Pérseo, héroe de las batallas por amor

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Pérseo, héroe de las batallas
por amor
1. Un regalo de bodas muy especial
Es bien sabido, por estos lugares, que Perseo es –lo que se
dice un “semidios”– el hijo de una mortal llamada Dánae y del
gran dios Zeus, el rey de cielo. A veces los dioses se
enamoran de los mortales: el amor divino y humano se
encuentran. El amor divino se hace humano y el humano, divino.
Cruzan las fronteras. A Zeus le ha sucedido –en ocasiones- el
enamorarse de seres mortales. En esta ocasión, una mujer
llamada Dánae le correspondió, la cual era princesa. Su padre,
el rey Acrisio, había recibido hace tiempo un oráculo que algún día- su nieto lo mataría. Aterrorizado por ese futuro,
apresó entonces a su hija, a pesar de la resistencia y la
oposición de ella y expulsó, enérgicamente, a todos sus
pretendientes para que nunca más regresaran.
El astuto y omnipotente Zeus amaba a Dánae y no estaba
dispuesto a perderla. Entró mágicamente de una manera muy
sutil en la prisión en la que estaba la joven. Los dioses
tienen el poder de tomar formas de cosas, animales o personas
según sean sus propósitos. El mayor dios del Olimpo, en esta
oportunidad, adquirió la extraña y hermosa forma de lluvia de
oro y cayó suavemente rodeando la prisión. La joven al
advertir tan insólito fenómeno se acercó al pequeño
respiradero que tenían las gruesas paredes pidiendo al cielo
que esa mansa llovizna resplandeciente también a ella la
tocara. Inmediatamente las gotas de oro comenzaron a caer aún
dentro de los muros de la prisión, bañándola completamente.
Ella sintió que su cuerpo, por dentro, al contacto con la
prodigiosa lluvia, experimentaba apaciblemente un dulce ardor.
Pasado unos meses de aquél suceso que para la princesa,
indudablemente, tenía el sello divino supo que el aguacero de
lágrimas doradas le había hecho concebir un hijo al cual llamó
Perseo.
Al descubrir el rey Acrisio que, a pesar de sus precauciones,
llegaba al mundo su nieto, presa de temor y de rabia,
cruelmente encerró a Dánae y a su hijo en un baúl de madera y
los arrojó al mar, esperando que se ahogaran. La joven madre y
su pequeño lloraban de desesperación e impotencia pero el rey
no tuvo compasión de aquellos que llevaban su propia sangre.
Los abandonó a merced de las olas estruendosas. El viento,
soplaba reciamente y las turbulentas mareas agitaban de un
lado el cofre que se convirtió para los desventurados en una
especie de balsa. Dánae estrechaba fuertemente contra el pecho
a su pequeño hijo, temiendo que alguna gigantesca ola los
sepultase entre la abundante espuma.
Zeus, al saber que Dánae –la princesa de la cual perdidamente
se había enamorado- estaba con su pequeño vástago perdida en
el mar, libró nuevamente una silenciosa batalla contra el rey,
enviando vientos suaves para que empujaran a la madre y a su
hijo a través de las aguas hasta lograr desembocar despacio en
la orilla de la playa. El arcón soportó todos los embates
y felizmente -sin zozobrar- llegó a flotar tan cerca de una
isla que quedó enganchado en las redes de un pescador, quien
lo sacó y lo colocó sobre la playa. En esa isla reinaba el rey
Polidectes, hermano del humilde pescador que había recogió el
cofre.
El monarca de aquellas tierras al enterarse que su hermano
había encontrado a una madre indefensa con su hijo recién
nacido, recibió a Dánae y a Perseo ofreciéndoles refugio en su
reino. El pescador era bondadoso y honrado y los protegió
siempre, amparándolos continuamente mientras estaban
residiendo en el castillo de su hermano ya que él, al ser tan
pobre, no podía darles hospitalidad. A menudo los dioses
marcan destinos diferentes para hermanos de una misma familia.
En este caso, uno tiene el designio de un rey poderoso y otro
el de un pescador pobre. Lo importante es que cada uno sea
feliz con su propio camino. No siempre el que aparentemente
tiene una vida más fácil y con mayores recursos es el que se
siente más realizado.
El tiempo y los años transcurrieron tranquilos en aquella
remota isla. Perseo creció saludable, fuerte y valiente. Su
madre le reveló la verdad cuando el joven comenzó a preguntar
quién era su padre y por qué no estaba junto a ellos. Nunca le
ocultó nada. Le daba todas las respuestas en la medida en que
su hijo lo solicitaba. No le respondía ni más, ni menos.
Perseo se enteró así del sufrimiento de su madre abnegada y de
que su padre era, nada menos, que el mayor de los dioses,
Zeus. Extrañaba la presencia de un padre en su vida y se
lamentaba que nunca lo hubiera conocido. Pensaba si el dios
más importante algún día habría sentido el deseo de conocerlo
o si hubo reparado en su humilde existencia, en aquél lugar
perdido entre el vasto océano.
Mientras tanto, en la sucesión de los días y las noches, el
rey Polidectes comenzó a ver de otra forma a la todavía joven
Dánae. A la vez a lo largo de esos años él logró enterarse que
ella tenía sangre real y que era una legítima princesa. Ella
empezó a sentirse incómoda por las continuas insinuaciones del
rey. No le interesaba el poder de Polidectes que contrastaba
con la humilde persona y el sencillo oficio de pescador de su
hermano, el cual no tenía mayores pretensiones sino aquellas
que le ofrece el aire fresco del mar cada mañana cuando salía
a pescar.
El rey Polidectes ante las permanentes negativas de Dánae fue
cada vez enfureciéndose más y sintiendo herido su propia
autoestima por el sostenido rechazo. El soberano pensaba que
el favor de salvar la vida de la madre y del hijo realizado
hace algunos años, aún no se había retribuido con un merecido
agradecimiento. Fue entonces cuando resolvió vengarse de la
mujer, hiriéndola en el lugar en que más le duele a una madre.
Tramó separarla definitivamente de su hijo. Dánae fue
nuevamente herida por la crueldad de un rey. Primero su propio
padre y luego el rey que le había dado asilo. Algunos hombres
con poder suelen ser crueles con las mujeres, las convierten
en víctimas fáciles de su desprecio.
El rey malvado resolvió a enviar al joven Perseo a una
peligrosa empresa en la cual, de seguro, fracasaría por la
imposibilidad de tal empresa y no sería raro que hasta llegase
a morir, lo cual era lo que pretendía. Una vez desaparecido el
hijo, el monarca desposaría a Dánae quisiera o no e incluso
podía afrentarla públicamente, con un merecido escarmiento,
por sus continuos rechazos de permanente ingratitud.
En su interior, el rey estuvo considerando largo tiempo cuál
sería la más temeraria aventura que podía encomendar al
muchacho. Por fin, habiendo escogido aquella que le pareció
daría un fatal resultado, mandó llamar –sin que lo supiera su
madre- al inocente Perseo. Llegado éste a Palacio, encontró al
rey Polidectes sentado majestuosamente en su trono, con una
mirada fría y distante.
-Perseo -dijo su majestad sonriéndole irónicamente- ya que has
llegado a una edad madura y resultas diestro en el manejo de
las armas, según me cuentan, quisiera encomendarte una
singular misión para enfrentar uno de los mayores peligros que
constantemente ha estado asechando mi reino.
El joven al escuchar semejante introducción, sintió un
escalofrío por la espalda y presintió algo terrible.
-Dime rey cuál es dicha misión. Gustosamente la llevaré a cabo
–contestó Perseo- mi madre y yo hemos recibido de ti y de tu
hermano pescador muchos favores y estaré complacido de
retribuir en algo tanta gratitud. Es verdad que ya soy adulto
y me valgo por mí mismo. Empeñaré mi vida, mi honor y mi
valentía para lograr el éxito del cometido. Quiero ser el
orgullo de mi madre y deseo acatar obedientemente tu deseo.
-Gracias noble y gentil Perseo -respondió el rey- tengo que
proponerte una hazaña que te convertirá, ante la memoria de
los siglos, en un héroe valeroso y justo. No sé si sabes que
he estado por años detrás de una mujer que no es digna de mis
requerimientos ya que siempre me ha rechazado. Ahora, librado
por fin de su desprecio, me casaré con una bella princesa,
digna de mis cortejos. Se llama Hipodamia. En las
celebraciones de las bodas reales, como son ocasiones
extraordinarias, es costumbre hacer a la novia un regalo
costoso y particular, de alguna notable y elegante curiosidad
traída de países lejanos y exóticos. He estado últimamente un
tanto perplejo pensando encontrar algo llamativo para una
princesa de exquisito gusto y al fin se me ha ocurrido un
particular obsequio que ningún otro pretendiente puede
conseguir.
-¿Y puedo yo servir a su Majestad para procurárselo? -preguntó
Perseo, descubriendo las intenciones de Polidectes.
-Cierto que puedes Perseo ya que eres extremadamente valiente
-respondió el rey- el regalo de boda para la princesa
Hipodamia quiero que sea el siguiente.
En ese momento, el soberano hizo un silencio de suspenso y
desde lo alto de su trono y con una mirada penetrante, fijó su
vista en el indefenso Perseo, sin admitir, por un instante, la
posibilidad de una negativa.
-Quiero para mi princesa consorte –dijo el rey- la cabeza,
horrible y espantosa, llena de serpientes, del monstruo
llamado Medusa.
Al escuchar estas palabras Perseo experimentó la extraña
sensación que estaba próximo su fin. En ese momento recordó el
rostro y la voz de su madre que se confundía con la voz del
destino. Sabía que no podía volver atrás. Ya nada podía
detenerlo.
2. Una verdadera “misión imposible”
Cuando Perseo supo que el trofeo era la cabeza de aquél ser
que llamaban la Górgona Medusa, en ese instante percibió un
vértigo incontenible. Habiendo vivido de niño en el mar, tenía
conocimiento que existían las “tres Górgonas”. Eran los más
extraños y terribles monstruos que jamás se hayan visto.
Estas temibles creaturas eran tres hermanas. Parece que
tuvieron, alguna vez, una cierta semblanza de mujer pero se
habían convertido en horribles dragones, monstruos marinos
odiosos que,
en vez de cabellos, tenían un centenar de
enormes serpientes vivas que nacían en sus cabezas,
enroscándose, retorciéndose y sacando sus lenguas venenosas,
abriendo sus bocas con aguijones, dientes y colmillos
espantosamente largos; sus manos, eran de bronce y sus cuerpos
estaban cubiertos de escamas duras e impenetrables. Tenían
también alas magníficas. Cada pluma era de oro puro reluciente
y resplandecían cuando las Górgonas volaban, iluminadas por la
luz del sol, surcando el cielo con sus alaridos y estridentes
gritos Un espectáculo majestuoso y terrorífico a la vez.
Cuando los mortales las veían relumbrando en las alturas, no
se detenían a mirarlas sino que huían y se ocultaban
velozmente. Temían ser mordidos por las serpientes,
despedazados por sus horribles colmillos y destrozados por
sus garras de bronce. Todo esto encerraba demasiados peligros
juntos; sin embargo, de ningún modo el que más había que
evitar. Lo peor de estas abominables Górgonas era que si un
pobre mortal, aunque no fuese más que una ligerísimamente vez,
fijaba su mirada en sus horrorosos rostros, en aquél mismo
instante, quedaba convertido en piedra o algunas veces en frío
y duro mármol.
Se dice que los corales del mar se han formado de la sangre de
la Medusa y que las víboras venenosas del desierto han brotado
de igual manera. Algunos afirman que no siempre la Medusa fue
este monstruo espantoso sino que era una hermosa joven,
sacerdotisa del templo de Atenea
, la diosa de la sabiduría. La Medusa fue raptada por el señor
del mar,
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