrante». Al igual
que en La vieja Cornelia nuestro héroe visita a algunos viejos
amigos y queda horrorizado por la decoración del interior de
sus casas «de aspecto absolutamente falso». Resulta notable
en estos dos relatos la absoluta falta de simpatía con la que retrata a las mujeres de Nueva York. Leon Edel lo comentaba así:
«Las mujeres de estos relatos parecen haber perdido toda
su simpatía, son gordas y fatuas, feas, ricas, crueles y han olvidado el sentido de la amabilidad». Tal vez no sorprenda del
todo que la última escena del último de los relatos sobre Nueva
York sea un neoyorquino que se salta la tapa de los sesos con
un revólver.
El alegre rincón fue el único relato de tema americano que
James incluyó en la edición de veintitrés volúmenes de sus
obras publicada en Nueva York y de la que también excluyó Los
europeos, Washington Square y Las bostonianas. Trabajó en aquella edición durante los años en los que escribió tanto su autobiografía como La escena americana. Por si aún había alguna
duda sobre el hecho de que se había tomado muy en serio entablar combate, del lado de su personal Nueva York, contra el
Goliat que cada día se elevaba un poco más sobre la isla de
Manhattan, escribió a su editor Scribners lo siguiente el 30
de julio de 1905: «Si fuera preciso ponerle un nombre a la edición, me gustaría que ese nombre fuera la Edición de Nueva
York, si tal cosa puede ponerse como título general para darle
cierta distinción. Mi sentimiento al respecto es que deseo que
esta edición al completo lleve el nombre de mi ciudad natal…
a la que no he tenido gran oportunidad de hacer un homenaje
como merece». El trabajo de James le mostraría a ese mundo
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el otro lado del espejo, el lado amable como lo llamaba él, el
que apostaba por la idea, contra la que ese mundo se rebelaba,
de que se podía resistir y hacerse responsable, que se podía
aspirar a una fama que iba más allá del dinero. La casa de la
ficción se alzaría aún más alto que ningún rascacielos y todas
sus habitaciones permanecerían iluminadas por mucho que en
el exterior reinara la oscuridad.
Colm Tóibín
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