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Roberto Bolaño:
Retrato del artista como tragafuegos
Carlos Rincón1
Resumen
La lectura adscribe el texto al género “anécdota”, con especificaciones
de génesis e historia cultural y política actual. Estabiliza la imagen hiperbólica deformante del artista moderno como saltimbanqui, la metamorfosis de la figuración premitológica del ángel caído en artista de circo,
y establece los procesos de su entrecruzamiento y fusión en el texto. En
relación con la percepción de la Image pública de Roberto Bolaño muestra
la forma en que este se representa a sí mismo y construye el “retrato del
artista” latinoamericano de su generación como “tragafuegos”. El manejo
de la Poética del nombre connota su genealogía como escritor y denota el
tema del racismo.
Palabras clave
Roberto Bolaño, género literario, anécdota, imagen del artista y el escritor, poética del nombre, Mark Twain.
Roberto Bolaño: Portrait of the Artist as a Fire-Eater
Abstract
The reading ascribes the text to the “anecdote” genre, with specifications of cultural history and current politics. It stabilizes the hyperbolic
deforming image of the modern artist as a juggler, the metamorphosis
of the pre-mythological figuration of the fallen angel into a circus artist,
1. Dr. Phil. y Dr. h.c. de la Universidad de Leipzig, Prof. Emérito de la Freie Universitaet
Berlín. Investigador visitante en Harvard University, Prof. visitante de Stanford University; y del Programa Johann Gottfried Herder (DAAD) en la Universidad Nacional
de Colombia. Entre sus publicaciones más recientes están Iconos y mitos culturales en
la invención de la nación en Colombia (2014) y Avatares de la memoria cultural en Colombia.
Formas simbólicas del Estado, museos y canon literaro (2015), en la Colección 2010 que dirige
con Carmen Millán en la Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Contacto: [email protected]
Recibido: 10 de junio de 2015 / Aprobado: 28 de agosto de 2015
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and sets the processes if its intertwining and fusion in the text. In so far as
the perception of the public Image of Roberto Bolaño, it shows the way in
which he presents himself and constructs the portrait of the Latin American artist of his generation as a “fire-eater.” The handling of the Poetics
of the name connotes his genealogy as a writer and denotes the theme of
racism.
Key words
Roberto Bolaño, literary genre, anecdote, image of the artist and writer,
poetics of the name, Mark Twain.
Introducción
“Jim” es un texto de apenas un poco más de dos carillas. Fue publicado
originalmente por Roberto Bolaño como uno de los materiales que aparecían semanalmente, en el paso entre el siglo XX y el XXI, en la columna
que tuvo en el periódico Diari de Girone. Aunque la extensión del material
se ajusta a la de los incluidos en esa columna, “Jim” se diferencia de la generalidad de los comentarios y notas que redactó dentro de esa actividad
periodística por tratarse de una prosa narrativa corta. En todo caso, al ser
recopilado, “Jim” abre el libro de cuentos El gaucho insufrible (2003).
“Jim” es un relato ajustado a las características de una forma específica
de prosa narrativa corta: la anécdota. Los estudios literarios le dan a la
anécdota, como un entre varios géneros menores, inicios clásicos y etapas
de recolección, difusión y éxito en que el concepto de “anécdota” −particularmente durante el siglo de las Luces− fue empleado con una gama
relativamente amplia de significaciones, hasta integrarse como género no
canónico en los espacios de la historiografía y el periodismo (Genres mineurs...).
Si alguna crítica se hacía entonces a la anécdota era la carencia de una
conciencia formal rigorosa, pero esta se perfiló más y más desde la época
en que Madame de Staël lanzó el término Littérature, separándola sin mayores precisiones de las poéticas que regían en las Belles Lettres. Ese desarrollo prosiguió hasta las vísperas de la I Guerra Mundial, cuando Franz
Kafka reunió una serie de textos apenas bosquejados, con formas abiertas
de los que formaba parte la narración anecdótica, y en rompimiento con
los cánones narrativos, bajo el título programático de Betrachtung (1912).
Los textos que allí recopiló daban testimonio de una nueva autocomprensión y formaron parte de un proyecto mayor, cuyo éxito era precondición
para dedicarse a la literatura (Binder: 108).
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Desarrollo
En los años veinte, en el marco de una historiografía y un periodismo redefinidos por completo, la anécdota se diferenció e independizó.
La dinámica que el género desplegó dentro de esos dos sistemas tuvo un
vuelco cuando, ya entrada la segunda parte del siglo XX, el New Journalism
y luego la New History, se reapropiaron de la anécdota concientemente
en trabajos de esritores como Tom Wolfe e historiadores como Stephen
Greenblatt.
A lo largo de esas diversas fases del género, la anécdota se alimentó
de una ficción continua. Gracias a la constante antropológica que permite
narrar, acontecimientos vividos u observados pueden convertirse en un
relato, en una historia en que se organiza el acontecer recordado. De esa
manera es posible transmitir experiencias a destinarios específicos, en relatos que tienen funciones comunicacionales, sociales o identitarias para
grupos e individuos. Por otra parte, en un registro completamente distinto, con la anécdota literarizada se pudo reemplazar la ficticidad y la posibilidad de verificación de lo narrado por ficciones en donde la referencia a
la realidad corriente, incluída la biográfica del narrador, se hizo determinante. En la ficción dependiente en sus manifestaciones de las cambiantes
condiciones históricas entre la constante antropológica y el género literario no canónico siempre como forma narrativa corta, la anécdota acudió
así a modos de representación narrativa que debía adjudicarle la legitimidad de las “historias verdaderas”.
Con la publicación original el lector de “Jim” debía suponer que la
figura que allí dice yo como narrador, era el mismo acostumbrado columnista que podía leer cada semana en las páginas de el Diari de Girone. Pero
con las primeras cuatro palabras ingresaba en el funcionamento de una
estrategia particular. Con su despliegue, quien había escrito lo que debía
resultar participación en sus recuerdos personales (“Hace muchos años
tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a
ver un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes,
como Jim, ninguno”, 423), comenzaba por realizar una operación previa
mayor: la invención, por persona interpuesta, del “autor” del texto. Aquella invención preliminar que tiene que hacer hoy quien escribe literatura,
y sobre todo ficción. La de aquel personaje que es “autor de la obra” y
que solo es siempre, según anotaba Italo Calvino, “una proyección de sí
mismo que el autor pone en juego en la escritura” (VIII).
Esa proyección tiene en “Jim” dos especificaciones. Narrar una anécdota para restituir, en una instantánea, a ese norteamericano tan poco corriente con nombre tan común, estaba dándole un pasado a quien era ahora figura pública, el escritor Roberto Bolaño, “autor” de ese texto que se
leía en su columna y de diversos libros. No como una piedra de mosaico
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más, por agregar a ese pasado ficticio, sino como un hecho anecdótico real
con transcendencia propia dentro de su vida personal. Así lo señalaba explícitamente en el texto una reflexión que antecede el relato del núcleo de
la vivencia recogido en “Jim”: “Durante un buen rato lo estuve mirando.
Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal.
Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera
alejado de allí” (424).
La escogencia misma de la materia narrada pone de presente que al
yo producido como autor-testigo, o coprotagonista de la anécdota por él
relatada como elemento central de su retrato de Jim, deben presuponerse
incorporados estratos supraindividuales de orden histórico-cultural. En
primer lugar, las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, y
más específicamente Estados Unidos-México, en su etapa de los años de
1960. La época de la situación precipitada por la crisis terminal de la Norteamérica que había puesto en escena el incidente de la bahía de Tonkin
para lanzarse a bombardear diariamente Vietnam del Norte; de la fascinación ejercida sobre los jóvenes estadounidenses en rompimiento con el
american way of life por la diferencia del otro mexicano, latinoamericano,
de la que formó parte su Grand tour. El texto comienza por contar acerca
de Jim:
Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses,
pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?,
le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando
las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la
verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica
lo saltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para que alguien
que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas,
decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y
corrientes? Yo creo que sí, decía Jim (423).
El texto le otorga a Jim inclusive una esposa chicana, quien se supone
no solamente puede escribir en inglés sino que lo haría, desde la perspectiva de los entrecruzamientos espaciales y temporales del presente y de la
historia de una minoría simbólica, que vive en la lógica de la traductibilidad de un cambio de la naturaleza del lugar que habita, con la frontier en
movimiento de Frederick Jackson Turner (Joseph, Legrand, Salvatore). Lo
visto por el narrador en una fotografía suya, se resume como lectura-traducción de los rasgos de su rostro:
Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con
abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita.
Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia.
La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa,
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comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto
a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin
dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias
(423-424).
La forma como concluye esa parte del relato sobre Jim, el detalle confesional que en el relato de la historia, además de incrementar la cercanía
entre lo narrado y el lector, no solo debe acrecentar la verdad y no solo la
verosimilitud de la anécdota narrada. Es además una alusión minúscula
al tema del doble y antecede la escena decisiva, a la cual se va a entrar
(“Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del D F. Lo
vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim”: 424), pero
antes siguen detalles que completan el retrato de Jim. En la descripción
de su aspecto físico Jim, que hasta ahora estaba ausente (“un cuello que
evocaba, de alguna manera”), se entremezclan imágenes evocadoras de
posibles atrocidades en Vietnam y en la borderland estatal entre México y
los Estados Unidos:
El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si
aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba,
de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y
negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como
es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan
nuestro regreso (424).
Desde finales de la década de 1950 una creciente población de inmigrantes internos se volcó sobre las ciudades latinoamericanas. En Los ángeles de la ciudad, una crónica de 1957 de Elena Poniatowska, así lo registraba
para México DF. Entre esos emigrantes, algunos de los jóvenes se dedicaron muy pronto a una actividad particular. En los cruces con semáfaros
de calles muy transitadas limpiaron vidrios de automóviles, y mostraron
habilidades circenses de malabaristas y acróbatas. Otros más profesionalizados transformaron algunos cruces grandes, pequeños espacios urbanos
con usos mixtos o plazuelas antiguas y recientes, en espacios apropiados
para reunir grupos de transeúntes o visitantes de esos lugares públicos,
en escenarios para performances más espectaculares. Entre ellos se encontraron los de equilibristas sin red, clowns que trabajaban con animales
pequeños amaestrados, tragaespadas y tragafuegos. Ese es el espectáculo
que Jim habría estado no viendo sino “contemplando”, y a lo que allí sucede, a la actividad de un tragafuegos y la reacción de Jim, está dedicada
la parte central del relato:
Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y
se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía
desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de
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líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo
miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía
en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos,
una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como
si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de
alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando (424).
Hasta ese punto el relato había podido seguir su curso como anécdota
en que se retrata a Jim. Sobre el horizonte de las relaciones entre los Estados Unidos y México la relación de Jim y el narrador que dice yo podía
ajustarse en diversos grados y variaciones, a la relación con un doble, con
la figura del Doppelgänger. En ese punto del relato el narrador se acerca a
Jim, y se da cuenta que está fuera de sí:
Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del
tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme.
Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado
y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego
seguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de
que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre (424).
Se produce entonces algo que no tendría por qué ocurrir en un espacio
narrativo tan reducido como es el de una anécdota. Así sea cierto que
se espera siempre que el final de una anécdota rebasara las expectativas
creadas hasta llegar a ese umbral. Ocurre algo semejante a lo que hacían
los narradores clásicos de nouvelles, según el modelo proporcionado por
Giovanni Boccacio en la novena nouvelle del quinto día del Decamerone,
la historia de Federigo degli Alberighi, su halcón, y la dama que amaba,
según el comentario de Paul Heyse (Kunz: 68). Los elementos de ese
tipo clásico toman una forma capaz de ir mas allá de los límites de la
ficción, poniendo en el centro de la historia narrada una acción compacta,
comprimida en el espacio más estrecho. Es lo que ocurre con el halcón en
la nouvelle de Boccacio o con la escena del enfrentamiento en Zweikampf
(1811), de Heinrich von Kleist:
Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que
el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los
demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha
sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una
canción de moda, aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba
directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También
le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza.
El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el
dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que
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no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y
de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera (425).
En las cuatro décadas que median entre 1830 y 1870 un grupo de escritores y poetas entre los que se destaca Théophile Gautier, junto con pintores como Honoré Daumier, desarrollaron en Francia una mitología alrededor de los saltimbanquis. Imagen acogida en su correspondencia por el
joven Gustave Flaubert y por Alfred de Musset autorretratándose como
Fantasio. En un amplio ensayo dedicado al tema del “retrato del artista
como saltimbanqui” Jean Starobinski recogió esos inicios.
Desde el romanticismo el bufón, el saltimbanqui, el payaso han sido la
imagen hiperbólica y voluntariamente deformante que los artistas se han
dado de si mismos y de la condición nueva del arte. Se trata de un retrato
trasvestido, cuyo alcance no se limita a la caricatura sarcástica o dolorosa
(9).
Starobinski incluye entre las pinturas que tocan con esa temática pasteles de Edgar Degas, litografías de Odilon Redon, grabados de James
Ensor, óleos de Henri de Toulouse-Lautrec, Pablo Picasso, Marc Chagall,
Georges Rouault, lienzos de Georges Seurat y acuarelas de Paul Klee. La
lista de poemas incluye algunos de los escritos por Stephan Mallarmé y
Paul Laforgue. Agile, un óleo de 99 x 100,3 pintado por Picasso en 1905, se
ve el interior de una café y en una de sus mesas, con una copa en la mano,
a un saltimbanqui. Reproducido en la portada de su libro, Starobinski lo
convirtió en su Leitmotiv. Pues el cuadro produce efectos particulares:
Se ha reconocido el rostro de Picasso. Pero él es también Arlequín. ¿Por qué
el artista se cubre la cabeza con el bicornio y viste el traje de rombos? ¿Qué
dignidad o qué indignidad se atribuye? ¿El arte de nuestro siglo estaría
ligado con la irrisión?
En la de comentarios y textos críticos al nombre de Charles Baudelaire
se juntan los de Victor Hugo y Guillaume Apollinaire. En otras literaturas,
sin buscar demasiado, se encuentran versos como los de Friedrich Nietzsche en el primer ditirambo a Dionisos: “¿Tú el liberador de la verdad?
(...) / ¡No! ¡sólo un poeta! (...) ¡Solo payaso! Solo poeta!”. O en la literatura
latinoamericana, la protesta de Rubén Darío: “el que escribe un verso se
coloca en cierta categoría especial que está entre el cómico, el prestidigitador y el saltimbanqui” (25).
Apenas publicado El otoño del patriarca, en una conversación de Gabriel
García Márquez en 1975 para Cambio 16 de Madrid, retornó la figura del
prestidigitador de Darío, puesta ahora sobre un escenario iluminado y en
plena acción. Pero, declaraba, “me ofusco tanto tratando de hacer un truco
que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura” (120-121).
Starobinski pudo plantear por eso una tesis de alcance general acerca
del vínculo saltimbanqui-poeta:
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El juego irónico tiene el valor de una interpretación de si mismo por si mismo, es una epifanía irrisoria del arte y del artista. La crítica de la honorabilidad burguesa es redoblada en la autocrítica dirigida contra la vocación
estética misma. Debemos reconocer aquí uno de los componentes característicos de la “modernidad”, desde hace un poco más de cien años (10).
Portrait de l’ artiste en saltimbanque (1970) incluyó además, entre otros,
fotogramas de Charles Chaplin en Circus (1925) y de Giulieta Masina con
Anthony Quinn en La Strada de Federico Fellini (115, 94). La película cuenta la historia de Gelsomina, comprada a su madre por Zampano por diez
mil liras, los recorridos por villorio y poblados de Zampano y Gelsomina
en un extraño vehículo, el encuentro con Il Matto, a quien Gelsomina ve
danzar en una bicicleta vestido de ángel sobre la cuerda floja. Después de
darle muerte a Il Matto, Zampano abandona a Gelsomina, para enterarse
al final accidentalmente que ha muerto. A partir del éxito internacional
de ese film se afirmó una línea en donde, después de que en 1968 el destino de los artistas de circo sirvió a Alexander Kluge en Die Artisten in der
Zirkuskuppel: ratlos, para reflexionar sobre el destino de los artistas, los
intelectuales y el suyo propio, se desarrolló la igualdad entre los artistas
de circo y los ángeles. Como tropo identificatorio su desarrollo poético ms
amplio lo consiguió la película de Wim Wenders Der Himmel über Berlin
(1987).
Como narración “Jim” es un iceberg. En el cuerpo del iceberg la imagen
del artista como saltimbanqui se funde con la del saltimbanqui como ángel, en la única forma en que los ángeles pueden aparecer en las ficciones
de Bolaño. En la forma de la degradación absoluta, dentro de la dramática
y premitológica de la caída de los ángeles, anterior a la creación del mundo. Luzbel, portador de la luz, es precipitado al averno, espejo simétrico
opuesto al cielo. El desplazamiento alusivo de la figura del ángel caído,
ángel de fuego, a la del tragafuegos como saltimbanqui, es resultado de
dos procesos, el uno de fusión y el otro de proyección y desdoblamiento
dentro del espacio narrativo de la anécdota.
¿Qué sucede en “Jim” cuando la imagen hiperbólica deformante −Starobinski dixit−, que el artista moderno se dio desde hace siglo y medio (artista → saltimbanqui), incluido su desarrollo cinematográfico de la segunda
parte del siglo XX (saltimbanqui → ángel), se fusiona con la figuración
premitológica del ángel caído? Una analogía con búsquedas de la física
ayuda a establecer la significación que tiene ese proceso literario. La analogía es con la utilización que la fusión tiene en experimentos actuales con
dos tecnologías para la producción de la energía del futuro. Se bombardea
hidrógeno con láser para conseguir que se fusionen y se transformen en
helio, con ganancia de energía. O se captura plasma de iones de hidrógeno
dentro de un campo magnético, en una instalación de fusión de átomos,
con lo que el plasma alcanza grados de temperatura y presión difíciles de
imaginar.
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Estrategias y recursos narrativos de este tipo formaron parte de las
posibilidades que García Márquez abrió a partir de Cien años de soledad
y El Otoño del patriarca (1975) a las literaturas posmodernas y poscoloniales (Rincón: 105-109). A Bolaño corresponde la capacidad de haberlos
intensificado hasta un grado tan alto como el que consigna en “Jim”, una
narración del tamaño de media corteza de nuez. Debe tenerse en cuenta
además, y así se entra al proceso de proyección y desdoblamiento, que el
proceso de fusión no está a cargo de la figura que dice yo y toma a su cargo
el tema del doble para estabilizar la relación entre “Jim” y el yo como testigo y coprotagonista. Está unido a la figura de ese escritor al que el relato
de la anécdota dota de un pasado como parte de su autoficción. Ese escritor construye, entre sombras y resplandores, este autorretrato público.
Los procesos de proyección y desdoblamiento tienen un presupuesto
en común: la recepción de “Jim” como primer texto incluido en El gaucho
insufrible (2003), publicado luego en el volumen Cuentos (2010), de Roberto Bolaño. Por lo que toca a la proyección, se trata de la forma en que
escritores latinoamericanos entre 30 y 40 años de edad se sintieron interpelados por un texto como ese. El resultado de una interpelación como
esa fue parte de la construcción de una imago, una imagen prototípica y
estereotipada inconsciente −Sigmund Freud dixit− construida con base en
una imaginada relación familiarista. O −Jacques Lacan dixit− un elemento icónico, incluido dentro de un complejo espacio-temporal imaginario,
en el que el sujeto se identifica con la imagen de otro. Por una u otra vía
Bolaño resultó el hermano mayor que iba a morir prematuramente, como
corresponde a los héroes.
El desdoblamiento tiene que ver, por su parte, con el público lector. Es
el proceso en que los media culturales produjeron, para ese público, desde
los últimos años de vida de Bolaño, The Image arquetípica del bad-good-boy
“rebelde”, “iconoclasta” e inclusive −cosas de España− “apóstata”, que
solo acataba las reglas dictadas por él mismo. Y en relación con esa Image
Bolaño llegó a retratarse, viéndose a si mismo en el tragafuegos. Pero lo
que cuenta es que de esa manera “Jim” consigue el paso del “retrato del
artista como saltimbanqui” al “retrato del artista (latinoamericano) como
tragafuegos”.
Al final de El Otoño del patriarca las campanas podían anunciar que había llegado a su término la eternidad. Con la plasticidad idéntica y siempre
cambiante de sus llamas, el artista como tragafuegos solo puede mostrar
una salida, si es que la hay, en el anverso de los vislumbres de cualquier
política sublime: en la absoluta negatividad. Antes y después de la historia de la salvación: allá, ese es el lugar del ángel caído. El retrato del artista
como tragafuegos es en esa forma realización propia de Roberto Bolaño.
Eolos, el Aiolos griego, el Aeolos latino, rey de los vientos en los poemas
homéricos, aparece con las mejillas infladas en el ángulo superior izquier-
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do de Nascita de Venere (1482-1485) de Sandro Botticelli. El narrador de la
anécdota se da un respiro, el escritor Bolaño le obsequia un ornamento
clasicista intempestivo a sus lectores. Esa facilidad hasta humorística le
permite al narrador cerrar la hazaña narrativa que el escritor consigue
cumplir. No siguen las lenguas de fuego arrasadoras ni el ciclón apocalíptico. El yo narrador y el yo protagonista pueden así despedirse: “Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos.
Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver” (429).
Conclusiones
Queda el nombre de Jim y las sendas que lo llevan hasta el texto de
Bolaño. Estas dependen directamente de problemáticas relacionadas con
la construcción colectiva de memoria cultural, literatura como lugar de
memoria, formación de canon bajo condiciones de experiencias de alteridad y trauma, al igual que de las potencialidades de recuerdo del texto,
como relación intentada por el escritor y elaborada para ser relevante en
la lectura (Heydebrand; Borsò; Schmid, Stempel).
Escritores como Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, entregados
de lleno, a mitades del siglo XX, a la recepción de los textos de literatos
norteamericanos como Ernest Hemingway y William Faulkner, no tuvieron ocasión de tomar en cuenta declaraciones del primero, que databan
de 1935, como esta: “Toda la literatura moderna norteamericana (Modern
American Literature) viene de un libro de Mark Twain titulado Huckeleberry
Finn” (Hemingway: 22). Ni esta respuesta del premio Nobel de 1950, en
una entrevista de 1955 en el Japón: “En mi opinión, Mark Twain fue el
primer escritor verdaderamente norteamericano (truly American) y todos
los que le seguimos somos sus herederos. Nosotros provenimos de él”
(Meriwether, Millgate: 65).
Más de dos décadas después, cuando Norman Mailer releyó The Adventures of Huckleberry Finn al cumplirse los cien años de su publicación, anotó en “Huck Finn, Alive at 100”: “Una sospecha se impone inmediamente.
Mark Twain ha conseguido la clase de escritura que sólo Hemingway podía mejorar” (The New York Times Book Revies, 9 de diciembre 1984). Para
entonces, con artículos como el que David L. Smith tituló “Huck, Jim, and
American Racial Discourse”, publicado en el mismísimo Mark Twain Journal, y dentro de una coyuntura que llegó hasta las lecciones reunidas en
Playing in the Dark: Whiteness and the Literary Imagination (1992), por Toni
Morrison, entonces recién distinguida con el premio Nobel, The Adventures of Huckleberry Finn tomó un nuevo estatus. Pasó a ser un texto situado
en el ojo mismo del huracán, dentro del debate acerca de las doctrinas desarrolladas sobre el esclavismo como institución y los conceptos de raza.
Lo que se ha llamado “la centralidad de Jim y de la esclavitud en Huckleberry Finn” alcanzó para la crítica su completa relevancia como “ataque
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contra el esencialismo racial”, al especificarse la forma en que orientó la
atención de los lectores hacia “la particularidad de la acción individual.
Nosotros encontramos que Jim no es “the Negro”. Jim es Jim [...]” (Smith).
Pero había sido Mailer el primero en insistir en la cuestión del nombre:
Algunas obras literarias no podrían tener la luminosidad que alcanzan sin
la presencia de algún símbolo majestuoso. En Huckleberry Finn tenemos
presente (con la posible excepción de Anna Livia Plurabelle) el mayor río
que haya podido fluir jamás a través de una novela, nuestro propio Mississippi, y en el viaje por sus aguas de Huck Finn y de un esclavo huído (...) el
río es una presencia manifiesta, un demiurgo que sostiene al hombre y al
niño (...). El río fluye como una fuga a través de la maraña de la verdadera
narrativa, que no es nada menos que la relación estrecha entre Huck y el
esclavo huido, ese Nigger Jim cuyo nombre encarna la verdadera ignominia del sistema esclavista mismo ‒su nombre no es Jim sino Nigger Jim
(The New York Times Book Review, 9 diciembre 1984).
Hasta qué punto Bolaño podía estar enterado de lo reseñado aquí, no
ha sido establecido. Lo comprobable son las referencias a la adolescencia (“la de Huck y la muestra”), a la mejor manera de sobrevivir “en el
Mississippi o en el río turbulento y portátil de nuestras vidas sin forma”,
que hay en Los detectives salvajes (1998). Y la indicación en el programa
de mano de la entrega del Premio “Rómulo Gallegos” el año siguiente,
que situaba esa novela directamente “en la estela de Huckleberry Finn”.
Por otra parte, en el artículo de 1999 “Nuestro guía en el desfiladero”,
que sirvió de prólogo a un libro de ese año de Mark Twain publicado en
castellano, Bolaño se refirió a “Todos los escritores americanos, incluidos
los autores de lengua española”, para sostener que los dos “caminos”,
“estructuras”, “argumentos”, “destinos” que pueden vislumbrar en algún
momento se llaman Moby Dick y Las aventuras de Huckleberry Finn.
“D’où vient et où va le nom?” (¿De dónde viene y a dónde va el nombre?) se titulaba ya hace mucho la sección inicial que dedicó la revista
Corps écrit (3-60) a “Le nom”. El manejo del nombre Jim que hay en el texto “Jim” connota la genealogía literaria que se otorga a sí mismo Bolaño
como escritor y denota la cuestión siempre actual del racismo. Es otra de
sus formas de abrir su anécdota a una amplia comprensión de la historia
cultural y política, para invitar de paso a prácticas transformadas de la
crítica y la historia literarias.
Hasta donde sabemos, nadie ha puesto en relación el Mississippi de la
novela de Mark Twain con el río de la Magdalena de El amor en los tiempos
de cólera (1985).
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