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Don Quijote y Sancho
desenajenados
José Revueltas
uando don Quijote abandona nuevamente su tierra y sale por tercera vez para entregarse “en brazos de la fortuna”, a que lo lleven
“donde más fuese servida”, tanto él como su escudero ya no son del
todo los mismos que en la primera parte de la obra. La razón es inquietante para los dos y apareja una nueva conciencia. Ahora disfrutan –o
padecen– una realidad doble: el caso es que ya “andan en libros”, que don
Quijote no ha leído ni leerá, pero que, así les halague su existencia,
ambos temen de algún modo. De aquí en adelante don Quijote y Sancho
serán su propia realidad de seres vivientes (con lo que Cervantes los sustrae de la ficción para comprometerlos con la Historia) y la realidad de lo
que se cuenta de ellos en el relato impreso de sus hazañas. Don Quijote
adquiere plena conciencia del hecho –también ante los demás–, y así
vemos que, en ocasión de presentarse a don Diego de Miranda, el generoso y sensible caballero del Verde Gabán, no vacila en remitirse a los
libros en que se narran las aventuras de su vida. “Y así –dice–, por mis
valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en
estampa en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil
volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse
treinta mil veces de millares”, y añade: “si el cielo no lo remedia”.
Esta última expresión –junto al orgullo legítimo de las palabras anteriores– no es sino el presagio melancólico de que, aun si lo suplicara, el
cielo tampoco accedería a remediar aquello. Se enorgullece, pues, y se
conduele.
“Andar en estampa” es cosa muy diferente al simple deshacer entuertos sin ningún testigo universal. En esta segunda parte de sus vidas, don
Quijote y Sancho se han hecho seres objetivos para sí mismos, seres cuya
actividad es histórica, aunque no adviertan el carácter alienado de esta
actividad, la que, empero, constituye el instrumento para descubrir (no
diríamos denunciar, que es muy moderno) la alienación general de todos
los valores humanos por los que don Quijote combate: el amor desinteresado, la lealtad pura, el honor por encima de las clases, la justicia para
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los débiles, que no existen en la realidad social que don Quijote subvierte
con sus locuras. En lo que se sigue, después de que en la novela se sabe
que ya corren impresas las hazañas de don Quijote (es decir, que ya se
han hecho objetivas para un crecido número de gente), los actos del
caballero de la Triste Figura podrán seguir siendo los actos de un loco,
pero su contenido, por el contrario, se habrá liberado de la enajenación:
la sociedad, que se burla o asusta de don Quijote, es la que se encuentra
realmente enajenada. Los “otros” de don Quijote y Sancho, o sea, quienes
los miran de carne y hueso después de haberlos visto en libros, no ríen en
ellos sino de su propia enajenación, como ocurre con el bachiller Sansón
Carrasco:
Admirado quedó el bachiller de oír el término y modo de hablar de Sancho Panza; que
puesto que había leído la primera historia de su señor, nunca creyó que era tan gracioso
como allí le pintan; pero oyéndole [...] creyó todo lo que del había leído, y confirmólo por
uno de los más solemnes mentecatos de nuestros siglos, y dijo entre sí que tales dos locos
como amo y mozo no se habrían visto en el mundo.
En la primera parte de la novela, don Quijote y Sancho son meras criaturas literarias de Cide Hamete Benengeli, pero en la segunda, ya publicado el libro, son vistos por todos como seres reales, al margen de sus
aventuras impresas, esto es, son en verdad seres reales. Por esta causa,
don Quijote y Sancho ya no podrán ser otra cosa sino la imagen de los
demás, donde la obvia locura de ambos no será, tampoco, ninguna otra
cosa que la forma de la crítica histórica a la inaparente enajenación
social, que de ningún modo es fácil que aparezca nunca como obvia.
Así, don Quijote y Sancho comienzan a desempeñar el papel de una
conciencia que no se sabe a sí misma (Cervantes no podía traicionar la
locura de sus personajes), pero que se autointuye por medio de un
instinto ingrato: asumen su historicidad (su desenajenación real en tanto
que instrumentos de tal conciencia) con temor, preocupados, pesarosos,
inseguros de que se les trate con justicia. “Temo –dice don Quijote– que
en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por
ventura ha sido su autor un sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas
por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divirtiéndose a contar
otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera
historia.”
A lo que Sancho replica: “Eso es lo que yo digo también [...] y pienso
que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de
nosotros había visto, debe andar mi honra a coche acá, cinchado, y, como
dicen, al estricote, aquí y allá, barriendo las calles.”
Comprenden ambos que la fama es una carga moral.
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Cuenta entonces don Quijote la anécdota de un poeta que escribió una
sátira contra las damas de conducta equívoca y que una, no incluida en la
vergonzosa sátira, se le quejó, por lo que el poeta no tuvo empacho en
incluirla. “Y ella quedó satisfecha –añade don Quijote– por verse con
fama, aunque infame.”
Huir de la fama infame será el mayor cuidado de don Quijote y
Sancho, lo que indica hasta qué grado su conciencia crítica se esclarece. Y
tanto que Sancho explica a don Quijote uno de sus razonamientos con las
siguientes palabras inauditas: “Quiero decir que nos demos a ser santos y
alcanzaremos más brevemente la fama que pretendemos”.
Abril 21, 1966
Publicado en El Gallo Ilustrado (suplemento dominical de El Día), 23
de abril de 1966.
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José Revueltas durante una conferencia en Berkeley, Ca. hacia 1972.
A la derecha la profra. Lica Garfinkel (AEB).
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