Manuel Antonio Flórez, virrey de la Nueva

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MANUEL ANTONIO FLÓREZ<*>,
VIRREY DE LA NUEVA GRANADA
Y DE MÉXICO
Bibiano TORRES RAMÍREZ
Doctor en Historia de América
Investigador del CSIC
No asistí a la conferencia de ayer del Sr. Hugo O'Donnell, pero estoy
seguro que haría una referencia extensa sobre la procedencia de los virre
yes.-Por tanto no quisiera repetirme, y sólo insinuar que generalmente fue
ron siempre elegidos entre la nobleza o las altas autoridades militares o
eclesiásticas, y en menor número en personas que hubiesen destacado en la
administración.
Quizá por ello tanto durante los siglos XVI y XVII los juristas mantu
vieron una continua pugna por ocupar tan alto cargo. Pero es posible que en
la Corona se mantuviese en sus decisiones ante los frecuentes conflictos
armados, que le obligaban a considerar que debían ser militares, por la ne
cesidad de tener que adoptar necesariamente medidas de seguridad, y por
ello desde casi un principio la mayoría de ellos fuesen siempre militares.
Otra característica que quisiéramos señalar es la superioridad en nu
mero de militares sobre marinos. La preponderancia de la Marina en todo
lo que concierne a las Indias no se corresponde con la proporción de sus
hombres al frente de los virreinatos. Diversas causas podemos expresar
para ello si nos atenemos a las opiniones que los historiadores que han
hecho referencia a esto, nos exponen. Unos dicen que quizá sea la causa la
tardanza de crearse cuerpos especializados dentro de la Marina. Otros opi
nan que quizá lo que mas debió de influir en las decisiones reales fue el
sentido de defensa del territorio, considerándose para ello más capacitados
a los miembros de los ejércitos de tierra, dejando a los marinos a la defensa
del mar al frente de las Armadas y flotas.
Por ello nos encontramos que no hubo ningún marino al frente de nin-
N. de la R.
Las fuentes consultadas presentan alteraciones de apellidos. Su nombre com
pleto es: Manuel Antonio Flores Maldonado Martínez de Ángulo y Vodquín.
51
gún virreinato durante el siglo XVI, y sólo varios en el XVII. Y es en el siglo
XVIII, cuando se fundan los virreinatos de la Nueva Granada y del Río de la
Plata cuando abundan más. En el caso del primero, del virreinato de la
Nueva Granada, que es al que a nosotros hoy nos ocupa, fueron varios
marinos los que estuvieren al frente de él, tal vez por la importancia que en
la época de su fundación, y a lo largo de todo el siglo, tuvo su amplia facha
da marítima al Caribe, y entre ellos Manuel Antonio Flórez Maldonado
Martínez y Bobquín. Todos estos apellidos usaba nuestro virrey en sus co
municaciones, seguido de una larga retahila de títulos, sin olvidar ninguno:
Comendador de Lopera, Caballero de la Orden de Calatrava y teniente ge
neral de la Real Armada.
Nacido en Sevilla hacia 1723, ingresó en la Marina a los 13 años en la
Compañía de Guardias Marinas Nobles de Cádiz. Y como alférez de fraga
ta, en 1740, comienza a navegar, llegando a ser jefe de Escuadra en 1769.
Lo más que de sus viajes marítimos hemos hallado es referencias de que
recorrió todas las rutas de la marina española de su tiempo en derrotas col
madas de peligros y en comisiones de mucha responsabilidad, como su
intervención en la fijación de límites con Portugal, que se lleva a cabo du
rante esta época en la conflictiva zona del Río de la Plata.
Con ese cargo de Jefe de Escuadra fue nombrado Comandante general
del Departamento Marítimo del Ferrol, permaneciendo en él hasta que fue
nombrado virrey de la Nueva Granada en 1775, siendo ya en aquel momen
to, teniente general.
Hemos querido profundizar en sus campañas como marino, sin que
los resultados hasta ahora nos hayan sido muy positivos. La bibliografía
por nosotros manejada de la marina casi carece de datos que nos ayuden a
este fin, pero algunos si hemos aprovechados.
En la obra de Restrepo Sáez, «Biografías de Mandatarios y Ministros
de la Real Hacienda» el historiador dice que uno de los viajes que Flores
realizó fue relacionado con la fijación de límites con Portugal, y durante él
don Manuel Antonio unió su suerte a la de doña Juana María Pereyra, rioplatense, originaria de la ciudad de San Juan de la Vera de las Siete Corrien
tes. No nos hace referencia a la obtención del dato, pero acudiendo a los
documentos del Río de la Plata existentes en el Archivo general de Indias,
hemos podido comprobar su permanencia en Buenos Aires en fecha deter
minada. El Tratado de límites que firma España con Portugal, aunque fue
en 1750, para su ejecución no se despacharon los delegados hasta agosto
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del año siguiente. Uno de ellos es Manuel Flores, y junto a los otros embar
caron en Cádiz el 16 de noviembre, llegando a Montevideo el 27 de enero y
a Buenos Aires el 18 de febrero de 1752. Eran tres delegados y a cada uno
de ellos se le asignó un trozo de nueva frontera que tenían que trazar. A
Flores se le adjudicó la sección de la línea que iba desde el salto grande del
Río Paraná, es decir las cataratas del Iguazú, hasta la boca del río Jaurú,
uno de los brazos altos del río Paraguay, en las misiones de Chiquitos. El
Padre Mateos, en su estudio sobre este Tratado de Límites, publicado en
Miscelánea Americanistas, acusa a España haberlo llevado a cabo a espal
das de la Compañía, ignorándola, sabiendo que en él había que topar con
las misiones jesuíticas del Paraguay, e inculpa de ello al duque de Alba,
añadiendo que éste tenía entre los hombres que intervinieron en la demar
cación a dos criados antiguos suyos: uno, José Joaquín de Viana, goberna
dor de Montevideo, y otro Manuel de Flores.
Pavía en su Galería Biográfica de los generales de Marina lo único
que nos aporta es su Curriculum ascendente en la escala desde Guardia
Marina hasta capitán general, marcándonos las fechas de sus sucesivos as
censos. Merino Navarro en su estudio sobre La Armada Española en el
siglo XVIII, nos dice que era comandante de los bajeles de la Habana en
1765, sin hacer referencia, tampoco, a la toma del dato. Pero con él hemos
revisado varios legajos del A.GI. sobre la correspondencia de los goberna
dores de La Habana en esos años, y efectivamente en esa fecha ocupaba ese
cargo, sin que hasta ahora hayamos podido precisar su fecha de llegada y
hasta cuando estuvo en ese cargo. Por lo estudiado por mi hasta ahora no
puedo precisar si llega con el conde de Riela, en 1763, después que La
Habana volviese a la corona española. Por la fecha, ya hubiese podido ha
ber regresado de Buenos Aires, pero me inclino más a que su llegada pudo
producirse un año o dos después. Hemos localizado alguna documentación
en la que hace referencia a varios viajes que realizó a Veracruz para recoger
los situados y repartirlos por todas las islas de Barlovento, como era lo
habitual que hiciese la escuadra de La Habana, como anteriormente había
hecho la Armada de Barlovento. También podemos señalar que en noviem
bre de 1767 ya era el jefe de escuadra de aquella unidad, Juan Antonio de
la Colina, por lo que su estancia en aquel cargo, lo más que debió durar
fueron dos años.
En
nuestra búsqueda de nuevos documentos que nos aportase más
datos sobre vida en la mar, hemos hallado un informe de Bucareli refírien53
do que ha recibido orden de Arriaga para que el capitán de navio Flores
pase inmediatamente con el navio de su mando a Veracruz a incorporarse a
la flota para servir de Almiranta, bajo las órdenes de Agustín de Ydíaquez.
Pero su navio, el Tridente, a juicio de Bucareli no estaba lo pertrechado
suficientemente para servir en la flota, y en junta celebrada en la Habana,
con diversas autoridades de la marina, decidieron que no se incorporase.
Lo último que sabemos de esa estancia en La Habana es que Flores
ordenó a don Manuel Miguel de León, sin conocer qué cargo tenía éste en
la Armada, a hacer un reconocimiento de la costa de la isla desde el puerto
de La Habana hasta el de Bahía Honda y examinar la capacidad del puerto
de Cabana. El informe está dirigido a Arriaga, porque según expresa en él
Miguel de León así se lo ordenó Flores, advitiéndole cuando se lo encargó,
que si a su regreso él ya no estuviese en La Habana, lo enviase al Ministro.
Al estar datada la carta que acompaña al informe y los planos que de esa
costa hizo el de 3 de abril de 1767, nos hace pensar que ya no siguiese con
el destino cubano. Añadir a esto que el informe y los planos que acompa
ñan son prolijos en los más mínimos detalles de la costa.
Volviendo a noticias con más asertos, ya como virrey del Nuevo Reino
de Granada, sabemos que embarca en el puerto de Ferrol en la fragata
Santa Marta, con su esposa, doña Juan María de Pereyra, su hijo, don José
Flórez, y el fastuosos séquito con que solían acompañarse los virreyes, lle
gando a Cartagena de Indias, el 11 de enero de 1776. Entre las instruccio
nes que llevaba una era esperar en aquella ciudad al virrey Guirior, a quien
iba a sustituir, al ser destinado éste al virreinato peruano, y que allí se cele
brase la transmisión del mando. Fueron varias, según los historiadores co
lombianos, las conferencias que mantuvieron ambos virreyes, versando
principalmente, además de los problemas que tenía el virreinato, sobre el
modo de recorrer las costas del Darién y los Mosquitos y estar pendiente de
los movimiento de los ingleses e aquellas costas, en previsión de la declara
ción de guerra a Inglaterra, que estaba próxima a estallar.
Después de estos trámites iniciales emprende Flórez su viaje a la capi
tal del virreinato, Santa Fe. Remontando el Magdalena, abandona este río
en la confluencia del afluente Opón, para seguir la ruta terrestre por el Carare
en dirección a la ciudad de Vélez. Su intención de cambiar la ruta tradicio
nal seguida hasta entonces de todos los virreyes, fue para darse cuenta per
sonalmente del estado de este camino, recomendado por sus antecesores
como una vía muy importante comercial para llegar al interior, sin tener
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que acudir a la tradicional que llevaba de Honda a Guaduas, temida por
todos los comerciantes por ser muy abrupta su travesía.
Aun así el viaje fue muy penoso hasta la llegada a Santa Fe el día 10 de
abril, en plena estación lluviosa, por lo que retrasó los solemnes actos
que se celebraban en la entrada solemne en la ciudad hasta el 26 del mes
de mayo. Nos parece hoy algo inaudito que para un acto tan simple
hubiese que estar esperando más de un mes; pero todo formaba parte de
un rito en aquella época, para dar a sus vecinos la sensación de poder
real, el vasallaje y la majestad que acompañaban a los representantes
del Rey en América, a lo que seguían el Te Deum en la catedral, los besa
manos, luminarias, corridas de toros, comedias y otros festejos, en que to
dos, autoridades civiles y eclesiásticas, la nobleza y el pueblo, procuraban
hacerse notorios en homenaje al nuevo mandatario.
Varios acontecimientos de gran importancia para el virreinato van a
ocurrir y perturbar su gobierno, que le obligarán a abandonar sus proyectos
de mejoras civiles y culturales, a lo que como veremos se adaptaba mucho
el carácter de Flórez.
En política exterior fue la guerra con Inglaterra. Como acabamos de
referir desde su llegada se veía venir el nuevo conflicto con los ingleses
como consecuencia del Pacto de Familia que Carlos III firma con Francia
en 1779, que tantas funestas consecuencias trajo para España y su imperio,
aunque y a pesar de las grandes precauciones que se tomaron en aquel
virreinato, particularmente no afectó a él. Desde un principio esta guerra lo
obligó a abandonar Santa Fe y volver a Cartagena de Indias, para desde allí
dirigir las operaciones militares. Cabe destacar entre su actuación la labor
realizada en las fortificaciones de aquella ciudad, según el proyecto reali
zado por el ingeniero Crame, al que sin duda conocía de su estancia en La
Habana, y que llega a Cartagena en 1788 para inspeccionar la plaza. Con
las obras realizadas en esta época aquellas fortificaciones quedaron como
el conjunto más completo de ciudad mejor fortificada de todas las Indias.
Aparte de las reparaciones que se hicieron en los lienzos del recinto
amurallado, se hicieron otras en el fuerte de la Tenaza, las baterías del cerro
de la Popa, las de Más y Crespo y el hornabeque de Palo Alto. Se repararon
gran parte de la cortina del baluarte de la Merced, y la comprendida entre
éste y el baluarte de Santa Cruz, que había sido destrozado por un temporal
en 1761. Igualmente fueron reforzados con nuevas baterías la parte del re
cinto del arrabal de Getsemaní, que hace frente al cerro de San Lázaro,
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entre los baluartes de San José y Chambaní, con el fin de cubrir la comuni
cación entre la Media Luna y el castillo de San Felipe de Barajas.
Obras de fortificación que no sólo se llevaron a cabo en aquella ciu
dad sino otras construcciones que se hicieron en toda aquella costa desde
Portobelo hasta el Río Hacha, para defender toda aquella amplia fachada
marítima.
Igualmente, en el aspecto militar reorganizó en las tierras interiores las
tres compañías que formaban el Regimiento Fijo de Quito, la Compañía
Fija que existía en Popayán, y formó una serie de Compañías de Milicias
por todas las provincias, siguiendo el modelo que el mariscal O'Reilly ha
bía llevado a cabo en La Habana y Puerto Rico. Hay, no obstante una dife
rencia muy importante respecto a éstas, mientras que en las islas caribeñas
eran compañías cuyos únicos gastos eran los uniformes de sus miembros,
aquí fueron unas fuerzas regulares, que significaron cifras muy importantes
para el erario real.
El otro acontecimiento, y que ocupa todo su gobierno, es el que se
produce como consecuencia de la política impositiva que lleva a cabo el
visitador Gutiérrez de Piñeres, que provocará una serie de movimientos
revolucionarios, dando lugar a conatos independentistas. Este visitador lle
gó a Santa Fe el año 1779 con los cargos de Regente de la Audiencia de
Santa Fe, Intendente de los Reales Ejércitos y Visitador general de los Tri
bunales de Justicia y Real Hacienda. Todo ello le convertía en la segunda
persona en el reino, después del virrey. Y las circunstancias hicieron que lo
llegase a eclipsar, como dice el arzobispo-virrey Caballero y Góngora, al
constituirse en arbitro de los destinos políticos y económicos de aquel
virreinato.
Este nuevo tipo de empleados que asumían las funciones de
regente, visitadores e intendentes surgen en todas las Audiencias indianas,
y como consecuencias van a afectar a los virreyes, a partir de 1776, al pare
cer para dar más agilidad a los negocios públicos, con amplias facultades
para obrar en el ramo de real hacienda, en calidad de controlador y con la
misión de reglamentar la administración de rentas, productos y gastos, en
acuerdo con el superior, que en este caso es el virrey.
Aunque en un principio actuaron coordinados el virrey y él en cuanto
a los impuestos, el estar en tiempos de guerra, como ya hemos dicho los
gastos militares se multiplicaron, se obligaron a pagar a las milicias en todo
el territorio, y aumentarse las tropas regulares, al igual que los muchos
gastos de las fortificaciones, los forzó a incrementarlos. Parece que de
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inmediato el virrey no le gustó la solución, y de ahí la especie de amo
nestación real que recibió, diciéndole que si no quería hacerse respon
sable y merecer la real gratitud, providenciase en todo con arreglo del
regente visitador en cuanto perteneciese a la real Hacienda. Desde ese
momento, vuelvo a referirme a la crónica de Caballero y Góngora, que
dice: "suscribió ciegamente todo lo que este ministro propuso, dejando a su
cuidado proveer de caudales para los gastos de guerra, que de día en día
iban creciendo. Y en efecto, a los reparos y nuevas en las fortificaciones de
Cartagena y demás plazas del reino, al acopio de víveres y pertrechos, a los
armamentos y aprestos de buques, el hecho mismo de multiplicarse gastos
y disminuirse contribuciones, con ponerse las milicias a sueldos sacándo
las del campo y de los talleres, era muy consiguiente se fuese sintiendo
escasez en el real erario y que hubiese reglamentos ni reformas que alcan
zasen. El virrey ante esto no tuvo más remedio que inclinar la cabeza ante
la resolución que hemos referido del rey, aun sabiendo que él tendría que
sufrir las consecuencias de las disposiciones impolíticas del Regente, por
que él era quien tenía que firmarlas. Pero dentro de un régimen absolutista
le era imposible dar un paso atrás.
Y lo que se temía sucedió. Al hacer cumplir el regente con la publica
ción de la Instrucción general de Alcabalas y Armada de Barlovento, decre
to del 12 de octubre de 1780 se produjeron los primeros movimientos de la
llamada Revolución de los Comuneros. Este impuesto, llamado de la Ar
mada de Barlovento, desde mediado del siglo ya no se cobraba como tal
sino como unido a la Alcabala. Pero el visitador volvió a separarlos para
acrecentar el erario real, creando para su cobro un cuerpo de guardas. Se
cobraba por todo: al igual de los géneros que se introducían de España,
como de todo lo que se fabricase en la tierra; pagaban las pulperías, las
tiendas de mercaderes, las carnicerías, los ganaderos y hacendados, las fin
cas y heredades, por la imposición de todo censo, de las almonedas, del
viento, era el que pagaban los traficantes o forasteros, que no tenían domi
cilio fijo, los artistas y menestrales, que pagaban por el arte u oficio que
ejercían. En resumen, pocos eran, muy pocos los géneros entre los efectos
del comercio que estaban libres del pago de la Alcabala; cabe destacar entre
éstos los libros en latín o romance, las pinturas y las medicinas. También
tenían preferencia descriminatoria todos los géneros que de manera directa
beneficiaban al estado, como el oro, la plata, el cobre, y otros minerales
que se compraban para la fábrica de moneda y las armas.
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A esto hay que añadir que los artículos estancados, los que eran rentas
propias para el real erario, como era el caso de el aguardiente, tabaco,
sal y los naipes, fueron elevados en un cincuenta por ciento. Más se
puede añadir a esta situación: al iniciar la guerra el Regente solicitó de
los habitantes un «gracioso donativo» para aliviar los gastos en que estaba
empeñada la monarquía, pero bien porque la gente estuviese agotada por
tantos impuestos o que no tuviesen empeño en cooperar, debió de ser tan
poco lo recogido, que al año siguiente el Regente convirtió el «gracioso
donativo» en obligatorio, a razón de dos pesos para los vecinos blancos y
un peso para los indígenas y gentes de color.
Todo los historiadores que han estudiado este levantamiento resaltan
que en más de dos siglos y medio de vida colonial jamás se había llegado a
tal exceso en el sistema impositivo. Dice a este respecto Caballero: «el
regente Piñeres puso pecho hasta el hilo y huevos; esto es, de medio real
que se vendiera se había de dar la mitad; de un real un quartillo, y así a
proporción habían de dar un tanto cada año los que tenían casa propia, y
aun los que tenían hijos habían de pagar cierto pecho, y otras tantas mil
cosas a este modo, que se puso en la Aduana una tabla de vara y cuarta de
larga, por donde se podría conocer los pechos que se imponían».
Cabe hacerse la pregunta si esta política impositiva estaba de acuerdo
con la capacidad de aquellos habitantes para soportarla. Y si estudiamos los
informes y estadísticas de la época la respuesta debe ser negativa. La pobla
ción hacia 1780 en algo más de 800.000 habitantes, de los cuales unos
300.000 eran indígenas, en diferentes escalas de semicivilizados, someti
dos y selváticos que en nada contribuían a la riqueza pública, pues apenas
tenían para su propia sustentación; cerca de 100.000 eran negros o mulatos,
que tampoco tenían riqueza y vivían la mayor parte en la esclavitud. Por
tanto todo recaía sobre la mitad de la población: unos 420.000 criollos y
10.000 españoles, de los cuales muy pocos eran grandes propietarios de
tierra o grandes comerciantes; el número mayor era una masa trabajadora,
menestrales, jornaleros, pequeños agricultores o industriales y negocian
tes.
Por otra parte es preciso anotar que el ordenamiento de impuestos e
instrucciones para hacerlos efectivos no pesaba igualmente sobre todos los
puntos del territorio, sino con más fuerza en el distrito de Santa Fe hasta
Cúcuta, pues en las partes más alejadas de la sede de las altas autoridades
del virreinato, si llegaban las disposiciones se obedecían, pero no se cum58
plían. Así, por ejemplo en la región de Cali, sólo se pusieron impuestos
sobre las pulperías, y en Pasto cuando se presentó el recaudador Peredo
para hacer efectivo el estanco del aguardiente, lo mataron por este intento.
El regente Piñeres motivaba sus atentatorias disposiciones con las
consabidas muletillas de «urgencias de la guerra» y «servicio del sobe
rano». Sí existían estas razones pero creemos que las que más pesaban
al Visitador para extorsionar a los pueblos era hacer méritos ante el
soberano, la de distinguirse a toda costa entre todos los agentes de la
corona destacados en América para implantar rentas y llevarlas al máxi
mo de su producción. Testigo de la mayor excepción como el arzobispo
Caballero y Góngora, que presenciaba tamaños desafueros contra sus
feligreses le escribía al monarca para denunciarlo: Esto consiste, Señor,
en que en la Corte es el más aplaudido y elogiado aquel que apronta
mayores cantidades al erario real y por esto procura cada uno hacerse sin
gular, pues así consigue la duración de sus empleos y la perpetuidad de sus
intereses propios, hablando como agradan y no como sienten.
En este mismo documento el arzobispo añade: No es posible, Señor,
que la soberana clemencia de vuestra majestad esté verdaderamente noti
ciosa de los trabajos de estos pueblos, ni informados sus grandes y celosos
ministros de lo que se padece en ellos; porque al saberlo no podría suceder
el consentirlo y mucho menos vuestra majestad que siempre amante de la
justicia, jamás supo volver los ojos a la razón de mandar ejecutarla. Abru
mados estos moribundos vasallos con tan pesada carga, no pueden ya lle
varla sin la costa de acabar de perder sus débiles haciendas y trabajosas
vidas. Yo soy testigo de esta lástima, pues arrancadas del todo la mayor
parte de raíces, para cumplir con las contribuciones de hoy, quedan sin
sangre para poder satisfacer las de mañana, y esto aun aliviándoles la fran
ca disposición de mis graneros, que abiertos siempre tienen para guardar,
aun no bastan para remediar sus necesidades. Termina esta acusación al
Rey diciéndole: Vuestra majestad y su real familia, la nobleza de su corte,
los bríos de sus ejércitos y la multitud de los habitadores de pueblos, todos
penden del sudor de los jornaleros. ¿Y por qué habiéndole de limpiar la
piedad, le ha de sofocar el rigor? - Bástela al infeliz su desdicha sin querérsela
duplicar con el desprecio, y así, señor, espero firmemente que la piedad de
vuestra majestad ha de dar crédito a estas expresiones de mi reverente bue
na ley y humildad de amor a vuestra majestad tomando la providencias que
fuera servido para el remedio.
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Esta enérgica y atrevida representación del Arzobispo que debió cono
cerse en la Corte pocos días antes del estallido de la revolución de los co
muneros del Socorro, no tuvo respuesta. Y la conmoción culminó con el
inicio de la revuelta. Primero fue una pequeña asonada contra los agentes
celadores de la renta del tabaco en la población de Simacota el 22 de octu
bre de 1780. Y días después en la parroquia de Mogotes.
Un informe enviado al Consejo de Indias nos dice: Una arrabalera de
casta de mulatos, a quien todos llamaban la vieja Magdalena, tan despre
ciable que no hay términos con qué calificarla, gritó: ¿Hay quien defienda
las armas del rey? y todos respondieron. No. ¿Hay quien se ponga a la
defensa de la renta del tabaco? No. Y habiéndole contestado no, la dicha
Magdalena, en airado y amenazante ademán lanzó con toda la fuerza de sus
músculos una certera pedrada contra las armas reales, colocadas sobre el
dintel de la puerta, cuyo ejemplo, imitado por los tumultuarios desató una
tormenta de piedras contra las dichas armas reales hasta abatirlas y piso
tearlas luego, haciéndoles pedazo. Así se abatió por primera vez en la Nue
va Granada el emblema del dominio español en América.
Se suele enlazar el inicio de estos sucesos con los ocurridos en el
Perú por esos mismos días, donde un descendiente de los incas,
José
Gabriel Tupac Amaru intentó restablecer el señorío de sus antepasados.
Insurrección que fracasó allá totalmente, pero que tuvo eco en este Nuevo
Reino de Granada. En efecto, los criollos aquí alzados, al saber las no
ticias del Perú, la comunicaron a los indígenas para atraerlos a la rebe
lión y hasta se supone que se valieron de un documento apócrifo para
hacer proclamar a Tupac Amaru como jefe supremo de las reivindica
ciones, lo que se hizo en el poblado de Silos, dentro del departamento
de Pamplona. Con este motivo los indígenas de Güepsa, donde tenía
una tienda de comercio Ambrosio Pisco, quien pretendía que se lo reco
nociese como descendientes de los Zipa, y por lo mismo heredero del
cacicazgo, lo rodearon como jefe, y como a tal lo metieron en el movimien
to de los criollos con el título de «señor de Chía y cacique de Bogotá». Esta
figura, que indudablemente atrajo a muchos indígenas a su lado, le rindie
ron vasallaje y hasta llegaron a proclamarle libertador y besar el estribo de
su montura, fue más decorativa que beneficiosa para la causa de la revolu
ción comunera, y cuando ésta se terminó con tratados el pobre don Ambrosio
Pisco, señor de Chía y cacique de Bogotá, quedó al margen de ellos, vícti
ma de la mayor inconsecuencia de amigos y contrarios. Se le siguió juicio
60
criminal por haberse querido alzar contra la autoridad real, lo cual conside
rado crimen de lesa majestad, fue condenado a muerte, aunque después se
le conmutó por la pena de prisión perpetua que sufrió en Cartagena de In
dias, y confiscación de todos sus bienes.
Al margen de estos curiosos sucesos la verdadera revolución se inició
en la población de Socorro, donde se amotinó el pueblo el 16 de marzo de
1781, ante la puerta del recaudador del impuesto de Barlovento, alternán
dose los gritos de ¡Muera el Regente! con los de ¡Viva el Rey! y mueran sus
órdenes y los ladrones que están aquí. A partir de aquí todos los pueblos
cercanos a esa población de Socorro se unieron al levantamiento y come
tieron toda clase de desafueros contras los estancos de aguardientes y taba
cos y a desalojar de sus poblados a los odiados guardas o administradores.
No es posible hacer aquí una relación detallada de todos los incidentes
de esta rebelión porque sobrepasaría los límites en que quiero referir esta
conferencia, sólo referir que participaron más de sesenta poblaciones que
en pocos meses pudieron ponerse en marcha hacia Santa Fe.
Llama la atención en este movimiento el calor humano de solidaridad
entre los levantados, su comunión de propósitos, la camaradería que se
manifiesta entre los vecinos de los diferentes lugares. Desde luego, a seme
janza de los Comuneros de Castilla, de quienes seguramente allí se conser
vaba algún recuerdo, se dieron el nombre de «comunes» y así, en algunas
notas de esos días puede leerse: Nos, los comunes, Nos los capitanes gene
rales de todos los Comunes de nuestro gremio, como indicando que se tra
taba de todo el pueblo, sin excepción de personas. Se daban entre sí esos
comuneros el dulce nombre de «compañero», «amadísimos compañeros»,
se llamaban entre sí los jefes de las distintas regiones. Todo era entre ellos
desprendimiento, cordialidad y anhelo de lucha en tan vasto territorio, ex
ceptuando Santa Fe, que aunque contaba con un pequeño grupo que trabajó
a la sombra por medio de pasquines.
Llegaron a levantarse en esta región más de 25.000 hombres, a cuyo
frente estaba Juan Francisco Berbeo, que inician los preparativos para diri
girse a la capital del virreinato, la cual se preparó para defenderse, y envió
una expedición hacia las zonas amotinadas, la cual fue sitiada, teniéndose
que rendir. Los que pudieron huir del cerco dieron la noticia en Santa Fe,
donde se acordó que se retirase de la capital el Regente para calmar el odio
de los sublevados y tratar de parlamentar con ellos, a fin de evitar su llega
da a la ciudad. La comisión que aquí se forma, dirigida por el arzobispo
61
Caballero consiguió convencer a los comuneros que para el bien de todos
era mejor llegar a un arreglo y no ocasionar más disgustos, aunque las fuer
zas que tenía Bermeo le hubiesen permitido entrar en Santa Fe. Hubo mu
chos incidentes que tuvieron en vilo las conversaciones, llegando hasta
decirse que el jefe comunero se había vendido al Arzobispo por 15.000
pesos.
Pero por fin, el 4 de junio de 1781 queda terminado el pliego de la
capitulación, dejando que presentase sus puntos de vista y pretensiones, y
así se capituló en los campos de la jurisdicción de Zipaquirá, a seis leguas
de la capital.
El texto, compuesto de 36 puntos, admitía la supresión a perpetuidad
del impuesto de la Armada de Barlovento, extinción del ramo de los naipes
y del tabaco, reducir el impuesto sobre el aguardiente, supresión del im
puesto de la media ananta, fijar los tributos de los indios en sólo 4 pesos,
cobrar sólo el 2 por cien de alcabala, excluyendo los cereales y los tejidos,
el suprimir la carga que pesaba de dos pesos a los blancos y uno a los indios
y negros, como hemos visto que se cobraba, que la contribución que se
pagaba de peaje en los caminos se emplease en el arreglo de ellos, cada uno
en su jurisdicción, evitar los empleados de la administración de las rentas
por un sistema de contribución de los vecinos anualmente de un 2 por cien,
enviar a España al visitador para que el rey juzgase su conducta, y otros
más sobre los derechos de los escribanos, los visitadores eclesiásticos, o
sobre que los curas no cobrasen por la administración de los sacramentos.
Días después en sesión celebrada en Santa Fe en Real Acuerdo la Jun
ta general aceptan todos los capítulos y proposiciones firmándolas y devol
viéndolas a Zipaquirá, donde durante una misa solemne celebrada por el
Arzobispo, termina el intento revolucionario, y todos los pueblos que parti
ciparon en él regresan a sus orígenes, seguramente contentos de haber rea
lizado una jornada heroica, aunque frustrados sus deseos de imponer su ley
en la capital.
Pero naturalmente el asunto no quedó del todo zanjado. Junto a este
acta los miembros del Real Acuerdo y la Junta Superior de Tribunales, aña
dieron otra adicional que decía «habían procedido a dicha aprobación sin
embargo de la notoria repugnancia y mostruosidad que envuelven, estre
chados de una parte por las desmedidas fuerzas de más 15.000 hombres
con que se halla Berbeo, incomparablemente mayores que las que se han
adquirido y hay en la ciudad; y por otra parte la disposición que se ha
62
advertido en el numeroso vulgo para seguir el mal ejemplo de los rebel
des, uniéndose a su llegada y aumentando o engrosando su cuerpo infinita
mente».
Había también que añadir la posición que tomase el virrey Flórez y
el Regente Visitador, ambos en Cartagena, que antes las noticias de la
subversión, y sin conocer el acuerdo a que se había llegado, habían prepa
rado una expedición de tropas regulares, y la dirigieron sobre Santa Fe. Y
una vez que lo conoció el virrey el acuerdo envió comunicaciones a los
cabildos de los pueblos que se habían levantado anunciándoles que adole
cía de nulidad inalterable, por contener puntos reservados únicamente a la
autoridad real, además de haberse pactado mediante la violencia, suspen
diendo la promulgación y cesar su cumplimiento.
Vuelvo otra vez a referir la conclusión a la que llegan todos los histo
riadores colombianos de que esta determinación fue obra del Visitador que
lo tenía dominado, la cual provocó nueva reacción de los pueblos que pre
tendieron de nuevo sublevarse y buscaron a sus antiguos jefes para que se
pusiesen a su frente, pero ninguno de ellos quiso comprometerse. Fue nom
brado, por tanto Juan Antonio Galán, que se había distinguido en levantar a
muchos pueblos en el anterior alzamiento, pero fue hecho prisionero por la
Audiencia.
Aunque fue en la región de Socorro, donde el movimiento tuvo más
consistencia, la implantación de esa absurda política impositiva, motivó
que se extendiese por todo el territorio colombiano. En Pasto, la llegada del
Comisionado para imponer el estanco del aguardiente, provocó la protesta
del pueblo al darse lectura el decreto que llevaba, acabando con su vida,
como ya hemos referido anteriormente. Indiscutiblemente hasta los mis
mos miembros del cabildo de la ciudad estaban aunque solapadamente de
parte de los sublevados ante los fuertes impuestos a los artículos de primera
necesidad, y el crimen del comisionado quedó sin castigo.
Los mismos alborotos se provocaron en el puerto de San Andrés del
Tumaco, donde destituyeron al teniente de gobernador. Y en la provincia de
Antioquia, fueron también muchos los pueblos que se alzaron.
Ante estos nuevos movimientos la represión del Regimiento llegado
de Cartagena, fue brutal. De seis indios, muertos en la refriega, fueron co
locadas sus cabezas en picas en las calles de salida de Santa Fe. Y otros
criollos, junto a Galán, fueron juzgados con durísimas sentencias, que de
cían: que fuesen arrastrados hasta el lugar del suplicio, puestos en la horca
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hasta que naturalmente mueran, y bajados después se les corten las cabeza
y puesta en picas. Aun mayor fue la de Galán, que demás de todo lo anterior
se ordenó dividirlo en cuartos para colocar pies y manos en diferentes luga
res. Los documentos del proceso manifiestan que la sentencia pronunciada
por los miembros de la Audiencia no fue unánime, que hubo dos votos que
no estuvieron conforme con la atroz sentencia, y que ésta se decidió por el
alguacil mayor de la corte, Francisco Javier de la Serna, que precisamente
era americano de nacimiento. Y a renglón seguido, se anularon las Capitu
laciones.
En todo este proceso llama la atención la actitud tomada por el arzo
bispo Caballero y Góngora, que había dado muestras en un principio de
una gran consideración hacia los levantados, como ha quedado manifesta
do en las denuncias que hemos reseñado que envió al Rey, y que después
permaneciese indiferente ante la actitud abusiva del Regente. El, que en su
informe al ministro Gálvez sobre el levantamiento manifestaba que era fru
to de la inexplicable miseria de este país, después no hiciese valer esa causa
profunda para pedir al rey mejor trato y comprensión para sus subditos.
Muchos han sido los trabajos que se han realizado para poner en su
sitio la actitud del Arzobispo. Unos justifican la violación de la palabra
empeñada, alegando que si bien el recibió los juramentos «nunca los hizo
pues no consta en los documentos publicados, aunque esto, naturalmente
no le excusaría se sentirse moralmente ligado a haberlos tomado». Otros,
como excusa dicen que el arzobispo era español y como tal debía ajustar
sus actos a los que practicaban las autoridades en nombre del rey, a quien
todos servían, y que es posible que él estuviera convencido, de buena fe,
que las capitulaciones eran nulas por haber sido pactadas bajo el imperio de
la fuerza. No parecen válidos estos argumentos pues sería atribuir al prela
do un concepto falso de sus deberes, pues él antes que español era pastor,
y, por otra parte, las capitulaciones no tenían fondo injusto para que los que
las pactaron estuviesen absueltos de su cumplimiento. En síntesis, fue este
episodio de historia colonial un drama, según escribió José María Vergara
en su Historia de la Literatura en Nueva Granada «que empezó con un re
glamento de pillaje y terminó con un acto de perjurio y una sentencia de
asesinato».
En las otras comarcas alzadas que hemos reseñado no se actuó con la
misma dureza, y hasta puede decirse que se condescendió con ellos. Es el
caso de Pasto, donde el virrey, advertido en Cartagena de lo sucedido, orde64
nó que las cosas siguieran como antes, es decir libre el estanco del tabaco y
el aguardiente, y las mismas medidas contemporizadoras en las provincias
de Popayán y Antioquía. Por último reseñar que todo terminó con el indulto
promulgado de Carlos III para todos los alzados en el virreinato.
Al margen de estos dos acontecimientos ocurridos durante el mandato
de Flórez, y que indiscutiblemente lo marcaron, hay que hacer referencias a
las benéficas y acertadas providencias con que inició su gobierno, pero que
quedaron algo anuladas ante lo referido. Entre las Instrucciones de gobier
no que llevaba estaba la de abrir nuevos caminos para facilitar la comunica
ción interior entre las provincias del virreinato y que acercase lo más posi
ble a Quito, para tener una comunicación más cercana entre la Corte y Perú,
ya que la que se mantenía en esos momento desde Buenos Aires a Lima era
mucho más larga y peligrosa.
Otra de las cuestiones que él refería recién llegado y que le preocupó
fue la gran decadencia en que se encontraba la agricultura en aquel reino.
Se llegaron a tomar medidas muy acertadas para incrementar la produc
ción, sobretodo teniendo en cuenta la inmediata guerra con Inglaterra, entre
ellas la de ofrecer premios a los agricultores para que no faltaren víveres a
la plaza. Quizá la primera vez en la historia del país en que se apelaba a este
arbitrio para estimular a los agricultores. Tópico común había sido en los
informes de todos sus predecesores en el virreinato el manifestar a la Corte
el carácter indolente de aquellas habitantes para toda obra de proceso. El
prometió sacarlos de ese marasmo mediante prevenciones a los corregido
res en el fomento de sus jurisdicciones y partidos y sanciones para las arbi
trariedades que cometían, haciéndolos responsables por la omisión de sus
deberes en el manejo de la cosa pública. Los artesanos de la capital habían
permanecido en lamentable abandono y esto iba en contra los intereses de
la sociedad; por ello se preocupó de formar gremios, con sus propias cons
tituciones para su gobierno económico, y se dirigió a gobernadores, alcal
des y corregidores para que hiciesen otro tanto dentro de sus respectivas
jurisdicciones. Igual importancia tuvo tratar de incrementar el comercio
interior y exterior del Nuevo Reino que mantenía una gran postración, lo
grando la liberación total de este ramo aprovechando la situación del mo
mento de espera de grandes acontecimientos internacionales.
En el ramo de rentas encontró que en parte estaban arrendadas con
grave perjuicio para la real hacienda, pues los remates se habían hecho por
lo bajo del producto efectivo y los alcances eran incobrables por falta de
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abono de los fiadores o de capacidad de los arrendatarios. Por ello propuso
la resolución de entrar definitivamente el sistema de administración directa
para lo cual formó instrucciones que se repartieron a todos los agentes en
calidad de empleados públicos.
Y en medio de tantas atenciones como tomó deliberadamente a su
cargo el virrey Flórez, encaminadas al adelanto del reino en su parte material,
que encontró en lamentable atraso, no descuidó lo relacionado con la cultu
ra. No podemos ignorar que estamos ante las nuevas ideas de la Ilustración
y lo primero en que pensó fue abrir al público la Biblioteca que ya había
formalizada como institución el virrey Guirior, con un fondo de cerca de
5.000 volúmenes, clasificados, pues parece que se alcanzaba el número de
13.800.
Otra mejora importante desde el punto de vista intelectual fue la im
plantación de una imprenta en Santa Fe. Para ello se trajo de Cartagena a un
impresor, Espinosa de los Monteros, a quien seguramente debió de conocer
a su paso por aquella ciudad. Como detalle curioso de esta instalación hay
que referir que los gastos del viaje del impresor y su pequeño taller fue
costeada por contribución voluntaria de los principales vecinos y entida
des, a invitación que para ello hizo el virrey, quien encabezó la lista con una
cifra muy significativa para ese momento: 200 pesos. Las Ordenanzas im
pedían que no se tocase ni un maravedí de las arcas reales para asuntos no
autorizados ni previstos en las leyes. El historiador Sergio Elias añade en
su Historia del Nuevo Reino de Granada, que los únicos que permanecie
ron al margen, sin concurrir con su dinero a esta empresa, no sabemos si
por tacañería o porque no les gustaba la letra de molde, fueron los señores
de la Audiencia y del Tribunal de Cuenta. A esa primera y pequeña impren
ta, con poca letra y gastada, y con la que se editó un Almanaque para infor
mación religiosa de los habitantes del reino, se agregó pronto varias cajo
nes desde Madrid donde habían sido solicitados por el virrey de las anti
guas imprentas expropiadas a la Compañía de Jesús.
Terminamos estas muestras de la inquietud y espíritu inquisitivo de
Flórez con una serie de remesas que envió a España para el Museo de His
toria Natural de Madrid, de plantas, animales y minerales de aquel reino.
Y como mera curiosidad de su gobierno, y con cierta relación con su
persona, quisiéramos hacer una referencia de un poeta cortesano
neogranadino, Antonio Vélez Ladrón de Guevara. No es un gran valor lite
rario, pero si uno de los pocos escritores de una época pobre en gentes de
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letras. Abogado, licenciado en las Universidades de Santa Fe, se manifestó
mucho en poesías ligeras, romances, sonetos y décimas, intensificando su
producción con la llegada del virrey Flórez, y muy especialmente con la de
su esposa, doña Juana María de Pereyra, poetisa y bailarina, que dejó des
lumhrado al trovador santafereño por su belleza y su gracia de mujer de
salón a la moda francesa, que poseía todos los atractivos cortesanos, cele
braban alegres reuniones en palacio, en que la música la danza y la poesía
eran ejes de animación.
En este estado de alma, el poeta Vélez empezó a escribir una larga
tirada de poesías, malas ciertamente en su mayoría, pero preciosas para
conocer el ambiente y las costumbres de la época, con motivo de la entrada
del virrey en Santa Fe, pero dedicadas a la Excelentísima señora doña Jua
na María de Pereyra, dignísima virreina del Nuevo Reino y consorte
dignísima del Excelentísimo virrey. Desde ese momento el poeta siguió
cantando a la virreina en todos los tonos, como amartelado trovero, cele
brando cuanto a ello acontecía. Como bailarina le dijo:
Bailando Juana María,
Si Terpsícore te viera,
A danzar de ti aprendiera
O de envidia moriría.
En el fondo, según los críticos, no es que Vélez Ladrón de Guevara
estuviere enamorado de la virreina, sino que se valía de su ingenio de
versificador, fácil y elegante, para cultivar sus esperanzas cortesanas de
mejorar su suerte, pues que vivía, a pesar de la prosapia de sus sonoros
apellidos, poco menos que en la miseria. Esas esperanzas le resultaron fa
llidas porque si algo le ofrecieron en las esferas oficiales fue para fuera de
Santa Fe, que no podía aceptar. Ninguno de tantos y tantas quienes halagó
el poeta con sus ditirambos vino en su ayuda con algo que correspondiese a
su alcurnia y a sus talentos como él lo pedía. Desobligado de todos, retirado
en su pobre hogar, dirigió como el canto del cisne un romance al famoso
visitador Piñeres conteniendo una sentida queja. Poco después, cuando es
talla el movimiento comunero fue elegido por éstos como personero del
vecindario de Santa Fe para firmar las capitulaciones, comisión que no des
empeñó no sabemos por qué causa, pero si deja margen a pensar que por
algo debieron de escogerlo los comuneros.
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Éstas son las facetas que consideramos más interesantes del gobierno
de Flórez en este virreinato de la Nueva Granada. Las contrariedades y
sufrimientos experimentados por los acontecimientos de los comuneros
habían minado fuertemente su salud, y a final de agosto de 1781 se sintió
gravemente enfermo en Cartagena hasta el punto que se vio obligado a
descargar gran parte, si no todas sus facultades de gobierno, en Díaz Pi
mienta, gobernador de la región de Cartagena, y en el visitador Piñeres.
Aunque ya podía considerarse pacificado y vuelto al orden anterior el
virreinato, creyó que en virtud de los poderes que le había conferido de
dictar el primer decreto de indulto para todas las personas que hubieren
participado en los alborotos pasados con perdón y olvido de todo lo ocurri
do, y además ordenó para alivio de los habitantes de Socorro que se suspen
diese y quitase el derecho de Armada de Barlovento y se continúe cobrando
el dos por ciento de alcalaba en los términos que se hacía antes de las nove
dades, aparte de otras gracias que concedió, teniendo en mira los padeci
mientos de los pueblos por tanta carga como se había echado sobre ellos.
Todo ello en medio de la dolorosa enfermedad que lo tenía imposibilitado,
según refiere el historiador Restrepo, para firmar. Desde que se sintió de
caído Flórez pidió al rey que lo exonerase del empleo para poder volver a
España a recuperar su salud; insistió una y otra vez en su solicitud y al fin
fue escuchado, pues a fines de marzo de 1782, recibió en Cartagena la cé
dula de 16 de noviembre de 1781 en que se le relevaba del cargo, confiando
la interinidad a Díaz Pimienta. En muy pocos días entregó Flórez el mando
a su sucesor, cuyo acto de trasmisión de mando se celebró en su casa, por
causa de los achaques que le aquejaban y que no permitía celebrarlo en otra
forma, y preparó su viaje a La Habana a donde con antelación ya había
enviado a su esposa, la tan celebrada doña María Pereira.
Y ya en España, posteriormente, este comprensivo, generoso, ecuáni
me mandatario, como justamente se lo ha calificado, fue promovido más
tarde para el virreinato de la Nueva España, a la vez que fue agraciado con
el título de conde de Casa Flórez y caballero de la Orden de Carlos III.
Desconocemos las circunstancias que motivaron el que después de
haber renunciado a su cargo de virrey, cinco año más tarde fuese nombrado
virrey de la Nueva España, aunque su actividad en el nuevo cargo fue muy
poca. Esta vez el embarque se produce en el puerto de Cádiz, en el navio de
guerra San Julián. Como una muestra del boato que significaba la figura
del virrey hacemos referencia a las personas que le acompañaban. Su hijo
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don José Flórez, que también le había acompañado al Nuevo Reino, y aho
ra va como gobernador de Acapulco, un caballerizo, un secretario de cartas,
dos gentiles hombres de cámara, un médico de cámara, dos pajes, un escri
biente, dos mayordomos, dos ayudas de cámara, un jefe y un mozo de coci
na, dos reposteros, y un mozo de repostería, dos criados de familia y un
soldado inválido agregado. Además, formando parte del séquito de su hijo
un secretario, un criado, y un ayuda de cámara. Se echa de menos en esta
larga relación la falta de su esposa, sin duda y aunque no hemos conseguido
tener ningún dato sobre su muerte, parece lo más probable que hubiese
sucedido durante la estancia en España, al regreso de Santa Fe.
Militarmente en su nuevo cargo creó nuevos regimientos, llamados de
la Nueva España, Puebla y México, en los que participaron hijos de fami
lias distinguidas mexicanas, ocupando los puestos de oficialidad, logrando
así destacadas figuras de la sociedad mexicana la participación en el Go
bierno.
Mayor interés presenta su acción en el ámbito, que al modo de lo que
había hecho en Santa Fe, dejó profundas huellas de su ilustración. Como
muestra de esta actividad científica hay que señalar la llegada a México de
la expedición científica de Sessé y Lacasta, organizada a su petición por el
Jardín Botánico de Madrid. En 1788 se inauguraron los cursos de botánica
en la capital del virreinato, significando el acto un gran acontecimiento
social que daría lugar a la fundación del Jardín Botánico en aquella ciudad,
donde se celebraron gran cantidad de tertulias científicas en la que partici
paron entre otros Álzate, el científico más notable de todo el siglo XVIII en
México, el astrónomo Gama o el literato Dimas Rangel, miembros destaca
dos entre las personas más ilustradas del país, que favorecieron a los encar
gados de aquella expedición.
También le correspondió durante su corto gobierno continuar el proce
so del desarrollo de las Intendencias, al igual que le había ocurrido en el
Nuevo Reino, actuando con gran tacto en los difíciles problemas que plan
teaba la separación entre los virreyes y el Intendente, tanto en las cuestio
nes militares como en las de hacienda.
En cuanto al desenvolvimiento económico del país, su preocupación
se centró en la minería, llegando a interesar a la Corte sobre esta cuestión,
consiguiendo que ésta mandase mineros de Dresden, quienes con sus cono
cimientos implantaron y enseñaron las técnicas más modernas sobre la ex
tracción de los minerales.
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El mismo año que muere Carlos III, el virrey, alegando de nuevo enfer
medades y que el clima de México le había quebrantado de nuevo sus ma
les habituales, a lo que había que añadir su ya avanzada edad, solicita la
dimisión de su cargo, a lo cual se accedió, regresando a España en octubre
de 1789. Una vez aquí pasó a formar parte del Consejo de Estado,
otorgándosele el título del conde Casa-Flórez. Y en 1789 asciende a capitán
general de la Armada, muriendo aquí, en Madrid, al año siguiente.
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