CUENTO CONTIGO

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Mayo 2015
«Cuento contigo, para vivir la lectura» presenta esta selección de textos de
autores nacionales dirigida a niños, jóvenes y adultos.
Generosos artistas comparten sus universos para que también sean nuestros, a través de la publicación del libro que tienes entre tus manos.
Con esta campaña se busca promover el libro y la lectura como herramientas para el encuentro personal y colectivo en todo el territorio nacional.
Nuestra invitación es para compartir los textos con tu comunidad, vecinos
de tu barrio, compañeros de clase y con quien quieras, para desarrollar actividades que impliquen recreación, interacción y disfrute del placer de leer.
GABRIELA ARMAND UGON
GABRIEL AZNAREZ
DANIEL BALDI
CECILIA CURBELO
ANA LAURA LISSARDY
FABIÁN SEVERO
MARCOS VÁZQUEZ
ROY BEROCAY
MALÍ GUZMÁN
MAGDALENA HELGUERA
SERGIO LÓPEZ SUÁREZ
IGNACIO MARTÍNEZ
SUSANA OLAONDO
LÍA SCHENCK
HELEN VELANDO
CLAUDIA AMENGUAL
HUGO BUREL
SUSANA CABRERA
MIGUEL ÁNGEL CAMPODÓNICO
MARCIA COLLAZO
HENRY TRUJILLO
Coordinación general
Plan Nacional de Lectura MEC
Cámara Uruguaya del libro
CUENTO CONTIGO
PARA VIVIR LA LECTURA
PATROCINAN
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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CUENTO CONTIGO
PARA VIVIR LA LECTURA
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Coordinación general Plan Nacional de Lectura MEC y Cámara Uruguaya del libro / Diseño gráfico Alejandro Sequeira / Corrección María José
Larre Borges / Tipografías (hechas en Uruguay), títulos: Rambla de Martín Sommaruga, texto principal (de lectura): Transitoria de Sebastián
Salazar/ Impresión Imprimex.
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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PRÓLOGO
Estimado lector,
Celebramos una vez más el Día Nacional del Libro
con una propuesta renovada. La experiencia de
MonteviLEO en 2013 confirmó que existe interés
en confraternizar, en extender los lazos solidarios
y compartir a través de la lectura. Por eso, hoy
ampliamos la iniciativa a cada rincón del país.
Te invitamos a acompañarnos en un nuevo
recorrido: Cuento contigo, para vivir la lectura. En
esta edición 2015, diferentes autores nacionales
—generosos artistas— comparten sus universos
para que también sean nuestros, a través de la publicación del libro que tienes entre tus manos.
Te proponemos este singular encuentro donde
tu compromiso y participación son elementos clave
para dar sentido y alcanzar el éxito de la propuesta. Nuestra invitación es para compartir estos
textos con tu comunidad, con vecinos de tu barrio
y con quienes seguramente los disfrutarán.
Celebramos tu compañía y confiamos que enriquezcas este aporte que privilegia tu lectura y
nuestros libros.
Agradecemos la colaboración de todos los que
nos han apoyado para alcanzar este logro, así como
de quien realizó el diseño de la publicación.
Esperamos tu visita en:
<facebook.com/cuentocontigo.paravivirlalectura>
para compartir fotos, videos, comentarios sobre
la experiencia, anécdotas y, especialmente, la
satisfacción de construir puentes de comunicación a través de la palabra.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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PRIMERA PARTE: INFANTILES
Págs. 8 a 28
SEGUNDA PARTE: JUVENILES
Págs. 30 a 53
PRIMERA PARTE
PÁGINA 4
TERCERA PARTE: ADULTOS
SEGUNDA PARTE
PÁGINA 22
TERCERA PARTE
PÁGINA 46
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Págs. 54 a 71
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
PRIMERA PARTE INFANTILES
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UN POEMA INVISIBLE Y OTROS QUE SE PUEDEN VER
Roy Berocay
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AUXILIO:¡MADRES! [Fragmento]
Malí Guzmán
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UNO DE MOCOS
Magdalena Helguera
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OJOS GATUNOS
Sergio López Suárez
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EL TORO AZUL
Ignacio Martínez
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EL LAPICITO VERDE
Susana Olaondo
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LOS POEMAS DE TIMOTEA
Lía Schenck
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SIGNOS EN EL CUADERNO DE HECHIZOS
Helen Velando
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Roy Berocay
UN POEMA INVISIBLE
Y OTROS QUE SE PUEDEN VER
Una amiga que sabe
Me dijo una amiga que sabe
que para hacer un bebé
hay que usar piel muy suave,
como una caricia de viento,
como una manta de lana
tejida por un ángel viejo.
Me dijo también
que hay que darle
pies para bicicletas
y brazos para abrazarte.
Me dijo una amiga que sabe
que para hacer un bebé
hace falta llanto que estalle,
que sea grito y chirrido
para que solo lo calle
la tibia piel de su madre.
Me dijo también
que hay que darle
ojos llenitos de luces
y sueños inalcanzables.
Me dijo una amiga que sabe
que para hacer un bebé
hace falta un amor.
Mi secreto
Tengo un secreto enorme
que guardo con toda el alma,
es tan redondo y perfecto
que lo guardo en una caja.
Es un secreto alegre
que a veces casi se escapa
y tengo que hacer más fuerza
por no gritarlo con ganas.
A veces rebota alto
desde el techo hasta mi cama
y vuelve a saltar contento
de regreso hacia mi almohada.
Lo llevo siempre conmigo
a la escuela en la mañana;
es un secreto tan tibio
que ella no sospecha nada.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Yo tengo un secreto enorme
que guardo con toda el alma
porque si yo te lo cuento
seguro que se me acaba.
mientras mi abuelo se duerme
ellos le roban los dientes
que ocultan, los muy graciosos,
en la sopa bien caliente.
Domingos de familia
Y cuando llega la tarde
mi tía recita poemas;
mientras mi abuela descansa
y ronca como ballena,
los primos ríen y se burlan
de sus enormes caderas.
Es domingo al mediodía,
es día de mi familia;
llega mi abuelo sin pelos
y la chiflada de mi tía
junto a una abuela tan vieja
que dinosaurios corría.
Están también veinte primos
pequeños y escurridizos
que saltan sobre los muebles
y avanzan todos en fila
como enanos guerreros
de alguna tribu perdida.
Hay hermanos y sobrinos
traviesos y delincuentes;
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Me gustan mucho los domingos
con familia y casa llena
aunque se quejen los vecinos
por gritos y por peleas,
aunque mi madre desmaye
después, por tanta tarea. n
Malí Guzmán
AUXILIO: ¡MADRES! [Fragmento]
El minuto fatal
«Madre hay una sola» repetía la tele cinco o seis veces en cada tanda.
«¡LLAME YA!»
Martina no escuchaba mucho, aprovechaba las tandas para pensar
en Javier. Le gustaba decirle «Javier» aunque todos lo llamaran «Javo».
Era como tener un secreto compartido. Y como no tenían ninguno, por
lo menos el llamarlo Javier le daba algo de exclusividad en su relación
con él.
Pero, ¿cuál era exactamente su relación con él? Amigos, sin duda.
Súper, híper-amigos. Pero Martina sentía algo más, ganas de ser su novia, por ejemplo. Solo que era imposible saber si Javier sentía lo mismo.
Bah, saber si «sentía» ya era bastante difícil. Simpatía, compañerismo,
esas cosas claro que sí, pero cuando ella lo miraba fijo-fijo para ver si él
se avivaba e iba un poco más allá de la amistad… ¡ufff! esos momentos
eran lo peor.
La mirada de Martina lo convertía en un mutante. Primero quedaba duro como un Ken de plástico. Después pasaba de estar colorado a
ponerse pálido como un vampiro. Y al final, peor. Porque los vampiros
tienen algo atractivo (por lo menos en las películas) y además no tartamudean. Javier en cambio se ponía a hacer chistes pavos hasta que se le
iba la tartamudez y comenzaba algo que Martina apreciaba pero la hacía
avergonzar: la trataba igualito, igualito que a una hermana. Muy, muuuuy
querida,… pero hermana.
En fin, que era imposible saber qué hacer con él, por ahora lo mejor
sería no perderlo. Aunque fuera como amigo. Martina no podía ni imagi11
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
nar una vida sin tenerlo al lado, así que se aguantaba eso de la «hermana
del alma»: algo es algo.
«¿¿Madre hay una sola??», seguía chillando la tele.
Aburrida de la tele y aburrida de la indecisión de Javier, trataba de
concentrarse en su cuadernola. La mañana siguiente tenía escrito de
historia, pero no había caso. No podía memorizar ni una sola fecha, ni
un solo héroe o batalla. ¡Si al menos se tratara de historias de amor!
Dicen que Artigas era bien enamoradizo, ¿por qué entonces insistir
tanto con la batalla de Las Piedras?… ¡y el Éxodo!
¡Si habrá habido allí historias de amor! Eso lo contó la profe como de
pasada (¡justo lo más importante!). Que los curas no daban abasto casando
parejas jóvenes, porque si no las casaban se juntaban igual y se escapaban
al monte. Así que mejor casarlas. Y encima, ricos con pobres, algo que
en esa época era bien difícil, cualquiera se enamoraba de cualquiera en
el Éxodo. De eso podría escribir si le tocara el tema, pero estaba segura
de que la profe no estaría de acuerdo. Preguntaría cosas imposibles de
recordar: lugares donde acamparon, número de personas, los motivos de
bla, bla, bla. Pero de amor, nada de nada.
«Los tiempos cambian y la tecnología mejora nuestra calidad de vida»,
seguía gritando el tipo desaforado en la tanda, «no razone como en el
siglo pasado, adáptese al presente y obtenga la felicidad.»
«¡Ja!, la felicidad con un escrito de historia, unos apuntes imposibles
de entender y un ¿amigo? tan imposible de entender como los apuntes.»
Eso pensaba Martina mientras su mamá le gritaba desde la cocina: «¿Podés apagar esa cosa y ponerte a estudiar en serio? En diez minutos está
la cena pronta y vos todavía ni siquiera te bañaste. ¡Ay, por favor, apurate
o el guiso se me va a pasar.»
«Uf, qué capacidad de juntar tantas maldades en una sola frase —pensó Martina— escrito, baño, su eterna política anti-tele… y ¡guiso!…
aggghhh…», en momentos así desearía ser huérfana.
La tele insistía con la propaganda y Martina decidió escuchar un minuto a ver qué pavada querían venderle esta vez:
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««Madre hay una sola» ya es concepto antiguo: ahora puede elegir
una a su medida. ¡SÍ! LLAME YA. Si llama en este mismo instante se
lleva una madre perfecta, la que siempre soñó. Y por el mismo precio,
otro pariente accesorio a su entera elección. Oferta limitada hasta agotar
stock. Advertencia: ya no quedan tíos. ¡LLAME YA!»
¡Uau! Esta vez la oferta parecía interesante. Aún con ciertas dudas,
Martina comenzó a mirar detenidamente los distintos modelos que aparecían en pantalla. Madres tiernas, madres loquísimas, madres melancólicas.
Su atención se detuvo en una bien distinta a la suya. Vestía un trajecito
elegante, como de ejecutiva y estaba equipada con laptop, celu último
modelo y no tenía aspecto de cocinar guisos.
Pero Martina dudaba. No tanto por cambiar de madre, sino porque
el «Llame ya» casi siempre era re-trucho. Su madre verdadera ya se había
comprado tres limpiavidrios que no limpiaban y su tía tenía arrumbadas
dos bicicletas fijas donde era imposible pedalear, diez cremas antiarrugas
y un caminador que marchaba para atrás. Se sentía un poco ridícula pareciéndose a su tía. Pero la oferta esta vez era de verdad muy tentadora.
«Modelo 5», decía la imagen que le pareció más apropiada (esa madre que, por lo visto, apreciaba las computadoras y los celulares, y que
jamás pero jamás se pondría un delantal para amenazarla con un guiso
de arroz).
«Dale, nena, que se me pega todo. Después te quejás de que no te
gusta la comida. Habrás estudiado bien, me imagino. No me vaya a enterar después que te sacás una mala nota ¿eh? No salís por un mes, ¿te
queda claro?»
Claro, clarísimo le quedó a Martina. Ese era el comentario que faltaba
para que se decidiera a tomar el teléfono y concretar la compra. No entendía muy bien el mecanismo, pero ya se lo explicarían en la empresa o
le darían un manual para entender bien cómo cambiar una madre por
otra. La decisión estaba tomada. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Magdalena Helguera
UNO DE MOCOS
Mi amigo Luis se acaba de sacar un moco y se lo está pegando en la moña.
La maestra explica la división entre seis, y el moco, redondo y verde,
parece un grano en la moña de Luis.
Catorce para seis. El moco brilla y parece que se ríe. Al catorce, dos. ¡Entra
una mosca al salón! La mosca vuela y se para en el escritorio.
El que no atiende no sale al recreo, ¿eh?
¡Ahí va, ahí va la mosca hacia la moña de Luis! Seguro que se para
en el moco. La mosca planea, revolotea, Luis se la espanta, me quedan
cuatro, ¿me alcanza?, la mosca vuela hacia Julia pero parece que vuelve,
se va... se va... se va... ¡Goooool de la mosca en el moco de Luis! Justo
en el medio. Ahora vuela otra vez, con parte del moco de Luis pegado
a las patas. ¿Adónde lo irá a llevar? ¿A la trenza de Laura? ¿A los lentes
del Moncho? ¿A la lapicera de la maestra? Cuando vaya a corregir los
cuadernos el moco se le va a...
—Va a pasar a explicar Juan que se ve que sabe mucho, porque está
muy interesado en otra cosa.
La mosca vuelve a salir por la ventana.
Se lleva en las patas, vaya a saber adonde, parte del moco de Luis y
todo mi recreo. n
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Sergio López Suárez
OJOS GATUNOS
Mateo se sorprendió mucho al ver a aquella niña pintando el muro del
frente de la escuela de su barrio. En verdad, lo que más le sorprendió
fue la hora en que esa niña estaba allí. Mateo regresaba del trabajo bastante más tarde de lo habitual, porque había cumplido las tareas de un
compañero que se había accidentado. Era una noche sin luna, y solo dos
focos de luz permanecían encendidos para iluminar el frente del local
escolar. Aun con esos focos encendidos, el muro con rejas que rodeaba
la escuela, del lado de afuera quedaba en penumbras. Tal vez por eso, al
principio Mateo no distinguió a la niña que tenía un pincel en una mano
y un tarrito de pintura en la otra.
—¿Qué hacés aquí a esta hora?— le preguntó Mateo a la niña, acercándose despacio.
—Pinto—le respondió ella sin siquiera mirarlo.
—¿Pero tus padres saben que estás sola aquí, haciendo esto?
—No sé si mis padres saben que estoy aquí. Cuando salí, ellos estaban
durmiendo.
—¿Y no te parece peligroso estar sola, de noche, siendo tan tarde y
en una zona tan oscura como esta?
—La verdad es que yo no siento miedo. Además, siempre, siempre,
pinto de noche.
—¿Y cómo hacés para ver, si yo, con mucho esfuerzo, apenas puedo
verte la cara?
—¡Ah! ¿Usted no puede ver lo que estoy haciendo? Yo veo todo perfectamente.
Mateo se mantuvo en silencio. La niña dejó el tarrito de pintura en el
suelo, apoyó el pincel sobre un pedazo de cartón y miró con sus ojos gatu-
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
nos hacia la cara de Mateo. Cuando él vio el brillo verdoso que despedía
la mirada de aquella niña, sintió un pequeño escalofrío que le hizo dar un
paso hacia atrás. Ni bien se detuvo, la increpó con dureza, pues deseaba
borrar la extraña sensación que esa niña había despertado en él.
—¡No te creo! Me parece que te estás burlando de mí.
Ella pareció ignorar el reclamo de Mateo, levantó una de las cejas y
le preguntó con ironía:
—¿Acaso no alcanza a ver lo que estoy dibujando? Acérquese bien y
podrá verlo.
Mateo tuvo que agacharse para acercarse al dibujo. Se aproximó tanto
que su nariz rozaba la aspereza del portland. Mientras él escudriñaba las
sombras de la pared, vislumbrando los trazos que la niña había pintado,
ella entrecerró sus ojos y sacudió la cabeza, como si estuviera desconforme
con la escasa visión que parecía tener ese hombre que brotó de la noche
para pararse a su lado.
De pronto, Mateo quedó petrificado, e inmediatamente se levantó de
un salto, exclamó «¡NO PUEDE SER!», y se perdió corriendo, tragado
por la oscuridad que lo separaba de su casa.
La niña sonrió, tomó nuevamente el pincel, lo enjuagó en el aguarrás
que tenía en una lata de arvejas y lo secó en el cartón. Luego hundió el
pincel en otro tarrito que contenía un color diferente. Enseguida escurrió
un poco el exceso de pintura y continuó coloreando su dibujo. Mientras
hacía todo esto, entonaba una canción que describía aquello que estaba
pintando: Érase una niña que hundida en la noche / pintaba una escena / sobre
el muro blanco / de una oscura escuela. / Su pincel trazaba / con arte y soltura / la
imagen de un hombre / con cara de miedo / mirando una niña…
Al amanecer, cualquiera que observara el muro de la escuela podría
ver la nueva ilustración. También podría reconocer, sin dificultad alguna,
la cara aterrada del vecino Mateo mirando a una niña —de ojos gatunos—
aferrada a un pincel. n
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Ignacio Martínez
EL TORO AZUL
Nunca nadie pudo pensar que existiera un toro de ese tipo, pero Joselo lo
descubrió una mañana en pleno campo y rápidamente le contó a su padre
que se lo contó al capataz, que a su vez se lo dijo al dueño del campo,
quien se lo comentó al criador de toros de lid. Es que aquel toro joven,
pero ya robusto, era absolutamente negro, negrísimo, tan negro que con
la inclinación de los rayos del sol del mediodía o de las primeras horas de
la tarde, se volvía completamente azul. Inmediatamente todos hicieron el
cálculo del atractivo que tendría un toro bravío, preparado para la arena,
con ese color tan llamativo. Todos menos Joselo, que enseguida entabló
una amistad muy fuerte con el animal, al punto que lloró desconsoladamente el día que se lo llevaron al campo de entrenamiento a cambio de
unos euros que vinieron muy bien a la familia.
Hay quienes dicen que el toro azul también lloró, pero nadie creyó
en esas tonterías, salvo la abuela de Joselo que, sin que nadie dijera nada,
abrazó a su nieto y le murmuró al oído «yo sí te creo».
Varios meses duró la preparación del animal, hasta que surgió la oferta
de mostrarlo en público y el anuncio fue comunicado a viva voz por todos los medios de prensa que llegaron hasta la capital. Un toro azul sería
presentado ante el torero más grande del momento, con el fin de que
éste lo derrotara hasta la muerte, con la última estocada que le partiera
el corazón.
Joselo pidió desesperadamente que detuvieran la corrida, pero nadie le
hizo caso, salvo la abuela, que organizó la mentirilla espléndida de visitar
familiares lejanos en la ciudad donde tendría lugar el sacrificio. Le pidió
a Joselo que la acompañara, pero advirtiéndole al niño que, si iban a la
arena, él sufriría mucho cuando viera a su amigo azul desplomarse muerto,
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
con el corazón partido, después de mil provocaciones, heridas, varillas
clavadas, engaños y otros ardides del experimentado torero, que buscaría
lucirse ante miles de personas presentes y cientos de miles mirando por
televisión, en sus casas, el sacrificio del bello animal español que tendría
la particularidad de brillar de color azul, con los rayos del sol, a la hora
exacta en que sucedería su muerte.
El domingo llegó. Joselo y su abuela tomaron el tren a la ciudad y se
dirigieron directamente a la arena con los billetes de las entradas adquiridos con buena antelación. No cabía un alma en aquella plaza y todo
estaba preparado para que, de un momento a otro, ingresase el matador
famoso, cosa que hizo acompañado de otros toreros y varios lanceros
montados en caballos, cada uno resguardado con acolchados sobre sus
pechos, sus costados y sus ancas, más parecidos a caballos de la Edad
Media que a animales del siglo veintiuno, entrenados para hacer frente
al toro, si fuera necesario.
El torero vestía ropa amarilla, ajustadísima, con adornos rojos y plateados. Su capa granate, recogida sobre su hombro derecho, y su paso
lento, firme, varonil y elegante, saludando con su mano derecha alzada y
sosteniendo la montura, le daban un porte de inmensa seguridad.
La música de violines y guitarras cesó. Las trompetas callaron. Todos
los que formaban parte del espectáculo salieron de la arena, menos el
torero, que giró sobre sus talones y miró fijo la puerta por donde entraría
el animal azul.
El sol estaba en su máxima altura cuando el cerrojo se corrió y apareció, nervioso, mirando para todos lados, el toro amigo de Joselo, mucho
más grande que como lo había dejado la última vez, musculoso, enérgico
y con dos enormes astas cuyas puntas eran el arma más fuerte que toro
alguno podía tener.
Lo demás lo hizo el sol y la exclamación fue unánime; todo el toro se
volvió de un azul intenso que contrastaba claramente con sus cuernos
amarillos y sus ojos casi desorbitados, que dejaban ver las líneas rojas del
odio y la condena. El animal vio la capa roja que se movía en el centro de
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la plaza y ya nada más lo distrajo; bajó su cabezota, apuntó la cornamenta
hacia ese sitio y atropelló. El torero, casi sin moverse, con cierta inclinación curva, el cuello partido hacia abajo y su brazo izquierdo tapado por
la capa, lo dejó pasar y giró como el eje de un molinete, convirtiendo al
toro y a su propio cuerpo en una espiral perfecta que el público aclamó.
Luego el hombre se alejó unos pasos y volvió a provocar. El toro azul
atacó una y otra vez en vano, más atraído por la capa roja que se movía
que por el torero que la sostenía.
Las dos primeras varas se clavaron sobre el lomo del animal que ¡por
primera vez! dejó de ver la capa, sacudió su cuello y su cabeza, y en esa
recorrida de miradas hacia la masa colorida en las gradas, descubrió por
una fracción de segundo un rostro conocido. Joselo advirtió que el toro
azul lo había visto y su corazón comenzó a palpitar a toda velocidad, al
tiempo que sus lágrimas brotaban sin detenerse, como la sangre del toro
que avanzaba lomo abajo, dando brillo de laca a su cuero ahora azul violeta
en los lugares por donde corría el dolor rojo de sus heridas.
Otras dos varas se clavaron casi en el mismo lugar que las anteriores,
abriendo una herida profunda por donde manaba mucha sangre, en medio
de los aplausos, los vítores y los vivas de la gente.
El toro azul, por un momento, se sintió mareado y el torero algo advirtió en los ojos de la bestia porque retrocedió varios pasos, actitud que
no estaba prevista a esa altura del enfrentamiento.
Lo que el hombre notó fue que el toro parecía estar rezando, llamando a
alguien, moviendo sus labios, no como los animales que pastorean, haciendo
círculos con sus mandíbulas masticadoras, sino como los humanos que
hablan. Nunca nadie podría afirmar haber notado nada, salvo Joselo y su
abuela, que vieron lo mismo que el torero: la transformación del toro azul
en la emblemática figura del toro del cuadro de Guernica, de Picasso.
La cara del torero ahora era una máscara quieta, como de estatua de
cera. Ya no se movía y el toro se le fue acercando lentamente, rodeándolo, casi envolviéndolo. Caballos y jinetes, toreros y ayudantes, salieron a
la arena para auxiliar a aquel torero inmóvil que de un momento a otro
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
sería atravesado por una de las astas del enorme toro azul, el que, por
una razón inexplicable para la inmensa mayoría de los espectadores, lo
había paralizado.
Joselo se puso de pie. La abuela también. Ambos comenzaron a aplaudir
la victoria del toro que, sin embargo, no atacó ni corneó, sino que sólo se
limitó a girar alrededor del hombre quieto, corriendo, cada vez a mayor
velocidad. Nadie se animaba a acercársele. Todo era demasiado excepcional como para interrumpirlo. La muchedumbre estaba absolutamente
absorbida por la escena y nadie notó que Joselo se lanzaba a la arena y en
fracciones de segundos se paraba al lado de su amigo azul, que ahora sí
parecía estar dispuesto a matar al hombre hipnotizado.
—No lo hagas —pidió Joselo que había pasado a ser el centro de la
atención del mundo. El animal levantó su cabeza cuanto pudo y su imagen
era de victoria, de honor, de valentía e hidalguía, fue la propia de los toros
más genuinos de España, los que mueren luchando o los que perdonan.
El matador, paralizado, se sintió como un pobre asesino que no sabe lo
que hace y por un instante pensó en las ventajas que siempre tenía sobre
el toro, condenado a morir, de antemano.
Un grupo de hombres entró al ruedo y sacó al torero, que seguía duro
como una estatua de piedra. Joselo tomó una a una las varas clavadas
sobre el lomo del toro azul y las sacó de las heridas, arrojándolas a los
pies de la muchedumbre callada. Lentamente, niño y toro salieron de la
arena por un pórtico grande que daba a un patio donde los esperaba un
camión que los trasladaría a las tierras de Joselo.
Del toro azul no se supo más nada. De Joselo tampoco, salvo el comentario de una muchacha que trabaja como guía en el museo Reina Sofía
de Madrid, que dice que hay un joven que viene muy seguido a ver el
cuadro de Picasso y que le enseñó a ella que hay ciertos días en que la luz
alumbra de tal manera la creación, que el toro parece adquirir delicados
tonos azulados, cosa que nadie sabe si está en la pintura realmente o en
la imaginación o la retina de las personas que lo miran. Ella ha llegado
a decir que ese muchacho le ha contado que, lejos de allí, viven los des-
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cendientes del verdadero toro que inspiró aquella vez al artista famoso y
que aguardan el día en que puedan recuperar los pedazos perdidos de
España. n
Susana Olaondo
EL LAPICITO VERDE
Una noche, muy tranquilo, Paco dibujaba un libro para niños, hasta
que llegó el momento de pintar. Buscaba y buscaba y no había caso, no
encontraba los lápices de colores.
Paco era muy ordenado con sus materiales de trabajo, pero no tenía
idea dónde podían estar o en qué lugar los había dejado.
Estaba tan cansado que casi no podía pensar. Sin embargo, en un
momento de iluminación, recordó con horror que la semana anterior
se los había prestado a un amigo.
Ciento cuarenta y tres ideas se cruzaron por su cabeza, pero como
era un tipo muy ingenioso y no se achicaba así nomás, se le ocurrió hacer un libro que fuera todo en blanco y negro.
Primero dibujó con negro sobre blanco, después con blanco sobre
negro, miró bien y pensó: «Si fuera para una revista de decoración, a lo
mejor servía…, pero no se parece en nada a un libro para niños. ¡Esto
va a quedar aburridísimo!»
Por suerte recordó que tenía guardadas unas hojas de todos colores
que podría usar para hacer los fondos. Y como era un tipo muy ingenioso
y no se achicaba así nomás, empezó a dibujar cosas y animales que fueran
en blanco y negro ya desde el nacimiento.
Dibujó un gato blanco, una luna, un ratón, un iglú, un pingüino…
También una vaca, una nube de tormenta, un pato, una oveja negra
(que dicen que son bien bravas, pero esta le salió con cara de buena).
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Dibujó una cebra, un oso panda y un perro dálmata.
«Mmmmm…interesante», pensó, «puede ser una buena idea y solo
tengo que usar el blanco y el negro».
Lo que ni se le ocurrió pensar fue lo que iba a pasar más tarde: el
ratón empezó a correr al gato y el gato al perro…¡NOOO! En realidad
el perro empezó a correr al gato y el gato al ratón.
El perro maullaba, el gato ladraba …¡NOOO! El perro ladraba y el
gato maullaba y el ratón aunque casi ni se lo oía, decía algo así como:
miñemiñemiñe…bien despacito: miñemiñemiñe… ¡Más despacito!: miñemiñemiñemiñe…
Con tanto ruido todos los animales salieron a ver lo que pasaba y
justo en ese momento el ratón que, como todo ratón, era rapidísimo,
pasó corriendo a toda velocidad por las páginas.
Al verlo todos gritaron: ¡UN RATÓN! Y como en los casos de incendio, se fueron corriendo por la salida más próxima hasta encontrar un
lugar más seguro.
¿Quieren saber qué hicieron? Hicieron lo que hace todo el mundo en
esos casos, se subieron a un banquito. Por suerte no estuvieron mucho
tiempo así parados, ya que la posición era bastante incómoda y porque
el pingüino ordenó:
—«¡¡¡Rápido, rápido, todos al iglú !!!!» Salieron a toda velocidad a
meterse en el iglú que, como corresponde, era todito de hielo.
El pingüino, que es un bicho del frío polar, se sentía como en su casa.
Pero la oveja, la vaca, la cebra, el oso Panda, el pato, la nube, el perro y
la luna —que aunque estaba afuera siempre acompañaba— empezaron
a temblar y a dar diente con diente y pico con pico.
Temblaban tanto que el libro se empezó a mover y además se escuchaba: ¡clac, clac, clac,clac,! que, multiplicado por nueve, no me pregunten
cuánto es pero era un ruido bárbaro.
El dibujante, que si bien era un tipo ingenioso y no se achicaba así
nomás, nunca pensó que le podía pasar esto y además era imposible
dibujar con un libro en movimiento.
22
Agotado porque la cosa se le estaba complicando demasiado, achicó
al ratón que era el animal que le ocasionaba más problemas, al tamaño
de una mosca. Dibujó un pedazo de queso más bien grande como para
que se quedara quieto comiendo y no apareciera más y también en penitencia, lo mandó al final del libro.
Mientras trataba de dibujar con una mano, con la otra buscaba algo
en el bolsillo. El bolsillo era el lugar donde siempre guardaba las cosas
importantes.
Allí encontró: 4 boletos usados, una piedra bien lisa, un montón de
semillas de sandía, un caracol que le había regalado la novia, 3 tornillos,
un llavero sin llaves, 3 llaves sin llavero, unas cáscaras de maní y allá
en el fondo, bien pero bien en el fondo encontró lo que buscaba: ¡El
lapicito verde! (siempre lo llevaba porque era chiquito y le daba buena
suerte).
A toda velocidad pintó de verde un pasto. Por suerte los animales
empezaron a comer y se tranquilizaron.
El perro y el gato también comían mientras recordaban otras comidas
mucho más ricas y pensaban que eso de ser vegetarianos iba a ser solo
por este libro.
—¿Y la nube? —preguntó el pingüino.
—¡Me olvidé de la nube!¡No lo puedo creer! —dijo Paco, cansado.
En las nubes de tormenta no se puede confiar y lo único que faltaría
es que se le ocurriera ponerse a llover y se mojara el libro. Paco la recortó
y la pegó en la última página.
Paco, por más ingenioso que fuera y que no se achicara así nomás,
estaba tan pero tan cansado, que se durmió sobre el libro.
Volvió a soñar con los animales en blanco y negro pero ahora estaban
todos reunidos en una fiesta de disfraces divertidísima a la que podía
entrar todo el mundo, con una única condición: siempre que todos
estuvieran vestidos de muchísimos colores. n
23
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Lía Schenck
LOS POEMAS DE TIMOTEA
El chajá rockero
Por el río Uruguay
un camalote navega
como un barco verde y blanco
sin vela y sin timonel.
En el barco camalote
va un tero, va un alguacil,
una hormiga colorada,
un sabiá y una lombriz.
Van a un festival de rock
cerquita de Paysandú.
El teatro al aire libre
tiene la boletería
en el tronco de un ombú.
El artista principal
es el chajá Baldomero.
Tiene las plumas teñidas
todas de color azul,
usa chaleco de cuero
y un par de lentes de sol.
Él mismo toca guitarra
batería y saxofón,
porque la banda se fue
a un concierto de raperos.
24
Navegan los navegantes
sin vela y sin timonel
para llegar al concierto
que va a empezar a las diez.
Y más vale que se apuren,
porque si no se lo pierden.
Este concierto es en vivo
y no se ve en internet,
no se escucha por la radio
ni lo pasan por tevé.
En avión
Un avión cuatrimotor
rojo blanco y amarillo
pasó volando una tarde
cerca de Cuñapirú.
Como volaba bajito
casi todo el mundo vio
que iba solo un pasajero,
un piloto, un copiloto
dentro del cuatrimotor.
Una liebre era el piloto
copiloto era un tatú
¿Y quién era el pasajero
con moderno largavista
una cámara de fotos
y una laptop de cartón?
Era bajo, era gordito
era verde, era panzón
tenía manchas en el lomo
boca grande de buzón.
¿Quién volaba aquella tarde
en aquel cuatrimotor?
Una liebre era el piloto,
el copiloto, un tatú,
y el famoso pasajero,
era un sapo que, desde el aire,
quería ver las famosas
sierras de Cuñapirú.
Poema con hormigas
Por las sierras de Aceguá
van setecientas hormigas.
Una va detrás de otra;
cada cual lleva su carga,
carga verde, carga roja.
La primera va contenta
con su hojita de arazá.
La última va muy triste
y mirando para atrás
en voz baja va diciendo:
«No me gusta y no me gusta
no me gusta ir al final».
Un ciempiés que la escuchó
se acercó y con mucho gusto
le ofreció su compañía.
Fueron juntos conversando
muy contentos todo el viaje.
De qué hablaban nadie supo
porque nadie lo escuchó.
Así fue que aquella tarde
por la sierras de Aceguá
van setecientas hormigas
y un ciempiés de compañía.
Al llegar al hormiguero
el ciempiés se despidió.
¿Qué le dijo la hormiguita,
qué le contestó el ciempiés?
Nadie sabe, nadie supo,
yo tampoco lo escuché.
Helen Velando
SIGNOS EN EL CUADERNO DE HECHIZOS
Yo estaba tranquilo, reposando sin hacer nada. Ojo, no soy un signo al que
no le guste trabajar, no, para nada, pero bueno, cada tanto un poco de
ocio no viene mal. Soy un signo bien parecido, redondo, rellenito, negro
25
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
en la mayoría de los casos, en otros de distintos colores, depende de la
pluma del hechicero. En general diría que me gusta ser claro, me gusta
ponerme sobre las íes, pero también me pongo sobre las jotas. Cuando
la frase me parece que es muy extensa pongo punto y seguido y después
continúo con el mismo párrafo. Ahora, si creo que hay que cambiar de
tema y que no da para más, pongo punto y aparte. Así soy yo: un punto
bien definido y no me ando con vueltas.
De pronto, la vi venir por la lomita. Venía como siempre la flaca, un
poco torcida. Yo no sé qué me pasa con ella, creo que es un tema de piel:
siempre terminamos discutiendo. Esto no me pasa con los otros signos, y
eso que también trabajamos juntos.
—¿Qué hacés, punto? —me preguntó la coma.
—Descanso —respondí.
—Sí, ya veo. Lo de siempre… —suspiró en tono burlón.
—¿Y vos qué hacés?
—Una pausa.
—Obvio, vivís haciendo pausas.
—Es mi trabajo —respondió la coma un tanto molesta.
—No tengo ganas de discutir —la corté—. Además, no te olvides de que
a lo mejor tenemos que trabajar juntos.
La coma se puso de costado y me miró con fastidio.
—¡A mí no me gusta que te me pongas encima! Y mucho menos esa
pavada de Punto y coma, el que no está se embroma.
—Son las reglas, querida. Juntos separamos las oraciones coordinadas
y cuando no podés sola yo te ayudo a hacer una pausa mayor, aunque no
llegues a ser un punto como yo.
—¿Y después decís que yo soy agrandada? No me dirijas más la palabra
y… punto.
—Te quejás, pero me nombrás siempre.
Me volví a tirar sobre la lomita y la ignoré, se fue chueca como siempre
y se sentó cerca de una grapa plateada. Al rato vi que llegaban mis primos,
uno encima del otro, saltando como dos payasos haciendo piruetas. Son
26
adolescentes y por eso trato de tolerarlos. Ya se les va a pasar la pavada; la
adolescencia es una edad difícil. Prosigo, venían los dos puntos, uno encima
del otro, y cuando me descubrieron se acercaron. La coma ni los miró. Es
porque somos familia que no se los banca.
—¿Qué andan haciendo, chiquilines?
—Acá andamos, saltando uno encima del otro —contestó el de arriba.
—Dirás uno debajo del otro —respondió el punto de abajo.
Un segundo después habían cambiado de lugar y se reían como dos
nabos.
—¿A qué no sabés a qué vinimos?
—Ni idea.
—Los dos puntos vinimos a lo siguiente: trabajar y jugar.
—Sí, me lo suponía. Es el desarrollo más lógico de la oración, muchachos.
—Vamos a dar una vuelta antes de que nos llamen.
Y salieron los dos, con aquella forma tan vertical de caminar, uno
sobre el otro, y yo me volví a sentar. Cuando cerré los ojos (porque si los
puntos podemos hablar también podemos tener ojos, y en este caso son
dos puntitos que a simple vista ni se notan) oí un relajo bárbaro y una
canción que bien podrían haber aprendido en el estadio, y llegaron mis
otros tres parientes.
—Hola, primo. ¿A qué no sabés a qué vinimos? Vinimos a…
—¡Córtenla con el suspenso! —les advertí.
—Nosotros, los suspensivos, estamos aquí para…
—Para interrumpir, ¡para suspender un enunciado! —respondí molesto—. ¡Déjenme descansar, caramba!
—¡Qué carácter! —dijeron los tres al unísono—. Con razón la coma
no quiere ser tu novia.
—¡Desaparezcan! —bufé malhumorado y me quedé contemplando
el techo.
La tranquilidad duró poco porque enseguida cayeron dos signos que
están como retorcidos hacia adentro. Ojo, digo esto sin ponerme a criti-
27
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
car, pero se parecen a un gancho. Yo siempre pensé que deben de tener
problemas de columna, pero los signos de interrogación nunca se quejan
ni nada. Sin embargo, los otros dos, los de admiración, como indican que
la frase que está entre ellos debe pronunciarse con entonación exclamativa, se dan unos aires bárbaros y siempre se andan quejando porque uno
está bajo el renglón y el otro arriba. En cambio, los de interrogación solo
quieren saber sobre algún tema y no se preocupan si el primero empieza
la oración debajo del renglón y el que la termina queda arriba. En fin,
cada signo con su tema.
Decía que los veía venir junto con otros parientes míos, porque acá,
entre nosotros, somos una familia muy numerosa y hay puntos en casi
todos lados, y en ese momento… nos llaman a trabajar.
¡El escándalo que se armó! La coma se quejó, los suspensivos quedaron
esperando, los dos puntos se vinieron dando volteretas como jugando al
rango, los de interrogación querían preguntar, pero los de admiración
se quejaron porque no habían podido descansar ni un poquito. Yo me
levanté y arranqué por el cuaderno sin saltarme ninguna raya.
No les voy a decir que fue una mañana tranquila. El dueño del cuaderno de hechizos nos hizo trabajar como locos. Yo después de tantas y
tantas oraciones puse punto final y nos fuimos todos a dormir. ¡Fue un
día agotador en el cuaderno de lenguaje! n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
SEGUNDA PARTE JUVENILES
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QUÉ NO VI’A SER FELIZ [Fragmento]
Gabriela Armand Ugon
35
EL CANGREJAL
Gabriel Aznarez
40
EL ÍDOLO
Daniel Baldi
43
CAUDAL MÁGICO
Cecilia Curbelo
47
FRANCISCO YA PUEDE VOLAR
Ana Laura Lissardy
50
LAS VACACIÓN [Fragmento]
Fabián Severo
51
LA LLAMADA
Marcos Vázquez
30
Gabriela Armand Ugon
QUÉ NO VI’A SER FELIZ [Fragmento]
Una semana antes de que llegaran mis tíos y primos, mi abuelo sufrió un
percance. Intentando domar una yegua —aclaro que él domaba los caballos
y no los jineteaba— pisó una espina de palmera que le atravesó la suela del
calzado y se le incrustó en el talón. El dolor fue fuerte, pero rengueando un
poco siguió trabajando sin darle mayor importancia, hasta que dos días después notó que la herida iba mucho más allá de un simple pinchazo. Cuando
decidió ver al médico tenía una infección avanzada. Una caja entera de antibióticos y el pie en alto por lo menos una semana, fue lo recomendado.
Conseguir que el abuelo hiciera quietud fue tarea ardua. Pero más arduo aún era para Eulogio y Pereira —el otro peón— hacer el trabajo que
comúnmente realizaban tres personas. Yo continuaba colaborando, pero
no era suficiente; había que buscar a alguien que lo reemplazara.
Recuerdo la mañana en que llegó aquella parejita: Antonio y Fátima.
Eran jóvenes, muy jóvenes los dos pero, según referencias, muy hábiles y
trabajadores.
Antonio hacía todo el trabajo que abuelo no podía, y ella, Fátima, ayudaba a mi abuela en la elaboración de conservas, orejones y dulces. En
casa de mis abuelos, como en toda casa de campo, se elaboraba casi todo
el alimento que se consumía. Las distancias eran largas y no iban con frecuencia al pueblo, así que todo había que hacerlo allí mismo. Recuerdo que
en invierno carneaban chanchos y hacían desde chorizos y morcillas hasta
queso de cerdo. ¡Hasta el pan lo hacía mi abuela!
Y quien dejó un lindo recuerdo en mi memoria fue Fátima. Ella ayudaba
a la abuela durante varias horas al día. Luego yo la veía trabajar en la pieza
que ocupaba con Antonio. Lavaba y tendía la ropa, barría, cocinaba; ¡en
fin!, hacía todas las tareas del hogar. Y cuando terminaba venía a matear y a
31
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
charlar conmigo. No sé bien qué edad tendría, pero dudo mucho que fuera
más de seis años mayor que yo. ¡Era tan joven!, casi una niña; sería por eso
que tenía más afinidad conmigo que con mi abuela. Siempre estaba alegre,
conversaba, reía mucho y hasta cantaba.
Yo, que odiaba hacer las tareas domésticas, con ella aprendí que no era
tan aburrido si se hace cantando y bailando. Ella cantaba y bailaba todo el
tiempo. Trabajaba con mi abuela cantando, barría bailando, cuando hacía
la colada —como le llamaba al lavado de la ropa— no solo movía sus brazos
fregando sino que zarandeaba todo el cuerpo y con su voz tarareaba algo.
Un día le pregunté quién le había enseñado a bailar.
—Naides —me respondió. Cuando una es feliz canta y baila.
—¿Sos feliz? —le pregunté.
—¡Qué no vi’a ser! Si tengo todo. Además pronto seré mamá.
¡Estaba embarazada! ¡Era tan joven y sería mamá...!
Me quedé un rato pensando... «Tengo todo» me había dicho. Y yo que
vivía pidiéndoles juguetes a papá y mamá...
Yo no puedo decir concretamente qué aprendí de Fátima. Puedo contar que con ella tomé mis primeros mates, que supe lo que era fregar,
que me mostró incluso cómo remendar un pantalón roto; hasta temas
femeninos hablé con ella, temas que no me gustaba hablarlos con mi
mamá... esas fueron cosas importantes, pero nada comparado con la
alegría que me transmitía. Durante el poco tiempo que estuvo allí, yo
aprendí algo que hasta el momento nadie me había enseñado: lo lindo
que era reír, cantar y bailar.
Recuerdo que una vez se subió a una escalera para alcanzar la fruta
que estaba en lo alto de un árbol. Vino Corcho anunciando su presencia
allá abajo, y cuando al bajar Fátima quiso pisar tierra, tropezó con el perro y fue a parar a un tanque lleno de agua sucia que habían usado para
lavar los implementos de la faena de un chancho. Aún recuerdo el agua
mugrienta, las moscas revoloteando, y a Fátima caer de cola y sumergirse
hasta la cabeza en aquella asquerosa agua. Yo corrí a ayudarla, pero ella
salió como si nada.
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—¡Qué suerte que esa agüita suavizó la caída! ¡Y qué buen refrescón
me di con la calor que hacía!
—¿No te hiciste nada? —le pregunté alarmada.
—¡No! ¡Qué me vi’a hacer! Estaba linda el agua; eso sí, un poquito
salada de más.
Enseguida se fue a bañar y pasó el resto de la tarde contando a quien
quisiera escucharla las vicisitudes de aquella zambullida involuntaria. Narraba la anécdota riendo sin parar. Y a todos les hacía soltar carcajadas
que no paraban hasta llorar. Yo jamás me hubiera reído de ese percance,
pero ella lo contaba todo con tanta alegría y gracia que era imposible no
contagiarse.
Así era mi amiga Fátima.
Una sola vez la vi seria. Fue cuando le pregunté por su infancia.
—Yo no fui a la escuela, ni tuve mucha educación —me respondió.
—¿No sabés leer ni escribir? —le pregunté.
—Sí, algo sé. Me enseñó la viuda d’Or.
—¿Quién? —le pregunté.
—La vieja, la patrona de mi mamá. Mi mamita fue sirvienta de la
Elmirita d’Or, la viuda del francés ricachón.
—¿La que vive acá cerca, en la loma yendo para el arroyo?
—Esa mesmita. La señora Elmira López. Pero ella siempre se hizo
llamar con el apellido del difunto: d’Or.
—¡Ah! Ya sé quién es. Nunca la vi pero me dijo mi amigo Octavio que
es medio gruñona.
—¿Medio? Es un ogro esa vieja. ¡Pobre el finado d’Or!
—¿Por qué pobre?
—Imaginate, tener que aguantar a la vieja, ¡pobre hombre! En buen
momento murió. Que Dios lo tenga en la gloria y que descanse ahora
que puede, porque se le vuelve a acabar la paz cuando la vieja se le vaya
a unir otra vez allá arriba.
—Y si era tan mala, ¿cómo te enseñó a leer y a escribir?
—Yo era más chica que vos cuando mi mamita murió. Y la vieja me
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
hacía hacer todo el trabajo de mi madre. Pero no me pagaba ni un vintén,
eh. Me decía que con las clases que me daba y con lo que yo comía ya
estaba todo más que pagado.
—¿Y tu papá qué decía?
—¿Mi papá? Yo qué sé quién fue mi papá...
—¿No conociste a tu papá?
—A mi papá de verdad no, pero igual tuve un papá. Fue Alcides Gutiérrez, un pión de la estancia. Por disgracia, al poco tiempo de morir mi
mamá él también se jue pa’l Cielo.
Vi los ojos de Fátima húmedos y no quise contribuir más a la tristeza
del ser que más alegría me había regalado en tan pocos días.
—¿Vamos a juntar flores? —le dije para cambiar de tema.
—Las flores no se cortan, Lupe. Se dejan en la planta; allí dan color
y perfume pa’ todo el que quiera mirarlas. Pero si vos te las llevás pa’ tu
casa, solo vos podés olerlas y mirarlas.
—Entonces vamos a la quinta. Quiero mostrarte unas florcitas rosaditas y con la parte del medio amarillita. Son divinas. Las encontré el otro
día mientras cortaba limones y me encantaron.
—Vamos —dijo entusiasmada. Y servicial como era enseguida agregó:
—¿Y si después hacemos una limonada pa’ los patrones y la pionada?
—Iupiiiiiiii. ¡Me encanta!
Y así, conversando y tarareando nos fuimos hacia la quinta.
Hoy que soy una persona grande, pienso dos veces antes de cortar una
flor. Y cuando tengo que hacer algo que me disgusta, trato de tararear
una canción; no soy muy buena entonando, pero a veces logro que se
me pase el malhumor. n
34
Gabriel Aznarez
EL CANGREJAL
Roque es un chico muy inquieto, de carácter fuerte y una cierta cuota de
violencia contenida que no tiene problema en dejar escapar, cuando la
ocasión se presenta, contra algunos compañeros de colegio o contra sus
dos hermanos menores. Este agosto cumplió 12 años… En verano toda
la familia se traslada a un pequeño campo, en las cercanías del arroyo
Solís Grande, propiedad del padre de Roque, un ingeniero agrónomo
dedicado a la ganadería.
El arroyo Solís separa los departamentos de Canelones y Maldonado,
y su desembocadura en el Río de la Plata es famosa por las peligrosas
corrientes que se forman de manera imprevista, sorprendiendo tanto
a turistas como a lugareños y causando frecuentes muertes por ahogamiento. Los conocedores del arroyo dicen que las corrientes forman una
especie de tirabuzón que te chupa y te hace recorrer varios kilómetros
bajo el agua hasta que te deja ir, ya muerto, por supuesto. Dicen que es
como un gusano gigante y que si te atrapa estás perdido, ya que ni el más
avezado nadador podría escapar de sus frías y húmedas garras. Incluso
le han puesto un nombre, pero ese cuento tendrá que quedar para otra
oportunidad pues no es el foco de esta historia.
El campo del padre de Roque estaba lejos de la desembocadura, a unos
tres kilómetros. Allí el agua era mucho más tranquila, y si bien Roque
tenía prohibido bañarse sin la supervisión de sus padres, se le permitía
ir hasta el arroyo a jugar. Mejor correteando por allí que molestando a
sus hermanos, pensaban sus padres.
A Roque le encantaba ir al arroyo; cada vez que podía se dirigía hasta
ahí, aunque debía realizar una caminata de veinte minutos a través del
campo. La razón era muy clara: en las orillas había un gran cangrejal. Una
35
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
comunidad de varios miles de cangrejos. ¡Allí Roque podía dar rienda
suelta a su naturaleza violenta! Y, munido de un buen palo recogido en
el monte cercano, atacaba a los pequeños crustáceos con saña verdaderamente asesina diezmando la población. El primer día de verano en el
campo, en particular, era una jornada que Roque disfrutaba sobremanera
ya que, luego de casi un año sin ataque, los cangrejos volvían a retozar confiados al calor de la playa y esta se encontraba atestada de esos pequeños
y pinzados animales. Ese día, él tomaba la precaución de ir a hurtadillas
hasta el borde mismo de la playa, protegido por la vegetación, de forma
de tomar por sorpresa al mayor número posible de cangrejos.
Ese año fue distinto a los últimos cinco. (Conviene aclarar que desde
los nueve practicaba este «deporte», como a él le gustaba llamarlo.) Ese
año la playa estaba desierta, completamente desierta… No había ni un
solo cangrejo, ni cerca ni lejos. Sorprendido, comenzó a recorrer la costa
e incluso se metió en el agua en busca de las bocas de las cuevas, ¡pero
tampoco encontró nada! No podía ser… ¿Cómo habían sido capaces de
abandonarlo? ¡Qué desconsideración tan grande! ¿Y ahora qué hacía
con toda aquella violencia acumulada que tenía en el cuerpo? No le fue
difícil volcarla contra las gallinas, alguna oveja, sus hermanitos (pobres
víctimas de hoy y de siempre) e incluso contra su madre, una vez que llegó
de regreso a la casa. Toda esa frustración al no encontrar los cangrejos se
transformó en una rabia incontrolable que desató sobre su familia como
un huracán de viento y arena. Solo su padre pudo controlarlo en la tarde,
cuando volvió de trabajar.
—No, los cangrejos no desaparecieron. Solo se mudaron… —contestó
el padre ante la consulta de Roque sobre la extraña desaparición de los
crustáceos.
—¡¿Se mudaron?! ¿Cómo que se mudaron? —preguntó desesperado,
imaginando que sus días de masacre ya nunca volverían a repetirse—.
¿Adonde se fueron?
—No se fueron lejos, están en el recodo del río, ahí donde está el
islote, un poco más tierra adentro…
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—¡En el recodo, claro! —dijo, ubicando perfectamente a qué lugar
se refería. No estaba lejos, simplemente había que tomar hacia la izquierda en el eucalipto en vez de seguir de largo. La vida pareció volverle al
cuerpo…
–Por cierto que es muy extraña esta migración de los cangrejos. Desde
siempre estuvieron en la orilla este del río… No soy un entendido, pero
todos los lugareños opinan lo mismo: sin duda apareció algún depredador natural para provocar ese hecho en la comunidad de los cangrejos.
Pero no me imagino cuál puede ser. No se ha visto ningún ave o animal
nuevo por la zona…
A la mañana siguiente, en cuanto pudo abandonar la casa se dirigió
nuevamente al arroyo y, al encontrar el eucaliptus, dobló a la izquierda.
Durante la caminata se las arregló para conseguirse un palo de buen
tamaño, que fue limpiando de corteza y pequeñas ramitas. Quería estar
pronto para, al llegar a la orilla, saltar sobre los desprevenidos animales
y empezar esa masacre de la que el día anterior se habían salvado. Iba
contento, como quien va a la heladería…, o a subirse a un juego en el
parque de diversiones, con la panza cosquilleándole y los nervios a flor
de piel. Así iba Roque, feliz, al encuentro de sus cangrejos, como si de
una novia se tratara, solo que, en este caso, a la otra parte, los cangrejos,
no les esperaba nada bueno…
Pero no fueron los cangrejos los sorprendidos al llegar a destino sino
Roque mismo… Y es que no había ni uno solo retozando al sol en la
orilla. Estaban todos en el islote, tal cual se lo había contado su padre la
noche anterior.
—¡Maldición! —exclamó el muchacho—. ¡Maldición, maldición…,
maldición! —volvió a gritar dejando escapar su frustración y la rabia
que comenzaba a ganarlo. Esto era peor a que hubieran desaparecido…
Ahora los podía ver, estaban al alcance de su mano, mas no los podía
tocar… Los cangrejos parecieron reconocer la voz de Roque y recordar
(si es que es posible que un cangrejo tenga memoria) que esa voz, o más
bien que el emisor de aquella voz, no venía con buenas intenciones,
37
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
ya que muchos de ellos, lentamente y caminando de costado, como es
su principal característica, se fueron metiendo dentro de sus cuevas de
barro, bajo el agua.
Roque quedó en la orilla maldiciendo y despotricando por un buen
rato, hasta que se dejó caer impotente sobre la húmeda playa de arena
y barro.
—¡Malditos bichos! Si parece que hasta se dieran cuenta de que estoy
acá y se estuvieran burlando —se quejó y luego hizo de cangrejo—. ¡No
puede, no puede, Roque no puede alcanzarnos…! ¡Malditos bichos! Pero
si creen que esto va a quedar así están muy equivocados…
El muchacho tenía muy presente la prohibición de entrar al río sin
la supervisión de algún mayor, aunque no fuera muy obediente que digamos… Pero también tenía muy claro que la profundidad de la lengua
de agua que separaba el islote de la orilla era muy llana y la distancia, de
apenas veinte metros. En la parte más profunda podría llegar a los treinta centímetros como mucho y en otras era tan llanita que los cangrejos,
parados en las bocas de sus cuevas, sobresalían del agua y parecía que
nadaban sobre ella. El único problema estaba en que el fondo del río era
puro barro (razón por la cual allí vivían los cangrejos) y resultaba muy
difícil caminar para llegar a la parte firme y seca de la isla. Pero había visto
a los chicos del lugar, cruzarlo flotando sobre el agua e impulsándose con
las manos en el fondo.
No lo pensó dos veces; ya se lo había imaginado y ahora la ansiedad
era irrefrenable. Tomó el palo que tan pacientemente había pelado y se
dirigió hacia el agua. A medida que se internaba en ella, el fondo de la
playa, compuesto por arena y barro, dejaba lugar solamente al barro y
a los pocos metros de la orilla comenzó a hundirse hasta la pantorrilla.
Al hecho del suelo fangoso hay que agregarle que, en ese preciso lugar y
justamente por la presencia de los crustáceos cascarudos, el fondo era un
verdadero queso gruyer a causa de la infinidad de galerías que estos bichos
construyen bajo el lecho del río. Es por eso que unos metros más adelante
comenzó a hundirse prácticamente hasta la rodilla y no solo eso: con cada
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paso que daba podía sentir decenas de cangrejos morir aplastados en sus
cuevas por su causa. Sentía perfectamente cómo sus cuerpos cascarudos
se quebraban como nueces con cada uno de sus pasos. Esto, en vez de
causarle una sensación de asco, le dibujó una sonrisa de satisfacción en
la cara. ¡Había comenzado la masacre…! Llegó un momento en el que
ya se hacía imposible caminar; el barro parecía intentar detenerlo y al
tratar de sacar cada uno de sus pies para caminar se producía un efecto de
vacío; para quebrarlo tenía que hacer un gran esfuerzo… Decidió entonces flotar sobre el barro ayudándose con sus manos para avanzar, como
había visto hacer a otros chicos, años atrás... Su cara estaba prácticamente
en la superficie del agua y podía ver, en la parte más llana del trayecto,
muchos cangrejos que ahora estaban casi a su altura. Extrañamente los
cangrejos no se hundían dentro de sus cuevas al verlo pasar, sino que lo
seguían con sus ojos retráctiles atentamente. Esto le llamó la atención:
estaba acostumbrado a que corrieran desesperados de costado cada vez
que aparecía en la playa. Supuso que el cambio de conducta se debía a
que ahora se encontraban en su elemento.
«¡Bah! ¡Qué diablos me importa lo que hagan!», pensó. «Igual cuando
llegue a la playa y me pueda parar los voy a destruir con mi palo…» Y
entonces le pareció sentir algo, como un pequeño pellizcón en el muslo
derecho. «No, debe de haber sido el raspón contra alguna ramita del
suelo», pensó, desestimando completamente la posibilidad de que alguno
de aquellos inofensivos animalitos se hubiera atrevido a pellizcarlo, a él,
justamente a él, el dios destructor de los cangrejos… Pero enseguida volvió
a sentirlo… ¿Podría ser posible que hubiera un cangrejo que lo estuviera
pellizcando? Antes de que pudiera volver a cuestionárselo, recibió tres
pellizcones más, y la respuesta a su inquietud vino de la forma más violenta
que él se hubiera atrevido a imaginar. De repente, cientos ¡no, miles! de
cangrejos se lanzaron sobre el ahora indefenso Roque, convirtiendo esa
parte del río en un hervidero de sangre y muerte. Miles de pellizcones
comenzaron a descarnar al muchacho, que no entendía lo que pasaba y no
tenía cómo defenderse… Intentó erguirse pero se hundió más en el barro;
39
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
tampoco podía nadar o sumergirse para escapar de aquella carnicería.
Solo atinó a gritar, a gritar tan fuerte como sus pulmones le daban. Y su
grito se extendió por sobre la superficie del agua, pero pronto, al llegar a la
vegetación más pesada del campo, comenzó a extinguirse. Siguió gritando
desesperado hasta que un cangrejo, más osado que el resto, se introdujo
en su boca y de un solo pinzazo le extrajo la campanilla limpiamente.
Y se movió como un loco, pero con cada movimiento se iba hundiendo
más y más en aquella trampa de barro y agua…
Al mediodía, la madre de Roque se cansó de llamarlo para que fuera
a almorzar mientras, en el río, los cangrejos habían ya dado cuenta del
infeliz, del que emergía tan solo su pie izquierdo. Pronto su osamenta
quedaría completamente hundida en lo más profundo del fango y pasaría a formar parte de la interminable red de galerías subterráneas de
los cangrejos.
Ya nunca nadie volvería a saber del pobre Roque y su violenta naturaleza juvenil…
Un consejo: No maltrates ni lastimes animales por diversión… No importa
el tamaño ni la utilidad, uno nunca sabe cuándo te la van a devolver.
Y otro. Si están por el arroyo Solís, no se metan al agua en la zona del
cangrejal; ¡podrían no volver a salir jamás!
Y otro más. Si se bañan en la desembocadura, tengan cuidado con el
«gusano cristalino»: podría atraparlos y morir ahogados… n
Daniel Baldi
EL ÍDOLO
Lo vi y lamento haberlo hecho.
Lo vi y me odio por eso.
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Pero lo vi y no puedo negarlo.
Me da bronca luego de tantas alegrías que me brindó a lo largo de la vida.
Cómo olvidar su debut en la primera de Peñarol. Recuerdo que los hinchas
que ese día acudimos al estadio para alentar al carbonero (yo había ido con
mi viejo, ambos hinchas fanáticos del manya) nos preguntábamos quién
sería ese juvenil de apenas diecinueve años que el técnico decidía poner
de titular y contra Defensor.
Ahí lo conocimos… y la descosió.
Yo estaba en cuarto año de liceo y será por esa energía adolescente típica
de la edad que grité sus dos golazos de manera alocada y me enamoré de su
juego y sus gambetas. Al otro día, cuando fui al liceo, me la pasé gastando
a todos los hinchas de Defensor que habían ido a mi clase por la pintada
de cara que ese pibe debutante les había hecho.
Allí estaba el mejor jugador que vi en mi vida, mi máximo ídolo, ese
pedazo de crack que jugó tres años seguidos en Peñarol y luego emigró a
Europa para seguir su carrera en Italia y encantar a todo el viejo continente
con su talento.
Mientras él destilaba fútbol en el equipo en el que le tocaba jugar o
en la selección uruguaya, en paralelo yo comencé con mi carrera y tuve
que dejar de ir a ver a Peñarol con mi papá los fines de semana. El viejo
siguió yendo pero yo tuve que dejar. A lo que nunca renunciamos sí, fue
a aprontar el mate los sábados o domingos por la mañana y sentarnos a
ver el partido de la Juve, donde nuestro máximo ídolo jugaba, y así seguir
deleitándonos con sus jugadas a través de la pantalla chica. Luego pasó al
Atlético Madrid y con el viejo cambiamos y comenzamos a ver el fútbol
español. Y finalmente lo hizo en el Liverpool de Inglaterra, antes de su
ansiado retorno a Uruguay, para terminar la carrera en su club de origen,
en el glorioso Peñarol. Cuando anunció su regresó en una conferencia de
prensa, mi viejo se largó a llorar de la emoción.
Nuestro ídolo confesó que quería volver luego de doce años afuera para
terminar su carrera en Peñarol y sacarlo campeón luego de cuatro años
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
de sequía. Recuerdo que mi viejo y yo nos miramos de manera cómplice
y sonreímos al unísono.
Y ahora lo vengo a ver y me quiero matar. Si existe un jugador correcto
en el fútbol uruguayo, ese es él. Nunca una expulsión, nunca una palabra de más con los árbitros. Y si existe un polo opuesto, ese es el tres de
Nacional. Un «mala leche» total, artero y mal intencionado.
Pero al tres no lo vi y a él sí.
En la caminata me imagino a mi padre tomándose de la cabeza, rogándome y rogándole al cielo. No lo quiero hacer, viejo, en serio, no lo quiero
hacer, contesto en mi mente como si lo estuviera escuchando.
Finalmente llego y me paro frente a él, ante mi máximo ídolo. Él me
mira con la humildad que lo caracteriza y comienza a explicarme que
el tres de Nacional le había pegado un codazo sin pelota y por eso él le
había tirado esa patadita boba. Sin duda debe ser cierto, pero al tres no
lo vi y a él sí.
Levanto la tarjeta roja hacia el cielo ganándome los insultos de toda
la hinchada de Peñarol. Pienso en mi vieja que también es fanática del
manya y debe estar sufriendo este momento junto a mis dos hijos en
casa, quienes iban a ver el partido por tele con la camiseta de nuestro
ídolo puesta.
Con la furia del rojo en lo alto, él me mira por última vez a los ojos de
manera suplicante y yo siento que el corazón se me hace añicos. Pero sigo
inhiesto, sin reflejar la más mínima emoción en el rostro, apuntando el
cartón hacia el cielo despejado de esa tarde montevideana.
Mi ídolo no puede creer recibir una expulsión en su último clásico y
a mí me dan ganas de llorar por ser el verdugo de su carrera. Pero lo vi
y lo tengo que echar. n
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Cecilia Curbelo
CAUDAL MÁGICO
El doctor, hombre blanco igual que sus patrones, la revisaba. Ella no se
movió y dejó que la tocase. Por supuesto que estaba asustada, pero no podía
evitar hacer frente a lo que veía. El honor de sus antepasados estaba en
juego. Aquellos antepasados provenientes de Angola, conocidos por adivinar
el futuro, le habían legado ese conocimiento instintivo que desembocó en
su nombre: «Hechiza».
Negra como el azabache, Hechiza había nacido en la ciudad de Montevideo. Su madre, esclava de la poderosa familia italiana Rizzoli, trabajó durante
toda su vida en la quinta que estos tenían en la cuenca del Miguelete1 hasta
el día de su muerte que se produjo un año antes, a sus treinta años.
La propiedad de los Rizzoli parecía no tener fronteras. Hechiza amaba
sus tierras, el límpido y claro arroyo que las cruzaba y la libertad del campo.
Podía mirar hacia el horizonte sin saber dónde finalizaba el predio.
A su manera, era feliz. Su madre le había enseñado que, mientras tuviera un techo en la cabeza y comida en el plato, no debía pretender nada
más. Y no lo hacía.
Corría el año 1789 y ella contaba con quince años. Se encargaba de lavar
la ropa, tarea por la que había optado entre las demás esclavas para estar
más cerca de su adorado arroyo. No importaba si hacía frío, si el viento la
azotaba, si las manos se le congelaban en el crudo invierno al introducir
1 El arroyo Miguelete es el más contaminado del Uruguay en la actualidad. En el siglo xix,
sin embargo, este y sus entornos fueron de los lugares más ricos, poblados por familias
pudientes quienes solían tener quintas de veraneo y demás. Hoy en día, el olor a putrefacción se siente desde decenas de kilómetros a la redonda, y es todo un problema
ambiental para mi país. Hay asentamientos irregulares y es un área de peligro.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
las prendas en el agua, siempre y cuando pudiera tocar ese manantial puro
que la llenaba de energía y gozo.
Pero luego de la muerte de su madre, comenzaron a aparecérsele visiones
terribles que Hechiza intentaba desechar infructuosamente. La primera
vez estaba fregando ropa a orillas del Miguelete cuando vio una especie de
cuenco de un material extraño. Suponía sería liviano porque flotaba. Era
de color rosa. No había visto nada igual. Cerró los ojos y rogó que esa imagen se esfumara. No entendía qué significaba aquello. Tampoco es que se
asustara, pues ya había tenido varias visiones antes, como la que le anunció
la proximidad de la muerte de su madre. Pero esto… ¿qué significaba? ¿Qué
era ese peculiar recipiente que flotaba en su arroyo diáfano? Abrió los ojos
y toda el agua con su inmensa majestuosidad se le presentó inmaculada
y cristalina, haciendo que Hechiza recobrara su respiración pausada y la
tarea, aunque la imagen rondaba su pensamiento inquieto y curioso.
La segunda visión la tomó desprevenida, siete días después. Enjuagaba la
ropa de sus patrones cuando —de repente— vio cientos de vasijas como la
anterior, de distinta forma y diversos colores. Eran tantas que prácticamente
impedían ver el agua. Cerró los ojos, los apretó fuerte y la representación
desapareció tan pronto como había llegado.
Esta vez comenzó a presentir que algo iba a suceder con su paraíso. El
instinto y la sabiduría de sus ancestros le advertían que no iba a ser algo
bueno.
Necesitaba confiar a alguien estas visiones que le amargaban sus noches,
privándola del sueño aletargado luego de días de arduo trabajo. Decidió entonces contarle a sus compañeras esclavas lo que había estado aconteciendo.
Todas provenían del mismo país africano, y eran por ende firmes creyentes
de los poderes visionarios de Hechiza. Ellas fueron categóricas: de continuar
con tales alucinaciones inexplicables, debía acudir al señor Rizzoli.
La preocupación comenzó a reinar entre las esclavas, lo que no pasó
inadvertido a los ojos siempre atentos de Carlota, la encargada.
Fue la tercera visión la que convenció a Hechiza de comparecer ante
los patrones. Estando ella en sus quehaceres al borde del arroyo, experi-
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mentó un fuerte dolor de cabeza. Se apretó las sienes y se las masajeó,
hasta que algo la sacudió de forma repentina. Un olor pútrido. Fétido.
Hediondo. Levantó la cabeza y se encontró con una catástrofe. Su arroyo cubierto de cuencos de colores variados, llenos de porquería. Junto a
ellos, flotaban también desperdicios de comida, excrementos, bolsas de
un material también extraño y demás objetos irreconocibles e incomparables con nada que ella había visto o tocado con anterioridad. El olor
pestilente impregnó el lugar y Hechiza se sintió mareada.
Tambaleando, logró alcanzar la casa mayor y pedir a la encargada
una entrevista con sus patrones.
—¿Para qué los quiere ver? —le preguntó desconfiada y ladeando la
cabeza.
—Necesito advertirles de una visión, señora Carlota. ¡Es muy importante!
—Espere aquí. Voy a ver si la pueden recibir.
—Gracias, señora.
—Recuéstese en el aljibe. Tiene un semblante poco saludable —insistió la mujer.
—Como usted mande, señora.
El matrimonio Rizzoli recibió a la esclava y escuchó los relatos de la
pobre joven. Les dio pena. Pero también sintieron terror. La muchacha
había perdido el juicio, eso era evidente, aunque ¿qué tal si tenía la fiebre africana que había matado a tantos en el país, una década atrás? No,
no podían arriesgarse. Llamarían al médico para que la reconociera. Y
luego… luego verían.
Una hora más tarde, la carreta destartalada del doctor se divisaba en
la lejanía. Al llegar, el hombre blanco se apeó y entró en la habitación
oscura donde Hechiza reposaba sobre una litera. No percibió signos de
fiebre, de sarna o de viruela, pestes que habían traído los negros esclavos
venidos de Angola y Brasil a Uruguay. Pero la esclava sufría de algún mal.
Sus delirios eran hasta desopilantes.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
En pos de cubrirse por si se desataba alguna tragedia, el médico recomendó a los Rizzoli que la enviaran a cumplir una cuarentena al establecimiento «Caserío de Negros»2. Así fue que Hechiza partió, casi de
inmediato, hacia un sitio desconocido pero del que había escuchado
hablar a alguna de las suyas. Ya no sentía temor. Había hecho lo correcto
al advertir lo que en un futuro podría suceder. Sus antepasados estarían
orgullosos de ella.
Con la frente en alto ingresó al establecimiento. No esperó encontrar
a tantos esclavos en un mismo recinto, muchos de ellos con ronchas cubriéndoles el cuerpo. Algunos con fiebre muy alta. Otros que no cesaban
de rascarse.
Comenzó a sentirse débil una mañana de febrero. Ese mismo día
descubrió que su cuerpo también presentaba esas singulares erupciones.
Las visiones del arroyo Miguelete plagado de porquerías se le aparecían
una tras otra sin descanso: basura flotando, agua turbia estancada, y —lo
que era peor—, ningún vestigio de vida.
Dejó de alimentarse. Únicamente susurraba su añoranza por las aguas
impolutas. Y gritaba. Gritaba desesperada, pidiendo ayuda. Sus pesadillas
eran insoportables y el olor putrefacto la perseguía y se incrustaba en
sus poros.
Los demás esclavos la observaban con dolor y compasión. La demencia
era triste. Muy triste.
Murió el 1° de marzo de 1790. El mundo de entonces la creyó loca. n
2 Establecimiento situado en la boca del arroyo Miguelete, fundado en 1787, donde se
enviaba a los negros esclavos que llegaban en buque para evitar la propagación de
posibles enfermedades que hubiesen traído consigo. Tenía una manzana de terreno y
estaba completamente amurallada.
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Ana Laura Lissardy
FRANCISCO YA PUEDE VOLAR
Francisco podía ver vientos, tormentas, volcanes y olas en una gota de
lluvia en la ventana. Y podía ver un mundo entero en un grano de arroz.
Cuando echaba azúcar a su Vascolet, por ejemplo, veía a los sembradores
y cortadores de caña en esa cascada blanca que caía en su taza. Cuando se
acostaba y un rayo de luna entraba por su ventana, veía una galaxia entera
y hasta la explosión del Big Bang. Podía ver toda la vida en su verdadera
dimensión.
Cuando podía, porque muchas veces le llamaban la atención y lo rezongaban, por «distraído» o por «no prestar atención». Como le pasaba en la
escuela. Porque Francisco también salía a volar con las palabras. Cuando
la maestra hacía un dictado, por ejemplo, mientras sus compañeros de
clase iban escribiéndolas, él corría y pegaba un salto sobre ellas como si
fueran un skate y salía volando por la clase, por los pasillos, por la puerta
de entrada de la escuela, las calles, la plaza, la canchita del barrio.
Siempre había una palabra que lo hacía salir a volar y que, con el impulso, le quitaba la capucha de la cabeza y hacía bailar a sus rulos negros
con el viento.
Desde lo alto, Francisco lo veía todo. Un perro salchicha, un afilador,
el moño de una niña, la cola de un gato apuntando al cielo… Hasta que
la maestra lo rezongaba, le preguntaba qué diablos estaba haciendo, dónde andaba, y por qué no era capaz de escribir lo que le dictaba. Por eso
algunos de sus compañeros se reían y burlaban, lo llamaban «distraído», y
recalcaban que solo había escrito una palabra.
Francisco intentaba explicar dónde había estado pero, nervioso por el
reto y las risas, entreveraba las palabras e incluso hasta las letras, mientras
escondía todo su cuerpo en aquella capucha que siempre llevaba.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Después, apurado por escribir todas las palabras que le faltaban, en
el atropello, las dibujaba al revés, boca arriba, corridas más allá o confundidas unas con las otras. La z con la s, la m con la n o la w, la r dada
vuelta. Y siempre todo aquello terminaba con una nota con letras rojas
de la maestra y un rezongo en su casa.
Pero un día llegó una nueva maestra a la clase, Sofía. Sofía era alta,
usaba pollera y botitas verdes, y broches de distintos colores en su pelo
marrón y vertical. El primer día que hizo un dictado, vio a Francisco salir
volando sobre las palabras y lo dejó alejarse por la ventana. Francisco viajó
y viajó como hacía siempre, y vio un gorrión en un semáforo, una media
en un tendedero, y muchas cosas más.
Cuando se cansó, volvió a la clase, y lo primero que vio fue la sonrisa
de Sofía, que le dijo, apenas llegó:
—Bienvenido, Francisco. Tenemos curiosidad por saber por dónde
anduviste. ¿Nos contás?
Francisco miró a sus compañeros, casi tan sorprendido como ellos,
que no entendían cómo esa «rareza» podía ser tomada en serio por una
maestra.
—Sí, Francisco. Me encantaría saber qué hay allá, donde yo no puedo
ver nada. Contanos.
—Eh… —dudó un momento mirando el banco—. Estaba escribiendo la palabra «solo» y entonces vi un calcetín colgado solo y triste en un
tendedero. Pero el calcetín salió volando con el viento y cayó sobre un
gorrión que estaba parado en un semáforo y que, al levantar vuelo, hizo
señalar a una nena que estaba esperando para cruzar la calle con su madre,
que hablaba por celular. La mamá dejó de hablar por un segundo para
ver lo que señalaba la hija y, por algo que vio, cambió una respuesta que
iba a dar de «no» a «sí». Entonces, la persona que estaba del otro lado
del teléfono pegó un salto de alegría e hizo caer dos libros del estante de
una librería en la que estaba comprando. Y un hombre que estaba ahí al
lado vio uno de los libros caídos, lo levantó y se rió porque era justo lo
que necesitaba. Entonces…
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Y así siguió Francisco, contando todo lo que había visto en el viaje y
cómo una media rota y sola se había convertido en varias alegrías. Y todo
eso había pasado mientras escribía la palabra «solo». Pero a Sofía parecía
importarle mucho menos el tiempo que le llevó escribir que todo lo demás;
que todo ese viaje que acababa de contar.
—Gracias, Francisco, por esta aventura —le dijo Sofía cuando terminó—. La palabra «solo» se transformó a través de las personas y de las
historias en algo cada vez mejor, hasta hacer saltar de alegría. ¡Es una gran
aventura! —y lo felicitó.
Los niños miraron sorprendidos y no dijeron nada. Pero el que más
se sorprendió fue Francisco, que dibujó en su cara unos ojos redondos y
una sonrisa tímida pero decidida.
Más se sorprendió los días siguientes, cuando sus compañeros se empezaron a acercar a él para pedirle que les contara qué veía en palabras
que le decían: pato, renglón, hormiga, lápiz… Muchas veces eran palabras
tristes (llanto, injusto, rabia…), y tal vez era algo que sentían. Francisco
nunca preguntaba. Solo salía a volar sobre ellas (sin capucha, que ya casi
nunca usaba) y, cuando volvía, les contaba todo lo que había visto. Sus
compañeros lo escuchaban atentos y siempre, siempre, se iban de ahí con
una sonrisa o hasta reían con él de la aventura. Nunca más lo llamaron
«distraído» entre burlas. Quizás porque entendieron que distraídos andaban ellos, todos los demás.
Dicen que los contadores de historias y los escritores fueron alguna
vez como Francisco. Y que cada vez que los leés, hacés que salgan a volar.
Y también dicen que tú mismo podés ser Francisco, si te dejás llevar. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Fabián Severo
LAS VACACIÓN* [Fragmento]
La escuela sempre me enseñó a imaginar. Los primer día de clase, la
maestra mandaba que nosotro escribiera contando nuestras vacación.
Yo aproveitava los recreo para escuchar las historia de mis compañero.
Con un pedazo de una y un retazo de otra, ía armando las palabra. Otros
eran dueños de mis vacación.
Yo contaba que tenía viajado en Montevideo, que tenía ido en el
estadio, que en el Parque Rodó me tinha pegado baito susto en el Tren
Fantasma, que tenía visto uns macaco en el zoológico, comendo lo que la
gente les tiraba. Escribía que merguyaba en la playa, onde las ola te dejan
los ojo ardiendo. Tejiendo la memoria de uno con los recuerdo de otro,
enllenaba los cuaderno, y era tan de verdad lo que contaba, que sentía
como que era yo quien tenía conocido la alegría.
Otras vez, yo inventaba que no tenía podido viajar porque uns familiar
tenían venido a pasar las vacación en Artiga. Creo que asvés, la maestra
no entendía mis historia porque sinó ella se tenía que dar cuenta que
yo soñaba. Artiga no tiene vacación. Solo una vez mis tío se vinieron de
Montivideo porque tenía muerto el hijo de la Negra, y tuvimo que conseguir un colchón prestado con la Neusa para que ellos se deitaram en
la cocina. En mi casa, no había lugar para nadies.
Muchos año después, conocí Montevideu, y descubrí que el mar era
más bonito en mis cuaderno. n
* «Los dialectos portugueses hablados en la región fronteriza uruguayo-brasileña son
variedades típicamente orales e informales, de uso doméstico. Fabián Severo propone
una versión escrita de esas variedades, tomando como referencia algunos rasgos fónicos,
morfosintácticos y léxicos». Graciela Barrios.
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Marcos Vázquez
LA LLAMADA
Mi mano golpeó una y otra vez el despertador hasta que cayó al suelo y
se abrió por la mitad. Por más que trataba, no lograba acallar el sonido
que perforaba mis oídos. El timbre continuaba sonando. Segundos más
tarde, descubrí que no se trataba del pobre reloj, sino de mi celular. Sin
abrir los ojos, tomé el aparato y atendí la llamada.
—Hola… —dije, entre dormida y preocupada.
—Si querés volver a ver a tu padre con vida, te esperamos a las ocho
y media de la mañana en la bajada veinticuatro de Solymar; en la playa.
Si la policía o alguien más se entera, tu padre es hombre muerto.
—¿Cómo dice? Mi padre… ¡Hola!
Era inútil; ya había cortado. No sabía si la conversación había sido real
o si se trataba de un sueño y me despertaría en cualquier momento. Me
incorporé en la cama, miré la pantalla del móvil para ver si reconocía el
número, pero decía «número oculto».
Traté de recordar la voz: sonaba grave y rasposa, como la de un hombre ya entrado en años, aunque podía estar desfigurada para que no la
identificara. ¿Se trataría de una broma de mal gusto? ¿Qué hora era? Otra
vez recurrí al celular: las siete de la mañana. Recordé que era domingo.
Con razón estaba tan dormida. La noche anterior me había acostado
después de las tres.
Volví a enfocarme en la llamada. ¿Quién sería el gracioso?
Por un momento me sentí tentada a dejarme caer sobre las sábanas,
taparme con el acolchado y seguir durmiendo.
¿Y si no era broma? Pensé en llamar a la policía. ¿Qué les diría? ¿Que
alguien había arruinado la única mañana en la que dormía hasta tarde
en la semana? Por otro lado, ¿si era en serio y al llamar a la policía hacía
51
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
que lo mataran? No podría vivir el resto de mis días con ese peso sobre
mi conciencia.
Si quería acudir al lugar y a la hora indicada, debía apresurarme. Me
levanté y fui a darme una ducha. Mientras lo hacía, pensé en telefonear
a un amigo para que me acompañara, no me gustaba la idea de ir sola.
Pero el hombre había sido muy claro en que si alguien más se enteraba
lo mataría. ¿Y si mi acompañante se ocultaba en el asiento trasero o en el
maletero? No, esa no era la solución; pondría ambas vidas en peligro. Si
iba a ir, debía hacerlo yo sola. «¿Si iba a ir?» No me lo había cuestionado
hasta el momento. Era una opción válida. Quizás la mejor. No ir y hacer
de cuenta que no había recibido la llamada.
Tras meditarlo un instante, concluí que era lo correcto.
Como sabía que no podría volver a dormirme, decidí aprovechar la
mañana. El miércoles debía rendir un examen, así que no me venía mal
haberme levantado temprano.
Me vestí y fui hacia la cocina, calenté el café que había quedado del día
anterior y puse a tostar una rodaja de pan. Cuando saltó de la tostadora
me senté a la mesa a desayunar. No pude probar bocado. Mi mente y mi
estómago no me lo permitieron. Sobre todo mi mente, que en el fondo
seguía sin decidir qué hacer: «Si no voy, van a matarlo; y si voy… a lo mejor
también lo hacen, o quizás sea una trampa para robarme.»
Bebí el café de un solo trago. La tostada quedó en el plato. Comprobé
la hora otra vez: las ocho menos diez. Estimaba que llegar hasta el punto
indicado me tomaría unos quince minutos en auto, por lo que disponía
de poco tiempo para decidir qué haría.
Busqué abrigo. Estábamos a fines de agosto y el invierno golpeaba
con fuerza. ¿En la playa? Una jugada inteligente. No querían a nadie
alrededor. Un domingo a esa hora, con el frío y el viento, seguro que no
habría ni un alma. Por otra parte, al ser un lugar tan abierto, me verían
venir desde lejos.
Me pregunté qué irían a pedirme. ¿Dinero? Esperaba que no, porque
no tenía más que unos pocos pesos en mi billetera. De todos modos, no
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importaba lo que me pidieran, si iba, estaría en sus manos.
¿Y si entraba a la playa algunas cuadras antes de la bajada veinticuatro?
De esa forma podría pasar por la zona sin detenerme y observar quiénes
o qué me aguardaban.
Otra tontería… ¿Qué me garantizaba que, al ver acercarse un auto,
no le dispararían?
Tenía que aceptar las condiciones establecidas o no ir.
«Voy», concluí. Debía arriesgarme.
Caminé de un lado al otro del living con la cabeza baja, el abrigo en
mis manos y temblando por los nervios. Miré la hora por última vez:
pasaban unos minutos de las ocho. Tomé las llaves del coche y me dirigí
hacia la puerta de calle.
Cuando salí, sentí que el viento gélido me helaba el rostro. El parabrisas estaba cubierto de escarcha, pero ya no disponía de tiempo para
volver a buscar agua caliente, así que encendí el auto y activé el limpiaparabrisas.
Mientras se calentaba el motor, evalué por última vez la posibilidad
de no ir: «hasta aquí llegué; mejor vuelvo a entrar en casa».
Por última vez, desistí de hacerlo.
Mientras conducía, no dejaba de cuestionarme por qué lo hacía. ¿Por
qué fuerzas del destino había sonado mi celular en lugar del de la persona
correcta? ¿Por qué no alcancé a decirle al hombre que llamó que mi padre
había fallecido hacía ya cinco años?
La vida de un completo desconocido estaba en mis manos. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
TERCERA PARTE ADULTOS
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EL RAP DE LA MORGUE
Claudia Amengual
58
LA LÍNEA AMARILLA
Hugo Burel
60
DOÑA HELEN
Susana Cabrera
64
AMOR DE CABALLO
Miguel Ángel Campodónico
66
ALGUIEN MUEVE LOS RUIDOS
Marcia Collazo
69
QUASIMODO
Henry Trujillo
54
Claudia Amengual
EL RAP DE LA MORGUE
La morgue huele a carne fresca. Es el mismo olor sanguinolento de las
carnicerías, una oleada dulzona que revuelve el estómago hasta la náusea, pero que, al cabo de un rato, se soporta con resignada gratitud. La
constatación de este primer error de prejuicio desvía la atención de la
brutalidad de los hechos, y la mente se distrae por unos instantes en vencer el asco a la podredumbre —que es puro miedo, terror a enfrentarse
a la ineluctable descomposición futura del propio cuerpo—. Atravesado
el umbral de esta bienvenida, tampoco espera el silencio obvio de los sepulcros, sino un clic clac metálico que a veces se diluye en el borboteo de
aguas y alcoholes, y una palabra que va y viene, pero que no es inteligible
porque —como después uno se entera— se trata del código médico de
la muerte. Hay más luz de la que uno quisiera, aunque este querer y no
querer es un viene y va, un deseo espasmódico, casi esquizoide. La luz
provee de la seguridad aséptica de los quirófanos y se opone a ese miedo
primario que cualquiera tiene, que todos tenemos. Pero también pone
de punta los nervios e impide el recogimiento que una penumbra digna
daría. Todo se vuelve demasiado visible. El exceso de luz no hace más que
enfrentarnos a la brutalidad de la muerte, como si fuera la tortura de una
pinza que a la fuerza mantuviera abiertos nuestros párpados.
Así es la morgue. Así y fría; no se había equivocado al imaginar eso. O
así fue aquel día en que el hombre llegó con el único fin de entrevistar a
un médico que iba a proporcionarle datos para un artículo periodístico.
Y no volverá a saber si la morgue cambió más tarde, si la morgue es una
liquidez que fluye entre dos coordenadas de espacio y tiempo, o si es el
fósil estancado de las cosas que no mutan porque la muerte también es
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
eso. No volverá a saber, porque no volverá a la morgue, no enfrentará
más desde este lado a los muertos. Los muertos son cosas, objetos con
piel, sangre y huesos, las tripas al aire, abiertos como cerdos, con el sexo
siempre dispuesto, la piel verdosa o amarilla, y los pelos desmelenados,
los muertos mueren dos veces cuando están abiertos.
Una estética rara tiene la muerte de las autopsias. Los muertos en
la morgue son feos. Inútil sería intentarles un poema. Mentira sería. La
más veraz de las mentiras. Imposible sería. En eso pensaba, en eso y le
sorprendió ver al médico encendiendo un cigarrillo. ¿Fuma? No fumo.
Ah, qué pena, ¿y en qué lo ayudo? Quisiera preguntarle… Claro, busca
respuestas; venga conmigo, venga, por aquí, venga, venga, ¿tiene miedo?
No, miedo no tengo. Entraron a la sala; la luz más blanca y el frío de frío
igual, igual de frío. Sobre la camilla, se estiraba un niño. Once años, dijo
el médico, cayó de una azotea. A una señal, una asistente con guantes y
tapabocas tajeó el cuerpo desde la garganta hasta el ombligo, quizá un
poco más o un poco menos. Había pinzas, había algodón, había gasas
y el olor a carne fresca. Aha, observó el médico como quien acaba de
hacer un descubrimiento… La asistente revolvía, sacaba, pesaba, volvía
a poner en su lugar. Dos policías tomaban nota con la diligencia de un
secretario o un taquígrafo.
Hemorragia, decía el médico. Hemorragia, anotaba uno de los policías.
Contusión, desprendimiento. Hemorragia, contusión, desprendimiento,
hemorragia, contusión, desprendimiento, retumbaban en la cabeza del
hombre que ahora solo podía pensar en respirar y detener el vértigo.
Hemorragia, contusión, desprendimiento sonaban las palabras como un
rap, el rap de la morgue, el rap de los muertos, y el mareo aumentaba y
era imprescindible respirar, controlar el ritmo de la respiración, y mirar
sin ver, hemorragia, contusión, desprendimiento, sobre todo no oler, el
olor era peor porque no había cómo evitar que se le metiera a uno y lo
impregnara por fuera y por dentro, hemorragia, contusión, desprendimiento, y el ruido metálico del instrumental, pinzas, bisturíes, y el tipo
que fumaba, fumaba encima del otro cuerpo, hemorragia, contusión,
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desprendimiento, el humo del cigarrillo era una indecencia en aquel
lugar, la cabeza ahora sí le daba vueltas, algo le giraba adentro y casi podía
ver el torbellino interior como si fuera el ojo de un pequeño huracán,
un huracán doméstico que ya lo iba mareando, que iba a voltearlo, salvo
que respirara, salvo que encontrara el ritmo de la respiración, de su respiración, que la acompasara a la del niño, porque el niño respiraba, se
le movía la vena en el cuello, y si lograba ajustar su aire al aire del niño,
hemorragia, contusión, desprendimiento, ahora era una masa espesa que
le subía desde el estómago hasta la boca y que tenía el gusto amargo de
su último almuerzo, y que luego bajaba y volvía a acomodársele en el
estómago, y amagaba con escalar de nuevo las paredes de su cuerpo, y
pensó que no iba a vomitar sobre el niño, porque el niño respiraba, hemorragia, contusión, desprendimiento, y el humo del cigarrillo, y el olor
a carne fresca, y el ruido metálico de los instrumentos, respirar, respirar,
respirar, respirar, respirar, respirar, solo concentrarse en eso, hemorragia,
contusión, desprendimiento, hemorragia, contusión, desprendimiento.
El niño juega al fútbol en la azotea –a quién se le ocurre- y él es el
niño. Y es otoño, o quizá primavera, porque no hace frío, pero hay viento. Hemorragia, contusión, desprendimiento…Y él es el niño, que ya no
es el niño porque el niño está muerto, pero juega en la azotea. Solo. El
fútbol no se juega de a uno. Pero el niño que es el hombre que es el niño
juega solo en la azotea. Hemorragia, contusión, desprendimiento…Y el
niño no quiere volver a la casa, no quiere bajar las escaleras. Prefiere el
mundo alto de la azotea hasta donde no llegan los gritos. En el mundo
alto de la azotea, el niño juega a ser libre, la azotea parece que se termina,
pero no es cierto. La azotea se prolonga en el aire, y el aire es infinito, y
quien domina el aire no tiene coto a sus sueños. Hemorragia, contusión,
desprendimiento… El niño que es el hombre que es el niño patea contra
una pared, contra el tanque de agua, contra el poste del que cuelga la
cuerda de la ropa, y hay ropa, hay una sábana que el niño ensucia y que
restriega para tapar lo que ha hecho, frota, frota, se esmera, pero el mal
se vuelve peor, y el niño ya no ve la pelota, ni la azotea, oye los gritos
57
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
que serán, los gritos y quizá los golpes, ya los puede sentir, ya puede la
cachetada o la patada en las costillas, ya lo siente, ya le duele, ya le está
doliendo, frota, frota, frota, hemorragia, contusión, desprendimiento,
frota, frota, frota, la mancha es un pegote de tierra y sudor asustado en
la sábana blanca, el niño siente que se marea, que algo le gira adentro,
casi puede ver el torbellino interior como el ojo de un pequeño huracán,
un huracán doméstico, y ya se va mareando, ya va caer, salvo que se vaya,
salvo que se vaya lejos, y el niño sabe que esta vez no se escapa, hemorragia, contusión, desprendimiento, que los golpes van a doler sobre los
otros golpes viejos, hemorragia, contusión, desprendimiento, y la azotea
no tiene límite, parece que se termina, pero no es cierto, hemorragia,
contusión, desprendimiento, la azotea se prolonga en el aire, y el aire es
infinito, hemorragia, contusión, desprendimiento, y basta, basta, basta,
basta, esto duele, duele, duele, hemorragia, contusión, desprendimiento,
el aire es infinito, entonces el niño salta y domina el aire, y quien domina
el aire no tiene coto a sus sueños. n
Hugo Burel
LA LÍNEA AMARILLA
¿Quién inventó la línea amarilla? ¿Un geómetra? ¿Un artista del planismo
abstracto y minimalista? ¿Un maniático de la línea recta? No lo sé: pero
la línea amarilla ha cambiado el mundo. Es una genialidad comparable
al imaginario meridiano de Greenwich, el meridiano 0, esa inquietante
referencia geográfica. A diferencia de esa línea única, la línea amarilla
está en todos lados: en las carreteras, en el piso de los aeropuertos, a dos
metros de las cajas de los bancos, delante de las ventanillas de las oficinas
públicas. La línea amarilla es un límite, una frontera, una cosa inquietante
que no podemos atravesar hasta que nos lo indican. Qué poder que tiene
58
esa línea. Hacemos la fila detrás de la línea amarilla y no podemos avanzar,
cruzarla hasta que la persona que estaba delante de nosotros haya terminado lo que venía a hacer y alguien ordene que pase el siguiente: para un
trámite, una gestión, lo que sea.
A veces, esas líneas amarillas —en especial las de las oficinas de trámites o
dependencias de pagos— están un poco despintadas o borrosas. Las decenas
de miles de pies que las han pisado han ido desgastando la pintura hasta
convertirla en una huella que ya no es amarilla, sino que tiene apenas un
tono remotamente vinculado al color original. No obstante, ese rastro de lo
amarillo es suficiente para que la línea mantenga su poder, su significación
de frontera. Por eso, cuando un día volvemos a ese lugar que tenía difusa
la línea y la encontramos recién pintada y bien visible otra vez, sentimos
un secreto alivio. La línea ha recuperado a plenitud su poder y de nuevo
restalla el amarillo, exultante de autoridad.
Años atrás conocí a un hombre que no se animaba a atravesar una línea
amarilla. Se acercaba y cuando estaba a punto de cruzarla, se arrepentía. Le
daba el paso a otro. Transpiraba y disimulaba. Nunca podía cruzar la bendita
línea, ni siquiera en la calle. Pensaba que si lo hacía, caería en un abismo
invisible y terrorífico que iba a tragárselo sin remedio. En donde los demás
veían solamente una línea amarilla, él intuía el pasaje a otra dimensión.
Un día, alguien le sugirió que debía ponerse en tratamiento, acudir a
un profesional que le ayudase a elaborar y desechar esa idea absurda que
era una limitante para su vida. Debía encontrar la razón última de ese
miedo, simbolizado por la línea amarilla. Por fin, el hombre aceptó someterse a una terapia y durante meses concurrió dos veces por semana para
tratarse el terror ante la línea amarilla. Poco a poco fue aceptando que
la verdadera línea existía solamente en su cabeza y era allí donde debía
borrarla. Ese borrado le costó dinero y arduos enfrentamientos con sus
propios miedos y fantasías. Pero al final del túnel pudo ver la luz. De la
última sesión del séptimo mes de terapia se fue absolutamente convencido
de que lo único que haría cuando se enfrentase a la primera línea amarilla
que viese, sería cruzarla.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Y lo hizo. Por supuesto que desapareció. No se lo vio más. Lo que había
del otro lado de la línea amarilla se lo tragó. Sin ruido. Limpito. Ni sangre
quedó. Nada. El vacío. n
Susana Cabrera
DOÑA HELEN
Dicen que lo sucedido no fue obra de la casualidad.
Santos A. como le llamaban, llegaba de la ciudad recién recibido de
abogado.
Regresaba siempre a la gran casa del valle, tomando por el atajo de las
acacias, desviando el cruce del pueblo. Sin embargo, ese día, domingo
de difuntos, cambió el itinerario, enfiló su gran Plymouth negro y blanco
hacia la taberna del turco, pidió una soda fría y pagó con un billete grande
de esos que se ven poco y son sello de importancia.
El turco buscó el cambio en el cajón de madera, juntó de sus bolsillos
lo que encontró y le pidió a su mujer que lo completara con el dinero de
la caja fuerte. La mujer entró en la casa y demoró su regreso. Dicen que
fue esa demora la causante de la tragedia.
Los parroquianos tuvieron tiempo de mirarlo bien.
Traje claro de raya bien planchada, chaleco cruzado por una gruesa
cadena de oro que sostenía un reloj de bolsillo que lucía sus iniciales en
la tapa y que Santos A. abría con un gesto muy personal. Uno pensaba
al mirarlo que prefería la sucesión de esos gestos a la precisión de la
hora indicada. Camisa de cuello blanco almidonado y corbata palomita
de color azul. Azules y blancas eran también sus polainas que daban fe
de los gustos de Santos A. por la moda y el empedrado de la ciudad. El
sombrero era de paja de La Habana.
60
Todos conocían su historia, pero se perdía tan lejos en el tiempo
que ya habían olvidado su pobreza de otrora respetando ahora al único
heredero de la fortuna de los gringos. Había nacido el día de los Santos
Difuntos y según la madre, con A, empezaba el nombre del desconocido
padre cuya identidad la mujer se llevó a la tumba.
Un ruido a motor exigido lo hizo mirar cuesta abajo, de donde el
viejo ómnibus, que recogía una vez por semana a los pocos viajeros que
salían del pueblo, luchaba por subir la cuesta acompañado de la tos y el
humo negro de siempre.
Santos A. subió al auto y antes de que los parroquianos se hubieran acostumbrado a su ausencia, se estremecieron con la frenada del
Plymouth. Dicen que muchos años después, se veía todavía la huella del
auto sobre la piedra adoquinada del viejo empedrado color tiza. Dicen
también que si no se hubiera detenido a mirar el ómnibus o si la Magdalena no hubiera perdido ese ómnibus cuatro meses atrás cuando llegó
corriendo y fatigada como potranca recién ensillada, dicen, que todo lo
que sucedió después no hubiera sido historia para contar.
Yo hice el trayecto caminando desde la taberna del turco hasta el lugar
donde apareció la Magdalena que había subido la pendiente aprovechando las salientes de la roca como escalones, y comprobé por mí mismo que
cuando Santos A. la vio, fue en el mismo momento en que ella pisaba el
último peldaño y no la hubiera podido ver ni una fracción de segundo
antes ni una después.
La Magdalena vivía con su madre en el fondo del valle y dicen que
fue la mano de Dios que impidió su primer viaje. A los pocos días la madre enfermó, y durante cuatro meses la cuidó hasta que la pobre mujer
entregó lo único que le quedaba, piel y huesos, al Señor.
Pero Dios no quería que la Magdalena abandonara el pueblo, y la
segunda vez que intentó partir fue el mismo día que Santos A. cruzaba
el pueblo en su Plymouth y la impresión que le causó se mide por la
intensidad de la frenada.
61
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Dice mi padre que la Magdalena deslumbraba con su belleza, pero
él siempre pensó que esa paloma era para un nido de plumas y no de
paja. Dicen que los dos se miraron como hipnotizados y desde lejos se
les veía la respiración agitada, y cuando subieron al auto quedó olvidada en el camino, la valija de cartón de la Magdalena.
2
Los ingleses habían llegado al valle hacía más de veinte años.
Él, alto, rubio, con pantalones de montar y botas de caño alto.
Ella, una belleza pálida, de vestido de muselina con encaje, zapatos
de cabrita y parasol bordado.
La volanta que los trajo y con la que una vez al mes subían al pueblo,
tenía el sello de bronce de una famosa casa inglesa «Powers y Jhonson».
Compraron todo el valle y lo transformaron en una copia de sus
pagos ingleses. Dicen que todas las tardes a las cinco, una mucama con
delantal y cofia blanca le servía el té a la señora. La llamaban doña Helen
y ella sonreía ante esa palabra «doña» que no entendía bien pero aceptaba como algo familiar.
Mi padre llegó una tarde, a esa hora, a entregar unos caballos pura
sangre y la vio, sentada, sola, en la hermosa galería rodeada de flores,
frente al juego de té de plata y con una caja de galletitas Bagley, que
dicen le mandaban directamente de Inglaterra.
La servidumbre la quería, aunque nunca se enredó en las costumbres nuestras y en cambio impuso, despacito, las suyas al personal, que
se acostumbró a tomar el té después de las comidas, y engalanar las
yerras con esas botellas de líquido del mismo color del té y nombre
muy difícil de pronunciar, pero que eran un deleite para acompañar los
asados de cuero lonjeado.
Dicen que doña Helen tenía siempre la mirada perdida en el horizonte como atisbando un velero que la regresara a su adorado suelo.
Ella esperaba el atardecer en la galería.
62
En los días muy fríos le servían el té en el salón de la chimenea, en
donde un gran retrato del Rey y una bandera del país en raso brillante,
daban fe del respeto por sus orígenes. Otro retrato que ocupaba buena
parte de la pared del ventanal, mostraba a doña Helen en una cacería
con perros, jinetes, cuernos y un castillo de fondo, que no permitía dudas
sobre el abolengo de su familia.
Sin embargo, todos sabían de la soledad del matrimonio sin hijos y
dicen que en los primeros años de su llegada, los continuos viajes en
volanta a la ciudad, se debían al riguroso tratamiento a que la sometió un
famoso ginecólogo compatriota. Unos años después, cuando se perdió la
esperanza, la volanta dejó de viajar.
3
Cuando Eulalia entró de cocinera, trajo consigo a su hijo de seis años, y
cuando sin prevenir a nadie murió de sorpresa, todos sabían que el niño
se convertiría en el hijo del solitario matrimonio inglés.
Santos A. le enseñó al inglés a montar en pelo, a tirar el lazo, a ensillar eligiendo la cincha de veinte piolas, a cabalgar con y sin estribera y a
castrar con los dientes.
Santos A. se fue acostumbrando al césped inglés, al té de la tarde, a las
lecturas de Dickens y al selecto internado de la ciudad.
El día que se recibió de abogado, regresó a la casa con la Magdalena.
Dicen que todo siguió igual y que la muchacha se prendió a las costumbres de doña Helen imitando su caminar, su porte erguido, y hasta su
gusto por las galletitas enlatadas.
Dicen que los pequeños cambios, muy menudos, los notaron en el
inglés. Estaba más ágil, más alegre, como al rescate de una juventud que se
le escapaba. En las noches de verano, se sentaba en la galería con el torso
desnudo muy tostado por el sol, y se mojaba el cuerpo con el agua helada
del aljibe que le dejaban en una jarra de porcelana junto a su hamaca.
Doña Helen y Santos A. jugaban todas las noches su partida de ajedrez,
mientras la Magdalena servía los jugos de frutilla en las copas de cristal
63
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
que se vaciaban, o cuando los jugadores estaban muy absortos, se acercaba
al inglés y ella misma mojaba la tela esponjosa y se la alcanzaba, y dicen
que a veces ella misma la aplicaba sobre la piel ardiente del hombre.
Esa noche era la última noche de verano. Se apagaron las últimas luces
de la casona y el silencio de la noche se resquebrajó por el relincho del
padrillo árabe separado de la potranca en celo.
Doña Helen se levantó y siguió los pasos del hombre, esos pasos que
la ultrajaban más que el encuentro amoroso. Caminó sobre la mullida
alfombra del ancho corredor, bajó las escaleras y abrió la puerta.
Dos estampidos ahogaron el relincho del padrillo y unieron en la venganza a doña Helen y Santos A. con un muerto cada uno, para olvidar.
Dicen que unos años después, regresaron a la casa del valle y continuaron sus vidas. En las tardes de verano, se les veía tomar el té en la galería,
y de noche jugaban al ajedrez.
Santos A. recorría la hacienda en los caballos árabes y a doña Helen se la
veía pasear en su volanta de sello de bronce, con su parasol bordado. n
Miguel Ángel Campodónico
AMOR DE CABALLO
Nadie se lo había advertido, en ningún libro lo había leído, menos en
los diarios. El caballo se detuvo, lo miró, piafó, se dirigió hacia él, abrió
la bocaza como para comérselo y empezó a hacerle mimos recostándole
contra el pecho una cabeza grande como las que suelen tener los caballos.
Un caballo sin jinete es de por sí un hecho singular (a pesar, no obstante
y sin perjuicio de que ellos, los caballos, nacen desprovistos de jinetes), es
también la representación de la libertad, la carrera majestuosa y arrogante
por los campos de Dios (transitoriamente en manos de los hombres), es
además la línea del horizonte al alcance de las humanas ambiciones (y
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de las patas equinas), es finalmente la maravilla del mar desafiante frente a los ojos (sin catalejos, ni periscopios, ni largavistas o cualquier otro
aparato fabricado con la expresa intención de acortar las distancias), (o
de alargar las miradas).
Y entonces, el caballo. Ese caballo en particular, ese amigo del hombre
(en general, no del personaje que nos ocupa), esa bestia de tiro capaz de
dar en el blanco (ahora sí el hombre que nos preocupa), ese compañero
de los humanos (aunque menos, según dicen, que el perro), aquel caballo
que es el mismo al que antes se ha mencionado como ese caballo, no correteaba su independencia sobre los verdes prados (ni siquiera sobre los
marchitos), al contrario, aquel caballo, ese caballo, lo empujaba contra
la pared, descontrolado, frenético en su lujuria amatoria, tal cual si él, el
hombre, fuera una yegua en celo (o un macho homosexual liberado del
superyó), y continuaba apretándolo contra el muro con golpes de cabeza,
es verdad, pero también con lengüetazos húmedos que no cesaban de
transmitir calor (y baba abundante).
Y fue entonces cuando el hombre entendió que no le disgustaba.
(Silencio, vergüenza, preocupación, sensación de que debería comenzar una terapia psicoanalítica al día siguiente). Pero, a pesar de todo,
hubo de apartarlo con todas sus fuerzas (las propias y las del resto de la
humanidad sumadas, confluyendo para que triunfara la tradición, los
hombres con los hombres, los caballos con los caballos), hasta temió el
pobre hombre que le hubiera sobrevenido un ataque de zoofilia (aunque
tampoco recordara haber leído nada de eso en los diarios de derecha o de
izquierda), o que fuera víctima de un inesperado arranque de amor por
alguien o por algo que tenía un cuerpo tan diferente al suyo, incluso se
asustó al pensar que padecía una fiebre parecida a la uterina (solamente
parecida, puesto que él, el hombre, carecía de matriz), y por eso, confundido al recordar su propia anatomía (y la del caballo), ya que no tenía
claustro materno, ni útero propiamente dicho, continuó haciendo fuerza
para sacarse al animal de encima (fue esta la primera vez que pensó en
el caballo como en un animal, qué curioso, algo que muchas veces había
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
pensado de otros hombres), y siguió empujando y empujando, hasta que
el caballo (que no era tonto), se dio cuenta, se rindió al inconfundible
rechazo que significaban los empujones, soportados en un principio como
el precio por el que luego obtendría la satisfacción de sus deseos (los más
bajos, rastreros, por supuesto, se sabe que los caballos no tienen otros),
y cuando el caballo estuvo separado de él (no porque la fuerza del hombre fuera mayor que la equina sino porque el caballo aflojó entristecido
por la humillación de sentirse rechazado), se puso a llorar, el caballo, el
cuadrúpedo, y a él primero le dio lástima, ternura también, y le acarició
la cabeza, lo quiso, es más, lo amó profundamente, pero ya era tarde, no
pudo creer (después sí creyó), que el caballo llorara con desconsuelo, las
lágrimas le corrían por sus ojazos, lloraba como un niño llorón. Y cuando
él vio que se iba, que se marchaba sin remedio, que ya no se daba vuelta,
que continuaba llorando hasta alejarse de su vista, también él lloró (el
hombre, qué cosa más normal tratándose de un hombre que termina de
convencerse de que ama a un caballo sin ser correspondido, a una bestia
que le da la espalda), (o las grupas). n
Marcia Collazo
ALGUIEN MUEVE LOS RUIDOS
Memoria de la risa (I)
No muerto sino apenas ferozmente dormido.
Así te halló la luna,
así tejió la luna su capa de ceniza debajo de tu lengua,
exploró los contornos de tu vieja alegría agazapada,
le preguntó el temblor,
la veleidad de aquella lasciva carcajada,
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ondulación de viento pecho arriba,
como si te rieras hasta siempre.
Después fue tu silencio:
muro de piedra y vidrio,
aceitosa penumbra te rondaba.
Nadie sabe, nadie verá al durmiente ni al cazador nocturno,
que baja por la hiedra con el enjambre blanco
de tu risa a la espalda.
En la ciudad del sueño abrías una puerta:
del otro lado el mundo, la ligera virtud de haber nacido,
y un resplandor doliente de luciérnaga.
Pero cuando este día desperece sus plumas,
habrá que reinventar toda certeza,
buscar si quedan rastros de esa risa tentáculo,
euforia del jadeo.
(Bostezarás, tomarás tu café, ensayarás tu mueca ante el espejo, y no sabrás jamás
lo que ha pasado, como un soplo de polvo de planetas, sobre la tempestad de tu
garganta).
Aquel pañuelo
Todo ha de repetirse un infinito número de veces, según las leyes del eterno retorno.
A Galia, in memoriam
Así las malas horas suben por la escalera sinuosa del olvido.
Así vuelven más tarde,
en blancura caída como abrojo de nieve
por si la sola nieve,
o en sospechosa calma de veneno.
Así también tu risa de la última tarde,
y el verde de la espuma que bailaba en tus ojos,
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
ya entonces extranjeros.
Me acuerdo de tu pelo,
su relumbrón de miel y chocolate espejeando en la reja
de la puerta,
la infamia de tu pelo abandonándome.
Ya rodó el viejo vaso debajo de la mesa
y tus zapatos fueron a dar de bruces
en la tierra,
como pellejos de caballos vencidos.
Sobre todo recuerdo aquel pañuelo
que llevabas al cuello
y que yo sepulté como una aparición demasiado despótica
porque ya te habías muerto
y porque los objetos no dejan de bailar
en su rincón oscuro.
En su callar de astuta cortesana
me acechan, ronronean, pero al cabo,
si todo se repite un infinito número de veces,
entonces me apresuro
a borrar mi fatiga, mi fatal sobresalto,
por lo que no te dije
o por lo que te dije,
por lo que no debió perderse ni encontrarse
bajo el lomo erizado del recuerdo.
Mburucuyá
La bruja, dedo sacro, le designó un color como de ausencia —señorita
de blanco desplegando la enagua, tibio tentáculo de cadenciosa lengua,
un cierto olor a sueño sepultado, raíces venenosas de otra tierra—. Era
de flor y fruto su palabra, morbidez de la aurora en la raya del monte,
caracoleo de estambre, pegajoso ritual de mejillas de niña, o los labios
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abiertos, peligrosa, aparición de nadie tocada con la piel de todas las
memorias y de ninguna madre; parecida a sí misma por lo tanto.
Bruja india masticó los sonidos, los meció en la hondonada de la
lengua y escupió la palabra como una salamandra, dijo: mburucuyá. De
esa boca mitad filo de piedra, cavernosa costumbre de acechar en lo
oscuro, salió el fruto prohibido: dijo mburucuyá y ya era nombre, una
extensión de sí por el aire aletazo, desfloración de piel, los pétalos abiertos, la promesa.
(para el ritual el padre preparaba las tazas, en el costado de un gran barco de niebla/
infusión de las hojas, barro que lo acunaba, le entibiaba las manos, decía su secreto/
el barco orilla el monte/ bruja lengua de pasto lame el viento). n
Henry Trujillo
QUASIMODO
Yo quiero a Quasimodo. Lo crié yo porque mi madre murió al nacer él,
porque salió muy grande y deforme y ella no pudo con el esfuerzo. Y
porque mi padre siempre estaba borracho y no se preocupaba por nosotros si no era para mandarnos a buscar vino. Tomaba tanto vino que un
día fui a despertarlo y me encontré con que había reventado y lo único
que quedaba era una masa sin forma desparramada por todos lados. Los
vecinos vinieron y lavaron el piso, y me dijeron que llevara a Quasimodo al orfanato. Pero yo no quise separarme de él, por más que a mí no
me daban trabajo en ningún lado, porque de chico tuve poliomielitis y
tengo que andar con bastones, pero nos quedaba la casita de mi madre,
donde vivíamos, en Playa Pascual. En verano venían turistas y la gente
siempre decía que era un buen lugar para los muchachos jóvenes que
querían progresar. Entonces pusimos un puestito junto a la carretera y
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
hacíamos limonada pero nadie nos compraba porque decían que éramos unos sucios. Nosotros no éramos sucios, lo que pasaba era que Quasimodo se tiraba al suelo a jugar y también se hacía las necesidades en la
ropa y yo no podía lavarlo. Él se me escapaba a cada rato. Lo que más le
gustaba era cazar pájaros y comérselos, porque era tan grande que siempre tenía hambre, pero a mí no me gustaba que se me fuera porque lo
agarraban los gurises del barrio para tirarle piedras y reírse de él y yo no
podía correrlos porque apenas puedo caminar. Entonces, para que no
se fuera le conseguí unas campanitas de esas que se ponen en los árboles
de Navidad y se las até a un palito, y él se entretenía haciéndolas sonar
con una cucharita. Se pasaba horas escuchándolas con la boca abierta.
Yo lo miraba y pensaba que éramos felices y me acordaba que mi padre
decía que habíamos salido mal repartidos, que Quasimodo era grande y
bobo y yo era normal y raquítico. Yo digo que por eso somos tan unidos.
Yo subo a sus espaldas y él me lleva, y entonces somos una sola persona,
yo soy su cabeza y él es mi cuerpo. Por eso compartimos todo, aunque
Quasimodo lo único que puede compartir son esos pajaritos que caza
que tampoco son muchos, y yo sé que a pesar de que tiene mucha hambre no se los come todos con tal de traerme uno o dos para mí.
Yo sé también que fue por eso que empezó a robar gallinas. A los
vecinos no les hubiera molestado mucho que él les robara un pollito de
vez en cuando, pero no soportaban verlo comérselos vivos, piando los
pobrecitos mientras él los masticaba. Pero no era culpa de Quasimodo,
sino de Dios que lo hizo tan grande y hambriento. Los vecinos querían
denunciarlo. Yo les pedí que no lo hicieran y ellos al final dijeron que sí
con la condición de que lo encerrara. Así que lo metimos en la pieza de
papá y clavamos maderas en la puerta y la ventana, dejando solamente
unas rendijas para que pudiera mirar afuera. Quasimodo pasaba llorando todo el día y a mí se me partía el alma cuando me llamaba o cuando,
por la noche, se ponía a aullar como un perrito abandonado. Solamente
cuando la luz de la luna entraba por las rendijas de la ventana él se calmaba, y entonces comenzaba a hacer sonar sus campanitas como si su
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pobre alma estuviera en ellas. Muchas veces me dormí escuchando su
sonido.
Pero no podía durar mucho así. Los vecinos protestaban porque el
olor a orín y caca se sentía desde lejos y atraía las moscas que formaban una nube negra alrededor de la casa. Al final pasó que unos gurises
vinieron a molestarlo pinchándolo con un palo que pasaron entre las
maderas de la ventana. Quasimodo se puso a gritar, y uno de los niños
metió la mano dentro para tirarle una piedra. Él se la agarró y le arrancó
el dedo de un mordiscón. Cuando el padre vio a su hijo con el muñón
ensangrentado y llorando a lágrima tendida fue a hablar con un juez
para que se llevaran a Quasimodo al manicomio.
Mañana lo van a venir a buscar. Pero yo no voy a dejar que se lo lleven.
Ahora, cuando se duerma, le voy a clavar en la cabeza una lezna vieja que
tengo. Yo sé que voy a ir a la cárcel, pero no me importa. Voy a llevar sus
campanitas y las voy a hacer sonar en las noches de luna. Entonces será
como si su alma se desprendiera de ellas y se quedara jugando allí, en el
aire, mientras yo me duermo y sueño con ángeles raquíticos y demonios
que comen pájaros. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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AUTORES
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Roy Berocay
Malí Guzmán
Roy Berocay
Nació en Montevideo, Uruguay, en 1955.
Es escritor, músico y periodista. Su dedicación a la narrativa para niños y jóvenes
le ha dado un amplio reconocimiento,
tanto por sus relatos referidos al personaje del sapo Ruperto (en cuentos, novela
y cómic), como por otras obras de gran
aceptación. Entre otros títulos publicó:
Las aventuras del sapo Ruperto, Pateando
lunas, Babú y El país de las cercanías.
Ha sido premiado en distintos rubros,
editado en varios países, como Argentina,
México, España y Perú, y su obra se ha
publicado en diferentes formatos (libro,
cómic y CD-Rom).
Malí Guzmán
Es escritora, dramaturga, docente,
orientadora de talleres de escritura
creativa y animación a la lectura en niños
y adolescentes. Nació en Montevideo en
1961. Ha editado Agustín caminador (EBO),
Auxilio: ¡madres! (Fin de Siglo), El robo de
mi cumpleaños, El oído del diablo (Trilce),
Un lugar para mí (cuentos de amor, oído
y garganta), ¿Cómo se llama este libro?,
Adivinanzas de terror y otros chimentos
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Magdalena Helguera
Sergio López Suárez
horrorosos (Alfaguara Uruguay, Ed. Santillana), Cayó la noche (Barco de Vapor, SM,
Argentina), colección Renata tiene cosas
mágicas (EBO), entre otros. Con ellos ha
recibido varios premios. Integró diversos
jurados. Dirige la colección «A volar, los
libros de La Mochila», «Renata tiene
cosas mágicas» (EBO) y «Músicos que
cuentan» (Papagayo Azul).
Magdalena Helguera
Es docente y licenciada en Letras. Tiene
publicados cerca de 40 libros de literatura para niños y jóvenes, uno de investigación y cuatro obras de teatro. Entre
otras distinciones, recibió 12 Primeros
Premios del MEC, el premio Bartolomé
Hidalgo, el Primer Premio Los niños del
Mercosur (Argentina) y la postulación al
Astrid Lindgren Memorial Award (Suecia). Sus últimas obras publicadas son
Himalaya me avisó (2015), Misterio del
pollo mutante (Argentina, 2014), ¡Cuidado!
Pintora suelta (2014), Cuando sea grande
(Argentina, 2013), ¿Para qué sirve una
vaca? (Ecuador, 2013), Museo de bicicletas
(2012), ¡Y justo a mí! (Perú, 2012), Con Tigo
de la mano (Argentina, 2011) y Los primos
y la monja fantasma (2011).
Ignacio Martínez
Susana Olaondo
Sergio López Suárez
Nació en Salto, en 1945. Desde 1976 reside
en Montevideo. Actualmente ha publicado
más de 30 libros; algunos de ellos editados en otros países: EE.UU., España, Chile,
México y Corea. Varias de sus obras recibieron Menciones y Premios Nacionales
de Literatura otorgados por el Ministerio
de Educación y Cultura. En 2012 obtuvo el
Premio Bartolomé Hidalgo por su libroálbum ¿Y esto qué es? Su novela AninA
YataY SalaS fue llevada al cine, dirigida
por Alfredo Soderguit; este largometraje
animado se estrenó en el 63º Festival de
Berlín y hasta la fecha obtuvo 19 premios.
También fue seleccionado para representar a Uruguay en los Premios Óscar 2013.
Ignacio Martínez
Nació en Montevideo en 1955. Ha recibido
numerosos reconocimientos en Uruguay y
en otros países. Ganó, entre otros, el Premio Bartolomé Hidalgo en 1993 y en 2002,
y el Premio Florencio Sánchez en tres
oportunidades. Hasta este momento lleva
publicados casi un centenar de libros
para niños y jóvenes, varios libros para
adultos, obras de teatro y un montón de
Lía Schenck
artículos periodísticos para semanarios y
revistas.
Susana Olaondo
Nació en 1953 en Montevideo y desde
entonces no ha parado de vivir.
Es ilustradora y escritora. Estudió
escultura, dibujo, pintura, fotografía y
jardinería en el Jardín Botánico. Tiene
varios premios del MEC, ha recibido el
Bartolomé Hidalgo y Mención por su trayectoria, en el premio Florencio Sánchez.
El Grupo de Teatro L´Arcaza ha llevado
sus cuentos al teatro. Los libros Una luna,
La tía Merelde y Julieta: ¿qué plantaste?
fueron publicados en el exterior. Lleva
publicados más de 25 libros de imagen.
Lía Schenck
Nació en Juan Lacaze y vive en Montevideo. Además de escritora, es maestra,
docente de Expresión por el Lenguaje, psicóloga social y periodista. En 2008 obtuvo
el Premio Bartolomé Hidalgo por Historias
de Pueblo Chico. En 2014, dos libros de su
autoría, Un nido para Fito y El cumpleaños
de Timotea, ganaron una licitación para el
programa Uruguay Crece Contigo.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Helen Velando
Gabriela Armand Ugon
Helen Velando
Nació en Montevideo, el 3 de diciembre de
1961. Es escritora, dramaturga y guionista
de televisión. Trabajó como docente de
teatro con niños, como actriz y titiritera.
Lleva más de treinta libros publicados en
Uruguay y el exterior. Sus libros y textos
han sido premiados en diversos ámbitos.
Actualmente reside en Ciudad de la Costa,
Canelones.
Gabriela Armand Ugon
Nació en Colonia y actualmente vive
en Montevideo. Es maestra y autora de
libros para niños y adolescentes, como la
serie sobre Martín, que le valió el Premio
Bartolomé Hidalgo en 2004 (por la novela
Martín y la leyenda del barco fantasma).
El público adolescente también ha disfrutado de sus novelas El blog de Julieta
Penino y El diario de Vero Capó.
Gabriel Aznarez
Es uruguayo, tiene 51 años y dice ser el
hombre más feliz del mundo, con una
hermosa familia a la que adora. En
2001 descubrió su gusto por una nueva,
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Gabriel Aznarez
Daniel Baldi
insospechada y fascinante tarea: escribir.
Desde entonces no ha dejado de hacerlo.
En el año 2010 ganó el Premio Bartolomé
Hidalgo en la categoría Literatura Infantil
y Juvenil por Los Andaluins y los talismanes sagrados.
Daniel Baldi
Ex jugador de fútbol profesional, actual
director técnico de la sexta divisional
de Racing Club de Montevideo, supo
compartir su tiempo entre el fútbol y las
letras. Lleva publicados 12 libros, entre
los que se destacan Mi mundial, dos veces
premiado como el libro de Oro en 2010 y
2011 y publicado en diferentes países del
continente. Escritor de la saga La Botella
F.C., Entre dos pasiones, Los Mellis un
verdadero equipo, El Súper Maxi del Gol,
llevada al teatro. De próxima aparición:
Estadio lleno.
Cecilia Curbelo
Nació en 1975. Es Licenciada en Comunicación Social. Recibió el Premio Revelación Bartolomé Hidalgo (2012) y el Libro
de Oro durante tres años consecutivos
(2012, 2013 y 2014) otorgado al libro más
Cecilia Curbelo
Ana Laura Lissardy
vendido del país en su categoría. Fue
nombrada «Mujer del Año rubro Literatura» por votación del público (2014). Sus
libros para adolescentes se publican en
Argentina, México, Colombia, Chile, Paraguay, Panamá, Costa Rica, Guatemala
y próximamente en España. Además, sus
libros para adultos han sido adaptados a
teatro. Está casada y tiene una hija.
Ana Laura Lissardy
Especializada en periodismo narrativo. Ha
colaborado con publicaciones latinoamericanas y europeas tales como El País
(España), The Guardian (Reino Unido), La
Reppublica (Italia), Gatopardo (México),
Don Juan (Colombia), Etiqueta Negra web
(Perú). Autora de Vamos que vamos, obra
en la que entrevista a los 23 jugadores
y al director técnico de la selección uruguaya y de Contra viento y marea, en la
que aborda siete historias. Se desempeña
como docente de Lengua.
Fabián Severo
Nació en Artigas en 1981. Profesor de
Lengua y Literatura. Ha publicado poemas
en los libros colectivos Labriegos del
Fabián Severo
Marcos Vázquez
papel II (Rumbo, 2005). Las voces del
mundo III (Centro Hispanoamericano de
Artes y Letras, 2007). La fantástica casa
de las palabras errantes (Rumbo 2008),
Príncipes del Talión, Muestra de escritores
uruguayos (2009).
Publicó Noite un Norte-Poemas en
portuñol. Ediciones del Rincón, Montevideo, (2010) y Noite nu Norte, Noche en el
Norte, Poesía de frontera (Rumbo, 2011).
Marcos Vázquez
Nació en Montevideo en 1965. Estudió
Informática y se ha dedicado al desarrollo
de programas de computación en el área
de comunicaciones. Sus novelas son una
síntesis de su amor por las Letras y la
pasión por la Informática, ya que, además
del texto, el lector puede disfrutar de
una página de Internet especialmente
desarrollada para cada libro, donde un
videojuego intenta transportarlo de
regreso a la lectura. En el año 2010 publica su primer libro: Imaginarius (Trilce);
más tarde, en 2012, se edita La Leyenda
de Laridia (Trilce), novela que obtuvo el
Premio Bartolomé Hidalgo en la categoría
literatura infantil (otorgado por la
Cámara Uruguaya del Libro). Otras obras
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Claudia Amengual
Hugo Burel
del autor: Imaginarius, la invasión de los
agontes (Trilce, 2013) y Emma al borde del
abismo (Trilce, 2014).
Claudia Amengual
Nació en Montevideo en 1969. Traductora
pública y licenciada en Letras. Es autora
de las novelas La rosa de Jericó (2000),
El vendedor de escobas (2002), Desde las
cenizas (2005 - Premio Sor Juana Inés
de la Cruz), Más que una sombra (2007),
Falsas ventanas (2011) y Cartagena (2015);
de la biografía Rara Avis. Vida y obra de
Susana Soca y de la antología personal El
rap de la morgue y otros cuentos (2013).
En 2004 recibió una beca de la Fundación
Carolina para estudiar edición en Madrid
y en 2007 fue elegida para integrar el
grupo de escritores latinoamericanos
Bogotá39. Desde 2008 es columnista de la
revista Galería del semanario Búsqueda y
colabora con publicaciones del exterior.
Hugo Burel
Nació en 1951, en Montevideo. Ha publicado más de 20 libros de narrativa entre
cuentos y novelas y ha ganado varios
premios nacionales e internacionales, en-
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Susana Cabrera
Miguel Ángel Campodónico
tre ellos el Juan Rulfo (Francia, 1995) y el
Lengua de Trapo (España, 2001). Su obra
fue objeto de una tesis de doctorado de la
Universidad de Salamanca, escrita por el
italiano Giuseppe Gatti, la que recibió el
Premio Extraordinario de Doctorado por
dicha Universidad en diciembre de 2011.
Susana Cabrera
Nació en Montevideo pero vive en Tacuarembó desde hace años. Solo después de
retirarse de la enseñanza —de Filosofía
y Psicología— se dedicó de lleno a su
pasión: escribir. Recibió el Premio Revelación del Bartolomé Hidalgo en el año
2002 y fue finalista en el género ficción
por El vuelo de las cenizas en el Premio
Bartolomé Hidalgo 2005.
Miguel Ángel Campodónico
Ha publicado dos libros de cuentos y
ocho novelas, una de ellas en Francia.
Figura en trece antologías de narrativa
uruguaya. Por sus obras, recibió varias
distinciones y premios. Fue el primer escritor uruguayo invitado a una residencia
en la Maison de Écrivains Étrangers et des
Traducteurs de Saint-Nazaire (Francia).
Henry Trujillo
Marcia Collazo
Henry Trujillo
Su cuento Amor de caballo figura en varias
antologías uruguayas y fue publicado en
distintas revistas y semanarios culturales, por ejemplo, en Cuadernos de Marcha
(Montevideo, 1993), así como en el exterior
en Saltomortal (Suecia, 1983) y en Europe
(traducido al francés, 1997).
Marcia Collazo
Nació en Melo. Premio Bartolomé Hidalgo
Revelación (2011) y Libro de Oro (2011 y
2012). Ha publicado Amores cimarrones: las
mujeres de Artigas y La tierra alucinada:
memorias de una china cuartelera (novelas);
A bala, sable o desgracia (cuentos), A caballo
de un signo y Alguien mueve los ruidos (poemas). Parte de su obra ha sido publicada en
Cuba, Argentina, Francia y España.
Fotografías: Roy Berocay por Leo Barizzoni; Sergio López
Suárez por Nicolás Scafiezzo; Susana Olaondo por Carlos
Contreras; Daniel Baldi por Leo Barizzoni; Cecilia Curbelo
(Archivo diario El País); Ana Laura Lissardy por Leo Barizzoni; Claudia Amengual por Lucía Alegre; Hugo Burel por
Marcelo Singer; Marcia Collazo por Carlos Contreras.
Nació en Mercedes en 1965 y desde
hace varios años reside en Montevideo.
Es Licenciado en Sociología, docente
y escritor. Algunos de sus títulos son:
Torquator (1993), El vigilante (1996), La
persecución (1999), Gato que aparece en
la noche (1998), El fuego y otros cuentos
(2001), Ojos de caballo (2004) y Tres buitres (2007). Ha colaborado con el suplemento El País Cultural del diario El País,
donde publicó varios relatos breves.
TEXTOS X EDITORIAL
Claudia Amengual: El rap de la morgue y
otros cuentos, 2013, Ediciones La Pereza.
Gabriela Armand Ugon: Verano de luces
malas, 2006, Editorial Fin de Siglo. Gabriel
Aznarez: Terror en el fogón, 2014, Editorial
Fin de Siglo. Roy Berocay: Un poema invisible
y otros que se pueden ver, 2008, Alfaguara
Infantil – Ediciones Santillana. Miguel
Ángel Campodónico, 1993, Cuadernos de
Marcha. Marcia Collazo: Alguien mueve los
ruidos, 2010, Estuario Editora. Malí Guzmán:
Auxilio: ¡madres!, 2013, Editorial Fin de Siglo.
Magdalena Helguera: Cuentos asquerosos,
2009, Alfaguara Infantil – Ediciones
Santillana. Ignacio Martínez: Farah y otros
cuentos, 2012, Editorial Fin de Siglo. Susana
Olaondo: El lapicito verde, 2011, Alfaguara
– Penguin Random House Grupo Editorial.
Lía Schenck: Los poemas de Timotea, 2012,
Editorial Fin de Siglo. Henry Trujillo: Tres
novelas cortas y otros relatos, 2013, Ediciones
de la Banda Oriental. Helen Velando: Esta
escuela está embrujada… y otros cuentos
que dan miedo, Primera Sudamericana, 2014,
Penguin Random House Grupo Editorial.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
80
Mayo 2015
«Cuento contigo, para vivir la lectura» presenta esta selección de textos de
autores nacionales dirigida a niños, jóvenes y adultos.
Generosos artistas comparten sus universos para que también sean nuestros, a través de la publicación del libro que tienes entre tus manos.
Con esta campaña se busca promover el libro y la lectura como herramientas para el encuentro personal y colectivo en todo el territorio nacional.
Nuestra invitación es para compartir los textos con tu comunidad, vecinos
de tu barrio, compañeros de clase y con quien quieras, para desarrollar actividades que impliquen recreación, interacción y disfrute del placer de leer.
GABRIELA ARMAND UGON
GABRIEL AZNAREZ
DANIEL BALDI
CECILIA CURBELO
ANA LAURA LISSARDY
FABIÁN SEVERO
MARCOS VÁZQUEZ
ROY BEROCAY
MALÍ GUZMÁN
MAGDALENA HELGUERA
SERGIO LÓPEZ SUÁREZ
IGNACIO MARTÍNEZ
SUSANA OLAONDO
LÍA SCHENCK
HELEN VELANDO
CLAUDIA AMENGUAL
HUGO BUREL
SUSANA CABRERA
MIGUEL ÁNGEL CAMPODÓNICO
MARCIA COLLAZO
HENRY TRUJILLO
Coordinación general
Plan Nacional de Lectura MEC
Cámara Uruguaya del libro
CUENTO CONTIGO
PARA VIVIR LA LECTURA
PATROCINAN
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