texto - Escrituras Americanas

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Tecnoindigenismo: Efectos de rostro1
Oscar Ariel Cabezas
En la base de la mirada, el sobreviviente examina una destrucción que
llega a la hora sin anticipación. Una destrucción de la mirada y del objeto
de la contemplación. Sobrevida en el rabo de la nube.
—Rodrigo Naranjo
Llamamos icono exclusivamente a una cualidad-potencia en tanto que
aprehendida en estado puro, es decir en tanto que expresada por un
rostro o por un equivalente de rostro, puesto que esta me parece la única
manifestación de la cualidad-potencia en estado puro.
—Gilles Deleuze (Los signos del movimiento y el tiempo. Cine II)
El espacio de la mirada
¿De qué está compuesta la imagen fílmica de un “indígena”? ¿Qué es lo que
permite decir que ésta difiere de aquella iconografía cristiana que hizo posible las formas
de la colonización hispano-portuguesa? Y, sobre todo, ¿qué relación hay entre la imagen
cinematográfica y la política? La conocida investigación de Sergei Gruzinski, La guerra
de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492-2019) responde a estas
preguntas recordándonos que las imágenes del templo de Tenochtitlán y las de la ciudad
de Los Ángeles componen el pasaje ficcional de la historia colonial y postcolonial de
América Latina. Este pasaje no es teleológico ni tampoco se articularía entorno a rupturas
historiográficas, determinadas por la presencia de la temporalidad del historicismo, y la
inscripción del tiempo en la línea liberal de las filosofías del progreso. Más bien,
Gruzinski trabaja sobre la superficie o soporte de inscripción de la economía visual de la
guerra de las imágenes. Aquí la guerra es fundamental para entender que la composición
de las imágenes bulle y comparece ante y en la historia desde las guerras políticas,
sociales y sobre todo eco-nómicas y biopolíticas que configuraron el modo de ser del
Occidente-criollo. De esta manera la producción y re-producción de la imagen no tendría
otro secreto que los secretos que co-pertenecen a la inmanencia de Occidente. Así, la
pregunta por la mediación técnica de la imagen y de los efectos de imagen colonial y
postcolonial es recogida en el poder de fuego de la iconografía cristiana, sin la cual no se
entienden los efectos y los modos de ser, como veremos, de la imagen del así llamado
“indio”.
En el interior de Occidente y de su repliegue interno en el encuentro con las
culturas precolombinas, el poder de fuego de la imagen constituye la materia del
compuesto imaginal desde el cual el poder colonial fundó el Nuevo Mundo. En oposición
a la idolatría pagana de los indios, la imagen cristiana fue el medio fundamental de la
colonización, y el irreductible residual o “resto invariante” de los procesos postcoloniales
que en América Latina tomaron lugar en el siglo XIX. Como imagen dominante, la
1
Este ensayo es parte de un proyecto de libro sobre Tecnoindigenismo, visualidad y ultracolonización,
inscrito en el marco de una investigación realizada en el Doctorado en Filosofía con mención en Estética y
Teoría del Arte de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile (MECESUP UCH0705).
iconografía del imperio católico-romano se impuso desde la primera huella que el pie de
los colonos españoles estampara en tierras no europeas. Para los indígenas del primer
encuentro con los colonos europeos, el poder de representación icónica de las imágenes
constituyó algo más que la re-presentación de un mundo inconmensurable ante la vista de
modos distintos de percibir y de habitar el mundo. Ante la mirada de los habitantes
precolombinos, la fuerza del icono cristiano configuró la técnica y el soporte de
inscripción de dominación colonial, pero también el repliego de lo pre-colonial en la
inmanencia a la historia global de una articulación geográfica y cultural sin precedentes.
En la condición insoslayable de este acontecimiento, el icono habría funcionado como
espacio de producción y metamorfosis del orden de lo visible. El acontecimiento del
encuentro trasforma la mirada a través de los iconos cristianos que funcionan como
aparato2. Este articula percepción y economía de lo visible como modos de des-reterritorialización de la mirada. Así, las imágenes provenientes de la teología cristiana
expresada en el Cristo sacrificado y en la ofrenda de la vida eterna no necesitaron ser
auscultados por el habla. Por el contario, en la imagen de la muerte del cordero asesinado,
en su imagen sacrificial el lenguaje era excedido por la invención del ícono. La fuerza de
figuración de la imagen encuentra en el aparato icónico el operador del forzamiento de la
visión y del acto de mirar aquello que con toda precisión Slavoj Žižek llama “la
monstruosidad de Cristo”3. El monstruo cristiano—antecedente primigenio del
Frankenstein moderno creado por la ciencia—es construido como el aparato sanguíneo y
encarnado de un descarnado e invisible Dios. En la fuerza icónica de este monstruo el
mundo precolombino confrontó la destrucción o metamorfosis de sus idolatrías paganas.
Debido a la enorme posibilidad que tuvo el monstruo para traducir los sanguinarios o no
tan sanguinarios sacrificios del mundo pagano de las culturas indígenas a la unidad
visible/invisible del aparato icónico del cristianismo, la guerra de las imágenes tiene un
“desarrollo desigual y combinado”. A partir de imágenes de sufrimiento y gozo del
aparato icónico, las abstracciones producidas por la economía de lo visible/invisible
trastocaron completamente las culturas aborígenes. Los españoles llegaron con un arsenal
de imágenes, imágenes bélicas de las res publica cristiana, retablos pintados con la virgen
y el niño, una virgen llamada la conquistadora. Ésta última, nos comenta Gruzinski,
“gozó de cierto prestigio en el México colonial. Efigie ‘conquistadora’, como su nombre
lo indica, por ser a la vez la Virgen y ser una imagen, la Conquistadora apoyó, legitimó y
remató la empresa militar y terrena de los conquistadores” (44). La fuerza bélica de la
imagen-iconografía habla desde la figuración de una técnica de guerra y despliegue
territorial, el cual des-re-territorializa el hábitat precolombina. Supone a la imagen como
superficie en la que se debe entrar a la profundidad del espacio de la mirada de rodillas.
Esto significa que quienes se opongan a la monstruosidad del icono cristiano pueden
también sucumbir ante la embestida de la imagen que promete redención y, al mismo
tiempo, guerra colonizadora, guerra de conquista territorial e imaginal.
2
Uso el concepto de aparato en el sentido que lo define Jean-Louis Déotte. En ¿Qué es un aparato
estético? Benjamin, Lyotard, Ranciére, Déotte dice: “Son los aparatos que otorgan propiedad a las artes y
les imponen su temporalidad, su definición de la sensibilidad común, así como de la sensibilidad
cualquiera. Son ellos los que hacen época y no las artes” (16).
3
El lector interesado en el debate contemporáneo sobre el cristianismo en una “época postsecular” y en el
concepto de monstruo cristiano puede consultar el libro de Žižek y John Milibank titulado The monstrosity
of Christ. Paradox or dialectic? El espacio de la mirada es lo que va a vincular a la imagen tecno-ideológica de los
indígenas o a los así llamados indios a la irreductibilidad de su producción dentro de las
“profundidades” de la teología católica de la imagen colonial. La imagen del indio es un
efecto de la guerra cristiana contra el paganismo del mundo precolombino. Este efecto va
a perdurar más allá del evento de la colonización y conquista de las tierras descubiertas
por los colonos europeos. De hecho, la imagen del indio durante la formación de las
repúblicas postcoloniales y de las guerras anticoloniales contra el colonialismo durante el
siglo XIX sigue inscrita en la matriz teológica de la imagen cristiana que funda al indio
como fundamento de un encuentro con carácter acontecimental. Este acontecimiento
ocurre ante la iconografía cristiana o en el repliegue interno de sus efectos. Por ejemplo,
en los curas Hidalgos y Morelos que comenzaron el proceso de independencia en México
izando el icono de la virgen de Guadalupe como soporte de inscripción bélica, es decir,
como soporte de la guerra de las imágenes dentro del propio proceso de independencia y
formación del estado postcolonial, resiste a cualquier intento por entender que los
procesos de secularización constituyeron durante la “modernidad criolla” la destrucción
de los iconos cristianos.
En efecto, la imagen teológica de la religión del amor, su amalgama icónica
enclavada en la estructura sacrificial de la monstruosidad del cristianismo y de sus
aparatos de permanencia y reproducción son consustanciales al espacio de la guerra. Por
lo tanto, la mirada como pliegue interno del poder colonial y postcolonial mira y
configura los objetos visuales de la percepción ante la guerra. De esta manera, las
culturas precolombinas que resistieron o se subordinaron a la guerra de imágenes durante
el periodo colonial pensaban que los españoles eran dioses porque estos estaban
auscultados por el poder figural de la administración de la mirada. No obstante, el que
una macana y unas voladoras hicieran que esos dioses, semejantes a los minotauros,
cayeran de sus caballos y se revelaran corpóreos y sanguíneos no significó en lo absoluto
que con esas primeras víctimas del encuentro cayeran los iconos—sin habla y superiores
al grito del dolor vivo de colonos e indios—de la imagen cristiana. La revelación del
cuerpo y la sangre del colono, la posibilidad de su aniquilamiento físico no disipó el
devenir de la supremacía técnica de las imágenes cristianas. Por el contrario, aumentó su
despliegue militar e intensificó la pasión tecno-imaginal del Frankenstein colonial y, por
tanto, la colonización siguió configurando y dominando, contra toda entelequia
precolombina, el espacio teológico de la mirada.
A pesar de esta supremacía teológico-militar, la destrucción de los dioses
precolombinos nunca fue total, sino ambigua y parcial. Esto produjo destrucciones dentro
de la multiplicidad metamorfoseada que supuso la economía de lo visual, desplegada por
la iconotécnia de la colonización. Un ejemplo histórico de la ambigüedad y parcialidad de
la metamorfosis a la que fueron sometidos los dioses paganos es el apoyo que Hernán
Cortés recibió de Moctezuma para destruir los “ídolos” indígenas y sustituirlos por las
imágenes cristianas. En el colaboracionismo de Moctezuma se confirma el poder político
de la teología-militar de los colonos y, a su vez, la con-figuración del espacio de la
mirada dominado más que por la fuerza que destruye a los ídolos paganos del imperio
azteca, por el espacio metamorfoseado de la mirada. El acuerdo de Cortéz y Moctezuma
hace posible el paso de una destrucción incompleta de la idolatría del mundo
precolombino a la predominancia del espacio de la mirada cristiana. Así, más que
destrucción lo que ocurre en la formación ocular del mundo provocada por el encuentro
es una metamorfosis, en sentido ovidiano, del espacio de la mirada. Esto quiere decir que
en términos de la trasformación del espacio de la mirada, la colonización nunca fue
dialéctica en el sentido de que el aparato icónico fuese desplegado en términos de la
aufhebung hegeliana. Aunque el libro de Horacio González La Crisálida no está
expresamente pensando los aparatos de la colonización, ofrece precisamente una
explicación diferenciada entre la dialéctica hegeliana y la metamorfosis ovidiana bastante
“útil” para explicar por qué no hay necesariamente o únicamente dialéctica en el proceso
de colonización de la mirada.
El camino de la metamorfosis no es dialéctico, pero en su fuerza profunda
no podría dejar de evocar la dialéctica. Hay un horror templado o mitigado
por la prolongación de la sangre humana en los colores vivos de la
naturaleza. Hay un horror silencioso o recatado por la prolongación de la
sentimentalidad antropomorfa en las formas animales. Sin embargo, el
desalojo de una forma por otra puede estar regido por resoluciones
volitivas—la astucia, la simulación—que compiten con los relatos de las
metamorfosis tutelados por secretos o desconocidos impulsos de culpa.
(57)
No lejos de las precisiones tensas y escabrosas de González la destrucción de los dioses
indígenas nunca habría sido llevada a cabo, nunca habría sido una empresa exitosa de
guerra a muerte de unas imágenes contra otras. En este sentido, la “colonialidad del
poder” no puede ser pensada en términos del espacio dialéctico de organización de la
mirada, sino de sus infinitas metamorfosis, e incluso de su plasticidad. Esos desconocidos
secretos divinos o impulsos de culpa por las ofrendas del cosmos provenientes del
universo precolombino habrían permitido la formación del espacio de la mirada
dominado por la heteronomia de la prolongación de la sangre humana como ofrenda
sacrificial. En otras palabras, no hay indigenismo por fuera de los aparatos de
transformación colonial de la mirada, ni tampoco tecnoindigenismo sin el inconsciente
óptico de las formas imaginales de las metamorfosis a las que fue sometida la idolatría
indígena.
El espacio tecnoindígena es entendido, entonces, como las administraciones de la
mirada y del derecho de mirada4 como juridicidad del ojo y en el ojo que sólo puede ver
desde la interioridad de un espacio metamorfoseado por el evento de la colonización. No
obstante, esta interioridad es metamorfósica y, por tanto, no podría haberse configurado
sin la resonancia visual de los restos fantasmales, de las ruinas que se transmutaron para
dar cuenta de la imposible unidimensionalidad del icono monstruoso del Dios cristiano.
Todo el así llamado proceso de transculturación tendría que ver con la transformación del
espacio visual de la imagen del monstruo cristiano. A partir del descubrimiento de lo noeuropeo en el espacio dominado colonialmente por lo europeo, la economía de lo visual
no habría cambiado en términos de una síntesis dialéctica, sino más bien, al modo de las
metamorfosis. Así, gracias a las imágenes y a la guerra de éstas como disputa entre
idolatría indígena e iconografía cristiana, la heterogeneidad del mundo precolombino, de
sus imágenes y dioses, habría sido subsumida por la técnica de la imagen icónica del
Cristo muerto. Esta subsunción no es otra cosa que la prolongación metamorfoseada del
4
Para un examen detallado del significado de “derecho de mirada” en el contexto de la desclasificación
contemporánea de archivos remito al lector al libro de Gómez-Moya, Cristian. Derechos de Mirada. Arte y
visualidad en los archivos desclasificados.
sacrificio ya no en las hegemonías de los imperios Azteca, Maya e Inca, sino en la
inmanencia colonial del espacio de la mirada del mundo cristiano. Así, el indígena es un
efecto de la monstruosidad del aparato icónico. Es efecto y agente del espacio
metamorfoseado del mundo colonial y no un afuera o una exterioridad al encuentro que
funda al así llamado indio dentro de las operaciones del Nuevo Mundo.
El horror templado
La religión traída de España es la pasión del monstruo temible, es el “horror
templado” por el dolor inflingido a su cuerpo. Es la semejanza de la imagen de un rostro
martirizado por la sangre que mira y se prolonga como consumación de la economía
cristiana de lo visible. Al sustituir o, más precisamente, al metamorfosear sus sacrificios,
sus ofrendas de sangre a los dioses paganos y cosmogónicos, por la imagen del Cristo
sacrificado, sin duda, el icono del Cristo asesinado habría marcado el modo de percibir de
los indígenas, condenándolos a la servidumbre del corazón interiorizado del monstruo. El
impacto colonial de la iconografía del cordero de Dios asesinado es, así, lo monstruoso
como fuerza figural aún más aterradora que aquella que débilmente el montaje del
aparato cinematográfico del cristiano Mel Gibson intenta re-presentar en La Pasión de
Cristo (2004). El film de Gibson no es tecnoindígena, pero co-pertenece, como veremos,
al horizonte fílmico del tecnoindígena. Gibson, conocido por su fundamentalismo
religioso, muestra y, a su vez, despliega el deseo de fidelidad compulsiva por el espacio
originario que funda la estructura sacrificial del martirio cristiano. La Pasión de Cristo es
capaz de captar la ferocidad del monstruo, su entelequia, pero ya en una época en que el
icono cristológico se encuentra neutralizado y vaciado de la empresa teológico-militar
que caracterizó a la colonización del mundo precolombino. No hay nada de transgresivo
en la reproducción del espacio de la mirada mediado por el Frankenstein de la
cristiandad, que se despliega en el film de Gibson. Para ser justos con Gibson y su
fidelidad con el monstruo, se puede decir que en lo ocular el efecto espectacularmediático de la prolongación de la sangre en la pantalla funciona como traza de lo
horroroso que es mirar al monstruo salpicado en sangre. Si La Pasión de Cristo copertenece con el horizonte tecnoindígena es porque el “indio” es un efecto de la
cristiandad, pero también porque Gibson piensa en su otro film Apocalypto (2007) la
continuidad con la espectacularización de la sangre. Lo que Gibson nos revela es el topos
de los dos extremos en donde el tecno-indigenismo es figurado a partir de la lógica
sacrificial y de su prolongación en la tradición secular o postsecular del humanismo
cristiano y romántico. Entre la Pasión de Cristo hablada en arameo y Apocalypto hablada
en Maya se opera una “síntesis disyuntiva”5 que oblicuamente nos habla del espacio de
las metamorfosis sanguíneas operadas por el encuentro entre lo europeo y el universo
imaginal de lo precolombino. En la síntesis disyuntiva que nos ofrecen los filmes de
Gibson, el triunfo de la imagen sacrificial funciona como continuidad en la
discontinuidad del mundo tecnoindígena. Es precisamente en esta continuidad de la
imagen sacrificial en la que se opera gibsonianamente la conversión fílmica de los
sacrificios humanos en industria masiva del espectáculo de la sangre. Si Gibson es un
5
En la Lógica del sentido, Deleuze define la síntesis disyuntiva como la “erección de una instancia
paradójica, punto aleatorio con dos caras impares, que recorre las series divergentes como divergentes y las
hace resonar por su distancia, en su distancia. De este modo, el centro ideal de convergencia está por
naturaleza perpetuamente descentrado, sólo sirve para afirmar la divergencia” (249).
buen ejemplo de la relación entre iconografía e idolatría —como espacio en el que si bien
no coincide la primera con la segunda, sí se metamorfosean—, se debe a que la pasión del
monstruo nunca deja de mostrar que en la imagen sacrificial, en el espectáculo de la
sangre como donación, se juega el dominio de la economía de lo visible. Lo visible o la
dialéctica visible/invisible es guerra de imágenes por el control y el dominio imperial de
la visión.
No obstante, no podemos olvidar que esta guerra de imágenes religiosas ya no
ocurre en la materialidad del cuerpo del cristo sacrificado o en la de las ofrendas de
sangre a los dioses Aztecas. Por el contrario, el sacrificio se repliega en los usos y
circulación del fetiche visual—analógico o digital—y, así, en la interioridad del
romanticismo de la producción contemporánea de las imágenes sacrifícales. Por lo tanto,
el productivismo del aparato cinematográfico de la industria del espectáculo como
continuación sacrificial de una guerra sin más cuerpo que el cuerpo mismo de la
autoreferencialidad de la imagen es el límite de toda exterioridad a la imagen producida
técnicamente por la monstruosidad del cristianismo. El soporte técnico de la producción
de imágenes se encuentra permanentemente devolviendo la economía de lo visible a un
régimen sensible donde la invención de la imagen no tiene otro referente que no sea el de
las imágenes de lo monstruoso. En la prolongación de la estructura afectiva de la pasión
del Cristo asesinado constatamos el síntoma de una época sin acontecimiento imaginal.
El juicio de pérdida del referente de la imagen, de lo que supuestamente le antecede o la
refiere en su exterioridad no podría de ninguna manera ser revolucionario ni menos aún
moral. La pérdida del referente de la imagen tampoco estaría inscrita en las
refuncionalizaciones del espacio del duelo que busca infinitas sustituciones sin jamás dar
con el tono de un acontecimiento. La pérdida sería, en todo caso, pérdida de la condición
bélica u oposicional que el referente externo o, más precisamente hablando, cuasi-externo
tenía con respecto al espacio de conflictividad política, étnico-cultural y económica. En
efecto, se puede pensar que en los primeros años de la época colonial la imagen cristiana
tenía una cuasi-exterioridad en relación a los dioses y prácticas sociales paganas de los
indígenas. En otras palabras, se puede pensar que la cuasi-exterioridad del indígena es
una relación de adentro/afuera mediada en todo caso por la ficción cristiana. En las
formas tecno-ideológicas de la colonización los ídolos indígenas aparecen como enemigo
de la iconografía cristiana. Los llamados zemíes—cuya característica principal para los
colonos es que son ““imágenes del diablo” que los indígenas tenían por dioses”, fetiches
idolátricos del mundo pagano (Gruzinski 29)—funcionan al modo de un referente cuasiexterno para movilizar la empresa colonial.
La “iluminación” del mundo indígena provocada por el cinematógrafo y la
reproducción ampliada de las imágenes tecnoindígenas dentro de la cultura de masas
constituye el régimen de expectación ocular del propio indígena como fetiche idolátrico.
Esto no sólo produciría una guerra neutra, sino también el fin de la guerra contra la cuasiexterioridad del otro. El cine como aparato produce una guerra sin guerra porque en la
significación social de lo que diferencia a un icono de un ídolo, la imagen
cinematográfica no se opondría a nada. Pero no sólo porque la imagen es imagen sin
cuerpo, sino porque ésta no tendría exterioridad en la medida que la “cuasi-exterioridad”
propia de una otredad en resistencia o incluso en peligro de extinción/exterminación desaparecería en la era de la aparición tecnomediática y reproductiva de la imagen redimida
de los indios. La guerra sin guerra y sin acontecimiento imaginal de nuestra era
“postsecular”—como suele llamarse en nuestros días debido al retorno de los
fundamentalismos religiosos—produce un espectador que puede visualmente transitar de
la iconografía a la idolatría y viceversa sin ninguna conmoción que no sea la del horror
espectacularizado. Así, desde la indistinción entre lo que queda adentro y afuera, el cine
vuelve muy borrosa y casi imposible la sola idea de un exterior. De hecho se puede decir
que la monstruosidad del cristianismo es también la monstruosidad del repliegue en la
interioridad de Occidente. La condición secular o incluso postsecular del Frankenstein
cristiano que operó como entelequia de la colonización es la condición sine qua non de lo
que llamamos tecnoindigenismo como expresividad interna del desarrollo de las formas
en que lo indígena aparece como historia interna de la cristiandad. En este sentido, si los
indios conmueven lo hacen porque el conmovido está ante la ley del monstruo, y ante
este no cabe otra cosa que la experiencia de una congoja, de una agonía, de una
resignación y sobre todo de un temblor. Pero esta vez—en el contexto secular o
postsecular de la mostración que se resuelve en la composición cinematográfica de las
imágenes—el monstruo ocurre en el espacio de la entretención y el espectáculo a la
Gibson. El monstruo sigue ahí, sigue aquí, entre nosotros, nos vigila desde la mirada
pasiva que a distancia de lo monstruoso nos produce en la comunión de espectadores
como auto-vigilancia6. La monstruosidad del Cristo asesinado, como entelequia de
resonancia afectiva vigila, produce efectos; efectos de imagen, de afectos.
Iconotécnia y fábula: Indios y civilizados
La iconotécnia al servicio de la soberanía imperial intentó reducir toda
heterogeneidad de las imágenes del mundo social precolombino a la monstruosidad de la
imagen cristiana. Todo el libro Comentarios reales del Inca Garcilaso, por ejemplo,
puede ser leído en esta clave, es decir, puede ser leído como máquina de traducción a
partir de la administración de la economía de lo visible. En el Inca Garcilaso el intento de
borrar la cuasi-exterioridad de la religiosidad de los Incas pasa por la traducción de los
códigos religiosos del Imperio Inca a los códigos del cristianismo imperial-católico7. La
diferencia sustancial con el universo poscolonial y global de la cultura tecnoindígena de
nuestra época es que la “cuasi-exterioridad” del universo precolombino religioso ya no
tiene definitivamente afuera. Los indígenas, en todas las formas en que han sido
imaginados por la ficción occidental, desde mucho antes del Inca Garcilaso o del
descubrimiento de los libros de Felipe Guamán Poma de Ayala sobre la Nueva Corónica
y Buen Gobierno8, no constituirían ningún borde, ningún límite, ningún afuera, ninguna
6
Esta misma reflexión se puede encontrar, por supuesto, en el filósofo inglés Jeremías Bentham y en las
formas en que los trabajos de Foucault lo evocaron. También en las formas en que el problema de la mirada
ha sido pensada en el ensayo de Gérard Wajcman El ojo absoluto.
7
Para Garcilaso hay tres etapas en las que se dividen las edades Incas: la Preincaica se caracterizaba por el
desconocimiento de lo invisible y por lo mismo, la adoración funcionaba en el orden de lo inmediato, lo
concreto y lo visible; se adoraba una piedra, un sapo que canta, una culebra, etc. Sin embargo, en la
Segunda Edad, se dice que los Incas llegaban a constituirse en un imperio porque en la economía de lo
visible apareció lo invisible, el dios Sol (Inti). Es un dios imponente y rotundo ante la mirada, que no se
puede ver, y así, también, el dios Pachacámac, que es un dios que se comprende pero que no se ve. A partir
de la invisibilidad de estos dioses en Comentarios Reales se explica la tercera edad incaica; esta es la edad
madura para la evangelización de los Incas y, por lo tanto, para la traducción cristiana de la religión y de
los dioses Incas.
8
El libro de Silvia Rivera Cusicanqui Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos
descolonizadores es, precisamente, un intento por distanciarse de las lecturas del llamado “giro decolonial”
exterioridad a las ficciones de Occidente. Por lo tanto, la ficción indianista o indigenista
no sería parte de una guerra contra las estructuras ideológicas de Occidente, sino más
bien, el “hábitat natural” de estas ficciones en la inmanencia de las fantasías que
auscultaron y auscultan el desarrollo del capitalismo planetario. De este modo podemos
decir que el llamado cine indígena o simplemente el cine que interpela a los indígenas,
sobre todo aquel que está vinculado a las obras de Werner Herzog, de Carlos Saura o de
Roland Jeffé, entre otros, es capaz de revelar que la distinción entre idolatría e
iconografía constituyó el epifenómeno de la colonización y el lugar del delirio en donde
la imaginación y la epopeya colonial traduce el mundo sin habla de la cuasi exterioridad
de los indígenas a la inmanencia de los orígenes coloniales y ya planetarios del
capitalismo. Así la distinción entre icono e ídolo no distinguiría la inconmensurabilidad
de dos mundos, sino el diseño inmanentista de los aparatos de colonización cultural con
los que Occidente cierra en el Nuevo Mundo el acontecimiento de la imaginación
cristiana. Sin embargo, aunque opta por usar de manera general el término ídolo por
considerarlo más antiguo, en el libro Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada
en Occidente, Régis Debray muestra que la relación entre el mundo griego y el
catolicismo permitió que la imagen no se cerrara a la exterioridad:
El Occidente imaginario es helenocristiano (la teología católica de la
imagen prácticamente no tiene en cuenta el Antiguo Testamento). En la
lengua griega, y no en la latina, es donde la Cristiandad salvó la imagen de
la gran noche monoteísta y eso mucho antes del cisma ortodoxo. En las
actas de los concilios se traduce eikon por imago. Y el eikon deriva del
eidolon, ambos con la misma raíz, eidos. El icono no es un retrato con
parecido, sino una imagen divina, teofánica y litúrgica, que no vale por su
forma visible propia sino por el carácter deificante de su visión, o sea, por
su efecto. (188)
Lo que la máquina colonial traduce en virtud de sus efectos es la multiplicidad del mundo
precolombino a los dispositivos y aparatos iconotécnicos de una guerra, en la que la
imagen cristiana subordina la heterogeneidad “natural” del mundo pagano de los
indígenas a la inmanencia del desarrollo del capitalismo colonial. El cine indigenista
narra de manera ejemplar el mundo indígena durante la época colonial, constatando
visualmente que la guerra de las imágenes estaría dada por la yuxtaposición entre la
superioridad militar de la iconotécnia cristiana y los dispositivos fabuladores o de habla
que suplementan las imago cristiana. El cine indigenista va entonces a narrar las fábulas
orientando la condición tecnoindígena a una revolución estética que nunca supone la
diseminación del monstruo cristiano, ni tampoco, como veremos, la de la iconografía
cinemática del indio.
El cine tecnoindigenista que toma lugar tanto en Europa, Estados Unidos, como
en América Latina es, por cierto, un cine que trabaja desfigurando y restaurado la
imitación deificante de los iconos cristianos en la medida en que la representación fílmica
del así llamado “indio” opera por imitación de la fábula humanista. Ésta suplementa las
para re-visitar los textos como el de Guamán Poma de Ayala en términos de una economía de lo visual.
Rivera Cusicanqui habla creo que con toda razón de la necesidad de un giro metodológico que privilegiaría
lo visual por sobre la palabra escrita para entender los fenómenos de dominación visual. El lector
interesado puede consultar el libro de Rivera Cusicanqui citado en las referencias bibliográficas de este
ensayo.
imágenes del indio y explota lo que Delueze llama la imagen-afecto (cualidad o
potencia). El glosario de su libro La imagen movimiento define este tipo de imagen de la
siguiente manera:“Icono: utilizado por Peirce para designar un signo que remite a su
objeto por caracteres internos (semejanza). Empleado aquí para designar el afecto en
cuanto expresado por un rostro, o por un equivalente de rostro” (302). Por el modo en que
Ingman Bergman filma Persona, éste ofrecería un ejemplo paradigmático de la imagenafecto. No obstante, la iconotécnia del clouse-up en el cine indigenista no estaría
replegada en el relato de una fábula reflexivo-dramática como en Bergman sino, más
bien, en la función jerarquizante de los rostros. Esta jerarquía depende de la narración,
pero sobre todo de la condición visual que determina el entrelazamiento entre la fuerza
icónica del cristianismo con su voluntad técnica de reproducción y propagación. A
propósito de este entrelazamiento, debe considerarse que la imagen-afecto nunca se
encuentra suspendida o sustraída a la estructura occidental de la fantasía.
El salvaje artificial de Roger Bartra daría cuenta, precisamente, de que no hay
imago por fuera de la fantasía que produce artificial o técnicamente a aquellos monstruos
inscritos en las fuentes de la cultura occidental. Dialogando con los artistas del
Renacimiento y sobre todo con Piero di Cosimo, Bartra va a decir que sus cuadros
“retratan con gran vigor y belleza una tradición en la larga historia del mito de los
hombres salvajes” (9), la reconstrucción de lo que podemos denominar la plataforma
visual de la imagen tecnoindígena. En efecto, la larga historia del mito del hombre salvaje
subyace como secreto de la dialéctica entre civilización y barbarie como fabulación del
artificio dialéctico y, quizá9, sin metamorfosis de las diferencias entre lo así llamado
indio y colono. Lo que prefiguraría a la técnica icnográfica, es decir, a aquellos Cristos en
madera martirizados, a las cruces como espadas de misioneros jesuitas que cortan la
retina de los indios paganos y los convierten en multitudinarias manos de artesanos
subordinados a la gloria de lo icónico sería, precisamente, la historia anterior a la
colonización de un artificio. En este sentido, la dialéctica (colonial o postcolonial), la
economía de lo visual está determinada por la puesta a distancia del otro en su acceso a
las formas de dominio tecnoindígena. De hecho, siguiendo a Bartra, podríamos decir que
el tecnoindigenismo instalaría y re-instalaría “una verdadera fantasía naturalista” en cuya
matriz el dominio de la imagen del indígena es dominio dialéctico de la producción
colonial o postcolonial.
En efecto, en la fábula tecnoindígena la imagen fílmica está circunscrita en la
fantasía que naturaliza el artificio del indio para subordinarlo a la labor que fabula la
dialéctica civilización y barbarie. En prácticamente todos los filmes en donde se intenta
narrar la colonización y el descubrimiento de las Américas, el entrelazamiento de la
fábula cristiana y la fuerza visual del icono están presentes como relación desigual de las
relaciones sociales de producción. Los filmes que narran el encuentro y colonización
como El Dorado (1988) de Carlos Saura, la extinción y el exterminio del indio en The
Last of the Mohicans (1992) de Michael Mann, la exclusión y la lucha poscolonial como
Yawar Mallku (1969) de Jorge Sanjinés, o la antropofagia e imagen colonial en Como
9
No solo ha sido Horacio González quien ha trabajo la tensión entre metamorfosis y dialéctica en la
Crisálida. A través de sus interpretaciones de Deleuze como pensador de esta diferencia, también Willy
Thayer recientemente ha llamado la atención sobre este punto. Agradezco sus generosas conversaciones y
laberínticas formas de pensar esta tensión, las cuales en este ensayo, desafortunadamente, sólo puedo
atisbar con un “quizá”.
Era Gostoso o Meu Francê (1971) de Nelson Pereira dos Santos, el salvaje artificial
trabaja dialectizado por el eje de la fábula civilización v/s barbarie. De esta manera, el
tecno-indigenismo cinematográfico es ficción productivista porque en la fábulas
provenientes del humanismo cristiano de la época colonial el mito del “salvaje artificial”
no sólo coincide con la economía icnográfica de lo visual, sino también con la economía
política de la razón imperial hispano-portuguesa. En otras palabras, el “inconsciente
óptico” de lo indígena carga tanto con las jerarquías raciales de producción de lo visual
como con la lógica colonial y poscolonial de la acumulación de capital10. Todo el racismo
biopolítico y las dificultades de la imago fílmica como posibilidad de des-trabajar la
fantasía que organiza el “reparto de lo sensible”11 se encontraría replegada en la fábula
onto-teo-tecnológica de regímenes productivos.
En la producción cinemática, el inconsciente óptico de la fantasías sobre los
amerindios está inscrito en el cúmulo histórico de los fantasmas de la opresión, la
exclusión y el exterminio de los indios como fatalidad naturalizada por la dialéctica entre
civilizados y bárbaros. Esto sería lo que compone el espacio ocular de la iconotécnia
fílmica donde los conflictos ocurren sin que esta contradicción dialéctica toque la
“epidermis social” de los procesos de modernización del capital. Si aquí se piensa en las
películas de John Ford y en las formas en que las imágenes de apaches, comanches y
cheyennes aparecen en la pantalla se podrá ver que la fábula es contada generalmente
como un conflicto no-soberano, es decir, como un conflicto entre salvajes y civilizados.
Así, las imágenes del antagonismo trascurren dialectizadas entre el buen cowboy y los
malos indios. Esto ocurre, por ejemplo, en los famosos westerns The Stagecoach [La
diligencia] (1939), Fort Apache [Fuerte Apache] (1948) o The Searchers [Más corazón
que odio o Centauros del desierto] (1956). En todas estas películas la representación del
indio está inscrita en la fantasía racial de la que nos habla Bartra y, por lo tanto, la imagen
fílmica naturaliza12 el conflicto por la tierra reinscribiendo la dialéctica entre civilizados y
salvajes. En contra de los indios esta civilización no es otro cosa que las modernizaciones
del capital que afecta y configura la epidermis social como categoría biopolítica. Hay
biopolítica en las películas de Ford no sólo porque la fantasía racial es consustancial a la
producción tecno-indígena, sino también porque lo que está en el centro de las imágenes
10
Ver por ejemplo los magníficos análisis de José Carlos Mariátegui en Siete ensayos de interpretación de
la realidad peruana. Mariátegui no vería una ruptura o discontinuidad entre la colonialidad y la
poscolonialidad. Si hubiera alguna discontinuidad ésta estaría dada por las variaciones en las formas de los
regímenes de acumulación capitalista. Esta falta de discontinuidad Mariátegui nos la hace ver en el
continuum del régimen de acumulación basado en la encomienda (colonial) y aquel basado en el latifundio
de los gamonales.
11
Para una definición precisa de lo que Jacques Rancière llama reparto de lo sensible, remito al lector al
primer capítulo de su libro El reparto de lo sensible. Estética y política.
12
Para este argumento no tienen ninguna importancia las frecuentes discusiones que se pueden encontrar en
los comentarios de la obra fílmica de Ford con respecto a si la imagen cinematográfica de sus películas era
o no era racista. El argumento tecno-indígena apunta, más bien, a develar el así llamado indio como
inscripción insoslayable en la estructura de la fantasía basada en políticas antropológicas del rostro. En las
posibilidades teóricas del atravesamiento de la fantasía antropológica y etnográfica, y no en la
identificación de la falta de reconocimiento cultural del paradigma moral de las identidades políticas,
estaría en juego el acontecimiento de la imagen capaz de una desterritorialización del rostro. Lo que
importa en el argumento tecno-indígena es la posibilidad de diseminación de la fantasía racial como
diseminación de la lógica cultural del capital y no el hecho moral de si el cineasta en cuestión es o no
racista.
del western es el desplazamiento territorial de comanches, apaches y cheyennes. Sin
embargo, el cine de Ford—así como el cine tecno-indígena que comentaremos más
abajo—no es la composición de la imagen y la narración de ésta como continuación de la
guerra por otros medios, sino, más bien, es ya la guerra sin guerra como repliegue de las
fantasías dominantes en la técnica. De esta manera, el cine tecnoindígena es una guerra
de imágines fílmicas en que la representación o falta de ésta narra la pérdida de la tierra,
el exterminio del indio o el desplazamiento de éste en la interioridad de la reproducción
técnica.
Retorno “postcolonial” del humanismo
El cine tecnoindígena que representa la pérdida o destrucción de las grandes
civilizaciones como la Azteca, Maya e Inca ocurre principalmente como ocultamiento o
desocultamiento de subsunción de los conflictos generados por la lógica perversa del
capitalismo contemporáneo. A diferencia de los westerns de Ford donde el
desplazamiento y el exterminio del indio muestra de manera directa el antagonismo que
los indios son enemigos de la modernización civilizatoria del capital, la imagen estetizada
de las “nuevas” representaciones del indígena en el cine contemporáneo buscan
componer o recomponer la matriz epistemológica del humanismo cristiano como modo
privilegiado de la fabulación de la imagen del indígena. El retorno del humanismo tecnoindígena, entrelazado y militante de los ideologemas identitarios del multiculturalismo o
el boom de lo decolonial, orienta la representación de los indígenas hacia la reproducción
onto-teo-tecnológica de comunidades marcadas por la globalización y marginalización,
pero sin revelar resistencia, alternacia o denuncia a las desigualdades producidas por el
patrón de acumulación del capitalismo contemporáneo. Es el caso, por ejemplo, de la
buena conciencia cinematográfica de la cineasta española Iciar Bollaín en También la
lluvia (2010). El tecno-indigenismo de Bollaín construye una fábula fílmica donde el
soporte imaginal de las imágenes está dado por la crisis del agua en la Bolivia neoliberal
de fines y comienzo del 2000. La privatización del agua impulsada por el Banco Mundial
y la multinacional Bachtel provocó el malestar en la población y generó un conjunto de
protestas en Cochabamba que se extendieron por más de una década. En este film la
buena conciencia inscrita en el humanismo lascasiano revela ser el modo por el cual el
tecno-indigenismo de época se manifiesta. Si bien el film de Bollaín intenta oponer una
serie de imágenes cristianas a las perversiones del neoliberalismo—se narra el intento de
grabar un film sobre la época colonial en la época de las protestas sobre la privatización
del agua—, al mismo tiempo, inscribe su límite en las onto-teo-tecnologías del rostro.
Bollaín racializa el conflicto de la privatización del agua desde una iconotecnia cristiana
en la que los rostros están no sólo biopolitizados, sino también explotados como
compuesto de una fábula racial. El film de Bollaín está cargado de significaciones
sociales y políticas, pero desafortunadamente sin la fuerza disruptiva que en la década de
los sesenta y setenta tuvieron las películas de Jorge Sanjinés, Glauber Rocha o el reciente
documental Secrets of the Tribe (2010) de José Padilha13. A diferencia de estos cineastas,
13
El film de Secrets of the Tribe (2010) [Secretos de la tribu] es uno de los más polémicos documentales de
confrontación de la práctica antropológica. No tenemos el espacio aquí para interpretar el documental. Sin
embargo, podemos decir que se trata de uno de los más serios intentos por deconstruir la soberanía del
discurso antropológico al denunciar las complicidades que éste ha tenido con el poder imperial y
postcolonial. El documental no sólo intenta evidenciar las complicidades con la fantasía fetichizada de
el tecno-indigenismo de Bollaín es un regreso fuerte—al igual que el de Mel Gibson—a
la iconografía onto-teo-tecnológica en la medida que juega con el monstruo cristiano y
re-inscribe los rostros de europeos-criollos e indígenas en el espesor de la metafísica
facial. En la cinematografía tecno-indigenista de Bollaín el close-up que jerarquiza
marcando diferencias raciales vuelve a re-inscribir en la imago el viejo registro del icono
bizantino como paisaje ocular de rostros que se identifican o des-identifican con el
monstruo cristiano y con la fábula del legendario Fray Bartolomé de Las Casas. Aquí el
comentario de Massimo Cacciari sobre la Trinidad de Rublev resulta insoslayable para
explicar cómo funciona la fábula en relación al predominio del la iconotecnia en pintura:
En definitiva, el rostro del Crucificado es aquí el del Ángel, del Ángel
superior en todo orden y jerarquía (…). El santo pintor de iconos
contempla el Logos de Juan “vuelto hacia” Dios desde siempre, y en el
Principio mismo el cordero sacrificado: así reconoce el rostro “real” del
Salvador con una potencia como quizá nunca alcanzó el arte occidental.
(26)
Cacciari no menciona la película de Tarkovski, Andrei Rublev (1966), y el film de
Tarkovski casi no evoca a Rublev pintando iconos. No obstante, este film logra captar
con maestría la relevancia del pintor de rostros para la historia de la cultura cristiana. Tal
como lo propone Cacciari, Rublev vuelto hacia el acopio del Logos, queda sustraído en la
contemplación divina de la imagen que sugiere éste. Y, en efecto, la mirada de Rublev
replegada en los temblores metafísicos de la carne, vincula la iconotecnia sagrada y la
fábula del relato cristiano como el gran acontecimiento para la conciencia cristianooccidental. Sin embargo, Bollaín está muy lejos de este acontecimiento de la invención
de la mirada cristiana. En un contexto secular y por supuesto muy distinto al de la vida y
época del gran pintor de iconos, en el espacio fílmico de Bollaín se encuentran el retorno
de la imagen del monstruo y la fábula del humanismo lascasiano. En tanto una película
común de una sensibilidad de izquierda, También la lluvia es una de las variantes postcristianas de las onto-teo-tecnologías contemporáneas. A través de la imagen del
monstruo crucificado y por lo tanto del tecno-indigenismo que trama el film, Bollaín
despliega el fetiche racial en la retina del espectador como iconotecnia y fábula militante.
Por un lado, la fábula es el regreso a la monstruosidad de Cristo, pero esta vez
teatralizada melodramáticamente a través del relato humanista del padre Las Casas, el
cual sensibiliza la conciencia contemporánea. Por otro lado, el fetiche de un “actor-indio”
que alegoriza la lucha contra las injusticias coloniales y que, a su vez, participa de la
resistencia a las privatización del agua en la Bolivia neoliberal, neutraliza en la retina del
espectador la injustitas sociales. En medio de esta fábula la síntesis entre humanismo
militante y conflicto social se objetiva en el inconsciente óptico del espectador como
naturaleza objetiva racial y, por lo tanto, como un insoslayable regreso a la iconografía
bizantina del Cristo ario. Así, Bollaín logra que el fetiche facial atado a la economía
visual de la técnica del clouse-up o imagen-afecto produce la emoción cristiana como
objetivación melodramática de una política visual que re-significa y neutraliza los
conflictos de la lógica neoliberal en la gloria del espectáculo. Si bien es cierto que la
imagen de Cristo y de la cruz son secundarias en el film no lo es así la imagen
hipostasiada del “actor-indio”. Este es, precisamente, el que por oposición al Cristo
antropólogos norteamericanos, sino también con el destacado discípulo de Lévi-Strauss Jacques Lizot. En
el film de Padilha, Lizot es denunciado por los propios Yanomami por abusos de poder y pedofilia.
bizantino reinscribe el racismo contemporáneo en la onto-teo-tecnología del presente. En
otras palabras, como aparato de articulación de la economía sensorial de época, También
la lluvia es sintomática de la continuidad teológica en la configuración postcolonial de las
imágenes. Esto no deja de ser un problema importante de las iconotecnias del rostro ya
que éstas se extienden desplegadas en las políticas de la imagen cinematográfica sin
disolución de la jerarquía teológico-secular del rostro postcolonial con el cual el
neoliberalismo y sus soportes culturales funcionan. En efecto, el film de Bollaín, registra
el “esto ya ha sido” de lo colonial desde la fantasmática estructura de un indisoluble
fetiche facial y desde una economía de lo visual donde el tecno-indigenismo se ajusta a
los modos de producción cultura y a los recursos de la gloria o catástrofe del pasado. En
esta insistencia historicista, el fetiche del rostro aindianado replegado en “lo ya sido” es
síntoma de la permanencia de lo que sigue siendo en virtud de las diferencias teológico
faciales. Así, la diseminación teológica del rostro ya no tiene posibilidades de
desaparecer por más que la época declare un mundo secular. El film de Bollaín y el uso
del clouse-up no sólo es onto-teo-tecnológico sino que, por un lado, ocurre
desenfadadamente como fetiche glorificado por la industria del espectáculo y, por otro,
sin que la crítica a las privatizaciones del agua supongan ningún acontecimiento, ni
revolución, ni el suelo de una imagen sin imagen fetichizada14.
Los indígenas no hablan: Prótesis de paisajes
En la imposibilidad de que un acontecimiento destituya y desjerarquice la hegemonía de
la imagen-afecto de la victoria de la cultura occidental, el rostro cristiano y sus jerarquías
funcionan como suplemento iconotécnico. En los filmes donde la imagen-rostro-cuerpo
del indígena es producida desde la prótesis teológica, el acontecimiento no-humano del
rostro está imposibilitado de presentarse, de tomar lugar. Se puede decir que no sólo el
rostro del indio es teológico, sino que todo el universo de las imágenes precolombinas y
coloniales del indio están completamente dominadas por la relación cinemática entre
imagen y teología. Es precisamente el predominio del icono sacrificial de la historia
colonial y el conjunto de su an-geología la que organiza el orden de lo visible. Esto es lo
que va a permitir que la cinematografía de imágenes de lo indígena aparezca
generalmente mediada por temas teológicos. La colonización suplementada por la
iconotécnia-teológica y ejercitada contra la idolatría pagana de los indígenas funciona
como el barbecho de las prótesis que fabulan la cinematografía tecno-indígena15.
Respecto de este punto—y de la compulsión por la sangre que el tecno-indigenismo de
matriz óptico-teológica puede llegar a tener—el film aparentemente con una temática no
indígena de Robert Rodríguez, From Dusk Till Dawn (1996) [Del crepúsculo al
amanecer], resulta ser un caso extraordinario de las prótesis teológico-cristianas con las
que el pasado de las culturas precolombinas retorna. El film de Rodríguez, con un guión
14
Se puede decir que el clouse-up de los indígenas como compulsión fetichista es el modo que el cine tiene
para activar la afección cristiana. En esta el melodrama y el victimismo subjetivo encuentra su articulación
en circulación mercantil y, así, también produce la imposibilidad de que el rostro sea des-trabajado desde
su jerarquía racial.
15
En “las Américas”, la capacidad del hombre occidental de producir prótesis oculares de dominación
comienza a través de la tecno-producción de iconos. En este sentido, los imperios Azteca, Maya e Inca no
sólo sucumbieron a la superioridad de la tecnología militar de los españoles, sino también al imperio mudo
de la iconografía cristiana. Antes de la palabra está el icono, su trabajo en el recogimiento que opera en
silencio, en la mudez de la pura presencia-imagen.
de Quentin Tarantino, es una evocación a zonas donde la fábula o prótesis teológicocristiana toma lugar para cerrase con una cita al templo de Tenochtitlán. No daremos
cuenta aquí ni de la trama ni tampoco de todos los lugares donde la fábula cristiana
aparece ya que toda la estructura del film estaría inscrita en la prótesis teológica. Nos
interesa el baile de la ninfa pagano-cristiana (Salma Hayeck) que organiza la serie de
imágenes que van a suceder al final de su danza. La ninfa-vampira que danza con una
enorme culebra enrollada en su cuerpo es una cita a la fabula de Eva y entonces
ficcionaliza en tanto que prótesis teológica el origen del pecado de la carne, del placer. La
diabólica Eva cargada de sensualismo y potencia erótica es la antesala que abre los
charcos de sangre dejados por vampiros. La película de Rodríguez indistingue la
iconografía cristiana del paganismo para replegarla en la cultura del boom de la sangre y
del vampiro. De esta manera Rodríguez trabaja sobre una especie de hibridación kitsch
produciendo al final de la película una especie de síntesis disyuntiva tecnoindígena en la
cual se revela en todo su esplendor la ruina y las calaveras que rodean el gran Templo de
Tenochtitlán. El espacio de composición de las imágenes tecno-indígenas de Rodríguez
también nos revela que con el amanecer la guerra monstruosa de las imágenes de
vampiros ha terminado, pero que el crepúsculo inminente como el mismo templo en
ruinas sigue ahí. No obstante, la ley óptica o eco-nomía de lo visual de los monstruos
cristianos, vampiros paganos, que retornan con la caída del crepúsculo, es constitutiva de
las prótesis teológicas, es decir, no hay fábulas de vampiros sin prótesis teológicas. Esto
es lo que precisamente compartirían los filmes de vampiros con aquellos que intentan
representar a los indígenas. En el film de Rodríguez ambas prótesis teológicas aparecen
juntas. Así, en la inmediatez de la fábula de monstruos, psicópatas y religiosos,
Rodríguez es también capaz de revelarnos que si bien la sangre es consustancial a los
monstruos y a sus sacrificios, los monstruos paganos no hablan, no tienen lengua y se
expresan desde “la cosa”, es decir, desde la sangre o el cuerpo como materia a medio
camino entre la vida y la muerte. Al igual que en la representación indigenista de las
culturas amerindias durante el proceso de colonización, los vampiros de Del crepúsculo
al amanecer gimen, amenazan con dar muerte sin hablar. El lenguaje no les está dado ni
como prótesis ni como condición de su destino, el cual no es otro que el paso de la
metamorfosis de lo humano a lo casi-muerto y de este, del vampiro, a la desintegración
total de esos cuerpos que no están ni vivos ni muertos. En términos de las prótesis
teológicas, las culturas que no hablan la lengua de los cristianos, o sea, los indígenas
antes de su evangelización y caída en el proceso de modernización colonial, por no tener
acceso al lenguaje no sólo parecen mudos ante los iconos de la ley16, sino ante la propia
posibilidad del habla los pueda sacar del estado de entes que no están ni vivos ni muertos.
En la mayoría de los filmes tecnoindigenistas que narran el encuentro con las
culturas precolombinas y la colonización, los indígenas no tienen lengua, son mudos y
para hablar deben aprehender la lengua del colono, “negociar’ y/o subsumirse ante la
monstruosidad del icono de la ley y la sangre. Como hemos ya señalado, la fuerza figural
de icono es la imagen del cristo-asesinado, del cristo sacrificado, vejado y martirizado
que viene a salvarnos desde la sangre. El cristo-icónico que funda la res publica de los
cristianos es militante de la violencia sacrificial como operación visual, pero también
como cancelación de lo que se le resiste a darle acogida en la palabra, en el lenguaje. Es
16
El lector interesado en expandir los atributos de la función icónica y su entrelazamiento con la ley puede
consulta el libro de Massimo Cacciari Iconos de la ley.
necesario ver lo que ha sido sacrificado, sólo esta operación—operación de visión—
puede reducir u ocultar el lenguaje, la palabra del otro como (im)posible diferendum
frente al fundamentalismo religioso. La función del icono sacrificial como falta de
hospitalidad o diferencia con la ley de Cristo regula el hecho de que la militancia ontoteo-lógica17 del periodo colonial es ciega al reconocimiento de la diferencia y, por lo
tanto, es sorda al diferedum político, idiomático o religioso. Los filmes de Werner
Herzog, por ejemplo, son muy claros en narrar que la tensión entre naturaleza y hombre
se inscribe en la relación que articula al lenguaje como poder civilizatorio y medio que
ordena el trabajo de trasformación de la naturaleza.
Las películas de Herzog muestran que los indígenas, más cercanos a la naturaleza,
carecen de habla y, por tanto, carecen de los protocolos de la civitas de la negociación
política. Así, carecen, supuestamente, de la negociación comercial. En Fiztcarraldo
(1982) los indígenas de las zonas fronterizas del Amazonas son representados como
agentes de una sorda resistencia a la más alta cultura de occidente—la opera. Como si
trataran de silenciar la música por travesura, los indios de Herzog sabotean el barco que
lleva la locura civilizatoria de la opera. Por los acantilados, en la famosa escena del
descarrilamiento del barco, los indios como niños traviesos frustran la pasión del
enloquecido Fiztcarraldo (Klaus Kinski). La belleza visual del dispositivo herzogiano
revela el deseo epopéyico de la opera como suplemento sonoro de la expansión
civilizatoria. De esta manera, la opera funciona como catalizador de la compulsión
desmesurada de Fiztcarraldo y sobre todo como trasfondo de la imagen sin habla de los
indígenas que por su cercanía o indistinción con la naturaleza se oponen a la alta cultura.
En las imágenes de Herzog, la opera—más cercana a la voz y la palabra que a la imagen
de lo natural—se confunde en el juego dialéctico de la economía visual de la selva
amazónica y en el modo “bárbaro” del habitar mudo, sin habla de nativos que huyen e
indistintamente se pierden en los paisajes de la prótesis visual de acantilados y árboles.
Algo parecido ocurre en el film The Mission (1986) [La misión] dirigida por Roland Joffé
donde el signo-sonoro de las imágenes de la naturaleza coincide con la fetichización de
salvajes que cantan, sin hablar, el lenguaje divino de la creación. En La misión el
trasfondo óptico de las cataratas del Iguazú y los semidesnudos guaraníes divinizan la
“guerra de las imágenes” contra el paganismo y la superstición del “buen salvaje”. La
trama ontoteológica se desata en medio de las disputas por la posesión de tierras entre
españoles y portugueses. La película muestra la consumación histórica del tratado
hispano-portugués de 1790 y las formas de caza y exterminio de las poblaciones
aborígenes. En este contexto, del lado de las misiones jesuitas, la guerra de las imágenes
compone el espacio de la evangelización y explotación “a escala humana”, es decir,
cristianismo contra paganismo indígena, pero a través de los valores del humanismo
cristiano. El film de Joffé no sólo muestra el humanismo de los jesuitas buscando
identificar al espectador con la tragedia de las misiones jesuitas, sino también la disputa
ya completamente subsumida en la interioridad de la cultura de Occidente por controlar
modos de producción y de subordinación del indígena a la economía capitalista del siglo
XVII. En La misión la correlación de fuerzas muestra que las misiones jesuitas son
exitosas por la capacidad que tienen los iconos de la ley cristiana. El éxito reside en el
modo en que la evangelización “dociliza” a la mano de obra de los guaraníes por fuera de
17
Para un examen exhaustivo sobre la posibilidad de una crítica a las militancias ontoteológicas remito al
lector al libro de Alberto Moreiras Línea de Sombra. El no-sujeto de la política.
la locura civilizatoria del Fiztcarraldo de Herzog. Se puede decir que Joffé piensa el
dominio de lo divino-colonial a través de los atuendos e instrumentos de la colonización
haciendo comprensible que la acumulación colonial y sus formas de organizar la
producción en el siglo XVII ya están completamente espiritualizadas por el humanismo
cristiano. En La misión los efectos de la imagen cristiana incluyendo la vestimenta de los
misioneros—la del Padre Gabriel (Jeremy Irons) y Mendoza (Robert de Niro)—
funcionan como la praxis de la economía política propuesta por las misiones jesuitas. Sin
duda esta praxis en territorios que hoy pertenecen a Paraguay, Brasil y Argentina
constituye una de las formas más igualitarias de organización económica de la
colonización. Los jesuitas organizaron en reductos a los indios guaraníes para educarlos
en la fe católica y en las prótesis laborales de Occidente. No interesa juzgar esta
experiencia colonial en términos económicos, sino más bien en los términos del poder de
las imágenes para el éxito de la organización comunitario-productiva lograda por los
jesuitas. El film de Joffé muestra, precisamente, que el éxito de los jesuitas residía en la
superficie de la imagen tecnificada de la fe católica y en la conversión de los indígenas en
“obreros” de la res publica cristiana.
Por otro lado, el genio de Herzog consistiría en mostrar que la civilización
cristiano-occidental está siempre acechada por el indio-naturaleza y por la desmesura de
pérdida del juicio que significó la empresa de la colonización. En el film Aguirre, der
Zorn Gottes (1972) [Aguirre, la ira de Dios], uno de los frailes que acompaña la
expedición después de darse cuenta de que el indio sabe donde está el Dorado la pérdida
del juicio como entrada directa en el fundamentalismo religioso lo asalta y, en un acto de
fe, hace asesinar a un indio por botar al suelo la Biblia. El indio amazónico no escuchó la
palabra que emana del libro y tampoco reconoció la complejidad de un sistema de signos
escriturales totalmente inaccesibles. Las secuencias de imágenes en esta escena de
Herzog son impactantes, en el sentido que muestra la fuerza del monstruo que no habla y,
sin embargo, articula el lenguaje de la política cristiana. La imagen del rostro sacrificial
de Cristo es el icono incrustado en el cuerpo de los aborígenes, es la marca de la potencia
figural de la imagen-rostro, inalienable a la fábula cristiana de la colonización, pero
perfectamente autónoma del relato hablado. Es precisamente en esta autonomía en que la
política del rostro cristiano se revela como imagen que jerarquiza y organiza el racismo
contra los paganos aborígenes. La constatación de que en los filmes de Herzog, pero
también en la práctica mayoría de las imágenes del aborigen, los indios no hablan es
también parte de su exotización. En la versión de la historia de Aguirre de Carlos Saura,
en El Dorado (1988), se puede escuchar de manera clara el siguiente parlamento: “estos
salvajes el único lenguaje que entiende es el de la fuerza”. ¿Pero cual es el leguaje de las
imágenes y, en particular, el de las imágenes cinematográficas? ¿Cómo es que la
superficie de éstas puede tener una intensidad política y voluntad de poder capaz de
trascender la materia de sus componentes ideo-ópticos? El icono del cristo muerto es el
despliegue de la historia sacrificial como suplemento ideológico de la colonización y la
herramienta artístico-política desplegada en los confines de la primera globalización
ideológica, a saber, la globalización cristiana. Como voluntad de poder, la imagen del
cristo muerto es el eslabón principal de la economía de lo visible y por lo tanto de la
composición de la historia visual de las primeras colonias hispano-portuguesas. Sin la
función del icono del cristo sacrificado no hubiese sido posible la subordinación y
reconversión de los indios paganos al cristianismo. El impulso de esta reconversión y, al
mismo tiempo, de la fascinación por los sacrificios aztecas mal o bien representados
según los juicios del empirismo historiográficos del cine de Gibson, o según los juicios
estilístico-irónicos de Rodríguez, no son posibles sin el espacio del encuentro entre indios
paganos y colonos cristianos.
Los indígenas no existen
El tecno-indigenismo es anterior a las formas en que el cine ha reproducido la
fábula de los indígenas según estereotipos, cancelaciones o exclusiones, como artificio de
una imagen-rostro que sólo puede ser entendida en la interioridad del pliegue
iconográfico de la cristiandad. La imagen como tecnología de dominio colonial cristiano
es anterior a la técnica cinematográfica y al obturador científico del uso y circulación de
la fotografía. Es el cine, sin embargo, el que muestra en toda su intensidad que la
mediación tecno-fílmica de los indígenas es teológica o, si se quiere, post-teológica en la
que se entrelaza la imagen sacrificial y la entelequia indígena como dispositivo
antropológico de lo visual. Filmes como Cabeza de Vaca (1990) del mexicano Nicolás
Echeverría18 (inspirada en la obra Naufragios del conquistador Álvar Núñez Cabeza de
Vaca) y la famosa alegoría antropófaga Como era gostoso o meu francés (1971) de
Nelson Pereira dos Santos—ya mencionado más arriba—entre otras, son películas
cristianas porque la narración-imagen es inmanente a la fuerza del cristianismo. Pero
también porque el medio técnico que corta, encuadra y produce semejanzas y
desemejanzas entre la “cosa” y la representación de ésta compone series de imágenes en
las que el demiurgo teológico es irreductible. Aunque el contexto de visibilidad cultural
sea secular, el cine restituye la potencia figural de lo teológico, en esto reside el hecho de
que el cine colonial no sea ni enteramente secular ni esté vaciado de la presencia imaginal
del humanismo cristiano. No obstante, si se piensa en el devenir chamán de Cabeza de
Vaca o en la metamorfosis del bocado exótico en el que se convierte el francés del film
de Pereira dos Santos, se podrá también constatar que la fábula que aproxima a los
indígenas a los instintos primitivos es universal y, así, es también cristiana. En ambas
películas están presentes las escenas de antropofagia, pero es la de Pereira dos Santos la
que más piensa la imagen primigenia de la devoración como una temática propiamente
criollo-occidental. En Como era gostoso o meu francés el colono desnudo está atrapado
por la paradoja entre la economía primitiva de la sexualidad que despierta en la indígena.
La india, erotizada por su “belleza-otra”, compulsivamente lo muerde avisando la
devoración ritual a la que será sometido. Se podría pensar que las escenas de canibalismo
no son cristianas, no pueden serlo por la inconmensurabilidad de la fábula fílmica de
Pereira dos Santos, sin embargo, la condición antropófaga inevitablemente piensa por
oposición dialéctica la inmanencia en el cristianismo colonial. En la representación
fílmica de la india caníbal de Pereira dos Santos la devoración es próxima a lo más
primitivo del deseo humano. En la antropofagia cristiana el canibalismo está
espiritualizado en la homilía de la ostia que sublima el acto de comer carne humana como
correlato de la prohibición del goce. No es exagerado decir esto porque en el film de
Pereira dos Santos la antropofagia informa que en la escena primitiva el acto de comer
carne está atado al deseo sexual por la carne. Como era gostoso o meu francés es un film
18
Nicolás Echeverría es también el director de una importante película titulada Teshuinada, semana santa
Tarahumara (1979) sobre la religiosidad de los Tarahumara. El film es un cortometraje de 47 minutos en
los que se actualiza la pasión de cristo para iniciar a los adolescentes en las prácticas del evangelio.
es cristiano ya que su trama se organiza entorno a la dialéctica civilización y barbarie. Al
mismo tiempo, la tecno-antropofagia que orienta la identidad del mestizaje brasileño raya
en un especie de exotismo erótico que legitima los instintos sexuales de devoración del
otro. En otras palabras, la “buena salvaje” que intenta devorar al francés configura en lo
visual el fetiche de lo primitivo como exotismo sexual. La salvaje no existe, lo que existe
es la fantasía naturalizada de la devoración sexual como escena masculina o viceversa.
Ahora bien, el cine como aparato proyectivo en su composición es hijo de la
intersección entre la racionalidad tecnológica y el espacio experimental del arte como
consumación de lo profano. A diferencia de la iconografía sacra del mundo medieval, la
cual mostraba el espacio del poder institucional de la verdad de la religión, la imagen
fílmica muestra sin necesidad de pasar al experimento de la verosimilitud de la
demostración científica. El sueño moderno del dominio de la ciencia significa la
destitución de la imagen sagrada. Con el cine y la reproducción técnica de la imagen
sacra, la síntesis disyunta entre lo secular y lo sacro se metamorfosea hasta los confines
de un acontecimiento sin precedentes; la imagen como experimento fílmico en la
reproducción técnica destruye el aura de la imagen sagrada, pero al mismo tiempo
restituye las posibilidades del arte más allá de la imagen como institucionalización del
poder cristiano o como imagen secular del poder postcolonial. En el cine del primer
Buñuel, la relación que la técnica del cinematógrafo va a establecer con el arte es
indisociable de las prótesis teológicas creadas por Buñuel y Dalí para establecer una
crítica a la institucionalización del poder icnográfico de la imagen cristiana. En efecto,
en la historia tecno-industrial de la modernidad el cine no era arte ni tampoco ciencia y,
sin embargo, el recurso a las prótesis teológicas siempre estuvo como inminencia de la
imago. Esta lo acompañó desde el momento mismo en que las artes y la crítica social
coincidieron en la crítica de la religión o en el intento por restituir la condición aurática
del monstruo cristiano. Lo cierto es que el aparato cinematográfico cambia por completo
el estado de las artes. El cine, nos dice Deleuze, “como arte industrial no era ni un arte ni
una ciencia” (20) y, sin embargo, la máquina cinematográfica produce un cambio en el
estado de la artes y en la concepción de la imagen y del movimiento. A través de la
lectura de la filosofía de Bergson, Deleuze habla de la imagen cinemática sin devolver la
imagen fílmica a la representación de la realidad. El cine no representa la realidad. La
imagen producida industrialmente no tendría más referencia que su propio pedestal
inmanente y, por lo tanto, la composibilidad de la imagen no haría otra cosa que referirse
al plano de inmanencia de la propia experimentación cinematográfica. En su libro
Tecnologías de la crítica. Entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze Willy Thayer enfatiza
esta condición del cine:
Cuando el cine trata de la pintura, del relato oral, de la mitología griega,
del Imperio romano en expansión, del exterminio indígena en los Estados
Unidos, cuando propaga el integrismo culturalista de las vidas ejemplares
en las superproducciones hollywoodenses, sólo trata tautológicamente de
su potencia de fabricar imágenes y relatos cinematográficos. (…) Y si
estetizamos la imagen con el aura del desaparecido, esto es, cuando el
espectador se deja producir en la ilusión de estar enfrentando su manto
sagrado, se inhuma un grado más su desaparición como aparición en la
circulación digital. (122)
Lo que desaparece en lo analógico aparece en lo digital como condición de la propia
composibilidad inmanente de las imágenes. Todo el tecno-indigenismo de la cinemática
teológica o post-teológica que atraviesa más de dos siglos se encontraría, en efecto,
replegada en la interioridad de la producción de la imagen fílmica sin más referencia que
la propia especificidad productiva de la historia del cinematógrafo. Tal y como sospecha
Thayer se puede decir que el cine es: “una tecnología singular cuyo marco comprensivo
organiza endógenamente la multiplicidad, nihilizándola bajo un principio común” (123).
En este sentido, en el plano de las imágenes producidas en la interioridad de las técnicas
cinematográficas no aparecería lo sagrado, salvo la propia imagen y sus yuxtaposiciones,
sus juegos dislocantes, sus mezclas experimentales, sus montajes, sus orificios internos
en la autorreferencialidad de la cinematografía como espacio común a un régimen de
infinito de producción. En otras palabras, la composición de la imagen fílmica y su
relación con el manto sagrado o, lo que viene a ser lo mismo, con la compulsión del
fetiche que muestra o presenta lo impresentable en una secuencia de imágenes fracasa
toda vez que los efectos de imagen no pueden respirar por fuera de la condición
ideogramática de la cultura. La cultura no es externa a los regímenes de producción de la
imagen porque ella misma no es otra cosa que composición de imágenes en el juego
dialéctico de lo óptico. Así, el fracaso de la imagen, digamos sagrada, es su éxito en la
medida que el espectador no busca en lo presentado nada más que lo que le adviene a la
superficie ocular de la retina. Si lo sagrado es lo irrepresentable de la imagen industrial,
entonces, la “cosa como tal” del tecno-indigenismo cinemático no tiene más existencia
que el soporte de las fantasías que el cine revela como verdad de una época. Lo
irrepresentable en el cine indigenista no son los indios, sino el propio espacio óptico que
produce tanto el objeto de la mirada como la mirada del objeto, es decir, lo
irrepresentable es “lo Real” de la imagen, aquello que la imagen no toca. Lo intocable de
la imagen es lo que se resiste o sustrae al montaje dialéctico; a los efectos de imagen, es
decir, a aquello que en la puesta en escena de imagen sin exterioridad queda intacto
porque la imagen-afecto de las antropologías cinematográficas no logra tocar. Lo que
queda intacto es la posibilidad de otro modo de figuración o desfiguración del rostro. Lo
que se sustrae a prácticamente toda la producción fílmica que tiene por deseo fabular
humanistamente “el problema del indio” es la superación de las prótesis onto-teotecnológicas del rostro. Lo real de la imagen es la imposibilidad del rostro como lugar de
ocurrencia de lo sagrado. En la monstruosidad de la ilusión óptica, lo humano como
aquello que pre-existe a la imagen es lo sagrado irrepresentable de lo humano-nohumano, es decir, de lo humano no mediado por la fabulación humanista y cristiana de lo
sagrado19. Lo que inevitablemente acontece en la imagen producida industrialmente—al
menos en aquel cine que fabula y experimenta desde el humanismo de la conciencia
cristiano-burguesa—no es tanto la secularización de la iconografía cristiana, sino la
imposibilidad de que ésta pueda ser destruida a partir de la organización de las fábulas
que la historia óptica de la cinematografía organiza. La fábula que complementa, es decir,
19
En efecto, la referencia obligada aquí es a Totalidad e infinito de Emmanuel Levinas, libro en el que
Levinas desarrolla su tesis de que el rostro del otro, anterior a la imagen ontoteológica, es precisamente el
lugar de lo sagrado. En palabras de Levinas el otro como exterioridad a la imagen es también “[l]a distancia
de esta exterioridad se extiende también hacia la altura. El ojo sólo puede concebirla gracias a la posición,
que, como disposición de arriba hacia abajo, constituye el hecho elemental de la moralidad. En tanto que
presencia de la exterioridad, el rostro no llega a ser jamás imagen o intuición” (301).
que fabula el apego discursivo a la imagen fílmica no es nunca el horror como reverso de
lo sagrado sino, más bien, lo que es sustraído en lo mostrado por el discurso-imagen y
reproducido industrialmente. Lo que la industrialización fílmica corrobora no es que la
fábula indígena en su versión humanista (a lo Iciar Bollaín) o de lucha clases (a lo
Sanjinés) sea incapaz de restituir lo sagrado, sino que en lo visible lo sagrado aparece
nihilizado o invisibilizado por la estética del reparto fetichista de la imagen-rostro. Lo
invisible es en estos términos la proximidad a lo humano no humanizado por el discurso
de las imágenes tecno-indígenas. En otras palabras, lo invisible es lo que resiste a las
alegorías de lo visible que emergieron no sólo con la matriz representacional de la
modernidad, sino con la fundación y recreación de las imágenes bizantinas de la
cristiandad. En el interior de esta matriz, la composición y experimentación industrial del
discurso-imagen es a la cinematografía lo que la moderna ciencia política es a la teología.
En el esplendor de su multiplicidad artística, el cine que intenta tematizar la imagen
sagrada—generalmente desplegada en las ficciones de rostridad—y en particular el cine
tecno-indigenista es fundamentalmente composición de imágenes teológicas
secularizadas. Esto significa que la imagen fílmica del indígena colonizado o del obrero
explotado inscrita en la matriz de la conciencia humanista, en el soporte técnico de la
circulación, revelaría en su crítica social y política lo que, a su vez, destruye, esto es; lo
“Real” como imagen sin imagen, es decir, el horror invisible de la explotación de los
obreros modernos o la lenta agonía y extermino de los indígenas durante la
colonización. No obstante, en esta imagen sin imagen20, en la inmediatez de su hiato,
paradojalmente, se sostiene la fuerza figural de la relación entre imagen-discurso del
indio y su caída en la producción artística, en la comercialización. En otras palabras, no
es que el cine no pueda representar la “realidad del indio”; en la expresividad artística de
su materia lo que el cine presenta es su propia composición imaginal sin afuera. En esto
residiría el hecho de que al cine tecno-indígena no le está dada la tarea de pensar lo ético.
No lo puede pensar porque la fábula humanista de la cultura occidental que funciona
como complemento de lo visible—lo invisible-visible—que co-pertenece al universo
imaginativo; el cual no ha dejado de ser cristiano, aunque este “ser” se exprese y prolifere
residualmente como materia expresiva de un mundo secular. Esto significa que el
“reclamo” de Deleuze y Guattari por un acontecimiento que tenga como eje la desterritorialización del rostro es precisamente la imagen sin imagen de lo que aún no ha
acontecido21. El cine suplementado por las fábulas de la trama cultural de Occidente se
enmienda en la autopoiesis de sus condiciones de composibilidad y, a través del material
artístico industrial que le provee el cinematógrafo, a los efectos sociales y políticos de las
estructuras sensoriales de la subjetividad. Así, la reproductibilidad técnica de la imagen
del indio y sus efectos sociales sobre la estructura sensorial secularizarían el arte de la
reproducción sin abandonar o deconstruir el soporte teológico de la imaginación artística.
En cineastas como Sanjinés y Bollaín, entre otros, el rostro que pre-existe a la imagen del
indio es el punto sin retorno de lo sagrado. No obstante, lo sagrado, a su vez, es la
20
Tema, por cierto, que recorre el pensamiento de Guy Debord y de María Zambrano, y del cual este
ensayo no puede dar cuenta aquí. Remito al lector interesado al ensayo de Alberto Moreiras “The Last God:
María Zambrano’s Life without Texture” (170). Para un análisis detallado del pensamiento de Guy Debord
remito al ensayo de Rodrigo Zúñiga titulado “Video Debord.” Imágenes sin comunidad. Lecturas de
Debord. Santiago: Facultad de Artes, Universidad de Chile, 2010. 11-38.
21
Esta tesis ha sido desarrollada en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. La tesis se encuentra en la
meseta número 7 titulada “Año cero. Rostridad” (173).
condición de composibilidad de que la imagen artística pueda tomar lugar. Sin esta preexistencia no habría imagen alguna. Entre la pre-existencia y la existencia de la imagen,
la aporía abre la imagen a la relación entre cine y política. Piénsese en la famosa película
censurada por Stalin, Iván el terrible (1944-46) de Sergei Eisenstein como una críticadeconstructiva de la imagen imperial del rostro y, por lo mismo, como apertura a la preexistencia de éste. Un ejemplo insoslayable del mismo Eisenstein que no tiene el mismo
efecto es ¡Qué viva México! (1938). El film no dista mucho de ser una alegoría
antropológica e hispostasiada del buen “salvaje artificial”. La predominancia de la
imagen-afecto y de un exagerado romanticismo de escenas casi bíblicas re-inscribe la
política del rostro en la antropología tecno-indígena. El film de Eisenstein es interesante
como dispositivo que, evocando el pasado de México, sobre todo en las primeras escenas,
las imágenes son “evidentemente” evocaciones a fábulas teológico-cristianas.
Es probable que el débil manto teológico-cristiano o, si se prefiere, post-cristiano
que hay en la imagen del neo-realismo italiano de post-guerra prefigure, si no todo, gran
parte del cine social y político en América Latina. En la década de los sesenta y fines de
los setenta nos encontramos con el cine de Fernando Birri con los Inundados (1961),
Glauber Rocha con su Dios y el Diablo en la tierra del sol (1967), Tomas Gutiérrez Alea
con Memorias del subdesarrollo (1968), Miguel Littin con El Chacal de Nahueltoro
(1969), Ismael Rodríguez con Ánimas Trujano (1962) y, por supuesto, ese monumento de
la imagen cristológica que filmaran Octavio Getino y Fernando Solanas titulado con la
frase de José Martí La hora de los hornos (1968). El cine social y político
latinoamericano de los sesenta constata la irrefutabilidad de que la imagen militante es
imagen teológica secularizada. La fabulación de la imagen militante se encontraría
inscrita en la martirología de un héroe o un antihéroe destinado a la crucifixión o a la
resurrección revolucionaria. El caso fílmico más impactante es la forma en que en La
hora de los hornos filma a Ernesto “Che” Guevara después de haber sido asesino. Sobre
el cuerpo muerto del Che salta un periodista y le dispara con su cámara fotográfica una
ráfaga de fotos destinadas a la circulación y/o a la resurrección en los mercados
globalizados de la imagen. La fábula de prótesis teológica con héroes trágicos o
anónimos (el pueblo, los trabajadores) es algo que también encontramos en el género de
documentales como la Batalla de Chile de Patricio Guzmán o México: La Revolución
congelada (1971) de Raymundo Gleyzer—y también su último film Los traidores
(1977)22. En el impacto del Neorrealismo Italiano y en la fábula de la martirología
cristiana el cine de denuncia habría encontrado su desdicha y fortuna.
De vuelta con Bollaín, Sanjinés: Hacía el techo de la ballena
En una conferencia pronunciada en el 2002 con motivo de un seminario
organizado por la revista Cinemais sobre “La influencia del Neorrealismo Italiano” Jorge
Sanjinés explica las desventuras y aventuras del cine experimental en el Tercer Mundo.
Teóricamente Sanjinés, heredero de las vanguardias artísticas de los años sesenta, busca
22
Sobre el “cine de la base” y el film Los traidores que le costó la vida a Raymundo Glayzer habría mucho
que decir y pensar. De momento dejemos enunciado que el cine de Gleyzer es quizás el intento más serio
por salir de lo que podemos denominar el “populismo” molar del fenómeno peronista. El populismo molar
sería aquel donde la interpelación al Estado-populista tiene como efecto una relación puramente clientelar
con la política popular. Se podría decir que en la Argentina, todo el cine de Fernando Solanas y de
Leonardo Fabio, entre otros, estarían atrapados en el populismo molar de la imagen peronista.
des-inscribir el cine de la fabulación destinada al puro espectáculo y al entretenimiento de
masas. Lo que Sanjinés hace es pensar un tecno-indigenismo contra la linealidad de la
fábula para hacer aparecer el pasado oprimido de las “comunidades nativas”. Esto
significa que busca orientar el cine a una reflexión sobre el eterno retorno y del viaje
circular.
El cine boliviano, en su mayor parte, ha sido un cine de mirada volcada al
embrujo y las claves de sus culturas indígenas y su trayectoria es una
constante pregunta sobre las posibilidades de construir una nueva sociedad
impregnada de la sabiduría nativa para mirar la vida con ojos más
profundos. Desde Wara Wara de Velasco Maidana, filmada en 1929 a
películas muy recientes, el tema de la identidad cultural ha estado
presente. Y con esa preocupación surgió muy pronto la idea de un nuevo
lenguaje, de un lenguaje cinematográfico propio, de una narrativa ya no
europea-americana o hollywoodense, sino una narrativa propia que tenía
que ver con nuestra mentalidad, que conjugara los ritmos internos de la
espiritualidad nacional, que se construyera ya no sobre los pilares del
individualismo helénico, judeocristiano, sino sobre la cosmovisión de las
mayorías morenas del país que entienden al tiempo como un viaje circular,
como un eterno regreso de todo. (manuscrito)
Las alusiones a la circularidad y al eterno retorno como búsqueda de la identidad del cine
tecno-indigenista del Tercer Mundo no son exactamente la singularidad del cine
boliviano, sino más bien, el componente inherente a la composición de la fábula que
suplementa la producción de imágenes dentro del plano autorreferencial de la
cinematografía occidental. El cine no remite a ningún afuera salvo el afuera de sus
propios pliegues internos. El afuera tecno-indigenista de Sanjinés es su “adentro” de la
potencia creativa de su insistencia y de su obra fílmica. Es esto, precisamente, lo que hace
de la imagen del indígena en el cine de Sanjinés una relación a lo abierto de la potencia
creativa de su arte-industrial. Y en la potencia de la composición de su técnica de
montaje, de sus juegos de imágenes —los que él contrapone a la desmedida violencia de
Hollywood—, el cine tecnoindígena de Sanjinés encuentra su potencia creativa, su
posición política, su dignidad. Sin embargo, la forma en que Sanjinés inscribe su
cinematografía en el intento de producir un cine militante que no coincida con las
tradiciones europeo-americanas que él menciona tiene el límite de que para oponerse a
las prótesis teológicas debe recurrir a la espiritualización identitaria de la narración del
viaje circular y del retorno. En otras palabras, la multiplicidad andina inmanente a la
composición tecnoindígena y, por lo tanto, a la pre-existencia de la imagen de grupos
sociales “indianos” queda reducida a una narratología que vuelve a deificar en la idea de
lo propio la salida a las prótesis teológicas. Sanjinés, no obstante, está pensando la
heterogeneidad de la “cosmovisión de las mayorías morenas” de Bolivia, las que
entienden según su tesis “al tiempo como viaje circular”. El tecnoindigenismo de
Sanjinés se desea por fuera del registro de las filosofías del progreso y por fuera de las
fábulas teológicas. En este sentido, la tensión entre viaje circular y el progreso no es sólo
retórica, pues está en su obra fílmica, y aunque el viaje circular también podría
encontrarse en También la lluvia de Bollaín, el cine de Sanjinés se orienta a pensar las
luchas y el horizonte de la emancipación desde un compromiso que no es abiertamente
comercial y circulatorio como el de Bollaín. Por ejemplo, en su film Yawuar Mallku
(Sangre de Cóndor, 1966) Sanjinés produce lo que podríamos denominar sin temor a
equívocos la valorización más alta de la posibilidad de que la imagen del indio sea desterritorializada en nombre de las luchas sociales andinas. Narrado en quechua y con una
fuerte inscripción postcristiana, la fábula que organiza la estructura narrativa de Yawuar
Mallku se encuentra muy lejos de la estética de un film como Iciar Bollaín y muy cerca
de la época del boom del cine social de los años sesenta y, entonces, del entusiasmo por
la revolución. En virtud de este entusiasmo, Yawuar Mallku es posiblemente la primera
película tecno-indígena que disuelve el racismo en el llamado a la lucha contra los
programas bipolíticos del Cuerpo de Paz norteamericano bajo las recomendaciones de
Robert MacNamara de promover el control de la natalidad en los países con posibilidades
de conatos revolucionarios. Tematizando contextos históricos y sociales distintos, Bollaín
y Sanjinés en nombre del poder imperialista y postcolonial visibilizan las luchas sociales
en la región andina. Pero, Bollaín del lado de la romantización político-comercial de los
indígenas y de la estéticas de la imagen del indio que constituyen la afirmación
biopolítica de la antropología visual de época, mientras que Sanjinés del lado de la
posibilidad de un cine al servicio de la revolución social, y de la temprana crítica a las
intervenciones y experimentos biológicos de los Estados Unidos en el Tercer Mundo.
Desde proyectos estético-políticos distintos y, por supuesto, inconmensurables en
términos de los regímenes de producción artística, distribución y circulación, la fábula de
Bollaín y Sanjinés tiene por función fabricar imágenes que puedan hacer visible las
condiciones de explotación y opresión de los indígenas. En el título También la lluvia
Bollaín alegoriza el contenido ético de su intento por hacer visible lo que ya en el
espectador es visible y, así, lo que no tiene—diferencia importante con el cine militante
de Sanjinés—ningún potencial transgresivo respecto de los ordenamientos estructurales
del capitalismo tardío. Lo invisible no-teológico no está pensado en la película de
Bollaín, es decir, no hay cine impolítico en la medida en que el conflicto que También la
lluvia narra23 está—en la inmediatez imaginal del juego de sus imágenes—neutralizado
por lo que el espectáculo glorifica. De esta manera, Bollaín intenta restituir
cinematográficamente una ética fundada en el cine antropológico y humanista.
Yuxtaponiendo un film dentro de un film—recurso interesante como problematización de
que el cine no refiere a nada que sea externo a su producción—la fábula de Bollaín
muestra que la colonización de los indios y las prótesis teológicas del padre Las Casas
siguen vigentes como posibilidad de resistencia a la economía neoliberal en Bolivia. En
También la lluvia la vigencia de esta prótesis reside en la visibilidad de la imagen del
indio espectacularizado por el humanismo de época. Aunque la fantasía humanista de
Bollaín y Sanjinés no coinciden ni estética ni políticamente hablando, el espacio común
que comparten es el mismo, es decir, comparte el irreductible horizonte cristiano que
23
A través de la interpretación de obras cinematográficas, Vilarós problematiza el “concepto” de lo
impolítico. Elaborado en un temprano ensayo de 1978 por el filósofo Massimo Cacciari titulado “Lo
impolítico nietzcheano” (ver referencia en el ensayo de Vilarós citado más abajo) el concepto de lo
impolítico no es la falta de política, sino aquello que da cuenta de que no hay otra “realidad’ que la del
poder. Así el punto de partida de la política no es la relación consensuada en el interior de la
representación, sino el conflicto con el poder. Lo impolítico también ha sido largamente pensado por
Roberto Esposito en su libro Categoría de lo impolítico. En el libro de Esposito lo impolítico es definido en
términos de una crítica a la filosofía política y a toda forma de manifestación teológica de lo político.
Remito al lector interesado a Vilarós, Teresa. “Barcelona como piedras: La impolítica mirada de Jacinto
Esteva y Joaquim Jordà en Dante no es únicamente severo.” Hispanic Review 78.4 (Otoño 2010): 513-528.
produjo al indio como efecto de la colonización. De esta manera, el límite antropológico
y etnográfico de Bollaín hace imposible una relación ética entre imagen y política porque
su compromiso con el irreductible horizonte cristiano le permite una relación
espectacular con el horizonte del capitalismo cultural avanzado. La política estética de
Bollaín es la de victimizar “el problema de indio” para reconstruir un héroe subalterno
(Daniel el protagonista “indio” del film) que le permita circular globalmente en los
mercados de la imagen fílmica. En cambio, el film de Sanjinés, inscrito en el horizonte
de la revolución y de los imaginarios proletario-indigenistas de los años sesenta, narra la
experiencia de un héroe caído (Ignacio) en la resistencia contra la policía que defiende
intereses imperialista. El héroe caído de Yawar Mallku tiene un hermano que se ha
urbanizado porque se ha proletarizado en la ciudad y de este modo ha dejado de ser un
indio. Pero Sixto, hermano de Ignacio, para volver a sentir el saber de las injusticias debe
recuperar su identidad de indio debe, en sentido fuerte, volver a “indianizarse”. Sixto es
el que hace el viaje circular, el que retorna a las raíces indígenas después de su
conversión en ciudadano urbanizado y en obrero útil para vengar la muerte su hermano
andino24. Yawar Mallku de Sanjinés es una llamado a la revolución anti-biopolítica desde
un reducto ético que no deja de ser biopolítico, esto es, política del reconocimiento
identitario y en la raíces de la “mayoría morena”. Lo que obstaculiza tanto la posibilidad
de una ética de la imagen como el proceso de desfetichización o des-identificación de las
políticas del rostro es la antropología visual que dialectiza la diferencia entre lo otro y lo
mismo en fetiche de lo comunitario. Así, lo que el cine tecnoindígena no asumiría como
punto de partida es el hecho de que “los indígenas no existen”. Su existencia está dada
por las formas en que han sido antropologizados visualmente por las prótesis teológicas o
post-teológicas y en este sentido no hay pre-existecia de lo indígena a la interioridad de
Occidente, pero tampoco fuera de ella. El así llamado indio es inmediatamente
occidental, es inmediatamente efecto del despliegue y desarrollo del capitalismo y de sus
formas de inclusión/exclusión. En otras palabras, el indio es efecto del acontecimiento
que revela el lugar común a la articulación de un modo de producción planetario desde el
momento mismo del descubrimiento. En este contexto, el indio es el síntoma de la
biopolitización de la estructura de la fantasía con la que la colonización tecnoindígena
produce su expansión a través de la inmanencia acumulativa y universalista de los usos y
circulación del capital simbólico generado por el aparato de producción cinematográfico.
El indígena es el síntoma de la insoportable interioridad de las estructuras culturales y
económicas del desarrollo del capitalismo en su fase industrial y postindustrial. Como
síntoma carga tanto con las perversiones de la estructura de la fantasía como con las
desigualdades e injustitas producidas por el capitalismo. De manera que el velo de la
fantasía los conmina a esa vida no biológica, es decir, a la vida social de las comunidades
andinas a ser descartadas por la modernización de las estructuras de dominación del
capital. Esto es lo que Bollaín—al introducir un film dentro de un film—mostraría sin
más efectividad que la romantización de la fábula cristina que configura la existencia y
conmina a las comunidades aymaras, entre otras, al racismo y a la falta de una política
que deconstruya las alegorías antropológicas de lo visible-dominante. Más allá de las
fantasías raciales lo que queda invisibilizado es el horror de la irrepresentabilidad de las
24
Para un examen detallado de la película de Sanjinés y del desarrollo de historia del cine boliviano se
puede consultar el libro de Gumucio Dragon, Alfonso. Historia del cine boliviano.Editorial, Filmoteca de
la UNAM, México, 1983.
vidas anónimas del capital. Las vidas anónimas son anteriores a la imagen de la
circulación y anteriores al reparto de lo sensible en la medida en que la economía de lo
visible está previamente decidida por la estructura de la fantasía, por su fuerza
constituyente y configurativa. En el caso del tecno-indígenismo esta estructura es
eminentemente cristiana, la configuración y colonización de los indios fue y sigue siendo
en términos residuales cristiana. La “indianidad” es un efecto del cristianismo y de la
espiritualización humanista-ecológica del capitalismo cultural. Esta busca reorientar las
figuraciones culturales del indio sin abandonar la estructura martirológica de los afectos
humanistas, el victimismo, la caridad, la condescendencia, el reconocimiento identitario
como mecanismo de normalización, y estetización postcristiana de la pobreza. Por lo
mismo, desde el humanismo teológico o postcristiano no es posible el lugar de una ética
de lo “Real”, es decir, de una ética que atraviese las fantasías de prótesis teológica y
disloque la economía racial del goce visual. Mientras la película Yawuar Mallku se acerca
a la posibilidad de este atravesamiento al vincular las luchas indígenas con el antiimperialismo biopolítico, la tardía línea de desarrollo tecnoindígena de Bollaín reinscribe el tecno-indigenismo en el humanismo antropológico estetizante, un espectáculo
“humano demasiado humano” a partir de la explotación fílmica de las fantasías del rostro.
No obstante, el fin del racismo solo podría tomar lugar en la interioridad múltiple y
heterogenia de Occidente, y en la deconstrucción cristiana del dominio afectivoperceptivo de su teológica secularizada, ya que el racismo es fundamentalmente cristiano.
Tal como lo muestra Bollaín en el close-up de la imagen-afecto de Daniel—quien con sus
marcados rasgos indígenas protagoniza el papel guerrero y del luchador contra la
privatización del agua—, Daniel es la imagen del héroe subalterno que en la interioridad
racial de las jerarquías del rostro confirma que, a partir de la imagen del cristo-blanco, el
devenir racial de la cristiandad se afirma en el rostro del año cero de la historia de
Occidente. La des-territorilaización del rostro— como lo proponen Deleuze y Guattari—
es lo que el romanticismo del tecno-indigenismo en su versión identitario-circular
(Sanjinés) o en su versión estético-espectacularizante (Bollaín) ocluye una economía de
lo visible donde la des-territorialización de la imagen facial del humanismo cristiano
pueda tomar lugar.
Sin embargo, lo interesante de la fábula militante Yawuar Mallku es que no hay
huellas del discurso humanitario de Las Casas y tampoco hay exactamente un viaje
cíclico, el film trascurre en el interior de una estructura de militancia post-cristiana en la
que se busca producir un cine de denuncia que transforme el reparto de lo sensible. El
héroe subalterno de la fábula de Sanjinés es el hermano de un líder indígena a quien la
policía, coludida con los norteamericanos, había disparado por oponerse a la
esterilización de las mujeres indígenas. La película denuncia con éxito el diseño
biopolítico y antropológico del Departamento de Estado de los Estados Unidos para
controlar la natalidad de los grupos sociales andinos. A partir de la especificidad de
imágenes que buscan orientarse hacia la fuerza figural del cine social militante, Sanjinés
denuncia el intervencionismo biopolítico de los Estados Unidos. No hay posición
decolonial en la composición de este film sino, más bien, una teleología militante en la
que la imagen del martirio de un héroe caído termina en el alzamiento armado de una
moderna vanguardia andina. La alternativa a estos dos filmes marcados por contextos
históricos y propuestas estéticas distintas se encuentra en el film tecnoindigenista de Raúl
Ruiz, El techo de la ballena. Por motivos de espacio dejo en suspenso la interpretación de
este film, y su relación deconstructiva y anti-biopolítica con la imagen del así llamado
indio25.
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