Concurso Literario IntraMed para estudiantes de Medicina

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Introducción
Concurso Literario IntraMed
para estudiantes de Medicina
Con motivo de la realización del Congreso Científico de Estudiantes de Medicina 2008 en la ciudad de
Rosario, IntraMed se propuso convocar a los alumnos de la carrera de todo el país a participar de un
concurso de ensayos breves orientados a destacar la figura del “maestro”.
La idea estuvo dirigida a desarrollar algunas áreas extracurriculares del estudiante tales
como:
» El estudiante como persona
» El estudiante como sujeto de una experiencia subjetiva
» Las representaciones y las creencias
» La sensibilidad para percibir su propio mundo interior y el de los otros.
» La habilidad narrativa
» La habilidad argumentativa
» Las habilidades estéticas
» Las habilidades comunicativas
Fueron sus objetivos principales:
Estimular la formación humanística del estudiante de Medicina
Rescatar la figura del “maestro” en la educación médica
La iniciativa fue auspicia por:
IntraMed, la editorial Libros del Zorzal, la publicación Medicina & Cultura (UNR) y el Congreso Científico de Estudiantes de Medicina.
El jurado estuvo conformado por:
Dra. Amalia Pati | Medicina & Cultura, Universidad Nacional de Rosario
Leopoldo Kulesz | Editorial Libros del Zorzal
Dr. Daniel Flichtentrei | IntraMed
La nómina de los estudiantes ganadores del concurso es la siguiente:
1° Premio:
Noelia Barrera Olarte, Universidad Nacional de Tucumán
2° Premio:
Agñel Ramos, Universidad Nacional de Rosario
3° Premio:
Andrés Horacio Calderón, Universidad Católica de Córdoba
Editorial
¿Quién es un “maestro”?
Enseñar y aprender son dos actividades tan inseparables que resulta casi imposible definir una sin incluir a la otra. ¿Es posible enseñar si nadie aprende? ¿Son equivalentes la información y la enseñanza?
La experiencia de estudiar Medicina constituye un período vital cargado de transformaciones y sucesos
de alto impacto que configuran rasgos de la personalidad que, más tarde, darán una impronta definitiva
en el perfil del profesional. Actualmente existe un consenso bastante generalizado acerca de la necesidad
de estimular los aspectos humanísticos, los modos de razonamiento, argumentación y comunicación que
empleen lenguajes diversos con la idea de prevenir el encierro disciplinar y la jerga como lengua excluyente del graduado. Es conocido que toda formación profesional implica aspectos explícitos e implícitos.
El llamado “currículum oculto” es un repertorio de actitudes y perspectivas que también se aprende
durante este segmento de la vida de las personas. En momentos donde los modelos se disuelven, la enseñanza se despersonaliza, las relaciones intersubjetivas se formulan de modo casi excluyente mediante
la interposición de la tecnología, toda acción que propenda al estímulo de estrategias que resguarden al
estudiante de estos riesgos debería ser promovida. Escribir es –desde tiempos inmemoriales- un ejercicio que obliga a la reflexión sobre la propia experiencia y un modo privilegiado de abrir perspectivas y
desarrollar competencias. Para muchos de los pedagogos más importantes del mundo, la escritura constituye una habilidad imprescindible para cualquier individuo en período de formación. Quien escribe
hace consciente sus razonamientos, crea, argumenta, comunica y se construye a sí mismo y a su relación
con los demás del modo más “humano” posible.
El concurso literario IntraMed para estudiantes de Medicina se propuso estimular a quienes aprenden
a destacar la figura del “maestro” desde su propia perspectiva. Recibimos aproximadamente cuarenta
textos desde todas las universidades del país escritos por alumnos que se encuentran en distintas etapas
de la carrera. El arduo trabajo del jurado permitió establecer algunas líneas comunes a todos ellos. ¿A
quiénes reconocen los alumnos como sus “maestros”? ¿Es posible trazar un perfil de lo que los estudiantes consideran un “maestro”?
Sin excepciones se retrataron a personajes con los que los estudiantes han tenido contacto personal y
que reiteran un patrón que podría configurar un prototipo de aquello que quienes aprenden valoran más.
Los “maestros” elegidos han sido individuos que, lejos de la erudición y la espectacularización del saber
propio, ofrecieron su tiempo para la escucha y el acompañamiento. Docentes que estuvieron al lado –y
no encima- del alumno y los guiaron con algo más que información desapasionada o destrezas técnicas.
Todos fueron personas alejadas del “estrellato” académico, más bien un conjunto de seres dispuestos a
transmitir lo que son con lo que hacen. Inexorablemente cada texto dejaba ver la figura de alguien que
ejercía con humildad el trabajo cotidiano y que se constituía en un modelo a seguir. Despojados de la
arrogancia del erudito, no esperaban admiración sino el establecimiento de un vínculo humano entre dos
personas: uno que enseña lo que sabe y otro que aprende lo que aún ignora. Cada uno de ellos constituye
un ejemplo de quienes trabajan por acortar las distancias entre maestro y discípulo y no para destacar lo
que los separa. Ellos fueron reconocidos por lo que entregaron y no por lo que mostraron pero se negaron
a compartir.
Enseñar es el acto más generoso de cuantos puedan cometerse. Es dar lo que se posee para acortar las
diferencias con el otro. Es entregarse hasta que uno mismo resulte innecesario o superado por quien
recibe. Esa es la medida del éxito, la completa disolución de la necesidad del maestro. Los estudiantes
que enviaron sus trabajos al concurso lo saben. O lo han averiguado ahora, en el momento de reflexionar
sobre la propuesta de Intramed.
Resulta estimulante que los jóvenes, desoyendo los prejuicios que sobre ellos se aplican, muestren con
la sencillez de quien no teme a la verdad que su elección recae sobre quienes son capaces de dar sin especulaciones. Sobre aquellos que enseñan por lo que son más que por lo que dicen. El retrato que los
alumnos nos muestran es el de una persona que ejerce su profesión fuera de los grandes circuitos del
reconocimiento y los falsos liderazgos. Hombres y mujeres que una mañana cualquiera los tomaron del
brazo y los acompañaron hasta la cama del paciente. Les abrieron las puertas de la comunicación con la
persona que sufre y estuvieron allí para atenuar el impacto que establecer una relación médico paciente
produce cuando se enfrenta sin experiencia. Sin estridencias, sin estrellatos, con la generosidad de los
conocen el valor de las cosas; así son los maestros elegidos. No está nada mal. Tal vez sea una buena
ocasión para escucharlos y replantear lo que sobre ellos se piensa y lo que sobre cada uno de nosotros
hacemos todos los días. Tal vez también los estudiantes tengan algo para enseñarnos. ¿Estaremos todos
dispuestos a escucharlos?
Dr. Daniel Flichtentrei
PRIMER PREMIO
Noelia Barrera Olarte
Universidad Nacional de Tucumán
Retrato de: Dr. Gerardo Miguel Albarracín
Sexto año de carrera, 23 años, séptima semana de rotación en Pediatría, mes de noviembre, año 2007,
San Miguel de Tucumán. Calor… demasiado calor y muchos eran los comentarios que había recibido
sobre aquél médico pediatra del Centro de Atención Primaria de Salud de Villa Angelina, una zona suburbana muy desfavorable de mi ciudad. A él sólo lo había escuchado nombrar como “Albarracín”. Las
disquisiciones sobre este profesor eran variadas y muchas de ellas no tan buenas. Nunca me predispongo
porque según yo: el mundo es diferente según como cada uno lo mire y quería tener mi propia opinión
sobre él. Los rumores decían que “el hombre” era un amante de las fotografías y de Internet”, eso anotaba un punto a mi favor, ya que me considero una fanática de esos dos avances tecnológicos del siglo
XX y XXI. Sin embargo lo imaginaba como un hombre de unos 30 a 40 años empecinado por incluir la
tecnología en su lugar de trabajo. Alto, bien parecido, de aquellos que exigen y ya se olvidaron de que
alguna vez fueron estudiantes de Medicina y que no sólo te falta el tiempo para estudiar sino también
para vivir. Me enojaba imaginarlo arrogante como para hacerte sentir simplemente “nada”, y volvía a
enojarme conmigo porque mi cabeza funcionó tan rápida y desordenadamente que ya había armado un
preconcepto…Pero por suerte todavía había tiempo para modificarlo.
Confieso que el primer día de rotación por el CAPS de Villa Angelina llegué tarde. Cada dos semanas
cambiábamos de servicio y siempre comenzábamos a las ocho de la mañana. “Él” nos citaba una hora
antes y el lugar estaba demasiado lejos de la zona urbana y era complicado llegar. En el camino pensé
nuevamente en el joven médico de mi imaginación que daba sus primeros pasos por el centro de atención primaria, primeros lugares donde se puede conseguir fácilmente trabajo en esta profesión, porque
médicos de mayor edad y experiencia por lo general están en clínicas privadas, con consultorios particulares o cargos importantes; la atención primaria por lo tanto se reserva a los novatos y para aquellos
que realmente aman la Medicina. Llegué, el lugar donde funcionaba el CAPS era triste, calles de tierra, la
fachada del humilde edificio tenía la pintura deteriorada y colores mustios que seguramente alguna vez
estuvieron relucientes, pero ahora combinaban perfectamente con las manchas de humedad, las polvorientas ventanas y un cartel en la parte superior de la puerta de acceso principal donde con letras bastante rústicas pero claras se podía leer: “SIPROSA CAPS Dra. Delia C de Fernández Palma Villa Angelina”.
Entré por una puerta del costado que daba a un largo pasillo con piso de granito de color habano, grandes
cerámicos recubrían las paredes hasta la altura de media ventana, en los techos los tubos fluorescentes
daban al ambiente una mayor frialdad, la única ventana en aquél pasillo estaba cubierta con cortinas
amarillas que impedían el paso de los rayos del sol, la cañería del gas y de la luz eran aéreas, pero muy
bien disimuladas por la pintura, dos largas mesadas y una heladera se apoyaban sobre la pared izquierda
y a mano derecha un número incontable de puertas, pintadas con esmalte sintético brillante gris para
mí lo único atrayente en aquél lugar por el misterio que podían esconder atrás de ella. Estaba nerviosa,
había llegado tarde y me habían advertido de que la puntualidad era muy importante para este señor.
Caminé por ese largo pasillo, afinando mi audición para ver si escuchaba algún sonido característico que
me diga donde entrar ya que todas las puertas estaban cerradas y no me atrevía a abrir ninguna de ellas.
Escuchaba las voces de mis compañeras pero no podía precisar con exactitud de donde provenían, la
tercera puerta estaba entreabierta, asomé mi cabeza, como una tortuga, allí estaban mis compañeras y
“El Hombre”.
Nada parecido a lo imaginado, poco menos de un metro setenta, entre sesenta y sesenta y cinco años
(nunca fui buena calculando la edad), delgado, tez trigueña, cabello negro pincelados con canas y áreas
calvas, bigotes y patillas níveas, nariz recta, orejas grandes, labios finos y, lo que más me asombró, sus
ojos color café con una mirada profunda que a pesar de un evidente cansancio mostraban un brillo de
felicidad. Chaqueta color café con leche, camisa al tono y corbata, de su cuello colgaba un mini estetoscopio y un cordel negro sostenía sus anteojos. Sentado ahí en su humilde consultorio del CAPS, estaba
el Dr. Gerardo Miguel Albarracín quien iba a enseñarme sin saberlo lo maravilloso que puede ser la vida
mirándola desde una óptica sencilla.
En su consultorio se repetía la misma infraestructura del pasillo, pero aquellas puertas grises por dentro
eran bastante bien disimuladas con tallímetros, dibujos animados, las paredes de cerámicos estaban
recubiertas con láminas de gran utilidad para nosotras sobre los algoritmos a seguir en caso de deshidratación, síndrome bronquial obstructivo, diarrea, prevención de accidentes domiciliarios, desarrollo
psicomotriz, pautas de comportamiento en niños y también los Optotipos de Snell para la evaluación de
Agudeza Visual, todas en colores con dibujos muy lindos que daban vida a este espacio. Confieso que lo
que más me gustó fue un panel de telgopor que medía aproximadamente dos metros de ancho por uno
de alto forrado en un papel con animaciones infantiles sobre el cual había pegado muchísimas fotos de
aquel pediatra con sus pacientitos, de los rotantes, de pacientes y sus familias, no sólo eran fotografías
tomadas por él sino también de pacientes de condición humilde que las obsequiaban a quien que cuidaba de su salud desde muy pequeños; todo lo mencionado armado y ubicado por él. Completaban el lugar
un escritorio sencillo con dos sillas, una camilla pediátrica, una balanza con pediómetro y un pequeño
armario atosigado de juguetes, folletos, libros y material didáctico.
Nunca voy a olvidarme de ese día… el día que conocí a una persona… un médico… diferente. Nos pidió los
correos electrónicos y nos comentó de un grupo en Internet llamado: “AIEPI (Atención Inicial de las Enfermedades Prevalentes de la Infancia) y los Rotantes”, una mini página web donde subía material muy
útil para nosotros, fotos y hasta nuestros propios artículos de opinión, todas nuestras actividades debían
ser enviadas por mail y diariamente escribíamos una bitácora sobre nuestra labor en el CAPS. No es que
me llame la atención el hecho de que alguien pueda tener una página web, pero me parecía raro que un
hombre de más de 60 años esté tan actualizado sobre el tema. Más sorprendida quedé aún cuando cada
día nos hacía comentarios sobre nuestros trabajos, él realmente los leía, analizaba y corregía. Un día le
envié unas fotografías que había tomado con mi cámara y él me envió un álbum de fotos hecho en Power
Point. Sus habilidades con la informática eran realmente buenas, nuestras planillas de asistencia tenían
fotografías, se acordaba de nuestros nombres y nos llamaba por ellos y, si faltábamos o llegábamos tarde,
se preocupaba por saber que nos había pasado.
Fanático de Internet, pero no usa celular, sin más explicación nos dijo: “¿para qué? Toda la mañana
estoy en el CAPS, pueden llamarme aquí, el resto del día en casa con mi familia donde también tengo
teléfono fijo, me serviría sólo para diez cuadras que es el trayecto entre el CAPS y mi casa”. Era cierto,
vivimos tantos años sin ese telefonito y ahora si uno se lo olvida entra en pánico y regresa a buscarlo…,
sin comentarios.
Tampoco tenía auto y caminaba todos los días hasta su lugar de trabajo, por lo que un día con mis compañeras lo llevamos hasta su casa que quedaba de camino de regreso cerca del lugar. Sencillez y armonía,
con esas dos palabras podría describir su hogar. Al frente un jardín con rosales que ya habían florecido,
de todos los colores, rosas, blancas, amarillas, naranjas, violetas contrastaban con un césped verde y
bien cuidado. “Del jardín me encargo yo” fue la respuesta que obtuve cuando envié felicitaciones para su
esposa por ese maravilloso oasis… ¡sorpresa otra vez! Se bajó del auto agradeciendo el viaje mientras yo
todavía estaba atónita por lo que había visto. Al día siguiente volví a preguntarle sobre ese edén que tenía
en su vivienda, “las rosas me fascinan” le comenté. Me dijo que tenía varias fotografías y que iba a enviarme la dirección de su fotolog, ¡sí! su fotolog (una especie de álbum de fotos cibernético generalmente
usado por los adolescentes donde diariamente suben sus fotografías para compartirlas con amigos). El
señor también tenía fotolog, era realmente fuerte para mí pensar que a pesar de todas sus actividades,
de su edad, su profesión encontraba tiempo para armar esto. Si hubiera sido una historieta seguramente
mi imagen se caería hacia atrás al lado de la famosa onomatopeya “blup”, pero además grande fue mi
sorpresa cuando ese mismo día recibí su mail con el link a su fotolog. Allí no sólo había fotos de sus rosas,
también de sus nietos en medio de ellas y cada una acompañada con una poesía suya alusiva. Además de
fotógrafo, paisajista, internauta, mi profesor ahora era también “poeta”.
Su casa, su jardín, sus grandes amores: esposa, hijos, nietos, un romántico empedernido, un señor respetuoso y afable, poeta, fotógrafo, enamorado y agradecido de la vida que muy bien representa en sus
poesías y fotos.
Un día llegué antes de lo previsto y me contó unas cuantas anécdotas de su adolescencia y juventud. Ese
veintidós de noviembre en mi bitácora escribí:” La primera hora fue cautivadora, esas pequeñas charlas
que te enseñan o te dan fuerza para seguir tomando la iniciativa en la vida. El Dr. nos comentó como
había sido su secundaria, un aire de nostalgia me invadió, había tanto de parecido entre sus experiencias
y las mías, un poco diferente el contexto y las actividades, pero me hizo recordar lo hermoso del secundario.” De todos modos había algo que él había realizado que no se comparaba con ninguna de mis actividades colegiales, si bien hice varias entrevistas en mi época de secundaria jamás entrevisté a un escritor
famoso y mucho menos a Jorge Luis Borges. Sí, como acaban de leer, este profesor, pediatra del CAPS de
Villa Angelina se dio el gusto de entrevistar a los 15 años de edad, junto a dos compañeros, a uno de los
grandes hombres de la literatura argentina. Si bien la anécdota era muy graciosa, mejor aún era su forma
de contarla. Me sentía como una niña de cinco años a quien su abuelo relataba sus aventuras, tenía una
forma muy particular de narrar las historias, sobre todo por la sinceridad que lo caracterizaba diciéndonos literalmente :” en verdad, éramos la supina ignorancia envuelta con respecto a Borges, no es para
justificarnos, pero queríamos que Borges nos desburre sobre él mismo” y esto quedó totalmente claro,
realmente mi adolescente y futuro profesor junto a sus compañeros no sabían nada de él, y esto quedaba
comprobado con la primera pregunta de su entrevista: .“Sr. Borges ¿que impresión le merece el paisaje
de Jujuy?” Afortunadamente su profesora de literatura reaccionó con un rotundo ¡NO!, aclarando que
el Señor Borges era ciego, luego tachó la pregunta. Pocos días más tarde recibí un mail con la entrevista
y fotos de la época que fue publicada en el diario “El Pregón” de la ciudad de San Salvador de Jujuy de
donde es oriundo (aún la conservo orgullosa).
No faltó oportunidad para contarnos sobre su vida universitaria. No encuentro palabras para describirla,
cada vez que recuerdo unas lágrimas quieren escaparse de mis ojos. De una humilde familia jujeña, sus
padres hacían un gran sacrificio para que él pueda completar sus estudios, excelente estudiante, gran
compañero. Los viajes desde su provincia hacia la mía y viceversa los hacía “a dedo”, las sencillas pensiones y las precarias comidas, el sacrificio para conseguir los libros y apuntes, pero él, orgulloso, nos
contaba mientras sus ojos brillaban de felicidad y nostalgia y terminaba la frase con un “era maravilloso”.
Hoy él sigue siendo igual, quizás mejor.
Ahora es médico, consiguió el objetivo que muchas personas -entre las que me incluyo- quieren alcanzar; hizo una especialidad y, a pesar de muchos reconocimientos y ofrecimientos de trabajo, incluso
el de director de hospital, podemos decir, no que se conforma, sino que se gratifica con las cosas que
conforman su vida. Con el trabajo diario en el CAPS donde atiende entre 30 a 50 pacientes por día, que
con amor, paciencia, comprensión y sabiduría revisa, educa y “ama”. Sus alumnos a quienes nos enseña
no solamente a ser médicos, sino a ser buenas personas, docentes, explotar todas nuestras capacidades,
compartir, autoaprender, ser felices, a vivir, ver la grandiosidad en las pequeñas cosas. Sus rosas que riega, poda, fotografía, a las que adora, con las que conversa y seguramente serán guardianas silenciosas de
muchos secretos. Con su familia que es tan feliz como él porque fue el maestro que les enseño a disfrutar
la vida. Con sus poesías reflejo de su manera de ver la vida y de expresar cuanto quiere a alguien. Con sus
recuerdos cargados de orgullo y satisfacción…
Hombre de bien, íntegro, trabajador, enganchadísimo en la “cultura del dar” y no la acumulación de cosas materiales sino todo lo que llena el alma y obliga a reflexionar. Digno de imitar.
Terminaron mis dos semanas de rotación por Villa Angelina. De mis cuatro rotaciones en las cuatro diferentes materias, en un total de 40 semanas, estas dos fueron las mejores en absolutamente todos los
aspectos que podría describir. Fueron 14 días que marcaron mi vida, donde un simple docente, médico,
hombre, padre, fotógrafo, poeta, me enseñó a vivir…
Fines de noviembre caminaba orgullosa con mi carpeta luego de las dos semanas de actividades en el
CAPS, más de 100 hojas con fotos, folletos, recuerdos, emociones, artículos de mi autoría. Iba camino
a entregarla para ser evaluada, me sentía feliz por mi arduo trabajo al que había enfundado con tapas
de Goma Eva. Escuché mi nombre y al darme vuelta vi como, con su paso rápido y jovial, se acercaba el
Doctor Albarracín, nos encontramos en la esquina de la Plaza San Martín, al verlo sonreí, y esa mueca
de mis labios trajeron a mi memoria el recuerdo de aquél profesor imaginario a quien había valorado
tanto hacía tan sólo 14 días. Nos saludamos con un beso y comenzamos a caminar por la plaza para llegar
al Hospital donde debíamos encontrarnos con mis otras compañeras. Al ver la estatua del General San
Martín, para no perder la costumbre de maestro permanente, comenzó a hablarme sobre la vida del prócer (era increíble!, también sabía de historia). Por la manera que hablaba seguramente quería hacerme
sentir orgullosa del Padre de la Patria, pero en ese momento, mientras lo miraba y asentía con la cabeza,
de quien realmente me sentía orgullosa era de “Él”.
Noelia Barrera Olarte
Tucumán, 2008
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SEGUNDO PREMIO
Agñel Ramos
Universidad Nacional de Rosario
Retrato de: Dra. Jorgelina Presta
“Todas las teorías son legítimas y ninguna tiene importancia.
Lo que importa es lo que se hace con ellas.” (J. L. Borges)
Eran las 16:30 hs de un Miércoles, yo estaba en la pieza de los residentes de cirugía fumando un cigarrillo
con algunos de ellos y pidiendo los laboratorios de UTI cuando sonó mi celular. Atendí. Lichu, el terapista, me dijo: “Shadow, ¿dónde estas? necesito que vengas a Terapia y le hagas un ácido-base a cama
2, que le agregues un hepatograma a cama 5 y le pongas una sonda nasogástrica a cama 4, porque yo
tengo un ingreso”. Apagué el cigarrillo. No había fumado ni la mitad. Me abroché el guardapolvo y bajé
a cumplir con mi tarea. Abrí la puerta de la UTI y me acerqué al paciente de cama 2. Le extraje sangre
arterial, obtuve los resultados y los agregué a su carpeta. Después fui a ponerle la sonda nasogástrica a
Nora, la señora de cama 4. Completé los pedidos de laboratorio que hacía pocos minutos había dejado a
medio hacer y agregué el hepatograma. Ya se habían hecho las cinco de la tarde y tenía que ir al seminario
central. Cuando llegué a biblioteca el seminario había terminado. Volví a la pieza a terminar el cigarrillo.
Esta vez no había nadie, tomé unos mates fríos que habían quedado. Giré la cabeza hacia la ventana para
ver la lluvia, cuando escuché ruido de tacos que se acercaban por las escaleras. Era Jor. Se arrimó a la
pieza:
-My Shadow, ¿vamos al comedor a tomar un té?
- Esperá que me termine el cigarrillo y vamos.
Ya no llovía más, así que emprendí el regreso a casa caminando.
Estaba haciendo la práctica final obligatoria y me quedaban apenas unos meses para ser médica. Estaba
culminando una etapa y con ella estrenando sobrenombre: “My Shadow”.
Cuanto tiempo había pasado ya... Recién habíamos terminado de pasar sala y nos juntamos en un pasillo
a repasar. Una de las residentes me presentó a Jorgelina. Una médica clínica de 34 años que estaba de
guardia en el piso ese día.
-¿Sos médica?
-No, estudiante. Vengo a rotar porque en Julio tengo que rendir Clínica Médica.
-¡Ah! Yo soy docente de la facultad, si querés te puedo ayudar.
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Hacía unos días mi papá me había hecho el contacto para que pudiera concurrir a los servicios de Clínica y Terapia Intensiva de una institución privada. Yo pensaba que esa iba a ser la manera más fácil de
preparar mi última materia, pero nunca había imaginado conocer a Jorgelina. Intercambiamos mails y
arreglé mis horarios para coincidir con los de ella.
A los pocos días nos volvimos a encontrar. La llamaron de la guardia para que fuera a ver a una paciente
con ascitis y fiebre y me invitó a acompañarla. Jorgelina hablaba con Fernanda, la paciente en cuestión,
mientras yo escuchaba. Le realizaba el examen físico. Me dijo: “Doctora, fíjese si le palpa el hígado”.
Sinceramente, nunca en mis cinco años de carrera había tenido la oportunidad de hacerlo, lo que explica
el resultado. Puse mis manos en el abdomen distendido de Fernanda y le pedí que respirara hondo. Su
inspiración fue interrumpida por un grito que hizo que toda la guardia girara la cabeza para mirar que estaba pasando. Había hecho tanta fuerza que me faltó tocar la camilla. La paciente se empezó a reír y junto
a ella nosotras dos. Lo volvimos a intentar y lo logré. Más tarde nos reunimos en la pieza de médicos de
guardia donde hablamos del síndrome ascítico-edematoso, de la peritonitis bacteriana espontánea y de
otros temas relacionados. Ella se ofreció a dar un seminario sobre el caso que recién habíamos visto e
invitamos a los residentes a participar. Fue un seminario extraoficial con café, té y tostadas.
Así eran mis días en el sanatorio. Pasábamos sala, veíamos pacientes en la guardia y tomábamos el té en
el comedor mientras comentábamos lo más interesante del día. Mi examen se acercaba, mis nervios se
acumulaban y Jorgelina se parecía más a un acompañante terapéutico que a una profesora. Cada día que
pasaba fumaba más y me hice amiga de los vecinos, que fumaban tanto como yo. Los vecinos eran los
residentes de cirugía que tenían su pieza al lado de la de Clínica Médica. Eran los clásicos personajes de
una serie yankee. El jefe de residentes, lindo y soberbio; el hombre perfecto, casado y con hijos; el mudo,
obviamente R1, hijo de un médico reconocido y también “Alvarito”, el de principios y valores fuertes.
Hicimos una linda relación, éramos verdaderos compañeros. El tiempo pasó, ya era una más del servicio
y, por lo tanto, no estuve exenta de bromas. Una tarde en que me encontraba poseída por mis nervios,
los cirujanos me sugirieron que me retirara porque estaba insoportable. No me fui y seguí hablando en el
tono de voz bastante alto que me caracteriza. Jorgelina se acercó a la reunión y los comentarios tomaron
ahora esa dirección… “¿Por qué dejaste a tu “anexo” sola?”… “Llevátela porque si no la tiramos por la
ventana”… “Si es tu sombra, tiene que ir atrás tuyo, no quedarse con nosotros”.
Entiendanla chicos, tiene que rendir su último examen y esta muy nerviosa. Pobre My Shadow, contestó
Jorgelina. Así nació My Shadow. Con un chiste, con cariño y atrás de Jorgelina.
31 de julio de 2007: Viajábamos con Graciela, mi amiga y compañera de estudios, en colectivo al Hospital
Eva Perón a rendir Clínica Médica, nuestra última materia. Fui la segunda persona en rendir, di un buen
examen, pero las notas las daban todas juntas al final. Tenía la esperanza de haber rendido bien, pero no
la certeza. Cuando me entregaron la libreta y vi que estaba aprobada hice unos llamados: mamá, papá,
mis dos hermanos… y Jor. Fueron suficientes para que se arme la cadena y sea yo la que empiece a recibir
los llamados y saludos. Al otro día fui al sanatorio a dar la buena noticia pero Jor ya se había encargado
de hacerlo. Tomamos mate y comimos empanadas mientras yo recibía las felicitaciones de muchos compañeros. No conforme con haber terminado de rendir las materias de mi carrera empecé a preocuparme
por cuánto sabía. Entré en pánico, no sentía que haya sido suficiente la formación académica que recibí
en la facultad. Los chicos me decían que ellos también se habían sentido así, que era normal. Mi DT me
propuso una metodología diferente para aprender y empezar a sentirme más segura. Ver los pacientes
que entraban por la guardia, tomar el dato guía, hacer los diagnósticos diferenciales, hacer el diagnósti-
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co, establecer el tratamiento y ver el seguimiento en el caso de que el paciente quedara internado.
Recuerdo como si fuese hoy la primera paciente que vimos juntas. Una chica de 21 años que consultaba
por un síndrome febril de tres semanas de evolución. Participé bastante, hicimos juntas la anamnesis,
le tomé los signos vitales e hice el examen físico. Hasta ahí llegué, luego Jor siguió sola. Pidió exámenes
complementarios y la internó. Fuimos a tomar el té y me explicó los criterios que ella había tenido en
cuenta para la internación de Lucía y para la solicitud de los exámenes complementarios. FOD fue el
tema que me sugirió que leyera pero el tema principal fue adecuar los algoritmos y el criterio para cada
caso en particular. El siguiente caso fue el de Florencia, una chica de 23 años que consultaba por fiebre y
dolor lumbar de tres días de evolución. Un calor enorme empezó a salir por el escote de mi ambo cuando
escuché que Jorgelina decía…
- Florencia, ahora la doctora te va a hacer unas preguntas y a revisar.
Hice lo que pude que, por suerte, estuvo bastante bien. Ella le explicó que iba a quedarse internada por
unos días y me incitó a salir del consultorio a “buscar una orden de internación”.
- Shadow, ¿por qué pensás que esta chica tiene que quedarse internada?
- Mmm… no sé… también se podría hacer tratamiento ambulatorio con Ciprofloxacina, ¿no?
- Lo importante de esta paciente no es sólo la pielonefritis sino su tensión arterial. Está hipotensa y no se
puede ir a la casa. Durante su internación le vamos a hacer un tratamiento antibiótico endovenoso y la
vamos a controlar. Preparale la orden de internación que yo la firmo y entremos al consultorio.
Lucía, Florencia y Jorgelina me dejaron muchas enseñanzas en una semana y no sólo FOD y pielonefritis aguda, sino el hecho de llamar a los pacientes por su nombre, el entrenamiento de ver un paciente
y después buscar bibliografía, adecuar los algoritmos al caso en particular y, principalmente, tener en
cuenta al paciente. El hecho de que Jorgelina no me haga preguntas delante del paciente me incitaba a
responder, a equivocarme y a aprender de mis errores y, también, hacía que el individuo que padecía la
enfermedad no padeciera “otra enfermedad”.
En diciembre de 2007 empecé a hacer las guardias correspondientes a mi practicanato en un hospital de
la ciudad, casualmente, en el que Jorgelina había hecho su residencia. Los medicatos que me tenían a su
cargo me dieron bastante libertad de acción y pude aplicar lo que había aprendido en el sanatorio e ir ganando confianza. Rubén, el primer paciente que atendí sola, consultó por falta de aire. Tenía las cifras de
tensión arterial elevadas e insuficiencia cardíaca. Consulté el caso con el jefe de la guardia; coincidimos
en el diagnóstico y me sugirió que haga “lo que corresponda”. ¿Qué era lo que correspondía? Muchos
libros con sus respectivos capítulos vinieron a mi mente pero, eran tantas las dudas y opciones terapéuticas, que opté por pedir una interconsulta con Clínica Médica. Pedí los estudios complementarios y llamé
a los residentes. En diez minutos estábamos Rubén, dos residentes de Clínica y yo en un consultorio. Una
vez finalizada la interconsulta, las chicas me explicaron el porque de su conducta terapéutica, controlé
al paciente hasta que se encontró estable y a la hora Rubén se fue a la casa con su mujer y los laureles de
mi escucha y de las enseñanzas de mi maestra… “Shadow: la soberbia es la peor enemiga de un médico.
Siempre que tengas alguna duda consultá con alguien que te pueda ayudar. Al fin y al cabo será lo mejor
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para tu paciente y para vos”.
En todas las guardias aprendía algo nuevo de la mano de los medicatos, jefes de guardia y residentes
de diversas especialidades. Lo nuevo siempre me causó emoción y esta experiencia no fue la excepción.
Jorgelina estaba al tanto de cada uno de mis pasos en esa guardia y me estimulaba para que aprovechase
aquella oportunidad. Tanto que empezamos a ir los Jueves a los seminarios de los residentes de Clínica
del mismo hospital. No pude ir a demasiados porque me coincidía el horario con el de mi rotación. Jor
me sugirió que haga yo mis propios seminarios en el sanatorio. Aprendí a buscar bibliografía, conocí el
New England Journal of Medicine y leer en inglés ya era una costumbre. Me equivocaba bastante pero
de a poco fui aprendiendo el método.
Me encontraba en otra posición. Había aprendido muchas cosas pero más eran más las que me quedaban
por aprender. La medicina se había convertido en un iceberg. Una tarde, mientras pasábamos sala, la enfermera llamó a un médico porque un paciente se encontraba con una urgencia hipertensiva. Allá fueron
Jorgelina y su sombra. En la hoja de indicaciones Jorgelina prescribió una ampolla de Furosemida y, antes de que me empiece a explicar, pregunté el porque de la elección de esa droga y por qué no Nifedipina
de acción lenta. Me miró con cara de sorprendida, anuló el diurético y anotó la Nifedipina.
- ¿De dónde sacaste eso My Shadow?
- Lo aprendí la semana pasada con el paciente de la insuficiencia cardiaca que te comente.
- ¡Muy bien! Las dos opciones son posibles, pero le vamos a dejar la última y lo vamos a controlar.
Seguimos con el pase de sala pero yo estuve “ausente”. En lo único que pensaba era en el paso del tiempo
para volver a controlarle la presión al paciente y poder comprobar el efecto de mi elección. Una vez que el
paciente se encontró normotenso el efecto se notó en mí. El hecho de que una profesional con experiencia avalara mi opinión me daba confianza y era un gran estimulo para seguir adelante.
La media hora en el comedor ya no nos alcanzaba. Siempre llevaba un tema estudiado, preguntas que
surgían respecto de algún caso de la guardia anterior y otras del pase de sala o de algún paciente que habíamos visto ese mismo día. Con bastante frecuencia se acercaba algún “bronce de la Medicina” a tomar
el té. Los temas de conversación eran diversos pero casi nunca se hablaba de Medicina, situación muy
extraña en una mesa de médicos. Con la misma frecuencia le manifestaba mi disconformidad a Jor. No
me causaba gracia que nos quedaran temas sin discutir y preguntas sin contestar. Con el tiempo y las sabias palabras de mi profesora empecé a disfrutar más cada té y cada conversación… “Shadow, no quiero
que corras el riesgo de caer en la inercia intelectual. Volvé a correr con tu amiga que tanto te gustaba,
viajá a Buenos Aires a verlo a tu hermano, tomá sol, salí a bailar. No me gustaría que te conviertas en una
maquinita”.
Al ir escribiendo este relato irremediablemente me hice una pregunta: ¿Qué motivo me lleva a elegir esta
historia? ¿Por qué el personaje de Jorgelina fue tan importante para mí?
Cuando terminé de rendir mis materias me dije: “Ahora hago la práctica final obligatoria y “soy” médica”.
Pero esa no era la meta final; era el fin de una etapa importante y necesaria para comenzar otra. La vida
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es una aventura única e irrepetible. Estamos permanentemente construyéndola. ¿Cuánto puede durar la
felicidad de disfrutar lo que se “es” (en mi caso médica), si no se continúa con la construcción de nuestra
propia vida, aunque eso signifique nuevos esfuerzos? Disponemos de un lapso tan fugaz que siempre
vale la pena intentarlo. Nunca podría quedarme con lo que soy. Ahí estaba mi respuesta: Jor me había
ayudado a experimentar la felicidad de emprender como persona ese nuevo desafío.
Agñel Ramos
Rosario, 2008
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TERCER PREMIO
Andres Horacio Calderón
Universidad Católica de Salta
Retrato de: Dr. Rubén Sambuelli
El Temible
La primera vez que conocí a Sambuelli era un nombre, con todas las incalculables atribuciones que la injusticia puede imaginar; era el Dr. Rubén Sambuelli, titular de tres cátedras y de una materia del cursillo
de ingreso. Un personaje temible (y temido) que marcaría mi destino de bachiller. Lo conocí por un libro
de biología molecular claro, conciso y minucioso. En aquel entonces, su portada rosada se me aparecía
en sueños que rayaban con la pesadilla.
Se sabía que el examen sería arduo, los exámenes de ingreso siempre lo son. Cromosomas, lisosomas y
otros procesos celulares colmaban el alma espantada del estudiantado. Mi temor no era despreciable,
mucho menos lo era mi ignorancia. Algo semejante a la responsabilidad, que era miedo, me impulsó a
resumir al monstruo de portada rosada mientras cursaba mi ultimo año de bachillerato.
Yo nací y me crié en el sur; Bariloche, ciudad de exceso y frivolidad, me vio nacer, crecer y repudiarla;
no pasa un día sin que la extrañe. Así pasó mi ultimo año en Bariloche; entre la nieve de Julio y una taza
de café pretendía estudiar mi vocación, pero secretamente me entregaba a fines más terribles: la idea
tolerable y dolorosa del fracaso.
Llegué a Córdoba el dos de diciembre del año dos mil dos. Recuerdo no encontrar un epíteto, siquiera
una metáfora, para describir ese calor. No desperdicié los siguientes cinco años: sigo detestando, minuciosamente, la implacable temperatura, pero ahora cuento con floridas y tétricas descripciones para
representarla.
Alojado en una pensión, consagré mi vida al ingreso. Durante doce o catorce horas por día sudaba a mares sobre el maldito libro de portada rosada. Odiaba mi situación, no creo sea vanagloria reconocerlo.
Debo admitir, no obstante, que la exigencia, la claridad y el orden de la vida microscópica, tal como era
descripta, me eran del todo indiferentes; mi odio radicaba en la silla, el calor, la soledad. Encontré algún
consuelo en idear por las noches una máquina capaz de viajar a la velocidad de la luz, basándome en los
principios que de Bohr aprendía para biofísica – más tarde supe que era imposible generar un campo
magnético como el que yo pretendía.
Febrero es un mes lluvioso en la ciudad que conquistaron Quiroga y Paz. Su clima húmedo e imprevisible me obligó a la práctica del paraguas y al desuso de mi sureña campera. Las clases se dictaban por
la mañana, mi sector se nominaba “A” y nuestra aula era el aula magna, que fue capilla y es ahora un
conglomerado de consultorios. El terrible, el inexorable Doctor Rubén Sambuelli se presentó con el dramatismo severo que le es particular, nos exhortó al estudio y nos obsequió sus mejores deseos.
El examen de ingreso a la Facultad de Medicina consta de nueve exámenes promediados, tres por cada
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materia, a saber: Biología Molecular, Biofísica y Química. Poco a poco se fue disolviendo el miedo a
las materias. Las clases del Temido resultaron dinámicas, confortables. Se iluminaban súbitamente los
rincones de oscuridad que mis resúmenes habían construido y yo me sentía volar sobre peroxisomas y
microtúbulos mientras una cadena de ARNt me transportaba delicadamente al núcleo de la celularidad,
de esa inextricable red que constituye la belleza de la vida. Asimismo, durante el cursado, descubrí a la
química orgánica como mi enemigo real y ponderé sus escarpados escollos.
A veces imagino que mi epitafio rezará: Aquí yace Julio Alday. Vivió y murió bajo el signo del ocho cincuenta. Me recibí de bachiller con un promedio de ocho sesenta y cinco, ingresé a la facultad con ocho
ochenta y tres y, habiendo rendido todas las materias de medicina, mi promedio es de ocho cincuenta
y cinco. Así pues, terminando febrero y antes del ultimo examen, yo estaba seguro de ingresar. El día
anterior cité a un amigo, que faltó, para explicarle un par de temas en el café de la facultad. ¡¿Cuál no
fue mi sorpresa al encontrarme al Temido leyendo el diario?! Como cobarde que soy, no me digné a saludarlo y simule profundas elucubraciones. De los muchos defectos que tengo hay algunos más notables
que otros: en primer término soy miope, por lo que siempre me siento adelante; en segundo término soy
curioso, curioso hasta lo insoportable y no dejo nunca de torturar a los profesores con mis preguntas banales. Creo que fueron éstos los defectos que hicieron a Sambuelli reparar en mi. Me saludó y me invitó
a acompañarlo. Así comenzó una de las conversaciones más memorables que haya tenido. Hablamos de
ética, de Dostoievski, del existencialismo, de los modelos de globalización y, finalmente, de Dios. Todavía
recuerdo las palabras: Y vos Chango…¿Creés en Dios?. Le respondí que era agnóstico, que la perfección
de la célula y la bacteria indicaban algo más que una evolución accidental. En ese entonces ignoraba los
argumentos de Chesterton y hasta el panteísmo como filosofía. Me sonrió, me preguntó mi promedio y
me anunció que era suficiente. Al día siguiente rendí mi ultimo examen e ingresé a Medicina.
La depresión
El entusiasmo del ingreso me duró un par de meses. Lo poco que la química y la anatomía me importaban lo suplía con un apasionado estudio del francés, del alemán y de la filosofía alemana. Mi vanidad
suele alcanzar límites insospechados: basándome en la doctrina kantiana formulé un ingenuo sistema
filosófico que llamé esteticismo que compartía en epístolas con algunos amigos de Buenos Aires. Estética
en griego significa sentimiento y era esa la única realidad de mi barata metafísica. El año pasado escuche
decir al titular de psiquiatría el mismo lema que yo creía haber inventado: Siento, luego pienso, luego
existo.
Llegando a octubre mis hábitos nocturnos y mi desinterés me habían sumido en una profunda depresión.
La lectura de Ética y Estética de Kierkegaard no me había ayudado demasiado y, en pocas palabras, me
dedicaba a escribir poemas en prosa y a escuchar a Silvio Rodriguez. Mi hastío era tal, que estudiaba (y
estudiaba mucho) por la sencilla razón de no saber cómo mitigar el tiempo.
Entretanto, Sambuelli rondaba siempre la facultad, ya que su laboratorio de anatomía patológica se ubica en el mismo edificio. Si hay algo que su prodigiosa memoria no perdona son los nombres, las caras y
las ciudades natales. En una oportunidad me ofreció ayudarlo en la revisión del libro de biología molecular. Acepté, naturalmente, pero mi abulia era tal, que hasta una empresa tan simple se me hizo imposible.
Sambuelli notó esta descarada incapacidad y, aún así, toleró dos o tres meses de mi silencio. Por fin, llego
el día en que lo busque para explicarla mi renuncia al proyecto.
Era un día soleado, por la mañana y con la cara demacrada del insomne, de quien se ha cansado de llorar, le comenté que pensaba abandonar la carrera. Conozco pocas personas capaces de pasar de tanta
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jovialidad a tan cálida severidad como lo hace Sambuelli. Con sus ojos de profundo azul me detuvo la
mirada mientras su gruesa mano apretaba la mía. Aguantá Barilochense. Primer año es aburridísimo,
pero aguantá hasta mi cátedra, hasta Patología, y vas a ver como es la medicina. Vos tenés pasta para
médico, aguantá. Después me estrechó fuertemente la mano en un enérgico saludo y me mandó que haga
más ejercicio y vaya, alguna vez, a la cancha. Hasta el día de hoy no se que fuerza secreta había en sus
palabras, pero fue la única persona que supo darme ánimo para seguir.
El fin de la Era Sambuelli
Creo fervientemente que tercer año es el más difícil de la carrera, pero también el más rico en conocimientos y el primero que se acerca al trabajo del médico asistencial. Se cursan paralelamente anatomía
patológica, semiología, microbiología y parasitología entre otras materias. Es decir, comienza la relación
médico-paciente.
La exigencia era muy grande; todos los días se nos evaluaba en las cuatro materias y el cursado era de
lunes a viernes, desde las siete u ocho de la mañana hasta las ocho o diez de la noche. Viajábamos a los
hospitales, volvíamos, almorzábamos en media hora… Podría afirmarse que vivíamos en la facultad. Desgraciadamente perdí muchos compañeros durante ese año.
El ídolo, el héroe de todos nosotros, era Sambuelli, que nos conocía con detallada individualidad. Nuestros vicios, desidia y sacrificios no eran secretos para él. Esta cualidad, casi confesional, distaba de ser
imprevista: él pasaba aún más horas que nosotros en la facultad. Estaba para la clase de las ocho de la
mañana, para el práctico de las dos de la tarde, para la clase de las ocho de la noche, para los parcialitos
y para cada uno de los cuatro grandes y terribles parciales. Siempre jovial, no dejó nunca de alentarnos
con una palabra o con un gesto.
A pesar de las invencibles ojeras y de la implacable ansiedad por no alcanzar el temario, ese año está poblado de maravillosos recuerdos para mi. Recuerdo cómo en un práctico de macroscopía nos mostraba
una trombosis venosa profunda y al interrogarme respondí, recitando al Robins, que el encamamiento
crónico podía ser una causa. Culpa de una de una inescrupulosa memoria temí una amonestación; sin
embargo, Sambuelli se rió y, afectando seriedad, me preguntó si le estaba tomando el pelo. Pálido de
miedo le mostré el libro; él rió con suspicacia y me advirtió que no me vaya a querer pasar de vivo.
Sus clases eran maravillosas. Tenía una gruesa vara de madera que usaba a modo de portero. Dos golpes
en el suelo significaban pasar la diapositiva. Luego, solía señalar e inquirir Vos, Barilochense, decíme los
tumores del ovario. En su clase alternaban el silencio y la carcajada, pues cada cuadro tenía una broma
o anécdota a manera de nemotecnia: la pancreatitis se regaba con tinto, la abuela que no se levanta es
fractura de cadera y para una madre, el que su hijo tuviera la enfermedad de Von Recklinghausen era la
envidia del barrio. Yo, como muchos otros, salía de clase descansado y sabiendo el tema, de manera que
era innecesario estudiarlo de nuevo.
Su esposa era también anatomopatóloga y una de las mejores y más exigentes profesoras que he conocido. El día de la primavera, Sambuelli entró sorpresivamente a la clase, le regaló a cada una de mis compañeras una flor y, finalmente, un ramo a su esposa. Ese día el titular fue ovacionado. Fue durante esa
misma semana cuando me quedé charlando con él tras un práctico de microscopía. Probablemente eran
las nueve de la noche, pero él siempre tenía tiempo para dar consejos. Hablamos acerca del matrimonio
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y la familia. Entre las sombras de la tarde me acuerdo como sonreía y recordaba a su madre, que estaba
más orgullosa por sus nietos que por el cuarto que su hijo lleno de medallas. Chango – me dijo mientras
su enorme mano me palmeaba el hombro – la medicina es hermosa y atrapante, pero no lo es todo. Lo
importante es la familia, nunca te olvides de eso.
El más largo de los días era el miércoles, que comenzaba a las siete de la mañana con el práctico de
microscopía y terminaba a las diez y media de la noche, junto con la clase de diapositivas de patología.
Un profesor de semiología atinó a llamar a los miércoles la ergometría mental de Sambuelli. Todos los
miércoles cabeceábamos a un tiempo los setenta alumnos, entre el sopor y la vigilia, cuando llegaba
Sambuelli, siempre enérgico, con su vara de madera, su risa, sus anécdotas y dos elocuentes rollos de
diapositivas. Hubo un viernes, empero, que estábamos seguros de librarnos de la clase, para entregarnos
a las delicias del sueño – Sambuelli estaba en un congreso en Paraguay y llegaría esa misma noche. Con
el formalismo que le era habitual, su esposa se disculpaba por la ausencia del titular; entonces entró
Sambuelli saludando, con la valija en una mano y con tres rollos de diapositivas en la otra. En la cara del
viajero, sus rubicundas mejillas no enmascaraban el aplomo. La saludo primero a ella, luego a nosotros
y, sin dejar de lado las bromas y ese irrebatible humorismo, nos dio dos horas y media de clase.
A fin de año preparé el examen final. Estudié con fervor un mes; había estudiado todo el año, pero la sola
idea de decepcionar a Sambuelli me estremecía. Era un día caluroso y el miedo lo hacía aún más sofocante. Entré a rendir y con inmensa alegría me saqué un nueve cincuenta Todos festejaban, hablaban del
final de una era, la era Sambuelli, pues él nos había acompañado, en diferentes materias, durante todo
el ciclo básico. Verdaderamente, lo festejado era el comienzo de medicina interna. Yo estaba un poco
melancólico y esperé terminaran todos los exámenes. Me acerqué a Sambuelli, le estreche la mano y le
agradecí por aquella vez que evitó, con unas pocas, pero enfáticas palabras, que abandonara la carrera.
Sin decir nada se sonrió, y esa sonrisa dijo más de lo que yo pudiera escribir en mil ensayos. A veces creo
que esa tarde una lágrima rodó por mi mejilla.
Andres Horacio Calderón
Córdoba, 2008
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