La noche de todos los santos

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Ambientada en la Nueva Orleans de
1840, esta novela histórica narra la
vida de un grupo de personas libres
de color, temidas e ignoradas por
los blancos. Suspendidos entre dos
mundos en blanco y negro, solo
encuentran estabilidad dentro de su
propia comunidad, donde viven entre
la tensión y la ambigüedad, lo que
forman su mayor fortaleza y a la
vez, su mayor debilidad.
El protagonista es un niño de 14
años de edad, llamado Marcel, hijo
de padre blanco y madre con
ascendencia de ambos grupos.
Junto con su hermana y dos amigos
íntimos, enfrenta el paso por la
adolescencia y sus efectos, en la
ambigüedad de su posición social.
Marcel despierta a la vida cuando su
ídolo, un famoso novelista y hombre
libre de color llega a Nueva Orleans
para abrir una escuela. El padre
blanco acaudalado de Marcel le ha
prometido educación. Marcel desea
hacerlo en la escuela de Christophe.
Mientras tanto, su hermana María
está siendo cortejada por un amigo
de Marcel, próspero y respetado,
pero su vulnerabilidad y los planes
de otros ponene en peligro su
felicidad. Marcel va abriéndose su
propio camino hacia la edad adulta a
través de la relación con Christophe
y su familia. Cuando se anuncia que
Marcel debe aprender un oficio para
ganarse la vida en vez de concluir
sus estudios, se revela, se retira de
la escuela y va en busca de la
verdad acerca de quién es y cuál es
su destino.
Una novela histórica dolorosa, rica y
precisa, que con delicadeza dibuja
claramente los patrones de la ironía
y la injusticia a través de las
relaciones familiares complejas y las
estructuras sociales, La noche de
todos los santos fue la segunda
novela escrita por Anne Rice.
Anne Rice
La noche de
todos los santos
ePUB v1.0
Cygnus 26.06.12
Título original: The Feast of All Saints
Anne Rice, 1979.
Traducción: Elisa Tapia Sánchez.
Retoque de portada: Cygnus.
Editor original: Cygnus (v1.0).
ePub base v2.0
Mortifica mi corazón, Divina
Trinidad,
pues hasta ahora me has llamado,
inspirado
e iluminado con objeto de
enmendarme;
pero a fin de que pueda alzarme y
mantenerme erguido
emplea tu poder para derribarme,
troncharme, quemarme y hacer de
mí un hombre nuevo.
JOHN DONNE.
Antes de la Guerra de Secesión
vivía en Luisiana un pueblo sin igual en
la historia del Sur, porque aunque
descendía de los esclavos africanos
llevaba también la sangre de los
franceses y españoles que los habían
esclavizado. Los europeos tenían la
costumbre de liberar a los hijos de sus
esclavas concubinas, y estas personas
eran los descendientes de tales uniones.
A medida que pasaba el tiempo
aumentaba el número de mulatos
refugiados que huían de las guerras
tribales del Caribe, y así nació una casta
que llegó a ser conocida como los
Negros Libres, o gens de couleur libre.
Pero era una denominación irónica.
Apartados de la sociedad blanca, no
tuvieron nunca libertad política, ni
siquiera el pleno derecho a la libertad
de expresión, y siempre estuvieron
subordinados.
Aun así, en ese mundo indefinido
entre el blanco y el negro se alzó una
aristocracia. Surgieron artistas, poetas,
escultores y músicos, hombres y mujeres
ricos, educados y distinguidos. Hubo
entre ellos dueños de plantaciones,
científicos, comerciantes y artesanos. Y
la fascinación que sus hermosas mujeres
ejercían sobre los blancos acomodados
de Luisiana llegó a convertirse en
leyenda.
Estas gentes han quedado enterradas
en la historia. Muchos, después de la
Guerra de Secesión, se destacaron como
líderes en la lucha por los derechos de
los esclavos libres y los suyos propios,
pero esa batalla acabó en tragedia. El
final de la era de la Reconstrucción fue
el presagio de muerte para esta clase. Y
en la creciente ola de racismo que
invadía la nación, el espíritu y el genio
de las gens de couleur libres cayeron en
el olvido.
Pero esta historia transcurre antes de
esa época, en la Belle Epoque anterior a
la Guerra de Secesión, cuando unas
dieciocho mil gens de couleur
prosperaban en las atestadas calles de la
ciudad francesa de Nueva Orleans y
compartían con el resto de la humanidad
la bendición de ignorar lo que les
deparaba el futuro.
Volumen uno
Primera parte
—I —
U
n
muchacho corría a toda
velocidad por la Rue Ste. Anne
de Nueva Orleans, una mañana calurosa.
Justo antes de llegar a la esquina con
Condé, donde la calle se convertía en el
lindero sur de la Place d'Armes, se
detuvo bruscamente con la respiración
entrecortada y se puso a seguir sin
ningún disimulo a una mujer alta.
Aunque el chico estaba a varias
manzanas de su casa vivía en esa misma
calle, igual que la mujer, de modo que
muchos de los transeúntes que iban al
mercado o que mataban el tiempo en la
puerta de sus tiendas, respirando un
poco de aire, los conocían y pensaron:
«Ése es Marcel Ste. Marie, el hijo de
Cecile. ¿Qué estará haciendo?».
Eran las calles de la ribera en la
década de 1840, atestadas de
inmigrantes. Cada patio, cada verja, era
un encuentro de mundos diferentes. Pese
al gentío y al bosque de mástiles que se
alzaba por encima de las tiendas del
muelle, el Barrio Francés era ya
entonces una pequeña ciudad, una
ciudad donde la mujer alta era muy
conocida.
Todos estaban acostumbrados a los
ocasionales paseos sin rumbo de aquella
desaliñada figura cuya riqueza y
hermosura hacían de ella una ofensa
pública. Lo que les preocupaba era
Marcel. Aunque no lo conocían, muchos
se lo quedaban mirando porque era un
personaje que llamaba la atención.
Se notaba que tenía sangre africana,
que probablemente era cuarterón, y su
herencia blanca y negra se fundía en él
en una insólita mezcla en extremo
hermosa pero indeseable, pues aunque
su piel era más clara que la miel, más
clara incluso que la de muchos blancos
que no dejaban de observarlo, tenía unos
grandes ojos azules que parecían
oscurecerla. Su pelo rubio y crespo, que
le rodeaba la cabeza como una gorra,
era inconfundiblemente africano. Tenía
cejas altas y bien dibujadas, que
conferían a su expresión una
sorprendente franqueza, nariz pequeña y
delicada, con los agujeros muy abiertos,
y labios gruesos de niño, de un color
rosa pálido. Más adelante serían
sensuales, pero ahora, a sus catorce
años, tenían forma de corazón, sin una
sola línea dura. El vello del labio
superior era oscuro, como los rizos que
formaban sus patillas.
Era la suya, en fin, una apariencia de
contrastes, y aunque todos sabían que
hombres más atezados pasaban por
blancos, Marcel nunca podría. Y
aquellos que no veían en él nada
especial, se sorprendían a veces
mirándolo con insistencia sin saber por
qué, incapaces de examinarlo de un solo
vistazo. Las mujeres lo encontraban
exquisito.
La piel dorada del dorso de sus
manos parecía sedosa y traslúcida. El
muchacho tenía la costumbre de coger
de pronto las cosas que le interesaban
con un gesto reverente de sus largos
dedos. Y a veces, cuando estaba junto a
un escaparate o bajo alguna farola, la luz
convertía su pelo crespo en un halo en
torno a su cabeza, y sus ojos reflejaban
el serio deleite de esos santos bizantinos
de rostro redondo extasiados con la
visión beatífica.
De hecho, aquella expresión se
estaba convirtiendo en un hábito. Era la
que mostraba ahora mientras corría por
la Rue Condé detrás de la mujer, con los
puños inconscientemente apretados y los
labios entreabiertos. Sólo veía lo que
tenía
delante,
o
sus
propios
pensamientos, pero jamás se veía con
los ojos de los demás, jamás parecía
advertir la fuerte impresión que causaba
en los demás.
Era sin duda una impresión muy
fuerte, pues aunque aquel aire soñador
habría sido del todo inadmisible en un
hombre pobre, en Marcel era
perfectamente tolerable porque estaba
muy lejos de ser pobre y jamás iba mal
vestido.
Durante años había sido un
caballero en miniatura. Cuando iba a
algún recado o se dirigía a la iglesia con
el misal en la mano llevaba la levita
inmaculada, tan a la medida que daba la
impresión de que se le quedaría pequeña
en medio año, y el chaleco terso y
ajustado a su angosto pecho, sin un solo
pliegue, sin una arruga. Los domingos
lucía un pequeño alfiler de oro en la
corbata de seda, y desde hacía poco
llevaba un reloj de oro, de bolsillo. A
veces se paraba bruscamente en la calle
para observarlo, se mordía el labio y
fruncía las cejas con expresión
angustiada. Siempre calzaba botas
nuevas.
En definitiva, los esclavos de su
mismo color sabían al instante que era
libre, y al primer vistazo los hombres
blancos le consideraban un «muchacho
refinado». Su mayor preocupación
parecía ser la dignidad. Marcel no era
un esnob, pero hacía gala de una
elegancia genuina y precoz.
Era imposible imaginárselo trepando
a un árbol, jugando a la pelota o
mojándose las manos a no ser que fuera
para lavárselas. Sus sempiternos libros
estaban viejos y ajados, encuadernados
en piel y atados con una cinta, pero hasta
eso resultaba elegante. A menudo
emanaba de él el sutil aroma de una
colonia demasiado cara para un niño.
Marcel era el hijo de un hacendado
blanco, Philippe Ferronaire, caballero
criollo de la cabeza a los pies que,
aunque debía toda la cosecha venidera,
reunía a sus hijos blancos en el palco
familiar de la Ópera todas las
temporadas. Pese a que a nadie se le
hubiera ocurrido llamarle «el padre de
Marcel», eso es lo que en realidad era, y
su carruaje se veía asiduamente
apostado en la Rue Ste. Anne ante la
mansión de Ste. Marie.
Puesto que todos consideraban a
Marcel rico y afortunado, le perdonaban
su ligera, peculiaridad y se limitaban a
sonreír cuando el chico tropezaba con
ellos en un banquete, o bien se
inclinaban chasqueando los dedos y le
llamaban con suavidad: «¡Eh, Marcel!».
Entonces él despabilaba para volver a
hacer gala de su indefectible cortesía.
Otorgaba generosas propinas por los
mínimos servicios, pagaba con presteza
las facturas de su madre y le compraba
flores, gesto que a todos parecía en
extremo romántico. Muy a menudo en el
pasado, aunque rara vez en el presente,
acompañaba a su hermana Marie con un
afecto y un orgullo fraternales insólitos
en un muchacho tan joven. Marie, a sus
trece años, era una belleza de marfil que
maduraba bajo encajes de niña y
botones de nácar.
Pero todos los que conocían a
Marcel comenzaban a preocuparse por
él. El último medio año parecía
decidido a destruirse, porque desde que
cumpliera catorce años en otoño había
pasado de la inocencia al misterio sin
explicación alguna.
A pesar de todo era un proceso
gradual, y los catorce años son una edad
muy difícil.
Por otra parte tampoco se trataba de
travesuras corrientes. Su actitud era algo
especial.
Se le veía vagar por el Barrio
Francés a horas intempestivas, y varias
veces había aparecido en el último
banco de la catedral, observando con
atención los detalles de las estatuas y las
pinturas como si fuera un inmigrante
palurdo recién llegado y no un muchacho
que había sido bautizado allí y que allí
había hecho la primera comunión el año
anterior.
Compraba tabaco que no hubiera
debido fumar, leía el periódico mientras
caminaba,
se
quedaba
mirando
fascinado a los carniceros que troceaban
piezas de carne ensangrentada bajo los
aleros del Mercado Francés. El día que
atracó el Catherine con su carga de
irlandeses hambrientos que fueron el
escándalo del verano, se paseó atónito
por el malecón. Los irlandeses,
auténticos espectros tan débiles que no
podían ni andar, fueron llevados al
Hospital Benéfico, y algunos de ellos
directamente al cementerio Bayou,
donde Marcel se quedó a ver los
entierros aunque posiblemente ya había
visto muchísimos, puesto que todos los
veranos llegaba la fiebre amarilla y el
hedor de los cementerios era tan denso
en las calles que se convertía en el
aliento de la vida. ¿Qué objeto tenía
contemplar la muerte, tan omnipresente
en Nueva Orleans?
En un cabaret le sirvieron absenta
antes de que el propietario lo
reconociera y lo enviara a su casa.
Entonces el muchacho se dedicó a
frecuentar lugares aún peores, antros del
muelle donde entre el humo y las
sombras se ponía a escribir en un
cuaderno de tapas de cuero. A veces,
con ese mismo cuaderno, merodeaba por
la Place d'Armes, se dejaba caer en la
hierba bajo un árbol como si fuera un
vagabundo y allí comenzaba de nuevo a
escribir o tal vez a dibujar bocetos
mientras miraba con los ojos entornados
los pájaros, los árboles, el cielo. Era
ridículo.
Pero él no parecía darse cuenta.
Lo peor era ver a su hermana, Marie,
de puntillas en la puerta de los bares,
mezclada con aquella gentuza, con el
pelo hasta la cintura y sus vestidos de
niña que apenas ocultaban las curvas de
su figura, llamando por señas a su
hermano.
Madre e hija acudían solas a la misa
del domingo, cuando antes siempre
habían ido acompañadas.
Nadie sabía gran cosa de Cecile Ste.
Marie, la madre de Marcel, excepto que
era una dama imponente que llevaba tan
prietos los cordones del corsé que su
corazón parecía librar una eterna batalla
para latir bajo los volantes del cuello.
Con el cabello peinado en dos mitades
que recogía por encima de las orejas, se
la veía erguida y orgullosa en la puerta
trasera de su casa, los brazos cruzados,
discutiendo con el carnicero y el
pescadero antes de indicarles que
dejaran la mercancía en la cocina. Era el
suyo un rostro francés, pequeño, de
rasgos afilados, sin ninguna marca
africana excepto, claro está, su piel
negra de hermosa textura. Apenas salía.
Sólo en ocasiones recogía rosas en su
jardín, y no se mostraba confiada con
nadie.
La casa de Ste. Marie, con su
cascada de magnolias sobre el tejado, se
veía muy respetable detrás de la cerca y
los plátanos. La gente no podía por
menos de preguntarse si no estaría ella
preocupada por su hijo Marcel, y qué le
habría dicho al hombre blanco, monsieur
Philippe, el padre de Marcel,
suponiendo que le hubiera dicho algo.
Desde luego, entre los vecinos se
rumoreaba que tras las cortinas de
encaje a veces se oían gritos e incluso
portazos.
¿Qué pensaría ahora si viera a su
hijo siguiendo a esta mujer, la infame
Juliet Mercier? Si se acercaba
demasiado, Juliet podría darle un golpe
con la cesta del mercado o arañarle la
cara. Estaba loca.
Cualquier especulación sobre ella
convertía de inmediato a Marcel en un
dechado de virtudes. Al fin y al cabo no
era más que un muchacho, un buen chico.
Ya se encarrilaría. Era de los primeros
en la pequeña academia privada de
monsieur De Latte, que costaba una
fortuna, y sin duda recobraría el sentido
común.
Juliet, en cambio era una vergüenza,
no tenía excusa, la gente la evitaba, y él
no debería seguirla, desde luego. Juliet
era objeto de un desprecio absoluto.
¿Cómo había osado retirarse en su
mansión de la esquina de Ste. Anne y
Dauphine y clavar tablones en las
ventanas que daban a la calle,
desapareciendo de la vida pública de tal
manera que los vecinos la dieron por
muerta y echaron abajo la puerta? ¿Y
cómo se atrevió luego a salirles al paso
con un hacha, con el pelo al viento como
una Ofelia y a sus pies una estela de
gallinas que cacareaban en un torbellino
de plumas? Que se quedara encerrada
con sus gallinas y sus moscas, que los
gatos merodearan por las tapias de su
descuidado jardín. Todos le cerraron las
puertas de común acuerdo, como si ella
no hubiera cerrado ya la suya.
En modo alguno se la podía
considerar vieja. A sus cuarenta años
tenía la esbelta figura de una niña, el
pelo de un color negro reluciente y la
piel tan clara que habría pasado por
blanca ante un ojo poco avisado. Y
llevaba anillos. Era un ultraje aquel
despilfarro de plenitud y riqueza. Pero
lo peor…, lo peor era lo de su hijo,
Christophe.
Su nombre estaba en boca de todos,
era una estrella en aquella constelación
de la que había desaparecido hacía diez
años para irse a París. Ahora era un
hombre famoso. Durante tres años la
prensa parisina había publicado sus
ensayos e historias, junto con coloridos
relatos de sus viajes por Oriente,
críticas de teatro, de arte, de música. Su
novela, Nuits de Charlotte, había
conmovido a toda la ciudad. Vestía
como un dandi y vivía en los cafés de la
Rue Saint Jacques, siempre rodeado de
escritorzuelos y exóticos amigos. Desde
el extranjero llegaban sus artículos, sus
relatos publicados en la Revue des Deux
Mondes, sus novelas y las críticas que
cantaban sus alabanzas calificándolo de
«maestro del lenguaje» y elogiando su
«nueva y desbordante imaginación de
fuerza shakesperiana y tono byroniano».
Incluso los que no comprendían ni un
ápice de los desvaríos de este extraño
personaje asentían con respeto al oír su
nombre. Para muchos ya no era
Christophe Mercier, sino simplemente
Christophe, como si se hubiera
convertido en amigo de todos los que lo
admiraban.
Hasta los hijos de los hacendados
blancos llevaban su novela en el
bolsillo cuando bajaban del barco, y
contaban que le habían visto salir de un
cabriolé ante el teatro Porte-SaintMartin del brazo de una actriz blanca.
Los esclavos que oían estas historias en
casa de sus amos las contaban luego en
la ciudad.
Pero la comunidad negra sentía algo
más que un especial orgullo. Muchos
recordaban a Christophe de niño,
cuando la siniestra casa de la Rue
Dauphine resplandecía de luces y
siempre había algún hombre atractivo en
la puerta dispuesto a tomar a su madre
de la mano. Casi todos coincidían en
que de haber querido hubiera podido
enterrar su pasado merced al tono claro
de su piel, al dinero y al cálido abrazo
de la fama. Pero no lo hizo. Siempre se
señalaba en alguna noticia o en algún
artículo que había nacido en aquella
ciudad, que era un hombre de color y de
que su madre todavía residía allí.
Naturalmente, él estaba en París. En
París…, en el paraíso.
Bebía champán con Victor Hugo,
cenaba con Louis Philippe en el Salón
de los Espejos y bailaba en las
Tullerías. A veces, en las ventanas de su
casa de la Île St. Louis, aparecían
mujeres blancas apartando las cortinas
para ver Notre Dame. Él enviaba baúles
que venían en cabriolé desde la aduana
y desaparecían por la puerta de la
mansión de su madre, pero ella, la
réproba, la desgreñada, la loca, iba al
mercado con su gato negro y su rico y
desastrado disfraz de mendiga en la
Ópera.
Marcel conocía estas historias.
Estaba en la puerta de su casa el día en
que ella blandió el hacha en la esquina
donde se cruzaban las dos calles, y
sabía también que las cartas para
«Christophe», que sus amigos metían
por debajo de la verja, se quedaban en
el suelo del jardín hasta que la lluvia les
borraba las letras.
Lo que no sabía era cómo habían
sido las cosas antes, aunque una noche
en su casa monsieur Philippe, vestido
con su batín azul, repantigado tras la
mesa en una postura que Marcel no
habría adoptado jamás en su propia casa
ni estando a solas, y envuelto en el aura
del humo de un puro, declaró:
—Tal vez ese muchacho, Christophe,
estaba destinado a hacer grandes cosas.
—¿Por qué lo dices? —preguntó
Cecile cortésmente. Era el momento en
que se sentaba frente a él, el rostro dulce
y sereno a la luz de las velas, subyugada
por la cháchara brillante de Philippe.
Marcel fingía leer ante el secreter
abierto.
¿Cómo había sido Christophe de
niño?
Era una imagen deslumbrante.
La del pequeño que se quedaba
siempre dormido en el palco de su
madre en la Ópera, cuando las piernas
todavía no le llegaban al suelo, o en las
cenas, cuando le dejaban dormir en un
canapé, sobre el abrigo doblado de
algún caballero o de algún capitán de
barco que traía consigo un loro en una
jaula. A las largas veladas, surtidas con
las humeantes bandejas de los mejores
restaurantes, acudían hombres con
variados tonos de tez.
Muy a menudo eran los mismos
camareros los que, tras recoger los
manteles de lino y los dólares de plata,
llevaban al niño a la cama y le quitaban
los zapatos.
Contaban que el chico pintaba en las
paredes, coleccionaba plumas de pájaro
y representaba a Enrique IV disfrazado
con los vestidos de su madre.
¡Qué imagen! Marcel había cerrado
el libro. Con los ojos también cerrados
pensó en los tiempos en que aquella
heroica presencia había reinado en
todos los rincones. ¡Podían haber sido
grandes amigos! Ahora en su mundo no
quedaban más que muchachos bien
educados. ¡La de preguntas que le habría
hecho a monsieur Philippe de haber
podido hablar con él directamente!
Pero el tema de conversación ponía
nerviosa a Cecile, era evidente. Ella no
recordaba aquella época, desde luego.
Movió la cabeza como si el mundo
terminara en la puerta de su casa.
Sin embargo, la historia prosiguió. A
monsieur Philippe le encantaba el
sonido de su propia voz.
Cuando Christophe tenía trece años
apareció un invitado que no se marchó,
aunque siempre estuvo envuelto en el
misterio. Un negro veterano de las
guerras haitianas.
—Te acordarás de él. —Monsieur
Philippe mordió la punta del puro y la
escupió en la chimenea. Marcel conocía
de memoria aquellos sutiles sonidos,
como el tintineo de la botella contra el
borde de la copa y el leve suspiro de
satisfacción después de cada trago—.
Naturalmente, todos sospechábamos de
él. ¡Quién quiere a un esclavo rebelde
de Haití! ¡Haití! Mi tío abuelo poseía en
Santo Domingo la mayor plantación de
la Plaine du Nord. En fin, el caso es que
el hombre estuvo mucho tiempo en el
extranjero. Tenía dinero en París, Nueva
York, Charleston… y en los bancos de la
ciudad. Era impensable que fuera capaz
de prender fuego a todas las
plantaciones de azúcar de la costa y que
encabezara una banda de negros
andrajosos dispuestos a cortarnos el
cuello.
Marcel vio en el espejo que su
madre se estremecía; Cecile se frotó los
brazos con la cabeza ladeada y la vista
fija en el mantel de encaje. «Una banda
de negros andrajosos dispuestos a
cortarnos el cuello». Las palabras
produjeron en Marcel una súbita
emoción. ¿De qué estaba hablando
monsieur Philippe? Pero el que le
interesaba era Christophe, no esa
misteriosa historia de Haití de la que
Marcel iba recibiendo retazos y detalles
en los momentos más inesperados,
aunque nunca los suficientes para
imaginarse otra cosa más que esclavos
rebeldes y sangre.
Además ese haitiano negro era viejo
y tullido. Pronto se cansó de ver a
Christophe atiborrarse de chocolate y
vino blanco, dormir en la cama de su
madre cuando le venía en gana y
tumbarse por la noche en el tejado de la
casa, tres pisos por encima de la calle,
para estudiar las estrellas, así que envió
al muchacho al extranjero.
Christophe tenía catorce años
cuando se marchó. El resto de la historia
estaba poco claro. Algunos decían que
pasó un tiempo en Inglaterra; otros
sostenía que no, que se fue a París con la
familia blanca de un hotelero que lo tuvo
metido en un auténtico cubil debajo de
las escaleras, sin una vela siquiera y
mucho menos calefacción en las noches
de invierno. Unos afirmaban que allí le
habían tratado a palos, otros mantenían
que le habían mimado como siempre,
que había campado a sus anchas,
arremetiendo contra aquellos pobres
burgueses cada vez que intentaban
refrenarle.
Pero una cosa era cierta: que a los
dieciséis años huyó a Egipto,
vagabundeó por Grecia y volvió a París
en compañía de un inglés adinerado, y
blanco, por supuesto, para convertirse
en artista. Había escrito sobre aquellas
tierras exóticas. Monsieur Philippe tenía
un artículo suyo, enviado por su joven
cuñado, Vincent. (¡Qué no habría dado
Marcel por echarle mano!). Pero
volviendo a los tiempos de los esclavos
andrajosos, cuando Christophe viajaba,
los esclavos murmuraban que el viejo
haitiano, ya decrépito, le había
desheredado. ¿Quién podía imaginar qué
ascendente tenía sobre la hermosa
Juliet? Juliet, con su delicado rostro y su
pálida piel dorada… Pero monsieur
Philippe apenas rozó el tema. Juliet se
había convertido en un vegetal. Cecile
asintió.
Contaban que se dedicaba sólo a
beber jerez y a ver caer la lluvia, y que
fue mala con el viejo haitiano durante el
último año de su vida. Sí, Cecile
también lo había oído. Cuando él yacía
en cama paralítico y había que darle la
comida con una cuchara. Las
contraventanas se cerraron para
siempre. Los chiquillos creían que la
casa estaba encantada y pasaban por
delante corriendo y chillando. ¡Y cómo
está ahora! Hecha una selva tras los
resquebrajados muros de ladrillo, como
una mole en ruinas en la esquina de la
calle.
Pero justo en esa época, al otro lado
del mar, comenzó a brillar la estrella de
Christophe.
Marcel conocía el resto.
Mucho después de que monsieur
Philippe dejara desvanecerse los ecos
de la historia, Marcel siguió el hilo en
su propia memoria: la gente, atraída por
la fama del hijo, se había congregado
junto a la puerta de la casa para ver salir
el ataúd del viejo. Sólo cuando hubo
terminado todo y Juliet, destrozada,
demacrada, volvía del cementerio bajo
el sol ardiente, empezó a divulgarse la
verdad. Estaba en la lápida. ¡El viejo
haitiano era su padre!
¿No iba a tener derechos sobre el
chico, siendo su abuelo?
¿Y qué iría a hacer ella ahora?
¿Tener amantes? ¿Contratar a nuevos
criados para reemplazar a los que
habían sido vendidos o habían muerto?
¿Arreglar los muros y llamar a pañeros
y pintores? Nadie dudaba de que podía
hacerlo. Era todavía muy adorable.
Marcel, a sus doce años, estaba loco por
verla.
Entonces
no
comprendía
realmente qué pasaba con Christophe.
Estaba «enamorado» de otra cosa, de
otra persona. Para él aún no significaba
nada que un hombre famoso hubiera
vivido allí, que allí hubiera caminado y
respirado.
Pero ella no hizo nada. El polvo se
acumuló en las ventanas, y el muro del
jardín se convirtió en una amenaza. Las
mismas parras que lo empujaban, lo
sostenían también milagrosamente. Juliet
no respondía a notas ni llamadas, y
pronto surgió el odio. ¡Era injusto! La
novela de Christophe, Nuits de
Charlotte, seguía expuesta en los
escaparates de las librerías. Era
estúpido, absurdo…, pero sobre todo
injusto.
Qué maravilloso habría sido
conversar con Juliet, trabar amistad con
ella y oír de primera mano noticias del
muchacho. Pero ella se convirtió en una
bruja; su soledad no sólo era absurda
sino
insondable.
¿Cómo
podía
soportarlo? El último de sus esclavos
fue a descansar en paz al viejo St. Louis
y la casa quedó vacía, salvo de gatos.
Sin embargo pronto desapareció la
compasión, porque Juliet era grosera
cuando se dirigían a ella. Daba la
espalda inmediatamente, con la cabeza
gacha, con su gato metido en la cesta que
llevaba al brazo. Y junto con la fama de
su hijo creció el odio.
Los chicos de la edad de Marcel
sentían auténtica pasión por Christophe,
lo adoraban, y a pesar de la firme
prohibición de acercarse a su madre,
acudían hasta su puerta con la vana
esperanza de poder formular una sola
pregunta. Si Juliet salía, se dispersaban.
Su aspecto era terrible, con sus anillos
de diamantes al sol del mediodía y las
enaguas asomando bajo las faldas. El
cartero le traía cartas de Francia, según
le sonsacaron, ¿pero las recogía Juliet
del suelo? Ellos trataban de atisbar a
través de una grieta en la madera,
muertos de miedo.
Al fin y al cabo era la madre de
Christophe. La lealtad les impedía
despreciarla y además tenían otras cosas
en la cabeza, como escribir relatos con
su estilo o hacer álbumes con los
recortes de prensa enviados por
hermanos mayores, tíos, primos. Se
pasaban las tardes en los salones de
unos y otros, cuando habían salido los
padres, para escamotear unas copas de
coñac y soñar en voz alta con el día en
que pudieran realizar el mítico
peregrinaje a París, llamar a la puerta
lacada de su casa en Île St. Louis y con
reverencia, con cortesía, con suavidad y
sin molestar, tenderle sus páginas
manuscritas.
De vez en cuando llegaba a casa un
tío o un hermano que había tomado una
copa con él en algún café atestado de
gente. Entonces los rumores volaban.
Fumaba
hachís,
hablaba
enigmáticamente, se metía en peleas
callejeras y se le había visto paseando
veinticuatro horas borracho; hablaba
solo y a veces entraba en trance en la
mesa de un café. Entonces aparecía el
inglés —blanco, por supuesto—, que lo
recogía, le echaba suavemente un poco
de agua en la cara y le llevaba a casa
apoyado en su hombro.
Siempre había sido bueno con sus
compatriotas. Aunque nunca leía los
manuscritos que le ofrecían en los cafés,
daba
consejos,
y
hacía
las
presentaciones con elegancia. No se
avergonzaba de su raza, estrechaba
manos negras, se interesaba por Nueva
Orleans y escuchaba con atención, pero
pronto se aburría, se quedaba en
silencio y se marchaba. Y era inútil
llamar a su puerta. Él no podía hacer
más, y sabía que nadie tenía nada que
ofrecerle.
«Podéis admirarlo si queréis, pero
imitarlo, jamás», decían los padres a los
muchachos encandilados. Marcel lo
adoraba, y los que veían sus recientes
vagabundeos se preguntaban si no se
habría descarriado por querer emular al
hombre famoso.
Para los otros chicos la figura de
Christophe era un ejemplo a imitar, de
modo que en las escuelas privadas de la
ciudad, costosas academias de ambiente
selecto, con profesores blancos o
negros, se esforzaban con ahínco en
estudiar. Debían estar formados al bajar
del barco, debían ser hombres.
No había duda de que Marcel
realizaría el viaje a París, de que tendría
su oportunidad. Lo garantizaba la
promesa que hizo monsieur Philippe el
día de su nacimiento, una promesa que
se reiteraba por lo menos una vez al
año. Cecile se encargaba de ello. A
Cecile no le preocupaba su hija Marie, a
Marie «le irá bien», decía, y con los
labios apretados ponía un brusco punto
final al asunto. Pero cualquier momento
era bueno para mencionar el tema de su
hijo. Marcel, insomne en las sofocantes
noches veraniegas, separado de ellos
sólo por la mosquitera que relucía como
el oro bajo el tenue chisporroteo de la
luz, oía a monsieur Philippe musitar
sobre la almohada: «El muchacho
viajará como es debido…». Era una
vieja promesa que formaba parte de su
vida. Así pues, ¿por qué no esforzarse
en hacerla realidad?
Pero Marcel se pasaba las clases
sumido en sus ensoñaciones, provocaba
a sus maestros con intrincadas preguntas
y en el último mes había dejado su silla
vacía una docena de veces. Sus
compañeros
estaban
preocupados,
porque Marcel les caía bien, y su mejor
amigo, Richard Lermontant, parecía
bastante
triste.
Pero
lo
más
desconcertante, sobre todo para
Richard, era que Marcel no estaba en
absoluto desconcertado. No era que
hubiera caído indefenso en las garras de
la pasión adolescente. No cortejaba, por
ejemplo, a las guapas amigas de su
hermana para luego tirarles del pelo
riendo, ni daba puñetazos a los árboles
exclamando: «¡No sé lo que me pasa!».
Y ni una sola vez, presa de la confusión,
le pidió a Dios que le explicara por qué
había creado razas de distinto color o
por qué el mundo era cruel.
Más bien parecía albergar un
terrible secreto que le apartaba de los
demás, y se le veía dispuesto a seguir
tranquilamente su rumbo.
Un rumbo que ese día parecía
conducir al desastre.
Era una cálida mañana de verano, y
Marcel se iba acercando cada vez más a
la veleidosa Juliet. De pronto ella se
detuvo en los puestos de frutas bajo la
arcada. Él apoyó la mano izquierda en
un fino poste de hierro, se tapó la boca y
se la quedó mirando con sus grandes
ojos azules. Aunque no se daba cuenta,
parecía querer esconderse tras el poste,
como si una cosa tan estrecha pudiera
ocultarlo. Tenía la cara completamente
tapada menos los ojos.
Había en ellos dolor, ese dolor que
se muestra en un destello, en el
movimiento de un párpado, en el ceño
del que está ensimismado en sus
pensamientos. Al mirar a Juliet sabía
perfectamente qué debía ver y
comprendía muy bien qué percibía en
realidad. No suciedad y perversión sino
un radiante y espléndido espectáculo de
negligencia que le rompía el corazón,
aunque ni siquiera había podido verla
con claridad…
Después de salir del colegio
corriendo y sin aliento había ido a
llamar por primera vez a casa de ella, y
un vecino le dijo a gritos que se había
ido al mercado. Entonces la vislumbró a
una manzana de distancia. Era alta, y se
la podía seguir fácilmente.
Ahora, cuando se deshizo el grupo
de mujeres tocadas con cofia que les
separaba y ella volvió a salir a la calle,
Marcel la vio claramente por primera
vez.
Dio un respingo, como un hombre
sorprendido por el tañido de una
campana, e hizo ademán de aproximarse
a ella, pero luego se quedó atrás, con la
mano de nuevo en la boca, mientras
Juliet se acercaba bajo el sol a la verja
de hierro de la plaza. Marcel, que la
contemplaba absorto, se estremeció en
silencio.
Juliet caminaba despacio, lánguida,
con la cesta colgada del brazo, tan
espléndida como la había visto Marcel
un millar de veces: su chal raído era un
destello verde y plateado contra la seda
roja del vestido cuyos volantes rasgados
arrastraban por el suelo, y su fino pelo
negro caía en desgreñados mechones
mal sujetos por un broche de nácar. Al
llegar a la acera se recogió la falda con
la mano derecha, en la que brillaban los
diamantes, y giró hacia la larga hilera de
puestos. Marcel vislumbró por un
instante su perfil y el destello del arete
de oro en su oreja.
De pronto la ocultó un enorme simón
que pasó traqueteando. Marcel se lanzó
tras él, enloquecido, y se detuvo
bruscamente al ver que Juliet se daba la
vuelta.
Alguien lo llamó por su nombre pero
no lo oyó. Ella lo miraba, y él había
caído de nuevo en la total pasividad de
un chiquillo con la boca abierta.
Sólo un metro los separaba. Nunca
había estado tan cerca de ella, de su
ambarino rostro, terso como el de una
niña, de sus ojos negros y profundos tras
las largas pestañas, de su ancha frente
partida por el pico de los cabellos que
caían
hacia
atrás
en
ondas
resplandecientes. Ella lo miró con
infinita curiosidad. Luego sus finos
labios pintados con carmín se curvaron
en una sonrisa, y unas pequeñas arrugas
se marcaron en torno a sus ojos.
A Marcel le latía la sien. Le tocaron
el hombro, pero él no se movió. Alguien
lo llamó por su nombre.
De pronto, como distraída por algo,
Juliet inclinó la cabeza, ladeándola con
gesto extraño, y se tentó el cabello con
los dedos. Se buscaba el broche como si
le hiciera daño, y tras arrancárselo de un
tirón se lo quedó mirando mientras una
cascada de pelo negro le caía sobre los
hombros.
A Marcel se le escapó un suave
gemido. Alguien le había cogido del
brazo pero él se apartó, se puso tenso y
abrió los ojos admirado, ignorando al
joven que tenía a su lado.
Sólo sentía el latido de su corazón, y
el fragor de los caballos y las ruedas en
la calle se le antojaba ensordecedor. Se
oían gritos y desde el río llegaban los
retumbantes sonidos de los barcos que
descargaban. Pero él no veía nada; sólo
a Juliet y no en ese momento sino hacía
mucho, mucho tiempo, antes de
convertirse en un canalla, en un paria.
Era un recuerdo tan palpable que cada
vez que le acometía le devoraba hasta
dejar de ser evocación para convertirse
en pura sensación. Apretó la lengua
contra los dientes, aturdido y
abochornado. Tal vez incluso estuviera
enfermo. Por un momento no supo dónde
se hallaba, pero en lugar de dejarse
llevar por el pánico intentó agarrarse a
algo y dio con el recuerdo que le había
hechizado.
Hacía años, cuando volvía corriendo
a casa, tropezó con un trozo de carbón y
fue a caer justamente en sus brazos. De
hecho él le había dado un empujón al ir
a agarrarse al tafetán de su cintura, y al
ver que era ella, Juliet, la había soltado
con tal pánico que habría caído de no
haberle agarrado ella por el hombro.
Marcel la miró a sus ojos de azabache,
vio los botones desabrochados del
cuello, la curva de sus pechos desnudos
en el escote y más abajo la oscuridad,
allí donde los senos se unían suavemente
al torso, y quedó sobrecogido por una
desconocida oleada de emociones.
Sintió en su mejilla el pulgar de ella,
como si fuera de seda, y luego la palma
abierta de su mano, que le acariciaba
con dulzura el pelo rizado. Los ojos de
Juliet parecían entonces cegadores.
Tenía el talle sólo cubierto por la ropa,
una insólita desnudez. A Marcel se le
quedó en las manos el aroma de
especias y flores y a punto estuvo de
desmayarse.
Casi se estaba muriendo ahora. Y
ahora, como entonces, la miraba
deslumbrado, desfallecido, mientras ella
se alejaba como un gran barco, corriente
arriba.
—¡Pero esto no tiene nada que ver!
—susurró, con las mejillas encendidas
de vergüenza, sin poder evitar que se le
movieran los labios (era muy dado a
hablar solo en voz alta, aunque, para su
gran alivio, muchos de los que le oían
pensaban que estaba cantando)—. Es
por Christophe —prosiguió—. ¡Tengo
que hablarle de Christophe!
Pero la mera imagen de las
ondulantes faldas de Juliet le estaba
aturdiendo de nuevo.
—Soy un criminal —murmuró en
francés con aire melodramático, y sintió
un absurdo consuelo al convertirse en el
abyecto objeto de su propia condena.
Demasiadas noches se había permitido
gozar del recuerdo de aquella colisión
de su infancia (el pecho desnudo, la
cintura sin corsé, el penetrante perfume),
y ahora tenía que recuperar la
compostura como un caballero que,
habiendo visto a una dama desnuda en su
baño, cierra la puerta y se aleja
presuroso.
Estaba en la Place d'Armes. Alguien
intentaba romperle el brazo.
Marcel se quedó mirando, atónito,
los botones de la pechera de Richard
Lermontant, su mejor amigo.
—No, vete, Richard —dijo al
instante, como si hubieran estado
discutiendo hacía rato—, vuelve a la
escuela. —Y mientras estiraba el cuello
para ver a Juliet desaparecer entre el
gentío del mercado, intentó liberarse de
su amigo.
—¿Me estás diciendo a mí que
vuelva al colegio? —preguntó Richard
sin soltarlo. Su voz era grave y
profunda, casi un susurro—. Mírame,
Marcel. —Richard tenía el hábito de
bajar la voz precisamente cuando otros
la levantarían, cosa que siempre le
resultaba efectiva, tal vez por lo alto que
era, mucho más que Marcel, aunque sólo
tenía dieciséis años. En realidad
sobresalía por encima de todo el gentío
—. ¡Monsieur De Latte está furioso! —
insistió, acercándose más—. Tienes que
volver conmigo ahora mismo.
—¡No! —exclamó lacónico Marcel
mientras se soltaba de un tirón y
reprimía el impulso de frotarse el brazo.
En toda su vida rara vez le habían
tocado si no era con furia, y abrigaba
una considerable desconfianza hacia el
contacto físico. Aborrecía que lo
agarraran, aunque le resultaba imposible
enfadarse con Richard. Eran más que
amigos, y no podía soportar ningún
enfado entre ellos—. Vete, por favor —
suplicó—. Dile lo que quieras a
monsieur De Latte. Me da lo mismo. —
Y con estas palabras echó a correr hacia
la esquina.
Richard lo alcanzó rápidamente.
—¿Por qué haces esto? —le
preguntó, inclinándose un poco para
acercarse al oído de Marcel—. Te has
escapado corriendo de clase, ¿no te das
cuenta?
—Sí que me doy cuenta. Ya lo sé. Ya
lo sé —replicó Marcel. Se lanzó con
torpeza entre el tráfico, pero se vio
obligado a volver a la acera—. Déjame,
por favor. —Sólo alcanzaba a ver la
cabeza de Juliet ante los puestos de
pescado—. ¡Déjame en paz, por favor!
Richard le dejó marchar, se puso las
manos a la espalda y recobró al instante
su característica compostura tan
impropia de un muchacho de dieciséis
años. Lo cierto es que por su aspecto
resultaba imposible adivinar su edad, y
los que no lo conocían podían calcularle
veinte años, tal vez más. Nunca había
querido ser alto —de hecho había
rezado para no serlo—, pero hacía
tiempo que un animoso espíritu había
invadido sus largos miembros. Cuando
estaba en pie, con una pierna adelantada
y los hombros ligeramente inclinados, su
rostro enjuto de pómulos prominentes y
ojos negros y rasgados le daba una
apariencia majestuosa a la vez que
exótica. Tenía el pelo negro y rizado y la
tez más oscura que la de Marcel, casi
verde oliva, pero recordaba más a los
turcos o a los españoles, incluso a los
italianos, que no a los franceses y
senegaleses de los que descendía.
Hizo un gesto lánguido con la mano
y susurró:
—Tienes que volver, Marcel.
¡Tienes que volver!
Pero Marcel miraba de nuevo hacia
el mercado, de cuyo tejado se alzó de
pronto una gran bandada de pájaros que
descendió sobre los mástiles del puerto.
Marcel entornó los ojos. Juliet había
surgido de la multitud, y con sus propias
manos iba dándole pescado a su gato.
—¡No estarás siguiéndola…! —
exclamó Richard sobresaltado, y en su
rostro apareció una involuntaria
expresión de asco que se apresuró a
ocultar—. ¿Por qué? —preguntó.
—¿Cómo que por qué? Ya sabes por
qué —contestó Marcel—. Tengo que
preguntarle si es verdad… Quiero
saberlo.
—Yo tengo toda la culpa —murmuró
Richard.
—Vete. —Marcel echó a andar de
nuevo. Richard volvió a cogerle del
brazo.
—Ella no lo sabrá, Marcel. Y
aunque lo supiera, ¿por qué crees que te
lo iba a decir? ¡No está en su sano
juicio! —susurró. La miró por un
instante y luego bajó los ojos
discretamente, como si fuera una tullida.
Juliet llevaba el pelo suelto como
una inmigrante y caminaba a ciegas entre
la multitud, acariciando a su gato
mientras iba tropezando con todos.
Richard se movió, y su cuerpo largo y
delgado se puso tenso. El niño que había
en él quería llorar.
—¡No te va a pasar nada por
mirarla! —susurró Marcel. Richard,
atónito, vio en sus ojos un destello de
rencor y captó la impaciencia de su voz.
—Esto es una locura. —Richard
hizo ademán de marcharse, pero añadió
—: Si no vuelves conmigo, te
expulsarán del colegio.
—¿Me
expulsarán?
—Marcel
vaciló, a punto de bajar de la acera—.
¡Pues me parece estupendo! —Y cruzó
la calle en dirección a Juliet.
Richard se había quedado sin habla
y lo miraba tras la hilera de carros que
se abrían camino entre el gentío. Marcel
se acercaba a la madre de Christophe.
Richard fue tras él.
—¡Pues entonces devuélveme el
artículo! —le dijo con voz grave—.
Sabes perfectamente que es de Antoine.
Marcel se sacó al instante del
bolsillo un arrugado recorte de
periódico y se apresuró a alisarlo en la
palma de su mano.
—No pretendía quedármelo —dijo
—. Estaba muy nervioso. Tenía pensado
dejarlo otra vez en tu pupitre.
Richard estaba furioso. Miró un
segundo a Juliet y luego bajó la vista al
suelo.
—Te lo iba a devolver antes de la
cena —insistió Marcel—. Tienes que
creerme.
—Ni siquiera es mío. Es de Antoine,
y tú te lo metes en el bolsillo y sales
corriendo.
—Si no me crees, me destrozarás el
corazón.
—Sé perfectamente dónde está tu
corazón —murmuró Richard mirando el
puño que Marcel se había llevado al
pecho—. Y desde luego acabarás con él
destrozado, te lo aseguro. ¡Te van a
expulsar!
Marcel no parecía comprender.
—Además, imaginemos que es
verdad
—prosiguió
Richard—.
Imaginemos que Christophe vuelve…
¿Con qué cara podrías mirarle después
de haber sido expulsado de la escuela
de monsieur De Latte?
Richard dobló el recorte, pero no sin
antes volverlo a leer rápidamente. Era
impensable que Marcel arruinara su
vida por algo tan insignificante. Sin
embargo le había parecido espléndido la
mañana que Antoine, el primó de
Richard, recibió el artículo en una carta
de París. Christophe volvía por fin. Era
lo que siempre habían soñado, lo que
deseaban. Siempre habían imaginado
que algún día Christophe sabría de la
locura de su madre, y su amor por ella
lograría lo que ninguna otra cosa había
conseguido: traerle de vuelta a casa.
Pero el artículo decía mucho más. No
dejaba nada a la fantasía ni a la
especulación. Allí ponía claramente que
Christophe Mercier planeaba no una
simple visita sino un auténtico retorno.
Volvía a casa a «fundar una escuela para
los miembros de su raza».
Richard había llevado la noticia a la
clase de monsieur De Latte para
compartirla con Marcel, y por la tarde
toda la comunidad de gens de couleur
estaba ya revolucionada. Después todo
se había torcido. Marcel salió
desbocado por la puerta mientras
monsieur De Latte intentaba imponer el
orden a gritos, golpeando el atril con su
vara.
Ahora todo aquello parecía amargo,
doloroso. Una nube que pesaba sobre
Richard y oscurecía las calles como si
fuera hollín.
De
pronto
alzó
la
vista,
avergonzado. Juliet, a menos de un
metro de distancia, los estaba mirando.
A Richard le ardieron las mejillas. ¡Y
Marcel se encaminaba hacia ella!
Richard dio media vuelta y atravesó
como una flecha la comitiva de carros
detenida hasta llegar a la Place d'Armes,
en dirección al colegio.
A cada paso le martilleaba la misma
frase en la cabeza: es culpa mía, es
culpa mía. «No debí enseñárselo hasta
que fuera el momento adecuado. Es
culpa mía».
—II—
L
as calles de la ribera eran un
cenagal que Richard detestaba, y
la perspectiva de atravesarlas para
volver junto a un director de escuela
furioso pesaba sobre él como el sol del
mediodía. Se detuvo, aturdido, en uno de
los sórdidos callejones lleno de ropa
tendida y de roncas voces alemanas e
irlandesas, y por primera vez en su vida
consideró
la
perspectiva
de
emborracharse en un establecimiento
público.
Estaba seguro de que podría
conseguirlo. Hacía tiempo que era más
alto que su padre y que su abuelo, un
hombre ya marchito que había sido más
alto en su juventud. Pero en su casa, en
la pared del vestíbulo, había un retrato
de su bisabuelo Jean Baptiste, un
esclavo mulato liberado justo antes de
que los españoles arrebataran a los
franceses la colonia de Luisiana en
1769. Los documentos que acreditaban
su libertad, guardados en un secreter de
caoba junto a otros tesoros, describían a
Jean Baptiste como «mulato, criado de
Lermontant, conocido también como el
Titán por su insólita estatura de dos
metros quince».
El retrato mostraba unos anchos
rasgos africanos y un ampuloso paisaje
que se oscurecía y cuarteaba con el
tiempo,
de
modo
que
pronto
desaparecerían los trazos del río y las
nubes y sólo quedaría el rostro marrón
de Jean Baptiste, con los mismos ojos
rasgados que distinguían a Richard, y
una gorguera inmaculadamente blanca en
el cuello.
Todos reverenciaban a Jean
Baptiste. Su laboriosidad había sido la
base de la familia, que había medrado
bajo el auspicio de su leyenda. Pero
ahora Richard no podía mirarlo sin
temer que una mañana se plantaría ante
el espejo biselado de su armario,
incapaz por fin de ver reflejado en él su
propio rostro por haber crecido los
pocos centímetros que le separaban de
la estatura de Jean Baptiste. La madre de
Jean Baptiste, la africana Zanzi, había
sido también muy alta. Al fin y al cabo,
pensaba Richard, por lo menos no había
heredado la ancha nariz de Jean Baptiste
ni su boca africana. De su bisabuelo
sólo tenía los ojos rasgados.
Pero aunque era una de esas enormes
criaturas con voz aterciopelada que
pueden acallar los gritos de un niño con
una simple caricia y una canción, o
montar en silencio las piezas de un reloj
de bolsillo y devolverlo en perfectas
condiciones con una ligera sonrisa en
los labios, Richard tenía miedo de
convertirse en el gigantón del pueblo.
Ahora bien, su estatura le permitiría
entrar en el más miserable de los
tugurios del muelle, donde los negros
libres bebían con todo el mundo. Una
furia desatada lo llevaba ahora hacia
uno de esos antros: un vehemente temor
por Marcel, el miedo a monsieur De
Latte y algo… algo más, un enjambre de
sentimientos y dolor que no podía
analizar del todo.
Dio media vuelta y se dirigió al
malecón. Las clases ya debían de estar
muy avanzadas: monsieur De Latte no le
iba a estar esperando. Pero de Richard
nadie sospecharía nunca nada. Todos
sabían que su padre, el formidable
monsieur Rudolphe Lermontant, había
cronometrado hacía tiempo el camino de
su casa al colegio con su reloj de
bolsillo, y que no permitía a su hijo más
que un margen de cinco minutos para ir y
venir cuando hacía mal tiempo. Sin
embargo, la idea de la confianza
depositada en él era un parco consuelo.
En el fondo Richard era un niño y nunca
cuestionaba la autoridad ni sentía la
tentación de burlarla, aunque por lo
general el que la esgrimía tenía que
levantar la cabeza para mirarle.
El mero recuerdo de su padre,
surgido de pronto entre tantos
pensamientos vagos, le produjo dolor de
cabeza. Richard sabía muy bien lo que
diría Rudolphe cuando se descubriera la
última desgracia de Marcel. Aquel
desastroso embrollo se le hacía
insoportable. Richard giró hacia el
mercado —aunque mucho más abajo del
punto donde había dejado a Marcel— y
divisó un oscuro antro donde cometer el
pecado mortal.
Pidió una botella y se sentó ante una
mugrienta mesa de madera que
amenazaba con venirse abajo. La barra
estaba llena de exaltados irlandeses. Los
trabajadores negros se mantenían al
margen. Richard no logró comprender
contra qué bramaban los irlandeses,
pero no le costó olvidarse de ellos.
Intentó analizar lo que le había pasado a
Marcel y, sobre todo, aquel confuso
maremágnum de pensamientos que tanto
daño le hacía.
Al principio Marcel se limitaba a
quedarse ensimismado en clase y a
ausentarse
ocasionalmente.
Luego
empezó
a
elaborar
cuidadosas
explicaciones en las que daba a entender
que su madre le retenía en casa. El
muchacho se negaba a decir mentiras.
Pronto se negó a casi todo, y
simplemente
balbuceaba
vagos
murmullos para aplacar las iras del
maestro.
Después murió el viejo Jean
Jacques, el carpintero. Marcel cogió una
botella de vino del armario de su madre
y pilló tal borrachera que al día
siguiente lo encontraron enfermo en el
aljibe. Richard le cogió de la mano
mientras él vomitaba. Su madre no
paraba de llorar. Cuando bajaba
tropezando los escalones, Marcel
murmuró:
—Soy un criminal. Dejadme.
A partir de entonces la frase se
convertiría en un lema. Parecía evidente
que todo aquello tenía que ver con Jean
Jacques, pero incluso eso era un
misterio. Jean Jacques había sido un
buen carpintero, un viejo mulato de
Santo Domingo que trabajaba en su
taller desde tiempos inmemoriales, pero
no era hombre que pudiera despertar la
devoción de un muchacho con la
educación de Marcel.
Ni siquiera Anna Bella Monroe, su
más querida amiga de la infancia, podía
explicar los cambios producidos en él.
Marcel siempre había acudido a ella,
pero ahora, cuando la muchacha oía
hablar de sus vagabundeos, movía la
cabeza y chasqueaba la lengua con gesto
desesperado.
Lo cierto es que Marcel leía en casa
las obras que en el colegio descuidaba,
traducía versos que confundían a todos y
siempre que intercambiaba poemas con
Richard éste sabía, sin experimentar
envidia, que los de Marcel eran
incomparablemente
mejores.
Sus
formales estrofas poseían tal vitalidad
que las de Richard, en comparación,
resultaban insulsas y ampulosas.
Era como si Marcel, tan perfecto
antaño y tan empeñado ahora en
destruirse, estuviera condenado a
triunfar en cualquier empresa que
acometiera.
Richard apoyó la cabeza contra la
pared,
sintiéndose
deliciosamente
anónimo en su dolor, con los ojos bajos
entre el humo que flotaba en el ambiente
mientras el whisky le quemaba el pecho.
Siempre había tenido una sola meta:
luchar constantemente por superarse. No
conocía otra cosa. Era una meta que no
sólo le había imbuido su padre sino
también su abuelo, el único hijo de Jean
Baptiste, cuyo ejemplo era el espíritu de
la familia, la cálida llama que iluminaba
el viejo retrato del salón.
Durante toda su vida, Richard había
visto las armas del abuelo cruzadas bajo
el retrato, orgulloso símbolo de la
guerra de 1812 en la que había
participado luchando en el Light
Colored Battalion bajo el mando de
Andy Jackson para salvar Nueva
Orleans de los británicos. Los hombres
de color habían demostrado ser
ciudadanos leales al nuevo estado
americano. Volvió a casa condecorado,
y con los ahorros de Jean Baptiste
compró una funeraria a un blanco y
cerró la vieja taberna de la calle
Tchoupitoulas en la que Jean Baptiste
había amasado su fortuna. El abuelo, al
tiempo que cuidaba al anciano en su
senectud, se había ido forjando un
nombre en el negocio, del que se retiró
hacía pocos años, cuando la artritis le
deformó de tal manera las manos que ya
no podía llevar los libros ni atender a
los muertos. Pero incluso ahora leía los
periódicos todos los días, en francés y
en inglés, y se pasaba las tardes —tras
calentarse las manos en el fogón, incluso
en verano— escribiendo esmeradas
cartas al Congreso sobre el tema de los
veteranos de color, sus pensiones, sus
concesiones de tierras, sus derechos. Se
acordaba de los cumpleaños, visitaba a
las viudas y de vez en cuando charlaba
con otros ancianos en el salón.
En las largas veladas del invierno,
cuando la familia se quedaba de
sobremesa y los niños tomaban coñac en
copas de cristal, se alejaba del calor del
hogar en cuanto daban las nueve, se
ponía la corbata y emprendía una larga
caminata para rezar el rosario. Iba
desgranando las cuentas en el bolsillo
derecho mientras recorría lentamente las
calles sin dejar nunca de saludar con un
gesto al vecino, a la viuda, al transeúnte,
aunque sus labios sólo se movían para
pronunciar sus oraciones. Dirigía las
inversiones familiares, contaba cuentos
a los pequeños antes de que tuvieran
edad de ir al colegio, y al amanecer se
ocupaba de encender los fuegos y de
despertar a los esclavos.
Su único hijo, Rudolphe, el padre de
Richard, un hombre imponente que daba
puñetazos en la mesa si la sopa estaba
fría, había ampliado el negocio
comprando un cementerio y adoptando a
sus jóvenes escultores negros. Hacía
tiempo que delegaba el arreglo de los
muertos a sus sobrinos Antoine y Pierre.
Él acudía a los velatorios y cuidaba de
que la familia del difunto pudiera llevar
un luto impecable y se despreocupara de
los asuntos financieros hasta que el
finado descansara en paz. Aunque era un
ogro en su casa, se mostraba gentil con
los parientes de los difuntos, a los que
consideraba dignos de la poca paciencia
que tenía. Sobre la puerta del próspero
establecimiento de la Rue Royale
colgaba el nombre del hombre blanco
que había dado la libertad a Jean
Baptiste: Lermontant.
Richard enarcó las cejas ante su
vaso de whisky, y con la vista nublada y
un ligero gesto de la boca advirtió que
estaba sucio. Tenía huellas de otros
dedos, y se podía captar en él el hedor
de otras salivas. Tras la puerta abierta
se volcaba el cielo azul sobre el
mercado. Richard entornó los ojos y
bajó la cabeza. Por primera vez en su
vida se preguntó si el infierno no sería
un sucio antro no purificado por el
fuego. Se apresuró a apurar el whisky.
Tras el dulce aroma del pecado
volvió la tensión, el temor por Marcel…
y
esa
mórbida
confusión
de
pensamientos que de pronto le
atravesaba el cerebro como Una aguja.
Él no servía para aquellas viles
actividades. Le pareció divertido que
todos los irlandeses de la barra
estuvieran
borrachos
antes
del
mediodía.
Imaginó que si su padre supiera
dónde estaba lo sacaría de allí agarrado
por el cuello, y esto también le pareció
divertido. Era como si su altura le
otorgara inmunidad. Era demasiado
grandón para que le pegaran. Sonrió
para sus adentros y se bebió otro
whisky.
Sabía sin embargo que no podría
soportar aquello mucho tiempo. No tenía
la capacidad de Marcel. Aunque toda la
herencia de Lermontant desapareciera
de un plumazo, Richard siempre sería el
mismo: un chico educado y obediente
poseído por una constante e incurable
ansiedad que le impedía permanecer en
una sala que no fuera impecable, dejar
ningún trabajo sin terminar o abandonar
un libro sin comprenderlo a la
perfección.
Pero una cosa le salvaba todos los
días, desde que se levantaba de la cama
antes del amanecer hasta que se
acostaba una vez que su ropa quedaba
colgada en el armario y sus deberes
yacían impecables sobre la mesa del
comedor. Sabía, muy en el fondo de su
corazón, que nada puede ser perfecto y
que la tensión que le acompañaba
constantemente no cesaría nunca. ¿Era
esto una tontería?
A veces pensaba que su padre no lo
sabía, o que su madre, Suzette, que
trajinaba de la cocina a la mesa con las
mangas recogidas y la frente húmeda,
creía que por fin llegaría el día en que
podría descansar. Pero Richard
comprendía que la vida era así, y esto le
hacía mantener una calma exasperante en
aquello que a otros les ponía furiosos, y
le permitía realizar sus tareas con
resignación y a veces de forma
mecánica. Todavía no sabía que esto se
agudizaría con el tiempo.
Le estallaba la cabeza. El whisky no
proporcionaba el mismo placer que el
jerez o el oporto, pero sólo la vaga
conciencia de que un hombre blanco le
observaba desde la barra le obligó a
dejar el vaso.
¡Christophe volvía! ¡Christophe iba
a abrir una escuela! Los sueños de
Richard nunca habían volado tan alto.
En realidad siempre habían sido sueños
bastante modestos que no incluían el
peregrinaje a París.
En el telón de fondo de su mente
estaba la nítida imagen del abuelo junto
al fuego, arrebatándole el artículo
parisino sobre las Nuits de Charlotte de
Christophe. Antoine lo había cogido en
silencio.
—Passe blanc! —El viejo escupió
en la chimenea.
—¡No, abuelo! —exclamó Richard
suavemente—. Él nunca… Siempre ha
dicho que es un hombre de color… —
Pero entonces vio que Antoine movía la
cabeza.
—Diez años… —murmuró el
anciano.
El padre de Richard, que caminaba
de un lado a otro entre las sombras, se
echó a reír. Se acercó a la silla de
Richard y murmuró con sequedad:
—¿Tú qué te crees, que París es un
paraíso donde uno se convierte en
ángel? ¿Que allí se te vuelve la piel
blanca?
Richard se quedó callado, aturdido.
Todos hablaban de ir a París. Hasta sus
hermanos habían ido…
Entonces recordó las palabras: «diez
años…». Miró a su abuelo. Nadie había
vuelto a hablar de sus hermanos.
Richard ni siquiera recordaba cuándo
había comenzado ese silencio.
—Passe blanc —susurró el abuelo
con resquemor.
Richard se quedó mirando el fuego.
Siempre había sabido que algo terrible
pesaba en el aire, algo que se cernía
sobre su madre cuando limpiaba los
retratos de la escalera. Richard no había
conocido a sus hermanos, jamás había
visto una carta suya, nunca había
pensado…
—Creo que ahora viven en Burdeos
—le dijo Antoine más tarde, ya en el
piso de arriba—. Me lo contó un hombre
que vino hace poco a la funeraria.
Quería saber de nosotros. Dijo que se
habían casado con mujeres blancas,
naturalmente…
Esa noche se acostó pensando en
ellos por primera vez. André y Michel,
casados con mujeres blancas. Cuando
por fin apagó la lámpara supo que nunca
iría a París, que nunca se marcharía de
casa como habían hecho ellos
rompiéndole el corazón al abuelo.
Aunque jamás se le había ocurrido
pensar que su abuelo tuviera un corazón,
lo cierto era que poseía algo igualmente
fuerte que los unía a todos. Richard
adoraba a su abuelo. Ese año había
aprendido junto a él a llevar los libros
de la funeraria, y de vez en cuando había
ido a atender a los parientes de los
difuntos, siempre sorprendido de que se
alegraran de verle, le hicieran tomar
asiento junto al féretro y le dieran
palmaditas en la mano.
Siguió
bebiendo
whisky
compulsivamente. Tuvo el irresistible
impulso de volver a sonreír, aunque sus
pensamientos tocaban una fibra sensible.
Muy bien, nada de ir a París, pero ahora
volvía el gran hombre. Las madres
acudirían en tropel a su salón, ansiosas
por colocar a sus pequeños bajo el
amparo de sus alas. Cerró los ojos y
luego miró el cielo resplandeciente.
¿Podría él, Richard, acudir a aquella
escuela? ¿Se lo permitirían sus padres,
después de oír el constante y florido
repertorio de anécdotas que contaba
Antoine: hachís, mujeres blancas, la
vida de café en café, los días que a
veces pasaba sin encontrar una cama?
Los otros perdonarían al gran hombre,
hablarían con él de Victor Hugo y le
harían preguntas sobre sus famosos
viajes, pero los Lermontant no lo
tolerarían. No era lo que deseaban para
Richard. Ésa era la verdad, y él ya lo
sabía incluso esa misma mañana, cuando
acudía corriendo a clase con la noticia.
Lo que sentía en ese momento, lo
que había sentido cuando dejó a Marcel
en la Place d'Armes era simplemente
envidia. Ésa era la repulsiva maraña de
dolor y confusión: envidia.
Miró el cielo de nuevo y se le
humedecieron los ojos. En su
obnubilación no acertaba a ver la oscura
arcada del mercado aunque sabía que
albergaba fardos de mercancías,
hombres trabajando, carros que crujían
bajo sus pesadas cargas. El aire
transportaba el fuerte olor agrio de la
col hervida.
¡Envidia de Marcel! Muy bien,
Richard, bébete otro whisky.
Pero era cierto. Envidia de la
elegancia con la que Marcel podía
susurrar «Je suis un criminel!» y
marcharse luego con los ojos vidriosos
tras la loca Juliet.
Richard le envidiaba. Envidiaba
amargamente la demencial aventura que
estaba corriendo en ese momento, al
mediodía. Y lo que era peor, envidiaba
la fuerza con la que Marcel lograría
romper el silencio de Juliet. Richard se
odiaba. Marcel lo conseguiría, Marcel
siempre lograba lo que se proponía.
Apartó de pronto la botella y se
levantó para marcharse, pero en ese
momento volvió a cobrar realidad el
hombre blanco que le miraba desde la
barra: un irlandés de rostro enrojecido y
pelo desgreñado que se dejó caer en la
silla delante de él. Richard sintió recelo
por primera vez desde que entrara en el
bar.
Había disfrutado voluptuosamente
del peligro sin pensar que pudiera
tocarle, pero ahora este hombre le había
puesto la mano en el brazo, y el hecho
de no poder verle con claridad
empeoraba la situación.
El hombre, más borracho que
Richard, mostró unas monedas en la otra
mano. Richard vaciló, temeroso de que
cualquier gesto pudiera provocar una
pelea.
—No da ni para una asquerosa copa
—resolló el irlandés—, y en una ciudad
como ésta en la que ni trabajando todo
el día gana uno para una cama. —Miró
por encima del hombro como si en la
barra le acechara un enemigo.
Richard empujó el vaso hacia él e
intentó apartarse.
—Por favor… —dijo, señalando la
botella.
—Es usted todo un caballero, señor.
—El hombre se sirvió un whisky sin
soltar a Richard. No era viejo pero lo
parecía. Tenía los ojos inyectados en
sangre y el cabello pelirrojo ralo y
grasiento. Llevaba la tosca ropa de un
trabajador y las uñas negras. Se puso a
mascullar algo sobre el trabajo en las
calles, las piedras y el mortero—.
¡Malditos negros! —gritó en un estallido
de coherencia—. Malditos negros libres
que trabajan de camareros en los hoteles
por cinco dólares al día mientras que los
hombres se desloman bajo el sol en la
calle…
A Richard se le encendió el rostro.
Su instinto le advertía que no mordiera
el anzuelo, porque sería el perdedor.
Estaba furioso y le temblaba el brazo
bajo la mano del irlandés que se atrevía
a decir tales cosas esperando que él, un
negro, le escuchara. Se pegó a la pared,
pero en ese momento el hombre dijo con
inocencia:
—¿Cómo puede soportar vivir entre
negros libres como el viento?
Richard se quedó con la boca
abierta. Empezaba a comprender, aunque
todavía no terminaba de creerlo.
—Y luego las putas cuarteronas,
metidas en sus salones y envueltas en
sedas y satenes, que no dejan entrar a
nadie que no sea un caballero. Como si
yo quisiera bailar con esas asquerosas
putas negras… porque eso es lo que son,
putas negras. ¿Pero cómo pueden
ustedes soportarlo? ¿Cómo soportan no
poder azotarlos y venderlos…?
—Perdone, monsieur. —Richard se
había levantado de golpe, agarrando la
botella tambaleante—. Sírvase el
whisky que quiera.
Al salir precipitadamente al aire
fresco del río quedó cegado por un
instante pero fue incapaz de reprimir una
sonrisa y luego una súbita carcajada.
Mientras subía por la Rue de la Levee
olvidó por un momento todos sus
problemas. Nunca había tenido una
experiencia parecida. Aquel bastardo le
había tomado por blanco.
—III—
E
n la barbería de un negro de la Rue
Bourbon se lavó la cara, se echó
colonia y se tomó un refresco. Cuando el
hombre no miraba, echó colonia en la
copa y se enjuagó la boca. Ya estaba
totalmente arrepentido y mareado.
Monsieur De Latte ni siquiera se
dignó a prestarle atención cuando fue a
sentarse al fondo de la clase. El
profesor siguió dando la lección de
bastante mal humor, y la tarde fue
pasando.
—Quiero que le lleve esta factura de
mi parte a la madre de Marcel, ahora
mismo —le dijo a Richard mientras los
demás salían. Escribió algo a toda prisa,
se quitó los anteojos y se frotó la
dolorida marca roja—. ¡No tengo
porqué tolerar esto! —masculló sin
dirigirse a nadie en particular—. ¡No
pienso tolerarlo ni un minuto más!
¡Dígale que tendrá que tomar una
decisión con respecto a su hijo!
Richard ya caminaba hacia la casa
antes de que surgiera en él cualquier
conato de rebeldía, antes de que alguna
voz protestara en vano: «No, no seré yo
quien se lo diga».
Que le diera la noticia el propio
Marcel. Richard estaba convencido de
que estaría en casa para cuando él
llegara. Decidió entrar a hurtadillas por
la parte de atrás y llegar, sin que Cecile
Ste. Marie le viera, hasta la habitación
de Marcel en el garçonnière, encima de
la cocina. Hacía medio año que Marcel
se había mudado a aquellas habitaciones
privadas, un lujo fabuloso a los ojos de
Richard. Aunque el garçonnière estaba
en la parte de atrás, Richard nunca había
evitado la puerta principal, pero le
resultaba insoportable la idea de
entregarle la factura a Cecile, de
explicarle la expulsión.
Sin embargo sus planes quedaron
desbaratados en cuanto llegó a la puerta
del jardín de la Rue Ste. Anne. Cecile se
encontraba en la puerta, con la cabeza
ladeada y el dolor reflejado en sus ojos
negros.
Estaba espléndida, vestida de
muselina amarilla y con dos diminutas
perlas en las orejas. El calor del día no
había alterado su aspecto. Richard nunca
había conocido una mujer más delicada,
más frágil, y ahora sintió en su presencia
aquella admiración que solía dejarle sin
habla. Reconocía, no sin cierta
vergüenza, que en parte se debía a que
era la mujer de un hombre blanco, la
«esposa» negra de un rico plantador.
Pero eso no lo era todo. Cecile se llevó
el pañuelo a los labios, emanando un
sutil aroma a colonia.
—¿Dónde está Marcel? —susurró
débilmente en francés.
Richard buscó con torpeza la
factura, y casi se la había tendido
cuando vio que ella se daba la vuelta
con los ojos llenos de lágrimas. Se oyó
un portazo. Iba a resultar muy duro.
Cecile entró en el pequeño salón, fue
hacia la vitrina que se tambaleaba y con
una mano la estabilizó sobre sus
diminutas patas. Luego miró a Richard a
los ojos, con expresión de súplica.
—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué
me das? —Se sentó en el canapé en
medio de un círculo perfecto de
muselina, con el pecho agitado como si
se fuera a desmayar—. ¿Qué ha hecho
ahora? Dímelo, Richard. ¿Qué ha hecho?
Richard se quedó mirando como un
estúpido la mano de Cecile en el regazo,
las tensas cintas doradas. Era inútil
esperar a Marcel o ir a buscarle.
—Madame
—comenzó—.
Madame… —Richard maldijo a
monsieur De Latte y se maldijo a sí
mismo por haber aceptado aquel
encargo, pero ya era demasiado tarde.
Cecile le arrebató de súbito la factura y
al ver la suma escrita en ella la dejó de
golpe sobre la mesa.
—Yo siempre pago. ¿Qué significa
esto?
Todo el cristal de la sala tintineó, y
el sol relumbró en los estremecidos
marcos de los retratos.
—Le han… bueno, ha sido… Me
han encargado que le diga que… —
balbuceó Richard. Y en ese momento
vislumbró su salvación. En las sombras,
tras el arco que separaba el pequeño
salón del comedor, había aparecido
silenciosamente Marie, la hermana de
Marcel. Sostenía contra su pecho un
libro abierto, como si hubiera estado
leyendo. Llevaba el pelo suelto. Richard
se la quedó mirando con gesto
desvalido, pero Cecile se levantó y le
cogió la muñeca.
—¿Qué ha pasado, Richard? ¿Qué
me quieres decir? —preguntó enfadada
—. Por el amor de Dios, ¿qué ha hecho?
—Le han expulsado, madame —
susurró Richard—. Monsieur De Latte le
ha pedido que se matricule en otra…
Cecile lanzó un chillido tan fuerte e
inesperado que Richard retrocedió de un
brinco y le dio un golpe a la mesita.
Agarró torpemente una lámpara que
estaba a punto de caerse y al darse la
vuelta tropezó con la pata de una silla.
Cecile sollozaba. Richard tenía el
corazón destrozado, pero Marie estaba
ya junto a su madre. Richard se quedó
mirando ciegamente la puerta abierta.
—¡Fuera! —gritó Cecile de pronto
con voz fría y ronca—. ¡Fuera de aquí!
Richard la miró, miró su cabeza
inclinada, el puño que caía sin ruido
sobre las rosas bordadas del canapé, el
pie que golpeaba torpemente el suelo.
—¡Fuera! —gritó ella de nuevo, y
Marie apartó de pronto la cara.
Richard perdió los estribos. «Ni por
mi mejor amigo voy a soportar esto un
momento más —pensó Richard—.
¡Desde luego que me marcho!», y con un
apagado «bonjour, madame» salió de la
casa.
No empezó a comprender hasta
mucho más tarde, ya por la noche,
cuando estaba en la cama. Mucho
después de la larga y agónica cena que
la familia dedicó a denostar a Marcel y
en la que Rudolphe trajo a rastras a la
cocinera, que admitió temblando que la
madre de Richard, Suzette, podía haber
«arruinado el pescado con sus toques
especiales». Antoine miró entonces a
Richard con el ceño fruncido, como
diciéndole con la mirada que estaba
seguro de que la expulsión de Marcel
tenía que ver con Christophe, y que eran
todos unos idiotas románticos. Richard,
indispuesto, había pedido permiso para
marcharse, justo en el momento en que
su madre derramó el vino al levantar los
brazos para gritar que llevaba diez años
haciendo el pescado de aquel modo.
Lo cierto es que no era nada fuera de
lo común. Por otra parte nadie sospechó
de la incursión de Richard en los
muelles, y él no había pensado que se
sentiría tan culpable por ello. El abuelo
dijo finalmente que Marcel era Un buen
chico, incluso mejor de lo que todos
pensaban, y que lo que necesitaba era un
padre.
Más tarde, ya metido en la cama, con
la ventana abierta a pesar de los ruidos
de la calle, Richard empezó a
comprender. Recordó el gesto con que
Marie se había apartado de su madre,
cómo había inclinado la cabeza cuando
Cecile pronunció las palabras que a él
tanto le impresionaron: «¡Fuera de
aquí!». El tono de voz de Cecile
reflejaba una feroz intimidad.
«No me estaba hablando a mí —
pensó Richard—. Se dirigía a Marie».
Estaba seguro. Abrió los ojos y miró
el techo. La luz de una farola de la calle
arrojó sobre él la sombra de una cortina
de encaje, una sombra que se deslizó
por la pared y se desvaneció cuando la
luz se alejó al paso de un cansino
caballo. Desapareció también el escozor
de las palabras, pero éste era otro
misterio. ¿Por qué le había hablado así
Cecile a su propia hija? Súbitamente
incómodo, Richard deseó no haberlo
oído. Se sentía un intruso y le asaltó de
nuevo el escozor, aunque esta vez más
intenso.
¿Qué había sentido Marie allí en su
presencia? «No, debo de estar
equivocado», pensó. Pero no lo estaba.
Aquellas hirientes palabras, «¡fuera de
aquí!», tenían una poderosa resonancia.
Richard se sentía muy agitado y sintió
deseos de que nunca se le hubiera
ocurrido aquella idea.
Richard quería a toda la familia Ste.
Marie, no sólo a Marcel, que era su
mejor amigo, su único hermano de
verdad, sino a la adorable Cecile, que
era toda una dama, y a la hermosa y
callada jovencita en la que se había
convertido Marie. Durante años había
sido su compañera de libros de cuentos,
su compañera de poesías y canciones,
una imagen de encajes, ceñidores y
zapatillas que no suele verse salvo en
pinturas. Ahora era alta como su madre,
con un cuello de cisne, los brazos
redondeados y unos ojos como los de
los ángeles de mármol que a las puertas
de la iglesia ofrecían el agua bendita en
profundas conchas.
De pronto se quedó sin aliento al
pensar en ella. Marie. La sencillez de su
nombre parecía perfecta. A veces le
había escrito poesías que luego rompía
en un arrebato, como si la habitación
estuviera llena de espías.
No podía soportar la idea de que su
madre la hubiera herido de aquel modo.
Era una familia muy unida. Él los
conocía a todos demasiado bien para
pensar… Pero entonces… No atinaba a
comprender, siempre iba a dar al mismo
sitio. Cerró los ojos pero no podía
dormir. Se dio la vuelta, giró la
almohada para sentir algo fresco en la
cara y se dejó llevar por su fantasía.
Estaba sentado con Marie en los
escalones traseros del garçonnière,
como estuvieron años atrás, un día que
él le había abotonado la tira de su
zapatilla, con la diferencia de que ahora
no eran niños y hablaban con mucha
intimidad. Él tendió la mano y… No.
Volvió a ver los ángeles de las puertas
de la iglesia. Marcel tenía problemas,
ella tenía problemas. Cecile había
llorado, estaba llorando cuando él se
marchó.
Richard
suspiró,
apesadumbrado ya tan sólo por uno de
los miles de problemas a los que se
había acostumbrado día a día, y se
abandonó a un sueño agitado.
—IV—
M
arcel alcanzó a Juliet mucho
después de que Richard lo
dejara en el
mercado. Había
memorizado el recorte de prensa, y su
mente febril no albergaba dudas de que
contaba con el impulso necesario para
atravesar la barrera que separaba a
Juliet del resto del mundo. Sólo
esperaba su momento. Iba dejando que
ella le viera de vez en cuando, como
había ocurrido justo antes de que
Richard se marchara. La seguía con el
inagotable dolor y la infinita paciencia
de un amante.
Sentía un asco enorme por la
persona disoluta en la que se había
convertido, pero al mismo tiempo
comprendía lo que le estaba pasando y
no tenía remordimientos. Su niñez había
llegado a ser un desierto, o más bien él
se había dado cuenta por fin de lo árida
y desolada que había sido siempre.
Mientras seguía a Juliet le parecía ir tras
la vida misma, dejando atrás las fatigas
de su desobediencia diaria.
Ella compró gallinas cluecas y
tomates maduros, ostras y calamares
vivos. Su gato entraba y salía veloz de
los puestos y arqueaba el lomo junto a
su falda. Juliet se sacó el dinero de la
seda que le cubría los pechos, bajo la
que se notaban los diminutos pezones.
Marcel, mareado de calor, se apoyó
contra los barriles como un estibador,
sin apartar los ojos de la espalda de ella
ni de los hombres que la miraban de
soslayo o con descaro.
Claro que a él también le miraban.
Los carreteros y los negros con sus
cestos al hombro se quedaban mirando
al pequeño caballero que tenía el abrigo
cubierto de heno y los grandes ojos
azules y febriles clavados en la figura de
Juliet.
Pero Marcel no se daba cuenta. Él
sólo veía que Juliet tenía por fin la cesta
llena, coronada de ñames, zanahorias y
verduras, y con dos gallinas atadas por
las patas a las asas. Los animales
aletearon y cacarearon cuando ella se
puso toda la carga en la cabeza. Juliet
bajó después los brazos y echó a andar
con presteza entre el gentío, con la cesta
en perfecto equilibrio, la espalda
erguida y el paso rítmico, como una
auténtica vendeuse africana.
—Mon Dieu —susurró Marcel—.
¡Qué bien lo hace! —Ciertamente lo
hacía mejor que los esclavos que
acudían todos los días al mercado desde
sus granjas.
Era algo sorprendente por demás.
Marcel estaba maravillado. La
siguió hasta salir de los apretones y
olores del mercado, hipnotizado por su
elegancia, con actitud protectora y
amenazante. Los tenderos, apoyados en
sus escobas, holgazaneaban en la puerta
de sus comercios. Si alguno se atrevía a
pronunciar una sola palabra, lo
mataría…
Pronto se dio cuenta, espantado, de
que habían llegado a la Rue Dauphine, y
que la casa de Juliet estaba a pocos
pasos de distancia, Marcel se acercó
hasta casi tocarle el chal.
Ella se detuvo. Subió el brazo con
elegancia, se sujetó la carga sobre la
cabeza y se giró en redondo.
—¡Me estás siguiendo! —dijo.
Marcel se quedó helado.
Interrumpían el paso de la gente,
pero Juliet no se movió. Le miraba
fijamente y parecía alzarse sobre él a
pesar de que eran casi de la misma
estatura. Volvió a estabilizar la cesta y
Marcel vio que su expresión no era de
enfado sino de curiosidad.
—¿Por qué? —preguntó ella y
frunció los labios en una astuta sonrisa,
sin dejar de mirarle. Marcel sintió que
poco a poco el corazón recuperaba su
ritmo normal. Juliet hablaba con voz
melodiosa y risa contenida—. ¿Me lo
vas a decir? —insistió enarcando las
cejas. Algo en su modo de hablar le
recordaba a sus tías, incluso a su madre,
algo que tenía que ver con las selvas de
Santo Domingo donde habían nacido.
De pronto sintió la resolución que
había estado esperando todo el día.
—Madame Mercier, es por lo que he
leído en los periódicos de París. Tengo
que hablar con usted. Por favor, por
favor, perdone que me haya acercado de
esta manera, pero tengo que…
Ella le miraba atónita. De pronto
pareció como si no comprendiera lo que
le decía. Señaló algo que Marcel tenía a
los pies.
Era el gato negro, que les había
seguido todo el camino y que ahora se
frotaba el costado contra la bota de
Marcel. Él lo cogió enseguida y se lo
tendió a Juliet, que lo estrechó contra su
pecho. Entonces se dio media vuelta y
echó a andar.
—¡Es sobre Christophe! —dijo
Marcel desesperado.
—Christophe —susurró ella. Giró la
cabeza con gesto majestuoso y le miró
por encima del hombro. Algo perverso
asomó en sus ojos. El cambio de
expresión fue tan brusco que Marcel se
asustó.
—Los periódicos… —prosiguió no
obstante— dicen que vuelve a casa.
—¡No! —exclamó Juliet con voz
sofocada, volviéndose hacia él—. ¿Eso
dicen los periódicos de París?
Un carro se había detenido tras ella
y el conductor le gritaba con expresión
colérica.
—Pero dime, cher… —El caballo
relinchó sobresaltado—. ¿Dónde está
ese periódico? ¿Qué dice? —Miró a
Marcel de arriba abajo, exaltada, como
si estuviera a punto de atacarle para
arrebatárselo, Marcel se arrepintió al
instante de haber entregado el recorte a
Richard.
—Lo he visto esta mañana con mis
propios ojos, madame. No lo llevo
encima, pero lo he leído tantas veces
que me lo sé de memoria y se lo puedo
repetir palabra por palabra.
—¡Dime, dime! —estalló ella. En
ese momento el carretero se puso a
bramar y restalló el látigo sobre la
cabeza de Juliet, sesgando los tallos y
las hojas de la cesta. Marcel apretó los
puños y se adelantó furioso pero Juliet,
mucho más rápida que él, se dio media
vuelta y arrojó el gato negro a la cara
del hombre.
La multitud lanzó un grito y alguien
se echó a reír en la puerta de una tienda.
El carretero estaba furioso, El gato le
arañaba salvajemente, tratando de
agarrarse a él, y cuando el hombre pudo
quitárselo de encima le sangraba
copiosamente la mejilla. El caballo
retrocedió con tal violencia que la rueda
del carro se montó en la acera. El
hombre maldijo a Juliet en una extraña
lengua gutural.
Un negro le advirtió entonces en
rápido francés:
—Cuidado, monsieur. Le ha echado
mal de ojo. Tenga cuidado, monsieur…
—Y luego se echó a reír.
Juliet cogió a Marcel de la mano y le
arrastró por la calle.
—Ven, cher, ven…
El hombre empezó a bajar del carro
pero alguien le detuvo e intentó razonar
con él. La mano de Juliet, húmeda y
sorprendentemente fuerte, arrastraba a
Marcel hacia la puerta del jardín. De
pronto el muchacho se encontró dentro,
en un caminito donde la hiedra que caía
del muro había llegado hacía tiempo a la
casa y tendía sobre el suelo un suave
lecho de hojas.
Juliet caminaba con elegancia. El
gato negro apareció tras ella con la cola
muy alta.
Marcel vaciló un instante. Al alzar
la vista vio las paredes manchadas, las
maltrechas contraventanas y al fondo el
cielo azul. Los altos plátanos ocultaban
los edificios del otro lado de la calle.
Por un momento se sintió solo en aquel
lugar desconocido. En el portalón había
una pequeña ventana, parcialmente
cubierta de lodo. Muchas veces había
intentado ver algo a través de ella, como
otros muchos. Ahora se asomó también,
pero sólo divisó tenues siluetas.
—Ven, cher —le llamó Juliet.
Marcel se dio la vuelta, algo
confuso, y se apresuró a alcanzarla. Iban
hacia el jardín trasero.
Cuando Marcel llegó al final del
pequeño camino, el sol le cegó un
instante. Entornó los ojos y vio el perfil
de una cisterna en ruinas y el tejado de
un viejo cobertizo. Tendió la mano para
apoyarse en el muro y se dio cuenta de
que se había pasado casi todo el día
corriendo,
pero
su momentánea
debilidad y el leve dolor en los ojos era
una molestia sin importancia. ¡Estaba en
casa de Juliet! Marcel miró con
reverencia el jardín inundado de sol.
Volvió a ver la alta cisterna que se
alzaba junto a la casa de tres pisos.
Tenía los bordes desconchados y la
abrazaban los retorcidos tentáculos de
una enredadera de flores rosas. La
madera podrida estaba manchada del
óxido de las abrazaderas de hierro que
se habían caído. El suave tono oscuro de
la base mostraba que todavía estaba
parcialmente llena de agua.
No le gustó su aspecto, y tuvo la
horrible sensación de que se estaba
cayendo lentamente encima de él y de
Juliet, que en ese momento atendía una
cacerola de hierro que hervía sobre unas
brasas. La mujer se inclinó con
delicadeza para probar el guiso con una
cuchara de madera, como si aquella
mole no supusiera ninguna amenaza.
Luego miró a Marcel con fiereza,
preocupada y pensativa.
—Ven —dijo—. Si has leído los
periódicos de París, podrás leer para
mí. —Volvió a cogerlo por la mano y lo
metió en la oscuridad de la casa.
Todo estaba en ruinas.
La lluvia había penetrado hacía
tiempo por las contraventanas podridas.
Fueron caminando por el suelo sucio y
combado a través de desoladas salas en
las que el empapelado, en otro tiempo
de cintas y flores, colgaba de los techos
húmedos en tiras amarillentas, dejando
al descubierto los agujeros de las
paredes. La pintura saltaba de los
marcos de los espejos, y los cojines de
las sillas estaban por los suelos. Lo que
en otro tiempo había sido una cortina
cayó como polvo de una ventana, como
azotada por una violenta ráfaga de aire.
Pero se notaba que alguien vivía
todavía allí, y eso era lo espantoso.
Había un par de zapatos nuevos ante una
chimenea de mármol donde yacían
también un plato y un vaso cubiertos de
hormigas.
Sobre una desvaída alfombra se veía
un baúl con objetos envueltos en papel
amarillo, de los que sobresalía un jarrón
de cristal verde. El resto estaba cubierto
de polvo.
—Arriba —susurró ella, señalando
la balaustrada más allá del salón.
Al tocarla, Marcel se dio cuenta de
que se movía. Por las altas ventanas se
abrían paso tenues rayos de luz.
Marcel se detuvo estremecido al
percibir el ruido y el hedor de ratas. Por
detrás de los tablones se oía el estrépito
habitual de la calle: un hombre
maldiciendo a su mula, el súbito grito de
un niño y el rumor de fondo de ruedas de
madera. Marcel alzó los ojos hacia el
débil resplandor de unas puertas
entreabiertas y se sintió como sumido en
un sueño.
Juliet lo llevó hasta un comedor. Con
un gesto espantó a los mosquitos que
revoloteaban sobre un jarro de
porcelana y luego tendió la mano para
dejar entrar un rayo de sol sobre un
arcón que yacía bajo la ventana,
cubierto de polvo pero nuevo. La mesa
conservaba su brillo. Sobre una silla
había una servilleta sucia y arrugada. En
la pared colgaba el retrato de un negro
vestido de militar.
—El viejo haitiano —susurró
Marcel, recordando la larga historia de
monsieur Philippe, pero la luz hacía
opaca la superficie e impedía verle los
rasgos.
—Ven, cher, ven —dijo Juliet
apresuradamente, como si Marcel
pudiera olvidar a qué había ido. Se puso
de rodillas y abrió la tapa del arcón.
Eran cartas, cientos de cartas. ¡La
correspondencia de años!
Marcel no albergaba dudas con
respecto al autor de aquellas cartas. Se
arrodilló sin aliento, cogió una, luego
otra, revolvió entre ellas para leer las
direcciones: Estambul, El Cairo,
Londres y París. París, París, París.
¡Docenas, cientos de ellas ni siquiera
habían sido abiertas!
—No, no —susurró Juliet—. Toma,
las nuevas… mira. —Le puso las cartas
en la mano. Una de ellas estaba abierta,
y por el tamaño y los pliegues se notaba
que había contenido algo más grande
que una carta. Dentro sólo había una
nota.
Otra era más reciente. La fecha
figuraba en la parte superior, y era de la
primavera de ese mismo año.
—Léemela, cher —pidió ella—.
Léela, deprisa.
Se sentó sobre sus talones y lo miró
con las manos entrelazadas en la falda,
con la franca expresión de una niña. No
advirtió el mareo que invadía a Marcel
ni su vago y desconcertado miedo. Era
espantoso ver aquellas cartas, cerradas
y apiladas, pero una palpitante emoción
disipó la tristeza que irradiaban. Marcel
se quedó mirando la hoja de papel. Era
la letra de Christophe, con su firma al
final.
Qué no habría dado cualquiera de
los que estaban fuera por vivir ese
momento… Richard, Fantin, Emile, y
tantos otros amigos. Pero el exterior no
existía. Sólo existía aquel lugar, su
espantosa ruina y ese algo próximo a la
tragedia. Miró a Juliet, sumida en sus
propios pensamientos o en sus propios
miedos. Marcel comenzó a leer con una
voz que no le pareció la suya:
—Mamá…
—¡Sigue! —le apremió ella. Marcel
vaciló. Era demasiado personal. Le
parecía un crimen.
—¡Léemela, cher! —Le aferró la
muñeca. Marcel se dio cuenta de que
Juliet, como Cecile, no sabía leer.
Has ganado. Así de fácil. A
veces, cuando paso un mal
momento, te imagino muerta.
Pero entonces me encuentro en
la calle con alguien que me dice
lo contrario, que sólo hace unos
meses que salió de Nueva
Orleans y que afirma que estás
viva, que te ha visto con sus
propios ojos. Aun así no
obtengo ninguna respuesta tuya.
Charbonnet te llama y tú no
abres la puerta. Hace seis
meses que no abres la puerta.
Bueno, no diré que lo dejo
todo por ti, que perturbas mi
mente de día, y que de noche
conviertes mis sueños en
pesadillas. Tampoco diré que te
quiero. Me embarco a final de
mes.
CHRIS.
Marcel le enseñó la carta a Juliet,
pero ella se había dado la vuelta con un
largo suspiro. Luego susurró suavemente
que era cierto.
—¿Quiere que le lea otra?
—¿Por qué? —murmuró Juliet. No
estaba, contenta ni emocionada. Se
levantó lentamente y se apoyó un
instante en el repecho de la ventana—.
Entonces viene a casa —dijo, y salió en
silencio de la habitación.
Marcel se quedó mirando el
contoneo de su vestido, sin saber qué
hacer. Algo le retenía donde estaba,
cerca del arcón con sus cientos de cartas
sin abrir. En ese momento captó una
brillante luz al final del caminito de
acceso y lo que parecía la sombra de
ella en el muro gris.
Se imaginaba lo que contenían
aquellas cartas. Hacía paquetes, algunos
abiertos, otros cerrados, de los que
sobresalían recortes de periódicos. Era
un tesoro, pero no se atrevía a tocarlo.
Marcel se levantó, se sacudió el polvo
del pantalón y cerró suavemente las
contraventanas. La oscuridad le
envolvió como una nube.
Se quedó inmóvil un momento. En su
vida había estado más agitado. En el
exterior estaba la vida cotidiana que
tanto le frustraba, le ofendía, le
empujaba hacia todo tipo de pequeños
agravios y derrotas. Pero allí se sentía
vivo, maravillosamente vivo, y tenía
miedo de que le echaran. Tras sacudirse
de nuevo el polvo del pantalón salió en
pos de Juliet.
Un suave sol inundaba el final del
caminito entre las hojas. Se protegió los
ojos con la mano y se encontró en el
umbral de una vasta sala.
—Cher… entra —oyó que le decía
Juliet.
Estaba sentada en una mesa de
mimbre, de espaldas a las ventanas
abiertas donde la brisa estremecía los
diminutos capullos de la enredadera. El
aire era fresco y llevaba el aroma de
naranjas recién cogidas. Poco a poco fue
vislumbrando los rasgos de Juliet. Tenía
en la mano un pequeño objeto, un espejo
tal vez, y susurraba algo que Marcel no
comprendió. Delante de ella había un
cuenco con frutas, pero enseguida le
distrajeron los objetos diseminados por
la sala.
La cama era una pila de colchones
de plumas sobre los que se amontonaban
revueltas las finas telas que ella solía
llevar: tarlatana, seda y otros sutiles
tejidos cuyo nombre ignoraba. Las
ventanas quedaban ensombrecidas por
las frondosas ramas de los árboles, que
teñían de verde la luz. Junto a las
paredes había un sinfín de baúles
abiertos y llenos a reventar, paquetes de
embalar, cajas de papel, marañas de
sombreros con las cintas enredadas y
auténticas montañas de zapatos. Ante un
tocador atestado de cosas había un
hermoso biombo chino con un dibujo de
doncellas de ojos rasgados que
destacaban doradas contra las nubes.
Marcel se quedó sin aliento. Todos
sus instintos respondían al lugar y a
aquella hermosa mujer que estaba
sentada en silencio, con sus ondulados
cabellos cayendo como un velo sobre
sus brazos y concentrada en el pequeño
objeto que tenía en las manos. Los
párpados le caían lánguidos por el calor
o la pena.
Un
detalle
le
conmovió
profundamente. Por toda la sala había
jarrones de flores: rosas, lirios, frágiles
ramos de lavanda y manojos de jazmín
que surgían entre hojas de helecho.
Debía de haberlas cogido ella misma, y
sólo ella podía haberlas colocado con
tanta delicadeza en medio del caos. La
mesa estaba reluciente, al igual que el
espejo del tocador.
Una brisa estremeció el oscuro
follaje detrás de las ventanas y agitó con
un suspiro la mosquitera dorada que
colgaba sobre los colchones. Marcel
sintió un escalofrío.
Juliet se apoyaba en una mano con
aire débil. Miró a Marcel, batiendo sus
largas pestañas y sonrió.
—Mira, cher —susurró mientras le
tendía el pequeño objeto, que al instante
reflejó un estallido de luz.
Marcel se sentó junto a ella. No era
un espejo.
Era un retrato dibujado con tal finura
y tan real en su pequeño y ornado marco
que le sobresaltó. Cualquier pintura le
rompía el corazón porque le hacía
pensar en sus toscos bocetos, pero ésta
en concreto le resultaba increíble.
—¿Qué…? —murmuró.
—Christophe, cher —contestó ella
—. Mi Christophe… ahora ya no es un
niño sino un hombre. —Juliet apartó
tristemente la mirada.
Marcel ya lo sabía, claro. Había
visto aquel rostro en numerosos
grabados, en la portada de su novela, en
dos ensayos publicados y en un
periódico, y él mismo lo había copiado
en tinta una docena de veces. La pared
de detrás del escritorio de Marcel
estaba cubierta de retratos de
Christophe. Incluso había hecho trampas
para dibujarlo, utilizando papel de calco
o burdos artefactos montados con
lámparas que arrojaban la imagen
impresa sobre papel en blanco donde él
podía copiarla.
Pero éste era un retrato tan perfecto
que la técnica desafiaba a la
imaginación. Se podía sentir la suavidad
del rostro y la textura más áspera y
oscura del abrigo. Marcel se levantó,
derribando casi la silla, y alzó el retrato
a la luz.
Tenía vida. Sólo los ojos parecían
exánimes, como gemas en la maravillosa
plasticidad del rostro.
—¡No puede ser una pintura! —
suspiró Marcel. La tocó con la uña y
descubrió que era cristal, pero lo más
sorprendente era el color, un apagado
blanco y negro. De pronto supo lo que
tenía en las manos—. ¡Monsieur
Daguerre! —exclamó. No era una
pintura. Era el mismísimo Christophe
capturado en París por la caja mágica de
monsieur
Daguerre.
Todos
los
periódicos habían aireado la noticia de
este invento, pero él no había querido
creerlo hasta ese día. Ahora, al darse
cuenta de que estaba mirando una
genuina semejanza fotográfica que
reflejaba hasta un ligero arañazo en una
bota de Christophe, se quedó pálido,
aturdido por lo que implicaba. El mundo
no había conocido nunca milagro
similar: hombres y mujeres podían ser
plasmados exactamente tal como eran,
como la imagen de un espejo, y así
quedaban para toda la eternidad. Los
periódicos
habían
hablado
de
daguerrotipos de edificios, de multitudes
de seres humanos, de las calles de
París… momentos que quedaban fijados
para siempre, desde las nubes del cielo
hasta la expresión de un rostro.
—A lo mejor su carta era mentira —
se oyó una voz, débil y profunda.
Marcel se sobresaltó.
—No, no, madame. Vuelve a casa.
Lo he leído en el periódico —dijo. Se
sentó junto a ella y apoyó el retrato en el
cuenco de fruta. Necesitó toda su
voluntad para apartar de él la atención y
mirar a Juliet a los ojos—. Dice que
vuelve a casa para fundar una escuela,
madame… para nosotros. —Se tocó el
pecho ligeramente al decirlo—. No se
imagina lo que esto significa, madame…
No sabe cómo le admiramos, cómo le
admira todo el mundo. Siempre hemos
seguido todas las noticias que se han
recibido de él.
Volvió a mirar el pequeño
daguerrotipo: Christophe en París, casi
en carne y hueso. Christophe entre los
hombres que inventaron aquella magia.
Y volvía a casa.
Ella le miraba con aquella expresión
soñadora que Marcel le había visto en la
calle. No sabía si le estaba escuchando
o no.
—Para nosotros es un héroe,
madame —prosiguió ansiosamente, sin
dejar de mirar una y otra vez su retrato
—. Tenemos su novela y sus relatos, los
artículos que escribe para los
periódicos… He leído todo lo que me
ha caído en las manos. He leído su Nuits
de Charlotte. Es magnífica. Como
Shakespeare pero en novela, madame.
Es como si lo estuviera viendo con mis
propios ojos, y cuando Charlotte murió,
yo también me moría.
«Me va a decir que me vaya —
pensó—, y no quiero irme. Todavía no».
Había algo muy severo en el rostro del
retrato cuyos ojos le miraban con
fiereza.
—He copiado sus ensayos —se
apresuró a decir—. Tengo un cuaderno
lleno. A veces yo también escribo
ensayos… bueno, lo intento. Si
Christophe abre aquí una escuela…
tendrá muchísimos alumnos.
«Podrían acudir las mejores familias
blancas —pensó Marcel malhumorado
—, tal vez no se dé cuenta de que…
Pero él ha dicho que es una escuela para
nosotros, para las gens de couleur…».
Marcel alejó estos pensamientos de su
mente.
—Me imagino que el salón se le
llenará de aspirantes.
—¿Qué salón? —preguntó ella con
voz triste.
Marcel se quedó petrificado. La
había ofendido.
—Aquí ya no queda nada —suspiró
Juliet, con tan poca voz que Marcel se
inclinó hacia ella sin darse cuenta. Juliet
miraba lentamente en torno al salón—.
Aquí ya sólo hay ruina.
—Pero todo eso puede cambiar…
—Marcel tenía miedo de que Juliet
perdiera los estribos en cualquier
momento, le acusara de impertinente y le
echara de la casa. Se quedó mirando la
mesa, consternado, y luego el retrato del
hombre sentado en la silla con tan regia
expresión. Hasta las botas estaban
impecables, al igual que las tablas del
suelo de aquella habitación a miles de
kilómetros de distancia, al otro lado del
mar. Cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo vio que
Juliet estaba cogiendo un melocotón
maduro del cuenco.
—¿Tienes hambre, cher? —le
susurró, más con el aliento que con la
voz.
—No, gracias, madame.
Ella se lo quedó mirando mientras
rompía con los dientes la piel del
melocotón.
—Me estabas diciendo algo, cher…
—prosiguió Juliet en un susurro. Se
comía la fruta a grandes mordiscos, sin
más movimientos que el de su delicada
mandíbula, sus labios, su lengua…
Marcel sintió una vaga agitación.
—Sobre mis ensayos, señora —le
dijo, sin prestar atención a sus palabras
—. Pensaba que a lo mejor podría traer
mi trabajo para que cuando empiecen a
llegar los estudiantes… —Se detuvo.
Juliet lo observaba con atención y le
daba miedo. No quería admitirlo, pero
era verdad.
—Para que cuando lleguen los
estudiantes —suspiró ella— te admita
entre ellos.
Marcel se sorprendió de que Juliet
siguiera el hilo de sus pensamientos.
—Pues sí, exactamente, madame.
Deseo con toda mi alma ser uno de sus
alumnos.
Juliet empezó a chuparse los dedos.
Del melocotón sólo quedaba el hueso
limpio sobre la mesa. Marcel estaba
atónito, turbado, como si nunca hubiera
visto hacer aquello a nadie, ni siquiera a
un niño. Juliet se lamió primero un dedo
con la lengua, luego otro. Después,
alzando la mano como un abanico, metió
la lengua entre el índice y el pulgar.
Poco a poco se lamió toda la mano
como si fuera una golosina, y cuando
hubo terminado apoyó en ella la barbilla
con el codo sobre la mesa. Ni por un
instante había dejado de mirar a Marcel.
—Quieres ir a la escuela —suspiró.
Los aretes de oro se movían ligeramente
en sus orejas entre las oscuras ondas de
sus cabellos.
—Sí, madame. Es lo que más deseo
en el mundo.
—Hmmmm… Así que por eso
vuelve a casa —dijo con una voz
inexpresiva que todavía le puso más
nervioso—, no por lo que dice en la
carta.
—Oh, no, no, no puede ser cierto —
se apresuró a tranquilizarla Marcel—.
Estoy seguro de que lo que dice en la
carta es verdad, madame. Vuelve a casa
por… por usted.
Era espantoso. Sin darse cuenta
había estado diciendo justo lo más
inadecuado. Volvió a ver a Juliet tal
como la había visto al entrar en la
habitación: con el retrato en las manos y
hablando en susurros.
El único sonido era el de la brisa.
Los árboles oscilaban, murmuraban
contra el cristal para luego retirarse.
Juliet le miraba con sus ojos negros, con
aquella suave tersura en el rostro. Ni
una arruga de preocupación en la frente.
Sólo la sutil fragilidad de la piel en
torno a los ojos y en el cuello
traicionaba su edad.
—¿Tienes calor, cher? —dijo en voz
muy baja, apenas moviendo los labios
—. ¿Estás cansado? —Tendió un brazo
por encima de la mesa, como una
serpiente, y sus largos dedos juguetearon
con los botones del chaleco de Marcel.
Él no había visto en toda su vida una
mujer más hermosa. Hasta las diminutas
arrugas de los ojos eran exquisitas; la
piel era allí un poco más pálida, más
suave tal vez al tacto. Marcel bajó la
vista de pronto, con un asomo de
timidez, y se quedó contemplando sus
pechos. Los pezones se le marcaban en
la seda, y hasta se veía el oscuro halo a
su alrededor. Ella había subido la mano
hasta su nuca y, cuando le tocó la piel,
Marcel sintió un temblor que se
concentró en una súbita excitación
prohibida que crecía inconfundiblemente
entre sus piernas.
Juliet le acariciaba el pelo. Por un
instante Marcel no vio nada más que la
seda del brazo que ella apretaba contra
la redondez de su pecho, pero se obligó
a mirarla a los ojos, a ser un caballero y
no el niño que ella parecía pensar. Juliet
se levantó y le hizo señas para que se
pusiera también en pie. Aunque ya no le
acariciaba, Marcel sentía todavía el
contacto de sus dedos.
Una nube tapó el sol. Luego otra. La
habitación quedó en penumbra. Juliet
estaba junto a la cama, bebiendo de un
jarro de plata. Se volvió hacia él y se lo
ofreció con las dos manos. Marcel se
acercó, ensordecido con el ruido de sus
propios pasos, y bebió. Su sed era
mucho mayor de lo que había imaginado,
y en un momento el jarro quedó vacío.
Cuando alzó la vista no pudo dar crédito
a sus ojos.
El súbito desgarrón que había oído
eran los corchetes del vestido que ella
se había quitado y que ahora sujetaba
contra sus hombros desnudos. Marcel
vio la línea de su pierna, la curva de sus
caderas; la expresión fija de sus ojos
negros era casi de terror.
Marcel no podría describir jamás la
sensación física que le invadió, la
inmediata pasión arrebatadora que lo
nubló todo, que apagó cualquier atisbo
de razón. Sabía que debía salir
corriendo de la habitación, pero no tenía
la más mínima intención de hacerlo.
Cuando Juliet se le acercó y le rodeó
la cintura con el brazo, Marcel se
convirtió en un hombre con un solo
propósito: arrancarle aquel vestido de
seda roja. Con un suave apretón, ella
comenzó a desabrocharle la camisa.
Marcel no recordaba cómo le había
desnudado, sólo que él jamás lo había
hecho tan deprisa, con tan pocas
contemplaciones.
Juliet dejó caer el vestido para
meterse entre las sábanas. Marcel se
agachó junto a ella. Sentía en los brazos
y el rostro el frescor de la brisa que
entraba por las ventanas y agitaba los
cabellos de Juliet.
Ella le besó en la boca y él se sintió
de inmediato torpe y rígido en su pasión.
Notaba en el pecho la presión de unos
pezones duros. La sangre le latía en las
sienes. No supo qué hacer, y por un
instante oyó el murmullo ansioso de
todas las voces de su infancia que le
conminaban a marcharse, a coger su
ropa y huir. «¡Esto es vergonzoso!»,
clamaba el coro. Pero sobre su lento y
predecible eco surgió una voz que
resonaba en los largos pasillos del
tiempo, una voz que no necesitaba
lenguaje para declarar con estentórea
autoridad:
«¿Pero
estás
loco?
¡Adelante!».
Tenía en la mano el magnífico satén
de su pecho, esas mismas curvas que le
habían trastornado en sus sueños. Puso
allí los labios y se detuvo, temeroso y
sin aliento. Hasta el roce de las sábanas
le excitaba: no lograría contenerse. Pero
ella le guió con mano rápida y experta
hasta el húmedo pelo entre sus piernas.
Él apretó los dientes y gimió al
penetrarla. Nunca había visto ese lugar.
Tampoco ahora; sólo sentía deslizarse
en la palpitante abertura, como si en
toda su vida no hubiera hecho otra cosa
que dirigirse hacia ese abrazo, y en su
creciente pasión ardieron todas las
fantasías de su infancia y desaparecieron
para siempre.
Entonces la oyó gritar.
Estaba roja como la sangre y sufría.
Tenía el rostro y los pechos encendidos
y lanzaba un sordo sonido, como si se
ahogase. ¡Se estaba muriendo en sus
brazos! Pero cuando quiso liberarla, ella
lo abrazó con fuerza y los súbitos
movimientos de sus caderas lo
transportaron al cielo.
Era como si no se acabara nunca.
Y luego terminó de la forma más
definitiva posible.
Tendido de espaldas, acariciado por
la brisa como si fuese agua, le besó el
pelo mientras ella apoyaba la frente en
su mejilla. Estaba satisfecha. Se
durmieron juntos.
Al principio fue un sueño profundo
que no dejó reminiscencias. Luego fue
consciente de amarla, de sus brazos en
torno a él, de la presión de sus pechos
en la espalda, de sus piernas
entrelazadas, y volvió a dormirse. No
recordaba haber dormido nunca con
nadie, ni siquiera cuando de pequeño
estaba enfermo. Ahora le parecía
delicioso, natural y muy dulce. Le
asaltaron sueños que no eran sueños y en
los que, vagando por la casa, encontraba
agujeros en las escaleras y veía ratas.
Poco antes de que la habitación quedara
a oscuras supo que la cisterna estaba
cerca, junto a las ventanas cubiertas de
ramas. Abrió los ojos una vez y vio el
perfil de Juliet. Dormida le pareció
incluso más hermosa. Su piel emanaba
un aroma a almizcle. Marcel se dedicó a
saborear el olor que le había dejado en
los dedos.
Debieron pasar horas, pero él sólo
supo que en un momento determinado,
cuando soñaba con las cartas del arcón y
algunas cosas triviales, se dio la vuelta,
acalorado, y vio las flores del jarrón
sobre la mesa. Pero eran enormes, como
esos bonitos ramos que venden las
floristas, y pensó vagamente que no se
había despertado, que estaba soñando
con roscas perfectas y plantas delicadas.
Toda la habitación estaba en sombras,
como sucede a veces entre el sueño y la
vigilia. Y allí estaban las flores,
blancas, casi luminosas, y junto a la
mesa había un hombre.
Un hombre.
¡Un hombre! Marcel se incorporó de
un salto y se quedó mirándole fijamente,
con los puños apretados en una
instintiva actitud defensiva.
Era un hombre, desde luego, de
altura media y vestido con una elegante
levita, camisa blanca de cuello
almidonado y lo que parecía una corbata
desanudada sobre los hombros, pero su
rostro era tan oscuro que sólo se veía el
resplandor de la luz en sus ojos. En el
suelo, junto a él, una abultada maleta.
Juliet se agitó, se dio la vuelta y tocó
la espalda desnuda de Marcel. Y
Marcel, sin aliento, supo sin sombra de
duda quién era aquel hombre.
Juliet lanzó un grito, le arrebató
bruscamente la sábana para envolverse
con ella y echó a correr hacia el centro
de la habitación.
—¡Chris! —exclamó—. ¡Chris! —
repetía su nombre una y otra vez.
Marcel observó completamente
petrificado
cómo
se
abrazaban.
Christophe daba vueltas y vueltas con
ella en los brazos y su risa se oía suave
y profunda bajo los gritos y jadeos de su
madre. Juliet le besaba la cara y el
cuello y le daba golpecitos con los
puños en los hombros.
De pronto sus gritos se hicieron más
profundos, más lentos, y una pena
espantosa se reveló en su voz.
Christophe se sentó en la silla de
mimbre junto a la mesa y la abrazó.
Juliet hundió la cabeza en su cuello.
—Mamá —dijo él suavemente,
acariciándole el pelo mientras ella
sollozaba y repetía su nombre una y otra
vez como si se le hubiera roto el
corazón.
Marcel se puso a toda prisa el
pantalón y la camisa. No había tiempo
para el chaleco, el reloj, el peine. Se
metió los puños desabrochados en las
mangas de la chaqueta, se dio la vuelta
con la camisa abierta y vio que el
hombre le miraba fijamente en el tenue
resplandor. Juliet seguía llorando.
Christophe bajó la vista hacia ella, para
alivio de Marcel, y le levantó la barbilla
para mirarla a los ojos. Su perfil quedó
un instante a la luz mientras decía:
—Mamá… —como si esa sola
palabra transmitiera toda la elocuencia
necesaria.
Marcel, temblando y al borde de las
lágrimas, se puso las botas, se metió los
calcetines en los bolsillos y le encaminó
hacia la puerta.
—¿Quién es éste? —preguntó
Christophe.
Marcel se quedó petrificado.
—Ah, sí… —Juliet se enjugó las
lágrimas con el dorso de la mano—. Ah,
sí, ven, cher. Es Christophe… —Pero al
decir otra vez el nombre de su hijo se le
rompió la voz y se estremeció. Lo besó
de nuevo y luego lo abrazó con fuerza.
Marcel no podía estar más consternado
—. Ven, cher, ven ven ven —insistió
ella, tendiéndole la mano.
Le temblaban las piernas con tal
violencia que tuvo que hacer acopio de
toda su fuerza de voluntad para
acercarse a la mesa. Cuando sintió que
Juliet le cogía la mano, miró a
Christophe a los ojos.
Era el rostro del retrato, desde
luego. Una cara cuadrada, perfectamente
enmarcada en el pelo rizado, con una
recta arruga en la frente y patillas de
aspecto cuidado. Era un rostro bastante
común
que
combinaba
sangre
mediterránea y africana, de rasgos
pequeños, piel flexible de color marrón
claro, y mandíbula cuadrada. En
conjunto daba sensación de equilibrio.
Era uno de esos rostros que en la vejez
suele distinguirse por un halo de pelo
cano y la grisácea línea de un bigote.
Su expresión sin embargo no se
asemejaba a la cara sin vida del retrato.
Poseía un fuego interior que casi parecía
amenazador a la luz del crepúsculo.
Tenía algo de burlón o de furia absoluta.
Marcel se agitó.
—Es un chico muy listo —dijo
Juliet. Todavía lloraba, y en otro
arrebato besó de nuevo a Christophe. Él
la sostenía con el brazo derecho, como
si no le pesara nada en el regazo,
mientras con la mano izquierda le
acariciaba el pelo.
—Ya me lo imagino —dijo en un
susurro, mirando a Marcel. Juliet
pareció que no le oyera.
—Me ha leído tus cartas, me contó
que venías a casa, que lo decían los
periódicos de París. —Se estremeció de
nuevo entre sollozos.
Christophe estaba mirando a Marcel.
Alzó las cejas, fingiendo observarlo con
interés.
—Esos chicos te adoran, meten
cartas por debajo de la puerta —dijo
ella con vehemencia—. Pero éste, el
hijo de Cecile, se acercó a mí como un
caballero. No espiaba por las
ventanas…
«El hijo de Cecile». Era como sentir
la cuerda en torno al cuello. ¿Cómo
demonios podía ella saber que era el
hijo de Cecile? Juliet parecía ignorar la
hora, el día y el mes en que vivía. ¡Pero
sí que sabía que era el hijo de Cecile!
Marcel no escuchaba ya lo que estaba
diciendo. Por un instante pensó que tal
vez podría decir algo, encontrar una
buena explicación, pero la idea murió
antes de nacer.
—Y la escuela… me ha contado lo
de la escuela —decía Juliet—. Y quería
conocerte, por supuesto.
Christophe sonrió con ironía y
tendió la mano con ojos fríos.
—¿Ah, sí? Pues ya nos hemos
conocido.
Marcel le estrechó la mano
mecánicamente. Era fuerte y fría.
«Perfecto», pensó, y se apartó
demasiado deprisa, mientras Christophe
dejaba caer lentamente el brazo en la
cintura de su madre.
—¿Sabes lo que creo de esa
escuela? —dijo ella, enjugándose los
ojos con la sábana, que apenas le cubría
el pecho. Marcel apartó la mirada—.
Creo que es la razón de que hayas
vuelto, que no has venido por tu
madre…
—¡Ay, mamá! —exclamó él
moviendo la cabeza. Entonces la besó.
Era la primera cosa espontánea que
había dicho. Ahora la miraba como si la
viera por primera vez y la abrazó como
si no la hubiera abrazado hasta entonces.
Marcel se apresuró a murmurar que
tenía que irse. Ya se dirigía hacia la
puerta cuando Juliet le dijo:
—Yo le hablaré de la escuela, cher.
Christophe, quiere ir a tu escuela.
—Parece bastante precoz para ir a la
escuela, —le replicó él sarcástico ante
la mirada de inocencia de su madre.
—¡Ah! —Juliet hizo caso omiso de
sus palabras, que no comprendía—.
Adiós, cher. Vuelve mañana.
—Sí, vuelve —dijo el hombre con
una sonrisa malvada.
Marcel estaba al borde de las
lágrimas. Cuando se dio la vuelta, ella
tiró suavemente de él y apoyó la mejilla
en su pecho.
El muchacho se apartó despacio y,
tras murmurar una educada disculpa,
atravesó a toda prisa la casa, bajó las
escaleras y salió a tropezones a la calle.
El sol se ponía sobre el río tiñendo el
cielo de rojo. Marcel estaba llorando.
Cuando llegó a su casa se detuvo entre
los plátanos para contener las lágrimas,
resuelto a que nadie las viera, a que
nadie supiera dónde había estado ni lo
que había hecho.
—V—
E
ra de noche. La brisa transportaba
la humedad del río y el olor de la
lluvia. El calor del día había remitido y
las largas cortinas de encaje se alzaban
y caían contra la ventana de la
habitación de Marcel. La lámpara de la
mesa llameaba débilmente. En ese
momento oyó los pasos de Lisette en la
cocina y por el porche.
—Es mejor que coma algo, michie
—intentó convencerle con su francés
criollo—. Venga, michie, abra la puerta.
Marcel siguió tumbado, mirando el
techo. Lisette se acercó a la ventana.
«Que intente ver algo si quiere», pensó
él. No le importaba.
—¡Está bien! Como quiera, michie.
¡Se morirá de hambre! —le gritó ella
antes de marcharse.
—Mon Dieu! —suspiró Marcel
mordiéndose el labio. Si no hacía algo
por evitarlo, se echaría a llorar otra vez.
Había subido corriendo a su cuarto, y su
madre se había precipitado detrás y se
había puesto a llamar a la puerta
mientras él sujetaba el pomo con mano
temblorosa.
—¿Cómo has podido? ¿Cómo has
podido? —chilló, hasta que le obligó a
taparse los oídos. Marcel tardó un
momento en darse cuenta de que era
imposible que su madre supiera lo que
en realidad había hecho. Lo que la
preocupaba era lo de la escuela. Le
habían expulsado, ¿y qué? Y ahora
Lisette le gritaba como si fuera un niño.
Por la mañana le había servido el bacon
quemado y le había servido el café frío.
Se estaba poniendo furioso, pero
entonces se dio cuenta, soltando una
seca carcajada, de que estaba
condenado a morir.
Y entonces cayó sobre él aquella
conocida opresión, el dolor sordo que le
había acompañado toda la tarde, más
sombrío que cualquier depresión. Había
caído en desgracia con Christophe, y
Christophe, si no lo mataba, de seguro
que le azotaría hasta dejarlo casi sin
vida. Le había dado vueltas desde todos
los puntos de vista posibles, y de los
azotes estaba seguro. Luego vendría la
espantosa humillación y las preguntas a
las que no respondería jamás. Muy
pronto sabría todo el mundo lo que él ya
sabía, que tenía cerradas para siempre
las puertas de la escuela de Christophe,
del mundo de Christophe.
Se levantó de pronto, como ya había
hecho cien veces aquella misma tarde, y
se puso a caminar por la sala con los
brazos en la espalda.
Estaba inmerso en el cargado
ambiente de la cama de Juliet. Volvió a
sentir su desnudez, el perfume de
almizcle y las manos cálidas que lo
abrazaban con una obscenidad que le
estremecía, que le mareaba. Había sido
una violación. Ella estaba loca, todos
sabían que estaba loca, él sabía que
estaba loca. ¿Había oído algún rumor
sobre ella en el que no apareciera la
palabra «loca»? Y qué dolida estaba,
con qué tristeza miraba el retrato de
Christophe. Se había aprovechado de su
dolor, había abusado de ella en su
tristeza y desvarío, y Christophe le había
sorprendido, le iba a matar y él merecía
morir.
Se vio ante Christophe, en un campo
desolado y frío, diciéndole: «Me lo
merezco, monsieur. No levantaré un
dedo para evitarlo. Merezco morir».
Quizá lo mejor sería ir ahora mismo
a su casa y decírselo. Llamaría al
timbre, si es que aún había timbre, y
esperaría con las manos a la espalda
hasta que acudiera Christophe.
Pero
no,
aquello
parecería
hipocresía barata, parecería una súplica
de clemencia de la que no se creía
capaz, de la que no debía ser capaz. No,
que Christophe eligiera el momento. Él
tenía que esperar.
Cerró los ojos, apoyado contra la
ventana ante el frescor de la brisa,
todavía con los brazos en la espalda.
Aquel primer encuentro violento era tal
vez la parte más fácil. El auténtico
castigo, el infierno, llegaría después.
Intentó imaginarse al Christophe que
había conocido antes de esa tarde, el
lejano y heroico escritor cuyos retratos
seguían cubriendo la pared de su
habitación. Intentó saborear la emoción
que antes sentía ante la mera mención de
su nombre. Pero aquel remoto y
maravilloso escritor parisino era ahora
de carne y hueso, era el hombre de ojos
fríos e irónicos que le había mirado con
desdén entre las sombras del dormitorio
de Juliet. Marcel se había cerrado el
acceso a esas dos enigmáticas figuras, y
más que miedo sentía dolor.
Las luces titilaban más allá de los
robles y cipreses que se alzaban tras el
garçonnière, un denso bosque que
separaba las mansiones de la Rue Ste.
Anne de las de la Rue Dumaine. Era un
terreno salvaje y maravilloso de
retorcidas higueras y plátanos de
afiladas hojas, rosas silvestres y densas
cascadas de hiedra, colgadas de las
ramas de los robles, que a veces se
alzaban con la brisa. Al atardecer
cantaban las cigarras, acallando el
tintineo y las charlas de los comedores y
el grito de los niños, y confiriendo a
toda la manzana una discreta intimidad.
Ahora era un alivio no ver de las lejanas
ventanas más que un súbito estallido de
luces amarillas entre las hojas, como el
titilar de estrellas. A Marcel siempre le
habían encantado esas habitaciones.
Cuando era pequeño entraba en ellas
para ver el atardecer o para corretear
por el suelo polvoriento. El verano
anterior, monsieur Philippe había
comenzado a llamarlo el garçonnière, y
a las pocas semanas declaró con
expresión
de
aburrimiento
y
encogiéndose de hombros:
—La casa es muy pequeña. Debería
marcharse y dejárosla a Marie y a ti. —
Para Cecile fue un golpe—. Vamos, ma
cher, en la plantación habría tenido que
trasladarse mucho antes. Es de rigueur.
—De rigueur! —le había contado
Marcel a Richard con el mismo gesto de
hastío. Richard se echó a reír. Claro, el
hombre no quería que su hijo
adolescente pudiera oírle cuando hacía
el amor con Cecile. ¿Y qué? Marcel
estaba encantado, y monsieur Philippe,
fueran cuales fuesen sus motivos, intuía
que para Marcel el traslado era
estupendo. Se construyó una pequeña
cama para la habitación pequeña y se
subió una mesa, y una tarde monsieur
Philippe trajo de la plantación unos
cuantos cuadros viejos y enmarcados,
oscurecidos bajo el barniz cuarteado,
afirmando que quedarían muy bien en
aquellas paredes.
—Eh bien —suspiró al ver por
todas partes los dibujos de Marcel. Le
dio una calada al puro, dejó caer la
ceniza y sonrió—. Haz lo que quieras,
mon fils, al fin y al cabo son tus
habitaciones. —Al día siguiente llegó
una alfombra turca, ajada pero todavía
hermosa y muy suave.
Eh bien… había sido un refugio
desde el principio. ¿Y ahora? Marcel se
habría vuelto loco de no haber contado
con aquel santuario.
—Je suis un criminel —lanzó al
aire el adorable epíteto. Se le volvieron
a llenar los ojos de lágrimas. Se inclinó
con delicadeza para bajar la llama de la
lámpara, y a continuación se sentó junto
a la ventana, con los pies apoyados en el
alféizar.
No era culpa lo que sentía por sus
actos sino dolor. Había perdido a
Christophe. Sólo una vez en su vida,
cuando tenía trece años, había sentido
una pérdida similar, y entonces se
encontró tan solo como estaba ahora.
Fue la pérdida de Jean Jacques, el
carpintero.
Segunda parte
—I—
E
l año parecía haber comenzado
bien. Las trece velas no
implicaron mala suerte. Sin embargo, su
madre le guiñó el ojo y le dijo
bromeando:
—Mala edad.
La tarde transcurrió como otra
cualquiera. Marcel fue a la iglesia con
su tía Josette, que acababa de venir del
Campo con el carruaje lleno de cestas
de frutas de su plantación, Sans Souci. A
Marcel le encantaba el nombre y lo
repetía sin cesar mientras caminaban
lentamente hacia la iglesia. Lo primero
que hacía Josette nada más llegar era
acudir al altar de la Virgen María y
rezar allí un rosario para dar gracias por
haber concluido sana y salva el viaje de
Santo Domingo, años antes de que
Marcel naciera. Sus hermanas, tante
Colette y tante Louisa, entraban en
paroxismo días antes de estas visitas y
con la ayuda de Cecile se dedicaban a
renovar completamente su tienda de
ropa de la Rue Bourbon y el gran piso
de arriba, donde vivían. Esas mujeres
habían criado a Cecile, después de
traerla desde Santo Domingo en el viaje,
por el que tante Josette daba las gracias.
¿Qué había en su vida antes de
aquella tarde en la que tante Josette y él
habían salido hacia la iglesia? Sólo
rutina y acontecimientos tales como el
comienzo del colegio, las cenas con la
familia de su nuevo compañero, Richard
Lermontant, el cambio de estaciones, el
Mardi Gras y las largas tardes que
pasaba con su amiga Anna Bella Monroe
leyendo novelas inglesas, hablando de
piratas y paseando cogidos de la mano
como hermanos junto a las acequias de
las afueras, donde nadaban los
pececillos y croaban las ranas entre las
hierbas. Y el tedio, un tedio total y
absoluto que hacía del cielo azul un
monstruoso y eterno tejado, y del
milagro de las mariposas blancas algo
hipnótico y en cierto modo irritante.
Tante Josette era una excéntrica
mujer que en su vejez prefería la
elegancia a la estupidez en el atuendo.
Llevaba el pelo gris recogido en un
moño y vestía de azul oscuro hiciera el
tiempo que hiciese, a veces con el
adorno de un pequeño lazo casi siempre
negro. Mientras caminaban le hablaba en
voz baja y firme. Leía los carteles de las
tiendas y las notas funerarias pegadas en
las farolas, señalaba los lugares donde
los adoquines de las aceras eran «un
desastre» y se alzaba las faldas
cuidadosamente sobre sus finas botas de
cuero. De pronto se detuvo y señaló con
la cabeza al carpintero, Jean Jacques,
que estaba a su puerta.
—Ese hombre ha aprendido solo
todo lo que sabe —susurró.
Marcel oyó estas palabras como si
fueran una súbita luz en aquel mundo del
que nada le interesaba, y se volvió a
mirar a Jean Jaques.
—Incluso a leer y escribir —añadió
su tía.
Marcel había visto a Jean Jacques un
centenar de veces: era un viejo mulato
de Santo Domingo con la piel mucho
más oscura que Cecile y un pelo gris que
era como de lana. A menudo asustaba a
los niños. Caminaba con las manos a la
espalda y vestía un ajado abrigo de
grandes bolsillos que le llegaba más
abajo de las rodillas.
Las arrugas de la cara le daban una
expresión siniestra, como si fuera a
emprenderla a patadas con todo el que
se le acercara, cosa que nunca hizo.
Cuando estaba en misa movía los labios
en silencio mientras pasaba las páginas
de su misal. Nunca dejaba de echar al
cepillo algunas monedas, y a veces
incluso gastados billetes de dólar.
Su tienda siempre había estado en la
Rue Bourbon. Hacía todo tipo de
muebles por encargo: muebles de
madera o piezas recubiertas de damasco
y terciopelo.
Pero fue esa tarde de invierno,
paseando solo por las calles a la caída
de la tarde, cuando Marcel vio en
realidad por primera vez a Jean Jacques.
Las puertas de su tienda estaban
abiertas al ajetreo de la calle, y al fondo
se veían las ascuas encendidas de la
estufa. A la cálida luz de sus humeantes
candiles, con las mangas remangadas
sobre los codos, arrodillado entre sus
virutas, Jean Jacques movía suavemente
el formón de plata sobre la pata de una
silla. Parecía que en lugar de tallar la
madera estuviera descubriendo bajo ella
una maravillosa curva oculta. Junto a la
puerta había una hilera de sillas a la
venta; otras colgaban de las paredes
entre las sombras. En las estanterías
destacaban rollos de tela y en una
mesita, tan perfecta como si estuviera
destinada a soportar un trofeo y cuyo
barniz francés relucía opaco, yacía un
libro abierto en el que se veían largos
renglones escritos en tinta morada. Aquí
y allá había gruesos catálogos y
grabados de muebles tomados como
modelo, y en un banco de trabajo
estaban todas las herramientas que el
carpintero utilizaba con la reverencia
con que un sacerdote se lava las manos a
un lado del altar.
«Ese hombre ha aprendido solo todo
lo que sabe», oyó de nuevo aquella
grave y enigmática voz, más cargada de
significado por lo que tenía de
monótona. «Incluso a leer y escribir».
Las palabras se fundieron con aquel
aromático lugar que vibraba bajo la fina
lluvia con la magia de un escenario. Los
transeúntes eran ciegos.
Poco tiempo después, cuando Jean
Jacques ya había visto muchas veces a
Marcel, que solía quedarse parado en la
puerta de su taller durante media hora o
más, le invitó a entrar.
Hizo café en el hornillo de hierro y
lo sirvió con leche en tazas de
porcelana. El carpintero bebió media
taza, con un puño apoyado en la cadera,
y volvió al trabajo. Marcel, sentado muy
tieso en su silla, preguntó educadamente
el nombre de esta herramienta, el estilo
de ese arcón, la clase de aquella
madera, y esperó con paciencia las
respuestas, que a veces se demoraban
tanto que parecía que el hombre se
hubiera olvidado de ellas, pero que al
final siempre llegaban: esta herramienta
es un formón para madera y esta otra un
cincel para piedra. Jean Jacques colocó
una pieza de mármol en el tablero de una
mesa, después de limar los cuatro cantos
hasta hacerlos suaves al tacto.
Rudolphe Lermontant, el padre de
Richard, apareció una tarde con unas
tablas atadas con una cuerda.
—Mire usted —dijo enfadado
mientras el anciano desataba y cogía las
maderas lacadas—. Era una mesa
magnífica y va y se les cae de la carreta
cuando venían de Charleston. A veces
les… —Se dio un puñetazo en la mano
—. Me dicen que no tiene arreglo, que
toda la cola se ha soltado, pero no me lo
puedo creer. Era para mi hija. —Lanzó
una furiosa mirada a Marcel, que se
había apartado tímidamente a un rincón
—. Tú conoces a Giselle, ¿verdad?
El anciano la tuvo terminada a
finales de la semana. Era una joya de
caoba y palisandro. El diminuto cajón se
deslizaba bajo el tablero como dotado
de mágicas ruedas. Incluso la llave
giraba de nuevo en el bronce pulido de
la cerradura, cuando antes había estado
atascada en el óxido.
—Hay muchas que han perdido la
llave —dijo Jean Jacques, maravillado,
como si lo más notable de todo el asunto
fuera ese golpe de suerte.
—Monsieur —replicó Rudolphe,
atónito—, estoy dispuesto a pagar lo que
me pida. Mi abuela compró la mesa
cuando esta ciudad era una colonia
amurallada.
Jean Jacques se echó a reír
moviendo los hombros en silencio.
—No le diga nunca eso a un
vendedor, monsieur. —Pero escribió la
cifra en una hoja de papel amarillo, y
Rudolph pagó al instante.
Ese mismo domingo, cuando Marcel
fue a cenar a casa de los Lermontant, vio
la mesita junto a las pesadas cortinas
francesas de las ventanas. Sostenía una
lámpara de bronce que arrojaba su luz
sobre el curvo cajón, la pulida llave y
las patas talladas.
—¡Y la ha hecho alguien! —susurró
acariciando la superficie, que parecía
cera.
—¡Marcel! —Rudolphe chasqueó
los dedos a su espalda. Toda la sala
estaba llena de cosas hechas con
cinceles, sierras, cola y aceite, suaves
paños y diminutas puntas; cosas hechas
por manos que las tocaban como si
fueran criaturas vivas que hubieran
crecido hasta asumir su forma perfecta.
—Muchacho —le susurró Rudolphe
cogiéndole por los hombros—, ¡a veces
tienes la mirada más perdida que el
tonto del pueblo!
Marcel y Jean Jacques congeniaban.
Marcel nunca tuvo que justificar su
presencia. Se limitaba a entrar sin ruido
mientras el anciano trabajaba o hablaba
con sus clientes o se sentaba a su mesa
para llenar su libro, no con largas
columnas de cifras sino con frases y
párrafos que escribía con rápidos rasgos
de la pluma. Nunca hubo necesidad de
decir gran cosa, pero a Marcel le
quemaba una pregunta que no podía
formular: ¿cómo lo has hecho?, ¿cómo
has aprendido todo esto tú solo?
Siguiendo el dibujo de un libro, Jean
Jacques hizo un macetero dorado para la
rica Celestina Roget, que quedó tan
contenta que se puso a aplaudir como
una niña. En otra ocasión, tras visitar la
sala de una anciana mujer blanca de la
Rue Dumaine, le hizo tres sillas a juego
con la única que había sobrevivido al
viaje desde Francia. A veces enhebraba
con dedos retorcidos la aguja para coser
los bordes de un paño de damasco antes
de tapizar con él una silla o un canapé.
Pero ¿cómo empezó todo? ¿Estaba en lo
cierto tante Josette? Ella lo había
afirmado con mucha rotundidad, pero
luego había vuelto a Sans Souci, su
plantación de Cane River, antes de que
Marcel pudiera estar con ella a solas.
En realidad no importaba si había
tenido
maestros.
¿Cómo
había
conseguido aprender? ¿Qué era lo que
había hecho destacar a aquel hombre
entre los demás y le había conferido el
don de convertir la paja en oro?
Para Marcel, a veces el aprender
representaba un suplicio. Sólo después
de una larga tutela con su amiga Anna
Bella y de un arduo trabajo en las clases
de monsieur De Latte, se le había
abierto el maravilloso mundo de los
libros. Pero incluso ahora tenía que
luchar contra todas sus innatas
inclinaciones para sacar algo coherente,
si no hermoso, de los versos latinos que
en realidad no comprendía.
Cómo envidiaba a Anna Bella, que
leía en inglés con la misma facilidad que
en francés y, acurrucada en una silla
junto a su cama, se reía en voz alta con
las páginas de Robinson Crusoe o se
dejaba cautivar por el hechizo de una
novela de amor.
Pero
Marcel,
un niño
de
almidonadas camisas de lino irlandés y
abrigo de terciopelo, no podía en modo
alguno formularle al anciano tales
preguntas. Habría sido de mal gusto
revelar una admiración que se estaba
convirtiendo en amor. Marcel ansiaba
cogerle la escoba de las manos al final
del día o ayudarle a limpiar el aceite de
la pata de una silla mientras se iba
oscureciendo. Pero Marcel no había
tocado una escoba en su vida, y sus
manos descansaban inmóviles a sus
costados, sin una sola mancha en sus
finos dedos ni en sus cuidadas uñas.
Nadie comprendía qué hacía allí.
Cuando volvían de clase, Richard le
dejaba en la esquina con gesto de
indiferencia. Las calles estaban llenas
de talleres de negros libres, gente de
bien, desde luego, pero que trabajaba
con las manos. ¿Qué había en ello de
fascinante? Sobre todo para Marcel, que
tenía el estigma del hijo de un plantador,
nacido para los salones y las copas de
cristal como si hubiera sido criado en la
casa grande y no entre gente de color.
En una ocasión en que Cecile vio a
Marcel en el taller, se dio la vuelta bajo
su parasol. Marcel se sintió humillado
hasta que comprobó que Jean Jacques no
había visto nada.
—Me han dicho que en ese taller
estás como en tu casa —le dijo su madre
esa noche en la cena—. ¿Me quieres
explicar por qué?
Marcel se puso a juguetear con la
comida del plato.
—No quiero verte por allí —
prosiguió Cecile, al tiempo que con un
gesto le pedía más sopa a Lisette—.
Marcel, ¿me oyes? No quiero verte con
ese anciano.
—¿Por qué? —El chico alzó la
mirada como si despertara de un sueño.
—Eso es lo que te he preguntado yo.
¿Por qué?
Pero Marcel no hizo ningún caso.
Los domingos le resultaban espantosos
porque el taller de Jean Jacques estaba
cerrado, pero los demás días acudía en
uno u otro momento. A veces, henchido
de orgullo, se quedaba un momento al
cuidado del taller mientras el carpintero
iba al patio trasero a alimentar el fuego
con los desechos del día.
Por fin, una tarde en que estaba
mirando el libro abierto, Jean Jacques,
que había estado escribiendo desde que
Marcel había entrado en el taller, se
volvió para decirle:
—Es mi diario. —Pareció como si
hubiera leído la pregunta en la mente del
muchacho.
Marcel se quedó sorprendido. Jean
Jacques llevaba un diario, como los
escritores y plantadores. Entonces se
propuso comenzar uno inmediatamente.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Jean Jacques se echó a reír al ver su
expresión.
—¡Hay que ver cómo miras el libro!
¡Ni que estuviera vivo! —El anciano
movió la cabeza, cerró el diario con
cuidado y le pasó las manos por la
cubierta—. Para mí es algo precioso.
Hace cuarenta y nueve años, cuando
dejé Cap François, no tenía nada más
que la ropa que llevaba puesta y un
diario igual que éste. ¿Lo ves? —Jean
Jacques señalaba el pequeño dormitorio
al fondo del taller. Marcel vio una hilera
de libros sobre la estantería de la cama
—. Aquél es el libro que comencé en
Cap François, y los otros son los que he
ido escribiendo durante cuarenta y nueve
años.
—¿Pero
qué
escribe
usted,
monsieur? —preguntó Marcel.
—Todo —sonrió el anciano—.
Cómo comienza el día y cómo termina,
lo que hago y lo que le pasa a la gente.
Todo lo que sucedió en Santo Domingo.
Los acontecimientos que vi con mis
propios ojos y los que me contaron. —
Jean Jacques hablaba despacio,
pensativo, con la mirada perdida como
si estuviera viendo las cosas que
mencionaba—. Supongo que habrás oído
muchas historias de aquellos tiempos —
prosiguió mirando a Marcel. Se levantó
de la silla y se estiró, con las manos en
la espalda.
Al hacer aquel gesto parecía un
hombre joven, pero luego se le
encorvaron los hombros como antes y
volvió a ser un anciano. Se acercó al
banco de trabajo con paso lento y miró
las herramientas.
En aquellos instantes había dicho
más que en todo el tiempo que habían
pasado juntos. A Marcel le gustó su
modo de hablar. Su francés era casi
perfecto, aunque no formal. Hablaba
como un caballero.
—Tus tías te han contado muchas
cosas —le dijo Jean Jacques—. Me
refiero a madame Colette y madame
Louisa. Me acuerdo de cuando llegaron,
y también de tu madre, que era una niña
así de alta. —Hizo un gesto con la mano
para indicar la altura.
Claro que tante Colette y tante
Louisa hablaban de Santo Domingo,
pero Cecile era demasiado pequeña
para acordarse de nada. Sus tías
hablaban de las ricas plantaciones de la
Plaine du Nord y de su casa en Puerto
Príncipe donde recibían a los oficiales
franceses con sus regios uniformes,
bebían champán con los generales y
murmuraban sobre las locas orgías de
Pauline, la hermana de Napoleón, que se
había pasado la guerra celebrando
bailes y cenas. Todos los nombres de
Santo Domingo emocionaban a Marcel,
al igual que las imágenes de aquellos
bailes que duraban hasta el alba y los
barcos que con las velas henchidas
surcaban el Caribe en dirección al
puerto de Nueva Orleans. Y además
estaban los bucaneros.
«Habladme de los bucaneros», les
pidió una vez, acurrucado entre sus
inmensas faldas. Ellas se echaron a reír,
pero Anna Bella le había leído una
historia inglesa sobre los piratas.
—Sí, monsieur —replicó Marcel, y
se precipitó a hablar de los oficiales
franceses y del champán, y de cómo los
esclavos negros se habían revelado y los
oficiales franceses se habían marchado
con el ejército, y cómo sus tías se habían
ido también. Quería aparentar que sabía
mucho, pero se dio cuenta de que sus
conocimientos eran triviales, frases
banales muchas veces repetidas pero
nunca explicadas. De pronto se sintió
avergonzado.
La expresión de Jean Jacques había
cambiado. Se había quedado inmóvil
junto a su banco, mirando a Marcel.
—Oficiales franceses —dijo entre
dientes—. Oficiales franceses y fiestas
hasta el amanecer. —Movió la cabeza
—. Menudas historiadoras están hechas
tus tías. Conste que lo digo con el
debido respeto. —Miró la silla que
estaba tallando, dobló una rodilla como
si hiciera una genuflexión y presionó el
damasco con el que la tapizaba. Tenía
junto a él la caja de clavos y un martillo
en la mano.
—Poseían una gran plantación en la
Plaine du Nord —prosiguió Marcel—.
Tante Josette vivía allí, pero tante
Louisa y tante Colette vivían en la
ciudad de Puerto Príncipe. Lo perdieron
todo, claro. Se perdió todo.
—Eh bien, se perdió todo —suspiró
Jean Jacques—. Yo podría decirte
muchas cosas de los oficiales franceses.
Podría contarte una historia muy
diferente de los oficiales franceses que
mataron a mi amo en Grand Riviére y
torturaron al capataz en la rueda.
Por un momento Marcel no estuvo
seguro de haber entendido bien. Luego
le pareció que desaparecían todos los
ruidos de la calle. Sintió como una
conmoción y se estremeció. Había oído
bien. Jean Jacques había dicho «mi
amo». ¡Jean Jacques había sido esclavo!
Marcel jamás había oído mencionar a
nadie que hubiera sido esclavo. Claro
que había esclavos mulatos, esclavos
cuarterones y esclavos de piel tan clara
como la suya, además de esclavos
negros, pero no eran gens de couleur,
gens de couleur criollas que habían sido
libres durante generaciones, siempre
libres,
libres
desde
tiempos
inmemoriales… ¿o no?
—¿Te hablaron alguna vez esas
damas de la batalla de Grand Riviére?
—preguntó Jean Jacques. No había
reproche en su voz. El anciano cogió un
clavo y se lo puso entre los dos dedos
de la mano izquierda con los que
sujetaba el paño—. ¿Te hablaron alguna
vez del mulato Ogé, de cómo dirigió a
los hombres de color en la batalla de
Grand Riviére y de cómo los franceses
lo capturaron y torturaron en la rueda?
A Marcel le pareció que se le notaba
la vergüenza. Le ardían las mejillas y
tenía las manos húmedas. ¿Qué
importaba que Jean Jacques hubiera sido
esclavo? Marcel se debatía con ello,
oyendo claramente la voz de su madre
en la mesa, tan sans-façon, «no te quiero
ver con ese hombre». Y se odió en ese
momento. Habría preferido morir antes
de que Jean Jacques supiera lo que
estaba sintiendo. Intentó, en su
confusión, volver a lo que Jean Jacques
acababa
de
decir
y
contestó
apresuradamente, muy nervioso:
—No, monsieur, nunca me hablaron
de Ogé. —Le tembló la voz, sin poderlo
evitar.
—No, ya me imagino. Pero deberían
haberlo hecho. Los jóvenes deberían
saber de aquellos tiempos, de los
hombres de color que murieron.
Sólo ahora empezó a captar Marcel
el significado de sus palabras.
—¿Qué es la tortura de la rueda,
monsieur? —No podía imaginar una
batalla de hombres de color contra
hombres blancos. No sabía nada sobre
el particular.
Jean Jacques se detuvo con el
martillo sobre el clavo de bronce.
—Primero le rompieron los brazos,
las piernas y la columna, y luego lo
pusieron en una rueda, con la cara hacia
el cielo, y lo dejaron allí mientras Dios
tuvo a bien conservarle la vida. —Hizo
una pausa y prosiguió sin alzar la vista
—: Yo estaba entonces en Cap
Françoise, pero no fui a la Place
d'Armes. Habían acudido demasiados
blancos a la Place d'Armes a ver el
acontecimiento. Los plantadores habían
venido del campo. Yo fui más tarde,
cuando ya habían colgado a los otros
hombres de color que iban con él. Pero
a mi amo no lo capturaron. Mi amo
murió en el campo de batalla y no
pudieron colgarlo ni torturarlo en la
rueda.
Marcel estaba aturdido, con la vista
clavada en Jean Jacques.
—¿Pero cómo pudo pasar eso? —
susurró—. ¿Cómo pudieron luchar los
hombres de color contra los blancos?
Jean Jacques le miró un momento, y
en su arrugado rostro apareció una
sonrisa.
—Menudas historiadoras son tus
tías, mon fils —dijo, con la misma
suavidad de antes—. Los hombres de
color lucharon contra los hombres
blancos que comenzaron la revolución
en Santo Domingo antes de la revuelta
de los esclavos. En realidad la cosa
empezó en Francia, con las palabras
mágicas Liberté, Egalité, Fraternité.
Ogé, un hombre instruido, había estado
en París, cenando y bebiendo con
aquellos hombres que eran amigos de
los negros de las colonias y creían en
sus derechos.
Jean Jacques dejó el martillo y cerró
la caja de clavos. Se levantó despacio,
como si le dolieran las rodillas, y
después de girar su silla hacia Marcel se
sentó con las manos en las piernas,
respirando pesadamente.
—Bueno, en París debió parecer
muy lógico que Ogé volviera a Santo
Domingo para reivindicar los derechos
de su pueblo, las gens de couleur. La
verdad es que nadie había dicho todavía
gran cosa sobre la libertad de los
esclavos, pero comprenderás, mon fils,
que era imposible que los plantadores
blancos de Santo Domingo concedieran
a las gens de couleur los mismos
derechos de los que ellos disfrutaban.
Así que Ogé reunió un pequeño ejército
en Grand Riviére. Mi amo estaba allí.
Yo le supliqué que no fuera, le rogué que
no hiciera esa locura, pero había dejado
de ser mi amo. Yo era libre, y él me
respetaba. Me respetaba de verdad. —
El anciano recorrió con los ojos el
rostro de Marcel—. Al final se fue con
el pequeño ejército de Ogé. Se
enfrentaron a los franceses, y los
franceses los aplastaron.
»Cuando todo terminó, cuando tus
tías ya habían venido aquí con tu
madre… bueno, habían pasado trece
años. Los blancos habían luchado contra
los negros y los negros se habían
defendido y luego habían atacado. Al
final todos los de color se unieron y
expulsaron a los franceses… a esos
oficiales franceses de los que te
hablaban tus tías… y a la famosa
madame Pauline, la hermana de
Napoleón. Los echaron a todos.
»No sé si quedaría algún acre de
tierra de cultivo… algún acre de café o
de azúcar, o de algo… No sé si quedaba
un solo palmo de la isla que no hubieran
quemado diez veces. No lo sé. Yo me
marché muy al principio, Corpé de Cap
François en los primeros días de la
sublevación de los negros.
Permaneció sentado, sin moverse.
Apartó la vista de Marcel y se quedó
mirando al frente, como viendo todas
aquellas cosas.
Marcel se había quedado sin habla.
Cuando Jean Jacques le miró de nuevo
pareció buscar en su rostro la chispa de
una respuesta, alguna señal de
comprensión. Pero él no había oído
jamás ni una palabra de todo aquello.
Siempre había pensado que su gente
había estado junto a los blancos, que
había sido expulsada con los blancos, y
en ese momento tenía la misma
sensación que últimamente le oprimía, la
sensación de no saber, de no
comprender nada.
Jean Jacques miró la puerta abierta.
—¿Notas la brisa? —preguntó—. Se
acaba el invierno, y pronto llegará la
tarde. —Se levantó y se estiró como
había hecho antes—. Es la hora del
Ángelus, mon fils.
Marcel había oído el sordo tañido
de la campana de catedral.
—Pero, Monsieur —comenzó—, la
revolución… ¿duró trece años?
—Debes irte a casa, mon fils —dijo
Jean Jacques—. Nunca te marchas tan
tarde.
Marcel no se movió.
Siempre se lo había imaginado de
una forma muy sencilla. Una noche los
esclavos se alzaron y lo incendiaron
todo. «Blancos y negros, les daba igual
—le había dicho muy a menudo tante
Colette con un débil gesto de su abanico
—. Quemaron todo lo que teníamos».
Estaba emocionado y asustado al
mismo tiempo. Le parecía encontrarse al
borde de un espantoso abismo conjurado
por la visión de hombres de color
luchando con hombres negros. Apenas
oyó la voz de Jean Jacques:
—Vete, mon fils. Tu madre se
enfadará si no te vas.
—¿Pero me lo contarás mañana? —
preguntó Marcel, ya en pie y mirándole
intensamente.
Jean Jacques se quedó pensativo. La
sensación de vértigo se acentuó en
Marcel, una sensación acorde con la
penumbra de la calle y la tenue luz del
taller. Observó el rostro oscuro del
carpintero y se arrepintió de haber
preguntado con tanta vehemencia. Le
había dado demasiada importancia, y
muchas
veces,
cuanto
más
desesperadamente se quiere una cosa,
más cuesta de conseguir.
—No lo sé —contestó el anciano—.
Me parece que ya te he contado bastante,
quizás incluso demasiado. —Se quedó
mirando a Marcel.
—Pero monsieur…
—No, mon fils, algún día podrás
leerlo todo en los libros. Creo que
deberías saber lo que ocurrió, porque
era tu pueblo. —Movió la cabeza—. Ya
lo leerás en los libros.
—Pero monsieur, yo no tengo esos
libros, ni siquiera los he visto. Como no
los pida en las librerías…
—Oh, no, no. No se te ocurra
preguntar por ellos en las librerías —
dijo Jean Jacques con el ceño fruncido,
un gesto que Marcel le había visto hacer
muy a menudo—. Algún día te daré mis
diarios para que los leas. Te los dejaré
cuando me muera. ¿Los leerás? ¿Te
interesan?
Al ver que Marcel no contestaba,
insistió:
—Dime, mon fils…
—No quiero que se muera.
Jean Jacques sonrió, pero ya estaba
cerrando las contraventanas y diciéndole
de nuevo que tenía que marcharse.
—II—
M
arcel había empezado a cambiar.
Cecile se dio cuenta y suspiró:
«Eh bien, tiene trece años». El chico
salía de casa sin decir adónde iba, y a
veces acudía por su cuenta al piso de
sus tías. Los domingos, en la mesa ellas
siempre comían en la casa si no estaba
monsieur (Philippe) les hacía preguntas
sobre Santo Domingo y parecía
aburrirse cuando le hablaban de todas
las riquezas que se perdieron y de los
maravillosos jardines llenos de flores y
de plátanos cargados de fruta madura.
—¿Pero cómo fue la revolución? —
preguntó bruscamente una tarde.
—No tengo ni idea, mon petit —se
apresuró a contestar tante Louisa—,
porque tuvo lugar sobre todo en el
fuerte. ¡Fue una suerte que Josette
pudiera escapar!
Cecile, muy nerviosa, cambió
rápidamente de conversación y se puso a
hablar del cumpleaños de Marie. Dijo
que el encaje bordado había sido
carísimo, que ella tenía pensado algo
más práctico y que Marie estaba
creciendo demasiado deprisa.
—Nosotros teníamos la taberna de
la calle Tchoupitoulas y cuentas en los
bancos, mientras ellos se ganaban la
vida arrancando malas hierbas de los
campos.
—Vamos arriba —le susurró
Richard al oído, pero Marcel apartó la
mirada, con una cara tan inexpresiva que
parecía de cera.
Días más tarde, cuando vagaba por
el salón, absorte en sus pensamientos y
molesto por todos los ruidos de la casa,
miró los retratos de tante Josette y tante
Louisa y dijo:
—No son mis tías auténticas,
¿verdad?
Cecile, que ya estaba muy
preocupada por él, dejó caer el
bordado.
—¡Me trajeron cuando no era más
que una niña —exclamó—, y me dieron
mi ajuar! ¿Cómo te atreves a hablar así
de ellas? —Fue un extraño momento.
Ella nunca había mencionado que
estuviera en deuda con nadie. Algunas
veces, cuando le tomaban medidas,
comentaba lo mucho que odiaba coser, y
Marcel sabía que Cecile había pasado
veintiún años cosiendo en la tienda de
sus tías.
Tante Louisa, dos días más tarde, le
aseguró mientras le ofrecía una copa de
jerez:
—Pues claro que soy tu tía, ¿quién te
ha dicho lo contrario? ¿Quién te ha
metido esas ideas en la cabeza?
Tenía el pelo negro rizado en las
sienes. Su rostro de tez oscura era viejo
aunque todavía hermoso, con un ligero
toque de colorete. Había despachado a
su último amante hacía tres años: un
viejo viudo blanco de Charleston que se
atusaba continuamente el bigote. El
hombre tenía gallos de pelea y caballos
de carreras y había enseñado a Marcel a
jugar al faraón.
—Pero no tenemos parentesco de
sangre —replicó Marcel. Se hallaban en
la sala trasera de la casa de su tía.
Las ventanas estaban abiertas al
patio, y por encima de los lejanos ruidos
de la calle se oía el constante tintineo de
la fuente.
—Sí que hay parentesco —afirmó
ella. Se acercó a él y le acarició los
hombros y el cuello—. Tú eres mi
pequeño —le dijo al oído—. Ése es el
parentesco.
—No tienes que preocupar a tu
madre con estas preguntas, Marcel —
terció entonces tante Colette sin
levantar la vista de su libro de cuentas,
siempre tan práctica y tan franca—. No
haces más que preguntar por Santo
Domingo. ¿Qué sabes tú de Santo
Domingo? Tu madre era una niña cuando
se marchó, pero los niños tienen
memoria. —Se quitó los anteojos de oro
y le miró con seriedad—. Apenas nos
dio tiempo de coger la ropa… y no
puedes ni imaginarte la de plata que
tuvimos que dejar… ¡Todavía me pongo
mala cuando lo pienso!
Marcel movió los labios a la vez
que ella, repitiendo las palabras que
había oído tantas veces, pero su tía no se
dio cuenta, y los ojos de Marcel no
reflejaban burla alguna.
—¿Cómo es que os trajisteis a mi
madre? —preguntó.
Las dos se quedaron atónitas.
—Marcel —comenzó Colette—, ¿de
verdad crees que podíamos dejar allí a
la niña?
—Eso quiere decir que erais amigas
de sus padres…
Lo miraban como si lo estuvieran
evaluando por primera vez. Louisa se
inclinó sobre el periódico y se quedó
absorta en él, como si Marcel no
estuviera allí.
—Cher, el padre de tu madre tenía
la mayor plantación al norte de Puerto
Príncipe —dijo Colette por toda
explicación—. Era amigo de todo el
mundo. Claro que el hombre no era
consciente de que había nacido con…
—Marcel, aún no has tocado tu copa
—dijo Louisa sin apartar la vista del
periódico—. Siempre pides una copa de
vino, como un auténtico caballero y…
Marcel se apresuró a tomar un
sorbo. Al dejar la copa derramó un par
de gotas.
—¿Su padre era blanco?
—¿Pero es que no lo sabes? —
preguntó Colette—. Claro que era
blanco. Era un buen hombre, aunque un
poco torpe.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Fue una torpeza quedarse allí
después de lo que pasó —le explicó
Colette—. Cuando se fue el ejército
francés y los negros se hicieron con
todo, los blancos que estaban en su sano
juicio se marcharon. Sin embargo, ese
diablo negro, el general Dessalines, les
dijo a los plantadores blancos que se
quedaran, que eran necesarios, que
tenían que volver a sus tierras para
reconstruir las plantaciones, y ellos le
creyeron. Pero la verdad, cher, es que
ese diablo los odiaba, y a nosotros
también. Odiaba a todo el que no fuera
negro como él, porque antes de ser el
poderoso general Dessalines había sido
esclavo.
—No quiero hablar de estas cosas,
me dan dolor de cabeza. —Louisa dejó
el periódico y se llevó los dedos a las
sienes.
—¡El chico quiere saber! —dijo
Colette—. Cher, no le digas ni una
palabra de esto a tu madre, ¿me oyes?
La verdad es que mataron a todos los
franceses blancos de la ciudad de Puerto
Príncipe, hombres, mujeres y niños. Un
oficial de color iba por las calles
matando a los niños, ¿te imaginas?
¡Matando niños! ¡Lo vi con mis propios
ojos! Y tu madre, que era casi un bebé,
estaba allí, en la calle. Claro que se veía
que no era blanca, pero de todos
modos…
—¡Cállate ya! —exclamó Louisa.
—No, no, por favor. —Marcel se
apresuró a cogerle las manos con fuerza
—. Sigue, tante Colette. ¿Dónde estaba
mi madre?
—En la calle. La gente caía muerta a
su alrededor. Te lo juro, Marcel, te he
contado muchas historias fantásticas en
mi vida, pero te juro que el agua que
caía en la alcantarilla era del color de la
sangre.
Louisa había apartado las manos de
Marcel y las tenía entrelazadas en el
regazo.
—Cecile es mi pequeña —dijo con
la vista gacha—. Mi pequeña.
—… Y al padre de tu madre, un
hombre blanco, lo colgaron de un
gancho encima de la puerta, justo
enfrente de nuestra casa, Marcel. El
gancho le atravesaba la barbilla y la
sangre le empapaba la ropa. Estaba
muerto, claro, llevaba horas muerto. Y
ruego a Dios que ya hubiera muerto
cuando le colgaron. Y tu madre, que era
un bebé, estaba allí, en la puerta, y el
oficial blanco iba por la calle matando
niños a golpe de bayoneta. Estaban por
todas partes y sacaban de sus casas a
hombres, mujeres y niños, les daba
igual… Sólo porque eran franceses, sólo
porque eran blancos.
—Me estoy poniendo enferma —
dijo Louise, llevándose la mano a los
labios—. Cierra las persianas, Marcel.
—¡Deja en paz las malditas
persianas! —exclamó Colette—. Como
te decía, Marcel, la niña estaba allí. Y
fue Josette la que…
—¡Quieres dejarlo ya, por el amor
de Dios! —estalló Louisa.
—No lo voy a dejar. Yo creo que si
es bastante mayor para interesarse,
también es bastante mayor para saber. A
ver si así deja de volver loca a su madre
con tanta pregunta sobre Santo Domingo.
Mírame, Marcel. No le digas nada a tu
madre. Tu madre no quiere saber nada
de aquello.
—¿Qué hizo tante Josette?
Louisa fue cerrando una tras otras
las persianas, dejando la sala en la
penumbra.
—Pues Josette vio a esa pobre
criatura en la calle, descalza, porque la
verdad es que ese hombre nunca cuidó
de ella. Se limitaba a darle de comer de
su propio plato en la taberna, pero nada
más, nunca peinaba sus hermosos
cabellos ni le lavaba la cara. La pobre
no tenía ni zapatos. Estoy segura de que
no había tenido unos zapatos en su vida.
¿Quieres parar ya, Louisa? Aquí no se
ve nada. ¡Abre las persianas!
—¿Pero qué pasó? —insistió
Marcel.
—Josette no sabía lo que era el
miedo. Nosotras estábamos aterradas,
Marcel. Le dijimos que no saliera, que a
la niña no le harían nada, que estaban
matando sólo a los niños blancos…
Pero ella abrió la puerta y bajó la
escalera. «Yo voy a por la niña», dijo, y
salió a la calle. Se acercó al muerto
colgado del gancho y cogió a tu madre.
Imagínate. Tuvo que agacharse y apartar
al muerto para coger a la niña. ¡Y cómo
chillaba la criatura! Ya podía estar
muerto su padre, que ella no quería
separarse de él ni a tiros. ¡No puedes
imaginarte cómo chillaba!
—¡No sigas! —pidió Louisa.
Colette se dio la vuelta. Louisa
estaba de espaldas a las persianas, con
las manos entrelazadas y el rostro en
sombras.
Marcel miraba fijamente las gotas de
vino derramadas. Tendió la mano muy
despacio hasta coger la copa.
—Después de aquello nunca la
perdimos de vista —dijo Colette con
voz queda—. Cuando Josette volvió a
Sans Souci quiso llevarse a tu madre,
pero ella se metió debajo de la mesa,
justo en esta habitación, y se cogió a la
pata con todas sus fuerzas. Quería
quedarse aquí con tante Louisa y
conmigo. La verdad es que nos extrañó
que rechazara así a Josette y nos
prefiriera a nosotras. Josette dijo que la
niña ya había sufrido bastante, que se
quedara si quería.
Se hizo el silencio.
Marcel apuró muy despacio la copa
de jerez y la dejó en la mesa. Luego
apoyó la cabeza en la mano.
—Vete a casa, Marcel —dijo Luisa,
con voz grave.
—Déjale —terció Colette.
—Vete a casa —insistió Louisa—. Y
a tu madre ni una palabra, ¿me oyes?
Cuando Marcel llegó a su casa
encontró sobre la mesa del comedor una
tela de encaje blanco. El último sol de
la tarde se reflejaba en todos los
cristales.
En esos momentos, cuando el día era
claro y caluroso, parecía que el brillo
de la luz se combinara con el aire para
convertir los muebles de caoba y todos
los adornos en una ruina decadente
envuelta en remolinos de polvo. El sol
relucía en el suelo encerado y convertía
el retrato de Sans Souci en un bruñido
espejo.
Marcel, sentado con las manos en
las rodillas, se miraba los dedos y las
venas del dorso de las manos. No se oía
más que el zumbido de las moscas.
Luego se oyeron unos pasos en el
camino y el chirrido de la puerta.
Marcel vio perfilada la silueta de su
madre, como un reloj de arena; delgadas
muñecas, finos dedos que cerraron con
delicadeza el parasol. Cecile se acercó
a él con la frente arrugada y los ojos
brillantes, recogiéndose con la mano la
falda de tafetán verde. Llevaba al cuello
un camafeo colgado de una cinta de
terciopelo negro sobre los festones de
encaje blanco de la pechera.
—¿Marcel?
El chico permaneció con el rostro
impasible. Su madre le parecía un ser
atemporal, una criatura no nacida sino
surgida de pronto, cuando las
costumbres habían alcanzado una cima
perfecta en la que ella encajaba. Ahora
que se acercaba a él era como uno de
esos adornos, como uno de esos encajes
que siempre la rodeaban, algo sólido y
exquisito que formaba parte de todo el
conjunto.
Ante ella se abría un abismo. Era
como si la puerta de la mansión de Ste.
Marie diera paso al caos. Si Marcel se
hubiera precipitado hacia ella habría
podido encontrarse colgado sobre el
precipicio. En la espantosa oscuridad se
agitaba la historia, el hedor de los
campos quemados, los tambores, los
rostros negros de los esclavos.
Marcel se levantó con un escalofrío.
Era como si hasta los muros se
desintegraran, como si el cristal de los
candelabros estuviera en llamas. Cuando
salía por la puerta principal oyó por
primera vez que ella le llamaba.
—III—
L
a lluvia inundaba las calles. Al
mediodía había alcanzado los
adoquines de las aceras y entraba en las
tiendas, lamía los escalones de las casas
y convertía las estrechas calles en
charcos de barro. El jardín de Ste.
Marie era un lodazal.
Pero por la tarde amainó. El sol se
vertió sobre el agua y Jean Jacques
volvió al trabajo después de limpiar el
taller y bajar las sillas que había
colgado en la pared. Antes encargaba a
otros el dorado de sus muebles, pero
este año, por aburrimiento o por pura
fascinación, no lo sabía, decidió hacerlo
él mismo. Hundió el pincel en la cola
que se había estado ablandando al fuego
y se puso a pintar invisibles volutas en
el ovalado marco de un espejo. Luego
levantó cuidadosamente el pan de oro
con la punta de un pincel seco y sopló
para que cayera en una fina rociada. A
Marcel le pareció que las volutas
cobraban vida, perfectas y doradas.
El carpintero se detenía de vez en
cuando a descansar, encendía un
cigarrillo y seguía hablando.
—… No sé lo que hubieran podido
enseñarme de no haber estado yo
dispuesto a aprender, pero lo cierto es
que era mucho más que disposición, era
pasión, una auténtica pasión. —La
palabra le resultaba poco familiar y la
pronunciaba con énfasis—. No dejaba
en paz al viejo carpintero. Él, claro está,
no quería perder el tiempo conmigo. Mi
madre no era más que una trabajadora
del campo y yo era uno de los muchos
arrapiezos descalzos que jugaban en la
calle.
Marcel observó su perfil recortado
contra la luz cegadora del exterior. En la
esquina de la Rue Bourbon con la Rue
Ste. Anne todavía quedaban charcos de
agua. Un simón giró bruscamente y
salpicó el taller. Los niños chillaban y
reían.
—Yo no hacía más que trastear con
sus herramientas. Él me decía que no las
tocara, pero no le hacía ni caso. Me
quedaba allí pegado a él, preguntándole
sin cesar qué estaba haciendo, para qué
eran aquellos clavos. Claro que él no
hacía muebles como éstos. Arreglaba
cosas, sobre todo barandillas de porches
o contraventanas. También hacía sillas y
mecedoras, o mesas y bancos para la
cocina, y a veces para otros esclavos.
—¿Entonces cómo aprendió a hacer
buenos muebles? —preguntó Marcel.
Jean Jacques se quedó pensativo.
—Primero aprendí lo básico, y
luego me centré en lo que realmente
quería hacer. Yo creo que si un hombre
aprende bien una cosa, luego puede
aprender casi todo lo que se proponga.
Miró a Marcel, que estaba sentado
como siempre en un taburete junto al
hornillo. El fuego de derretir la cola se
había apagado hacía tiempo, y una
limpia brisa atravesaba el taller. Ni el
calor ni la humedad parecían afectarle.
Había aprendido que en días como ése
debía moverse despacio, caminar
despacio. Su ropa estaba impecable,
aunque el brillo de sus botas nuevas no
había sobrevivido al barro de las calles.
Jean Jacques le sonrió, casi con
melancolía. Marcel se sorprendió.
—En la tierra de mi amo había
trabajadores del campo, hombres que
venían de África y que cuando se
acababa la jornada hacían objetos… —
Abrió la mano y entrecerró los dedos
como si quisiera agarrarlos—. Obras de
arte —dijo finalmente—. Tallaban la
caoba más dura con un simple cuchillo y
hacían cabezas, cabezas de aspecto
africano con los labios mucho más
grandes que los de cualquier negro y
unos ojos que no eran más que
hendiduras. El pelo lo hacían en trenzas
en la parte de arriba de la cabeza,
trenzas que se iban enroscando y
enroscando y que a veces se enlazaban
en torno a las orejas. Tenían un aspecto
muy salvaje, muy… muy africano. Te
aseguro que esas cabezas eran de los
trabajos más finos que he visto jamás. El
tallado de las trenzas, de las orejas
perfectamente equilibradas… Todavía
recuerdo la suavidad de la madera
cuando estaba pulida, y el aspecto que
tenían a la luz del fuego. Te aseguro que
un hombre que pueda hacer algo tan
perfecto, una obra de arte como aquélla,
puede hacer con sus manos lo que
quiera: este pequeño secreter o aquel
fauteuil, si realmente lo desea, si lo
desea de verdad.
—¿Pero cómo aprendió usted a leer
y a escribir, monsieur? —Por fin Marcel
había encontrado el momento adecuado
para preguntarlo.
—Como han aprendido muchos
otros… —rió Jean Jacques— con un
libro. Mi amo me dio una vieja Biblia.
La verdad es que tenía la cubierta rota.
Yo se la pedí a mi amo y él me dijo que
podía quedármela. Cogí la Biblia y me
senté con ella en las escaleras de la
casa. Ya no era tan pequeño y me
dedicaba a ayudar en las faenas de la
casa. Muchas veces no me necesitaba
nadie. De hecho había muchos días en
que lo único que tenía que hacer era ir a
buscar la pipa de mi amo por las
habitaciones o subir al piso de arriba a
por tabaco. Así que me ponía en la
galería, entre la madreselva, y cada vez
que podía le preguntaba al amo el
significado de una palabra. A veces,
claro, tenía que preguntarle lo mismo
muchas veces, pero al cabo de un mes ya
leía yo solo tres renglones, y cada vez
que aparecían esas palabras en otras
partes de la Biblia las reconocía. Al
cabo de un año ya leía cuatro páginas.
No sé de qué te sorprendes, mon fils.
Muchos hombres han aprendido así. Una
tarde pasó algo muy especial. Mi amo
estaba en el gran sillón de la galería y
me dijo: «Jean Jacques, ya que estás
siempre con esa Biblia, ¿por qué no me
lees un poco?». Yo me puse a su lado y
le leí las cuatro páginas y unos cuantos
renglones más que ya había aprendido.
«Jean Jacques —me dijo—, cuando me
puedas leer cualquier página de esa
Biblia, cualquiera, desde el principio
hasta el fin, te daré la libertad.» —El
carpintero soltó una risa queda—.
Entonces ya no hubo quien me parara.
Marcel no pudo ocultar el exquisito
placer que la historia le producía.
—«¿Qué quieres ser?», me preguntó
cuando llegó el momento…
—¿Cuándo ya podía leer cualquier
página?
Jean Jacques asintió con un guiño.
—Le leí el Apocalipsis de san Juan.
Marcel se echó a reír, encogió los
hombros y metió las manos entre las
piernas.
—Le dije que quería ser carpintero,
como nuestro señor Jesucristo. Pero
ahora, cuando lo pienso, creo que lo que
me pasaba era que estaba resentido con
aquel viejo esclavo carpintero que no
quiso enseñarme a utilizar sus
herramientas. Quería demostrarle que
podía ser tan bueno como él. Más tarde
mi amo me mandó a Cap François a
aprender el oficio. Primero me dediqué
a la construcción de escaleras y aprendí
a hacer las mejores escaleras para las
casas más ricas de la ciudad. A los
muebles me dediqué cuando me
establecí por mi cuenta.
Se calló un momento, observando a
Marcel. El muchacho estaba recordando
con gran deleite todas las escaleras que
había visto, sobre todo la larga escalera
de la casa de los Lermontant que se
curvaba elegantemente sobre el pequeño
rellano y giraba sobre sí misma para ir a
dar al segundo piso.
—Pero los mejores muebles los hice
en Nueva Orleans —prosiguió Jean
Jacques—. Los hacía a partir de los que
veía cuando iba a las casas para hacer
las escaleras o para arreglarlas, o
fijándome en los dibujos de los libros.
Una vez hice una escalera para tu tante
Josette. —Volvió a observar a Marcel
—. Un verano vino de Cane River y me
dijo: «Jean Jacques, quiero que vengas a
hacerme una escalera a Sans Souci».
Marcel recordó las veces que
Josette les había invitado a todos a ir a
visitarla, recordó las excusas de Cecile
y su propia pasión por la vida de la
ciudad. Siempre había pensado que el
campo era aburrido. Pero si fuera a Sans
Souci vería la escalera, caminaría por
ella, tocaría la barandilla y podría
observar cómo estaba hecha.
—Vinimos en el mismo barco —dijo
Jean Jacques—. ¿Sabías que tu tía y yo
vinimos en el mismo barco? Trece años
más tarde ella volvió a Santo Domingo,
decidida a encontrar a sus hermanas. Al
final se las trajo, y a tu madre también.
Una sombra cruzó el rostro de
Marcel.
—¿Qué pasa? —preguntó el
anciano.
Marcel se encogió de hombros.
—Dígame,
monsieur,
¿cómo
aprendió a escribir?
—¡Qué preguntas tienes!
Marcel miraba el diario abierto. Él
también había intentado llevar un diario,
pero sólo había escrito tonterías como
«Me levanté, desayuné a las siete, fui al
colegio».
—¿Cómo crees que aprendí? —rió
Jean Jacques—. Copiando las palabras
que había escrito otra gente, o las de los
libros.
Se hizo el silencio entre ellos, como
tantas otras veces. Jean Jacques tenía
otra hoja de pan de oro en la punta del
pincel. Se le había quedado un poco
pegado en los dedos. El carpintero miró
el espejo ovalado.
—Piensas demasiado, mon fils.
—Me gustaría que me contara… que
me explicara las batallas de Santo
Domingo.
Jean Jacques se detuvo. Luego
sacudió la cabeza, pero sin mover las
manos. El pan de oro no se cayó del
pincel.
—Ya no te puedo contar más. Me
parece que hice mal en hablarte de
ello… —Su expresión era sombría.
—¿Por qué?
—No es decisión mía, mon fils. No
soy yo quien debe decidir si tienes que
saber esas cosas. Pero recuerda, cuando
me muera te dejaré todos mis libros.
—No hable de la muerte, monsieur
—dijo Marcel sin poder contenerse.
—¿Por qué no? He vivido
demasiado, he visto demasiado. Tengo
demasiados recuerdos de los viejos
tiempos. —El carpintero prosiguió con
su trabajo.
—Pero ahora todo es mejor, ¿no? —
preguntó Marcel—. Ya no hay guerras ni
batallas. Ahora estamos en paz y se
puede hablar de esas cosas, ¿no?
—¿En paz? No me has comprendido,
mon fils. Los recuerdos no me hieren el
alma. —Había vuelto a dejar el pan de
oro como si desesperara ya de proseguir
con su trabajo. Se limpió las manos con
un trapo que cogió del banco—. En
algunos aspectos, aquellos tiempos
fueron mejores que éstos. Había luchas,
es cierto, había derramamientos de
sangre, y no quiero pensar en la cantidad
de hombres que murieron en ambos
bandos. Pero en cierto sentido, aquellos
tiempos eran mejores —entornó los ojos
como queriendo ver su propio relato—,
porque gracias a la dureza y a la
crueldad de la tierra los hombres no
tenían las ideas tan rígidas. Torturaban a
los esclavos, los asesinaban con malos
tratos que a ningún plantador se le
ocurriría emplear aquí, y los esclavos se
sublevaron y devolvieron toda esa
crueldad. Pero las ideas no eran tan
rígidas. Cabía la esperanza de que las
gens de couleur, los blancos… incluso
los esclavos que conseguían la libertad,
pudieran… —Jean Jacques se detuvo y
movió la cabeza—. He vivido
demasiado —dijo—. Demasiado.
—IV—
M
arcel lloraba en las escaleras del
garçonnière.
Cecile,
desesperada y sin saber qué hacer, había
mandado a Marie a casa de los
Lermontant.
—¡Te han estado buscando por todas
partes! —exclamó retorciéndose las
manos—. ¡Si hubieras estado en el
colegio te habrían encontrado! ¿Qué te
pasa? ¿Por qué te comportas así? —
Tendió la mano hacia él, pero Marcel se
apartó bruscamente y le dio un puñetazo
a la cisterna.
En ese momento entró en el jardín el
mismísimo Rudolphe Lermontant con su
abrigo de lana negra. Al ver a Marcel se
le suavizó la expresión del rostro.
—No puede estar muerto. ¡No puede
ser! ¡Nadie se muere así! Anoche estaba
aquí, hablando conmigo, y estaba bien…
—Escúchame, Marcel —comenzó
Rudolphe con voz grave—. Jean Jacques
murió mientras dormía. Si no me
equivoco, debió de morir mucho antes
de la medianoche. Es probable que ni
siquiera cenara. Estamos en pleno
verano, y sabes perfectamente que no se
lo podía mantener con este calor. Aun
así, Marcel, por ti lo habría tenido allí
todo lo posible. Te mandé a buscar, pero
no estabas ni en el colegio ni en tu casa.
Anda, ven conmigo. Tienes que hacer un
esfuerzo. Ven, vamos al cementerio. Te
enseñaré su lápida para que puedas
presentarle tus respetos.
Marcel se apartó de la mano que le
tendía. El rostro de Rudolphe reflejó por
un instante la indignación que sentía.
Luego resopló y apretó los labios.
—El taller está vacío, vacío —
resolló Marcel—. ¡Es imposible que
haya desparecido así, sin más! ¡No
quiero ver su tumba, no pienso verla!
¡No puede estar enterrado!
—A las tres el taller no estaba vacío
—dijo Rudolphe—. Estaba lleno de
gente que le lloraba. Le querían mucho.
Marcel intentó ahogar el sollozo que
tenía en la garganta.
—¿Y sus libros, monsieur? —
suplicó—. Han desaparecido. Y esa
vieja criada me echó de la casa. —El
muchacho apretó los dientes.
No advirtió la inquisitiva mirada
que Rudolphe dirigió a Cecile ni el
gesto de su madre, que levantó la
barbilla con un imperioso movimiento
de cabeza. Lisette los miraba desde la
puerta de la cocina.
Cecile miró fijamente a Rudolphe,
con las manos en la cintura.
—¿Qué libros? —murmuró el
hombre, sin apartar la vista de Cecile.
—Sus diarios, monsieur. Él me los
prometió, me dijo que quería que los
tuviera yo. Fui al presbytère, pero el
cura no sabía nada. Han desaparecido…
—Levántate, Marcel —le dijo
Cecile precipitadamente.
Rudolph seguía con los ojos fijos en
ella.
—Los deseos de los muertos son
sagrados, madame.
—¡No acepto órdenes de un tendero!
¡Libros! ¡Yo no sé nada de libros!
Lisette se giró hacia el caminito que
llevaba al jardín trasero.
Marcel vio cómo su madre y
Rudolph se miraban, este último con
expresión furiosa.
—Tendero o no, era su voluntad —
siseó Rudolphe.
—No me estoy refiriendo al
carpintero, monsieur, sino a usted.
—Mamá, ¿qué estás diciendo? —
preguntó Marcel con tono impaciente,
desesperado.
Rudolphe estaba rabioso. Se quedó
un momento con los puños cerrados y
luego echó a andar, pero enseguida se
dio la vuelta.
—¿Qué pasa? —Marcel se levantó,
agarrándose a la barandilla y
enjugándose las lágrimas del rostro—.
¿De qué hablabais? —Era evidente que
su madre estaba enfadada. Le temblaba
el labio y tenía los ojos entornados—.
¡Mamá!
—Más vale que se marche,
monsieur, y que me deje atender a mi
hijo —dijo ella fríamente.
—Usted ha destruido esos libros —
replicó él con tono igualmente frío y
controlado.
—Fuera de esta casa.
Esa noche Marcel yacía en la cama,
borracho hasta la incoherencia. Se había
pasado toda la tarde en el saloncito de
su amiga Anna Bella Monroe, detrás de
la casa de huéspedes de la esquina. Fue
ella la que finalmente le escondió el
vino.
—No le has perdido —le dijo, pero
él replicó entre lágrimas que no creía en
«esas cosas».
A través de su dolor le pareció que
era toda una dama, y no simplemente su
Anna Bella. Claro que siempre había
sido una dama, incluso de niña. Ahora, a
sus quince años, brillaba en sus ojos un
maravilloso equilibrio que calmaba el
torbellino interior de Marcel.
—Quiero decir que siempre te
quedará lo que había entre los dos. Eso
no te lo puede quitar nadie. Lo llevas
aquí —dijo, tocándose el pecho. Su
rostro era adorable y perfecto bajo la
suave cabellera negra. Marcel la besó
entonces para demostrarle su amor.
Anna Bella siempre había comprendido
lo que sentía por Jean Jacques, cuando
ni Richard ni nadie lo entendía. Al notar
la infantil redondez de su barbilla y la
sedosa piel de su rostro, desapareció
todo el dolor de la pérdida. Ella lo
apartó suavemente, y en la habitación de
al lado, madame Elsie, su vieja niñera,
golpeó el suelo con su bastón. Marcel no
habría podido llegar a la puerta de su
casa si no le hubiera llevado Anna
Belle.
Ahora apenas se daba cuenta de que
ya no estaba, que se encontraba solo en
su habitación y que Lisette había abierto
en silencio la puerta. La criada llevaba
algo envuelto en su delantal. Marcel la
miró con ojos entornados y sintió un
vago temor ante el gesto reverente con
que ella sostenía algo, como si tuviera
una especie de poder. Le hizo pensar en
los fetiches, esos objetos malolientes
que le cosía en la almohada cuando
estaba enfermo.
—Los muertos están muertos —
susurró—. Tráeme una botella de
whisky, Lisette. Te daré un dólar.
—Ya ha bebido bastante. Mire,
siéntese.
Apartó el delantal y le enseñó los
restos quemados de un libro con el lomo
ennegrecido y la cubierta arrugada.
—Lo saqué de entre las cenizas,
michie. Hasta me quemé las manos.
Siéntese.
Marcel se lo arrebató al instante y al
abrirlo vio la letra de Jean Jacques.
—Se los trajo Richard Lermontant,
michie. No haga caso de lo que ella diga
—estaba hablando de su madre—. En
todos había una nota con su nombre,
hasta ahí sé leer. El viejo se los dejó y
yo vi que ella les prendía fuego con sus
propias manos. He podido rescatar éste
escarbando entre las cenizas, michie.
Los demás se han perdido.
¿Qué había allí? Fragmentos.
Se pasó todo el verano intentando
descifrarlo, pero estaba tan quemado
que no encontró ni una sola frase
completa. Observaciones sobre el
tiempo, datos de una transacción,
algunas
compras
de
maderas
importadas, la referencia de un
ahorcamiento público, y aquí y allá las
fechas que databan el libro en 1829. El
resto había desaparecido para siempre.
Era el único documento que quedaba
de toda una vida, la única reliquia de
una caligrafía sesgada llena de
arabescos y una cuidada relación entre
la exquisita tinta morada y la limpieza
absoluta que había mostrado la página,
como si el hombre que había aprendido
solo todo lo que sabía se hubiera
aplicado en escribir las palabras con la
misma meticulosidad con que lo hacía
todo.
Llegó el mes de octubre. Marcel
tenía catorce años.
—V—
M
arcel leía noche y día, en el
colegio se sumía en sus
ensoñaciones, escuchaba con atención la
charla de los pescaderos, paseaba sin
rumbo y le parecía que el mundo era un
lugar extraño lleno de maravillas.
Una tarde se detuvo ante el
escaparate de un relojero e intentó ver y
oír todos los relojes que daban la hora a
la vez detrás del cristal. Mientras
desayunaba leía periódicos en francés y
en inglés, sin hablar con nadie. Cuando
llegaron las lluvias de octubre se dedicó
a pasear entre las altas hierbas del
cementerio, mirando de reojo la lápida
del nicho de Jean Jacques, uno más entre
los muchos excavados en los
blanqueados muros.
Sólo para la primera comunión de
Marie accedió a mostrar una expresión
humana. Besó a su hermana en las
mejillas y en la fiesta bebió jerez, comió
pastel y dedicó rígidas sonrisas a los
amables comentarios de sus tías,
comentarios que olvidaba al instante.
Escribió su nombre en su diario,
Marcel Ste. Marie, y su mano se detuvo.
¿De dónde había sacado Cecile su
apellido?
¿De
sus
oraciones?
«Descalza, despeinada y con la cara
sucia». Después de la cena se la quedó
mirando mientras ella se recogía las
mangas de tafetán. Los esclavos dejaron
ante ella un barreño de agua caliente,
como siempre, y Cecile fue fregando con
cuidado los platos de porcelana que
luego confiaba a las manos de Marie. Al
acabar se secó las manos y se miró los
óvalos perfectos de las uñas.
Cuántas veces, en las largas noches
estivales de su infancia, cuando el calor
húmedo reblandecía sus sábanas y
cargaba el aire, la había oído gemir en
sueños y la había visto incorporarse en
la cama como una muñeca con las manos
en la cabeza. Entonces se levantaba en
silencio, el camisón reluciente bajo la
oscilante luz de la vela, y bebía del
jarro cogiéndolo con las dos manos. «¡Y
cómo chillaba la criatura! Ya podía estar
muerto su padre, que ella no quería
separarse de él ni a tiros. ¡No puedes
imaginarte como chillaba!…». Después
de beber parecía todavía sumida en su
sueño y se giraba una y otra vez, como si
no pudiera encontrar la cama.
La gente aún seguía diciendo que
Marcel era un ángel, un hijo devoto, a
veces incluso perfecto. ¿Es que estaban
todos locos? Marcel los miraba ceñudo,
como si lo que decían fuera una
monstruosidad. Con el nuevo resplandor
de lucidez que amenazaba con consumir
todos los objetos mundanos, volvió los
ojos hacia sí y se dio cuenta de que
siempre había sabido la verdad de su
mundo, que la respiraba como el mismo
aire.
¿Quién había dicho que la distinción
consistía en lavarse las manos
constantemente,
sufrir
cuellos
almidonados, bajar la voz en el salón y
dejar un poco de sopa en el plato cuando
se tiene hambre? El mundo era de
cristal, como los ángeles de la repisa de
la chimenea, destinados a romperse bajo
la acometida de una palabra cruel.
«¿Por qué has quemado esos libros?
¡Cómo has podido!».
«¡No me levantes la voz! ¡Te
recuerdo que soy tu madre!».
Ella se estremeció en sus brazos.
Marcel sentía los ganchos de su corsé,
las capas de encaje. Ella le hundía las
manos en el pelo y la cara en el cuello, y
sus labios temblaban.
«Has hecho una cosa horrible,
mamá».
«No lo sabía —gritó ella
amargamente—. No lo sabía».
Y yo soy parte de esto, se dijo ante
el óvalo de un espejo, fingiendo la
rigidez de un viejo retrato hasta que la
imagen llameó ante sus ojos con vida
propia y le obligó a apartarse, con las
manos en la cabeza y sin aliento.
¿Cómo podía él haber asimilado esa
desesperada necesidad de construir un
mundo respetable, como si fuera la
pasión de Cecile por el chocolate o su
aversión hacia el color rojo? Lo había
respirado como el aire, sí, pero alguna
mácula debía tener que le había
convertido en un actor perfecto. ¿Qué
era? Se vio sentado en el taburete, al
fondo del taller de Jean Jacques, con las
manos relucientes e inmaculadas como
las mesas pulidas, las sillas de la reina
Ana, las lunas de los armarios. Algún
defecto había en él. ¿Qué era? Marcel
hundió la pluma en la tinta para escribir
su propio diario.
¿Había odiado la infancia desde
siempre? ¿Había aborrecido ser niño?
¿Había elegido voluntariamente otro
camino, herido y confundido por esos
rígidos límites? Los juegos le producían
un aburrimiento mortal. Las tediosas
repeticiones de su maestro, monsieur De
Latte, le exasperaban. Pero su
prodigiosa mente había colegido lo que
se esperaba de él, y eso le había llevado
a refugiarse en una actitud evasiva en la
que no tenía cabida a la inocencia.
Hacía gala de una templanza ejemplar,
se inclinaba a besar la mano a las
damas, miraba ceñudo a los que
hablaban en la iglesia y contemplaba las
humillaciones con desprecio, buscando
siempre la moderación. «El hijo de
madame Cecile es un chico tan bueno,
tan perfecto. Está hecho todo un
hombrecito».
Mi hombrecito, su hombrecito.
Pertenecía a los adultos, era su
tesoro. Y un perfecto mentiroso.
Pero entonces no lo sabía. Le había
parecido muy natural, tan natural como
las largas tardes que pasaba con Anna
Bella, lejos del alboroto de los
chiquillos en la calle, oyéndola leer
novelas inglesas, con los pies junto al
brasero y mirando los festones del
techo. Ya era una mujer a los doce años,
y con la impecable elegancia de una
mujer adulta. Jugaban a la dama y al
caballero.
Anna
Bella
había
comprendido su pasión por Jean Jacques
y no le reprochaba que se hubiera
apartado de ella para ir al nuevo mundo
del taller del carpintero. Cuando Marcel
iba a verla, ella le hacía té inglés en una
tetera de porcelana.
Luego estaba Richard, que era el
auténtico caballero y que había tratado a
Marcel como a un hombre desde que se
conocieron. Cuando Marcel llegó a la
academia de monsieur De Latte, Richard
se destacó entre sus grises e
inexpresivos compañeros para indicarle
un asiento vacío, le dio la bienvenida a
la clase y le dijo que luego podían
volver juntos a sus casas. Marcel,
aterrorizado hasta la médula en el nuevo
ambiente, no olvidaría jamás aquel
detalle, el apretón de manos que quería
decir:
«Somos
hombres,
somos
hermanos». Fue la suya una amistad que
duraría para siempre, lo cual hacía más
doloroso el conflicto que ahora había
entre ellos. «Je suis un criminel!».
Marcel se detenía a veces en medio de
la calle con un estremecimiento,
agarrándose los brazos como si tuviera
frío, y Richard, atónito, murmuraba
alguna trivialidad. Entonces, con un
movimiento frenético como el de un
pájaro, Marcel se lanzaba a correr por
las calles atestadas, cruzaba la Rue
Canal, llegaba a la estación de
Carrollton Railroad y se pasaba horas
en el tren, atravesando un mundo que no
había visto jamás, el mundo de los altos
robles y las blancas columnas de las
casas de los americanos.
En su infancia nada había sido real,
pero ahora las cosas eran tan reales que
le daban ganas de hablar en voz alta
hasta con los árboles.
Un día encontró a Anna Bella en la
calle con un espléndido vestido de
tafetán morado y el pelo recogido bajo
un ancho y elegante sombrero. Llevaba
un parasol que lanzaba sombras de
encaje en las paredes. Marcel,
sobresaltado al verla convertida en toda
una mujer con sus finos guantes de
terciopelo se quedó sin habla cuando
ella le tendió la mano. Madame Elsie, su
malvada dama de compañía, la apremió
a seguir adelante.
—Un momento, por favor, madame
Elsie —respondió Anna Bella con su
suave voz y su acento americano—.
Marcel, ¿por qué no te vienes a pasear
con nosotras? —Pero él vio la mirada
de la anciana, la arrugada mano con la
que empujaba a Anna Bella.
¿Habría visto aquel beso en el
salón? ¿Habría oído sus sollozos de
borracho por Jean Jacques? Se quedó
allí Callado, mientras la vieja se
ajustaba el chal, hasta que finalmente se
apartó el pelo gris de la sien y dijo,
encogiéndose de hombros:
—Mais non. Ya no sois unos
niños…
Algo se había acabado.
¿Pero por qué? Un instinto oculto le
impidió cuestionarlo. Marcel no se
atrevía a hacer aflorar el tema a la
superficie de su mente, y todos los días,
cuando salía, se daba la vuelta para no
ver la casa de madera, para no correr el
riesgo de vislumbrar a Anna Bella en la
puerta.
Una noche que volvía solo de
Benediction se encontró, no por
casualidad, ante la alta fachada de la
Salle d'Orleans, envuelta en la música
de violines y bañada por el aire fresco,
Entonces hizo lo que nunca había hecho:
quedarse allí y girar la cabeza despacio
pero sin vacilaciones hacia el alboroto
que se oía tras las puertas abiertas. La
calle estaba atestada de carruajes y las
capas negras relumbraban al sacudirse
la lluvia. Jóvenes blancos, a veces,
cogidos del brazo, hablaban deprisa
mientras atravesaban el vestíbulo, y más
allá, en las amplias escaleras, Marcel
alcanzó a ver los hombros desnudos de
una mujer de color.
Estaba sonando un movido vals, y a
través de las altas ventanas francesas
del piso de arriba se distinguían en las
paredes las sombras de las parejas que
bailaban: mujeres de color y hombres
blancos.
Las estrellas desaparecieron tras las
nubes invernales y una voz, por encima
del suave martilleo de la lluvia, le dijo
lo que siempre había sabido, que nunca
le admitirían en aquel lugar. En aquél y
en todos los lugares como aquél sólo se
admitían a hombres blancos, aunque
Marcel podía ver por las ventanas a los
músicos de color y percibía el
movimiento de los arcos en los violines.
Siempre habían existido esos salones,
eran una tradición tan antigua como
Nueva Orleans, así que ¿por qué pensar
en ello? Marcel tuvo la súbita impresión
de estar llamando a la desgracia. Era
absurdo, aunque tal vez había sido en un
lugar como aquél donde Cecile conoció
a monsieur Philippe, y tal vez fue bajo
ese mismo techo donde tante Colette
había dado su aprobación a las
promesas de Philippe: la promesa de
que construiría la mansión de Ste.
Marie, la promesa de que enviaría a
Marcel a París cuando tuviera la edad
adecuada. El nombre le asaltó con una
nueva intensidad y tuvo la agitada visión
de umbríos locales eje moda donde
hombres de color bailaban con hermosas
mujeres mientras la música hendía el
aire del invierno. Vio todas las puertas
abiertas ante él.
—¿Qué significa esto para mí? —
susurró en voz alta—. Pronto en París…
—Pero entonces le distrajo otro
pensamiento que ahora volvía a
atormentarlo, como la cara de un niño
apretada contra una ventana.
Había pensado en Anna Bella, que
esa noche debía estar con él pero no
había podido ser. Habrían caminado
cogidos de la mano bajo la llovizna,
charlando suavemente. Él le rodearía de
vez en cuando la cintura con el brazo;
habría compartido con ella las angustias
de su alma y habría llegado a
comprenderlas mejor. Y era Anna Bella
a quien ahora veía en una imagen difusa,
arriba, en el salón de baile. Anna Bella,
con el resplandor de las joyas de mujer
en sus brazos desnudos.
Se le aceleró el pulso y dio media
vuelta para marcharse, pero lo que había
estado pensando todo el tiempo, por qué
no admitirlo, era que tal vez Anna Bella
estaba destinada a eso: hombres blancos
que le besarían la mano, hombres
blancos susurrándole al oído. Su mente
le gritaba: «Basta. Olvídalo. ¿Por qué
tiene que preocuparte?».
—París —susurró como si fuera un
ensalmo—. París, la cité de la
lumière…
Pero había perdido a Anna Bella.
¡La había perdido! En toda la confusión
de aquel desgraciado año se la habían
arrebatado mucho antes de sufrir el
dolor de dejarla por un nuevo mundo al
otro lado del mar. Era como si se
hubiera hecho adulta en el instante en
que él se había dado la vuelta. Si
siempre fue algo ineludible, ¿por qué no
lo había sabido él? ¿Por qué todas las
verdades triviales tenían que ser una
conmoción? ¿Acaso no pasaba lo mismo
todos los días a su alrededor? ¿De
dónde había sacado esos ojos azules que
le miraban desde el espejo?
¡Hombres blancos y mujeres negras!
Era la alquimia de la historia. Pero
Anna Bella… Había pensado que la
tendría siempre, unidos como estaban
por los años de infancia, por el brazo
que ella le puso en los hombros cuando
lloraba por Jean Jacques, por la dulzura
de aquel beso que él se atrevió a darle
por fin. «Basta. No pienses más». Y
había sido algo que Marcel llevaba
dentro lo que la había alejado de él, lo
que la había apartado tanto como la
malévola mueca de madame Elsie, una
fuerza que crecía en su interior y que
había impulsado la unión de sus labios.
«Mais non, ya no sois unos niños…».
No. Marcel notó de pronto que tenía
sangre en las manos, y al mirárselas vio
que se había clavado las uñas en las
palmas. Ya no eran niños, no. Pero ¿y
si… y si él no se fuera? ¿Y si no le
estuvieran esperando las puertas
abiertas al otro lado de los mares? La
lluvia le martilleaba en las manos
borrando la sangre que no dejaba de
brotar.
Arriba sonaba la música sobre las
frías ráfagas de viento. Era una música
encantadora. Marcel se puso a silbar, y
al alejarse captó otra melodía en el aire,
el agudo falsete de una voz negra que
cantaba suavemente a su lado. Aminoró
el paso y vio en la oscuridad los ojos
brillantes de un cochero negro apoyado
en su carruaje. Marcel conocía la
canción y la letra, en patois criollo, y
sabía también que iba dirigida a él:
Milatraisse courri dans bal,
cocodrie po'té fanal.
Trouloulou!
C'est pas zaffaire a tou,
c'est pas zaffaire a tou.
Trouloulou!
«La niña amarilla acude al
baile,
el hombre negro le ilumina el
camino.
¡Hombre amarillo!
Ya no tienes nada que hacer,
ya no tienes nada que hacer.
¡Hombre amarillo!».
Tres meses después de que Jean
Jacques muriera, Marcel hablaba con
tante Colette en la puerta de su tienda.
—Pero su madre…
—¿Qué pasa ahora, Marcel? ¿No
ves que estoy ocupada? —Estaba
revisando el correo—. Pero bueno, si
esto ya lo he pagado…
—¿Quién era la madre de mi madre?
—preguntó Marcel en voz baja. A través
del cristal de la tienda se vislumbraba el
oscuro contoneo de las faldas de tante
Louisa, y desde la calle llegaba el ruido
sordo de las ruedas.
—¿Pero qué te pasa, cher? —
Colette le tocó la frente—. Tienes
fiebre. —Marcel cerró los ojos, con los
labios tensos, y movió la cabeza en un
gesto de negación casi imperceptible.
—No tengo fiebre. Dime, tú debiste
de ver a su madre alguna vez…
Conocías bien a su padre.
—Su padre, cher, era el plantador
más rico del norte de Puerto Príncipe —
dijo ella tocándole la mejilla. Marcel se
apartó.
Tante Louisa le llamaba.
—Por favor, tante Colette —insistió
ansiosamente, y en un insólito arrebato
le cogió la muñeca.
—Ay, cher, ¿qué madre? —suspiró.
—Tendría madre…
—No lo sé, cher. —Colette movió
la cabeza, pero sin dejar de mirarle—.
Pasa dentro, aquí hace frío.
—No. —Marcel tiró de la puerta.
—¡Marcel!
—Tante Louisa no querrá decírmelo
—dijo él mirando el escaparate de la
tienda—. Tú lo sabes. Si no me lo
cuentas, se lo preguntaré yo mismo a
mamá.
—Ni se te ocurra, Marcel. Desde
que murió el viejo carpintero estás
hecho una calamidad. —Pero antes de
marcharse le cogió de la manga—. Era
una esclava, cher. No sé quién era, una
esclava de la plantación. Claro que para
entonces ya no había esclavos. No,
todos eran libres. Pero si no recuerdo
mal, ella no quería saber nada de la
niña. Dios sabe dónde estaba cuando
nosotras nos la llevamos. Probablemente
huyó con el ejército negro del general
Dessalines. No tienes que pensar en esa
mujer, cher. No tiene nada que ver
contigo… ¡Marcel!
Marcel se había apartado y la
miraba. Sus labios se movían formando
unas palabras que ella no oyó. El
muchacho se alejó deprisa, engullido
por la multitud. Su pelo rubio reflejaba
la pálida luz del sol invernal.
Una esclava, una de esas esclavas.
Las palabras se negaban a hacerse
realidad.
Detrás del garçonnière, Marcel
observaba cómo las esclavas que
conocía de toda la vida recogían las
sábanas tendidas. Lisette corría con los
brazos en alto, jugueteando con las
pinzas, mientras Zazu, su madre, más
negra, más delgada, más hermosa,
contoneaba las caderas al transportar el
cesto de la ropa.
Las gotas de lluvia oscurecían la
tierra batida, y en el aire frío se alzaba
un olor a polvo. Marcel vagaba entre los
plátanos, escuchando el tap tap tap y el
fragor de la cisterna. Vio cómo
encendían las lámparas de la cocina y
ponían planchas de hierro sobre los
carbones encendidos. Lisette le miró
ceñuda desde la puerta, con las manos
en la cintura y la cabeza gacha.
—A usted le han embrujado, michie
—le reprendió con su voz grave voz—.
¿Es que quiere coger una pulmonía?
Era Lissete, la de la piel de cobre, la
que a veces se enfadaba, la que
suplicaba que le compraran pendientes
de oro y se ataba el tignon amarillo
elegantemente en torno a su pelo rojizo,
mientras que a Zazu le entusiasmaba
vestir a Cecile y peinarle las largas
trenzas negras. Era Lisette la que
hablaba en susurros de vudú,
aterrorizaba a Cecile con sus historias
de hechizos y de vez en cuando se
enfadaba, dejaba la tetera de golpe y
desaparecía toda una noche para
aparecer al día siguiente a horas
intempestivas, con el delantal tieso y
arrugado, como si no hubiera pasado
nada. Esas mujeres habían mecido a
Marcel en su cuna. Monsieur Philippe
las había traído de Bontemps, su
plantación, antes de que él naciera.
Ah, Bontemps, aquello era vida:
meriendas en el río y bailes. Hacía
tiempo que Marcel había dejado de oír
las murmuraciones que se hacían sobre
ellos.
De vez en cuando le decía con sorna
a Lisette:
—Lo que debías tú de disfrutar los
sábados por la noche en la ciudad…
Pero cuando Felix, el cochero, trajo
a monsieur Philippe del campo, en el
fondo de la cocina hubo una fiesta. La
mesa estaba cubierta de lino blanco, y el
pollo se asaba en el fogón. Y sólo se oía
hablar
de
Bontemps.
Felix,
elegantemente vestido de negro con los
botones de bronce, saludó a Marcel con
una sarcástica reverencia y se sentó
enseguida en el taburete junto a la
puerta, sin esperar que nadie le diera
permiso.
Pero en aquellos días, cuando Cecile
hablaba de despilfarros e insolencias,
retorciéndose las manos, o encontraba
un siniestro y misterioso fardo de
plumas cosido en el dobladillo de una
sábana, Philippe deambulaba entre todos
ellos moviendo la cabeza, hacía salir a
Felix y convocaba a las mujeres.
—¿Qué les pasa a mis chicas? —
comenzaba, pero enseguida provocaba
en ellas confiadas risas con sus
comentarios, aunque al final terminaba
por ponerse serio—. A ver si educas a
tu hija —le decía a Zazu, rodeándola
por la cintura.
—No sé qué hacer con esa chica,
michie —replicaba ella a veces con voz
suave y una expresión tierna en su
estoico rostro negro.
Entonces él insistía:
—Sé buena con mi Cecile.
Les daba billetes de dólar, declaraba
que el gumbo era mejor que en el campo
y les advertía, ya en la puerta de su
casa:
—Alejaos de los brujos de vudú. —
Pero entonces guiñaba un ojo.
Esclavos.
Marcel miraba de reojo a los
prisioneros negros encadenados que,
con la espalda doblada, limpiaban a
palazos las zanjas abiertas, se
estremecía ante los gritos del capataz y
fingía indiferencia mientras ardía de
vergüenza al ver un espectáculo
cotidiano que desde pequeño le habían
enseñado a ignorar.
¿Era posible que antes de aquello
hubiera pensado que el sufrimiento era
algo vulgar, y la esclavitud meramente
degradante?
Los ojos se le humedecían bajo el
aire frío. Marcel se ajustó el abrigo y
echó a andar hacia la Casa de Cambio
con las manos en los bolsillos.
Llevaba encima una carta, por si
alguien cuestionaba su presencia. Nunca
había estado allí. Al entrar miró
deslumbrado hacia la alta cúpula, y
luego fue pasando de una subasta a otra.
Se abrió paso entre la multitud hasta
llegar ante una tarima, sin darse cuenta
de que apretaba los dientes, y allí se
quedó mirando atónito la tersura de la
madera. Por un momento aquella
suavidad, aquel brillo perfecto, le
pareció inconcebible. Pensó en las horas
que Jean Jacques pasaba puliendo una
superficie, doblando y redoblando el
paño empapado en aceite. Hasta que,
con un sobresalto, se dio cuenta del
porqué de aquella maravilla. Era obra
de pies desnudos. Sintió náuseas.
Necesitaba aire fresco. Pero levantó los
ojos hacia la hilera de hombres y
mujeres de colorido vestuario, algodón
azul, levitas, ojos negros que le miraban
impasibles. Un niño gimió, agarrado a
las faldas de su madre. Marcel le había
asustado con la mera intensidad de su
mirada. Dio media vuelta, con el rostro
y las manos enrojecidos, pero en ese
momento se oyó el ladrido del
subastador como un disparo. Eran las
diez. Comenzaba la jornada.
Un mulato alto y pecoso se adelantó
ante la creciente multitud, se subió los
pantalones por encima de las rodillas y
descubrió su espalda mientras caminaba
de un lado a otro para mostrar que no
tenía cicatrices de látigo.
—¿Qué ofrecen por este fornido
joven? —se oyó la voz en un inglés
gutural—. ¿Qué ofrecen por este
muchacho rebosante de salud? Su amo lo
ha criado desde pequeño y lamenta tener
que separarse de él… pero necesita
dinero. —Luego añadió en rápidos
borbotones de francés—: La mala
fortuna de su dueño es ahora su fortuna,
señores. Un esclavo que ha trabajado en
la casa pero fuerte como una mula,
bautizado aquí mismo, en la catedral de
St. Louis, jamás ha faltado un domingo a
misa, es un muchacho perfecto…
El chico giraba y giraba en la tarima
de madera, como si estuviera danzando,
y hacía reverencias con una sonrisa que
parecía un espasmo en su tersa piel. Se
inclinó, se subió la camisa y se abrochó
los dos primeros botones con mano
diestra. Luego movió la vista con
ademán furtivo sobre los rostros, por
encima del público que lo rodeaba, y de
pronto la clavó en el rostro que más se
parecía al suyo. Ambos se miraron: ojos
azules en ojos azules.
Marcel se quedó helado, incapaz de
salir a la calle.
Esclavos.
Nunca había visto los campos, no
sabía nada de las penosas marchas de
las caravanas cargadas de niños ni había
respirado el hedor de los barcos de
esclavos confinados en las lejanas y
prósperas ensenadas de los traficantes.
Al pasar por la zona de los esclavos
veía turbantes de colores, chisteras,
hileras de hombres y mujeres que
charlaban despreocupadamente y le
miraban como si fuera él quien se
estuviera exhibiendo y no ellos. ¿Pero
qué pasaba dentro de aquellos muros,
donde arrancaban los hijos a las madres,
donde los viejos, con las canas teñidas
de betún, se encorvaban para ocultarle
su ronca tos al posible comprador,
donde los caballeros blandían sus
bastones e insistían en ver desnuda a esa
niña mulata de precio exorbitante, no
fuera a ocultar alguna enfermedad?
¿Quiere pasar dentro, por favor? Eran
cosas de las que no sabía nada, que sólo
podía imaginar.
Lo que él conocía era Nueva
Orleans, y la pobreza de la ciudad.
Cocineros negros, blancos, inmigrantes,
criollos, que cambiaban aves en el
mercado; deshollinadores que llamaban
de puerta en puerta; carreteros y
cocheros; caras oscuras cargadas de
sueño en las sombras de los arcos del
presbytère; manos que sujetaban
débilmente las cestas de especias a la
venta. En oscuros cobertizos unos
negros forjaban las barandillas de hierro
que adornarían los balcones de la Rue
Bourbon o la Rue Royal y al anochecer,
en los establos, golpeaban con rítmicos
martillos y entre una lluvia de chispas
las herraduras de los caballos.
En los callejones cercanos a su casa
siempre habían vivido cientos y cientos
de esclavos independientes que
habitaban en modestas habitaciones y
vendían sus servicios para enviar de vez
en cuando algún dinero a un amo que
rara vez veían. Camareros, albañiles,
lavanderas, barberos. El que se veía
obligado a pasar por aquellos callejones
al atardecer evitaba los establecimientos
públicos, sin advertir apenas el eterno
ruido de los dados, el humo de los
puros, las risas estridentes. En los
portales de esas mismas calles se
perfilaban las siluetas de mujeres negras
a la luz de las farolas, mujeres que
llamaban a los hombres con gestos
lánguidos y luego dejaban caer la mano
perezosamente.
A veces acudían los domingos
esclavos prósperos, emperifollados, a
buscar a Lisette para ir a la estación de
Pontchartrain y coger los trenes de
negros que iban al lago. En vacaciones
llegaban a la puerta en carruajes
alquilados, radiantes con sus chalecos
nuevos, y ella salía a recibirlos con su
elegante vestido rojo y la cesta de la
merienda colgada del brazo, esquivando
los charcos del callejón como si
estuviera danzando.
Esclavos.
Los periódicos lo denunciaban, el
mundo estaba lleno de ellos, Nueva
Orleans vendía más esclavos que
ninguna otra ciudad del sur. Doscientos
años antes de que naciera Marcel ya
había negros allí.
Caminaba con paso ligero y
escrutando los rostros que veía, como si
buscara en ellos una súbita iluminación,
alguna verdad incuestionable.
—Yo soy parte de esto, soy parte de
esto… —susurraba.
Finalmente llegó a su casa y se sentó
a oscuras entre los libros y el desorden
de su habitación. Tenía frío pero no
quería encender el fuego. Se quedó allí
quieto, con la mirada perdida, como si
le hubieran abandonado las fuerzas y no
pudiera ni moverse.
Tenía miedo.
Siempre había sabido que no era
blanco pero, inmerso en su mundo
especial lleno de comodidades, jamás se
le había ocurrido pensar que era negro.
Un gran abismo lo separaba de ambos
bandos. Cómo se había equivocado, qué
poco había comprendido. Se llevó las
manos a la cabeza y se tiró del pelo
hasta que no pudo soportar más el dolor.
A medida que pasaba el invierno se
fue dando cuenta de lo que significaba
tener catorce años. Giselle, la hermana
de Richard, había venido de Charleston
con su marido para ir a la Ópera, y la
familia invitó a Marcel a ir con ellos
por primera vez.
Gens de couleur le condujeron por
el iluminado vestíbulo del Théâtre
d'Orleans hasta su asiento en la parte
frontal del palco de los Lermontant. Al
alzar la vista le sorprendió ver a su
gente llenando los palcos. La seda
llameaba a la luz de las velas y el lino
blanco resultaba casi luminoso en aquel
resplandor azul. Por encima del
parpadeo de los abanicos de plumas
brillaban rostros claros y oscuros, y el
rumor de las charlas flotaba en el aire
como un perfume.
Richard parecía todo un caballero
con sus guantes blancos, el codo en el
brazo de la silla y las piernas cruzadas.
Giselle llevaba al cuello un racimo de
diminutas perlas colgadas de una
cadena, formando una flor entre hojas de
oro. Se inclinó, llevándose a los ojos
unos gemelos de marfil. Sus tirabuzones
negros se estremecieron en su cuello de
pálido aceituna, y el olor de las
camelias la envolvió como una aureola.
Marcel espiró lentamente y se apoyó
por fin en el respaldo de su silla.
Vislumbró al otro lado del teatro el
animado rostro de tante Colette y el
persistente saludo de su mano
enguantada. Sonrió. Hacía meses que no
la veía, aunque ella había preguntado
muchas veces por él. No la veía desde
el día que estuvieron hablando a la
puerta de la tienda, pero su rostro
mostraba a lo lejos una dulce alegría. Se
alegraba de verle allí. Marcel hizo un
gesto imperceptible con los dedos, sin
soltar la barandilla.
Cuando las luces comenzaron a
apagarse poco a poco, paseó la vista por
la platea y los palcos de los blancos,
más abajo, y tuvo un sobresalto al darse
de bruces con la mirada de su padre.
Se le paró el corazón. Philippe
estaba rodeado de su familia blanca,
mujeres con mejillas como pétalos,
jóvenes con la larga nariz francesa de
Philippe y el mismo pelo rubio, aunque
Marcel sólo recordaría después los ojos
de su padre. Se sentía como una
llamarada amarilla contra el telón de
fondo de los Lermontant. Cuando por fin
se apagaron las luces cerró los ojos, y
sólo el súbito resplandor del lejano
escenario apaciguó los latidos de su
corazón.
Entre los focos cobró vida un mundo
de ventanas y puertas pintadas y las
luminosas lámparas de una bonita
habitación. Una mujer interpretaba con
los brazos abiertos una lastimera
canción que enseguida lo emocionó.
Sintió escalofríos, y cuando la orquesta
se creció bajo la voz de la soprano, las
lágrimas le nublaron de pronto la vista.
La música se alzó violentamente en
aquel
brumoso
resplandor.
Los
diamantes titilaban como estrellas. Era
una
música
demasiado
sólida,
demasiado perfecta. El ritmo era como
oro puro surgiendo de las profundidades
de la tierra, algo que ardía y emanaba su
vapor hacia el cielo. Hasta ahora
Marcel sólo había vislumbrado algún
atisbo de aquello, como los rayos de sol
en la ventana en pleno invierno, sólo
había sentido un ápice de esa magia en
misa o en los lejanos violines de los
salones de baile. La música. Era un
descubrimiento, algo inevitable que
incluso podía devorarle. La conocería
siempre, la respiraría siempre. No
permitiría que se alejara de él.
Al volver a casa, arrastrando los
pies, iba tatareando las melodías que
recordaba y soñaba con París, con el día
que estaría con otros caballeros, en la
platea, tan cerca de los maravillosos
instrumentos que sentiría la vibración de
la música como el latido de un corazón.
Luego pasearía por los bulevares o
charlaría amistosamente con las jóvenes
promesas en los concurridos cafés.
La música se le quedó dentro
durante días. Marcel tarareaba, silbaba,
canturreaba, hasta que poco a poco se
fueron desvaneciendo las melodías.
Ahora recordaba con gesto lleno de
amargura la poca atención que había
prestado la tarde que Philippe se ofreció
para comprarle a Marie una pequeña
espineta; puesto que estudiaba música
con las carmelitas, a él le gustaría oírla
tocar de vez en cuando.
—No, no, sería demasiado. Es usted
muy generoso, monsieur —se apresuró a
decir Cecile—. A veces creo que para
conseguir lo que quieren, los niños ni
siquiera tienen que pedirlo, les basta
con cerrar los ojos y formular su deseo.
—Las monjas del colegio decían que
Marie tocaba bien, que prometía.
Una tarde, al ver que no había nadie
en el salón de los Lermontant, se acercó
furtivamente al piano y probó las teclas.
La disonancia vibró en la sala. Por
mucho que lo intentó, no consiguió tocar
ninguna melodía. Al cabo de un buen
rato sólo había logrado descubrir
algunos sencillos acordes.
Cuando Philippe acudió a verles de
nuevo era casi verano. Se llevó a
Marcel a un aparte, con una seriedad
que asustó al muchacho, y le dijo que a
partir de entonces debía ir a un notario
de la Rue Royale todos los meses para
recoger el dinero de las facturas. Era
una locura que Cecile tuviera esas
cantidades en casa, y Marcel ya era
bastante mayor como para hacerse cargo
de la tarea.
Nunca le hicieron firmar nada.
Cuando se metía en el bolsillo aquel
sobre de dinero que le daba un
desconocido casi le parecía que
estuviera cometiendo un delito, y al salir
de nuevo a la luz del sol sentía el
escozor de algo que siempre había
sabido: no había ni un solo documento
que mantuviera a flote la barcaza de la
vida cotidiana. Caminaba sobre el agua.
—VI—
E
ste estado de ánimo fue el que le
hizo caer en desgracia en las
clases de monsieur De Latte. Las cuatro
paredes del aula le ahogaban, y el
constante recitar de los chicos más
jóvenes le irritaba como si fueran
insectos. El anciano maestro blanco les
hacía aprenderse las lecciones de
memoria. A golpes de regla les
transmitía, sin un atisbo de comprensión,
los mismos conocimientos básicos que
le habían imbuido a él medio siglo atrás.
Enemigo de extremismos y preguntas,
repetía una y otra vez a sus alumnos
mayores los mismos versos y teoremas,
las mismas trivialidades y mentiras.
Marcel ahorraba dinero de semana
en semana para libros de segunda mano
y se llevaba a casa viejos textos de latín,
filosofía y metafísica, para consultarlos
por su cuenta.
Por las tardes ajustaba la luz de su
lámpara y, tras afilar toda una colección
de plumas nuevas, se dedicaba al griego.
Cuando el reloj daba las diez se daba
cuenta de que se había pasado una hora
absorto en sus fantasías después de
batallar con unas pocas palabras densas
de escaso sentido, o se había dormido
para soñar obsesivamente con alguna
frase que le hubiera dicho Jean Jacques
o con la perturbadora imagen de la
cabeza africana de ojos hendidos que
relumbraba junto al fuego en la cabaña
de un esclavo en una tierra empapada en
sangre.
Cuando volvía a Tomás de Aquino
daba cabezadas sobre las páginas. La
Divina Comedia le confundía, las
bromas de los bufones de Shakespeare
le parecían insondables, y los pareados
de Longinus, rígidos y sin vida.
Él se esforzaba a su manera, día tras
día, semana tras semana, pero las tardes
las pasaba trazando apuntes en la Place
d'Armes, mitigados sus sufrimientos por
los rápidos arañazos del carboncillo, o
paseando por el muelle, hechizado por
la visión de los niños negros y blancos
que jugaban bailoteando con sus
delgadas piernecitas sobre un tronco
metido en el agua sucia.
Por fin dio con la ineludible verdad
en cuanto a las proporciones y límites de
su propio intelecto, y lo sobrecogió una
espantosa
desesperación.
Podía
aprender los rudimentos de cualquier
cosa si se lo proponía, pero le era
imposible avanzar. Necesitaba un
maestro, una guía, la iluminación de otra
mente que agitara las aguas heladas de
sus propios pensamientos. Era incapaz
de aprender solo.
Nunca había echado tanto de menos
a Anna Bella, nunca la había necesitado
tanto, pero en su catastrófico mundo
privado surgía un viejo dolor, un dolor
que
había
enterrado
en
las
profundidades de su alma. Anna Bella,
con la cabeza gacha y la mano sobre su
adorable sombrero de verano, jamás
pasaba por delante de su puerta sin la
vieja madame Elsie cogida de su brazo.
Marcel fingía no verlas y, a base de
fingir, acabó por no verlas de verdad.
En el silencio de la noche, cuando la
Rue Ste. Anne estaba oscura bajo el
cielo nublado, Marcel salía a la galería
de sus habitaciones, miraba el lejano
resplandor que oscilaba sobre las calles
y prestaba atención a los lejanos sonidos
que solían quedar ahogados a media
tarde: el rumor de las carretas, la
huidiza melodía de los violines. Lo que
veía detrás de los oscuros y susurrantes
árboles era París, el París del Quartier
Latin, la Sorbona, los interminables
pasillos del Louvre. El París de
Christophe Mercier. Los años que le
separaban de su sueño se le antojaban
monótonos y eternos. Se quedaba allí
agarrado a la balaustrada de madera,
sintiendo la brisa del río y con el
corazón dolorido. ¡Cuántas horas
desperdiciadas, cuántos días! No sabía
qué hacer con su vida. Al pensar en los
hijos blancos del plantador que en ese
momento jugaban al billar en los casinos
de la Rue Bourbon o subían apresurados
las escaleras del salón de baile de la
Rue Orleans, imaginaba el vasto surtido
de conocimientos que debía de recubrir
los muros de sus casas palaciegas, de
donde sus tutores cogerían libros como
si fueran flores, para utilizar luego
fluidas frases latinas o explicar en el
desayuno una maravillosa concepción
filosófica o una impactante conclusión
histórica.
¡Ah, si él pudiera saber la verdad!
De todos los hijos de Philippe, él era el
único que ansiaba tener una educación,
pero
no
tenía
sentido
hacer
comparaciones.
Deseaba ardientemente formar parte
del gran mundo en el que caían los
imperios y vibraba la poesía en enormes
escenarios; deseaba discutir en los cafés
la forma de pintar el cuerpo humano y
contemplar sin aliento los monumentos
de los clásicos. Pero no era la superficie
lo que le fascinaba. Había llegado a ver
el corazón de las cosas; se había abierto
una puerta sobre un paisaje infinito, una
puerta que ahora amenazaba con
cerrarse para siempre.
No podía preguntarle a Philippe si
podía adelantar su viaje. Era algo
acordado el año anterior a su
nacimiento. Cuando tuviera dieciocho
años viajaría como un caballero, iría a
la Sorbona si así lo deseaba, recibiría
una asignación monetaria, naturalmente,
incluso contaría con cartas de
recomendación… Tante Colette se había
ofrecido a encargarse de ello y Cecile lo
había aprobado. ¡Ojalá todo eso pudiera
suceder ahora mismo!
—VII—
H
abía pasado un año desde la
muerte de Jean Jacques, un año
desde que la vida cambió para Marcel.
Y ahora, en un solo día, toda la triste
y terrible confusión de ese año había
llegado a su clímax. Lo habían
expulsado de la escuela de monsieur De
Latte, había abusado de la exquisita e
indefensa Juliet Mercier y había perdido
para siempre a su famoso hijo,
Christophe. Había perdido a Christophe,
como le había sucedido con Jean Jaques.
Marcel estaba en su dormitorio del
garçonnière, mirando el patio a través
de las persianas. Sentía un dolor
espantoso.
El reloj de la casa dio once
campanadas y las lámparas se apagaron.
Una mano pequeña cerró las
contraventanas de la habitación de
Cecile, y la brisa agitó las cortinas de
encaje.
Marcel esperó a ver el débil
resplandor de la lamparilla de noche y
luego abrió la puerta en silencio.
Empezaba a tomar forma en él una
visión maravillosa a la vez que terrible,
y su angustia encontraba una dirección
en un plan hermoso y perverso. En todo
ese tiempo nunca se había acercado a la
tumba de Jean Jacques, en el cementerio
de St. Louis, nunca se había aventurado
por el camino cubierto de malas hierbas
para acariciar las palabras que sabía
esculpidas en su lápida.
En todo ese tiempo nunca se había
escapado de noche de su habitación.
Ahora lo haría. Bajaría furtivamente las
escaleras y saldría a la desierta Rue Ste.
Anne, atravesaría la Rue Rampart hasta
llegar al cementerio de St. Louis. Una
vez allí escalaría el muro, buscaría la
tumba de Jean Jacques y descargaría su
alma. A solas en la oscuridad, le
contaría a Jean Jacques lo que le había
pasado, que había perdido a Christophe,
que había querido a Christophe como
antes había querido a Jean Jacques, pero
que los había perdido a los dos. La
audacia de su plan mitigaba su dolor. Le
esperaban evidentes torturas: la noche
oscura, sin luna, y sus propios miedos
naturales.
¿Quién sabía lo que podría hacer
luego, destrozado como estaba ante su
madre y sus amigos y desterrado por una
hora de conversación con el gran
hombre? Tal vez acudiera a uno de sus
sucios cabarets favoritos. Si tan
deliciosos eran por las tardes, ¿qué no
serían por la noche aquellos antros
llenos de irlandeses asesinos y esclavos
fugados? Tenía dos dólares en el
bolsillo. Se emborracharía. Podría
fumar.
Bajó rápidamente los escalones de
madera,
deteniéndose
ante
los
inevitables crujidos, y salió al patio.
Una rama se partió bajo su pie y Marcel
se quedó inmóvil, con la vista fija en las
ventanas de su madre. Todo estaba
tranquilo, pero cuando salió disparado
hacia el callejón, la enorme higuera se
agitó junto a la cerca y todas las hojas
susurraron. Marcel se giró bruscamente.
Por un instante le pareció que una
silueta se perfilaba en la oscuridad, una
figura enmascarada que se movía a
pocos pasos de él, pero a la tenue luz de
la media luna se percibían miles de
sombras amenazadoras. Marcel apretó
los dientes. «Si ya estás tan asustado en
tu propio jardín, ¿cómo demonios
quieres
escalar
la
tapia
del
cementerio?». Dio media vuelta y echó a
correr.
Salió a la calle, flanqueada de
ventanas débilmente iluminadas, y
recorrió la acera de adoquines que tan
bien conocía de día y que ahora no le
fallaría en la oscuridad.
Sólo aminoró el paso después de
cruzar la Rue Rampart. Le ardía la
garganta, pero por primera vez desde
que había dejado a Juliet, no se sentía un
desgraciado. El miedo había remitido.
Entonces vio ante él las blancas paredes
del cementerio.
Se detuvo. Un coro de sonidos
reemplazó el sordo martilleo de sus
pasos. Las aceras eran ahora como la
borda de un barco, podridas en algunos
puntos por las lluvias constantes, y
crujían aunque él no se moviera. Marcel
oyó pasos, y muy a lo lejos el tañido de
una campana. Se dio la vuelta, pero
detrás de él no había más que el
resplandor de los tejados y el perfil de
un roble gigantesco. ¡Cobarde! Se giró
de nuevo y echó a correr a toda
velocidad hasta apoyar las manos en el
tosco muro encalado.
Jadeaba. Descansó un momento. Una
nube ocultó la Luna. El viento del río la
movería, pero Marcel no podía esperar,
tenía que seguir. «Recuerda que a los
diez años ya habías hecho esas cosas.
No, será mejor que lo olvides. Vamos,
entra. No lo pienses». Retrocedió,
aterrorizado de pronto por la oscuridad
y las tumbas, por la noche y los muertos,
temeroso de todo lo que alguna vez le
había dado miedo. Echó a correr hacia
el muro, se agarró de un salto a la parte
superior y allí se quedó colgado, con los
ojos cerrados y respirando con
dificultad. Luego se aupó con todas sus
fuerzas, subió las piernas, y con un
espantoso gemido saltó por encima de la
ancha hilera de tumbas que bordeaban el
muro y cayó en el cementerio.
Mon Dieu! Mon Dieu! Se
estremeció. Le temblaban las manos, y
el sudor le caía por las sienes. Sentía
una opresión en el pecho y le fallaban
las rodillas, pero de pronto le invadió
un inmenso júbilo. Estaba dentro, lo
había conseguido, estaba en el
cementerio, a solas con Jean Jacques y
consigo mismo. Se dio la vuelta y abrió
los ojos despacio. Poco a poco las
sombras fueron tomando forma. De
pronto oyó ruidos en la oscuridad, un
coro de susurros y crujidos que
enseguida le cercaron, y el corazón se le
subió a la garganta. Las criptas blancas
relumbraban brumosas ante sus ojos.
Marcel retrocedió sin aliento. Una
sombra amorfa se cernía sobre él. Algo
se elevó en el cielo.
No fue un esfuerzo consciente lo que
le hizo huir, ni la razón la que le
conminó a escapar. Marcel dio media
vuelta y echó a correr, pero la cosa que
tenía detrás se movió con él. Marcel
lanzó un chillido cuando le cogieron del
brazo.
—¡Dios mío! —masculló. Se mordió
el labio con tanta fuerza que se hizo
sangre.
—¿Qué demonios…? —dijo una voz
grave, casi en un susurro—. ¿Qué
demonios estás haciendo aquí?
A Marcel le flaquearon las fuerzas.
Jadeaba. Era un sonido maravilloso, el
sonido de una voz adulta con un tono de
perplejidad, como siempre. ¡Nada más!
¿No conocía esa voz?
—¡Ay, Dios mío! —volvió a musitar,
temblando de la cabeza a los pies. Le
dolía el brazo que alguien le agarraba
con fuerza. Levantó el pie lentamente del
barro y se dio la vuelta.
—¿Se puede saber por qué huías de
mí y por qué has saltado la tapia? —Era
Christophe, por supuesto.
—¿Huir de usted? —La voz de
Marcel era un jadeo, un suspiro—.
¿Huir?
—¡Me viste en el árbol! —
Christophe hablaba con exasperación.
De su cara sólo se veía una chispa de
luz en los ojos.
—Mon Dieu! —exclamó Marcel.
Sentía un tremendo dolor en el pecho, y
cada respiración era más un sufrimiento
que alivio—. ¿Estaba usted en el árbol?
—Estaba esperando que se retirara
tu madre. ¡Quería hablar contigo! Vi luz
en tu habitación.
—¿En el árbol? —repitió Marcel
débilmente.
—¿Y dónde iba a estar, en el suelo
mojado? Estaba sentado en el árbol.
¿Vas a hacerme creer que no me viste?
Pero si me miraste…
—No. —Marcel movió la cabeza.
—Y entonces, ¿se puede saber por
qué echaste a correr?
Marcel alzó la mano como para
pedir clemencia. Se sacó un pañuelo del
bolsillo y se enjugó el sudor de la frente.
—Mi madre me dijo que eras un
auténtico volcán de pasión adolescente,
pero esto ya no es creíble. ¿Qué
pretendías hacer aquí? —Christophe le
había soltado y miraba en torno a ellos.
Observó la hilera de lápidas y luego los
blancos peristilos de las tumbas que los
rodeaban como si fueran pequeñas
casas. De pronto tendió la mano hacia
una puerta de piedra para tocar el
epitafio tallado. Marcel le miró a los
ojos pero no vio nada. Sólo percibía el
perfil de un rostro medio girado y el
resplandor de las pestañas contra el
telón de fondo de las lejanas nubes
grises.
—Ah, monsieur —suspiró, todavía
con un hilo de voz—. Yo siento el mayor
respeto por su madre. Es una gran dama.
No siento más que respeto por ella y por
su casa. Esto es un terrible
malentendido.
No
debe
usted
considerarme un intruso. Se lo juro por
mi honor. Conozco a su madre desde
siempre, he crecido a su sombra y
siempre la he considerado una gran
dama. Me arrojaría a sus pies si con ello
lograra que me creyera…
—¡Venga! —exclamó Christophe—.
Arrójate a mis pies. —Se echó a reír y
levantó el pie para dejarlo caer,
salpicando en el barro.
—No tiene usted compasión,
Monsieur —dijo Marcel sin poder
contenerse. Era justo lo que le habría
dicho a Richard si su amigo se estuviera
burlando de él—. Estoy a su merced,
pero no soy un bufón.
Christophe
soltó
una
suave
carcajada.
—No saques conclusiones tan
deprisa —le reprendió con voz fría—.
Bueno, ¿hay alguna forma más sencilla
de salir de esta ciudad de los muertos?
¿Hay alguna puerta que no tenga
vigilante? Ya me he roto el pantalón.
—Hay un guarda, y llamará a la
policía.
—Bueno, pues si no te molesta, mon
ami, yo voy a intentar sobornarlo y salir
de aquí ahora mismo. ¿Quieres venir
conmigo y continuar la conversación, o
prefieres seguir con la locura que te ha
traído hasta aquí?
—Voy con usted —respondió
Marcel tímidamente.
—Ah, una gratificante muestra de
sentido común.
La linterna del guarda ya había
aparecido al otro lado del camino.
Era medianoche cuando llegaron al
muelle. Los cabarets, todos abiertos,
bullían de gente que se aglomeraba en
las largas barras y cargaba el aire de
humo. En los vestíbulos se oían los
pianos, y las pantallas de las lámparas
de aceite estaban negras de hollín.
Hombres blancos y negros llenaban los
pasillos, gesticulando y gritando, o bien
se reunían agachados bajo la tenue luz
de los portales en torno a unos dados o
unas monedas lanzadas al aire. El
público de una improvisada pelea de
gallos, que transcurría a un paso del
mercado, prorrumpió de pronto en un
rugido.
—Quiero
una
copa
—dijo
Christophe enseguida. Había hecho el
mismo comentario al salir del
cementerio, y desde entonces no había
vuelto a hablar. Marcel lo miraba todo
con ojos asombrados. De día había visto
muchas veces esas calles, también
atestadas, pero la noche les confería un
aspecto salvaje que le entusiasmaba.
La presencia de Christophe le
excitaba, al igual que el ambiente.
Ahora, bajo la luz empañada, le vio
finalmente la cara. Era tan firme como le
había parecido entre las sombras de la
habitación de Juliet, pero en modo
alguno podía considerarse un rostro
cruel o insensible. De hecho, sus rasgos
regulares eran proporcionados y en
cierto modo agradable, aunque los ojos
llameaban como si su color y su tamaño,
bastante comunes, les dieran una
especial
intensidad.
Mostraban
curiosidad a la vez que suspicacia,
asombro y una cierta dureza. Y había
algo en su boca recta y en el fino bigote
horizontal que sugería enfado, aunque
Marcel no podía imaginar la razón.
Ya no le tenía tanto miedo. Estaba
absorto en él, estudiando todos los
detalles. Había un gesto de desafío en su
paso, en su espalda erguida y en la
forma en que adelantaba el pecho. A
Marcel no le recordaba a ningún francés
sino a los españoles que había visto. Era
casi arrogante, aunque Christophe
parecía no ser consciente de su elegante
abrigo, de su lujoso corbatín de seda ni
de las grandes manchas de cal y polvo
en sus pantalones grises. Miraba a su
alrededor sin fijar la vista en nada ni en
nadie, sin expresión de reproche ni
desafío, y mostraba un despreocupado
interés que le hizo más atractivo a ojos
de Marcel. Era de piel más oscura que
Juliet. Nunca podría pasar por blanco.
Los rumores no eran ciertos.
—Allí —dijo Marcel—. El Madame
Lelaud's. —Se dio cuenta de que se
moría de sed. Ya casi sentía la cerveza
en la boca.
Christophe vaciló. Las puertas
estaban abiertas de par en par, y el lugar
se veía atestado. Por encima del grave
rasgueo de un banjo y las vibraciones
del piano, se oían los chasquidos de las
bolas de billar.
—¿No es para hombres blancos? —
le preguntó Christophe en voz baja. Una
emoción insondable llameaba en sus
ojos.
—También hay hombres de color —
contestó Marcel, abriendo camino.
Madame Lelaud estaba en la barra.
Llevaba un tignon rojo chillón en el
pelo que, junto con los grandes aretes de
oro que pendían de sus orejas, le daba la
apariencia de una gitana. El pelo negro
le caía en rizos sobre los hombros. En
su piel de color caramelo se trazaban
finas arrugas.
—Ah, mon petit —saludó a Marcel.
El ambiente era una algarabía de voces
extranjeras: el acento irlandés, el
alemán gutural, el rápido italiano y por
todas partes el patois criollo. En la
barra bebían negros con trajes de seda y
chisteras, y en el salón de billar,
congregado en torno al exquisito fieltro
verde, había un grupo de hombres de tez
oscura cuyas espléndidas chaquetas y
chalecos de seda relucían bajo las
lámparas. Por todas partes se mezclaban
rostros claros y oscuros que podían ser
griegos, hindúes, españoles.
Madame Lelaud había salido de
detrás de la barra y se acercaba a ellos
con un suave contoneo de sus faldas
rojas. Tenía el delantal blanco lleno de
manchas, pero apoyó una mano en la
cadera como si fuera elegantemente
vestida y le acarició el pelo a Marcel.
—Mon petit —repitió—. Querrás
una mesa tranquila, ¿verdad?
Christophe le sonreía fríamente,
alzando una ceja.
—¿Pero tú cuántos años tienes? —le
preguntó.
En la pared del fondo se alineaba
una hilera de mesas junto a la puerta que
daba al patio y que dejaba entrar una
grata brisa. Algunos hombres jugaban a
las cartas. De pronto estalló un griterío
en la entrada y entre un escándalo de
pisadas en el suelo de madera lanzaron
sobre las cabezas del gentío un gallo de
brillantes colores que aleteaba y
cacareaba con desesperación. Cerca de
la puerta de la sala de billar un viejo
negro tocaba el espinete. Una cuarterona
alta y de aspecto fatigado, vestida con
ropa chillona, se apoyaba en el hombre.
Sostenía una copa de whisky con una
mano cargada de joyas y tenía los ojos
medio cerrados. El músico y la mujer
aparecían y desaparecían según la gente
se aglomerase o no en torno a ellos. Un
abigarrado grupo subía constantemente
por las escaleras traseras con un
estruendo de pisadas.
—Bueno
—dijo
Christophe,
apoyado en la pared y con el brazo en la
mesa. Inspeccionó el lugar y pareció
gustarle. Marcel estaba en ascuas. Se
preguntaba si Christophe se habría
aventurado ya en la Rue Chartres o en la
Rue Royale para ver la cantidad de
lugares de moda donde no se admitían
hombres de color—. ¿Cuántos años
tienes? —Su expresión se había
suavizado.
—Catorce, monsieur —murmuró
Marcel.
—¿Cómo dices? —Christophe se
inclinó hacia delante.
—Catorce. —Ahora Christophe
sabría que era un degenerado y se
preguntaría qué sería capaz de hacer
cuando tuviera dieciséis, dieciocho o
veinte años.
—Voy a ir a París, monsieur —le
dijo de pronto, mirando aquellos fríos
ojos castaños—. Para estudiar, cuando
tenga la edad. Me mandarán a la
Sorbona.
—Estupendo —contestó Christophe
alzando las cejas. Se había bebido
media cerveza de un trago y ya había
pedido otra ronda.
Marcel se dio cuenta, con súbita
lucidez, de que no había comido en todo
el día. Apuró su jarra.
—Y mientras tanto quieres acudir a
mi escuela, ¿no es así?
«Valor», pensó Marcel.
—Sí, monsieur. Es lo que más deseo
en el mundo. No sabe lo que significaría
para mí. Yo me he enterado esta misma
mañana, por un pequeño artículo de un
periódico de París. Claro que mañana ya
lo sabrán todos. La noticia correrá por
todas partes. Podrá usted escoger a sus
alumnos… —Se detuvo.
Una sombra había caído sobre el
rostro de Christophe.
—¿Entonces es verdad que me
conocen? —preguntó.
—Monsieur, es usted tan famoso
aquí como en París. Bueno, puede que
no tanto, pero es muy famoso. —Marcel
estaba sorprendido, sobre todo porque
la noticia no parecía sorprender a
Christophe.
El gran hombre soltó un largo
suspiro y paseó la vista por el gentío de
la barra mientras se sacaba un puro muy
fino del bolsillo, mordía la punta y la
escupía en el suelo. Encendió una cerilla
en la suela de su bota.
Madame Lelaud dejó ante ellos dos
jarras espumosas y con una punta del
delantal hizo una limpieza simbólica de
la mesa.
—¿Qué te pasa, mon petit? —
preguntó arrastrando las palabras y
tendiendo la mano para acariciarle el
pelo. Marcel se apartó ligeramente,
aunque dedicándole una tensa sonrisa—.
¿Hoy no dibujas? ¿Dónde están tus
dibujos?
Marcel se sintió avergonzado, sobre
todo cuando Christophe preguntó:
—¿Qué dibujos son ésos? —Una
chispa relumbró en sus ojos, un atisbo
de sonrisa hacia madame Lelaud. Ella se
volvió como consciente por primera vez
de la presencia de Christophe.
—Es todo un artista —dijo,
acercándose tanto que sus faldas rozaron
la rodilla de Christophe—. Viene aquí
todas las tardes y dibuja a todo el que ve
en la barra. Hombrecillos que parecen
patos. Pero a ti no te había visto nunca.
¿Cómo te llamas?
—¿Todas las tardes? —le repitió
Christophe, dirigiendo a Marcel una
burlona mirada de recelo.
—¿No me quieres decir tu nombre?
—Melmoth. Me llaman el errante.
Todas las tardes. —Se giró de nuevo
hacia Marcel—. Eso quiere decir que no
vas a la escuela.
Marcel movió la cabeza. Madame
Lelaud, con la atención puesta en otro
lugar, se alejó dejando que sus faldas
acariciaran la pierna de Christophe. Él
la miró, pero sólo un instante.
—Monsieur —se apresuró a decir
Marcel—, si supiera usted cuánto le
admiramos. Hemos leído sus ensayos, su
novela…
—Vaya, pues os doy mi más sentido
pésame, aunque no puedo decir que os
acompaño en el sentimiento —rió
Christophe—. Es mucho más fácil
escribir esas cosas que leerlas. ¿Qué
clase de dibujos haces?
—Son espantosos —contestó Marcel
al instante—. Las personas parecen
patos… —Estaba avergonzado de sus
bocetos y no los mostraba a nadie, salvo
unos pocos que le habían quedado mejor
y que tenía colgados en la pared de su
cuarto. Con ésos había hecho trampa a
base de papel de calco y toda clase de
trucos. Los dibujos que hacía en el bar
eran tan infantiles que le avergonzaban.
Sólo había permitido que los viera
madame
Lelaud,
porque
el
establecimiento de madame Lelaud era
su mundo secreto, un mundo donde nadie
iría a buscarle, pero ahora se sentía
tremendamente confuso y se preguntaba
por qué diablos se le había ocurrido
llevar allí a Christophe. El caso es que
no conocía mejor establecimiento de
bebidas para hombres de color.
—Cuando corra la noticia, monsieur,
me refiero a lo de su escuela, tendrá
tantos alumnos que no podrá admitirlos
a todos —dijo Marcel—. Todos
soñábamos con que algún día volviera a
casa, pero que montara una escuela…
jamás pudimos imaginar tanta…
Christophe soltó una irónica
interjección y dio un largo trago a la
jarra de cerveza. Su largo y fino puro
emanaba un dulce aroma.
—Me
siento
muy
estúpido
intentando expresar todo esto con
palabras —dijo Marcel.
—Pues lo haces bastante bien. ¿Y
cómo es que ahora no vas a ninguna
escuela? ¿Tan mal están las cosas aquí
que no hay escuelas para vosotros?
—Oh, no, monsieur, hay muchas.
Marcel se apresuró a enumerar las
que conocía, todas ellas academias
privadas como la de monsieur De Latte,
unas con maestros blancos, otras con
profesores de color, algunas muy caras y
solicitadas, otras no tanto. Entre todas,
la más conocida era la de monsieur De
Latte. Todos sus amigos asistían a ella.
Monsieur De Latte era… bueno, un
viejo.
—Tendrá usted que rechazar
alumnos, monsieur —concluyó Marcel
—. Si pudiera darme una oportunidad…
—¿Pero por qué? —quiso saber
Christophe. Su mirada volvía a ser dura,
aunque su voz era sincera—. ¿Por qué
mi escuela en particular? ¿Porque soy
famoso? ¿Porque he escrito una novela y
mi nombre sale en las publicaciones de
moda? Qué creéis que pasará en mis
clases, ¿que habrá alquimia? ¿Pensáis
que os veréis inmersos entre gente que
se pasa la vida en el teatro, donde las
copas tintinean, el ingenio está a la
orden del día y los actores y actrices
nunca se quitan el maquillaje? —Se
inclinó—. ¿Qué quieres aprender de mí?
Te llamas Marcel, ¿no? ¿Qué quieres
aprender, Marcel?
Marcel se puso tenso de pronto. No
veía la sonrisa en los labios de
Christophe.
—Bueno, monsieur —comenzó por
fin—, usted ha conseguido cosas con las
que sueñan la mayoría de los hombres.
Sus escritos han sido publicados, los
han leído miles de personas. Yo creo
que eso supone un… un punto de vista
distinto. —Alzó la vista—. Mi maestro,
monsieur De Latte… bueno, mi antiguo
maestro… maneja los libros como si
estuvieran muertos. Sí, muertos. —
Pronunció esta última palabra con una
ligera mueca y mirando a Christophe a
los ojos. Sabía perfectamente lo que
quería decir, pero le exasperaba no
poder
expresarlo
con palabras.
Finalmente decidió ser fiel a la imagen
que tenía en la mente—. Mi maestro
sólo cree en esos libros jorque ocupan
un espacio, porque puede sostenerlos en
las manos, porque son sólidos y si uno
los tira contra la pared hacen ruido. —
Se encogió de hombros—. Yo quiero
saber lo que hay en su interior, lo que…
lo que de verdad significan. Creo que
continuamente olvidamos que las cosas
se hacen, que esta mesa, por ejemplo, la
hizo alguien con martillo y clavos, y que
lo que hay en los libros también es obra
de alguien, que los escribió alguien de
carne y hueso como nosotros, que están
vivos, que una sola palabra podía
haberlos hecho diferentes. —Se detuvo,
decepcionado de sí mismo, pensando
que Christophe lo consideraría un idiota
—. La gente se olvida de esto, la gente
cree que lo que hay en los libros es algo
muerto, algo que puede adquirir. Pero yo
quiero
comprenderlo,
quiero…
encontrar la clave.
Los labios de Christophe esbozaron
un atisbo de sonrisa.
—Eres muy listo para tu edad,
Marcel. Tienes una comprensión de lo
material y lo espiritual que mucha gente
no alcanzará jamás, por mucho que viva.
—Eso es, lo espiritual y lo material
—dijo Marcel, prestando más atención a
la idea que al elogio que Christophe le
había dirigido—. Últimamente tengo la
impresión de que todo está vivo. En otro
tiempo pensaba que los muebles no son
más que muebles, objetos para nuestro
uso y nada más. De hecho odiaba los
muebles y a la gente que hablaba de
ellos y de sus precios…
Christophe tenía los ojos muy
abiertos.
—… hasta que conocí a un hombre
que los hacía, y aprendí que la curva de
la pata de una silla puede ser algo
espiritual.
Marcel nunca lo había expresado así
interiormente. Era una idea que había
ido cobrando forma a partir del caos y
el dolor de su mente y que ahora ponía
un maravilloso
orden en sus
pensamientos. Marcel se arrellanó en su
asiento, perdido por un momento en la
visión de Jean Jacques en su taller,
balanceando la lámina de oro en la punta
del pincel.
—Pero hay un momento en que el
acto espiritual crea un objeto material
que se aleja de él y se convierte en algo
meramente material para los que lo ven.
Ya no es espiritual. Sillas, mesas, libros,
lo que hay en los libros. Si algo debe
seguir siendo espiritual es precisamente
el contenido de los libros. Las sillas
pueden engañar al más avisado,
supongo, pero los contenidos de los
libros… El contenido de un libro es
espiritual por naturaleza: poesía,
filosofía… —Marcel levantó la jarra de
cerveza y la apuró de un trago.
—Cuidado —le dijo Christophe—.
Te vas a emborrachar.
—Qué va, puedo aguantar mucho
más
—replicó
Marcel.
Estaba
desinhibido, se sentía estupendamente.
Le hizo un gesto a madame Lelaud.
—Pues menuda disciplina la de
monsieur De Late. ¿Tienes que
informarle todas las tardes, después de
estar aquí, de cuánto puedes aguantar? A
lo mejor te manda él aquí a dibujar.
—¡Ah! —Marcel se llevó las manos
a la cabeza—. Tengo que decirle otra
cosa. Una mentira en este momento sería
un desastre espiritual. Nunca he hablado
con nadie de estas cosas. Me estalla la
cabeza. Me han expulsado de la escuela,
así que ahora tengo un mal expediente,
una mala reputación. Monsieur De Latte
le dirá cosas horribles de mí si le
pregunta o, peor aún, escribirá una carta
llamándome de todo. Pero lo que pasaba
es que ya no aguantaba más, estaba harto
de oír repetir aquellas interminables
lecciones. Me sé las tablas de
multiplicar, me sé los nombres de los
estados y sus capitales, me sé el
postulado de Euclides, conozco las siete
obras de caridad, los siete pecados
capitales, los doce dones del Espíritu
Santo, los seis preceptos de la Iglesia,
«Al que madruga Dios le ayuda»,
«Nosotros, el pueblo de Estados Unidos,
para formar un gobierno más
perfecto…», «La Galia está dividida en
tres partes», «Llegué, vi, vencí».
—Así que te ha expulsado, ¿eh? —
rió Christophe—. Es evidente que ese
hombre es un idiota. ¿Cómo iba a
creerme ni una palabra de lo que me
dijera?
Madame Lelaud les trajo más
cerveza.
—La próxima vez, cher, dibújame a
mí —dijo al alejarse.
—Pues claro —le replicó Marcel—.
Madame Pato, monsieur Pato y sus
pequeños patitos. —Cogió la jarra—.
He caído en desgracia, monsieur. Pero si
me diera la oportunidad de empezar de
nuevo…
—Empieza por no beberte la jarra
de un trago —sugirió Christophe
tendiendo la mano hacia la cerveza.
Marcel asintió.
—Ésta es la mejor noche de mi vida
—susurró.
—Y has leído mi novela —dijo
Christophe—, y me admiras…
—Monsieur, más que leer las Nuits
de Charlotte las viví. Yo era Antonio,
con Charlotte en mis brazos. Cuando
Randolph mató a Charlotte, mató la
inocencia. ¡Quería destruirlo con mis
propias manos!
—Cálmate —sonrió Christophe—.
Fui yo el que maté a Charlotte, y debería
haber matado también a Randolph y a
Antonio.
—¿Se burla de mí, monsieur?
—No. —Christophe movió la
cabeza. Había una ligera tristeza en su
sonrisa, algo extraño—. ¿Y cuándo te
expulsaron, si se puede saber?
—No me perderé ni una sola clase,
monsieur, cambiaré por completo —dijo
Marcel. Levantó la jarra con cuidado,
como para no verter la espuma, y apenas
se mojó los labios. Luego dio un trago
más largo—. Seré otra persona —
murmuró.
Christophe le miraba atentamente,
con los brazos cruzados encima de la
mesa.
—Eso no me importa, Marcel. Si
mis clases te interesan tan poco que
prefieres faltar, eso es asunto tuyo. No
voy a enseñar a niños pequeños, no
pienso reformar a nadie. Voy a enseñar a
chicos mayores, que sepan apreciarlo. Y
si acuden tantos estudiantes como tú
dices, podré hacer las cosas a mi
manera, aunque supongo que no todos
son tan fogosos como tú, ¿no? —sonrió.
—Se está usted burlando de mí,
monsieur.
—Estás borracho. Tienes que irte a
tu casa.
—Oh, no, no quiero irme a casa. Mi
madre está durmiendo, y por la noche no
se despierta nunca… —Marcel se
detuvo. La primera mentira. Cecile se
pasaba las noches despierta—. Además,
tengo la puerta cerrada y mi madre
pensará que estoy en mi habitación. —
¿Había recordado cerrarla con llave?
No estaba seguro—. Je suis un criminel
—murmuró.
—Primero quiero dejar clara una
cosa. Luego te acompañaré al final de la
manzana y tú te irás a casa, pero antes
quiero que hablemos de lo que ha
pasado esta tarde en mi casa.
Marcel contuvo el aliento. Su
expresión Cambió como la de un
soldado al que llaman al orden, y de
pronto la euforia de la cerveza dejó
paso a una súbita lucidez y a un
profundo malestar.
—Monsieur, por su madre no siento
más que un profundo respeto… —
comenzó, apenas consciente de que se
llevaba la mano al corazón. Volvió a
verla: hermosa, dormida sobre la
almohada. Cerró los ojos. Tuvo la
sobrecogedora sensación física de la
suave piel de su pecho. La habitación le
daba vueltas.
—Sí, de eso me acuerdo —dijo
Christophe—. ¿Pero eres un caballero?
—preguntó con voz fría. Marcel alzó la
vista y vio de nuevo una expresión dura
en el rostro de Christophe.
—¡Ma foi, siempre lo seré! —
contestó Marcel—. No volveré a pisar
el umbral de su casa, lo juro.
—No pretendo eso. ¿Te lo digo sin
rodeos?
—Dígame.
—Si alguna vez me entero de que
has dicho una palabra sobre lo que pasó
bajo mi techo esta tarde, sabré que no
eres un caballero. Y te romperé la
cabeza.
—Se lo juro por mi honor, monsieur.
—Bien, porque hablo en serio. Y si
tú también hablabas en serio, los dos
podremos dedicarnos a la escuela. Y
ahora, vámonos. Si tu madre descubre
que no estás, lo más probable es que
llame a la policía. ¡Venga, levántate!
Tienes que irte a casa.
Marcel asintió obediente.
—No me desprecie —susurró
cuando estuvo a punto de caerse al salir
al aire fresco de la calle. Miró fijamente
a las mujeres de los balcones, oscuras
sombras perfiladas contra la tenue luz de
las ventanas. Una multitud más reducida
aunque todavía animada caminaba por
las aceras bajo una lluvia silenciosa y
ligeramente perfumada. Marcel abrió la
mano para recibir las gotas.
—¿Tengo que acompañarte? —
preguntó Christophe. Era evidente que
no quería marcharse.
—Oh, no —dijo Marcel ladeando la
cabeza—. Ya estoy bien. ¿Cuándo podré
ir a verle?
—Dentro de algún tiempo. Tengo
que arreglar la casa. Ya sabes cómo
está, a punto de caerse abajo. Dentro de
unos días te daré material para que
vayas estudiando. Puedes decirle a tu
madre que te he admitido, si crees que
eso puede mejorar tu situación. Vete ya,
que vas a quedar empapado.
Marcel se alejó deprisa. Había una
pequeña taberna al final de la siguiente
manzana, una deslustrada luz en la
oscuridad. Avanzó hacia la luz y luego
se volvió para ver si Christophe seguía
allí. El gran hombre estaba delante del
cabaret con los brazos cruzados,
mirando el cielo o tal vez las ventanas
de los burdeles al otro lado de la calle.
Dejó caer la colilla del puro, la aplastó
con el pie y, sin mirar a Marcel, volvió
a entrar en Madame Lelaud's. Entretanto,
Marcel había entrado en la taberna,
entre los continuos empujones de los
fornidos obreros. Apoyó los codos en la
barra y consiguió engullir tres jarras de
cerveza seguidas. Seguro ya de no sentir
dolor, echó a andar hacia su casa por las
calles embarradas.
Cecile, sentada en su cuarto,
envuelta en un albornoz de seda azul,
soltó un grito de amargura cuando él
cayó de cabeza en la cama.
—Estoy agotado, mamá —dijo
Marcel cerrando los ojos.
Ella se quedó un rato en la
habitación, caminando de un lado a otro,
sofocando los sollozos. Luego se
marchó.
Tercera parte
—I—
A
las doce del mediodía la suave
brisa del río transportaba las
campanadas del ángelus por los tejados.
Marie, sentada en el canapé del salón,
dejó la aguja y el hilo, cerró los ojos y
se puso a rezar sin mover los labios.
Llevaba la melena negra suelta, partida
por una raya en medio. Se pasó la mano
bajo el sedoso pelo y luego lo agitó
sobre los hombros. El cabello cayó
como un velo a ambos lados de su
rostro.
Aunque no se encontraba bien,
concentró toda su atención en las
oraciones, apartando por el momento de
su mente todo lo que la torturaba. Había
dormido mal la noche anterior, presa de
vagos sueños sobre los problemas de
Marcel, y había oído llorar a su madre.
Al alba la habían despertado con el
encargo de ir a ver a monsieur
Jacquemine, el notario de su padre, en la
Rue Royale, lo cual la turbaba
sobremanera. Cuando volvía a su casa
tuvo la mala fortuna de encontrarse con
Richard Lermontant y de llorar en su
presencia. Incluso ahora, unas horas más
tarde, se encontraba todavía al borde de
las lágrimas.
Para colmo, la Rue Ste. Anne estaba
sumida en una insólita conmoción. El
hijo de Juliet Mercier, el famoso
escritor de París, había vuelto la noche
anterior, y esa mañana él y su madre se
habían peleado con tal violencia que de
la casa habían surgido gritos y ruido de
cristales rotos. Finalmente el gran
hombre había salido a la calle, con el
cuello de la camisa abierto y la corbata
desanudada, gritándole a su madre y
blandiendo el puño, mientras ella,
desgreñada como una bruja, cerraba las
contraventanas del piso superior con tal
violencia que se rompieron y cayeron
sobre el enlosado del patio.
Se había congregado mucha gente en
la calle, y los vecinos se asomaban a sus
puertas. Mercier se marchó por fin, pero
no sin preguntar a todos dónde se podía
pedir una comida decente y algo de
beber sin que le echaran del
establecimiento por ser negro. Los
baúles estaban diseminados sin orden ni
concierto, a merced de los ladrones.
Cinco mujeres, una tras otra, le habían
ido a contar a Cecile estos fantásticos
detalles.
A Marie no le interesaba el asunto,
de modo que siguió bordando su
pañuelo como si le encantara esta tarea,
cuando en realidad la odiaba. Lejos de
distraerla de su llanto por Marcel, la
confusión de la calle parecía una
absurda amplificación de lo que tenía en
la mente. De vez en cuando se detenía,
suspirando profundamente, y apretaba
sus largos dedos contra la falda.
Cecile, musitando el desdén que le
producía aquella agitación, siguió
caminando de un lado a otro, cómo
llevaba haciendo desde la mañana.
Finalmente cogió su sombrilla y salió,
con el pretexto de ir a un recado aunque
con el evidente propósito de ver el
espectáculo con sus propios ojos.
Como es natural, Marie sabía quién
era Christophe Mercier.
Había visto las Nuits de Charlotte
en la mesa de su hermano, y una tarde
Marcel había bajado del garçonnière
con un retrato del gran hombre, recién
dibujado a pluma, y tras ponerlo del
revés al trasluz de la lámpara le había
preguntado si percibía en él la más
mínima
desproporción.
Ella,
impresionada con la maestría de su
hermano, confesó no ver ninguna y le
regaló un marco ovalado con el cristal
intacto, que él aceptó al instante como si
se tratara de una joya. Obnubilada en
aquel momento por la pasión de Marcel,
Marie no pensó en absoluto en el rostro
del retrato.
Pero una de las largas noches de
aquel verano oyó su nombre una y otra
vez en la conversación que sostenían
Richard y Marcel después de cenar, y en
la que hablaban de su agitada vida
parisina, olvidando que ella estaba
cerca. La voz de Richard era un grave
susurro. Estaba sentado con las piernas
estiradas, gesticulando con sus largos
dedos junto a la lámpara. Arrojaba la
sombra de un hombre, y de vez en
cuando las pequeñas salas de la casa se
llenaban de risa de hombre. De todos
los muchachos que conocía, hermanos y
primos de sus amigas o los pocos
compañeros que Marcel llevaba a casa,
sólo Richard había producido en Marie
una nueva y punzante fascinación.
Siempre le había gustado y siempre
había sabido que Marcel lo quería. Y
puesto que ella amaba a Marcel, no
podía evitar ver a Richard bañado en
una luz favorecedora. Pero había algo
más. Richard se había convertido en una
presencia especial, desconcertante en su
intensidad, y en las tardes más tediosas,
presididas por el tenso y deprimente
silencio de la casa y los callados
enfados de su madre, Marie anhelaba
cada vez más la presencia de Richard.
Estaba atenta al sonido de su voz en la
puerta o al ruido de sus pasos en el
camino.
La madre de una amiga había muerto
recientemente, y Marie había visto a
Richard, sin que él se diera cuenta,
presidir el velatorio junto a su padre. Le
vio atender a todo tipo de detalles con
serenidad de adulto y una gentileza y un
respeto que le causaron una honda
impresión. Más tarde, el padre de
Richard le cogió las manos, la llamó
madeimoselle y expresó su afecto por
Marcel. Ella bajó los ojos con súbita
angustia,
con una
especie
de
desesperación, como si le fueran a
arrebatar algo precioso, algo que
excedía sus más ardientes deseos, por
razones que no acertaba a comprender.
Esa noche se despertó sobresaltada en
su habitación, vio la luz de la pequeña
lámpara de porcelana que oscilaba en la
mesilla, y se dio cuenta de que había
estado pensando en Richard, no soñando
con él sino pensando en él en sueños.
Así que al oírle hablar en el frescor
de la tarde, cuando las luces estaban
bajas y el delicioso olor del café
emanaba de la tetera, había sabido sin
proponérselo cosas sobre monsieur
Christophe Mercier: que era un famoso
novelista y escritor de folletos sobre
arte, que los chicos lo idolatraban y
vivían pendientes del día en que
volvería a casa.
Pues bien, ya estaba en casa, y
peleándose en la calle. No era de
extrañar. Su madre, Juliet, era tan
espeluznante como una hechicera de
vudú y a Marie le parecía que había
algo maligno en la casa en ruinas de la
esquina. La silueta de aquella mujer
paseando de una ventana a otra era
repugnante, como el cieno que rezumaba
de las grietas de sus paredes.
¿Era posible que el famoso
Christophe, que había estado fuera tanto
tiempo, no se hubiera dado cuenta al
volver de lo que todos sabían, de que
aquella mujer estaba loca? Resultaba
trágico que lo ignorara.
Pero era algo muy lejano. Marie
pensó en Marcel, que al mediodía aún
no había bajado del garçonnière, y
cuando se sintió demasiado encerrada en
el salón o enervada por la costura, dejó
de lado la aguja y fue a la parte trasera
de la casa para mirar la ventana cerrada
de la habitación de su hermano.
Todo seguía igual.
El sol relumbraba en los charcos
formados por una lluvia temprana que no
había llegado a refrescar el ambiente, y
las hojas de los plátanos colgaban con
desgana junto a los muros encalados.
Lisette y Zazu dormitaban tras las
persianas mientras las cazuelas hervían
en el hogar, y por encima de la
habitación de Marcel, entre la gran
maraña azul del dondiego de día que
tendía sus tentáculos hasta la puerta, un
enjambre de insectos lanzaba el único
sonido perceptible, un murmullo que
parecía el mismo sonido del calor.
Quieta como una estatua, con las
manos entrelazadas sobre la falda,
Marie miró la ventana, impaciente por
despertar a Marcel pero sin atreverse ni
a pensar en ello, temerosa de la escena
inevitable que tendría lugar cuando su
hermano conociera lo que estaba
pasando.
Esa misma mañana Cecile había
dictado a Marie una misiva para el
notario, monsieur Jacquemine, en la que
le pedía que se pusiera inmediatamente
en contacto con monsieur Philippe para
un asunto urgente. Cecile tenía el rostro
macilento, y aunque iba decorosamente
vestida, aún llevaba el pelo despeinado
y mostraba ojeras. Le fue dictando las
palabras con esfuerzo, caminando sin
cesar, hasta que por fin concluyó: «Es un
asunto referente a Marcel Ste. Marie,
que ha sido expulsado de la escuela y
tiene un mal comportamiento». Marie se
quedó abatida y se detuvo un instante,
inclinada sobre el secreter para que su
madre no viera su expresión. Cuando
prosiguió con la escritura, su caligrafía
era irregular. Sabía por supuesto que
Marcel había sido expulsado, lo había
sabido la noche anterior, pero lo que la
sorprendía, lo que incluso la repugnaba,
era que su madre informara de ello a
monsieur Philippe.
—¡Llévaselo a su despacho! —le
dijo Cecile. Luego le dio la espalda y
entró en el dormitorio, cuyas persianas
estaban echadas para impedir que
entrara el calor. Marie se dio la vuelta
despacio y miró a su madre, sus
hombros hundidos y el vuelo de sus
faldas de muselina.
Cecile se giró entonces bruscamente
y, con la misma violencia que había
mostrado la tarde anterior en presencia
de Richard, le espetó furiosa:
—¡Vete! ¿No me has oído? ¡Vete! —
Apretaba los dientes, y sus manos eran
dos puños trémulos.
Marie tuvo entonces una sensación
muy peculiar. Escalofríos. Escalofríos
que le recorrieron los brazos, la espalda
y el cuello. Alzó la vista para mirar a su
madre a los ojos por primera vez desde
que Richard se marchara de la casa la
noche anterior. En el rostro de Cecile
había una sutil alteración, una chispa
nada más. Cecile se apresuró a darle la
espalda de nuevo.
Marie la observó con calma, vio
cómo se recogía las faldas y se fundía en
las sombras, dejando tras ella tan sólo el
sonido de su respiración agitada y el
gorgoteo del agua que se vertía de una
jarra a un vaso. Entonces pareció que
Cecile lanzaba un ruido, casi un sollozo.
Marie se limitó a doblar la nota y se
marchó.
Mientras caminaba hacia la Rue
Royale, con la sombrilla muy atrás
sobre el hombro para protegerse del sol
temprano, sintiendo cómo el calor del
suelo penetraba el fino cuero de sus
zapatillas, se encontró cegada por una
insólita emoción:
bordeaba la furia.
un
enfado
que
Marie no pensaba con palabras,
como Marcel. No hablaba con el espejo
ni escribía «pensamientos» en un papel,
y ni siquiera en la iglesia —a la que
solía acudir sola los sábados por la
tarde para arrodillarse durante una hora
en el banco más cercano al altar de la
Virgen María— desnudaba su alma en
un lenguaje articulado. Nunca rezaba
con palabras.
Las oraciones aprendidas de
memoria que pronunciaba en esas
ocasiones —como hacía todas las
mañanas, todas las noches, cuando
sonaba la hora del ángelus o cuando
desgranaba con los dedos las cuentas de
su rosario— tenían justamente el efecto
para el que habían sido inventadas
siglos y siglos atrás: dejaban de ser
lenguaje y se convenían simplemente en
sonido, un sonido rítmico y repetitivo
que adormecía su mente y permitía que
poco a poco se vaciara. Finalmente,
separada de lo que otros denominan
pensamiento, quedaba libre para
conocerse en términos de lo infinito, en
unos términos que el lenguaje sólo
puede aproximar, si no destruir. En esas
ocasiones Marie veía imágenes como
iconos llameantes. Con los ojos fijos
interiormente en los sufrimientos de
Cristo, traspasaba todas las visiones
mundanas de las polvorientas calles de
Jerusalén por las que Él arrastró su cruz
y sentía, con un violento escalofrío, algo
que estaba más allá de las palabras del
misal: la pura naturaleza del sufrimiento
por los demás, el significado de la
Encarnación, El Verbo se hizo carne. El
concepto de lo bueno era real para ella,
como el concepto de una vida buena.
Esto lo comprendía, como había
comprendido durante toda su vida sus
propios sentimientos. No desconfiaba de
sí misma, hablaba con una sosegada
seguridad y no parecía tener necesidad
de hacer confidencias. En las reuniones,
a través de su propio velo de silencio,
solía percibir con precisión los
sentimientos de los demás (aquél sufre,
ese otro está ansioso) y el significado de
los rápidos intercambios verbales, sus
injusticias, su superficialidad, sus
mentiras.
Pero cuando estaba confusa, cuando
la embargaba con violencia alguna
emoción para la que no estaba
preparada, Marie se perdía en ella y
buscaba con torpeza un lenguaje que la
ayudara a expresarla en su propia mente,
y al no encontrarlo se estremecía como
si una fuerza interior la estuviera
desmembrando.
Así se sentía esa mañana mientras
caminaba con la nota por las calles
embarradas hacia el despacho de
monsieur Jacquemine, deteniéndose
mecánicamente en la calzada para
esperar que pasaran los carros que no
veía, ajena a los gritos que surgían de
los portales, con las cejas alzadas y los
párpados bajos, con una expresión que
parecía, entre las largas sombras de sus
cabellos, la mismísima encarnación de
la serenidad.
Veía una y otra vez el rostro de su
madre, oía una y otra vez sus palabras
furiosas, no dejaba de sentir aquel
extraordinario escalofrío que la había
embargado en el secreter, el mismo que
sentía en momentos intensos de oración,
un leve erizamiento del vello, una
conmoción que parecía paralizarla,
aunque el cuerpo seguía moviéndose,
paso a paso, como por instinto.
No podía resistir lo que sentía, pero
tampoco podía evitarlo. Lo único que
podía hacer era seguir caminando con
paso rápido. Ese movimiento la
calmaba, parecía constructivo, a pesar
de que la naturaleza de su misión la
llenaba de odio y de miedo.
Marie y Cecile nunca habían estado
unidas. Nunca hablaban entre ellas ni
buscaban su mutua compañía, pero
cuando realizaban con presteza las
tareas cotidianas (coser, vestirse,
ordenar, preparar una buena mesa los
días de fiesta), se compenetraban a la
perfección, no sabían lo que era una
discusión ni guardaban la menor
sorpresa entre sí.
Toda su infancia había transcurrido
de esa manera, aunque últimamente se
extendía una sombra entre ellas, cada
vez más profunda, una sombra densa
como una nube. Tal vez Marie había
comenzado a pensar en su vida y a veces
visitaba después del colegio los salones
de otras familias y veía a madres e hijas
ante tocadores repletos de adornos y
colonias. Marie había comenzado a ver
otros mundos más allá de la
inexpugnable fortaleza de su familia.
Eran detalles pequeños. Gabriella
Roget le tapaba los ojos a su madre y
daba vueltas con ella ante el espejo,
como en un vals, diciendo: «Todavía no,
todavía no. Vale, ya. ¡Mira!».
Carcajadas en un cumpleaños, hermanos
y hermanas disputándose el último trozo
de tarta a base de pellizcos y miradas
traviesas. O el joven Fantin, en la cama
de Gabriella, diciendo burlón: «Yo sé lo
que quiere hacer mamá. Mamá quiere
soltarte el pelo». Y «mamá» se daba la
vuelta en el tocador y rogaba: «Por
favor, Marie, déjame que te lo cepille,
déjame que te lo suelte. Tu madre no se
enterará. Tienes el pelo tan liso y tan
bonito…».
Detalles sin importancia, besos,
marcaban un recuerdo o convertían las
tardes anodinas en tardes señaladas, de
forma que en Marie fue naciendo una
vaga sensación, algo que parecía
subversivo y que debía cesar pero que
no cesaba.
Cecile observaba con rostro rígido
el reloj por encima de la mesa, y cuando
por fin Marcel llegó a la puerta hizo un
gesto para que sirvieran la sopa
recalentada. Era un muchacho vivaz, se
enfadaba por cualquier cosa y se
quejaba de todo, pero peor era su
ausencia, cuando el silencio se
deslizaba como una triste ola invernal
sobre la playa. Debía tener caliente el
agua del baño, el café con poca leche ya
sabes que no le gusta, vuélvelo a llamar,
¿te has olvidado de zurcirle la camisa?
De modo que en algunos momentos
peculiares, cuando madre e hija vagaban
a solas de habitación en habitación sin
más ruido que el suave rumor de los
armarios al cerrarse o el soniquete de un
rosario sacado de un cofrecillo, a Marie
le embargaba una sensación de temor.
Era un temor espantoso, como el miedo
a la oscuridad cuando era pequeña, algo
amorfo que acechaba en las sombras
detrás del tenue resplandor del rostro de
la Virgen sobre la vela, o en los ángeles
de la guarda en un óvalo de bronce en el
empapelado de la pared, con gigantescas
alas de plumas en torno a la diminuta
figura de un niño blanco de pelo dorado.
Era un miedo que ponía en cuestión
todo lo afectuoso, todo lo que parecía
sólido, y a veces, cuando estaba en su
momento álgido, hacía que Marie se
sintiera débil ante el mundo en general
como si no pudiera ni alcanzar un vaso
de agua fresca puesto delante de ella en
un día tórrido.
—Vente a casa. —Gabriella le
apretaba el brazo con demasiada fuerza,
pero aun así ella se sentía incapaz de
hacer algo tan sencillo como atravesar
la puerta de su casa para pedirle
permiso a su madre.
—Me gustaría, me gustaría ir…
A veces, cuando Cecile le arrojaba
alguna cinta o un encaje regalado por
sus tías, Colette o Louisa, murmurando
con indiferencia que se lo probara,
Marie miraba los adornos aturdida,
desde el centro de esa debilidad, y
finalmente, y sólo por un estricto acto de
voluntad, conseguía tocarlos el tiempo
suficiente para guardarlos.
En las últimas semanas las mujeres
habían estado hablando: Las discusiones
comenzaron entre el jerez y los pasteles
de la primera comunión de Marie,
mientras ella permanecía sentada a solas
a los pies de su cama, ojeando
lentamente el libro de oraciones que le
había regalado Marcel y pasando los
dedos por su cubierta de nácar. Las
mujeres hablaban de la Ópera, de la
ropa de Marie y, puesto que las monjas
del colegio insistían en que ya le había
llegado el momento, de corsés y de un
cambio en su atavío.
—Eso son tonterías. Tiene trece
años —dijo Cecile con frialdad—.
Estoy harta de este asunto. Que una niña
tan
impresionable
reciba
tanta
atención…
—Pero mírala. Mírala —se oían las
agudas voces detrás de la puerta
cerrada.
Y esa tarde, tante Colette había
arrojado un corsé sobre la cama para
luego exhibir un vestido azul pálido de
volantes con una delicadísima cinta
blanca. El centro de cada lazo estaba
hábilmente rematado por una rosa.
Blandió un dedo en señal de advertencia
y luego se marchó pisando con tanta
fuerza que los espejos se estremecieron.
Marie, sola entre las sombras, sintió el
pelo que envolvía sus hombros
desnudos. Se volvió despacio para ver
si su tía se había marchado realmente y
se encontró con su propia silueta en el
espejo y la redondez de sus pechos
contra el ribete blanco de su camisa.
«Vístela adecuadamente, Cecile,
mon Dieu!».
Adecuadamente.
La palabra quedó suspendida en el
aire. Cecile metió el vestido y el corsé
en el armario ropero, se detuvo un
momento con la espalda doblada para
ajustar el camafeo con su cinta de
terciopelo sobre su cuello y vio de reojo
que Marie no estaba allí.
Se veía monstruosa en los
escaparates oscuros de las tiendas,
sentía en los tobillos los calcetines
como si fuera desnuda bajo sus cortas
faldas de niña, y por la noche, con el
camisón de franela, la presión de sus
pechos, grandes y sueltos, le producía
una vaga sensación de desagrado. Se
veía el oscuro vello de los brazos, una
fina pelusa en el dorso de los dedos y
yacía despierta en la cama mirando la
sombra oscura de las rosas del tocador y
preguntándose qué habría pasado si
Marcel no se hubiera trasladado al
garçonnière, si no le hubiera dejado
aquella pequeña habitación. ¿Podrían
haber
seguido,
madre
e
hija,
compartiendo la cama grande? Era como
si nunca hubieran dormido juntas,
franela contra franela, acurrucadas en
invierno para darse calor. Esa
espléndida
sencillez
había
desaparecido, algo se había roto. Pero
Marie todavía no sabía que nunca podría
recuperarlo.
Todo esto yacía dormido en su
interior. Al fin y al cabo, todas las
madres cometen errores. Gabriella,
vestida de encajes y en décolleté al
atardecer para su primera fiesta
nocturna, movió la cabeza al oír este
comentario sobre las madres, y con una
ojeada furtiva se quitó las camelias
blancas del pelo.
—¡Demasiados!
Y la hermana Marie Therese a
menudo se llevaba a las niñas a un
aparte para susurrar:
—¿Y tu madre te deja llevar esto?
Pues yo no creo que…
¿Pero de qué se trataba? Arrodillada
en el pequeño reclinatorio junto a la
cama, con las manos juntas y sintiendo
el calor del cirio votivo, Marie se
olvidaba a veces de sus oraciones al
advertir en su interior una terrible
iluminación que retrocedía y retrocedía
por los pasillos de la memoria hasta
llegar donde apenas había recuerdos, y
se veía sobrecogida por una profunda
apatía como la del bebé en su cuna que,
alimentado sólo por el capricho de
otros, pronto cesa de llorar porque su
llanto jamás le ha proporcionado nada.
Todo esto pasará.
Pero no pasaba.
Una noche subió a la habitación de
Marcel y se sentó muy quieta en un
rincón para verle escribir en su mesa,
escuchando los arañazos de la pluma en
el papel, Marcel se detuvo por fin y se
inclinó hacia ella.
—¿Qué pasa, Marie? —Al ver que
ella no contestaba, le cogió las manos,
le acarició el pelo y la besó en los
párpados.
Marie le quería. No le importaba
someterse a él, esperarle para cenar,
quitar los botones de sus camisas viejas
para guardarlos cuidadosamente en una
caja de mimbre. Marie iba a la iglesia
cuando él quería, le anudaba las
corbatas, en las tardes cálidas esperaba
a que se tomara su baño y en el invierno
le cedía la silla junto al fuego. Estaba
segura de que Marcel era la única
persona a la que amaba, y a veces,
muchas más veces de las que ella creía,
recordaba las siestas, muchos años
atrás, cuando se acurrucaba a su lado,
con las rodillas dobladas junto a las
suyas, y sentía la suave presión de su
brazo en torno a la cintura. Marcel olía a
lino, a agua de rosas y a algo cálido sólo
suyo. La lluvia caía tras las ventanas
abiertas con el suave rumor de un trueno
lejano, y el sensual aroma del jazmín
llenaba la habitación. Marcel la
abrazaba con fuerza y le besaba el pelo.
A Marie le gustaba la suave tersura de
su rostro, sus labios pálidos, tan tersos y
sedosos en reposo que no podía
imaginárselos encendidos de risa. Luego
Marcel se agitaba, se levantaba y miraba
ante él con sus ojos tan azules.
No estaba celosa de él, era
imposible; no era el constante
favoritismo lo que Marie reprochaba a
su madre. Siempre le había parecido
natural que Marcel estuviera antes que
ella, y era precisamente eso lo que ahora
le producía un nuevo dolor.
¿Qué le ocurría ahora? ¿Por qué se
pasaba el día rondando por las calles?
¿Por qué le habían expulsado del
colegio?
Marie conocía perfectamente la
respuesta. Todo había surgido con el
repentino fin de la infancia. Un día la
infancia se había terminado y eso era
todo. En el nuevo mundo de severas
distinciones adultas, los que no los
conocían pensaban que Marie era
blanca, mientras que nadie podía creer
lo mismo de Marcel ni por asomo.
Marie se estremecía al pensarlo,
aunque no podía establecer el momento
exacto en el que se había dado cuenta.
Era imposible que Marcel no lo supiera,
y estaba segura de que sufría por ello,
que era la causa de que su hermano la
esquivara, la razón de que se marchara
cada vez que ella llegaba. Marcel se
cruzaba con ella en la calle sin una
mirada, y Marie le había visto incluso
un domingo en la Place Congo. Los
tambores
sonaban
incesantes,
apremiados al parecer por el constante
resonar de los panderos, el matraqueo
de los huesos, y a veces, en medio del
gentío de yanquis, turistas, esclavos,
vendedores, los negros bailaban como
lo habrían hecho en sus poblados
africanos, una danza salvaje y terrible
que Marie no había visto nunca. Allí
estaba su hermano, un poco alejado, con
las manos a la espalda y el ceño
fruncido. Parecía a la vez un niño y un
viejo. Se giró hacia uno y otro lado con
ojos desorbitados, tal vez ciegamente
concentrado. La multitud pareció abrirse
para engullirlo, y Marcel avanzó hacia
aquel centro aterrador. Marie no pudo
soportarlo. Todo lo que sabía del amor,
de sus placeres y su dolor sublime tenía
que ver sólo con Marcel.
Tan irresistible era la atracción que
la embargaba, con tanto detalle lo
observaba,
con
tanta
devoción
escuchaba sus palabras o se relajaba
entre sus ocasionales abrazos, que le
resultaba inconcebible la idea de que
alguien pudiera considerarlo menos
deseable que ella. Le hechizaba el gesto
de sus manos al hablar. Marcel era
hermoso a sus ojos y debía serlo para
todo el mundo. Así pues, los prejuicios
sobre el color se habían convertido para
ella, a tan temprana edad, en algo muy
sospechoso, algo demasiado filosófico.
Sin embargo sabía muy bien cómo
funcionaba el mundo, más por las
afiladas lenguas de supuestos amigos
que por las víctimas. Pero a veces los
ángeles protegen a los débiles, como a
los niños y a los locos. Al menos eso
parecía suceder con Anna Bella, que con
sus anchos rasgos africanos y su acento
americano no parecía darse cuenta de
que las compañeras de Marie la
rechazaran y, siempre sonriente, no se
ofendía en absoluto cuando pretendían,
en un intento por compartir su maldad,
que Marie hiciera lo mismo. Al volver a
casa del colegio, las niñas giraban la
cabeza cuando Anna Bella las saludaba
desde su puerta.
Y Marie, una persona callada que
apenas hablaba con nadie, se
despreciaba en esas ocasiones por su
cobardía, por no decir: «Anna Bella
Monroe es amiga nuestra». Anna Bella,
que traía confituras en tarros de
porcelana y soperas con caldos
especiales o un guiso para curar una
fiebre, que con tanta gracia se apoyaba
en el umbral de la puerta, un hombro
más alto que otro, con su cuello tan
largo y decía con voz melodiosa:
«Ahora se pondrá mejor, madame
Cecile, y si necesita lo que sea,
llámeme. Ya no voy al colegio…».
Pero Marcel no contaba con esa
protección angélica, Marcel, que cogía a
hurtadillas el periódico de monsieur
Philippe y lo dejaba abierto bajo la
lámpara por un artículo sobre la
alimentación de los esclavos africanos;
Marcel, que tomaba el mando cuando
Lisette se marchaba e insistía en que
nadie dijera una palabra de ello pues al
fin y al cabo siempre vuelve, ¿no? Pero
es que Marcel sabía manejar a Lisette,
como sabía manejar a todo el mundo. Y
cuando la esclava no quería trabajar era
Marcel el que la llamaba al orden, y más
tarde le decía suavemente a Cecile:
«Monsieur Philippe estará muy cansado
cuando llegue y no querrá oír quejas.
¿No es mejor que no se entere?». El
hombre de la casa, su hermano.
Podía tenerlo todo, hacerlo todo.
Incluso ahora, que se comportaba como
un loco y tenía a todo el mundo
asustado, seguía disponiendo de ese
poder.
No, no eran los celos la razón de
aquella horrible cosa oscura que había
entre ella y Cecile, aquella violenta
emoción que parecía amenazar hasta la
coordinación de sus movimientos.
Se acercaba al despacho del notario
sin pensar en lo que hacía. A través de
las lágrimas, la Rue Royale se había
convertido en una avenida grotesca en la
que hombres y mujeres se incordiaban
unos a otros con sus absurdos encargos.
No podía dejar de ver a su madre,
no podía dejar de oír su voz cuando se
giró con la cabeza gacha, las venas del
cuello marcadas y los labios tensos.
«Llévaselo a su oficina. ¡Vete!». Y la
imagen de Cecile había sido la misma
que la tarde anterior, cuando en
presencia de Richard, perdida su
compostura, le espetó aquella palabra
inconfundible:
«¡Fuera!».
Desde
entonces no habían intercambiado ni una
frase, su madre no la había mirado
siquiera. Marie se enteró de la expulsión
de Marcel por los gritos de Cecile.
Luego, acurrucada en un rincón de su
cuarto, la había oído caminar de un lado
a otro durante una hora.
Su madre la odiaba. ¡La odiaba! La
palabra se formó en un instante entre el
caos de sus pensamientos con un frío
sobrecogedor. Su aversión quedó al fin
manifiesta en la llamarada de sus ojos,
en el labio tenso con que desnudaba los
dientes, en el rápido giro de la cabeza
con aquel gesto de repugnancia,
disolviendo todos los mitos del amor
familiar. Lo que había sido mero
fingimiento se hizo añicos como una
espléndida pintura en un papel viejo que
se deshace al tocarla. ¡Pero expresar
esto en presencia de otra persona…!
¡Esa ciega impaciencia por mostrar lo
que hubiera debido ser el más recóndito
secreto familiar! ¡Era imperdonable!
Marie, conmocionada y estremecida,
sintió de pronto por su madre el más
profundo desprecio, un desprecio que
como todo lo que había entre ellas era
tan frío como un hogar apagado.
Marie se detuvo, atónita al descubrir
que estaba ante la puerta del notario.
Por un instante no supo a qué había
ido, pero luego las necesidades del
momento la hicieron reaccionar y se
encontró más indefensa y confusa que
antes. La nota, aquella desastrosa nota.
Su mano, sudada, la había deformado,
pero no lo suficiente. Cuando quiso
llamar a la campanilla se sorprendió al
ver que le temblaba la mano.
Era allí donde tenía que haber
concentrado su furia, pensó, sintiendo un
vago alivio al apartar esa pasión de su
propio comportamiento. Al fin y al cabo,
¿qué suponía para Marcel esa nota? Era
un acto precipitado y estúpido. ¿Quién
era en realidad ese caballero al que ella
llamaba mon père cuando se inclinaba a
besarla? Era un hombre blanco, un
protector, un benefactor de cuyo
capricho dependía la fortuna de Marcel.
En ese momento la niña que había en su
interior y que había amado a aquel
hombre dejó paso a la mujer que
advertía que otra mujer estaba
cometiendo un acto estúpido y
destructivo. Se sentía superior a Cecile,
conocedora de las cosas del mundo y
excepcionalmente fuerte.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo
podía impedirlo? Podía ir a casa de
Anna Bella, pedir papel y pluma y
escribir otra nota más suave que le diera
tiempo a su hermano. Cecile, que no
sabía leer ni escribir, no se enteraría
jamás. Sin embargo era algo
inconcebible. Nunca había hecho una
cosa así, y no tenía fuerzas para hacerlo
ahora.
Al ver a su padre en esos momentos
como un lejano y poderoso personaje de
otro mundo, aborreció la diáfana
realidad de sus pensamientos y la
sórdida resonancia de sus cálculos e
inmediatamente
detestó
las
circunstancias que la habían impulsado a
pensar en trucos y mentiras. Era algo
repulsivo, tan repulsivo como el
momento en que Richard salió corriendo
de su casa, involuntario testigo de
palabras hostiles.
Agachó la cabeza. No se daba
cuenta, pero parecía enferma, como si la
calle tórrida la hubiera debilitado con
sus penetrantes olores. El secretario la
vio a través del cristal y salió a abrir la
puerta.
—¿Madeimoselle?
—susurró,
tendiéndole el brazo. Marie no lo vio.
Cogió la silla que le ofrecía y se dejó
caer, respirando el aire más fresco de la
sala y la limpia fragancia del cuero y la
tinta mientras miraba ciegamente cómo
el hombre cerraba su sombrilla de seda.
Marie cogió el vaso de agua que le
ofrecían pero se lo quedó mirando en
lugar de beber. El secretario la había
tomado por blanca, naturalmente, pero
en sus amables atenciones había otro
aspecto que la hizo bajar la vista.
—Tengo que ver a monsieur
Jacquemine, por favor —explicó
enseguida.
No había nada que hacer.
—Ah, perdone, madeimoselle. Creo
que no tengo el placer… —exclamó con
arrogancia el notario, que había salido
de su despacho. Le cogió la mano con
dedos ásperos, y Marie sintió dentera.
Se levantó.
—Marie Ste. Marie, monsieur. Creo
que conoce a mi hermano.
El notario alzó sus pobladas cejas, y
sus rojas mejillas se hincharon con una
sonrisa.
—Ah, nunca me lo hubiera
imaginado —musitó.
Marie estaba furiosa y sentía el
rubor en la cara. Bueno, que el notario
pensara que aquello era un cumplido…
Le puso apresuradamente la nota en la
mano y se giró para marcharse.
—Espere, ma petite. —Marie ya
estaba casi en la puerta—. ¿Le han
expulsado del colegio? —El notario
sostenía la nota con el brazo extendido
mientras se buscaba los anteojos en el
bolsillo—. ¿Pero qué colegio es? Ah,
esto es muy grave… ¿A qué colegio
asistía su hermano?
—Por favor, póngase en contacto
con monsieur Ferronaire. —Nunca había
pronunciado el apellido de su padre, e
incluso eso le dolió.
Quiso coger el pomo de la puerta,
pero el notario se acercó y puso la mano
para impedir que la abriera. Le rozó el
brazo con la manga. Marie se volvió
lentamente hacia él, le miró a los ojos y
vio cómo el hombre se encogía, vio el
efecto que obraba en él su gélida
expresión, y no lo sintió en absoluto.
—Ah, madeimoselle, no sé si
monsieur estará en la ciudad. Si no está
en la ciudad podría tardar bastante
tiempo… —Sonrió con confianza—.
Estos asuntos…
—Merci, Monsieur —dijo ella antes
de salir a la calle.
El notario seguía insistiendo en algo;
la llamaba, pero Marie no oía. De
pronto miró atrás y volvió a ver aquella
sonrisa confiada, de aspecto tierno.
El
notario
paseó
la
vista
furtivamente por su vestido de muselina
amarilla.
Marie se alejó deprisa con los ojos
llenos de lágrimas, que no llegaron a
brotar.
La multitud era una masa amorfa,
confusa. Alguien le rozó el hombro y se
apartó rápidamente de ella, mascullando
excusas. Marie perdió el equilibrio y
quiso apoyarse en la pared pero no le
gustaba tocar esas cosas, de modo que
dejó caer la mano y aferró los pliegues
de su vestido. Se había olvidado de su
pelo, pero de pronto lo vio peinado en
trenzas sobre su pecho y musitó:
—Mon Dieu, mon Dieu.
Por las puertas abiertas del hotel St.
Louis salía una gran cantidad de mujeres
blancas que fueron subiendo una tras
otra en los carruajes que esperaban en la
calle. Marie tuvo que detenerse para
dejarles paso, y al volver la cabeza
captó un extraño ruido.
Era como si una orquesta estuviera
tocando a una hora tan temprana. Las
vibraciones del contrabajo parecían
ahogar el murmullo del gentío del
vestíbulo. Por encima se oía los agudos
gritos nasales de los subastadores que
batallaban unos contra otros bajo la alta
cúpula.
La multitud se movió, y Marie se vio
obligada a moverse con ella. No se
había desmayado en su vida, pero ahora
sentía una oscuridad creciente y una
debilidad en sus miembros. Tenía la
boca seca. Tenía miedo. En ese momento
una mano la cogió y la sostuvo con
intención de acercarla a la pared. Era
espantoso. Marie iba a apartarse, tenía
que apartarse, pero entonces vio, con los
ojos húmedos, que era Richard
Lermontant.
De haber sido otra persona,
cualquier otra, no habría tenido
importancia. Los desconocidos no le
daban miedo, por lo menos en la Rue
Royale. Podía haberse apartado para
irse a su casa, pero al ver a Richard, al
ver la preocupación en sus grandes ojos
castaños y sentir de nuevo la presión de
sus dedos en el brazo, empezó a temblar.
Le dio la espalda, humillada, se quedó
mirando fijamente los ladrillos rojos de
la pared y estalló en silenciosos
sollozos.
—¿Qué te pasa, Marie? —susurró
él, ofreciéndole un pañuelo de lino.
Marie se había echado el pelo en
torno a la cara, como para cubrirse con
él. Un pensamiento acudió de pronto a
su mente: «No estoy aquí, no puedo estar
aquí en esta calle, con Richard,
llorando. Tengo que irme como sea».
—Dime, Marie. ¿Qué te pasa?
¿Puedo ayudarte en algo?
Ella movió la cabeza. Se sentía
especialmente afectada por su cercanía.
Se quedó mirando la blancura de su
pechera almidonada, los brillantes
botones de su chaqueta negra. Alzó con
un inmenso esfuerzo la mirada hasta sus
ojos para decirle que estaba bien, pero
sintió que se le iba la cabeza y que le
palpitaban los oídos. Era como oír el
fragor de una cascada, el fuerte
martilleo de la lluvia en los callejones
inundados, una dulce sensación de que
el tiempo se detenía. Por encima de la
seda negra de su corbata, el rostro de
Richard no era joven. Tenía la pureza de
la juventud, desde luego, pero su
ternura, su evidente preocupación y algo
que debía de ser sabiduría le conferían
madurez.
Aunque aquello era una invasión, era
la mano de un hombre. Marie retrocedió
instintivamente y vio a monsieur
Rudolphe, el padre de Richard, también
vestido de negro, con elegancia. Incluso
junto a la extraordinaria estatura de su
hijo, monsieur Rudolphe parecía enorme
con su ancho pecho y el vientre plano
bajo el chaleco. Su rostro alargado, de
ojos ligeramente saltones, se cernía
sobre ella.
—Ah, Marie —dijo con acento
caucasiano y tono autoritario—. Vamos
inmediatamente a la funeraria.
Ella se apartó sin querer.
—No, monsieur, gracias —murmuró.
Tragó saliva y cogió el pañuelo de
Richard—. Me están esperando en casa.
—Se enjugó las lágrimas—. Ha sido el
calor. Sí, es que caminaba demasiado
deprisa…
Monsieur Rudolphe aceptó la excusa
con más facilidad de la que ella
esperaba. Richard se limitó a asentir y a
apartarse de ella, indicándole con un
gesto que se quedara el pañuelo.
—Debería usted llevar sombrilla,
madeimoselle
—dijo
monsieur
Rudolphe. Con una súbita sensación de
contrariedad, Marie se dio cuenta de que
se la había dejado en el despacho del
notario. Bueno, ya la recogería Marcel,
porque ella no pensaba volver, desde
luego—. Camine despacio y vaya
siempre bajo los pórticos.
La última vez que vio la cara de
Richard era la viva imagen de la
aflicción. Marie se sentía débil y
mareada, y en realidad temía sufrir
algún estúpido accidente. Respiró hondo
y al llegar a la esquina ya se encontraba
mejor, aunque no hacía más que pensar
en Richard. Su mente, agotada, fue
dando paso poco a poco a una
melancolía que casi era tristeza. Los
Lermontant eran ricos, poseían la
funeraria, establos, canteras. Su nueva
casa de estilo español en la Rue St.
Louis tenía unas enormes puertas
lacadas, y de noche se veía gran
profusión de luces a través de las
cortinas de encaje. Su único hijo podía
escoger.
En la sobremesa hablarían de dotes,
de cuántos matrimonios entre este y
aquel apellido había registrados en los
archivos de la catedral de St. Louis.
Marie, a sus trece años, estaba en edad
de ser cortejada, y Richard, a sus
dieciséis, no tenía bastantes años para
pensar en ello.
¡Tenía la mente exhausta! Giselle, la
hermana de Richard, se había marchado
a Charleston para casarse con un hombre
de color de buena posición, llevándose
una dote de muebles de palisandro y
diez esclavos. Y madame Suzette
Lermontant provenía de adinerados
plantadores de color de Santo Domingo
que prácticamente dominaban la
provincia de Jeremie.
En cualquier otro momento esto le
habría acelerado el corazón, le habría
producido un inmenso dolor, pero ahora
no hizo más que bajar la cabeza. Giró en
la esquina de la Rue Ste. Anne y siguió
caminando hacia la Rue Dauphine,
donde un mulato de tez clara arrastraba
con airados gruñidos un pesado baúl
hacia la puerta de los Mercier. Al verla
se detuvo como sorprendido. «Debe de
ser él», pensó Marie al pasar
apresuradamente con los ojos bajos. El
famoso Christophe. Al cruzar la calle y
atravesar la puerta de su casa sintió su
mirada en la espalda. Una rápida ojeada
le indicó que él seguía mirándola, que se
había detenido para observarla. Marie,
enfadada, apartó los ojos con un brusco
giro de cabeza.
—II—
R
ichard se quedó mirando a Marie,
que se alejaba rápidamente por la
acera bajo la sombra de las balconadas.
Tenía los hombros cuadrados y andaba
con gracia natural y una dignidad de las
que ella no parecía ser consciente. El
pelo le caía hasta la cintura, y los
densos volantes de sus faldas de niña
dejaban al descubierto un ápice del
tobillo y de los calcetines. Richard bajó
la vista rápidamente.
Dobló con cuidado el pañuelo y, tras
metérselo en el bolsillo, cruzó detrás de
su padre la Rue Royale y entró en la
funeraria.
—Yo habría insistido para que esa
muchacha pasara a sentarse pero, quién
sabe, tal vez este lugar la inquiete —
murmuró Rudolphe, echando un vistazo
a su reloj—. Aunque si no termino con
parte del trabajo, el que se va a
inquietar voy a ser yo. ¿Por qué no lo
hacen público, me lo quieres decir? —le
preguntó enfadado a Richard—. ¿Me
oyes?
Richard escuchaba las campanas. La
capilla mortuoria llevaba repicando
desde por la mañana, al igual que la
catedral y todas las iglesias de la
ciudad.
—¡Pero no lo anuncian! —dijo
Rudolphe con una mueca de desdén.
Se refería a la noticia emitida por la
Junta de Salud de que la calamidad de
todos los años, la fiebre amarilla, había
alcanzado las proporciones de una
epidemia, noticia que había impelido a
toda la gente de bien a retirarse al
campo, donde ya debía estar. La muerte
azotaba más a los inmigrantes, pero los
Lermontant tendrían que estar de
servicio las veinticuatro horas del día.
Acababan de salir del cementerio, y
Richard ya se estaba cambiando las
botas para que se las volvieran a lustrar.
Esto sucedería unas tres veces al día, o
quizá más.
En cuanto su primo Antoine se llevó
sus botas y las de Rudolphe, Richard se
fue inmediatamente a su alta mesa y se
puso a repasar las cuentas acumuladas
en los últimos días. Tendría que poner
los libros en orden antes de volver al
colegio el lunes.
—Desde luego es mucho más guapa
de lo que yo recordaba —murmuró
Rudolphe.
Richard se detuvo un instante con el
abrecartas en el aire. Se oyó una breve
carcajada de Antoine, que estaba en la
trastienda dando betún a las botas.
—¡Seguro que a ti no se te ha pasado
por alto! —le dijo Rudolphe a Richard
—. ¿Has oído lo que he dicho, o es que
te has quedado sordo?
—No, mon père.
De nuevo se oyó la risa desdeñosa.
Richard echó una ojeada a la puerta.
—Déjale, te estoy hablando a ti —
insistió su padre.
En ese momento sonó un golpecito
en el cristal y entró en el
establecimiento un negro alto, con el
mismo atavío elegantemente negro de
los Lermontant. Sonó la campanilla.
—La pequeña ha muerto, michie.
Murió a las nueve, y madame Dolly está
como loca —dijo.
Era Placide, ayuda de cámara,
mayordomo y sirviente de variadas
aptitudes, comprado para Rudolphe
cuando éste nació. Era un anciano con el
rostro oscuro plagado de profundas
arrugas. Enseguida se quitó el sombrero,
que ahora tenía en la mano.
—Y dicen que en la casa no hay
nada, michie, ni siquiera sillas para
sentarse. Según parece, madame Dolly
lo ha ido vendiendo todo, pieza por
pieza.
—Mon Dieu! —Rudolphe movió la
cabeza—. ¿Y la niña?
—Murió esta mañana a las nueve,
michie, con tres médicos a su lado, en
esta época. Tres médicos. —Alzó tres
dedos.
—Entra, Placide, y limpia estas
botas —se oyó una voz grave e irritada
desde la trastienda. Antoine salió
quitándose el betún de los dedos—.
Podías haber aparecido un poco antes de
que se me pusieran las manos negras.
—Sólo tengo un cuerpo, michie —
dijo el negro—. No puedo estar en dos
sitios a la vez. —Echó a andar
lentamente hacia la puerta trasera con
paso torpe, como si le hiciera daño
doblar las rodillas.
—¿Es la hija de Dolly Rose? —
preguntó Richard.
—El tétanos. —Rudolphe movió la
cabeza—. Iré yo primero.
Richard
estaba
ligeramente
inclinado en su taburete, con la vista fija
en la mesa. Paseó la mirada por la
funeraria. Una débil luz caía sobre la
suave caoba de los mostradores, las
pilas de crespón, las capas negras
colgadas en las perchas y los fardos de
fustán de las estanterías.
—El tétanos —susurró.
—Bueno —dijo Rudolphe—, ya está
bien. La niña está en el cielo, que es
mucho más de lo que se puede decir del
resto del mundo. Ahora quiero acabar
con lo que te estaba diciendo.
Escúchame. ¡He visto cómo mirabas a
esa chica! La miras con la boca abierta
cuando te la encuentras en la calle y la
contemplas embobado en la iglesia en
lugar de estar atento a la misa.
Richard frunció el ceño. Levantó de
nuevo el abrecartas y lo deslizó
rápidamente por el sobre que tenía en la
mano.
—Deja eso y mírame —dijo
Rudolphe muy serio—. Eres demasiado
alto para tu edad. Ése es el problema. La
gente te considera un hombre, cuando en
realidad no eres más que un niño. Sí,
escúchame. Sabes perfectamente lo que
quiero decir.
Richard se incorporó, respirando
hondo, y miró a su padre a los ojos.
Tuvo que hacer acopio de todo su
dominio en sí mismo para transformar su
rostro en una máscara de serenidad.
Sabía que la más mínima resistencia
empeoraría las cosas.
—Mon père —comenzó—, yo nunca
he pretendido…
—¡No me hables como si fuera un
idiota! —exclamó Rudolphe.
Antoine había aparecido de nuevo en
la puerta trasera, esta vez con su abrigo
negro. Con una mano se atusaba el lacio
pelo oscuro.
Richard apretó los labios y volvió a
fijar la vista en su padre. Tenía el rostro
tenso.
—¿Sí, mon père? —le susurró.
Cualquiera habría captado el timbre
sarcástico en el educado tono de su voz.
—Así que estás enfadado… Eso es
bueno, porque así prestarás alguna
atención. ¡Te pasas el día soñando! ¡Una
chica como ésa…!
Richard se sobresaltó.
—Es la hermana de Marcel, mon
père —dijo sin poderse contener.
—No la estoy insultando, no seas
idiota. —Al oír el carraspeo burlón de
Antoine, Rudolph se dio la vuelta—. Si
ya estás listo —le dijo fríamente a su
sobrino—, vete a casa de LeClair. Te
están esperando. La misa es a las once.
¡Venga, muévete!
Con una ligera sonrisa de
superioridad, Antoine salió de la
funeraria. Cuando se cerró la puerta,
Rudolphe se volvió hacia su hijo, que
estaba sentado a la mesa, estrujando casi
el sobre entre sus largos dedos. Richard
miraba fijamente las palabras escritas en
él, pero no cobraban sentido, como si se
tratara de una lengua extranjera.
—No pretendía insultarla —dijo
Rudolphe algo molesto—. Si Marcel no
me cayera bien, tú no serías su amigo.
Marcel siempre me ha gustado. A decir
verdad, me da lástima, aunque si su
madre lo supiera se le helaría la sangre
en
las
venas.
¡Un
«tendero»
compadeciéndose de Marcel! —Soltó
una carcajada. Luego se volvió y sacó
de debajo de su mesa un botellín de agua
de rosas que vertió en su pañuelo para
humedecerse los labios y el rostro—. Lo
que quiero decir es muy sencillo —
prosiguió—. Ya estoy cansado de tener
que señalar lo evidente, de ser el que
enfrenta a la gente con hechos que
debería conocer…
—No se le puede reprochar nada,
mon père —musitó Richard—. Yo ni
siquiera le he hablado nunca a no ser en
presencia de otra gente: su madre,
Marcel…
—Desde luego que no se le puede
reprochar nada. Es toda una dama,
virtuosa y muy guapa. ¡Hermosa sin
parangón! —Rudolphe le miraba ceñudo
—. ¿No te parece hermosa?
—¡Sí, sí! —contestó Richard. Le
palpitaba la sangre en las sienes. Miró a
su padre desesperado—. No sé cómo la
he mirado, pero no significa nada, te lo
aseguro
—dijo
con
un
tono
aterciopelado que apenas era un susurro
y que indicaba que estaba furioso.
Se miraron a los ojos en silencio. La
expresión de Rudolphe mostraba un
cambio sutil aunque tan insólito que
Richard se quedó perplejo.
—Mon fils —dijo Rudolphe en voz
baja—, ¿es que no lo entiendes? Sé
perfectamente lo que piensas de esa
chica, no soy ningún estúpido. Y tú no
comprendes que las chicas como ésa,
chicas como Marie Ste. Marie, sí, sí,
Marie… esas chicas siempre siguen los
pasos de su madre.
Richard bajó la vista. La postura de
resistencia a su padre, que más que un
hábito era una inveterada actitud, cedió
suavemente.
—No. —Movió la cabeza—. No,
mon père, Marie no.
—Hijo mío, —Rudolphe suspiró.
Nunca se había dirigido a Richard en
ese tono—, que no te destrocen el
corazón.
—III—
C
uando Marcel bajó era ya la una.
Entró corriendo en la casa y se
quedó mirando asombrado el reloj del
aparador.
—Mon Dieu —suspiró—. He
dormido como un tronco. Lo cierto es
que he vuelto a nacer. ¡He vuelto a
nacer! —Chasqueó los dedos y se
volvió hacia Marie—. Hoy estás
guapísima. —Se acercó rápidamente a
ella—. Hace mucho que no te digo lo
hermosa que eres, que esquivo el dulce
y constante placer de tu belleza. Ya soy
demasiado mayor para besarte. No,
nunca seremos tan mayores que no
podamos besarnos, ¿verdad? —La cogió
por los hombros, la besó en las mejillas
y la soltó con una carcajada—. ¿Qué te
pasa? —preguntó muy serio de pronto
—. ¿Estás llorando?
—No. —Marie movió la cabeza y se
dio la vuelta, pero luego lo miró como si
estuviera loco.
—Me estalla la cabeza —dijo él,
volviendo a cambiar de tema—. Y me
muero de hambre. ¿Dónde está Lisette?
Me muero de hambre.
—¿Dónde está Lisette? Me muero de
hambre —repitió con voz malhumorada
Lisette, que salía de la habitación
trasera—. Como si no le hubiera oído
levantarse de la cama. Me sorprende
que no atravesara el suelo. —Tenía el
rostro abotargado del sueño, pero
llevaba en la mano una bandeja y
enseguida puso la cubertería de plata y
la servilleta de Marcel en la mesa. El
vapor de la sopa le daba en la cara—.
Más vale que se tome la comida. No irá
a decirme que quiere desayunar.
—Naturalmente que no quiero
desayunar. La comida me va bien, y
siento no haberte contestado anoche,
Lisette. A veces creo que no te aprecio
en lo que vales.
Ella se echó a reír.
—Coma antes de que se le enfríe.
—Lo siento. Es que anoche estaba
desesperado
—prosiguió
Marcel,
arrimando la silla y echando un vistazo a
la sopa—. Totalmente desesperado.
—¡Desesperado! —repitió Lisette
con la mano en la cadera—. Estaba
desesperado. ¿Y ya no está desesperado,
michie?
—No, en absoluto. En realidad me
encuentro estupendamente, salvo por el
dolor de cabeza. Me va a estallar.
¿Sabes la botella de vino blanco que
metí en el barril de agua? Tráemela, por
favor, antes de que me reviente la
cabeza. ¿Qué es esto? ¿Sólo un
cubierto? ¿Voy a comer solo? ¿Dónde
está mamá? Marie, ¿te encuentras mal?
Lisette alzó las cejas en un
sarcástico gesto de asombro. Marie,
sentada en el canapé, le miraba
boquiabierta.
—Tienes un aspecto espantoso —le
dijo Marcel a su hermana—. ¿Qué te
pasa?
—Vamos a ver, michie —terció
Lisette, acercándose a la mesa con un
contoneo de caderas. Echó un rápido
vistazo a la puerta y luego volvió a
mirar a Marcel—. Esto tiene dos
explicaciones. La primera es que su
madre y su hermana han estado un poco
preocupadas y no les apetece comer.
¿Qué tal? ¿Qué tal le ha ido a usted estos
días en el colegio? ¿Qué tal eso de pasar
fuera toda la noche? Pero en cuanto oigo
que pone el pie en el suelo, yo me
apresuro a servirle la mejor sopa del
mundo porque sé que, por muy grave que
sea el crimen, el condenado siempre
tiene derecho a una última comida.
Ahora coma, michie, antes de que la
trampilla ceda bajo sus pies.
Marcel estalló en carcajadas.
—Lisette, ésta no es la cena de un
condenado. —Se apresuró a sentarse y
sacó la servilleta del servilletero de
plata—. Anda, vete a por el vino. Esto
hay que celebrarlo, y me estalla la
cabeza.
Lisette se había quedado mirando la
puerta. Una sombra se perfilaba en el
pasillo.
—¿El vino, michie? —murmuró,
retrocediendo lentamente hacia el
dormitorio.
—¡El vino! ¡El vino! —repitió él—.
¡Deprisa!
—¡VINO!
Marie enterró la cara en las manos.
Marcel se levantó al instante con la
vista fija en Cecile, que había entrado en
la habitación. Frunció los labios en una
sonrisa radiante sin mudar su expresión.
—¡Estás pidiendo vino! —volvió a
gritar Cecile. La puerta se cerró de
golpe tras ella.
—Lo pedía también para ti, mamá
—le respondió Marcel suavemente—.
Tengo noticias. ¿Pero qué pasa?
—¡QUE QUÉ PASA! —Cecile se
arrancó los guantes de encaje,
rompiendo las costuras, y los lanzó con
gesto impotente contra la pared más
lejana.
—Bueno, ya sé que te he tenido
preocupada —dijo Marcel con un hilo
de voz—. Sé que me he portado muy
mal. —Guardó un momento de silencio,
mordiéndose el labio como un niño
pequeño—. Pero mamá, ahora todo
cambiará, tienes que creerme, todo eso
ha pasado y tengo noticias, noticias
maravillosas. —De pronto echó a andar
sobre la alfombra como sumido en sus
pensamientos, frotándose las manos, con
expresión totalmente concentrada. Luego
se volvió hacia ella y sonrió—. No
volveré a darte preocupaciones, te lo
prometo. Por favor, siéntate a comer…
Cecile y Marie se habían quedado
petrificadas.
Marcel se las quedó mirando con
expresión abierta.
—¡Que coma! —resolló Cecile
tapándoselos oídos con las manos—.
¡Que me siente a comer! —gritó.
Prorrumpió en un súbito pataleo y en una
serie de chillidos, como un staccato,
hasta que finalmente apretó los dientes y
estalló en sollozos. Lisette se dio la
vuelta y echó a correr.
Marcel se quedó parado un
momento. Se mordió de nuevo el labio y
después se cruzó de brazos. Por fin
avanzó solemnemente hacia la mesa y
miró a Cecile.
—Dime, mamá ¿qué tengo que
hacer? —preguntó con tono dialogante
—. ¿Qué explicaciones quieres que te
dé? ¿Cómo puedo asegurarte, cómo
puedo demostrarte que te quiero y que
no volveré a darte problemas?
—¡AAAAAHH! —gritó ella—. ¡Te
han expulsado del colegio! ¡Te han
expulsado y tú me vienes con ésas! ¡Te
pasas la noche fuera, vuelves borracho,
y ahora me vienes con ésas!
Marcel se quedó pensativo, como si
todo aquello fuera nuevo e inesperado, y
luego, con una decisión que Marie no
veía en él desde hacía meses, se acercó
a su madre y la cogió firmemente por los
brazos.
—Claro que estás enfadada conmigo
—dijo con voz autoritaria—. Claro que
estás preocupada. Ven a sentarte, por
favor.
Por un momento pareció que Cecile
iba a obedecer, pero entonces se apartó
con los puños apretados y soltó un largo
gemido.
—Ooooh, ha ido usted demasiado
lejos, monsieur. ¡Esta vez ha sido
demasiado! —gritó—. ¡No te hagas el
caballero conmigo! ¡No volverás a
comer nunca más en esta casa! ¡No
volverás a sentarte a esa mesa! Te vas a
ir inmediatamente a tu cuarto, y te
quedarás en él hasta que llegue monsieur
Philippe, tarde una semana o un mes. Me
da igual. No se me ablandará el corazón.
—Se detuvo, sofocada—. Le he
mandado llamar, monsieur. He mandado
llamar a monsieur Philippe, que vendrá
para ocuparse de ti. Le he escrito esta
misma mañana contándoselo todo.
Se quedó allí parada como si fuera a
proseguir. Estaba de puntillas, con los
puños apretados entre los esponjosos
pliegues de muselina que le caían desde
la cintura y las lágrimas brillándole en
las mejillas. La sala quedó en silencio.
Marcel la miraba fijamente con las
manos en el respaldo de la silla. Su
rostro había perdido la lozanía para
adoptar una expresión sombría. Los ojos
se le abrían cada vez más en tanto que
los labios permanecían totalmente
inmóviles.
—¿Eso has hecho?
Cecile soltó un grito y se lo quedó
mirando. Entonces se llevó el dedo a los
labios.
—¿Has escrito a monsieur Philippe?
Un gemido escapó de la boca de su
madre. El labio le temblaba con
violencia.
—¡Sí! —estalló por fin—. ¡Sí, eso
he hecho! —dijo alzando la barbilla—.
¡Le he escrito y se lo he contado todo!
Marcel seguía mirándola, con las
manos aferradas al respaldo de la silla.
En su rostro frío y consternado se
reflejaban
esos
cambios
casi
imperceptibles que denotan una furia
creciente. Marie nunca le había visto
aquella expresión, tan aterradora como
su anterior euforia.
—Sí —repitió Cecile, temblando de
la cabeza a los pies por el llanto
contenido—. Esta mañana he mandado a
tu hermana al despacho del notario.
Marcel miró a Marie, que estaba
inmóvil en su asiento, con las manos en
el regazo y las mejillas surcadas de
lágrimas.
Ella apartó la vista. Se hizo un largo
silencio, roto únicamente por un súbito
sollozo de Cecile.
—No deberías haberlo hecho, mamá
—dijo por fin Marcel con tono gélido.
Cecile se llevó las manos a la boca
sin aliento.
—Me tienes desesperada —gimió
con tono de súplica.
—¡No deberías haberlo hecho! —
repitió él furioso.
—Vagando por la calle a todas
horas…
—sollozó
su madre—,
bebiendo en las tabernas, expulsado del
colegio…
Marcel
movió
la
cabeza,
inconmovible.
Ella
se
acercó
bruscamente y se inclinó sobre la mesa
que había entre ellos.
—¿Qué tenía que hacer? ¡Dime!
—Castigarme, sí, lo que hubieras
querido —contestó Marcel con vaga
indiferencia y voz amarga—. Nunca
debiste escribir a monsieur Philippe.
—Es tu padre…
—¡Ya vale, mamá! —exclamó él
volviendo la cabeza. Frunció los labios
y alzó la vista al techo, como
implorando paciencia.
Al oír sus palabras, Marie sintió un
gran alivio, una grata emoción que no
esperaba. Vio vacilar a Cecile, captó el
miedo en sus ojos. Su madre se había
dejado caer en una silla y lloraba
desconsolada con la cabeza apoyada en
los brazos sobre la mesa. Marcel,
sentado en su sitio y con las manos en el
regazo, miraba fijamente con las cejas
alzadas
como
sumido
en sus
pensamientos.
—No sabía qué hacer —dijo Cecile
con voz suplicante—. No sabía… No
siempre sé lo que tengo que hacer. Es
demasiado, demasiado… —prosiguió,
con la voz tan llorosa y apagada que
apenas podía articular las palabras. Por
fin levantó la cabeza—. Monsieur
Philippe hablará contigo… te dará
consejos.
La expresión de Marcel era dura. La
miraba como si no la conociera, y de
pronto soltó una sonora carcajada.
—Oh, mon Dieu! —Cecile se tapó
la boca, llorando y temblando de nuevo
—. ¿Qué crees que hará?
—Yo desde luego no lo sé —dijo
Marcel—. Tú lo conoces mucho mejor
que yo, mamá, de eso no hay duda.
Cecile volvió a bajar la cabeza,
sollozando con desesperación, como si
por fin comprendiera lo que había
hecho.
—Bueno, basta ya —exclamó
Marcel de pronto, buscando la mano de
su madre entre su pelo oscuro—.
Cuando venga tendré que explicarle por
qué me han expulsado. No pasa nada.
—¿Cómo? —Cecile levantó la
cabeza—. ¿Se lo puedes explicar? —
preguntó con voz lastimosa—. Sí, se lo
puedes explicar. A lo mejor todo ha sido
un malentendido. Eras tan buen
estudiante…
—Sí, sí —dijo él, dándole
golpecitos en la mano.
Cecile se llevó la servilleta a la
nariz.
—¡No sabía qué hacer! Tú se lo
puedes explicar. Dile que todo ha sido
un error, que ahora te portarás bien.
Marcel sonrió. Era la misma sonrisa
radiante que Marie le había visto cuando
entró en la casa.
—Estaba tan asustada… —dijo
Cecile sollozando.
—Ya lo sé, lo comprendo, pero ya
no te preocupes más, mamá. Deja que yo
me encargue de todo. ¿De acuerdo?
Cecile
suspiró,
inmensamente
aliviada. Le cogió de la muñeca.
—Te comportarás como un caballero
con él y se lo explicarás todo, ¿verdad
Marcel?
—Claro. Y además todo esto ha
sucedido por mi bien. Va a haber un
nuevo colegio, mucho mejor que el de
monsieur De Latte. Christophe Mercier
ha vuelto a casa. Va a abrir un colegio y
me ha aceptado.
Cecile se animó de inmediato,
aunque era evidente que a la vez estaba
confusa.
—Pero ¿cómo?
—Anoche estuve con él, mamá. Ya
sabes quién es, es famoso. Monsieur
Philippe también lo conoce.
—Ah, sí —suspiró Cecile—. ¿Y te
ha aceptado? ¿Sabe lo del otro colegio?
—Pues claro. Se lo dije yo —
contestó Marcel con naturalidad—. Y
ahora, si no te importa, mamá, tengo
hambre.
—¡Desde luego! —exclamó ella—.
¡Lisette! ¿Pero dónde está esa mujer?
¿Es que no ha oído que le has pedido
vino? Marie, vete a buscarla
inmediatamente y dile que le traiga el
vino a Marcel. ¡Y que ponga la mesa!
Pero Marie estaba tan atónita que no
se podía mover. Su hermano no sólo
había recuperado su vieja forma de ser,
su capacidad para llevar a todo el
mundo en la palma de la mano, sino que
había en él una nueva convicción, una
nueva serenidad. Aunque ahora se había
sumido en su mundo particular y tenía la
mirada perdida, seguía palmeando
suavemente la mano de su madre.
Cuando Marie se levantó por fin, él se la
quedó mirando y le dijo:
—Bueno, ¿comes con nosotros o no?
Después de comer, cuando la mesa
estaba ya recogida y Marie se
encontraba a solas en su habitación,
mirando en silencio el pequeño altar,
Marcel entró en el cuarto de su hermana
y ella volvió a ver en su rostro una
sombra de preocupación.
—¿Qué decía la nota? No llores,
Marie. Tú dime sólo qué decía.
—Tuve que llevarla. No sabía qué
hacer.
—Pues claro —le contestó Marcel.
La besó otra vez—. ¿Pero tan horrible
era?
Marcel escuchó pacientemente las
explicaciones de su hermana, asintió, y
luego dijo:
—Yo me encargaré de todo, pero
tienes que prometerme una cosa.
—Lo que tú quieras.
—Prométeme que no te preocuparás
más y que no volverás a pensar que
llevaste esa nota.
Marcel volvía a estar bien, volvía a
ser él mismo, como hacía un año,
cuando el viejo carpintero estaba vivo,
cuando los dos eran niños. Claro que
Marie no podía ni imaginar que él se
había acostado un día con una hermosa
mujer, que había saltado la tapia del
cementerio en la oscuridad de la noche y
que había brindado en un cabaret del
puerto con un famoso escritor parisino.
Marie sólo sabía, mientras le veía
atravesar el jardín hacia su habitación,
que Marcel nunca le había parecido tan
hombre.
Marie abrió el último cajón de su
armario. Allí estaba el corsé que tante
Colette le había comprado, y el ajustado
vestido de frunces azules con sus
diminutos lazos de satén blanco. Sacó
las prendas con cuidado, como si
pudieran romperse, y las puso sobre la
cama.
En la casa no había pasillo. Estas
casas de Nueva Orleans nunca tienen
pasillo y las habitaciones se comunican
entre sí, de modo que cuando Lisette se
retirara después de limpiar el comedor
tendría que pasar por el dormitorio de
Marie.
—Espera, te necesito —dijo Marie
señalando el corsé—. Para que me
abroches…
Se deslizó tras el biombo de flores
junto a su cama. Era un vestido de fiesta,
pero sólo tenía que llegar hasta la tienda
de ropa. Además ya estaba avanzada la
tarde, así que quién iba a saber para qué
lo llevaba.
Justo antes de que terminara, Cecile
apareció en la puerta.
—Ahora vas a tener que aprender a
respirar de nuevo —le dijo Lisette
tirando de las cintas. Pero a Marie,
fascinada por el ajustado contorno que
la ceñía, le pareció que la apretura tenía
su atractivo.
Cuando el vestido cayó como
espuma por sus brazos y se asentó en
capas en torno a su cintura, vio en el
espejo a una mujer y se quedó sin
aliento. Su cuerpo se había estilizado, y
Marie disfrutó en secreto de una fuerza
sutil pero emocionante.
Cecile observaba fríamente a su hija
desde el salón y no dijo una palabra
cuando la vio salir de la casa seguida de
Lisette.
—IV—
C
asi había oscurecido cuando
Richard se marchó por fin de la
funeraria para asistir al velatorio de la
hija de Dolly Rose. Había estado todo el
día ocupado con las familias de los
difuntos y con los entierros, había tenido
que engullir las comidas en la trastienda
y se había cambiado la ropa blanca
cinco veces debido al calor de julio.
Estaba extenuado. Una lluvia tardía
había inundado los cementerios, de
modo que tuvo que realizar un entierro
en un auténtico charco de barro. Los
cadáveres de las víctimas de la fiebre
amarilla comenzaban a apilarse en las
puertas y despedían tal hedor que hasta
el más viejo del lugar, acostumbrado a
ver lo mismo verano tras verano, se
mareaba. Claro que había habido años
peores, años en los que toda la ciudad
parecía un osario. Aquel verano no era
nada excepcional.
A pesar de todo, Richard se había
pasado el día pensando en Marcel y,
atormentado por la imagen de las
lágrimas de Marie en plena calle, temía
lo peor. Sabía que sería ya muy tarde
cuando pasara por la mansión Ste.
Marie, y albergaba pocas esperanzas de
ver alguna luz en las ventanas, ni
siquiera en las del garçonnière.
La cuestión del velatorio también lo
inquietaba. No estaba acostumbrado a ir
solo, pero Antoine y su padre se
hallaban ocupados con otras familias.
Además era el velatorio de una niña.
Su hermana pequeña había muerto
cuatro años atrás, y Richard recordaba
vivamente aquella pesadilla, incluso
detalles que nunca había confesado a
nadie y que el tiempo no había atenuado
en absoluto.
La casa de los Lermontant era nueva,
construida según los deseos de sus
padres. En la parte trasera había un
jardín muy formal, con rectángulos de
hierba y caminos de piedra. En el
extremo cercano a la cocina estaba el
huerto y la cisterna, pero todo lo demás
estaba lleno de flores, y a los niños les
encantaba jugar allí cuando brotaban las
camelias y los hibiscos. Correteaban
entre los túneles del follaje, se
escondían en el estrecho espacio entre la
cisterna y el muro trasero o hacían
cuevas secretas entre los jaboncillos,
cuyas ramas más bajas habían
desnudado de hojas las manos y las
rodillas infantiles.
Richard solía leer a la sombra de la
balconada, desde donde podía vigilar a
los niños, cosa que su madre le
agradecía con cascadas de besos. A él le
gustaba el ruido de sus juegos. Tenía
paciencia, podía sujetar fácilmente con
una mano a un sobrino inquieto mientras
terminaba de leer una frase, y luego
atendía una rodilla arañada o decía que
no era nada y proseguía con el libro sin
perder el hilo.
Richard recordaba, con una viveza
que parecía una maldición, la primera
tarde que su hermana, Françoise, se
había acercado a decirle que estaba
demasiado cansada para jugar. Todavía
no había cumplido los cuatro años y era
una niña vivaracha a la que le gustaba
pelearse con los chicos, aunque siempre
emanaba una recatada femineidad
natural que procedía de sus largos rizos
negros, las densas pestañas y el lazo
almidonado que le ponía su madre
incluso para jugar en el jardín.
Esa tarde Françoise se acercó sola
por el jardín, con los brazos a los lados,
se inclinó sobre él y le dijo, con una
expresión bastante adulta, que estaba
«agotada». No era una palabra propia de
una niña; era lo que los padres les dicen
a sus hijos cuando ven que están de mal
humor y muy inquietos. Richard
recordaría toda su vida que se le
encogió el corazón cuando oyó a su
hermana pronunciar esa palabra. Le alzó
la cara y vio que tenía muchas ojeras y
una mirada lánguida y brumosa.
La cosa no quedó ahí. Durante días,
Françoise se estuvo quejando de vez en
cuando; se quedaba dormida en el sofá
del salón y había que despertarla todos
los días cuando antes se levantaba
siempre con el grand-père con la
primera luz de la mañana. Decía que le
dolían los brazos, y cuando Richard iba
a por ella al jardín no quería ni que le
tocara el hombro porque le hacía daño.
Richard no habló mucho de esto,
pero en pocos días se vio que la niña
languidecía, y antes del final de la
semana siguiente le asaltó una fiebre
virulenta.
Richard
recordaba
perfectamente las últimas noches de su
enfermedad, los llantos de la niña, los
pasos de su madre escaleras arriba,
escaleras abajo. «Vete a la cama», le
decía cada vez que él quería entrar en el
cuarto, hasta que por fin se dio cuenta de
que lo mejor que podía hacer era
apartarse para no estorbar. Una
madrugada abrió los ojos a las cuatro y
le sobresaltó el silencio de la casa.
Acudió de inmediato a la habitación de
su hermana y al verla tan quieta sobre la
almohada, con su madre sentada en la
ventana, supo que había muerto.
Las frases para la ocasión nunca le
sirvieron de ningún consuelo: que
Françoise no lloraría más, que no
sufriría más, que no le dolerían los
brazos ni las piernas, que estaba en el
cielo.
Al pensar en ella sentía un espantoso
desaliento. Para él la historia
comenzaría siempre en aquel momento
en el jardín, donde germinó la pesadilla
que nadie pudo detener. Cada vez que
salía al jardín la veía allí, acercándose
por el camino entre la fruta madura y las
flores, con sus oscuros rizos sueltos
sobre su vestido azul, la cabeza a un
lado como si su cuello fuera un débil
tallo. Una y otra vez sentía el impulso de
volver a cogerla entre sus brazos, como
si entonces pudiera realizar alguna
acción desesperada que cambiara los
acontecimientos. Y todos los años, el
día del cumpleaños de su hermana,
pensaba: «Ahora habría cumplido tantos
años». En esa fecha, nadie tenía que
recordarle que fuera a misa; él la
esperaba con días de antelación. En su
libro de oraciones tenía algunas
horquillas suyas; recordaba sus frases
de niña y todavía oía con claridad su
risa musical. Cuando le felicitaban por
la fidelidad de sus recuerdos, cosa que
hacían a menudo, Richard pensaba en
ella, pensaba que le gustaría olvidarla.
Hasta entonces la muerte había afectado
siempre a los otros, pero esos días llegó
a su propia casa. A partir de ese
momento siempre fue algo personal, y el
dolor de las familias en los funerales de
los niños le encogía el corazón.
A veces se preguntaba cómo lo
soportaba su padre, si no pensaría en su
hijita al tomar la medida de aquellos
pequeños cadáveres. Pero aunque
Richard a veces se sentía ofendido por
Rudolphe, por mucho que le ofendiera
sobre todo lo que sabía del asunto de
Marie Ste. Marie, respetaba su
profesionalidad, como la respetaba todo
el mundo. Sabía que su padre no había
eludido una obligación en toda su vida y
que no habría delegado en su hijo la
responsabilidad de este velatorio, de
haber tenido elección. Pero otras
familias necesitaban a Rudolphe esa
noche, familias de abolengo que se
habrían sentido ofendidas si no hubiera
aparecido.
—Lo harás bien, como siempre —le
había dicho su padre—. Cada vez que
salgo a la calle alguien me coge del
brazo y me habla de ti llenándote de
elogios. Tienes un don especial, así que
utilízalo y compadece a tu primo
Antoine, que no tiene dos dedos de
frente.
En realidad, Richard no se creía
nada de esto. Era tal vez un asunto de
negocios, quizá se trataba de educarlo
para aquel trabajo. No lo creía porque
para él el sufrimiento auténtico era el
sentimiento más espantoso que había
conocido, y sus patéticas frases de
consuelo en los funerales le parecían un
insulto. No comprendía que irradiaba
una auténtica condolencia que los demás
captaban, tanto en sus modales como en
sus palabras.
Ahora caminaba en el crepúsculo
por la Rue Dumaine presa de una
horrible aprensión, sumido en los
recuerdos de su hermana. Sabía por
experiencia que era mucho más
susceptible a esa hora del día, en ese
momento silencioso y sensual entre el
Sol y la Luna, cuando la agitación del
sábado por la noche todavía no había
comenzado en el Quartier, aunque la
jornada de trabajo había concluido y las
farolas comenzaban a encenderse bajo
un cielo de color sangre.
En el río la tonalidad se
intensificaba hacia el púrpura y caía en
capas de nubes rojas y doradas tras los
mástiles de los barcos. Las cigarras
cantaban entre el denso follaje de los
jardines mientras en las ventanas
abiertas ondeaban las cortinas y se oían
los ruidos de la cena, los tintineos, el
rumor ocasional de un cuchillo.
Sin darse cuenta volvió su atención,
a las cosas cotidianas: un caballo y una
carreta que pasaban, una mujer en una
balconada que dejó de sacudir el polvo
de una pequeña alfombra turca para que
pudiera pasar.
Pero cuando llegó a la manzana
donde vivía Dolly Rose, la madre de la
niña muerta, encontró un remanso de
silencio, extraño incluso a esa hora
tranquila: un tramo de diez o doce
puertas donde sólo se oía el zumbido de
los insectos y la remota melancolía de
una campana de iglesia. El cielo se iba
oscureciendo y las estrellas parecían
bajas, pero aun así la farola de la
esquina tenía un aspecto lúgubre contra
el resplandor azulado, incapaz de lanzar
toda su luz hasta que se cerrara la noche.
Richard aceleró el paso como si alguien
le siguiera.
Fue un alivio llegar por fin a la
arcada que daba al jardín de Dolly
Rose.
Había allí un hombre de color,
enjuto y de hombros cuadrados, vestido
con una elegante chaqueta que parecía
bastante fresca para el verano. Llevaba
un pequeño bigote, una fina línea de
pelo oscuro. Richard se sobresaltó
cuando de pronto llamearon sobre él sus
ojos desde las sombras de la arcada. Se
miraron mutuamente. El hombre parecía
incómodo, como si quisiera decir algo y
no supiera cómo empezar. Resultaba
evidente además que le impresionaba la
estatura de Richard.
—¿Puedo
ayudarle
en algo,
monsieur?
—Quisiera saber si hay un velatorio
aquí esta noche —dijo el desconocido.
Su voz tenía un tono sin inflexiones, un
tono que, curiosamente, hacía más
expresivas sus palabras.
—Sí, monsieur —contestó Richard.
El hombre podría haberlo sabido
fácilmente por los avisos de bordes
negros que ondeaban en las farolas
cercanas y en los troncos de los árboles.
Esa misma tarde habían sido colgados
por todo el Quartier—. Es en el piso de
arriba.
—¿Está abierto a todos los amigos
de la familia?
Ah, ése era el problema.
—Sí, monsieur, está abierto a todo
el que conozca a madame Rose o a su
familia. No es sólo para los amigos más
íntimos. Estoy seguro de que si usted los
conoce será bienvenido. Habrá mucha
gente.
El hombre asintió. Parecía aliviado,
aunque todavía incómodo y un poco
disgustado por ello. Algo en su rostro
resultaba familiar. Richard estaba
seguro de haberlo visto antes. En cuanto
a la ropa, se veía que era de París. París
estaba tan a la cabeza de la moda que
siempre se notaba si un caballero
acababa de venir de allí.
—Permítame que me presente,
monsieur. Soy Richard Lermontant,
encargado del funeral. ¿Quiere usted
acompañarme?
El hombre bajó la cabeza sin decir
su nombre, como si no tuviera
importancia, y recorrió detrás de
Richard el corto pasillo y las escaleras.
Al entrar en el salón se apartó
rápidamente tras una multitud de
hombres y mujeres junto a la pared, y
Richard volvió la mirada hacia la
pequeña cama en la que yacía la niña
rodeada de crisantemos blancos.
Puesto que los funerales habían sido
su vida durante años, Richard nunca los
había asociado a los crisantemos. Para
él estas flores no tenían connotaciones
morbosas y eran simplemente algo
hermoso y vivo, una ofrenda en medio
del dolor que ponía de manifiesto el
ciclo de la vida y la muerte en un
momento en que la muerte tanto pesaba
sobre el alma. Se alegró de verlas. Tras
saludar un instante a Antoine, que se
marchaba, Richard caminó en silencio
por la habitación, entre las bandadas de
mujeres que susurraban vestidas de
negro y de los hombres con el sombrero
en la mano, hasta llegar a los delicados
ramos de flores. Allí bajó la vista,
envuelto en el perfume y el humo de las
velas de cera, hacia la niña muerta.
Era un poco mayor que su hermana,
y tal vez igual de bonita. En realidad le
sorprendió su belleza. La había visto
muy a menudo en el carruaje de Dolly
Rose, con las cintas del sombrero al
viento, pero entonces era toda ropajes
de los que sólo asomaban los hoyuelos
de las mejillas. Ahora veía por primera
vez sus brazos redondos y su pálido
cuello. Parecía que estuviera dormida,
claro. Todos parecían dormir, fuera cual
fuese la causa de la muerte, fuera cual
fuese el sufrimiento. La niña había
muerto de tétanos, pero yacía serena
como si estuviera viva. Al apartarle un
mechón de la frente, a Richard le
sorprendió darse cuenta de que casi
estaba rígida, aunque a pesar de la
elevada temperatura no emanaba más
olor que el de las hojas de rosas y
naranjos bajo las sábanas, y el de las
flores.
Complacido con este y otros nimios
detalles (Antoine hacía estas cosas a la
perfección), se olvidó de todo lo que no
fuera la contemplación de su rostro. Aún
tenía la cara redonda de niña, tan pálida
que podía pasar por blanca, y sus cejas
parecían demasiado oscuras en la frente,
de modo que su expresión en la muerte
era muy seria. Parecía sumida en un
sueño profundo. En ese momento se oyó
un leve ruido que no habría podido
identificar, pero se dio cuenta de que
eran unos pequeños pétalos blancos que
se habían desprendido de una flor y que
caían junto a su carita sobre la
almohada. Fue a recogerlos y se le vino
a la cabeza un insólito pensamiento.
Eran dulces, como había sido la niña en
vida. Sintió el impulso de dejarlos allí,
pero nadie lo habría comprendido. Vio
entonces entre los crisantemos un
modesto ramo de capullos blancos.
Cogió uno de ellos, y lo puso en el
rosario de nácar que tenía la niña
enlazado entre los dedos.
Dolly Rose no estaba. Su madrina,
Celestina Roget, pálida y macilenta, se
levantó para susurrarle a Richard que
llevaba tres días y tres noches junto al
lecho de la niña enferma y que tenía que
hacerse cargo de su propia casa.
—Cuídala tú —le dijo, señalando al
marcharse un dormitorio detrás del arco
del pasillo. De la habitación salían
voces apagadas. Cuando por fin se abrió
la puerta no salió Dolly Rose sino un
hombre blanco que se acercó al ataúd,
miró a la niña y luego se retiró al rincón
más lejano de la sala.
Era un hombre joven, de unos
veinticinco años, de pelo negro y rizado,
reluciente de pomada, que le caía justo
por encima del cuello de la camisa. Su
fino bigote y las patillas le conferían una
distinción poco común en alguien tan
joven, y armonizaba perfectamente con
su expresión aguileña. Tenía la vista fija
en algún punto ante él y no la desvió
cuando Dolly Rose entró por fin en la
habitación. Ella le miró ceñuda desde el
umbral antes de que dos mujeres la
llevaran, casi a empujones, a un sofá
donde enterró la cara entre las manos.
Richard se dio cuenta enseguida de
que estaba borracha. De hecho sufría tal
grado de embriaguez que podía dar
problemas. «Ya le daré las gracias a
Antoine por avisarme —pensó con
amargura—, y a madame Celestina por
dejarme a mí solo con esto». Dolly
alzaba la vista de vez en cuando para
mirar al hombre blanco, como si
estuviera a punto de gritarle algo. Las
otras damas, ninguna de las cuales tenía
la elegancia de Dolly ni siquiera en esos
momentos, la sujetaban por los brazos,
evidentemente asustadas.
Lo cierto es que Dolly Rose había
sido una belleza notable. Era de esas
cuarteronas que habían dado fama a la
Salle d'Orleans, aunque no se acercaba
ni por asomo a la legendaria imagen de
la concubina fiel que llora al enterarse
de la boda de su amante blanco o se
arroja bajo las ruedas de un carro. Más
bien cambiaba de admiradores blancos
como quien cambia de guantes, gastaba
mucho con cada nueva relación, sin
pensar jamás en ahorrar para el futuro, y
daba a sus esclavas vestidos de tafetán o
de lana, que apenas se había puesto.
Había provocado duelos, olvidado a
acreedores. Sólo había querido a su
madre y a su hija, muertas ahora las dos.
En los últimos años había pasado una
mala racha, aunque todos decían que
podría obtener un buen partido en cuanto
quisiera.
Una vez había sido amiga de
Giselle, la hermana de Richard, e
incluso había cenado a menudo en casa
de los Lermontant. Richard las
recordaba como dos niñas mayores, de
quince años, que intercambiaban
secretos tras los cortinajes de una cama.
Los chiquillos se arremolinaban en torno
a sus faldas y le cantaban, DOLLY
Dolly, DOLLY Dolly, ¡DOLLY DOLLY
ROOOOSE! Richard todavía recordaba
aquel ritmo pegadizo y la risa de Dolly,
y después de oír tantos comentarios
sobre el declive de su belleza, estaba
impresionado al ver lo hermosa que era
todavía.
Era el suyo un rostro insólito, no por
el pálido color café au lait de su piel,
su nariz diminuta o su boca, sino más
bien por su forma. No era un rostro
enjuto, como los de tantas mujeres
criollas, sino más bien cuadrado, de
sienes altas y redondas bajo sus oscuros
rizos, y cejas muy planas que se alzaban
ligeramente hacia fuera antes de
curvarse hacia abajo sobre unos ojos
almendrados. Eran justo sus cejas planas
lo que siempre le había intrigado.
«Bonita» era la palabra que le venía a la
mente cuando miraba a Dolly, porque
había en ella algo alegre y adorable de
lo que a veces carecen las mujeres
hermosas.
Pero su amistad con Giselle había
acabado mal. Un verano Dolly dejó las
clases en el convento y empezó a
dejarse ver por los «salones de baile
cuarterones». Rudolphe prohibió a
Giselle que la siguiera viendo, y cuando
Giselle se casó, Dolly no fue invitada a
la misa nupcial. La vieja madame Rose,
madre de Dolly, fue descortés con la
familia. Dolly aceptó a su debido tiempo
a su primer amante blanco. En realidad
había sido una mujer que gustaba a todo
el mundo. Richard se habría dado cuenta
al instante, aunque no se lo hubieran
dicho, de que la mitad del mobiliario
del salón había sido facilitado por su
padre para el funeral. Eran los espejos
de los Lermontant, colocados para
volver a ser envueltos más tarde, y los
relojes, puestos en marcha para volver a
quedar parados, sillas extra de los
almacenes de los Lermontant, e incluso
el canapé junto a los ventanales, así
como las mesas y las botellas de jerez y
las copas. Placide, el viejo criado, lo
había llevado todo esa misma tarde en
una carreta cubierta que había acercado
con sigilo a la puerta de atrás para que
nadie se diera cuenta. Aunque no era
competencia suya personal, Richard
estaba casi seguro de que la factura de
todo aquello no se cobraría jamás.
Respiró hondo y se acercó a Dolly,
vacilante. Se dio cuenta de que no lo
reconocía, de que en realidad no daba la
impresión de que reconociera a nadie.
Las mujeres que la rodeaban parecían
ansiosas y como fuera de lugar. Mientras
tanto, la gente que entraba volvía la
cabeza hacia el hombre blanco como si
estuviera iluminado por un foco. Él
seguía sentado rígidamente, con la vista
fija en el suelo.
En pocas palabras, no era una buena
situación. Richard se deslizó a un rincón
detrás del hombre blanco, donde las
sombras pudieran ocultarle, y en ese
momento se acercó el hombre de color
de la chaqueta parisina.
—Vincent —le dijo al blanco,
tendiéndole la mano.
El otro levantó despacio la cabeza, y
su expresión cautelosa desapareció al
instante.
—¡Christophe! —susurró. Enseguida
se estrecharon la mano.
Richard se quedó de piedra. ¡Era
Christophe Mercier! Al instante
reconoció el terso rostro cuadrado y
comprendió perfectamente sus modales,
que rayaban en la arrogancia, allí de pie
ante la silla del hombre blanco. Pero se
estrechaban la mano con afecto.
—¿Has venido por mí? —preguntó
el blanco.
—Y por Dolly —asintió Christophe.
—Ah, entonces la conoces.
—De hace muchos años. Si puedo
hacer alguna cosa, no dudes en
decírmelo. —La voz de Christophe era
grave, sin inflexiones, como antes—.
Ah, aquí está el de la funeraria. —Le
hizo un gesto a Richard para que se
acercara—. Se llama Lermontant.
El hombre le miró a la cara y sólo
entonces percibió Richard su dolor,
oculto como estaba por la sombra de su
pelo negro y sus cejas oscuras. Sus ojos
hundidos y brillantes traspasaban con la
mirada.
—Lermontant, monsieur —le susurró
Richard con una ligera inclinación.
El hombre asintió y se sacó una
tarjeta del chaleco. Era Vincent
Dazincourt, y Richard reconoció el
nombre al instante. Era el apellido de
una vieja familia de Luisiana y el del
primer amante de Dolly, hacía años. Era
el padre de la niña.
—Lo que sea —dijo el hombre—,
cualquier gasto, quiero el mejor
entierro, los mejores caballos…
—Ya está todo dispuesto, monsieur
—le tranquilizó Richard.
En ese momento Dolly Rose
atravesaba la habitación en dirección a
ellos.
Unas cuantas mujeres intentaron de
mala gana detenerla, pero jadearon
indignadas cuando ella se las quitó de
encima a empujones. Dolly se sentó
junto al hombre blanco y susurró:
—Tú lo pagarás todo, ¿verdad?
Ahora… ahora que está muerta. —La
gente
se
volvió
de
espaldas,
discretamente—. ¿Y dónde estabas tú
cuando ella estaba viva, cuando te
llamaba, «papá, papá»? —preguntó con
un furioso siseo—. ¡Fuera de aquí!
La sala había quedado en silencio.
Richard se inclinó para tocarle el
hombro con toda discreción.
—Madame Dolly —dijo suavemente
—, ¿por qué no se va a descansar?
Ahora es el momento.
—¡Déjame en paz, Richard! —Se
quitó la mano del hombro con una
sacudida, sin apartar los ojos de
Dazincourt—. Fuera —le repitió—. Sal
de mi casa ahora mismo.
Él la miró con las negras cejas
fruncidas. Sólo su boca parecía suave y
un poco infantil al esbozar una sonrisa
amarga.
—No me pienso marchar hasta que
Lisa esté enterrada —dijo con tono
despectivo.
Ella parecía a punto de golpearle.
Una de las mujeres intentó cogerle el
brazo y recibió una bofetada. En ese
momento, y entre un frufrú de faldas, las
damas se apartaron de ella y la dejaron
sola.
—Dolly, por favor. —Richard se
dirigió a ella como lo había hecho mil
veces cuando era pequeño. Quiso
cogerla por la cintura, pero ella se
apartó con violencia. El aliento le
apestaba a vino y tenía la piel ardiendo.
A Richard le dio miedo. Además, qué
derecho tenía a cogerla. Al fin y al cabo
era su casa, como ella había dicho. Se
quedó mirando impotente cómo Dolly
lanzaba la mano hacia Dazincourt, que
se había dado media vuelta como si ella
no estuviera.
Fue Christophe el que se interpuso
entre ellos y le susurró a madame Rose
al oído:
—Dolly, no. —Su voz era como una
orden.
Ella hizo un gesto con la mano y se
tocó la frente con vacilación.
—¡Christophe! —exclamó—. ¡El
pequeño Christophe!
—Vamos, Dolly —dijo él, y ante las
miradas de reproche de los asistentes, la
levantó suavemente para ponerla en
brazos de Richard. Dolly tenía los ojos
vidriosos, pero se dejó llevar con una
lánguida sonrisa y señaló una puerta en
el pasillo.
La habitación estaba hecha un
desastre. Había una montaña de ropa
entre las sábanas arrugadas, cosa que
enfureció a Richard. Por todas partes se
veían copas con restos de licor, y sobre
el biombo habían arrojado sin orden ni
concierto un corsé, camisas, pañuelos.
Dolly no se hacía cargo del gobierno de
la casa, y no quería tratos con nadie.
Mientras la llevaba hacia su cama,
Richard sintió vergüenza de estar a
solas en aquella habitación, y con
Christophe a la puerta.
—¡Quiero coñac! —pidió Dolly, sin
acceder a tumbarse. Richard vio una
botella junto a una lámpara casi
apagada, y sin esperar la aprobación de
Christophe llenó un vaso y se lo dio
como si le ofreciera un batido a un niño.
Dolly tenía el pelo sobre la frente, y sus
dedos parecían garras.
—Ahora descansa, Dolly —dijo
Richard, tapándole los hombros.
—¡Mamá! —gritó ella de pronto con
la cara en la almohada manchada. Luego
se estremeció, con los ojos dilatados—.
¡Christophe!
Quiero
hablar
con
Christophe.
—Puedes hablar conmigo cuando
quieras, Dolly —replicó él—. No me
voy a mover en una temporada.
—¡Hijo de puta! —le espetó ella,
esforzándose por verle en la penumbra.
Richard se sobresaltó. Dolly estaba
pálida, con los ojos brillantes—. ¡Me
tiraste al río!
—Ah —respondió Christophe con
calma—. Pero primero tú me tiraste por
las escaleras.
Dolly soltó una risa infantil.
—¿Por qué demonios has vuelto, si
allí bailabas con la reina?
—He vuelto para tirarte al río otra
vez, Dolly.
Ella cerró los ojos, temblando, pero
sin perder la sonrisa.
—Ahora sólo los blancos pueden
tirarme al río, Christophe. Has estado
fuera demasiado tiempo. Sal de mi
habitación. —Y volvió la cabeza.
—No seas grosera, Dolly —le dijo
Christophe, retrocediendo sin hacer
ruido hacia la puerta—. Ahora sólo los
blancos pueden tirarme a mí por las
escaleras.
Ella volvió a reírse, pestañeando.
—¿Cuántas mujeres blancas has
tenido, Christophe? —le preguntó
sonriente—. ¿Cuántas?
—No muchas, Dolly. Sólo a la reina.
Dolly se echó a reír, girando la
cabeza en la almohada. Richard se
sentía avergonzado. Se dedicó a verter
en la jarra los contenidos de las copas y
a meter zapatos y zapatillas bajo los
faldones de la cama, pero el caos de la
habitación le superaba. Dolly gemía y se
encogía sobre las almohadas, con el
rostro descompuesto en una de esas
muecas que sólo la embriaguez hace
posible.
—Mamá, mamá —gemía entre
dientes, con un tono de voz tan patético
que Richard se quedó sin aliento al oírlo
y al ver su rostro trémulo y sudoroso.
Pero al cabo de un momento Dolly
respiraba profundamente, en silencio, y
su rostro se suavizó. Richard abrió las
ventanas para ventilar un poco la
habitación y se marchó.
Sólo salieron a su encuentro dos
mujeres, tan ancianas como la madre de
Dolly antes de morir. Sus preguntas
fueron frías, prácticas, y al saber que
Dolly estaba durmiendo se apresuraron
a marcharse.
Christophe estaba apoyado en el
marco de una puerta. Miró a Richard
con afecto y le dedicó una sonrisa
desganada. Richard se avergonzaba
ahora de haber sido tan impresionable,
de haber dependido de aquel hombre
que a pesar de su fama era un
desconocido para él.
—¿Y su madre, madame Rose? —
preguntó Christophe.
—Murió el año pasado, monsieur,
de un ataque al corazón. —Nunca había
tenido por costumbre hacer comentarios
sobre las familias de duelo, pero
todavía le ardían las mejillas por el
grosero lenguaje de Dolly y se esforzó
por encontrar alguna excusa para la
mujer que dormía en el cuarto de al lado
—. Ella adoraba a su madre, monsieur, y
a su hija. Ahora las dos han muerto y…
—Dejó la frase en el aire y se encogió
de hombros.
Christophe le miró un momento
intensamente, luego se sacó un fino puro
del bolsillo y echó un vistazo a la puerta
que daba al jardín.
—Un ataque al corazón, ¿eh? Y yo
que pensaba que esa mujer era de hierro.
—Paseó la vista elocuentemente por las
paredes, como perdido en algún
recuerdo de la infancia, con una
enigmática sonrisa—. Deberías haberle
visto la cara que puso el día que tiré a
Dolly al río —dijo—, aunque también
deberías haber visto la cara que puse yo
cuando ella me tiró por las escaleras.
Richard se echó a reír sin poderlo
evitar, hasta que consiguió recobrar la
compostura bajo la mirada traviesa de
Christophe. Se sentía muy a gusto con él.
Sus modales eran irresistibles, incluso
confesando aquella blasfemia en la
puerta de Dolly.
—Quiero darle las gracias por
ayudarme, monsieur —dijo Richard.
—De rien.
—Si la muerte de madame Rose no
hubiera sido tan reciente, Dolly habría
podido afrontar esto mejor. Pero estaban
muy unidas, más unidas de lo que suelen
estar madre e hija.
La expresión de Christophe volvió a
asumir un aire de misterio.
—¡Era una bruja! —dijo.
Richard se quedó perplejo.
—Y te voy a decir otra cosa más.
Dolly la odiaba. —Christophe se dio la
vuelta, puro y cerilla en la mano, y echó
a andar tranquilamente hacia la puerta
trasera.
Cuando Richard volvió al salón, más
visitas subían por la escalera. Se había
formado una pequeña hilera tras el
reclinatorio que había ante la niña, y
parecía que volvía a imperar el orden.
Pronto comenzó el rosario, y el
velatorio transcurrió con decoro.
Christophe salió del balcón y acercó una
silla al hombre blanco, con el que
pronto se enzarzó en un tete-a-tete. A
medida que pasaban las horas emergía
una vaga imagen de la pareja: se habían
conocido en París, tenían amigos
comunes y habían vuelto juntos en el
mismo barco. Pero la conversación fue
remitiendo y Vincent Dazincourt,
evidentemente reconfortado por la
presencia de Christophe, pronto se
sumió en sus propios pensamientos.
Richard, que ardía en deseos de
hablar de Christophe con Marcel y de
conocer más cosas sobre el gran
hombre, habría olvidado por completo
al hombre blanco de no haber sido por
otro suceso que dejó huella en su mente.
Mucho más tarde, cuando la multitud
había ido disminuyendo y después del
rezo del rosario, apareció otro hombre
blanco que venía del jardín trasero y que
caminaba con fuertes pisadas por el
pasillo de techos altos, cubierto por una
capa oscura que ondeaba tras él y que
iba rozando las dos paredes. Era
Philippe Ferronaire, el padre de Marcel.
Richard lo había visto muchas veces
en la Rue Ste. Anne y lo reconoció al
instante. Su pelo rubio, su rostro
alargado y afable y sus ojos azul pálido
eran inconfundibles. Philippe Ferronaire
le reconoció también a él y lo saludó
con la cabeza, vacilando en la puerta.
Richard no podía saberlo, pero Philippe
se había fijado en él hacía tiempo, no
sólo por su altura sino por el sesgo
exótico de sus ojos, la fina complexión
de su rostro y una belleza general que a
Philippe le hacía pensar en esos
«príncipes» africanos que, entre sus
esclavos, traían de cabeza a las mujeres.
Echó un vistazo a la escasa concurrencia
y se volvió hacia Vincent Dazincourt.
Acercó una silla al apático
personaje y el otro se giró sobresaltado.
Su rostro traicionó un fugaz gesto de
grata sorpresa.
Christophe lo distrajo sin embargo
eligiendo ese momento para marcharse.
Se despidió con un gesto de cabeza y se
dirigió hacia las escaleras. Dazincourt
se levantó por primera vez después de
tantas horas para ir tras él.
—Gracias por venir —murmuró,
estrechándole la mano. Tras un momento
de duda, añadió—: Que te vaya bien. —
Christophe se lo quedó mirando un
momento. Eran unas palabras de
despedida formal. El propio Richard se
puso tenso y apartó la mirada, pero
Christophe se limitó a dar las gracias y
se marchó.
—Ah, sí… el autor de la dulce
Charlotte —dijo después Philippe
Ferronaire cuando se quedó a solas con
el hombre blanco. Estuvieron hablando
en susurros hasta que Philippe se
levantó, envuelto en su capa. Se acercó
al pasillo y llamó por señas a Richard
antes de salir a la balconada trasera que
daba al jardín.
Richard tenía los miembros tensos y
la espalda dolorida. Cuando salió al
exterior sintió deseos de estirarse pero
no lo hizo. Se limitó a respirar
profundamente, mirando las estrellas.
Philippe Ferronaire encendió un
puro y apoyó los codos en la baranda de
hierro, apartado de la luz del pasillo.
Una lámpara de gas oscilaba al final de
la escalera, y en las onduladas aguas de
una fuente, entre los lirios blancos como
la Luna, Richard vio el súbito destello
de un pez. La pequeña figura de un niño,
cubierta de musgo, arrojaba agua por la
boca de un jarro, y aquel débil sonido
parecía refrescar el aire con su mero
rumor. Pero había malas hierbas por
todas partes, restos de muebles podridos
y gladiolos tronchados que señalaban
ruina por doquier.
Richard echó un vistazo a Philippe,
que también miraba hacia abajo. El
hombre le fascinaba porque era el padre
de Marcel, aunque desde su llegada no
había dejado de pensar que para su
amigo era una desgracia que Philippe
estuviera en la ciudad en ese momento.
—Escucha —dijo Philippe con voz
grave—, en la Rue Ste. Anne hay una
casa de huéspedes… para caballeros, un
lugar respetable. Ya sabes cuál es, justo
al lado de la Rue Burgundy… Allí hay
una joven, una joven muy hermosa.
—Ah, Anna Bella —dijo Richard,
como despertando de sus propios
pensamientos. El hombre había evitado
pronunciar el nombre estando tan cerca
de la mansión Ste. Marie, o mencionar
que la chica era amiga de Marcel—. Es
madame Elsie, monsieur. Está en la
esquina.
—Ah, ya veo que la conoces.
—Sólo de pasada, monsieur.
—¿Pero podrías conseguirle una
habitación esta noche, a pesar de la hora
que es? —Se refería sin duda a
Dazincourt. Philippe se sacó el reloj del
bolsillo y se volvió hacia la puerta para
ver la hora—. Tiene que dormir. No
puede quedarse aquí hasta mañana, y no
quiere volver a su hotel. No quiere ver a
sus amigos.
—Lo puedo intentar, monsieur.
Aunque hay otras pensiones respetables,
naturalmente.
El hombre lanzó un suspiro y se
apoyó en la balaustrada, mirando el
cielo oscuro. Las luces brillaban tras las
persianas al otro lado del jardín y, como
siempre, se oía el ruido de los cabarets
diseminados por todo el Quartier entre
las tiendas y las abundantes viviendas.
Movió la mandíbula como si estuviera
masticando sus pensamientos. Había en
él algo imponente que no era su
complexión sino que procedía más bien
de sus modales pausados e informales y
de la voz profunda con la que arrastraba
las palabras al hablar. Parecía que su
gesto más natural tuviera que ser el
encogimiento de hombros, un gesto al
que debía entregarse fácilmente con una
mueca en la boca, una caída de párpados
y un arco de sus pobladas cejas. Richard
no lo encontraba atractivo en absoluto y
no veía en él ningún rasgo de los niños
Ste. Marie, pero no era insensible al
hecho de que poseía el aura de una
inmensa riqueza. También emanaba de él
una sensación de poder. Tal vez se debía
simplemente a que era un plantador,
llevaba botas altas de montar, incluso
ahora, y su gruesa capa de sarga oscura
le protegía sin duda, incluso con aquel
calor sofocante, del aire frío de la
rivera. Olía a cuero y a tabaco y parecía
estar hecho para la silla de montar y
para románticas cabalgadas por los
campos de cañas. Llevaba oro en los
dedos y una corbata de seda verde que
se había quitado en deferencia al funeral
y que le sobresalía del bolsillo de la
chaqueta.
—Anna Bella, ¿no? —susurró—.
¿Qué hace allí?
—Es huérfana, monsieur, pero está
en buena situación. Madame Elsie es su
tutora. No creo que trabaje en la
pensión.
—Hmm. —Philippe dio una calada
al puro, y el aroma a la vez dulce y
fuerte los envolvió en una nube—. Es
muy hermosa. Bueno, llévalo hasta allí
cuando te vayas. Podrás, ¿verdad?
Pierre, el primo de Richard, no
acudió a relevarlo hasta casi
medianoche. Richard se dirigió a la
pensión de madame Elsie con
Dazincourt, que se mantuvo todo el
camino
en
silencio.
Parecía
meditabundo y agotado, y aunque no era
tan alto como Richard —nadie lo era—,
tampoco era bajo en modo alguno.
Llevaba la espalda erguida con una
rigidez casi militar.
Pasaron ante la casa de Ste. Marie,
que estaba completamente a oscuras,
como Richard había imaginado. Se dio
cuenta entonces de que Philippe
Ferronaire no se iba a alojar allí, y que
sin duda por esa razón no había llevado
él mismo a Dazincourt a la casa de
huéspedes. No había querido que le
vieran, naturalmente. Por lo menos
Marcel dispondría de algo de tiempo.
—V—
H
acía mucho tiempo que Richard no
veía a Anna Bella más que en la
misa de los domingos, y le sorprendió
agradablemente que fuera ella la que
abriera la puerta. Quería hablar con ella
a solas.
En el transcurso normal de su vida,
Richard nunca habría conocido a una
persona como Anna Bella, ni se habría
fijado en ella, aunque el joven no era
plenamente consciente de ello. Era
Marcel el que los había unido puesto
que era su mejor amiga, y Richard había
llegado a apreciarla mucho en los
últimos años. Confiaba en ella y estaba
ansioso por comentarle su preocupación
por Marcel.
No obstante, Anna Bella era para él
una negra americana puesto que había
nacido y se había criado en un pequeño
pueblo rural del norte de Luisiana. A su
padre, un mulato libre, el único barbero
del lugar y muy próspero, lo mató un día
de un tiro, en la calle, un hombre que le
debía dinero. Al haber muerto su madre
poco antes que el padre, Anna Bella
cayó en manos de un blanco, un buen
hombre al que siempre llamó Viejo
Capitán y que la llevó a Nueva Orleans
y la hospedó con una vieja cuarterona,
madame Elsie Claviére.
En otros tiempos madame Elsie
había sido algo más que una hostelera
para el Viejo Capitán, pero aquello era
agua pasada. El hombre era calvo, tenía
el bigote blanco y hablaba con
elocuencia de los días en que los indios
todavía atacaban las murallas de Nueva
Orleans. Madame Elsie, postrada por la
artritis las mañanas húmedas, caminaba
con bastón, pero de joven había sido
inteligente: ahorró dinero y convirtió su
vivienda en una casa de huéspedes para
caballeros blancos, retirándose ella a un
salón y varios dormitorios más allá del
jardín trasero.
Allí se había criado Anna Bella,
jugando con los niños del barrio,
tomando lecciones de francés y de
encaje de Alençon. Hizo la primera
comunión con las carmelitas, estudió un
tiempo con un protestante de Boston que
no podía pagar el alquiler, y sacaba del
legado de su padre, en un banco de la
ciudad, todo lo que necesitaba.
Vestía y se comportaba como una
dama, llevaba el pelo negro peinado en
un moño y, aunque hablaba francés
fluidamente, su lengua materna era el
inglés, y para Richard era tan extranjera
como los americanos que montaron el
faubourg en el centro de la ciudad.
Claro que, técnicamente, él era tan
americano como ella, pero aunque había
nacido en Estados Unidos, Richard era
un homme de couleur criollo, apenas
hablaba otro idioma que el francés y
toda su vida la había pasado en la
«ciudad vieja», flanqueada a un lado por
el Boulevard Esplanade y al otro por la
Rue Canal.
Pero había razones más profundas
por las que Anna Bella no habría
merecido de él la menor atención de no
haber sido por Marcel.
Aunque Anna Bella tenía la piel del
color de la cera, un perpetuo rubor
sonrosado éralas mejillas y grandes ojos
enmarcados por un abanico de densas
pestañas, su boca era grande,
típicamente africana, y su nariz, ancha y
plana, también. Había además algo en su
porte, en su largo cuello y en el
contoneo de sus caderas que le
recordaba demasiado a las vendeuses
negras que llevaban su carga al mercado
en cestas sobre la cabeza.
Todo lo africano le daba miedo y lo
desconcertaba, aunque en realidad no
era consciente de ello. Si le hubieran
acusado de menospreciar a Anna Bella
se habría sentido humillado, lo habría
negado rápidamente y habría insistido en
que juicios tan superficiales, basados en
el aspecto físico, nunca podrían llevarle
a despreciar a un ser humano o a correr
el riesgo de herir unos sentimientos tan
tiernos como los de Anna Bella. ¿Acaso
no era él un hombre de color? ¿Acaso no
comprendía demasiado bien los
prejuicios, obligado como estaba a
sentir su escozor un día tras otro? Pero
lo cierto es que no los comprendía. No
comprendía que son traicioneros por
naturaleza, sentimientos vagos que
pueden abrirse paso hasta nociones que
parecen prácticas, demasiado humanas,
y que a veces se envuelven
engañosamente en un aura de sentido
común.
En el fondo de su corazón, y sin que
él lo supiera, a Richard le repelía el
origen africano de Anna Bella por lo
que para él representaba: el degradado
estado de la esclavitud que veía por
todas partes. Jamás habría considerado
ni por un instante introducir en su línea
genealógica, a través del matrimonio,
aquellos fuertes rasgos de sangre negra
que a lo largo de tres generaciones
habían demostrado tan evidente y
profunda desventaja, rasgos de los que
los Lermontant estaban ya casi libres.
Estos sentimientos ignorados le
provocaban la sensación de que Anna
Bella y él eran diferentes, que tenían
poco en común, que debían moverse en
mundos distintos. La conclusión era que
no consideraba a Anna Bella como a un
igual, y prueba de ello era la cortesía
con que la trataba, la gentileza casi
irritante que gobernaba sus acciones en
presencia de ella. Claro que si se
hubiera enamorado de Anna Bella todo
esto se habría desvanecido en el aire,
pero lo cierto es que no podía
enamorarse de ella. De hecho la
compadecía.
Richard no era consciente de todo
esto. Cuando Marcel le comentó una
vez, en una de sus vagas y perturbadoras
conversaciones, que consideraba a Anna
Bella, después de él, la «persona
perfecta», Richard se quedó totalmente
desconcertado.
—¿A qué te refieres con eso de la
«persona perfecta»? —le preguntó,
abriendo así la puerta a uno de los
discursos más largos, abstractos y vagos
de Marcel, que culminó en lo siguiente:
Anna Bella era honesta sin ser egoísta y
estaba dispuesta a decirle a Marcel la
verdad aunque con ello le enfureciera.
—Bueno, admito que a veces es muy
difícil decir la verdad —murmuró
entonces Richard con una sonrisa. Pero
el resto no lo entendió. Anna Bella era
una chica muy dulce, y él le habría roto
la cabeza a cualquiera que le hiciera
daño. Sería una buena esposa para
cualquier trabajador.
Le sorprendió sin embargo que
monsieur Philippe dijera que era una
muchacha hermosa. Y ahora que la veía
subir los escalones delante de monsieur
Dazincourt, alumbrada por la luz de su
lámpara de aceite, encontraba en el
elástico movimiento de sus caderas y la
caída de su falda algo sensual y
desconcertante. Era como si, a pesar del
cuidadoso peinado de sus rizos y los
pliegues de su falda de algodón azul que
tan pulcros caían desde su cintura
encorsetada, Anna Bella fuera la mujer
negra de los campos, la mujer negra
danzando al ritmo de los tambores
africanos en la Place Congo. ¿Hermosa?
Pues, en realidad… sí. Richard no
advirtió que Dazincourt, que iba tras
ella por el pasillo, había concebido
ideas más sólidas sobre ese mismo
asunto.
—Richard —le susurró Anna Bella
desde lo alto de las escaleras cuando se
quedaron a solas. Richard se dio la
vuelta bajo la tenue luz de la ventana y
vio que ella bajaba apresuradamente,
como una niña pequeña, sin hacer el
menor ruido y sosteniendo la lámpara
con el brazo extendido.
—¡Vas a derramar el aceite! —
Richard le cogió la lámpara.
—Me alegro mucho de que hayas
venido. El domingo quería hablar
contigo, pero no tuve ocasión. Entra,
Richard. Madame Elsie se ha ido a la
cama. La humedad le sienta tan mal que
casi no puede ni andar.
Le llevó al salón de huéspedes y le
dijo que se sentara. A Richard no le
gustaba estar allí. Nunca había visitado
a Anna Bella en aquellas habitaciones.
—Tienes que llevarle un mensaje a
Marcel.
—Entonces es que no le has visto…
hoy, quiero decir. —En otros tiempos,
cuando Marcel se sentía mal acudía
siempre a Anna Bella. Pero eso era
antes de que empezara a volverse loco.
—¡Hace meses que no lo veo! —
contestó ella con la cabeza ladeada y las
manos en el regazo.
Richard murmuró torpemente la
excusa de que Marcel tenía uno de sus
característicos cambios de humor. Era
una vergüenza tratarla así cuando antes
iba a verla casi todas las tardes.
—No tiene nada que ver con sus
cambios de humor. Es que madame Elsie
lo echó.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo Anna Bella
molesta—. Dice que ya somos
mayorcitos para ser amigos. Imagínate.
¡Marcel y yo! Ya sabes lo que hay entre
Marcel y yo. Claro que yo no le hago
ningún caso, sobre todo en un tema como
éste, pero no puedo verle para
decírselo. Sé muy bien que no puedo ir
más a su casa, eso no me lo tienen que
decir, ya no somos niños.
Richard asintió al instante. Se sentía
turbado. Madame Elsie podía aparecer
en cualquier momento y encontrarlos allí
sentados en el salón en penumbra, con la
luz tras el hombro redondo de Anna
Bella. Sus senos le distraían. Era como
si Anna Bella se hubiera inclinado para
adelantarlos deliberadamente, echando
atrás la cabeza de modo que se trazara
una línea sesgada desde la punta de su
barbilla a la punta de lo que casi rozaba
el brazo de Richard. No le gustaba, no
lo aprobaba. Y si alguien le hubiera
señalado que su propia hermana,
Giselle, se comportaba de forma muy
similar, se habría sorprendido. Lo único
que él veía cuando miraba a Giselle era
a Giselle.
—Pues claro que le llevaré tu
mensaje —dijo enseguida, sintiéndose
culpable por sus pensamientos.
Anna Bella parecía confiada,
tranquila, y tenía la mirada de un
cervatillo.
—Dile que tengo que verle,
Richard… —comenzó.
Se abrió la puerta del pasillo y
entraron varios hombres blancos.
Richard se levantó al instante y Anna
Bella cogió la lámpara para guiarlos por
las escaleras, dejándolo a oscuras.
Cuando ella volvió, Richard se dirigió a
la puerta.
—Se lo diré en cuanto lo vea, pero
puede que pase algún tiempo.
—¿Seguro que se lo dirás? —Anna
Bella ladeó de nuevo la cabeza. Un
mechón de pelo le caía en un rizo
perfecto sobre la frente—. Parece que
ya no puedo ir al mercado ni a la iglesia
sin madame Elsie. No puedo ni salir a la
puerta. Y cuando Marcel viene se queda
con él en el salón y quiere saber a qué
ha venido. Menuda tontería… —Bajó la
voz—. ¡Y luego me deja aquí sola por la
noche para abrir la puerta a los
caballeros!
Richard se quedó mirándola sin
contestar.
—Se lo diré —soltó de pronto,
bajando la vista. En el piso de arriba se
oía crujir la madera del suelo. La casa
le parecía enorme, oscura y traicionera.
Alzó la vista despacio y sintió que poco
a poco le invadía una furia helada que
no le dejó comprender del todo sus
palabras.
—… que debería venir a la hora de
la cena, Richard —decía Anna Bella—.
A esa hora madame Elsie no se enteraría
de nada, porque está siempre ocupada.
Se sienta al lado de la cocina a vigilarlo
todo. Marcel y yo podríamos hablar en
la parte de atrás…
—Pero habrá sirvientas —murmuró
Richard con voz apagada—. No estarás
aquí sola toda la noche.
—Zurlina duerme ahí atrás —
contestó Anna Bella sin darle
importancia—. No te preocupes por eso.
Dile a Marcel que tengo que hablar con
él.
Richard no se relajó hasta que no
estuvo a solas en la calle desierta.
Se dio la vuelta y vio alejarse la luz
por la escalera. Luego la ventana se
oscureció. Richard se quedó un
momento inmóvil, presa de la furia, sin
poder pensar más que en lo que Anna
Bella le había dicho. Así que Marcel ya
no podía acercarse más por allí, eran
demasiado mayores y ya no podían
verse. Pero aun así a ella la dejaban
sola en la casa «para abrir la puerta a
los caballeros». No, Marcel no era
bastante bueno para ella. ¿Qué hombre
de color sería bastante bueno incluso
para una sencilla chica de campo, hija
de un esclavo libre? No, pero ella tenía
que quedarse levantada «para abrir la
puerta a los caballeros». «Es una chica
muy guapa», había dicho Philippe
Ferronaire, muy guapa, muy guapa, muy
guapa.
Richard dio media vuelta y se
dirigió a la Rue Burgundy con la cabeza
gacha y las manos a los costados. Iría a
hablar inmediatamente con Marcel. Pero
al llegar a la esquina le vino a la mente
la imagen de su padre, Rudolphe,
hablando con tanto cinismo de Marie
Ste. Marie esa misma mañana en la
funeraria. Y oyó de nuevo la vehemente
advertencia que tanto le había
conmocionado: «Hijo, que no te rompan
el corazón».
Bueno, tal vez Rudolphe conociera
el mundo, el mundo de Dolly Rose y la
vieja madame Rose, y madame Elsie con
su bastón, pero no conocía a Marie. ¡No
conocía a Marie! No todas las personas
son iguales. Algunas son mejores que las
demás, son espléndidas, intocables y
puras.
Cuando por fin subió las escaleras
de su casa, le abrumaban punzantes
imágenes de un largo día de cansancio y
frustración: Dolly tumbada con los ojos
vidriosos, diciéndole con crudeza a
Christophe:
«Sólo
los
hombres
blancos», sólo los hombres blancos,
sólo los blancos. Bueno, Christophe,
bienvenido a casa.
Cuarta parte
—I—
P
asó una semana antes de que
Marcel volviera a ver a
Christophe. Le había dado miedo llamar
a su puerta y que Christophe no quisiera
verlo.
A veces pensaba que Christophe
estaba borracho la noche de su
encuentro clandestino en el cementerio
St. Louis y que tal vez había olvidado la
conversación en Madame Lelaud's.
Pensaba eso porque también él
estaba muy borracho, aunque recordaba
todos y cada uno de los maravillosos
detalles, incluso el del sol del alba
dándole en los ojos cuando por fin se
desplomó en su cama.
A partir de entonces todos los días
se levantaba, se vestía muy excitado y
deambulaba, con el paso más lento
posible, por delante de la casa de los
Mercier, pero siempre encontraba las
ventanas cerradas y las enredaderas
amenazando con clausurar la vieja
puerta. Luego iba a Madame Lelaud's,
siguiendo el camino del muelle para
atravesar el bullicio del mercado, y una
vez dentro de aquel cabaret lleno de
humo empezaba con un café, tomaba
luego quingombó para comer y pasaba la
tarde bebiendo cerveza, con su cuaderno
de dibujo abierto sobre la mesa
mugrienta, sin dejar de mover el lápiz,
mirando una y otra vez la hoja.
Tal vez Christophe entrara por la
puerta en cualquier momento. Marcel
sufriría un castigo por acudir a aquel
antro, pero merecería la pena por ver de
nuevo a Christophe.
Al fin y al cabo, se decía, aquellos
días de fiesta se iban a acabar, se estaba
despidiendo de la deliciosa espuma de
la cerveza y el golpe seco de las bolas
de marfil. Ahora era un estudiante serio,
y pronto estaría tan ocupado con las
clases que no tendría tiempo para nada
más. Tenía que ser así, porque debía ser
el alumno más aventajado cuando
monsieur Philippe llegara a la ciudad.
Ése era el nubarrón que pendía sobre él:
la llegada de su padre.
Pero mientras tanto, en todas partes
se oían noticias de Christophe. Y todas
eran buenas.
Por ejemplo, Christophe, había
llamado ya a los Lermontant, buscando
el consejo de Rudolphe para administrar
su nueva academia. Y Rudolphe, tras
pasar algunas horas encerrado en el
salón con el nuevo maestro, había hecho
saber que estaba impresionado. Sí,
pensaba que Richard debía prepararse
para cambiar de escuela.
Richard estaba sorprendido y
Marcel, que acudió esa noche a cenar,
estaba tan excitado que no quiso
arriesgarse a soltar una palabra
irreflexiva.
Sólo Antoine, el primo de Richard,
había hablado con vehemencia en contra
de la idea, dando a entender una y otra
vez que los chicos en realidad no sabían
nada de aquel parisino bohemio.
—Se puede admirar a un escritor
que vive lejos, pero los muchachos
imitan siempre a su profesor, y eso ya es
otra cosa.
—No me importa cómo viviera ese
hombre en París —dijo por fin
Rudolphe con impaciencia—. Eso era
París, el Quartier Latin, donde era un
diletante, tal vez demasiado popular
para su propio bien. Bebía y cultivaba la
compañía de las actrices. —Rudolphe
se encogió de hombros—. Pero ahora
está en casa, en Nueva Orleans, y es
evidente que se halla preparado para ser
un hombre serio.
Antoine, sin embargo, no cedía. La
familia nunca le había visto oponerse de
semejante forma a Rudolphe, y hasta
Marcel tuvo que admitir más tarde que
mostró una insólita sinceridad en aquel
asunto. Antoine estaba celoso de
Richard, al menos eso pensaba Marcel.
Pero la preocupación de Antoine en este
asunto parecía genuina. Finalmente miró
a su tío con franca incredulidad y dijo:
—¡No lo estarás pensando en serio!
—¡Cuidado con esa lengua! —
exclamó Rudolphe señalando a su
sobrino. Luego, en un tono más práctico,
prosiguió—: Christophe lee y escribe
con facilidad el griego antiguo, recita a
Esquilo de memoria, su latín es perfecto,
conoce a todos los poetas, y a César y
Cicerón. Y además su inglés es fluido.
Richard tiene que aprender inglés.
Cuando lo habla no lo entiendo ni yo,
que soy su padre. Ese hombre merece
una oportunidad, y aunque sólo sea la
mitad de bueno de lo que parece, es una
suerte tenerlo con nosotros.
Al ver que Antoine seguía
insistiendo con frases vagas aunque
enojadas, evidentemente dando vueltas
en torno a un punto que temía abordar,
Rudolphe perdió la paciencia.
—¡Los cotilleos son deplorables! —
dijo inclinándose hacia Antoine—. No
quiero volver a oír una palabra sobre
ese profesor, ¿me oyes?
Era el punto final, y los dos
muchachos sabían que en cuanto se
supiera que Richard asistiría al nuevo
colegio, otras muchas familias de
abolengo seguirían su ejemplo.
Pero Christophe, con una falta de
perspicacia que nadie habría esperado
de él, había acudido también a la
madrina de Dolly Rose, la rica e
independiente
Celestina
Roget.
¿Consideraría la posibilidad de
matricular a Fantin, que no había ido al
colegio durante años? Claro que si
Celestina
accedía,
sus
amigos
cuarterones seguirían su ejemplo, como
seguirían las viejas familias el de
Rudolphe.
Y Celestina estaba considerándolo.
Al fin y al cabo Fantin era un joven
acaudalado, y aunque su fortuna estaba
bien administrada, no le vendría mal un
poco más de cultura general. No leía
muy bien, y le resultaba imposible
entender los periódicos ingleses.
Pero lo que más había influido en su
decisión —ya que Fantin había
demostrado ser «demasiado nervioso»
para hacer algún esfuerzo por ampliar su
educación— fueron sus sentimientos
personales por Christophe. Lo había
conocido de niño, y Dolly, su ahijada,
también. Y el sábado del funeral de la
pequeña Lisa, Christophe fue el héroe
del día.
Richard había asistido a los actos
del funeral así como al encuentro de
Christophe y Dolly en el velatorio la
noche anterior, pero no podía contarle
nada de esto a Marcel. Ni siquiera le
comentó que había conocido a
Christophe. Los Lermontant nunca
hablaban de los asuntos privados de sus
clientes. Lo que sucedía en sus casas era
sagrado, ya fuera intenso dolor o callado
heroísmo, y no se mencionaba para
nada. A Richard le habían inculcado de
tal manera esta actitud profesional desde
su infancia que no se había atrevido a
comentar ni lo más nimio e inofensivo
por miedo a que ello le llevara a la
extraña conversación en el dormitorio,
cuando Dolly bromeaba con Christophe
desde la cama.
Pero Celestina había contado
muchas veces la historia del funeral, y a
finales de semana todo el mundo la
conocía.
Al parecer el padre de la pequeña
Lisa se había presentado el domingo a
pesar de las vociferantes objeciones de
Dolly. Christophe había acudido
también. Cuando llegó el momento de
cerrar el ataúd, Dolly se puso a chillar,
intentó meter la mano entre la madera y
los clavos y tuvieron que apartarla de
allí.
—Adelante —dijo el hombre
blanco, y los Lermontant, pensando que
era lo mejor para todos, incluida Dolly,
comenzaron a clavar los clavos.
Monsieur Rudolphe no dejaba de
consolarla.
—No, no, todavía no. ¡Alto! —
gritaba ella.
Hasta que finalmente se cargaron el
ataúd a hombros y entonces Dolly
enloqueció. En ese momento apareció
Christophe.
—¿Quieres abrirlo, Dolly? —
preguntó. Dolly se tapó la boca con la
mano y asintió con la cabeza—.
Monsieur —le dijo a Rudolphe—, Dolly
no volverá a ver a la niña nunca más.
Abra el féretro. Deje que se despida. Le
prometo que será sólo un momento.
Luego podrán continuar.
Todo
parecía
perfectamente
razonable para aquellos que habían visto
a Dolly histérica un momento antes.
Abrieron el ataúd y Dolly besó a su hija
y le acarició el pelo. Luego se inclinó y
se despidió de ella en susurros, con
todos los diminutivos y apelativos que
la niña había tenido. Era como un
poema, dijeron. Luego todo se acabó y
Dolly se dejó caer contra el pecho de
Christophe y permitió que se llevaran el
féretro.
Pero Celestina no pudo dejar de
añadir —buena amiga como era de
Dolly— que Christophe se había
quedado a solas en el piso con Dolly
cuando todas las mujeres se fueron por
fin a sus casas.
—¡Imagínate! —reía más tarde tante
Colette con Cecile. Cecile desaprobaba
el giro que había tomado la
conversación y lanzó a Marcel una
mirada significativa. Nadie tenía que
explicarle a Marcel que Dolly Rose
nunca había sido vista en compañía de
un hombre que no fuera blanco.
—Estoy segura de que se quedó para
consolarla —dijo tante Louisa—. Al fin
y al cabo ese hombre va a abrir una
escuela y tiene que pensar en su
reputación.
—¿Su reputación? —Tante Colette
se echó a reír—. ¿Y la de ella?
Ya entonces habría sido difícil
definir la reputación de Dolly, pero a
partir del viernes siguiente resultó
imposible, si es que a Dolly le quedaba
alguna reputación. Esa tarde, sólo cinco
días después de la muerte de la pequeña
Lisa, se había puesto de punta en blanco
para recorrer descaradamente las calles
hasta llegar a la Salle d'Orleans, donde
estuvo bailando toda la noche en el
«salón cuarterón».
—Et bien…
Mientras tanto, la casa de Christophe
bullía de trabajadores que quitaban la
pintura de las paredes, arreglaban el
tejado roto y llenaban la perezosa tarde
con el estrépito de los cascotes que
caían desde lo alto. En el jardín se oía
el arañar de las palas. Y Juliet había
sido vista yendo y viniendo del mercado
a la carrera, con su cesta,
adecuadamente vestida y con el cabello
peinado y no convertido en un nido de
pájaros. Pronto las contraventanas
relucían de pintura nueva, los cristales
limpios brillaban al sol y por la
chimenea de la cocina trasera se alzaba
todas las tardes una columna de humo.
El sábado por la mañana, justo
cuando el nerviosismo de Marcel había
llegado a su apogeo, Christophe
apareció en la puerta de su casa y, tras
una cortés reverencia acompañada de un
tenue aroma de la pomada del pelo, le
preguntó a Cecile si Marcel accedería a
enseñarle la ciudad, a ser su guía.
Marcel se sentía en la gloría.
Durante el paseo, Christophe se
mostró amable pero muy callado.
Cuando estaba sumido en sus
pensamientos, su rostro cobraba aquella
dureza que Marcel había advertido en su
primer encuentro. De vez en cuando le
hacía alguna pregunta o asentía con una
sonrisa a algún comentario de Marcel.
Vagaron por el mercado, se detuvieron
un momento a tomar una taza de café
muy cargado y prosiguieron hasta llegar
por fin al Exchange Alley, el dominio de
las academias de esgrima. Vislumbraron
a Basile Crockere, el famoso Maitre
d'Armes cuarterón, que salía de su salón
de esgrima entre sus alumnos blancos.
Era un hombre apuesto, coleccionista de
camafeos que siempre llevaba puestos.
Aunque ningún hombre blanco se
atrevería a entablar con él un duelo
auténtico, se rumoreaba que había
enterrado a unos cuantos adversarios en
suelo extranjero.
Al mediodía llegaron a la Rue
Canal, y a primera hora de la tarde
cogieron el tren de Carrollton y pasaron
por las enormes mansiones griegas del
Faubourg Ste. Marie, donde todo estaba
en silencio tras los robles, como si todas
y cada una de las familias blancas
hubieran huido al campo para escapar al
inevitable azote veraniego de la fiebre
amarilla. La tarde los sorprendió
paseando lentamente por las rutilantes
cafeterías, confiterías y cabarets de la
Rue Chartres, donde de vez en cuando
Christophe miraba a través de los
cristales el parpadeo de las lámparas,
los rostros blancos, los animados
movimientos del interior. A Marcel se le
encogió el corazón. Se apresuró a
señalar al cielo, de un extraño y
exquisito púrpura sobre el río,
reluciente tras los oscuros árboles,
como si su extraordinario resplandor no
tuviera nada que ver con la puesta de
sol. Una serena sonrisa suavizó los
rasgos de Christophe, que tendió la
mano para hacer aquello inevitable que
Marcel tanto odiaba de los demás:
tocarle ligeramente el pelo rubio.
—Ti Marcel —murmuró.
Marcel
estaba
indignado
y
conmovido a un tiempo. Christophe
parecía saborear la tarde, sus
fragancias, la frescura del aire, y allí
bajo una vieja magnolia que sobresalía
por la arcada de una casa de estilo
español, entornó los ojos para mirar las
distantes flores blancas. Marcel comentó
que siempre le había dado rabia que
estuvieran tan altas. A veces los niños
las vendían en los vagones, pero los
sedosos pétalos blancos siempre estaban
estropeados, tal vez por haber caído
desde las alturas. Christophe parecía
apesadumbrado, triste. En ese momento,
con la desvergonzada agilidad de un
golfillo callejero, trepó a la verja de
hierro, subió al arco de piedra y arrancó
una flor inmensa.
—Dásela a tu madre —dijo al
aterrizar de pie junto a Marcel.
—Merci, monsieur —contestó él con
una sonrisa, cogiéndola con las dos
manos.
—Y hazme un favor muy especial —
añadió Christophe, poniéndole la mano
en el hombro ya de camino a su casa—.
No vuelvas a llamarme monsieur.
Llámame Christophe.
¿Qué había pensado Christophe al
enterarse de que Dolly había vuelto a
los «salones cuarterones».? ¿Qué
pensaba de aquellos salones de billar,
de los hombres y mujeres blancos que
tomaban chocolate tras las ventanas del
moderno Vincent's? ¿Qué estaba
descubriendo Christophe de él ahora que
estaba en casa?
Marcel se estremeció.
El lunes por la tarde, a solas de
nuevo en Madame Lelaud's, con su
cuaderno ante él, dejaba que el lápiz se
moviera perezosamente, aturdido por un
dolor vago y familiar. Hacía tiempo que
había erigido entre él y el mundo blanco
un muro que no deseaba franquear, pero
la imagen de Christophe lo franqueaba
por él, lo arrojaba contra esas puertas
que tenía cerradas, contra los límites de
casta y raza que él se sentía impotente
para cambiar. Pensó en Rudolphe, que
cerraba la funeraria los días en que la
muerte no lo retenía, que se detenía en el
hotel St. Louis el tiempo suficiente para
coger los periódicos del día, saludar
con la cabeza a conocidos blancos e
incluso hablar con ellos un momento
antes de marchar tranquilamente a su
inmensa casa de la Rue St. Louis donde
su mayordomo, Placide, ya le tenía
preparado su vaso de amontillado y el
correo del día. ¿Pensaría por un instante
en los bares donde no podía beber, en
los restaurantes donde no podía cenar?
Rudolphe no ponía el pie en los
miserables cabarets de la ribera donde
servían a los negros corrientes, y tal vez
Marcel dejaría de hacerlo con el paso
de los años. Tampoco subía en los
coches públicos para negros, aunque
tuviera que recorrer la ciudad a pie.
¿Pero qué significa todo esto para un
hombre que ha paseado con otros
caballeros de guante blanco por el
parqué de la Ópera de París, para un
hombre que ha bailado en las Tullerías?
Esa misma primavera había vuelto a
Nueva Orleans otro viajero, y Marcel,
como otros, todavía recordaba las
consecuencias de aquella visita. Se
trataba de Charles Roget, el hijo mayor
de Celestina.
Toda la familia Roget estaba muy
ilusionada, por supuesto, aunque Charles
había advertido por carta que su
estancia sería breve. El gran día, cuando
por fin llegó con regalos para todo el
mundo, se dio una fiesta que se extendió
hasta la calle, mientras que el jardín
trasero de la casa Roget se llenaba de
suaves voces, tintineo de copas y sonido
de violines. Marcel había visto a
Charles abrazar a su hermano Fantin,
prodigar un beso tras otro a Gabriella,
su hermana pequeña, y charlar de vez en
cuando con dos hombres blancos que
fumaban puros junto a la puerta trasera.
Los muchachos no dejaban de mirarlo,
observando
aprobadoramente
su
elegante traje y la pomada que llevaba
en el pelo. Hablaba sin ningún acento de
Luisiana. Era un parisino, había
recorrido los bulevares.
Pero cuando empezó a hablarse de la
cena y Celestina insistió para que Marie
y Marcel se quedaran, Charles se llevó
aparte a la familia para confesar que
volvía a Francia esa misma noche, en el
mismo barco que le había traído antes
del alba. Había pasado la mañana en los
despachos
de
los
abogados,
desenmarañando los embrollos de su
reciente herencia, y ahora se volvía «a
casa».
Celestina se desmayó. Gabriella
estalló en sollozos incontrolables
mientras que Fantin, haciéndose el
hombre por una vez, imploró a su
hermano que cambiara de decisión. ¡Era
una auténtica crueldad! Pero Charles,
con los brazos cruzados y de pie junto a
la barandilla de la escalera de hierro,
juró que ya había visto bastante de
Nueva Orleans en su paseo por los
muelles, él era un hombre, no pasaría ni
una noche en suelo sureño. Fue entonces
cuando confesó que tenía una prometida
blanca en ultramar, a quien ni siquiera
podía presentar a su madre como su
esposa. Aparecer en público con ella en
aquel lugar salvaje… bueno, se
arriesgaba
a
ser
insultado,
probablemente atacado o incluso
detenido. Mais non! Adieu!
Meses más tarde, Gabriella entró en
el dormitorio de Marie y se arrojó en la
cama, toda volantes y lágrimas, para
decir entre sollozos que Charles les
había escrito insistiendo en que se
trasladaran todos a Marsella.
—¡Yo no sé nada de Marsella! ¡No
quiero ir a Marsella! —Daba golpes en
la almohada y se tiraba del pelo.
Hasta Cecile, que solía saludarla
con un ligero desdén, le dirigió algunas
palabras de consuelo, aunque más tarde
le dijo a Marcel:
—Tanta tontería por ese mulato
malcriado. Que viva donde quiera.
Marcel dio un respingo, y no pudo
evitar pensar en silencio que Charles,
ese mulato malcriado era menos mulato
que él. Pero no era eso. Los sentimientos
de su madre le ofendían. Eran groseros y
estaban fuera de lugar. Ese lenguaje no
se utiliza, sobre todo al hablar de gente
que uno conoce. Y mientras tanto
Gabriella se entregaba a una fiesta tras
otra después de cumplir catorce años, y
Celestina, tras una corta temporada de
luto por el padre de Charles (siempre
fue el que más le había gustado),
comenzó a frecuentar la compañía de un
viejo caballero blanco de Natchez.
Habían vuelto los retratos de Charles
contra la pared.
Pero Marcel no podía olvidar la
vehemente determinación en el rostro
del joven cuando anunció su partida, ni
su risa sarcástica cuando le insistieron
en que se quedara. Y al pensar ahora en
todo aquello, bajo la mortecina luz de
Madame Lelaud's, cegado de vez en
cuando por un rayo de sol cuando la
puerta se abría y se cerraba, sin soltar el
lápiz, moviendo a veces los labios al
ritmo de algún fragmento de sus
pensamientos, Marcel veía a Christophe
tal como le había dejado aquella
primera noche en la puerta del bar, bajo
la llovizna. Ya entonces le sorprendió su
pose, el ademán de Christophe, con los
ojos fijos en el piso de arriba como si
mirara las estrellas. Y de pronto le
pareció estar viendo a aquel hombre
callado, de voz suave, que le había
seguido a todas partes durante todo el
día sin quejarse y que tan de repente se
había encaramado a aquella arcada para
poner en sus manos una fragante
magnolia.
De pronto cerró el cuaderno, se
levantó casi derribando la silla y salió
del bar. Le daba igual que Christophe le
hubiera dicho que esperara. No podía
esperar, tenía que encontrarlo ya.
La verja estaba abierta, y el largo y
angosto lecho de hiedra daba paso a un
camino de losetas púrpura, melladas
pero bastante parejas. Al fondo, una
puerta abierta de par en par daba al
vestíbulo, débilmente iluminado.
Marcel llamó sin obtener respuesta.
En el jardín, un esclavo negro, con el
torso desnudo, echaba tablones rotos a
un fuego. Miró a Marcel con
indiferencia. A través del sucio humo
gris, con el cuerpo empapado en sudor,
casi calvo, ofrecía la imagen de las
almas condenadas en el infierno. Marcel
entró con paso cauteloso en la casa y fue
a la habitación delantera.
—¿Monsieur Christophe? —llamó
—. ¿Madame Juliet? —Su voz resonaba
en aquel vacío sin alfombras, junto al
eco de un martillo lejano y al sonido
desgarrado de algo que se rompía.
Habían abierto un ancho paso en la
gruesa capa de polvo del parqué, y
Marcel lo siguió, sabiendo que ya lo
habían pisado una docena de
trabajadores, hasta llegar a las puertas
abiertas de la gran sala delantera.
No pudo evitar una sonrisa. Lo que
había sido una oscura ruina estaba ahora
totalmente transformado. Sobre el pulido
suelo se extendían hileras perfectas de
pupitres con tinteros relucientes, y bajo
los polvorientos rayos de sol que
entraban por
las contraventanas
entreabiertas se veía en las paredes
recién pintadas grabados enmarcados,
mapas y oscuros cuadros en los que los
pastores tocaban la flauta junto a
plácidos lagos bajo nubes rosadas. Ante
la chimenea de mármol había un atril, y
detrás, entre los ventanales que daban a
la calle, hileras de libros y un busto de
mármol de algún césar que miraba
fijamente con ojos ciegos.
En medio de todo ello con las manos
a la espalda, había un hombre blanco,
alto, con un abrigo gris. Su pelo rubio
brillaba bajo el sol que parecía bañar su
rostro enjuto y sus ojos verdes. Hasta
ese instante Marcel nunca había
entendido que el sol pudiera «bañar» un
objeto o una persona. Era como si el
hombre disfrutara voluptuosamente de
ello, como si el sol lo hiciera resaltar
del mismo modo que los focos hacen
resaltar a los actores. Miraba hacia
arriba, tal vez sumido en sus
pensamientos. Sus pestañas eran
doradas, y sus labios formaban alguna
palabra íntima. De pronto se volvió.
—¿Monsieur Christophe? —dijo al
ver a Marcel.
—Lo estoy buscando, monsieur —
contestó él.
—Ah, entonces buscamos a la misma
persona. —El hombre hablaba un inglés
que nada tenía que ver con el duro
acento americano tan frecuente, y
Marcel se dio cuenta al instante de que
era británico, un hombre cultivado, que
utilizaba un tono ligeramente sarcástico.
El desconocido se dio la vuelta y
recorrió el aula con pasos precisos,
como si disfrutara del ruido de sus
botas.
—Bueno —comenzó a decir Marcel
cautelosamente, en inglés—, quizá
debería preguntar a algún trabajador,
señor.
—Ya les he preguntado, pero no son
trabajadores. Son esclavos. —El
hombre pasó al francés sin esfuerzo—.
Y parece que el amo no está en casa.
¿Conoces a «monsieur». Christophe? —
Había una clara nota de burla en su voz.
Antes también se había percibido al
decir «monsieur Christophe». De hecho
todas sus palabras estaban cargadas de
ironía. Marcel se inquietó. Hacía poco
que había oído ese tono, aunque no
lograba situarlo—. Mientras tanto —
prosiguió el hombre blanco—, a lo
mejor podrías explicarme el significado
de estos pintorescos pupitres.
Marcel no imaginaba quién podía
ser ese hombre, aunque le sonaba de
algo. ¿Y si fuera un fanático recién
llegado que sospechara de la escuela?
En el Sur había lugares donde no se
permitía que los negros libres recibieran
más educación que los esclavos. Y
aunque para Marcel era algo bastante
increíble, se mostró precavido.
—Voy a buscar a madame Juliet,
monsieur —dijo.
—Pierdes el tiempo. Ha ido al
mercado. Es una mujer encantadora, y
muy hospitalaria.
En ese momento Marcel se dio
cuenta, atónito, de que su tono irónico le
recordaba a Christophe.
El
inglés
se
acercó,
intermitentemente iluminado por los
rayos de sol.
Observaba a Marcel con atención.
El muchacho, advirtiendo algún peligro,
sintió que se le nublaba la vista. Luego
vio que el hombre acariciaba la madera
recién pulida de un pupitre. No hizo
ninguna mueca de desprecio, pero lo
pareció. En las sienes y el dorso de las
manos se le marcaba un delicado mapa
de venas azules. Eran manos muy viejas.
El hombre tenía mucha más edad de la
que aparentaba, pero era ágil y
vigoroso, y muy apuesto. A Marcel no le
gustó.
—Qué es esto, ¿una escuela? Ya sé
que es la casa de «monsieur».
Christophe, pero ¿es además una
escuela? —Hablaba en perfecto francés,
pero sin el característico acento galo.
—Si me disculpa, monsieur, ya
volveré en otro momento.
En cuanto Marcel llegó a la calle vio
a Christophe, que se acercaba por la
Rue Dauphine con los brazos cargados
de paquetes, con la cabeza gacha para
esquivar los charcos. A punto estuvo de
tropezar con la acera.
—¡Ah, Marcel! Échame una mano
con esto. —Se le animó el semblante.
Marcel cogió un par de paquetes con
el brazo izquierdo.
—Monsieur, un hombre le está
esperando.
—¿Has visto el aula? —preguntó
Christophe—. He ido a buscarte hoy, y
una jovencita adorable (tu hermana,
creo) me ha dicho que habías salido de
paseo. Parece ser que te pasas el día
vagando por ahí, o al menos eso me ha
dado a entender. ¿Dónde estabas? ¿En
Madame Lelaud's?
—¿Quién, yo? ¿En un sitio como
ése? —rió Marcel—. El aula es
estupenda. Es enorme.
—Acertaste en tus predicciones. He
tenido que rechazar gente. Bueno, eso
cuando no me estaba tirando de los
pelos. Esto se cae a pedazos… no, no,
entremos por la verja. —Le hizo un
gesto para que pasara primero—. No
hay ni una ventana que no se encuentre
atascada, las puertas están torcidas, el
suelo infestado de termitas, hay ratas…
—Todo se puede arreglar —dijo
Marcel—. Pero disculpe, hay un hombre
que le está esperando.
—Pues que espere. —Al entrar en el
pasillo, Christophe señaló la puerta de
la sala trasera—. ¿Quieres abrir ahí?
Tengo que desembalar estos libros.
Llevo toda la semana hablando con
gente. He fijado los honorarios en diez
dólares al mes por alumno, lo cual no ha
desanimado a nadie. ¿Dónde está mi
madre? —Luego añadió en un susurro
—: Está de un humor de perros.
Marcel sintió un espasmo.
—¿Por qué? —Antes de entrar en la
habitación vio de reojo al inglés al otro
lado del pasillo.
—Abre las ventanas, ¿quieres? —
Christophe dejó caer los paquetes en una
mesa enorme y ya repleta de libros—.
Está de mal humor porque no quiere
perderme de vista. Le gustaría tenerme
metido en una campana de cristal. Por lo
menos tengo ya veinte alumnos. —
Respiró hondo, mirando a su alrededor
—. Bueno, ya veremos qué pasa el
primer día de clase. Alguno abandonará,
sin duda, y dejará sitio a otro. Espero no
haber perdido la lista de espera… —Se
metió las manos en los bolsillos. Le
llameaban los ojos.
Las contraventanas eran nuevas y se
abrían fácilmente para dejar paso al
mismo sol suave que iluminaba la sala
delantera y que se vertía por el callejón
que separaba una casa de otra, donde
todavía crecía un frondoso follaje. Bajo
esta nueva luz, la sala apareció atestada
de todo tipo de objetos fascinantes:
bustos de Voltaire, Napoleón, diosas
griegas y una distinguida cabeza que
Marcel no conocía. Por todas partes se
apilaban los libros, había cajas y baúles
que Marcel había visto antes, y cuadros
apoyados contra la pared.
—Durante años —dijo Christophe
recuperando el aliento— he enviado
paquetes desde todo el mundo, y nunca
he sabido realmente por qué. ¿Para qué
iba a querer mi madre un busto de
Marco Aurelio, por ejemplo? ¿Qué iba a
hacer con las obras de Shakespeare?
Suerte he tenido de que no lo haya tirado
todo a la basura. Era como si supiera
que algún día volvería, como si supiera
que todo esto tenía un objetivo, que
todas esas cajas que atravesaron el
Atlántico estaban destinadas para este
momento. Tengo la impresión de que la
vida puede valer la pena. —Sonrió a
Marcel y luego dio rienda suelta a una
risa nerviosa—. Imagínate —dijo—.
¡Que la vida valga la pena! Hay una cita
de san Agustín, de hecho la única que
recuerdo de él, que dice: «Dios triunfa
sobre la ruina de nuestros planes.» ¿La
conoces? Bueno, ahora no te lo puedo
explicar…
—Monsieur —susurró Marcel. El
inglés del abrigo gris estaba en la
puerta.
Christophe le dio una palmada en la
nuca.
—Christophe —le dijo—, tenías que
llamarme Christophe, ¿no te acuerdas?
Nada de monsieur. Dime sinceramente
cómo son estos libros en comparación
con los que utilizabas antes. Por alguna
parte tiene que haber un cortaplumas.
Voy a pedir más libros al extranjero. Y
que no se te olvide: de ahora en adelante
soy Christophe.
—Christophe —repitió como un eco
el inglés. Christophe se dio la vuelta.
El hombre aguardaba en la misma
postura que antes, con las manos a la
espalda, pero había desaparecido el
gesto irónico de sus cejas, y sus ojos
verdes se habían suavizado con un
fulgor que emanaba de toda su
expresión.
Christophe estaba sufriendo un
cambio dramático, un cambio tan
completo que a Marcel le pareció que
una corriente silbaba en el aire entre los
dos hombres.
—Bueno. —El inglés entró en la
habitación mirando con desdén una pila
de libros que cayó a un lado al rozarla
con la bota—. Me parece que has ido
muy lejos a por los periódicos y el vino
blanco.
El rostro de Christophe se puso
tenso y se le humedecieron los ojos.
Estaba inmóvil, mirando al inglés. Poco
a poco se le fueron hinchando las venas
de las sienes y el cuello.
—¿No era eso? —preguntó el otro
con acritud, observando el desorden de
la sala—. ¿No ibas a por los periódicos
y a por vino blanco?
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —
susurró Christophe con voz velada y en
un tono que Marcel nunca le había oído
—. ¿Qué haces aquí?
El inglés se mostró dolido.
—Eso mismo podría preguntarte yo,
Chris. —Se le encendieron las pálidas
mejillas, enfatizando el color maíz de
sus cejas y su pelo. Miró en torno a la
habitación con ojos llameantes y
expresión herida, cogió de la mesa una
estatuilla de marfil y le dio la vuelta en
la mano—. ¿Estambul? —preguntó antes
de dejarla donde estaba. Sus pálidos
dedos tocaron la frente de un busto de
mármol—. Esto lo compramos en
Florencia, ¿verdad?
—¡Tú lo compraste en Florencia! ¿A
qué has venido? —Christophe se dio la
vuelta antes de darle oportunidad de
contestar y soltó un gemido, con la mano
sobre los ojos como si quisiera
apretarse las sienes entre los dedos.
Luego miró al techo y exclamó en voz
alta, entre dientes—: ¡Oooooh, Dios! —
Se hallaba de espaldas a Marcel y al
inglés, y parecía que se estuviera dando
puñetazos en la palma de la mano.
La tensión era palpable. De pronto
al inglés le temblaron los labios, como
presa de una violenta impaciencia, y se
puso a tirar las cosas de la mesa: una
estatua, unas piezas de ajedrez que dejó
caer como guijarros, un tapiz enrollado
que arrojó al suelo. Volcó una pila de
libros y pasó la mano por los títulos del
lomo, leyendo con voz dura y resentida:
—Histoire de Rome, Simples et
composés de la langue anglaise,
Lagons d'analyse grammaticale. ¿Qué
es esto, Christophe? ¿Vas a hacer de
misionero entre los nativos? ¿Dónde
tienes la sotana y el crucifijo? ¿Cuándo
te va a colgar el populacho por educar a
los esclavos?
—No estoy aquí para educar a los
esclavos, Michael —dijo Christophe
con voz opaca.
Seguía de espaldas, con los hombros
caídos. Marcel observaba la escena,
ardiendo de furia. Sintió la mirada del
inglés sobre él, sobre las desordenadas
estanterías detrás de su cabeza. Su
rostro pálido de afilados rasgos
mostraba indignación, como si se
sintiera ultrajado, y de pronto todo lo
que le rodeaba parecía miserable, tomo
carente del brillo y la elegancia de su
persona.
A Marcel le enfureció ver a
Christophe con los hombros caídos, y le
enfureció sobre todo que la sala, tan
fabulosa momentos antes con su amasijo
de tesoros, apareciera ahora sucia y con
olor a polvo.
Christophe estaba pensativo, con el
pulgar en el bolsillo del pantalón y una
mano en la barbilla. Por fin recobró la
compostura y dijo con calma:
—Vuelve a París, Michael. Siento
que hayas venido.
Hubiera debido escribirte; te habría
escrito en su momento. Ahora tienes que
perdonarme, y debes marcharte. Aquí no
tienes nada que hacer. Más vale que
cojas el primer barco para Francia. Éste
no es sitio para ti. Cualquier otro lugar
del mundo, tal vez, pero aquí no…
—¿Y es sitio para ti, Christophe? —
El inglés atravesó la sala mirando
ceñudo las estanterías, el polvo
acumulado en las ventanas. Le dio una
patada a un montón de mapas enrollados
—. El carácter de un hombre se puede
medir por la basura que acumula a su
alrededor. Si no recuerdo mal,
atravesamos toda Grecia con una
mochila, y en El Cairo sólo teníamos un
maletín de piel.
Marcel tuvo que hacer un esfuerzo
por apartar los ojos de él. El odio y el
miedo que le provocaba parecían
cautivarle.
—Ya volveré en otro momento,
monsieur —dijo, acercándose a la
puerta.
—¡No! —Christophe se dio la vuelta
bruscamente—. ¡Te necesito hoy! Bueno,
quiero que… preferiría que te
quedaras… —Balbuceaba, con los ojos
húmedos y brillantes—. Por aquí debe
de haber un cortaplumas. —Chasqueó
los dedos—. Los paquetes, Marcel… La
escuela comienza el lunes, y no estoy
preparado ni mucho menos, el
cortaplumas… el cortaplumas. —Volvió
a chasquear los dedos. Apenas podía
controlar la voz.
—¿Y quién va a venir a la escuela?
¿Vas a dar clases a estudiantes blancos?
—preguntó el hombre inglés indignado
—. ¡Dime qué estás haciendo aquí,
Chris!
Marcel se apresuró a sacar su
llavero y con la pequeña navaja de plata
que llevaba en él cortó el cordel de un
fardo de libros. Les quitó luego el papel
arrugado con mano torpe bajo la dura
mirada del inglés. Tenía que desafiarle,
tenía que mirarle. Cuando cortaba el
cordel de otro paquete alzó la vista,
pero el inglés no le prestaba atención.
Tenía la vista fija ante sí, casi con gesto
estúpido y una expresión de dolor en el
semblante.
Christophe, como si no pudiera
arriesgarse a tener un momento de
vacilación, cogía con brusquedad los
libros de la mesa para colocarlos en las
estanterías, igualaba las hileras con la
mano, empujaba los lomos para que
estuvieran al ras del estante. Actuaba
como si el inglés no estuviera allí, pero
tenía una expresión herida, y sus ojos
reflejaban dolor. De pronto se le escapó
un libro de las manos y lo recogió
furioso.
—¡Basta ya! —dijo el blanco,
arrebatándole el libro. Luego bajó la
cabeza y añadió con voz más suave—:
¿Por qué lo has hecho, Chris? ¿Para
herirme?
—¡No tiene nada que ver contigo,
Michael! —contestó Christophe, casi en
un gruñido—. ¿Es que no te das cuenta?
¡Es lo que quiero hacer! ¡No tiene nada
que ver contigo! Te dije que volvía a
casa, te dije que me marchaba de París,
intenté hablar contigo antes de irme pero
no quisiste escucharme, era como gritar
a pleno pulmón dentro de una urna de
cristal. Por Dios, Michael, vete de aquí.
Vuelve a París y déjame en paz.
En ese momento apareció Juliet en la
puerta, y por un instante Marcel no la
reconoció. Era una dama encorsetada,
inmaculada con su vestido nuevo de
muselina y con el pelo peinado en
trenzas recogidas en la nuca. Pero no
tuvo tiempo de saborear la imagen.
Juliet miraba intensamente al inglés.
Y el inglés se quedó conmocionado.
Retrocedió y comenzó a caminar por
la sala arrastrando los pies, absorto en
sus pensamientos. Christophe luchaba
por recuperar el control. Se pasó la
mano por el pelo y se volvió hacia el
hombre blanco, sin hacer caso de Juliet
ni de Marcel.
—Escucha… no estaba preparado
para esto —dijo suavemente—. No
esperaba que vinieras, Michael. Pensaba
que me escribirías, sí, pero… tienes que
darme tiempo para hablar con
tranquilidad. Ahora no, más tarde…
cuando podamos estar un rato juntos.
Nunca he tenido intención de herirte. Me
fui sin decirte nada, y eso está muy mal.
—Has intentado herirme una y otra
vez, Christophe. Pero si para herirme te
destruyes a ti mismo, abandonas tu vida
en París y tu futuro allí… has encontrado
la mejor manera. —Alzó la mirada y
dijo, apelando a la razón—: No puedes
quedarte aquí. —Se encogió de hombros
—. Eso está fuera de toda cuestión. No
puedes quedarte aquí.
—No —dijo Juliet de pronto. Dejó
en el suelo la cesta que traía cargada del
mercado y se acercó a su hijo—. ¿Quién
es este hombre?
—Ahora no, mamá, ahora no.
—¿Sabes lo que están haciendo en
mi hotel? —preguntó el inglés.
—Lo sé, lo sé —asintió Christophe
con cansancio, cerrando los ojos.
El hombre suspiró y movió la
cabeza.
—Están
subastando
esclavos,
Christophe. ¿Sabes cuándo fue la última
vez que vi algo así? En los sitios más
repugnantes de Egipto, donde todo lo
que queda de la civilización es una
ruina. Pero esto es América, Christophe,
¡América!
—Christophe —susurró Juliet—.
¡Quién es este hombre!
—Eso no tiene nada que ver —dijo
Christophe—. No tiene nada que ver con
que yo esté o no esté aquí, porque eso ya
era así antes de que yo naciera y seguirá
siendo así cuando me muera… No es…
—Tú has venido aquí, has venido a
vivir aquí para herirme… De eso se
trata, Chris. Me vuelvo al hotel, un hotel
donde es ilegal que tú te alojes. Y voy a
cenar en una sala donde es ilegal que tú
compartas mi mesa, Y voy a esperar a
que vengas. Seguro que los esclavos te
mostrarán el camino por la escalera de
atrás. Y luego me explicarás qué
significa este exilio. ¿Me das tu palabra
de que vendrás? —Sus ojos verdes
llameaban con una sensación de fuerza.
Christophe asintió, pasándose de
nuevo la mano por el pelo.
El inglés se encaminó hacia la
puerta, pero de pronto se detuvo y se
sacó un fajo de papeles del abrigo.
—Ah, sí, tus editores quieren hablar
contigo para adaptar Nuits de Charlotte
al teatro.
Christophe hizo una mueca de
disgusto.
—Frederich LerMarque quiere el
papel de Randolphe. ¡Frederich
LerMarque! Y está dispuesto a ayudarte
en la adaptación. Si hay una garantía,
naturalmente. ¿Sabes lo que significa
eso?
—Nada. —Christophe movió la
cabeza—. No puedo hacerlo.
El rostro del inglés mostró una
súbita expresión de furia. Miró a Marcel
fríamente y el muchacho apartó la
mirada al instante. Juliet lo observaba
como si no fuera una criatura humana.
—Es el sueño de todo autor,
Christophe —prosiguió el hombre con
renovada
paciencia—.
LerMarque
puede llenar el Porte-Saint-Martin,
podría llenar el Théâtre François. Miles
de personas verían tu obra, miles de
personas que no han leído un libro en su
vida…
Christophe permaneció impasible.
Luego hizo un esfuerzo por volverse
hacia el inglés y dijo con expresión
serena:
—No.
—El piso de París está como lo
dejaste, las habitaciones… tu mesa, tus
plumas… todo sigue allí. Y yo tengo una
paciencia infinita, Christophe, aunque a
veces pierdo los estribos. Voy a esperar
a que se solucione todo esto.
Dejó el paquete en la mesa y se
marchó. Un pesado silencio cayó sobre
ellos.
Marcel se sentía muy mal. Miraba
fijamente el cortaplumas de plata que
llevaba en el llavero y se dio cuenta de
que se había cortado un dedo y que
sangraba. Se lo quedó mirando con
indiferencia, como si se hubiera
quedado sin fuerzas. Christophe se dejó
caer en una silla, con los ojos cargados.
—¿Egipto? —susurró Juliet—.
¿Estuviste en Egipto con ese hombre? —
Arrugó el ceño como una niña y se puso
a masajearle el cuello—. ¿Estuviste en
Egipto con ese hombre? —De pronto
tendió la mano hacia el fajo de papeles,
pero Christophe se giró bruscamente y le
cogió la muñeca con violencia.
—No, mamá, ya está bien. A ver si
por una vez no te pones histérica. —
Cogió el fajo y lo tiró al suelo.
Ella se lo quedó mirando.
—Contéstame, Christophe —dijo
con voz grave y gutural—. ¿Quién es
este hombre?
—No, mamá. Ahora no.
—¿Quién es?
—Eso da igual, mamá. No voy a
volver a París. ¡No voy a volver! —La
miró a los ojos y le quitó la mano del
cuello—. Anda, prepárame algo de
comer, y a Marcel también. Olvídate de
este asunto.
Juliet no estaba satisfecha. Siguió la
mirada de Christophe, que se había
vuelto hacia Marcel y murmuraba cosas,
casi incoherentes, sobre el trabajo que
tenían pendiente. Marcel recordaba
todas las historias que había oído del
«inglés alto» que vivía con Christophe
en París, el «inglés blanco» que se lo
llevaba a casa desde los distinguidos
cafés rive gauche. Tenía que ordenar
esta mesa, decía Christophe, necesitaba
un juego de unos veinte libros de texto
para el lunes por la mañana, y estaba
seguro de que tendría que volver a la
tienda por lo menos dos veces. Juliet lo
observaba con la cabeza ladeada.
Movió los labios en un silencioso
reproche, se subió las faldas y salió de
la habitación.
—Los voy a ordenar por temas —
dijo Marcel, volviéndose hacia los
libros de la estantería—. Luego
podremos examinarlos, monsieur, quiero
decir… Christophe.
Christophe alzó la vista y sonrió.
—Sí, Christophe, muy bien. Sí, de
momento los clasificaremos por orden
alfabético, no importa… —Su antigua
vitalidad luchaba por imponerse. Había
que bajar unos baúles de arriba, dijo, y
desenrollar mapas, colgar cuadros. Era
una suerte que Marcel estuviera
dispuesto a ayudar, que Marcel estuviera
allí.
Cuando
anocheció,
casi
habían
recobrado la ilusión que exudaba
Christophe al entrar por primera vez en
la sala. Tomaron café, con las ventanas
abiertas mientras se ponía el sol. La
enorme y retorcida enredadera había
sido podada pero todavía enmarcaba,
frondosa, las ventanas. A la izquierda se
alzaba la madera fresca de una cisterna
nueva como si quisiera tocar el cielo.
La sala estaba limpia, las estanterías
llenas de libros y en el pasillo yacían,
fuera de la vista, los baúles vacíos.
Christophe estaba sentado en un sillón
recién tapizado junto a la chimenea,
mirando a su alrededor con aire
complacido y relajado. Observó
encantado a Marcel. Y Marcel, que
nunca había realizado un trabajo así (la
agotadora tarea de arrastrar cajas por
las escaleras, deshacer paquetes y
clasificar) estaba jubiloso y exhausto al
mismo tiempo. Se habían divertido
descubriendo los azarosos contenidos de
los baúles, que a veces les habían hecho
reír: unas zapatillas de mujer, pañuelos,
un abanico que Christophe había
comprado en España, barajas de cartas,
mantillas y botones femeninos cosidos a
una tarjeta en la que, con diminutos
grabados, se contaba una historia de
amor y desamor. Juliet quedó encantada
con aquellos inesperados hallazgos,
segura como estaba de haber extraído
hacía tiempo todos los tesoros de
aquellos baúles. Indiferente a los
antiguos nombres de Horacio, Plinio,
Homero, que surgieron de sus
profundidades, acercó la mantilla al sol
con una sonrisa para ver a la luz el
encaje negro.
Marcel, en la ventana, saboreaba el
aroma del café y dejaba que el vapor le
llegara a los ojos sin ninguna razón,
excepto tal vez que le daba vergüenza
ver a Juliet en la cocina del jardín donde
removía la cazuela a la luz del fuego.
Fingía no verla y sus ojos acudían una y
otra vez a las gallinas que aleteaban
entre los lirios. Hacía fresco. La tarde
iba oscureciendo y la primera estrella
brillaba en el azul del cielo.
—¿Qué estás pensando, Marcel? —
preguntó Christophe.
—Ah… pues que me gusta esta hora
del día. —Marcel se echó a reír. Estaba
pensando que si iba a tener que sufrir el
tormento de estar tan cerca de Juliet,
debería ir con cuidado. Ahora su cintura
estaba ceñida por un corsé tan excitante
como la piel que había debajo. Juliet, de
espaldas a él, sacó una sartén de hierro
negro de las fantasmagóricas llamas. Su
silueta era encantadora.
—¿Y tú en qué piensas, Christophe?
—Que eres mi amigo, que tienes la
camisa rota y el abrigo manchado, y que
tu madre se enfadará contigo.
Marcel se echó a reír.
—Mi madre no se ocupa de esas
cosas, monsieur —dijo, olvidando la
invitación al tuteo—. No se enterará. Y
si se enterara, sería para ella un alivio
saber que no estoy vagando por las
calles. En los últimos tiempos estaba
desesperada conmigo, aunque ahora
todo ha cambiado.
—Has madurado —se burló
Christophe, con ojos chispeantes. Echó
la ceniza del puro en la chimenea. Tenía
el cuello de la camisa abierto y estaba
sentado cómodamente, con las piernas
separadas y un pie en el guardafuego.
—Sí, monsieur.
—Veo que prefieres llamarme
monsieur que hacerme un favor.
—Lo siento. Se me olvida.
Se oía el siseo de la sartén en el
fuego y se percibía el olor de los
pimientos y la cebolla mezclado con el
delicioso aroma del tocino. Marcel
volvió a llenar la taza y le llevó la
cafetera a Christophe.
Christophe se arrellanó y tomó un
sorbo de café. La sala estaba ya tan
oscura que apenas se le veía el rostro,
pero Marcel captó el destello de su reloj
de bolsillo.
—Tengo que salir un rato —dijo
Christophe.
—Y yo tengo que regresar a casa.
—Quiero que vuelvas para cenar.
¿Crees que te dejará tu madre?
Christophe se levantó y se estiró
para desentumecer los músculos
fatigados. Marcel pensó en Jean
Jacques. De hecho el ambiente del taller
de Jean Jacques había acompañado a
Marcel toda la tarde mientras iba y
venía, a veces como lejano, difuminado,
a veces con virulenta claridad. Marcel
había recordado todas las ocasiones en
que, sentado en el taburete, miraba a
Jean Jacques como si fuera un maniquí
en un escaparate. Esa tarde había
trabajado, había trabajado de verdad,
como trabajaba Jean Jacques, y había
disfrutado.
—Se lo preguntaré, monsieur —dijo
muy excitado.
—Bien. ¿Dentro de una hora, te
parece? Haz lo posible por venir.
Juliet se acercaba a la puerta trasera,
y entró en el momento en que Christophe
se ajustaba la corbata. Él alzó las manos
al cielo, se volvió hacia ella y esperó
pacientemente a que su madre le hiciera
el nudo.
—¿Adónde vas? —preguntó Juliet.
—Tengo que hacer un recado.
—Bueno, pero primero ponme esto
—dijo, abrazándole. Algo brillaba en la
palma de su mano.
A Marcel le pareció una joya.
Christophe acercó a su madre a la luz, le
ladeó la cabeza y colocó el pendiente en
el lóbulo de su oreja. Marcel dio un
respingo. Le había cogido por sorpresa
y sintió tal oleada de excitación que
retrocedió turbado. Dejó la taza y se
despidió con un murmullo.
—Pero ¿adónde vas? —seguía
preguntándole Juliet a Christophe—.
¡Dímelo!
Una hora más tarde Marcel regresó a
la casa y la encontró a solas, con la
cubertería de plata ya en la mesa y unas
velas encendidas en la repisa de la
chimenea. Juliet estaba acurrucada junto
al hogar apagado, con los brazos
cruzados y la cabeza gacha, como si
tuviera frío. El reloj nuevo de la pared
se había parado. Marcel lo abrió, lo
puso en hora con la mano y dio un suave
golpecito al péndulo. La sangre le
palpitaba en los oídos. Sabía que estaba
a solas con ella, y no dejaba de repetirse
que pronto se le pasaría el dolor del
deseo. Se acostumbraría a ella. Cuando
Christophe le dijo que eran amigos
experimentó una rara y total felicidad
que no arriesgaría por todas las
pasiones del mundo.
Se dio la vuelta despacio, pensando
en expresar alguna fórmula de cortesía,
pero ella le clavó aquella extraña
mirada felina y le dijo:
—Está con ese hombre.
—¿Usted cree, madame? —Marcel
no quería darle importancia.
—Lo sé. Cree que no sé nada, que
no tengo cerebro.
Le miraba directamente y al oír sus
últimas palabras Marcel tuvo una
extraña sensación. Él también había
pensado que Juliet no tenía cerebro.
Era una idea turbadora, porque si no
tenía cerebro, ¿qué había en su cabeza?
¿Qué tenía Juliet que tanto miedo
provocaba? Sus ojos parecían casi
malvados a la luz de las velas. A Marcel
le hubiera gustado disponer de una
buena lámpara de aceite en ese
momento, tal vez dos.
—¿Por qué no te acercas… y me
besas?
—Porque si lo hiciera, madame, no
podría seguir siendo un caballero.
—¿Por qué no dejas que sea yo
quien juzgue eso? —dijo ella con
desdén. No era su voz habitual. Se
percibía en ella una sagacidad y una
consciencia que Marcel no conocía.
Él sabía que su rostro, tenso, no
disimulaba su turbación. Pero quería que
Juliet supiera cuánto la deseaba. Si tenía
que renunciar a ella, no podía ser de
otra manera.
—¿Me deseas?
—Sí —suspiró Marcel. Cerró los
ojos—. Christophe puede aparecer en
cualquier…
—Pues vamos a hacerlo, si eso le
obliga a venir.
Juliet se dejó caer en el respaldo de
la silla, derrotada.
—Eres muy listo, cher —le dijo,
cambiando de humor. Pero Marcel
estaba tan excitado que apenas entendió
sus palabras—. ¿Conoces al hombre que
estaba aquí?
—No lo había visto nunca, hasta esta
tarde.
—¿Pero era… era inglés?
Al oír que Marcel respondía
afirmativamente, su expresión se tornó
dura, tan dura como podía ser la de
Christophe.
—¡Ahhh! —exclamó. Se levantó y se
puso a caminar lenta pero febrilmente
por la sala, agarrándose los brazos—. Y
viene a esta casa. Viene a esta casa. —
Se volvió hacia Marcel—. ¿Qué edad
crees que tiene, cher?
—No lo sé, madame. Treinta y cinco
años, tal vez más contestó.
—Creen que no tengo cerebro —
susurró ella, entornando los ojos—.
¡Creen que no tengo cerebro! —Le
temblaba la voz—. Se atreve a venir a
esta casa. ¡Se atreve a venir a esta casa!
¿Pero es que estoy loca?
—No entiendo.
—No, no lo entiendes. Pues te lo
voy a explicar. Hace diez años, diez
años, mandé a mi hijo a París… —
comenzó con voz rota. Se llevó las
manos a la cabeza. Parecía que se
apretara las sienes—. Oh, Christophe —
gimió de pronto—. Ya no es el mismo.
—¿Pero qué es lo que pasa?
La casa estaba en silencio. Juliet
permanecía en las sombras, lejos de las
velas, apretándose todavía las sienes,
con los ojos cerrados, como si intentara
expulsar algún dolor. Por un instante
mostró unos dientes blancos entre los
labios.
—Christophe —le susurró de nuevo
con terrible desesperación. Dejó caer
las
manos
a
los
costados—.
Desapareció de su hotel. No sé, estaba
bajo la tutela de una familia. Yo no
podía leer sus cartas, y luego dejó de
escribir. Debía de tener unos catorce
años, algo más tal vez. Era tan joven
como tú, cher. Y desapareció.
Marcel tenía fresca en la memoria la
vieja historia.
—Y luego huyó. Según dijeron,
estuvo vagabundeando por Turquía,
Egipto, Grecia…
—¿Qué pasó, madame?
—Un día volví a casa… Volví a
casa y empezaron a llegar cartas otra
vez. Habían pasado años. Me las
leyeron los hombres del banco. Estaba
vivo, estaba bien. Estaba vivo. —
Suspiró—. Habían pasado años, pero
estaba vivo.
—Siéntese
—dijo
Marcel
suavemente. Ella se acomodó en la silla.
Marcel le miraba la nuca, los rizos y la
fina cadena de la que pendía el diamante
que llevaba en el pecho. Sus senos se
henchían. Juliet se inclinó a un lado,
como si se apagara.
—No puede ser el mismo hombre.
¡No se atrevería a venir aquí! —dijo,
moviendo la cabeza—. ¡A mi propia
casa!
Un vago temor hizo presa en Marcel.
Un temor oscuro, como la habitación, y
todo el calor, el resplandor de los libros
encuadernados en cuero a la luz de las
velas, el brillo de la plata sobre la
mesa, todo desapareció.
—¿Qué quiere decir, madame? —
Marcel veía la imagen del inglés, la
violenta intensidad con la que se había
enfrentado a Christophe, y veía al mismo
Christophe, tan débil, suplicándole que
se marchara—. ¿Qué pasa con ese
hombre, madame?
—Decían que era un inglés —
susurró ella—. Decían que era un
extraño inglés que se albergaba en aquel
hotel, con la familia que cuidaba de él,
en el hotel.
Era como si un viento helado
hubiera barrido la sala. Marcel miraba
la chimenea vacía, con el ceño fruncido.
Se sentía como ante una puerta que
ocultaba algo desconocido, algo de lo
que
no
tenía
experiencia
ni
conocimiento, aunque siempre había
sabido que se ocultaba allá. Se
estremeció.
—Eso es imposible —dijo en voz
baja.
Juliet, cesó en sus sollozos en cuanto
le oyó hablar.
—¿Qué has dicho?
Antoine Lermontant podía haber
estado a su lado en aquella sala oscura
diciéndole con una astuta sonrisa: «Te
dije que ignorabas muchas cosas de ese
hombre».
—No —susurró—. No lo creo.
—¿A qué te refieres? —preguntó
ella.
Marcel la miró. Había olvidado que
estaba allí. Quería hablarle, pero sus
labios se negaban a articular palabra.
«¡No estarás pensando en mandar a
Richard a esa escuela!».
—Era un inglés —repitió ella, sin
comprender a Marcel—. Eso dijeron. Y
eso fue un año después de que me
llegara la noticia. ¡Mi hijo había
desaparecido! —Juliet le miraba
suplicante—. ¿Podría ser ese hombre?
¿Se atrevería ese hombre a venir a mi
propia casa, bajo mi propio techo —su
voz cobraba fuerza con la furia—,
después de robarme a mi hijo, después
de hacerlo desaparecer?
—No. —Marcel movió la cabeza
con una sonrisa forzada—. No debe ser
el mismo hombre.
—Quiero que me hagas un favor. —
Juliet se había girado y le miraba a los
ojos, aferrada al respaldo de la silla—.
Quiero que busques a ese hombre.
Pregunta en los hoteles. No sé dónde
está. ¿Me oyes?
Marcel miraba a través de la ventana
las susurrantes siluetas envueltas en la
oscuridad. «¿Y tú qué estás pensando,
Christophe? Que eres mi amigo». Vio al
inglés, su expresión de dolor, y la
intensa lucha entre ellos.
—No lo creo —susurró.
«El piso de París está como lo
dejaste… tu mesa, tus plumas, todo
sigue allí».
—Quiero que encuentres a ese
hombre. Averigua dónde está, ¿me oyes?
¡Atreverse a venir a mi casa! —resolló
Juliet—. ¡Marcel, escúchame!
Era la primera vez que lo llamaba
por su nombre. Marcel ignoraba que
Juliet lo conociera. No la miraba, y
apenas era consciente de que le estaba
tocando la mano.
—Tienes que hacerlo. Tienes que
encontrarlo y decirme dónde está. Iré a
hablar con él.
Se oyó a lo lejos un fuerte portazo y
luego el ruido de unas botas en el
pasillo. A Marcel se le aceleró el
corazón.
Miró a Juliet, que tenía los ojos
desorbitados y muy oscuros en su cara
tan pálida y distorsionada bajo la tenue
luz que por un instante le pareció una
calavera.
—No. —Marcel movió la cabeza—.
No lo creo —le susurró a la nada, como
si estuviera en trance.
—Le diré que lo sé. ¡Le diré que sé
lo que es!
Christophe hizo sonar los tacones en
la puerta.
Marcel bajó los ojos. Juliet no se
había apartado de él y seguía
escrutándole el rostro con la mirada.
Con la sangre rugiéndole en los oídos,
Marcel se forzó por fin en mirar hacia la
puerta.
Christophe salió de entre las
sombras.
—¿Mamá? —Miró a Juliet y luego a
Marcel, con una interrogación en los
ojos. Estaba contento, animado, como si
hubiera estado ansioso por volver junto
a ellos—. ¿Qué pasa? —susurró. Luego
añadió enfadado—: ¡Mamá, prepara la
cena, por favor!
Juliet se marchó sumisa, con aire
confuso.
Christophe miró ceñudo a Marcel.
—¿Te dedicas a practicar tus
jueguecitos con mi madre delante de mis
narices?
Fue un golpe súbito.
—¿Qué? —susurró Marcel.
—¡Qué hacíais aquí! —Christophe
estaba furioso. Cerró la puerta de golpe,
de espaldas a ella, como para evitar que
Marcel escapara.
—O mon Dieu! —Le recorrió un
violento escalofrío—. ¡Se lo juro,
monsieur! —exclamó levantando las
manos. El rostro de Christophe era la
imagen misma de la ira. Marcel bajó la
cabeza y estalló en lágrimas. Se odió
por ello y se dio la vuelta, desesperado,
humillado.
Sus
sollozos
eran
ensordecedores en el silencio de la
habitación. Sólo con un gran esfuerzo
consiguió calmarse.
—Lo
siento,
Marcel
—dijo
Christophe, poniéndole la mano en el
hombro—. Siempre se me olvida lo
joven que eres. Demasiado joven
incluso para… —Lanzó un suspiro y
obligó suavemente a Marcel a darse la
vuelta—. Tienes que ser mi amigo. —Lo
llevó hasta la silla e insistió en que se
sentara. Luego se inclinó hacia él por
encima de la mesa.
Marcel estaba mareado. Fijó los
ojos en un punto e intentó controlar las
náuseas.
—He
procurado
actuar
con
dignidad, ser un caballero —le decía
Christophe—. Pero el hecho es que
todos los esclavos de la manzana saben
que estuviste aquí esa tarde con mi
madre, no vayas a pensar ni por un
instante que no te vieron entrar y salir.
Si Lisette, esa esclava tan insolente que
tienes, siente el más mínimo afecto por
tu madre, se lo acabará contando, y si tú
sigues representando este pequeño
drama con mi madre, mi academia se
hundirá de un día para otro, como una
mala obra que compite en el mismo
teatro con otra más atrevida.
Marcel movió la cabeza. Quería
decir que nunca permitiría que pasara
una cosa así, pero aún seguía
indispuesto, además de cansado y
confuso. Resultaba más fácil escuchar
aquella voz firme y gentil.
—Parece que todo el mundo está en
contra de mi proyecto: mi amigo de
París, mi madre, esta casa que se cae a
pedazos… Pero tú no. Tú no debes estar
en contra. ¡Tú no! —Miró a Marcel, con
el ceño fruncido—. La primera noche
que llegué a casa, no te puedes imaginar
lo desanimado que me sentía. Ya sabes
cómo se hallaba mi madre, ya viste la
casa. Estaba tremendamente asustado.
Me faltó poco para coger a mi madre y
llevármela al puerto.
»Pero entonces miré a mi alrededor.
Recorrí las habitaciones donde había
crecido, subí a la azotea y me quedé
mucho tiempo allí, tumbado a solas con
las estrellas. Me invadían los más
extraños sentimientos. Quería tocar las
ramas de los robles, las magnolias,
quería vagar por las calles, acariciar los
muros de ladrillo y las farolas, golpear
con los puños las contraventanas de
madera, meter los dedos entre las
persianas. Estoy en casa, en casa, en
casa, pensaba constantemente. Pero era
algo más allá del pensamiento, era pura
sensación. Quería ver a mi gente,
hombres y mujeres de color, criollos
como nosotros. Quería salir y verlos en
las casas que yo recordaba, oír su
curioso y lánguido acento, y sus risas,
ver chispas de luz en sus ojos.
»Intenté imaginar mi escuela tal
como la había visto en París, intenté
verla como la había planeado…
Entonces bajé y te encontré.
»Y descubrí una cosa, que tú querías
que yo fundara la escuela. Tú me dijiste
que otros chicos también lo querían, que
mi gente ya sabía lo que planeaba hacer
y me daba la bienvenida con los brazos
abiertos. Me di cuenta entonces de que
otras personas veían mi escuela tal
como la veía yo. De pronto me sentí
anclado, después de años y años de
vagar. ¡Sentí que había vuelto a casa!
»Sé que todo esto es complicado
para ti. Tú sueñas con ser un joven
caballero e irte a Europa, y yo haré todo
lo posible por prepararte para ello, a mi
manera. Pero algún día te explicaré lo
que sentí en París, la sensación de
profundo desarraigo, la confusión que
me invadía cuando pensaba en todos los
sitios en los que había vivido, las
casitas, las ruinosas villas del
Mediterráneo,
todas
aquellas
habitaciones
húmedas,
a
veces
hermosas. ¡Quería volver a casa!
»Te cuento todo esto porque quiero
que sepas lo que significa para mí, lo
que tú significas para mí, lo que
significan todos los chicos que asistirán
a mi escuela. Tú has hecho que mi sueño
se convierta en realidad.
»Pero si permites que mi madre te
seduzca, no podré sobrevivir al
escándalo, las respetables gens de
couleur alejarán a sus hijos de esta
casa. ¡Ten paciencia, Marcel! El mundo
está lleno de mujeres hermosas, y algo
me dice que nunca las desearás en vano,
nunca. Sé amable con mi madre, sé un
caballero con ella, pero no dejes que te
seduzca. ¡No dejes que te vuelva a
seducir!
Marcel movió la cabeza.
—Nunca, Christophe —susurró—.
Nunca más.
Pero apenas era consciente de las
palabras que pronunciaba porque la
inmensidad de sus sentimientos no podía
expresarse con palabras. Amaba a
Christophe, lo amaba como nunca había
amado a Jean Jacques, y le parecía que
nada podría separarlo de él. En su
presencia se sentía vivo y despierto, y
las palabras de Christophe no se
parecían a las de ningún otro hombre,
eran como agua en el desierto, como una
luz que hendiera la impenetrable
oscuridad de una mazmorra. Le parecía
irreal haber sido presa, un momento
antes, de una sombría y terrible
sospecha. Los extraños modales
posesivos del inglés no significaban
nada, ni los vagos rumores de Antoine,
ni siquiera la violenta fuerza de sus
propias percepciones. Todo quedó
barrido antes de poder florecer, a la luz
de un intenso deseo espiritual: Marcel
tenía que conocer a Christophe,
aprender de él, amarlo. Todo lo demás
no tenía importancia.
—¿Entonces no vuelves a París? ¿Te
quedarás?
Christophe se sorprendió.
—¿Pensabas que me iría?
—Pues sí, para adaptar Nuits de
Charlotte con Frederich LerMarque.
Pensaba que te irías cuando te lo
pensaras mejor.
—Jamás —dijo Christophe con una
débil sonrisa—. No quiero revivir esos
personajes, no quiero volver a
encerrarme en un piso de París con esa
gente, no quiero vivir día a día con esas
almas medio realizadas. ¡Ah! —Se
estremeció—. Que lo adapte otro. Yo ya
he terminado con ese libro. No podría
hacerlo. Me volvería loco.
En ese momento entró Juliet en
silencio con una enorme cazuela de
hierro en las manos. La dejó en la mesa
y se puso a remover el humeante guiso.
—Vamos a brindar por la escuela —
dijo Christophe. Todo en él era ahora
confianza y vitalidad, y sus ojos estaban
risueños—. ¡Siéntate, mamá! —exclamó
de pronto. Cogió a Juliet por la cintura y
la besó en las mejillas mientras ella
intentaba golpearlo con la cuchara.
—Te estábamos esperando. ¿Dónde
te habías metido? —le preguntó con
naturalidad.
—Fui a hacer un recado —replicó
él, evasivo. Sentó a Juliet en la silla y
luego sirvió en el plato de Marcel el
pollo con arroz que burbujeaba en el
puchero. El aroma era especiado y
sensual, muy casero, con un toque de
ajo, hierbas y pimentón.
Juliet llenó los vasos y se puso a
untar mantequilla en el pan. Sólo
entonces se dio cuenta Marcel de que no
había cubierto para ella. Juliet acercó
las velas de la chimenea y se acomodó
entre las sombras, limitándose a verles
cenar. Volvió la cara a un lado y apoyó
la mejilla en la mano derecha. En ese
momento alguien llamó a la puerta
lateral, al otro lado del pasillo, y a
continuación se oyó el crujido de los
goznes. Christophe se puso tenso. Pero
sólo era un esclavo negro, alto, muy
joven, mal vestido y con los zapatos
rotos.
—Michie Christophe. —Su voz era
tan baja que parecía esa tiza que se
desmorona cuando alguien intenta
escribir con ella en una pared.
—Dime.
—Tome, michie Christophe. —El
esclavo sacó un llavero de bronce con
un pesado manojo de llaves—. Madame
Dolly dice que se lo acaba de dejar,
michie Christophe. Me ha dicho que
usted me pagará por traérselo. Sólo
cinco centavos, por favor, michie, para
comprar algo de comida.
Juliet lanzó un chillido.
Marcel apartó el rostro, intentando
contener la risa, y miró a Christophe de
reojo con gran regocijo.
Christophe, avergonzado, se metió
las llaves en el bolsillo, pagó al esclavo
y volvió a su sitio, algo turbado. Cogió
la
cuchara
intentando
mostrar
naturalidad.
—Conque un recado, eh… —
murmuró Juliet, inclinándose—. Y con
esa mujer nada menos, con esa muñeca
de porcelana.
Marcel miraba a Christophe sin
ocultar su admiración.
—Te tendría que cocer a fuego lento.
—¿Se puede saber por qué? —le
replicó Christophe—. Vale que era un
niño cuando me marché de la ciudad,
mamá, pero han pasado diez años y
ahora soy un hombre, no sé si te has
dado cuenta.
—II—
M
adame Elsie Claviére ya
caminaba siempre con bastón y
arrastraba ligeramente el pie izquierdo
como consecuencia de su último ataque.
Estaba encorvada, su pelo era una
pelusa blanca en las sienes y bajo el
velo negro. Ahora recorría el callejón
Père Antoine agarrándose con fuerza al
brazo de Anna Bella.
Había nacido en los días de la
colonia francesa, recordaba los ataques
de los indios y la época bajo el dominio
de los españoles, cuando el gobernador
Miró, llevado a ello por las damas
blancas, había erigido la famosa «ley
tignon» que prohibía a las cuarteronas
llevar más sombrero que un pañuelo,
como si ello pudiera ahogar sus
encantos. Ahora madame Elsie se reía al
recordarlo. Pero había visto cómo
Nueva Orleans se convertía en una gran
ciudad, tal vez tan espléndida como
decían que eran París y Londres. En el
presente albergaba dieciocho mil gens
de couleur, que eran sólo una parte de la
heterogénea y cambiante población.
Madame Elsie despreciaba a los
americanos y echaba de menos los
viejos tiempos en que los oficiales
españoles le regalaban vino de Madeira
y brazaletes y sus hijas eran hermosas,
espectaculares,
y
su
escasa
descendencia había desaparecido en el
norte, mezclada con la raza blanca. Se
sentía sola en su vejez, cosa que solía
decir con una risa desdeñosa. Ahora,
aferrada a la vida y al brazo de Anna
Bella, declaraba que estaba harta de este
mundo y que quería ir a casa.
—No sé por qué no va a visitar a
madame Colette —dijo Anna Belle con
su francés lento pero fluido—. Madame
Colette siempre pregunta por usted, y
madame Louisa también.
Anna Bella prosiguió con su plan
mientras avanzaban penosamente por la
Rue St. Louis hacia la Rue Royale.
—Cada vez que las veo en misa me
preguntan por usted. Madame Louisa
siempre dice que quiere venir a verla,
pero que entre una cosa y otra, y con la
temporada de ópera, van a estar
ocupadas iodo el verano.
—Pues muy bien —accedió por fin
madame Elsie—. Necesito descansar los
pies.
La tienda de ropa estaba atestada,
como siempre. Colette, al fondo, tomaba
notas en un libro descomunal, pero al
ver a madame Elsie y Anna Bella se
levantó enseguida para hacerlas pasar.
Pues claro que se alegraba de ver a
madame Elsie, y qué encaje más
encantador llevaba Anna Bella en el
vestido, desde luego sabía hacer encajes
como nadie. Las invitó a pasar a la
trastienda.
—Siéntese aquí, madame Elsie. —
Anna Bella acomodó a la anciana en una
silla—. Ya que está aquí podría echarle
un vistazo a los sombreros. Yo voy a
bajar a la calle a por el sachet.
—¿Le apetece un café, madame
Elsie? —preguntó Colette. Pero la
anciana miraba ceñuda a Anna Bella.
—¿Qué sachet?
—Ya se lo dije, ¿no se acuerda? Le
dije que quería un sachet para el
armario, y alcanfor también. Y usted me
dijo que necesitaba unos cirios. Incluso
he confeccionado una lista. Usted
descanse. —Anna Bella se acercó a la
puerta e hizo una reverencia a Colette—.
Madame Elsie tiene que descansar los
pies.
—Tú márchate, cher. Madame Elsie
se queda aquí conmigo. —Colette estaba
retirando las cintas y encajes que había
sobre la mesita junto a la silla de
madame Elsie.
—Vuelve enseguida —dijo la
anciana.
—Sí, madame Elsie, no se preocupe.
Anna Bella atravesó deprisa el
bullicio de la tienda mientras sonaba a
sus espaldas la voz de Colette:
—Esa niña ya está hecha toda una
damita.
—Desde luego. ¿Y gracias a quién?
—gruñó madame Elsie—. Pero te
aseguro que no sabe comportarse. De
todas formas… bueno, no es muy guapa
de cara, pero, en fin, de tipo… eso ya es
otra cosa…
Anna Bella cerró la puerta al salir y
se encaminó hacia la Rue Ste. Anne.
—No es muy guapa de cara —se
dijo en un susurro—, pero de tipo ya es
otra cosa… —Miró al cielo como
clamando justicia y movió la cabeza. Al
pasar por delante de un restaurante, el
portero negro se llevó la mano al
sombrero.
—Vaya, vaya, pero si es un
bomboncito negro… Sí señor, todo un
bomboncito negro.
Anna Bella bajó la vista, ladeó la
cabeza y pasó a toda prisa, como si no
hubiera oído nada.
—Todo un bomboncito negro, sí,
señor —dijo el hombre en voz más alta,
burlándose de ella—. Seguro que será
toda una dama criolla.
Le parecía que cuanto más deprisa
andaba, más despacio iba. Todavía tenía
la voz del negro en los oídos. Al ver su
reflejo en las ventanas oscuras de la
funeraria alzó la cabeza de mala gana,
con los labios temblorosos entre las
lágrimas y una sonrisa, sosteniéndose
las faldas de su vestido azul.
La casa de Ste. Marie parecía
desierta bajo el sol cegador. Las
celosías de la puerta principal estaban
entornadas. Anna Bella no se detuvo
para no perder la decisión. Entró
directamente en el camino de acceso y
llamó a la ventana, con la cabeza gacha
como si esperara que le dieran un golpe
si la descubrían.
Pero dentro no se oía ningún ruido.
Anna Bella se balanceó un instante
sobre la punta de los pies. Luego,
todavía con la cabeza gacha, volvió al
callejón que daba al patio trasero.
—Que Dios me ayude —susurró—.
Tengo que hacerlo, tengo que… —Pero
al entrar en el rectángulo de sol que caía
sobre las losetas se detuvo y lanzó una
exclamación de sorpresa.
Dos personas se movían rápida y
torpemente entre los plátanos, detrás de
la cisterna, sobresaltadas ambas como
se había sobresaltado ella. Richard
Lermontant se adelantó, avergonzado,
frotándose nerviosamente la mano contra
la pierna.
—Bonjour, Anna Bella —murmuró
con su voz grave y lánguida. Luego,
totalmente turbado, hizo una rápida
reverencia a alguien que estaba en la
arboleda y que salió corriendo del
jardín.
—Oh, Dios mío —exclamó Anna
Bella en un susurro. Entre los árboles
había una joven. Sus amplias faldas se
agitaban entre los delgados troncos de
los árboles. La muchacha salió de detrás
de la cortina de hiedra que le oscurecía
el rostro. Sobre los brazos desnudos
llevaba sólo un chal muy delgado de
lana blanca.
Anna Bella miró desesperada hacia
las ventabas de Marcel y dio media
vuelta para marcharse. Estaba segura de
que Richard iba muy por delante de ella
y que no se volverían a encontrar. Pero
la mujer la llamó:
—¿Anna Bella?
Al volverse descubrió perpleja que
era Marie Ste. Marie. Se llevó la mano a
los labios, incapaz de ahogar una suave
risa.
—¡Pero si eres tú! —exclamó,
mirando con timidez sus pálidos brazos
y su magnífico vestido de frunces.
Marie tenía la mano en la mejilla y
la miraba con sus ojos negros,
almendrados y fríos.
—Perdona que haya aparecido de
esta forma —dijo Anna Bella—. Lo
siento mucho. Llamé a la puerta y al ver
que no contestaban pensé, bueno, se me
ocurrió ir a dejarle una nota a Marcel en
la puerta —mintió.
Marie se acercó. Con el pelo
peinado hacia atrás parecía mucho
mayor, mayor incluso que cualquiera de
las chicas que ambas conocían.
—No quiero molestar a madame
Cecile —prosiguió Anna Bella,
sabiendo perfectamente que madame
Cecile no estaba.
—Entra —dijo Marie.
Era más una orden que una
invitación, pero Anna Bella se dio
cuenta de que el tono autoritario no era
intencionado. La siguió por los oscuros
dormitorios con sus relucientes colchas
blancas y entre el ligero olor a cera que
despedía el altarcito de la Virgen, hasta
llegar a las habitaciones delanteras. A
Anna Bella siempre le había encantado
aquella casa, sus dulces aromas, su
limpieza inmaculada, los exquisitos
detalles de lujo por todas partes. Ahora
pensó apenada que llevaba mucho
tiempo sin verla, sin sentarse en aquella
silla. El último año había sido el más
largo de su vida. En ese momento sintió
amargamente no haber encontrado a
Marcel a solas, como esperaba. Le
había costado semanas conseguir que
madame Elsie fuera a la tienda de ropa,
y su plan había salido mal. Tenía que
marcharse. Al mismo tiempo le turbaba
haber visto juntos al guapo y elegante
Richard Lermontant y aquella hermosa
muchacha de ojos fríos. En realidad se
había quedado muy conmocionada. Pero
las últimas semanas había llorado tanto
que no quería admitirlo. Hizo ademán de
levantarse.
—Me tengo que ir a casa.
—No —dijo Marie—. Por favor.
Me alegro de que hayas venido. —
Estaba de pie junto a la ventana, como si
quisiera respirar aire fresco, con la
mano todavía en la mejilla. Y lo decía
sinceramente.
Richard acababa de besarla, y Marie
nunca había sentido nada parecido
cuando él la abrazó con delicadeza y
ternura, como si temiera romperla.
Richard le presionaba firmemente la
espalda para estrecharla contra su
pecho, de modo que los botones de su
levita tocaban los senos de ella. En ese
momento había sentido una descarga tan
placentera por todo el cuerpo que echó
atrás la cabeza, con la boca entreabierta,
y sintió la consumación de esa descarga
en el estremecedor instante en que sus
labios se unieron. Richard la envolvió
entonces en sus brazos y la levantó del
suelo. Y Marie se abandonó, olvidó todo
lo que le habían enseñado, todo lo que
ella era. Habría caído al suelo de no
haberla sujetado él porque la conmoción
le había hecho flaquear las piernas, que
se apretaban con fuerza una contra otra
en la intimidad de sus faldas. Marie
recordaba que se había alejado de él
para apoyarse contra un árbol,
temblando, con un hormigueo en los
labios. Richard tenía las manos en su
cintura y le besaba los hombros y el
cuello.
En ese instante había llegado Anna
Bella. De no haber sido así, Marie se
hubiera abandonado al placer sin
reservas, algo que momentos antes le
habría resultado impensable. Se estaba
volviendo de nuevo hacia él cuando
Anna Bella entró en el jardín. Y ahora
Marie todavía temblaba, todavía le
hormigueaban los labios, todavía le
zumbaban los oídos, y la voz de Anna
Bella y su misma presencia estaban muy
lejos de ella. Estaba tan poco
acostumbrada a hacer algo para ella
misma, a desear algo para ella misma,
que no podía aceptar el extraordinario
júbilo que sentía.
No podía aceptar que le estuviera
pasando a ella.
Richard la había visto en misa el
domingo, con su nueva vestimenta de
adulta, y le había pedido permiso para ir
a verla. De hecho minutos después ya
estaba llamando a la puerta, y ella,
sabiendo que no debía quedarse a solas
con él en la casa y deseando a la vez que
no se marchara, le había llevado al
jardín trasero, enzarzada en una torpe
conversación informal. Allí Marie se
había acercado al refugio que ofrecían
las suaves y oscilantes hojas de los
plátanos y la cascada de hiedra que caía
del tejado del garçonnière, y de pronto,
en un instante perfecto, se habían mirado
a los ojos y ella le había permitido, le
había conminado mediante sutiles gestos
que jamás podría repetir, a tomarla en
sus brazos.
—Te quiero… te quiero —susurró
él.
Y luego el beso, el éxtasis, tan
estremecedor y palpitante que rayaba en
el dolor. Supo con total certeza, aunque
era monstruoso, que iría al infierno por
lo que había hecho, como un hombre que
asesina a otro o una mujer que mata a su
propio hijo. Todos eran pecados
mortales. Pero eso era una idea, un
pensamiento, y aquel momento era tan
inmenso, tan sobrecogedor y dulce que
Marie no podía sentir culpa sino que
veía con calma su propia alma
convertida en un pantano lleno de
podredumbre. Mientras tanto, él
suspiraba «te quiero, te quiero», con el
cuerpo lleno de una maravillosa y
vibrante fuerza que caldeaba sus dedos y
que ella sentía en la piel desnuda, en la
ropa. Marie musitó entonces una
silenciosa oración. Que esto no salga
mal. Y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos vio a Anna
Bella junto al fuego, en aquella silla
tallada donde ella nunca se sentaba.
Anna Bella apoyaba el codo en el brazo
de la silla y presionaba con los dedos la
suave piel de su mejilla. Sus ojos eran
hermosos, grandes y tristes, muy tristes.
—No sé dónde está, Anna Bella —
dijo. Anna Bella se sobresaltó y alzó la
vista hacia ella. Marie había perdido la
noción del tiempo. ¿Cuánto rato llevaba
allí, sumida en sus pensamientos?—. Se
ha pasado todo el día fuera —prosiguió,
sabiendo que era lo que a Anna Bella le
interesaba—. Puede que esté en la casa
de la esquina, ayudando a monsieur
Christophe. Últimamente va mucho por
allí, para poner a punto la escuela.
—Hmmmm. —Anna Bella se sentía
mal. Si había llegado hasta allí, ¿por qué
no ir a la casa de al lado? Era
imposible. Marie ya la había
descubierto. No podía entrar en la casa
de aquella extraña mujer loca y del gran
hombre. Ya estaban las cosas bastante
difíciles. Pero al pensar en ello se le
llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Tengo
que hablar con él! —susurró en inglés,
sin saber si Marie la estaba oyendo.
Enlazó las manos en el regazo y dejó
caer la cabeza a un lado.
—Le diré que has venido —dijo
Marie.
—¡No! ¡No le digas nada! exclamó.
No quiero que… creo que…
Marie asintió discretamente.
Anna Bella fue consciente entonces
de que Marie la miraba con su fría
expresión. Las demás chicas siempre la
habían considerado una persona altiva y
orgullosa en su incomparable belleza,
con su piel blanca y su pelo de seda.
Anna Bella siempre la había defendido.
¡Era una muchacha tan dulce…! Pero en
ese momento sintió un violento y
perturbador resentimiento. ¿Qué sabría
ella de esos problemas? Ni ella ni
Richard Lermontant. Sin darse cuenta,
movió la cabeza. Tendría que marcharse
sin ver a Marcel, tendría que ir a por
madame Elsie.
—¿Qué pasa, Anna Bella? —
preguntó Marie. Su voz era muy suave,
como una brisa que soplara sobre las
aguas de un lago.
—Tengo
problemas,
Marie,
problemas dentro de mí. —Alzó la vista
—. Marcel es mi amigo, siempre ha sido
mi mejor amigo. Y no estoy hablando de
galanteos y tonterías de ésas sino de
verdadera amistad.
—Ya lo sé. —Por un momento
pareció que de verdad lo sabía.
—Siempre
estábamos
juntos.
Ninguna chica ha sido tan amiga mía
como Marcel. Pero Marcel ya no
volverá. Madame Elsie le dijo algo
horrible, no sé qué fue porque yo nunca
la escucho. Bueno… sí que la escucho,
pero no siempre. No sé cómo solucionar
esto yo sola. No puedo pensar. Antes
creía que podía pensar cuando estaba
sola, pero ya no. Tengo que hablar con
él para solucionar las cosas. Si madame
Elsie supiera que he venido sola a esta
casa…
—No tiene por qué saberlo —dijo
enseguida Marie.
Anna Bella se la quedó mirando en
silencio, y poco a poco se fue dando
cuenta de que Marie estaba de su lado.
—Dime, Marie, ¿qué pensarías si
fuera a casa de monsieur Mercier ahora
mismo a preguntar por Marcel? La casa
está llena de trabajadores y yo no
conozco a esa mujer ni a su hijo. ¿Pero
qué pensarías si fuera a la puerta y…?
—No —advirtió Marie—. No lo
hagas, Anna Bella. —Se sentó frente a
ella—. Deja que yo le explique que
quieres verle. No tiene por qué saber
que has venido.
—Dios mío. —Anna Bella chasqueó
la lengua—. Tengo que verlo.
—¿Pero qué pasa? —insistió Marie.
—No puedo… No quiero molestarte
con mis problemas. Es que… estoy muy
sola y madame Elsie se hace vieja. ¡Y
yo tengo que aclararme! —Si no se
callaba, acabaría por soltarlo todo, lo
cual sería un tremendo error. ¿Cómo
podía hablar con aquella muchacha de
todos los huéspedes blancos y de cómo
la miraban? ¿Cómo se lo iba a contar a
una joven que lo tenía todo en la palma
de la mano?
—¿Le quieres dar un mensaje a
Marcel? —preguntó al tiempo que se
levantaba y se arreglaba la falda. Se
acercó a la puerta—. ¿Me prometes que
nunca le dirás a nadie, salvo a Marcel,
lo que te voy a decir? ¿Me prometes que
sólo le dirás lo que te voy a decir?
—Pues claro —susurró Marie, pero
su delicado rostro de porcelana no
reflejó el tono cálido de su voz, y en
cuanto las palabras murieron en el aire
no quedó nada.
—Dile a Marcel que madame Elsie
me está presionando con esos caballeros
blancos, que madame Elsie ha decidido
por mí, y que no es lo que yo quiero.
Dile que tengo que hablar con él, que le
necesito. Es mi amigo. —Escrutó el
rostro de Marie, buscando alguna
emoción. Marie bajó la vista y pareció
suspirar. Anna Bella, muerta de
vergüenza, se dio media vuelta con los
ojos húmedos y salió corriendo por el
jardín.
La puerta debió de cerrarse. Se oyó
el portazo y el ruido de una carreta
traqueteando por la calle. Marie miraba
el dibujo de los rayos de sol en el suelo.
Al alzar los ojos vio el cielo azul sobre
el tejado de la casa al otro lado de la
calle, un azul cegador entre las hojas
verdes.
Contuvo el aliento. Tenía las manos
húmedas; sentía pegada al cuerpo la fina
muselina de su ajustado vestido y el
moño le tiraba en la nuca. Se dio media
vuelta y atravesó rápidamente la salita,
arrancándose las horquillas de la cabeza
con las dos manos. Cuando llegó a la
cama se dejó caer entre una cascada de
pelo y se echó a llorar.
Mucho tiempo después se dio cuenta
de que no estaba sola. Oyó los pasos de
su madre en la sala principal y se
preguntó si habría oído sus sollozos,
aunque habría deseado que esa pregunta
no hubiera surgido en su mente. La
invadió una extraña paz, despojada de
toda vergüenza. Sentía por Richard un
deseo abrasador. Dijo «te quiero» en
voz muy baja para que sólo ella pudiera
oírlo, cerró los ojos y volvió a sentir los
labios de Richard, las manos de Richard
en su espalda, levantándola en el aire, Si
en la vida uno podía luchar por lo que
deseaba… ella, deseaba a Richard más
que nada en el mundo.
Era un deseo aterrador, como
aterrador era pensar que el deseo
pudiera satisfacerse. Tan aterrador que
surgió ante ella como si fuera un
fantasma el rostro de Anna Bella, La
conmovedora y desesperada confesión
de Anna Bella. ¡Lo sentía tanto por ella!
La hería la realidad que implicaban sus
palabras, como la había herido semanas
atrás la cruda realidad de los momentos
que pasó en la notaría de monsieur
Jacquemine. Anna Bella y Jacquemine,
cada uno a su modo, devolvían a Marie
al mundo que había conocido durante
toda su vida, con una desesperanza
demasiado profunda para su edad.
Ahora algo cristalizaba en ella.
Tendida en la cama con los ojos
cerrados, se refugiaba en la débil y
etérea visión de su boda: el altar
resplandeciente de flores, el rostro de
Richard junto a ella, la luz de las velas
difuminada en una hermosa bruma como
un suave velo blanco. El año anterior
había vivido un momento similar el día
de su primera comunión, cuando se
levantó del reclinatorio de mármol con
la hostia en la lengua y el mundo que la
rodeaba quedó inundado de olor a rosas,
purificado. Lo único que podía pensar
mientras recorría el pasillo era que
Cristo estaba con ella, dentro de ella.
Sus oraciones resonaron en el mágico
entorno de la iglesia y sus espléndidas
pinturas. Desapareció entonces todo el
sentimiento de culpa que había sentido
hacía solo unos instantes por los
segundos que había pasado en brazos de
Richard. Estaba convencida de su
bondad, convencida de que nada tan
dulce podía encerrar mal alguno. El
hecho de que Richard la amaba, la
amaba de verdad… de que ella viviría
ese momento en el altar, le producía un
asombro enorme y una seguridad que
siempre había tenido latente. Sí,
seguridad. Se sentía cada vez más fuerte,
sentía la potencia de su voluntad.
Nunca, nunca la obligarían a caer en
brazos de un hombre con el que no se
pudiera casar, nunca compartiría con
Anna Bella esa espantosa situación. Y
nunca ningún hijo suyo conocería la
vergüenza que había conocido ella al
entrar en el despacho del notario con
una nota para un padre blanco que no
podía darle su nombre legal.
Tal vez siempre lo había sabido,
quizá lo había sabido cada mañana de su
vida, cuando recorría las calles para ir a
misa, cuando se levantó para recibir la
primera comunión, al ver a los
«respetables» cuarterones impasibles en
los bancos mientras las niñas recibían el
sacramento que ellos no habían podido
recibir durante años. Todas aquellas
mujeres prósperas y elegantes que
aguardaban durante días, semanas,
meses, la inesperada y ansiada llegada
de sus «protectores». blancos.
No, tal vez ella siempre lo había
sabido, y se le rompía el corazón al
pensar en Anna Bella, en el dolor que
reflejaba su rostro. Pero las palabras
que ese día le habían dedicado, «te
quiero, te quiero», le habían dado coraje
para hacer un solemne voto. Sí, había
aprendido a decir «no» con todas sus
fuerzas. Pero ahora tendría que decir
«sí, le quiero, ¡le quiero!». Se incorporó
y miró de pronto aturdida en torno a la
habitación a oscuras.
Cuando Richard salió del jardín de
la casa Ste. Marie no fue consciente de
la dirección que tomaba, ni se dio cuenta
de que se detenía en la esquina de la
Rue Ste. Anne y la Rue Dauphine, con un
pie en la acera y el otro en la cuneta,
mirando a su alrededor como si no
supiera dónde estaba. Se sobresaltó
cuando le rozó el brazo un hombre
blanco de pelo rubio. Todavía estaba
balbuciendo disculpas cuando advirtió
que el hombre ya había cruzado la calle
y desaparecía tras la puerta de
Christophe Mercier. Sabía que la
aparición de ese hombre blanco
significaba algo, pero no sabía qué.
Mientras tanto, un hombre de color
había pasado a su lado, tocándose
ligeramente el sombrero. Eso también
significaba algo, pero no sabía qué.
Por fin, incapaz de pensar con
coherencia, se dio cuenta de que
caminaba directamente hacia la iglesia y
que sólo el incesante movimiento de sus
piernas podía controlar su cuerpo.
Cuando llegó a las puertas de la
iglesia ya estaba casi bajo el control de
su mente consciente. Al meter los dedos
en el agua bendita estuvo a punto de
echarse a reír. Entró en la nave y saludó
a alguien a quien conocía. Dolly Rose
estaba en un banco trasero, y aquello
también parecía significar algo, pero no
supo qué.
Sólo cuando por fin encontró sitio en
el otro extremo de la iglesia se dio
cuenta de que Dolly Rose estaba
impresionantemente pálida. Estaba
inclinada sobre el banco de delante, con
los nudillos de una mano casi blancos
mientras con la otra se aferraba la
cintura. Aquello significaba algo, pero
¿qué?
Lo único que era capaz de pensar
era que Marie había dejado que la
besara. Le había llevado a la arboleda.
Su rostro era inocente y desesperado al
mismo tiempo, y le había dejado
besarla, incluso le había rodeado con
los brazos como si de verdad lo
deseara, como si la hermosa y distante
Marie a quien había amado toda su vida
en silencio pudiera de verdad amarlo a
él. Casi se echó a reír, casi suspiró en
voz alta. Cayó de rodillas y juntó las
manos como si estuviera rezando, para
poder ocultar el rostro.
Pero eso era tan sólo una parte de lo
que le obsesionaba. El resto era tan
complicado que no podía entenderlo. De
hecho ni siquiera tenía palabras para
explicarlo. Baste decir que había estado
con mujeres, mujeres en las que ni
siquiera podía pensar bajo el techo de la
iglesia, mujeres en las que nunca
pensaría cuando pensara en Marie. Pero
fueron las mejores mujeres que podía
pagar un hombre de color. Y de alguna
forma, en algún lugar, le habían hecho
saber que ese placer prohibido —
proporcionado
por
espléndidas
cantidades de dinero— era la pasión
más intensa que un hombre puede sentir.
Sí, así tenía que ser, porque cuando uno
se llevara a la cama a la mujer de sus
sueños, a la madre de sus hijos, la mujer
irreprochable y casta con la que uno
compartiría el hogar y la vida, esa mujer
soportaría el acto con la paciencia y la
frialdad de una muñeca de porcelana.
Pues bien, el hombre que le había dicho
estas cosas, a quien no podía recordar
de ninguna manera, era un redomado
idiota.
Richard había conocido el fuego en
los brazos de Marie, el fuego físico que
surgía de ella y que lo encendía a él en
una milagrosa y carnal hoguera que no
había podido controlar. Una hoguera que
ahora, sin poderse separar de su
emoción y de la hermosa imagen de
Marie, le hacía temblar. Era demasiado,
demasiado maravilloso, demasiado
insólito.
El amor era la única explicación.
Todo era obra del amor. El mundo era
tal como lo describían los poetas, no los
cínicos ni los frustrados. Era amor. Poco
a poco se le fueron llenando los ojos de
lágrimas.
«¿Podría ella amar…?», quería
susurrar en voz alta. «¿Podría ella
amarme?». Luego comenzó a rezar, con
los ojos fijos en el lejano altar
principal. «¡Quiero intentarlo, Dios mío!
¡Y no me importa si se me rompe el
corazón!».
Había
un
último
detalle
desconcertante, hermoso tal vez como
todo lo demás. Richard estaba
maravillado, turbado por lo que había
pasado entre ellos, pero en cierto modo
no le sorprendía. Los ojos de Marie le
habían hablado con más elocuencia que
sus brazos: «¿Es que no lo sabes? ¿No
has sabido siempre que te había elegido
a ti?».
Estaba pensando en esto, confuso,
frotándose las sienes, cuando vio ante él
una figura oscura.
Era Dolly Rose. A través del velo
negro que le cubría la cara se
distinguían sus rasgos, el movimiento de
sus labios, sus ojos oscuros. Dolly se
sentó a su lado con un frufrú de sus
faldas de algodón. Le cogió la muñeca e
intentó hablar, pero no pudo.
—¿Qué pasa, Dolly? —susurró él.
Dolly emanaba olor a verbena. Tenía la
mano gélida.
—Ayúdame a llegar a casa, Richard.
Yo no puedo… —Volvió a quedarse
callada, con los labios apretados—.
Ayúdame. Deja que me apoye en tu
brazo.
Richard se levantó al instante y la
sacó a la calle.
Dolly permaneció en silencio. Tuvo
que detenerse dos veces. Primero para
recobrar el aliento y luego para llevarse
el brazo a la cintura, como si le doliera
algo. Cuando estaban a tres manzanas de
su casa, Richard tuvo que pasarle un
brazo por la cintura para sostenerla.
No le sorprendió que ningún criado
abriera la puerta, ni ver la casa oscura y
desarreglada tras las cortinas cerradas.
Había muchos muebles nuevos dispersos
por el salón, y las moscas zumbaban
sobre los restos de la cena.
Dejó a Dolly en una silla junto a la
ventana y le dijo que iba a por un vaso
de agua.
—Eres muy amable, Richard.
Siempre lo has sido —susurró ella. Se
levantó el velo y respiró hondo.
Cuando Richard se estaba dando la
vuelta para ir a por el agua se detuvo
sobresaltado.
Hasta ese momento, con el salón en
la penumbra, no había visto que un
hombre dormía en el sofá. El hombre se
estaba incorporando ahora sobre un
codo y miraba con los ojos entornados
las cortinas. Unos rayos de luz le caían
en la cara. Era Christophe.
—¿Dolly?
—preguntó,
protegiéndose los ojos de la claridad.
—Se ha ido —respondió ella—. Se
ha ido.
—Está enferma, monsieur —dijo
Richard, que no había entendido las
palabras de Dolly.
—¿Has ido a ver al médico? —
Christophe se levantó y se alisó la
chaqueta torpemente.
—Es inútil —susurró ella—.
Comenzó anoche.
Richard buscaba con la mirada una
jarra de agua y un vaso.
—No deberías haber salido —dijo
Christophe
medio
enfadado,
acercándose. Dolly apoyó la frente en
él.
—Es igual —estaba diciendo
cuando Richard salió al pasillo—.
Siempre es lo mismo. Un mes, dos… y
luego se acaba todo. No sé por qué tenía
esperanzas. No sé por qué pensaba que
esta vez sería distinto.
Había una jarra de agua en el
dormitorio, junto a la cama. Richard
llenó un vaso y se lo llevó a Dolly, que
lo cogió con mano trémula.
—¿Llamo a madame Celestina? —
preguntó él.
—No.
—Movió
la
cabeza.
Christophe hizo un gesto más enfático de
negación, sin que ella lo viera.
—Ven,
túmbate
—le
dijo,
ayudándola a levantarse.
Richard se quedó esperando en
silencio en la puerta del salón hasta que
volvió Christophe.
—Eres una maravilla con las
mujeres angustiadas. ¿No te lo han dicho
nunca?
—Madame Rose está muy mal.
—Ya lo sé —dijo Christophe—. Si
empeora iré a por Celestina. Ahora no
se llevan muy bien.
Richard permaneció en silencio. Él
también había oído la historia del
infame retorno de Dolly a los «salones
de baile de cuarterones» la semana
después de que muriera la pequeña Lisa.
—Pero está muy enferma, Monsieur
—insistió. Sentía una enorme compasión
por la frágil mujer que se había aferrado
a su brazo durante todo el trayecto desde
la iglesia. Debería contárselo a su
madre para que acudiera. Celestina no
podría detener a su madre. Nada podría
detenerla si Dolly estaba realmente
enferma. La madre de Richard se pasaba
la vida visitando enfermos, cuidando
ancianos. Aparte de su familia, la
pequeña sociedad benéfica de mujeres
de color era toda su vida—. ¿Sabe lo
que le pasa, monsieur? —preguntó.
Christophe se quedó mirándolo a la
cara, y Richard se dio cuenta de que
Christophe sabía lo que pasaba y se
sorprendía de que él lo ignorase.
—Se le pasará —dijo.
Esa tarde, después de cenar, Richard
se sentó con su madre en la galería
trasera que daba al jardín y le contó su
encuentro con Dolly Rose. Cuando tuvo
que mencionar que había visto a
Christophe en la casa, lo hizo con toda
la delicadeza posible. Repitió también
la conversación que había oído. El
rostro de su madre se tensó al oír que
una mujer se había quedado a solas con
un hombre en su casa, pero luego su
expresión se tornó triste.
—Está enferma, mamá —dijo
Richard para justificar que la molestara
con aquella historia poco delicada—. Y
allí sólo estaba Christophe.
Su madre lanzó un suspiro, se
levantó y miró al jardín con las manos
en la baranda.
—Mon fils, Dolly no puede tener
más niños. Yo ya lo sabía por Celestina.
Ahora ha ocurrido otra vez.
Richard no sintió ninguna compasión
al oír aquello. Se quedó más bien
confuso. Era espantoso pensar que Dolly
había perdido un hijo poco después de
la muerte de Lisa, pero también era
espantoso pensar que había vuelto a
aquel salón de baile. Era espantoso
pensar en las cosas escandalosas que se
decían de ella y en la interminable
procesión de hombres en su vida.
—¿Tanta tragedia es, mamá? —le
preguntó suavemente.
—Era una buena madre, Richard —
dijo madame Suzette—. Habría sido una
buena madre hasta el fin de sus días.
Para una mujer como Dolly, eso loes
todo. Los hombres significan muy poco
para ella. Vienen y se van. Nada hay en
eso digno ni honorable. Pero un hijo, la
famille, lo es todo.
Se sentó en la mecedora junto a
Richard.
—La llamaré, claro, pero no se
puede hacer nada.
Richard sabía tan poco de lo que era
criar lujos o perderlos que aceptó sin
reservas las palabras de su madre. Sin
embargo, no estaba satisfecho. Se sentía
incómodo por haberle contado a su
madre la historia, incómodo por haber
mencionado que Christophe estaba
durmiendo en el salón de Dolly como si
fuera su casa.
—Perdóname, mamá —susurró
suavemente—, por molestarte con todo
esto… con lo de Christophe…
—Ya sé por qué me lo has contado,
Richard. —Madame Suzette acercó su
labor a la luz de la ventana que tenía a la
espalda.
A Richard le ardían las mejillas.
Intentó ver el rostro de su madre, pero la
luz sólo iluminaba los cabellos sueltos
bajo el tocado.
—Me lo has contado porque querías
que se lo dijera a tu padre. Quieres que
tu padre sepa que tu maestro está
cortejando a Dolly Rose y que por tanto
los malintencionados rumores de
Antoine son falsos.
Richard se había quedado sin habla.
Debería haber imaginado que no podría
ocultárselo a su madre, por indecente y
perturbador que fuera. Y le sorprendía
la posibilidad de que ella tuviera razón,
de que él lo hubiera contado todo para
desmentir los rumores de Antoine. Él
mismo lo ignoraba. Pero ella no. Ella lo
sabía todo. Ella había visto la
horrorizada expresión de Antoine esa
noche en la cena, había observado las
conversaciones con Rudolphe entre
susurros y la conmoción de Antoine
cuando ese inglés parisino a quien se
acusaba de las más viles, turbadoras y
misteriosas inclinaciones apareció en
Nueva Orleans y en casa de Christophe.
Claro que era impensable que Richard y
su madre hablaran de estas cosas. Con
su padre tampoco era posible. Rudolphe
sólo había aludido a ellas vagamente
para advertir a su hijo de que Antoine
estaba «perdiendo el seso».
—Eso son las porquerías que cuenta
la gente en el Quartier Latín de París —
le dijo indignado—. No las escuches ni
las pienses. Pero sobre todo no las
repitas porque ello podría acabar con el
joven Christophe.
Richard,
estupefacto,
estaba
dispuesto a obedecer.
Ahora se sentía turbado y era
incapaz de mirar a su madre a los ojos.
—No te preocupes, mon fils —
prosiguió madame Suzette en un susurro
—. Al parecer, tu maestro está
enamorado de Dolly Rose. El hecho de
que Dolly le corresponda es la razón de
que su madrina, Celestina, se haya
alejado.
¡Celestina!
—suspiró—.
Celestina se extrañó menos de lo que te
imaginas de que Dolly volviera tan
pronto a los «salones cuarterones».
¡Esas mujeres son tan prácticas! —Se
quedó un momento pensativa y luego
prosiguió con un tono íntimo,
extraordinariamente sincero. Era el tono
reservado para cuando las mujeres
cosían juntas y se confesaban unas a
otras los sucesos cotidianos de este
mundo con un débil movimiento de
cabeza—. Pero que un hombre de color
corteje a Dolly… ¿cómo va a poder
tolerar eso Celestina? Ni la buena de
Celestina ni la buena de Dolly han
puesto en su café más que la leche más
pura y blanca.
Richard dio un respingo. Tenía la
vista fija en los árboles y vio una
estrella titilar a lo lejos.
—No llegará a ninguna parte —
suspiró madame Suzette—. A Dolly ya
se la ve en compañía de un caballero
blanco, y confío en que tu inteligente
maestro sepa lo que hay. Esas damas son
todas iguales, como lo fueron sus
madres, y como lo fueron sus abuelas
antes de que ellas nacieran. —Le tocó la
mano a su hijo. Richard le cogió los
dedos, pero no hizo ningún otro
movimiento—. Celestina, Dolly… y
madame Elsie. —Bajó la voz—. Y la
orgullosa madame Cecile Ste. Marie.
Mucho después de que su madre
retirara la mano, Richard todavía seguía
inmóvil, mirando el jardín que
oscurecía. Por mucho que la quisiera no
podía contarle sus pensamientos íntimos.
Ella le recordó que las primas
Vacquérie vendrían pronto a cenar. Unas
muchachas adorables. La suya era una
familia tan antigua y respetable como la
famille Lermontant. Richard no dijo
nada. No estaba allí sino en la arboleda
tras la casa de Marie, con Marie entre
los brazos.
—III—
P
or fin concluyó el primer día de
clase. Marcel fue el último en
levantarse. Cuando salió del aula
todavía había un grupo de estudiantes
rodeando a Christophe junto al atril,
esperando su turno para intercambiar
unas palabras. Marcel se quedó en el
pasillo, sobre la nueva alfombra de
Aubusson, mirando a través de la puerta
el gran estudio trasero donde dos de los
chicos de más edad, ambos hijos de
plantadores de color, estaban sentados
en una mesa hojeando los periódicos
que Christophe había dejado allí. Era la
mesa en la que Christophe, Juliet y
Marcel habían cenado todas las noches
de esa semana. Sólo Marcel sabía que
Christophe, a quien se le acababan los
fondos, se había desnudado hasta la
cintura y se había arrodillado para pulir
el suelo de madera, o que él mismo
había limpiado los bustos de mármol
que relucían en los estantes, o que los
dos juntos habían ordenado las largas
hileras de novela, literatura clásica y
poesía. Ahora la sala estaría abierta
todos los días hasta la hora de cenar,
después de que acabaran las clases a las
cuatro de la tarde. Sobre la mesa yacía
un ejemplar de Nuits de Charlotte,
periódicos de París y pilas del Times de
Londres y Nueva York.
Marcel no cabía en sí de excitación.
Por fin, con algo más doloroso que una
simple punzada de celos, dejó a
Christophe en el atril rodeado de sus
ansiosos alumnos y salió a la calle.
Unos cuantos estudiantes de los más
jóvenes, entre doce y trece años, se
dirigían a sus casas por la Rue
Dauphine,
riendo
y
charlando
animadamente en abierto contraste con
su actitud de momentos antes. Richard
esperaba a Marcel, y cuando se miraron
a los ojos supieron al instante que
coincidían totalmente en cuanto a los
acontecimientos del día. Se encaminaron
en silencio hacia la casa Ste. Marie.
Habían pasado cuatro horas sentados
sin moverse en una clase de veinte
alumnos, cautivados por el discurso
inicial de Christophe. Ni una sola mano
se había alzado innecesariamente. No se
habían producido murmullos en las filas
traseras ni aleteo de páginas ni el
irritante rumor de las plumas que se
afilan. Nadie había movido los pies ni
mirado por la ventana. El ambiente era
tan distinto de las escuelas que conocían
que se veían incapaces de explicar cómo
ellos, y todos los demás alumnos, habían
sido transformados en adultos de un día
para otro.
Lo cierto es que en un día habían
pasado de la caprichosa disciplina de
una escuela elemental al serio ambiente
de
una
clase
universitaria,
transformación que se había debido al
tono y a la actitud de Christophe. Desde
que pronunció las primeras palabras
fueron conscientes de que esperaba de
ellos que se comportaran como adultos.
—Tendréis que responder de todo lo
que yo diga en esta sala —les explicó,
mirando con aire autoritario todas y
cada una de las caras—, tendréis un
cuaderno para cada asignatura, y
tomaréis los apuntes que queráis de las
clases de cada día. Yo os puedo pedir
los cuadernos en cualquier momento, y
espero encontrar pruebas de que habéis
aprovechado el tiempo que pasáis aquí.
»Los libros de historia general y
física están en vuestros pupitres, así
como la gramática latina y griega. En la
pizarra tenéis el plan de vuestras tareas
para el verano. Lo copiaréis al final de
la clase.
Nunca les habían hablado de forma
tan directa, y nunca les habían dado a
entender que tenían responsabilidad
sobre lo que iban a aprender.
Pero fue sólo el principio. Pronto
fueron informados de que mientras
estuvieran allí serían considerados
estudiantes serios, al margen de lo que
hicieran luego al salir. Daba igual que
más tarde acudieran a la universidad o
se dedicaran a trabajar en algún oficio.
Tenían que aplicarse con igual fervor en
todas las asignaturas de modo que
cuando finalmente dejaran la academia
fueran todos hombres educados.
Marcel, con la vista baja, se sintió
henchido de orgullo de Christophe,
paseando lentamente de un lado a otro
de la clase, hablaba de forma perfecta,
con oraciones tan brillantes y precisas
que parecían preparadas, aunque lo
cierto es que fluían espontáneas y con
una voz tan natural y enfática que los
tenía hipnotizados.
Hacía pausas siempre en el momento
preciso, mirándoles a los ojos, y luego
seguía hablando para explicar algún
punto que podía no haber quedado claro.
Su discurso era más lento de lo
normal y rezumaba entusiasmo hacia la
tarea que tenían por delante, juntó con
aquella fuerza que Marcel siempre había
visto en Christophe.
Sólo Marcel sabía los tormentos que
había soportado Christophe esa semana,
las interminables dificultades, las largas
visitas del inglés, Michael LarsonRoberts, que solía interrumpirles en
medio de su trabajo y desacreditaba la
escuela sin decir ni una palabra.
Marcel despreciaba a aquel hombre,
que sin embargo tenía algo que imponía.
Ése era el problema. Entraba en la casa
polvorienta y recorría los largos
pasillos entre el eco de los martillazos
con su traje gris inmaculado, como si le
hubieran transportado milagrosamente
des de el cenagal de las calles hasta ese
mismo lugar. Caminaba con exagerado
cuidado entre el polvo y los tablones
rotos y se aposentaba en el rincón de una
clase vacía con un periódico parisino
abierto ante los ojos. Y cuando leía en
desafiante silencio, todo a su alrededor
palidecía, se hacía vago y confuso,
como si el eje del mundo fueran sus
entornados ojos verdes. Aquel hombre
hacía desvanecerse el poder de
Christophe.
Marcel se pasó una tarde en
Madame Lelaud's, inclinado sobre su
cuaderno, dibujando toda clase de
horrores mientras los dos hombres
discutían furiosos en inglés. Michael
Larson-Roberts
le
espetaba
un
improperio tras otro:
—Eres frívolo y vanidoso, eso es lo
que pasa, te dan miedo las críticas, te da
miedo tu propio talento, te da miedo
arriesgar tu talento en el mundo. Porque
este lugar está fuera del mundo. Te estás
inmolando aquí, y no me vengas con el
cuento de una escuela parales de tu raza.
Tú no crees en tu raza, tú no crees en
nada que no sea el arte, y tampoco en
eso crees demasiado, porque no le
habrías dado la espalda…
—Me dices eso porque eres tú el
que no cree en nada —replicó
Christophe con los dientes apretados—.
Crees que me has despojado de la fe en
las cosas sencillas, la fe que sostienen
todos los seres humanos, porque tú no la
tienes, no la has tenido nunca. No me
hables de arte. ¿Qué sabes tú de arte?
¿Has escrito algo alguna vez, has
pintado algo, has comprendido algo? De
haberlo hecho sabrías que todo lo que he
escrito es una basura. Lo escribí para
causar impacto, por eso, pero no hay en
ello pasión, no tiene alma. ¡Lo que hago
aquí sí que tiene alma! Un día me
desperté, después de una de tantas
juergas, y vi la diferencia entre tú y yo.
Yo comprendo el arte, tú no. Yo no
puedo soportar el arte malo, pero tú no
sabes lo que es eso. Sí, tú, con toda tu
sofisticación, tu educación y tu buen
gusto. ¡No sabes nada!
La discusión en inglés era
demasiado rápida para que Marcel la
comprendiera, o caía en frases tan
informales y violentas que no podía
captarlas. Pero nunca había visto a un
hombre intentando ejercer tal fuerza
sobre otro, ni había visto a nadie resistir
con la tenacidad de Christophe, a pesar
de que balbuceaba en repetidas
ocasiones hasta caer por fin en un
amargo silencio que parecía la única
resistencia posible. ¿No estaban
discutiendo como un padre y un hijo?
No, más bien como un sacerdote y un
pecador. Porque había en el inglés algo
violentamente
religioso,
algo
desesperadamente
dogmático.
Christophe era como un alma perdida
que se estaba condenando, y esa letrina
que era la ciudad, con sus sombríos
esclavos y las cautelosas gens de
couleur, era el infierno.
—Amar a alguien es muy peligroso
—dijo finalmente Christophe después de
media hora de silencio, mirando a
Michael Larson-Roberts de espaldas a
la pared—. Es peligroso ser joven y
maleable y dejar que alguien te dé una
visión completa del mundo.
—Nunca pretendí darte una visión
completa del mundo —replicó el inglés
sin apenas mover los labios. Marcel
nunca le había visto tan extenuado—.
Quería darte una educación, nada más.
—… Porque luego, esa visión te
acecha toda la vida —prosiguió
Christophe—. Y siempre estarás oyendo
una voz que dice con desaprobación:
«Eso no es lo que yo te enseñé a valorar,
eso no es lo que yo te enseñé a
respetar…».
—¿Y qué les vas a enseñar a tus
adorados burguesitos de color café? —
preguntó el inglés en un súbito arranque
de furia.
—¡A pensar por sí mismos! ¡Tengo
veintitrés años y no había pensado por
mí mismo hasta que cogí el barco de
Nueva Orleans!
El inglés lo miró a los ojos mientras
se sacaba un fajo de billetes del
bolsillo.
—Haces esto para herirme, Chris —
dijo, arrojando el dinero sobre la mesa
—. Y lo has conseguido. Pero podrías
haber sido un gran escritor, podrías
haber hecho lo que quisieras con tu
talento. ¡El hecho de herirme ha sido un
precio patético! —Se levantó y se fue.
Christophe, furioso e impotente, lo
vio desaparecer entre el gentío de la
puerta.
Al cabo de un buen rato de beber
cerveza, moviendo los labios de vez en
cuando como si hablara a solas, se
volvió hacia Marcel.
—Perdona que hayamos discutido en
un lenguaje que no comprendes —le dijo
en francés con tono cansado.
—Pero
Christophe
—contestó
Marcel en inglés—, tú eres un gran
escritor, ¿no es verdad?
—Yo sólo sé que si no hubiera
salido de París y del Quartier Latin me
habría muerto. Si estoy destinado a ser
un gran escritor, lo único que necesito es
pluma y papel, y la soledad de mi
habitación. Anda, vámonos de aquí.
Salió caminando con paso rápido, y
con la mano firme sobre el hombro de
Marcel le condujo, para sorpresa del
muchacho, por la Rue Dumaine hasta la
casa de madame Dolly Rose.
Tomaron café con ella en su jardín.
Dolly llevaba sin recato un vestido de
muselina amarilla, aunque sólo hacía
tres semanas que había muerto su hija, y
en las ventanas de la casa se oía un
piano igualmente desvergonzado. Pero
ella estaba pálida, tenía ojeras y le
temblaban las manos. A veces se reía
con alegría forzada y bromeaba sobre el
pelo rubio de Marcel. Le llamaba «Ojos
Azules» ante la serena sonrisa de
Christophe, y les echaba coñac en el
café mientras ella lo bebía solo,
resueltamente, como un hombre, sin
sentir sus efectos.
Era una mujer adorable, de rasgos y
voz delicados, que podía hablar patois y
pasar en un momento a su habitual
francés parisino, que reía en súbitas
carcajadas, frenéticas pero agradables,
al recordar los personajes de su
infancia: el viejo deshollinador que les
había amenazado con su escoba, a
Christophe y a ella, cuando los
sorprendió siguiéndole e imitando sus
gestos y su voz.
—¡Vaya, Ojos Azules! —le dijo a
Marcel cuando vio que él la miraba. Lo
besó en la mejilla.
«Mujeres», pensó él agitándose
incómodo en su silla. Pero sonrió. No le
gustó ver que Dolly se sumía de pronto
en el silencio. Christophe estaba a gusto.
Se puso las manos tras la cabeza y
cuando la música dejó de oírse alzó la
vista con interés hacia el peculiar y
andrajoso esclavo negro que bajaba las
escaleras. Era el muchacho esquelético
que le había llevado las llaves unas
semanas antes. Dolly lo llamó Bubbles,
le dio unas cuantas monedas para que se
comprara la cena y lo despachó.
—Bueno, por fin lo he comprado —
dijo—. Pero se escapa. —Había salido
barato y afinaba pianos a la perfección,
pero nunca entregaba el dinero que le
pagaban. Había sido una equivocación
comprarlo. Debería venderlo en los
campos.
—No dirás en serio eso de venderlo
en los campos —le reprendió
Christophe.
—Pero no era él el que estaba
afinando el piano, ¿verdad? —preguntó
Marcel.
—Toca como quiere —contestó
Dolly—. Bueno, cuando está aquí, claro.
—Cómprale ropa decente, zapatos…
—dijo Christophe.
—¡Y no volveré a verlo! ¡Que le
compre ropa decente! —De pronto
estaba abatida y distante. Christophe se
inclinó sobre la mesa para darle un
beso, y Marcel se fue a pasear por el
jardín.
Después de eso Christophe contrató
a Bubbles para que ayudara en el trabajo
de la casa y le dio alguna ropa vieja
pero todavía utilizable con la que pudo
ir de nuevo a las casas decentes a afinar
pianos. El día antes de que abriera la
escuela afinó el espinete del salón de
los Lermontant y tocó una misteriosa
melodía para Marcel y Richard. Sus
manos eran como arañas sobre las teclas
y se mecía de un lado a otro del taburete
cerrando los ojos y canturreando con los
dientes apretados. Y no se había
escapado.
Pero los retazos de la vida de
Christophe
que
Marcel
había
vislumbrado antes del comienzo de la
escuela no eran más que la punta del
iceberg. Habían pasado muchas cosas
tras las puertas cerradas. En el reducido
mundo de Marcel corría el rumor de que
tras la discusión en Madame Lelaud's,
Christophe estaba en compañía del
inglés hasta altas horas de la noche, que
había cenado en la suite del inglés, en el
hotel St. Charles, y que habían hecho
salir a los esclavos antes de sentarse en
la mesa para dos en la intimidad de la
habitación del inglés. Dolly Rose solía
tenerlo en casa por las tardes e incluso
paseaba con él por la Place d'Armes,
pero todos sabían que al anochecer
recibía a un oficial blanco.
Y justo cuando todos esperaban que
el oficial se fuera a vivir de manera
informal con Dolly (estaba restaurando
la casa), ella rompió las relaciones y
volvió a ir a bailar a los «salones
cuarterones». Todo esto asustaba a
Marcel, que habría preferido que a
Christophe no se le viera tanto por allí.
Dolly causaba problemas a los hombres,
los hombres morían por ella (claro que
hasta ahora todos habían sido blancos).
A pesar de todo, a Marcel le fascinaba
que Christophe fuera tan complaciente
con la exigente Dolly y que Dolly fuera
complaciente con Christophe.
Juliet estaba furiosa. Sólo había
podido calmarla en cierta medida la
amenaza de Christophe de tirarlo todo
por la borda si no se mostraba cortés
con Michael Larson-Roberts. Juliet no
daba muestras de acordarse del
encuentro íntimo que había tenido con
Marcel. Su hijo era ahora el hombre de
su vida. La noche anterior a la apertura
de la escuela hubo otra pelea en la casa,
que una vez más terminó con cristales
rotos. Lisette le contó a Marcel al
amanecer, cuando él ya estaba vestido y
preparado con horas de antelación, que
Juliet había desaparecido a medianoche
y todavía no había vuelto a casa.
—¡Tú qué sabes! Eso es una tontería
—replicó Marcel—. A medianoche tú
estabas durmiendo.
—Puede
que
yo
estuviera
durmiendo, pero había mucha gente
despierta. Como el maestro no mantenga
a raya a esa mujer…
—¡No quiero oír una palabra más!
—bramó Marcel—. ¡Coge esa bandeja y
márchate! —Era una estupidez discutir
con ella. Lisette lo sabía todo, era
cierto. Marcel se tumbó un momento en
la cama, impecablemente vestido y tieso
como un cadáver y pensó que algún día
ella podría tener conocimiento de algo
que él quisiera saber. Lisette era
cariñosa con él, aunque bastante
irrespetuosa, pero su rostro podía ser
tan sombrío e inescrutable como el de
cualquier esclavo cuando quería.
En cuanto Marcel entró en el aula —
fue el primero en llegar— su rostro
macilento le confirmó lo que Lisette le
había
dicho.
El
maestro
iba
elegantemente vestido para el primer día
de clase, con corbata nueva de seda y un
lujoso chaleco beige bajo la chaqueta
marrón. Pero parecía medio muerto.
—¿Has visto a mi madre? —
preguntó en un susurro. Luego, antes de
que llegaran los demás, desapareció
escaleras arriba.
El inglés pasó por delante de las
ventanas a las siete cuarenta y cinco de
la mañana, encorvado, con las manos a
la espalda como siempre, inconfundible
a pesar de las cortinas medio cerradas.
No se detuvo.
Cuando la sala estuvo llena de
alumnos impacientes, Christophe entró
rápidamente justo a la hora, con el
rostro radiante, y allí comenzó para
todos un día emocionante en el que no
hubo un contratiempo ni un momento de
aburrimiento hasta el descanso de las
doce. Media hora antes de la salida, ya
el primer día, había comenzado la
instrucción de griego recitando la
traducción de unos cortos versos y luego
su versión original. Marcel nunca había
oído recitar griego clásico; él no podía
leer ni una sílaba. Pero al oír los
hermosos y apasionados versos sintió el
poema como se siente la música. Sobre
la pizarra entre las dos ventanas
delanteras colgaba el grabado de un
teatro griego esculpido en la falda de
una colina. El público sentado en las
gradas vestía con vaporosas túnicas. En
el centro del escenario había una figura
solitaria. Mientras escuchaba el poema,
Marcel se sintió transportado a ese
lugar.
Cuando por fin sonó el ángelus del
mediodía, Marcel se sentía lleno a
rebosar. Un súbito aplauso estalló al
fondo del aula. Eran los chicos mayores,
los hijos de los plantadores negros.
Christophe sonrió agradecido, dudó un
momento y luego los dejó marchar.
Una sola cosa había empañado el
bienestar de Marcel, y fueron los celos
que sentía de los alumnos que conocían
a Christophe por primera vez. Nada
había indicado que Marcel era distinto,
que era amigo de Christophe. Claro que
él no había esperado ninguna diferencia.
Sabía que debía ser tratado como
cualquier otro, pero aun así le dolía, lo
cual le ponía furioso. No deseaba que se
le notara en la cara.
Pensó que podría quedarse por allí,
ofrecerse tal vez a buscar a Juliet. Pero
¿y si lo despedían? Al fin y al cabo
Christophe estaba muy atareado, y
además no parecía preocupado por
Juliet. Estaba enfadado con ella después
de una larga semana de intimidad, de
trabajar juntos en las aulas y cenar
juntos, a gusto unos con otros en su
orgullo y su agotamiento. Ella le
llamaba «cher» de vez en cuando y le
acariciaba la cabeza. Estaba muy mal
haber desaparecido una noche tan
importante. Christophe estaba seguro de
que Juliet estaba bien.
—Espero que Antoine se entere de
los sucesos de hoy —le dijo Marcel a
Richard, muy animado—. Espero que se
entere de que Christophe es el mejor
profesor que ha habido desde Sócrates y
que la escuela será un éxito.
Richard se encogió de hombros.
Acababan de llegar a la casa Ste. Marie.
—Que se vaya al infierno Antoine
—dijo.
—Ven, vamos a mi habitación.
Richard vaciló. Esa semana había
rechazado varias veces la invitación de
Marcel. Al principio Marcel no se había
dado cuenta, pero esta vez era muy
evidente que Richard no quería entrar.
—¿Qué te pasa? —preguntó Marcel
Estaba exaltado y quería compartir su
júbilo con Richard y olvidarse de Juliet
y del inglés. Podrían hablar de la clase,
reflexionar sobre lo sucedido, recrearse
en ello.
Pero Richard mostraba una actitud
inusual. Bajó el brazo con los libros, se
irguió en toda su estatura de dos metros
y con la mano derecha a la espalda
dedicó a su amigo una cortés reverencia.
—Marcel, tengo que hablar contigo
de algo muy importante, ahora mismo.
En tu habitación.
—¡Estupendo! Te acabo de invitar a
entrar, ¿no?
Richard asintió tras un instante de
vacilación.
—Sí, es cierto. Sin embargo, habría
sido mejor… —Se detuvo, algo turbado
—. Habría sido mejor que hubiera
venido yo expresamente. Pero en
cualquier caso, ¿puedo hablar contigo?
Es un asunto de la mayor urgencia.
¿Puedo hablar contigo ahora mismo?
Marcel se había echado a reír, pero
de pronto se puso serio.
—Siempre que no sea de Anna Bella
—murmuró—, de que vaya a verla.
—No. Porque imagino que habrás
ido a verla. Eres un caballero y no
ignorarás su petición.
Una furia momentánea llameó en los
ojos de Marcel. Abrió la puerta y se
encaminó al garçonnière.
Se quitó inmediatamente las botas
nuevas, se sentó en la cama para ponerse
otras más viejas y le indicó a Richard la
silla junto a la mesa. Se sorprendió al
ver que Richard se quedaba en la puerta.
Había soltado los libros pero tenía las
manos a la espalda y le miraba
fijamente.
—Richard —dijo Marcel con calma
—, quiero ir a verla cuando sea el
momento.
Una sombra de dolor atravesó el
rostro de Richard.
—Que sea pronto, Marcel.
—¿Eso es todo lo que te preocupa?
¿Anna Bella? Yo conozco a Anna Bella
mejor que tú. —Marcel notó que se
sonrojaba. Tiró las botas a un lado y fue
al fondo de la habitación a sentarse en el
repecho de la ventana, junto a los
árboles, con la pierna doblada y el pie
en el alféizar—. Nadie tiene que
decirme cuándo debo ir a verla —dijo
fríamente.
Richard no se movió. Su actitud era
de lo más formal.
—¿La has visto? —preguntó con voz
casi inaudible.
Marcel volvió la cabeza y miró la
hiedra que colgaba de los robles.
—Hablemos de la escuela, Richard.
Va a ser dura.
Al ver que Richard no respondía,
prosiguió:
—Los chicos esos, Dumanoir y el
que viene del campo, han estudiado en
Francia un año. Dumanoir estaba en el
Lycée Louis le Grand…
—Se lo han repetido cuatro veces a
todo el mundo —dijo Richard—. Vamos
a aclarar lo de Anna Bella, porque no es
ésa la razón por la que he venido. Tengo
que hablarte de otra cosa.
—¡Dios mío! ¿Y ahora qué? —
suspiró Marcel.
—Muy bien, te lo voy a decir
claramente —dijo Richard—. Si no vas
a verla pensará que no te he dado el
recado.
—Le ha dado el mismo recado a
Marie. Créeme, sabe perfectamente que
sus mensajes han sido recibidos.
—¡No lo entiendo! —insistió
Richard. Empezaba a acalorarse, y su
voz era más baja, más suave. Entró en la
habitación—. Cuando todos nosotros
andábamos huyendo de las niñas y
haciéndoles muecas, tú eras su mejor
amigo, Marcel. Durante el verano te
pasabas el día en su casa. Y ahora que
tienes edad para…
—¡Edad para qué! —Marcel se
volvió de pronto. El tono de su voz
sobresaltó a Richard, que bajó la vista.
—Quiere hablar contigo —murmuró.
Marcel tenía el rostro sonrojado.
Apartó el pie de la ventana y se
incorporó. Richard lo miró, incómodo.
—Madame Elsie no me deja
acercarme a Anna Bella. ¡No puedo
verla! —exclamó Marcel—. Y aunque
pudiera, ¿qué iba a decirle?
—Pero está atravesando una
situación…
—Ya lo sé, mi caballeroso amigo.
Lo sé todo. Sé mucho más que tú. ¿Pero
qué puedo hacer? —Se sorprendió al
advertir
que
estaba
temblando,
empapado en sudor, y que miraba
ceñudo a Richard como si estuviera a
punto de atacarle. Richard no era la
persona más indicada para emprenderla
a golpes.
Richard estaba perplejo. Había algo
que no comprendía.
—Pero, Marcel —comenzó inseguro
—, si tú eres como un hermano para
ella…
—¡Un hermano! Un hermano… —
Marcel le miraba incrédulo—. Si yo
fuera su hermano, ¿crees que estaría ella
en esa situación? Despierta hasta altas
horas de la noche para… ¿cómo dijiste?
… ¿abrir la puerta a los caballeros?
En ese momento una luz extraña se
encendió en los ojos de Richard. Se
quedó en silencio. Marcel volvió a
sentarse en la ventana, mirando los
árboles.
—Madame Elsie no puede forzar a
Anna Bella —le dijo en voz baja—.
Anna Bella toma sus propias decisiones.
—¿Pero quién la ayudará a
enfrentarse a madame Elsie? ¿Quién
estará de su lado? —preguntó Richard
—. Esa vieja es una mujer malvada.
Anna Bella necesita un hermano,
Marcel. ¡Tú eres como un hermano para
ella!
—¡Maldita sea! —estalló Marcel—.
¿Quieres dejar de utilizar esa palabra?
Richard se quedó atónito. Escrutó el
rostro agitado y sonrojado de Marcel.
Parecía sobrecogido por una oculta
emoción, algo que desmentía su rostro
redondo de niño, sus inocentes y limpios
ojos azules. Richard movió los labios
como si acabara de darse cuenta de
algo, pero se quedó callado.
—No somos hermanos —susurró
Marcel con voz velada—. Nunca lo
hemos sido. Si lo fuéramos, todo sería
muy sencillo y haría lo que me dices.
¡Pero no somos hermanos! Anna Bella
es una mujer y yo todavía no soy…
todavía no soy un hombre. —Se detuvo,
como si estuviera diciendo algo
demasiado etéreo. Luego prosiguió en
voz aún más baja—: La cortejarán
cuando yo esté todavía en la escuela, la
cortejarán antes de que yo ponga el pie
en el barco de Francia, la cortejarán y
ella se marchará. No somos hermanos y
yo no puedo hacer nada, ¡nada! —Giró
la cabeza para mirar de nuevo los
árboles.
Richard se lo quedó mirando,
desolado.
Todos los músculos de su ser
reflejaban su aflicción. Tenía los
hombros caídos y una extraña luz le
brillaba en los ojos como si quisiera
alejarse de aquel rostro triste.
—Yo no sabía —susurró—. No…
no lo sabía. —Fue a coger los libros.
Marcel guardó silencio.
—¿De qué querías hablarme? —
preguntó por fin—. ¿Cuál era el otro
asunto?
—Ahora no.
—¿Por qué no? —El tono de Marcel
era amargo, pero no su intención. Vio a
Richard de pie en la puerta y de pronto
se sintió disgustado. A veces la vida de
Richard le parecía tremendamente
sencilla, lo cual podía irritarlo hasta
límites insospechados—. ¿De qué se
trata? —volvió a preguntar. Por
vanidad, o por razones que ignoraba,
intentó recobrar la compostura.
—Vendré mañana, después de las
clases —dijo Richard.
El rostro de Marcel estaba sereno.
Con un gesto casi automático se enjugó
la frente con el pañuelo doblado y luego
logró amagar una sonrisa de cortesía.
Richard vaciló. Volvió a dejar los
libros y se puso las manos a la espalda
con aquel gesto educado.
—Es sobre Marie.
La expresión de Marcel mostraba
una inocencia absoluta.
—¿Marie?
—Quiero cortejarla —dijo en un
susurro casi inaudible—. Tu madre…
me temo que… —Se quedó callado—.
Tengo miedo de que crea que no tiene
importancia, que somos demasiado
jóvenes —prosiguió por fin, tragando
saliva—. Pero si yo pudiera cortejarla,
con tu bendición, ¡cuando tú estés
presente! Quiero decir, siempre que tú
quieras… siempre que tú… —Se
encogió de hombros avergonzado.
Marcel tenía los ojos desorbitados.
Había asumido aquella expresión vacía
y obsesiva que solía espantar a la gente.
—¿Marie? —susurró.
—¡Por Dios, Marcel! —exclamó
Richard—. ¡Por el amor de Dios!
—Lo siento. Es que ahora soy yo el
que no comprende. —Estaba a punto de
echarse a reír, pero la expresión de
Richard era tan ominosa que no se
atrevió. La actitud de Richard parecía
amenazadora, como si quisiera echarse
encima de Marcel y darle una sacudida,
como había hecho tantas veces en otros
tiempos—. Pues claro que puedes verla
si quieres. —Marcel sonrió. Le
sorprendía su propia serenidad. Marie y
Richard… En ese momento se levantó
de la ventana y se plantó con firmeza en
el centro de la habitación—. Pronto
cumplirá catorce años. Deberías esperar
hasta entonces —dijo seriamente—. Se
celebrará una fiesta, claro, y tú vendrás.
Después de eso… cuando tú quieras,
pero antes, bueno, si quieres ya lo
arreglaré.
—Pero tu madre…
—No te preocupes por mi madre —
sonrió Marcel—. Tú déjamela a mí.
Richard, incómodo y aliviado al
mismo tiempo, hizo una rápida
reverencia y se dio media vuelta.
—Ya ves —dijo Marcel.
Richard miró atrás.
—Ya ves qué buen hermano puedo
ser.
Mucho tiempo después de que
Richard se marchara, Marcel seguía
sentado en la ventana mirándolas
cascadas de hiedra y las retorcidas
ramas de las higueras. Luego se enjugó
de nuevo la cara con el pañuelo, se
abrochó la chaqueta y salió.
Bajo la sombra de las altas
magnolias del jardín de madame Elsie
había dos hombres blancos sentados a
una mesa de hierro forjado, ante dos
vasos altos de bourbon que relucía
ambarino bajo la luz del mediodía. Una
hilera de arrayanes adornados con
crespones separaba el pequeño jardín
del camino que llevaba al edificio
trasero donde vivía Anna Bella. Los
largos porches quedaban protegidos por
ramas verdes, a través de las cuales
Marcel veía que las ventanas y las
cortinas estaban abiertas. Pero cuando
divisó a los caballeros blancos y oyó
sus voces, se detuvo sin que lo vieran y
miró hacia el lejano porche.
Apenas era consciente del francés
lento y pesado de los blancos o del
compulsivo sonido de una llave contra
el cristal del vaso.
Luego echó a andar por el camino
hacia las escaleras.
Vio de reojo una oscura figura en la
puerta de la cocina, al otro lado del
jardín, pero subió la escalera sin hacer
caso. La figura echó a correr,
recogiéndose las faldas. Marcel estaba
casi en el porche cuando oyó que la
mujer intentaba llamar su atención y le
susurraba apremiante, chasqueando los
dedos:
—¡Marcel!
Se acercó a la puerta sin apartar la
vista de las ventanas del salón.
Anna Bella estaba en el canapé, con
el regazo cubierto por una larga cinta de
encaje blanco. Hacía meses que no la
veía. Ya no iba a misa con su madre y su
hermana, y sus caminos no se cruzaban.
Pero en aquel momento el amor que
sintió por ella fue tan exquisito que le
temblaron las rodillas. Sintió también el
desagradable
hormigueo
de
la
vergüenza. ¿Cómo podía ella conocer
sus sentimientos? ¿Cómo podía saber
por qué no iba nunca a verla? ¿Cómo
podía saberlo ella, cuando no lo sabían
ni Richard ni Marie, cuando ni él mismo
podía comprenderlo del todo? No tenía
pensado lo que iba a decir, no había
ensayado ningún discurso. Sólo sabía
que debía estar con ella, que debía
sentarse a su lado y hacérselo
comprender. «Mais non, ya no somos
niños». Y ahora que ya no eran niños,
¿en qué se habían convertido? Cierto
que en muchos momentos, en otros
tiempos, habían abierto sus corazones,
enzarzados en aquellos largos y
misteriosos tête-à-tête en los que habían
descubierto juntos verdades que tal vez
nunca habrían conocido a solas. Seguro
que ahora también podían dar juntos ese
paso. Si había dos personas en el mundo
que pudieran despojarse del disfraz de
adulto que les había caído encima y que
los separaba, debían de ser Anna Bella
y él. Sólo tenía que cogerle la mano.
Dio un paso adelante, con el puño
dispuesto a llamar a la puerta, cuando de
pronto una cabeza oscura se destacó
entre las conocidas siluetas de la
habitación. Era un joven blanco con un
fino bigote negro, peinado con una raya
en medio y con delicados rizos en el
cuello, un joven que miraba con severos
ojos de halcón. Marcel retrocedió, con
las piernas temblorosas, y se marchó a
toda prisa.
Todavía temblaba cuando llegó a su
cuarto. Se sentó en la mesa donde había
dejado el cuaderno de la escuela, el
libro de griego, la caja para las plumas.
Fue a coger una pluma para mojarla en
el tintero, pero en lugar de ello deslizó
las manos a la cintura, bajó la cabeza y
con los ojos cerrados estalló en
lágrimas.
—IV—
E
ra la hora de las brujas, o al menos
lo parecía. Las luces estaban
apagadas y sólo se oían lejanos ruidos:
una mujer riendo histérica, el estampido
de un disparo. Durante un rato pareció
que había sido el débil resonar de los
tambores, de los persistentes tambores
vudú procedentes de alguna reunión
oculta en el laberinto de cercas y muros
del barrio. Marcel se despertó
acalorado,
empapado
en sudor,
totalmente vestido. Lisette estaba junto a
él.
Se había quedado dormido con los
libros diseminados al pie de la cama.
Había estado estudiando griego, como
cada noche desde que comenzara la
escuela tres semanas atrás, esforzándose
por mantener su precario liderazgo al
frente de la clase. Ahora, con cierto
alivio se dio cuenta de que era viernes y
que podría descansar a pesar de no
haber terminado la tarea. El tormento no
comenzaría hasta el lunes por la mañana.
—Muy bien —gruñó, disponiéndose
a recibir el sermón de Lisette. Se
incorporó con esfuerzo rígido, deseando
volver a caer dormido.
—El maestro le llama —dijo ella.
—¿Qué? —Marcel tenía de nuevo la
cabeza en la almohada caliente y
arrugada. El calor de la pequeña
habitación era insoportable—. ¿Qué? —
Se incorporó del todo.
—Ha mandado al inútil de Bubbles
con el recado de que fuera a su casa, si
estaba despierto y si a su madre le
parecía bien. Bueno, su madre está
durmiendo. Son las nueve. ¿Va a ir o no?
—Sí —contestó él—. Claro que voy
a ir. Tráeme una camisa limpia. —
Estaba muy dormido, pero no había
hablado a solas con Christophe desde
que comenzó la escuela. Había estado
soñando, no sabía por qué, con hombres
a caballo—. Me has asustado —
murmuró.
—¿Cómo que le he asustado?
Lisette estaba ante el armario
abierto. Marcel se quitó la ropa,
manchada por el calor del verano y por
su propia piel. Ese mismo día, al final
de las clases, el hijo del plantador de
color, el pulcro Augustin Dumanoir,
había afirmado con un suspiro que el
calor de agosto era insoportable y que la
escuela debería haber comenzado en
otoño. Pero lo cierto es que había valido
la pena, con calor o sin él. Christophe
tenía que demostrarse a sí mismo que el
proyecto de la escuela era posible, y
tenía que demostrárselo también al
inglés que todavía seguía alojado en el
St. Charles. El inglés ya no iba a la casa
pero Christophe había sido visto más de
una vez con él a la horade la cena
paseando por la ciudad.
—Me has asustado porque pensé que
había llegado monsieur Philippe —
suspiró Marcel.
Debía de estar aún medio dormido
porque sus propias palabras le
sorprendieron. Creía que monsieur
Philippe estaba muy lejos de sus
pensamientos, pero de pronto recordó
algo del sueño: un hombre cabalgaba
por los campos, un hombre que tenía
relación con Augustin Dumanoir, que
todos los días se quedaba después de
clase para charlar con Christophe como
si fuera un hombre. El chico se había
traído sus perros de caza a Nueva
Orleans y el último domingo Marcel le
había visto cabalgando por la calle, con
el arma en la pistolera y su enjuto rostro
de bronce alzado al sol. El caballo era
magnífico. Los perros correteaban a su
lado, entrando y saliendo de los escasos
grupos de gente. Pero del sueño quedó
la presencia de monsieur Philippe y el
viejo temor: ¿se habría enfurecido al
recibir la nota de Cecile? Estaba seguro
de que la había recibido: el notario se lo
había comunicado a Marcel, aunque éste
no había preguntado cómo se la habían
entregado.
El
notario
estuvo
fisgoneando: cómo le iba a Marcel
ahora con los estudios, cómo se llamaba
su profesor, cuántos años tenía su
adorable hermana. «Ahora estoy en una
nueva
escuela»,
pensó
Marcel,
esforzándose por abrir los ojos. Se tomó
el café con leche caliente que le había
llevado Lisette. «Soy el primero de la
clase y monsieur Philippe ha oído hablar
de Christophe». Cerró los ojos y los
volvió a abrir. El café con leche estaba
dulce y delicioso.
El trabajo de las tres últimas
semanas lo había dejado totalmente
agotado: sus viejos hábitos pasaban
factura. Soñaba demasiado, pensaba
demasiado, dormía demasiado, tenía que
esforzarse denodadamente para terminar
las tareas, le dolía la cabeza. Pese a
ello, en cierto modo nunca había sido
tan feliz. La vida diaria en el aula había
superado sus sueños más románticos.
Christophe tenía una paciencia infinita
para explicar los conocimientos básicos,
pero cuando verdaderamente se lucía
era con los grandes sistemas de
pensamiento. La historia no era para él
un conjunto de fechas y nombres sino
que hablaba de cataclismos culturales,
revoluciones que dividían el mundo en
arte, arquitectura y todas las expresiones
de la mente humana. Marcel estaba
deslumbrado. Le habría gustado volver a
vagar por las calles, deleitándose
durante horas con una sola de las frases
de Christophe, con una sencilla frase. Lo
único que le dolía era lo que le había
dolido el primer día de clase:
Christophe era ahora su profesor, formal
y exigente con él como con todo el
mundo, y su voz no asumía ningún tono
afectuoso o cálido cuando le llamaba
por su nombre. No tenían tiempo de
intercambiar ni unas palabras por la
tarde, y los dos domingos que Marcel
fue a llamar a su casa, encontró que
Christophe se había ido. Juliet, con la
cara desencajada y macilenta, muy
parecida a la mujer que había sido
anteriormente, le había inquietado
invitándole a pasar con indiferencia. El
inglés encontró a Marcel una tarde al
salir de la escuela y le explicó
sarcásticamente que ya no le estaba
permitido visitar a Christophe en casa
de su madre.
Marcel sólo tenía un consuelo, que
cuidaba como un tesoro: era el primero
de la clase. Todas las mañanas, cuando
les devolvían su trabajo corregido, la
nota de Marcel era la más alta. Sus
traducciones
eran
perfectas,
su
geometría impecable. Deseaba poder
decirle a Christophe, con la mano en el
corazón, lo mucho que significaba para
él su maestro, su infinita paciencia con
las cuestiones más obtusas, su repetida
pregunta: «¿Hay alguien que no haya
entendido? Si no entendéis algo,
decidlo». Monsieur De Latte castigaba
al que preguntaba y lo acusaba de vago
o de estúpido. Marcel tuvo que aprender
a no fingir que entendía.
—¿Qué hora es? —le preguntó a
Lisette. La camisa limpia estaba fresca
pero muy tiesa.
—Las nueve, ya se lo he dicho. Y
michie Philippe no está en la ciudad. —
Marcel la miró mientras se abrochaba el
chaleco, vio su rostro sombrío a la luz
de la lámpara, la falda marrón con el
estallido de lunares rojos como su pelo
cobrizo.
—¿Cómo sabes que no está en la
ciudad? —preguntó. Lisette se jactaba
de saberlo todo de todos. Marcel
recordó las palabras de Christophe:
«Todos los esclavos de la manzana
saben que estuviste esa tarde con mi
madre».
—Tómese otra taza. —Lisette le
ofreció el café con leche y le puso las
botas nuevas junto a la cama—. No he
tenido tiempo de limpiar las otras. Con
lo del cumpleaños de su hermana no me
queda tiempo ni para respirar.
Marcel asintió. Sus botas nuevas. Le
hacían un daño espantoso.
—¿Por qué se va a celebrar la fiesta
en casa de tante Colette? —preguntó
con cansancio.
A él tampoco le quedaba tiempo
para respirar. El cumpleaños de Marie
era el 15 de agosto, la fiesta de la
Asunción de la Santísima Virgen. Puesto
que era su cumpleaños y su santo, la
celebración era muy sofisticada: se
hacía una tarta especial y había incluso
regalos para los esclavos. Ese año era
especial
además
porque
Marie
cumpliría catorce años y se convertiría
en una jovencita, como si no lo fuera ya,
como si Lisette no se pasara el día
planchándole la ropa, como si Richard
no hubiera acudido ya dos veces a verla.
Lisette, que siempre había odiado
realizar la más sencilla de las tareas
personales para Cecile, iba ahora a
todas partes con Marie y se había
convertido por decisión propia en su
doncella.
—Usted no sabe siquiera lo que
pasa delante de sus narices —dijo
Lisette—. Su madre dice que la casa es
demasiado pequeña. —Al decir «su
madre», su voz dejó traslucir un cierto
desdén—. No se quede allí demasiado
tiempo —susurró. Lisette todavía le
hablaba con tono protector, como si
fuera un niño.
—No seas tonta —dijo él—. Haré lo
que me dé la gana. —¿A qué venía aquel
comentario de que la casa era
demasiado pequeña?
—Pues eso le diré a su madre si se
despierta, que su hijo ha salido a hacer
lo que le da la gana.
—Haz lo que quieras —replicó
Marcel. Se puso las botas y se peinó—.
¿Está mamá enfadada con Marie? —Lo
preguntó mirando por encima del
hombro, restándole importancia.
Lisette emitió un ruidito que no
llegaba a ser una risa.
—No tarde —repitió.
—¿Pero qué demonios te pasa? —
Marcel se metió el peine en el bolsillo.
Parecía que el aire había cambiado, o
que algún sonido persistente se había
desvanecido, porque de nuevo se oían
los
tambores
vudú—.
Quieres
escabullirte, ¿verdad? Quieres ir a esa
reunión…
¿Se oían más los tambores o era que
los tenía metidos en la cabeza? Su ritmo
era monótono, enloquecedor.
—¿Nunca se ha preguntado qué pasa
en las reuniones? —dijo Lisette con tono
insinuante.
Marcel la miró indignado.
—¿Y por qué me iban a preocupar
esas bárbaras supersticiones? —Sabía
que su mirada se había tornado dura,
pero Lisette no se inmutó. Había en su
rostro algo astuto e insolente, algo
orgulloso.
—Le sorprendería ver hasta qué
punto esos salvajes que danzan son una
buena compañía —dijo con una sonrisa
—. ¡Incluso para un caballero como
usted!
Marcel miró su sonrisa, la pose con
la que le hablaba desde la puerta con los
brazos cruzados.
—Tú nos odias, ¿verdad, Lisette? —
susurró—. Nos odias a todos, incluso a
Marie… SÍ fuéramos blancos podríamos
azotarte dos veces al día y tú nos
lamerías las botas.
La sonrisa de Lisette se desvaneció.
Marcel temblaba y ella le miraba
inexpresiva. Marcel sintió un escalofrío.
Nunca habían llegado las cosas tan lejos
entre ellos, nunca había expresado esos
sentimientos, ni siquiera a sí mismo. Le
sorprendía ver el cambio sufrido por
Lisette. La esclava tenía el ceño
fruncido como si hubiera recibido un
golpe.
—Ustedes me caen bien, michie —
dijo suavemente—. ¿Acaso no me he
portado siempre bien con ustedes? —
Estaba trastornada—. ¡Usted no conoce
mi pena, michie! —Apartó la mirada.
—Lo siento, Lisette. —Marcel
apretó los puños nervioso. Le había
hecho daño, cuando jamás había soñado
que tuviera el poder de hacerlo. Lisette,
con la cabeza ladeada, jugueteaba con
un pendiente. No quería mirarlo—. Lo
siento —repitió—. Has estado cuidando
tanto de Marie estos últimos días…
Una triste sonrisa asomó poco apoco
en el rostro de Lisette.
—Sí —susurró—. ¡Su madre se ha
puesto furiosa!
Bubbles, el esclavo, le abrió una
puerta lateral y le guió con ojos de gato
por la completa oscuridad de las
escaleras.
—Entre ahí, michie —susurró, y se
desvaneció en silencio como tragado
por el vacío.
Durante todo el tiempo que trabajó
con Christophe, Marcel no había vuelto
a subir al segundo piso. La tenue luz de
la Luna le mostró que la puerta del
dormitorio de Juliet estaba cerrada.
Marcel se dio la vuelta, con la mano en
el poste de la escalera, y vio una
lámpara al fondo del pasillo. Christophe
le hacía señas. Cuando llegó a la puerta,
Marcel se dio cuenta de que estaba
entrando en su habitación.
El maestro estaba sentado a su mesa,
con una lámpara en la estantería. La
pared por encima de la lámpara estaba
cubierta hasta la altura de un hombre de
papeles clavados con chinchetas,
escritos con letra púrpura. Eran versos,
con algunas tachaduras aquí y allá,
emborronados en los anchos márgenes.
La mesa estaba atestada de libros
abiertos, montones de papeles, plumas,
un caos totalmente distinto a la
reluciente pulcritud del aula del piso
inferior, un caos que parecía emanar de
la mesa y abarcar toda la habitación. La
cama estaba deshecha, los periódicos
apilados desordenadamente sobre la
colcha, un cenicero se había volcado,
arrojando colillas y cerillas usadas.
Pero
todo
era
acogedor,
maravillosamente acogedor: la repisa de
la chimenea llena de estatuillas, las
paredes cubiertas de mapas y grabados.
Ante el hogar había un cojín arrugado y
un vaso vacío, como si Christophe
desdeñara a veces la cama y prefiriera
dormir en el suelo.
Christophe vestía con la misma
formalidad que cuando impartía clases.
Estaba sentado de espaldas a la mesa,
con las manos cogidas y un brazo
apoyada en ella. Parecía estar posando
con la misma postura que mostraba en el
pequeño daguerrotipo que Juliet le había
ensenado a Marcel aquella tarde.
Christophe lo había mostrado en clase,
explicando lo que era y cómo se lograba
la imagen por medio de la luz y unos
productos químicos. Todos se habían
quedado sorprendidos. Aquélla fue una
de las muchas clases que dedicó esa
semana a los inventos y novedades en
París, lo cual encandiló a los chicos.
Pero algo le pasaba a Christophe.
Estaba demasiado quieto, vestía con
demasiada
perfección,
destacaba
demasiado en el desorden de la sala,
con el rostro en sombras contra la luz de
la lámpara.
—Te he echado de menos en las
cenas —dijo.
—Yo también a usted, monsieur —
contestó
Marcel—.
No
quería
molestarle, y he estado estudiando todos
los días hasta medianoche.
—Está siendo duro para ti,
demasiado duro. Uno de estos días
quiero hablar contigo de todo el tiempo
que te pasas mirando por la ventana en
clase, pero ahora no. Además, eres mi
estrella.
Marcel se sonrojó.
—Lo último que se me ocurriría
ahora es reprenderte por soñar
despierto. Ojalá tuviera claro lo que
quiero decir, porque así no estaría
divagando sobre cosas que no nos
interesan a ninguno de los dos. Siéntate.
Marcel se acomodó en el sillón junto
a la chimenea. No podía apartar la vista
de los poemas colgados en la pared. Al
ver que Christophe no decía nada,
preguntó:
—¿Qué pasa, Christophe?
Él suspiró.
—Bueno, ¿cómo ha ido todo,
Marcel? ¿He sido un buen profesor?
Marcel estaba perplejo. ¡Un buen
profesor! Todo el mundo hablaba de
Christophe. Rudolphe se había detenido
en la puerta de su casa para cantar sus
alabanzas e incluso el malcriado de
Fantin estaba intentando aprender a leer.
Augustin Dumanoir y sus compinches
habían mandado traer sus pertenencias
de las plantaciones.
Marcel ladeó la cabeza.
—¿Me estás tomando el pelo,
Christophe?
Christophe soltó una risa seca.
—No. Puede que el profesor
necesite unas palabras tranquilizadoras
del alumno, puede que necesite ver un
poco de admiración en sus ojos azules.
—Su voz era más suave de lo normal y
vibraba de emoción, como cuando
discutía con el inglés.
—¡Ya cuentas con mi admiración!
Lo sabes.
Christophe se quedó pensativo.
—Esta noche voy a ver a mi amigo
Michael. Si me niego a volver con él
creo que se marchará mañana por la
mañana con la primera marea. —
Recorrió la pared con la vista y luego
bajó los ojos—. Lo cual significa… que
tal vez no lo vuelva a ver.
—Ah —susurró Marcel. Ahora
comprendía su tono de voz y la pose
rígida y compuesta con laque intentaba
refrenar su emoción.
—Me resulta fácil olvidar que eres
muy joven —prosiguió Christophe—.
Tienes una seguridad que es como una
llama interior, una seguridad de la que
yo carezco, aunque me han dicho que
tengo un cierto estilo.
El elogio no tranquilizó a Marcel.
Tenía miedo.
—No querrás volver a París,
¿verdad? —preguntó con voz trémula.
—¡No, por Dios! ¡No! Esto no tiene
nada que ver.
—¿Estás seguro? ¿No te has
arrepentido? —Marcel le escrutaba con
la vista, buscando la más ligera
vacilación.
Christophe esbozó una fatigada
sonrisa.
—Ahora no lo puedes comprender.
Si hubieras dilapidado tu juventud
viajando por el mundo, si hubieras
pasado años en París, borracho noche
tras noche, de café en café, fumando
hachís con gente a la que no podrías
recordar, haciendo el amor con personas
a las que nunca hubieras conocido en
otras circunstancias, si hubieras escrito
tanta basura que ya no pudieras ni
acordarte de lo que es estar
comprometido,
bueno,
entonces
empezarías
a
comprender.
Te
encontrarías aquí, en la esquina de la
Rue Dauphine y la Rue Ste. Anne con
una sonrisa idiota en los labios y
murmurando la palabra «casa».
Christophe rompió su rígida pose un
instante y se pasó la mano por el pelo.
—Creo que he quemado París —
murmuró—. Acabó convirtiéndose en un
mal gusto de boca y un constante dolor
de cabeza.
Marcel le observó con atención,
observó cómo cogía un lápiz de la mesa
dispuesto a romperlo con las dos manos.
—¿Entonces se trata sólo de que te
tienes que separar del inglés, de que te
tienes que despedir de él?
—¿Sólo separarme del inglés? —
Christophe alzó la vista—. ¿Sólo
separarme de él? —Tensó los labios en
una mueca.
Marcel apartó tímidamente la
mirada.
—¿Por qué le resulta tan difícil
comprender que quieres quedarte aquí
con nosotros, que nosotros te queremos
aquí, que te necesitamos?
Christophe frunció el ceño.
—Porque me necesita también —
suspiró—. Necesita que yo lo vuelva a
necesitar. En todo esto hay una injusticia
monstruosa, una injusticia que sólo yo
comprendo.
—Yo sé que no es bueno para ti —
barbotó de pronto Marcel—. ¡Estarás
mucho mejor cuando se marche!
Apretó los labios con fuerza. Había
ido demasiado lejos, pero no podía
soportar ver así a Christophe, y sólo el
inglés podía convertir al brillante
profesor en un niño inseguro y
desdichado.
—Lo siento —musitó Marcel.
—Tú le desprecias, ¿verdad? —
preguntó Christophe—. Igual que mi
madre. Tú le miras como si fuera un
peligro y ella le maldice, le amenaza
con hacerle magia vudú, le insulta…
—Eso es porque le tiene miedo,
Christophe, como yo. Tiene miedo de
que te convenza para que te marches.
Además, piensa que es el que… bueno,
el hombre que te sacó de tu casa de
París hace años.
¡Ya lo había dicho! Marcel tenía la
seguridad de que estaba librando una
especie de batalla, de que Christophe le
estaba pidiendo que luchara, aunque no
comprendía muy bienios términos.
—¡Mi casa de París! —Christophe
se inclinó—. Mi casa de París. ¿Eso
dijo ella? ¡Madre mía, qué mente más
simple! ¿Sabes una cosa? A veces me
parece entender perfectamente la locura
de mi madre. Es un egoísmo increíble.
¡Mi madre sólo comprende lo que quiere
comprender!
—Christophe, te va a oír —advirtió
Marcel.
—¡Pues que me oiga! A ver si le
abro los ojos de una vez. ¡Mi casa de
París, por el amor de Dios! ¡Aquel hotel
y aquella gente! Me pasé allí dos años
sin recibir ni una carta de Nueva
Orleans. El empleado del banco que me
llevó allí desapareció. Tuve que robar
para conseguir papel para escribirá mi
madre, mientras que aquí mismo, en esta
calle, hay tiendas donde una mujer
puede dictar una carta y hacer que la
manden al extranjero.
—¿Pero qué pasó?
Christophe se volvió a pasar la
mano por el pelo.
—Yo mismo me lo pregunto a veces
—contestó—. Pero no estoy siendo
sincero. La verdad es que lo sé muy
bien. —Se irguió y carraspeó—. Fue
idea de su padre. Debió de sonar muy
oficial cuando habló con sus abogados,
pero el caso es que para cuando hube
atravesado el océano y pasado por las
manos de una sucesión de desconocidos,
ya quedaba poco del plan original. Una
familia me acogió a cambio de dinero y
me puso a trabajar en el hotel en lugar
de mandarme al colegio. Cuando
Michael se alojó allí, yo no tenía ni
zapatos. Me había escapado dos veces y
había tenido que volver muerto de
hambre. Incluso ahora me cuesta hablar
de aquella época. —Se agitó inquieto—.
Pero te digo una cosa: yo era más joven
que tu cuando llegué, y dos años me
parecían toda una eternidad.
—No sabía… —murmuró Marcel.
—No tenías por qué saberlo. Pero lo
trágico es que mi madre tampoco lo
sabe. Si hubiera tenido alguna fuerza, si
hubiera podido enfrentarse a ese
hombre… Mi madre fue siempre víctima
de sus amantes, pero yo siempre sabía
quién era el más importante para ella.
Sabía que pasara lo que pasase ella era
mi madre, y que nos pertenecíamos el
uno al otro. Yo los veía llegar con sus
lujosos carruajes y sus regalos. Pagaban
el alquiler y me mandaban de un lado a
otro, pero yo sabía que a la larga duraría
más que cualquier amante, y que si
alguno se atrevía a ponerme la mano
encima, estaba acabado. A ella podían
pegarle, eso sí. De hecho a veces lo oía
a través de las paredes. Pero mi madre
me pertenecía y yo le pertenecía a ella,
hasta que llegó él, hasta que llegó su
padre, ese fantasma del pasado. Había
sido un auténtico bandido, uno de esos
salvajes haitianos que habían vivido en
el monte durante generaciones, esclavos
fugitivos un siglo y rebeldes al siglo
siguiente. Era un hombre de hierro, con
las manos sucias de sangre y mucho oro
en los bancos.
»Y cómo le impresionaban los
abogados… Todavía me acuerdo de los
despachos. Mucho cuero y terciopelo
verde, y buen jerez. Yo tenía que
educarme en el extranjero. In loco
parentis, iba a vivir con una buena
familia francesa. Y luego aquel sombrío
hotelucho, los catetos malencarados con
sus correas y el jergón debajo de la
escalera.
Christophe emitió una amarga
interjección.
—La primera noche que vino
Michael me dejó calentarme las manos
en la chimenea, y cuando le llevé la cena
me dijo que no tenía hambre y observó
como devoraba hasta el último bocado.
—Movió la cabeza con la mirada
perdida—. Es curioso, nunca he escrito
una palabra de ello. Seguro que el señor
Charles Dickens lo habría hecho, pero
claro, él no se dedica a pergeñar
tonterías entre pipa y pipa de hachís.
Marcel no dijo nada. Todo coincidía
con los rumores: casi podía oír la voz
de monsieur Philippe en la mesa,
contándola vieja historia. Sólo el inglés
era un elemento nuevo. Hasta ese
momento tal vez, Marcel todavía dudaba
de los miedos de Juliet. Ahora estaba
cautivado por Christophe, y al mismo
tiempo atemorizado.
—Entonces es que sintió lástima por
ti —susurró.
—¿Lástima? Se convirtió en mi
vida. Me compró ropa, me dio una
manta y comida y me llevó a todas
partes. Entonces llegó el día que yo
temía, el día en que me dijo que se
marchaba. —Suspiró y volvió a coger el
lápiz, presionándolo con el pulgar como
si quisiera romperlo. Marcel llegó a
sentir la fuerza que ejercía sobre él—.
Creí que me moría. Le dije que me
escaparía en cuanto él se marchara, que
no podía quedarme allí ni un momento
más, que me daba igual lo que me
pasara. Creo que nunca olvidaré aquel
momento. Él estaba sentado junto a la
ventana, en su habitación. Lo recuerdo
como si fuera ayer.
».“He tomado una decisión,
Christophe, me dijo, es una decisión que
el mundo no comprenderá, pero ya está
tomada. Haz tu equipaje discretamente y
prepárate para marcharte conmigo esta
noche”.
De pronto el lápiz se partió por la
mitad y cayó sobre la mesa.
—No sé qué habría sido de mí si me
llega a dejar allí. —Miró a Marcel—.
Pasaron tres años antes de que yo
acudiera al despacho de un procurador
de Londres para que escribiera a mi
madre. Quería castigarla, quería que
pensara que estaba muerto.
Marcel bajó la cabeza. Sentía una
vaga excitación al pensar en esos tres
años y los nombres tan a menudo
mencionados por los dos hombres:
Estambul, Atenas, Tánger.
—¿Sabes qué era lo que más miedo
me daba? —preguntó Christophe con un
hilo de voz.
Marcel alzó la vista.
—Que hubiera muerto ella, que la
hubiera
perdido,
que
hubiera
desaparecido. No podía dejar de pensar
en ella. Y es curioso, pero a medida que
pasaba el tiempo mi madre era una
imagen cada vez más real. Recordaba de
ella un montón de cosas que ni siquiera
era consciente de que sabía. Me
despertaba en distintas ciudades
sintiendo a mi alrededor el ambiente de
esta casa. Soñaba con ella. Hasta que
llegó a estar conmigo día y noche. El día
que fui a ver al procurador para obtener
su respuesta estaba temblando. Habían
contactado con un abogado de aquí, de
la Rue Camp. El bastardo de su padre
estaba postrado en cama, paralítico, y
mi madre se había echado a llorar
cuando se enteró de que yo estaba vivo.
Lo único que les dijo a los abogados
fue: «Díganle que vuelva a casa».
Christophe se encogió de hombros
con amargura.
—Ya habíamos reservado los
pasajes para Estambul, y yo no tenía
intención de cruzar el océano por ella
después de lo que me había hecho, y
menos estando vivo el maldito haitiano.
Les dije a los abogados que me
informaran en cuanto dejara este mundo,
pero cuando eso sucedió yo ya estaba en
París y era famoso por escribir tonterías
sobre una descabellada heroína llamada
Charlotte y su ridículo amante,
Randolphe. Michael me había vestido,
me había educado, me había instruido en
los modales, la conversación, los
buenos vinos. Era él el que trataba con
los editores, el que pagaba el alquiler y
el que me cogía por el brazo para
llevarme a casa al salir de los cafés.
»Yo no podría enseñarle nada a
nadie de no haber sido por Michael. No
sería profesor, ni escritor, ni tendría
dinero para pagar ni una copa de
absenta.
De pronto volvió a un lado la
cabeza.
Un reloj dio la hora al fondo de la
casa con un sonido tan débil que un
susurro lo habría apagado. Marcel no
consiguió captar la hora. De hecho
pareció que estuviera sonando una
eternidad.
No veía nada de lo que le rodeaba,
ni siquiera veía a Christophe que
descansaba la frente en la palma de la
mano, con el tacón de la bota en el
reposapiés de la silla. La historia le
había dejado triste y algo excitado,
aunque no sabía por qué. Odiaba al
inglés, lo odiaba sin duda, pero sentía,
con una intensidad que lo aturdía, la
unión de dos personas, dos personas
juntas, vagando juntas por tierra y mar,
protegiéndose, cuidándose la una a la
otra. Era algo tan atractivo de pronto
que Marcel sacudió la cabeza sin darse
cuenta. Sintió pena de que aquello
hubiera terminado definitivamente,
sintió pena por el inglés y un terrible
dolor por Christophe.
Sin embargo en la historia había una
fisura, una fisura espantosa. ¿Por qué no
le había escrito el inglés a la madre de
Christophe, en Nueva Orleans? ¿Por qué
no había ayudado al muchacho a volver
a casa?
Christophe se incorporó.
—Me tengo que ir —declaró con
voz velada.
Marcel no contestó. Le martilleaba
el corazón.
—Pero seguramente lo volverás a
ver —dijo por fin.
Christophe movió la cabeza.
—No lo creo.
Marcel se lo quedó mirando.
Christophe estaba de nuevo sentado muy
erguido, como en el daguerrotipo.
—No entiendo por qué tiene que ser
algo tan definitivo…
—¡Porque ha terminado! —exclamó
Christophe con los ojos muy abiertos,
fijos en las sombras—. ¡Porque le debo
la vida! Y eso es tan grave que no se
puede soportar.
Se levantó, estiró los brazos con los
puños cerrados y luego los dejó caer a
los costados.
Marcel le miró la espalda erguida,
los hombros cuadrados, la cabeza de
frente a los poemas de la pared. La
noche parecía desierta en torno a ellos,
salvo por un suave y lejano rumor.
Marcel parpadeó como si la historia
hubiera sido un súbito resplandor que lo
cegara y quisiera recuperar la vista.
—¿Quieres acompañarme… un
trecho? —murmuró Christophe por
encima del hombro—. Podríamos tomar
una cerveza en uno de esos antros del
muelle que tanto te gustan.
—Sí. —Marcel se levantó despacio
—. Quizá pueda esperarte… fuera del
hotel.
—No. Iré a despedirle. —Cogió la
caja de puros de la mesa.
Se oyeron entonces unos suaves
pasos en el corredor, y el esclavo
Bubbles apareció en la puerta.
—Michie, ha venido un hombre. Es
del hotel St. Charles.
—¡Maldita
sea!
—masculló
Christophe.
Marcel lo siguió despacio por el
pasillo oscuro.
No le iba a resultar agradable ver al
inglés furioso, maldiciendo a Christophe
por no haber acudido antes. Sin embargo
era un hombre negro el que estaba al pie
de las escaleras con un farol en la mano.
Christophe se volvió hacia Marcel, y al
principio el muchacho pensó que la luz
le había distorsionado la expresión del
rostro.
—Más vale que lo saque de allí
ahora mismo, michie —dijo el negro—.
Dicen que está bastante grave. Y ya sabe
que los ingleses caen como moscas.
—¡No! —Christophe movía la
cabeza una y otra vez con los ojos
desorbitados—. No. Ha estado en El
Cairo, con el cólera, con la peste.
Seguro que no es nada…
—La ha cogido, michie, y quieren
que se vaya del hotel.
—¿Qué ha cogido? —susurró
Marcel.
Pero ya lo sabía.
—V—
E
l inglés deliraba. No supo que lo
metían en un carruaje, que lo
sacaban de él, que lo llevaban escaleras
arriba a la habitación de Christophe.
Juliet, soñolienta y desgreñada, salió al
pasillo con un chal de flores sobre su
largo camisón de seda y se acercó a
ellos, apartándose furiosa el pelo de la
cara. Pasó junto a Marcel, en el umbral
de la puerta, y miró la cama de
Christophe, donde yacía el inglés con la
cabeza yerta sobre la almohada, el pelo
mojado y oscuro sobre su frente alta y
los ojos entornados. Respiraba en cortos
y lentos jadeos.
Bubbles acercó una jarra de agua en
la que Christophe mojó su pañuelo para
ponerlo luego sobre la frente del inglés.
—Michael, ¿me oyes? —preguntó.
No había dejado de repetir lo mismo
durante todo el camino hasta la casa—.
¡Pero dónde está el médico, por el amor
de Dios! —Se dio la vuelta, con los
dientes apretados.
—Ya viene, michie —contestó
Bubbles con su voz permanentemente
sosegada—. Esta noche hay fiebre por
todas partes, michie. Vendrá cuando
pueda.
Christophe le abrió la camisa al
inglés, le desabrochó el cuello y luego
lo envolvió más en la manta.
—Lo que necesita no es un médico,
Christophe —dijo Marcel—, sino una
buena enfermera. Nuestras mujeres son
las mejores para eso. Es lo que te dirá el
médico cuando venga, que le busques
una enfermera.
Christophe se volvió hacia Juliet,
que miraba de reojo al inglés, apoyada
en el quicio de la puerta.
—Tú sabes lo que hay que hacer,
mamá. Conoces la fiebre amarilla. La
has visto aquí y en Santo Domingo.
Ella miró despacio a Christophe,
con los ojos dilatados.
—¡Me lo estás pidiendo a mí! —
exclamó—. ¡Que yo y ese hombre…!
—¡Mamá! —Christophe la cogió de
pronto por los brazos, como dispuesto a
hacerle daño. Ella se limitó a dejar caer
a un lado la cabeza.
—Christophe, escucha —terció
Marcel—. Yo puedo encontrar una
enfermera. Mis tías conocerán alguna,
oíos Lermontant…
—¡No! —Christophe se estremeció
—. No te acerques a esa gente. —
Marcel tardó un instante en comprender.
La mención de los Lermontant
despertaba supersticiones, naturalmente.
En ese momento el inglés soltó un
gemido. Su cuerpo delgado parecía muy
frágil bajo las mantas, y la fiebre que
ardía en sus mejillas le confería un
aspecto más pálido y macilento.
—Michael, el doctor ya viene,
pronto tendrás una enfermera —le dijo
Christophe, sin apenas poder controlar
la voz—. Es una fiebre tropical,
Michael, ya sabes lo que es, la
superarás.
El inglés hizo una mueca y sus labios
formaron un susurro:
—Fiebre amarilla.
Juliet lanzó entonces un sonido
indefinible y salió de la habitación.
Christophe fue tras ella y la cogió en
el pasillo.
—¡Ayúdame, mamá! —suplicó.
—¡Quítame las manos de encima! —
gruñó ella con los ojos coléricos—.
¿Cómo te has atrevido a traer aquí a ese
hombre? —Se le quebró la voz—. ¡A mi
propia casa!
—No, mírame, mamá, por favor. Te
he contado una y mil veces lo que pasó
en París, mamá. Te suplico…
Ella se apartó bruscamente y se
atusó el chal sobre los hombros. El pelo
le caía sobre la cara.
—¡Yo no puedo hacer nada! —
Movió la cabeza—. Es la fiebre
amarilla. Tu amigo sabe lo que es. ¡Todo
el mundo lo sabe! —Alzó una mano—.
¡Ya a morir!
Christophe se quedó sin aliento.
Soltó a Juliet y retrocedió. Ella se dio la
vuelta, con la cabeza gacha, y
desapareció en la oscuridad de su
dormitorio.
Media hora más tarde el médico,
agotado, saturado de trabajo y aquejado
de una virulenta tos, confirmó el consejo
de Marcel. Una enfermera no haría
milagros, pero era lo mejor que se podía
hacer.
—Pero si yo lo he visto este
mediodía —susurró Christophe—. Se
quejaba de que le dolía la cabeza de
pasear bajo el sol. No tenía más que un
dolor de cabeza. —Bubbles y Marcel se
lo quedaron mirando. Era evidente que
no aceptaba la situación. El inglés
empezaba a sufrir violentos escalofríos.
A medianoche, tante Louisa abrió la
puerta aterrorizada y sintió un enorme
alivio al enterarse por Marcel de que el
enfermo era únicamente el inglés amigo
de Christophe. Claro que conocía
enfermeras, pero no daban abasto: el
calor, la lluvia… Marcel apuntó los
nombres de todas formas y se dispuso a
ir puerta por puerta.
Ya casi había amanecido cuando
tocó la campanilla de los Lermontant,
extenuado y exhausto. Rudolphe acudió
a abrir en camisa de dormir y secándose
la espuma de afeitar, con una vela en la
mano y una curiosa expresión en el
rostro. Miró la calle desierta con ojos
soñolientos.
—Le advertí a ese hombre que
saliera de la ciudad —dijo cansado, con
sencillez—, que se fuera al lago una
temporada hasta el final del verano.
Todos los días pasaba por delante de la
funeraria bajo el sol del mediodía sin
cubrirse la cabeza. Y me recitaba no sé
qué poesía, alguna tontería inglesa sobre
los Perros del Infierno. Todas las
enfermeras están ahora trabajando,
incluso las más ancianas que deberían
estar ya retiradas. —Marcel miró sus
ojos pensativos y de pronto se vio
sacudido por un escalofrío. Rudolphe
sabía que el inglés era hombre muerto,
sabía que tendría que lavar su cadáver y
vestirlo antes tal vez de que terminara el
día.
—Usted debe de conocer a alguien,
a quien sea… —murmuró Marcel—.
Christophe está cuidando de él
personalmente.
Rudolphe movió la cabeza.
—Sólo se me ocurre una joven, pero
tienes tantas posibilidades como yo de
conseguir que madame Elsie la deje
salir.
—Ah, Anna Bella.
—Recordarás que en el treinta y
siete la casa de madame Elsie era casi
un hospital. Cada vez que yo iba a
recoger un cadáver, esa pobre muchacha
estaba allí. Sabe tanto de la fiebre
amarilla como cualquiera. Pero madame
Elsie… bueno, eso ya es otro cantar.
—Lo hará por mí. —Marcel se dio
la vuelta y salió corriendo sin dar las
gracias.
Cuando Marcel entró en el jardín de
madame Elsie, el sol se alzaba sobre el
río y el cielo parecía el del ocaso.
Flotaba la bruma y entre las ramas
grises de los arrayanes se veía ya una
luz en las ventanas de madame Elsie.
Marcel captó el perfil de una figura en
el porche, una mujer sola en una silla. El
crujido de la mecedora sonaba
claramente en la quietud. Marcel se
detuvo al extremo del camino. El
sufrimiento le palpitaba dentro como un
corazón. En ese instante oyó una voz
débil, una voz que cantaba sin saber que
la oían. La que estaba en la mecedora no
era madame Elsie sino Anna Bella.
Se levantó en cuanto Marcel pisó las
escaleras. Tenía suelta la abundante
melena y llevaba un vestido amplio
adornado con su encaje habitual, y un
fino chal de ganchillo sobre los
hombros. Cuando se dio la vuelta,
Marcel advirtió que había estado
llorando.
—¡Marcel!
—Anna Bella —le dijo él,
cogiéndole las manos—. Tienes que
perdonarme, pero ahora te necesito. —Y
sin más explicaciones ni disculpas le
contó de inmediato lo sucedido con el
inglés.
—Espérame aquí, Marcel. Voy a por
mi bolsa.
Marcel le estrechó las manos con
alivio y luego, olvidado de todo, la
abrazó con fuerza y la besó deprisa,
inocentemente, en las mejillas.
—¿Y madame Elsie? —susurró.
—¡Que se vaya al infierno! —
contestó ella.
Mientras caminaban a toda prisa,
Anna Bella fue haciéndole rápidas
preguntas sobre la enfermedad del
inglés.
—Ese hombre ha viajado por todo el
mundo, no tenía ningún miedo de la
fiebre amarilla. Ya ha estado en los
trópicos —explicó Marcel.
Pero cuando llegaron a la puerta,
Anna Bella vaciló mirando las ventanas
cerradas y el negro perfil de las
chimeneas contra el cielo pálido.
—Estoy contigo —dijo él.
Anna Bella le miró con sus grandes
y profundos ojos y dejó traslucir por un
instante su callado reproche. Luego
entró en la casa.
Enseguida impuso el orden en la
habitación del enfermo. Le dijo a
Christophe que cerrara las ventanas pero
que dejara entrar el aire. Había que
cambiar las sábanas, que estaban
húmedas, y había que traer más mantas,
y agua para beber y para humedecerle la
frente con compresas.
—La quinina no le servirá de nada
—dijo cuando Christophe lo sugirió—,
ni las sangrías. Lo que hay que hacer es
mantenerlo caliente. —Mandó a Bubbles
a la farmacia a por un alimentador de
cristal para el agua y le dijo a
Christophe que ya no estaba aclimatado
después de haber pasado tanto tiempo
fuera y que debería salir de la
habitación.
—¡No me voy a ir de aquí! —dijo
él, totalmente sorprendido—. Además,
la fiebre nunca nos ha afectado a
nosotros.
—Sí que nos afecta… a veces. Pero
ya sabía que me diría eso. Si se va a
quedar aquí, váyase a dormir, porque
más adelante tendrá que relevarme un
rato.
Justo antes del mediodía despertaron
bruscamente
a
Marcel.
Estaba
acurrucado contra la pared en una
esquina de la habitación. Bubbles le dijo
que Lisette estaba abajo con Zurlina, la
chica de madame Elsie. Querían que
Anna Bella volviera a su casa. El inglés
se estremecía violentamente, no sabía
dónde estaba y murmuraba nombres que
nadie conocía.
Cuando Marcel salió al exterior, el
día le pareció irreal. Le dolía la cabeza
y el sol atravesaba despiadado un cielo
de insólita claridad. Zurlina no dejaba
de despotricar, exigiendo que saliera
Anna Bella. Marcel, sin darse cuenta, la
fue llevando hacia la puerta de su casa.
Su madre estaba a la sombra de un
banano.
—¿Qué pasa? —preguntó. Cuando
Marcel se lo contó, balbuceando,
atropellándose, una expresión decidida
se formó en su rostro—. La vieja bruja
—dijo mirando con los ojos entornados
la puerta de madame Elsie.
—Ella misma vendrá a por la niña si
no sale —dijo Zurlina.
—¡De eso ni hablar! —dijo Cecile
con un siseo, y sin apenas arremangarse
sus espléndidas faldas, se encaminó a la
casa de huéspedes de la esquina.
Cuando Marcel volvió con una jarra
de café caliente entre dos toallas, el
inglés estaba vomitando sangre negra.
Christophe temblaba con tal violencia
que Marcel pensó que estaba enfermo.
Al inglés le brillaba la cara y tenía los
ojos en blanco y el pecho agitado bajo
las mantas. Con las manos retorcía las
sábanas con tal fuerza que los nudillos
se le veían blancos.
Ya entrada la tarde Marcel volvió a
salir, demasiado cansado para protestar
cuando Christophe le dijo que cenara
algo antes de volver, que ya le llamarían
si había algún cambio. Marcel tenía las
mejores intenciones de volver con sopa
y pan para todos, pero en cuanto llegó a
su casa se desplomó en la cama. Lisette
había prometido despertarle al cabo de
una hora. Marcel cayó en un sueño
profundo.
Ya estaba oscuro cuando despertó.
Las cigarras cantaban en los árboles. Se
levantó de un salto, casi con un grito. La
estrella vespertina brillaba en el cielo y
la noche parecía curiosamente vacía a su
alrededor. Estaba seguro de que el
inglés había muerto. Le angustió la idea
de que al dormirse lo había dejado
morir.
Subió corriendo las escaleras
oscuras y recorrió el pasillo. Encontró a
Anna Bella sentada en silencio en la
habitación, con el rosario en las manos.
En un pequeño altar improvisado
oscilaban unas velas junto a un libro de
oraciones abierto por un dibujo de la
Virgen, todo sobre una servilleta de lino
en la mesa de Christophe.
—Marcel —susurró Anna Bella
echando a un lado la cabeza, como si le
pesara.
Él se acercó con suavidad, como si
no quisiera molestar al muerto con el
ruido de sus pasos. Anna Bella tenía la
mano ardiendo. Al sentir el peso de su
frente contra él la abrazó por los
hombros, intentando contener las
lágrimas.
—¿Dónde está Christophe? —
susurró.
—No lo sé. Ha sido terrible,
Marcel. ¡Ha sido espantoso!
Anna Bella se encaminó a la puerta y
se detuvo nada más salir. Miró el
cadáver. Era evidente que no quería
dejarlo allí solo.
—Oh, Marcel, ha sido lo más
horrible que he visto nunca —dijo en
voz muy baja—. Te aseguro que cuando
ese hombre murió, creí que michie
Christophe se volvía loco. Se quedó
mirando al inglés como si no pudiera
creer lo que veían sus ojos. Y en ese
momento entró la loca de su madre. —
Anna Bella movió la cabeza y su voz se
convirtió en un susurro—. Entró muy
despacio, como si no tuviera ningún
propósito
en particular.
Michie
Christophe estaba mirando al inglés
fijamente, agarrándose la cabeza. Y
entonces ella se encogió de hombros y le
dijo así, sin más: «Te lo advertí, ¿no? Te
dije que iba a morir». Igual podía
haberle dicho que hacía calor, que la
cena estaba lista o que cerrara la puerta.
Pensé que Christophe la iba a matar,
Marcel. Se puso a gritarle, la llenó de
insultos y eso que es su propia madre,
Marcel. Le dijo cosas que yo no sería
capaz de repetirte. Se arrojó contra ella,
y ella se echó al suelo, deslizándose por
la pared para escapar de él. Marcel, a
punto estuvieron de tirar al pobre muerto
de la cama. Bueno, yo le rodeé la cintura
con los dos brazos y le dije: «No lo voy
a soltar, michie Christophe», y él me
arrojó contra la puerta. Todavía me da
vueltas la cabeza.
—No —murmuró Marcel moviendo
la cabeza.
—No puedes imaginar el lenguaje
que utilizaba Christophe con su madre.
Ella se puso a gatas rápidamente y luego
salió corriendo. No sé adonde fue.
Michie Christophe se quedó allí,
mirando otra vez la cama. Parecía no
darse cuenta de mi presencia. «Michael
—le dijo al inglés. No estaba llorando
por él, Marcel, sino que le estaba
hablando—. Michael —le decía una y
otra vez. Luego lo sacudió por los
hombros, como si quisiera despertarlo
—. Esto es un error —le dijo—.
Michael, tenemos que salir de aquí.
¡Esto es un error!». Luego se volvió
hacia mí y lo volvió a repetir, como si
pudiera convencerme de que todo era un
error. «Ese hombre no va a volver,
michie Christophe —le dije—. Déjelo.
Está muerto». Y cuando le dije aquello,
se desmoronó como un niño. No hacía
más que llorar y llorar como un niño
peque no. Me miraba, te juro que me
miraba como un chiquillo. Yo lo abracé
y él se puso a balancearse adelante y
atrás. Un momento antes me había dado
un miedo horrible y ahora le estaba
abrazando como si fuera un niño. No sé
cuánto tiempo estuvimos así. Tardó
mucho en tranquilizarse. Luego se quedó
ahí, junto a las escaleras, con las manos
en la cabeza. Yo le dije al inútil de
Bubbles que fuera a por michie
Rudolphe y que de camino te llamara a
ti. Y cuando me di la vuelta, michie
Christophe ya no estaba.
Marcel soltó un suave gemido.
—¿Pero adonde fue?
—Miré por toda la casa. Los dos se
habían ido. Luego volví aquí para lavar
el cadáver. Michie Rudolphe ha ido al
hotel a ver si puede encontrar algún
papel en la habitación del inglés. ¡Y
Bubbles, no sé dónde está!
—Perdóname. —Marcel movió la
cabeza—. Perdóname por pedirte esto,
por dejarte aquí sola…
—¡No! —dijo ella con vehemencia
—. Soy la última persona por la que
tienes que preocuparte, Marcel.
Olvídalo. —Su mirada era limpia,
sincera. Era algo tan propio de ella y tan
impropio de cualquier otra persona, que
Marcel sintió al mirarla un nudo en la
garganta. Quería besarla, suave,
inocentemente, y odiaba todas las voces
que le advertían que no debía hacerlo.
Pero tras vacilar sólo un instante
descubrió que tenía las manos en sus
brazos, en sus rollizos bracitos, y que
sus labios habían rozado la firme y
deliciosa redondez de su mejilla. Todo
en ella era redondo, maduro, y Marcel
se vio sobrecogido de pronto por la
clara y turbadora consciencia de su
cuerpo, que tanto tiempo había negado.
Ahora se daba cuenta de cómo se había
contenido, de cómo se habían resistido a
ella sus ojos, de cómo se había negado
su imaginación a entretejer aquel cuerpo
voluptuoso en las fantasías en las que
Juliet era su reina. Marcel apretó los
dientes, sin soltar a Anna Bella, y
furiosamente se enzarzó en una batalla
contra el mundo entero: contra madame
Elsie, contra Richard, pero sobre todo
contra sí mismo, el muchacho que no
podría tenerla, que no la cambiaría por
sus sueños de París. Un sonido insolente
escapó de sus labios. Marcel sintió la
mejilla de Anna Bella en la barbilla,
sintió la aspereza de su barba sin afeitar
contra aquella fruta madura. Pero
incluso entonces habría ganado la
batalla de no haberse puesto ella de
puntillas para besarle en los labios.
Su boca suave, sincera, totalmente
inocente, se abrió para succionar con
dulzura, con delicadeza. Y en el súbito
arrebato de pasión, Marcel perdió la
batalla. La levantó y la acercó a la pared
como si quisiera ocultarla mientras la
besaba una y otra vez, buscando
torpemente con la mano el contorno de
su cintura entre los pliegues de sus
faldas. La casa estaba desierta a su
alrededor, las habitaciones oscuras eran
como agujeros en el pasillo. Podía
abrazarla, poseerla, y sus pensamientos
se unieron al movimiento de sus
miembros. Ella se entregó pura,
dulcemente. Su preciosa inocencia
virginal aterrorizaba a Marcel, lo
enloquecía, avivaba su deseo.
—¡No! —susurró de pronto. Se
apartó y la empujó bruscamente—.
¡Maldita seas, Ana Bella! —le espetó,
tendiendo la mano hacia la barandilla de
la escalera—. ¡Maldita seas! —Se
aferró a la barandilla con las dos manos,
de espaldas a ella—. No puedo, no
puedo… No puedo permitir que pase
esto —musitó. Le martilleaba la cabeza
de dolor—. ¿Por qué demonios crees
que me he mantenido lejos de ti? ¿Por
qué demonios…? —De pronto se dio la
vuelta y vio que ella lo miraba con
enormes y relucientes ojos castaños.
Anna Bella no se movió. Le
temblaban los labios y las lágrimas
corrían por sus mejillas. Entonces,
hundiendo sus dientes blancos en su
labio tierno y vulnerable, se acercó
hasta él y le abofeteó.
Él se estremeció y cerró los ojos. Al
oír que ella se alejaba, le pareció
saborear el dolor. Cuando alzó la vista,
Anna Bella se había ido.
Marcel se acercó a la puerta del
cuarto de Christophe y la vio sentada
ante las velas, con el rosario en la mano
izquierda. Con la derecha espantaba
lánguidamente las moscas que zumbaban
sobre el rostro del muerto.
Estaba triste y distante, como si
Marcel no estuviera allí. Le brillaban
las lágrimas en las mejillas. Él miró el
cadáver, miró las velas y luego se fue a
esperar a Rudolphe al pie de las
escaleras.
—VI—
M
adame Suzette Lermontant odiaba
a su esposo Rudolphe con todo
su corazón. Lo odiaba y aborrecía como
a nadie en el mundo, pero al mismo
tiempo lo amaba. Sentía por él un afecto
teñido de admiración y docilidad, y lo
necesitaba. No podía soportar una
palabra de crítica contra él, aunque
durante veinticinco años no había
pasado ni un solo día en el que no
deseara en algún momento matarlo a
golpes con sus propias manos. O mejor
aún, apuñalarse ella el pecho para
herirle a él, o volarse la cabeza en su
presencia con el arma de 1812 del
grand-père.
Desde el primer día de su
matrimonio, Suzette había soportado sus
reproches, sus críticas, sus juicios
mordaces y su violento rechazo a todo lo
que ella creía, a todo lo que para ella
era sagrado. No había logrado
acostumbrarse. Un año tras otro
Rudolphe cuestionaba su forma de
hablar y de vestir, arrojaba al suelo con
asco sus libros favoritos de poesía, la
llamaba idiota y estúpida delante de la
familia, en la mesa, y se quedaba
mirando ceñudo y en silencio a sus
nerviosas y charlatanas amigas.
A lo largo de tantos años de peleas y
lágrimas, Suzette había llegado a saber
algo muy importante: para Rudolphe no
era nada personal. Habría tratado de la
misma forma a cualquier otra mujer que
fuera su esposa. Pero esta certeza, lejos
de mitigar su rabia y su dolor, la amargó
todavía más, ahondó su indignación,
porque se dio cuenta de que todo el
tiempo que había pasado analizándose
sin piedad a raíz de las críticas de su
esposo, todos sus esfuerzos por hacerse
entender, había sido tiempo perdido.
Rudolphe la reducía al polvo en
beneficio de una audiencia imaginaria
ante la que cualquiera hubiera podido
interpretar el papel de Suzette, que no
era más que un papel secundario. A
veces, cuando Rudolphe le gritaba con
los puños apretados y paseando de un
lado a otro de la sala, parecía un gigante
salvaje a punto de devorar la tierra, el
agua, el aire que ella respiraba.
De haber sido una mujer más sumisa,
habría aprendido a aceptar la aparatosa
furia de Rudolphe como uno acéptalas
inclemencias del tiempo. Incluso habría
podido
socavarla
combinando
astutamente la indiferencia y el afecto.
Si por el contrario hubiera sido fuerte
del todo, habría podido vencerla en
algún punto, o se habría replegado
conformándose con vivir a su lado
dentro de su propia fortaleza,
burlándose de él desde lo alto. Pero
Suzette era la mezcla perfecta de ambas
disposiciones: una mujer de fuerte
personalidad y marcado temperamento
que sin embargo no deseaba ni había
esperado nunca sostenerse sobre sus
propios pies. Ansiaba el amor y la
aprobación de Rudolphe y quería que él
le dijera lo que tenía que hacer.
Entre todos los hombres que había
conocido en su vida no había ninguno
por quien sintiera el respeto y la
confianza que profesaba a Rudolphe. Él
le había proporcionado una seguridad
poco común y era admirado por todos,
no sólo por su habilidad para los
negocios sino por su decoro profesional,
su lealtad a la familia, su asombrosa
capacidad para dirigir y tranquilizar a
los demás, su notable inteligencia. Era
un hombre acaudalado. Y por si fuera
poco, guapo.
Habían compartido juntos penas y
alegrías, habían sufrido la pérdida de
una hija, el abandono absoluto de dos
hijos, y cuando tenían tiempo seguía
siendo el suyo un matrimonio
apasionado que compartía, además de un
gran afecto mutuo, besos y abrazos bajo
las sábanas y la afición a la buena
comida criolla, las flores exóticas y los
vinos de importación.
Pero las discusiones eran constantes.
Suzette no tenía más que expresar una
preferencia para que él se la pisoteara, y
un día sí y otro también Rudolphe le
reprochaba su falta de carácter por
aquellos temas en los que había tenido
la sensatez de no declarar preferencia
alguna. En todos aquellos años Suzette
jamás había advertido lo que otros
sospechaban: que Rudolphe le tenía un
poco de miedo, y que la amaba. Él
pensaba que todas las mujeres eran algo
subversivas y que había que tenerlas
controladas en todo momento.
Pero recientemente, y en relación a
un aspecto particular de su vida en
común, Suzette había decidido que no
sería la perdedora, aunque a su esposo
se le reventaran las venas del cuello.
Estaba dispuesta a engañarlo si fuera
necesario para lograr su propósito, pero
primero intentaría ir con la verdad por
delante. Se trataba del asunto de Marie
Ste. Marie y su hijo, Richard, a quien
ella adoraba.
Una semana atrás había llegado una
invitación de la familia Ste. Marie para
que los Lermontant asistieran a una
fiesta con ocasión del santo y
cumpleaños de Marie, el 15 de agosto.
Rudolphe dijo enseguida que él no podía
asistir porque en agosto siempre estaba
ocupado. Estalló la guerra. Esa tarde
afirmó furioso que Suzette no debía
acudir a la fiesta, y que no podían
permitir que Richard fuera solo. Pero
Suzette no declinó la invitación, y a la
vez que discutía con Rudolphe día y
noche a puerta cerrada, le dijo a
Richard, con suavidad pero firmeza, que
no debía preocuparse.
Así pues, el lunes a la una y media,
sólo media hora antes de que comenzara
la fiesta, se sobresaltó al descubrir que
Rudolphe entraba inesperadamente en
casa. Ella, ya arreglada, aguardaba a
Richard, que todavía estaba en el piso
de arriba.
—Bueno —dijo él con aspecto
fatigado mientras se quitaba la levita
negra—. No quiero café. Tráeme una
copa de vino fresco. —Se dejó caer en
una silla de la sala.
Ella le trajo el vino y la chaqueta
más ligera que siempre llevaba en casa.
Él la echó a un lado.
—Ha sido un infierno —suspiró—.
El cementerio Girod está peor que el St.
Louis. Los protestantes yanquis están
cayendo como moscas.
—Hmm —dijo ella. Sabía que
acababan de enterrar al inglés, Michael
Larson-Roberts, el amigo blanco de
Christophe Mercier.
—Mon Dieu! —Rudolphe movió la
cabeza—. Tráeme la jarra, por el amor
de Dios. Esta copa parece un dedal.
—Te vas a emborrachar —advirtió
ella.
—Madame, no soy ningún idiota. —
Rudolphe se arrellanó en la silla, cogió
el abanico de palmito de la mesa y lo
movió con gesto lánguido ante su rostro
—. Vinieron todos los estudiantes —
dijo bajando la voz, como hacía siempre
que hablaba de su profesión o de los
detalles de su trabajo, que jamás se
discutían fuera de casa—. No creo que
ninguno de los chicos haya disfrutado de
este inesperado día de fiesta. El maestro
les ha causado una honda impresión en
pocas semanas.
—¿Y Christophe?
Rudolphe movió la cabeza.
—¿Quieres decir que no fue? —
Suzette sabía que Christophe había
desaparecido y que Marcel lo había
estado buscando por todas partes, pero
todos esperaban que hubiera vuelto al
leer la noticia en los periódicos y los
anuncios puestos en todo el Quartier.
—Es evidente que se culpa de lo
sucedido. —Rudolphe se encogió de
hombros—. El inglés vino tras él desde
París.
—¿Y madame Juliet?
—Se fue con Marcel a buscarlo por
los muelles. Se dedica a subir en todos
los vapores y barcos extranjeros,
convencida de que su hijo ha sacado
billete para marcharse y que no volverá
nunca más. Christophe no ha pasado por
su casa; su habitación está como la dejó.
—Después de todo lo que ha
trabajado, no renunciará a la escuela. Es
imposible —dijo Suzette con tristeza—.
Al fin y al cabo, el inglés… bueno, sólo
eran amigos.
Rudolphe se quedó pensativo. Su
esposa lo miró con curiosidad, pero él
no hizo ningún comentario.
—¡Bueno! —dijo por fin—. Los
chicos piensan que está de duelo, y
supongo que es verdad.
Se dio la vuelta al oír que Richard
bajaba corriendo la escalera, Richard no
la bajaba de aquel modo cuando sabía
que su padre estaba encasa, y al verse
sorprendido se detuvo. Era evidente que
iba vestido para la fiesta de
cumpleaños, igual que Suzette. Richard
miró desesperado a su madre. El reloj
del pasillo dio el cuarto de hora con una
débil campanada. Tenían que marcharse.
—Monsieur —comenzó Suzette,
dispuesta a mantenerse firme.
—Ya lo sé, madame —suspiró
Rudolphe—. ¡Bueno! Tráeme la
chaqueta. No te quedes ahí, tráeme la
chaqueta. No puedo ir a una fiesta de
cumpleaños en mangas de camisa.
Suzette le besó dos veces antes de
que él pudiera apartarla.
Cuando llegaron, la casa ya se
hallaba atestada. Celestina Roget estaba
con la hermosa Gabriella, su hija, y con
su hijo, el delicado pero alegre Fantin.
Las amigas ancianas de las tías se
habían acomodado en las sillas más
amplias. El joven Augustin Dumanoir
había acudido con su padre y su
adorable hermana pequeña, Marie
Therese, que acababa de llegar del
campo: una chica de pelo oscuro, piel
color nogal y ojos verdeazulados.
Monsieur Dumanoir había venido de su
plantación para conocer al nuevo
maestro, Christophe, y había ido a ver a
los Lermontant la noche anterior con una
carta de recomendación.
—Quel dommage… —suspiraba
ahora. Una lástima la muerte del pobre
inglés. No era de extrañar que el
profesor no quisiera ver a nadie.
Anna Bella Monroe, que estaba en
un rincón, se levantó de inmediato para
recibir dos besos de Suzette en las
mejillas. Estaba radiante, adorable. Sí,
gracias, se sonrojó; ella misma se había
hecho el bonito vestido de muselina con
los botones de nácar.
Estaban Nanette y Marie Louise
LeMond, y Magloire Rousseau, el hijo
del sastre que acababa de proponer
matrimonio a Marie Louise y que había
sido aceptado. Las amonestaciones se
habían anunciado esa semana en la
iglesia. Nanette sonrió al ver a Richard
y le dedicó una graciosa reverencia que
él pareció no advertir.
Pero Marie Ste. Marie, la celebridad
del día, eclipsaba cuanto la rodeaba,
recatadamente sentada junto a su tante
Colette entre los enormes frunces de su
nuevo vestido adornado de encaje rosa,
con su melena oscura retirada hacia
atrás en un moño y cubriéndole la parte
superior de las orejas. Marie Ste. Marie
era una muchacha espectacular ante la
que uno no podía dejar de preguntarse
cuándo alcanzaría el punto álgido su
belleza. Al volverse hacia Suzette hubo
una chispa de dolor en sus ojos.
—Bonjour, ma petite. —Suzette la
besó—. Estás muy hermosa. Muy
hermosa.
Un toque de color asomó a las
mejillas blancas de Marie. Dio las
gracias con voz apenas audible y se
sonrojó visiblemente cuando la sombra
de Richard asomó sobre el hombro de su
madre. Suzette vio que su hijo se
inclinaba para besar la mano de Marie.
«No es una muchacha vanidosa —
pensó Suzette—. No, no es nada
vanidosa. Parece como si no se diera
cuenta de que es bonita».
Lo cierto es que era una belleza
excepcional.
Podía
haber
sido
presentada en los salones de todo el
mundo como una condesa italiana o una
heredera española o de cualquier
nacionalidad de piel oscura, cualquiera
antes que la suya.
—Bueno, michie Rudi, —Colette
empujaba a Rudolphe hacia la ponchera
de cristal—, ¿han enterrado ya a ese
pobre inglés? —preguntó en un
cuchicheo dirigido a todos—. ¿Y dónde
demonios se ha metido el famoso
Christophe? ¿No tenía parientes el
inglés? ¿No ha dejado nada?
—Sus abogados se encargarán de
todo eso —masculló Rudolphe.
Detestaba ese tipo de interrogatorios.
Jamás divulgaba esos detalles sobre los
finados, aunque siempre le hacían
preguntas al respecto. Preguntar, mostrar
interés, era una cuestión de educación
—. ¿Dónde está Marcel? —quiso saber
—. ¿Y su madre? —Miró irritado a la
reina del baile, que no le miraba a él
sino a su hijo.
—Mi sobrina está enferma —dijo
Colette—. Apenas sale, no sé por qué.
Hay muchas mujeres así. En cuanto a
Marcel, a ver si le hace entrar en razón.
¡Se ha pasado la noche fuera, buscando
a Christophe! —Señaló con un gesto las
puertas abiertas. Marcel estaba en la
galería, de espaldas a los reunidos, junto
a Fantin Roget que se alzaba sobre él y
hablaba rápidamente, balanceándose
sobre los talones.
—Hmm
—gruñó
Rudolphe—.
Hablaré con Marcel.
Suzette, sentada junto a Louisa y una
anciana cuarterona totalmente sorda,
jugueteaba con un trocito de tarta. No
era «la tarta». «La tarta» aguardaba
resplandeciente en el centro de una mesa
cercana, con sus majestuosas letras
sobre el merengue blanco formando la
palabra Sainte-Marie. Se refería,
naturalmente, a la Virgen María, cuya
festividad se celebraba. A Suzette le
parecía algo desconcertante que fuera
también el nombre de la muchacha que
cumplía años. Paseó la vista por la
concurrencia para volverla a fijar
furtivamente en la esbelta figura del
joven Augustin Dumanoir, que acababa
de interponerse entre Richard y Marie
con una reverencia en cierto modo
hipócrita encaminada, según le pareció a
Suzette, a eclipsar a su hijo. Richard no
opuso resistencia. Encontró un asiento
junto a Anna Bella y se enzarzó en una
conversación con ella. Suzette observó a
Dumanoir. «Así que ésta es la
competencia —pensaba—, con su
enorme casa nueva en el condado de St.
Landry y sus campos de caña de
azúcar». Fantin había ocupado su
asiento tras la silla de Marie, y el joven
Justin Rousseau observaba desde lejos
con evidente interés. Buenas familias,
familias de abolengo. Pero la muchacha
no necesitaba familia: su belleza
hablaba por sí sola.
—¡Vaya! —rió Louisa de pronto.
—¿Qué pasa? —Suzette sufrió un
incómodo sobresalto. Nanette LeMond
era una muchacha encantadora, y de
padres muy refinados. ¿Por qué no podía
Richard…?
—¿Que qué pasa? Que estás
mirando la tarta como si estuviera
envenenada. ¡Come, come! —dijo
Louisa.
—¡Y tú sigue tu propio consejo! —
Suzette hundió la cuchara en la tarta.
Augustin Dumanoir estaba dispuesto a
tener acaparada a Marie. Era de piel
más oscura que Richard, aunque no
mucho más. Tenía una nariz fina y
alargada
que
se
ensanchaba
elegantemente en las aletas, y unos
labios pequeños. Pero su padre, de
rasgos más anchos y duros, era más
distinguido. Ahora sonreía casi con
altivez al saludar a Celestina Roget con
la cabeza, como si estuviera orgulloso
de su ancha boca africana. Ambos tenían
el mismo pelo crespo, brillante de
pomada. Suzette oyó, entre el rumor y el
tintineo de la sala, el sonoro timbre de
la voz de monsieur Dumanoir.
—Sí, desde luego, todo lo que hay
en la mesa es de mis tierras.
Suzette se sintió débil de pronto.
Quería deshacerse de aquella tarta. Sus
propias cavilaciones le parecieron feas
e inhumanas. Deseaba que su hijo fuera
feliz, y cuando pensaba que podían
herirle, enseguida sentía un dolor
insoportable. Se había hecho la firme
promesa de no acordarse nunca más de
sus hijos mayores, pero aun así su
recuerdo la asaltaba como si estuvieran
en la habitación. ¡Sus muchachos! Se
habían casado con mujeres blancas en
Burdeos. Era como si se hubieran ido a
China o se hubieran ahogado en el mar.
Concentrada como estaba en sus
pensamientos, se sobresaltó de repente
al advertir que Richard la estaba
observando y sus miradas se cruzaron.
Los labios del joven esbozaban una
ligera sonrisa. No parecía tener el más
mínimo temor. Si la mitad del mundo
consideraba a su hijo tan guapo como lo
veía ella… Sus pensamientos se
desvanecieron.
—La belleza, siempre la belleza —
susurró—, y ni una gota para beber.
—¿Pero qué demonios estás
diciendo? —preguntó Louisa.
—No
sé.
—Suzette
miró
sorprendida hacia la puerta—. Vaya, ahí
está Dolly Rose.
Nadie la esperaba. De todos era
sabido que había abandonado el luto
para asistir a los «salones cuarterones».
Ahora bien, que asistiera a la
recepción… Sin embargo allí estaba,
con dos camelias blancas en su pelo
azabache y su cremoso pecho hinchado
bajo el tenso escote de moaré lavanda.
—¡Dios mío! —susurró Louisa.
Si Dolly no se hubiera movido con
presteza para llenar el silencio que
siguió, se habría producido una escena.
Se acercó enseguida a besar a su
madrina, Celestina, abrazó a Gabriella y
saludó animadamente a las dos tías.
Sólo por un instante un gesto
desesperado descompuso su semblante,
pero entonces vio a Suzette y tendió los
brazos.
—Hola, Dolly. Acércate —le dijo
Suzette—. Qué buen aspecto tienes, ma
chère. —Dolly se inclinó a besarla—.
Cuanto me alegro de que estés bien.
Louisa las miraba horrorizada. Se
levantó rápidamente dejando la silla a
Dolly, que enseguida se sentó junto a
Suzette. Augustin, que no sabía nada de
todo aquello, reanudó su charla con
Marie. Colette se había echado a reír. La
fiesta proseguía.
—¡Cree usted que soy un monstruo!
—Dolly, con los ojos llameantes, volvió
a besar a Suzette en la mejilla—.
Debería haberme quedado en casa
vegetando, ¿verdad? Así ella volvería,
¿verdad?, volvería a respirar, volvería a
vivir.
—Dolly, —Suzette le cogió la mano
—, yo sé muy bien lo que es perder un
hijo, puedes creerme. Es algo que sólo
el tiempo puede curar. Es la voluntad de
Dios.
—La voluntad de Dios… ¿De
verdad lo cree, madame Suzette? —
Dolly no bajaba la voz. Unas gotas de
sudor le brillaban en la frente, las
pupilas danzaban en sus ojos—. ¿O es
otra forma de decir que no está en
nuestras manos? —Se percibía el vino
en su aliento y en el color rojizo de sus
labios—. Yo no creo más que en mí
misma. Pero nada está en mis manos.
—Dolly, Dolly. —Suzette le palmeó
el brazo.
—¿Es feliz Giselle? —preguntó
Dolly, pasando la vista por el techo
antes de mirar fieramente a Suzette—.
Ay, no sabe cómo lloré ese año…
cuando dejamos de ser amigas.
—Yo también lloré, Dolly —musitó
Suzette acercándose con la esperanza de
poder acallar la aguda y escandalosa
voz de Dolly—. No estás bien…
—¡Estoy estupendamente! ¡Soy
libre!
Suzette vio de reojo que Celestina
miraba ceñuda a Dolly desde el otro
extremo de la sala.
—No habrá más hijos —dijo Dolly
pensativa—. No habrá más hijos, ¿quién
lo hubiera dicho? Ahora ya no importan
las tonterías que decía mamá. Si no
puedo tener más hijos…
—Hay otras cosas por las que vivir,
Dolly.
—Sí, el amor —sonrió ella—. Vivir
por amor. Supongo que habrá oído
hablar de mi oficial blanco, el capitán
Hamilton, de Charleston. —Echó la
cabeza atrás y lo repitió en inglés,
imitando burlona el acento americano—.
Sí, él se va a encargar de todo. «Tú
déjamelo a mí, cariño».
Se detuvo de pronto, como si se le
hubiera ocurrido una sorprendente idea.
Suzette contempló pacientemente su
rostro atormentado, los ojos agitados, la
alta frente con sus húmedos mechones de
pelo negro.
—A mamá le habría encantado —
susurró Dolly, paseando la vista
indiferente por la concurrencia. Parecía
haberse olvidado de la presencia de
Suzette—. ¡Pero no le amo! ¡No le amo!
—repitió—. ¡No le amo en absoluto!
—Necesitas
descansar
—dijo
Suzette.
Marcel acababa de aparecer. Estaba
junto a Dolly y la miraba con el rostro
ensombrecido por una expresión ceñuda.
—¿Lo ha visto? —le susurró con
frenesí—. ¡A Christophe! —precisó, al
ver que ella no parecía comprender.
—Pues claro que lo he visto. —La
voz de Dolly era de pronto extraña y
gutural. Tenía la boca tensa—. Ha
estado todo el tiempo en mi casa.
Marcel se quedó sin habla. Era
como si no hubiera oído bien.
—Lo dejé allí para que hiciera
compañía al capitán Hamilton —añadió
Dolly con una sonrisa inocente—.
Espero que se lleven bien. El capitán
tiene que llegar esta tarde.
Marie había vuelto a la galería
trasera. Bajó con paso rápido la curvada
escalera de hierro sin volverse para ver
si la seguían. Caminó entre las sombras,
oculta a cualquier mirada, y no se
sorprendió al ver un par de botas y
luego la mano de Richard en la
barandilla.
—¿Recibiste mi nota? —susurró él.
Estaba a un paso de ella, cerca de la
puerta trasera de la tienda de ropa, que
estaba cerrada. Tardó un momento en
darse cuenta de que Marie estaba
ruborizada y tenía los ojos enrojecidos
—. ¿Pero qué te pasa, Marie?
Ella movió la cabeza, se enjugó los
ojos con el pañuelo y apartó un poco la
cara.
—No es nada —suspiró. Richard
apenas la oía—. Es sólo… es… Dolly
Rose.
—¡No debería haber venido!
—No, no, no la critico —susurró
Marie, sintiéndose de pronto impotente.
Tragó saliva—. Es que la gente dice
cosas horribles, y a mí… me da tanta
pena…
Richard bajó la vista. En ese
momento no sentía ninguna pena por
Dolly. Y aunque así fuera, no esperaba
que Marie la compadeciera. La
presencia de Dolly era imperdonable, y
él no podía soportar que nada referente
a Dolly pudiera afectar a Marie.
Sintió un alivio inmenso al ver que
Marie se volvía hacia él con el rostro
iluminado por el atisbo de una sonrisa.
—No tenías por qué haber escrito la
nota —dijo—. Estaba deseando
decírtelo, pero… pero…
—Marcel estaba allí…
—Y mamá…
—Y luego Marcel… —Richard
sonrió.
Los dos se echaron a reír.
—¿Cómo es que no hay nadie aquí?
—susurró ella con una sonrisa picara.
Richard experimentó entonces tan
exquisito placer que no se dio cuenta de
que era la primera vez que la oía reír.
Era la de Marie una belleza fría, como
habría advertido Richard si se hubiera
puesto a analizarla, pero en ese
momento estaba radiante y le miraba
directamente a los ojos.
Justo entonces su expresión se tornó
aterradoramente sombría, y Richard
sintió el mismo espasmo de miedo que
había sufrido sólo momentos antes,
cuando la vio con los ojos enrojecidos.
—No tenías que haberla escrito —
dijo ella muy seria.
—Si alguna vez pierdo tu confianza,
Marie…
—Pero no la has perdido. No
podrías perderla. —Marie lo dijo con
tal seriedad que Richard se quedó
completamente asombrado—. Richard
—prosiguió—. Estoy destrozada.
—¿Por qué? —se apresuró a
preguntar él.
—Porque no sé cómo comportarme
contigo. ¡No sé cómo comportarme con
nadie! Nunca lo he sabido. Me parece un
infierno estar en el salón con la gente. Y
ahora todos los jueves vamos a recibir
amigos, mis tías y yo, todos los jueves
se celebrarán pequeñas fiestas. Tante
Louisa dice que se hace vieja y que
quiere ver gente joven, que disfrutará
haciéndome vestidos y recibiendo a mis
amigos. ¡Pero yo no quiero! —Le miró
con tristeza. Su voz era la que Richard
había conocido toda la vida: grave, pura
y vibrante. Pero nunca había percibido
tanto ardor en ella, nunca había visto tal
fuego en su rostro—. La verdad es que
la única compañía que quiero es la tuya,
y que decirte esto es una locura. Debería
mostrarme fría y esquiva contigo,
debería sonreírte de mala gana, apartar
los ojos cuando se cruzaran nuestras
miradas, ocultar mis sentimientos tras un
abanico de plumas. ¡Lo detesto! No sé
cómo hacerlo, Y no puedo sonreír a
Auguste ni a Fantin porque los
desprecio. ¿Por qué tengo que
recibirlos? No lo comprendo.
Richard no habría podido describir
la emoción que sintió al oír estas
palabras. Cuando Marie dejó de hablar
él la miraba como si viera una
aparición, como si su belleza y
perfección estuvieran lejos de él, lejos
de ese momento y ese lugar, como si le
hubieran descubierto una extraordinaria
revelación que con palabras pudiera
empañarse y desvanecerse.
—Tienes el corazón puro, Marie —
susurró. No podía saber que su rostro
reflejaba una inefable tristeza, que
mostraba la melancolía y el asombro de
hombres mucho mayores que él,
hombres cuya fe estaba dañada por el
tiempo, si es que no había desaparecido
del todo—. Tienes el corazón puro.
—¿Entonces por qué sufro tanto?
—Porque el mundo no comprende a
los limpios de corazón, porque el mundo
está hecho para personas que no pueden
confiar unas en otras y que no son dignas
de confianza.
—¿Era verdad lo que me dijiste… la
última vez que estuvimos a solas?
—Sí.
—Entonces dímelo ahora.
—Te quiero —susurró él.
—¿Entonces por qué no puedes
besarme otra vez? ¿Por qué está mal? —
Al decir esto lo miró con la misma
actitud indefinible que le había atraído
aquel día en la arboleda. Richard tendió
la mano, y en cuanto tocó su piel a
través de la tela del vestido un fuego le
atravesó los dedos. A Marie le
zumbaron los oídos. Notaba sus labios
en la frente, pero no era eso lo que le
producía una profunda sensación. Eran
sus manos, su cuerpo que se estrechaba
contra ella. Era su mejilla contra su
frente, y la fuerza con la que la abrazaba
y la inclinaba hacia atrás para besarle
los labios.
El fuego fue creciendo lentamente,
más fuerte que la primera vez. Cuando
por fin se besaron, Marie sintió que
flotaba, y todo su cuerpo se estremeció
de placer.
—Marie,
Marie
—susurraba
Richard, que de pronto pareció perder el
control y su aspecto de caballero. Tenía
tanta fuerza que podía haberla aplastado.
Marie se sintió inundada de placer. No
podía controlar el latido de su cuerpo,
abandonada entre sus brazos. Sentía una
extraordinaria excitación y no podía
impedir que irradiara por todos sus
poros. Era como si se fuera a morir,
conmocionada, delirante. Y de pronto el
placer llegó a su clímax y comenzó a
disiparse, dejándola aturdida. Había
estado gimiendo en voz alta. Richard, la
besaba frenético en el cuello para
volver una y otra vez a sus labios
mientras con los dedos le acariciaba la
cintura y los brazos. Luego, con la
respiración entrecortada, se detuvo sin
dejar de abrazarla. Marie no le veía la
cara. Su respiración era anhelante y
temblaba cuando finalmente la soltó.
—Te amo, Richard —se oyó decir
Marie desde un maravilloso lugar que
no tenía nada que ver con aquel
escondrijo secreto. Apoyada de nuevo
en él sintió que Richard le acariciaba el
pelo y que su respiración se
regularizaba. Finalmente quedaron los
dos perfectamente quietos.
Cuando Marie alzó la vista se
estremeció de placer. Él se apoyaba en
la pared y la miraba con ojos vidriosos
y los labios fruncidos en una plácida
sonrisa. Por un momento no pareció él
mismo. Le acarició en pelo y la estrechó
contra su pecho. La expresión de su
rostro parecía indicar que el amor
estaba muy cerca del dolor. Marie no
podía saber que Richard no había
experimentado el clímax de la pasión
que había sentido ella, que Richard
apenas comenzaba a comprender que
Marie era capaz de experimentar esa
pasión, que apenas comenzaba a
comprender que había vuelto a
encenderse por el fuego de Marie. Sólo
al ver que la pasión de Marie remitía
pudo él controlarse, apaciguar su propia
excitación.
—Te amo —le susurró una y otra
vez al oído. Luego se apartó
suavemente, inquieto.
Se oyó un ruido sobre ellos, en el
porche. Tante Colette estaba llamando a
Marie. Ella se puso inmediatamente a
arreglarse el pelo con la mano.
Pero antes de que pudiera responder,
Marcel bajó seguido de Rudolphe y,
enzarzado con él en una agitada
conversación, atravesó la arcada del
patio y se encaminó a la calle.
Marie apoyó la mano en la
barandilla con aire de resignación, y al
subir el tercer escalón miró a Richard
que estaba en las sombras apoyado en la
pared y con expresión dolida. Se quedó
tan sorprendida que se detuvo. —
¡Marie! —Tante
Colette
estaba
enfadada, Pero Marie no se movió.
Richard se adelantó como si no le
importara en absoluto que lo vieran,
deslizando las manos por la barandilla
de hierro como si fueran barrotes.
Entonces vaciló, y con la misma
expresión de dolor y miedo tendió la
mano para coger a Marie por la cintura.
—¿Qué pasa? —susurró ella.
—No lo sé. No lo sé.
Rudolphe caminaba ceñudo y en
silencio por la calle soleada, tosiendo
de vez en cuando por el polvo que
danzaba en el aire, con el pecho agitado.
Marcel se esforzaba por seguir sus
largos pasos.
—Maldita
mujer
—susurró
finalmente—. No tengo que explicarte lo
desastroso que es esto, ¿verdad? —
Marcel sabía que Rudolphe le hablaba
de hombre a hombre. Monsieur
Lermontant jamás habría adoptado ese
tono con su propio hijo—. Esa prostituta
—prosiguió—. Todos los años algún
hombre blanco se pelea por ella, y ahora
monta una escena con Christophe y el
capitán Hamilton. Espero que esa mujer
arda en el infierno.
—Ha dicho que estaba borracho,
monsieur —le recordó Marcel sin
aliento—. Que lleva varios días
borracho.
—Ya he oído lo que ha dicho. —
Rudolphe atravesó una calle atestada,
obligando a un carro a detenerse ante él
y tirando del brazo de Marcel—. Lo he
oído perfectamente. Ha dejado a
Christophe en su piso, donde lo
encontrará ese hombre blanco.
Tardaron una eternidad en recorrer
las pocas manzanas que los separaban
de la Rue Dumaine, pero por fin
llegaron al camino trasero de la casa de
Dolly y subieron corriendo las
escaleras. La puerta del piso estaba
abierta, lo cual daba una imagen
negligente, aunque en el interior no
había señal alguna de abandono. Por
todas partes se veían las pruebas del
afecto del joven capitán Hamilton:
mesas nuevas, espejos, el olor del
esmalte fresco y un reluciente papel
nuevo en las paredes. Rudolphe fue
llamando a una puerta tras otra y
examinando con cuidado todas las
habitaciones hasta llegar al dormitorio
de Dolly. Allí se detuvo un momento
antes de llamar y coger el tirador de la
puerta.
Era una habitación suntuosa, con
gran profusión de perfumes en el
inmenso tocador y el brillo del
terciopelo nuevo en las cortinas. La
mesilla de noche estaba atestada de
botellas cuyo líquido oscuro atrapaba la
luz de la tarde que se filtraba por las
contraventanas. Al fondo, en la alta
cama con sus adornos de seda roja,
yacía Christophe, con la cara en la
almohada, dormido y desnudo.
—Levántate —le dijo Rudolphe
enseguida. Le sacudió el hombro con
violencia y luego le tiró del brazo—.
¡Christophe! Christophe, despierta.
—¡Vete al infierno! —contestó
Christophe,
desplomándose
pesadamente entre las manos de
Rudolphe.
—Escúchame,
Christophe,
y
escúchame bien. El capitán Hamilton
viene hacia aquí. ¿Sabes quién es?
—Está en Charleston —se oyó una
voz brumosa desde la almohada.
—No según tu buena amiga… Al
parecer llega hoy. ¡Levántate! —Le dio
un tirón del brazo y le obligó a sentarse.
Christophe se cayó hacia delante y se
quedó mirando no a Rudolphe sino a
Marcel. Se le dilataron entonces los
ojos y luego pareció sosegarse. Miraba
a Marcel como si lo estuviera viendo
por primera vez, como si no hubiera
ninguna urgencia, como si estuvieran en
un lugar seguro y tranquilo. Luego, muy
despacio, sonrió. Rudolphe le dio una
bofetada, y Christophe pareció despertar
de un sueño.
—¡No me haga eso! —susurró. Miró
a su alrededor con los ojos enrojecidos
y entornados, como si no supiera dónde
estaba. Tenía los labios tan cortados que
le sangraban. A Marcel le dolió verlo
así. Le dolió ver que Rudolphe le daba
una bofetada.
—¡Escúchame,
estúpido!
—
Rudolphe estaba furioso—. Tienes que
salir de aquí. El capitán Hamilton se va
a quedar con Dolly. ¿Lo entiendes? ¡Se
va a quedar con Dolly!
—Y no le gustaría encontrar a un
negro en su cama —dijo Christophe con
desdén. Instaba a punto de tumbarse de
nuevo.
—Si lo encuentra —replicó
Rudolphe inclinándose sobre él con una
sonrisa sardónica—, ese negro es
hombre muerto.
—Venga, Chris —dijo Marcel de
pronto, tirándole de la manga de la
camisa—. Levántate, Chris. Si no te
levantas, ese hombre nos encontrará
aquí a todos. No nos hagas esto, Chris,
venga.
La mera idea de un enojoso
enfrentamiento con un hombre blanco le
ponía enfermo. Lo que le daba miedo no
era la violencia, que para él era algo
teórico, sino la humillación, que en su
mente era muy real. Christophe se
levantó tembloroso y dejó que Marcel le
abrochara la camisa. Luego comenzó a
vestirse solo, apartando a Marcel y a
Rudolphe con gesto agresivo.
Recogieron su reloj, su corbata y sus
llaves y se las metieron en los bolsillos.
Luego le condujeron a la puerta y se
detuvieron al oír el agudo sonido del
timbre.
—Maldita
sea
—murmuró
Rudolphe.
Christophe
intentó
enderezarse, pero las piernas no lo
aguantaban, así que cayó contra la
pared. El timbre volvió asonar.
Con un esfuerzo sobrehumano
Rudolphe lo levantó y lo sacó del piso
por la puerta trasera. Oyeron el ruido de
una llave en la cerradura, un sonido
metálico que resonó en el camino
desierto de la casa. Pero ellos ya habían
llegado a la galería trasera y en pocos
segundos habían bajado las escaleras.
Marcel temblaba cuando llegaron al
camino, pero no de miedo. Temblaba
por una horrible y humillante emoción
que no había conocido en su vida. Nunca
había huido de nada, y a pesar de todas
sus locuras jamás habían podido
acusarle de cobarde ante ningún desafío,
disciplina o prueba. Ahora, apoyado en
la pared, esperando tal como había
ordenado Rudolphe, sentía un extraño
odio, no hacia Dolly, hacia Christophe
ni hacia el capitán Hamilton sino hacia
sí mismo.
—Vámonos ya —dijo Rudolphe. Y
juntos, sosteniendo a Christophe por la
cintura, giraron hacia la derecha
caminando deprisa hasta que Rudolphe
pudo parar un coche de punto.
—VII—
E
sa tarde fue la más larga de la vida
de Marcel. No se atrevía a llevar
a Christophe a su habitación, donde
había muerto el inglés, pero ante las
insistencias de Rudolphe acabaron
tumbando a Christophe en la misma
cama. La cama estaba limpia y la
habitación impecable. Más que el
abigarrado estudio de Christophe
parecía ahora una habitación de la casa
de los Lermontant. Pero Christophe no
dio señales de darse cuenta de esto ni de
que le importara. Cuando quiso coger su
botella de whisky, Rudolphe se lo
impidió y mandó a Marcel a por
cerveza.
A su regreso, Christophe estaba
apoyado contra la cabecera de su
estrecha cama detrás de la mesa y
miraba con ojos vidriosos a Rudolphe,
que caminaba de un lado a otro de la
habitación.
—Dale la cerveza —dijo Rudolphe.
Juliet, asustada del estado en que se
encontraba su hijo, rondaba por la
puerta con el rostro surcado de lágrimas.
Tenía el mismo aspecto descuidado y
demente de los años anteriores al
retorno de Christophe.
—Ahora
escúchame
—bramó
Rudolphe—. Y tú —añadió señalando a
Marcel—. Quiero que tú también oigas
bien. —Se volvió hacia Christophe—.
Sabes que estar borracho no te servirá
de nada. Antes o después tendrás que
estar sobrio y enfrentarte a ello. Tu
amigo inglés está muerto.
Marcel contuvo el aliento. Pero
Christophe seguía sin moverse. Sus ojos
eran como dos trozos de cristal.
—Tu madre te necesita —prosiguió
Rudolphe—. Ha perdido la razón. De
modo que si vuelves a cometer el error
de salir por esa puerta, si vuelves a casa
de madame Dolly Rose y su joven y
exaltado protector, y te matan, ten en
cuenta que habrás matado a tu madre
también. Por no mencionar a este
muchacho, que cree que puedes
conseguir la Luna, y a otras dos docenas
de muchachos como él a quienes has
abandonado como si no hubiera una
escuela en esta casa y como si tú no
fueras el maestro al que todos adoran.
¡Piénsalo! Piensa en la cantidad de gente
a la que puedes arrastrar en tu caída.
—Por favor, monsieur —dijo
Marcel. No podía soportar aquello, ni el
cambio gradual de la expresión de
Christophe.
—¿Han enterrado a Michael? —
susurró Christophe. Alzó las cejas
ligeramente, pero por lo demás
permaneció inmóvil.
—Pues claro que lo hemos
enterrado, pero sin tu ayuda. Y te voy a
decir otra cosa: como te metas en otro
lío con Dolly Rose tendrás que
apañártelas tú solo. —Se detuvo. Estaba
perdiendo los estribos. Comenzó de
nuevo a caminar de un lado a otro.
Rudolphe era un hombre enorme, de
fuerte complexión, no tan alto como
Richard pero más que ningún otro.
Cuando estaba furioso parecía temible.
Su voz, aunque grave, no tenía ningún
timbre africano y sí un tono caucasiano
muy marcado. Se irguió como si le
resultara difícil decir lo que tenía que
decir.
—Nunca me he visto en una
situación así —declaró—, en una
situación como la que he vivido contigo
esta tarde. Nunca, nunca he huido de
ningún hombre blanco, en toda mi vida.
¡Nunca he tenido necesidad de ello! ¡Y
jamás volveré a soportarlo! —Se dio la
vuelta, incapaz de proseguir. Marcel no
podía mirarle, ni a él ni a Christophe.
Comprendía los sentimientos de
Rudolphe, porque él mismo tenía el
corazón desgarrado y sentía miedo. Pero
Rudolphe era un hombre y él un niño.
Rudolphe era uno de los hombres más
fuertes que Marcel conocía.
Christophe abrió los labios,
cortados y pálidos, y muy suavemente
entonó:
—DOLLY Dolly, DOLLY Dolly,
DOLLY DOLLY ROOOOSE. —Su voz
se desvaneció. Rudolphe, de frente a la
puerta y de espaldas a Christophe, no se
había movido. Suspiró.
—Ven a cerrar la puerta cuando yo
salga, Marcel. Y no dejes entrar a nadie.
Christophe estaba enfermo. Durmió
profundamente
cuatro
horas,
despertando sólo para vomitar bilis y
beber cerveza. Pero no pidió whisky ni
intentó
buscarlo
él.
Marcel,
pacientemente sentado junto a la
chimenea, observó a través de las
ventanas cómo caía la noche. El
crepúsculo le aterrorizaba porque
parecía estar en consonancia con la
oscuridad de su alma. Enterró la cara en
las manos.
De vez en cuando aparecía Juliet en
la puerta y él le indicaba con un gesto
que todo iba bien. Pero las cosas
estaban lejos de ir bien, y Marcel tenía
miedo. Por fin encendió la lámpara que
había junto a la cama y se sirvió un vaso
de cerveza. Todavía estaba fresca y le
supo a gloria. Tenía ganas de llorar.
Acababa de sentarse de nuevo fuera del
círculo de luz de la lámpara cuando se
dio cuenta de que Christophe se había
incorporado en el cabezal de la cama y
que le miraba con aquellos ojos
vidriosos.
Marcel se puso a hablar. Jamás
recordaría cómo empezó. Simplemente
intentó decirle a Christophe lo mucho
que le necesitaba, lo mucho que le
necesitaban los otros chicos y cómo
había enloquecido de nuevo Juliet.
Cuando él desapareció, ella se había
dedicado a vagar por la ciudad día y
noche, subiendo a los barcos convencida
de que su hijo había sacado billete,
dispuesto a abandonarla para siempre.
Había gastado la suela de los zapatos y
le sangraban los pies.
—Ella te quiere, te quiere… —dijo
Marcel con voz rota. Se dio cuenta de
que quería decir «te quiero», pero no
pudo—. Si no vuelves, mi vida no tiene
sentido, quiero decir si no vuelves con
nosotros, con los chicos. Te aseguro que
me escaparé. No esperaré mi
oportunidad para ir a París. Recuerda lo
que planeaste cuando estabas en París,
cuando eras un niño. Pues eso es lo que
pienso hacer yo. —Y se enzarzó en
largas descripciones de cómo se
convertiría en grumete o en marinero
para escapar de «ese lugar», cómo
abusarían de él en los barcos;
probablemente le azotarían, seguro que
se moriría de hambre. Sin duda se caería
del mástil y habría ratas en la bodega y
todos cogerían el escorbuto, pero a él no
le importaba. En algún momento de la
narración le sirvió otro vaso de cerveza
a Christophe, que seguía apoyado en el
cabezal, sin moverse. La barba crecida y
desaseada le oscurecía el rostro. Sus
ojos brillaban bajo el brumoso
resplandor de la lámpara.
Las campanas de la catedral dieron
la hora una y otra vez y Christophe
seguía allí sentado. Marcel seguía
hablando, haciendo largas pausas y
repitiendo con otras palabras lo que ya
había dicho antes. Por fin, con una voz
muy suave, Christophe preguntó:
—¿Dónde lo han enterrado?
Marcel se lo explicó. En el
cementerio protestante de la parte alta
de la ciudad, porque por sus papeles
habían deducido que era episcopaliano.
Había dejado algo de dinero para
Christophe en un paquete en el que
ponía: «Propiedad de Christophe
Mercier. Entregarlo en caso de mi
muerte». Un ardid muy inteligente, según
el abogado, ya que el hombre tenía unos
buenos ingresos pero ningún capital que
dejar en testamento. Marcel no advirtió
ninguna respuesta en el rostro de
Christophe. Sólo cuando éste volvió a
cerrar los ojos se permitió el muchacho
ceder al sueño.
Su primera impresión al despertar
fue la del sol entrando por las ventanas
abiertas. «¡Ha escapado!», pensó, y se
levantó de un salto. Pero entonces vio a
Christophe vestido, afeitado y aseado,
sentado al borde de la cama con las
piernas cruzadas. En la mesa, junto a él,
humeaba el café recién hecho.
Christophe bebía de una pesada jarra
que tenía en una mano. Con la otra se
llevaba de vez en cuando un puro a los
labios. Parecía totalmente sereno.
—Vete a casa, mon ami —dijo.
—¡No! —protestó Marcel.
Christophe tenía los ojos inyectados
en sangre, y los labios todavía le
sangraban un poco.
—Estoy bien. —Su voz seguía
siendo muy suave—. A propósito, mon
ami, en el teatro de París serías una
sensación. Podrías arrancar lágrimas al
público más frío, con tus discursos y
todo eso de las cucarachas reptando
sobre ti en la bodega del barco.
Se dio entonces la vuelta para
servirle una taza de café, pero le
temblaban tanto las manos que apenas
pudo verter la leche caliente. Marcel
cogió la taza enseguida. Christophe tenía
un nuevo fuego en los ojos. Parecía
entusiasmado. De pronto apretó con
fuerza el brazo de Marcel y sin soltarlo
agachó la cabeza. Marcel se rindió
entonces aun irresistible impulso y
rodeó los hombros de Christophe en un
rápido pero firme abrazo.
Cuando se apartó, Christophe
empezó a hablar, Estaba eufórico y sus
palabras se sucedían demasiado rápidas,
demasiado vehementes. Marcel se sentó
en su silla.
—Hace mucho tiempo, en Grecia, vi
en las montañas el funeral por un
campesino. Era cerca de Sunion, la
mismísima punta de Grecia. Habíamos
ido a ver el templo de Neptuno, donde el
poeta Byron había grabado su nombre.
Vivíamos casi al pie del templo, en una
cabaña. En el funeral las mujeres iban
vestidas todas de negro, lloraban y
gritaban como locas y se tiraban del
pelo.
»Aquellos llantos tenían algo de
ritual, pero también transmitían una
sensación angustiosa. Las mujeres
querían que sus gritos llegaran al cielo,
lloraban enfurecidas, chillaban su dolor
a los cuatro vientos. Pues bien…
—Christophe se detuvo, pensativo, y
se llevó con cuidado el café a los
labios. Derramó un poco, pero no
pareció advertirlo. Cuando dejó la taza,
la mano le temblaba con más violencia.
—Pues bien, yo tenía que llorar así a
Michael. Tenía que gritar, tenía que
dejar salir el dolor. Pero ya está. Ni
siquiera sé qué día es. No sé cuánto
tiempo he estado en casa de Dolly. Pero
ya está, todo ha terminado.
Marcel estaba aliviado aunque
receloso. No comprendía que la euforia
de Christophe provenía de tantos días de
embriaguez, que Christophe estaba en un
estado alterado en el que todas las
cosas, hermosas o trágicas, se le
aparecían como sublimes. Pero se veía
el miedo en sus ojos, y Marcel
sospechaba que el dolor de Christophe
no había hecho más que empezar.
—¿Cómo podré pagarte lo que has
hecho, mon ami? —preguntó Christophe
—. Aunque ojalá no lo necesites nunca.
—Vuelve con nosotros —contestó
Marcel—. Ponte bien. Eso sería más que
suficiente.
Volvió a sentir el embarazoso
impulso de llorar, pero Christophe se
había levantado.
—Tienes que ir a tu casa —le dijo,
cogiéndole la taza de café—. Tu
madre… Tienes que irte.
—Pero no irás a salir, ¿verdad
Christophe? Quiero decir que te
quedarás aquí… durante unos días, hasta
que ese hombre… el capitán Hamilton…
Christophe asintió con gesto
resignado y ofendido.
—No te preocupes —dijo con tono
un poco frío—. El ilustre capitán
Hamilton me ha enseñado un par de
cosas. La primera, que no invierto
bastante en whisky… el suyo es
incomparablemente mejor. Y la segunda,
que en realidad no deseo morir.
Marcel se levantó y miró a
Christophe a los ojos.
—La muerte del inglés no ha sido
culpa tuya.
—Ya lo sé —replicó Christophe,
sorprendiéndolo—. Créeme, nada más
lejos de mi pensamiento. Tengo sobre
los hombros una carga mucho mayor y
es, sencillamente, que fuera cual fuese la
causa o el culpable de su muerte,
Michael está muerto.
Marcel se estremeció. Christophe le
cogió del brazo y lo condujo a las
escaleras. Marcel ya estaba absorto en
sus pensamientos, en lo que le diría a
Cecile, cuando al abrir la puerta se dio
de bruces con un blanco muy alto.
Todo su cuerpo se estremeció, y por
un instante sólo fue consciente de dos
sensaciones: el miedo a que el hombre
fuera el capitán Hamilton y la
desagradable impresión de que había
visto antes a aquel blanco. Pero el
desconocido no estaba furioso sino que
esperaba tranquilo e inmóvil. Parecía
que hubiera estado a punto de llamar al
timbre. Tenía el pelo negro, la piel muy
fina y unos ojos negros muy hundidos,
perturbadores. Marcel se sintió débil,
casi sin habla.
—Bien —se oyó la voz de
Christophe en las escaleras y el ruido de
sus pasos sobre la alfombra—. Pasa,
Vincent.
El blanco entró en el vestíbulo.
A Marcel no le gustó nada aquella
situación. Christophe vacilaba, sus ojos
inyectados en sangre parecían los de un
loco bajo la desnuda luz del sol y era
evidente que su ánimo era veleidoso y
que podía cometer una imprudencia.
Invitó al blanco a entrar en el salón
trasero, detrás de la escuela.
El hombre se quedó un momento
callado, y cuando habló lo hizo con tono
decoroso y dramático a la vez.
—No puedo quedarme, Christophe
—dijo.
Christophe no dio muestras de
sorpresa y no mudó su velada expresión.
—Deseo hablarte del capitán
Hamilton. ¿Sabes a qué capitán
Hamilton me refiero?
Christophe no contestó. Se cruzó de
brazos con expresión impasible, de fría
condescendencia, sin ayudar en nada al
blanco, a quien le estaba costando un
evidente esfuerzo decir lo que tenía que
decir.
El hombre respiró hondo. Iba muy
bien vestido, con una levita verde,
pantalones color crema y un bastón de
plata con el que tocaba ligeramente el
suelo de madera. Sabía que Marcel
estaba detrás de él, sabía que Christophe
no le había dicho que se marchara.
—El capitán Hamilton no es un
hombre muy sensato —comentó, con los
mismos modales comedidos—. Pero lo
cierto es que Dolly Rose es una mujer
que puede volver loco a cualquier
hombre.
Estas últimas palabras fueron
pronunciadas con gran énfasis, pero el
rostro de Christophe no acusó la menor
alteración.
—El capitán Hamilton ha sido
informado —prosiguió el hombre— por
algunos de sus compañeros, amantes de
los placeres, de que Dolly Rose lo ha
estado dejando en ridículo. Tu nombre
fue mencionado al respecto, y el capitán
Hamilton y yo discutimos el asunto
largamente.
Hubo una pausa.
—Le he explicado al capitán
Hamilton —prosiguió con voz firme y
lenta— que tú y yo somos conocidos y
que sus quejas deben referirse
únicamente a Dolly Rose. Le he
explicado al capitán Hamilton que
cuando haya pasado más tiempo por
estas tierras lo comprenderá mejor. Le
he explicado que un hombre… —vaciló
— que un hombre de color no puede
defenderse contra un hombre blanco en
el campo del honor, que en realidad un
hombre de color no puede defenderse de
ninguna forma contra un blanco, que en
algunos círculos se considera un acto de
cobardía luchar con un hombre que no
puede defenderse, y que en vez de eso se
puede ser indulgente.
Christophe alzó las cejas.
—¿Y se lo creyó, Vincent?
—Lo aceptó. Ya te he dicho que no
lleva mucho tiempo por aquí. —
Entonces, bajando la voz añadió con
tono grave—: Tú sí, sin embargo.
Se dio la vuelta y añadió entre
dientes y sin convicción:
—No vuelvas a cometer el mismo
error.
Christophe entornó los ojos y tensó
la boca, mirando ceñudo la nuca del
blanco.
—¿Quieres que te haga un recibo,
Vincent? —dijo de pronto.
El blanco se detuvo con la mano en
el pomo de la puerta. Marcel vio la
sorpresa en su rostro, el súbito rubor en
sus mejillas. El hombre se volvió para
mirar a Christophe.
—¿Qué has dicho?
—Te pregunto si quieres un recibo.
Al fin y al cabo estás saldando una
deuda, ¿no?
El hombre estaba petrificado. Tenía
el rostro encendido y miraba a
Christophe sin dar crédito a lo que oía.
—Por todas las cenas en París —
prosiguió Christophe con una voz sin
inflexiones—, los largos paseos junto al
río, las conversaciones en el mar. ¿Qué
pensabas que iba a hacer, Vincent? ¿Irte
a buscar a tu plantación, sentarme a tu
mesa, sacar a bailar a tus hermanas?
¿Qué fue lo que me dijiste aquella noche
en casa de Dolly? Ah, sí. «Que te vaya
bien». Deberías conocerme mejor,
Vincent. Yo nací aquí igual que tú. ¡No
puedes echarme!
El blanco temblaba de furia y tenía
los ojos desorbitados.
—¡Te estás aprovechando de mí,
Christophe! —exclamó con la voz
cargada de ira contenida—. Si has
nacido aquí igual que yo, sabes que te
estás aprovechando de mí. ¡Porque me
has insultado! —Le temblaba el labio—.
Me has insultado bajo tu techo. Y sabes
que no puedo exigirte una satisfacción.
Y también sabes que si pudiera te la
exigiría. —Tras escupir esta última
frase se dio la vuelta y abrió la puerta
con tal violencia que la estrelló contra
la pared.
Christophe
tenía
el
rostro
desencajado, y también temblaba.
—¡Vete al infierno! —dijo con los
dientes apretados—. ¡Tú y tu maldito
capitán Hamilton! ¡Idos los dos al
infierno!
El blanco se quedó petrificado. Se
dio la vuelta, más ofendido que furioso,
totalmente perplejo. De pronto su
expresión cambió hasta dar paso a una
desesperada consternación.
—Dios mío, ¿por qué has vuelto? —
dijo, con los ojos muy abiertos como si
con toda su alma deseara comprenderlo
—. ¿Por qué has vuelto?
—¡Porque ésta es mi casa, bastardo!
—Las lágrimas le nublaban la vista—.
¡Éste es mi hogar, como también es el
tuyo!
El blanco se quedó sin habla,
derrotado. Se miraron a los ojos. El
rostro de Christophe reflejaba
violencia de su tormento interior.
hombre blanco se dio la vuelta y
marchó. Sus rápidos pasos
desvanecieron a lo lejos.
la
El
se
se
Al final de la semana Dolly Parton
había terminado con el capitán Hamilton
y había tirado por la ventana muchos de
los muebles que él le había comprado,
antes de que pudieran llegar los tenderos
a recogerlos. Celestina Roget le había
dicho palabras muy duras en el
cumpleaños de Marie y no estaba
dispuesta a recibir a Dolly en su casa.
Nadie quería recibirla.
Pero ella invitó a dos chicas
cuarteronas, recién llegadas del campo,
a compartir su piso, donde pronto
comenzaron a acudir los hombres a
pasar la velada, y Dolly se puso a
amueblar la casa de nuevo.
Quinta parte
—I—
L
legó el otoño, frío al principio,
como siempre, con sus hojas
secas. Pero una mañana apareció el
hielo en la superficie de las cunetas y la
escarcha cubrió de cicatrices marrones
las tiernas hojas de los plátanos.
Era un invierno de esos de los que
nadie habla al que visita Nueva Orleans,
como si el asfixiante calor del verano
borrara de la mente todo recuerdo de su
paso. Pero era sombrío y húmedo como
siempre, y sólo un poco más frío. La
fiebre amarilla había desaparecido con
los primeros vientos sin haber alcanzado
la categoría de epidemia y la ciudad
respiraba una nueva limpieza. Aquellos
que en agosto se movían perezosamente
por las tórridas calles, corrían ahora con
las manos congeladas en los bolsillos.
Las mujeres, con las mejillas
arreboladas, entraban deprisa al calor
de las tiendas siempre llenas de gente.
Hasta los yanquis lo pasaban mal.
Decían que el frío les calaba hasta los
huesos, que era peor que en Nueva
Inglaterra, y acurrucados junto a sus
pequeñas chimeneas de carbón miraban
desesperados los tentáculos que la
humedad iba trazando bajo el papel de
las paredes. El aliento de los caballos
humeaba en las calles, y la lluvia
parecía congelarse en el aire.
Pero por todas partes se veían
robles de verdes hojas, a menudo
cargados de hiedra, y en los rincones de
los jardines las rosas se aferraban
trémulas a las enredaderas. Los helechos
estaban frondosos. La madreselva
todavía se abría paso en la densa
arboleda bajo la ventana de Marcel. El
cielo solía ser de un azul brillante,
surcado de nubes limpias y blancas que
avanzaban rápidamente desde el río y
dejaban pasar un sol débil que caldeaba
los espíritus, ya que no el aire helado.
Marcel adoraba esos días. Se había
comprado un elegante gabán y después
de las clases se pasaba horas caminando
por las brillantes aceras mojadas,
excitado por el espectáculo de la luz de
gas y los cristales de los escaparates, el
olor del humo de las chimeneas y el
ajetreo del comercio en la temprana
oscuridad. En las casas ardía el carbón
en todos los braseros, y cuando se
acercaba a las ventanas con los libros
bajo el brazo veía el acogedor
resplandor azul de las llamas.
Bebía mucho cacao, dormía
profundamente tras largas horas de
estudio y sólo de vez en cuando, y con
un sobresalto, se acordaba del
inevitable encuentro con monsieur
Philippe.
Un encuentro que pesaba sobre él
tanto como sobre Cecile. Monsieur
Philippe siempre se presentaba cuando
él lo decidía, y podían pasar seis meses
entre una visita y otra. Pero la cosecha
había concluido en Bontemps, miles de
toneles de azúcar habían bajado ya por
el río para atestar el muelle y pronto el
azúcar estaría molido y refinado. Los
dedos inquietos de Cecile recordaban a
todo el mundo que monsieur Philippe
podría aparecer en cualquier momento, y
toda la casa parecía esperar, los espejos
reflejando otros espejos, el silencio
tenso como una cuerda de violín.
La escuela de Christophe, mientras
tanto, acogía ya veinticinco alumnos, en
contra de su buen criterio, y la sala de
lectura en la parte trasera estaba
siempre llena.
Christophe no había dado clase
durante las dos semanas posteriores al
entierro del inglés, pero cuando volvió a
aparecer en el aula estaba animado por
un nuevo fervor, aunque mostraba una
cierta impaciencia que sus alumnos
parecieron comprender. Una vez sacudió
violentamente a Marcel por estar
distraído y Marcel se pasó dos días sin
atreverse a mirarle a la cara.
Sin embargo era evidente que aún
sufría, y todos se abstenían de hacer
comentarios cuando a veces le
descubrían borracho, vagando por las
calles a horas intempestivas.
Entretanto, Christophe había llamado
a la feroz madame Elsie y había
restañado
su
orgullo
herido
agradeciéndole mil veces la amabilidad
de Anna Bella al ofrecerse como
enfermera para su amigo inglés. Cuando
se enteró de la pasión de Anna Bella por
la lectura, le ofreció la última novela
del famoso señor Charles Dickens,
suplicándole que la aceptara. Madame
Elsie dudaba de que aquello fuera
decoroso, pero confundida por los
exquisitos modales de Christophe y su
notable seguridad, murmuró finalmente:
—Eh, bien, tal vez la lea.
Todo había sido culpa de ese
desgraciado de Marcel Ste. Marie. Más
adelante le diría a su doncella, Zurlina,
que el muchacho tenía prohibida la
entrada en la casa. ¿Cómo iba ella a
saber que un «caballero» se alojaba con
el profesor al final de la manzana? En
cuanto a Christophe, bueno, por lo
menos los hombres de color que habían
estado en París se comportaban como
auténticos hombres.
Al mismo tiempo, Rudolphe
Lermontant había llevado viejos
periódicos a la sala de lectura de
Christophe y se detenía allí de vez en
cuando para leer con los chicos
mayores. El padre de Augustin
Dumanoir también visitaba la escuela,
siempre que estaba en la ciudad, y leía
detenidamente los periódicos mientras
fumaba en pipa. Christophe acababa de
publicar dos poemas cargados de oscura
imaginería y veladas referencias a los
demonios que se negó en rotundo a
explicar. Nadie comprendió ni una
palabra, pero fueron muy admirados.
Otros hombres comenzaron a dejarse ver
por allí, padres de los estudiantes,
amigos, de modo que pronto se hizo
habitual verlos atravesar en silencio el
pasillo y pasar por delante de la puerta
del aula, o deambular más tarde en torno
a la mesa redonda o sentarse en los
sillones de cuero junto a la pequeña
chimenea.
Se celebraban cenas en el comedor
del piso de arriba, magníficamente
restaurado, donde colgaba incluso el
retrato del viejo haitiano, el abuelo de
Christophe, que miraba ceñudo desde su
pulido marco. El padre de Augustin
Dumanoir y los otros plantadores del
campo eran asiduos invitados, y Marcel,
siempre presente, escuchaba sus
interminables conversaciones con una
mezcla de pesimismo y fascinación. Les
habría encantado tener alojado a
Christophe en sus paradisíacos campos,
donde podría enseñar en privado a sus
hijos. Le invitaban a visitarlos siempre
que quisiera y a quedarse un mes o un
año. «No me imagino lejos de Nueva
Orleans»,
respondía
él
siempre
cortésmente. Bajo la furiosa mirada del
viejo haitiano hablaban del tiempo, del
comercio y del cuidado de los esclavos.
Christophe no mostraba ningún interés
en este tema, y a veces miraba a Marcel
con una amarga sonrisa.
Juliete servía la mesa en tales
ocasiones, ayudada por Bubbles, pero
nunca se sentaba con ellos. Bubbles se
había convertido en elemento regular del
servicio de la casa, por lo que
Christophe le pagaba un dólar a la
semana y le compraba ropa.
Marcel cumplió quince años el 4 de
octubre, y Christophe, invitado a la
fiesta, fue recibido por primera vez en la
casa Ste. Marie. Animado por el vino
improvisó un poema para tante Louisa y
dejó a todo el mundo atónito al dirigir
muchos de sus comentarios a Marie, que
permanecía callada, como siempre.
En el despacho de monsieur
Jacquemine, el notario, se había
depositado una generosa cantidad de
dinero para que Marcel pudiera
comprarse un caballo en tan destacada
ocasión. El muchacho nunca había
montado a caballo, e incluso cruzaba la
calle para evitarlos siempre que podía.
Le parecían monstruos y le aterrorizaba
que pudieran pisarle o incluso morderle.
La simple idea de comprarse uno le
daba risa.
Pero ¿y si cogía aquel dinero, se
decía, y lo empleaba no en comprar una
bestia traicionera sino la caja mágica?
Porque la caja mágica inventada por
monsieur Daguerre en París, la caja
mágica que había creado la pequeña
miniatura en blanco y negro de
Christophe, era el último grito. El
gobierno francés había comprado su
secreto a monsieur Daguerre y ahora lo
estaba dando a conocer en todo el
mundo. Christophe había pedido
ejemplares del tratado de Daguerre,
magníficamente ilustrado, y los había
puesto a disposición de sus alumnos,
mientras que Jules Lion, un mulato
francés,
había
estado
haciendo
daguerrotipos allí mismo, en Nueva
Orleans. Y tanto el New York Times
como el New Orleans Daily Picayune
informaban que cualquiera podía pedir
la nueva cámara Daguerre junto con todo
el equipo y los productos químicos
necesarios para hacer sus propios
retratos. Era el final de un mundo de
burdos bocetos, de hombres que
parecían patos y de retratos a lápiz tan
decepcionantes que Marcel los había
quemado en la intimidad de su
habitación.
Era algo deslumbrante y tentador, y
el dinero estaba en manos del notario.
Pero ¿y los otros gastos, placas, marcos,
productos
químicos
cuyo
hedor
emanaría
inevitablemente
del
garçonnière a la casa, y el horno que
tenía que estar encendido toda la noche?
¿Y si el garçonnière se incendiaba? No,
no era el momento de pedir tales
concesiones, Y además, ¿le quedaría
tiempo para dedicarse a su cámara
después de sus estudios, hasta altas
horas de la noche? Marcel renunció a
ello de mala gana y dejó que la
excitación se disipara en sus venas.
—¿Pero no crees que es una buena
señal? —le dijo después a Cecile—.
Quiero decir que monsieur Philippe no
puede estar muy enfadado, al fin y al
cabo.
Ella no estaba segura.
En la repisa de la chimenea se oía el
tictac del reloj. La lluvia golpeaba en
los cristales.
En la fiesta de Todos los Santos,
cuando los criollos atestaban los
cementerios y se arremolinaban entre los
altos peristilos de las tumbas con sus
ramos de flores, hablando tête-à-tête de
un tío fallecido o del pobre primo
muerto, Cecile fue sola a St. Louis, ya
tarde, para atender con Zazu las tumbas
de dos niños que habían muerto muchos
años atrás, antes de que naciera Marcel.
Mientras tanto, en su ausencia,
Marcel encendió el fuego para calentar
la casa y colocó una lámpara en la
ventana antes de sentarse a oír la lluvia.
Luego sonaron los pasos de ella en el
camino. Cecile entró sola al salón y se
tapó la cara con las manos.
Marcel, junto a las sombras de la
chimenea, dejó el atizador y la envolvió
en sus brazos.
Volvía a ser el hombre de su vida,
como antes. No el amante, claro, pero sí
el hombre.
Era evidente que Marcel había
recuperado su antiguo comedimiento, las
nubes habían desaparecido de su rostro,
y junto a la cortesía que tanto había
encandilado a todos cuando era niño,
había ahora una nueva madurez, una
serena fuerza. Ya no era un vagabundo ni
un truhán. Presidía la mesa todas las
noches y dirigía la conversación,
deleitando a veces a sus tías con su
agudo ingenio, contándoles interesantes
detalles de las noticias del día.
Naturalmente ellas nunca leían los
periódicos, consideraban que no era
elegante que una dama leyera los
periódicos, de modo que a sus ojos
Marcel estaba poseído del aura del
hombre que sabe del mundo.
Así pues, a Marcel le sorprendió
que cuando comenzaron a hablar de la
temporada de ópera y de la presentación
de Marie en público, no contaran con él.
No había olvidado la sublime
experiencia de la temporada anterior, y
cuando sus tías se rieron de él, Marcel
sintió un repentino y agudo dolor.
—Pero si eres un niño —dijo tante
Louisa risueña—, ¿qué sabes tú de la
Ópera? Pero si todos los muchachos se
duermen en la Opera, y las mujeres
tienen que pellizcar a sus maridos para
que se mantengan despiertos.
—Pues yo quiero ir —insistió él.
—Esto es una tontería —terció
Cecile. Habían terminado de cenar y le
hizo un gesto a Lisette para que retirara
los platos—. Marcel adora la música.
¿Qué sabe Marie de música?
—Tante Colette se echó a reír.
—Cecile, a Marie tienen que verla,
chère
—explicó—.
¡Lo
sabes
perfectamente, mon Dieu!
—Es demasiado joven para esas
cosas —aseguró Cecile—. Si quieres ir,
Marcel, estoy segura de que puede
arreglarse. Monsieur Rudolphe se
encargará de ello.
—Cecile —dijo Louisa suavemente
—, estamos hablando de Marie. Hay que
hacerle un vestido y…
—Siempre hablando y hablando de
Marie. La vais a volver tonta con tantos
encajes, tanto tafetán y tantas perlas. No
había oído mayores tonterías en toda mi
vida. —Entonces se inclinó y con los
ojos entornados le preguntó a Marie—:
¿Tú quieres ir a la Ópera? ¿Es eso lo
que quieres, todas estas tonterías? ¡Di!
Marie se puso tensa, y al mirar a su
madre se le subió el color a las mejillas.
Marcel vio que era incapaz de hablar,
aunque no apartaba la mirada, como
solía hacer. Cuando por fin movió los
labios para decir algo, Louisa la
interrumpió:
—No tiene que decidirlo ella,
Cecile. Ya está todo dispuesto. —Luego
bajó la voz para darle un tono de
seriedad y añadió—: Cecile, las
familias de bien jamás pasarían por alto
la presentación en público de sus hijas.
Deberías haber visto a Giselle
Lermontant el año que cumplió los
catorce, y a Gabriella Roget el año
pasado.
—No tienes por qué hablarme como
si fuera una idiota —dijo Cecile
fríamente—. No tenemos por qué hacer
lo que hacen los demás. Para mí es
dinero y tiempo perdido.
—Pues a mí me parece que tú
dispones de tiempo y de dinero de sobra
—respondió Louisa.
Colette, que había seguido la escena
con la misma atención que Marcel, se
inclinó hacia Marie y le pidió que fuera
al dormitorio a por un vestido que había
que arreglar.
—Ve —murmuró—. Quiero hablar
con tu madre.
—Armáis mucho jaleo con esa niña
—dijo Cecile cuando Marie se marchó
en silencio—. La vais a volver loca.
—Mamá, dudo que nadie pueda
volver loca a Marie —comentó
suavemente Marcel.
—Piensa en tus amigos —dijo
Cecile cortante—. Imagínate a Augustin
Dumanoir pidiendo permiso para
cortejar a Marie. ¡Y a Suzette
Lermontant preguntando si Richard
puede ir a la iglesia con ella!
—Todos lo están pidiendo, y yo les
he dicho que en la fiesta de cumpleaños,
después de la Ópera… —terció Louisa.
—¡No tenías derecho a decirles
nada! —chilló Cecile. El silencio cayó
sobre todos. Se había pasado de la
habitual charla de sobremesa a una
desagradable discusión. Colette miraba
a Cecile con expresión de enfado.
Louisa, sin embargo, prosiguió con tono
paciente:
—Algo tenía que decir, chère, ya
que tú no estabas. Marie es la sensación
de esta temporada, ¿es que no te das
cuenta? Y Richard y los demás
muchachos…
—¡Pero qué tontería! Richard viene
a esta casa a ver a Marcel, no a verla a
ella. Marcel es su mejor amigo. Son
amigos desde hace años. A Marie no le
presta la menor atención, la tiene vista
desde que era así de pequeña.
—Mamá —intervino Marcel—, tal
vez Marie ya es bastante mayor, a lo
mejor le gustaría…
—¡Marie, Marie, Marie! —Cecile
se retorció las manos—. Deberías estar
harto de tanto oír hablar de tu hermana,
como si fuera una reina… Detesto que
se hable de ella en la mesa.
—Pues a mí me parece que detestas
que se hable de ella en cualquier
momento —dijo Colette en voz baja—.
Me parece que no quieres hablar nunca
de tu hija, ya sea su cumpleaños, la
temporada de la Ópera o su primera
comunión. A mí me parece…
Cecile demudó el semblante.
—Tú crees que puedes arreglar esos
asuntos sin mi consentimiento, ¿verdad?
—dijo con tono rabioso.
—Alguien tiene que arreglarlos —
replicó Colette.
—Crees que puedes vestir y peinar a
esa niña como si fuera una princesa y
pasearla de un lado a otro para
satisfacer tu propia vanidad, porque de
eso se trata, de tu propia vanidad. Crees
que puedes tratarla como si fuera una
reina, mientras su hermano permanece
en la sombra. Pues tienes que saber que
no pienso permitirlo, no voy a seguir
escuchándoos, me niego a ver a Marie
emperejilada y exhibiéndose como un
pavo real. Su hermano irá con ella a la
Ópera y se sentará en la primera fila del
palco, o de seguro que vuestra marioneta
no irá.
Las dos tías se quedaron en silencio.
Colette fue la primera en levantarse.
Se ciñó rápidamente el chal y se puso
los guantes. Louisa murmuró algunas
palabras sobre el tiempo y la
probabilidad de lluvia y anunció que
debían marcharse.
—Mamá, yo no pretendía que
hubiera una discusión —dijo Marcel—.
A lo mejor puedo ir a la Ópera con
Richard… Ya veremos.
—Puedes venir con nosotras, cariño
—terció Louisa—. Claro que puedes
venir. Hemos reservado un palco entero,
así que puedes estar con nosotras. —Se
echó la capa por los hombros y se ajustó
la capucha.
Colette se había detenido en la
puerta y miraba a Cecile con la misma
expresión sombría que había mostrado
durante toda la conversación.
—Estás celosa de tu hija —dijo de
pronto. Todas las cabezas se volvieron
hacia ella. Marcel se quedó de piedra
—. Estás celosa de ella. Has estado
celosa de ella desde el día que nació.
Cecile
se
levantó,
haciendo
tambalear las tazas de café.
—¡Cómo te atreves a decir eso en
mi propia casa!
—Eres una madre desnaturalizada
—sentenció Colette. Se dio la vuelta y
se marchó.
Cecile, en un paroxismo de furia, se
giró de espaldas. Marcel la envolvió
suavemente en sus brazos.
—Siéntate, mamá. Esto no es más
que una discusión. Siéntate.
Cecile temblaba. Forcejeó para
sacar el pañuelo y se lo llevó a la nariz.
Se acomodó de nuevo en la silla y cogió
a Marcel de las solapas para que se
sentara frente a ella.
—Voy a aclarar las cosas con
monsieur Philippe —dijo en voz baja y
ahogada—. Le explicaré que estaba
perturbada cuando le escribí la nota, que
le echaba mucho de menos. Él lo
comprenderá. Entre él y yo pasan
muchas cosas, no te lo puedes imaginar.
—Esbozó una forzada sonrisa mientras
le acariciaba la solapa con la mano—.
Nadie lo sabe, sólo lo sabe la mujer que
está a solas con su hombre. Todo saldrá
bien. —Hablaba deprisa, con un tono
algo agitado, y ahora le agarraba las
solapas con las dos manos—. ¿Sabes?
Una vez monsieur Philippe me dijo que
había escrito cartas para ti, cartas
dirigidas a caballeros de París que él
conocía, cartas de presentación, para
que fueras recibido. ¿Sabes una cosa?
Cuando te vi en la cuna, la primera vez
que me dejaron verte, hice un juramento
y se lo conté a monsieur Philippe. Él me
hizo una promesa. Te juro que nadie va a
romper esa promesa.
—Mamá. —Marcel le cogió las
manos con fuerza y se las puso sobre la
mesa—. No tienes que preocuparte. Yo
no estoy a la sombra de Marie.
Cecile soltó un suspiro y se pasó la
mano sobre el tenso pelo de la sien
como si quisiera desprenderse de un
hondo dolor.
—Mamá, yo ni siquiera pienso en
ella, y me avergüenza decirlo. La he
descuidado. Todos la hemos descuidado.
Ni siquiera se me había ocurrido que los
muchachos querrían cortejarla, hasta que
Richard… Sólo tante Louisa y tante
Colette se dedican a ella, y tampoco
demasiado. Mira, cuando pienso en
madame Celestina con la estúpida de
Gabriella… —Soltó una carcajada—. Y
Dolly Rose… cómo la exhibía su madre.
Nunca llevaba dos veces el mismo
vestido.
Cecile lo abrazó, pasándole la mano
por la nuca. Le acarició el pelo, la
mejilla.
—Todo es vanidad —dijo—.
Ninguna de ellas ha tenido hijos y ahora
quieren hacer como si Marie fuera su
hija. Será un placer para ellas exhibirla
en ese palco… —Cecile le dio un beso.
—¿Y por qué no, mamá? ¿Qué tiene
de malo? A veces Marie me da pena.
Tengo la sensación de que nada de esto
la hace feliz. A veces tengo la horrible
sensación de que Marie no ha sido nunca
feliz.
Cecile se quedó quieta, mirándole a
los ojos como buscando algo en ellos.
Luego se apartó, sacudiendo la cabeza,
pero le cogió las manos. De nuevo
esbozó aquella extraña sonrisa, con un
rictus en las comisuras de los labios.
—¡Es que no entiendes que tu
hermana es hermosa! —exclamó con voz
grave y ácida, impropia de ella. Tenía
los labios fruncidos en una mueca, y su
rostro parecía malvado; había perdido
toda semejanza con la mujer que Marcel
conocía—. Todas las cabezas se giran
cuando pasa tu hermana, ¿es que no lo
ves? —siseó—. Tu hermana es de esas
mujeres que vuelven locos a los
hombres. —Marcel se estaba asustando.
Había veneno en los ojos y en la voz de
Cecile—. Tu hermana siempre… en
todas partes… en todo momento… ha
pasado por blanca.
Marcel bajó los ojos, con la vista
nublada. Las palabras de Cecile
resonaban en sus oídos como si hubiera
estado sumido en sus ensoñaciones y
sólo al final hubieran logrado penetrar
en su mente. Pero Marcel no estaba
soñando.
—Bueno —murmuró con suavidad,
mirándose la mano. Cecile le estaba
clavando las uñas sin darse cuenta, y
Marcel comenzaba a sentir un agudo
dolor—. Así son las cosas, mamá —le
dijo, encogiéndose de hombros—. Así
son las cosas.
—Sientes lástima por Marie,
¿verdad? —susurró ella con los dientes
desnudos y los ojos monstruosamente
grandes—. Tu hermana tendrá todo lo
que quiera en la vida.
Lisette, en la cocina, pasó la plancha
que acababa de sacar del fuego sobre
una sábana blanca. El aire caliente
envolvió a Marcel al abrir la puerta.
—¡Que no entre el frío! —le
reprendió Lisette—. Vuelva a dejar la
puerta como estaba, michie.
—¿Está aquí Marie? —preguntó él.
Lisette se lo quedó mirando un
instante. Marcel estaba a punto de
impacientarse cuando vio a Marie en la
pequeña habitación donde dormían Zazu
y Lisette. Estaba sentada en la estrecha
cama de Lisette. Detrás de ella
chisporroteaban las velas, que arrojaban
una fantasmagórica luz sobre la pared
donde Lisette colgaba sus imágenes
sagradas junto a una estatuilla mal
pintada de la Virgen que se alzaba sobre
el altar formado por dos libros viejos.
Marie llevaba un vestido de invierno
de lana azul, de cuello alto, adornado
únicamente por un pequeño camafeo. En
sus largas manos blancas no llevaba
anillos ni brazaletes. Se había soltado el
pelo que le caía sobre los hombros,
fundiéndose con las sombras que la
rodeaban, de modo que su rostro, con el
ligero rubor de las mejillas, parecía casi
luminoso, como el de una virgen de
mármol en la iglesia, o más bien como
el rostro afligido de la Dolorosa tras su
tenue velo, llorando entre los lirios por
Jesucristo muerto. Marie se giró
despacio, tímida, y miró a su hermano
que estaba en la puerta. Sus labios,
jamás pintados, eran de un rosa intenso.
Al ver a Marcel allí parado, sin hablar,
con el ceño fruncido y los ojos azules
muy abiertos, como sorprendidos, Marie
se asustó.
—¿Qué pasa? —quiso saber él.
Marcel movió la cabeza.
—¡Yo no voy si no vas tú! —susurró
Marie—. ¡No pienso ir!
—Yo iré también —dijo él
sentándose a su lado—. Iremos los dos
juntos con tante Louisa y tante Colette.
—Hablaba despacio, serenamente—. Te
iré contando lo que cantan los artistas,
para que disfrutes de todo. Será una
noche muy especial. Te lo pasarás muy
bien. Te lo pasarás estupendamente.
—II—
P
ronto se inauguró la Ópera. Las tías
no tardaron en serenar los
agitados sentimientos de Cecile
mediante una serie de gestos rituales, de
modo que en la casa bullían las
conversaciones sobre vestidos, la tela
perfecta y el color perfecto, la elección
de las joyas. Marie, herida y recelosa
desde la última discusión, se sorprendía
una y otra vez cuando al darse la vuelta
encontraba fijos en ella los atentos ojos
de su hermano.
La sorprendía sobremanera que se
acercara a menudo a besarla, que por las
tardes se sentara a su lado junto al
fuego. En las semanas siguientes, más de
una vez la llamó él al garçonnière
convenciéndola para que se dedicara a
su costura en aquellas habitaciones, más
pequeñas y más cálidas. Era algo más
que su antiguo sentido de la protección.
Algo que Marie no conocía o no
comprendía del todo los había acercado,
y en aquellas largas tardes, mientras ella
movía arriba y abajo la aguja y él volvía
las páginas de un libro, había estado a
punto, de confesarle su amor por
Richard Lermontant. Pero lo que ella
más apreciaba era ese vínculo
silencioso. Las palabras nunca la
satisfacían, y ahora la unía a Marcel
algo más profundo, más hermoso. Y el
hecho de que Marcel fuera a estar con
ella esa espantosa noche de ópera en la
que la iban a exhibir como una muñeca
en un escaparate, le daba una nueva paz
de espíritu.
Pero a medida que se acercaba el
día señalado, los sucesos conspiraron
para separarlos; la Ópera estaba lejos
de los pensamientos de Marcel. Todo
tenía que ver con el esclavo Bubbles,
que Christophe Mercier había alquilado
en septiembre a la desacreditada Dolly
Rose.
Marcel no sabía a ciencia cierta si
Christophe deseaba realmente tener a
Bubbles o a cualquier otro esclavo a su
servicio pues sus escasos comentarios
sobre el tema hablaban de abolición o
evidenciaban disgusto. Pero Dolly le
había dado a Bubbles tal paliza un
domingo que el muchacho se había
presentado
ante
Christophe
con
cardenales en la cara y la camisa
destrozada y llena de sangre. Dolly le
había quitado sus herramientas de afinar
arguyendo que él se había quedado con
unos pendientes. Christophe, furioso, le
había escrito una cáustica carta en la que
adjuntó unos dólares para el alquiler del
esclavo. Nadie había visto por supuesto
que Christophe y Dolly intercambiaran
ni una palabra desde lo sucedido tras la
muerte del inglés. A partir de entonces
Bubbles se convirtió en el devoto
sirviente de Christophe, y no había duda
de que era devoto de veras. Si alguien le
oyó alguna vez quejarse por algo fue por
las herramientas de afinar que Dolly
tenía requisadas en su piso.
Pronto se operó tal transformación
en Bubbles que la gente que no se había
fijado antes en él se lo quedaba mirando
ahora por la calle. Siempre había tenido
un aspecto sorprendente. Era delgado y
nervudo, y tan negro que su piel arrojaba
destellos azules. Sus ojos pequeños y
amarillentos bajo un ceño siempre
pensativo le conferían una expresión
sabia y sombría que no rompía el más
mínimo gesto de su boca fina y ancha.
Parecía un auténtico mono.
Pero
esto
requiere
cierta
explicación.
Lo cierto es que no había en él nada
cómico ni grotesco. Miraba como miran
los monos cuando no están haciendo el
payaso con un organillero o cuando no
son meros dibujos de una historieta
cómica.
Los monos tienen rostros inteligentes
y parecen meditabundos cuando
examinan las cosas atentamente con sus
alargadas manos negras, y a menudo
fruncen el ceño como sumidos en
profundos pensamientos.
Bubbles tenía esa mirada, y como
suele ser el caso en los seres humanos,
eso significaba una profundidad
espiritual de la que los monos carecen,
obviamente.
Era ese tipo de muchacho negro cuya
extraordinaria belleza resultaba tan
extraña al modelo caucasiano que los
brutales traficantes de esclavos le
habrían llamado «mono negro», y los
niños más pequeños, a los que todavía
no les han dicho lo que tienen que
pensar, le habrían visto como un
exquisito felino. Tenía la piel fina como
unos guantes viejos de cabritilla, el pelo
lanoso y rizado en la cabeza
perfectamente redonda, y se deslizaba
como un bailarín por las calles y las
habitaciones, con las manos tan yertas
que parecían demasiado pesadas para
sus estrechas muñecas.
Bajo la protección de Christophe
había adquirido una nueva distinción, la
de los abrigos y chalecos parisinos, las
camisas de lino y las botas nuevas. Y
nadie sabía, excepto Marcel, que la
mayoría de estas ropas procedían del
viejo baúl del inglés. La familia inglesa
de Michael Larson-Roberts no había
reclamado sus efectos personales. De
manera que Bubbles, delgado y alto
como había sido el inglés, iba tras Juliet
al mercado vestido de algodón negro y
lino irlandés, con el donaire del valet
par excellence.
Todos admiraban a Christophe por
eso, igual que abominaban de Dolly por
su crueldad y por no devolver las
herramientas de afinar. Es decir, todos
admiraban a Christophe, es decir, hasta
el lunes anterior a la Ópera, cuando
Bubbles apareció sentado en la última
fila de la clase con lápiz y papel en sus
manos arácnidas.
¡Nadie
admiró
entonces
a
Christophe!
Fantin Roget fue el primero en
marcharse bruscamente al mediodía, sin
esperar siquiera el final de las clases.
Al día siguiente llegó una carta de su
madre ofreciendo una vaga excusa por el
cambio de planes de su hijo,
acompañada en el mismo correo por
otras tres misivas de renuncia. El
miércoles habían desaparecido todos los
estudiantes más modestos, y Augustin
Dumanoir, al ver a Bubbles sentado de
nuevo en clase con el lápiz en la mano,
quiso hablar en privado con Christophe
en el pasillo.
—Todo esto es una tontería. —La
voz de Christophe apenas era audible en
el aula—. ¿Qué daño puede hacer
alguien sentado al final de la clase?
—No pasará nada —se apresuró a
susurrar Marcel a Richard—. La gente
se acostumbrará. Todo irá bien. —Pero
se quedó petrificado al ver la extraña
expresión de Richard.
Dumanoir dejó la clase al mediodía.
Esa noche, Rudolphe, que se había
enterado de lo ocurrido por los padres
de otros alumnos, insistió en que su hijo
se quedara en casa, pese a su manifiesta
indignación.
El viernes, un día antes de la Ópera,
Christophe se sorprendió al encontrarse
a las ocho en punto ante un aula vacía.
Marcel, después de un agotadora noche
de discusiones con su madre y sus tías,
estaba sentado sombríamente junto al
fuego en la sala de lecturas y no se
molestó siquiera en ir a su mesa.
Bubbles estaba en la mesa redonda. Su
rostro enjuto parecía el de un santo
medieval, con la tristeza tallada en él.
Fue el primero en entrar en silencio en
la clase y sentarse en su sitio, en la
última fila.
Desde el lugar donde estaba, Marcel
veía claramente a Christophe. Éste miró
su reloj, luego el reloj de la pared, y
después la pequeña pila de cartas que le
habían entregado en mano. Su rostro
mostró entonces la expresión de un niño
brutalmente humillado. Se dejó caer en
su sillón y se quedó mirando los
pupitres vacíos como si no pudiera creer
lo que veían sus ojos. Por fin Marcel se
levantó, atravesó las puertas dobles y
recorrió despacio el pasillo central.
—¡Maldita sea! —musitó Christophe
—. ¡Malditos burgueses asquerosos! —
Se pasó las manos por el pelo.
Marcel se apoyó en la pared, con los
brazos cruzados.
—¡Conseguiré alumnos nuevos! —le
dijo Christophe.
—No vendrán —respondió Marcel.
—Y cuando los otros vean que el
aula está llena otra vez, volverán.
—No volverán nunca.
Christophe lo miró ceñudo.
—A menos que saques a Bubbles de
la clase.
—¡Pero esto es una locura! ¿Qué
daño hace?
—Sin esperar la respuesta de
Marcel miró la oscura silueta del
esclavo en el último rincón de la sala y
le dijo suavemente que fuera al piso de
arriba.
—Yo soy su amo —dijo Christophe
en cuanto los pasos de Bubbles se
desvanecieron en la escalera—. Y
puesto que soy su amo, la ley me permite
decidir si quiero que sea educado.
—Quizá te lo permita la ley,
Christophe, pero los padres de los otros
chicos nunca lo permitirán.
—¿Y tú por qué sigues aquí,
Marcel?
—¡Christophe! —replicó Marcel
ofendido.
Pero el dolor que reflejaban los ojos
de Christophe era más de lo que podía
soportar.
Pasaron así una media hora.
Christophe mascullaba de vez en cuando
entre dientes mientras paseaba por la
sala.
Por fin Marcel dijo con voz queda:
—Christophe, ¿recuerdas el día que
nos enseñaste el tapiz? —Era un
pequeño tapiz persa, un tesoro que
Christophe había bajado de su
habitación. Toda la clase quedó
maravillada ante los intrincados
medallones y las flores de vistosos
colores. Christophe los sorprendió más
aún al contarles que el tapiz había sido
confeccionado para el suelo de tierra de
una tienda—. Nos dijiste que la clave
para comprender este mundo era darse
cuenta de que estaba formado por miles
de culturas diferentes, muchas totalmente
extrañas entre sí, de modo que ningún
código de hermandad ni ningún criterio
artístico sería aceptado nunca por todos
los hombres —le dijo Marcel—. ¿Te
acuerdas? Bueno, pues ésta es nuestra
cultura, Christophe, y si la ignoras o
intentas arremeter ciegamente contra
ella, no lograrás más que destruir la
escuela.
—Marcel, no hay ni uno solo de
nosotros —estalló Christophe—, ni uno
solo, que no descienda de esclavos. Que
yo sepa, a estas costas no vino
voluntariamente
ningún
clan
de
aristócratas africanos.
—Chris, no me hagas defender a
gente a la que no admiro. Si no echas a
Bubbles de la clase, te quedarás sin
escuela.
En ese momento Christophe fijó en
Marcel una mirada tan asesina que el
muchacho retrocedió y apoyó la frente
en el umbral de la puerta.
—Ve a ver a monsieur Rudolphe —
prosiguió Marcel—. Dile que has
echado a Bubbles. Si él manda a
Richard de nuevo a la escuela, los otros
harán lo mismo. Ve a ver a Celestina. Si
ella vuelve a enviar a Fantin, los demás
cuarterones la imitarán.
Cinco minutos más tarde, caminando
a toda prisa, Christophe y Marcel habían
llegado a la funeraria de los Lermontant.
Rudolphe, que acababa de mostrar
una serie de velos y rollos de fustán a
una anciana blanca, se tomó su tiempo
para despedir a su cliente. El sol del
invierno brillaba en las ventanas y caía
irreverente sobre el crespón doblado y
los objetos de duelo expuestos.
—¿En
qué
puedo
ayudarte,
Christophe? —preguntó como si no
hubiera pasado nada. Le señaló una silla
con un gesto e ignoró totalmente a
Marcel.
—Sabes muy bien por qué estoy
aquí, Rudolphe. ¡Mi clase está vacía!
¡Mis alumnos se han marchado!
—Deberías saberlo, Christophe. —
Rudolphe abandonó de inmediato su
pose.
—Tú eres un líder en esta
comunidad. Si no hubieras retirado a
Richard, no se habría producido ninguna
desbandada.
—Oh, no, Christophe, te aseguro hay
ciertas cuestiones en las que nadie
transigirá, haga yo lo que haga. Pero no
quiero llamarte a error. Hay algunas
barreras que yo mismo no tengo
intención de traspasar. Has metido a un
esclavo en tu clase, lo has sentado con
mi hijo y los amigos de mi hijo…
—¡Porque quería aprender! Quería
llegar a ser algo en la vida…
—Christophe, puede que eso
conmueva en París, pero no aquí.
—¿Me estás diciendo que no crees
que el muchacho deba aprender?
Imagina que un blanco llamado
Lermontant hubiera adoptado esa actitud
hacia cierto famoso esclavo llamado
Jean Baptiste.
—No me malinterpretes —dijo
Rudolphe—. Yo mismo he enseñado a
leer y a escribir a mis aprendices negros
en esta misma mesa, les he enseñado
contabilidad y administración para que
cuando consigan la libertad puedan
ganarse la vida. He liberado a dos de
mis esclavos, y los dos me han pagado
con su propio trabajo gracias a lo que
aprendieron en esta empresa. Enseña a
ese muchacho en privado y todos te
respetarán por ello. Dale la educación
que quieras, pero no lo sientes en la
misma clase con nuestros hijos. ¿Es que
no te das cuenta de lo que está en juego?
¿Es que no te das cuenta en qué época
vivimos?
—¡Lo que sí me doy cuenta es de
que eres un fanático y un hipócrita!
—¡Monsieur, nadie ha abusado
jamás de mi paciencia como usted! —
Rudolphe se levantó de pronto y echó a
andar hacia la puerta.
Marcel tenía miedo. Estaba a punto
de salir tras él, pensando que Rudolphe
se marchaba furioso, pero monsieur
Lermontant se limitó a señalar al otro
lado del cristal.
—¡Mira! —dijo a Christophe—.
¿Ves a esos hombres que están
arreglando la acera?
—Claro que los veo, no estoy ciego.
—Pues entonces te darás cuenta de
que son inmigrantes irlandeses, y que
vayas
donde
vayas
encontrarás
inmigrantes irlandeses arreglando las
aceras, cavando canales, sirviendo las
mesas de los grandes restaurantes,
trabajando en los hoteles. Irlandeses,
yanquis o anglosajones en general. ¿Y
recuerdas quién servía aquí las mesas y
conducía las carretas cuando te
marchaste? Nuestra gente, gens de
couleur, las honradas y trabajadoras
gens de couleur a quienes las
interminables oleadas de irlandeses han
quitado el trabajo. También a mí me
quitarían el trabajo si pudieran. Si
tuvieran el capital y la inteligencia
necesaria abrirían una funeraria al lado
de ésta y me quitarían a mis clientes
blancos, y a los de color también. ¿Y
sabes lo que somos para esos yanquis,
Christophe? ¿Sabes lo que dicen de
nosotros los capataces de los equipos de
construcción y los gerentes de los
grandes hoteles? Pues que somos negros,
libres o no, y que ellos son blancos, que
somos como esclavos, y nuestro trabajo
debe ser suyo. Somos una ofensa para
ellos, Christophe, y aprovecharán
cualquier ocasión para arrojarnos de
nuevo al cenagal de la pobreza y la
miseria del que muchos de nosotros
procedemos.
—¿Qué tiene eso que ver con un
puñado de muchachos ricos que han
nacido con cucharas de plata en la boca?
¡Estamos hablando de una elite de
couleur!
—No. Estamos hablando de una
casta, Christophe, una casta que se ha
ganado su precario puesto en este
cenagal corrupto declarando una y otra
vez que está compuesta de hombres que
son mejores y distintos a los esclavos.
Hemos conseguido el respeto insistiendo
en lo que somos: hombres con
propiedades, hombres de bien, hombres
con educación. Pero si bebemos con
esclavos, nos casamos con esclavos,
recibimos a esclavos en nuestros
salones, en nuestros comedores o en
nuestras aulas, entonces nos tratarán
como si fuéramos como ellos. Y todo lo
que hemos conseguido desde que Nueva
Orleans era un fuerte en el río, todo, se
habrá perdido.
—Lo que dices es injusto. Es lógico,
práctico, pero es injusto —afirmó
Christophe—. Ese muchacho forma
parte de nosotros.
—No. —Rudolphe movió la cabeza
—. Es un esclavo.
Christophe suspiró.
—Has ganado, Rudolphe —dijo—.
Esperaba palabras pomposas, esperaba
que me hablaras de una innata
superioridad, de sangre blanca. Pero no
eres tan estúpido. Eres Maquiavelo
disfrazado de tendero. Has empleado
palabras mejores.
Rudolphe alzó las cejas con gesto
pensativo.
Christophe se levantó y abrió
bruscamente la puerta sin pronunciar
palabra.
—Te considero casi un hijo,
Christophe. —Rudolphe le puso la mano
en el hombro—. Saca a ese muchacho de
la clase y yo haré que se sepa que has
cometido
un error
de
juicio,
simplemente. Yo mismo llamaré a los
LeMond y a los LeCompte.
En cuanto Christophe llegó al aula
escribió una nota advirtiendo que las
clases se reanudarían al día siguiente
con una sesión especial, y la puso en la
puerta. Luego redactó una breve carta
que entregó a Marcel.
—Ya me has hecho muchos favores,
pero te voy a pedir uno más. Llévale
esto a tu buen amigo Rudolphe
Lermontant.
—Muy bien, ¿pero estarás aquí
cuando vuelva?
Christophe movió la cabeza.
—Tengo que ir a ver a Celestina —
dijo con una sonrisa amarga—. Y al
viejo Brisson, el bodeguero, y a algunos
otros. Luego quiero estar un rato con
Bubbles para explicarle todo esto.
—Lo comprenderá.
—No. No puede ni imaginar que le
estén prestando tanta atención ni que a
nadie le importa si está vivo o no lo
está, si acude a una clase o no. Y luego
quiero estar solo. Hoy no soy buena
compañía para nadie. —Miró a Marcel
—. No te preocupes. He decidido que
voy a comprometerme, y no vacilaré. Ya
lo he hecho antes. Ahora, vete.
Marcel no le había visto aquella
expresión en la cara desde la muerte del
inglés. Esa noche llamó tres veces a la
puerta de la casa sin resultado.
Pero la mañana anterior a la noche
de apertura de la Ópera, el aula, sin
Bubbles, estaba tan llena como antes.
Las primeras lecciones fueron frías,
brillantes pero sin una chispa de pasión.
Sólo hacia el mediodía recuperó
Christophe su habitual optimismo. A
medida que transcurría el día, Marcel se
fue poniendo más nervioso, temiendo
que Christophe culminara la jornada con
alguna amarga denuncia, pero a las
cuatro los despachó a todos sin ningún
discurso extraordinario. Los estudiantes
se quedaron allí apiñados durante una
hora,
hablando
animada
y
afectuosamente de todo tipo de
insignificancias, como si quisieran que
su maestro supiera de su devoción
(ahora que había dado su brazo a
torcer). Marcel notó que Christophe
vivía aquello con evidente tensión.
En cuanto la escuela quedó vacía,
Christophe entró en la sala de lectura y
sacó su botella de whisky, sin importarle
que Marcel estuviera junto al fuego. La
puso en la mesa redonda, apartó furioso
los periódicos y se sirvió un vaso.
—No lo hagas, Chris —dijo Marcel
después de que Christophe se bebiera
dos vasos de whisky como si fuera agua.
—Ahora estoy en la intimidad de mi
casa, aquí puedo predicar la sedición y
la abolición todo lo que quiera, y
también me puedo emborrachar.
—Esta noche hay ópera, Christophe.
Una vez me dijiste que para seguir
cuerdo necesitabas la ópera.
—Sólo un criollo pensaría en la
ópera en un momento como éste —
replicó Christophe mientras se servía
otro vaso. Se arrellanó entonces en su
silla, evidentemente calmado por los
dos vasos de whisky que ya se había
tomado—. Pero iré a la Ópera —dijo—.
Mi alma estará en el infierno, pero yo
estaré en la Ópera.
—¿Borracho? —preguntó Marcel—.
Christophe, la gente te observará, todos
estarán pendientes de cualquier gesto
tuyo y estarán buscando la menor
oportunidad para hacer un gesto ellos
también…
—Vete a casa —dijo Christophe con
cansancio—. Ya te he dicho que iré. —
Se sacó del bolsillo, sin histrionismo,
una nota arrugada, hizo con ella una bola
y se la tiró a Marcel. Estaba escrita con
grandes letras infantiles:
MICHIE, SÓLO SOY UN
PROBLEMA PARA USTED.
VUELVO CON M. ROSE.
AFECTUOSAMENTE, B.
Marcel se la quedó
mañana anterior, en esa
había deletreado para
palabra «afectuosamente»,
mirando. La
misma sala,
Bubbles la
sin imaginar
sus intenciones.
—Volverá —dijo—. Ya se ha
escapado antes, y se escapará otra vez.
Además, Dolly Rose jamás ha podido
mantener a ningún esclavo. Negros más
duros que Bubbles preferirían limpiar
las cunetas antes que quedarse con ella.
Pero Christophe siguió bebiendo
whisky sin decir nada. De pronto los dos
se levantaron al oír un golpe en la
puerta, seguido de un impaciente
golpeteo de algo metálico contra el
cristal. Entonces se abrió la puerta con
un chasquido y al otro lado del aula
desierta Marcel vio la figura de Dolly
Rose. Llevaba un vestido lila y una capa
negra sobre los hombros, la cabeza
descubierta y las mejillas sonrojadas
por el frío.
Christophe la vio también pero no se
movió. Se limitó a arrellanarse en su
silla junto a la mesa, observándola a
través de las puertas dobles.
—¡Chrisssstophe! —entonó ella
suavemente, moviéndose con agilidad
entre los pupitres.
No sabía que la observaban y
parecía gozar de estar a solas en la
enorme sala. Con una serie de piruetas
se puso detrás del atril y de pronto, con
un gesto tan auténtico que resultó
sorprendente, agachó la cabeza y se la
cogió con las manos. Cuando levantó la
vista, su voz tenía un tono dramático,
como si se encontrara ante una nutrida
audiencia.
—Randolphe, Randolphe, mátame,
porque si no puedo estar con Antonio no
deseo la vida —gritó—. ¡Mata a tu
adorada Charlotte! Porque si Antonio no
puede poseerla, sólo la muerte la
poseerá. —Se aferró entonces el cuello
y comenzó a apretar, como si sus
propias manos la estrangularan, y al
mismo tiempo bramó con grave y falsa
voz masculina—: ¡Sí, muere, Charlotte!
¡Muere! Pero no porque quieras irte con
Antonio, sino porque eres la heroína de
una mala novela. —Entonces Dolly cayó
«muerta» sobre el atril.
Marcel apenas podía contener la
risa.
—¡Ya está bien, Dolly! —le dijo
Christophe, pero también en sus labios
asomaba un amago de sonrisa.
Ella levantó la cabeza lentamente y
lo miró de reojo. Atravesó el pasillo
central, admirando los grabados y los
mapas de las paredes y el gran globo
terráqueo de la esquina, y luego entró en
la sala de lectura, momento en el que
Marcel se levantó de mala gana.
—Bonjour, Ojos Azules —le dijo
ella con un guiño. Tenía el rostro
radiante, sin las viejas sombras, con los
labios pintados de un rojo seductor. De
pronto se puso seria y se volvió hacia
Christophe, que no se había levantado
—. ¿Hacemos las paces?
—Vete al infierno —replicó él.
—Quieres a tu negrito, ¿verdad? —
Se le estremeció la tierna piel bajo los
ojos. Era tan hermosa que Marcel olvidó
los reproches. Todo lo que se decía
sobre «el declive de su belleza» era
puro rencor. Marcel bajó la vista
circunspecto.
—Sí —suspiró Christophe.
—Pues entonces llévame esta noche
a la Ópera.
Christophe se la quedó mirando con
ojos duros y suspicaces.
—Voy a acompañar a mi madre,
pero gracias, madame, usted me honra
—dijo.
—A tu madre. ¡Qué entrañable! —
replicó Dolly con una teatral inclinación
de cabeza—. ¡Vaya! Y yo que creía que
ibas a llevar a Bubbles… —rió—.
Como estás tan encantado con él…
El rostro de Christophe se
ensombreció de furia y una vena se le
hinchó en la sien.
—Fuera de mi casa, Dolly.
Dolly se acercó a la mesa y, justo
cuando Christophe iba a coger el
whisky, le arrebató el vaso y echó un
trago.
—Hmm… Debes de ser un maestro
muy rico. —Dolly se pasó la lengua por
los labios. Marcel apartó la vista de
nuevo, pero sólo un instante—. ¿O es
que te lo ha dejado tu amigo inglés?
Una chispa de profunda emoción le
brillaba en los ojos. Su piel de color
café au lait era tan clara y cremosa que
parecía la mismísima encarnación de la
seducción, de algo peligroso e
incontrolable imposible de explicar. A
Marcel
le
disgustaban
estos
pensamientos. Intentó recordar quién era
Dolly. En su casa se celebraban fiestas
nocturnas a las que acudía un tropel de
hombres blancos.
—Llévame a la Ópera —dijo muy
seria.
Christophe frunció el ceño.
—Madame, está usted loca.
—Últimamente hago lo que me place
—contestó ella bastante circunspecta. Se
puso entonces a pasear por la
habitación, vacilante, y luego comenzó a
juguetear con los dedos en el respaldo
del sillón. Dedicó a Marcel una súbita y
radiante sonrisa antes de proseguir—.
Ya no pertenezco a nadie, Christophe,
nadie me dice a quién puedo ver y a
quién no. Soy dueña y señora de mi
propia casa. Hago lo que me place.
—No conmigo. —Christophe movió
la cabeza.
—¿Ni siquiera por Bubbles?
Marcel se volvió hacia la ventana.
Dolly era una especie de Circe. Si
Christophe aparecía con ella sería el fin.
Los hombres blancos de la platea no
harían el menor caso, tal vez, pero toda
la comunidad de color lo vería.
—¿Qué es lo que quieres, Dolly? —
suspiró Christophe—. ¡Qué es lo que
quieres!
La fachada de Dolly pareció venirse
abajo. Marcel vio el involuntario gesto
lloroso de sus labios, la chispa en sus
ojos. Dolly se sentó en la silla que había
frente a Christophe, se sacó un papel del
manguito y se lo tendió. Una mirada
sobre el hombro de Christophe le dijo a
Marcel que era el título de propiedad
del esclavo.
—Vendido a Christophe Mercier por
un dólar —dijo Dolly—. El esclavo
Bubbles, senegalés. ¿Qué te parece?
Venga, cógelo.
Christophe estudió con suspicacia el
papel. Luego lo dobló, se sacó un dólar
de plata del bolsillo y se lo puso a Dolly
en la mano.
Una sonrisa maquiavélica animó el
rostro de ella.
—¡Christophe es dueño de un
esclavo! —entonó de pronto. Se levantó
de un salto—. ¡Christophe es dueño de
un esclavo!
—¡Pienso dejarle libre! —gruñó
Christophe.
—No puedes dejarle libre. Tiene
catorce años, sin ninguna educación, y
ha estado en la prisión de París siete
veces. Jamás aceptarán tu petición,
aunque tuvieras el dinero para pagar su
fianza. No, cher Christophe, eres su
amo. —Dolly retrocedió hacia la puerta
con una risa ronca.
—Dios mío —suspiró Christophe.
—Christophe es dueño de un
esclavo, Christophe es dueño de un
esclavo —cantaba Dolly mientras daba
vueltas por el aula. De pronto se detuvo
a medio camino de la puerta—. No me
lleves a la Ópera si no quieres —le dijo
fríamente. Luego añadió en voz baja y
burlona, fingiendo—: Todos tus secretos
están a salvo conmigo.
—¡Fuera de mi casa! —estalló
Christophe. Aferraba con la mano el
papel, arrugándolo casi—. Y quiero las
herramientas de afinar —dijo con
desdén—. Las quiero ahora mismo.
—Están debajo de mi cama —
replicó ella con voz seca, como
ardiendo de emoción—. ¿Sabes lo que
tienes que hacer para conseguirlas? ¿Te
lo puedes imaginar? Seguramente lo
habrás leído en los libros.
—¡Fuera de aquí! —Christophe se
levantó, dándole un golpe a la mesa.
Ella retrocedió un paso, casi
asustada y moviendo la cabeza. Estaba
al borde de las lágrimas. Christophe no
se movió, como si no se fiara de sí
mismo.
—¡Ojalá el capitán Hamilton te
hubiera matado! —La voz de Dolly
resonó en toda la sala.
—¡Sí, ojalá! —replicó Christophe
—. ¡Ojalá!
Pero Dolly ya se había dado la
vuelta y, con un portazo, desapareció.
Christophe se dejó caer en la silla e
inclinó la botella sobre el vaso.
—Christophe… —Marcel agarró el
cuello de la botella—. No lo hagas. No
dejes que Dolly… Ella no es más que…
—¡No te atrevas a insinuarlo
siquiera! —le siseó Christophe furioso.
Le arrebató la botella y se levantó,
mirándole a los ojos—. No digas ni una
palabra sobre ella. Tú y tus miserables
amigos burgueses no hacéis más que
darme vuestra opinión de burgueses
sobre todo: esclavos, modales, moral,
mujeres. ¡No me interesa vuestra
opinión! ¡Ella vale mucho más que
cualquiera de vosotros, hijos indolentes
de plantadores y tenderos! —Se detuvo,
con la boca abierta.
Marcel estaba tan herido que le
brotaron las lágrimas. Se apartó de la
mesa, con los puños apretados, se dio la
vuelta y se encaminó temblando hacia la
puerta.
—¡No te vayas, Marcel! —exclamó
Christophe—. No te vayas, por favor.
No te vayas.
Al volverse, Marcel le vio de pie
junto a la mesa, con un semblante tan
desamparado como el de un niño.
—Lo siento —dijo con sencillez, sin
orgullo—. No sé por qué te he dicho
eso, sobre todo a ti. No lo decía en
serio, Marcel.
Marcel se frotó la boca con el dorso
de la mano. En ese momento no habría
podido negarle nada a Christophe. Pero
aun así estaba herido.
—¿Pero por qué la defiendes,
Christophe? —preguntó.
—Hay cosas que tú no sabes. —Se
detuvo entonces, aguantando con sus
ojos castaños la mirada de Marcel. El
muchacho tuvo un súbito presentimiento.
Era como si Christophe intentara hacerle
comprender algo, algo que estaba más
allá de las palabras. Marcel tuvo miedo.
Pero Christophe apartó la mirada, y
cuando prosiguió parecía que estuviera
hablando consigo mismo.
—Yo hice daño a Dolly —dijo—.
Ella esperaba algo de mí, algo que no
pude darle. —Luego añadió en voz baja
—: La decepcioné.
—¡Eso quiere decir que no la
querías! —replicó Marcel—. Y si la
hubieras querido, ella te habría hecho
daño a ti.
—¿Eso crees? —Christophe le
miraba fijamente.
—¡Es una persona detestable! —
insistió Marcel.
—Y yo también.
—¡No me lo creo! —dijo Marcel
con voz rota—. No me lo creo, como no
me creo que todos somos… hijos
indolentes de plantadores y todo eso que
nos has llamado. No me creo nada de lo
que digas hoy. ¡No deberías decir nada
más!
En los ojos de Christophe brilló una
chispa. Le dio un lento trago al whisky.
—Tú eres mi mejor alumno, Marcel
—dijo—. Tú significas muchísimo para
mí.
—Entonces no me decepciones,
Christophe. ¡Y menos por Dolly Rose!
Christophe dio un respingo. Se
quedó quieto un momento y luego,
procurando no hacer ningún ruido,
guardó la botella de whisky y miró
serenamente a Marcel.
—Nos veremos esta noche —dijo
con voz grave, sin ironía—. Y mañana y
al otro y al otro… estaré aquí.
—III—
P
ocas horas después Marcel entraba
en el salón de su casa vestido para
la Ópera, con la capa de sarga sobre los
hombros y los guantes blancos en la
mano. No estaba de humor y no
recordaba la pasión por la música que
había oído el año anterior. La imagen de
Dolly Rose dando vueltas entre el aleteo
de sus faldas por el aula vacía le
obsesionaba por razones que no acababa
de comprender. Ahora sólo pensaba en
su deber para con Marie. Sus tías
revoloteaban por allí, ayudando a
Lisette en todos los preparativos
mientras
Cecile
permanecía
tranquilamente sentada junto al fuego.
Marcel, con un coñac en la mano y
un puro recién encendido, alzó los ojos
y vio inesperadamente a una mujer
desconocida que salía del dormitorio.
Se ruborizó avergonzado al darse cuenta
de que era su hermana Marie, y en ese
momento, olvidándolo todo, se levantó
con un movimiento inconsciente.
Marie llevaba el pelo recogido
hacia arriba, dejando la frente
despejada, para caer en suaves ondas a
cada lado de la cara antes de retroceder
hacia la corona de trenzas de la nuca.
Lisette le había adornado las trenzas con
exquisitas perlas, perlas que también
danzaban en los pendientes. Los
apretados frunces del vestido verde
esmeralda se hundían para mostrar por
primera vez la generosa curva de sus
pechos de piel inmaculada —una piel
embellecida por la iridiscencia del
moaré—, tan fina y suave como la de sus
brazos desnudos. Marcel se quedó sin
aliento. Marie era una visión, con el
exceso de ornamento propio de una
diosa. Pero cuando ella alzó la vista,
Marcel advirtió que sus auténticas joyas
eran sus ojos. Se sintió henchido de
orgullo y experimentó por ella tal
arrebato de amor y ternura que se le
llenaron los ojos de lágrimas. Se olvidó
de Dolly, se olvidó de Christophe, se
olvidó del mundo entero. Marie le
tendió la mano y él se acercó al tiempo
que Lisette traía la capa de terciopelo.
—Madeimoselle
—le
dijo—,
permítame besarle la mano.
Cuando se acomodaron en el palco
de la Ópera, Marcel constató que todas
las cabezas se volvían y sintió una
palpitante excitación, un inmenso júbilo
que no pudo ocultar. Casi se notaban
físicamente las miradas sobre su
hermana, que parecían dar un nuevo
resplandor a sus mejillas. Y mientras
ella miraba por primera vez el
espectáculo que la rodeaba —la
amalgama de abanicos pintados, joyas
relumbrantes, y cabezas que saludaban
bajo el adorno de una diadema—,
pareció sentir un auténtico placer,
disipada el aura sombría que la
envolvía. Ya no era el ángel fúnebre que
siempre había entristecido a Marcel. De
hecho Marie miraba con descaro, por
encima del foso que separaba las hileras
de palcos, hacia el lugar reservado a los
Lermontant.
Las visitas comenzaron enseguida.
Marie había sido la última en llegar, tal
vez
gracias
a
una
perfecta
sincronización por parte de las tías.
Marcel vio a Celestina y Gabriella, que
hacían pequeños gestos de saludo, a la
familia Rousseau (esposa e hijas del
adinerado sastre), a los LeMond con sus
fábricas de tabaco, y a los plantadores
de color que habían llegado de Iberville,
St. Landry y Cane River, todos
cómodamente sentados en sus sillas.
Pero detrás de él acababa de entrar
Augustin Dumanoir a presentar sus
respetos. Venía con su padre, un hombre
impresionante de color chocolate cuyo
cabello plateado resaltaba más aún su
rostro enjuto de fuertes rasgos africanos.
El joven Augustin era de color
bronceado. Llevaba un pequeño anillo
de rubí en el meñique de la mano
derecha. Tan pronto se hubieron
retirado, Marcel se levantó para saludar
a los hermanos LeMond.
Luego acudieron los jóvenes del
Cane River con una nota de presentación
de tante Josette. También estaba Fantin
Roget, que tuvo la habilidad de halagar
a Colette y Louisa enormemente antes de
fijar en Marie sus ojos estáticos. Cuando
se agachó para saludarla, su rostro
estaba tan blanco como el de ella.
No obstante, algo distraía a Marcel.
Era algo ligeramente perturbador, pero
tenía que enfrentarse a ello. En cuanto
tuvo ocasión volvió a mirar en torno al
teatro, En un palco lejano había una
figura familiar patéticamente pequeña,
inclinada. Marcel se dio cuenta de que
era Anna Bella, con madame Elsie tras
ella apoyada en su bastón. Y el hombre
delgado de hombros cuadrados que
estaba a su lado, al que ella miraba, era
Christophe.
Aquella
seductora
inclinación de cabeza era inconfundible.
Anna Bella se reía, sin molestarse en
levantar su abanico, y a pesar de la
distancia Marcel sintió de forma
sobrecogedora su presencia, su dulzura,
la voz melódica que Christophe debía de
estar oyendo en ese momento. Su mano
enguantada de blanco rozó el brillo de
un colgante sobre su pecho… su pecho,
del color del marfil, que se henchía
suavemente bajo el corpiño de seda.
Las luces comenzaron a oscilar y se
fueron apagando. Marcel no supo si el
lejano rostro le había visto, si sus ojos
se encontraron cuando Christophe se
retiró. Vio la pálida redondez de sus
hombros, el largo y esbelto cuello, la
abundante melena negra. Bajó la vista
para escudriñar el lejano resplandor de
las luces de los músicos, y dejó que la
expectación que le rodeaba templara el
fuego en sus venas. Pero era algo
doloroso. No se sentía a gusto. No podía
dejarse llevar, ni siquiera cuando al fin
sonó la música. Era como si no le
importara.
Cada intermedio venían más
admiradores. Marie era la sensación de
la noche, y Marcel tuvo que estrechar
manos continuamente. Hasta Christophe
acudió antes del último acto y recitó
otro poema para Louisa, que se
emocionó de tal modo que se puso a
coquetear como Marcel no la había visto
hacía años. El poema era de lord Byron.
Christophe lo recitó con una sonrisa
burlona, pero Louisa no había oído
hablar de lord Byron y sin duda iba
olvidando los versos a medida que los
oía.
—¡Ve a saludar a Juliet! —le dijo a
Marcel, dándole un golpecito en el
hombro con el abanico—. Ye ahora —se
inclinó para susurrar—. Hace diez años
que la madre de tu profesor no viene a la
Ópera. Y antes le encantaba. Anda, ve.
El vestido nuevo se lo he hecho yo.
Richard acababa de levantar la
cortina verde para entrar en silencio al
palco.
Marie se agitó sin la menor timidez.
—Eh bien —dijo en un susurro—,
pensaba que me habías olvidado,
Richard.
Marcel vio cómo acudía la sangre a
las mejillas de su amigo. Estaba radiante
y replicó bromeando también:
—Ah, Marie Ste. Marie, ya nos
hemos visto antes, ¿no es cierto? —Se
inclinó para besarle la mano sin apenas
levantársela—. A no ser que haya sido
en uno de mis sueños…
Marcel estaba a punto de echarse a
reír. Más pronto o más tarde tendría que
burlarse sin piedad de Richard por todo
aquello. Echó a andar por el pasillo
alfombrado junto a Christophe.
—¡Están enamorados!
—Tú también lo has notado —dijo
Marcela.
Cuando Christophe levantó la
cortina de su palco, Marcel se detuvo.
Le pareció que cualquier alegría que
trajera la noche sería fugaz. No se
comprendía a sí mismo, no comprendía
su súbita aprensión, su súbita inquietud.
—¿Por qué no? —le susurró
desafiante—. ¿Por qué no?
—¿Qué pasa, Ojos Azules? —le
preguntó Christophe.
«¿Cómo voy a ver a Anna Bella si la
vieja bruja está justo a su lado? Si no
somos niños, ¿qué demonios somos?
¿Por qué no he de verla en los
intermedios, como se ha hecho siempre,
si no puedo entrar a verla en su palco?».
Pero no se dejó confundir por sus
pensamientos. Se dio la vuelta y le dijo
a Christophe que volvía enseguida.
Ni Anna Bella ni madame Elsie le
vieron entrar. Cuando Marcel se
acercaba por detrás a la silla de Anna
Bella, el timbre anunciaba el último
acto. Ella tenía la cabeza un poco
inclinada, y los rizos que escapaban
siempre de su tocado le caían sobre el
cuello. La anciana se agitaba entre el
seco frufrú del tafetán haciendo ruidos
con la garganta.
—¡Aaahh! —Emitió un sonido
desdeñoso como si en lugar de cuerdas
vocales tuviera sólo su larga nariz
aguileña. Anna Bella, justo debajo de
Marcel, alzó la vista. Sus pechos
generosos se apretaban contra la seda
color damasco y entre ellos se abría un
hondo pozo de sombras en el que
brillaba un diamante, frío contra la piel.
Pero su rostro radiante lo eclipsaba todo
y concentraba la luz en el iris de sus
grandes ojos.
—Marcel —susurró. Las luces se
atenuaron en torno a ellos.
La anciana se puso a hablar muy
deprisa y con agresividad, al tiempo que
daba un golpe en el suelo con el bastón.
—¡Basta, madame Elsie! —suplicó
ella. Su rostro, con la perfecta forma de
un corazón, estaba desgarrado por la
angustia. Anna Bella tendió la mano
hacia el bastón de madame Elsie. Las
luces del escenario se habían encendido,
muy por debajo de ellos, envolviéndolos
en una brumosa nube.
Entonces, espontáneamente, Marcel
se llevó los dedos a los labios para
depositar en ellos un beso y luego tocó
la suave mejilla de Anna Bella. Al salir
del palco oyó su susurro desesperado:
—¡Marcel!
El pasillo estaba a oscuras. Marcel
caminaba a tropezones hacia Christophe,
que iba muy por delante de él. Al llegar
al palco, Christophe le indicó el asiento
contiguo al de su madre.
Lo envolvía la música salvaje y
trágica del acto final. Marcel agachó la
cabeza. No veía nada y sentía un nudo
asfixiante en la garganta. La música era
ruido, un ruido ensordecedor. El dolor
le mantenía ajeno a todo excepto a la
sensación de estar en el pasillo a
oscuras de la casa de los Mercier
mientras Anna Bella le miraba con la
cara surcada de lágrimas. Luego la
bofetada en la cara. ¿Qué tenía eso que
ver con la figura de Dolly Rose vestida
de tafetán lila dando vueltas por el aula
ese mismo día como si fuera una niña?
¿Y qué tenía eso que ver con Juliet, la
mujer que se sentaba a su lado vestida
de terciopelo negro? Su vestido formaba
parte de la oscuridad, de modo que ella
no era más que piel radiante y desnuda,
con una postura sensual en su silla
tallada. Marcel miró pestañeando el
escenario y vio fundirse los colores
como a través de una ventana cubierta
de lluvia. No podía recordar la
sensación de la mano de Anna Bella en
su cara, ni la sensación de tenerla entre
sus brazos. Lo único que tenía que hacer
ahora para verla era girar ligeramente la
cabeza.
Lo único que tenía que hacer para
ver la belleza a su alrededor era girar
ligeramente la cabeza: Gabriella,
Celestina, Nanette LeMond con sus rizos
rubios, y Dolly, a quien había
vislumbrado
antes
con aquellas
cuarteronas del campo ataviadas con sus
vestidos parisinos, y Marie, cuya silueta
todavía veía contra el resplandor del
escenario. Estaba rodeado de belleza,
una belleza que parecía formar parte de
la misma naturaleza de su pueblo en su
infinita variedad, en sus espléndidas
mezclas, en la desenfadada combinación
de lo distinguido y lo exótico que había
hecho famosas a sus mujeres durante dos
siglos y había atraído una y otra vez a
sus venas la aristocrática sangre blanca.
Marcel contuvo el aliento. Aquello le
resultaba insoportable. Se quedó
mirando los gemelos de teatro que tenía
en la mano. Se los había dado Juliet,
acariciándole ligeramente al retirar los
dedos. La música hablaba de presagios,
de tragedia, de muerte. Un Randolphe
vencía a una Charlotte, mientras que un
Antonio lloraba entre bambalinas.
Y entonces una imagen se formó
claramente ante sus ojos. Era un hombre
blanco, recortado contra la pared, un
palco más abajo, donde las mujeres que
tenía enfrente no podían verlo, mirando
directamente, inconfundiblemente, la
hilera de palcos de la gente de color.
Ahora parecía que levantaba sus
gemelos para mirar el palco del extremo
izquierdo, donde una muchacha de
hombros blancos como la nieve
contemplaba
tranquilamente
el
escenario. Marcel se volvió hacia ella y
distinguió a su hermana entre el
resplandor. «Sigue soñando —pensó
Marcel de pronto con acritud—. Mira
ahora que puedes. Ella no es ninguna
inmigrante recién salida del barco de
Santo Domingo, no es la vana y frívola
Dolly Rosé». La audiencia contuvo el
aliento. Otra Charlotte había encontrado
su inevitable castigo violento. ¿Qué le
había dicho esa noche a Christophe en
cuanto éste llegó? Era la muerte de la
inocencia. Marcel movió la cabeza.
—¿Qué pasa? —le preguntó
Christophe. La ópera había terminado y
todos se estaban poniendo en pie.
«Bravo, bravo». En el suelo hueco de
madera se oía el estrépito de las
pisadas.
Después había una fiesta en el piso
de las tías, a la que estaban todos
invitados: los Lermontant con Giselle y
sus hijos, los Roget, los Dumanoir. Se
habían contratado violines y un espinete.
Lendamain, el proveedor, había
recogido las alfombras para el baile y
había suministrado gran cantidad de
champán.
Marcel advirtió de inmediato que
con tanta gente le sería fácil
escabullirse. No le sorprendió que
Christophe apareciera solo.
—¿Pero dónde está Juliet? Yo le he
hecho el vestido —le dijo tante Colette.
Christophe, después de ofrecer
algunas excusas de cortesía, le susurró a
Marcel:
—No puedo fiarme de ella en estas
situaciones. Ya sabes cómo es. La
semana pasada vio a Dolly en la calle y
quiso tirarle del pelo.
«No es de extrañar», pensó Marcel.
Debería de estar disfrutando de todo
aquello. Qué emocionante le habría
parecido el año anterior, cuando volvió
a casa con el triunfal sonido de la
música en la mente. Pero ahora no
recordaba nada de la ópera, sólo un
estrépito ensordecedor.
«Así que no se puede uno fiar de
ella en estas situaciones», pensó
irritado. Cuando Christophe volvió a
dirigirse a él, se mostró casi grosero.
Al final, sintiéndose tan mala
compañía para sí mismo como para los
demás, fue a despedirse de sus tías. La
música había empezado, y Christophe
había sacado a Marie a bailar. Justo
empezaban a moverse grácilmente por la
pista cuando Marcel se dirigió a la
escalera. Richard, entre las sombras,
con los brazos cruzados, observaba a
Marie cuyas faldas oscilaban con el
vals, sereno y concentrado el rostro, los
labios esbozando una sonrisa.
Marcel
estuvo
vagabundeando
durante una hora.
Caminó en torno a la verja de hierro
de la Place d'Armes y luego por calles
no más anchas que callejones, ajeno al
barro que salpicaba sus botas,
serpenteando por las calles de la ribera,
intentando en vano imaginarse una y otra
vez que paseaba por la Rue St. Jacques
de París para cruzar el Sena y llegar a
las Tullerías. Pero estaba en Nueva
Orleans, y en la puerta de los modernos
salones de billar de la Rue Royale veía
a los hombres blancos reunirse en torno
a las mesas y oía los chasquidos de las
bolas. Cuando pasaban junto a él, con
sus chisteras brillando bajo la lluvia,
Marcel se fundía en las sombras.
Era agradable saber que podía
volver en cualquier momento a la fiesta,
pero al mismo tiempo era amargo. Alzó
la vista hacia las ventanas iluminadas
del hotel St. Louis, vio los carruajes que
allí se detenían y oyó la música de los
salones.
La casa de los Mercier estaba a
oscuras cuando Marcel entró en la Rue
Dauphine, pero al acercarse al final del
muro trasero vio una luz en la ventana de
Juliet. Las cortinas estaban echadas y un
humo fantasmal se alzaba en jirones de
la chimenea de ladrillos. Se agarró a las
densas enredaderas que todavía cubrían
la pared y alzó la vista, pensativo,
aguardando, sin atreverse a llamar al
timbre. Así que no se podía uno fiar de
ella en esas situaciones… así que había
intentando tirar del pelo a la bruja de
Dolly. Marcel sonrió.
La vida de Juliet era ahora
Christophe. Juliet cocinaba para él, le
planchaba las camisas con sus propias
manos, trabajaba como una criada en la
cocina y parecía feliz con un delantal
blanco sobre sus faldas y el pelo
recogido bajo un tignon rojo. Y aun así
podía convertirse en la magnífica dama
vestida de terciopelo negro que le había
sonreído esa noche en el palco. Cuando
Juliet se puso a tararear una vez con la
música, su voz le conmovió, le sosegó, a
pesar
del
torbellino
de
sus
pensamientos.
—Ah, piensa en eso si quieres —
susurró en voz alta en la calle—, nadie
puede impedirte soñar.
Pero al cerrar los ojos le asaltó una
dolorosa sensación. Era Anna Bella la
mujer a la que abrazaba, Anna Bella a
quien estaba besando, y entonces
recordó con una oleada de furia su
cándida dulzura virginal, sus brazos
pequeños y confiados. En ese mismo
momento sintió deseos de hundir la
cabeza en los espinos, tuvo ganas de
gritar.
Cuando se dio la vuelta para
marcharse, la luz de la ventana se apagó.
Marcel echó un último vistazo. Un tenue
resplandor creció en la ventana para
luego surgir en el descansillo de la
escalera. Un momento después se oyó el
sonido apagado de la puerta delantera.
¿Juliet salía sola, a esas horas?
Pero fue un hombre el que apareció
bajo la luz de la farola. El hombre se
detuvo a encender un cigarro, envuelto
en los pliegues de su capa. Luego, con él
en los labios, alzó la cabeza. Marcel
intentó distinguirlo desde donde estaba:
la piel oscura bajo el ala de la chistera,
el destello de pelo blanco peinado hacia
atrás para caer sobre el cuello alto de la
capa. ¡Era el padre de Augustin
Dumanoir! Marcel sintió deseos de
matarlo, de destrozarlo con sus propias
manos. Pero se quedó clavado al suelo
observando el aleteo de la capa negra
mientras el hombre cruzaba la calle
pasando bajo otra farola hasta
desaparecer en las tinieblas en dirección
al río por la Rue Ste. Anne.
Una llama ardía en su interior. Algo
totalmente irracional. Marcel echó a
andar sin poderlo evitar hacia la verja
del jardín y, sabiendo que el viejo
pestillo cedería fácilmente, lo forzó con
los hombros y atravesó el camino hasta
la puerta lateral. Tenía los dientes tan
apretados que le dolía la mandíbula y
todas las frustraciones de la noche
estaban alcanzando un punto álgido de
desconocidas proporciones. Así que
Juliet estaba loca… Así que no podía
uno fiarse de ella, no podía relacionarse
con la gente de bien de la fiesta. Así que
había intentado tirar del pelo a la
preciosa Dolly. Y todos los esclavos de
la manzana sabrían que él la había
poseído, seguro. Podía ser un verdadero
escándalo. Pero estaba bien para aquel
orgulloso plantador que azotaba a sus
esclavos y se dedicaba a la caza. Marcel
golpeó el pomo de la puerta con la
rodilla, se apoyó en ella con todo su
peso y notó que cedía.
Juliet estaba en el umbral de su
habitación con la lámpara en la mano
cuando él apareció. Tenía abierto el
salto de cama y se vislumbraba debajo
su larga pierna desnuda.
—Cher —susurró sorprendida. Bajó
la lámpara, que arrojó una luz oscilante
sobre su rostro, y sonrió. Era una locura.
Él no tenía derecho a estar allí, estaba
loco. Y ella era de una belleza
estremecedora, con el pelo suelto y la
luz sobre los hombros, el salto de cama
deslizándose sobre las oscuras sombras
de sus pezones bajo la seda. Christophe
haría una entrada espectacular en el
momento perfecto y le asesinaría, ¿cuál
sería su excusa? ¿Que había visto a su
amante, aquel rico plantador negro,
bajando la escalera? Pero mientras le
bullía la mente el salto de cama se abrió
y Marcel vio que iba completamente
desnuda, vio el oscuro montículo de
vello entre sus piernas. Juliet había ido
retrocediendo hasta entrar en el
dormitorio, restaurado como las demás
habitaciones de la casa. Marcel no había
vuelto a entrar después de la primera
tragedia. La sala, convertida en un
saloncito de señora, enloqueció aún más
su ciega pasión. Un blando colchón
descansaba en una cama majestuosa, con
el baldaquín con guirnaldas de flores.
En el espejo sobre el tocador de mármol
se veía la imagen de ella, el pelo
cayéndole en ondas hasta la curva de sus
caderas, que se movían bajo la fina tela
floreada en la que miles de pájaros del
paraíso relumbraban a la luz.
—Por fin —murmuró Juliet.
Él miró furioso la mesa con el vino
en la cubitera de plata y los vasos
todavía en su sitio.
—Así que hace falta otro hombre
para que te enfurezcas lo suficiente, ¿eh?
—rió ella suavemente—. ¿Hmm? Hace
falta otro hombre para que vengas a mí.
Marcel notaba la agitación de su
pecho y sabía que su propio aliento
delataba lo que aún podía haber seguido
oculto bajo su ropa.
—¿Y si te dijera que no he permitido
que me toque? —susurró Juliet,
temblando de risa. Señaló con un gesto
la cama. El cobertor estaba sin tocar, las
almohadas en su sitio. Sus ropas yacían
amontonadas sobre el biombo—. Y si te
dijera que a ti te permitiría tocarme —
sonrió—, ¿qué pensarías entonces?
¿Seguirías enfadado? —Retrocedió
hacia el lecho, con el salto de cama
totalmente abierto. La tersa redondez de
su vientre brillaba sobre el montículo de
vello oscuro. La luz oscilaba tras los
pilares tallados de la cama. Cuando
Juliet tendió la mano para apartar el
cobertor, el salto de cama se le deslizó
por los hombros y cayó sobre sus
brazos.
Marcel había perdido la capacidad
de razonar. Se acercó a ella, le quitó la
lámpara y apagó la llama de un soplo.
Cerró los ojos, y cuando los abrió de
nuevo ella se materializó en la
oscuridad ofreciéndole con sus propias
manos sus pechos altos y firmes.
La poseía otra vez, la poseía otra
vez, estaba respirando junto a su cuello,
sabía que iba a suceder, que nada podría
impedirlo, fuera cual fuese el precio. No
era una amarga fantasía en su estrecha
cama.
Estaba
sucediendo.
Iba
despojándose de la ropa, se metía junto
a ella bajó las sábanas, se hundía en la
voluptuosa suavidad de las almohadas
de plumas mientras ella se apartaba,
como jugando. No permitiría que
terminara demasiado pronto. Lo
saborearía como si tuviera que durarle
un año, como si tuviera que durarle toda
la vida. Christophe era un desconocido,
el mundo entero le daba igual.
—Je t'adore, je t'adore —susurró,
cogiéndole la cara mientras le
acariciaba los pechos con gestos
rápidos, frenéticos, y se inclinaba para
besarle los labios.
Oyó su risa grave, enloquecedora, y
de pronto ella le abofeteó muy
suavemente la mejilla. Le empujó en el
hombro, le pasó la mano por el pelo,
arqueó la espalda, incorporándose, y le
atrapó la oreja entre los dientes.
—Podría matarte —le susurró él—.
Te he estado deseando cada segundo.
Por ti mataría, mataría a ese hombre.
—No lo hagas. —Juliet lo atrajo
hacia sí y dejó que le besara el cuello y
los hombros—. Ven a mí, ven a mí. —Le
abofeteó de nuevo, le empujó, y él,
avivada su agresividad, le cogió con una
mano las muñecas por encima de la
cabeza. Juliet reía, se retorcía, las
piernas entre sus piernas, el húmedo
montículo de vello contra su muslo.
Marcel bajó la mano tímidamente y la
tocó allí. Cerró los ojos y contuvo el
aliento al sentir la dulce y cálida
humedad. No podría soportarlo, no
podría, no podría prolongarlo. Embistió
con fuerza para penetrarla, la oyó soltar
un espantoso gemido inhumano y sintió
cómo se estremecía mientras él subía de
nuevo al cielo.
Cuando abrió los ojos ella estaba
apoyada en un codo, recortada contra la
luz gris que entraba por la ventana de
modo que no se le veía la cara. Juliet le
pasó el dedo por la mejilla, le besó,
abriéndole los labios con la lengua. Él
estaba demasiado cansado para
moverse. Le dijo de nuevo que la
adoraba, pero ella no quería oírle
hablar. Quería empezar. Él quiso decir
que no podía, que se había acabado,
¿qué estaba haciendo? Pero sintió que su
pasión crecía, despacio, dulce y a la vez
brutal. Se incorporó y la apartó
suavemente. Ahora era distinto, más
sensual, más lento, aunque el éxtasis era
el mismo.
—Juliet, Juliet —le suspiró en el
cuello—. Di que me amas, di que eres
mi esclava.
—Mi hermoso, mi adorable Marcel.
Hazme tu esclava si quieres que lo sea.
—Se estrechó contra él, hundiendo la
rodilla en su pierna—. ¡Hazme tu
esclava! —Apretó los dientes y él la
poseyó de nuevo, con más fuerza, con
más violencia.
Por fin se quedó dormida, con el
pelo esparcido sobre la almohada.
Marcel no veía en absoluto la mujer que
había en ella. Tenía casi la edad de su
propia madre, pero bajo el resplandor
que entraba por la ventana parecía una
niña. Su piel, tan dulce y flexible,
emanaba un aroma de almizcle. Marcel
se acercó a la ventana a contemplar la
lluvia. Le conmovía estar en aquella
cálida habitación con ella, sosegado tras
el amor, casi adormecido, mientras la
lluvia se precipitaba por los desagües
del tejado, caía con un gorgoteo en la
cisterna o crepitaba en el enlosado del
patio. Se puso las botas con la camisa
todavía desabrochada y el abrigo
abierto y atizó las ascuas de la
chimenea. Estaban apagadas. Abajo se
oyó un portazo.
Luego se cerró otra puerta y se
descorrió un pestillo.
—¡Mamá! —llegó el alarmado
susurro desde las escaleras.
Marcel se quedó inmóvil, todavía
con el atizador en la mano. Juliet se
incorporó sobre los codos con un grito.
—Vete, Chris, tu madre no está sola.
—Volvió a caer en la cama, como
dormida. Christophe, ya en la puerta, vio
la figura que la lóbrega luz recortaba
contra la chimenea.
—¡Hijo de puta! —exclamó,
lanzándose directamente hacia él.
—¡Christophe! —gritó Juliet. Pero
él ya había cogido a Marcel por los
hombros para arrojarlo contra la pared.
Lanzó un puñetazo que Marcel esquivó,
aunque al querer darse la vuelta se vio
atrapado por sus fuertes manos. Juliet se
levantó, con el salto de cama aleteando
abierto a su alrededor, y cogió a su hijo
por el cuello.
—¡Suéltalo! ¡Suéltalo! —gritaba,
abofeteándole una y otra vez con las dos
manos—. ¿Te crees que eres mi dueño?
—gruñó, cogiéndole del pelo, con los
dientes apretados y la voz furiosa.
Hablaba patuá, lengua que Marcel no
comprendía del todo.
—Basta, basta —suplicó Marcel al
ver que ella volvía a abofetear a su hijo.
Christophe se apartó por fin de ella,
aturdido, tambaleándose, con la cabeza
entre las manos.
Pareció que todo había acabado.
Todos se miraban en la oscuridad, sin
aliento. Pero entonces Christophe bajó
las manos despacio y se lanzó contra
Juliet, que aguardaba insegura, con la
guardia baja. Le dio tal golpe con el
dorso de la mano que la arrojó contra la
cama. Juliet se puso a gritar. Marcel
intentó detener a Christophe, pero él ya
le había dado otro golpe. Juliet cayó de
rodillas.
—¡No, Chris, por Dios! —exclamó
Marcel, golpeándole el pecho con el
brazo—. ¡Pégame a mí, no a ella!
Christophe lo tiró al suelo de un
golpe.
Marcel nunca se había desmayado
hasta entonces, no tenía ni idea de lo que
era. Sólo supo que estaba sentado contra
la pared y le pareció que había pasado
mucho tiempo, que debía de estar en
otro momento y en otro lugar. Pero
seguía estando allí y nada había
cambiado, excepto que Juliet amenazaba
con arrojarle a Christophe una lámpara
si él se acercaba un paso más.
Christophe se había dejado caer
tembloroso en una silla.
—Muy bien —dijo Christophe en
voz baja. Marcel intentaba levantarse,
agarrándose a la repisa de la chimenea,
pero las piernas se negaban a sostener
su peso—. Acuéstate con ellos si
quieres. Puedes acostarte con todos.
—No los quiero a todos —replicó
Juliet desde la cama.
—¿Por qué no los invitas a subir
después de las clases? ¿Por qué no los
invitas al mediodía? —Se frotaba la
frente con las manos.
—He sido yo —musitó Marcel—.
He sido yo. —Intentó permanecer
erguido—. Soy el único culpable,
Christophe. —Se dio cuenta de que
Juliet estaba llorando.
—Me has pegado a mí, a tu propia
madre —gimió ella con la voz
entrecortada por los sollozos.
—Madre, madre —dijo Christophe.
—Querían que te matara antes de
que nacieras, tú lo sabes, querían que te
matara cuando estabas en mi cuerpo, y
yo dije que no.
—Bueno, eso es lo que pasa en los
burdeles, ¿no? —Christophe se volvió
hacia ella y se levantó haciendo
tambalearse la silla.
—Christophe, si intentas golpearla
otra vez —intervino Marcel—, te
mataré, te lo juro. Tengo en la mano el
atizador. —Aunque no lo tenía, ni
siquiera sabía dónde estaba. Se le había
caído cuando Christophe se lanzó contra
él. Aun así se mostró firme, como si él
mismo fuera un arma infalible.
—¡No soy yo la que te importa! Yo
no te importo —susurró Juliet sin dejar
de llorar—. ¿Por qué no le dices la
verdad, en lugar de insultarme? ¡Tú y tu
amigo inglés! —exclamó con desdén—.
¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no
tengo cerebro?
—Como te atrevas… —dijo
Christophe, moviendo la cabeza y con
los puños apretados—. Si dices una sola
palabra más…
—Christophe, por favor —terció
Marcel.
—Explícale por qué estás tan
furioso, explícale la auténtica razón —
dijo ella, provocándole.
—Te juro que si te atreves a decir
una palabra más te mataré.
Durante unos instantes largos y
tensos, madre e hijo se miraron en
silencio. Entonces Christophe se dio la
vuelta y salió de la habitación. Marcel
lo siguió hasta llegar a la escalera, y
desde allí lo vio desaparecer en la
oscuridad del pasillo y oyó cerrarse el
pestillo de su puerta. Se quería morir.
Bajó los escalones, sabiendo que
Juliet iba detrás, y cuando fue a abrir la
puerta principal sintió el cuerpo de ella
contra el suyo.
—Vuelve a tu habitación —le dijo
—, y cierra la puerta ahora que
Christophe está tranquilo.
—No me hará daño —contestó ella
en voz baja—. Me ha hecho un moratón
en la cara, ¿y qué? —suspiró—. Está
celoso.
—Te quiere, es tu hijo. Piensa lo que
pensaría cualquier hijo. —Bajó la
cabeza. No podía expresarlo con
palabras: que el mundo pensaba que ella
no tenía derecho a estar con un
muchacho de su edad, que él, siendo un
niño, no tenía derecho a estar con ella,
que podía arruinar todo lo que
Christophe había construido, que
monsieur Dumanoir, con su pelo cano,
tenía ciertos derechos, pero él no.
No tenía ningún derecho a estar con
Anna Bella, no tenía derecho a estar con
Juliet. ¡No tenía derecho a estar con
nadie!
—De eso nada —respondió ella con
voz grave—. Tú no lo conoces.
—Yo sé que te quiere.
—Sí, ya, me quiere. Mañana estará
bien, te lo prometo. Pásate por aquí.
La lluvia inundaba la Rue Dauphine
cuando Marcel salió. Se detuvo bajo el
gran alero de la puerta para componerse
la ropa, anudarse la corbata, abrocharse
la camisa y ajustarse bien la capa sobre
los hombres. Al ser una noche especial,
su madre podría estar aguardándole
despierta. Marcel esperaba no tener
marcas en la cara, aunque al tocarse la
barbilla notó la humedad de la sangre.
¡Maravilloso! Y en ese momento se
manifestaron todos los dolores de su
cuerpo, como si hubieran estado
esperando una señal para hacer su
aparición. Le dolía la nuca y los
hombros. Al salir bajo la lluvia,
aturdido, estuvo a punto de caerse. Lo
único que deseaba en el mundo era
morir o desplomarse en su cama.
Casi resultaba agradable caminar
bajo el aguacero. La lluvia le
martilleaba en la cabeza. Marcel alzó la
cara hacia el cielo oscuro. El agua le
empapaba, se le metía por el cuello, le
golpeaba en las manos extendidas. Un
frío helado lo envolvió. Entornó los ojos
y la calle se volvió brumosa.
Caminaba ciegamente hacia la puerta
de su casa cuando vio un destello de luz
entre los árboles. El salón estaba
profusamente iluminado, al igual que las
habitaciones de su madre.
—Dios Santo —susurró—, que se
acabe todo esto, que consiga contestar a
sus preguntas y llegar a la cama.
—¡Mon Dieu, Marcel! —gritó ella
al verle.
Marcel se quitó la capa, y cuando
por fin se dio la vuelta hacia su madre
sintió que la sangre le manaba de la
cara.
—¿Dónde demonios has estado, mon
fils? —se oyó la voz de monsieur
Philippe.
—IV—
E
staba sentado a la mesa, bebiendo
vino, con el pie en una silla y la
capa negra suelta sobre los hombros,
como si tuviera frío. A través del humo
del puro sus ojos azules aparecían con
un brillo insólito, y aunque tenía ya un
toque gris en las sienes, su pelo era tan
rubio como siempre, espeso, un poco
largo y húmedo en la frente. Estaba
borracho.
Marcel
apretó
los
dientes,
tragándose los juramentos más obscenos
que conocía. ¿Qué demonios estaba
haciendo allí aquel hombre? Era la
noche de apertura de la temporada de
ópera. ¿Por qué diablos no estaba
bailando en el hotel St. Louis?
Seguramente su familia se encontraba en
la ciudad, siempre acudía a la ciudad,
¿no? Pero entonces Cecile cayó sobre
él, y Marcel quedó atrapado bajo una
auténtica avalancha de toallas, sacudido
hasta casi quedar insensible. Se enjugó
en silencio la cara.
—Tu preciosa hermana lleva horas
en casa —dijo monsieur Philippe con
tono bastante agradable. Se estiró, con
un crujido de la silla, y se cogió las
manos detrás de la cabeza.
La habitación estaba impregnada de
tabaco y de algo más, tal vez el olor de
ramas de cedro arrojadas al fuego. En la
mesa había regalos, como siempre:
dulces, mermeladas y un pequeño
secreter.
—Ven aquí, que te vea —dijo
monsieur Philippe, haciendo un gesto
lánguido con la mano derecha—. Ven
aquí.
Su rostro era todo afabilidad,
ninguna amenaza asomaba en sus ojos
azules. Pero Marcel notaba que Cecile
tenía miedo. Su aspecto de primeras
horas de la tarde había experimentado
una agradable transformación. Vestía
ahora un traje escotado con un collar de
brillantes falsos y lucía un ligero toque
de carmín en los labios. Le sacudió
nerviosa el abrigo.
—Mon Dieu —volvió a decir—,
vas a coger una pulmonía.
—Pues dale un poco de coñac —
terció monsieur Philippe alegremente—.
O has crecido o yo estoy hecho un viejo
acabado. Ya sé que los adultos siempre
dicen que los niños han crecido. ¡Pero
es que has crecido!
—Bonsoir, monsieur. —Marcel le
dedicó una breve reverencia.
Su padre se echó a reír.
—Coñac, coñac. ¿Dónde está
Lisette? Soy de la opinión de que un
poco de coñac perfecciona infinitamente
a cualquier joven. Toma, mon fil,
siéntate. —Y riendo ante su propia
magnanimidad, levantó su copa.
Marcel le miró con cautela. ¿Dónde
estaba la furia que esperaba? Si Cecile
lo había arreglado todo, ¿por qué tenía
miedo?
—Ahora dime dónde has estado —
prosiguió monsieur Philippe, haciendo
casi una parodia de interés paternal.
—Paseando, Monsieur —murmuró
Marcel.
Monsieur Philippe encendió otro
puro, inclinándose sobre una vela
cercana. Luego se arrellanó en la silla y
dio una calada. Tenía las mejillas
rubicundas y estaba envuelto en ese olor
a cuero y a caballos que siempre se
mezclaba con el de su pomada y su
colonia.
—Así que paseando en una noche
como ésta, ¿eh? —Resolló y el aire olió
de pronto a vino. Lisette había llenado
la copa de Marcel y el muchacho, sin
esperar permiso, bebió un trago.
El coñac le quemó la garganta y le
escoció los ojos.
—Otra, otra. —Monsieur Philippe le
hizo un gesto a Lisette—. Tu madre me
ha dicho que has ido a la Ópera esta
noche. No me digas que te ha gustado.
—Se echó a reír, pero moviendo
ligeramente la cabeza añadió—: ¡Pues
debería haberte gustado! —Se le
bajaron las comisuras de la boca, como
si estuviera paladeando el vino con la
lengua—. Espero que uno de estos días
me llegue la factura de unos anteojos de
esos tan delicados —dijo apretando los
dedos—. Octagonales con montura de
oro. Ésos te irían bien. —Asintió con la
cabeza lanzando una carcajada—. Qué
muchacho, qué muchacho. ¿Qué sabrá la
gente? Pero, claro, ¿cómo decía aquella
canción? —Ladeó la cabeza como si
estuviera escuchando música y de pronto
se puso a cantar. Marcel no conocía la
canción, aunque sabía que era un aria.
Monsieur Philippe afinaba a la
perfección. Si la hubiera cantado
cualquier otra persona del mundo, en
cualquier otro momento, a Marcel le
habría gustado muchísimo.
Pero ahora escuchaba aturdido.
Tenía las botas empapadas y la camisa
pegada al pecho. Se bebió el coñac y le
hizo una seña a Lisette para que le
sirviera más. Monsieur Philippe seguía
cantando con voz fina y aguda, paseando
la vista por el techo, sus pobladas cejas
rubias brillando a la luz de las velas. La
canción era en italiano probablemente,
aunque Marcel no estaba seguro. Luego
la melodía fue haciéndose más grave,
más fuerte, más clara, hasta que por fin
monsieur Philippe descargó un puñetazo
al ritmo de la música haciendo
estremecerse toda la porcelana de la
habitación.
Cecile se echó a reír dando palmas.
—Ven aquí —dijo monsieur
Philippe abriendo los brazos. La abrazó
con fuerza y la sentó junto a él, de frente
a Marcel—. Tengo un libro para ti, mi
pequeño estudiante. ¿Dónde está ese
libro? —Lisette se lo trajo del aparador
y él se lo tiró a Marcel. Era un ejemplar
muy bonito, antiguo, con letras doradas
que se desvanecían en la cubierta de
cuero. Al abrirlo Marcel descubrió que
era una historia de la antigua Roma,
ilustrada con espléndidos grabados,
todos cubiertos con una fina lámina que
tocó con reverencia.
—Gracias, Monsieur —susurró.
—Te voy a contar un secreto —le
dijo su padre—, vas a ser la primera
persona en leerlo, aunque tiene más de
cincuenta años. Siempre me acuerdo de
ti cuando veo libros —añadió con un
guiño y poniendo en la palabra «libros»
un énfasis especial—. El otro día vi un
libro, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, una
tontería increíble, La anatomía de la
melancolía, sí, eso es. Lo encontré entre
otros libros en un viejo baúl. Hubiera
debido traértelo. Bueno, la próxima vez.
—Es usted muy generoso —dijo
Marcel.
—Está estudiando con Christophe
Mercier, el novelista de París, ¿se
acuerda? —susurró Cecile mientras
vertía más vino en la copa de monsieur
Philippe.
—Ah, sí, sí, ese tipo vino en el
mismo barco que mi cuñado. Le fue muy
bien en París —dijo alzando las cejas
—. ¿Cómo está su madre? ¿Todavía
sigue representando a la loca Ofelia con
todo ese… todo ese pelo? —Hizo un
vago gesto en torno a la cabeza y luego
se echó a reír como si aquello fuera el
chiste del año.
—Está mejor —respondió Cecile
con aire condescendiente—. Él es un
buen profesor para los chicos, monsieur,
un maestro excelente, todo el mundo lo
alaba.
Monsieur Philippe asintió y se
encogió de hombros. Luego se reclinó en
el respaldo y cruzó los pies sobre la
silla que tenía delante.
—Y os hablará de París, ¿no? ¡La
Sorbona! —dijo con tono engolado—.
La universidad, ¿eh? Bueno, pues dime
una cosa: si es un sitio tan estupendo
para ellos, ¿por qué siempre vuelven a
casa?
Marcel sonrió, moviendo la cabeza y
mascullando una frase respetuosa.
—¿Y tú? Supongo que estarás tan
ansioso como todos por coger ese barco
y dejar sola a tu pobre madre, ¿verdad?
—Es por mi culpa, monsieur —
terció Cecile—. Le he hablado tanto de
eso… Todos los chicos sueñan con ello,
pero a lo mejor, si yo no hubiera
hablado tanto…
De nuevo esbozó monsieur Philippe
su magnánima sonrisa. Miraba a Marcel
de arriba abajo, y el muchacho sentía la
camisa fría en la espalda y el escozor
del corte en la barbilla, aunque en aquel
ambiente tan cargado de humo tal vez su
padre no se percatara… Intentó
permanecer tranquilo.
—Incluso empapado estás muy bien.
—Monsieur Philippe asintió con
aprobación—. Estás muy bien. Ahora
vete a la cama y llévate el libro. Ah, y
toma… —Se sacó del bolsillo un fajo
de billetes—. Si tanto te gusta la ópera,
toma, con esto conseguirás una buena
localidad. —Marcel se sorprendió al
ver tanto dinero.
—Es usted muy generoso, Monsieur
—repitió.
—¿Le complace lo de la nueva
escuela?
—preguntó
Cecile
ansiosamente.
—Pues claro, ¿por qué no? Aunque
no veo cuál era el problema con la otra.
Ese joven Mercier, será sensato, ¿no?
Supongo que no los convertirá en unos
engreídos.
—De ninguna manera —le contestó
ella—. Pero si Lermontant, el de la
funeraria, tiene allí a su hijo… —
añadió, escudriñándole el rostro.
Monsieur Philippe miraba a Marcel
con una lánguida sonrisa. De pronto se
echó a reír.
—¡Un estudiante, precisamente!
¿Sabes, Marcel? Una vez, cuando tenía
catorce años, llegué a leer un libro de
cabo a rabo. —Se rió de nuevo—. No
me acuerdo de qué trataba. Fue la
primera y la única vez que me he caído
de un caballo, y me rompí el pie. Uno de
estos días tendrás que contarme lo que
piensas de Dickens, ese tipo inglés.
Tengo una vieja tía de Baltimore que se
trajo a ese tal Dickens en el baúl y al
leerlo se puso a llorar…
Marcel no pudo evitar echarse a reír
por primera vez. Tuvo que hacer un
esfuerzo para contenerse, y a pesar de
todo no pudo mantener la cara seria y
apartó la mirada.
—Conozco a ese Lermontant —dijo
su padre, divagando—. Hace bien su
trabajo, es cierto. —Asintió mirando a
Cecile—. Y su hijo es un muchacho de
aspecto impecable…
—Perdóneme
un
momentito,
Monsieur —dijo Cecile, saliendo de la
habitación detrás de Marcel.
Marcel hacía denodados esfuerzos
por no echarse a reír de nuevo. Se sentía
un poco mareado, deprimido y eufórico
a la vez. En cuanto llegó a la puerta
trasera se tapó la boca y estalló en risas.
—¡Pero qué te pasa! —siseó Cecile
acercándose a él—. ¡Basta! ¡Basta ya!
—¡No se acuerda! —dijo Marcel,
intentando no levantar la voz. Se moría
de risa—. ¡Ni siquiera se acuerda de la
nota!
Tardó un minuto entero en darse
cuenta de que su madre estaba muy
quieta. Sólo se movía para retorcerse
las manos.
—No, seguro que no se acuerda —
susurró Marcel—. O eso, o no la ha
recibido.
—Sí que la recibió —dijo ella—.
Me contaste que te lo había dicho el
notario.
—Mamá, es estupendo. —Marcel se
inclinó para besarla.
—¡No es estupendo! —exclamó ella.
Se dio la vuelta, temerosa de que
monsieur Philippe pudiera haberlos
oído.
—¿Pero por qué no? —suspiró
Marcel con cansancio. Después de tanto
tiempo, se había suspendido la
ejecución. Besó a Cecile—. A lo mejor
piensa en ello mañana por la mañana.
—No. —Ella movió la cabeza—. Se
le ha olvidado, si es que alguna vez le
importó.
—No te preocupes.
—¡Cecee! —gritó monsieur Philippe
desde el comedor. Marcel se echó la
capa por la cabeza y echó a correr hacia
el garçonnière.
Pocas horas más tarde se despertó
furioso. Lisette lo estaba sacudiendo.
—¿Pero qué te pasa? —le preguntó
—. ¿Es que no tienes bastante que hacer
en la casa? Me acabo de dormir.
—Pues levántese —susurró ella—.
Y mire ahí abajo.
—¿Que mire qué? —Marcel se puso
la bata—. Enciende el fuego, por Dios,
esto está más frío que una tumba.
—¡Mire ahí abajo! —insistió
Lisette, empujándole.
Marcel se ató rápidamente la bata y
la siguió malhumorado hasta la puerta.
Había dejado de llover y la mañana
era gris y fría. Marcel se acercó a la
barandilla, con las manos en los
bolsillos.
Anna Bella le miraba desde las
losas mojadas.
—V—
L
a primera impresión fue la de que
no era su cara. Estaba cerca de la
cisterna y ofrecía una imagen
inverosímil, inmóvil bajo las empapadas
hojas de los plátanos, con su traje azul
marino y la capa a juego, según parecía
bajo la niebla que envolvía el jardín.
Sólo una vez en su vida había visto
Marcel un rostro tan alterado: la mañana
que murió Françoise, la hermana de
Richard. Había visto a Richard en misa,
y
su
rostro
estaba
tan
extraordinariamente transformado que
daba miedo. Era como si un ser
sobrenatural se hubiera introducido en el
cuerpo y la ropa de Richard. Marcel no
lo había olvidado jamás. Ahora, al mirar
a aquella joven que aferraba el mango
de su paraguas con manos enguantadas
de blanco, el recuerdo le asaltó
vivamente y sintió además un enorme
amor por ella, un gran instinto de
protección. Tenía que saber cuanto antes
el motivo de aquella aparición.
—Dile que voy enseguida, corre…
Que ya bajo —le dijo a Lisette,
volviendo a toda prisa a su cuarto.
—¡Que baja! ¿Dónde la voy a meter
si usted baja? —Preguntó Lisette—.
¡Vístase para que pueda subir ella!
Además, ¿qué está haciendo aquí a estas
horas? ¡Michie Philippe está durmiendo
abajo! ¿Qué va a pensar su madre si la
ve ahí fuera?
—Muy bien, muy bien —accedió
Marcel
mientras
se
vestía
atropelladamente y Lisette encendía el
fuego.
Anna Bella se quitó la capa en
cuanto entró en la habitación sin esperar
ayuda de nadie, y la dejó con cuidado en
el respaldo de una silla. Luego se sentó
delante de la mesa, aunque él le había
indicado un sillón más cómodo junto a
la chimenea. Cuando le ofreció una taza
de café, ella se limitó a mover la
cabeza.
Pero Lisette, que había vuelto con un
puchero lleno de leche caliente, insistió
y le dejó una taza a su lado.
—¿Me quieres dejar a solas con él,
por favor? —pidió Anna Bella. Lisette
se la quedó mirando un momento, con
manifiesta sorpresa, antes de marcharse.
La habitación empezaba a caldearse.
Anna Bella se quitó los guantes con
mucho cuidado y tendió sus manos
pequeñas hacia el fuego.
—¿Qué ha pasado? —comenzó
Marcel.
El rostro de Anna Bella se había
relajado ligeramente.
—Pensaba que eras mi amigo,
Marcel —dijo ella con voz tranquila, sin
dramatismos—. Pensaba que seríamos
amigos toda la vida.
Marcel sintió un nudo en la garganta
y tuvo la sensación de que si intentaba
hablar no saldría ningún sonido.
—Somos amigos —declaró con un
hilo de voz—. Siempre seremos amigos.
—Eso es una tontería, y tú lo sabes.
—Anna Bella, ¿has olvidado lo que
pasó anoche cuando entré en el palco?
—¡No me vengas con ésas, Marcel!
—Le miró ceñuda, mordiéndose el labio
—. Esto no tiene nada que ver con
madame Elsie. Tú no tienes miedo de
madame Elsie. Podías haber venido a
verme mil veces, cuando está cenando,
cuando está durmiendo…
—¡Durmiendo,
durmiendo!
—
Marcel notaba que se estaba sonrojando.
La voz todavía le temblaba—. Y que
volviera a pasar lo que pasó esa noche
en casa de Christophe…
Anna Bella quiso responder, pero se
le quebró la voz. Volvió la cara,
esforzándose por dominarse, y se tapó
los ojos con la mano. Le temblaba la
barbilla.
—Anna Bella, no podemos vernos
más —dijo él desesperado—. ¿Es que
no lo entiendes? ¡Las cosas han
sucedido así, Anna Bella! —Tenía
miedo de estallar en sollozos si ella se
echaba a llorar—. ¿Qué quieres de mí,
Anna Bella? ¡Qué puedo hacer!
—¡Háblame, Marcel! —estalló ella,
con las pestañas llenas de lágrimas—.
Podrías interesarte por mí, por lo que
me pasa. ¡Soy tu amiga!
—Y me intereso por ti, ¿pero qué
puedo hacer? No sabes lo que me estás
pidiendo… Tú ya eres una mujer, ni
siquiera deberías estar aquí conmigo a
solas. Tienes que tener una dama de
compañía, te tienen que vigilar a todas
horas…
—¡No! —Sus pestañas retenían las
lágrimas, que luego le surcaban las
mejillas—. No me digas esas cosas. No
me las creo, no me creo que lo que había
entre tú y yo ha desaparecido así, sin
más. Marcel, mírame. Antes nos
interesábamos el uno por el otro, como
hermanos, y ahora intentas decirme
que… que… —Tendió las manos y se
miró con gesto desvalido las faldas, los
pechos—. ¿Estás intentando decirme que
todo ha desaparecido porque somos
adultos? ¡No me lo puedo creer! Si esto
es ser adulta, yo no lo quiero ser nunca.
¡Quiero seguir siendo niña toda mi vida!
—Se tapó de nuevo los ojos. Apoyó la
cabeza en la mano, sacudida por
ahogados sollozos—. ¿No te acuerdas
de lo que había entre tú y yo? —
Preguntó con voz débil, suplicante. Alzó
la vista hacia él con la cabeza aún
inclinada—. Estuviste conmigo la noche
que murió Jean Jacques, ¿no te
acuerdas? Siempre estábamos juntos…
—Su voz se desvaneció.
Marcel la miraba a través de un velo
de lágrimas. Era terrible verla llorar,
oírla, contemplar cómo se entregaba al
llanto, completamente indefensa. Ya lo
había visto antes, pero nunca por algo
tan importante, y nunca por algo que no
pudieran compartir. Anna Bella no había
exagerado. De hecho, ni siquiera había
tocado el fondo del asunto: que los dos
se comprendían, que se conocían como
muy pocas personas se llegan a conocer
en este mundo. Marcel no tenía manera
de decirle lo mucho que la había echado
de menos, y no sólo a ella: también
añoraba a la persona que era él a su
lado.
—¡No me digas que el hecho de
crecer puede destruir eso! —susurró
ella entre lágrimas—. No es cierto. No
es justo. —Se tocó suavemente los ojos
húmedos—. Lo que pasó esa noche en
casa de michie Christophe… fue culpa
mía. ¡Lo hice yo!
—¡No digas eso! —estalló él—. ¡No
vuelvas a decir eso! —Tendió las
manos, queriendo cogerle los brazos,
pero enseguida las dejó caer.
—¿Pero por qué es eso tan
importante? —preguntó ella mirándole
con la cabeza inclinada—. ¿Por qué es
tan importante como para destruir todo
lo demás?
—No es eso. No fue culpa tuya, ¿es
que no lo entiendes? Habría sucedido
antes o después, en algún momento, en
cualquier momento que estuviéramos a
solas. ¡Fui yo! Podría hacerlo otra vez.
Me resultaría imposible estar a solas
contigo sin desearlo. ¡Ahora mismo
deseo besarte, tenerte en mis brazos!
Anna Bella se quedó mirándolo
fijamente, sorprendida, con los dedos en
los labios.
—Pero ¿por qué…?
—¿No lo ves, Anna Bella? ¡No
puede haber nada entre nosotros! —
Ahora era él el que lloraba. No podía
contener las lágrimas, pero tragó saliva
y habló con voz de hombre—. Todo ha
sucedido demasiado pronto, en un mal
momento.
¡Todavía
no
soy
independiente! No puedo cortejarte, ni
siquiera puedo decirte lo que siento.
Pero soy un hombre, un hombre que no
tiene nada más que sus sueños. Tú sabes
cuáles son esos sueños, lo has sabido
siempre, Anna Bella. Es lo único que
tengo.
Era
evidente
que
ella
no
comprendía, pero sí había percibido que
Marcel la quería, y él vio reflejados en
sus ojos el afecto, la pasión.
—Yo te esperaría —susurró ella con
voz conmovedora—, si tú, si tú…
—¡No sabes lo que estás diciendo!
—Marcel retrocedió, con los puños
apretados—. ¿Me esperarías cuánto?
¿Diez años, veinte? Anna Bella, puede
que todavía tarde tres años en
marcharme a Francia, y sólo Dios sabe
cuándo volveré, si vuelvo. —Movió la
cabeza—. ¿Qué estarías esperando?
Al oír estas palabras, Anna Bella se
sosegó. Lloraba pero en silencio, con
una indescriptible tristeza en el rostro.
Era una verdad sabida, no podía decir
que le sorprendiera. Pero no sentía
ningún alivio: era una simple derrota. Se
dio la vuelta en la silla, como si
estuviera volviendo su llanto hacia
dentro, con las manos rígidas en el
regazo.
Marcel la miraba desesperado: una
figura solitaria entre sus faldas azules,
moviendo ligeramente los hombros entre
silenciosos sollozos. Entonces le asaltó
una loca idea: que nada importaba
mientras estuvieran solos en aquella
habitación. Que se fuera al infierno todo
lo que pudiera existir fuera de ella. Se
acercó a Anna Bella, sabiendo que no le
haría daño, que nunca le haría daño, que
no la dejaría convertida en «mercancía
defectuosa» para los elegantes hombres
blancos de madame Elsie ni para un
futuro marido a quien ella pudiera amar.
Pero tenía que poseerla, tenía que ser
suya de alguna manera, al menos
besarla, abandonarse por un instante en
sus brazos. Era imprudente, era
incorrecto, pero no le importaba. La
noche anterior tal vez habría sido
imposible, cuando enloquecido había
roto la puerta de Juliet. Pero ahora, en la
quietud del alba, ella estaba en su
habitación con él, y una bruma gris
empañaba los cristales de las ventanas.
La estrecharía contra su pecho. Tenían
derecho a ello, ¿no? ¿Por qué demonios
iba a permitir que alguien le arrebatara
ese derecho?
Ella no le había visto moverse, no lo
vio acercarse en silencio, y justo cuando
Marcel tendía la mano, ella, sumida en
sus pensamientos y con voz velada, dijo:
—Hay un hombre.
Marcel se detuvo, apoyando en el
respaldo de la silla la mano con la que
casi la había tocado.
—Ya ha hablado con madame Elsie
—prosiguió ella con un hilo de voz—.
El viejo capitán se está muriendo y no
vendrá más, así que sólo queda madame
Elsie, y ya lo ha dispuesto todo. Bueno,
siempre que yo lo acepte.
Miró a Marcel con tristeza y vio que
tenía clavados en ella sus ojos azules,
vio su rostro canela, la boca inmóvil,
como maravillada.
—… Es decir, si hoy le digo que sí.
Tu padre lo conoce. Se llama Vincent
Dazincourt.
Vincent, Vincent, era como un
chirrido áspero que no cesara, como si
un animal arañara la puerta. Vincent,
Vincent, el hombre blanco de ojos de
halcón que aquel día se había levantado
en el salón de madame Elsie cuando
Marcel quiso entrar. Sí, tenía que ser él,
porque era el mismo Vincent de ojos
negros que había ido a casa de
Christophe con el bastón de plata: «No
cometas dos veces el mismo error».
—… Un caballero como tu padre —
decía ella con la vista baja y el ceño
fruncido, tocándose nerviosamente el
pelo con la mano—. De la familia de su
esposa… Dazincourt… en realidad es el
hermano de su esposa… de Bontemps.
—¿Bontemps? —susurró él.
—Es una persona acomodada y
joven. Bueno, ha alquilado la suite de
arriba. Ya se ha pasado horas hablando
con madame Elsie, y quiere mi respuesta
hoy. —Entornó los ojos un instante y se
mordió el labio—. Ella se encargará de
que todo sea al viejo estilo. Tendré mi
propia casa. Y como el viejo capitán se
está muriendo y madame Elsie ya es
anciana… —Alzó los ojos implorantes,
llenos de lágrimas, y se levantó
lentamente—. Tengo que decírselo
hoy… —susurró—. ¡Pero yo no le
quiero! —estalló de pronto con un
sollozo—. ¡Ese hombre no me importa
nada!
—¡Pues dile que no! —resolló
Marcel furioso—. ¡Dile que te deje en
paz! Dios mío, Anna Bella, hazle frente.
Yo no puedo hacerlo por ti.
—¿Pero por qué? ¿Por qué tengo que
hacerle frente? ¿Por qué?
Marcel le dio la espalda,
golpeándose un puño contra otro, hasta
que finalmente se volvió de cara a la
pared y lanzó dos puñetazos al yeso.
—¡Marcel! —gritó ella—. ¡Marcel!
—¡No! —Se dio la vuelta—. ¡No!
—La miraba con los ojos muy abiertos
—. Anna Bella, cuando cumpla
dieciocho años me iré de aquí. O me
voy a Francia o me muero. Y nada, nada
me lo va a impedir, ni tú, ni Dios ni el
diablo. No pienso atarme esa piedra al
cuello. ¡No! —gritó.
Ya no la veía, cegado por sus
propias lágrimas. Pero sabía que Anna
Bella se alejaba, que se había dado la
vuelta como si la hubieran herido
brutalmente, y que se acercaba a la
puerta. Se le paralizó la lengua cuando
intentó pronunciar su nombre, pero en el
último momento logró retenerla y cerrar
la puerta con el brazo.
Enterró la cara en su cuello y estalló
en un llanto incontrolable mientras ella
le
acariciaba
tímidamente,
muy
despacio. Sus pechos firmes se
aplastaban contra él. Era ella la que le
consolaba, laque le ofrecía su apoyo, la
que le rozó la mejilla con los labios
mientras le acariciaba el cuello con los
dedos.
—Escúchame —le susurró él cuando
recuperó el aliento—. Si es un
caballero, si estás segura… —balbuceó
—. Si es lo que quieres, si es lo
mejor… Pero no hagas ninguna tontería,
no te apresures. —Soltó un largo suspiro
y se estremeció. Era lo que Richard
quería, lo que Marie le había dicho: que
fuera un hermano para ella, que la
ayudara, que diera su consentimiento—.
¿Me estás escuchando? —preguntó,
enjugándose las lágrimas bruscamente,
enfadado—. No tienes que hacerlo si no
está todo dispuesto como tú quieras,
¿comprendes?
Ella apoyó la cabeza en su hombro,
llorando, y Marcel sintió el tacto sedoso
de su pelo.
—Si fuera mayor, más maduro… —
dijo él—. Podría… podría…
—Ya lo sé. Ya lo sé.
—Pero no debes permitir que ese
hombre te fuerce, ¿entiendes, Anna
Bella? Júramelo. Si intenta forzarte
acudiré a monsieur Philippe, acudiré a
mi madre, te lo juro.
Ella lanzó un gemido lento, suave.
Luego se apartó. Marcel estaba aturdido,
agotado. Anna Bella le cogió la cara con
las dos manos y le besó la frente.
—Tú sabes cómo habría podido ser
—susurró Marcel sin mirarla, con la
vista perdida en un lejano y mítico
bulevar donde los carruajes pasaban
sobre el Pont St. Michel, desde donde se
veía el rosetón de Notre Dame—.
Habríamos tenido una casita en estas
calles… —Estaba descendiendo de uno
de esos carruajes. En su sueño llevaba
una chistera y una amplia capa. En su
sueño entraba al atrio de Notre Dame.
Las campanas sonaban en lo alto, la
gente se movía como fantasmas bajo los
inmensos arcos—. Habríamos tenido
hijos, muchos hijos, y yo… ¡Yo estaría
amargado! Amargado por no haberme
ido nunca, por no haber visto nunca…
—Se dio la vuelta de nuevo, con la capa
y la chistera, hacia las puertas abiertas
de la iglesia. El sol se derramaba en el
suelo ante él, caía sobre las sinuosas
murallas del Sena, sobre los altos
tejados. Toda la ciudad de París relucía
bajo el sol—. No podría renunciar a
ello, Anna Bella. No podría. Pero si ese
hombre te hace daño, te juro por Dios…
Ella volvió a abrazarlo, acunándolo
casi en sus brazos.
Cuando Marcel se incorporó, estaba
tranquilo aunque se encontraba mal.
—No volveremos a vernos,
¿verdad? —preguntó Anna Bella—.
Quiero decir así.
Él movió la cabeza.
—Una vez le dije que lo pensaría,
que consideraría la idea de vivir con él,
pero sólo si luego podía seguir viendo a
«mi amigo». Él me preguntó quién era
ese amigo y yo le dije que eras tú. Se lo
conté todo, aunque por supuesto nunca le
dije quién es tu padre. Eso nunca se lo
diría, sabiendo que… bueno, que es el
cuñado de tu padre. Nunca cometería
ese error. Pero le dije lo que había entre
tú y yo, por lo menos lo que había antes.
Marcel movió la cabeza de nuevo.
—Puede que ahora acceda a todo
porque te está cortejando. Si yo te
estuviera cortejando me arrodillaría a
tus pies. Pero dentro de un mes ya no
será lo mismo, no querrá encontrarme en
su casa cuando vuelva de su plantación.
Anna Bella frunció el ceño. Las
lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos.
—Además —susurró él—, no me
puedes pedir eso.
—No, supongo que no —contestó
ella, casi como en un sueño—. Adiós,
Marcel.
Marcel, incapaz de moverse, la vio
marcharse y cerrar la puerta en silencio.
Se quedó allí un minuto entero, hasta que
de pronto gritó:
—¡Espera, Anna Bella!
Fue tras ella, pero se detuvo de
pronto. Anna Bella casi había llegado al
final de la escalera. Monsieur Philippe
estaba en la puerta trasera de la casa,
con su bata de seda atada
descuidadamente y un puro entre los
dedos. Miraba a Anna Bella, que
atravesaba el patio delante de él, con la
cabeza gacha, poniéndose los guantes a
toda prisa. No lo miró ni una sola vez.
Caía una llovizna tan ligera que no se
oía. Anna Bella se detuvo para abrir el
paraguas y siguió caminando mientras
las gotas de lluvia moteaban la seda
negra.
Monsieur Philippe alzó los ojos
hacia la galería y miró fríamente a
Marcel antes de meterse de nuevo en la
casa y cerrar la puerta.
—VI—
M
onsieur Philippe desayunó tarde.
Dejó los periódicos esparcidos
sobre la mesa, se bebió tres o cuatro
vasos de cerveza y se quedó allí
fumando hasta el mediodía. Cuando
Marie llegó de misa tuvo que ponerse
otra vez el vestido de ópera a petición
de su padre, que quería vérselo otra vez.
Luego él la cubrió de besos y le regaló
el pequeño secreter portátil. Era una
joya de laca y oro que se remontaba a
varias generaciones atrás, le explicó.
Debía tratarlo con cuidado. Lo podía
poner sobre una mesa para escribir una
carta o incluso apoyárselo en el regazo
si estaba sentada en la cama. Tenía un
tintero de cristal, un fajo de papel de
pergamino para escribir notas y varias
plumas nuevas. Monsieur Philippe
estaba encantado con los cambios
experimentados por Marie. Le preguntó
si necesitaba más dinero para la
peluquería. Dijo que las tías no tenían
que reparar en gastos para hacerle
vestidos nuevos, y que le enviaran la
cuenta al viejo Jacquemine.
Cecile, sentada en el canapé, lo
observaba todo desde un aparte sin
decir una palabra. Cuando se quedaron
los tres a solas en el salón, Marcel,
Philippe y ella, mencionó con voz queda
que Marcel había tenido algunas
dificultades con el antiguo maestro y que
ésa era la razón de que le hubiera
matriculado en la nueva escuela.
—Ah… Ya sabía yo que había algo.
—Philippe chasqueó los dedos y volvió
la página del periódico, alisándola con
cuidado—. ¿Y ya está todo arreglado?
¿Te estás comportando? —Miró a
Marcel.
—Estoy
estudiando
mucho,
Monsieur —dijo Marcel inexpresivo.
Temía el momento en que tuviera que
explicar la presencia de Anna Bella. No
tenía la más remota idea de lo que iba a
decir.
—Hmm. —Su padre tomó algunas
notas en un cuaderno de tapas de cuero,
murmurando en voz alta—. Arreglar las
tuberías, hmm, vestidos para Marie. Y
para ti. Supongo que estarás creciendo
un centímetro al día. No compraste el
caballo, ¿hmm? ¿Qué te pasa? Bueno,
ma chérie, ma petite, tengo que irme.
Cecile suspiró al abrazarlo. Marcel
quiso desaparecer, pero Philippe lo
llamó.
—Mon fils, espérame en el jardín.
—Ya había mandado a Felix a los
establos a preparar su carruaje.
—Monsieur —comenzó Cecile con
suavidad— ¿cuándo cree que debería
marcharse? ¿Cuando cumpla los
dieciocho? ¿Es entonces cuando tienen
que entrar en la universidad?
—Todavía falta mucho —dijo él—.
Toma. —Sacó un fajo de billetes cogido
con un sujetapapeles de oro—. Que vaya
al teatro si quiere. Van a representar a
Shakespeare. Que aprenda inglés
también, ¿Les está enseñando inglés ese
Christophe? Todos tendremos que
aprenderlo más pronto o más tarde. ¿Les
enseña Christophe algo práctico?
«Bueno, es el momento», pensaba
Marcel cuando por fin se encontraron en
el camino de acceso a la casa. Había
dejado de llover. Los plátanos estaban
limpios y relucientes y el aire no era tan
frío bajo el sol del mediodía.
—Esa chica —dijo monsieur
Philippe mirando con cautela a ambos
lados de la estrecha calle—. ¿Qué hacía
esta mañana en tu habitación, me lo
quieres explicar?
Sus ojos azules, inyectados en
sangre después de la borrachera de la
noche, irradiaban un frío sobrecogedor.
Rara vez había adoptado ese tono con
Marcel, que se sintió humillado.
—Ella y yo somos como hermanos,
monsieur.
Jugábamos
juntos
de
pequeños, vive justo al final de la
calle…
—Ya sé dónde vive —le interrumpió
monsieur Philippe con tono inexpresivo
pero cargado de intención—. Estás muy
mimado —añadió esbozando una ligera
sonrisa, aunque sólo con los labios—.
Eso es lo que pasa. Te han mimado
desde el día que naciste. ¿Alguna vez
has deseado algo que no tuvieras? —
preguntó alzando la cabeza en un gesto
fugaz.
—No, monsieur —murmuró Marcel.
—No eres más que un niño, no sabes
nada de la vida —dijo, dándole un
desenfadado puñetazo en el hombro.
Marcel sintió un curioso escalofrío—.
Esa chica es demasiado mayor para ti.
¡Ya es una jovencita! No quiero
enterarme de que ha vuelto a estar aquí.
El carruaje había aparecido en la
esquina saliendo de la Rue Burgundy
para entrar en Ste. Anne. Se detuvo ante
la casa de huéspedes, a cuatro puertas
de distancia.
—No, monsieur, nunca más —dijo
Marcel mecánicamente.
De la casa de huéspedes salió un
joven delgado de pelo negro azabache
que saltó ágilmente al carruaje por
encima del agua que todavía corría por
la calle.
«Así que volverán juntos a
Bontemps, o irán a reunirse con su
familia en el hotel St. Louis. Y han
hablado del asunto de Anna Bella.
Monsieur Philippe lo sabía cuando la
vio en el jardín».
Marcel sintió de pronto una
desagradable agitación. Tardó un rato en
comprender por qué se había quedado
tan sorprendido cuando el carruaje se
acercó a la puerta o por qué frunció los
labios en una sonrisa amarga. Felix bajó
de un salto para abrir la puerta. Marcel
apartó la mirada.
—Recuerda lo que te he dicho —
advirtió monsieur Philippe blandiendo
el índice—. Estudia y cuida de tu madre.
Y no te olvides de que el cumpleaños de
Lisette es esta semana. Esa niña va a
cumplir veintitrés años, es increíble.
Cómprale algo bonito. —Volvió a sacar
el dinero por tercera vez.
Marcel se metió los billetes en el
bolsillo murmurando que, por supuesto,
se encargaría de ello.
—¡Y vigila a tu hermana! —dijo por
fin monsieur Philippe—. Que no salga
sin Lisette o Zazu. Si ellas no están,
acompáñala tú mismo. —Hermana,
hermana, la palabra emergía con
claridad en el torbellino de sus
pensamientos. El hermano de su esposa,
eso era Dazincourt, el hermano de la
esposa blanca de Philippe. Y lo trae
aquí, a la puerta de la casa de su
concubina. Marcel lo miró como si
monsieur Philippe no estuviera aún
murmurando vagas instrucciones, como
si no le estuviera apretando el brazo con
demasiada fuerza mientras subía al
carruaje.
De pronto le asquearon aquellos dos
caballeros, aquel hermano que debía de
sentarse a la mesa de su hermana para
comer su comida y beberse su vino y
que ahora venía a la ciudad con el
marido infiel y tomaba una concubina a
pocas puertas de distancia de la
concubina de su cuñado. La puerta del
carruaje se cerró. Restalló el látigo. Las
grandes ruedas avanzaron lentamente,
trazando hondos surcos, fueron ganando
velocidad y desaparecieron de su vista.
¿Qué le importaban a él esos
blancos, sus enredos, sus mentiras?
¿Acaso no sabía que con sus traiciones
domésticas habían dado forma a su
propio mundo, que habían construido la
casa donde él vivía, que hasta los
cuadros de las paredes los habían
colgado ellos? Marcel se quedó en la
puerta, mirando hacia la casa de
huéspedes de madame Elsie. Las
palabras de Anna Bella le martilleaban
en la cabeza: «Es un caballero, como tu
padre, un caballero como tu padre». Sí,
un caballero. ¿Besaría a su hermana
cuando la viera, después de haber
conocido al hijo bastardo de su marido?
Concubina y bastardo. Eran palabras
que aborrecía. ¿Qué tenían que ver con
él? «Te quiero, Anna Bella».
«Entra en casa, ponte el mejor traje
de domingo, la mesa estará puesta para
la comida, encaje blanco, plata, tante
Louisa llegará enseguida con pastas para
el postre. Mira el cuadro de marco
dorado de Sans Souci en el campo,
columnas blancas, tengo que escribir una
carta a tante Josette, todos hablarían de
la Ópera, tengo cien dólares en el
bolsillo para el teatro, tengo el traje
nuevo destrozado, tengo en el armario
media docena de levitas y camisas con
el cuello tieso como un tablón.» «Te
quiero, Anna Bella.» «Es un caballero
como tu padre». «¡De eso se trata!» «No
lo hagas».
Vio aquellos ojos de halcón
escudriñando las sombras del pasillo de
Christophe, la piel blanca, la mano
aferrada al bastón de plata… «que un
hombre de color no puede defenderse en
el campo del honor… que un hombre de
color no puede defenderse de un hombre
blanco». «Te quiero, Anna Bella».
Por la Rue Ste. Anne se acercaba un
grupo de gens de couleur que volvía a
casa después de la misa de las ocho,
faldas de color rosa y azul levantadas
cuidadosamente sobre el barro, levitas
negras, paraguas picando los adoquines
mojados de las aceras como si fueran
bastones. «Bonjour, Marcel, ¿Cómo está
tu madre?» «No, Anna Bella, no lo
hagas». Marcel asintió con los brazos
cruzados, como en un sueño. Bonjour,
madame, bonjour, monsieur. «No
volveremos a vernos, ¿verdad?». La
comida del domingo, lino blanco, vino
tinto.
De pronto se dio la vuelta y echó a
andar con paso decidido hacia la Rue
Dauphine.
Ya no pensaba. Le daba igual que
Christophe le maldijera o tener que
suplicar de rodillas. El pestillo de la
puerta estaba roto, tal como lo había
dejado la noche anterior.
La puerta lateral, que también había
forzado, seguía abierta. Justo antes de
entrar, Marcel se giró y miró el estrecho
callejón y la hiedra que se derramaba
sobre el muro de ladrillo. Arriba se
veían las contraventanas cerradas, como
siempre, como las había visto la primera
vez que entró en aquel patio. Los altos
bananos, mojados y aleteando bajo la
fría brisa, todavía ocultaban del mundo
exterior todo salvo el cielo gris. La
pequeña ventana de la puerta del jardín
estaba limpia de barro y a través de ella
se veía el destello de color de la calle.
Sólo que esta vez Marcel no estaba
asustado, como lo estuvo la primera
tarde. No sentía nada de aquella cautela
instintiva. Se volvió hacia la puerta,
impaciente por abrirla y entrar en el
largo pasillo.
Los dos lo vieron en cuanto apareció
en la sala de lectura. Christophe estaba
desayunando en la mesa redonda, con el
periódico doblado en la mano. Juliet,
con el chal sobre los hombros, se
hallaba en una butaca junto al fuego. El
café humeaba en la chimenea. El aire era
caliente y los vidrios estaban cubiertos
de escarcha.
—Cher! —exclamó ella—. Pasa.
Christophe levantó la taza sin
apartar los ojos de él.
—Cher! —repitió Juliet con el
mismo aire de vaga sorpresa—.
Siéntate. —En cuanto Marcel se sentó,
ella le levantó la cara para inspeccionar
el corte de la barbilla—. No lo tienes
mal —susurró—. Apenas se nota.
—¿Has leído la crítica de la ópera?
—le preguntó Christophe.
Juliet le estaba sirviendo a Marcel
una taza de café con leche.
—Toma, cher.
—Ya te dije que el barítono sería la
estrella
del
espectáculo
—dijo
Christophe—. Dale algo de comer. —
Juliet le sirvió un trozo de tarta con un
cuchillo—. Deberías leerla —suspiró,
dejando a un lado el periódico,
pensativo. Tenía los ojos cansados.
Adelantó su taza y su madre se la llenó.
Juliet tenía el pelo suelto sobre los
hombros y se cubría con el mismo chal
de pavos reales y bordados de plata que
llevaba el día que Marcel habló por
primera vez con ella en la calle. Su
rostro reflejaba la luz.
—Tómate un café —le dijo
Christophe suavemente—. Pareces
dormido.
Marcel abrió los labios. Quería
decir algo pero le faltaban las palabras;
era como si su voz no le respondiera. Se
quedó allí sentado con la vista fija,
moviendo los labios en silencio, hasta
que por fin se quedó quieto, con el ceño
fruncido.
Christophe se levantó, se estiró y
dijo que se marchaba.
—Pero si está lloviendo otra vez —
observó Juliet.
—Siempre llueve —replicó él
mientras se abrochaba el abrigo.
Entonces miró a Marcel—. Quédate aquí
con mi madre. Hazle compañía un rato.
Todavía no he arreglado las puertas y no
me gusta dejarla sola.
Se miraron a los ojos mientras
Christophe cogía su bufanda de lana del
respaldo de la silla.
—Hazle compañía un rato —repitió,
poniéndole la mano en el hombro.
Cuando se marchó de la habitación,
Marcel miró a Juliet. Se oyeron los
pasos de Christophe en el pasillo, y
luego el ruido de la puerta de entrada.
—Ven arriba conmigo, cher —
suspiró ella acercándose—. Vamos a
encender el fuego en mi habitación.
Volumen dos
Primera parte
—I—
M
onsieur Philippe Ferronaire
había alcanzado su metro
ochenta de estatura a los dieciocho años.
En aquella época era una altura notable
que despertaba tanta admiración como
su pelo rubio y sus ojos azules, rasgos
nada comunes entre la aristocracia
blanca criolla, plagada de antecesores
franceses, a la que pertenecían su gente
y sus amigos a lo largo de las prósperas
orillas del río.
El suyo era el mundo de la
plantación de azúcar criolla, un mundo
que adquirió merecida fama a la vuelta
de siglo, con sus casas de blancas
columnatas y anchas terrazas en las que
se entrelazaban las rosas y soplaban las
brisas del río. Las tardes de verano,
desde aquellos porches, se veían pasar
los barcos más allá del malecón,
surcando las aguas del río como si
flotaran en el cielo. Al ser el menor de
cuatro hermanos era el niño mimado, y
desde edad muy temprana evidenció esa
mezcla de vivacidad y encanto que
inmediatamente seduce a los adultos.
Así que creció en los regazos de tías que
le prodigaban sus afectos, lo atiborraban
de pasteles y hacían venir a pintores de
Nueva Orleans para que perpetuaran sus
rasgos, que quedarían en un marco
dorado en la pared.
Montaba su poni como un loco entre
los robles, alborotaba a los patos de los
pantanos con el estampido de sus
disparos, bailaba en las bodas de sus
hermanos y arrancaba chillidos de
alegría a sus sobrinitas con las monedas
de oro que les sacaba por arte de magia
de los rizos.
Había desdeñado hacer el Gran
Viaje, y en los lánguidos veranos rurales
que se iban sucediendo, rara vez se
levantaba antes del mediodía en la
solitaria suntuosidad del garçonnière.
Prolongaba las sobremesas a base de
vino blanco y tabaco, y finalmente se
marchaba a caballo a competir con sus
amigos a lo largo del malecón o a
cortejar a las bellezas locales. Era
bueno con su anciana madre, le gustaba
pasear con ella entre los naranjos, y por
las tardes se acicalaba para ir a la
ciudad.
Claro que también estaban el Mardi
Gras, las representaciones en el teatro
St. Philippe, los billares, en los que
demostró ser un excelente jugador, y
finalmente su eterna suerte con los
naipes. No había participado en la
guerra de 1814 puesto que se vio
obligado a sacar a las mujeres de los
campos de batalla, pero peleó en un
duelo cuando tenía veintiún arios y al
ver a su oponente morir al instante bajo
la húmeda bruma del alba detrás de
Metairie Oaks, se vio sobrecogido de
horror por aquel acto sin sentido.
Después de aquello siguió manejando el
estoque, es cierto, y le encantaba
avanzar por la tarima con paso rápido y
la pose perfecta, pero era una actividad
circunscrita a los sábados y practicada
en elegantes salones de la ciudad.
Al atardecer, con los músculos de
las piernas fatigados, volvía al piso de
sus primos en la ciudad cantando en voz
alta las pegadizas melodías de la ópera
italiana, se pasaba una o dos horas con
los caballos, cenaba tarde y luego
aparecía en los «salones de baile
cuarterones».
Le encantaban las sang-mêlées con
las que bailaba y estaba convencido de
que cualquiera de ellas podía ser su
concubina,
pero
siendo
todavía
demasiado joven, y libre, y reacio a
atarse
con
ningún
compromiso,
escuchaba con una sonrisa los
chismorreos de sus amigos, hombres
encadenados a encantadores grilletes. Le
gustaba su vida, se pasaba meses
visitando las plantaciones de la parte
alta del río, adoraba el lujo de los
largos días en los barcos de vapor, y en
su casa era el niño mimado de las
esposas de sus hermanos.
Al fin y al cabo tenía tiempo para
mostrarse gentil, inventaba divertidas
historias y a veces, bajo la tenue luz del
final de una fiesta, se sorprendía
enamorándose de una prima que estaba a
punto de casarse, y suspiraba tristemente
en la noche.
¿Pero cuáles eran en realidad sus
perspectivas?, preguntaban las madres
de las muchachas con las que bailaba en
los cotillones, por más que ofreciera una
figura imponente cuando llegaba a
caballo a la puerta. Era elegante en la
pista de baile, por supuesto jugaba con
los niños, estaba siempre dispuesto a
complacer a los padres y podía pasarse
la noche a base de coñac, dominó o
naipes. Pero Ferronaire era una
plantación en lucha constante por
sobrevivir; había crecido con la
industria y sufría con sus experimentos,
desesperada a veces por falta de capital
y nadando luego en los beneficios de una
buena racha, con los que debía
mantenerse en épocas más veleidosas.
Fueron sus hermanos los que
construyeron la ruidosa fábrica con
aquellas chimeneas que vomitaban
humo, y fueron ellos los que se
inclinaban
sobre
los
tanques
burbujeantes y los que conducían a los
negros al atardecer por los fríos campos
para cortar las cañas maduras antes de
las heladas.
A él no le importaban estas cosas.
La plantación le aburría, y sólo de vez
en cuando, con una arrogante postura en
la silla y las espuelas relucientes,
cabalgaba con algún amigo por sus
campos.
Naturalmente le correspondía una
parte de esas arpendes pero ¿qué
significaba eso, sabiendo que todos sus
hermanos tenían ya esposa y niños que
correteaban por el jardín y las enormes
habitaciones?
El apellido de Philippe era tan
antiguo como Luisiana, una ventaja que
no tenía precio para las familias de
abolengo. Él se pasaba la vida en los
salones, en la terraza, bebiendo eau de
sucre, esperando su oportunidad y
besando las manos a las damas.
Una tarde, en Nueva Orleans,
encontró entre las cuarterones del salón
de baile a Magloire Dazincourt, un
primo lejano mayor que él, y percibió
por un instante la pobreza de aquella
vida de soltero. Estaba cansado de ella.
Allí estaba su primo, a los sesenta años,
dueño de veinte mil arpendes, que a
pesar de ser viudo contaba con el
consuelo de un hijo pequeño y cuatro
hijas casaderas. La famille lo era todo,
realmente.
Cuando llegó el verano, Philippe se
había casado con Aglae, la hija mayor y
favorita de Magloire, y viajaba río
arriba a Bontemps, los interminables
campos de caña de la plantación de su
suegro. Su riqueza lo deslumbró. A la
boda asistieron quinientos invitados.
Pero antes de que el feliz
acontecimiento "uniera dos ramas
remotas de la familia, Magloire se había
hecho amigo rápidamente de su futuro
yerno, al que confió (era un asunto muy
sencillo para un soltero que acudía tanto
a la ciudad) una cierta serie de tareas
respecto a una hermosa mulata a la que
mantenía en un piso de la Rue Kampart.
Le estaba haciendo una casa en la Rue
Ste. Anne.
De una vieja vivienda de estilo
español destruida por el fuego había
quedado tan sólo la cocina y el
garçonnière. Magloire consiguió el
terreno a buen precio y estaba
construyendo una casa, cómoda aunque
modesta, que tendría cuatro habitaciones
principales. Pero todo tenía que hacerse
según los deseos de ti Cecile, la beldad
negra de Magloire, puesto que sería su
futuro
hogar.
¿Podría
Philippe
supervisar las obras, es decir, acercarse
al principio de cada semana para que
los trabajadores vieran que el amo
andaba por allí? Magloire le
agradecería muchísimo, además, que
fuera a echar un vistazo a la pobre
muchacha, que estaba sola en el piso y
que después de perder dos niños
esperaba un tercero.
Philippe sonrió. Creció el respeto
que sentía por su suegro. Al fin y al cabo
el hombre había cumplido ya los
sesenta, y a pesar de todo estaba
viviendo un romance. Hacía tiempo que
sospechaba que su padre había conocido
tales placeres de joven, al igual que sus
hermanos. Pero aquellas aventuras
juveniles con mujeres de dudosa
reputación acababan desapareciendo
cuando tenía lugar la inevitable boda.
Claro que, después de todo, Magloire
era viudo. Así que un día de 1824
Philippe acudió a la Rue Rampart e hizo
sonar el llamador de bronce de la puerta
de aquella mujer.
La tarde que pasó en su salón le dejó
una perdurable impresión, que en cierto
modo le sedujo. Él, por supuesto, ya
había conocido a las adorables
cuarteronas, mujeres tan blancas que no
conservaban ningún rasgo africano, y
otras de piel más oscura pero igualmente
encantadoras con sus pobladas pestañas
y la suave piel de color caramelo que le
recordaba a las mujeres hindúes que
había visto en los libros. Emanaban un
aura exótica e indómita, y bailando con
ellas sobre las pistas pulidas,
acariciando ligeramente con la mano una
estrecha cintura o un brazo redondeado,
había soñado con salvajes placeres que
no conocía. Era una lástima que
estuvieran tan celosamente guardadas.
Para tenerlas había que «colocarlas»,
era la costumbre, el placage: promesas,
rituales, un compromiso a largo plazo.
Algunas de estas mujeres, de piel clara y
sorprendente refinamiento y altivez, le
parecían blancas hasta la médula. Se
asemejaban demasiado a las mujeres de
bien de su propia casa. ¿Quién iba a
querer una concubina así? Se las podía
imaginar estremecidas en la almohada y
haciendo la señal de la cruz.
Pero allí, en aquel piso grande y
suntuoso mantenido por su primo y
futuro suegro, Philippe encontró una
seductora combinación que jamás había
visto y que pasaría a formar parte de sus
sueños. Aquella mujer era diminuta y
frágil como una muñeca de porcelana,
vestida a la última moda, oscura, muy
oscura, con la piel de color nogal como
la de los africanos de pura sangre que se
veían en los campos. Philippe quedó
intrigado por la finura de sus rasgos, su
boca pequeña cuyo labio inferior
temblaba ligeramente cuando se acercó
a él con la timidez de una niña. Era
como una mujercita blanca tallada en
piedra oscura. A Philippe le atrajo
aquella oscuridad, la reluciente piel
marrón, y tuvo que ahogar el deseo casi
enloquecedor de tocarle el dorso de las
manos para sentir su textura, tal vez la
misma suavidad sedosa que adoraba en
las niñeras negras de su infancia.
Los ojos de ella reflejaban el miedo
salvaje de un animalillo capturado en el
bosque, aunque era bastante mayor.
Tenía más de veinte años, sin lugar a
dudas, y no manifestaba la irritante y
peligrosa coquetería de las jóvenes
ignorantes.
Hablaba bien el francés, no quiso
sentarse en su presencia hasta que él
insistió, y sonreía de vez en cuando con
atractiva espontaneidad mientras él se
esforzaba para que se sintiera cómoda.
Sus dedos diminutos jugueteaban en
ocas iones con el broche que llevaba al
cuello. Philippe nunca había visto unas
manos tan pequeñas. Sería un placer
cuidarla y, conmovido por lo que
parecía pura reverencia hacia él, se
marchó de mala gana para emprender el
largo camino de regreso a su casa.
Mientras cabalgaba bajo el sol poniente
sonreía pensando que su futuro suegro
era el mismo hombre que había sido en
su juventud. Cecile era un nombre
adorable. Cecile.
Magloire estaba enfermo en la época
de las nupcias, y lo sabía. Ansioso por
ilustrar a su yerno en todos los detalles
de su vasta plantación, montaba
demasiado a caballo y trasnochaba
también demasiado, hasta que por fin
tuvo que meterse en la cama con el
primer frío del invierno. Su hijo
pequeño, Vincent, fue confiado a
Philippe y Aglae para que lo educaran
como si fuera suyo. Antes de Año Nuevo
Maglorie fue llevado al cementerio del
condado tras una concurrida misa de
réquiem. Philippe, a solas esa tarde en
la terraza, miró en todas direcciones sin
ver nada más que tierra que ahora le
pertenecía.
Trabajó con ahínco los primeros
meses, no sólo por la novedad y por el
placer de dar órdenes a tanta gente sino
por miedo. No estaba preparado para la
inmensa responsabilidad que le
correspondía. Sus hermanos acudían
cuando les era posible, pero él no
pensaba más que en dirigir la plantación
y montar todo el día por los campos. Por
la noche se encargaba de los libros y
acababa casi ciego.
Era la época de la recolección de
caña en prevención de que una helada
temprana las destruyera. El enorme
equipo de esclavos estaba exaltado y
dispuesto para la ardua tarea y ya se
habían recogido montones de madera de
las lodosas orillas del río y los pantanos
para alimentar los rugientes hornos de la
trituradora. El viento barría las galerías
con gélidas ráfagas.
Le dolía la espalda. Se pasaba la
vida en la silla de montar, y los pies le
hormigueaban cuando por fin tocaban el
suelo.
Philippe contemplaba con rencor la
tarea que le había caído sobre los
hombros. Le parecía que todo aquello
debía estarlo haciendo otra persona,
¿por qué él? Si lo pensaba con
detenimiento, aquello no tenía sentido.
Philippe era rico, dueño de "veinte mil
arpendes, tenía el poder en su mano.
¿Pero cuándo tendría tiempo de disfrutar
de los placeres de la casa palaciega que
había adquirido y que eclipsaba la vieja
casa de estilo criollo en la que había
nacido? Una casa con columnas griegas
tan anchas que no podía abarcarlas con
los brazos, con una elegante escalera en
espiral, una casa donde la luz del sol
atravesaba por todas partes los prismas
de los candelabros de cristal. Le hubiera
gustado disfrutar de la tranquilidad de
los viejos tiempos, familiarizarse a su
gusto con aquellos lujos.
Pero sus hermanos le presionaban
mucho más allá de su capacidad de
trabajo.
El
capataz
estaba
constantemente a su lado, y Philippe,
visiblemente irritado con todos los que
le
rodeaban,
adoptó
modales
autoritarios con los esclavos. Lo que
había detrás de todo esto era miedo,
desde luego. Philippe hubiera preferido
ser querido por todos. De ahí que a la
vez que ordenaba latigazos que luego no
presenciaba, y trataba tiránicamente a la
cocinera y al mayordomo, a veces caía
en un trato familiar con todo el mundo,
esperando ser servido y amado al mismo
tiempo.
Al final de la cosecha había
aprendido lo que era la plantación. La
producción era envidiable, fantástica.
Tras consultar viejas publicaciones
sobre los más mínimos problemas y los
cambios de clima en los últimos años,
plantó la caña para la siguiente estación,
construyó diques y reparó los canales de
riego. Cuando se celebró el gran baile,
justo antes del Adviento, el ancho
camino entre los robles se llenó de
carruajes. Aglae esperaba un hijo.
Aglae.
De haber sido un hombre reflexivo,
se habría maravillado de su propia
ceguera. ¿Cómo no había adivinado el
carácter de Aglae en los primeros
encuentros? ¿Cómo había sido tan
estúpido?
Le había parecido una suerte
inmensa. Era tan hermosa su prima
rica… Y llevaba la casa de su padre con
mano firme.
A Philippe le gustaban los platos que
ella mandaba preparar especialmente
para él en aquellos primeros tiempos, y
por la noche, cuando se hundía en el
gigantesco colchón de su inmensa y
engalanada cama, la encontraba dócil
como una niña.
Pero Aglae, aquella muchacha de
ojos oscuros que se sentaba frente a él
en la mesa y sin hacer el más mínimo
gesto, impasible, escuchaba sus
divagaciones o los alardes que hacía
ante sus hermanos sobre su trabajo, no
era sólo una mujer discreta y sumisa.
Había algo duro y frío en su boca
pequeña y sus mejillas hundidas, algo
burlón y calculador en sus ojos serios.
Dos veces denunció ella sus evidentes
exageraciones con unas pocas palabras
duras y bien escogidas. A Philippe le
habría gustado que le riera sus
ocurrencias, que le dijera que estaba
muy elegante con sus abrigos nuevos y
que le atendiera en su cansancio cuando
por fin se desplomaba cada noche a su
lado. Tenía que ser firme con ella,
decidió finalmente, encontrar pequeños
fallos en la dirección de la casa como a
menudo había visto hacer a sus
hermanos con sus mujeres. Tenía que
dejar claro que él no era tan fácil de
complacer como ella suponía.
Pero lo único que logró de ella con
esto fue una gélida incredulidad y una
sonrisa casi venenosa. Aglae se había
quedado sin madre a los doce años.
Cuando recorrió el pasillo de la iglesia
con el blanco nupcial ya llevaba cinco
años siendo la señora de Bontemps. Al
darse cuenta de la estupidez de cuanto
había dicho, Philippe se sintió frustrado
hasta la médula. A partir de entonces se
sentaba sombrío a desayunar en su
enorme dormitorio y sentía deseos de
estar de nuevo en casa de su madre.
Aglae se vengó poco después
informando con voz grave e inexpresiva
de que los esclavos se quejaban de las
contradicciones de Philippe, que ella no
permitiría que azotaran al personal de la
cocina, que el capataz, el viejo Langlois,
se iría inmediatamente si no se le
aplacaba, y que Langlois era
indispensable puesto que había estado
en Bontemps desde que ella nació.
Era la imperdonable arrogancia de
una mujer consentida, había declarado
Philippe. ¿Acaso no trabajaba él hasta
que le dolían todos los huesos? No
pensaba tolerar ni un instante más que su
esposa le hablara en ese tono. Ella se
limitó a marcharse con una carcajada.
Philippe se quedó dolido y confuso.
Se sentía herido y torpe en su presencia,
y a partir de entonces la despreció por
ello. Aglae parecía estar siempre en
segundo plano cuando él saludaba a la
familia y los amigos, juzgándolo con su
silencio. Se convirtió en una mujer
cruel, vengativa e ingrata. Por ella se
había hecho cargo Philippe de aquel
monstruoso paraíso feudal, y ahora vivía
con el temor de que Aglae descubriera
algún detalle que le humillara o le
arrojara a la cara la prueba de una
decisión errónea.
Las comidas eran un suplicio para
él.
Sus
hermanas
parloteaban
suavemente de cosas sin importancia y
él odiaba el ruido de la cuchara de
Aglae golpeando el plato. Se quedaba
bebiendo hasta tarde, hasta que la
recurrente necesidad de someterla,
avivada durante esas largas horas, le
conducía una y otra vez a la puerta del
dormitorio. No había ningún afecto entre
las sábanas.
A medida que pasaban los años se
hizo evidente que ella no le respetaba.
Las ocurrencias de Philippe, que tanto
divertían a otros, sonaban ridículas
cuando las pronunciaba en su presencia.
Su encanto pareció marchitarse y ni
siquiera en Navidad, cuando la casa
estaba atestada de gente, conseguía no
parecer un inepto ante su fría mirada.
Mientras tanto ella no hacía más que
aumentar su poder: primero madre
devota de Vincent y luego, tras un parto
ejemplar y sin quejas, de su propio hijo.
La gente admiraba continuamente su
donaire y sus habilidades domésticas,
los esclavos la adoraban, y Aglae se
convirtió en la favorita incluso de la
madre y las tías de Philippe. Él siempre
mantuvo en secreto el hecho de que lo
despreciaba, y de vez en cuando
buscaba el modo de corregirla en
presencia de otros, pero siempre se
equivocaba de forma y luego tenía que
ofrecer sus excusas al sentir la
silenciosa censura a su alrededor. ¡Si
supieran! Una mujer debería apoyar a su
marido, enjugarle la frente. Ella, en
público, le mostraba siempre un falso
respeto. Una vez a solas en su despacho,
Philippe atravesó de un puñetazo el yeso
de la pared.
¡Qué soledad!
Pero en el fondo de su corazón a
veces pensaba con temor en el profundo
desprecio que Aglae sentía por él. Era
algo que Philippe estaba dispuesto a
aceptar, aunque no le satisfacía: en
realidad no quería dirigir Bontemps. No
tenía ninguna pasión que emulara la del
fallecido Magloire o la de sus propios
hermanos. Avergonzado, se preguntaba
también por qué había renunciado a la
vida que tanto le gustaba. Ahora vivía
con el temor de que otros percibieran su
falta de ambición o de cometer errores
por descuido, errores que tal vez no
pudiera reparar. Pasarían años antes de
que el pequeño Vincent pudiera echarle
una mano.
Cuando terminó el verano, Philippe
se hallaba en un estado de perpetua furia
contra su mujer y se maravillaba de la
extraordinaria independencia de que ella
hacía gala: Aglae se comportaba a
diario como si él ni siquiera estuviera
allí. Sentía lástima por sí mismo y
deseaba
mortificarla.
La
rígida
pasividad que Aglae le ofrecía por la
noche, la misma que tanto le había
atraído al principio, le parecía ahora el
peor insulto de cuantos tenía que
soportar. Cierto que ella le daría hijos
—ya le había dado uno y otro venía de
camino—, pero eso no hacía más que
añadir méritos en favor de ella. Philippe
comenzó a dormir en el sillón de su
despacho.
Cuando su madre murió, hizo venir
de inmediato a la joven doncella negra
que había sido su favorita y a quien años
antes había dado un hijo. Por supuesto
que en el futuro no pensaba mancillarse
con algo tan sórdido. Aquello había sido
una travesura de niño (de niño
aterrorizado, además, puesto que sus
hermanos amenazaron con enviarlo a
estudiar fuera), pero necesitaba algo de
afecto bajo su techo, y aquella dulce
muchacha negra había llorado cuando él
se fue de casa. Nadie tenía por qué
saber nada más del asunto. Philippe la
quería para que se encargara de su ropa,
como había hecho en años anteriores.
Aglae, sin embarco, cuando vio a la
muchacha de piel cobriza dirigió a
Philippe una sonrisa tan gélida que él se
convenció de que estaba imaginando lo
más vulgar. Él no habría soñado con
humillarse con una doncella, pero no
evitaba dar a todo el mundo la
impresión contraria a base de otorgar
favores especiales a aquella mujer.
Cuando se acercaba el invierno fue
otra vez a Nueva Orleans, con el dinero
de la segunda cosecha ya en el banco.
Dos de las chicas se habían casado, y él
estaba harto del campo. Paseando a
caballo por las estrechas y embarradas
calles del casco antiguo se encontró ante
la puerta de la concubina de Magloire,
la dulce Cecile, que había perdido a un
tiempo a su protector y al hijo que
esperaba.
Hacía mucho tiempo que no la
visitaba, se dijo, y era una cuestión de la
que debía ocuparse. Al fin y al cabo
Magloire le había profesado mucho
afecto, y no se podía uno fiar de que los
abogados cumplieran sus instrucciones.
Pero en cuanto ella abrió la puerta,
Philippe se olvidó de todo esto.
—¡Michie Philippe! —exclamó
Cecile. Quiso echar a correr hacia él
pero se detuvo a tiempo, con la cara en
las manos.
—Vamos, vamos, ma chère. —
Philippe estrechó su cabecita contra su
chaleco de cachemira. Que el viejo
Magloire se agitara en su tumba.
No siempre le gustaba pensar en el
viejo. Había habido un lazo entre ellos,
una confianza mutua. Aglae era su hija
favorita, aunque el pequeño Vincent,
naturalmente, era el varón preferido.
Pero Philippe vivía ahora esperando
los días que pasaba en Nueva Orleans,
porque cuando entraba en la pequeña
casita se sentía crecer de tal forma que
le parecía que con sólo tender las manos
podría tocar las cuatro paredes. Allí
tenía sus zapatillas, su tabaco, los pocos
licores que prefería al coñac y aquella
mujer de suave aroma que escuchaba
atentamente cada una de sus palabras. A
veces pensaba que se había enamorado
de sus ojos, grandes y tristes, que
parecían no abandonarlo ni un instante y
que se encendían al sonreír.
Incluso el nacimiento de Marcel, con
todos sus inconvenientes, le proporcionó
cierto placer, pues le gustaba mucho ver
a su madre y disfrutaba oyendo las
nanas, pacientemente tumbado en la
cama.
Ni siquiera se enfadó cuando las
astutas tías, Louisa y Colette, lo
arrinconaron y le obligaron a prometer
que proporcionaría al muchacho una
educación europea. Eran mujeres
prácticas. No habían sido consultadas
para establecer aquel pequeño convenio
pero
habían
mantenido
muchas
conversaciones con monsieur Maglorie,
un gran caballero, ¿no le parecía?
—Verá, monsieur, ¿qué puede hacer
el muchacho aquí en Luisiana? —dijo la
inteligente Colette, ladeando la cabeza
—. Para una chica es diferente, ¿pero el
muchacho? Una educación en París,
monsieur, unos cuantos años en el
extranjero, cuatro, yo diría, y tal vez el
chico acabe por establecerse allí, ¿quién
sabe?
De acuerdo, de acuerdo, depositaría
dinero en el banco para el muchacho.
Philippe se encogió de hombros,
abriéndose el abrigo con ambas manos.
¿Querían sacárselo directamente de los
bolsillos? ¿Tenía que firmar la promesa
con sangre?
—Basta, basta —susurró su pequeña
amante, Cecile, acudiendo en su rescate.
El la miró con afecto desde su
impresionante estatura—. Perdónelas,
monsieur.
—¿Se encargará usted de que el
muchacho pase cuatro años en París
cuando cumpla los dieciocho, monsieur?
—Mais oui. ¡Por supuesto!
—II—
E
n la Iglesia católica existe el dicho
de que de un niño menor de seis
años se puede hacer un católico para
toda la vida. Vincent Dazincourt fue el
hijo de Magloire antes de los seis años y
siguió siendo el hijo de Magloire hasta
el día de su muerte.
Nadie tuvo que indisponerle contra
el amable cuñado rubio que le contaba
los mejores cuentos que había oído
jamás; él, sencillamente, estaba hecho
de otro paño. Adoraba a su hermana
Aglae con el afecto y la confianza que le
habría mostrado a su propia madre, y
ella se convirtió para él, mientras
maduraba en Bontemps, en el modelo de
mujer que desearía un día por esposa.
A los quince años cabalgaba todos
los días por los campos con el capataz,
leía con avidez las revistas de
agricultura y, después de estudiar los
diarios de Magloire, conocía los
fracasos y los éxitos de cada
experimento de refinado, de cada
innovación en la plantación, en la
cosecha, en la trituración de la caña. La
noche solía sorprenderlo acompañando
a Aglae al lecho de un esclavo enfermo
y, cuando recorría la vasta plantación,
desde las orillas del río hasta los
bosques, conocía el nombre y la historia
de cada negro, hombre o mujer, con el
que se cruzaba.
De pequeño había sentido afición
por los libros, había leído los
volúmenes de la polvorienta biblioteca
de Magloire. Un año asistió a la escuela
en Baltimore y luego visitó Europa
durante quince meses, a los veinte años.
Viajó y estuvo expuesto a nuevas ideas.
Pero cuando volvió a su casa no
consideraba que la institución de la
esclavitud fuera un mal y, puesto que se
había criado con ella, pensó que para
ser un plantador «cristiano» lo que tenía
que hacer era civilizar a los paganos, de
modo que se dedicó a este «deber» con
mano firme. Se había quedado
consternado al ver la miseria y el
sufrimiento de las ciudades industriales
de Europa y, metido en su mundo de
orden y disciplina, seguía convencido de
que «la peculiar institución» había sido
malentendida. Pero la crueldad le
disgustaba tanto como cualquier otro
exceso, de modo que él mismo
supervisaba los latigazos cuando le era
posible. Observaba en silencio y con
rostro pensativo todas las causas y
efectos de la dirección de Bontemps y
creía en la moderación, la firmeza y la
exigencia razonable. Esto le hacía ante
los ojos de los esclavos un amo más
admirable. Al menos con el joven
michie Vincent sabían a qué atenerse.
De hecho era posible pasar un año a
su servicio sin castigo, incluso una vida
entera, y cualquiera podía llamar en
todo momento a la puerta de su
despacho. Vincent se encargaba de que
se bautizara a los niños negros y
premiaba la inteligencia y la habilidad
con ascensos, pero nunca, jamás liberó a
un esclavo.
Philippe,
mientras
tanto,
contemplaba complacido la ambición de
Vincent y su callado respeto. Para
alentarlo de forma útil, no vacilaba en
delegar en sus hombros nuevas
responsabilidades cada vez que él
mostraba el más mínimo interés en
asumirlas, el más ligero atisbo de buena
voluntad.
Pero el joven Vincent fue a la
ciudad, por supuesto, y sin haberse
planteado entablar ninguna relación, se
enamoró perdidamente de la veleidosa
Dolly Rose. Jamás había conocido una
mujer igual, una mujer deslumbrante con
su exaltada melancolía y una pasión que
desbordaba sus sueños más locos. Dolly
Rose bailaba con él a medianoche en las
espaciosas salas de su elegante piso,
canturreaba entre dientes la música de
los violines y finalmente caía exhausta
sobre su pecho. La mañana era el
momento que ella prefería para el amor,
cuando el sol caía sobre su descarada
desnudez. Él enterraba el rostro entre
sus cabellos perfumados.
Pero tras el nacimiento de su hija,
ella le fue infiel, lo puso en ridículo y se
mostró hostil y arrogante cuando Vincent
la interrogó, para arrojarse a
continuación en sus brazos y declarar
que estaba perdidamente enamorada de
él. Todo aquello le causaba un dolor
insoportable.
Vincent
no
podía
comprender su desesperación ni su
crueldad, y dudaba que ella misma las
comprendiera.
Un domingo por la mañana se
levantó desnuda y, tras cubrirse con la
levita de Vincent, se puso a caminar muy
erguida y con elegancia por la
habitación, con el pelo enmarañado
sobre los hombros. Sus piernas
desnudas parecían tallos bajo la sarga
acampanada. Por fin se sentó en una
silla junto a él, bebió un trago de
champán de una taza de porcelana y le
dijo:
—En realidad lo único que importa
son los lazos de la sangre. El resto es
vanidad, el resto es mentira.
Vincent lo recordaría más tarde
mientras su barco surcaba el Atlántico
gris: aquellas pálidas piernas cruzadas
como las de un hombre, el bulto de sus
pechos contra la tela negra de la levita,
el sol del domingo derramándose por la
ventana entreabierta sobre su pelo
suelto. Vincent besó a su hijita antes de
marcharse, le acarició los brazos y
lloró. Más tarde, vagando por los
salones de París y Roma quiso olvidar a
una y recrearse en el recuerdo de la otra,
y al volver a casa descubrió que su hija
acababa de morir. Fue el castigo de
Dios para ambos.
La noche siguiente, Richard
Lermontant lo llevó a la casa de
huéspedes de madame Elsie. Philippe le
había estado insinuando la posibilidad
de acercarse a Anna Bella, a quien veía
con frecuencia en la Rue Ste. Anne, pero
Vincent apenas podía pensar en ello
puesto que se sentía herido y contrito y
estaba sufriendo más que en toda su
vida. Para él se había acabado la vida
desordenada, le murmuró a su cuñado, a
quien se alegró de ver por fin en el
funeral de su hija, entre los
desconocidos rostros de color. Aunque
ahora, más que nunca, estaba necesitado
de cariño.
Cuando volvió a casa después del
funeral de Lisa, su vida era un infierno.
Siempre recordaría aquellos días con
una
sensación
horror.
Deseaba
desesperadamente estar con Aglae en un
mundo fantástico donde pudiera contarle
lo que «había hecho», pero se
estremecía ante la idea de volver a
Bontemps, Después de todos los meses
pasados en Europa tendría que soportar
un apasionado recibimiento, sus
sobrinos colgados del cuello, sus
hermanas acariciándolo, cuando él no
podía pensar en otra cosa que en Lisa,
su hijita muerta. La mañana después del
funeral se despertó en la casa de
huéspedes de madame Elsie al oír la
risa de la niña como si estuviera en la
habitación. La oyó con tal claridad que
por un momento no deseó otra cosa que
dormirse de nuevo para volver a
abrazarla en sus sueños. Le habría dado
el mundo entero. Lisa poseía la belleza
de su madre y el corazón perfecto de una
perla. Vincent se levantó y se puso a
vagar aturdido por los pasillos de la
casa, los salones, las habitaciones
abiertas.
Las flores se estremecían en las
mesas vacías del comedor, de la cocina
llegaba el aroma de los bizcochos
calientes y al otro lado del mar de
manteles de lino blanco. Vincent la vio:
Anna Bella. Estaba sentada bajo un rayo
de sol, cosiendo una pequeña banda de
encaje y alzó súbitamente la vista
cuando él atravesó la puerta. Dijo algo
sin importancia para llenar el silencio y
se levantó para atenderle. Hacía tanto
calor, dijo con voz líquida y dulce, y se
enzarzó en una conversación rítmica y
fluida que le tranquilizó como si fuera
una caricia, como si ella le estuviera
frotando las sienes febriles y sosegando
el corazón dolorido. Vincent recordaría
después que pidió a Anna Bella que se
sentara y le preguntó entonces alguna
tontería. Luego, tranquilizado por fin por
el calor de su voz, volvió a sumirse en
sí mismo, en su ahogado silencio, pero
cerca de una persona dispuesta a hablar
con él, una persona que lo trataba con
afecto y que le había dedicado lamas
sincera y tierna de las sonrisas.
Se quedó allí la noche siguiente y el
resto de la semana. Philippe no había
exagerado el especial atractivo de
aquella chica negra americana, pensaba
Vincent tumbado en la cama con un café.
La joven, que tenía las mejillas de un
bebé, hablaba un francés muy lento pero
muy agradable, no mostraba vanidad
alguna y era un modelo de naturalidad
cuando agitaba sus largas pestañas, un
gesto frecuentemente cultivado por
mujeres y que a Vincent nunca le había
gustado. Anna Sella no era ingeniosa y
exquisita como Dolly, no se subía a la
cabeza como el champán, pero una
inefable dulzura emanaba de sus
palabras y sus gestos sutiles, de modo
que Vincent se vio inevitablemente
atraído hacia ella en su dolor, y
experimentaba, un delicioso sosiego
sólo con verla pasar por las
habitaciones.
Sin embargo algo más le
atormentaba mientras pensaba en ella
con la cabeza apoyada en sus blancas
almohadas, algo de lo que nunca había
sido consciente.
Había crecido entre niñeras negras,
cocineras negras, cocheros negros,
personas de suaves voces africanas que
le colmaron de atención y dulzura. Él
había sentido el afecto de sus risas y sus
manos, y aunque en realidad nunca había
cedido al deseo de poseer a ninguna de
sus esclavas, sí que había conocido ese
deseo en un lugar un poco menos oscuro
que sus sueños: la imagen de la niña
negra que se hunde entre las sombras de
la cabaña, con la luz del fuego reflejada
en su largo cuello y sus ojos profundos,
suplicando: «Por favor, michie, por
favor, no…». La imagen explotó en su
cerebro cuando se acercó Anna Bella
contoneando las caderas bajo las faldas
festoneadas.
Sí,
aquélla
era
precisamente la clase de ninfa que
surgía de pronto del bosque y acechaba
tras el encaje de Anna Bella.
Volvió a Bontemps sólo cuando ya
no pudo demorarlo más, cuando ya no
había excusa posible. Aglae sabía que
había llegado y que recogía sus
mensajes en el hotel St. Louis. Así pues,
cogió el atestado barco de vapor a las
cinco en punto de la tarde, y ebrio por la
anchura del gran río se alegró por
primera vez de estar en casa. Traía
regalos para todo el mundo. Se sentó a
la mesa frente a sus platos favoritos y
estrechó con las dos manos a sus
sobrinitos que enterraban sus besos en
su cuello. Qué dulce le había resultado
subir los escalones entre las majestuosas
columnas, oír el chasquido de sus
tacones en los sucios de mármol. La
riqueza de Europa no podía eclipsar la
perfección de todo cuanto le rodeaba y
la valiosa devoción de su propia gente.
Contó
historias
intrascendentes,
absurdos detalles de baúles perdidos,
paquetes enviados con retraso, hotelitos
donde tenía, que pedir por señas
cuchilla y jofaina, y sin dejar de reír
besaba a Aglae una y otra vez. Aunque
se notaba en ella el paso de los años, no
había engordado como hubiera podido
esperarse por su edad, si bien parecía
cansada. Vincent sentía una oleada de
alivio cuando oía sus pasos en el pasillo
o cuando la veía cerrándolas puertas de
su habitación. El tono familiar de su voz
le puso en varias ocasiones al borde de
las lágrimas.
Pero esa noche se deslizó fuera de
las cortinas que adornaban su cama y
salió a la amplia galería de piso de
arriba, de cara al río, para pensar en su
pequeña. Un año atrás, la noche antes de
partir en barco, se la había llevado a su
habitación del hotel St. Louis. Él mismo
le había dado la cena con una cuchara, y
ante la desaprobación de la niñera, se la
había llevado a dormir a su cama. Sabía
que Dolly se pondría furiosa con él por
que dársela toda la noche, pe roño le
importaba. La estrechó contra su pecho
en la oscuridad, y cuando antes del
amanecer oyó el fuerte golpe en la
puerta de su habitación abrió los ojos y
la vio sonreír. Había estado esperando
que él se despertara y se echó a reír con
un chillido, completamente feliz.
Ahora, en la galería barrida por el
aire frío, mientras miraba hacia el lejano
río que ya no se podía distinguir en las
tinieblas, la imagen de Anna Bella se
abrió paso entre su dolor. Vincent vio
aquellas adorables y redondeadas
mejillas, la cintura delicada, los
pequeños dedos manejando la aguja a
través del paño. Mon Dieu, no entendía
la vida. Los modelos no le servían
porque no confiaba en ellos. Se frotó los
ojos. Volvería a casa de madame lisie
antes del fin de semana, ya se le
ocurriría alguna excusa. Era como si la
dulzura de esa niña negra se mezclara
con el cargado ambiente de muerte que
pesaba sobre él, como las flores junto al
ataúd. Pero él ya no podía hacer esa
distinción;
sólo
veía
aquellos
crisantemos ya Anna Bella bajo un rayo
de sol, cosiendo a solas en una
habitación vacía.
En ese momento salió Aglae a la
galería. Vincent se sintió extrañamente
conmovido al verla llegar. Llevaba un
vestido de cuello alto que la brisa batía
en torno a sus tobillos. Se quedó en
silencio un rato, como si supiera que él
prefería estar solo. Luego se dio la
vuelta y le miró ales ojos.
Del dormitorio salía un hilo de luz
que caía justo sobre ella, suficiente para
verlo todo aunque no con claridad.
—Cualquier muerte es dura, Vincent.
Y la peor es la muerte de un niño
inocente.
Él apartó la cara, sin aliento.
—Mon frère —prosiguió ella—,
aprende de tus errores. —Entonces lo
besó y lo dejó solo.
Nunca supo a través de qué
intrincado conducto había recibido
Aglae la noticia, ni qué era exactamente
lo que sabía. Era impensable que se lo
hubiera dicho Philippe, de eso no había
dudas. Vincent y Aglae jamás volvieron
a hablar del tema, pero a veces, en las
semanas siguientes, cuando ella le
preguntaba si se cuidaba en Nueva
Orleans, si no tenía una agenda
demasiado apretada, si no llegaba a casa
demasiado cansado, Vincent tenía la
impresión de que le estaba dirigiendo
una súplica, y volvía a oír aquella
advertencia: «Aprende de tus errores».
Él la tranquilizó de inmediato, sin
evasivas. Necesitaba ver de vez en
cuando las luces de la ciudad, le costaba
adaptarse, después de los meses en el
extranjero, a la rutina del campo. A
veces se redimía renunciando a su plan
de ir a ver a Anna Bella para quedarse
leyendo cuentos a sus sobrinos junto a la
chimenea. Permanecía hasta muy tarde
en la biblioteca, dejaba a su cuñado a
solas con los placeres del alcohol, salía
temprano a montar por la orilla
embarrada del río y alzaba los ojos
hacia el cielo frío como quien eleva una
oración.
Bontemps nunca había sido tan
hermosa, tan rica.
Fue una pena la muerte de Laglois,
el viejo capataz, que había acontecido
en ausencia de Vincent. Pero ya tenía
sustituto y se acercaba la nueva cosecha,
y nunca habían sido las cañas tan altas,
tan gruesas, tan verdes. Inculcaría su
modo de hacer las cosas al nuevo
capataz. Estaba en casa de nuevo, salía
por la noche con una lámpara para ver
parir a su yegua favorita, paseaba por el
jardín florido tajo las brumas tempranas
y desayunaba una sopa espesa mientras
la cocinera, con su pañuelo blanco como
la nieve, le servía leche y le decía: «No
vuelva a dejarnos nunca, michie».
Meses más tarde Philippe le
señalaba, desde la ventanilla del
carruaje, la casa de Ste. Marie en la Rue
Ste. Anne. El vehículo se detuvo con un
chirrido, y a Vincent le dio un brinco el
corazón cuando volvió la cabeza. Al
principio no pedía creerlo. ¡Su cuñado
tenía una familia negra, y se lo estaba
diciendo como si tal cosa!
Al día siguiente, cuando se detuvo a
recoger a Philippe, vio los frutos de
aquella relación: el muchacho rubio de
piel de color miel que le miraba
fijamente con aquellos atrevidos ojos
azules. Tenía el pelo crespo como el de
los trabajadores del campo, pero del
mismo color que el de su padre. A
Vincent le ardieron las mejillas.
Él adoraba a Aglae. Philippe lo
sabía. Pero aun en el caso de que
hermano y hermana se odiaran, su
cuñado jamás tenía que haberle revelado
aquello, jamás debió mostrarle la casita
bajo la magnolia y aquel cuarterón de
ojos azules y bizarra belleza vestido de
domingo.
Era más de lo que Vincent podía
soportar. Había vuelto a Bontemps en
obstinado silencio. Por la noche, en la
biblioteca de la plantación, meditó las
promesas que había hecho ese mismo
día. Anna Bella Monroe era suya, pero
por Dios que esa relación terminaría con
honor y dignidad en el mismo momento
en que contrajera matrimonio, y mientras
atizaba el fuego le hizo este juramento a
una esposa sobre la que aún no había
puesto los ojos, a una mujer que ni
siquiera conocía. Una de sus
condiciones, le diría a madame Elsie,
era que la casa de Anna Bella no
estuviera en esa calle, no quería tener
que pasar por la Rue Ste. Anne.
—III—
C
uando Anna Bella le dijo a Marcel
que no le importaba «ese
hombre» no mentía, No se había
permitido fijarse en él porque estaba
convencida de que la vida que le ofrecía
era inmoral.
No era ésta una convicción religiosa
profunda, aunque Arma Bella era devota
de la Virgen y le rezaba novenas
especiales por cuenta propia. Ella
podría haber vivido sin los sacramentos,
y de hecho se estaba preparando para
vivir sin ellos. La mañana de domingo
que vio a Marcel no recibió la
comunión, pero tuvo la inquebrantable
certeza personal de que Dios seguía
oyendo sus oraciones. Seguiría yendo a
misa toda su vida, pasara lo que pasase,
y encendería velas a los santos por todas
las causas que pudiera imaginar.
Pero Anna Bella no había nacido en
el seno de la Iglesia católica, y en
momentos de auténtica angustia le
parecía demasiado artificiosa y extraña.
Era un lujo, como el encaje que había
aprendido a hacer o el francés que había
adquirido. Cuando recibió la oferta de
Vincent Dazincourt tuvo el firme
convencimiento de que el placage,
aquella vieja alianza entre un blanco y
una mujer de color, era una vida inmoral
y nociva.
Era una vida que había estado
viendo a su alrededor, con sus
promesas, sus lujos, sus ataduras. Había
visto mujeres altaneras y ostentosas de
dudosa reputación, como Dolly Rase y
su indómita madre, y mujeres orgullos as
y constantes como Cecile Ste. Marie.
Pero también había visto la inseguridad
y la infelicidad que tales relaciones
generaban. Nunca había imaginado vivir
ella de aquel modo.
Para Anna Bella, por encima de la
imagen de su infancia, brillaba la cálida
luz de una época anterior, cuando su
padre y su madre estaban con ella y
disfrutaban de sencillas comidas en
torno a la mesa y tranquilas
conversaciones familiares junto al fuego
de la cocina. Recordaba todavía algunos
detalles que le producían un placer
extraordinario: cortinas blancas y
almidonadas, muñecas de trapo con
vestidos de guinga y ojos brillantes. Su
madre podía cogerla con un brazo y
apoyársela en su cadera mientras con la
otra mano tendía la ropa. Anna Bella no
recordaba muy bien la muerte de su
madre. La habían mandado fuera a jugar,
y cuando volvió a la casa vio que habían
quitado la sábana del colchón y supo
que su madre se había marchado para
siempre. No recordaba el funeral ni la
tumba.
Las aristas de aquellos recuerdos
estaban limadas. Ella había sido
inocente en un mundo perfecto, de no
haber muerto sus padres, Emma y Martin
Monroe, estaba convencida de que ahora
no le estarían arrancando esa inocencia.
Pero ella estaba en la ventana de la
barbería cuando la bala alcanzó a su
padre, y lo había visto caer en la calle
con un borbotón de sangre en la cabeza.
Él había salido con su bata blanca de
barbero, diciéndole al cliente que estaba
en la silla; «Espere un momento».
Espere un momento. Anna Bella jamás
olvidó esas palabras. Tenía la
impresión, aunque seguramente no fue
así, de que el viejo capitán se la llevó a
Nueva Orleans esa misma noche y que
se detuvieron en una taberna junto al
camino donde ella se había puesto mala,
con fiebre, y había estado llorando. Solo
llevaba un vestido, con el que tuvo que
dormir, y había olvidado su preciosa
muñeca. No recordaba que nadie le
hubiera dicho nunca que el viejo capitán
era el padre de su padre, pero ella lo
sabía, como sabía también que él tenía
una familia blanca en aquellos parajes,
de modo que no podía llevársela
consigo.
Madame Elsie le dio ropa nueva y
un espejo de plata y cuando lloraba la
encerraba en la galería por la noche. Y
la malvada Zurlina, la doncella de
madame Elsie, le decía: «¡Cómete el
pastel!», como si estuviera malo, cuando
en realidad estaba bueno. Zurlina le
ataba el cinto demasiado fuerte y le
tiraba del pelo con el peine. «Mira qué
labios, mira qué labios más gordos —
decía sin aliento—, y esa nariz que
tienes, que te ocupa toda la cara». Ella
era una esclava mulata de rostro fino,
que arrastraba a Anna Bella por el
porche diciéndole: «No te ensucies el
delantal, no toques nada, estate quieta».
Pero por la noche, en la cama, Anna
Bella volvía las páginas de viejos libros
y canturreaba los himnos en latín que
había oído en la iglesia. Madame Elsie
le dio una muñeca vestida de princesa a
la que ella se dormía abrazada en su
cama con colchón de plumas. El mundo
era
jabón
aromático,
vestidos
almidonados. Madame Elsie aparecía
junto a su cama en la oscuridad con una
vela. «Ven a leerme, niña, ven a
leerme», decía arañando el suelo con su
bastón. Luego se dejaba caer en un lado
de su gran cama, con la bata de franela y
festones de encaje hundida sobre su
pecho enjuto, tan agotada que al parecer
no podía ni cubrirse el regazo con las
mantas. «¿Ves esta niña? —le decía
sosteniendo el retrato de una mujer
blanca en un óvalo de porcelana—. Pues
es mi hija, mi niña». Entonces suspiraba
con un temblor de las aletas de la nariz y
movía la trenza gris que le colgaba a la
espalda. «Ven, niña». Metía a Anna
Bella en la cama y se quedaban
dormidas.
Los huéspedes blancos la cogían en
brazos, le ponían monedas en la mano,
le compraban caramelos en la ciudad. El
viejo capitán subía las escaleras con
gran estruendo gritando: «¿Cómo está mi
pequeña?», y Zurlina susurraba criando
le cepillaba los largos cabellos negros:
«¡Mira qué boca de negra!».
Estaba siempre ocupada. Aprendía
francés de los niños vecinos, incluso del
presumido Marcel Ste. Marie siempre
bien vestido para la misa del domingo.
Marcel pasaba con expresión solemne
para enterrar un pájaro muerto que había
encontrado en el patio. También
estudiaba con el señor Parkington, el
borracho de Boston que no podía pagar
sus facturas de otra forma. Claro que
nunca estaba borracho por las mañanas.
A ella le gustaba hacer encaje y le
encantaba cuando venían madame
Louisa y madame Colette y le enseñaban
los patrones grabados en papel. En los
abultados bolsos llevaban las agujas y el
hilo.
Le leía poemas a madame Elsie y
aprendía a caminar de un lado a otro del
camarín con un libro en la cabera. Al
profesor de Boston le dio un infarto en
su cama.
Una tarde, después de terminar el
encaje de un cuello, salió al jardín y se
encontró con el presumido de Marcel,
sentado en el escalón con las manos
sobre las rodillas. Estaba observando el
juego de pelota que se desarrollaba en
la calle, y sus ojos azules llameaban
bajo el ceño de sus cejas rubias. Cuando
ella le preguntó, él dijo que alguien
había hecho trampa sin que nadie se
diera cuenta, y que él no pensaba
«degradarse» otra vez con el juego. Ella
entendió lo que le decía, aunque nunca
había oído aquella palabra. Conocía
perfectamente la maldad de los niños,
nadie tenía que explicársela, «No
juguéis con Anna Bella, no vamos a
jugar con Anna Bella. ¡Anna Bellaaaa!
¿Dónde están tu padre y tu madre?
Bueno, puede que esté con madame
Elsie, pero no es la hija de madame
Elsie».
—Entra —le dijo a Marcel—. Entra
a hablar conmigo.
Él movió sus ojos azules. Era muy
presumido, aunque ni la mitad que su
hermana blanca. Pero lo cierto es que se
levantó, se sacudió los pantalones y
accedió a entrar. Ella le sirvió té como
una dama inglesa y le escuchó
sorprendida, con las manos en el regazo,
mientras él hablaba de tesoros
enterrados y de los piratas del mar
Caribe.
—Yo sé mucho de esas cosas —dijo
Marcel alzando las cejas—. He oído
hablar de esos piratas, Solían tomar por
asalto esta ciudad, por eso hay agujeros
de bala en las paredes.
—Es curioso —respondió ella
riendo—, es como lo que estaba leyendo
en este libro. ¿Lo ves? —Lo cogió de la
estantería—. A veces pienso que a mí
me trajeron aquí los piratas, y que algún
día volverán.
Más adelante se reirían de ello.
¡Marcel no sabía nada de los bucaneros!
La escuchó estupefacto mientras ella
pasaba las páginas de Robinson Crusoe,
poniendo voces distintas para cada
personaje. A veces gritaba.
—¡Toma, toma y toma! —exclamó
Marcel, enseñándole cómo manejar la
espada. Madame Elsie masculló algo
desde la puerta, pero él había sido
mortalmente herido en el corazón
(superado en número por sus enemigos)
y cayó muerto.
En los años siguientes ella le
esperaba todos los días, y si a las cuatro
y media no había llegado, dejaba a un
lado el encaje para preguntar
desconcertada: «¿Pero dónde está
Marcel?». Él le llevaba dibujos, que
coloreaban entre los dos, y le enseñaba
a hacer cosas muy especiales con el
lápiz: lograr que los pliegues parecieran
real es, dibujar caras, dibujar patos.
Marcel le leía los periódicos en francés,
y una vez se escaparon para ver una
ejecución en la Place d'Armes, tras lo
cual quedaron los dos castigados en sus
respectivas casas, pero él le envió una
nota a través de su hermana Marie.
Anna Bella no podía decir con
precisión cuándo había dejado de ser
Marcel su amigo de esa época dorada y
asexual que fue la infancia. Ella, como
tantas otras chicas en aquel tórrido
clima tropical, podía haber tenido hijos
a los doce años. Anna Bella le amaba.
Él atizaba una hoguera encendida en la
calle y hablaba del fin del mundo con el
resplandor de las llamas en sus ojos. En
verano se quedaban juntos en el patio a
oscuras mirando las estrellas.
—¿Crees que estaremos así cuando
llegue el fin del mundo? —preguntó ella
abrazándose nerviosa.
—¡Yo creo que el mundo terminará
mientras
vivamos!
—dijo
él
triunfalmente—.
Tú
y
yo
no
conoceremos la muerte.
El día de su primera comunión,
Marcel se quedó sentado muy quieto
entre todo el bullicio, y más tarde le
dijo:
—Tenía a Dios en el corazón.
Ella agachó la cabeza y respondió:
—Ya lo sé, ya lo sé.
¿Había en todo eso algún motivo de
risa? ¿Era risible el muchacho que
acudió el año anterior y estuvo
caminando inquieto por el salón? ¿Era
risible el muchacho que le leía los
periódicos y la escuchaba con tanta
atención cuando ella confesaba aquellos
recuerdos de la infancia, por ejemplo
cómo el barbero negro de aquella
pequeña ciudad, su padre, la levaba a
hombros por la calle mayor hasta la
barbería?
—Todos aquellos hombres ricos
tenían una brocha de afeitar con su
propio nombre. Mi padre llevaba una
bata blanca. Era una barbería muy
limpia. —Anna Bella apoyó la espalda
en la pared—. A veces me gustaría
volver a aquella ciudad, caminar por
aquella calle.
—Yo te llevaré, Anna Bella.
—Me gustaría volver a ver la
barbería de mi padre. Me gustaría
volver allí, a donde lo enterraron… —
suspiró, cogiéndose los brazos.
Anna Bella le quería. Ella quería.
Incluso se lo declaraban mutuamente,
pero sus palabras tenían un tono
virginal, algo que poseía una nobleza
propia y trascendía lo que los adultos
querían decir con esa misma
manifestación. Los adultos degradaban
estas declaraciones con besos y abrazos.
Una vez, apoyada en la barandilla de la
galería, bajo las estrellas, pensó:
«Marcel me quiere por mí misma. ¡Y
eso no basta!».
Pero él todavía era un niño, a pesar
de los chalecos, el reloj de bolsillo y
los largos sueños que contaba sobre
París, la Sorbona, las casas a orillas del
Sena. Le faltaba tiempo, se decía Anna
Bella, hasta el día que Jean Jacques
murió mientras dormía.
Esa noche fue un joven el que acudió
a ella derramando su pena, fue el miedo
de un hombre lo que ella vio, el primer
contacto de un hombre con la muerte.
Mientras pasaban las horas hacia la
medianoche, fue un hombre, agotado y
transido de dolor, el que le dijo con voz
suave y pensativa:
—¿Sabes, Arma Bella? Si yo no
hubiera nacido rico, él podría haberme
enseñado el oficio de carpintero…
Habría aprendido a hacer piezas tan
bien como él… Y habría sido feliz con
eso toda mi vida.
Pero el suyo debía ser el futuro de
un hombre acomodado. ¿Cómo podía
ella decirle que le dolía el alma al
pensar que la abandonaría, al saber que
algún día se marcharía? Luego llegó el
momento en que sus labios se tocaron y
Marcel, adormecido, mitigada su pena
por el vino, la miró con fuego en los
ojos, como si la viera por primera vez.
Él la amaba, la amaba con aquel
sentimiento nuevo y perturbador con el
que ella le quería desde hacía tanto
tiempo. Y madame Elsie lo había visto
todo a través de la rendija de la puerta.
En los meses siguientes madame
Elsie lo insultó, lo rechazó, pero Amia
Bella estaba segura de que todo se
arreglaría. No fue así.
Lo veía en las calles con el ceño
fruncido y un montón de libros
encuadernados en piel bajo el brazo.
Den la Place d'Armes, en una ocasión en
que Marcel estaba de pie, con las
piernas separadas, dibujando en la tierra
con un palo. Él volvía hacia ella un
rostro tenso durante la misa, parecía a
punto de hablarle, incluso allí, o de
dejar el banco para acercarse a ella,
pero nunca lo hizo. Sus piernas se fueron
alargando, su rostro perdió su Infantil
redondez y se le desarrolló una figura
angulosa, casi dramática, que llamaba la
atención.
Tero las semanas se sucedieron sin
que acudiera a verla, y pronto los meses
completaron el año. Al darse cuenta
desesperada de que lo había perdido, en
cierto modo mucho antes de lo previsto,
se abandonó una y otra vez a las
lágrimas. Habría huido entonces con él,
habría hecho cualquier cosa con él, pero
lo cierto es que no eran más que locas
ideas. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a
abandonar Marcel el cómodo mundo en
el que tenía un futuro tan brillante?
¿Cuándo fue la última vez que habían
estado juntos a solas? ¿Cuándo fue la
última vez que habían hablado? No, lo
había perdido, había perdido no sólo al
hombre que la había besado en el salón
sino al niño que había sido su mejor
amigo. No sabía cómo enfrentarse a
ello, pero al mismo tiempo comprendía
que su propia vida también estaba
cambiando sin que pudiera evitarlo.
Madame Elsie le hablaba en
susurros de los «salones cuarterones» y
fruncía el ceño cuando salía el tema de
un marido de color, cosa que a ella le
disgustaba. «Eso es para la gente
vulgar», decía, y dejaba a Anna Bella
levantada por la noche para abrir la
puerta a los «caballeros». «Mi alquiler
es de treinta dólares al mes —decía con
los parpad os en tornados y enseñando
sus fe os dientes amarillos—. ¡Mis
caballeros son los mejores!». Llegaron
cartas del cura de la parroquia del viejo
capitán diciendo que ya no se
recuperaría de su cadera rota y
probablemente no volvería a ver a Anna
Bella.
A veces pensaba en los hijos de las
viejas familias de las gens de couleur,
familias que había conocido durante un
tiempo cuando todavía estudiaba con las
carmelitas. Pero el mundo de es as
familias era remoto y selectivo, y ella
era hija de esclavos libres. No la
invitaban a sus casas, ni siquiera a jugar
cuando era muy pequeña. Aun así, a
Anna Bella le daban miedo los negros
libres que la rodeaban, hombres como
su padre, que habían comprado su
libertad y aprendido un oficio. Eran los
hombres que venían a enyesar las
paredes, que empapelaban el salón o
que en las pequeñas tiendas que
flanqueaban la Rue Royale le probaban
unas botas nuevas o atendían su pedido
de cuatro nuevos grabados para las
mejores habitaciones del piso superior.
Hombres buenos con dinero en los
bolsillos que se quitaban el sombrero
ante ella después de misa y la llamaban
mamzelle. ¿Por qué le daban miedo?
¿Porque ella vestía muy bien, hablaba
muy bien, se comportaba como una
dama, era atendida por el peluquero
todos los sábados por la tarde y se había
acostumbrado a dirigir una servidumbre
de esclavos?
Una noche, ya tarde, estaba a solas
en el salón de la casa, temiendo el
momento en que sonara el timbre y
tuviera que recorrer los pasillos con un
blanco
desconocido
que
podía
susurrarle cosas con una irritante
familiaridad que ella debía ignorar. Se
le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Qué
era lo que quería?, se preguntó. ¿Cuáles
eran las alternativas? ¿Tenía alguna
elección? La respuesta se le escapaba.
Se veía presionada y no tenía las cosas
claras. Sólo podía pensar en las trampas
que le aguardaban. Estaba desvalida y
necesitaba tiempo.
El hecho de que Marcel la hubiera
abandonado tan radicalmente le
producía enfado y amargura. Tal vez era
una lección, tal vez la vida estaba llena
de lecciones similares. Las personas te
van abandonando una a una, para
siempre, a lo largo del camino: tu
madre, tu padre, el viejo capitán y tu
único amigo.
Luego sucedió aquello en el pasillo
de los Mercier, junto a la puerta de la
habitación donde yacía muerto el inglés.
No hubo duda entonces de que Marcel la
amaba, y que era precisamente su amor
por ella lo que le mantenía alejado.
Anua Bell a lo supo incluso cuando él la
maldecía, y supo también que jamás
volvería.
Después
le
resultó
inconcebible haberle abofeteado, y esa
noche, a solas en su habitación, había
conocido la angustia más profunda de su
vida. No le importó que madame Elsie
la sacudiera cuando volvió a casa, la
acusara de «mujer fácil» y declarase que
monsieur Vincent Dazincourt había
estado preguntado por ella y se había
vuelto al campo decepcionado.
En la mesa había flores de monsieur
Vincent y una botella de perfume
francés. Monsieur Vincent tenía familia,
fortuna,
buenos
modales,
había
cortejado y había abandonado a la
hermosa Dolly Rose.
—¡Quería verte! —gruñó madame
Elsie dando un portado.
Los días siguientes fueron un
infierno. Anna Bella tenía que ver a
Marcel Había cometido la insensatez de
acudir a la pequeña fiesta de
cumpleaños de Marie Ste. Marie, donde
fue testigo de la amarga discusión entre
Dolly Lose y su madrina, Celestina, y
supo la traición de que había sido objeto
michie Christophe en su aturdimiento.
Había vuelto a casa al borde de las
lágrimas y se había encontrado de
bruces con monsieur Vincent en el
vestíbulo. No quería hablar con él, no
quería, hablar con nadie y le dio la
espalda, casi con grosería.
Pero él, todo corrección y buenos
modales, le estaba di rigiendo en voz
baja un cumplido, le estaba diciendo que
acababa de enterarse de los cuidados
que había prodigado al desdichado
inglés que había muerto en la casa del
maestro. Era una mujer admirable, le
decía, y había sido muy generosa al
encargarse ella misma del enfermo. Sí,
él había conocido al inglés en París y le
había visto una o dos veces aquí en
Nueva Orleans antes de su muerte.
Desde luego había oído muchos elogios
de Christophe, el maestro que ahora
estaba en deuda con Anna Bella.
Al oír esas palabras, ella se volvió a
mirarle, incapaz de seguir conteniéndose
ni de reprimir el llanto.
—¡Michie, el profesor tiene
problemas! —sollozó—. Está loco
desde que murió el inglés porque cree
que es culpa suya. Se ha enredado con
Dolly Rose, con esa ruin Dolly Rose, y
ella tiene un caballero, el capitán
Hamilton, que volverá de Charleston y
lo descubrirá todo esta misma tarde.
Anna Bella cometió una imprudencia
en ese momento. Sabía que una
muchacha decente, ya fuera blanca o de
color, no podía hablarle a un hombre de
esa forma, pero no cayó en la cuenta.
¿Se había degradad o a sus ojos? No le
importaba. Monsieur Vincent conocía a
Dolly, se había peleado con ella, mucha
gente se lo había contado a Anua Bella.
—Ella no trae más que problemas a
los hombres de color, michie —exclamó
ahora suplicante—. Es la mujer más
mala que he conocido.
Jamás olvidaría la seriedad de la
expresión de Vincent cuando le cogió las
manos, la inmediata comprensión en sus
ojos.
—No te preocupes ni un momento
más —dijo en un susurro mientras se
acercaba a la puerta—. Quédate
tranquila, yo me encargaré de todo.
No volvió a verlo hasta la tarde
siguiente. Acababa de subir las
escaleras y vio que él la observaba
desde la puerta de su habitación.
—No tienes que preocuparte más
por el maestro —le dijo muy serio—. El
único problema que tiene alora es su
dolor.
—¡Oh, michie! —Anna Bella sonrió
sin aliento, totalmente confiada. Él se
acercó en silencio, con las manos en les
costados. Tras él, la cama de un blanco
níveo con sus finos cortinajes parecía
una nube bajo el sol de la tarde. La
figura de Vincent se recortaba oscura
contra ella, excepto por su cara blanca,
sus manos pálidas. Pero algo Harneaba
en sus ojos negros. Anna Bella se detuvo
desconcertada, y se dio la vuelta muy
despacio y cerró la puerta.
Esa noche Vincent le dijo a madame
Elsie que quería hablar con Anna Bella,
y ésta se sorprendió al verlos entrar en
su pequeño saloncito particular.
Madame Elsie asintió con la cabeza y se
retiró.
A continuación siguió un discurso
tan velado, tan formal, que por fin él se
interrumpió, frustrado.
—Lo que yo tenía pensado era un
piso —murmuró vuelto hacia la ventana
y de espaldas a Anna Bella, que justo en
ese momento comenzaba a comprender y
lo miraba con ojos asombrados—. Me
encantaría tener uno de esos pisos de la
Rue Royale, con altos ventanales y
plantas en la ventana o en un macetero
de mármol. Siempre me han gustado
esas ventanas con las cortinas de encaje
abiertas y plantasen maceteros de
mármol. ¿A ti te gustan? —Se volvió
hacia ella con expresión franca,
inocente. Parecía un niño.
—Sería encantador, monsieur.
—Pero madame lisie insiste en que
alquile una casa pequeña. Por supuesto
no pondré ninguna objeción a que la
casa esté a tu nombre. Illa conoce una
casita… Si quisieras ir a verla…
Anna Bella lloraba, con los dedos en
las sienes. Vincent se conmovió.
—Tengo que irme ya. Debo volver
al campo —murmuró—. No volveré
hasta noviembre, después de la cosecha.
Puedes darme tu respuesta entonces. Si
la respuesta es no, no volveré a
molestarte. No me volverás a ver.
—Sí —susurró ella entre lágrimas,
asintiendo con la cabeza—. Déjeme
pensar, monsieur. —No logró hacerle
ningún cumplido, ni siquiera podía decir
adiós, Estaba pensando en Marcel, y una
llavecita había girado en su cabeza.
El día que se marchaba del jardín de
Marcel le dolió la mirada de monsieur
Philippe, y al llegar a casa empeñó toda
su alma en una difícil decisión.
Vincent estaba desayunando con
unos amigos en el gran comedor, y sólo
se levantó para reunirse con ella en el
salón de la casa de huéspedes cuando es
tuvieron a solas. Era a hora en que los
esclavos cambiaban los manteles de
lino, barrían el pasillo y comenzaban los
preparativos para la comida del
domingo, la más suntuosa de la semana.
Vincent cerró las puertas. La lluvia de
noviembre inundaba el callejón junto a
la casa, y todas las ventanas estaban
empañadas, de modo que parecían
aislados en la pequeña sala. Vincent
cedió inmediatamente y la tranquilizó
con un respetuoso murmullo. Por el
gesto de Anna Bella, y su cabeza gacha,
había deducido que la respuesta era
negativa.
—¿Será usted bueno conmigo,
monsieur? —susurró ella, dándose la
vuelta de pronto.
—Ma belle Anna Bella —susurró
él, acercándose, Anna Bella sintió en
sus dedos vibrantes el primer destello
de la pasión que siempre le había
animado—. Ma belle Anna Bella —
repitió, acariciándole la mejilla—.
Dame la oportunidad de demostrártelo.
—IV—
M
arie lo amaba. Marie lo amaba.
Marie lo amaba a él, no a
Fantin Roget, que le había llevado flores
esa misma tarde, ni a Augustin Dumanoir
que de nuevo, y en vano, la había
invitado al campo, ni siquiera a
Christophe, a Christophe, sí, que se
presentaba en las veladas con
sorprendente frecuencia, siempre con
algún regalito para las tías, que
contemplaba a Marie como quien
contempla una obra de arte y se
inclinaba con una pose muy peculiar a
besarle la mano. No, Marie lo amaba a
él, a Richard Lermontant, y no era un
sentimiento impulsivo, no era un
sentimiento
pasajero,
no
estaba
sometido a cambios. Richard atravesaba
la bulliciosa Rue Royale como en un
sueno, vagamente molesto por el tráfico,
vagamente molesto por la insistencia de
Marcel que una y otra vez le tiraba del
brazo.
—¿Pero
ni
siquiera
tienes
curiosidad? ¡Imágenes reales de cosas y
personas tal como son! ¡Pero si es el
invento más maravilloso que ha venido
de París! Sólo en París podía haberse
producido un milagro así. Te aseguro,
Richard, que esto va a cambiar el curso
de la historia, el mundo…
—Pero, Marcel, no tengo tiempo —
murmuró Richard—. Ya debería estar en
la funeraria. Y, francamente, eso de
quedarme sentado y quieto durante cinco
minutos con una abrazadera en la
cabeza…
—Pero para ver a Marie sí que
tenías tiempo, ¿no? —Marcel señaló una
puerta junto a la que había un pequeño y
sucio gablete con un ornamentado cartel:
PICARD, MAESTRO
DAGUERROTIPISTA
Miniaturas en cuatro
tamaños
Primer piso
Richard se detuvo a mirar la
pequeña colección de retratos en
exposición, en realidad todos ellos
monstruosos. La gente miraba fijamente
desde el fondo plateado como si
estuviera muerta.
—No, no veo ninguna razón para…
—Se dio la vuelta decidido,
encogiéndose de hombros.
Marcel apretó enfadado los labios y
escrutó el rostro de Richard con cierta
desesperación.
—Ya nunca hacemos nada juntos.
Nunca nos vemos, no vienes a la escuela
más que dos días a la semana.
—Eso no es verdad —respondió
Richard, con la voz suavizada por la
intensidad del tono—, nos vemos
continuamente. —Pero lo dijo sin
convicción. Lo que acababa de decir
Marcel era cierto, y Richard no sabía
por qué se estaban distanciando—. Oye,
ven a cenar a casa conmigo, anda. Hace
semanas que no vienes a casa.
—Si me acompañas ahora —dijo
Marcel—. Richard. —Ladeó la cabeza
prolongando su nombre—. Riiiichard, ¿y
si te dijera que la semana pasada traje
aquí a Marie y que le han hecho un
hermoso retrato? Claro que no será ella
la que sugerirá que os los
intercambiéis… —Alzó las cejas con
una sonrisa, sacudiendo ligeramente la
cabeza—. ¡Venga! —Echó a correr por
la escalera de madera y Richard suspiró
y fue tras él. Un retrato de Marie. Ella ni
lo había mencionado… Pero no, seguro
que no, desde luego que no, no se lo
había podido dar a ningún otro.
—Lo que más rabia me da —dijo
Marcel, mirando hacia atrás en el
descansillo— es que esto no te interesa.
Es increíble que no sientas curiosidad,
que ni siquiera quieras ver la cámara
con tus propios ojos.
Richard no se molestó en contestar.
Ya habían mantenido aquella misma
conversación dos años antes, sólo que
entonces versaba sobre muebles y
escaleras. ¿Ni siquiera tienes curiosidad
por saber cómo se hacen, cómo se unen
las piezas de madera, cómo se lacan
para lograr la belleza de la superficie?
¡No!, respondió entonces encogiéndose
de hombros, y ¡NO! respondía ahora, De
pronto, en el segundo tramo de
escaleras, se detuvo conteniendo el
aliento.
—¡Mon Dieu!
—Venga, venga, sólo son los
productos químicos —dijo Marcel con
impaciencia, y subió corriendo a la sala
de espera seguido de Richard, que
recibió una bocanada de aire caliente y
fétido y se puso de inmediato el pañuelo
en la nariz. Era una sala fea: había una
ridícula alfombra sobre el suelo mal
pintado, y las pocas sillas eran
evidentes vestigios de una jasada
decoración más armónica. También en
las paredes había daguerrotipos, todos
de gente muerta excepto una imagen
notable de una iglesia, con bellos
detalles, que le sorprendió y le atrajo.
Marcel fue directamente a cogerla de la
pared.
—¡Marcel! —susurró Richard.
Pero el daguerrotipista ya había
asomado la cabeza por la cortina de
terciopelo. Era un francés de pelo
blanco, piel muy sonrosada y anteojos
octogonales.
—Ah, eres tú —le dijo a Marcel—.
Debí imaginarlo.
—Si quiere puede empezar a
preparar media placa para mi amigo,
monsieur —replicó Marcel, pero estaba
tan absorto mirando la imagen que las
últimas
palabras
resaltaron
incomprensibles.
Era de la catedral de St. Louis,
tomada desde el centro de la Place
d'Armes. Richard, que la miraba por
detrás de Marcel, estaba impresionado.
Todos los detalles eran de una claridad
extraordinaria, desde los adoquines de
la calle a las briznas de hierba de la
plaza o cada una de las hojas de los
árboles.
—¿Lo ha hecho usted, monsieur? —
Le preguntó Marcel.
—¡No! —se oyó la enojada réplica
detrás de la cortina—. Es de Duval, y
necesitó por lo menos veinte placas para
hacerla.
—¡La compro! —Marcel fue tras él.
Richard se apretó el pañuelo en la cara
y entró con cautela en el estudio. El
hedor de los productos químicos le
estaba mareando. Por las ventanas sin
cortinas entraba una luz, deslumbrante
que iluminaba un suelo desnudo, al
fondo del cual había un pequeño
escenario como para una representación,
con una silla, una mesa y un tablero
empapelado detrás, y el cortinaje
suficiente para sugerir una ventana
donde no la había.
—¿Y qué te podría pedir por él? —
masculló Picard, el daguerrotipista,
mientras limpiaba el vaho de las
ventanas—. Con la cantidad de
productos que empleo en ella, no tiene
precio. —El calor del rugiente horno
acumulaba el sudor en su cabeza calva.
—¿Y monsieur Duval? ¿Está aquí?
¿Querría venderlo? —preguntó Marcel,
caminando nervioso en círculos con el
daguerrotipo en la mano—. Siéntate
aquí, Richard —dijo de repente
señalando la silla tallada. En ese
momento surgió una voz desde detrás de
una pequeña tienda de muselina negra.
—Sí, estoy aquí, Marcel. No lo
vendo.
—Esta calidad sólo se alcanza en
uno de cada mil —le dijo Marcel a
Richard, enseñándole de nuevo la
imagen mientras su amigo se sentaba. Se
iba a poner malo, sí no por los
productos químicos por el calor—.
Quiero decir que la mayoría son simples
imágenes, pero ésta es más que una
imagen…
—Y veinte placas para hacerla —
repitió Picard.
Pero Marcel, como movido por un
resorte, había dejado el daguerrotipo
apoyado contraía pared sobre una mesa
de trabajo y se acercaba al pequeño
recinto de muselina del que acababa de
surgir la voz.
—Monsieur —le dijo—, ¿puedo
entrar?
Una risa surgió de dentro.
—Pasa.
—Tu amigo está loco por los
daguerrotipos
—dijo
el
viejo,
tendiéndola mano hacia el hombro de
Richard para ajustar la cortina de
terciopelo. La silla se le quedaba a
Richard pequeña, y tuvo que estirar las
piernas hasta el borde del escenario—.
Cada pocos días me trae un nuevo
cliente.
—Monsieur, ¿no podría abrir una
ventana, aunque fuera una rendija?
—Lo
siento,
muchacho,
es
imposible, por la humedad. Pero yate
acostumbrarás. Tú respira hondo y
apoya la cabeza en la abrazadera. No
tardaremos mucho.
—¿Cinco minutos? —Richard hizo
una mueca y al quitarse el pañuelo de la
cara se le revolvió el estómago.
—Eso era el año pasado, muchacho.
Cuarenta segundos como mucho —
contestó Picard—. Un precio muy bajo
para una obra de arte.
—Ah, entonces usted cree que eso es
arte —sonó la voz de Marcel tras la
muselina negra. De nuevo se oyó la risa
de Duval, el hombre invisible.
—¡Ya te he dicho que es un arte, a
veces! —señaló Picard blandiendo un
dedo con gesto didáctico—. Ya te lo he
dicho: a veces, cuando un hombre no
tiene nada mejor que hacer que destruir
todas las placas que no cuenten con su
aprobación personal o quedarse dos
horas en la Place d'Armes dando un
espectáculo para lograr una imagen de la
catedral de St. Louis con la luz
adecuada. Pero no cuando uno tiene que
vestirse y, comer, entonces no es un arte.
—Se acercó a la cámara, y Richard la
observó por primera vez, Era una caja
de madera sobre un adornado pedestal
de tres patas.
—Arte, arte —murmuró Picard—,
cuando los clientes se quejan todos los
días de que se los saca precisamente tal
como son. Váyase a un pintor, les digo
entone es… si tiene dinero para pagarlo.
—La
cámara
era
grande.
El
daguerrotipista ajustó una apertura que
tenía delante, en la que se veía el brillo
del cristal. Le dio a una manivela del
trípode para subir la cámara y luego,
mirando con manifiesta irritación al
muchacho alto de la silla, cogió todo el
artefacto para echarlo hacia atrás.
¿Y si saliera medio decente y se lo
pudiera dar a Marie? A lo mejor no
salía como un cadáver, pensaba Richard.
En ese momento sintió la más profunda
vergüenza. Jamás, jamás se lo daría si
mostraba la más remota relación con su
profesión. Se volvió a llevar el pañuelo
a la boca y contuvo el aliento.
Detrás del recinto de muselina,
Duval, un enjuto criollo blanco vestido
con un ajado abrigo, susurraba
confidencialmente a Marcel:
—Pero no digas las proporciones.
Me da la impresión de que eso influye
en todo, y no quiero que se sepa…
—Claro que no —respondió Marcel,
con los ojos fijos en la placa que Duval
acababa de coger del primer baño
químico para meterla en el siguiente—.
No se lo diré a nadie.
La luz entraba por las junturas de la
tienda y centelleaba en los bordes
sueltos de la tela.
—Y te contaré otro secreto —
susurró Duval con los ojos tan abiertos y
atentos como los de Marcel—. Con un
poco de grasa cuando pulo la placa,
sebo simplemente, sebo de la carnicería,
consigo un efecto definitivo.
—¿No ha pensado nunca en abrir su
propio…?
—¡Shhhh! —El hombre blanco
sonrió a Marcel y se inclinó de pronto,
intentando contener la risa y moviendo
rápidamente los ojos para señalar a
monsieur Picard, al otro lado de la tela
—. A su tiempo —dijo en silencio, sólo
con los labios—. A su tiempo.
Marcel le miraba con manifiesta y
marcada admiración, como solía mirar a
Christophe.
—Déjeme tomar la imagen —dijo de
pronto—. Sólo por esta vez.
—¡No! —se oyó la voz de Picard—.
Vas demasiado deprisa, jovencito.
—Pero, monsieur. —Duval salió
apartando la cortina y metió rápidamente
la placa en la cámara—. ¿Por qué no le
deja? —El rostro de Duval era joven y
atractivo, con ese encanto que gana
simpatías, y unos buenos modales que
daban un cierto brillo a sus palabras—.
En realidad lo importante es la
preparación y lo que pasa después. Y,
bueno, además nos trae muchos
clientes…
Picard alzó las manos al cielo.
Marcel se acercó triunfal a la
cámara, entornó los ojos y miró a
Richard de tal forma que su amigo se
exasperó. Marcel lo miraba como un
loco. Richard no podía saber que
Marcel estaba desenfocando la vista a
propósito para poder ver la escena que
tenía delante en términos únicamente de
luz y sombras. Su confusión llegó al
límite cuando Marcel se acercó de un
brinco y arrancó la pesada cortina de
terciopelo. De esta forma el perfil del
abrigo negro de Richard se recortaba
perfectamente contra el papel de la
pared, y su rostro de tono aceitunado,
enmarcado por su pelo negro azabache,
cobraba también una nueva claridad.
—No, no te sientes tan rígido —dijo
Marcel con voz suave, más despacio de
lo habitual—, relájate, los ojos, los
párpados… Y piensa. Piensa en lo que
te parezca más hermoso del mundo —
seguía diciendo con expresión de total
concentración—. ¿Ya lo tienes? Bien,
pues ahora no me estás viendo a mí.
Cuando empiece a contar estarás viendo
eso tan hermoso que te calma y te
sosiega. Uno, dos, tres…
En el camino de vuelta a casa de los
Lermontant, Marcel no dejaba de
detenerse a observar los resultados. Se
paraba de pronto mientras Richard
apretaba los labios exasperado, y abría
el envoltorio para mirar fijamente la
pequeña placa.
—Horrible, horrible —murmuraba
con perfecta sinceridad ante aquel
retrato que había dejado a Richard
agradablemente sorprendido, incluso
halagado, un retrato que ardía en deseos
de dar a Marie, a pesar de su inveterada
modestia. El de ella lo pondría junto a
su cama, no, debajo de la almohada,
para que nadie lo viera. No, en su baúl.
—A ella le parecerá bien —comentó
Richard encogiéndose de hombros.
Tenía los pies entumecidos por el frío de
diciembre. Además estaba hambriento, y
llegar tarde a cenar era un pecado
mortal en casa de los Lermontant.
—Me he pasado en la exposición —
suspiró Marcel—. Debí preguntar a
Duval antes de empezar a contar, debí
parar cuando me lo dijo.
Richard se echó a reír. No
comprendía la importancia que Marcel
daba a la más ligera tarea o experiencia,
y a veces sentía un vago alivio al vivir
ajeno a aquellos altos y bajos.
—Cuando veas la placa que le hizo
Duval a Marie lo comprenderás. —
Marcel cerró el envoltorio por séptima
vez y se lo dio a Richard—. Oye, si
quieres que te diga la verdad,
últimamente no haces caso de nada que
no tenga que ver con Marie.
—Venga, no seas tonto —le replicó
Richard—. Si quieres que te diga la
verdad, eres demasiado joven para
comprenderlo.
Marcel le dedicó una sonrisa tan
acida que Richard se sintió un poco
herido.
—Richard, lo que tú sabes de las
mujeres cabe en un dedal. Yo te acabo
de llevar a ver uno de los mejores
inventos de la historia de la humanidad,
y tú no has prestado lamas mínima…
—Exageras
—le
interrumpió
Richard mientras giraban por la Rue St.
Louis. La casa estaba justo delante—.
Siempre exageras, y crees que todo lo
que venga de París tiene que ser
maravillo so. ¡París, París, París!
—Marie, Marie, Marie —murmuró
Marcel. De pronto cogió la mano de
Richard—. ¡Mira!
Los dos se detuvieron. Un poco más
allá, justo delante de la casa de los
Lermontant, se había congregado una
pequeña multitud y se oían gritos.
Richard vio a dos hombres que se
estaban peleando mientras otros
intentaban separarlos. Uno de ellos era
Rudolphe, sin duda. Richard salió
disparado, y con sus largas zancadas
llegó a la escena antes que Marcel.
En el suelo yacía un hombre blanco
con el rostro desencajado en una mueca
de ira. Su chistera flotaba en el agua de
la cuneta. Mientras tanto LeBlanc, un
vecino blanco, agarraba a Rudolphe por
la cintura.
—¡Detenlo, Richard! ¡Detenlo! —
gritó LeBlanc—. ¡Que entre en la casa!
—Negro asqueroso —gritó el
blanco
mientras
forcejeaba
por
levantarse—. Maldito negro. ¡Llamaré a
la policía!
Por todas partes se abrían puertas, la
gente salía corriendo a las galerías.
Richard metió rápidamente a su padre en
el vestíbulo de la casa. Allí estaba el
grand-père, y tras él Raimond, el
marido de Giselle, que parecía
totalmente estupefacto. Richard y
LeBlanc obligaron a Rudolphe a entrar
en la sala principal. Marcel cerró la
puerta.
Giselle, histérica, estaba sentada
junto al fuego, con el sombrero medio
caído y la cara descompuesta y surcada
de lágrimas. Charles, su hijo pequeño,
se había echado a llorar.
—No quería dejarme en paz, me
seguía, no me dejaba en paz —sollozó
Giselle—. Yo intenté que dejara de
seguirme, que me dejara. Le dije que me
iba a mi casa. Sé suficiente inglés para
saber lo que me estaba diciendo, lo que
pensaba que yo era. —Se estremeció y
lanzó un chillido, con los ojos cerrados,
dando patadas en el suelo.
Rudolphe tenía el pecho agitado y le
manaba sangre de un corte en la sien.
Apartó a Richard y a LeBlanc de un
furioso empujón.
—¡Maldita basura yanqui! —bramó.
Entonces se volvió hacia Giselle—. ¡Y
tú! ¡Frívola estúpida! No podías esperar
que te acompañara tu madre, no podías
esperar que te acompañara tu esposo.
Tienes un hermano que mide dos metros,
pero no podías esperar que te
acompañara. Tenías que salir tú sola a
provocar por la calle moviendo las
caderas…
—¡Rudolphe! —exclamó madame
Suzette horrorizada—. ¡Por el amor de
Dios!
Pero Rudolphe estaba sacudiendo a
Giselle por los hombros.
—¡No me digas que no hiciste nada
para provocar a ese hombre! —Giselle
lanzó un chillido tapándose las orejas
con las manos.
Marcel estaba avergonzado, y
Raimond miraba la escena sin poder
hacer nada. De pronto, furioso, Richard
cogió a su padre por las solapas para
apañarlo de Giselle. Todo el mundo se
quedó petrificado.
—¡No le hagas eso! —dijo en voz
baja, aunque resonó como un clarín en el
silencio de la sala. Richard temblaba de
ira—. ¡No le hagas eso! ¡Ella no tiene la
culpa de como es esa gentuza! ¿Es que
no lo sabes? ¡Déjala en paz!
Rudolphe se quedó mirando aturdido
a su hijo hasta que Giselle, con un
gemido, salió corriendo de la
habitación. Rudolphe se soltó con un
gesto brusco y expresión ofendida,
volvió la cabeza despacio, con aire casi
estúpido, y se sentó en su silla a la
cabecera de la mesa. El vecino blanco
se excusó de inmediato ante madame
Suzette diciéndole que estaría «en la
puerta de al lado», y Raimond cogió al
pequeño Charles de la mano y subió las
escaleras en pos de Giselle.
Richard estaba en la ventana, de
espaldas a la sala, con los hombros
hundidos. Marcel se sentía abatido.
Quería a la familia pero no formaba
parte de ella y no podía hacer nada por
ayudar.
—¿Qué tipo de hombre era ése? —
La voz del grand-père rompió el
silencio. Se acercó despacio, como
dolorido, a su sitio en la mesa, con los
hombros encorvados bajo el abrigo que
siempre llevaba en invierno y una
bufanda de lana, al cuello.
Rudolphe se limitó a esbozar un
gesto de disgusto.
—¿Un rufián o qué?
—Llevaba chistera y levita —
murmuró Marcel—. Por lo menos iba
bien vestido.
Al oír estas palabras, madame
Suzette miró a su esposo y luego a su
padre. El grand-père, pensativo, se
subió las gafas sobre el puente de la
nariz. Era justo lo que quería saber. Al
cabo de veinte minutos la policía
llamaba a la puerta.
A las nueve habían conseguido que
liberaran a Rudolphe. Marcel había ido
con Richard a buscar a Remarque, el
abogado de la familia, un hombre blanco
de considerable influencia. Algo más
tarde se pagó la fianza. El yanqui era de
Virginia, un hombre acomodado al
parecer puesto que se alojaba en el hotel
St. Louis. Rudolphe fue acusado de
insultar verbalmente a un blanco, cosa
que ya constituía delito de por sí, y de
agresión física con intento de asesinato.
El juicio quedó fijado para la semana
siguiente. Cuando volvía a casa de la
cárcel no dijo nada a los muchachos, no
dio ninguna indicación sobre si había
estado encerrado con esclavos, con
fugitivos o con delincuentes de baja
calaña, y tampoco comentó el trato
recibido de la policía. Entró en el salón
el tiempo suficiente para decirle a
madame Suzette que deseaba estar a
solas y descansar, y aconsejó a Marcel
que se marchara a su casa.
Madame Suzette, sin embargo, lo
siguió al primer piso. Cuando bajó
encontró la casa a oscuras y a Richard
sentado junto al fuego.
—¿Cómo está Giselle? —preguntó
el muchacho.
—Por fin se ha dormido. —Madame
Suzette se quedó un momento en la mesa
junto a la ventana. Abrió el envoltorio
del daguerrotipo que Marcel había
recogido de la calle y al ver el retrato
de su hijo, lleno de vida, esbozó una
débil y fugaz sonrisa. Luego lo envolvió
de nuevo y se sentó en silencio frente a
Richard, con los pies en el borde de la
chimenea.
—Ese hombre… llegó a ponerle las
manos encima —dijo con sencillez y
calma—. Le desgarró el encaje de la
manga. ¡Mon Dieu, estoy tan cansada!
—Se presiono la frente con los dedos de
la mano.
Richard golpeó con el atizador los
carbones grises y, a la luz de la llama
que surgió, su madre pudo verle la
expresión sombría.
—¿Y mon père?
Ella frunció el ceño, y en su frente se
marcaron las profundas arrugas que
siempre indicaban intensa preocupación.
—Quiero decirte algo sobre tu padre
—dijo al cabo de un momento—. En
realidad no pensaba lo que le estaba
diciendo a Giselle.
—Mamá, estoy tan preocupado por
él que no podría estar enfadado por lo
que dijo. Estoy furioso conmigo mismo
por haberle puesto las manos encima,
por haberle levantado la voz…
—No, mon fils —le interrumpió ella
—. Hiciste lo correcto. Tu padre no
debió desahogar su furia con Giselle.
Pero es que se sentía impotente. Sise
hubiera tratado de un hombre de color,
sabes muy bien lo que habría hecho…
—Ya lo sé, mamá.
—Pero no podía hacer nada. En
cuanto atacó al blanco supo que sería
detenido. Y no pudo soportar esa
impotencia. Si le echaba la culpa a
Giselle, si le decía que todo había sido
culpa de ella, entonces se quitaría de
encima la carga de tener que defenderla.
Porque no podía defenderla, No podía
retar en duelo a ese hombre, como
habría hecho cualquier blanco.
Richard estaba pensando. Sabía que
era cierto lo que decía su madre, pero
volvió a vivir la situación: vio a su
padre sacudiendo a su hermana, oyó
aquellas palabras vulgares e insolentes
pronunciadas en presencia de toda la
familia, delante del estúpido Raimond,
delante de Marcel, delante del viejo
LeBlanc. Intentó borrarlo de su mente.
¿No era bastante recordar el rostro
sombrío de so padre cuando salió de la
cárcel? ¿No era bastante darse cuenta de
lo que podría significar el juicio? Pero
estaba enfadado con su padre. Rudolphe
parecía tener siempre alguna buena
excusa para sus estallidos de furia,
parecía que en sus ataques de ira y sus
injusticias contaba siempre, de alguna
forma, con una justificación. A Richard
esto le confundía.
—Tengo que pedirle perdón —dijo
—. Tengo que decirle que…
—¡No, mon fils, no! —exclamó
madame Suzette—. Déjalo estar. Tu
padre te respetará por ello.
—¿De verdad lo crees, mamá?
—Richard, tienes que comprender
una cosa. Yo esperaba que ya te hubieras
dado cuenta, y que con ello lograras una
cierta paz interior. Pero me doy cuenta
de que no lo comprenderás si yo no te
ayudo. En muchos aspectos, tu padre no
es el hombre que eres tú.
Richard se quedó sorprendido,
Ladeó la cabeza y, escéptico aunque
respetuoso, escrutó el rostro de su
madre.
—Mamá —dijo casi riendo—, lo
que yo me he dado cuenta un millar de
veces es que yo no soy el hombre que es
mi padre, y que nunca lo seré. Me falta
su vigor, su fuerza. Esta noche, cuando
por un instante he demostrado tener esa
fuerza, me he quedado turbado y he
dudado de mí. ¿Crees que mon père
dudaría alguna vez de sí mismo en una
situación así? ¿Crees que duda de sí
misino por lo que le dijo a Giselle?
—Sí, creo que duda de sí mismo.
Creo que dudó de sí mismo en ese
mismo instante. Pero nunca te lo dirá, ni
a ti ni a Giselle. Y eso, mon fils, no
siempre es señal de fuerza.
Richard miró el fuego, con el ceño
fruncido.
—Tú tienes tu propia fuerza,
Richard —prosiguió ella—. ¿Nunca se
te ha ocurrido pensar que la tuya es
mejor, más honorable que la de tu
padre? ¿Nunca se te ha pasado por la
cabeza? Tú no tedas cuenta del abismo
que te separa de tu padre, mon fils.
Mira, construir una casa como ésta con
el sudor de la frente es un gran logro,
pero nacer en una casa como ésta, con
todas las ventajas que eso implica, es
otro mundo. Tu padre es un caballero y
un hombre de honor porque se ha
esforzado en ser un caballero y un
hombre de honor. Pero tú naciste así,
Richard, es algo que llevas dentro. Eres
de distinta clase.
Madame Suzette vio que había
agitado aguas profundas y no le
sorprendió advertir que Richard estaba
disgustado.
—Es curioso lo que hacemos con los
hijos. Trabajamos sin cesar para que
sean mejores que nosotros. Si alguna vez
hubiera pensado que mirarías a tu padre
por encima del hombro, no se me habría
ocurrido decirte lo que te estoy
diciendo.
Pero
eres
demasiado
caballero y demasiado inteligente.
Jamás harías nada tan indigno de ti. Sin
embargo está pasando otra cosa, algo
que llevo años observando sin poder
hacer nada. La fuerza de tu padre, como
tú la llamas, te intimida. No te valoras,
no sabes que eres una persona más
sabia, más segura que él.
»Puedes tener la certeza de que tu
padre no está enfadado contigo por
haberte enfrentado a él como lo has
hecho esta noche. Y no olvides, no
olvides nunca que cuando te enfrentaste
a tu padre él retrocedió sin decir una
sola palabra. Te repite que si no creyera
en ti, no te diría todo esto. Pero sé que
nunca traicionarás la fe que he
depositado en ti.
Aguardó un largo momento, pero era
evidente que Richard no sabía qué
contestar. Necesitaba tiempo para
asimilar todo aquello, tal como ella
esperaba. Madame Suzette pensó que en
todos esos años Richard no había
desaprovechado ni uno solo de sus
consejos.
—Una
cosa
más
—dijo,
levantándose. Cuando Richard quiso
ponerse en pie ella le detuvo con la
mano en el hombro—. Ho le menciones
a tu padre el juicio, a menos que él
quiera hablar del tema. Y de momento
tampoco le digas nada sobre Marie Ste.
Marie. Pero recuerda que eres su único
hijo, y que te adora. Y aunque te regañe
día y noche, aunque a veces sus ojos no
reflejen otra cosa que una furia ciega,
recuerda que eres su vida, Richard.
Giselle y tú sois quienes dais sentido a
su vida. Yo sé que nunca abusarás del
poder que eso te otorga, pero, por Dios,
utilízalo cuando tengas que hacerlo.
Ahora tengo que irme con tu padre, y tú
deberías irte a la cama.
—Mamá. —Richard la detuvo en la
puerta—. ¿Y si… y si el juez lo
condena?
—¡Eso no su cederá! —afirmó ella
aunque sin convicción, y cuando se
marchó en silencio por la escalera
parecía abatida.
Tenía razón.
La mañana del juicio la sala estaba
atestada. Se habían presentado todos los
vecinos blancos de Rudolphe, junto con
una docena de clientes blancos y un
nutrido grupo de las acomodadas y
respetables gens de couleur. Podían ser
llamados al estrado una veintena de
testigos que darían testimonio de la
solvencia moral de Rudolphe. Para
evitar la comparecencia de Giselle ante
el tribunal, monsieur LeBlanc tenía su
declaración jurada.
El americano de Virginia, un hombre
próspero pero sin educación que
respondía al nombre de Bridgeman,
apareció con un abogado caro de una
buena firma muy solicitada por la alta
burguesía blanca criolla, un letrado que
conocía bien los tribunales y que
hablaba un francés fluido. Pero antes de
que pudiera exponer el caso claramente,
el hombre blanco, Bridgeman, habló por
su cuenta.
Había sido atacado por un negro,
declaró, en una calle pública. Y ante
testigos y a plena luz del día, ese negro
había intentado matarle y ese negro
seguía libre. En su propio estado
habrían colgado a ese negro asqueroso
del árbol más cercano y habrían
encendido una hoguera debajo de él.
¿Qué especie de sitio era Nueva
Orleans, lleno de abolicionistas del
norte y donde los negros atacaban en la
calle a los hombres blancos?
Los rostros de las gens de couleur
permanecían impasibles. La expresión
de Rudolphe parecía tallada en roca. El
abogado de Bridgeman logró por fin
hacerle callar y en un rápido francés
comenzó a exponer los auténticos
elementos del caso.
Un hombre de color había insultado
verbalmente a un hombre blanco, cosa
que ya constituía un delito de por sí.
Además, había habido una violenta
agresión física en presencia de testigos,
de la que Bridgeman tuvo la suerte de
escapar con vida. Lo único que había
hecho su cliente era intentar establecer
una educada conversación con la hija
del acusado, por lo cual había sido
objeto de un vergonzoso abuso. Con un
lenguaje
sencillo,
carente
de
dramatismo, el abogado recordó al juez
que la vasta población negra de la
ciudad crecía día a día y constituía una
molestia perpetua, si no una amenaza,
para la raza blanca.
Monsieur Remarque, el abogado de
Richard, se mostró igualmente comedido
en su presentación, con su francés nasal
y monótono. Tenía una declaración
jurada de Giselle Lermontant en la que
afirmaba que Bridgeman la había
seguido desde el hotel St. Louis,
insultándola, molestándola y asustándola
hasta llegar a la puerta de su propia
casa. Él se negó a creer que la casa de
la Rue St. Louis era la suya, y cuando
apareció el padre de Giselle, Bridgeman
prodigó sus insultos. Según propia
declaración del demandante, éste no
había visto nunca «una mujer negra
vestida como una belleza sureña», y
quería saber «qué tipo de casa era
aquélla». Podían presentarse testigos,
tanto blancos como de color, para
declarar que Bridgeman se había negado
a marcharse del portal de los Lermontant
y que había puesto las manos encima de
la hija de Rudolphe Lermontant, y las
personas que podían dar testimonio de
la solidez y la solvencia moral de la
familia Lermontant eran demasiado
numerosas para aparecer ante el
tribunal. Jacques LeBlanc, un vecino
blanco, sería el primero de los testigos,
puesto que había presenciado todo el
suceso.
Los procedimientos comenzaron con
la sosegada y ensayada declaración de
Rudolphe para seguir con la sucesión de
testigos y las mutuas refutaciones de los
abogados. A los tres cuartos de hora
escasos, el juez: levantó por fin la mano
con gesto de hastío. Todo el tiempo
había estado escuchando como medio
dormido, con la arrugada mejilla
apoyada en los nudillos y acariciándose
de vez en cuando la barba blanca con
los dedos. Ahora despertó de su sublime
estupor y habló en un inglés monótono
con un acento francés tan cerrado que
todos tuvieron que esforzarse por
entenderlo.
Los hombres de color libres estaban
obligados por la ley a mostrar respeto
hacia las personas blancas, por
supuesto, y a no considerarse nunca
iguales que las personas blancas, desde
luego, eso estaba claro. Pero la ley
protegía también a los hombres libres de
color, respetando sus propiedades y sus
familias, sus personas, sus vidas… El
estado de Luisiana jamás tuvo la
intención de que estas personas, aunque
inferiores, se convirtieran en víctimas
de violencia injustificada según
capricho del hombre blanco. Rudolphe
Lermontant había estado protegiendo su
casa y a su hija. Caso sobreseído. Dio
un martillazo, recogió sus papeles y se
marchó por la puerta trasera.
Un rugido se alzó entre la audiencia
y todos parecieron levantarse a la vez.
Bridgeman estaba con la cara
congestionada, totalmente perplejo. Su
abogado, que no mostraba en cambio
sorpresa alguna, le conminó a que
mantuviera la boca cerrada.
Pero el americano se abrió paso
entre la multitud en el pasillo, se volvió
con gesto dramático hacia los
espectadores blancos y declaró con voz
atronadora:
—¡Un negro me hace frente en un
tribunal! ¡Un negro me pone las manos
encima en una calle pública!
Marcel estaba casi en la puerta pero,
al igual que Christophe, se volvió a
mirar. El americano miraba incrédulo a
su alrededor, con los ojos rojos y
cargados de lágrimas.
—¿Qué soy yo, entonces? —
preguntó con la boca trémula,
compadeciéndose de sí mismo—. ¿Qué
soy yo, si un negro puede hacerme frente
en un tribunal?
Marcel le observaba petrificado, en
silencio. El rostro del americano era la
expresión del ultraje y su voz totalmente
sincera.
—¡Un negro! ¡Un negro! —seguía
insistiendo Bridgeman. Se sentía
realmente herido.
Rudolphe miraba al americano con
la misma fascinación y el mismo espanto
que el propio Marcel. Su rostro era
inexpresivo, solemne. Luego, sin una
palabra, se marchó de la sala. Marcel
hizo un esfuerzo por apartar la mirada
del blanco, y al echar a andar vio el
rostro de Christophe.
El rostro de Christophe no se
parecía a ningún otro porque estaba a
punto de echarse a reír. Sólo el
cansancio o el aburrimiento se lo
impedía. Disimulando una sonrisa, se
limitó a mover la cabeza. Fue un gesto
tan desdeñoso que por un momento
Marcel se quedó fascinado e intentó
fruncir también la boca en una sonrisa.
Al salir a la Rue Chartres, todos
parecían contentos. Madame Suzette,
que había estado esperando en el último
banco de la catedral, se acercó
corriendo. La gente se arremolinaba
para estrechar la mano a Rudolphe.
—Quiero quedarme un rato con
Richard —dijo Marcel. Christophe se
encogió de hombros como si le resultara
desagradable el papel de tutor.
—Como quieras.
Pero Rudolphe no parecía compartir
el alivio general, y en cuanto pudo se
marchó a la funeraria tras decirle a
Richard que acompañara a su madre a
casa. Marcel le vio alejarse solo por la
Rue Chartres y aquella imagen, aunque
no tenía nada de particular, lo llenó de
tristeza.
Se imponía una celebración. En
cuanto llegaron a casa, Richard sacó una
botella de buen vino y se la llevó a su
habitación, donde Marcel ya había
encendido el fuego y donde brindaron
por la victoria. En casa de los
Lermontant imperaba una limpieza casi
aséptica que Marcel siempre encontró
atractiva, realzada por el brillo de los
muebles buenos y los suelos encerados.
Pero aquella habitación le gustaba más
que ninguna otra porque sus altas
ventanas de cortinas de encaje daban a
la Rue St. Louis y porque la enorme
mesa de Richard, atestada de facturas y
otros papeles de la funeraria, érala
imagen del orden, incluyendo el
pequeño cilindro de bronce que
albergaba un ramillete de plumas. El
cobertor de la cama era verde satinado,
y en invierno caían del dosel, en gruesos
pliegues, cortinajes de terciopelo.
Ahora, al mirar todo esto con el
habitual placer, Marcel se sorprendió al
descubrir que el daguerrotipo de Marie
había sido añadido a los pocos adornos
de la habitación. Su hermana le miraba
desde el centro de un pequeño y
adornado estuche abierto sobre la mesa
de mármol junto a la cama.
Así que a pesar de todo se los
habían intercambiado, pensó Marcel, y
como siempre admiró el trabajo de
Duval, su conocimiento no sólo del
tiempo de exposición de la placa sino de
todos los elementos de la imagen, de
cada uno de los detalles del fondo que
podían crear una sombra, una línea.
Claro que lo que Marcel no le había
dicho a Richard sobre aquella breve
sesión en el estudio fue que Duval y
Picard pensaron que Marie era blanca y
que cuando se hizo evidente que era la
hermana de Marcel tuvo lugar la
inevitable conmoción, que los dos
hombres se habían esforzado en ocultar.
Aunque Marcel sonreía ahora al ver la
perfección del retrato, aquel recuerdo
sumaba su particular negrura a la nube
gris que se asentaba sobre él, una nube
que también comenzaba a pesar sobre
Richard.
—¡Por la victoria! —dijo de nuevo,
intentando disipar aquella pesadumbre.
Richard no respondió ni levantó la copa
—. Mon Dieu! ¡Deberíamos celebrarlo!
—insistió Marcel al cabo de un
momento. Richard se limitó a asentir con
la mirada perdida.
Marcel empezó a comprender lo que
pasaba. Nunca habían estado cerca de
ningún tribunal, ninguno de ellos, ni
Marcel ni nadie que conociera, y mucho
menos los poderosos Lermontant, y el
hecho les había recordado que sólo eran
personas de color viviendo en un mundo
de hombres blancos. Su propio mundo
había sido magníficamente construido
para evitar todo eso: la misma casa de
los Lermontant era una auténtica
ciudadela, pero en realidad todos ellos
estaban fortificados de mil maneras, y
ese día todas las fortificaciones habían
sido sitiadas. No sólo era Bridgeman el
que había penetrado los muros: también
el juez, con su cansino y desapasionado
discurso sobre su «condición inferior»,
así como el hombre blanco con sus
vehementes declaraciones habían puesto
de manifiesto la realidad des ti
situación.
Marcel miraba ceñudo los posos de
su copa, sin ánimos para coger la botella
de vino. Cualquier padre criollo blanco
habría matado a Bridgeman por insultar
de aquel modo a Giselle, tal vez sin
esperar siquiera una cita formal para un
duelo. Pero los Lermontant no habían
podido obtener ninguna satisfacción. ¿Y
cuál habría sido la situación para un
pobre hombre de color, para cualquiera
de los miles de negros libres que eran
llevados cada día ante el juez por alterar
el orden en la calle o pelearse en un
bar? Era un delito insultar verbalmente a
un hombre blanco. Marcel hizo una
mueca de asco y recordó la expresión
hastiada y distante de Christophe en el
tribunal.
Bueno, mejor para él si lo
encontraba
divertido.
Christophe
parecía estar siempre por encima de
aquello, puesto que se encontraba allí
por decisión propia. Marcel cogió la
botella sin pensar, sin darse cuenta de
que había emitido un gruñido de enfado
y desesperación.
Richard se apresuró a servirle vino,
como buen anfitrión.
—En momentos así sólo pienso una
cosa —murmuró Marcel—. Y es en
poner el pie en el barco de Francia. ¿Por
qué seguir fingiendo que esto es una
celebración? ¿Por qué fingir que la
«victoria» ha sido suficiente?
Richard se limitó a asentir, como si
no se diera cuenta de la mirada
escrutadora de Marcel.
—¿Sabes? —prosiguió Marcel con
voz carente de emoción—, tú ya no
hablas mucho de eso, ni de ir a París. En
realidad hace meses que ni siquiera
mencionas el tema. En cierto modo era
de lo que íbamos a hablar la tarde que
comenzó todo esto, cuando Rudolphe se
metió en la pelea.
—París, París, París —le dijo
Richard suavemente, para indicarle que
se acordaba—. Marcel, París está muy
lejos de mi pensamiento.
—¿Por eso no vienes a clase
regularmente? ¿Por eso pasas cada vez
más tiempo en la funeraria? —El tono
de Marcel tenía un matiz acusador.
Richard
volvió
la
vista
distraídamente e intentó clavar los ojos
en él como para centrarse en el tema.
—No voy a ir, Marcel —dijo—. No
voy a ir contigo a la Sorbona ni voy a ir
contigo al Gran Viaje, y los dos lo
sabemos desde hace mucho tiempo…
—Pero Richard, si no te necesitan en
la funeraria…
—No. —Richard bebió un trago de
vino—. Pero me necesitan aquí, en esta
casa. No sé. —Se encogió de hombros
apartando de nuevo la mirada—. Quizá
lo haya sabido siempre. Lo que pasa es
que era divertido hacer planes contigo,
soñar contigo. Asila escuela resultaba
más soportable. He soñado sabiendo
que nunca me marcharía.
Marcel parecía casi enfadado. Pero
una lasitud había caído sobre ambos,
una sensación de fracaso.
—Yo no podría vivir aquí ni un día
más —susurró Marcel—, si no supiera
que por lo menos llegará un momento en
el que podré vivir y respirar como un
hombre libre.
La expresión de Richard era serena
e indiferente, Apoyó el codo en el brazo
de la silla y se quedó mirando los sutiles
movimientos de las cortinas en el
cristal. El aire frío se colaba por la
ventana y se hacía notar a pesar del
fuego. Richard se sobresaltó de pronto
al ver en la expresión de Marcel algo
más amargo, algo que rozaba la ira.
Marcel se levantó en silencio y
cogió el daguerrotipo de Marie.
—Y yo que creía que pensabas como
yo… Hasta que te enamoraste de mi
hermana. —Miró ceñudo el bonito
rostro blanco del retrato y luego lo dejó
bruscamente,
como
exasperado—.
Richard, tú sabes que ésta es la época
de las tentaciones, es la época en que
los jóvenes olvidan todas las promesas
de su infancia, no sólo las que hicieron a
los demás sino también las que se
hicieron a sí mismos. El mundo intenta
aprisionarnos, inundarnos de cuestiones
prácticas, de tentaciones, de detalles
nimios.
Richard escachaba pacientemente,
sorprendido por la convicción con que
hablaba Marcel y por la insólita
madurez de sus palabras. Marcel, que
normalmente esquivaba y desanimaba a
Richard con su viva pasión, parecía
haber dado con algo innegable y quizá
demasiado complejo.
—Ya lo sé —respondió Richard con
sosegada resignación—. Pero créeme,
Marie no tiene que ver con esto, Marcel,
Siempre he sabido que no iría contigo a
París, lo supe en cuanto crecí lo bastante
para comprender lo que habían hecho
mis hermanos.
—Richard, yo no estoy diciendo que
te vayas para el resto de tu vida. Yo no
estoy diciendo que abandones a tu
familia como hicieron tus hermanos.
Sólo digo que mientras seamos jóvenes
podremos hacer cosas que más adelante
nos resultarían imposibles… —Se
interrumpió, asumiendo de nuevo una
expresión distraída, como si hubiera
dado con un dolor interior, con una pena
secreta—. Ahora también tendré que
despedirme de ti…
—Cada vez he ido asumiendo más
responsabilidades en la funeraria porque
yo he querido —dijo Richard con calma
—. No soy un enamorado de los
estudios como tú, Marcel, ni un soñador.
Nunca lo he sido, y aunque mis padres
insistieran en que me fuera un tiempo al
extranjero, no sé si aceptaría, porque
ahora soy su único hijo; no reconocería
a mis hermanos, donde quiera que estén,
si me los encontrara por la calle. Es que
tengo una inclinación hacia la profesión
de mi padre, que ahora se ha convertido
también en mi profesión. Mi vida está
asentada, Marcel. Es como un
rompecabezas, donde todas las piezas
han encajado ya. Excepto una. El
matrimonio, ésa es la pieza que falta. Y
si Marie… si ella acepta, si puedo
hacerla mi esposa… bueno, eso sería mi
París, ¿no lo entiendes?
—Así que no hay más…
—La amo —susurró Richard—. ¿No
lo sabías? ¿Me perdonarías si te dijera
que ella también me ama?
—¿Perdonarte? —Marcel sonrió con
amargura, pero de pronto se le iluminó
el semblante. Se acomodó en la silla, y
al observar cómo Richard le servía vino
sintió que había algo perverso en el
hecho de beber al mediodía—. Marie y
tú. —Lo estaba asimilando. Lo sabía,
desde luego, pero oírselo decir con tal
grandilocuencia le daba una sensación
de solemnidad, y en cierto modo de paz.
Si pudiera dejar a su hermana, a esa
hermosa muchacha de extraña tristeza,
casada con Richard… Bueno, el futuro
parecía
inevitable,
demasiado
articulado. La infancia se desvanecía a
su alrededor y los sueños se convertían
en una cuestión de tomar decisiones.
—¿Entonces lo apruebas? —
preguntó Richard.
—Pues claro que lo apruebo —
repuso—. Pero eres sincero, ¿verdad?
¿Eres sincero cuando dices que tu vida
está aquí?
—Con esa vida estaría satisfecho.
Ahora estoy satisfecho.
—Muy bien. —Marcel se levantó
sin tocar su copa. Todavía tenía tiempo
de ir a la escuela—. No sé si es que
tienes más valor que yo, Richard, o
simplemente más suerte. En cualquier
caso, te envidio.
—¿Que tú me envidias?
—Tienes un lugar en este mundo,
Richard, un lugar al que realmente
perteneces.
—V—
E
ra la semana antes de Navidad.
Anna Bella estaba sentada ante su
tocador, con el único vestido de noche
que había poseído en su vida. El
saloncito de la casa relucía, Quilina
había limpiado el polvo de los muebles
una y otra vez y había sacudido la
alfombra antes de extenderla ante la
chimenea sobre el suelo encerado. En el
aparador se alineaban las botellas de
bourbon y jerez y una rutilante hilera de
vasos.
Los muebles que Anna Bella había
escogido eran de tacto suave, prefería el
punto de tapicería al damasco y en todas
las ventanas había colgado cortinas de
encaje con una tira de terciopelo en el
borde. En el pequeño comedor había una
mesa estilo reina Ana, ya dispuesta con
vajilla de porcelana y ribete de oro,
cubertería repujada y servilletas nuevas
en ostentosos servilleteros.
Sólo la cama desentonaba con las
proporciones
de
las
pequeñas
habitaciones y elevaba sus altos postes
de caoba casi hasta el techo. En el dosel
se entrelazaban los cupidos que
retozaban entre conchas y guirnaldas.
Era el palio de una novia, de los que se
hacen especialmente para la noche de
bodas.
De vez en cuando, al abrir Zurlina la
puerta, entraba con el aire frío el aroma
de la cena. El quingombó hervía en la
cocina, en la cazuela de hierro se asaba
el pollo, había dos docenas de ostras
esperando ser abiertas y en el horno se
acumulaban las cestas de pan tibio.
Zurlina dormiría esas semanas en la
habitación junto a la cocina, hasta que
Vincent Dazincourt dotara a Anna Bella
de esclavos propios. Zurlina no estaba
nada contenta con aquel arreglo, aunque
Anna Bella le había comprado una
costosa cama de bronce. Sin embargo,
desde que Dazincourt había elegido a
Anna Bella, la esclava le mostraba un
nuevo respeto, aunque de mala gana.
—¿Cuánto tiempo crees que se
quedará? —preguntó Anua Bella
mirándose al espejo entre un par de
velas. El peluquero, con gran acierto,
había dejado que el cabello le cayera en
ondas a los lados de la cara. Madame
Colette había llegado esa tarde para
hacer los últimos ajustes en su entallado
vestido de seda azul.
—¡Puede quedarse todo el tiempo
que quiera! —respondió Zurlina—.
Puede quedarse hasta el Mardi Gras del
año que viene, si le da la gana. —Soltó
una fría carcajada mientras se agachaba
para abrir el cajón inferior del armario.
A través del espejo, Anna Bella la
vio sacar el camisón blanco en el que
con tanto cuidado había cosido un
intrincado encaje. Al contemplarlo
extendido sóbrela cama se le hizo un
nudo en la garganta.
—No llames a la campana a menos
que él quiera cenar —le dijo Zurlina—.
Sírvele tú misma el café y no te sientes
hasta que él te lo diga. Y recuerda cómo
le gusta el café y cómo quiere el
bourbon, para no tenérselo que preguntar
dos veces. Puede que no quiera cenar.
Ahora mismo está en la casa de
huéspedes.
—Sí, espero que no quiera cenar. —
Anna Bella se mordió el labio. No podía
soportar la idea de aguardar durante una
larga cena, como si después no fuera a
pasar nada. Llevaba una semana
viviendo en la casita, y la espera se le
haría interminable.
Sin embargo, los días no habían sido
desagradables. Habían acudido a
visitarla viejos amigos de madame Elsie
llevándole regalos y, para su gran
sorpresa, Marie Ste. Marie se había
presentado también. Le había regalado
un hermoso secreter portátil, incrustado
de oro, y se había disculpado por un
borde roto diciendo que había sido
adorado ya por muchas manos. Anna
Bella quedó encantada. Ese mismo día
lo había utilizado para escribir a Marie
una nota de agradecimiento. Gabriella
Roget también había pasado con su
madre una tarde para ofrecer a Arma
Bella una fuente de plata para dulces.
En realidad parecía que todo el
mundo estuviera agitado con la noticia
de aquel enlace. La gente había
felicitado a madame Elsie por su
sagacidad y el afecto de Dazincourt
había arrojado sobre Anna Bella una
nueva y halagadora luz. Las mujeres que
apenas reparaban antes en ella ahora la
saludaban al salir de misa. Zurlina se
echó un poco de perfume en la mano y le
masajeó suavemente los hombros. Anna
Bella, al ver aquel enjuto y desdeñoso
rostro en el espejo, apartó la vista.
—No estés ansiosa —dijo la
anciana. Anna Bella seguía sin mirarla.
No quería oír palabras desagradables.
Zurlina se puso un poco de crema en
los dedos, ladeó la cabeza de Anna
Bella y se la aplicó en las pestañas, para
que parecieran más oscuras, más largas.
La
muchacha
se
dejó
hacer
pacientemente.
—Eres más bonita de lo que pensaba
—dijo Zurlina alzando la barbilla—. Sí,
muy bonita.
Anna Bella se quedó mirándola,
buscando alguna maldad en su rostro.
—Todo el mundo ha sido muy bueno
conmigo —susurró.
La anciana resopló como si hubiera
oído una tontería. Se sacó del tignon una
larga horquilla y le dio un retoque a
Anna Bella en el pelo.
—Sé inteligente por una vez —le
dijo al oído—. Deja de poner esa cara
tan larga. ¡Aprende a sonreír! Todos
están celosos de ti. Has conseguido lo
que ellos quieren. —Zurlina le cogió la
mano y le puso otro anillo de oro con
una perla—. Deja de pensar en Marcel
Ste. Marie.
—¡Ah, calla! —Anna Bella retiró la
mano. Sabía que al final surgiría la frase
malintencionada.
—Te oí preguntarle a michie Vincent
si Marcel podía venir a visitarte. ¡Mira
que eres tonta! —dijo Zurlina,
mirándola a los ojos en el espejo.
—Lo que pase entre michie Vincent
y yo es asunto mío —replicó Anna
Bella, intentando parecer dura, pero con
el labio trémulo—. Y si no te gusta lo
que oyes, no escuches a través de las
puertas.
—No tengo que escuchar en ninguna
puerta para saber lo que se trae entre
manos ese muchacho —sonrió Zurlina.
Las velas apenas le iluminaban la cara,
sus ojos estaban en sombras y su
expresión parecía siniestra, Anna
Sellase levantó, frotándose los brazos.
—Creo que deberías encender el
fuego.
—Es
esa
Juliet
—murmuró
secamente Zurlina—. Una noche detrás
de otra. —Soltó una risa hueca—. De
día se las da de buen estudiante mientras
el otro se las da de buen profesor. Y
luego, cuando madame Cecile está
dormida, él baja a hurtadillas las
escaleras…
—¡Calla ya! No me creo nada.
—… Y sube al dormitorio, una
noche tras otra. A veces se va por la
mañana, justo antes de que salga el sol.
Tiene una llave de la verja. —Su
arrugado rostro se tensó al reír—. Cenan
juntos los tres, solos en esa casa, como
una gran familia —rió con desdén—, y
luego, una noche tras otra, ella tiene al
muchacho para que le caliente la cama.
—Eso es mentira —susurró Anua
Bella—. Michie Christophe no lo
permitiría. Michie Christophe es uno de
los mejores hombres que he conocido.
—¡Michie Christophe! —resolló
Zurlina—. ¡Michie Christophe! No
puede tener a raya a esa mujer, así que
le ha dado al muchacho.
Anna Bella movió la cabeza.
—¿Creías que ese chico te deseaba?
—siseó la esclava.
Anna Bella miró a Zurlina en el
espejo con los ojos entornados y viola
siniestra luz que arrojaban las velas
sobre sus mejillas.
—¡Calla! —exclamó—. ¡No me
vuelvas a decir ni una palabra sobre
Marcel Ste. Marie!
Pero nada cambió en la sonrisa de la
anciana.
Anna Bella se levantó de pronto
empujando la silla y salió al salón.
Encendió las velas de la repisa de la
chimenea y las del aparador y luego se
acomodó junto al fuego.
—¡No sabes lo que tienes! —
exclamó Zurlina desde el umbral—. No
seas tonta, no lo desperdicies.
Anna Bella le dio la espalda en
silencio. Había pasado más de un mes
desde la última vez que vio a michie
Vincent. Deseaba evocar algo especial
de él, pero sólo recordaba que era
guapo y que ella había decidido
entregarse a él con el corazón puro.
Tardó en llegar. Había estado
lloviendo durante horas y Zurlina se
había ido. Cuando abrió la puerta, entró
en la casa el aire frío y de pronto Anna
Bella vio saltar su sombra del fuego. La
única nota de color, salvo el suave tono
rosado de sus labios, era el ramo de
rosas que llevaba en una mano. Anna
Bella había olvidado su presencia, su
intensa mirada, sus ojos negros. Un sutil
perfume se alzó en el aire cuando él se
quitó la capa negra y la colocó con
cuidado sobre una silla, Anna Bella
tendió la mano para cogerla, pero él la
detuvo.
—¿Quiere usted cenar, monsieur? —
le susurró—. Hay quingombó y ostras y,
bueno, cualquier cosa que usted…
—Nunca te había visto de seda —
dijo él. Le tocó con suavidad los
hombros y la movió como si fuera una
estatua en el centro de la sala. No la
había tocado desde aquel último día en
el salón de la casa de huéspedes.
Vincent había ido y venido sólo a visitar
a madame Elsie en las habitaciones
traseras. Sus mejillas blancas parecían
de una suavidad infinita junto a la
negrura de su bigote, y sus ojos
profundos brillaban entre unas pestañas
que parecían dibujadas. Anna Bella
sintió por primera vez que le pertenecía,
y en ese mismo momento él sonrió.
Ella retrocedió un paso y se echó a
llorar.
—¡Tengo miedo, monsieur! —
susurró, perdida toda la dignidad y la
coquetería. Él debía de estar
decepcionado. Anna Bella miró a través
de la bruma de las lágrimas.
Pero Vincent aún sonreía.
—¿De mí, Anna Bella? ¿De mí? ¡Si
eres tú la que me asusta! Ven aquí.
Era sólo una broma para hacerla
reír. Vincent era todo seguridad y
dulzura. La llevó directamente al
dormitorio y hacia la cama. Anna Bella
notaba sus ojos moviéndose sobre ella
amorosos, hambrientos, sentía la
urgencia en sus manos. Vincent estaba
tras ella, con las manos sobre sus
hombros desnudos, sobre sus brazos
desnudos. La besó en el cuello y al cabo
de un instante, respirando pesadamente,
volvió a besarla.
—Dios mío —susurró. Anna Bella
se vio sorprendida por un escalofrío, y
sin saber por qué se sintió soñolienta y
dejó caer la cabeza a un lado.
—Sea usted delicado, monsieur —
susurró. Él le dio la vuelta y ella vio el
fuego en sus mejillas, oyó su rápida y
agitada respiración y de pronto
comprendió lo mucho que Vincent la
deseaba, lo mucho que deseaba todo
aquello.
—Dulce, dulce, eres tan dulce… —
resollaba él, besándola. Luego movió
rápidamente las manos por su pelo,
quitando las horquillas y cogiendo los
rizos que se desmoronaban—. Quítatelo,
por favor… No, aquí. —Se sentó al
borde de la cama—. Déjame mirarte, no
te haré daño. No, no apagues la vela,
quiero verte. No sabes lo hermosa que
eres.
Él tiró de las cuerdas de su corsé,
dejó caer su ropa interior al suelo y la
abrazó con fuerza por la cintura,
haciéndole casi daño. Pasó los dedos
por las marcas de las ballenas en su piel
y luego la cogió para subirla a la cama.
Anna Bella cerró los ojos mientras él se
desnudaba y no los abrió basta que
volvió a sentir sus besos en sus pechos
desnudos. Él la acariciaba por todas
partes, como si no pudiera terminar de
verla, de sentirla, de saborearla. Y Anna
Bella se vio inmersa en un arrobamiento
que parecía ser efecto de sus repetidos
susurros: «Ma belle Anna Bella, ma
pauvre petite Anna Bella». Casi pasó
una hora antes de que Vincent, incapaz
de contenerse por más tiempo, se puso
rígido de la cabeza a los pies y subió
sobre ella con suavidad, con dulzura,
con cuidado de no aplastarla con su
peso, al tiempo que la abrazaba. Pero
ella lo deseaba, y el dolor no fue nada,
apenas lo sintió. Tenía la cabeza echada
hacia atrás en una deliciosa parálisis. Él
se había convertido en el motor de sus
miembros. Anna Bella soltó una breve
risa cuando todo terminó. El placer de
Vincent había culminado y ahora yacía
boca arriba junto a ella, con expresión
satisfecha, cogiéndole la mano.
—¿He sido delicado? —sonrió.
—Sí, monsieur, mucho.
Anna Bella se estaba durmiendo
cuando se dio cuenta de que él se vestía
junto al fuego. Vincent se puso la bata
que Zurlina le había preparado y se pasó
un peine por sus largos cabellos.
El hecho de que fuera tan guapo
parecía un regalo de los dioses.
—Duérmete, mon bébé —le dijo
inclinándose sobre ella.
—¿Es
usted
feliz
conmigo,
monsieur? —Zurlina se habría puesto
furiosa de haberla oído.
—Totalmente feliz. ¿Es que no lo
notas?
Anna Bella estaba dormida cuando
él volvió a la habitación. Pensó que
debía levantarse y atenderle de
inmediato, de modo que hizo un esfuerzo
por salir de su sueño. Iba a caballo con
el viejo capitán, deteniéndose en una
plantación tras otra, y ella dormía en sus
brazos, en espaciosos dormitorios. Una
mujer negra con un pañuelo blanco le
decía: «Déjame que te frote esos pies de
niña. ¡Los tienes helados!».
—Ya voy —dijo. Se incorporó can
de súbito que el cobertor se deslizó y
tuvo que estrecharlo rápidamente contra
su pecho. Vincent estaba sentado junto a
ella y tenía algo en las manos,
demasiado grande para serrín libro. En
la oscuridad no se veía lo que era.
—¿De dónde has sacado esto? —
preguntó.
Ella tendió la mano.
—Ah, me lo regaló Marie. Es mi
amiga… —Se interrumpió—. Es para
escribir cartas, se puede poner en una
mesa o en el regazo, en la cama.
En ese momento se le ocurrió, sin
mucho fundamento, que tal vez Vincent
ignorase que ella sabía leer y escribir, y
que podía desaprobarlo. ¿Qué pensaría
cuando viera los libros que ella todavía
tenía en su baúl, o su pequeño diario con
un broche de oro?
—¿Marie? —preguntó él.
—Marie Ste. Marie. —Anna Bella
tuvo miedo de pronto. Conocía la
relación de Vincent con michie Philippe.
Lo sabía todo: madame Elsie lo había
investigado a fondo. Ahora se arrepentía
de haber mencionado el nombre de Ste.
Marie.
—Aaah —exclamó él al cabo de un
rato. La besó y le dijo que se volviera a
dormir.
Vincent se quedó un momento a la
luz del fuego. Puso el secreter en el
tocador de Anna Bella, no sin antes
limpiarle una pequeña mancha bajo la
cerradura que ya no tenía llave, y luego
se marchó.
Esa misma mañana, mientras él
dormía aferrado a las almohadas
arrugadas, Anna Bella cogió el secreter
y al inclinarlo hacia la ventana vio las
letras del nombre de Aglae, casi
borradas.
El nombre no significaba nada para
ella. Era tal vez el de alguna dama que
había poseído el secreter hacía tiempo.
Tenía una fina pátina que podía haber
sido realzada por esa persona llamada
Aglae, Anna Bella se quedó pensando en
ello y en la actitud de Vincent. Cuando
él salid por fin, con la promesa de
volver para cenar, ella se envolvió en su
capa, ignorando las airadas protestas de
Zurlina, y recorrió las largas y
serpenteantes calles hasta llegar a casa
de madame Elsie, que paseaba sola bajo
la lluvia en el jardín trasero. Algunos
helechos todavía crecían al socaire de la
cisterna. Ella misma cogió el más bonito
y, cuando llegó monsieur Vincent, la
planta estaba en la ventana, en un tiesto
de porcelana, con las hojas abiertas al
calor de la casa.
—VI—
U
n mes después de la muerte de
madame Elsie, Anna Bella supo
que estaba embarazada, Entraba la
primavera y el invierno se retiraba
lentamente, ofreciendo todavía días fríos
y húmedos. Monsieur Vincent nunca
tardaba más de dos semanas en ir a
verla. Atravesaba la verja con rápidos
pasos y los brazos cargados de flores y
licores dulces. Cuando murió madame
Elsie compró a Zurlina, consiguió sacar
la modesta pensión de Anna Bella de la
maraña legal, y las cosas fueron
cobrando un aire rutinario. Comía con
apetito, se levantaba temprano y se
quedaba hasta tarde estudiando junto al
fuego. A veces leía en la cama, desnudo
hasta la cintura, los periódicos que
había ido a comprar expresamente a
Nueva Orleans, o repasaba tratados
sobre economía y sobre el cultivo del
azúcar en otras tierras.
Tenía documentos de la oficina
catastral que siempre guardaba bajo
llave después de examinarlos, y se
reunía con abogados en el hotel St.
Louis. Siempre volvía con dulces para
Anna Bella o con algún detalle que
había visto en un escaparate e imaginaba
que sería de su gusto. A veces ella se
echaba a reír al ver los regalos. Eran tan
extraños como lujosos en su inutilidad:
estatuillas, una moneda extranjera en un
diminuto pedestal de palisandro, encajes
antiguos para que ella los copiara, tan
frágiles que necesitaban un marco.
Mientras
iba
mejorando
la
temperatura y florecía el jardín, Anna
Bella tenía la sensación de que lo
conocía desde siempre y ni siquiera
recordaba que labia sido un extraño que
le daba miedo. A veces le parecía muy
joven, un muchacho de veintidós años;
pero en otras ocasiones era como un
espectro en la puerta, con su reluciente
pelo negro y aquellos ojos magnéticos,
envuelto en su capa negra como si fuera
la encarnación de la muerte.
En la cotidianidad del día a día,
Vincent se había revestido de
perfecciónamelos ojos de Anna Bella.
Le encantaba verlo ocioso, con la
camisa de lino abierta en el cuello,
dejando asomar el pelo rizado del
pecho, el mismo vello que tenía en las
muñecas y con el que ella jugueteaba
moviendo los dedos en él como si fueran
pequeñas criaturas en una tierra salvaje
de frondosa vegetación. Pero lo más
perfecto era su rostro. Le encantaban sus
pómulos altos, sus párpados lánguidos y
sus ojos como cuentas de azabache.
Sólo con verlo inesperadamente en
la puerta le temblaban las rodillas. En
sus sueños solía tener escalofríos, y
cuando abría los ojos en la cama sentía
el anhelo en todo el cuerpo si no estaba
él.
Vincent la besaba continuamente,
como si nunca tuviera suficiente, no con
pasión sino con la dulce ternura con que
uno besaría a una niña pequeña. Y ella,
que adoraba tocarle, se acercaba a él
cuando estaba ocupado y le masajeaba
los cansados músculos del cuello y los
hombros e incluso a veces le pasaba con
suavidad el cepillo por los poblados
cabellos. Le gustaba retorcer sus rizos
con el dedo, hasta que él tensaba los
labios y mirando al techo le cogía la
mano. Pero incluso entonces sonreía y le
besaba los dedos. Era imposible
imaginárselo enfadado, la mera idea la
llenaba de temor.
Sin embargo, la noche que iba a
decirle que esperaba un hijo, estaba
intranquila. Se había dado cuenta tiempo
atrás de que Vincent era diestro en
interrumpir el acto del amor justo en el
momento crucial para prevenir la
concepción, y ni él había consultado con
ella el tema ni ella había querido
preguntar nada. Pero ahora que sabía
que estaba embarazada se sentía
angustiada, temiendo la infelicidad die
Vincent y su propia infelicidad,
temiendo que él no se alegrara, de que
no amara a ese hijo.
La noche era cálida, y en cuanto
llegó Vincent pidió un baño. Zurlina le
había preparado hacía ya rato su amplia
bañera de hierro en la pequeña
habitación vacía de la casa. Él se fue
desnudando mientras el agua hervía en
el hornillo. Anna Bella cogió el jabón y
las toallas y llenó la bañera, Luego
encendió la vela del palanganero y se
dio la vuelta recatadamente cuando él
salió de detrás del biombo para meterse
en el agua caliente con un gemido de
placer. Anna Bella cogió el jabón y frotó
con él el paño antes de pasárselo por la
espalda.
—¿Me amas? —preguntó él,
juguetón.
—Usted sabe que le amo, michie
Vincent, ¿por qué se burla de mí? —Le
frotó bien el cuello con el jabón,
levantándole los rizos y secándolos
luego amorosamente con la toalla.
—¿Y qué haces cuando yo no estoy?
—Pensar en usted.
—¿Y cuando no estás pensando en
mí? —Vincent apoyó la cabeza en el
borde de la bañera, deslizándose más
dentro del agua, y la miró a los ojos.
Ella dio la vuelta a la bañera, cayó
de rodillas como si hiciera una
reverencia y comenzó a enjabonarle el
pecho.
—Entonces dime por qué no te
alegras de verme.
—¿Qué quiere usted decir, michie
Vincent? —pregunto ella. Pero no tenía
sentido intentar ocultarlo.
Él le quitó el paño de las manos.
Déjalo, ya estoy bastante limpio.
Dime qué sucede, Arma Bella.
Ella se levantó despacio, moviendo
instintivamente la mano en torno a su
cintura.
—Deseo tanto un hijo, michie
Vincent. Pero supongo, supongo que
nunca desearía nada que le hiciera
enfadarse conmigo…
—¿Es eso, entonces? —preguntó él.
Anna Bella no se atrevía a mirarle a
la cara. Se acercó despacio al homo de
carbón y abrió ligeramente la puerta
para que brotara el calor. Vincent salió
de la bañera, se secó deprisa y se puso
la bata. Ella le oyó caminar por el
dormitorio y respiró hondo. La asaltó
entone es una extraña idea, clara, sin
palabras, una idea que le provoco un
agudo dolor. Ella no había planeado
amar a aquel hombre, no lo había
esperado. Amaba demasiado a Marcel.
Y sabía muy poco de michie Vincent
para esperar nada. Pero en los últimos
meses él la había conquistado con su
dulzura y su encanto. Le amaba, así de
sencillo. Le amaba y le respetaba
porque era un hombre decente,
honorable,
con un código
de
comportamiento que parecía extender a
todos los seres humanos que no habían
traicionado su confianza. Hacía tiempo
que Anna Bella tenía la certeza de que
Vincent la trataría amablemente mucho
después de que dejara de desearla,
como trataba decentemente a todo el
mundo, y el respeto había caldead o de
tal forma el afecto que sentía por él que,
misteriosamente, se había convertido en
amor.
Anna Bella se daba cuenta de que él
era inmensamente feliz a su lado, ¿pero
la amaba? De eso no estaba tan segura.
Cuando entró en el comedor lo
encontró sentado en su sillón junto a la
chimenea apagada.
—Ven aquí —dijo él. Le rodeó la
cintura con el brazo—. No es justo,
¿verdad? No es justo que te pida que
esperes.
—Michie Vincent, ya está hecho.
—Aah. —Vincent se arrellanó, con
manifiesto alivio. Vaciló un momento y
luego se levantó para estrecharla entre
sus brazos y besarla con tanto fervor
como dulzura—. Soy un idiota —dijo—.
Pero si ya se te nota, si te brilla la cara.
Ella movió la cabeza, sin dejarse
adular.
—No, es verdad —insistió él—.
Quiero que lo tengas todo, ¿me oyes?,
quiero que tengas todo lo que necesites
para estar bien.
Cenaron temprano. Anna Bella no le
había dado la noticia a Zurlina, y
Vincent advirtió enseguida que no quería
hablar de ello en presencia de la
esclava.
—¿Y cuándo será? —preguntó—.
¿Cuánto queda antes de que tengas
que… quedarte encasa?
—Ah, unos meses. Eso no me
preocupa en absoluto.
—A mí sí.
—¿Por qué?
—Porque sé que cuando no estoy
aquí estás muy sola.
Ella se echó a reír, encantada.
—Bueno, cuando venga el bebé ya
no estaré sola nunca más, siempre tendré
una parte de usted conmigo. —Se
interrumpió, sin saber cómo interpretar
su expresión. Tal vez había hablado
demasiado.
—¿Y esa chica? —preguntó él
inclinándose, apoyado en los codos—,
la chica que te regaló el pequeño
secreter.
—Sólo Tino a verme esa vez. —
Anna Bella se encogió de hombros—.
En realidad nunca fuimos amigas. Mi
amigo era Marcel, su hermano.
¿Recuerda que le hablé de él?
—¿Viene Marcel… cuando yo no
estoy aquí? —Él mismo había dado
explícito permiso para ello, y ahora no
había nada suspicaz en su tono.
—No, no viene —contestó Anna
Bella. No quería hablar de ello, ni
siquiera pensarlo. Quería pensar en el
bebé, o no pensar en nada. Quería estar
en aquella habitación, a la luz de las
velas, con michie Vincent cómodamente
sentado frente a ella, y se quedó muy
sorprendida al oírle decir:
—¿Serviría de algo que hablara yo
con él, que le dijera que puede venir a
verte si quiere?
—¿Haría eso? —susurró ella,
atónita.
—Este verano estaré fuera largas
temporadas. Habrá mucho trabajo en
Bontemps. Habrá meses que no pueda
venir a verte. Una vez me dijiste que
Marcel era como un hermano para ti,
que erais muy buenos amigos…
Anna Bella observó su rostro
inocente, confiado. Sus rápidos ojos
negros se movían expresivamente al
hablar. Ahora le decía que había visto a
aquel muchacho una vez, que sería fácil
convencerlo.
Anna Bella vivió entonces una
desconcertante sensación: se vio de
pronto inundada de recuerdos que
parecían surgir de otro mundo y tuvo la
extraña experiencia de pensar en dos
incidentes al mismo tiempo. Por una
parte, la intensa sensación de la
presencia de Maree!, como si estuviera
en aquella misma sala, no del Marcel
que la había besado, sino del fiel y leal
amigo que se había despedido de ella la
última vez que estuvieron a solas en el
garçonnière. Por otra parte, vio la clara
imagen de Lisette riéndose en la cocina
mientras informaba a Zurlina de que
Marcel pasaba las noches con Juliet
Mercier. La invadió la tristeza. Todavía
miraba a michie Vince, y su amor por él
era tan fuerte, tan incuestionable, que
por Marcel no sentía sino una nostalgia
agridulce, como la que se puede sentir
por un ser amado que ha muerto. ¿Pero
era posible que la concupiscencia que
había dañado una amistad que era más
profunda, más fuerte que cualquiera que
hubiera conocido, hubiera surgido sólo
por un corto período de tiempo? ¿Era
posible recuperar de alguna forma
aquella inocencia, aquella confianza?
Ahora ella esperaba un hijo, y él tenía
una concubina. Anna Bella retrocedió
muy atrás en su mente, hasta una tarde
que de niña pasó con él a solas en el
salón trasero de la casa de huéspedes.
El tema de conversación se le había
olvidado hacía tiempo, y sólo recordaba
la sensación de amistad, de amor puro y
sincero.
—¿Haría usted eso, michie Vince?
—preguntó—. ¿De verdad lo haría? Yo
creo que si usted le dijera que no pasa
nada, él vendría.
—Por ti haría cualquier cosa,
cualquier cosa que estuviera en mi mano
—respondió él con una peculiar
expresión de asombro.
Quería hacer el amor. Lo había
manifestado con aquellas señales
indefinibles: levantarse sin una palabra,
entrar a oscuras en el dormitorio, sin una
vela. Anna Bella oyó el suave sonido de
la colcha al retirarse. En cuanto estuvo
en sus brazos, él la alarmó con su
pasión, la sorprendió con la rapidez de
sus besos, explorando su cuerpo con una
vehemencia que ninguno de los dos
había conocido antes. Anna Bella no se
daba cuenta de que su embarazo lo
excitaba y lo aliviaba. Vincent ya no
tendría que tomar precauciones, la
sangre le hervía en las venas.
Más tarde ella volvió a encontrarle
en el salón, a solas. Él se dio la vuelta
enseguida y la abrazó con tan alarmante
urgencia que ella acercó la vela para
mirarle la cara.
—¿Qué pasa, michie Vince? —
preguntó—. ¿Es por el niño?
—No, no. —Él movió la cabeza,
cerrando los ojos. Anna Bella le creyó.
Había visto a menudo aquella expresión
torturad a en su rostro. Y ahora, como
siempre, él afirmó que no era nada, nada
—. Abrazante —suspiró.
Era algo que la pasión no podía
calmar. Pero por extraño que pareciera,
Anna Bella se sentía más cerca de él en
esos momentos, cuando él la necesitaba,
cuando se aferraba a ella. Y lo que había
entre ellos se transmitió de uno a otro a
través de sus cuerpos, como había
sucedido tantas veces cuando se
separaban en la puerta y un ser
desamparado que ella no conocía la
miraba a través de sus ojos negros.
Fue ese ser desconocido, dulce,
inquieto en su silencio y su devoradora
necesidad, el que vivió con ella los días
siguientes.
Y cuando llegó el momento en que él
debía marchar, Anna Bella lo vio
prisionero de aquella sombría tristeza y
sintió un zarpazo de dolor. Le conocía
más que a nadie en el mundo, y a pesar
de eso algo los separaba, algo
insuperable, algo que Anna Bella sabía
instintivamente que no tenía que ver con
ella.
Había algo de Vincent que no
lograba comprender. Durante toda su
vida le había resultado fácil contar sus
problemas, apoyar la cabeza en el pecho
del viejo capitán o dejar que brotaran
las lágrimas su primera noche de amor y
susurrar; «Monsieur, tengo miedo».
Enseguida sabía lo que la atormentaba o
lo que le rompía el corazón, como sabía
cuándo algo era deshonesto y la
enervaba.
Pero para un hombre de las
características
de
Vincent
tales
confidencias eran un lujo del que nunca
podría disfrutar, Y aunque de alguna
forma hubiera logrado superar su
profunda renuencia, había razones
particulares por las que no le podía
confesar a Anna Bella los problemas
que le acuciaban. Anna Bella conocía a
la familia Ste. Marie y a su cuñado
Philippe. Era impensable la idea de
agobiarla con los disturbios de
Bontemps.
En los meses siguientes a su vuelta
de Europa descubrió que el nuevo
capataz, mucho menos escrupuloso y
experimentado que el fallecido Langlois,
tenía carta blanca. Era evidente que
faltaba dinero de las arcas, o bien,
Vincent no lo supo al principio, había
sido malgastado por incompetencia.
Además, durante los meses que pasó
fuera, una esclava embarazada había
muerto a consecuencia de los azotes.
Habían cavado un agujero en el suelo
para que el niño quedara protegido
cuando ella se tumbara para recibir los
latigazos, pero la mujer abortó por la
noche y fue encontrada muerta a la
mañana siguiente. Los esclavos más
veteranos informaron a michie Vincent
en cuanto tuvieron ocasión de hablar con
él a solas. Nonc Pierre y Nonc Gaston,
los más viejos, se lo contaron todo en
respetuosos susurros y no tuvieron que
decirle que él era el único tribunal ante
el que podían apelar. Esa esclava era un
alma perdida, una pobre mujer. Ningún
hombre podía reconocer que era el
padre de ese niño, porque la situación
de los esclavos habría empeorad o.
Pero Vincent apenas prestó atención
a estas consideraciones, horrorizado por
aquella brutalidad y por el subsiguiente
descubrimiento de que se habían llevado
el cuerpo de la esclava y el del niño, sin
ninguna ceremonia, en una sucia
carretilla. Era justo lo que le
aterrorizaba del sistema de la
esclavitud: la absoluta crueldad y
barbarie que anidaba en la mala gente.
Era evidente que el capataz, tras pasar
sus primeros años en las vastas
plantaciones industriales de azúcar del
estado, había aprendido a tratar a los
esclavos como si fueran muías. ¡Había
que enseñarle cómo eran allí las cosas!
Aquéllos eran negros criollos, y eran la
familia de Bontemps.
Pero Philippe no le había
mencionado nada, ni siquiera de pasada,
y la antipatía que Vincent sentía por él,
larvada hasta entonces, se convirtió
ahora en una llama.
Además estaba el desagradable
asunto de Aglae, que estaba enfurecida
con sus doncellas. Alguien (¡alguien!) le
había robado su pequeño secreter
antiguo, un tesoro que le dejó su grandmère Antoinette. No le hubieran dado
mucho por él en una casa de empeños,
pero le tenía cariño y se le había roto el
corazón. El hecho de no poder decir
nada al respecto ponía furioso a Vincent.
Lo había visto en el salón de la casa que
había comprado para Anna Bell a y
sabía con toda certeza quién se lo había
regalado a Marie Ste. Marie.
Su confusión no habría sido tanta de
no haber crecido bajo la suave autoridad
de su cuñado, que siempre le había dado
muestra de extraordinaria amabilidad.
Respetaba a Philippe, pero tal vez los
largos meses pasados en Europa le
habían dado una perspectiva más sagaz,
la perspectiva de un hombre. Quizás
había estado ciego hasta entonces. Era
tan grave, que no podía hacer alusión a
ello. Si pusiera de manifiesto el
conflicto existente entre su cuñado y él
no podría seguir viviendo bajo el mismo
techo y, por supuesto, no tenía intención
de dejar Bontemps. Era la casa de su
padre. Y no le había pasado por la
cabeza dejar sola a Aglae, que todavía
lloraba por la reliquia robada.
—Siempre son esas cosas sin
importancia —se lamentaba—. El reloj
de oro de tu padre, los litros que él más
quería, y ahora el pequeño secreter.
¿Pero por qué no me roban las joyas,
por el amor de Dios? ¿Y quién es el
responsable? —En su desesperación
recitaba los nombres de las niñas negras
que había criado desde la infancia.
Vincent miraba ceñudo el fuego.
El señor de la casa, noche tras
noche, presidía las cenas y asignaba a
Vincent una espléndida asignación tanta
para sus necesidades personales como
para
las
nuevas
«obligaciones
domésticas», sin percibir ninguna
hostilidad por parte de su esposa o su
cuñado, o en caso de percibirla, sin dar
muestras de ello. Ahora bebía casi un
litro de vino con lacena y luego coñac,
sin falta.
No, Vincent no le podía contar nada
a Anna Bella, ni a nadie, Estaba
condenado al silencio, tanto por deber
como por una vaga pero insistente
ambición de la que no se sentía del todo
orgulloso. Hacía tiempo que estaba
decidido a no dividir su herencia del
resto de la plantación, de modo que un
matrimonio en fecha próxima estaba
fuera de cuestión. Bontemps era una gran
empresa que debía continuar tal como
Magloire la había concebido, una
empresa que debía mantener a sus
hermanas y a sus hijos. Bontemps sería
siempre Bontemps y de momento
Vincent no era más que una parte de ella
y se conformaba con instruir a sus
sobrinos más pequeños y preparar a
León, el hijo mayor de Philippe, para el
inevitable viaje al extranjero. Pero
seguiría aprendiendo todo lo que
pudiera sobre el cultivo y la gestión de
aquella magnífica tierra. Vigilaría de
cerca al nuevo capataz y le doblegaría si
era posible. Él sabía más que nadie
sobre el funcionamiento de Bontemps,
ahora que Langlois había muerto.
Philippe se encogió de hombros e
inclinó la botella sobre el vaso
murmurando «Eh bien».
Pero otra carga pesaba sobre su
alma, agridulce y desconcertante. Cierto
es que desde el principio Anna Bella le
había atraído, pero ahora le sorprendía
descubrir que la amaba mucho más de lo
debido. En realidad nunca había
esperado encontrar nada virtuoso en
aquella relación, nada noble o
particularmente hermoso. Lo único que
deseaba era saciar su pasión, y algo de
compañía en su forma menos sórdida. Al
encontrar a Anna Bella tan dulce y pura
cometió el error de pensar que era una
bobalicona.
En realidad pensaba que todos los
negros eran unos estúpidos.
No era tanto que Dios los hubiera
hecho inferiores como que ellos mismos
se habían convertido en una raza infantil
y tan estúpida que se habían visto
sometidos al yugo de la esclavitud.
Vincent, nacido en el régimen de las
grandes plantaciones, había juzgado a
los negros por sus cadenas. No sabía
nada de los horrores del Middle
Passage, la deshumanizada brutalidad de
las caravanas y su bastas de esclavos, y
ni siquiera comprendía del todo el
alcance de la tiránica eficacia
desarrollada por su propio padre en su
propia tierra. Y jamás habría imaginado
que los esclavos que tenía más cerca,
resignados hacía tiempo a su condición
—es decir, habiendo elegido aceptarla
antes que sufrir las miserias de una vida
de fugitivos—, sabían que él los
consideraba estúpidos, y habían
decidido astutamente no desengañarle en
lo más mínimo. Al fin y al cabo, era un
amo benevolente si no se le enfrentaban:
las cosas podían ir mucho peor.
Naturalmente las gens de couleur
planteaban un problema especial. Bien
criados y bien educados, solían inducir
al optimismo. De hecho, Vincent
acababa de instalaren su plantación un
proceso de refinado inventado por un
brillante joven de color, Norbert
Rillienx. ¿Pero cómo podía uno explicar
que vivieran allí, generación tras
generación, en un país y una región que
no los quería, que nunca les permitiría la
igualdad, que en último término quería
pisotearlos? ¿Cómo podía volver una
persona inteligente como Christophe,
declarando
sentimentalmente
que
aquélla era su casa? Resentido todavía
de su encuentro con él el verano
anterior, Vincent no podía pensar en él
sin furia, desconcierto y desdén.
Pero las mujeres de color eran más
patéticas. Las mujeres eran siempre más
patéticas, puesto que no decidían, no
cambiaban nada, no eran más que
víctimas. Más les valía ser dulces,
resignadas y discretamente pragmáticas,
como son siempre las mujeres.
¿Pero inteligentes? ¿Mujeres con
cerebro, con carácter? Jamás lo habría
esperado.
Anna Bella, sin embargo, lo había
desengañado enseguida.
Pronto descubrió Vincent que su
dulce pasividad no era en absoluto
indicativo de falta de intelecto o de
carácter. Lejos de ser una mujer vacía
convertida en una beldad criolla, era una
dama de la cabeza a los pies que había
asimilado los principios de la nobleza
por las mejores y más profundas
razones: porque esa nobleza hace
elegante y buena la vida, porque esa
nobleza, en su auténtico sentido, se basa
en el respeto y el amor a los demás, en
la práctica diaria de la caridad reflejada
en los modales y alimentada por los más
profundos principios morales.
Anna Bella, aquella muchacha bonita
y sencilla que no era consciente de su
gran atractivo, le impresionaba cada vez
más con su candor, con su inteligencia y
sus modales, que Vincent hubiera
querido para su esposa.
Sí, eso era lo peor: que ella era todo
lo que él hubiera deseado en una esposa,
todo lo que podría desear de una esposa,
y su felicidad, a pesar de sí mismo y de
la sombría expresión que a menudo le
mostraba, no conocí a límites.
Cuando Anna Bella le dijo que
estaba embarazada, una idea le
atormentó. De haber sido ella blanca,
Vincent se habría mofado de la vieja
tradición y la habría llevado, huérfana
como era, a Bontemps. Pero era algo
impensable: Anna Bella no era blanca.
De modo que la intensidad de su amor,
su particular intensidad que parecía más
apropiada para el estado del
matrimonio, le pesaba en el alma. ¿Qué
había hecho? Apenas podía soportar
estar lejos de ella. La necesitaba.
¿Cómo podría abandonarla jamás?
Eh bien, ¿cuánto llevaban juntos?
¿Medio año? Podía rezar para que
aquello se acabara. Pero sabía que la
suya era una pareja perfecta. No se
acabaría.
Así que cuando llamaba a la puerta
de Marcel Ste. Marie esa mañana de
mayo lo animaba un solo deseo, el de
obtener algo que ella deseaba, una
compañía a laque Anna Bella tenía
derecho. Se estremecía ante la mera idea
de la posesividad amorosa y del
servilismo de las concubinas de color.
Quería que la mujer que amaba recibiera
a sus amigos con dignidad, que
disfrutara en alguna medida de la vida
plena que él poseía. Si alguien le
hubiera dicho entonces que tenía otra
idea en mente, lo hubiera negado. No
comprendía del todo el carácter de sus
propios miedos.
Sólo cuando llegó a la Rue Ste.
Anne se dio cuenta de que no tenía
ningún plan práctico o inmediato. Desde
luego no podía atravesar la puerta de la
casita. Siguió caminando en dirección al
hotel St. Louis y de pronto se llevó un
sobresalto. Philippe y él respetaban
hacía tiempo el tácito acuerdo de no
marcharse de Bontemps a la vez, pero
allí estaba su cuñado, caminando
despacio hacia la esquina de la Rue Ste.
Anne y la Rue Dauphine, con Felix, el
cochero, que llevaba unas botellas de
vino y unos paquetes de alegres colores.
—Bonsoir, monsieur. —Vincent
dedicó a Philippe una ligera y cortés
reverencia.
—Eh bien, mon fils —replicó
Philippe con cansancio—. No podía
esperarte toda la vida. Además perdía
las cartas con tu primo, que se lo dijo a
su esposa, y ella se lo dijo a tu hermana,
y estos días no tengo un momento de paz.
—Luego se acercó con gesto afectuoso
—. Volverás enseguida, ¿verdad? Sabía
que volverías hoy o mañana.
—Ya iba para allá —contestó
Vincent con su habitual formalidad. Le
habría gustado señalar que su cuñado ya
se había ausentado varios días la
semana anterior, y la anterior y la otra.
De hecho Philippe se había pasado la
mayor parte de la primavera en Nueva
Orleans. Nunca coincidían en Bontemps.
—No, de verdad, escucha —dijo
Philippe confidencialmente, como si
fueran íntimos amigos—. Es Zazu, la
negra que les di hace años. —Hizo un
vago gesto hacia la casa, cuyos plátanos
se apretaban contra la cerca blanca—.
Está cada vez peor. No quiero estar
fuera demasiado tiempo, hasta que
veamos si mejora un poco con el buen
tiempo. Nació en la tierra de mi padre.
Vincent asintió, y Philippe soltó una
breve risa y señaló discretamente a un
muchacho cuarterón de llamativo pelo
rubio que se acercaba por el otro
extremo de la calle.
—¿Puedes creerlo? Es ti Marcel. El
año pasado creció un centímetro cada
mes.
A Vincent le ardió el rostro de
humillación. El muchacho, desviando
sus brillantes ojos azules, caminaba
como si no los hubiera visto. Una oleada
de odio invadió a Vincent, no hacia el
impecable cuarterón que pasaba de
largo como si no los conociera sino
hacia todo aquello: su cuñado sonriendo
disimuladamente al ver a su hijo
bastardo, Felix que llevaría a Aglae a la
iglesia el domingo siguiente, la
proximidad de aquella pequeña casa, y
él mismo, que se demoraba en esa calle.
Sintió tal asco que apenas fue consciente
de las formales despedidas y se marchó
a toda prisa hacia el hotel sin mirar
atrás.
Cuando por fin remontaba el río en
la cubierta del barco de vapor, resolvió
no mantener la promesa hecha a Anna
Bella. Se dio cuenta de que no podía
hablar con Marcel, el hijo bastardo de
Philippe. No quería que la familia Ste.
Marie tocara a su Anna Bella Le habría
gustado creer que ella no pertenecía a su
mundo. ¡Pero sí, formaba parte de él!
Sólo tenía que pensar en el pequeño
secreter, el secreter de Aglae que con
tanto orgullo tenía Anna Bella en la
mesilla de noche, para darse cuenta de
que aquél era también el mundo de Anna
Bella. Mientras el ocaso oscurecía las
orillas del río y las aguas reflejaban el
color pardo del cielo, supo con más
precisión cuál era el origen de su dolor.
No deseaba estar relacionado con ese
mundo.
Con Dolly Rose no había tenido
conciencia de ello, no conocía en
realidad nada de lo que la rodeaba, y su
pálida y adorable hijita había sido para
él una criatura situada en un complejo y
adornado
marco,
dolorosamente
separada de él, pero lejos también de
cualquier otro, Aun así, su muerte había
sido un alivio momentáneo.
Ahora todo se había acabado. Anna
Bella estaba embarazada y él le había
proporcionado una casa que era también
su hogar. Al cabo de unos meses ella
daría a luz a un hijo que bien podría ser
niño, un niño que se convertiría en un
joven, y ese joven sería mulato, como
mulato era el hijo rubio de Philippe. ¡Y
sería el hijo de Vincent! Jamás había
vivido su juvenil aventura con Dolly con
aquella extraña intensidad, jamás había
visto sus implicaciones, jamás la había
comprendido. La idea de tener un hijo le
hacía estremecerse. Vincent se arrebujó
en vano en su capa y le dio la espalda al
viento del río. Rezaría para que fuera
una niña. ¿Pero qué importaba en
realidad? Había vuelto a cometer el
mismo y trágico error. Se había forjado
una cadena que le ataba inextricable
mente a esa oscura sociedad que ahora
era para él demasiado real y que, a
pesar de la distinción y el atractivo
ritmo de las palabras gens de couleur,
era el mundo negro.
Cuando echaron la pasarela a tierra
en Bontemps, Vincent había decidido
dar a Anna Bella una explicación
sencilla. No deseaba hablar con su
amigo Marcel Ste. Marie. Sensible y
lista como era, no lo cuestionaría y
probablemente hasta lo comprendería,
ya que debía de saber, sin duda, cuál era
la relación entre ellos. Era la única
promesa que no había cumplido. Ella lo
olvidaría con el tiempo.
En cuanto puso el pie en sus tierras
olvidó todo el asunto.
El viejo Nonc Pierre le estaba
esperando con dos chicos negros para
recoger su equipaje. El esclavo dirigió
el camino de vuelta con un farol,
diciendo lo de siempre: que se alegraba
de dar la bienvenida al amo.
—¿Van bien las cosas? —murmuró
Vincent, más por cortesía que por otra
cosa. Mientras avanzaban hacia las
cálidas luces de la casa, una sensación
de seguridad iba disolviendo poco a
poco su depresión.
—Así así, michie —contestó el
esclavo, sin volverse para mirarlo a los
ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó Vincent,
casi irritado. Estaba exhausto. Pero no
pudo sacarle más al viejo Nonc Pierre.
Vincent entró en la casa con cautela,
sabiendo que por la mañana podían
esperarle
desagradables
sorpresas
cuando entrara en la oficina y averiguara
lo que había hecho el capataz. Nada
fuera de lo común, pensó sombrío. Y
Philippe no volvería en toda la semana,
sin duda.
Aglae le esperaba en el salón
grande, donde ardía un enorme fuego en
la chimenea. Vincent advirtió que había
estado estudiando los libros de la
plantación; que siempre se guardaban
bajo llave. Se quedó preocupado al ver
los enormes volúmenes. Le habría
gustado cambiarse de ropa antes de
sentarse frente a ella, pero Aglae le hizo
una señal para que se acercara.
Mientras le servía el coñac, la luz
del fuego marcaba sus rasgos afilados.
Se la veía demacrada Los volantes
fruncidos del cuello, su único adorno,
lejos de hacerla más dulce sólo servían
para enfatizar las afiladas líneas de su
rostro enjuto y las inevitables ojeras. Su
semblante no se iluminó de afecto, como
solía suceder cuando Vincent llegaba a
casa. Aglae se limitó a sacar una carta
de un fajo de sobres, todos abiertos sin
duda por el pequeño cuchillo de marfil
que tenía en la mano.
—Léela.
Vincent vaciló. Estaba dirigida a
Philippe. Pero su hermana insistió.
—Léela.
—Mon Dieu! —exclamó Vincent.
Dobló la carta y se la devolvió. En el
rostro pálido de Aglae no se reflejaba
ninguna inquietud. Le sostuvo la mirada
con firmeza.
—¿Tenías alguna idea de que había
hipotecado tanto? —preguntó ella.
—¡Es increíble!
—No, no es increíble —respondió
Aglae llanamente—. No es increíble si
después de tantos años de negligencia
uno ha ido contrayendo y acumulando
deudas.
Segunda parte
—I—
F
ueron unos días espantosos para
Rudolphe. Nunca se negó nada, y
desde luego tampoco se reconoció nada.
El hecho de que el grand-père lo
aceptara en silencio y que Richard se
comportara como si no sucediera nada
no servía más que para atormentar a
Rudolphe, que a las cinco en punto de
aquel cálido día de junio no deseaba
buscar el refugio de su propia casa. Pero
fuera donde fuese, por todas partes veía
las colas ante las urnas. Colas de
hombres que tenían propiedades, como
él, hombres que pagaban sus impuestos
como él, hombres que compartían con él
la preocupación por los sucesos
políticos y económicos del día, hombres
que lo tenían todo en común con él,
excepto una cosa: ellos eran blancos y él
era de color. Ellos podían votar. Él no.
—Monsieur, no lo piense más —le
diría Suzette esa noche en lacena, con
aquella irritante calma aristocrática. El
grand-père discutiría las elecciones,
periódico en mano, como si no pasara
nada, como si no existiera una
monstruosa injusticia que separase a las
prósperas gens de couleur de sus
semejantes.
Claro que para el grand-père la
guerra había terminado. La ludia había
sido encarnizada en los primeros años
del territorio de Luisiana, cuando las
gens de couleur batallaban por ser
ciudadanos de pleno derecho bajo la
nueva bandera. En el año 1814, el
general Andrew Jackson prometió la
ciudadanía a los miembros de los
batallones de color que habían luchado
con él para derrotar a los británicos en
la batalla de Chalmette. Y esto cuando
ciertos criollos blancos refunfuñaban a
puerta cerrada, temerosos de que
Jackson estuviera librando una «guerra
rusa» y quisiera quemar Nueva Orleans
como había quemado el zar Moscú antes
que rendirlo a una potencia extranjera.
Bien, la guerra se ganó cori las
vidas de los soldados de color que
lucharon valientemente codo a codo con
los blancos, pero las esperanzas de
ciudadanía de las gens de couleur se
perdieron del todo.
En los años que siguieron se hizo
evidente que el americano anglosajón
despreciaba y desconfiaba del «negro
libre», y que los batallones de color
habían sido engañados y utilizados. El
nuevo gobierno jamás se planteó
fortalecer
y
mantener
aquellas
orgullosas unidades de combate que
habían existido durante años con los
españoles y los franceses, porque no se
fiaba de los negros armados. El estado
de Luisiana les negó el derecho al voto y
les impuso más y más restricciones,
muchas más de las que la gente de color
había conocido.
Sí, se ganó la guerra y se perdió la
batalla, y el grand-père jamás volvería
a enfrentarse al blanco anglosajón.
Esa noche lo envolvería un aire de
superioridad si Rudolphe mencionaba
las elecciones y Richard, concentrado en
sus estudios, ni siquiera prestaría
atención al tema. No, cansado y furioso
como estaba aquella tarde de martes,
Rudolphe no deseaba volver a su casa.
A la única persona que deseaba ver
era a Christophe, aunque no sabía muy
bien por qué. Desde luego Christophe no
compartía, nunca lo había hecho, su
interés por la condición de las gens de
couleur. Poco después de su vuelta de
Francia, Christophe le había dicho a
Rudolphe que era un asunto que no le
concernía, que ya había hecho las paces
con todo eso porque de no ser así no
habría vuelto nunca. El incidente de
Bubbles en su clase no había debilitado
el compromiso que Christophe tenía
para con sus alumnos. Había aceptado el
hecho con sorprendente ecuanimidad y
no había vuelto a mencionar el tema.
Pero la actitud de Christophe
traslucía algo que estaba más allá de la
resignación. Era algo muy distinto del
silencio amargo del grand-père o el
moderado desdén de Richard. A
Christophe no le herían las injusticias de
su alrededor. Aunque tenía un éxito
evidente en la vida del día a día, parecía
sin embargo existir en un plano
diferente. A pesar de todo siempre había
respetado la preocupación de Rudolphe,
le respetaba incluso por su honesta
oposición cuando él quiso incorporar un
esclavo a sus clases. En otros momentos
se compenetraba con la frustración de
Rudolphe ante las cosas que no tenía
poder para cambiar.
Rudolphe tenía la impresión de que
Christophe le escucharía esa noche y le
ofrecería comprensión y consuelo.
Pero por desgracia se habían
interpuesto otros asuntos. Era a Dolly
Rose a quien debía ver por una cuestión
que no podía posponer ni delegar en
nadie. Se trataba del asunto de la tumba
de Lisa, la hija de Dolly, para la que el
rico
y
condescendiente
Vincent
Dazincourt había encargado una
magnífica estatua sin que ella supiera
nada. Narcisse Cruzat, el mejor escultor
de Rudolphe, llevaba meses trabajando
en el monumento. Ahora estaba
terminado, y Dolly tenía que ser
informada.
Dolly no había ido al cementerio. La
fiesta de Todos los Santos del
noviembre anterior acudió a la funeraria
para encargar las flores. Le temblaban
las manos y la embriaguez confería
brillo a su rostro. Rudolphe, que todavía
estaba furioso con ella por el asunto de
Christophe y el capitán Hamilton, la
habría evitado de no habérselo
impedido su sentido del deber. Pero
Dolly era entonces una mujer frágil en su
dolor.
—Encárguese usted de ello por mí,
michie Rudolphe —le dijo sin dobleces,
en voz baja, despojada de su florido
cinismo y su desdén. En aquellos
momentos mostraba el encanto de la
joven Dolly que tan a menudo acudía a
casa de los Lermontant a visitar a
Giselle, en tiempos pasados. Dolly era
entonces simplemente Dolly, no la belle
dame sans merci destinada a ser la
trágica heroína de una vida espectacular
y sórdida.
Bueno,
todo
aquello
era
consecuencia de su dolor. El mismo
Rudolphe había atendido entonces la
tumba de Lisa.
Pero ahora, unos meses después, no
se hacía ilusiones. Sabía cómo iba a
encontrar a la apenada madre, si es que
podía hablar con ella. La casa de la Rue
Dumaine gozaba de triste fama. Se veían
carruajes aparcados en la puerta toda la
noche, y los caballeros blancos pagaban
generosamente sus refrescos con sumas
adecuadas para cubrir el entretenimiento
y la compañía caso de desearla. Los
vecinos estaban indignados, pero la
clientela de Dolly era de la clase más
rica y aquello era la «ciudad vieja»,
¿qué se le podía hacer?
Rudolphe, que jamás en su vida
había entrado por una puerta de
servicio, ahora pensaba con alivio en
emplearla.
Cinco y cuarto. El reloj de su mesa
dio la hora justo cuando él abría la
puerta de la funeraria. Antoine estaba
conversando con una mujer blanca de
Boston que acababa de perder a su
hermano y quería que se hicieran un par
de guantes de seda negra para todos los
asistentes al funeral. Se podía hacer, se
podía hacer cualquier cosa, siempre,
claro está, que las costureras trabajaran
día y noche. Rudolphe supervisó
rápidamente el género, limpió el polvo
de los mostradores, sincronizó el reloj
de la mesa con su infalible reloj de
pulsera y se fue a la pedrera, a una
manzana de distancia.
Hacía mucho tiempo que había
hablado por última vez con Narcisse, su
joven escultor mulato, y además estaba
deseando ver con sus propios ojos el
monumento para la tumba de la pequeña
Lisa.
Narcisse era el mejor.
Hijo de una esclava libre y un
hombre blanco, a sus veinticinco años
ya había salpicado los cementerios de la
First Municipality con su asombroso
arte funerario, fresco, delicado y de
exquisita talla, de modo que a las
pedreras de los Lermontant acudía gente
de toda la ciudad e incluso de otros
lugares a hacer sus encargos.
Rudolphe, lleno de admiración por
el joven Narcisse, sentía un profundo
interés por él, por su talento y por sus
proyectos. Había llegado el momento de
invitar al joven a su casa a cenar, de
presentarlo socialmente tal como se
merecía, pasando por encima de la
ceremonia y las costumbres de las
familias de abolengo, elitistas y
selectivas como eran. El mundo social
de Rudolphe, naturalmente, se componía
de gente así: los LeMond, los Vacquerie,
los Rousseau y recientemente los
Dumanoir. Estaban incluidas por
supuesto las mulatas prósperas y
respetables cuyas relaciones con
hombres blancos proporcionaban a sus
hijos buena crianza, educación y
riqueza. En muy rara ocasión se
desafiaba esta atmósfera cordon bien
con la inclusión de gente más humilde,
pero en el caso de aquel brillante
escultor debía hacerse una excepción.
Tenía el joven una gentileza natural, algo
inevitable en una sensibilidad tan
sublime, realzada por la divina
habilidad de sus manos.
Cuando entró Rudolphe en el patio
tras el cobertizo y posó los ojos en el
nuevo monumento, se quedó literalmente
sin aliento. Empezaba a anochecer. Unas
luces ardían tras un tejado cercano y el
cielo era de un maravilloso color
lavanda sobre los árboles oscuros. Pero
la luz del sol no se había ido del todo,
de hecho en aquel momento parecía
palpitar en todos los colores: la
buganvilla roja que colgaba de la vieja
cerca, los lirios silvestres que se
arracimaban tras la pequeña cisterna, la
hierba bajo sus pies. In aquel radiante
momento del ocaso suavizado por el
cálido aire de verano, Rudolphe vio el
ángel de mármol de un blanco
relumbrante. Tenía la cabeza inclinada y
los brazos tendidos para abrazar la
pequeña figura de una niña y su rostro
estaba marcado por la aflicción, poruña
aflicción inexplicable. La niña, vestida
con una túnica de clásicos pliegues, se
acurrucaba con los ojos cerrados bajo
las alas del ángel.
Sólo se oían débiles sonidos a lo
lejos. Rudolphe estaba a solas con el
ángel y la pequeña, que parecían vivos
sobre el alto pedestal de madera. Dio un
paso adelante, curiosamente consciente
del crujido de la hierba bajo sus pies, y
con suavidad, con mucha suavidad,
tendió la mano. Le dolía la expresión
del ángel, sentía angustia al ver el cuello
inclinado de la niña y, sumido en aquella
inesperada experiencia, no oyó a
Narcisse que se acercaba desde el
cobertizo.
Rudolphe apartó la vista lentamente.
El joven mulato en mangas de camisa,
con un pequeño martillo sobresaliendo
del bolsillo de su chaleco, parecía
totalmente irreal. Rudolphe tuvo la
incómoda sensación de que había
perdido la noción del tiempo.
—Eh bien, Narcisse —dijo. Volvió
a mirar el ángel, los párpados
entornados en su rostro afligido, la boca
medio abierta en un sollozo—. Eh bien,
Narcisse —repitió.
Narcisse sonreía. Su piel marrón
oscuro estaba cubierta de una fina
película de polvo y su ancha boca
africana cedió fácilmente a una serena
expresión de placer al percibir lo que se
leía en los ojos de su jefe. Rudolphe
trabajaba
todos
los
días
con
monumentos, con tumbas, con el dolor, y
aun así se había quedado sin habla a los
pies del ángel.
En ese momento, como si hiciera un
esfuerzo por liberarse, Rudolphe se dio
la vuelta y trazo un pequeño círculo en
torno al patio. Caminaba pensativo,
frotándosela barbilla.
Narcisse mientras tanto se había
sacado un recibo del bolsillo y lo había
abierto con sus dedos ásperos para que
Rudolphe lo viera.
—Hoy lo ha pagado todo, monsieur
—dijo en un francés muy correcto,
evitando el criollo michie—. Se ha
quedado muy contento.
—Desde luego. —Rudolphe asintió
con la cabeza, mirando de lejos la
escultura. El sol había abandonado las
flores, los árboles carecían de forma en
la oscuridad, pero la estatua, de un
metro y medio de altura y perfectamente
pulida, se había convertido en una fuente
de luz.
Apenas era consciente de que
Narcisse le hablaba, que le estaba
diciendo que quería tratar con él de un
asunto urgente. Su francés era decoroso,
el muchacho parecía inquieto, un poco
triste. Por fin Rudolphe se apretó con
los dedos el puente de la nariz, alzó un
Ínstamelos hombros y dijo, casi irritado:
—¿Qué pasa?
—… Que por fin hemos ahorrado el
dinero, monsieur. Mi madre, mis tíos, la
Sociedad
de
Artesanos.
Podría
marcharme cualquier día, monsieur, es
decir, cuando le venga mejor. Me
marcharé en cuanto usted me lo
permita…
Ahora el muchacho aparecía
claramente ante Rudolphe, delante de la
escultura, con el polvo pegado a sus
oscuras pestañas y el apretado halo de
su pelo negro. Sus palabras eran suaves,
sinuosas, discretas y Rudolphe, sin
haberlas oído siquiera, supo lo que
significaban. El muchacho se iba a
Europa, se iba a Italia a estudiar arte.
Rudolphe sabía que a Narcisse le
decepcionaría ver que su jefe agachaba
la cabeza, que le daba la espalda. Pero
por un momento se quedó sin habla y le
pareció que la amargura que había ido
creciendo en él a lo largo del día le
subía a la boca con sabor a veneno.
—Te vas —susurró—. Te vas, igual
que todos.
—¡Pardonnez, Monsieur!
Rudolphe movió la cabeza. Cuando
se dio la vuelta, la escultura se había
tornado
ligeramente
brumosa,
oscurecida por sombras que nublaban el
hermoso rostro del ángel.
—Monsieur, he trabajado muchos
años para esto…
—¡Sí, sí, sí! —exclamó Rudolphe
con hastío, y sin dar más explicación se
metió en el cobertizo. Allí se sentó en
una silla, sin preocuparse del polvo ni
de la suciedad, y apoyó el brazo en la
mesa de pino que había contra la pared.
El chico tardó en acercarse, al advertir
el disgusto de Rudolphe. Ahora era él el
que agachaba la cabeza.
—¿Qué puedo hacer aquí, monsieur?
—Su figura se recortaba totalmente
oscura en la puerta—. En Roma puedo
estudiar con los mejores maestros,
monsieur, puedo tener un futuro… —Las
palabras se iban sucediendo.
Pasó un buen rato antes de que
Rudolphe pudiera hablar.
—Ya lo sé, Narcisse, ya lo sé. —Se
sacó del bolsillo del abrigo la billetera
de cuero y la dejó sobre la rodilla—. Lo
que pasa es que todos los jóvenes con
talento nos dejan, Narcisse —suspiró.
—Monsieur —dijo el chico con tono
tranquilo y razonable—, ¿aquí qué
puedo esperar? Mi trabajo es admirado,
sí, pero a mí no me admirarán nunca.
Era la vieja historia de siempre.
¿Por qué contarla otra vez con palabras?
—Puedes ir donde quieras —
explicó Rudolphe—. Jacques se hará
cargo de los pedidos, y si hay algo
especial… Bueno, mañana repasaremos
juntos los libros y ya hablaremos.
Rudolphe
se
puso
en pie
pesadamente, como soñoliento. Abrió la
billetera y oyó el sincero resuello del
muchacho al recibir los billetes.
—Pero monsieur…
—No, no, no… te lo mereces —dijo
Rudolphe, que ya se marchaba.
Cuando llegó a la Rue Dumaine era
de noche.
Ocupó la mente en asuntos prácticos:
cómo presentaría en la reunión con su
Sociedad Benéfica, al día siguiente, la
decisión de recaudar un fondo para
ayudar en Roma al joven escultor.
LeMond estaría dispuesto a ello y
Vacquerie encantado, pero Rousseau
probablemente se opondría. ¿No contaba
ya el muchacho con su Sociedad de
Artesanos? «¡Sabes muy bien que
agradecería mucho nuestra ayuda!»,
insistiría orgullo so Rudolphe. Pero por
mucho que lo intentara, no podía olvidar
la amargura de perder a Narcisse, y
cuando se acercó a la casa de Dolly, con
su profusión de luces, sentía una
necesidad angustiosa de distraerse.
Y Dolly era una de las distracciones
más poderosas que conocía.
Lo cierto es que a Rudolphe siempre
le había gustado; de joven incluso lo
tenía encandilado. Era un hombre fiel y
estaba muy enamorado de Suzette, pero
la fidelidad no siempre le había
resultado fácil, y siendo un hombre de
robusta complexión y guapo al estilo
caucasiano, con la piel color marrón
claro, no le habían faltado ocasiones
para descarriarse. Tan sólo unos pocos
deslices habían empañado el respeto
que se tenía, unos Lapsos carentes de
afecto y de cariño. Al confesárselos más
tarde a Suzette, había soportado sus
desdeñosos reproches casi agradecido,
decidiendo no volver a transitar por
caminos sórdidos.
Pero en el fondo de su corazón había
deseado de verdad a unas pocas mujeres
hermosas, mujeres a lasque jamás habría
soñado tocar. Una de ellas era Juliet
Mercier en su juventud, que le había
embrujado sin haber sido consciente de
ello, y otra era Dolly Rose.
No era sin embargo la Dolly que se
había convertido en la amante de
Dazincourt, ni la mujer que había
acudido borracha y con mirada de loca a
la fiesta de cumpleaños de Marie Ste.
Marie. Él había deseado a la joven
Dolly, la honesta Dolly, una de las
mujeres más puras, dulces e inocentes
que Rudolphe había conocido jamás.
Durante los años en que ella frecuentó
su casa, cuando era amiga de Giselle,
Rudolphe vivía en un infierno particular
cuando la contemplaba, cuando oía su
risa íntima, cuando sentía el ingenuo
contacto de su mejilla al ponerse ella de
puntillas para saludarlo con un beso.
Puesto que le encantaba entretener a los
respetables jóvenes de color que
acudían a visitarlas a Giselle y a ella,
Rudolphe había imaginado que Dolly
sería la última en seguir los pasos de su
madre. Al fin y al cabo los tiempos
estaban cambiando, y ya habían pasado
los días de les sirènes, como llamaban a
madame Rose y a las viejas beldades de
Santo Domingo. En los últimos años
había ya algo sórdido en la Salle
d'Orleans, donde las mujeres de color
acudían para encontrarse con sus
«protectores» blancos, y seguramente
Dolly, tan fresca, tan fuerte y tan
femenina, no elegiría el viejo camino.
Pero lo eligió. A los dieciséis años
había sido presentada en los «salones
cuarterones». Giselle se había arrojado
llorando sobre su cama cuando
Rudolphe le prohibió que la volviera a
ver, y el día que se casó en la catedral
de St. Louis no advirtió que Dolly
contemplaba la boda desde el fondo de
la iglesia. Rudolphe sí que la vio, y
jamás olvidaría aquella hermosa figura:
Dolly engalanada como una dama de
honor, totalmente sola, observándolo
todo con lágrimas en los ojos.
Claro que para entonces ya era rica
y tenía una hermosa hijita. El joven
Vincent Dazincourt la tenía envuelta en
sedas y satenes. Cuando Dazincourt
acudía a la ciudad, contrataba una
orquesta privada que tocara para ellos.
Rudolphe apenas volvió a ver a
Dolly después de aquello. Cuando
perdió a su madre ya era una mujer
amargada y libertina. Pero él nunca
olvidó la imagen de aquella prístina
muchacha en flor.
Era precisamente aquella muchacha
la que hacía llamear la furia que
Rudolphe sentía por la mujer en la que
se había convertido.
Ahora que se acercaba por el
camino de su casa, no deseaba verla, no
deseaba discutir con ella sobre la tumba
de su hija ni quería escuchar sus rudas
invectivas contra Vincent Dazincourt.
Sin embargo sentía una morbosa
curiosidad. A pesar de despreciarla por
su comportamiento con Christophe,
jamás había imaginado que su vida
tomaría aquel rumbo. Le había augurado
una serie de romances infortunados, los
casi respetables compromisos de
placage rotos una y otra vez por sus
caprichos. La vejez habría puesto fin a
todo ello, un final miserable, sin duda.
Pero la «casa» de Dolly (y la
palabra merecía sus connotaciones) era
una de las más prósperas del Quarter,
hacía furor por su novedad y por la
perspicacia de la que Dolly había hecho
gala. Todo era muy inteligente, aunque
espantoso. Dolly había renunciado a
todo. Pero al mismo tiempo había
triunfado.
Rudolphe no se sorprendió al entrar
a un jardín iluminado por hileras de
hermosos farolillos y velas sobre las
mesas de hierro en las que se habían
reunido ya algunos hombres blancos en
compañía de mujeres de piel oscura.
Tampoco le sorprendió que una joven y
hermosa mulata se le acercara enseguida
para preguntarle qué deseaba, para
luego ir a informar a la señora.
Le condujeron al piso superior, hasta
las habitaciones de los criados, y
Rudolphe vaciló ante la puerta señalada.
En el piso principal nadie le había
hecho más caso que a un sirviente negro,
pero estaba demasiado cansado para
irritarse y no sentía más que una vaga
excitación ante la perspectiva de ver lo
que realmente era Dolly.
Fue su doncella laque abrió las
pesadas puertas verdes y le indicó que
entrara.
Las brillantes lámparas de la
habitación le cegaron un instante. Luego
quedó sobrecogido.
Lo que había sido un pequeño
saloncito de la servidumbre estaba
atestado con todos los muebles del
dormitorio que tenía Dolly en la casa
principal, al otro lado del jardín. Allí
estaba la inmensa cama de cuatro postes
de la que Rudolphe había levantado a
Christophe borracho el verano anterior,
y la inmensa cómoda con sus espejos
biselados, y el biombo pintado. Dolly
estaba sentada junto a un escritorio de
cortina, a los pies de la cama, muy
tranquila, con un vestido de cotonía azul.
Su abundante cabellera negra caía suelta
en ondas sobre su espalda. Se volvió a
saludarle con el rostro radiante y
expresión juvenil, sin rastro de dolor.
—Pase, Rudolphe —le dijo sin
burla. Dejó la pluma que tenía en la
mano. Rudolphe echó un rápido vistazo
a los libros abiertos y vio columnas de
números y una gran cantidad de dinero,
una imprudente cantidad, metida en una
caja metálica abierta también—.
Siéntese, Rudolphe. ¿Qué le trae por
aquí? —Como si fueran viejos amigos.
Llevaba la cintura modestamente
envuelta con un cinto y el escote
cubierto hasta el cuello por una espuma
de volantes de seda beige. En aquel
momento de peculiar intensidad
Rudolphe pensó que el pecado le había
sentado bien. De hecho hacía años que
Dolly no tenía tan buen aspecto. Parecía
casi… Rudolphe sacudió rápidamente la
cabeza.
—Es por el asunto de la tumba,
madame. La tumba de su hija. Se trata de
un monumento que ha ordenado
monsieur Dazincourt.
Ella parpadeó un instante, alterando
su limpia mirada de ojos negros, y esto
le hizo ponerse tenso y prepararse para
los excesos que había contemplado en
otros tiempos. Pero Dolly se quedó
pensativa y dijo:
—No sabía nada.
—Es muy hermoso, madame, y de lo
más apropiado. Lo encargó hace unos
meses. "Yo pensé que era un pedido de
usted, pero hace poco quedó terminado y
hasta ayer por la tarde no volví a prestar
atención al asunto. He visto la escultura
en cuestión y le aseguro que es muy
apropiada. Pienso que tal vez debería
verla usted misma.
Intentó entonces describirla con
pocas palabras, pero era imposible
hacerle justicia. Volvió a revivir el
ambiente del cobertizo y el patio, junto
con la noticia de que Narcisse se iría
pronto al extranjero, y descubrió que por
muy hermosa que fuera la estatúale
desagradaba pensar en ella, le
desagradaba
volver
a
quedar
sobrecogido por aquella sensación de
angustia y la creciente oscuridad del
ocaso. Había dejado de hablar y miraba
ceñudo la alfombra, el zapato de piel de
Dolly y la cotonía contra el empeine
desnudo de su pie.
—Naturalmente haremos lo que
usted desee, madame —dijo, alzando la
vista—. Pero debería ver la estatua,
antes de tomar una decisión.
—Conozco el trabajo de Narcisse
—le respondió ella—. Todo el mundo lo
conoce. Ponga la estatua en su sitio. —
Su actitud era de lo más razonable.
Estaba sentada de espaldas a la mesa,
con un codo sobre el libro abierto y las
manos pálidas entrelazadas.
—Muy bien, madame. —Rudolphe
se levantó de inmediato y fue a coger su
sombrero.
—Rudolphe —dijo ella de pronto—.
No se vaya tan pronto.
Él estaba a plinto de inventar alguna
excusa trivial cuando advirtió que la
actitud de Dolly no se debía meramente
a la cortesía. Su rostro era firme, pero
su expresión implorante.
—¿Cómo está madame Suzette? —
preguntó—. ¿Y Giselle?
—Muy bien, madame. Las dos están
muy bien.
—¿Y Richard? Richard me hizo un
gran favor una vez, trayéndome a casa
cuando me puse enferma.
Rudolphe asintió. No sabía nada de
aquello, desde luego. Su hijo era un
caballero y no se había molestado en
contárselo, pero eh bien, la gente se
pasaba la vida diciéndole lo amable o lo
cortés que había sido Richard. Bien.
—Muy bien, madame —dijo con el
mismo tono apagado y desalentador.
—¿Es cierto que está cortejando a la
niña Ste. Marie? —Rudolphe se puso
tenso al oír la pregunta, y se dio cuenta
de que miraba a Dolly con el ceño
fruncido, en tanto ella mostraba una
expresión franca.
—Es demasiado joven —murmuró
con indiferencia. De nuevo hizo ademán
de marcharse.
—¿Y Christophe?
Richard se volvió para mirarla. Sólo
ahora comenzaba a sentirse inquieto.
Dolly esperaba una respuesta con la
frente arrugada, la barbilla alzada y el
cuerpo ligeramente inclinado hacia
delante en la silla.
—Usted lo ve, ¿verdad? ¿No asiste
Richard a su escuela?
—Le va muy bien, madame —
contestó Richard, insegura de su voz. No
se le daba muy bien fingir cosas que no
eran ciertas ni comportarse como si no
existieran las viejas heridas—. ¿Y a
usted, madame? —preguntó, súbitamente
molesto—. ¿Cómo le va a usted?
De nuevo un parpadeo alteró la
mirada tranquila de Dolly. Bajó la vista
al tiempo que con la mano buscaba
alguna imperfección en la página del
libro. Sus pestañas oscuras proyectaban
una delicada sombra sobre sus pómulos.
—Ya no salgo mucho, monsieur. No
veo a nadie —dijo con voz grave—.
Sólo me preguntaba si… si le iba bien.
—Lleva una vida ejemplar —
murmuró Rudolphe sintiendo el calor de
la sangre en las mejillas—. Tiene que
rechazar alumnos y da clases
particulares por la tarde, aunque desde
luego es una vida dura. Los maestros no
se hacen nunca ricos.
Dolly se quedó pensando, en eso o
en otra cosa, y cuando volvió a hablar lo
hizo con un tono de voz suave y un poco
triste.
—¿Podría entregarle un mensaje de
mi parte, monsieur?
Rudolphe prefería no hacerlo, desde
luego, pero ¿cómo decírselo a ella? Al
final optó por callar, convencido de que
su silencio sería elocuente.
Sin embargo Dolly fue a arrodillarse
junto a la cama para sacar una gran
maleta de piel.
—Espere, permítame —masculló
Rudolphe resentido. Le cogió la maleta
y al mismo tiempo la mano, húmeda y
cálida, de un color casi idéntico al de la
suya.
—Quiero que le dé esto de mi parte
—dijo ella.
Rudolphe dejó la maleta junto a la
puerta. Pesaba mucho. No acertaba a
explicarse por qué no podía hacer el
recado cualquier esclavo puesto que
Dolly contaba con esclavos de sobra. La
idea de ir por las calles arrastrando
aquella maleta le inquietaba.
—¿Qué es? —preguntó.
—Herramientas de afinar. Son de
Bubbles. No puede hacer su trabajo sin
ellas —murmuró Dolly. Estaba junto a
su mesa, con la vista baja y la cabeza
ladeada.
—Ah. —Rudolphe había oído la
historia en repetidas ocasiones. Una vez
que paró a Bubbles en la calle para
preguntarle si podía afinar el espinete
nuevo, el esclavo se lamentó de que
Dolly no quería devolverle las
herramientas. Todo aquello era ahora un
gesto impulsivo de Dolly, que en aquella
habitación tan iluminada a las siete de
una tarde de verano había decidido
portarse bien con Bubbles simplemente
porque Rudolphe había pasado por allí
—. Desde luego se las entregaré a
Christophe de camino hacia mi casa —
murmuró.
—¿Sabe, Rudolphe? —le dijo ella,
sonriéndole de pronto—. Nunca quise
hacerle tanto daño a Christophe. Nunca
quise causarle tantos problemas, ni a
usted tampoco.
—Es agua pasada, madame —
replicó él casi cortante.
Rudolphe agarró la maleta pero ella
se acercó, le cogió el brazo y le
presionó con suavidad la mano derecha
para que la soltara.
—Rudolphe…
Dígaselo
a
Christophe de mi parte.
Él se quedó un momento mirándola a
los ojos sin decir nada. Y entonces, sin
pensarlo, susurró con toda sinceridad:
—¿Por qué, Dolly? ¿Por qué esta
casa? ¿Por qué todo esto? ¿Es que no
había otro camino?
Al principio ella se limitó a mover
la cabeza mientras la sonrisa se le hacía
cada vez más amplia, más radiante.
Luego se apoyó contra él, con la mano
en su hombro.
—A veces pienso que si Christophe
hubiera sido… bueno, si hubiera sido de
los que se casan, tal vez todo sería
diferente, muy diferente. Pero es una
tontería, ¿no le parece? Es una tontería
pensar ahora en eso.
—Yo creo que es demasiado fácil,
Dolly —respondió él. No podía
imaginársela satisfecha con hombre
alguno, y mucho menos con uno de color.
Era absurdo. De hecho le repugnaba la
imagen de un matrimonio sórdido y
miserable entre Christophe y ella. Pero
era difícil pensar con claridad cuando la
miraba. La frente de Dolly estaba tersa,
con un gesto tan despreocupado como el
de una niña.
—¿Cree usted de verdad en la vida
después de la muerte? —preguntó.
Rudolphe se sorprendió, pero respondió
de inmediato—. Sí.
—¿Y que los muertos están… en
alguna parte?
—Desde luego.
—¿Cree que Lisa está en alguna
parte… y que volveré a verla?
Le miró con los ojos húmedos.
—Sin duda.
—¿Y que mi madre está en alguna
parte… y sabe lo que hago?
Ah, así que era eso. Rudolphe la
miró, buscando en vano alguna frase que
la consolara. Nunca tenía problemas de
ese tipo cuando trataba con las familias
de los difuntos en los funerales y
velatorios y se extrañó de que aquella
habilidad suya, tan ejercitada, le fallara
en ese momento. Tal vez fuera el rostro
de Dolly, que tenía los ojos muy
abiertos, con expresión reflexiva, nada
sentimental.
—Imagínese lo que habría pensado
mi madre si me hubiera casado con
Christophe. Su preciosa Dolly con un
hombre de…
Rudolphe se dio la vuelta. La sangre
le palpitaba de pronto en la cara. Era un
insulto que Dolly le hablara de esa
forma, y no pensaba soportarlo. Cogió al
instante la maleta de las herramientas,
dispuesto a marcharse sin que nada
pudiera retenerlo.
Pero ella le rodeó la cintura con el
brazo. Tenía la vista baja y le rozaba el
pecho con la cabeza.
—Tengo que irme, madame —le dijo
él. De la casa grande llegaba una débil
música y en el patio se oían confusos
murmullos.
—No importa, ¿verdad? —suspiró
Dolly—. Hubiera dado igual que me
casara con él, ¿verdad? Al fin y al cabo,
mamá ya se está removiendo en su
tumba.
—La vida es para los vivos, ma
chère —replicó Rudolphe de súbito, sin
darse cuenta de que le había puesto a
Dolly la mano en el hombro y que se lo
apretaba ligeramente—. Lo que los
muertos piensen de nosotros no es más
que una fantasía de nuestra mente. La
vida es para los vivos, para nosotros.
Cierre esta casa, por su bien. Está en su
mano.
Salió al porche. Ella dejó caer los
brazos y le sonrió. Su pelo, tan
voluminoso, era una sombra oscura tras
ella que le llegaba a la cintura.
—Rudolphe, nada de esto me
preocupa. Ya he tomado mi decisión, y
me gusta. Y tal vez, tal vez sea la única
decisión que de verdad he podido tomar.
—Dolly, Dolly. —Rudolphe movió
la cabeza.
Pero Dolly no estaba triste ni
resentida.
Había
hablado
con
sorprendente convicción. Se apoyó en el
marco de la puerta, cruzada de brazos,
oscureciendo por un momento la luz a
sus espaldas.
—Es una sensación sublime hacer lo
que a una le place poruña vez, ser dueña
de sí misma, ser dueña de la propia
alma.
—¿Cómo puede decir eso? —
protestó él.
—Yo no voy a aquella casa,
Rudolphe. Hace meses que no voy. —
Sonrió—. Puedo hacer lo que quiera, lo
que me plazca. Y le voy a decir una
cosa… Si no le tuviera tanto afecto a
madame Suzette le rogaría a usted que se
quedara aquí… conmigo. Nadie se
enteraría de nada, a nadie le importaría.
Solos usted y yo, aquí. Pero tal vez
subestimo a madame Suzette. Siempre ha
sido una mujer comprensiva, tal vez
perdonara… quiero decir, si alguna vez
descubriera que…
Rudolphe se la quedó mirando un
instante con cara de asombro. Luego
dijo suavemente:
—Adieu, madame.
Era ya muy tarde cuando esa noche
llegó por fin a su casa. Bubbles había
saltado de alegría al ver las
herramientas. Hacía poco había
rescatado un piano destrozado de un
incendio en el barrio y lo estaba
restaurando en el cobertizo de
Christophe. Ahora, con las herramientas,
podría terminar la tarea, y su gratitud no
tenía límites. Era Bubbles entonces un
muchacho elegante, acostumbrado ya a
la ropa buena que Christophe le seguía
dando, y pronto podría ganar dinero
para él y para Christophe, que lo
necesitaba con urgencia. La casa de los
Mercier, después de tantos años de
abierto descuido era un gasto constante,
así como una inestimable propiedad.
Christophe invertía en las continuas
reparaciones hasta el último penique que
ganaba.
El mismo Christophe tampoco había
decepcionado a Rudolphe, y después de
aceptar las expresiones de buena
voluntad de Dolly con un caballeroso
asentimiento de cabeza, le ofreció una
copa de vino y su comprensión.
Coincidía con él en materia de política,
como siempre, pero el actual estado de
las cosas le dejaba indiferente, excepto
en un punto: ahora era muy difícil
liberar a un esclavo. Christophe quería
liberar a Bubbles pero para ello el
muchacho tendría que haber cumplido
los treinta años de edad y ser
autosuficiente, a menos que se cursara
una instancia y se le concediera como
excepción, lo cual resultaba cada vez
más difícil de lograr. Luisiana tenía
miedo de su población de negros libres
y no deseaba verla incrementada.
Entretanto otros negros libres y gentes
de color acudían a Nueva Orleans desde
todas las zonas del sur buscando el
anonimato y la tolerancia que ofrecía la
ciudad. La asamblea legislativa
intentaba una y otra vez controlar esta
inmigración, limitarla, prevenirla. Su
desdén por la población de color era
evidente por demás.
Christophe estaba alerta pero
tranquilo respecto a todo esto, se
mostraba solidario pero distante.
Rudolphe, tal como esperaba, se sintió
mejor después de hablar con él, después
de desahogarse. Justo antes de
marcharse se le ocurrió que la actitud de
Christophe representaba una alternativa
de la que él no había sido muy
consciente anteriormente. Christophe
sabía con exactitud lo que le estaba
pasando a su gente y le importaba
mucho, pero no se sentía personalmente
humillado por ello. Consideraba que su
tarea consistía en educar a sus alumnos y
estaba decidido a esforzarse por hacerlo
a la perfección, al margen de las
injusticias de su época y su ciudad.
Una época y una ciudad que a
Rudolphe le parecían más soportables
cuando finalmente volvió a su casa. Si
era posible percibir en profundidad la
situación, sin justificarla ni ignorarla, y
aun así tener paz espiritual, bueno…
valía la pena intentarlo. La única
palabra que a Rudolphe se le ocurría
para describir esto era «sabiduría».
Y fue la sabiduría en cierta medida
lo que le hizo detenerse esa noche ante
la puerta de su hijo.
La habitación estaba abierta para
dejar pasar el aire fresco de la casa.
Richard estaba inclinado sobre sus
libros a la luz de la lámpara. Llevaba
una bata abierta en el cuello que dejaba
al descubierto el pelo oscuro de su
pecho, y a Rudolphe le pareció, como
siempre que lo veía de forma
inesperada, un hombre mayor, un hombre
imponente.
Se quedó allí parado, intentando
poner en su sitio aquella impresionante
figura: era su hijo, el más pequeño, un
muchacho de diecisiete años.
—Mon père —murmuró Richard
cortésmente, Levantándose de la mesa.
Rudolphe, que no le gustaba mirarle
desde su inferior estatura, le hizo señas
de que se sentara. Entró en el dormitorio
y lo inspeccionó brevemente, con el
ceño fruncido.
Aquélla era siempre su actitud en
presencia de Richard, la misma actitud
que adoptaba en presencia de sus
sobrinos, sus empleados, sus esclavos.
Su propósito era sencillamente producir
un estado de tensión en los demás: este
hombre investido de autoridad puede
encontrar algo aquí que no sea perfecto.
Todo el mundo sabía que Rudolphe no
admitía más que la perfección, que era
un hombre imposible de satisfacer.
Richard sentía ahora esa tensión.
Pasó la vista furtivamente por la sala y
vio, con una punzada de dolor, que se
había dejado las botas sucias en la
chimenea. Si hubiera llamado a
Placide… Pero su padre no había
reparado en las botas ni en la frívola
novela de la mesilla de noche sino que
había fijado su atención en el
daguerrotipo de Marie.
Richard sintió un nudo de ansiedad
en el estómago. Tenía que traducir unos
versos antes de acostarse, y ahora esto.
Pero Rudolphe se volvió hacia él
con una insólita serenidad, las manos
detrás de la espalda.
—Les sirènes —murmuró con aire
ausente.
Richard se inclinó hacia él.
—¿Mon père? —preguntó.
Le confundía ver el ligero cambio en
la expresión de su padre, y tuvo el vago
y doloroso recuerdo de haber visto ese
mismo cambio en otra ocasión.
—No has seguido mi consejo,
¿verdad, mon fils? —Su voz era suave,
impropia del padre colérico a quien
Richard profesaba tan triste temor.
Siguiendo una inveterada costumbre,
Richard se esforzó por encontrar el
apropiado tono diplomático, la frase
perfecta que apaciguara a su padre. Pero
Rudolphe se acercó a él, cosa que
apenas hacía nunca, y le puso la mano en
el brazo. Richard se lo quedó mirando
con absoluta perplejidad.
—¿Qué es para ti el amor, Richard?
—suspiró Rudolphe con voz triste—.
¿Un romance? ¿Mujeres hermosas como
flores en primavera? ¿Un repique de
campanas?
Rudolphe se interrumpió. Tenía los
ojos muy abiertos y no era realmente
consciente de lo que acababa de decir.
Estaba viendo el vestíbulo de la catedral
de St. Louis el día de la boda de
Giselle, y le parecía que todos los
olores y los sonidos se mezclaban entre
sí y se fundían con una desvaída imagen
de la perfecta estatua de Narcisse, que
le traía a la mente el amor y el desamor,
como la visita que había hecho esa tarde
a Dolly Rose. No sedaba cuenta de que
su hijo estaba pasmado por aquella
ausencia del decoro que siempre los
había separado, pero despertó de pronto
de su estupor cuando Richard comenzó a
hablar.
—Mon père, es más que amor, es
algo más espléndido, más importante
que lo que pueda ser el amor. No tengo
capacidad para expresarlo —dijo con
lentas
y
vacilantes
palabras
cuidadosamente escogidas—. Jamás he
tenido tu capacidad para explicar las
cosas, y nunca la tendré. Pero créeme, lo
que tú temes nunca sucederá. —El
muchacho se levantó, se des hizo de la
silla y miró a Rudolphe desde su
superior estatura. Rudolphe apartó la
vista inquieto y con extraña rudeza—.
No es sólo amor lo que sentimos el uno
por el otro. ¡Nos conocemos! —dijo en
un susurro—. ¡Confiamos el uno en el
otro!
—¡Vaya!
¡Confiáis!
—repitió
Rudolphe moviendo la cabeza. Estaba
perdiendo el control. Ni siquiera había
querido que se entablara esa
conversación. Tenía en la mente
demasiadas cosas después del día
agotador e interminable. Alzó la vista
hacia los ojos negros que le miraban.
Quería decir más, quería retroceder
sobre años y años de duras reprimendas
y bruscas órdenes para decir
sencillamente te quiero, eres mi hijo, mi
único hijo, no sabes lo mucho que te
quiero, y si esa chica te hiere no podré
soportarlo. Si te hiere a ti me herirá a mí
también.
Pero Richard había comenzado a
hablar.
—Mon père —decía con voz suave
pero imperiosa—, ¿tanto te cuesta creer
que ella puede amarme? ¿Tan imposible
te resulta creer que puede respetarme?
No soy el hijo que deseabas, siempre te
he decepcionado y siempre te
decepcionaré. Pero, por favor, créeme si
te digo que Marie ve en mí el hombre
que tú nunca verás.
—Richard, no… —gimió Rudolphe
—. ¡No, no! —Pero la mano que había
tendido se cerró de pronto y cayó a su
costado, y antes de que pudiera
recobrarse, antes de poder expresar el
amor que tan grande y tan comprensible
era para él, Richard estaba hablando de
nuevo.
—Mon père, quiero decirte una cosa
que yo mismo no comprendo. Tú ves que
Marie tiene todas las ventajas: es
hermosa, todo el mundo la corteja,
puede hacerlo que quiera. Pero te
aseguro que lleva dentro una tristeza
muy honda, algo oscuro y terrible que yo
percibo cuando estoy con ella, es como
una fuerza acechando en su interior, una
fuerza que quiere hacerle daño. No sé
por qué lo siento así, pero es cierto, y
noto que cuando estamos juntos yo me
interpongo entre esa fuerza y ella. Marie
lo sabe, lo sabe sin que nunca lo
hayamos hablado, como lo sé yo, y
confía en mí como en nadie. No es sólo
que la ame o que la desee, es que en
cierto aspecto ella ya es mía. ¿Son eso
flores de primavera, mon père? ¿Es un
repicar de campanas?
Cuando Rudolphe se volvió para
mirarlo, Richard había apartado la vista
insatisfecho, como si las palabras le
hubieran fallado. No se daba cuenta de
que su padre lo escrutaba desde una
posición totalmente nueva para ambos.
No advirtió su asombro, novio su
expresión totalmente concentrada.
Un profundo instinto convencía a
Rudolphe de la verdad de las palabras
de Richard, porque él también había
percibido en Marie Ste. Marie esa
tristeza inexplicable. Incluso había
advertido el aire de amenaza que
parecía rodearla siempre como una
aureola.
Pero
Rudolphe
había
confundido esa oscuridad pensando que
era algo que manaba de ella, de su
interior. Nunca había considerado que
Marie era su víctima. Más bien lo
mezclaba todo con sus miedos por su
hijo, su desconfianza hacia la seductora
belleza de la joven, su desprecio por les
sirènes en todas sus formas.
—No, Richard —dijo con suavidad
—. No son flores de primavera ni
repiques de campanas.
—Mon père! —Richard lo miró a
los ojos. No estaba seguro de haberlo
oído bien—. ¡Dame tu consentimiento!
¡Déjame pedir su mano!
El rostro de Rudolphe, impasible,
reflejaba una serenidad poco común. Se
quedó mirando largamente a Richard,
sin expresar enfado ni impaciencia, pero
cuando habló lo hizo con convicción.
—Eres demasiado joven.
Richard lo había esperado. Asumió
su característica postura de aceptación,
con los ojos bajos.
—Yo sólo conozco una prueba
segura de amor —prosiguió Rudolphe
—. Y es la prueba del tiempo. Si el
afecto que te tiene esa muchacha es igual
que el que le tienes tú a ella, entonces
pasará la prueba y será más fuerte
cuando tú tengas la edad adecuada.
—Entonces consentirás. Me darás tu
bendición… con el tiempo.
Rudolphe lo miró pensativo.
—De una cosa puedes estar seguro:
decida lo que decida, será por tu bien y
por tu felicidad.
Se levantó, le puso a Richard la
mano en el cuello y se quedó un instante
así, con la mirada tan sosegada como
antes. Richard se quedó atónito.
Rudolphe le dio un apretón cariñoso y al
salir de la habitación se volvió un
momento para decirle suavemente:
—Nunca,
nunca
me
has
decepcionado, hijo mío.
—II—
N
o podía ser. ¡No se podía haber
ido con ese tiempo! Ni siquiera
Lisette, que había estado imposible todo
el año y que empeoraba cada vez más.
Marcel se vistió apresuradamente. El
calor de julio era insoportable. Se había
pasado la noche sin dormir, dando
vueltas entre las sábanas húmedas, con
los mosquitos zumbando en torno a la
mosquitera. Al ponerse la camisa limpia
se dio cuenta de que se le había quedado
pequeña y la tiró enfadado. Tendría que
volver al sastre. Monsieur Philippe
estaba en la galería del garçonnière, de
espaldas a la puerta.
—Si no la encuentras en una hora,
vuelve —dijo disgustado. Se había
pasado toda la mañana discutiendo con
Lisette, cosa desconcertante aunque
habitual. Marcel había oído la voz grave
y rápida de la esclava, aunque tan
apagada que sólo había podido captar
alguna palabra ocasional, y las réplicas
de monsieur Philippe como un rumor en
la cocina, hasta que finalmente cerró la
puerta de golpe.
Marcel había estado bebiendo
cerveza desde el desayuno. Ahora dio un
trago de una jarra de barro, con
expresión de cansancio en sus ojos
azules. Pero estaba bien, teniendo en
cuenta que había pasado la noche con
Zazu, que estaba tan enferma que creía
encontrarse en Ferronaire, el antiguo
hogar de monsieur Philippe, donde ella
había, nacido.
Empezó a enfermar por Navidad y
cuando una apoplejía le dejó paralizado
el lado izquierdo, monsieur Philippe la
trasladó de la húmeda habitación junto a
la cocina al garçonnière. Durante toda
la primavera y principios del verano
Marcel había oído su espantosa tos a
través de la pared. La esclava no mejoró
con la llegada del calor e, incapaz de
moverse por la parálisis y la congestión
de los pulmones, la alta y hermosa mujer
negra que había sido se convirtió en una
vieja decrépita. Erala peor de las
muertes, pensaba Marcel, una muerte
lenta aunque no lo suficiente. Madame
Suzette Lermontant enviaba doncellas
para que ayudaran y, tras la muerte de
madame Elsie, Anna Bella mandaba a
Zurlina siempre que podía. Lisette
pasaba en segundos de la tranquilidad al
pánico.
—¿Tienes idea de dónde ha podido
ir? —preguntó monsieur Philippe con un
gesto vago de desdén.
—Conozco algunos sitios —
murmuró Marcel.
Pero era una auténtica locura. Lisette
conocía estrechos callejones y oscuros
secretos de los que él sabía tanto como
un blanco. De hecho, los últimos años,
Marcel había cultivado esa ignorancia y
movía la cabeza cada vez que veía el
rostro hinchado de Lisette los domingos
por la mañana o cuando advertía unos
pendientes nuevos o un tignon de seda.
Ella tenía dinero en el bolsillo siempre
que quería, y Marcel estaba seguro de
que no les robaba nada.
—Haré lo que pueda —le dijo ahora
a su padre.
La puerta de la habitación de la
enferma estaba abierta, y Marcel vio que
Marie acababa de encender las velas.
Los artículos de la extremaunción
estaban dispuestos. Así que ya habían
llegado a ese punto. Marie salió del
cuarto y tocó suavemente el brazo de
monsieur Philippe.
—¿Me voy ya? —preguntó. Marcel
sabía que iba a buscar a un sacerdote.
—¡Encuéntrala! —le dijo monsieur
Philippe a su hijo—. ¡Tráela a casa!
—Haré lo que pueda, monsieur. —
Marcel no había visto en toda su vida a
monsieur Philippe enfadado y le
sorprendió la vehemencia con la que
exclamó:
—¡La muy inútil!
Era algo más que un estallido de
furia, era algo que se estaba
convirtiendo en realidad, pensó Marcel
mientras se apresuraba hacia la Place
Congo. No se le ocurría ninguna
auténtica provocación que explicara el
comportamiento de Lisette. Siempre
había sido gruñona e irritable, y cuando
quería tenía la lengua muy afilada. Pero
con la enfermedad de Zazu todas las
cargas de la casa habían caído sobre
ella, y el último otoño se había mostrado
abiertamente rebelde. El día que
cumplió los veintitrés años tiró al suelo
los dólares de plata que Marcel le dio.
A él le habría gustado enfadarse de vez
en cuando con ella, pero tenía miedo.
Quería a Lisette, había estado con él
desde que nació y formaba ya parte de
su vida, y aunque era algo íntimo que
nunca había confesado, siempre había
sentido lástima por ella, lástima por la
mente ágil que se ocultaba tras su rostro
malhumorado y triste, por la persona
misteriosa y astuta encerrada en su
cuerpo de esclava.
Pero ahora estaba incontrolable.
¿Qué quería? Se quejaba de las órdenes
más sencillas y dedicaba todas sus
atenciones a Marie como si quisiera
decir: hago esto por propia voluntad.
Desde luego obedecía a Marcel, que
siempre había sabido manejarla, pero se
dedicaba cada vez más a burlarse de
Cecile, a irritarla, a provocarla. Y por
fin ama y esclava habían discutido por
unas simples horquillas, y Cecile, en un
raro estallido de furia, había abofeteado
a Lisette.
—Reza para que tu madre se levante
de la cama —las palabras de Cecile
resonaron en las pequeñas habitaciones
de la casa— o por Dios te digo que te
venderé. Te venderé río abajo. ¡Yo
misma te venderé en los campos!
Lisette se quedó angustiadísima y
Marcel, frenético, sacó de la habitación
a su madre, que no dejaba de llorar.
Era una tontería vulgar y monstruosa,
desde luego, pero no dejaba de ser una
tontería. Era una estupidez hablar de
vender a Lisette. Se había criado en esa
casa, su madre había nacido en la tierra
de los Ferronaire. Sin embargo aquello
había perturbado la tranquilidad
doméstica y en la voz de Cecile afloró
el tono malsano de una furia largamente
contenidas.
Luego había estado llorando junto a
la chimenea. Mientras Marcel le
acariciaba el pelo le vino a la mente una
imagen que nunca había podido olvidar,
la imagen de una niña rescatada de las
calles anegadas de sangre en Santo
Domingo.
—Mamá —dijo con dulzura,
deseando acariciarle el corazón.
Pero no pudo hacer nada, como
tampoco pudo hacer nada esa misma
noche por Lisette, que se inclinaba en
silencio sobre la tabla de planchar en la
que estaba el vestido de Marie y que se
negaba a mirarle a los ojos.
Todo pasara, se decía Marcel. Pero
no fue así. Cuando el invierno dio paso
a la primavera, Cecile mandó su ropa a
la lavandería e hizo venir al peluquero
dos días a la semana. Marie le anudaba
los corsés y daba órdenes en la cocina,
mientras Lisette se encargaba del atento
cuidado de los dos muchachos, como
había hecho desde que estaban en la
cuna.
A Marcel le molestaba, como debía
de haber molestado a monsieur Philippe
que con su sola presencia imponía un
orden helado, ver a Lisette atender en
silencio y con expresión huraña a una
Cecile dura como el pedernal. Pero a
veces la imagen de Lisette inclinada
sobre Marie ante el espejo, con una
expresión solícita y de adoración, en su
rostro amarillento, conmovía el corazón
de Marcel. Al parecer Lisette soñaba
con Marie, como sueñan las niñas
pequeñas con muñecas. Y Marie, a quien
los meses de veladas desde la Ópera le
habían
resultado
mortificantes,
necesitaba como nunca a Lisette. Era la
propia Marie la que intentaba una y otra
vez reconciliarlas a las dos, atendiendo
ella misma cualquier asunto sin
importancia del que pudiera hacerse
cargo, avergonzada a veces por los
atentos cuidados de Lisette.
—A su tiempo —le susurraba
monsieur Philippe a Cecile—, a su
tiempo te prometo que te daré otra
esclava.
Ahora estaba triste por el
empeoramiento de Zazu. Siempre había
sentido por ella un afecto especial y
sólo deseaba verla morir en paz. De
hecho, monsieur Philippe manifestó tal
devoción por ella durante aquellos
meses que a Marcel no le había
molestado su presencia en la casa.
Ahora estaba con ellos tan a menudo que
a medida que la primavera se convertía
en verano y que el verano llegaba a su
cénit, su presencia dejó de ser una
excepción para convertirse en la regla.
Cuando una semana después de la
ópera de finales de noviembre llegó una
mañana de domingo a lomos de su yegua
negra favorita, que había traído de
Bontemps en el barco, nadie lo
esperaba. Llevaba regalos para todos,
como si no hubiera estado allí el sábado
anterior. No pasaba un solo mes sin que
monsieur Philippe fuera a visitarlos
durante días o incluso semanas. En la
chimenea estaban sus zapatillas, el humo
de su pipa en el comedor y las jarras
vacías de cerveza en el jardín.
Apareció incluso el día después de
Año Nuevo, cuando todo el mundo sabía
que érala mayor fiesta de la plantación.
—He venido en cuanto he podido
escaparme, mon petit chou —le dijo a
Cecile estrechándola contra su pecho.
Ella se había pasado el invierno en
un éxtasis total, encargando platos
especiales y corriendo a las tiendas para
buscar mezclas exóticas de tabaco y
para escoger para él nuevas pipas de
marfil de exquisita talla. Lisette iba al
mercado al amanecer a comprar las
mejores ostras y las tías de Cecile tenían
el encargo de hacerle vestidos nuevos.
Monsieur nunca tenía bastantes velas de
cera, el sebo le resultaba intolerable, y
compro una lámpara para el salón y una
nueva alfombra Aubusson para el
tocador. Los domingos se quedaba en
cama hasta el mediodía y Marcel le leía
los periódicos mientras él bebía coñac o
jerez, bourbon o cerveza.
—Tengo un nuevo cachorro en
Sontemps que juega a ser el amo —le
dijo un día confidencialmente a Marcel
con una mueca de desdén—. Así que,
que sepa lo que es eso. Está reñido con
el capataz, nada se hace bien según él,
tiene que arreglar los riberos a su modo.
Que sepa lo que es bueno. ¿Sabes los
pasteles esos que me gustan? Los de
crema y chocolate. Trae algunos para
después de comer, Toma, ve tú mismo,
que Lisette no da abasto con Zazu. Y ya
que vas, cómprate lo que quieras.
Así que el «joven cachorro» era el
hombre blanco de pelo negro y ojos
diabólicos, pensaba Marcel, y tuvo la
visión, desconcertante en su claridad, de
Anna Bella en brazos de ese hombre. No
podía pensar en ello: Anna Bella
trajinando en su propia casita. ¿Cuánto
tiempo tardaría en estar… en estar
embarazada? No podía ni pensarlo. Su
madre era muy feliz esos días. Todo iba
demasiado bien.
Cecile, con un generoso escote de
encaje, presidía las cenas íntimas. A
Marcel esos días le parecía una rosa
perfecta con los pétalos en su apogeo,
sin acusar ni un ápice el inevitable
otoño. Cualquier frivolidad o una
alegría
forzada
hubiera
podido
arruinarlo todo, pero su madre era
demasiado lista y sus instintos
demasiado sólidos. Cecile se apoyaba
en monsieur Philippe cuando él tenía
que marcharse y lloraba cuando volvía
inesperadamente pronto. Y Philippe, «en
casa», cuidaba de Cecile, dejaba caer la
ceniza en la alfombra y roncaba hasta el
mediodía.
De vez en cuando, borracho y
descuidado, divagaba sobre la familia
blanca a la que Cecile nunca había visto.
Marcel, que engullía la comida con un
libro en la mesa, oía su voz profunda en
la quietud de la otra sala. Su hijo, León,
acababa de marcharse al continente con
su tío abuelo, los trajes de ópera
parecían estar hechos con billetes, ¿por
qué hoy en día todas las jóvenes tenían
que poseer su propio tílburi?, los viajes
a Baltimore le estaban costando una
fortuna puesto que debía pagar el
alojamiento de cinco esclavos. Cecile lo
oía todo en silencio, sin decir una
palabra ni hacer una pregunta.
Monsieur Philippe le ofrecía dinero
constantemente: ¿no le gustaría un nuevo
collar de perlas?, pues lo tendría, a él le
encantaban las perlas, aunque a Cecile
le sentaban muy bien los diamantes…
Solamente las mujeres hermosas pueden
llevar diamantes. Monsieur Philippe le
susurraba al oído: Venus in Diorite. Una
semana al volver de Bontemps le trajo
un anillo nuevo. Marcel debía ir al
teatro siempre que deseara y llevarse al
joven Lermontant si quería o a su
maestro, sí, que se llevara a su maestro,
¿cómo podía alguien vivir decentemente
ejerciendo de maestro? Estaban
representando a Shakespeare, ¿no era
cierto? y Marie necesitaba vestidos
nuevos. Él mismo eligió el paño una o
dos veces. Naturalmente, tante Louisa
debía cargarle el precio completo, ¿por
qué no?, que le enviara la factura a
monsieur Jacquemine. Y sacaba los
billetes de dólar alzando la barbilla en
un gesto de desafío.
Mientras tanto bromeaba con Marcel
sobre sus libros, admitía frívolamente
que no sabía, leer ni una palabra en
inglés y parecía divertirle en cierto
modo oír recitar versos latinos. Marcel
había ganado todos los premios de latín
y griego ofrecidos por Christophe y no
le habría importado el mote de «mi
pequeño estudiante» si no le llamaran
así también los chicos de la es cuela.
Pero hasta los muchachos mayores lo
decían con un cierto respeto hacia él,
aunque la actitud de monsieur Philippe
indicaba que todos aquellos asuntos
académicos le parecían una tontería,
nada tan palpable y tan real como los
cascos del caballo junto a los tallos de
las cañas maduras. Daba vueltas a su
bourbon a la luz del fuego y jugaba a las
cartas en la mesa del comedor.
—Marcel, ven aquí. ¿Sabes jugar al
faraón? Bueno, pues ya es hora de que
aprendas. —Incluso en mangas de
camisa, con el cuello abierto, los
ajustados pantalones negros y las
zapatillas azules, siempre tenía un aire
de arrogante elegancia jamás empañado
por el alcohol que nublaba sus ojos.
Marcel lo veía deambular entre los
maestros de esgrima de Exchange Alley
con un estoque de plata resonando a su
costado. Sus espuelas chasquearon en
las losetas una tarde que entró en el
jardín y los niños de toda la Rue Ste.
Anne se asomaron a las cercas para ver
su esbelto caballo negro.
El mundo privado de cualquiera
podía empequeñecer a la vista de todo
eso, pensaba Marcel. Era amargo tener
que dar disculpas por los deseos del
propio corazón. Parecía que en las
clases de Christophe se había operado
un milagro sobre Marcel, y el muchacho
acudía a casa de los Mercier siempre
que le era posible puesto que allí se
sentía orgulloso de ser él mismo.
Todos los esfuerzos de los primeros
meses, los libros abiertos pasada la
medianoche, la mano agarrotada en la
pluma, todo su esfuerzo había dado
fruto. La historia, ese oscuro caos de
secretos sublimes, ofrecía por fin a
Marcel un orden magnífico, y los
oscuros clásicos que tiempo atrás le
habían asustado y vencido, se tornaban
claros bajo la luz de Christophe. Pero lo
que era más grande, más importante, tan
importante de hecho que se estremecía
con sólo de pensar en ello, era
sencillamente que Marcel había
aprendido a aprender. Había comenzado
a utilizar de verdad la fuerza de su
propia mente. Ahora se sentía jubiloso
ante sus progresos en todas las
asignaturas y su mundo cotidiano de
lecturas, de libros, incluso de nuevos
vagabundeos por las calles, era un
mundo de repentinas y grandes
revelaciones.
¿Qué importaba pues que aquel
robusto y sonriente plantador trotara con
su yegua por las estrechas calles, las
riendas en una mano, como si fueran sus
propias tierras?
Monsieur Philippe, naturalmente,
aprobaba la decisión de Marcel de
presentarse a los exámenes de la Ecole
Nórmale de París. Un año atrás Marcel
no habría confiado en aprobar, pero
ahora era más que posible. Christophe
se lo había dicho.
—Cuando vayas estarás preparado.
—Entonces podría dar clases en un
lycée francés y tal vez ir algún día a la
universidad
—explicaba
Marcel
mientras monsieur Philippe soplaba la
espuma de la jarra—. ¡Tendría una
profesión! —La palabra le sonaba a
gloria—. Claro que el salario de esas
profesiones es muy bajo —murmuraba.
—Es igual —decía monsieur
Philippe entre dientes—. Muy bien, muy
bien. ¿Pero os enseña ese profesor
vuestro algo práctico? Problemas de
aritmética, contabilidad, lo que sea… —
Y chasqueaba los dedos para invocar en
el aire algo intangible.
Le satisfizo saber que Christophe les
bacía leer en voz alta los periódicos en
inglés dos días a la semana, y que, luego
discutían los políticos y financieros.
Además, Christophe los había llegado a
todos a ver al daguerrotipista, Jules
Lion, que los aleccionó sobre aquel
magnifico invento. ¿Conocía monsieur a
aquel hombre, un hombre de color que
había traído de Francia el método de
Daguerre?
—Está loco con todo esto, monsieur
—rió Cecile, como si estuviera un poco
incómoda por la insistencia de Marcel.
—Verá, monsieur —prosiguió el
muchacho impertérrito—, yo insistí en
que nos hiciéramos todos juntos un
retrato para conmemorar la escuela. —
Marcel sacó la enorme y reluciente
placa en la que veinte individuos
miraban rígidamente a la cámara, un
oscuro espectro de color, desde el
muchacho casi negro, Gastón, hijo del
zapatero, hasta Fantin Roget, blanco
como la nieve. Monsieur Philippe se
echó a reír.
—Magia, magia —le dijo a Marcel
con su guiño característico—. Ya no
habrá que posar para los pintores.
Siempre lo he odiado, es tan aburrido…
—Escrutó entonces la placa y con una
alegre carcajada encontró entre la
multitud a Marcel—. Ah, los Dumanoirs
—dijo, reconociendo al hijo del
plantador—. ¡Te aseguro que les va
mejor que a mí!
Cecile se echó a reír como si
hubiera oído una agudeza genial.
Marcel, a pesar de su creciente estatura,
descubrió que su padre todavía podía
darle palmadas en la cabeza.
Marcel sonrió. Ti Marcel. En las
cálidas noches del verano, cuando los
oía hacer el amor al otro lado del
pequeño jardín, la respiración pesada,
los crujidos de la gigantesca cama, se
quedaba tumbado en silencio entre las
sombras de su habitación esperando que
sus padres se durmieran. Era demasiado
caballero para pensarlo siquiera, pero la
verdad era que tenía una concubina tan
hermosa como la de monsieur Philippe.
Nadie lo imaginaba. Si Lisette y
otros esclavos lo sabían, como había
indicado una vez Christophe, no habían
dicho ni una palabra. Por lo menos a
nadie que importara, a nadie a quien
pudiera interesar.
Durante todo el invierno había
estado yendo a casa de Juliet. Salía a
hurtadillas de su habitación cuando todo
estaba en silencio para introducirse en
casa de los Mercier con su propia llave.
Una y otra vez había subido ansioso al
calor del segundo piso para encontrarla
a ella descalza junto a la chimenea, un
ángel en franela blanca con cuello alto y
mangas largas ideadas para volverle
loco. Marcel se deshacía en caricias,
tocando sus pequeños y angulosos
miembros a través de la ropa como si
jamás los hubiera visto desnudos.
A veces, desdichado e inquieto,
había acudido a ella justo antes del
amanecer, vestido yapara los menesteres
del día. Deambulaba por el oscuro
jardín bajo su ventana cantando su
nombre.
«Sube», le susurraba ella, como un
fantasma en lo alto. Marcel la
encontraba entonces descuidadamente
vestida con alguna camisa vieja de
Christophe cuyos bajos le acariciaban el
pubis. Juliet le hacía café en un hornillo
siseante y se reía cuando él quería
tocarle las piernas. Desayunaban fruta y
queso en la cama y cuando Marcel
volvía después de la escuela se la
encontraba todavía dormida en la
habitación perfumada.
Christophe, mientras tanto, iba y
venía y al ver a Marcel por la casa no
hacía ningún comentario, como si fuera
un miembro de la familia que siempre
hubiera vivido allí. Estudiaban juntos,
discutían de filosofía durante la cena,
revisaban desvencijados baúles y viejos
libros, jugaban al ajedrez y terminaban
bebiendo vino en el suelo de la
habitación de Christophe, ante el hogar.
Juliet siempre andaba cerca. Les
llevaba la cena o arreglaba los puños o
el cuello de Christophe mientras ellos
hablaban, o cosía un botón del abrigo de
Marcel. Les llevaba bizcocho cuando
ellos, enfrascados en una discusión con
los ojos vidriosos, se olvidaban de que
tenían que comer. A veces ahuecaba las
almohadas de la cama de Christophe y
se tumbaba allí a escucharlos, mirando
al techo con las manos detrás de la
cabeza. Doblaba las piernas bajo las
faldas como si fuera un muchacho y en la
mesa era siempre ella la que servía, con
la silenciosa asistencia de Bubbles,
anticipándose a sus más pequeñas
necesidades.
Recogía los libros maltrechos de
Christophe y le reñía por mojar las
páginas cuando bebía. «Mira lo que has
hecho», le decía mientras lo ponía a
secar junto al hornillo. Lo enfundaba en
gruesos abrigos si iba a salir, o enviaba
a Bubbles corriendo tras él con su
bufanda de lana, y si el esclavo no había
limpiado las botas de su amo, lo hacía
ella con sus propias manos.
Christophe aceptaba todo esto como
si le lloviera del cielo. Era el mago que
con sólo desear un vaso lleno devino lo
encontraba en su mano. Marcel había
llegado a advertir y aceptar tiempo atrás
que Christophe era el primer amor de
Juliet. «Cualquiera que entrara en este
momento en la casa creería que son
amantes —pensaba—. Ella no deja de
mirarlo ni un instante». Se sentía celoso
y satisfecho al mismo tiempo.
De vez en cuando recordaba la carta
que Christophe había escrito a Juliet
desde París para decirle que volvía,
Ahora deseaba verla de nuevo, tal vez
por casualidad, abierta sobre una mesa o
un pupitre. Porque en las largas
diatribas de Christophe sobre su vuelta a
casa jamás había mencionado a su
madre con todo el amor, con el profundo
sentimiento que había en la carta. Ahora
se repantingaba en el estudio junto al
fuego y dejaba que ella le masajeara el
cuello, le echara el azúcar en el café e
incluso le encendiera los puros.
Sí, era suficiente para provocar los
celos de un amante, pero al fin y al cabo,
cuando estaban a solas en su dormitorio,
Juliet le pertenecía a él.
Era completamente suya entre las
sábanas y le enseñaba todo tipo de
secretos con los labios y las manos. Al
principio Marcel veía algo perverso en
ello y yacía luego despierto, inquieto y
temeroso. Pero poco a poco se fue
acostumbrando a sus desbordantes
variaciones y las consideraba como
seductoras exquisiteces conocidas sólo
por amantes maduros, como madura era
la pasión de Juliet. Marcel no había
imaginado que las mujeres pudieran
gozar tanto del acto del amor; de hecho
Richard le había dicho una vez que no
disfrutaban, sencillamente. Pero allí
estaba aquella mujer, que siempre había
podido escoger al hombre que se le
antojara, con la cabeza echada atrás y
los párpados aleteando, abandonada una
y otra vez en sus brazos. Marcel se
miraba al espejo con orgullo, se llevaba
un fino puro a los labios, se bebía el
vino con tragos ansiosos y reía.
Para la temporada de ópera eran un
trío habitual: Juliet vestida de seda roja
y encaje, con la cintura fina como un
tallo que Marcel no podría hacer suyo
hasta la noche.
Jamás había soñado que la vida
pudiera ser así.
Le asombraba el júbilo que sentía en
aquella casa, ya tan familiar, cuyos
rincones y recovecos le resultaban tan
confortables como los de la suya propia.
Una y otra vez abandonaba la fragante
cama de Juliet para ir a hablar con
Christophe que al otro lado del pasillo
escribía a la luz de su lámpara. El reloj
daba las horas, el viento gemía en las
chimeneas, Christophe garabateaba unos
versos que luego arrugaba en una bola y
tiraba al fuego. Una de las noches más
frías, Christophe arrastró a Marcel al
tejado para contemplar las estrellas.
Marcel tenía miedo de caerse, pero el
paisaje de brillantes tejados se extendió
ante él como por arte de magia. Le
habría gustado saltar de uno a otro,
mirar por las ventanas iluminadas y
escuchar las voces que ascendieran por
los pozos de ventilación, ver el río
desde las alturas y contemplar los
barcos de vapor, un espectáculo de luces
difusas en las brumas del invierno.
Christophe,
que
conocía
las
constelaciones y las localizaba con
facilidad, le contó cómo le había
gustado la absoluta claridad del cielo la
primera vez que lo vio en alta mar.
—Pero no hablemos de eso atora —
susurró Marcel—. Tío hablemos de
partidas ni de viajes.
Al darse cuenta más tarde de que
nunca le había dicho a nadie una cosa
así, reflexionó sobre el callado
sentimiento que profesaba a Christophe,
un sentimiento que era amor, como lo
era su pasión por Juliet, un sentimiento
en cierto modo muy volátil y dulce, con
el flujo y reflujo de cada nuevo
encuentro, ya se tratara de charlar
juntos, reírse o pasar las horas leyendo
en una habitación. Al fin y al cabo
habían vivido juntos el dolor, incluso la
muerte, habían compartido ataques de
furia y la bebida, y habían asumido un
lenguaje sencillo y explícito como
suelen hacer los miembros de una
familia unida que no pueden concebir la
vida unos sin otros.
Pero cada día Christophe se
convertía en el profesor exigente y
severo que señalaba a Marcel con un
dedo acusador cuando el muchacho caía
en sus habituales ensoñaciones. Una
noche que Marcel se excusó por no
haber terminado una tarea recibió una
mirada tan colérica que inmediatamente
suplicó el perdón de Christophe y luego
fue a su casa para hacer el trabajo.
A veces, sin embargo, una sombra
caía sobre él, y al despertarse en la
cama de Juliet veía el mundo a través de
las contraventanas cerradas y las
rendijas de sol y de hojas verdes que le
pare cían inalcanzables. Se sentía
entonces asfixiado y buscaba el aire
libre.
Era primavera. El húmedo invierno
agonizaba en vientos más cálidos aunque
frescos aún. Marcel se encontró de
nuevo deambulando por la ciudad.
Paseaba por la Place Congo hasta el
cementerio Bayou, y a veces volvía por
la Rue St. Louis y pasaba por delante de
la casa de Anna Bella. Apremiaba allí el
paso, apartaba la mirada y su mente se
enzarzaba en otros pensamientos para
preguntarse más tarde por qué había
elegido aquel camino. Todo el mundo
decía que ella era feliz. Algunos
rumoreaban que esperaba un hijo.
Marcel rondaba los mercados y los
muelles, como solía hacer antes,
pensando vagamente: «Ah, se quedará
encerrada en casa y no la veré», pero
tenía la recurrente sensación de estar
con ella en un lugar soleado, hablando
animadamente entre porcelana blanca.
Cuando acudía a cenar a casa de los
Lermontant, donde sabía que siempre
era bien recibido, se sumergía en sus
interminables
e
interesantes
conversaciones. De vez en cuando
miraba en torno a la mesa impecable (la
madre de Richard llamando con un
susurro a Placide, Rudolphe sosteniendo
una férrea postura sobre economía y
Richard bebiendo pensativo) y se
preguntaba qué harían los Lermontant si
supieran lo de Juliet, qué pensarían.
Rudolphe iba muy a menudo a la sala de
lectura de la casa de Christophe, y
Frederick, el hijo mayor de Giselle,
tenía permiso para acudir a clase cuando
estaba en la ciudad. ¿Qué pensarían?
Acudía una sonrisa a sus labios, aunque
de inmediato se esfumaba. ¿Quién
podría comprender aquella locura? Una
mujer de más de cuarenta años con un
muchacho de quince. Se sentía entonces
infiel a su amor y más tarde le llevaba
flores a Juliet y las dejaba caer una a
una sobre la cama.
Una vez que se despertó justo al filo
de la medianoche, una idea surgió de la
nada: Anna Bella ya no era inocente.
Anna Bella era una mujer. Anna Bella
llevaba en su interior un hijo.
En ese momento su amante estiró sus
largos miembros y se movió como un
felino contra su pecho. Juliet no
cuestionó la urgencia con la que él la
despertó, ni el agotamiento con el que
finalmente Marcel cayó dormido.
«Si pudiera hablar con una sola
persona», pensó una vez desesperado al
ver a Juliet en la calle. Alphonse
LeMond, el sastre, había salido con ella
a la puerta de su establecimiento y le
estaba confiando un paquete a Bubbles.
Era muy dulce observarla en secreto,
contemplar su figura vivaz vestida de
reluciente tafetán con el elegante y
esbelto esclavo negro a su lado. Si
pudiera hablar con alguien…
«Pero no puedo. Me gustaría hablar
con Chris, pero nunca podré».
Porque en todos aquellos meses,
Christophe nunca había reconocido su
relación con una sola palabra. Había
tres temas prohibidos en acuella casa
que se había convertido en el hogar de
Marcel: el primero era el amigo inglés;
el segundo, el padre de Juliet, el
haitiano negro; el tercero, su relación
cotidiana con ella.
Recordando la horrible pelea entre
madre e hijo, cuando Juliet había
provocado a Christophe («¡Dile la
verdadera razón de que no quieras que
estemos juntos!»), Marcel no se atrevía
a romper el silencio en ninguno de los
tres temas. No tenía dudas de que Juliet
se había referido entonces a los celos
naturales de un hijo hacia su madre.
A principios del verano, Marcel no
recordaba exactamente qué día, había
subido las escaleras a primera hora de
la mañana y había encontrado a
Christophe en la cama de Juliet. Vestido,
por supuesto, con la ropa arrugada y la
botella de vino junto a él en el suelo.
Era evidente que se había quedado allí
dormido y ella, que no vio razón alguna
para echarlo, yacía acurrucada contra él
entre sus brazos. Una indecencia
perturbadora en cualquier otro lugar,
¿pero por qué no bajo aquel techo? No
desentonaba con muchas de las cosas
que allí sucedían, cosas que el mundo no
comprendería jamás. Juliet se levantó, le
hizo un gesto para que no hiciera ruido
y, tras cubrir los hombros de su hijo,
condujo a Marcel por el pasillo.
Hicieron el amor en la cama de
Christophe, cosa que por su novedad lo
excitó enormemente. No conseguía
abrazarla con la suficiente fuerza, quería
hacerla gritar. Lo hicieron otra vez, y
otra.
En otra ocasión descubrió al
despertar que estaban los tres en la
misma cama: Christophe en mangas de
camisa junto a su madre, que yacía entre
los dos pudorosamente cubierta con su
camisón. Fue Christophe el primero que
se levantó y, como si le turbara
encontrarse allí, se marchó enseguida.
¿Pero qué placeres encontraba
Christophe en aquella vida, aparte del
simple afecto? ¿Qué podía permitir su
férrea disciplina? Aparte de ocasionales
excesos con la botella, llevaba una vida
monacal y su habitación con sus libros,
su estrecha cama y su mesa atestada se
había convertido en una celda. Muy rara
vez le sorprendía la tarde fuera de casa.
Se dedicaba a escribir, estudiar, corregir
los trabajos de sus alumnos sobre la
mesa del comedor o vagar por la casa
como si fuera un convento, moviendo los
labios en silencio al ritmo de sus
pensamientos. De pronto se obsesionaba
con alguna tarea física que le
obsesionaba: tenía que cambiar todos
los cuadros del aula o arrastrar baúles
por las húmedas y maltrechas
habitaciones del ático. A Bubbles no se
le debía permitir limpiar las chimeneas
sin ayuda, era demasiado para él, y
Christophe, para desdicha de Bubbles,
le quitaba una vez tras otra el rastrillo
de las manos para arrancar él mismo las
malas hierbas. Resultaba de lo más
chocante ver un caballero con callos en
las manos. Era lo que Bubbles decía
siempre que tenía ocasión.
Pero Christophe había dominado un
magnífico ascetismo, tan extremo tal vez
como los excesos que contaba haber
vivido en el extranjero. De hecho se
pasaba la vida escudriñando con sus
anteojos los volúmenes de san Agustín y
Marco Aurelio en busca de una cita
perdida que no le dejaba descansar.
Marcel, con su paso silencioso, lo
había sorprendido alguna vez con un
manuscrito sobre la mesa. En ocasiones
grandes hojas de papel, en otras, hojas
más pequeñas, pero siempre un trabajo
inconfundible sobre el que Christophe
murmuraba con la pluma en la mano. Sin
embargo lo guardaba de inmediato para
comenzar una forzada conversación y
cortaba a Marcel con frialdad, aunque
no con rudeza, si el muchacho hacía la
más mínima pregunta sobre lo que
acababa de ver.
Si se sentía solo, Marcel no lo veía;
si había un lugar vacío, Christophe se lo
guardaba para sí.
A medida que los meses llegaron al
medio año, la vida secreta de Marcel
comenzó a pesarle cada vez más hasta
convertirse en un persistente dolor. Si
pudiera hablar con Chris, si pudiera
expresarlo con palabras… Y esta
necesidad parecía mayor, no cuando
estaba con ambos en la casa de los
Mercier sino cuando se encontraba en su
propia casa.
Julio iba avanzando y la muerte
impregnaba la atmósfera. Marcel no
podía escaparse, ni quería, cuando Zazu
empeoraba. Pero un cristal lo separaba
de sus seres queridos. A veces veía
sufrir a su hermana detrás de ese cristal,
o a Richard desgarrado entre las
restricciones de un niño y el trabajo de
un hombre, y a Lisette, entre las sombras
de la habitación de la enferma,
apartando la cabeza y mirando
horrorizada el cuerpo marchito y
torturado de su madre. Cuando Cecile
acudía a visitarla se marchaba al
instante, retorciéndose las manos y
respirando entrecortadamente bajo el
cielo nocturno.
Marcel oía las toses a través de la
pared y miraba los objetos familiares de
su habitación. Más tarde se preguntaba,
mientras caminaba de un lado a otro, por
qué le pesaba tanto su amor secreto.
Cuando cogía la pluma la dejaba un
instante después, y se sentaba de
espaldas a la húmeda brisa en el
antepecho de la ventana. Él la amaba,
ella le amaba, ¿qué podía haber de malo
en eso? Ansiaba estar con los dos,
donde aquello no importaba, y se
preguntaba la razón del miedo que lo
atenazaba cuando pensaba en ello a
solas.
Algo se le venía a la mente, más
vago que un recuerdo, la imagen,
conjurada por Christophe, de un hombre
sentado en una habitación de París. «Es
una decisión que el mundo no
comprendería», había dicho el hombre.
«La decisión está tomada, la lucha ha
terminado… Una decisión que el mundo
no comprendería». Era la palabra
«decisión» la que se hinchaba
oscureciendo una imagen que se hacía
cada vez más familiar: el inglés Michael
Larson-Roberts en ese hotel fantasma de
París la noche que decidió llevarse a
Christophe.
«Si pudiera tomar esa decisión…»,
murmuraba Marcel una y otra vez. Y
finalmente, inquieto, dispuesto a poner
en peligro todo el esplendor de su
mundo clandestino, dejó el garçonnière
la noche anterior a la desaparición de
Lisette y encontró a Christophe a solas
en el jardín trasero de la casa de los
Mercier.
Un farol ardía en el cobertizo detrás
de los árboles, donde Bubbles tocaba el
piano que ya había restaurado. Una
música suave, melódica, fantasmagórica
llenaba el jardín. Christophe estaba
tumbado en una cama portátil al raso con
las manos tras la cabeza y una rodilla
doblada. Cuando Marcel se acercó, el
arco de un puro encendido descendió
sobre sus labios.
—¿Cómo está? —le preguntó
Christophe
con
voz
afectuosa.
Acostumbrados sus ojos a la penumbra,
vio que Marcel no había entendido—.
Zazu —susurró.
—Igual —respondió el muchacho.
Encontró un taburete de madera junto
al cobertizo y lo acercó para sentarse
apoyado contra el tronco de un árbol
frondoso. El zumbido de los insectos
daba vida a la noche, aunque no había
muchos mosquitos.
—Nunca hablamos de lo que hay
entre tu madre y yo —dijo Marcel.
Christophe se quedó callado. La luz
del cobertizo dibujaba una luna en sus
ojos. Marcel oyó la suave explosión de
humo que manó de sus labios y respiró
el dulce aroma del tabaco. Deseaba
sacarse un cigarro del bolsillo, pero no
se podía mover.
—¿Tu
silencio
significa
asentimiento? —preguntó mirando hacia
las ventanas oscuras de la habitación de
Juliet.
Tampoco esta vez respondió
Christophe. Marcel se puso a caminar
entre los lirios.
—No es que yo crea que está mal —
declaró—. No es que tenga el más
mínimo remordimiento. No es que me
haga daño. Si tú pensaras que me estaba
haciendo daño… o haciendo daño a
Juliet, o a ti, lo dirías…
De nuevo el silencio.
—¿Entonces qué es? —preguntó por
fin Christophe con tono grave e
inexpresivo.
—Que parece imposible, imposible
que sea algo tan fácil y tan prohibido,
tan bueno y a la vez supuestamente tan
malo. Que yo crezca haciendo algo que
otros considerarían perverso, y que
suceda todo delante de sus narices y no
lo sospechen. Eso es. ¡Es algo que atenta
contra el orden de las cosas!
Christophe le dio otra larga calada
al puro antes de tirarlo trazando un arco.
La música del cobertizo se hizo más
grave
y
melancólica.
Sonaba
perturbadoramente familiar, como hecha
de fragmentos de una ópera reciente,
fragmentos alterados y entretejidos de un
modo indefinible.
—¿Es así de verdad? ¿No existe
ningún orden absoluto? —preguntó
Marcel—. No hay nada, ¿verdad? Tú lo
sabías cuando cediste y sacaste a
Bubbles de la clase, ¿verdad? Sabías
que
no
hay
ningún
principio
imperecedero, nada por lo que te
meterías tras las barricadas como las
turbas en las calles de París…
—Eres muy listo, mi alumno
destacado —le dijo Christophe en voz
baja—. Pero no pondrás esta
responsabilidad en mis manos. Me niego
a aceptarla y puedes interpretar mi
silencio como te plazca.
—Tengo miedo.
—¿Por qué?
—Porque si es cierto que no existe
ningún orden absoluto, entonces puede
pasarnos cualquier cosa. Cualquier
cosa. No hay ninguna ley natural, no
existe ni un bien ni un mal inmutable y el
mundo es de pronto un lugar salvaje
donde muchas cosas pueden salir mal.
Caminaba lentamente de un lado
para otro pensando en todo aquello.
—Una vez Juliet me contó una
historia que había presenciado en Santo
Domingo —dijo muy deprisa—. Aunque
en realidad no era una historia, sino uno
de esos extraños detalles sin
importancia que deja caer a veces con
aire distraído, como si llevara años
flotando en su mente. Era la ejecución
de tres hombres negros a los que
quemaron vivos delante del gentío.
Juliet me dijo…
—Ya lo he oído —le interrumpió
Christophe.
—Pero el caso es que durante días
no me lo pude sacar de la cabeza. Es
abominable que esos hombres murieran
así, y que la gente lo contemplara… Y si
en realidad no existe el bien y el mal, si
no hay ninguna ley natural que sea
inmutable, entonces ese tipo de cosas
pueden suceder en todo el mundo…
cosas espantosas, cosas peores, si es
que puede haberlas. Y nunca se
impondrá el bien. No habrá justicia, y el
sufrimiento no tendrá significado alguno.
—¿Y si fuera lo contrario? ¿Y si
hubiera una ley natural, si existieran el
bien y el mal?
—Entonces no debería acostarme
con ella porque es una mujer de cuarenta
años y yo un muchacho de quince, y
porque es tu madre y tú eres mi profesor
y tus alumnos vienen todos los días a
esta casa, y si alguno lo descubre
abominará de tu madre y abominará de
mí. Ya pesar de todo me parece algo
muy dulce que no puede encerrar ningún
mal y… y no quiero renunciar a ello. No
pienso renunciar a ello a menos que tú
me obligues o que ella me rechace.
—¿Es que no lo entiendes? —dijo
Christophe con calma—. En realidad las
cosas no se reducen a algo tan cotidiano.
—Se incorporó para mirar a Marcel. La
luz del cobertizo proyectaba en su rostro
las cambiantes sombras de las hojas y
distorsionaba su expresión haciéndola
inescrutable—. Cuando uno descubre
que no existen un bien y un mal
absolutos en los que creer, el mundo no
se viene abajo. Significa, sencillamente,
que cada decisión es más difícil, más
crítica, porque uno mismo está creando
el bien y al mal, un bien y un mal muy
reales.
—Decisión… —murmuró Marcel—.
La palabra del inglés.
Christophe no contestó.
—En París, la noche que te llevó
con él —dijo Marcel, vacilante—. «Es
una decisión que el mundo no
comprenderá».
Le pareció que Christophe asentía,
pero no podía estar seguro. Lamentaba
haber mencionado al inglés. La música
de Bubbles había muerto, y Christophe
guardaba
una
inmovilidad
casi
antinatural.
—¿No has dicho hace un momento
—le preguntó Marcel en voz baja— que
el bien y el mal eran muy reales?
—Eso he dicho.
—Nunca va a ser fácil, ¿verdad?
—No.
—Ni siquiera cuando se trata de
amor.
—Y cuando se llega de verdad a
comprenderlo —dijo Christophe—,
entonces, se trate o no de amor, se queda
uno realmente solo.
Solo. Había sido una noche muy
agitada entre la ronca respiración de
Zazu, los paseos de monsieur Philippe
por el porche y el calor asfixiante que
convertía el más mínimo gesto en un
esfuerzo agotador, hasta que finalmente
llegó la mañana con un sol lánguido y
Marcel comenzó a buscar a Lisette.
—III—
A
media mañana ya había recorrido
todo el mercado y una docena o
más de las pequeñas tabernuchas donde
la había sorprendido alguna vez. Se
había ido parando en las cocinas del
barrio y había hablado con Bubbles,
pero nadie sabía nada de Lisette.
Finalmente, después de demorarlo hasta
el último momento, se acercó ansioso y
decidido a la puerta de Anna Bella, pero
al ver la casita con sus paredes blancas,
las contraventanas verdes y los
arrayanes que flanqueaban el camino de
acceso, se detuvo de pronto. No se
imaginaba entrando por la ventana para
ver a Zurlina en la cocina trasera, pero
tampoco se sentía capaz de llamar a la
puerta. El péndulo oscilaba a un lado y
otro en su mente. Debía preguntar, Zazu
estaba
recibiendo
los
últimos
sacramentos pero ¿cómo le sentaría a
Anna Bella que apareciera él de esa
forma, sin quedarse ni un instante a
hablar? El péndulo oscilaba de nuevo:
deseaba verla, ¡verla! Y tras esa frágil
convicción yacía la imagen que tenía de
ella ahora, asentada en su nueva vida, y
de él mismo, tan satisfecho con la suya.
Pero nunca llegaría a saber si hubiera
llamado o no, porque al cabo de unos
minutos Zurlina salió al camino.
Llevaba un tignon blanco como la
nieve a modo de turbante y su rostro
contra el lino rígido parecía la pálida
corteza de un árbol retorcido, amarillo y
duro.
—¿Et Zazu? —La esclava se limpió
las manos en su delantal blanco.
—¿Dónde está Lisette? ¿Está aquí?
—preguntó él. Sin darse cuenta apartó
los ojos de las contraventanas y se dio
la vuelta para marcharse. Anna Bella
podría estar allí. Anna Bella podría
verlo en la puerta.
Una risa malvada escapó de los
finos labios arrugados de Zurlina.
Marcel despreciaba a aquella mujer que
siempre había sido desdeñosa con él,
como
una
altanera
y
acerba
prolongación de su vieja ama. Le dio la
espalda.
—Lola Dedé —dijo ella con tono
displicente—. Vaya a Lola Dedé si
quiere encontrar a Lisette.
Marcel asintió sin mirar atrás.
—¡Lola
Dedé!
—masculló
asqueado.
Conocía el nombre. Era la hechicera
vudú a quien Lisette acudía una y otra
vez
para
buscar
polvos
y
encantamientos. Marcel había pasado a
menudo por su ruinosa casa gris, en el
gran solar cerca de la Rue Rampart, y le
repugnaba, como le repugnaba todo lo
referente al vudú: los susurros entre los
criados, los tambores nocturnos. Pero
sabía que tenía que ir.
—Dile a tu ama —se dio la vuelta
para mirar a Zurlina—, dile que le
mando mis mejores deseos.
Los labios de la esclava se
fruncieron en una mueca desagradable y
su voz grave y nasal, caricatura de la de
la difunda madame Elsie, gruñó un vago
asentimiento.
Marcel se tomó su tiempo, pero por
fin llegó al patio de Lola Dedé. Se
acercó a la puerta con la cabeza gacha y
golpeó con fuerza la maltrecha madera.
Un ojo apareció en una rendija y un
olor rancio de cuerpos sucios, de ropa
sucia, salió al aire fresco.
—No está aquí —dijo una voz.
—Dile que su madre se está
muriendo —replicó Marcel, poniendo
una mano en la puerta.
—¡No está aquí! —repitió la voz.
Dentro pareció comenzar un rumor, una
suave risa. Marcel se dijo que eran
imaginaciones suyas.
—¡Dile que vuelva a casa! —
exclamó Marcel mientras la puerta se
cerraba en sus narices. Miró
desesperado las contraventanas grises
erosionadas por la lluvia, el tejado
combado y luego, con una súbita
sensación de alivio, volvió corriendo a
su casa.
En cuanto llegó al garçonnière supo
que había llegado el fin.
Marie y Cecile estaban en silencio
en el porche y monsieur Philippe se
encontraba a solas junto al lecho de la
enferma.
—Entra, si quieres despedirte de
ella —le susurró Cecile ansiosa. Había
retorcido de tal forma su pañuelo que
estaba hecho un jirón. Tenía el pánico en
los ojos y la piel húmeda.
—¿Y Lisette, ha vuelto? —quiso
saber Marcel.
—No. —Marie movió la cabeza—.
Entra, Marcel —dijo.
El muchacho vaciló en la puerta. De
lo de Jean Jacques se había librado,
ahora se daba cuenta, y se había librado
de lo del inglés, pero de ésta no iba a
librarse.
Por
un
instante
fue
absolutamente incapaz de entrar en la
habitación, hasta que monsieur Philippe
alzó la vista y fue a por él.
Zazu yacía con la boca abierta,
mostrando el blanco de los dientes
inferiores contra el labio oscuro.
Jadeaba con esfuerzo. Cuando monsieur
Philippe empujó a su hijo hacia la cama,
la esclava abrió los ojos. Lo reconoció
enseguida y le cogió la mano
débilmente.
Marcel parecía haber perdido la
voz, y sólo cuando monsieur Philippe le
dijo que tenía que marcharse se
arrodilló para decirle a Zazu lo mucho
que la quería y lo bien que le había
cuidado todos esos años. De pronto se
le ocurrió que aquello podía alarmarla,
pero ella sonrió de nuevo y cerró sus
pesados párpados negros, aunque no del
todo.
—¡Monsieur! —exclamó Marcel de
inmediato.
Philippe se inclinó, y Zazu volvió a
abrir los ojos.
—Cuide a mi niña, michie. Cuide a
mi Lisette —dijo con una voz tan débil
que apenas era audible.
—La cuidaré, mi pobre Zazu —
contestó él. La esclava puso los ojos en
blanco. Marcel estaba muy agitado.
—Cuídela, michie —repitió ella,
como negándose a rendirse. Tenía la voz
tan seca que parecía arañarle la garganta
—. ¡Michie! —Se le dilataron los ojos
—. ¡Michie, también es su niña!
—Sí, sí, mi buena Zazu —respondió
monsieur Philippe.
Estaba muerta.
Marcel se la quedó mirando
largamente. Jamás había presenciado el
momento en que la vida abandona a un
ser humano. Ahora, al ver el rostro de
Zazu relajarse en la muerte, se le
llenaron los ojos de lágrimas.
Con una solicitud que le sorprendió,
monsieur Philippe cogió de la colcha el
rosario de Zazu y se lo entrelazó en los
dedos.
—Adieu, ma chère —susurró. Le
unió luego las manos por encima de las
mantas y le cerró los ojos con mucha
suavidad, dejando que se le cayera la
cabeza a un lado.
Cuando salió a la galería, seguido de
Marcel, rascó con fuerza una cerilla
para encender un puro.
—¡Maldita muchacha! —exclamó.
Cecile se dio la vuelta, temblando, y
cruzó el porche a toda prisa en dirección
a las escaleras. Marie había entrado
enseguida en la habitación de Zazu.
Entonces Marcel le tocó el brazo a
su padre. Lisette estaba en la entrada del
callejón. Su tignon amarillo destacaba
chillón contra el follaje verde. Los
miraba ceñuda, e incluso desde aquella
distancia se advertía que se tambaleaba.
—¿Está muerta mi madre? —
preguntó en voz baja.
Monsieur Philippe se movió con tal
rapidez que estuvo a punto de derribar a
Marcel, pero Lisette echó a correr y ya
había desaparecido cuando monsieur
Philippe terminó de bajar las escaleras.
Él apagó de un pisotón la colilla del
puro y entró en la casa tras hacerle un
furioso gesto a Marcel para que lo
siguiera.
—Tengo que volver al campo —
anunció.
Ya estaba cogiendo su capa y
metiéndose la billetera negra en el
bolsillo del abrigo. Cecile estaba
sentada en un rincón del salón, con la
cabeza baja.
—Tu madre no puede hacerse cargo
de esto. Ve a ver a tus amigos, los
Lermontant
—dijo
mirándola.
Ciertamente Cecile parecía estar
desolada y muy débil—. Supongo que ya
se habrán hecho cargo, a su tiempo, de
algunos devotos sirvientes.
—Sí, monsieur.
—Pues que lo hagan bien. —Le puso
en la mano varios billetes de veinte
dólares—. Y cuando veas a esa
muchacha, dile que tiene que
obedecerte. Métela en cintura, ahora
eres tú aquí el amo. —Señaló a Marcel
con un dedo—. Lo haría yo mismo si no
tuviera que volver al campo para
descubrir qué nueva sorpresa me ha
preparado mi joven cuñado. Ha tenido
tiempo de sobra para inundar toda la
plantación y convertirla en un arrozal.
—Cogió las llaves y comparó la hora de
su reloj con la de la repisa de la
chimenea.
—Pero, monsieur, ¿qué le pasa a
Lisette?
—susurró
Marcel.
No
acostumbraba hacer preguntas a su
padre, pero aquello era demasiado.
Además, hacía meses que oía sus
apagadas discusiones.
—Pues que quiere la libertad, eso es
lo que pasa, y la quiere ahora mismo en
bandeja de plata —declaró monsieur
Philippe—. No sé de dónde ha sacado la
peregrina idea de que yo le prometería a
Zazu en su lecho de muerte que liberaría
a su hija.
—¡La libertad! —resolló Marcel.
No le extrañaba nada de Lisette, ¿pero
era aquélla la forma de conseguirla?
Lisette, que no había hecho más que dar
problemas toda su vida, Lisette que era
rebelde hasta la médula de los huesos.
¡Y comportarse así ahora! Era
inconcebible, era de locos.
—Escaparse estando su madre en el
lecho de muerte —masculló monsieur
Philippe—. Yo saqué a esa muchacha de
la cocina de Bontemps, le di dinero, la
traje a vivir a la ciudad. —Se le
demudaba el semblante de rabia—.
¡Pues no voy a permitir que me tome el
pelo! ¿Y qué haría si fuera libre? Ya he
visto la gentuza negra con la que anda.
¡Y con gentuza blanca también! —
Vaciló, moviendo los labios enfadado y
mirando con gesto protector a Cecile—.
No le toleres ni una sola insolencia —le
dijo a Marcel entre dientes—. Jamás en
mi vida he azotado a un esclavo, pero
por Dios que a Lisette la azotaré si no
vuelve antes de que hayas enterrado a
Zazu. Ve a ver a los Lermontant —dijo,
ya de espaldas. Se acercó a Cecile y le
puso la mano en el hombro—. Y dile
que si quiere qué solicite la libertad
para ella, tendrá que obedecerte.
Lisette no apareció hasta la mañana
siguiente al funeral. Los Lermontant
habían enterrado a muchos leales
sirvientes tanto para clientes blancos
como negros, y lo hicieron tan bien
como siempre. Una procesión de criados
y amigos del vecindario siguió al ataúd
hasta la tumba.
Cecile temblaba violentamente
cuando sacaron el ataúd de la casa, y
cerró enseguida las ventanas y las
puertas como si quisiera evitar el paso
de alguna amenaza. Marcel no quería
dejarla sola, sabiendo que Marie no
sería ningún consuelo para ella, y tras el
breve ceremonial en el cementerio St.
Louis se apresuró a volver a su casa.
Había llegado una nota de Anna
Bella. Su madre parecía dormida tras la
mosquitera, con la cabeza en la
almohada. Por un instante lo único que
Marcel vio de la nota fue una adornada
caligrafía llena de arabescos, con
hermosas mayúsculas. Luego, poco a
poco, los sentimientos, perfecta y
brevemente expresados, fueron dejando
su impronta en él causándole un especial
dolor. Anna Bella había comenzado su
confinamiento. No había podido acudir.
Marcel se quedó un momento con la nota
en la mano, sin permitir que ningún
pensamiento acudiera a su mente. Se
veía a sí mismo en la Rue St. Louis
acercándose a la puerta de Anna Bella.
Pero Lisette… Lisette. Se metió la nota
en el bolsillo y se fue a su habitación.
Lisette no le decepcionó. Volvió con
los ojos rojos, el vestido sucio y un
ajado ramo de flores en la mano. En
cuanto Marcel la vio, con la cabeza
caída a un lado como una flor marchita y
arrancando los pétalos de los
crisantemos que llevaba para dejarlos
caer al suelo, todo su enfado
desapareció.
—Ya la han enterrado, michie.
Marcel la siguió hasta su habitación,
detrás de la cocina.
—Más vale que duermas, Lisette.
—¡Váyase al infierno!
Marcel se la quedó mirando. Lisette
estaba tirando las flores por toda la
habitación y pisoteándolas. Luego se
arrancó el tignon de la cabeza y su pelo
cobrizo brotó como un resorte en
apretadas ondas. Lisette se rascó la
cabeza.
Marcel suspiró y luego fue a
sentarse en un rincón, en la vieja
mecedora de Zazu.
—¿Recuerdas cuando murió el viejo
Jean Jacques? —comenzó Marcel—. Tú
rescataste su diario del fuego para
dármelo.
Ella seguía en el centro de la sala
rascándose la cabeza.
—Yo sí que me acuerdo, si tú lo has
olvidado.
—Que Dios le bendiga. Es usted un
hombre bueno.
—Mira, Lisette, sé que el dolor te
está consumiendo, y sé muy bien lo que
es sufrir. Pero michie Philippe está muy
enfadado contigo, Lisette. ¡Tienes que
comportarte!
—Venga, michie. ¿Tiene usted miedo
de michie Philippe? —preguntó ella.
Marcel suspiró.
—Si lo que quieres es la libertad,
ésta no es forma de conseguirla. —Se
levantó para marcharse.
—¿Que no es forma de conseguirla?
—Lisette fue tras él—. ¿Y qué tendría
que hacer para conseguirla? —dijo
furiosa.
Marcel volvió la cabeza de mala
gana.
—Comportarte como si supieras qué
hacer con esa libertad. Mira que
escaparte cuando tu madre se estaba
muriendo… Michie Philippe está harto
de ti, ¿te enteras?
Marcel se arrepintió al instante. Los
ojos de Lisette arrojaban llamas.
—¡Me prometió la libertad! —dijo
golpeándose el pecho con los puños—.
De pequeña me prometió que me dejaría
libre cuando creciera. Bueno, pues ya he
cumplido los veintitrés, michie, hace
años que he crecido. ¡Y él ha roto la
promesa que me hizo!
—¡Así no conseguirás nada! ¡Eres
una estúpida!
—No, el estúpido es usted. Es un
estúpido por creer a ese hombre. No se
crea usted que lo enviará a París y que
lo tratará como un caballero, michie. —
Movió la cabeza—. Mi madre sirvió a
ese hombre durante cincuenta años de su
vida, le lamía las botas. Él le prometió
que me dejaría libre antes de que ella
muriera… y rompió su promesa. Si no
me ha dejado libre antes de que ella
desapareciera de este mundo, eso quiere
decir que no me dejará libre jamás. «Ten
paciencia, Lisette, sé buena chica, cuida
de tu madre, ¿para qué quieres la
libertad, Lisette?, ¿adónde vas a ir?» —
Lisette escupió en el suelo, con el rostro
desencajado.
—Él siempre ha sido bueno contigo
—dijo Marcel en voz baja antes de
encaminarse hacia la puerta de la
cocina.
—¿Sí, michie? —Lisette le adelantó,
cerró la puerta y se volvió hacia él de
modo que por un instante Marcel quedó
cegado y no vio más que un destello de
luz en las grietas de la madera.
—¡Ya está bien, Lisette! —Era la
primera vez que sentía verdaderas ganas
de abofetearla. Fue a abrir la puerta,
pero ella agarró el pomo. Apenas se
distinguían los rasgos de su rostro y el
ambiente de la cocina enseguida resultó
sofocante. Marcel respiró hondo.
»Apártate, Lisette. —El sudor le
corría por la frente—. Si mi madre se
entera de esto, se lo dirá a monsieur
Philippe.
Los ojos se le empezaban a
acostumbrar a la penumbra, y por fin
pudo verla. El rostro de Lisette era una
mueca. Marcel olía el vino en su aliento.
—Si ha podido romper la promesa
que me hizo a mí, michie, también
romperá la que le hizo a usted. Usted se
cree muy especial, ¿verdad, michie?,
cree que porque la sangre de michie
Philippe corre por sus venas no le
engañará. Pues le voy a decir una cosa:
con todos sus libros y sus escuelas, con
su estupendo profesor y con la hermosa
dama que tiene como amante delante de
las narices de todo el mundo, no es usted
tan listo. Porque esa misma sangre corre
por mis venas, michie, y usted nunca lo
imaginó siquiera. Tenemos eso en
común, mi elegante caballero. ¡Yo soy
su hija igual que usted! Se acostó con mi
madre, como lo hizo con la suya. Y por
eso nos sacó de Bontemps hace años,
porque su esposa descubrió lo que usted
ni siquiera ha llegado a sospechar en
quince años.
Sólo se oía el sonido de su
respiración. Marcel tenía la mirada fija
en la oscuridad, sin ver nada.
—No me lo creo —susurró.
Lisette estaba totalmente inmóvil.
—¡No me lo creo! —repitió Marcel
—. ¡Nunca os habría traído aquí!
—¿Que no? —protestó ella—.
Madame Aglae le dijo: «Has
deshonrado la casa trayendo a ella ese
bebé cobrizo. No permitiré que mis
hijos crezcan con esa niña. Ahora
tendrás
que
acarrear
con las
consecuencias…».
—No. —Marcel movió la cabeza—.
Él nunca… —«Nunca en mi vida he
azotado a un esclavo, pero por Dios que
a Lisette la azotaré. ¡Ahora eres su
amo!»—. No, aquí no.
—Sí, michie, aquí, aquí. Y su madre,
su hermosa madre negra, al verme me
dijo, clavándome las uñas en el brazo…
me dijo: «Si alguna vez le dices a
alguien que eres su hija, te mataré». Se
lo aseguro, michie, los hombres son
ciegos como topos, pero las mujeres ven
en la oscuridad. Así que, ¿qué le va a
decir ahora a su hermana?
Marcel lanzó un largo gemido.
No era consciente de las vueltas que
daba, sólo sabía que caminaba y que
seguiría caminando hasta que se
apaciguara el torbellino que tenía
dentro. El hecho de que casi hubiera
caído la tarde no significaba nada para
él, ni el deambular por la Rue St. Louis,
no lejos de la casa de los Lermontant.
Sólo que no iba a ver a los Lermontant.
Si esa noche tuviera que sentarse a cenar
con ellos se volvería loco. Iba a otra
parte, aunque tal vez no… podía tomar
otra decisión… ninguna ley prohibía
atravesar la puerta. ¿Y si se detenía allí,
entre el perfume de los jazmines, sin
más propósito que disfrutar del aroma
un instante? A cada lado de la puerta se
alzaban dos arrayanes con las claras
ramas limpias como huesos bajo el
rizado follaje, arrayanes como los del
patio de madame Elsie. Tal vez Anna
Bella
había
elegido
la
casa
precisamente por esos arrayanes con sus
frágiles florecillas rojas. Le llegó un
aroma a jazmín. Marcel trazó caminando
un pequeño círculo bajo el cielo
nocturno. El mundo parecía vibrar con
el canto de las cigarras. Detrás de los
arrayanes se veía el resplandor de las
ventanas de Anna Bella, y Marcel no
tuvo dudas de que ella estaba allí.
Nunca había anhelado tanto caer en sus
brazos. No sabía si era una vergüenza o
un horror. Pensó en Lisette dormida en
la habitación tras la cocina, el vestido
manchado, su cuerpo húmedo y
tembloroso por el alcohol que había
estado bebiendo durante tres días. Era la
imagen perfecta de la desdicha, si no del
infierno.
Vio una velada figura en la ventana
de Anna Bella, oyó el crujido de la
puerta y esperó que se produjera algún
movimiento en el camino. La Luna se
filtraba entre los árboles para proyectar
sombras cambiantes sobre la silueta, el
rostro pálido, el chal blanco.
Marcel la veía ahora claramente en
la puerta.
—Marcel —le llamó—. Marcel,
entra.
—¿Está él?
—No. ¡Entra!
Le pareció que llevaban hablando
una hora.
Anna Bella, cubierto el abultado
vientre con un ligero chal, se sentó en la
mecedora a un lado de la puerta abierta.
La brisa agitaba suaves mechones de sus
cabellos. Había apagado la única vela, y
Zurlina,
para
manifestar
su
desaprobación, se puso a trajinar en la
sala contigua. No le prestaron ninguna
atención. La puerta estaba cerrada, no
podía oír. En realidad no se habían
saludado formalmente. Marcel no le
había tocado la mano siquiera ni le
había dado un beso de cortesía en las
mejillas, y ella tampoco pareció
esperarlo. Anna Bella se había limitado
a indicarle una silla. Marcel se sentía
feliz hablando con ella, seguro de que le
comprendía. No le sorprendió ver a la
luz de la luna la ternura en sus grandes
ojos castaños.
—No se lo digas nunca a nadie —
dijo con voz apagada—. ¡No podría
soportar que nadie supiera esto! No
podría soportarlo. Me tienes que jurar
que nunca se lo dirás a nadie.
—Ya sabes que no diré nada,
Marcel. ¿Pero dónde está ella ahora?
¿Cómo vas a impedir que se vuelva loca
y se haga daño?
—No lo sé. ¡No sé qué hacer con
ella! No sé por qué no ha escapado de
una vez por todas hace tiempo.
—Ésta es su ciudad, Marcel,
¿adónde iba a ir? ¿Cómo se iba a
marchar de Nueva Orleans, alejándose
de su propia gente? No. Ella quiere ser
libre aquí, Marcel, y no vivir de un
modo precario, sino bien establecida.
Esto no quiere decir que luego no
pudiera dar al traste con todas sus
oportunidades. Pero ¿no crees que si se
escapara, michie Philippe mandaría tras
ella a la policía?
—Yo qué sé, Anna Bella. Si me
hubieras preguntado ayer si monsieur
Philippe hubiera sido capaz de poner a
su propia hija, blanca o de color, a
lamer las botas de su hermano y de su
hermana, yo te habría contestado que no,
que nunca, que los lazos de sangre
significan algo para él y que nunca
caería tan bajo. Pero es justo lo que ha
hecho. ¡Es mi hermana! Y mi madre lo
sabe, siempre lo ha sabido. —Marcel se
interrumpió. Era éste un detalle
importante que le causaba un dolor
íntimo e intenso—. Marie ni se lo
imagina —dijo con voz más tranquila—.
Anna Bella, te aseguro que sabiendo
esto ya no puedo estar bajo el mismo
techo que Lisette. Y Marie pensará lo
mismo. Pero si Lisette le cepilla el pelo
todas las noches, va a por sus vestidos a
la lavandería, maldice porque no han
hecho bien el trabajo y vuelve a calentar
la plancha por la noche después de
recoger la cena… Yo la veo allí en la
cocina, planchando los vestidos
mientras Marie duerme. ¿Qué voy a
hacer con ella? ¿Qué voy a hacer con mi
vida?
No vio la expresión reservada de
Anna Bella. No podía saber que Anna
Bella
había
oído
demasiados
comentarios de Lisette, con su lengua
afilada, para creer que amaba a Marie.
Lisette jugaba con esos hermosos
vestidos como una niña pobre juega con
una muñeca.
—A mi parecer sólo puedes hacer
una cosa, y creo que ya sabes cuál es.
Tienes que lograr que michie Philippe
cumpla su promesa. Lisette tiene que
conseguir la libertad, no ya por su bien,
sino también por el tuyo.
Marcel se quedó callado. En todo
aquel día interminable no se le había
ocurrido algo tan sencillo.
—Esa chica se está destruyendo de
un modo que tú ni siquiera puedes
imaginar —murmuró Anna Bella—. Con
esa Lola Dedé, la hechicera vudú…
—Ya lo sé. ¿Pero cómo conseguirlo?
¡No le puedo pedir nada a monsieur
Philippe! Si supieras cómo están las
cosas con…
—No estoy diciendo que se lo pidas,
Marcel, sino que consigas que lo haga,
que es muy diferente. Tienes que írselo
sugiriendo, tienes que convencerle de
que lo mejor para todos sería que Lisette
no anduviera por allí. Y no me digas que
ese hombre va a subastar a su propia
hija. ¿No lo ves? Tienes que
convencerle de que la ausencia de
Lisette sería una ventaja, que en casa
habría mucha más paz. Hay que hacerlo
poco a poco. Empieza por preguntarle si
tiene pensado hacer algo. Tienes que ser
inteligente.
—¡No puedo! Te juro que si
estuviera ahora mismo en la ciudad, no
sé si podría mirarle a los ojos. No
podría estar bajo su mismo techo.
—No digas eso. No dejes nunca de
mirarle a los ojos, y sobre todo no
permitas que averigüe lo que sabes. Lo
que tienes que hacer es dar con la mejor
forma de liberar a esa muchacha sin que
él se ponga furioso. Debes mantener tu
orgullo en este tema, no sólo por ella,
por ti también. —Anna Bella se detuvo,
alarmada por su propia vehemencia—.
No dejes que esto se interponga entre tu
padre y tú, Marcel. Ya sabes lo que eso
podría significar.
Marcel se quedó pensativo. Se
acordaba de Zazu cuando él era
pequeño: alta, esbelta, de color ébano.
Recordó su silencioso servilismo, el
decoro con el que servía siempre a
Cecile, y el callado desprecio de ésta. Y
Zazu había sido… Pero no, si lo volvía
a pensar le cegaría la furia y sería
incapaz de librar a Lisette de aquello y
de librarse él también. Anna Bella tenía
razón. Anna Bella casi siempre tenía
razón.
—¿Y qué hará si queda libre? —
murmuró—. En otros tiempos los
mejores esclavos la cortejaban. Gastón
el herrero, ¿te acuerdas?, y los negros
que trabajaban en los hoteles… Pero
últimamente, desde que frecuenta a Lola
Dedé y a las otras mujeres en aquella
casa…
—Todo a su tiempo —contestó Anna
Bella—. Primero tendrá que conseguir
la libertad. Es una muchacha inteligente,
como tú y como yo, y con algo de dinero
en el bolsillo puede conseguir trabajo
como cocinera o como doncella. Yo
misma se lo daría al instante, te lo
aseguro, y le pagaría un salario
decente…
—Tienes razón. —«Tengo que ser
práctico, tengo que ser astuto, tengo que
conseguirlo», pensó disgustado.
Se quedaron sentados un buen rato
en silencio. Marcel probó por primera
vez el vino blanco que ella le había
servido.
—Tienes
razón
—repitió
convencido—. Conseguiré que le dé la
libertad.
Una suave brisa entraba por la
puerta abierta. Anna Bella movía
lánguidamente el abanico. El brumoso
resplandor de las luces más allá de la
puerta proyectaba un suave halo en su
cabello.
—Me gustaría saber… —dijo
Marcel por fin—. ¿Cómo te van las
cosas? —Lo preguntó preocupado, como
si se estuviera aventurando en aguas
demasiado
profundas.
Le
había
resultado fácil hablar de Lisette, dejar
que Lisette los uniera, pero ahora…
—Bueno, ya lo estás viendo, ¿no? —
sonrió ella, aunque todavía no era
demasiado evidente su embarazo, y
cubierta como estaba con el chal blanco
nadie lo hubiera imaginado.
¿Qué era lo que había cambiado en
ella? Marcel no podía explicarlo. ¿Que
tenía la voz de mujer? ¿Pero no había
sido siempre así? Y la seguridad en su
actitud, en su modo de hablar… De
pronto le pareció que nunca habían
estado tan cerca.
—No, ya sabes a qué me refiero,
Anna Bella. —Escudriñó la penumbra
para ver su expresión.
—Es un buen hombre, Marcel. Más
que eso —dijo ella con voz apasionada
—. Lo mío no ha sido suerte, ha sido una
bendición.
Marcel no contestó. Le sorprendía
descubrir que no era aquélla la
respuesta que deseaba oír. Qué quería
—pensó disgustado—, ¿que Anna Bella
fuera desgraciada?
—Me alegro —dijo por fin, aunque
las palabras se le quedaron atascadas en
la garganta—. Claro que es lo que he
oído por todas partes. No sé qué habría
hecho de haber oído otra cosa. —¿Por
qué no era verdad lo que decía, después
de haber vivido el año más largo y más
pleno de su vida? Se preguntó si
aquellos perspicaces ojos podrían ver la
mentira en la oscuridad—. ¿Qué tipo de
hombre es? —preguntó secamente.
—No puedo describírtelo en pocas
palabras. No sabría por dónde empezar.
Es un hombre que vive para su trabajo,
Marcel. La plantación es su vida. Nunca
hubiera imaginado que hay tantas cosas
que estudiar sobre el cultivo de la caña
de azúcar, no te imaginas la cantidad de
libros y cartas que lee sobre el tema,
sobre cómo cultivarla, cómo cortarla,
cómo refinarla, cómo distribuirla…
»A veces pienso que todos los
hombres trabajadores tienen algo en
común, ya sean caballeros, obreros o
artesanos como el viejo Jean Jacques.
Me refiero a que son hombres que aman
lo que hacen, para los que su trabajo es
algo emocionante, algo casi mágico en
sus vidas. ¿Te acuerdas cuando ibas a
ver a Jean Jacques en su taller, con sus
formones y sus herramientas?
Marcel asintió. El tiempo no lo
borraría jamás.
—Recuerdo cuando mi padre
trabajaba con los libros de cuentas —
prosiguió ella—, calculando cómo pagar
la barbería y la pequeña granja que
teníamos fuera de la ciudad. Mi padre
tenía dos propiedades cuando murió, y
era un hombre joven. Amaba su trabajo,
¿comprendes? Supongo que es como
cuando tú estudias o cuando estás en las
clases de michie Christophe. Todo el
mundo dice que eres su mejor alumno y
que ese tal Augustin Dumanoir de St.
Landry Parish está decidido a superarte.
¿Es cierto eso? ¿Es verdad que siempre
está intentando hacerlo mejor que tú y
que nunca lo consigue?
—En este momento es Richard quien
lo está habiendo mejor —sonrió Marcel
—. Es Richard el que está consiguiendo
la meta que de verdad desea.
—También me he enterado.
—¿Pero qué decías sobre ese
hombre y tu padre?
—Sólo que cuando lo veo trabajar
me recuerda a mi padre. Claro que yo
nunca se lo diría a michie Vincent. —
Anna Bella se echó a reír con cierta
timidez—. Lo que quiero decir es que es
muy trabajador, que tiene puestas sus
esperanzas y sus sueños en Bontemps.
Bontemps lo es todo para él y él se está
ganando todo lo que da la tierra, se
entrega a fondo. Cada vez que viene a la
ciudad tiene que ir a ver a sus abogados,
llena la mesa de mapas, escribe en su
diario, hace planes. En este momento
toda la plantación está trabajando para
reunir la madera necesaria para moler el
azúcar en otoño. Tienen que sacarla
pronto de los pantanos porque necesita
tiempo para secarse. Últimamente se
pasa la vida a caballo. Nunca me
imaginé que una plantación fuera tan
compleja. Claro que nunca he pensado
mucho en las grandes plantaciones.
Michie Vincent dice que es una
industria, que necesita una entrega total.
Anna Bella se lo quedó mirando.
—Pero todo esto no te interesa.
Seguro que llevas años oyendo hablar
de Bontemps y ya debes de estar
aburrido.
—¿Mapas? —preguntó Marcel—.
¿Abogados?
—Yo no entiendo nada de todo eso.
Nunca me explica las cuestiones
complicadas. ¿Pero sabes una cosa? Le
gusta oírme leer en inglés, como a ti. A
mí me encanta, y he leído hasta casi
quedarme ciega. Ahora uso gafas. A
Zurlina le parecen muy feas, pero a él le
gustan, y a mí también. Dice que a las
mujeres les sientan bien las gafas, que le
encantan. ¿Te imaginas?
Anna Bella se sacó del corpiño unas
diminutas
gafas
redondas
como
monedas, con una cadena de plata y
montura ligera y flexible. Se las puso
sobre la nariz y al instante llamearon
como espejos.
Marcel sonrió.
—Claro que sólo las llevo cuando
voy a leer —dijo Anna Bella—. Le he
estado leyendo al señor Edgar Allan
Poe. Algunos de sus cuentos me
producen verdadero terror.
—¿Eran mapas de la plantación? —
preguntó Marcel pensativo.
—Eso creo. Tenían que serlo. Eran
mapas enormes donde aparecía todo el
terreno, la refinería, los campos. Seguro
que eran mapas de Bontemps. ¿Por qué?
—No sé. Yo nunca he visto un mapa
de Bontemps. Es curioso…
—¿Es curioso?
—Tú y yo… y Bontemps —murmuró
Marcel.
Anna Bella suspiró, y se metió las
gafas en el corpiño.
—Y tú sueñas con el día en que
puedas coger el barco hacia Francia.
—Más que nunca —contestó él—.
Más que nunca.
Cuando se levantó para marcharse
ya era tarde. Al encender la vela, Anna
Bella quedó sorprendida al ver la hora.
La casa se había sumido en el mismo
silencio que envolvía toda la vecindad.
Anna Bella pensó que Zurlina se habría
acostado en señal de despecho.
—Anna Bella… —Marcel no la
miraba. Tenía la vista perdida más allá
de la puerta—. Me gustaría volver…
—Es curioso que lo digas —
contestó ella. Pero no añadió más.
Marcel inclinó la cabeza, y estaba a
punto de marcharse cuando ella le tocó
el brazo—. Michie Vince viene los
viernes, tarde por lo general, pero si no
está aquí el viernes normalmente es que
no viene.
—Será por las tardes.
Marcel la miraba. La vela a sus
espaldas proyectaba una guirnalda de
luz en torno a su cabeza. Tenía los ojos
bajos. Marcel deseaba decirle muchas
cosas, pero Sobre todo una: que la
frustrante pasión que había sentido por
ella un año atrás la tenía ahora bajo
control. Que de no haber sido por Juliet
y michie Vince, no hubieran podido
estar juntos en aquella habitación, no
hubieran podido hablar. Pero lo que
habían logrado esa noche era algo frágil.
Marcel lo sabía y no quería empañarlo.
—¿Quieres que vuelva? —preguntó.
—Quiero que sea como antes —dijo
ella con la cabeza ladeada y sin mirarle.
Se llevó la mano a la sien como para
escuchar sus propios pensamientos—.
Como cuando éramos niños. —Alzó la
vista—. Como esta noche.
—Ya lo sé. —Marcel se volvió, un
poco enfadado—. No tenías que haberlo
dicho.
—Pensé que si no lo decía, si no te
lo hacía saber, no volverías.
Marcel se relajó de inmediato.
—Volveré —dijo. Pensó que tal vez
podía besarla entonces, con dulzura,
como besaría a Marie. Pero al darse
cuenta de que tenían la luz a la espalda y
que estaban en la puerta abierta de la
casa, se besó la punta de los dedos,
exactamente como había hecho aquella
noche en la Ópera, le rozó el hombro
con ellos y se marchó.
Mientras se alejaba le fue
invadiendo una fuerte sensación.
Aceleró el paso a medida que se
acercaba a la Rue Ste. Anne. Ojalá
pudiera despertar a Christophe. Tenía
noticias urgentes para él. A partir de
ahora estudiaría las veinticuatro horas
del día y acudiría a todas las clases
particulares que Christophe pudiera
darle. En cuanto Christophe le dijera
que estaba preparado para aprobar los
exámenes de la Ecole Nórmale,
insistiría en marcharse a París de
inmediato.
Poco a poco, a medida que se
acercaba a la casa de los Mercier, la
dulzura de la larga tarde con Anna
Bella, el inmenso consuelo que le había
supuesto, se entreveró con algo más
amargo que tenía su razón de ser en las
tareas que tenía por delante, en las
cargas de las que no se podía
desprender. «¿Y Marie? —le decía la
voz sombría de la razón—. ¿Te
marcharás antes de que se case, antes de
que Rudolphe le permita a Richard pedir
su mano? ¿Y Cecile? ¿Se quedará
completamente sola?».
Aquello siempre había sido una
simple cuestión de tiempo, y Marcel
nunca había sentido tanta necesidad de
que ese tiempo concluyera. ¿Qué le
importaba a monsieur Philippe que se
marchara un año antes? ¿Y no podía
Marie decirle ya que sí a Richard, si
Rudolphe permitía que se hiciera la
petición de mano? Al pensar en Marie le
invadió una dulce paz. Era la única
persona del mundo que parecía no haber
sido mancillada por la sordidez que lo
rodeaba, la única ajena a las
complicaciones que tanto dolor de
cabeza le daban.
Hasta que estaba ya en las escaleras
de la casa de los Mercier, subiendo
hacia la habitación de Christophe, no
volvió a acordarse de los abogados y
los mapas. Así que Dazincourt, «el
joven cachorro», le estaba dando
problemas a monsieur Philippe. ¿No
habría incluso una lucha encarnizada en
torno a herencias y líneas de
descendencia? La irritación que Marcel
sentía hacia su padre era tan profunda
que se negaba a admitir la más mínima
simpatía hacia él. Además, nada de eso
le importaría en cuanto estuviera al otro
lado del mar. Sí, conseguiría la libertad
de Lisette y luego se marcharía. ¡Se
marcharía!
Anna Bella cerró las contraventanas
y se fue a su dormitorio. Rezó para que
Zurlina se hubiera acostado ya —aunque
no debería haberlo hecho—, porque no
deseaba oír sus sempiternos comentarios
hostiles. Dejó la vela en la cómoda y
cuando la llama se estabilizó y la luz se
extendió por la sala, Anna Bella lanzó
un chillido. Había un hombre sentado en
la cama con las piernas cruzadas y el
resplandor rojo de un cigarro en la
mano.
—¡Michie Vince!
Anna Bella levantó la vela y vio su
rostro inmóvil, relativamente sereno.
Estaba en mangas de camisa. Su abrigo
yacía doblado a los pies de la cama.
—Michie Vince… Si hubiera sabido
que…
—Ya lo sé, chère. No pasa nada.
—Pensé que si ya no venía a
cenar… Bueno, no tenía ni idea de
que…
—No pasa nada, Anna Bella.
Ella se dejó caer en la silla junto al
tocador y se echó a llorar tapándose la
cara, inconsolable. Él se acercó a
cogerla por los brazos.
—Vamos, Anna Bella. Podía haber
mandado a Zurlina, pero preferí no
hacerlo. Venga, no llores. —La abrazó
con fuerza—. He hecho un viaje muy
largo.
Aquello no hizo más que acrecentar
su llanto. Vincent la llevó la cama, la
besó, le acarició el pelo. Ella le echó
los brazos al cuello.
—Le amo, michie Vince —le dijo
—. ¡Le amo! ¡Le amo! ¡Le amo!
—¿Entonces por qué lloras? —
susurró él—. Dime, ma belle Anna
Bella.
Las lágrimas se convirtieron en un
torrente imparable. Anna Bella, aferrada
a él, no hacía más que repetir su
declaración de amor.
Ya amanecía cuando Marcel llegó a
su casa. Se había quedado dormido, no
en la habitación de Juliet sino en la
alfombra de Christophe, delante de la
chimenea. Estuvieron hablando hasta
tarde y bebiendo vino, para descubrir
que se habían quedado dormidos con la
ropa puesta. El ambiente era sofocante
en la habitación. Marcel se marchó sin
despertar a Christophe y bajó a la calle
soñoliento, en busca de su propia cama.
Pero la ciudad ya estaba en pie, Las
vendeuses iban al mercado desde las
granjas de las afueras y las lámparas
estaban encendidas en la habitación de
Cecile. Bueno, si no tenía tiempo para
dormir antes de clase, por lo menos se
echaría un poco de agua en la cara y se
lavaría los brazos y el pecho. Y pensaba
estudiar las veinticuatro horas del día…
¡Menudo comienzo! Lisette seguía
durmiendo la borrachera en su
habitación. Tenía que despertarla, hablar
con ella. De pronto Marcel sintió un
escalofrío: ¿y si se había escapado?
Subió a la carrera las escaleras del
garçonnière, ardiendo en deseos de
quitarse la ropa sucia y arrugada.
Pero en cuanto se descalzó oyó unos
bruscos golpes en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó colérico,
mientras se desabrochaba la camisa.
—¡Lisette! ¿Quién van a ser? —La
puerta se abrió de golpe.
Lisette, vestida de calicó limpio con
un delantal impecable, planchado y
almidonado, irrumpió en la habitación.
Llevaba en la bandeja un café humeante
y un desayuno especial, como los que
solía prepararle cuando Marcel se había
portado bien con ella: lonchas de tocino,
huevos hechos a la perfección, maíz con
mantequilla fundida y pan caliente.
Marcel la miró atónito mientras ella
dejaba la bandeja en la mesa. Lisette
cogió sus botas sucias.
—¿Es que se va metiendo en todos
los charcos que encuentra por la calle?
—preguntó.
Marcel se había quedado sin habla y
la miraba totalmente pasmado, como un
estúpido.
—¡Bueno!
—exclamó
ella,
recogiendo la camisa que él se había
quitado—. ¿Se lo va a comer, o dejará
que se quede todo duro como una
piedra?
—No tenías… no tenías por qué…
—le dijo en un susurro Marcel.
Lisette movió la cabeza disgustada,
levantando las botas. De pronto se
cruzaron sus miradas.
La expresión de Lisette era tan hosca
e inescrutable como siempre, sus ojos
castaños llenos de cautela pero duros en
su terso rostro cobrizo. Un tignon de un
blanco níveo aplastaba su pelo rebelde.
Lisette le miraba como si fuera un día
cualquiera de la semana, una semana
cualquiera del año.
Marcel tragó saliva, apartó la vista y
le dio la espalda. Hizo esfuerzos por
decir algo, pero sólo logró pronunciar
su nombre con un seco susurro.
—¿Bueno, quiere que se las limpie
ahora, michie? —preguntó Lisette con
voz práctica y la mano en la cadera—.
Todos los platos de la casa están sucios
a más no poder y la colada llega hasta el
techo.
Pero no esperó su respuesta.
Acababa de ver el abrigo arrugado
encima de la cama y lo cogió enfadada
mientras se encaminaba hacia la puerta.
—¿Pero es que se dedica a rodar
por las calles con el abrigo puesto?
—IV—
D
e nuevo el mismo sueño vago, al
filo de la pesadilla, y la
excitación cada vez mayor hasta que
Marie se despertó empujando el colchón
con las manos, el cuerpo rígido, la
excitación culminando en una serie de
deliciosas convulsiones. Le desagradó
el sonido de su propio gemido. Se tumbó
avergonzada boca arriba y miró aturdida
a través de la bruma de la mosquitera
los familiares muebles de su pequeño
dormitorio en el piso de sus tías. De
modo que el sueño la había seguido
también hasta allí y, a pesar de la
enorme y pesada puerta de ciprés, sus
tías podían haber oído sus apagados
gemidos.
Se incorporó y se apretó la mejilla
con la mano. La excitación comenzaba a
remitir. Sintió un escalofrío cuando las
gruesas trenzas le cayeron sobre los
hombros, frotándole los pezones.
Ya llevaba un año teniendo el mismo
sueño, con su inevitable y estremecedor
placer, y sabía sin que nadie se lo dijera
que estaba mal. Pero lo que no entendía
era la causa de aquella peculiar y
aterradora cruz. En algún recoveco de su
mente yacía el sencillo hecho, no
examinado, de que nunca, en todos los
años de su infancia, había oído salir de
la cama de su madre otro sonido que no
fuera la respiración agitada de monsieur
Philippe, y en ese mismo recoveco había
comenzado a cobrar forma, como una
telaraña, la sórdida sospecha de que las
mujeres que sentían aquel placer
exquisito y extenuante eran mujeres
despreciables, mujeres como Dolly
Rose y las muchachas que habían ido a
vivir a la casa de Dolly Rose. Tan
abominable y obsesivo le parecía que
las últimas semanas Marie se
aterrorizaba con sólo ver pasar a una de
esas mujeres, y constituía un gran alivio
para ella que Dolly Rose apenas
apareciera ya en público.
Pero si se ponía a pensar en eso se
echaría a llorar, como siempre, y una
oscura rabia acompañaría a sus
lágrimas, unas lágrimas que, lejos de ser
un desahogo, no harían sino producir un
nuevo caos que tendría entonces que
contener.
Se apoyó en la almohada. El placer
se había desvanecido, y la habitación,
oscura y pequeña, estaba en silencio. El
sueño volvió a su mente en toda su
sencillez: Marie estaba en una casa
desconocida, con Richard. Los dos
avanzaban por habitaciones desiertas.
Eso era todo, en realidad. Nada brutal,
nada vulgar, pero aun así estaba cargado
con aquel placer sobrecogedor que
luego se disipaba poco a poco, como
por decisión propia.
Era impredecible. El sueño podía no
aparecer durante un mes para luego
presentarse varias noches seguidas.
Marie conseguía interrumpir el placer,
sin embargo, si se despertaba a tiempo,
se incorporaba de inmediato y salía de
la cama. Pero muchas veces no lo hacía.
Esa mañana no lo había hecho, y se
sentía furiosa consigo misma. Fuera cual
fuese la verdad sobre las mujeres,
decentes o indecentes, nadie tenía que
decirle que aquel goce era un pecado en
una muchacha soltera. También era
cierto que el placer del sueño no era
más que una expresión, más brillante y
sin trabas, del que sentía cada vez que
tocaba a Richard, cada vez que estaba
con él.
¿Habría comenzado Richard a
sospechar? Echaba de menos a Richard
con todo su corazón. Anhelaba verlo y
sabía que de haber estado él presente en
el momento de su despertar no le habría
negado nada por nada del mundo, ni por
coquetería, ni por astucia, ni por su
reputación ni por Dios, y tenía la
opresiva y casi desesperante sensación
de que Richard había comenzado a
comprender que ella sentía aquella
pasión cegadora y que por eso no debían
estar los dos a solas. Marie no era una
dama que protegiera su virtud; ya hacía
tiempo que no la tenía. Era Richard el
que la protegía, Richard, que se
encontraba con ella sólo en las veladas
que sus tías seguían ofreciendo en su
honor y la acompañaba sin falta a la
misa de los domingos. No se arriesgaba
a pasar ni un momento de intimidad con
Marie, y ella, distraída a menudo por los
rumores y las charlas intrascendentes
que se oían en la sala, no podía pensar
en otra cosa.
Pero mejor así.
Porque el niño a quien ella creyó
amar el año anterior no era más que el
precursor del hombre a quien amaba
ahora. Hubo una época en la que aún
podía contar sus encuentros, los breves
tête-à-tête robados en las veladas, los
paseos a la salida de la iglesia, con
Lisette detrás. Había podido invocar en
su mente una docena de brillantes y
sutiles imágenes de Richard que habían
marcado las etapas de su amor, cada vez
más profundo, imágenes en las que se
recrea como quien se deleita ante un
daguerrotipo
o
un
grabado,
memorizando cada detalle. Pero ya
había perdido la cuenta hacía mucho:
habían pasado demasiadas cosas entre
ellos, habían pasado demasiados ratos
juntos contándose sus vidas cotidianas
entre susurros, la voz de ella muy clara y
apagada, la de él cargada de inflexibles
exigencias. Vidas y muertes ajenas a
ellos mismos los había unido también en
otros salones donde la gente lloraba y
Richard, nunca tímido pero tampoco
efusivo con ella, se encargaba de la
familia del difunto y del entierro con
gran madurez. Fue después de la muerte
de Zazu, sin embargo, al comienzo del
verano, cuando Marie se llevó de él la
más indeleble impresión, al verlo entrar
de improviso en la habitación de la
muerta. Marie tenía miedo, no sabía
cómo preparar el cadáver para el
entierro y rezaba para que Zurlina
acudiera a ayudarla y para que Marcel
no se hubiera ido a deambular por ahí
dejándole aquella carga a ella sola.
En ese momento apareció Richard.
—Sal, Marie —le dijo con firmeza
—. Déjamelo a mí.
Richard se quedó allí toda la noche
y el día siguiente, conduciendo por la
escalera a las cocineras y doncellas del
vecindario, escuchando con paciencia
sus apagados elogios, poniendo en agua
las flores que traían para disponerlas en
torno a la pequeña habitación. No dio
ninguna muestra de intimidad con ella, ni
siquiera cuando la miraba, y ninguna
timidez infantil le impedía decirle de
vez en cuando que tenía que dormir, que
bebiera un vaso de agua, que saliera de
aquel ambiente sofocante. Aquél no era
el niño de sus primeros encuentros.
Aquél era el hombre por quien su
admiración estaba en consonancia con
su gran amor. No podía vivir sin él.
No viviría sin él, aunque fuera tan
sólo por la hora que pasarían juntos esa
semana en el salón de sus tías o por los
cinco minutos arrebatados a sus mutuos
recados para encontrarse en las puertas
de la Place d'Armes. Richard era su
vida, como era su vida la atormentada
pasión que sentía por él, y Marie la
sufriría en silencio, la enterraría
mientras avanzaba inexorablemente
hacia un futuro con Richard donde su
dolor se disiparía. Era impensable que
una vez que estuvieran juntos aquel
placer fuera indecente. Marie se dejó
invadir de nuevo por la abrumadora
sensación de su presencia. No era un
sueño sino el mismo Richard el que la
estrechaba de súbito entre las sombras
junto a la puerta de su casa,
correspondiendo con su propio cuerpo a
esa pasión, deseándola incluso cuando
se apartaba de ella para marcharse. No,
si Richard también la sentía, esa pasión
no podía separarlos, no era la vergüenza
lo que motivaba sus precauciones sino
la bondad que siempre le había
caracterizado. Richard esperaría, igual
que ella.
Marie se había levantado de la cama
sin darse cuenta. Sumergió un paño en el
agua tibia de la jofaina y se lavó la cara.
No tuvo ninguna sensación de frescor.
Agosto
era
demasiado
húmedo,
demasiado tórrido. Tenía que salir a la
calle ya, antes de que apretara el calor
del mediodía. Tenía que volver a su
casa.
Llevaba una semana viviendo en
aquella habitación. Tante Josette no la
necesitaba, ya que nunca venía del
campo a la ciudad, y sus tías estaban
encantadas de que Marie se quedara. Su
madre lo sugería cada vez con más
frecuencia, nunca directamente a Marie,
sino de forma solapada a monsieur
Philippe: en la casa hace tanto calor,
monsieur, sí, Marie debería quedarse
con sus tías. Y ella se marchaba a pasar
allí una noche, dos días, esta vez una
semana, y monsieur Philippe, que
llevaba en la casa más de un mes, no
daba señales de querer volver a
Bontemps.
Marie agradecía la intimidad de
aquel estrecho y oscuro dormitorio
hendido sólo por algún rayo de sol que
lograba penetrar en el callejón, con sus
muebles oscuros, la mesa de tante
Josette, los libros de tante Josette. Era
un rincón remoto comparado con lo
transitado que estaba su saloncito en su
casa. Pero a veces se sentía como en el
exilio. ¡Su madre no la quería en casa!
Se preguntaba qué obstinado orgullo
impedía a Cecile enviarla a vivir con
sus tías para siempre. No era monsieur
Philippe,
que
siempre
estaba
preguntando por ella, ni Marcel, que de
inmediato sentiría la separación. No, el
que mantenía a raya el sordo desdén de
Cecile hacia su hija era un personaje
riguroso, exigente y a la vez esquivo que
acechaba sobre el hombro de Cecile.
Marie volvió a meter el paño en el
agua, lo retorció y se enjugó los ojos.
Necesitaba ropa de su casa. Si monsieur
Philippe había salido, habría vuelto con
algún regalo para ella y mandaría a
alguien a buscarla. Echaba de menos a
Lisette, la echaba mucho de menos.
Desde la muerte de Zazu, Lisette parecía
haberse convertido en la criada perfecta,
a veces incluso tierna no ya con ella
sino con Marcel. Y él siempre se
esforzaba para tenerla contenta. Fue
Marcel, naturalmente, quien la defendió
ese mismo verano de las iras de
monsieur Philippe, que afirmaba que
podía azotarla por haber abandonado el
lecho de muerte de su madre. Marie se
quedó horrorizada, pero Marcel, con
más inteligencia incluso que la que
nunca había mostrado Cecile, lo
tranquilizó: Lisette se estaba portando
muy bien ahora, hasta le había
preparado una cena especial, había
estado todo el día preparándola, se lo
suplico, monsieur, ¿no podría darle por
lo menos otra oportunidad? Y era ahora
también Marcel el que se oponía al
último y más ambicioso proyecto
doméstico de monsieur.
Sí, la casa requería otro criado, pero
monsieur Philippe no quería meter a una
esclava desconocida bajo su techo, no,
Lisette debía adiestrar a una niña fuerte
y sana. Doce años sería una edad ideal,
declaró una noche durante la cena, para
que Cecile pudiera moldearla a su gusto.
Sólo Marie y Marcel parecieron ver la
sombra que atravesó el rostro de Lisette.
—En pocos años —dijo monsieur
Philippe—, tendrás la mejor doncella
que puedas desear, con todo lo que
Lisette le habrá enseñado. Y mientras
tanto… bueno, Lisette dispondrá de otro
par de manos. Dios sabe que resultaría
más barato. —Se sintió disgustado
consigo mismo al oír sus propias
palabras.
—Pero monsieur, ¿no es demasiado
para ella ahora? —intervino Marcel,
con naturalidad—. ¿No le parece que
Lisette necesita ayuda en la cocina
cuanto antes? Tardaría demasiado
tiempo en adiestrar a una niña.
Suave, sutilmente, fue haciendo la
misma sugerencia otras noches, pero los
días pasaban sin que monsieur acudiera
al mercado de esclavos, sin que hiciera
llamar al notario Jacquemine. Monsieur
Philippe desayunaba bourbon al
mediodía y hacía gala de su puntería
dejando caer las ostras crudas justo en
su copa. Lisette, con la escoba en la
mano, lo miraba ceñuda, llameantes y
suspicaces sus ojos amarillentos, con
los párpados entornados.
Si estuviera allí podría ayudar,
pensaba Marie. Siempre era ella la que
doblaba los manteles de lino y retiraba
la porcelana. No, ni siquiera en la
sosegada comodidad del dormitorio de
tante Josette dejaba de pensar Marie en
su casa, porque a pesar de todo lo que
allí había sufrido seguía siendo su hogar.
Subió las escaleras corriendo y sin
aliento. Era una locura correr por las
calles al mediodía en pleno mes de
agosto, pero además parecía lo menos
indicado en una jovencita que acababa
de
celebrar
su
decimoquinto
cumpleaños. Marie, no obstante, había
cubierto a la carrera todo el camino
desde su casa a la tienda de sus tías, y
no le importaba. Se detuvo en el pasillo
para recuperar el aliento. Se sacó del
bolso la carta de madame Suzette y con
un suspiro entró al salón. Tante Colette
dormitaba junto a la ventana, con las
cortinas entrecerradas de modo que
impidieran el paso del sol pero no el de
la brisa. Tante Louisa estaba en la mesa
con el Sylphes des Salons de París y un
monóculo en el ojo.
—Ah, Marie, chère —murmuró con
suavidad, como si no quisiera disipar el
aire fresco de la umbría habitación—.
¿Has estado en tu casa?
—Tante. —Marie la besó con la
respiración
entrecortada,
e
inmediatamente se sentó frente a ella.
Tante Colette se levantó, protegiéndose
los ojos de un rayo de sol que entraba
por las contraventanas, y miró el reloj
de la repisa de la chimenea.
—No leas con esta luz, Lulu —dijo.
Luego se dirigió a Marie—: ¿Has
cogido tus cosas?
—Sí, pero mirad, mirad… —
Todavía no había recuperado el resuello
y tenía mucho que explicar.
—¿Pero qué te pasa? —Colette se
levantó y le puso la mano en la cabeza
—. Mon Dieu.
—Es una carta, tante —dijo Marie
—. Una carta de madame Suzette.
—¿Para quién es esa carta, chère?
—Colette la cogió, se la apartó de los
ojos para poder leerla y luego la giró
hacia la luz con una risita.
—¿Qué ha dicho tu madre? ¿Le
parece bien que te quedes? —preguntó
Louisa distraídamente, sin dejar de
volver las hojas.
—Sí, sí. —Marie movió la cabeza.
Las tonterías de siempre. A su madre
siempre le parecía bien, pero ellas no
dejaban de preguntar: «¿Le has pedido
permiso a tu madre? ¿Estás segura de
que tu madre…?».
—Tante, madame Suzette nos invita
a tomar café, a todas… esta tarde —dijo
Marie.
—¿Esta tarde? —Louisa dejó el
monóculo y miró el reloj—. ¿Esta tarde?
—La invitación llegó la semana
pasada. —Marie volvió a sacudir la
cabeza—. Pero debió de extraviarse, y
no hemos respondido.
—¿Que debió de extraviarse? —
repitió Louisa—. ¿Pero si son las doce y
media, ma chère? Cómo vamos a ir a
tomar el café esta tarde.
Colette se había llevado la carta a la
ventana y la sostenía ante los finos rayos
de luz.
—Con razón el domingo después de
misa me dijo que esperaba vernos a
todas el martes por la tarde. La verdad
es que por más vueltas que le di no
acerté a imaginar a qué se refería con
eso de vernos el martes por la tarde. —
Dobló la carta—. ¡Qué es eso de que la
invitación se extravió!
—Pero, tante, todavía hay tiempo —
dijo Marie—. No tenemos que ir hasta
las tres y… —Se interrumpió. Tenía
tanto calor que se había mareado. De
pronto se arrellanó, arrancando un
crujido de la pequeña silla estilo reina
Ana, y se llevó las manos a la cara. El
moño le hacía daño en la nuca y le
parecía que hasta la ropa le pesaba y la
arrastraba hacia el suelo—. Tante, tengo
que contestar ahora mismo y decirle que
iremos. Jeannette puede llevar la carta.
—Ten paciencia,
chère,
ten
paciencia. —Louisa le cogió la carta a
Colette.
—Seguro que se ha extraviado —
dijo Colette—. Seguro que la invitación
la recibió tu madre, ¿verdad?
Marie se las quedó mirando a las
dos. Fue a decir algo pero se detuvo. Se
inclinó hacia delante y miró el largo
pasillo que se extendía detrás de la
puerta del salón. Las contraventanas del
otro extremo estaban abiertas y la luz la
obligó a cerrar los ojos.
—No importa, ¿verdad? —susurró,
dándoles la espalda, dolida.
—¿Y qué ha dicho? —preguntó
Colette.
Marie movió la cabeza e hizo
ademán de encogerse de hombros.
—Na recuerda haberla recibido —
dijo con un débil hilo de voz. No quería
hablar de eso, ni siquiera pensarlo. No
era importante para ella—. Ah —
respiró hondo—, monsieur Philippe
recibió la carta esta mañana… Mamá ha
dicho… que no puede ir.
—Bueno, es comprensible, estando
monsieur Philippe en casa —admitió
Colette—. Pero eso de no responder a la
invitación… Seguro que ni la leyó.
—Es igual. Ahora tendremos que
escribirle para explicarle que no
podemos ir —dijo Louisa.
Marie se levantó de nuevo, con el
rostro encendido.
—¿Que no podemos ir? Tenemos
que ir, nos está esperando. Habéis dicho
que el domingo… el domingo… —Miró
a Colette. Su voz sonaba insegura y
ronca después de la carrera, pero su
mirada era firme, implorante—. Tante,
¿es que no lo entiendes? Nos ha
invitado, a todos, nos ha invitado a
tomar café…
—Pues claro que lo entiendo, ma
chère —la interrumpió Louisa—. Y tu
tante Colette también. Pero ya son las
doce y treinta y cinco y no podemos…
Marie se llevó las manos a las
sienes como si oyera un chirrido.
—Escúchame, Marie —dijo Colette
—. Todo esto es un poco caótico. Tu
madre no puede ir, y la invitación no ha
sido respondida como Dios manda.
Estas cosas hay que atenderlas con su
debido tiempo… —Se interrumpió—.
Bien —dijo de pronto, mirando a su
hermana y a su sobrina.
—El caso es que se trata de una
invitación especial —terció Louisa,
abriendo de nuevo el periódico y
cogiendo su monóculo—, teniendo en
cuenta las visitas que has recibido del
joven Richard.
—Pues justamente —le dijo Marie
—. Justamente es eso.
—Y no está bien que nos
apresuremos en algo así, y menos con
gente tan… bueno, tan formal como los
Lermontant.
—Tienes que comprender —
interrumpió Colette con seriedad— que
cuando dejas que un muchacho te visite
tan a menudo y te acompañe a misa
todos los domingos sin que tú prestes la
más mínima atención a ningún otro…
—Sabía que antes o después
madame Suzette nos invitaría —resolló
Marie—. Yo… yo esperaba que… —Se
apretó los labios con los nudillos.
Las tías se quedaron un momento en
silencio, mirándola. Colette tenía el
ceño fruncido. Ladeó la cabeza con aire
escéptico. Luego se irguió y comenzó de
nuevo:
—No se puede hacer una cosa así
sin pensarla bien…
—¡No estarás diciendo que no
vamos a ir!
Ya eran las dos cuando todo terminó.
Marie estaba sentada en su silla, como
aturdida. Llevaba un buen rato sin decir
nada. Sus primeros argumentos habían
sido refutados con facilidad: que no
debía apresurarse, que había muchos
muchachos, que Augustin Dumanoir era
hijo de un plantador, que ella era muy
joven, sí, una y otra vez, que era muy
joven. Pero en algún momento habían
cambiado las cosas en la habitación. Tal
vez fue el tono de voz de Colette, una
nota de impaciencia en sus palabras. Sin
darse cuenta, Marie se había echado a
temblar de la cabeza a los pies al oír su
voz alterada, las palabras más lentas,
cargadas con el peso de la verdad.
Marie se llevó las manos a la cabeza, se
apretó la frente con la palma. ¡No podía
creerlo! Pero siempre era Colette la que
finalmente llegaba a lo esencial.
—… Las fiestas son buenas para una
joven… No hay nada malo en que
recibas a todos los muchachos, siempre
que estén todos invitados, siempre
que… —Y así prosiguió, hasta que poco
a poco fue llegando al meollo de la
cuestión mientras corría el reloj,
mientras la pequeña manecilla de oro
pasaba de la una a las dos.
En la habitación no se oía más que el
tictac. Colette escribía una nota en la
mesa.
Louisa intentaba suavizarlo todo.
—Mira, Marie, aunque te fueras a
casar con un muchacho de color si
realmente fuera eso lo que desearas, y
michie Philippe y tu madre dieran su
aprobación y… bueno, chère, Augustin
Dumanoir es hijo de un plantador, un
plantador con tierras que se extienden
todo lo que alcanza la vista a partir del
río. No estoy diciendo que Richard
Lermontant no pueda ser un buen
marido, de hecho, si quieres que te sea
sincera, chère, a mí siempre me ha
gustado mucho Richard…
Colette dejó la pluma y se levantó.
—Ya está todo dispuesto —dijo
seriamente—. No debes preocuparte de
nada. Conozco a estas viejas familias de
toda la vida. Conozco a las de Río Cane
y conozco a las de aquí. Madame Suzette
lo comprenderá. ¿Quieres llevarle esto a
Jeannette, o se lo llevo yo misma?
—Ya se lo daré yo —dijo Louisa,
poniéndose en pie.
Marie no se había movido. Miraba
fijamente la nota. Sus tías se asustaron al
ver la sombría expresión de su rostro.
Louisa hizo un paciente gesto de «ya se
le pasará», y Colette movió la cabeza.
—Chère, algún día, cuando seas más
mayor, cosa que sucederá muy pronto —
dijo Colette—, me agradecerás todo
esto. Ya sé que ahora no me crees, pero
es cierto.
—Dame la nota —pidió Louisa
rápidamente.
Pero Marie tendió la mano.
—La llevaré yo. —Se levantó de la
silla.
—Bueno, eso está mejor. —Tante
Colette le dio un abrazo y la besó en las
mejillas.
—No estamos diciendo que no
puedas seguir Viendo a ese chico…
siempre que veas también a los demás…
—comenzó Louisa de nuevo, pero Marie
salió de la habitación.
Tuvo que esperar cinco minutos en
la trastienda hasta que Jeannette, que
estaba arrodillada en el suelo
arreglando el dobladillo del vestido de
una dama blanca, se levantó rápidamente
al verla.
—¿Está listo mi vestido verde de
muselina? —susurró Marie.
—Sí, mamzelle —contestó la
muchacha. Las otras costureras la
miraron con cierto resentimiento cuando
se llevó a Marie al pequeño probador
—. Mire, es perfecto, mamzelle.
Marie miró fríamente los volantes.
—Pues ayúdame a vestirme.
¡Deprisa! —Con la nota había hecho una
bola de papel.
Nunca había estado en esa casa.
Había pasado por delante cien veces,
pero nunca había traspasado el umbral.
A veces se había quedado despierta por
la noche, sabiendo que su hermano
estaba allí.
Su mundo estaba hecho de pisos y
pequeñas
casas,
siempre
bien
amuebladas pero lejos de la grandeza de
aquella inmensa fachada que se alzaba
tres pisos sobre la Rue St. Louis, con un
gran montante sobre las puertas. No se
detuvo a contemplarla, ni se paró a
mirar las altas ventanas del ático ni las
cortinas de encaje que aleteaban con
cierto descuido en una habitación,
porque si se detenía tendría miedo.
Desde que salió de la tienda, todo su
temor había dado paso a una cólera tan
intensa que no le había permitido la más
mínima pausa ni vacilación.
Marie levantó la mano para llamar a
la campanilla, que sonó a lo lejos, más
distante que un inmenso reloj que daba
las tres. Con la vista fija en el escalón
de granito, se obligó a pensar tan sólo en
el presente inmediato, y cuando le
abrieron la puerta Marie no se dio
cuenta de lo que le murmuró a Placide,
el viejo criado, aunque sabía que había
sido educada. Una gran escalera se
alzaba ante ella, serpenteando tras un
rellano en el que un ventanal dejaba ver
un encaje de fronda y cielo. Marie se
volvió despacio para seguir al anciano
que la conducía hacia una enorme
habitación. Allí estaba madame Suzette,
lo supo antes incluso de levantar la
vista. Muy despacio, como si el tiempo
se hubiera detenido, la habitación fue
grabándose en su mente. La mesa baja
ante la chimenea de mármol, con las
pastas y las tazas de porcelana, la mujer
que se levantaba con las manos
entrelazadas, destacando su cremosa
piel marrón contra el vestido azul. Su
rostro era sereno, quizá no hermoso pero
sí atractivo, con grandes ojos oscuros,
boca caucasiana generosa y las mechas
grises en el pelo castaño. Había cólera
en sus ojos, un atisbo de indignación,
cuando se dirigieron hacia la figura de
Marie en la puerta. Los labios no se
movieron, pero la expresión cambió
sutilmente de la cólera a la paciencia, y
luego a una deliberada y cautelosa
sonrisa.
—Así que han venido, después de
todo —dijo con voz cortés.
—Madame, mis tías y mi madre
sienten mucho… —comenzó a decir
Marie—. Madame, mis tías y mi madre
sienten mucho no poder venir. He
venido… he venido sola.
La sorpresa mudó el semblante de
madame Suzette, que se contenía como
si no quisiera hacer un movimiento
apresurado. Pero de pronto, en silencio,
con elegancia, se acercó a Marie y le
puso las manos en los hombros.
—Bueno, ma chère —dijo vacilante
—, me alegro de que hayas podido
venir.
No fue violento, lo que parecía un
milagro. Madame Suzette comenzó a
hablar de inmediato. No mencionó ni
una vez a las tías ni a Cecile, no hizo
preguntas, y parecía capaz de llevar toda
la conversación dando ella misma las
respuestas más lacónicas a base de
monosílabos. Al principio habló del
tiempo, como suele hacerse, para pasar
luego a otros temas triviales: ¿Sabía
coser Marie?, llevaba un vestido
encantador.
¿Había
abandonado
definitivamente el colegio después de la
primera comunión? Bueno, quizás había
sido razonable.
En el momento más indicado se
levantaron para visitar la casa. Entonces
fue más fácil. Fue más fácil preguntar
por el cristal de la vitrina o por la mesa
venida de Francia. El jardín era tan
hermoso que Marie sonrió enseguida.
Por fin subieron las escaleras, hablando
de Jean Jacques que había hecho la
mesita del vestíbulo superior.
—Y ésta, ma chère, es la habitación
de mi hijo. —Madame Suzette abrió las
puertas dobles. Marie sintió un peculiar
placer al verla, al pensar de pronto,
incoherentemente: «Sí, la habitación de
Richard». Por un instante quedó
sorprendida al ver su daguerrotipo junto
a la cama—. Ya ves —rió madame
Suzette cogiéndolo—, ya ves que te
admira mucho.
El dormitorio de ella estaba en la
parte trasera. Podía ser encantador,
Marie no estaba segura, porque en
cuanto hubieron entrado madame Suzette
la llevó a una pequeña sala adyacente
que en otro tiempo habría sido el cuarto
de los niños y que ahora era donde ella
trabajaba. Su voz se tornó más sería
entonces, más sencilla. Se enzarzó en
explicaciones sobre su sociedad
benéfica y las obras que realizaba. Unas
dos docenas de mujeres pertenecían a
las familias de abolengo, otras
provenían de familias nuevas —hizo
ademán de encogerse de hombros—,
pero todas estaban unidas por un solo
propósito: que ningún niño de color
pasara hambre, que ningún niño de color
estuviera descalzo. Hasta las niñas más
pobres tendrían hermosos vestidos para
hacer la primera comunión, y si existía
en la parroquia una sola anciana sin
atención, debían saberlo de inmediato.
Madame Suzette no hablaba con orgullo
sino con total embeleso. Ella misma
llevaba un año confeccionando vestidos
de primera comunión. Cogió con las
manos la diáfana rejilla con la que se
hacían los velos. Marie la observaba
ahora con más intensidad, más
directamente que antes, porque madame
Suzette ya no la miraba a los ojos,
apartaba la vista sin darse cuenta, y
Marie la veía como si estuviera cerca y
lejos al mismo tiempo. Ahora tenían
bajo su responsabilidad a diecisiete
huérfanos, decía con un leve aire de
preocupación, y no estaba muy segura de
que estuvieran bien atendidos; dos en
concreto eran muy pequeños para estar
trabajando tanto en las casas donde los
habían alojado.
—Es muy importante que aprendan a
ganarse la vida —explicaba. De pronto,
sumida en sus pensamientos, dejó que el
silencio cayera sobre ellas.
Marie la veía perfectamente contra
las estanterías de tela blanca doblada,
cestas y madejas de hilo, su alta y
redondeada figura reflejada en el suelo
inmaculado. La luz del sol se vertía por
las finas cortinas de las ventanas.
—En realidad, por más que una
haga, es una labor que no se acaba nunca
—dijo, casi para sí.
Un pequeño reloj dio las horas en la
casa y, tras él, el reloj del abuelo en el
piso de abajo. Madame Suzette miraba
fijamente a Marie con expresión
pensativa y muy afectuosa. Marie se dio
cuenta de que madame Suzette se
acercaba, pero lo hizo tan deprisa, tan
silenciosamente, que casi no se enteró
hasta que le rozó la mejilla con los
labios. Marie se echó a temblar de
pronto y se llevó la mano a los ojos. No,
aquello no podía sucederle ahora,
después de todos sus esfuerzos no podía
flaquear en ese momento, no podía
perder el control.
Pero temblaba con tal violencia que
ni siquiera podía evitar hacer mido. No
podía, no quería levantar la vista.
Madame Suzette la conducía a través del
dormitorio. Vio entre lágrimas las flores
de la alfombra y las rizadas hojas que
parecían extenderse hacia fuera como si
la habitación no tuviera límites.
—Lo siento, lo siento mucho —iba
susurrando—. Lo siento mucho… —Una
y otra vez. Le pareció oír palabras
afectuosas, palabras sinceras que la
acariciaban, pero que sólo la
acariciaban por fuera, dejando en su
interior el mismo caos oscuro, el mismo
sufrimiento. Las lágrimas no dejaban de
fluir.
Entonces se oyó una voz dulce y
grave, tan baja que Marie pensó que era
una ilusión.
—¡Marie!
—Es Richard, ma chère —dijo
madame Suzette.
Ciegamente, ignorando a la mujer
generosa y amable que tenía al lado,
Marie se agarró a Richard y enterró el
rostro en su cuello. Sentía contra ella el
suave rumor de su voz y el mundo no le
importaba.
—Marie, Marie —susurraba él,
como si hablara con una niña.
Cuando se marchó eran más de las
cuatro y media. Richard, su madre y ella
habían estado charlando tranquilamente
como si no hubiera pasado nada, como
si Marie no se hubiera echado a llorar
sin explicación. Tomaron café y pastas,
y Richard advirtió a su madre que si se
echaba tres cucharadas de azúcar, luego
tendría que tirar la cena. Marie había
tenido tiempo de recobrarse. Madame
Suzette le cogía la mano con afecto y la
conversación fluía con dulzura.
Por un momento temió verse
obligada a explicar por qué cuando, en
la pequeña sala, madame Suzette le
habló de los huérfanos sintió ella un
anhelo tan inmenso, tan desesperado,
que su cuerpo reflejó el dolor de su
alma. Pero no podía explicarlo porque
ella misma no lo comprendía. Las
sociedades benéficas no eran algo nuevo
para Marie, hacía años que oía hablar
del tema, sus tías regalaban telas y su
madre daba de vez en cuando ropa vieja.
Pero tal vez aquellas cosas habían sido
para ella algo irónico, lejano, trivial, no
lo sabía muy bien. Ahora una certeza
luchaba por cobrar forma en su interior,
aunque nunca lograra expresarse: en su
vida había sentido tanto respeto, tanta
confianza por otra mujer como la que
ahora sentía por madame Suzette, nunca
había conocido a una mujer que
mostrara tal entereza, sencillez y fuerza,
que siempre había asociado a los
hombres, y todo eso unido a los
habituales aderezos femeninos que
habían sido para ella signo de vanidad
durante las insoportables horas que
había pasado con la aguja, haciendo
encaje para adornar los respaldos de las
sillas.
Pero ni Richard ni su madre habían
esperado nada de ella, sólo que
estuviera sentada tranquilamente, si lo
deseaba, y a pesar de su inexperiencia
veía que la decorosa preocupación que
madame Suzette había manifestado hacia
ella era totalmente pura. ¡Se alegraba de
que Marie estuviera allí! Marie se sentía
casi feliz en aquella sala.
Por fin se levantó para marcharse. El
abrazo de madame Suzette fue largo,
como larga fue la mirada que le dirigió a
los ojos. Su doncella, Yvette, la
acompañaría a casa.
Richard salió a las escaleras con
ella, sin embargo, negándose a soltarle
la mano.
—Iré contigo —declaró.
—¡No! —Marie se apresuró a
sacudir la cabeza. Richard se la quedó
mirando sin decir nada. «Te amo», se
leía en sus ojos. Ambos sabían que no
podían permitirse estar a solas. Incluso
en las calles atestadas de gente habrían
encontrado algún lugar para besarse,
para tocarse. Marie se dio la vuelta y se
marchó.
La tarde le parecía hermosa. El sol
era benigno incluso en las altas ventanas
de las casas, donde se convertía en oro
macizo. La lluvia comenzó luego a
bañarlo todo, acompañada de un aire
más fresco, más dulce. Las flores
inclinaban los tallos al pie de las tapias
de los jardines, y pequeños capullos
caían estremecidos a su paso. Marie
caminaba deprisa, como siempre, pero
animada, sin enfados ni miedos. Era
como si toda la tristeza que pudiera
haber sentido estuviera muy lejos de
ella. Era una tristeza que pertenecía a
sus tías, a su madre, a otro mundo.
La casa de los Lermontant, con sus
gratos aromas y sus bruñidas superficies
parecía rodearla como una fragancia que
flotara en la brisa. Todavía sentía el
brazo de madame Suzette en su hombro,
todavía sentía aquella mano que hasta el
último momento estuvo cogiendo la
suya. Todavía veía los ojos de Richard.
Olvidándose de la doncella, Yvette,
que la siguió fielmente hasta su casa en
la Rue Ste. Anne, Marie entró sin mirar
atrás y cerró la puerta. No iría a ver a
sus tías ese día, no respondería sus
preguntas. Además, monsieur Philippe
estaría en casa: una fuerza notable y
grata entre su madre y ella. De hecho no
tenía que hablar con nadie. Podía
acomodarse ante el tocador para
quitarse las horquillas del pelo, y tal
vez, sólo tal vez, hubiera llegado el
momento de hablar con Marcel. Tal vez
más tarde subiría las escaleras del
garçonnière para llamar a la puerta de
su cuarto. Marcel no la traicionaría,
nunca la traicionaría, y tal vez había
llegado el momento de decirle lo que
ella ya sabía: que se casaría con
Richard Lermontant.
La casa estaba en silencio y Marcel,
que al parecer había vuelto muy
temprano de casa de los Mercier, estaba
sentado en la mesa mirando ceñudo el
suelo.
Marie se quitó el chal blanco.
—¿Qué
pasa?
—preguntó
acercándose, pero Marcel miraba más
allá de ella, como si no estuviera allí.
—Lisette está en la cárcel —le
contestó—. Monsieur Philippe ha ido a
sacarla.
Por un momento Marie no asimiló
sus palabras.
—¿Pero por qué? —preguntó
finalmente con voz entrecortada—.
¿Cómo… cómo ha sucedido?
—Estaba borracha. Se ha peleado en
no sé qué cabaret —murmuró Marcel,
todavía sin mirarla.
—Pero si se ha portado muy bien
desde que murió Zazu, si no se había
metido en un solo lío…
Marcel cavilaba, moviendo los ojos
de un lado a otro. Por fin habló de
nuevo, como si ni siquiera él mismo
pudiera entender sus propias palabras.
—Parece que mamá y ella se han
peleado
por
una
tontería
sin
importancia, y mamá le arrancó el
pendiente de oro… rasgándole la oreja.
—V—
Philippe apuró su
¡Quécopa.desastre!
Comenzaba a sentirse él
mismo de nuevo, como le sucedía
siempre a mediodía. Las horas
anteriores habían sido puro dolor de
cabeza. Pronto tomaría un poco de
quingombó, siempre, claro está, que
Lisette dejara de llorar y se dignara
preparárselo. Mordió la punta del puro.
—Te dije que cuando fueras mayor.
—Blandió un dedo en el aire—. Y tú
conoces la ley tan bien como yo: eso
significa cuando tengas treinta años.
Lisette lanzó las manos al cielo y
cuando se dio la vuelta para coger una
cerilla, Philippe le vio la cicatriz de la
cara, en el mismo lado donde tenía el
lóbulo desgarrado.
—Deja eso —le dijo con más
suavidad. Intentó no hacer una mueca al
ver la herida, pero no pudo evitar un
resoplido. Cogió el tignon de seda roja
y cubrió con él la espantosa cicatriz.
Lisette tenía los ojos húmedos y la cara
hinchada.
—Hmm. —Philippe movió la
cabeza. Pero había sido culpa de ella,
¿no?, allí, borracha y sucia en la prisión
del condado. La oreja le estuvo
supurando durante días, hasta que
finalmente Marcel se la llevó a rastras
al médico. Lisette ardía de fiebre y tenía
miedo—. Hmmm —masculló Philippe
—. Bueno, ya no está tan mal —dijo
entre dientes. Lisette le acercó la cerilla
y él encendió el puro—. Quiero decir
que he visto muchas chicas guapas con
un solo pendiente y la otra oreja tapada
con un bonito tignon.
Lisette le sirvió bourbon sin
contestar. Philippe nunca se acordaba de
que ya le había dicho eso mismo cien
veces en el último mes. Lo cierto es que
sentía lástima por ella y que le ponía
enfermo verle la cicatriz de la cara.
Siempre había sentido pena por ella,
desde que nació. Lisette no había
heredado nada de la belleza africana de
Zazu, y desde luego ninguna de las
agradables facciones caucasianas de él.
Era tener muy mala suerte: la piel
cobriza, las pecas amarillas y ahora esa
espantosa cicatriz.
—Vamos, vamos —la arrulló
mientras se arrellanaba entre las
almohadas, haciéndole un gesto con la
mano—. Siéntate aquí a mi lado. —
Lisette se sentó casi con timidez al
borde de la cama, enjugándose
bruscamente los ojos con el delantal. Un
auténtico
desastre,
por
decirlo
suavemente, pensó Philippe. Cuando
intentaba poner en orden en su mente
todos los elementos del problema, le
daban mareos.
—Michie —dijo Lisette sorbiendo
por la nariz—. A los treinta años seré
una vieja. Ahora soy joven.
No entendía nada. Su libertad tenía
que ser aprobada por tres cuartos del
jurado policial del condado, y sólo
podría ser emancipada por servicios
meritorios, a menos que Philippe
depositara una fianza, la exorbitante
cantidad de mil dólares, en cuyo caso
ella tendría que marcharse del estado.
¡Servicios meritorios! ¡Lisette! Mon
Dieu.
—Yo me puedo ganar la vida. —
Casi gemía—. Sé cocinar y limpiar,
puedo peinar a una dama. Me puedo
ganar la vida… —Era un gemido
espantoso.
—¡No empecemos con eso! —
exclamó Philippe irritado. Bebió un
trago de bourbon, suave y delicioso.
Empezaba a tener verdaderas ganas de
un buen desayuno, de una buena sopa. Se
inclinó hacia delante y bajó la voz para
que no le oyeran Marie ni Cecile—. Tú
y esa Lola, la hechicera vudú. No me
vengas ahora con que te puedes ganar la
vida. ¡En eso te meterías si fueras libre!
—Michie. —Lisette sacudió la
cabeza frenética—. Le juro que ya no
volveré a ir allí. —Su voz seguía siendo
un grave gemido—. He sido buena,
michie. Me he estado encargando de
todo, michie. Ni siquiera salgo, se lo
juro.
Philippe apuró de nuevo su copa. No
podía soportar aquel tono lastimero. Le
hizo una brusca seña con la mano. Era
peor que cuando un esclavo del campo
suplicaba que no lo azotaran. Prefería
ver a Lisette echando por la boca sapos
y culebras. ¿Y qué significaba todo
aquello de los servicios meritorios?
Marcel se lo había explicado, pero no lo
tenía muy claro. Servicios meritorios si
tenía menos de treinta años y había
nacido en el estado. Entonces no tenía
que ser deportada ni hacía falta pagar
fianza. ¿Lisette, servicios meritorios?
Había sido detenida y multada por
pelearse en la calle.
—He intentado ser buena, me he
portado bien —decía ahora—, y hace ya
cuatro meses que murió mi madre,
michie.
—No empieces otra vez. —Philippe
no podía pensar con claridad, y ahora
Lisette cambiaba su línea de ataque—.
Tu madre nació el mismo año que yo —
dijo blandiendo un dedo con gesto
didáctico—. No sabía que moriría antes
de que cumplieras los treinta, no sabía
que moriría siendo tú todavía una niña.
—Tal vez todas esas tonterías de los
servicios meritorios no fueran más que
una formalidad. Jacquemine podría
encargarse de ello, podría escribir una
petición y él se limitaría a firmarla.
—No soy una niña, michie. —Se
hundió los dientes en el labio. Mon
Dieu, no era culpa suya haber nacido tan
fea. Philippe apartó la vista, moviendo
la cabeza.
—Sírveme otra copa. —Y en caso
de que tuviera que pagar alguna fianza…
¿Dónde estaba Marcel? Marcel tenía
todo eso muy claro. Cuanto era la fianza,
¿mil dólares? Mon Dieu! ¿Y cuánto le
costaría otra chica de servicio?
—¡No, chère! —Lisette estaba
sentada, llorando. Las lágrimas brotaban
de sus grandes ojos saltones—. Lisette,
ma chère… —Le apretó el hombro y se
lo sacudió ligeramente.
—Por favor, michie —suplicó ella
con voz trémula—. ¡Déjeme libre,
michie, por favor!
Lisette se levantó de pronto.
Philippe se había llevado la copa llena a
los labios y por un momento se quedó
confuso al ver a Lisette de pie al otro
lado de la sala.
Pero Cecile acababa de entrar,
seguida de Marcel, y estaba alisando la
colcha de la cama.
—Ah , petit chou. —Philippe le
acarició la cara.
—Monsieur, hay un mensaje para
usted.
—Y tú, jovencito, ¿cómo es que no
estás en la escuela?
Marcel miró inquieto a su madre.
—Monsieur Jacquemine ha mandado
a un chico a la escuela a decirme que lo
buscara a usted, monsieur, que hay un
asunto muy urgente y que necesita…
—¿Que me buscaras? ¿Que me
buscaras? —Philippe estalló en
carcajadas—. ¡Lisette! ¡La sopa! —dijo,
señalando el dosel con el dedo. La
esclava salió en silencio de la
habitación, casi agradecida—. Pero si
llevo aquí dos meses, ¿cómo es que me
tienen que buscar?
—Parece que es muy importante. —
Marcel se encogió de hombros. Philippe
rodeó a Cecile con el brazo mientras
ella le enjugaba la cara—. Quiere que
vaya a su oficina lo antes que pueda.
—Ah, hoy es imposible. —Philippe
le dio otro trago al bourbon. Asuntos
urgentes de Jacquemine. El notario
podría responder todas sus preguntas
sobre el jurado policial del condado, y
era probable que supiera el precio de
una nueva doncella. No podía meter allí
a una negra inculta y desaseada, no, su
petit chou, Cecile, lo pasaría mal y
francamente él tampoco podía soportar
la suciedad ni el mal servicio. No,
tendría que ser una buena chica, de unos
mil dólares por lo menos. Mon Dieu!
—Pero monsieur —le dijo Cecile
con suavidad—, se trata de un asunto
urgente. Tal vez si comiera usted algo y
luego durmiera un poco…
—Bah. Un asunto urgente, un asunto
urgente… ¿Qué puede ser tan urgente?
Cecile entornó los ojos, pensativa, y
se volvió rápidamente para mirar a
Marcel. Philippe apartó el cobertor y
pidió su bata azul con un gesto. Marcel
se la ofreció abierta y Cecile le anudó el
cinturón.
—Yo pensaba, monsieur, que si es
un asunto urgente tal vez se refiera a la
plantación…
Lisette acababa de entrar con la
bandeja.
—¿Quieres que vuelva a la
plantación, mon petit chou?
—¡De ninguna manera, monsieur! —
susurró ella metiéndole las manos bajo
los brazos y reclinando la cabeza en su
pecho.
—En la plantación no me necesitan,
ma chère —dijo, entrando con ella en el
comedor—. Te aseguro que Bontemps
nunca ha estado en tan buenas manos. —
Hizo un gesto dramático mientras
retiraba la silla. Un aroma de
quingombó caliente, pescado, especias y
pimienta negra llenó la habitación—.
No, no me necesitan, y no me verán
hasta la cosecha. ¡Al infierno con los
asuntos urgentes!
Cecile sacó la servilleta y se la puso
en el regazo.
—Y tú —prosiguió Philippe,
mirando a Marcel que esperaba
pacientemente en la puerta—, tenemos
que hablar esta noche tú y yo sobre todo
eso del jurado del condado. ¿Crees que
podrías dar muestras de un poco de
sentido común para comprar una esclava
decente?
Marcel se quedó pálido y miró a
Lisette, que tenía los ojos fijos en
Philippe.
—Pues… yo… sí. —Tragó saliva
—. Sí.
Philippe lo miraba con atención y de
pronto se echó a reír al tiempo que cogía
la cuchara.
—Bah, es igual, mi pequeño
estudiante. Lo pondré todo en manos de
Jacquemine. Si tengo que ir a verlo, lo
pondré todo en sus manos. ¡Asuntos
urgentes! Él lo solucionará todo… Mon
Dieu. Supongo que ya es hora.
Marcel salió tras Lisette de la
habitación. Cecile hablaba en voz baja.
Philippe tenía que vestirse y descansar
un poco antes de ir al centro.
—Bueno —dijo Marcel cogiendo a
Lisette del brazo—. ¡Lo va a hacer!
Cuando vaya a ver a Jacquemine.
—No me lo voy a creer hasta que lo
vea, hasta que tenga los papeles en la
mano. —Lisette se dio la vuelta—. ¿Y
qué era ese asunto urgente? —preguntó.
—No lo sé —murmuró Marcel.
A las dos y media ayudó a su padre a
ponerse las botas. Le decía en voz baja
que Lisette se había portado muy bien
todo el verano y que sabía que las cosas
no le resultarían fáciles cuando fuera
libre, pero que trabajaría mucho, que
nunca le pediría nada. Monsieur
Philippe asintió y se pasó el peine por el
pelo. Tenía los ojos vidriosos.
—Mi abrigo —pidió. Cecile
acababa de cepillarlo. Hacía días que
Philippe no salía de casa—. Un traguito
de vino blanco —añadió mientras
inspeccionaba el leve asomo de su
barba dorada. Cecile le había afeitado
esa misma mañana, y lo había hecho a
conciencia.
—No beba más vino, monsieur —le
aconsejó ella con toda dulzura—. Hace
demasiado calor.
—Acompáñame un trecho —dijo
Philippe a Marcel—. Asuntos urgentes,
con este calor. Tendrían que suspenderse
todos los negocios hasta octubre. Todos
los que tienen dos dedos de frente se han
ido al lago. —Se echó a reír y le dio un
abrazo a Cecile—. Bueno, todos menos
yo.
Philippe se tomó su tiempo. Dejó a
Marcel mucho antes de llegar al hotel St.
Louis, y una vez allí entró en el
sofisticado bar. El aire era fresco bajo
los techos altos y, aunque se habían
terminado las subastas del día, se puso a
inspeccionar el mercado. Jacquemine
podía encargarse también de aquello,
naturalmente. A él no le gustaba comprar
esclavos, de hecho lo odiaba, sobre todo
si alguna familia era separada y se veía
a un niño llorando y a una madre
frenética. Era patético, demasiado
patético. ¿Pero y si Jacquemine cometía
algún error? Podía comprar una
muchacha altanera que se creyera
demasiado buena para servir a un ama
de color. Mon Dieu, lo que le faltaba.
¿Y ti Marcel…? ¿Ti Marcel regateando
con un vendedor de esclavos? Tal como
se comportaba con Lisette, lo más
probable era que comprara por lástima
cualquier criatura atormentada antes que
una buena doncella mulata. Claro que
una doncella mulata era un lujo.
Tampoco tenía que ser mulata. ¿Pero qué
pensaría Cecile? Él nunca le había
escatimado nada, siempre le había dado
lo mejor. Lo cierto es que con los
tiempos que corrían una doncella mulata
podía costar unos mil dólares, ¿no?, y en
ese momento los números invadieron su
mente, dinero para los abrigos de otoño
de Marcel, además tendría que darle
algo a Lisette cuando la liberara, con
fianza o sin ella, la chica necesitaría
empezar en alguna parte, pagar unos
meses de alquiler antes de encontrar un
trabajo, y su hijo, León, acababa de
escribir pidiendo una enorme suma, al
parecer estaba comprando Europa entera
pieza a pieza. Al ver que había apurado
la cerveza pidió otra con un gesto.
Y los vestidos de Marie además, ¿y
qué tramaba exactamente Colette cuando
le vino a susurrar que Marie se estaba
metiendo en arenas movedizas con un
muchacho de color? ¿Qué muchacho era
ése? Marcel había ido a verle también
una tarde, jugaron una mano de faraón y
le habló vagamente de un «buen
matrimonio» con una de las «antiguas
familias de color». La cuestión de la
dote. Era eso, la dote. Philippe había
calculado por encima los gastos, la dote;
esas viejas familias mulatas eran tan
orgullosas y tan remilgadas como
cualquier familia blanca. Tendría que
encargarse de todo, desde luego, su
Marie no podía casarse sin dote, ¿pero a
qué demonios se refería Colette con
todas esas tonterías sobre «un muchacho
de color».? ¿Es que Colette y Marcel no
hablaban nunca? ¿Qué era todo aquello?
Claro que él preferiría ver a su belle
Marie casada con un próspero plantador
de color o con un rico comerciante antes
que… que… hmm, ese muchacho
Lermontant, por ejemplo, ese hermoso
gigantón. La dote. Esos Lermontant, con
su mansión en la Rue St. Louis, querrían
sacarle hasta los higadillos.
Tuvo una agradable aunque fugaz
sensación al imaginarse a Marie vestida
de novia, y mientras se bebía la segunda
cerveza (deliciosamente fría, pidió una
tercera) se le pasó un instante por la
mente que en realidad debía ser ella la
que saliera al extranjero, que tendría
más sentido. Pero seguramente con eso
no se ahorraría ni un penique. De hecho,
el coste del inminente viaje de Marcel
sería astronómico, una pensión en el
Quartier Latin, su asignación, el viaje y
todos esos años en la École Normale.
Claro que a él le parecía muy bien lo de
la École Nórmale, fuera lo que fuese esa
École Nórmale. De pronto se echó a reír
al pensar en la cara que pondría León,
su hijo, si alguna vez descubría la
identidad de aquel petit estudiante que
leía en cuatro idiomas y era el hijo…
¡Bueno! León había recibido toda la
educación que le hace falta a un
plantador. Philippe terminó la tercera
cerveza. Pero era importante que Marcel
volviera al cabo de cuatro años con
medios para mantenerse, al menos en
parte, o todo aquello no tendría nunca
fin. Claro que podía establecerlo él,
darle algunas propiedades… pero había
hipotecado las propiedades para pagar
alguna deuda. Bueno, tal vez Marcel
pudiera administrarlas a cambio de una
comisión razonable. La cuestión era
cómo lograr la formidable suma de
cuatro mil dólares en ese momento, ¿o
serían cinco mil?
En cuanto abrió la puerta y entró al
umbrío y fresco despacho del notario
advirtió que algo iba mal. Se dio la
vuelta, tambaleándose, incómodo por el
sudor de borracho que le cubría toda la
cara, y se quedó mirando los escasos
transeúntes de la calle. Había visto a
Felix, su cochero. Estaba seguro. ¡Y
Felix había apartado la vista! Felix
debía de estar en Bontemps, y había
apartado la mirada. Tal vez ese maldito
Vincent lo había enviado a hacer algún
recado, pero el cochero había hecho
como que no reconocía a su amo. Era
absurdo.
—¿Quiere usted pasar, monsieur? —
se oyó la voz áspera de Jacquemine.
—Necesito una copa —murmuró
Philippe. Al mirar a través de la puerta
abierta se le dilataron los ojos. Varias
figuras ataviadas de negro rodeaban la
mesa del notario. Allí estaba su cuñada
Francine con su marido Gustave, y un
caballero alto con un bigote blanco muy
familiar que llevaba una carpeta forrada
de cuero. Aglae se hallaba sentada
frente a él. ¡Aglae! Y a su lado,
levantándose
despacio
y
ceremoniosamente con una intensa
expresión en el rostro, Vincent.
—¿Qué pasa? —Philippe entornó
los ojos.
—Siéntese, por favor, monsieur. —
El notario se enjugó la frente—. Por
favor, monsieur, por favor…
Casi había anochecido cuando salió
del despacho. Miró ceñudo a Felix y
antes de que el cochero pudiera darse la
vuelta Philippe chasqueó los dedos y lo
llamó con una expresión tan agria que el
hombre no se atrevió a ignorar la orden.
—Ve a casa de mi mujer en la Rue
Ste. Anne y coge mi equipaje —le dijo
en voz baja, sin hacer caso de la familia
que salía del despacho detrás de él—.
Llévalo a mi hotel. Te quiero allí dentro
de media hora. —Atravesó a grandes
trancos la Rue Royale en dirección al St.
Louis y en cuestión de minutos se
encontraba en la fresca soledad de su
suite habitual, poniendo unas monedas
en la mano del botones.
—¿Lo de siempre, monsieur? —El
chico de rostro negro esperó soñoliento.
Philippe, ceñudo, tenía la mirada
perdida.
—Sí —dijo tras un momento de
vacilación. Estaba totalmente sobrio. Le
dolía la cabeza y sabía que si no bebía
un trago de cerveza se pondría enfermo.
Se dejó caer en el sillón junto a la
chimenea y se cruzó de brazos. Su mente
se debatía por analizar el torbellino de
emociones que le embargaba, la menor
de las cuales no era el miedo. Casi
había firmado esos papeles. En los
primeros momentos, confuso, débil, casi
había firmado. Y borracho, sí, borracho.
Ellos, sabiendo que estaba borracho, le
pusieron la pluma en la mano. Pasó un
momento de debilidad emocional en el
que había estado casi dispuesto a hacer
lo que ellos querían. ¡Esa víbora de
Vincent! Incluso en la intimidad de su
habitación, Philippe se sonrojó hasta la
raíz de los cabellos, Y Aglae, ese reptil
disfrazado de mujer. ¡Casi había llegado
a mojar la pluma! No tenía sentido
intentar descansar, no podía quedarse
allí, no podía estarse quieto. Terminó
paseando por la habitación, y al ver
entrar a Felix lo cogió con rudeza por la
solapa.
—Ve a la suite de mi esposa, ¿me
oyes? —gruñó—. Dile que cenaré con
ella en el salón principal. Y exijo la
presencia de su hermano. Luego
volveremos a Bontemps.
Felix se apresuró a asentir. Su
dignidad de cochero no cedía fácilmente
ante el miedo.
—Sí, michie —dijo con calma,
esperando que lo soltara.
—En cuanto hayas entregado el
mensaje, vuelve a la Rue Ste. Anne y
dile a mi mujer que no volveré durante
algún tiempo, tal vez hasta después de la
cosecha. Y busca a la maldita Lisette y
dile que se comporte. Si está allí mi
chico… —Se interrumpió y soltó al
cochero—. Es igual, no le digas nada.
Ahora, haz lo que te he dicho.
El comedor estaba atestado. Aglae y
Vincent le esperaban. Cuando Philippe
apartó la silla, Aglae lo miró con
descaro.
Philippe sonrió casi con dulzura
mientras desdoblaba su servilleta y
luego, con la misma expresión tranquila
y afable, se volvió hacia su cuñado.
—Es usted una víbora, monsieur.
Así que quería ser dueño de mi tierra,
¿verdad?, de todo lo que poseo.
Advirtió el dolor inmediato en el
rostro de Vincent, el rubor en las tersas
mejillas blancas. Sus ojos, sin embargo,
eran tan fríos como los de su hermana.
—Philippe —susurró—, puede que
no lo creas pero he hecho lo que he
considerado mejor.
Philippe sonrió de nuevo a su
esposa. Tenía la mente muy clara, y la
poca cerveza que había consumido lo
había estabilizado en su sobriedad y le
había calmado el dolor de estómago.
—Y
usted,
madame,
qué
decepcionada debe de estar al ver que
ha fracasado su pequeño plan.
—Monsieur —dijo ella al punto
mientras tendía la mano despacio hacia
su copa—, no quiero saber las razones
de sus extravagancias, los motivos de
que
haya
descuidado
sus
responsabilidades ni por qué ha perdido
la plantación de mi padre, incluida la
parte que ahora pertenece y que siempre
ha pertenecido a su único hijo. Y tiene
mucha razón al suponer que no deseo
llevar todo esto a juicio. Pero si no pone
en orden sus asuntos, si no liquida hasta
la última deuda que hay contra la casa y
la tierra que mi hermano y mis hijos
tienen que heredar, le aseguro que
aunque muera en el empeño procederé
contra usted ante un tribunal. Hoy no ha
ganado ninguna batalla, monsieur, está
sometido a prueba.
La expresión de Philippe se tornó
escéptica e implorante a un tiempo. Le
temblaba la blanda piel en torno a los
ojos. Miró entonces a Vincent que,
mortificado, no levantaba los ojos del
plato.
—Os odio a los dos —susurró en
voz baja, aunque con los labios
petrificados en la misma sonrisa cortés,
edulcorada.
—Sea como fuere, monsieur, ponga
sus asuntos en orden —dijo Aglae—. O
yo lo haré por usted. De una vez por
todas.
—VI—
—El mismo Richard había
–Pasa.
abierto la puerta. Siguió a Marcel
hasta el salón y le hizo un gesto casi
ceremonioso para que se sentara.
Marcel se metió la mano en el
bolsillo
buscando
un
puro,
cerciorándose rápidamente de que no
estaban ni el grand-père ni madame
Suzette.
—¿Puedo fumar?
—Claro. —Richard paseaba de un
lado a otro.
Marcel estaba irritado. No era buena
compañía. Los últimos días habían sido
insoportables, y no se habían acabado.
Monsieur
Philippe
se
había
marchado el uno de septiembre sin
despedirse siquiera, de modo que Cecile
se pasó toda la semana muy nerviosa y
no se había hecho absolutamente nada
por Lisette, más bien al contrario.
Cuando Marcel acudió al notario
Jacquemine, éste afirmó que monsieur
Philippe no habrá expresado ningún
propósito de emanciparla y que no podía
ponerse en contacto con monsieur
Philippe en la plantación, cosa que
Marcel sabía que no era cierta.
Mientras tanto, la escuela bullía de
excitación ante la partida de Augustin
Dumanoir a Francia. Esa noche se
celebraba una fiesta en su honor en el
piso de los Mercier. De hecho se había
declarado el día libre en la escuela para
celebrar el viaje de Augustin. Toda la
familia Dumanoir había venido del
campo y eran ellos los que se iban a
ocupar de la comida y los músicos para
la velada. Hasta Juliet compartía su
entusiasmo y se había comprado un
vestido nuevo, aunque de vez en cuando
se le olvidaba quiénes eran los
Dumanoir.
Marcel se reprochaba todos los días
su envidia y quedó avergonzado cuando
Christophe lo llevó una noche al
comedor, extendió un plano de París
sobre la mesa e intentó enzarzarlo en una
charla sobre las calles, los lugares
famosos, los bulevares.
—No es propio de ti envidiar a
quien tiene mejor fortuna —dijo
Christophe finalmente, dándole un
apretón en el hombro—. Has trabajado
mucho todo el verano, necesitas
descansar un poco. Puede que no te haya
comentado lo bien que lo has hecho,
pero la verdad es que en primavera
estarás preparado para el examen.
Una cierta tristeza cayó entonces
sobre los dos. Marcel, naturalmente,
sabía que el momento se acercaba.
Claro que era una tontería envidiar a
Augustin pero ¿cómo explicar que el
dolor de tener que despedirse le hacía
desear marcharse cuanto antes?
Tal vez si durante esas semanas
hubiera podido pasar algún rato con
Anna Bella se habría sentido mejor,
pero ella había dado a luz a finales de
agosto y la comunidad, entre apagados
susurros, le había dejado saber que el
parto había sido difícil, aunque el niño
estaba muy bien.
—¡Quién lo hubiera imaginado! —le
dijo Louisa a Colette—. Una muchacha
como ésa. Tendría que haberle resultado
tan fácil como a una esclava del campo.
¡Mon Dieu! Marcel alzaba los ojos
al cielo y contaba los días que quedaban
para su decimosexto cumpleaños, en
octubre, y pensaba: «Sí, me marcharé a
principios de la primavera. Bueno, si
Marie… si Marie y Richard…».
—¿Me lo vas a decir? —preguntó de
pronto mirando la gigantesca figura que
se movía inquieta por todo el salón—.
¿Qué pasa? —Marcel encendió la
cerilla en la suela de su zapato y le dio
una calada al puro.
—¿No lo sabes? —dijo Richard.
Esa mañana, al amanecer, había ido a
llamar a la puerta de Marcel para que le
prometiera que acudiría a su casa en
cuanto pudiera—. Tenemos que hablar
de ello.
—¿Pero de qué? ¿De Marie?
—¿Entonces no sabes nada? —
Richard se detuvo en medio de la
habitación, con las manos en la espalda,
como siempre, y el rostro muy afilado
para un muchacho de dieciocho años. Su
expresión imponía respeto.
—A mí no me ha dicho nada —
comentó Marcel—. Está siempre con
mis tías…
—No te ha dicho nada porque no
sabe lo que ha pasado, porque no puedo
acercarme a ella para contárselo. Ha
llegado el momento de que hable contigo
directamente, de que mon père hable
contigo. Llegará dentro de una hora.
—Pero dime…
—Tus tías se niegan a seguirme
recibiendo en su piso, dicen que ya no
se me permite visitarla en su propia
casa, y tú sabes que siempre he podido
ir a verla allí. Bueno, no entiendo qué
significa todo esto, Marcel. Quiero
casarme con tu hermana, y ellas lo
saben.
Marcel advirtió que la sangre acudía
a su rostro y el sentimiento de
protección que albergaba hacia su
hermana lo inundó con una oleada de
calor.
—Voy a acabar con toda esta
tontería —dijo—. No pueden tomar esa
decisión por Marie.
—Pues ya la han tomado. —Richard
se dio la vuelta con las manos
entrelazadas como si al estrujárselas
pudiera pensar mejor, y se puso a trazar
lentos círculos en torno al centro de la
habitación—. Al principio decían
trivialidades, que ella era demasiado
joven, que yo era demasiado joven, que
las veladas eran para todos los
muchachos, que tal vez no habíamos
comprendido…
—¡Yo me encargaré de ello! —
exclamó Marcel furioso, levantándose
para marcharse—. Déjalo en mis manos.
—Pero es que no lo entiendes. Han
hablado con mi padre. Todo ha ido
demasiado lejos.
Marcel se detuvo y volvió a
sentarse, intentando considerar fríamente
todos los elementos. Sabía que Cecile
era incapaz de admitir siquiera la
posibilidad de ese matrimonio: el hecho
de que Marie se casara con un hombre
de color topaba contra un muro
impenetrable que había en su mente.
Pero sus tías… ¡Él siempre había
contado con sus tías! Habían sido muy
buenas con Marie, y Marcel confiaba en
que ellas le proporcionaran toda la
misteriosa maquinaria femenina que
requiere una boda.
—No comprenden que Marie es lo
bastante mayor para saber lo que quiere
—dijo categóricamente—. Y no saben
que yo ya he hablado con monsieur
Philippe.
Richard se volvió de pronto hacia
él.
—¿Has hablado con él?
—Sin mencionar nombres. —Marcel
se encogió de hombros—. Al fin y al
cabo todavía no has hecho la
declaración formal.
—Es lo que pretendo hacer esta
mañana. En cuanto mon père llegue a
casa pensamos presentarte mi petición
de mano.
—¡Tú sabes que tienes mi
bendición! —dijo Marcel, pero estaba
tan enfadado con sus tías que le costaba
trabajo contenerse.
—¿Qué le has dicho a tu padre? —
La voz de Richard se había convertido
en un susurro de barítono, y Marcel
apenas le oyó—. ¿Le has dejado claro
que hablabas de matrimonio, que
hablabas de un hombre de color? —La
voz se desvaneció con la última palabra
—. ¿No pensaría que estabas hablando
de… de otra cosa?
—¡No! —Pero mientras lo decía
recordó la confusa conversación con
aquel hombre borracho de ojos azules
que le estaba ganando a las cartas, el
whisky y aquellos largos dedos blancos
que a pesar de su suavidad chasqueaba
con fuerza para que Lisette le llenara el
vaso una y otra vez.
—Tiene que volver antes de la
cosecha —dijo Marcel muy serio,
irguiéndose en toda su estatura—, y en
cuanto esté aquí se lo dejaré todo muy
claro: los deseos de Marie, tus
intenciones, tu familia, tu apellido. No
habrá ninguna dificultad, Richard,
puedes estar seguro. Se lo prometí a
Marie hace mucho tiempo.
Richard lo miraba casi como en
sueños, con el ceño algo fruncido.
—Pero verás, Marcel, tus tías nos
han insultado y además han acudido al
notario de monsieur Philippe y nos han
amenazado con la furia de monsieur
Philippe cuando venga a la ciudad.
Dicen que él mismo pondrá fin a todo
esto de una vez por todas.
Marcel se dio la vuelta. Miró las
cortinas de encaje y soltó un largo
suspiro. ¿Había aceptado Jacquemine un
mensaje de las tías, después de insistir
tanto en que no podía transmitir ninguno
sobre el asunto de Lisette? Pero en
realidad aquello no tenía importancia, lo
importante era el contenido del mensaje,
su repercusión en monsieur Philippe, la
distorsión de los hechos, la naturaleza
de la mentira. ¿Qué sabía monsieur
Philippe de la comunidad, de las
mejores familias, del futuro que Marie
tenía a su alcance? Para monsieur
Philippe las gens de couleur eran
mujeres hermosas, a veces con hijos que
partían lo antes posible hacia otros
mundos de ultramar. Una vertiginosa
confusión crecía en su interior, avivada
y alimentada por la frustración, una
confusión que sólo había sentido una vez
en su vida y que tenía que ver con Anna
Bella y la visión de dos hombres
blancos en un birlocho de la Rue Ste.
Anne, aquel oscuro callejón.
—¡No! —susurró Marcel—. ¡No!
Eso no le pasará a mi hermana, no le
pasará. —Al darse la vuelta vio que
Richard seguía mostrando la misma
expresión trágica, como tallada a
cuchillo—. Hablaré con monsieur
Philippe
—afirmó—.
¡Monsieur
Philippe me escuchará! —Se llevó la
mano a la sien, como si para ordenar sus
pensamientos
necesitara
tocarlos.
Cuando volvió a hablar lo hizo con voz
confidencial, apenas audible—. Es
bueno con mi madre, pero no puede
desear eso para Marie, no puede
desearlo. —Miró a Richard a los ojos,
como rogándole que estuviera de
acuerdo con él, que lo tranquilizara.
La expresión de Richard traslucía un
atisbo de miedo.
La puerta de la casa se había abierto
y se oían los pasos fuertes y apremiantes
que anunciaban siempre la llegada de
Rudolphe, luego un portazo, el sonido de
la porcelana más allá de la arcada del
comedor, el tintineo de cristales en una
repisa de cristal.
Rudolphe estaba macilento, casi
irreconocible. Marcel dio un respingo.
—Bueno, vámonos —dijo al
instante, como poniendo punto final a
una conversación que de hecho no había
ni comenzado.
—¿Adónde? —preguntó Richard.
—Tú no, no estoy hablando contigo
—le espetó su padre—. Estoy hablando
con Marcel. El notario de tu padre ha
enviado a buscarme a la funeraria.
Quiere
verme,
quiere
ver
a
Christophe… y quiere verte a ti.
Marcel no se movió.
No era miedo sino un instinto
salvaje, irracional, lo que lo tenía
clavado allí. Años después recordaría
ese momento, y lo recordaría con cierta
admiración.
No se despidió de Richard. Echó a
andar despacio y siguió a Rudolph en
silencio por las tórridas calles
polvorientas hasta la escuela.
Christophe no tenía ni idea del
motivo de la convocatoria, y quería
saberlo.
—¡No tengo respuesta! —Rudolphe
carraspeó. Caminaba muy deprisa, sin
preocuparse del calor—. ¡Tal vez quiere
indagar el carácter de mi hijo! —Estaba
furioso—. ¡El carácter de mi hijo! —Se
golpeó el chaleco con la mano en un
gesto compulsivo—. ¡Tal vez quiera
preguntarte a ti!
Christophe,
con
su
habitual
paciencia, no dijo nada.
Cuando llegaron a la notaría,
Jacquemine los saludó con una sonrisa
hipócrita.
—Ah, Marcel. Espera allí, mon fils,
al otro lado de la calle, a la sombra de
la marquesina. Primero tengo que hablar
con el propietario de la funeraria —
inclinó la cabeza afectadamente— y con
el maestro —inclinó de nuevo la cabeza
afectadamente—. Tú espera, mon fils,
hasta que te llame.
—¡No! —dijo Marcel.
El notario dio un respingo y alzó sus
pobladas cejas grises.
—Vamos, haz lo que dice —susurró
Rudolphe, tocándole el brazo con un
gesto tranquilizador.
No se veía nada a través de las
cortinas verdes que cubrían la mitad
inferior del cristal. El calor era
implacable incluso a la sombra. Cuando
su reloj le dijo que ya llevaba una hora
esperando, Marcel cruzó la calle. No
había salido nadie de la oficina ni había
entrado ningún otro cliente. Se pasó las
manos por su pelo crespo y volvió a
hacer guardia junto a la pared.
De pronto se abrió la puerta y
Rudolphe se asomó un momento para
indicarle que entrara. Marcel sintió
entonces
la
misma
vacilación,
desconcertante e irracional, que poco
antes lo había atenazado en el salón de
los Lermontant. Se quedó inmóvil,
mirando hacia la notaría. No hubiera
podido explicárselo a nadie: era como
si tuviera la mente en blanco. Finalmente
cruzó la calle.
—A monsieur Philippe —comenzó
el notario, aunque Marcel no se había
sentado— le complace hacerse cargo
del asunto del matrimonio de Marie Ste.
Marie con el hijo de Lermontant. Lo
discutirá a su debido tiempo, cuando
pueda hacerlo él mismo en persona. Es
decir, lo hablará con las hermanas
Longemarre…
sus
tías,
tengo
entendido… y con su madre, por
supuesto.
Marcel miró a Rudolphe, que no
apartaba los ojos del notario, unos ojos
furiosos. Christophe mostraba una
expresión sombría. No había ninguna
distensión, ninguna alegría. ¿Qué
demonios habían estado discutiendo?
—Vaya al grano, monsieur —dijo
Christophe. El notario soltó un respingo,
indignado.
—¡Les he pedido que se encargaran
ustedes mismos de este asunto!
—¡De ninguna manera! —exclamó
Rudolphe con firmeza—. Es su trabajo,
monsieur. Creo que debería explicárselo
a Marcel tan pronto y con tanta sencillez
como pueda.
—VII—
deseo de monsieur
«… Y esFerronaire
que no lo trate
usted con su madre, que no la agobie con
esta carga, en esto ha sido de lo más
explícito. Desea que quede totalmente
claro que sólo le apoyará a usted en este
proyecto si le asegura a ella que ha
decidido aprender el oficio de la
actividad funeraria». Marcel inclinó la
botella, y la bebida le cayó como agua
en la boca. Una explosión de luz brilló
en el suelo de ciprés al abrirse la puerta
del jardín, un repiqueteo de risa
estremeció las vigas, y a lo lejos se oyó
el tañido de las campanas del domingo.
«Escúchame, Marcel, no es el fin del
mundo. Tienes que afrontarlo. Naciste en
una cuna de plata, que ahora te han
arrebatado. Marcel, escúchame, serán
dos años, dos años. Ya sé que no es lo
que querías, pero ahora tenemos que
hablar de negocios, en dos años puedes
estar ganando un salario decente…». Un
salario, un salario, un salario. Las bolas
de marfil crepitaban en la mesa. Tendió
el billete y ella le puso en la mano la
botella de whisky. Bien, ábrela, un vaso
limpio. Le disgustaban los vasos sucios.
Un negro de buen aspecto, un jamaicano
de piel de charol y nariz aplastada, se
dirigió a Marcel. Llevaba un chaleco de
seda a rayas y una camelia en la solapa
de su flamante abrigo. No juego al
billar, gracias, el whisky es agua, no
tiene el menor sabor. «Ha sido
extremadamente generoso en esta
materia, pero desea dejar claro que
usted debe trabajar con ahínco durante
dos años en la funeraria, que los
términos del aprendizaje…». El muy
hijo de perra con sus ojos vidriosos, sus
malditas zapatillas, sus barriles en el
jardín, cobarde, cobarde. Toma,
cómprate entradas para la Ópera, llévate
a tu maestro si quieres, los maestros no
ganan mucho, cómprale flores a tu
madre, trajes nuevos, vestidos nuevos,
velas nuevas, servilletas de lino.
«Escúchame, Marcel, sé lo que estás
pensando. Esto no es el fin del mundo,
tienes que afrontarlo, eres como un hijo
para mí, te enseñaré todo lo que sé y
cuando estés preparado te pagaré el
mejor salario que puedas ganar dadas
las circunstancias». Asomaba en su
mente la sombra de Antonio, el pariente
pobre de amarga sonrisa. ¡Jamás, jamás!
Madame Lelaud le puso delante el
quingombó.
—Come. Tu amigo Christophe te
estaba buscando.
—¿Le has dicho que no estoy aquí?
¡No estoy aquí!
«Marcel, ¿recuerdas la primera
noche, cuando llegué de París y
estuvimos hablando en Madame
Lelaud's? Te dije entonces que conocías
la diferencia entre lo físico y lo
espiritual mejor de lo que llegan a
conocerla muchos hombres en toda su
vida. Ya lo sé, ya lo sé… La herida es
demasiado profunda ahora, la decepción
ha sido muy grande, pero tienes que
escucharme…».
—Llevas dos días borracho, eres un
niño malo. Anda, tómate esa sopa,
hmmmm. Tus amigos vendrán otra vez a
buscarte.
—¡No estoy aquí!
El sol se deslizaba por la forma
perfecta de su pierna desnuda. La chica
formó la palabra «ven» con los labios.
Él se llevó la botella a la boca,
estremeciéndose al pensar que ya había
estado con ella. Era perfecta la excitante
brutalidad de alquilar una mujer: no
había que preocuparse de ella, ella no
esperaba nada. Su propia crueldad le
había sorprendido, pero no a ella. Se
abrió la puerta, estalló la luz, la
muchacha se desvaneció. Aquello había
estado sucediendo una eternidad. Marcel
vio la llama en la punta de su puro antes
de haber encendido la cerilla… «Debe
comprender que monsieur Ferronaire
desea que se aplique sin reserva a este
aprendizaje para que sea totalmente
autosuficiente dentro de dos años».
Siempre supe que mentía, que mentía,
aquellos ojos azules muertos, el fajo de
billetes, el clip de oro, y ahora esto, el
muy cobarde, cuando está en el
campo…«… Desea que quede del todo
claro que sólo lo apoyará a usted en este
proyecto si usted le asegura a su madre
que ha decidido aprender este oficio».
La trastienda, los productos químicos,
Antoine con las mangas subidas por
encima de los codos, el brazo en torno
al muerto para inclinarlo, otra mano
estrujando el trapo mojado. «La
decepción es demasiado honda, no
puedes pensar, y no tienes que pensar,
tienes que darte tiempo, recuerda las
palabras de san Agustin: “Dios triunfa
sobre las ruinas de nuestros planes.”».
Nuestros planes, nuestros planes…
—Llevas borracho dos días, mon
fils, tus amigos estarán… Tómatela.
Cobarde,
asqueroso
cobarde,
mandar al muchacho a París como un
caballero, a la École Nórmale, claro,
por qué no, excelente, por supuesto,
mandar fuera al muchacho como un
caballero.
—Te vas a poner enfermo, mon fils,
come, come.
—Eres una mujer muy hermosa, ¿lo
sabías?
—Estás borracho, mi bébé de ojos
azules, y yo siempre estoy hermosa los
domingos por la mañana. Pero tus
amigos te estarán buscando, y le
prometiste a tu profesor que…
«… Emborráchate hasta que lo
superes, ahoga las penas y luego recobra
el juicio. No es el fin del mundo, “Dios
triunfa, triunfa…" ¿TÚ LO CREES?
"Escúchame, Marcel, sé lo que esto
significa para ti, pero ahora tienes que
trabajar, y sabes que para mí eres como
un hijo, no hay nada deshonroso, nunca
ha habido nada deshonroso en esa
profesión." Lo sabía, siempre he sabido
que jamás me marcharía de aquí.
Mentiras, todo son mentiras, vivo con
todos los avíos de una familia, pero sin
tener una familia, con todos los avíos de
un caballero pero sin ser un caballero,
con todos los avíos de la riqueza pero
sin dinero… "Ahora te resulta
demasiado
cruel,
no
esperes
resignación, Dios triunfa…" "… Como
si ya fueras uno más de la familia." "…
Totalmente autosuficiente en dos años”.»
—Sí, mon bébé, vete a casa. Tu
madre se llevará una gran alegría. Anda,
dame un beso.
—No sin una botella en cada
bolsillo. —Risas.
—Pues claro, bébé, guárdate ese
dinero antes de que alguien lo vea.
—¿Por qué, madame? ¡Si soy un
hombre rico!
«Marcel, me gustaría mucho
cartearme contigo desde París. Me
alojaré en la Rue l'Estrapade, en la
pensión Menard. Tienes que escribirme.
Toma, te doy mi dirección: “Augustin
Dumanoir, pensión…" "Ahora la
decepción es demasiado profunda, pero
cuando
lo
superes…
Adelante,
emborráchate, cuando salgas de esto
comprenderás que en realidad nada ha
cambiado”.» ¡ESTÁS LOCO SI CREES
QUE NADA HA CAMBIADO!
El hijo de perra mentiroso, eh bien,
mandar fuera al chico como un
caballero.
Madame Lelaud le metió las botellas
en los bolsillos y le dio una palmadita
en el pecho.
—Ahora vete a casa, mon bébé,
antes de que lleguen tus amigos…
—¿Me quieres?
—Te adoro, bébé… —Le dio la
vuelta y lo empujó hacia la calle, lejos
de la chica de la escalera y del hermoso
negro con el taco de billar que volvía a
hacerle una reverencia mientras las
bolas chocaban tras él, no, gracias, no
apuesto—. Ten cuidado con el dinero,
mon bébé, sal de la ribera.
—Eres muy hermosa.
Estaba en la calle. Hay un hombre
muerto, mira, ese hombre está muerto.
Pero ella se limitó a sonreír desde el
umbral con las manos en las caderas y
los arietes de oro estremeciéndose.
—No te preocupes por él, mon bébé.
—Pero está muerto. Mira, está
muerto.
—Ya vendrán a por él. —Le
acarició la barbilla. Él había visto ese
vello dorado en el espejo de la barra.
—Mi bébé de ojos azules. Aléjate
de la ribera.
Marcel fue poniendo un pie detrás
de otro. Las botellas resonaban pesadas
en sus bolsillos, la calle se desvanecía
bajo sus pies, más deprisa, los tacones
sonaban en los adoquines, un gran gentío
salía de la catedral y se arremolinaba en
torno a la Place d'Armes, no quería de
ninguna forma encontrarse con madame
Suzette o con Rudolphe. Fue
sorprendente la velocidad con la que
cruzó la plaza. El cielo llameaba en la
Rue Chartres, oleadas de risa de los
confiteros el domingo por la mañana. El
muy cobarde, dejar que se lo dijera el
idiota de Jacquemine, llamar a Rudolphe
y a Christophe para que se lo dijeran,
todos esos años, todas esas cenas, su
fajo de billetes. «Si ha roto la promesa
que me hizo a mí, michie, romperá la
que le hizo a usted. Se cree muy
especial, ¿verdad, michie?, porque su
sangre corre por sus venas». ERES MI
PADRE, ¡ME HAS MENTIDO!
Se detuvo en el umbrío portal de una
farmacia cerrada, empinó la botella y
sintió el fuego en la garganta. No cojas
el barco de vapor, eso te hará pensar,
camina, camina, camina. No puedes
llegar allí en el barco, camina como si
nada pudiera detenerte, nada puede
detenerte, camina. «Si me ha mentido a
mí, michie, también le puede mentir a
usted… Libéreme, me lo prometió, soy
su hermana, michie, sí, su hermana».
Mentiroso. Las mismas calles, las
mismas casas, las mismas caras. No, no,
me niego… es impensable… Este
asqueroso agujero, me niego… ¡Me
niego!
Allí estaba la Rue Canal con las
campanas de la Iglesia de Cristo y un
mar de carruajes, flotando al viento las
cintas de los sombreros de ala ancha.
No me pasaré la vida en Nueva Orleans,
no moriré en Nueva Orleans, de ninguna
manera. «Que usted mismo ha elegido el
oficio de la funeraria, dos años,
totalmente autosuficiente, nunca ha
habido nada deshonroso en el oficio».
Ahora todo el mundo habla inglés, es
casi imposible caminar por aquí, tú
simplemente pon un pie delante del otro,
no, no cojas el tren que va a la parte
alta, camina, camina. Camina como si
nada pudiera detenerte.
«Escúchame, Marcel, él te ha
educado en la tradición de los
plantadores, jamás te has mojado las
manos como no fuera para lavártelas,
pues bien, eso se ha terminado y más
vale que lo afrontes, no hay nada
deshonroso…». No lo haré, me niego a
hacerlo, le diré que me niego a ser
aprendiz. «No piensas con claridad.»
«Déjalo, Rudolphe, está demasiado
herido». ¡ME NIEGO!
Sabías que no iba a suceder,
¿verdad? Durante todos esos meses,
antes de que llegara Christophe, sabías
que jamás saldrías de aquí, sólo era algo
en lo que creer para seguir adelante,
para hacer la juventud tolerable, para
hacer la vida posible, Rue l'Estrapade,
pensión Menard, École Nórmale,
Quartier Latin, Théâtre Athenée, Musée
de Louvre. No gires hacia el río ahora,
éste es el canal Irlandés, te matarán, es
una letrina, esos asquerosos inmigrantes
te matarán, no, quédate en la calle
Nyades, camina, camina como si nada
pudiera detenerte.
Se detuvo a la sombra de un roble,
volvió a echar un trago, una botella llena
en el bolsillo derecho, una botella llena
en el bolsillo izquierdo, el tren de
Carrollton pasa resoplando sobre los
raíles, vapor contra el cielo cegador, el
tañido de las campanas de la iglesia.
Voy hacia el condado de St. Jaques.
Para comprender esto bien hay que
haber vivido con él, haberle visto día
tras día con sus cómodas zapatillas, su
bata azul, el humo de la pipa en el salón,
su fajo de billetes. «Ti Marcel, mi
pequeño estudiante…» «Se acostó con
mi madre, michie, igual que con la
suya». Hay que haberle visto atravesar
el camino del jardín con su capa
aleteando entre las hojas secas, el paso
de su caballo por la Rue Ste. Anne, los
regalos, los paquetes, los billetes,
enviar al muchacho fuera como un
caballero, un caballero, un caballero.
¿Es ya mediodía? Saca el
espléndido reloj de bolsillo con la
pequeña inscripción de Hamlet y míralo,
no te molestes en alisarte el chaleco, te
queda a la perfección, mediodía, y esto
es ya el casco antiguo de Lafayette, vas
muy bien de tiempo.
Antes de llegar a la ciudad de
Carrollton, en el meandro del río tiró la
primera botella, que se rompió contra
una roca. Ya estaba en el campo, las
tierras pantanosas, los pequeños
jardines, una vaca le miraba detrás de
una cerca rota con ojos inmensos de
delicadas pestañas. Continuamente se
veían carros. Marcel pasaba ante
sofisticadas terrazas, damas con
parasoles rosas, era el campo, estás
atravesando Jefferson hacia el condado
de St. Jacques.
Era como si el acompasado
movimiento de sus pies nublara sus
pensamientos, todas las voces se habían
convertido en música, y todo lo feo, lo
hiriente, se había fundido poco a poco
en un canturreo y luego en un rumor, un
pie delante del otro, la suelas de las
botas se gastaban, Marcel sabía
perfectamente que si se detenía sentiría
el dolor, las piedras empezaban a
desgarrar la suela, un cuero tan caro, un
polvo blanco se adhería a los bajos de
las perneras. «… Cierta responsabilidad
en lo referente a sus recursos, monsieur
Ferronaire ha sido muy generoso,
recursos apropiados para un aprendiz
del oficio funerario, tal vez Lermontant
pueda ser una buena guía, comprenderá,
naturalmente, que hasta la fecha
monsieur Ferronaire ha sido… digamos
que ha sido muy generoso, pero ahora…
hay que tomar ciertas medidas prácticas
con respecto a sus recursos, el
aprendizaje, un vestuario adecuado, por
supuesto, pero las facturas pendientes,
alguna forma de reducir gastos…».
Con el paso de cada carruaje que
aplastaba las piedras blancas se alzaba
el polvo, un carro lleno de gente que le
miraba, un viejo negro que le hacía un
gesto, no, gracias, prefiero caminar. Me
pregunto si no será imposible llegar
hasta St. Jacques, supongo que para
otros sí, pero no para mí. Quitó el tapón
a la segunda botella, bebió sin
detenerse, debería haberlo pensado
antes, por qué no subir al malecón,
adelante, siente el viento fresco del río
que mitiga el sol inclemente. Echó a
andar por la hierba. Se alzó una nube de
insectos. Marcel los ahuyentó de la cara,
sintió la picadura en el dorso de la
mano. Otro trago. Ahí está el Misisipí,
esa inmensa y perezosa corriente gris, y
río abajo, navegando con toda la
velocidad de la corriente, un descollante
y hermoso barco de vapor cuyas
chimeneas gemelas hendían las nubes.
La brisa era fresca, muy fresca. Todo era
ahora perfecto, todo estaba lejos de él,
las piedras que atravesaban la suela de
sus botas, la fina capa de sudor bajo su
camisa, el picor de la barba en la cara,
el viento helado. Siempre me han
aterrorizado los árboles cayendo al río,
la corriente comiéndose la tierra,
llevándose algo tan inmenso y tan
sólido, un árbol que tierra adentro
podría romper la acera de adoquines
con sus raíces. Pero ya no me asusta.
Un hombre blanco le detuvo.
Marcel vio acercarse el caballo por
el camino del río. Luego tomó un desvío
hacia el malecón y Marcel se quedó
esperando, hasta que lo tuvo encima.
Todo estaba muy lejos de él, el ruido de
los cascos. Miró al hombre y fue como
si oyera la petición sin palabras.
Jamás le había enseñado esos
papeles a nadie. Sí que los tenía,
siempre los llevaba encima. Se metió
mecánicamente la mano en el bolsillo
con los ojos fijos en el río, en la gran
masa de troncos y ramas muertas que
flotaba corriente abajo como una balsa.
La voz del hombre era hosca, y Marcel
se dio cuenta al instante, sin necesidad
de alzar la vista, que no sabía leer.
—Nacido en Nueva Orleans,
monsieur, hijos de padres libres,
certificado de bautismo en la catedral de
St. Louis, no, monsieur, negocios,
monsieur, en el condado de St. Jacques.
—¡Que vas andando hasta el
condado de St. Jacques! —El caballo se
movía y danzaba. Marcel sintió el golpe
de los papeles en la cara. «Negros
fugitivos con papeles de libertad».
Carraspeó, alzó los ojos con cautela,
con decoro, sí, esa palabra lo describe
mejor, con decoro, este hombre no
puede hacerme daño, no tiene nada que
ver conmigo. A la plantación Ferronaire,
monsieur, negocios. «Más vale que esos
papeles no sean falsos». Pero no los
puedes
leer,
¿verdad,
estúpido
fanfarrón? No, monsieur, en la Rue Ste.
Anne, toda mi vida, en la esquina con la
Rue Dauphine. Mera, monsieur,
bonjour!
No podía hacerte daño, no tenía
nada contra ti, no mires atrás, sigue,
echa un trago, ya se ha marchado. La
brisa es muy fría.
Se oyó una campana y apareció en el
recodo otro de esos magníficos barcos
de vapor. Una débil música que flotaba
sobre las aguas le llegó a lomos del
viento helado. Parecía que lo saludaban
desde la cubierta. Marcel miró el
camino del río, las blancas columnas de
una casa lejana que asomaban entre los
árboles, un carro que pasaba en silencio,
una mujer saludando vestida con una
falda verde. No mires la casa, no mires
el carro, mira el río y sigue caminando,
te arden los pies.
¿Qué hora sería? ¿Las tres? No
significa absolutamente nada. Apuró la
segunda botella y la tiró al agua gris.
Desde abajo lo saludaron amistosamente
unos hombres que cabalgaban por la
lodosa orilla. Marcel se detuvo perplejo
y levantó el brazo despacio, sin fuerzas.
Tenía las botas blancas de polvo, el
cuero empezaba a resquebrajarse. No lo
pienses, camina.
Un carro se detuvo en la carretera
junto a él, y un viejo negro le hizo un
gesto otra vez, no podía ser el mismo de
antes, imposible. La mujer negra lo miró
en silencio, aguardando, y Marcel bajó
lentamente del malecón con pesados y
descuidados pasos de borracho, era
imposible que se cayera después de
llegar hasta allí, hubiera podido echar a
volar.
—A St. Jacques.
—Pues sube, jovencito. —Se oyó la
voz de marcado acento americano. Los
ojos amarillentos lo observaban con
atención—. No es un carro muy
elegante, pero para mí que es mucho
mejor que caminar hasta St. Jacques.
Siéntate ahí detrás, jovencito. —Marcel
tuvo tiempo de murmurar una respuesta
por encima del hombro antes de que el
carro se pusiera a traquetear. Las ruedas
daban violentos bandazos sobre el
camino, que iba desapareciendo debajo
de él kilómetro tras kilómetro.
Dominaba la técnica de llevarse la
botella a la boca tensando los labios
para que el cristal no le hiciera daño en
los dientes. Se preguntaba si el negro
querría un trago; tal vez no, estando allí
su mujer con su mejor traje negro de
domingo, la cesta cubierta con un paño
blanco.
Verjas de hierro, puertas de hierro
forjado, columnas blancas llameando
entre los árboles, el camino tan sinuoso
que nunca se veía un paisaje abierto, el
sol quemándole la cabeza, los pies
oscilando sobre el polvo que se
levantaba a su alrededor. Una hora tras
otra, no mires nada, no pierdas valor,
una vendeuse solitaria en el camino
balanceando su cesta con aquel
encantador movimiento de espalda,
cuello largo, brazos sueltos, rostro
sombrío, inescrutable, que pasó de largo
y se alejó hasta convertirse en una
mancha sobre las piedras blancas y
desapareció tras la curva.
Durante todos los años que había
estado oyendo la palabra «Bontemps»
jamás se había hecho una imagen de la
casa.
Cómo explicarlo, cómo explicar que
hasta la más trivial de las preguntas
ofendía, que era mucho mejor fingir que
no era asunto suyo. Una plantación muy
rica, sí, Augustin Dumanoir lo había
dicho una vez y él no quiso discutirlo. Él
vivía en la Rue Ste. Anne, ¿qué tenía que
ver con aquello?
Él había girado la cabeza, incluso
cuando tante Josette comentaba que la
había visto desde la cubierta del barco
al bajar de Sans Souci.
—Cuando el hombre está tan
cómodo en la Rue Ste. Anne —había
reído Louisa—, podéis estar seguros de
que no se encuentra tan a gusto en
Bontemps.
Ahora, al bajar del carro,
terminados por fin el traqueteo y el
polvo, vio que su mano tendía un billete
de dólar al agradecido negro. Los ojos
de su esposa eran una hendidura en su
rostro hinchado. Se volvió entonces para
ver por primera vez las inmensas
puertas de hierro.
No te detengas aunque sea tan
hermoso, no te detengas aunque esos
robles derramen su musgo por esa
avenida perfecta, no te detengas al ver
esas magníficas columnas blancas, esto
es un templo, una ciudadela, no te
detengas. Sacó la botella de un tirón
mientras
el
carro
se
alejaba
traqueteando y volvió a beber, más y
más, sintiendo cómo el whisky
penetraba en sus entrañas.
No sabría decir si en aquel
interminable peregrinaje había pasado
junto a una casa más grande; estaba
demasiado ciego e incluso ahora se
movía como en trance. Ésta era,
sencillamente, la casa más grande que
había visto en su vida. Algo llameaba a
lo lejos, un azote y un destello de color
entre dos columnas, las cosas se
agitaban, la gente se agitaba en las
terrazas entre las columnas griegas, el
Sol era una esquirla de vidrio tallado.
No te detengas, ni siquiera te acerques a
la inmensa puerta central, este camino te
invita hacia la diminuta puerta del
tabernáculo. Se movía despacio,
rítmicamente, con los pies llenos de
ampollas, doloridos aunque el dolor no
lo tocara, hacia el callejón lateral con
huellas de ruedas y cascos. Una vez
atravesada esa puerta lateral, se fue
acercando cada vez más a la casa.
Se oía música. ¿Eran los marcados
graves y agudos de un violinista? Se
alzaban fragancias que se mezclaban con
la brisa del río. En la terraza superior se
agitó un triángulo de color que llameó
luego de una columna a otra hasta que
una figura diminuta apareció en la
barandilla.
No pienses, no lo planees, no
pienses, no pierdas el ánimo. ¿Pensabas
que sería el único que habitara en este
palacio, que estaría solo con su pipa y
sus zapatillas, sus botellas de bourbon y
jerez y sus barriles de cerveza?
¿Pensabas que viviría como un cerdo
hozando en asquerosas habitaciones?
León, Elizabeth, Aglae, se le venían los
nombres a la mente, no tienen nada que
ver conmigo, a mí no me guía más que
un propósito, un pie delante del otro, el
camino lo alejaba bastante de la casa,
las rosas se alzaban entre el camino y la
casa. Allí había un grupo de personas,
tal vez conversando y abanicándose, con
las copas llenas de licores caros. El
humo brotaba por las chimeneas y entre
las ramas de los robles y los macizos de
rosas se alzaba un edificio cuadrado. A
lo lejos venía un hombre mientras
Marcel se acercaba más y más a esa
casa de la que ahora sólo eran visibles,
entre las espalderas, los capiteles
corintios en todo su detallado esplendor.
Marcel advirtió que el edifico de
ladrillo era la refinería. Allí había una
casita cuadrada, pasada de moda, con
finas columnas, y más allá de esa
pequeña ciudad de tejados y chimeneas
el hombre se acercaba cada vez más, un
rostro negro, un conocido abrigo negro,
de domingo. El hombre corría, estaba
asustado.
—¡No! ¡Apártate!
—Michie, ¿qué está haciendo? ¡Se
ha vuelto usted loco, michie!
—Suéltame, Felix.
Algunos miraban. Un hombre blanco
con un sombrero informe, el rostro
invisible bajo el ala, giró su caballo,
cuyos flancos castaños relumbraron bajo
el sol de la tarde, y salió en dirección a
la pequeña ciudad de casas y cabañas.
—Michie, ¿está usted loco? —Felix
estaba frenético. Su fuerte mano se cerró
sobre el hombro de Marcel y lo arrastró
fácilmente hacia las cabañas. Entre los
árboles giraban los bailarines y se oía el
agudo sonido del violín. Las voces se
elevaban sobre las trémulas hojas.
—Suéltame —repitió Marcel entre
dientes, intentando zafarse de la mano.
Sintió una sacudida cercana a la náusea,
el tiempo es esencial, no intentes
detenerme, tengo que verle, tengo que
oírselo decir a él después de tantas
promesas. Estaba rígido. Felix lo
arrastraba entre la alta hierba, lejos de
aquellos distantes parches de color y
risas. Por encima se alzaba la casa
monstruosa contra el cielo, cornisas,
hojas de acanto, gabletes que miraban
desde el tejado, ventanas ciegas al sol.
»Suéltame. —Se volvió hacia Felix
con la garganta dolorosamente seca,
pero el cochero le había rodeado el
pecho con brazo firme. Se vio arrojado
bruscamente en la oscuridad de una gran
cabaña y vio que una mujer con un
vestido rojo se levantaba vacilante junto
al fuego.
—¡Fuera! ¡Fuera! —le dijo Felix
mientras Marcel intentaba liberarse, con
los ojos vueltos de nuevo al cielo. La
mujer se marchó rápidamente. Un
caballo trotaba por la avenida entre las
hileras de tejados, porches, puertas
abiertas. A pesar de sus forcejeos,
Marcel sintió que lo arrastraban, que sus
pies se deslizaban contra su voluntad
sobre la hierba. Hundió los talones en el
suelo. Conocía esa cabalgadura. Era la
yegua negra de monsieur Philippe.
Por un instante se cruzaron sus
miradas.
Monsieur
Philippe
sin
sombrero, con la camisa abierta y las
riendas en la mano, el pelo echado hacia
atrás y los ojos azules entornados, sin la
más leve chispa de reconocimiento. Con
la mandíbula tensa apretó las rodillas y
pasó de largo.
—¡Maldita sea! —Felix arrojó a
Marcel contra la chimenea. El muchacho
se incorporó, totalmente mareado, con el
estómago revuelto. La habitación daba
vueltas y más vueltas. De pronto se
encontró sentado sobre la piedra, de
espaldas al fuego.
—¡Ahora le ha visto, maldita sea! —
El rostro negro de Felix brillaba a la luz
del fuego—. ¿A qué ha venido? ¿Se ha
vuelto loco? —Cogió el cubo de agua de
la chimenea.
—¡No me tires eso! —Marcel se
levantó y se lanzó contra la puerta. Felix
lo atrapó justo cuando el cielo se
desvanecía y la puerta se cerraba de
golpe. Monsieur Philippe estaba
apoyado de espaldas en ella. Su pelo
rubio llameaba bajo la luz irregular.
—Ya lo tengo, michie, lo sacaré de
aquí —dijo Felix desesperadamente—.
Me lo llevaré, michie. No sabe lo que
está haciendo, michie, está borracho…
—¡Mentiroso!
—Marcel
miró
fijamente aquellos pálidos ojos azules
—. ¡MENTIROSO! —La palabra le
brotó de los labios con un jadeo
compulsivo.
Monsieur Philippe tenía el rostro
rojo de rabia y los labios le temblaban
de cólera. Levantó el látigo, la larga tira
de cuero blando doblada sobre el
mango, y lo descargó sobre el rostro de
Marcel. El látigo penetró profundamente
en la carne a través de las oleadas de
embriaguez. Marcel quedó tirado en el
suelo con las manos atrás, sin dejar de
mirar hacia arriba.
—¡MENTIROSO! —gritó de nuevo,
y de nuevo el látigo le cruzó la cara.
—¡No, michie! ¡Por favor, michie!
—suplicó el esclavo, que recibió sobre
el brazo tendido el tercer latigazo. La
sangre húmeda y caliente goteaba sobre
los ojos de Marcel. Sintió que perdía el
sentido y se lanzó hacia delante para
intentar levantarse—. Michie, por favor,
por favor. —El esclavo volvió a tender
las dos manos cuando el látigo golpeó
de nuevo.
—¡Maldito bastardo! ¡Bastardo
malcriado! —rugió monsieur Philippe.
Le dio al esclavo un firme empujón y
luego golpeó una y otra vez con el látigo
el rostro de Marcel que sentía más el
peso del mango que la carne desgarrada.
No veía nada.
».¡Cómo te atreves! ¡Cómo te
atreves! —aullaba Philippe entre dientes
—. ¡Cómo te atreves! —El látigo
alcanzó a Marcel en el hombro, en el
cuello, en la nuca, cada golpe lejano y
vibrante, el dolor y el escozor fuera de
su mente. De nuevo perdía el sentido.
Vio sangre en el suelo—. Cómo te
atreves, cómo te atreves, cómo te
atreves, bastardo malcriado. ¡Cómo te
atreves!
El esclavo gemía. Se había
interpuesto delante de su amo y recibía
los golpes.
—Por favor, michie, yo lo sacaré de
aquí, lo meteré en el coche, lo llevaré a
la ciudad.
Al ver la patada que se le venía al
rostro, Marcel levantó las manos. Oyó el
chasquido de su mandíbula, sintió un
espantoso dolor en el cuello y luego un
último y demoledor golpe en la sien. Se
levantó y cayó hacia adelante. Todo
había terminado.
Tercera parte
—I—
E
staba en la habitación de Marie.
Los
demás
se
hallaban
congregados en el salón: Rudolphe,
Christophe, tante Luisa y Cecile. Marie
escurrió un paño en la jofaina y le
enjugó la mejilla. Al volverse a mirarla
sintió tal punzada en la cabeza que casi
se le escapó un gemido. Pero era un
inmenso alivio estar allí y no en aquel
carro que bajaba dando brincos por el
camino. Debía de ser medianoche. Le
asaltó el súbito temor de ver a Felix en
la habitación si se daba la vuelta hacia
la derecha.
—¿Está Felix aquí? —preguntó.
—Está ahí fuera con Lisette —
contestó Marie. Estaba asustada. Marcel
pensó que había visto en ella mil
tonalidades de tristeza, pero no
recordaba ese miedo. Así que Felix se
lo había contado todo. Ya era
significativo que estuvieran todos juntos
y que incluso hubieran hecho venir a
Rudolphe, que ahora estaba hablando al
otro lado de la puerta abierta.
—Bueno, sugiero que le escriba
enseguida. Entretanto, me lo llevo a mi
casa.
—No hay necesidad de escribirle —
se apresuró a responder Louisa—. Es mi
hermana y se alegrará de recibirlo en
cualquier momento. Sólo tenemos que
ponerlo en el barco.
Cecile lloraba.
—No quiero que vaya río arriba sin
que ella sepa que va —insistió
Rudolphe.
—La cuestión es que no debe
quedarse aquí —dijo Christophe
pacientemente—, ni siquiera esta noche.
Si Ferronaire viene, no debe encontrar a
Marcel.
Cecile murmuró algo ahogado e
inaudible entre sus sollozos. Rudolphe
repetía que se llevaría a Marcel a su
casa.
Marcel intentó incorporarse, pero
Marie se apresuró a advertirle:
—No te muevas.
—No me voy a quedar acostado —
murmuró. En ese momento entró
Christophe en la habitación seguido de
la alta y corpulenta figura de Rudolphe.
—Marcel
—dijo
con
tono
persuasivo—, te vienes a casa conmigo.
Te quedarás allí unos días. Vamos,
levántate, que puedes andar.
—No voy a ir —replicó Marcel.
Estaba muy mareado y tenía la
impresión de que si se ponía en pie se
caería.
—¿No sabes lo que has hecho hoy?
—preguntó. ¿Tedas cuenta…?
—Precisamente ya no voy a causarle
más problemas ni a usted ni a nadie —
murmuró él—. No voy a ir a su casa, no
acepto su invitación y no hay más que
hablar.
—Muy bien —terció Christophe—,
entonces vente a casa conmigo —su voz
era tranquila, sosegada—. A mí no me
irás a decir que no, ¿verdad? —Sin
advertir la expresión de Rudolphe,
siguió explicándole a Marcel en voz
baja que debía quedarse allí unos días
hasta que estuviera todo dispuesto para
que se marchara al campo.
«Si viera su expresión —pensaba
Marcel—, si viera cómo le mira
Rudolphe… No perdonaré a Rudolphe
mientras viva». Era la vieja sospecha, la
misma que aún envenenaba a Antoine
cada vez que se mencionaba el nombre
del maestro y Marcel, en su estado de
abatimiento, reconoció cuál era esa
sospecha. A pesar de todo se quedó
paralizado al ver la expresión de
Rudolphe y cuando Christophe se dio la
vuelta y ambos se quedaron mirándose a
los ojos, a Marcel estuvo a punto de
escapársele un grito de alarma.
—¿Tienes habitación para él? —
preguntó
Rudolphe
con
tono
inexpresivo, y antes de que Christophe
pudiera responder añadió con firmeza
—: Creo que Marcel debería venir
conmigo.
Marie salió de la habitación.
Christophe adoptó una expresión
sombría.
—Por Dios —suspiró—. Si todavía
crees que no se me puede confiar la
tierna juventud de esta comunidad, ¿por
qué no me cierras la escuela?
Fue un duro golpe para Rudolphe.
Apretó los labios y miró a Marcel como
queriendo decir: «¿Cómo puedes hablar
así delante del muchacho?».
—Yo le admiro, monsieur —dijo
fríamente—. Era un simple consejo.
—Tío Rudolphe —intervino Marcel
levantándose muy despacio, agarrado a
la mesilla—. Quiero irme con
Christophe. Tío Rudolphe, no quiero ser
una carga para usted en este momento.
—Marcel,
Marcel
—suspiró
Rudolphe moviendo la cabeza—. Tú
sólo eres una carga para ti mismo. ¿Te
quedarás tranquilo en casa de
Christophe hasta que nos pongamos en
contacto con tu tante Josette en Sans
Souci? ¿Me lo prometes? ¿Te
comportarás unos días con sentido
común?
La tremenda confusión de Marcel se
vio agravada por aquellas duras pero
cariñosas palabras. En ese momento una
imagen le vino a la mente con perfecta
nitidez: la de monsieur Philippe con el
látigo, y la patada en la cara y aquellas
palabras: «Cómo te atreves, cómo te
atreves, cómo te atreves.» «Pero Dios
mío, ¿qué he hecho?». Christophe le
rodeó los hombros con brazo firme y lo
instó a caminar. Marcel se movió sin
decir una palabra.
Cecile estaba en la puerta con el
rostro surcado de lágrimas. Marcel
cerró los ojos. «Si me dirige algún
reproche me lo mereceré y no podré
soportarlo», pensó. Pero ella le acarició
la cara con ternura, sin hacer caso de su
áspera barba, le dio un beso y lo abrazó.
—Quédate con Christophe —susurró
—. Prométemelo…
Marie había entrado con una maleta.
Marcel vio que era su ropa. Quería
decirle algo a su hermana, a Cecile, a
todos, pero no encontraba las palabras.
Rudolphe empezó a dar órdenes.
Felix, el cochero, no podía saber dónde
estaba Marcel. Si su amo le preguntaba
tenía que responder que Marcel «ya no
estaba en casa». La frase sugería una
situación irrevocable. «Sí —pensó
Marcel vagamente—, eso es. No he
traído la ruina sobre ellos. Por muy
furioso que esté monsieur Philippe
jamás los abandonará. Lo único es que
nunca podré volver a vivir bajo su
techo».
Juliet arrastró su larga bañera por la
alfombra y avivó el fuego. Le quitó la
ropa y cuando el agua estuvo bastante
caliente le dijo que se metiera y lo
enjabonó y le frotó bien el pelo. Marcel
se vio el hollín en las manos y recordó
que se le habían quedado pegajosas
cuando Marie intentó limpiárselas. Se
recostó contra el borde de la bañera y
cerró los ojos.
—¿Sabes lo que he hecho? —
preguntó cansado. Le ardían los cortes
de los pies en el agua caliente y no sabía
muy bien si sentía placer o dolor.
—Hmm, menuda pareja estamos
hechos, mon cher. Los dos locos, según
parece.
Juliet lo sacó y lo envolvió en un
grueso albornoz blanco. Luego lo sentó
entre sus muchas almohadas, acercó la
jofaina y una cuchilla y le puso una
toalla al cuello.
—Túmbate —susurró y se puso a
afeitarle con la destreza de un barbero.
Marcel alzó la mano para tocarse los
cortes. La hinchazón había remitido un
poco y le pareció haber recuperado de
nuevo los contornos de su propio rostro
—. Cierra los ojos —dijo Juliet—.
Duerme. —Y como si acabara de
descubrir que le estaba permitido,
Marcel se quedó dormido y sólo fue
vagamente consciente de que ella
terminaba de afeitarlo, le tapaba con las
mantas y apagaba la luz.
Remordimientos. Era una de esas
palabras que había oído pero cuyo
significado no conocía en realidad.
Comprendía lo que era la culpa, pero
¿los remordimientos? Sin embargo era
lo que sentía ahora, junto a un temor
inquietante. Llevaba días bebiendo y le
temblaban los miembros. La casa estaba
tranquila, las calles en silencio y Juliet
dormía profundamente bajo el levísimo
resplandor de la Luna. Marcel yacía
despierto, intentando reconstruir el
porqué de lo que había hecho.
Había sentido el impulso de ir a
Bontemps, ¿pero por qué? Nadie
conocía mejor que él el protocolo de
aquel estratificado mundo criollo. ¿Por
qué había ido, entonces? ¿Qué esperaba
hacerle a su padre blanco? ¿Qué
esperaba que aquel indignado y nervioso
hombre blanco le hiciera a él? Se
estremeció al revivir los golpes. Su
cuerpo enfermo y exhausto se negaba a
seguir durmiendo, y la imagen del rostro
desencajado de Philippe le acechaba
una y otra vez. Quería odiarlo pero no
podía. No lograba verse a sí mismo tal
como era antes de atravesar las puertas
de Bontemps, sólo se veía tal como le
había visto Philippe. Sus actos habían
sido absurdos y demenciales y habían
provocado su desgracia, la de su madre,
la de su hermana, la de todos.
Por fin, incapaz de soportar sus
pensamientos un momento más, se
levantó, se puso los pantalones y una
suave camisa de lino de Christophe y
salió descalzo y en silencio de la
habitación.
Sintió un alivio inmenso al ver la luz
al final del pasillo. Se olía el petróleo
de la lámpara de Christophe y se oían
los tenues pero regulares arañazos de su
pluma. Paseó aliviado la vista por el
techo y las paredes. El pasillo estaba
desnudo y húmedo como siempre, pero
tenía un cálido aire familiar, como todo
lo que le rodeaba, incluido el rostro del
viejo haitiano que iluminado por la Luna
lo miraba desde la puerta abierta del
comedor. Sólo entonces comprendió que
la violencia del día había terminado y
que de alguna manera había vuelto a ser
aceptado en el santuario de aquella casa.
Estaba en su refugio y posiblemente,
como había ocurrido antes, el mundo
exterior se desdibujaría, se haría incluso
irreal. Se acercó impulsivo a la
habitación de Christophe y se sintió aún
mas aliviado al verlo inclinado sobre la
mesa. Su sombra saltó en la pared al ir a
mojar la pluma.
Aquella figura emanaba una sutil
elegancia.
No
era
simplemente
Christophe. Era un hombre que seguía
adelante a pesar de la locura del día, un
hombre que no se dejaba apartar de sus
habituales e importantes tareas, un
hombre que hacía pensar en el
equilibrio, en el bienestar. Marcel, en
silencio en el umbral, sintió el
sobrecogedor deseo de echarse en sus
brazos.
En realidad jamás se habían tocado.
Ni siquiera para enzarzarse en esos
forcejeos con los que de vez en cuando
se divierten los muchachos. De hecho,
Marcel nunca había abrazado a otro
hombre. Sin embargo ahora deseaba
vencer la reserva que parecía inveterada
en ambos y abrazar a Chris un instante, o
más bien ser abrazado por él como un
hermano abraza a otro hermano, como un
padre abraza a su hijo. Las viejas
sospechas quedaban muy lejos, eran
triviales e irritantes y parecían formar
parte de un mundo confuso que se
desvanecía detrás de esas paredes. Pero
tenía la impresión de que su propia
reserva jamás había formado parte de
aquellos miedos ocultos, que no tenía
nada que ver con los rumores o el
fantasma
del
inglés,
que
era
sencillamente su naturaleza, y más o
menos la naturaleza de todos los
hombres que conocía. Sin embargo el
deseo de e
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