Evolución del concepto de la sangre a través de la historia

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Rev Biomed 1994; 5:161-169.
Evolución del concepto de la
sangre a través de la historia*.
Dr. Alvaro Gómez-Leal.
Entre todos los tejidos del organismo
humano, la sangre ocupa un lugar muy especial en
la historia de la medicina. Desde el principio de
los tiempos se le ha considerado con justicia como
un líquido cuya importancia no es posible exagerar,
es importante en forma absoluta. Por otro lado,
ha sido tenazmente misteriosa; pudo resistir por
miles de años los esfuerzos de los investigadores
por descubrir su verdadero significado fisiológico
y sólo en épocas recientes empezó a entregar
algunos de los secretos de sus alteraciones
patológicas. Y aunque otros tejidos también son
importantes y misteriosos, ninguno ha motivado
tanto la inventiva literaria, ninguno ha tenido tan
íntima relación de los preceptos religiosos y
ninguno ha impactado tanto el pensamiento
popular.
Seguir la evolución de las ideas sobre la
sangre a lo largo de la historia es una labor
placentera y no particularmente difícil (basta con
ser inmortal, como dice Borges); presentar un
resumen de lo que he revisado hasta la fecha, es el
propósito de esta comunicación.
Dicen los sabios que la aparición de
conocimientos idénticos entre gente separadas en
el tiempo y en el espacio se debe al desarrollo
espontáneo de ciertas ideas elementales comunes
al hombre primitivo en todas partes del mundo
(teoría de la convergencia).
Otros opinan que cada pueblo ha derivado
algo de sus vecinos en el espacio y de sus
antecesores en el tiempo (teoría de la difusión),
porque nadie ha estado tan aislado para no influir
a sus semejantes o ser influidos por ellos.
Sea cual sea la verdadera explicación, el
hecho de que un mismo concepto aparece en la
historia en documentos que representan creencias
de razas y épocas muy distintas entre sí.
Este relato puede entonces comenzar cuando
Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló
en sus narices aliento de vida y le otorgó de esta
manera el espíritu divino llamado también espíritu
vital y también alma. Así lo dice el Génesis en el
capítulo 2, versículo 7.
No debe de haber sido difícil para los
primeros observadores decidir que la sangre es en
sí misma el asiento del espíritu divino. No sólo el
Génesis, sino el Levítico, el Deuteronomio y el
Talmud Babilónico, insisten en la similitud entre el
alma y la sangre. El Deuteronomio afirma con
sencillez que la sangre es la vida.
Por su parte, el Talmud aseguraba que era
fabricada en el hígado. Empédocles e Hipócrates
no negaron al hígado este papel, pero les pareció
mejor asignarle a la sangre una simple función de
transporte.
(*) Publicación póstuma. Presentada durante la XIX Jornada Anual de la Agrupación
de oct. de 1978, Monterrey, N.L.
Mexicana para el Estudio de la Hematología, A.C., 5-7
Solicitud de sobretiros: Dr. David Gómez-Almaguer. Marco Tulio 532, Col. Cumbres. C.P. 64610, Monterrey, Nuevo León, México.
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A Gómez-Leal.
Además separaron el espíritu divino en dos
fracciones: una conocida como alma, tenía carácter
psíquico, su centro era el cerebro y se distribuía en
el organismo por medio de los nervios; la otra, el
espíritu vital propiamente dicho, con carácter físico,
quedaba situada en el corazón y circulaba en la
sangre.
Persistía, sin embargo, la posición original
del Génesis de que el espíritu vital había llegado al
interior de nuestro organismo con el aire inspirado.
Enpédocles pensaba que el niño al nacer, tenía
vida, pero no aliento; al respirar entraba el espíritu
a la sangre y su provición se seguía renovando
toda la vida.
El aire también conocido como pneuma, al
llegar al cerebro y al corazón tomaría sus caracteres
psíquicos o físicos, respectivamente.
Aunque parezca extraño, Hipócrates no
pensó que aire inspirado podría ir directamente a
los pulmones; el pneuma, decía él, va en primer
lugar al encéfalo, a través de los canales del
etmoides, y de allí al vientre, a los pulmones y -por
las venas- al resto del cuerpo. Vemos lo que decía
Galeno: “Por lo que respecta al pneuma psíquico,
hemos comprobado con certeza que tiene su origen
en el cerebro. En lo que se refiere al espíritu vital,
la demostración no ha sido clara, aunque no parece
improbable que esté contenido en el corazón y las
arterias y alimentado principalmente por la
respiración”.
Es típico de la personalidad de Galeno
asegurar que había “comprobado con certeza” el
origen del alma.
Hipócrates era un observador serio y
mesurado, cuyos relatos sobre casos clínicos
frecuentemente terminaban con la muerte. Galeno,
por el contrario, poseía una extraordinaria audacia
intelectual; sus casos siempre terminaban con la
mejoría o la curación y sus observaciones estaban
unidas a interprestaciones teológicas en las que no
era raro que la fisiología y la anatomía fueran
tergiversadas a su arbitrio. Lo que le parecía
razonable era cierto, como si lo hubiera
comprobado experimentalmente. Y como lo
Revista Biomédica
entendía en que forma pasaba la sangre de una
parte del corazón a la otra, decretó que ocurría a
través de poros que debían de existir en el tabique
interventricular.
Por diferentes circunstancias, que tienen que
ver con sus numerosos talentos y las características
de las épocas que siguieron, Galeno influyó en el
pensamiento médico durante mil cuatrocientos
años. Sus errores sobre la circulación no fueron
denunciados hasta el siglo XVI. Cuando Miguel
Serveto describió la circulación pulmonar, dejó
anotado lo siguiente: “El espíritu vital tiene origen
en el ventrículo del corazón y los pulmones
contribuyen grandemente a su generación. Es un
espíritu tenue, elaborado por la fuerza del calor y
de color rojo claro y de vehemente potencia, de
suerte que es una especie de vapor claro, de sangre
muy pura, conteniendo en sí mismo la sustancia
del aire, fuego y agua. Se genera en los pulmones
de una mezcla de aire inspirado, con sangre sutil
elaborada, que el ventrículo derecho del corazón
trasmite al izquierdo. Sin embargo, esta
comunicación no se hace a través de la pared
media del corazón, como se creía
corrientemente....” etcétera.
Como se ve, Serveto conservaba aún el
concepto de la introducción de la sangre, a través
de los pulmones, de algo necesario a la
composición adecuada del espíritu vital. Un siglo
después Willians Harvey hizo una famosa
demostración experimental de la circulación
sanguínea y comprobó las observaciones de
Serveto, pero aún así, en sus días nadie sabía para
que servía exactamente la respiración. El mismo
Harvey opinó que era un asunto peliagudo y lo
dejó por la paz, admitiendo de mala gana la vieja
teoría de Galeno de que el objeto de la respiración
era refrigerar la sangre y enfriar al “fiero” corazón.
Todos los misterios empezaron a aclararse
en el mismo siglo XVII. Swammerdam y
Loewenhoek describieron los glóbulos rojos y
Malpighi anastomosis capilares. Boyle y Hooke
iniciaron la investigación del oxígeno y Priestley y
Lavoiisier la completaron durante el XVIII. Y
163
La sangre en la historia.
cuando en el siglo XIX Funke describió la
hemoglobina y Paul Erlich clasificó los leucocitos
y estableció claramente a la médula ósea como el
órgano hematopoyético, la sangre quedó en el
triste papel de un líquido sin significación divina o
espiritual.
También se perdió la concepción del origen
sobrenatural de las enfermedades, el llamado
animismo. Antiguamente existían a nuestro
alrededor numerosos espíritus invisibles que eran
las causas directas de la enfermedad y de la muerte.
Era razonable suponer que si la sangre era el alma
y por lo tanto la parte más importante de nuestro
organismo; debía ser asiento favorito de los
espíritus malignos. Y una forma apropiada de
echarlos para afuera y hacer sanar al enfermo, era
extrayéndole una buena cantidad de sangre. Todas
las civilizaciones, desde los tiempos más antiguos,
utilizaban la sangría; los babilonios y los egipcios,
al igual que los hindúes, los chinos y los aztecas.
Las ideas religiosas sobre la menstruación
pudieron haber reforzado el fundamento de la
sangría. La mujer es impura, y con cada ciclo
lunar vierte el exceso de sus impurezas al exterior
a través de su matriz. El levítico afirma que en
esas circunstancias la mujer permanece
contaminada por espacio de siete días; si un hombre
se acuesta con ella adquiere su impureza durante
siete días también. Si llega a tocar la más pequeña
parte de su cuerpo, tendrá que lavar sus vestidos,
bañarse en agua y será impuro hasta la tarde.
Lógicamente, la sangría no sólo encontró
una aplicación terapéutica, sino profiláctica. De
acuerdo con la teoría con el animismo, ésta debía
efectuarse en forma electiva en días propicios, de
acuerdo a los astros, y de ninguna manera cuando
la luna y las mareas estaban en su apogeo (días
egipciacos). En las mil y una noches se asegura
que el mejor momento para la aplicación de la
sangría es en el menguante de la luna, con tiempo
bueno, de preferencia el 17 del mes y en un martes.
Hipócrates se burló del animismo en su
discurso sobre la "Enfermedad Sagrada" (la
epilepsia); para justificar la sangría hizo suya la
vieja teoría de los cuatro humores, entre los cuales
la sangre representaba el calor y la humedad; la
flema, la humedad y el frío, la bilis amarilla, el
calor y la sequedad, y la bilis negra, la sequedad y
el frío. El equilibrio correcto entre los cuatro
humores daba la salud mientras que la
preponderancia (monarquía) de alguno ocasionaba
la enfermedad y aún la muerte.
No es fácil explicar que significaban en sí los
humores. Al parecer se trataba de fluídos altamente
miscibles que eran el substrato de las cualidades
antes mencionadas y que circulaban libremente
por el organismo y podían ser encontrados en la
sangre. Cuando Hipócrates hablaba de la sangre
como un humor quizás no lo hacía en un sentido
físico estricto; más bien se refería a que
principalmente se encontraban en ella lo caliente y
lo húmedo, características del humor sanguíneo.
Por eso la sangría encontraba buenos
prospectos entre las personas de temperamento
sanguíneo a las que supuestamente les sobraba ese
humor (plétora). Las enfermedades febriles y las
que causaban dolor eran en general buenas
indicaciones también.
Hipócrates recomendaba la sangría
terapéutica cerca del órgano enfermo para eliminar
los humores excesivos localizados ahí (efectoderivativo) y también lejos del órgano enfermo
para evitar que continuasen llegando a él dichos
humores (efectos revulsivos). La sangría derivativa
no debía ser necesariamente copiosa y se
acostumbraba practicarla con sanguijuelas o
ventosas; la del tipo revulsivo era más abundante y
se efectuaba por medio del cuchillo (flebotomía).
Los hipocráticos mantuvieron una actitud
discreta en relación a la sangría y lo mismo sus
seguidores cercanos, como Galeno y los grandes
maestros de la medicina árabe del medioevo,
Avicena y Maimónides.
Pero en el Renacimiento el recurso fue
utilizado sin discriminación sobre todo en las
enfermedades infecciosas y de ahí en adelante se
mantuvo el criterio de sangrar en forma copiosa
cerca del sitio de la enfermedad y aún se estipuló
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la sangría total para las fiebres por medio de la
aplicación de sanguijuelas en todo el cuerpo (10 a
50 para los casos comunes). Como hasta el siglo
XIX no se tuvo una idea precisa de la relación
directamente la pérdida de sangre y la disminución
del volumen sanguíneo, no era raro que ocurriesen
accidentes con el abuso de la sangría, generalmente
atribuidos a la misma enfermedad.
No se sabe bien si la viruela hubiese matado
por sí sola a Louis XV de Francia. Sus médicos
(parece que eran seis, auxiliados por cinco cirujanos
y tres boticarios) le propusieron tres sangrías, pero
el rey aceptó solamente dos porque temía
debilitarse demasiado. Y para no violar los
preceptos terapéuticos y al mismo tiempo exceder
a la petición real, sólo se le practicaron dos, aunque
la segunda fue de doble cantidad.
En un año tan avanzado con 1824, ocurrió
la muerte de Lord Byron. Este caso es aún más
lamentable, porque parece seguro que fue
desangrado hasta morir por su médico Francesco
Bruno, en medio de una enfermedad infecciosa,
cuando Lord Byron estaba a punto de entrar en
batalla contra los turcos, luchando en favor de la
independencia de Grecia. En caso de haberse
producido el combate, su muerte hubiese sido
gloriosa, muy de acuerdo con el estilo de vida del
más genuino representante del romanticismo en la
literatura.
La actividad sangradora de los médicos
franceses en la primera mitad del siglo XIX,
capitaneados por Broussais, un cirujano militar
agresivo, llegó a extremos pocos creíbles. En el
año 1833, tuvieron que ser importadas a Francia
41 millones de sanguijuelas, mientras que diez
años antes bastaban dos ó tres millones para
satisfacer todas las demandas.
Unos años antes Laennec se había
pronunciado contra estos abusos y había calificado
a Broussais como un vampiro. Pero fue la
oposición terminante de Louis la que empezó a
poner las cosas en su lugar.
Louis, distinguido internista, considerado
como el fundador de la estadística médica, sostuvo
Revista Biomédica
en 1835 una polémica pública con Broussais sobre
la sangría. Sus argumentos fueron apabullantes y
la popularidad del procedimiento disminuyó
rápidamente. Para fines del siglo XIX ya la sangría
había desaparecido de la terapéutica de la mayoría
de las enfermedades y ocupaba el discreto lugar
que hoy le corresponde.
Volvamos otra vez a Hipócrates. En su
tiempo se creía que el hígado producía la sangre y
al mismo tiempo la liberaba del exceso de bilis
amarilla, mientras que el excedente de bilis negra
era manejado por el bazo.
La bilis negra era un humor terroso y espeso,
seco y frío, cuyo exceso, motivado por un mal
trabajo esplénico, llevaba lógicamente a la
melancolía (bilis negra), que con el tiempo acabó
siendo sinónimo de “humor negro”, y tal vez de
depresión. Estas ideas sirvieron a Bernardo de
Mandeville, a principios del siglo XVIII, para
acuñar el término hipocondría que califica la
preocupación exagerada y sin fundamento sobre
el estado de salud, atribuible a un mal
funcionamiento del hígado y del bazo (su
compañero de males).
El bazo recibe en inglés el nombre de spleen,
que en ese idioma también quiere decir melancolía.
Un famoso caso de “spleen” es el del actor inglés
David Garrick. Según Juan de Dios Peza “cierta
vez ante un médico famoso, llegose un hombre de
mirar sombrío”. El médico no conocía la identidad
del paciente, y después de estudiar su caso por
medio de un interrogatorio peculiar le aconsejó
asistir a las funciones de Garrick, “cuya gracia
artística asombrosa” podría ayudarlo a disipar su
tristeza. A lo que el enfermo se vió obligado a
responder “yo soy Garrick, cambiadme la receta”.
El gran pintor alemán del renacimiento,
Alberto Durero, posiblemente tuvo alguna afección
esplénica. Este caso es interesante porque
ejemplifica una forma peculiar de consulta médica
a distancia. Durero acostumbraba a dibujar su
cuerpo desnudo señalando alteraciones existentes
y enviaba a su médico el dibujo acompañado de
una carta explicativa. Es bien conocido su auto-
165
La sangre en la historia.
desnudo de cuerpo entero en que se observa una
hipertrofia testicular (por lo que se cree que Durero
tenía sífilis). En otro, que es el que nos importa, el
pintor muestra posiblemente una zona dolorosa en
el área esplénica. Queda la duda de que esa zona
más bien fuese la del hígado, pues al reflejar su
imagen en el espejo para efectuar el auto-retrato,
las posiciones resultaban invertidas. Y no sabemos
si Durero enviaba sus dibujos al médico con la
recomendación de que los estudiara contra un
espejo, o sí deliberadamente, para no confundirlo,
hacia los bocetos al revés.
Es bien sabido que Galeno aceptó a
regañadientes el criterio de Hipócrates a propósito
del funcionamiento del bazo, es famoso el
calificativo que le impuso de “órgano pleno de
misterio”. Viniendo de él este concepto resultaba
muy significativo, pues Galeno, como hemos visto,
lo que no sabía lo inventaba con toda tranquilidad;
lo que parecía cierto, debía ser cierto y por lo
tanto lo era, aunque no se hubiese comprobado.
Le hubiera encantado el cantar de Antonio
Machado:
“Se miente más de la cuenta por falta de
fantasía; la verdad también se inventa”
Y sin embargo, no pudo inventar ninguna
función para el bazo que pareciese verdad.
El descubrimiento de las falacias de Galeno
ha dado pábulo a muchas anécdotas, quizá falsas.
Una de las más simpáticas relata que Andrea
Vesalio, el gran anatomista del Renacimiento, en
una de sus clases en la Universidad de Padua,
declaró que los hombres y las mujeres tenían el
mismo número de dientes, en contra de lo que dijo
Galeno había señalado. Y cuando sus
escandalizados alumnos quisieron indagar cómo
se atrevía a desmentir al gran maestro griego,
contestó con toda sencillez: “porque se los conté”.
Supuestamente Galeno había dicho que las mujeres
por tener una boca más pequeña, debían tener
menor número de dientes y no se los había contado
nunca, de seguro.
Pero en cuanto al misterio del bazo, no
andaba muy errado Galeno. En el siglo XVII se
hicieron esplenoctomías en perros y a fines del
siglo XIX se practicaban ya en humanos; como no
sucedía aparentemente nada con la extirpación, a
todas luces el bazo carecía de significado
fisiológico. Tuvimos que esperar hasta muy
avanzado el siglo XX y sólo con el auxilio de
isótopos radioactivos y microscopía electrónica
pudimos corregir, y no mucho, las apreciaciones
negativas de Galeno.
Nuevamente volvamos atrás a los primeros
tiempos. Si la sangre es la vida, si contiene
facultades espirituales, no resultaba insensato
pensar que por medio de ella las cualidades de una
persona podrían transmitirse a otra.
En algún tiempo se llegó a pensar que el
esperma, tanto el masculino como el “femenino”,
procedían directamente de la sangre y por lo tanto
la herencia estaba ligada íntimamente a ella. Esta
idea no progresó más allá de Aristóteles y en
nuestros días nadie cree eso. Cuando un padre
asegura con orgullo que su hijo es de su propia
sangre o cuando se afirma que la realeza adquiere
genéticamente su sangre azul, la implicación es
meramente simbólica. Pero la transmisión de
facultades psíquicas deseables o indeseables por el
contacto directo con la sangre es un concepto que
todavía esta vigente para muchas personas.
La historia de la medicina registra a este
respecto algunos incidentes curiosos.
Plinio el viejo relata que el circo romano,
alrededor del año 100 de nuestra era, la gente se
lanzaba a la arena a beber la sangre de los
gladiadores moribundos y adquirir así su fuerza y
su valor.
Un investigador del siglo XVII, Bartholinius,
seguramente poco serio, informó el caso de una
señorita epiléptica que recibió una transfusión de
sangre de gato y luego, en las noches subía al
tejado a maullar. En los estados de Louisiana y
Arkansas de la Unión Americana existían leyes,
que no sé si han sido derogadas, que prohibían la
transfusión de sangre de negros a blancos. Se dice
que un general del ejército británico, después de
que sus tropas capturaron un campamento alemán
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A Gómez-Leal.
en el Africa del Norte durante la Segunda Guerra
Mundial, mando destruir 100 unidades de sangre
alemana que se encontraba en el refrigerador del
hospital de campaña. Arguía el que si era usada en
sus tropas, podría desarrollarles ideas nazistas.
Afortunadamente los médicos no le
obedecieron. Y cuando también un Lord inglés
recibió transfusiones de sangre escocesa con
intervalos de una semana; las transfusiones eran
gratuitas, pero como el Lord era rico donó la
hospital diez libras por la primera, cinco libras por
la segunda y por la tercera simplemente dio las
gracias.
Lo más llamativo a este respecto es la actitud
de los miembros de las sectas religiosas conocidas
con el nombre de Testigos de Jehová y que
apoyados en una libre interpretación libre del
Levítico (12, 13 y 14) se niegan a recibir
transfusiones so pena de contaminar su alma, lo
que aparentemente los llevaría a perder la
posibilidad de ingresar al cielo.
Muy opuesto a estas ideas religiosas fue el
criterio que condujo la uso de la transfusión
sanguínea. Las buenas cualidades físicas de la
sangre debían ser útiles a los enfermos debilitados,
a los ancianos y sobre todo a los que habían
perdido sangre. El triste espectáculo de un herido
o de una parturienta desangrándose hasta morir
motivó el deseo de hacerlas recuperar el espíritu
vital aunque fuese con sangre extraña y aunque
procediera de un animal.
La sangría y la transfusión, aunque parezca
extraño, no constituían ideas opuestas; cada una
tenía sus indicaciones.
Podían usarse al mismo tiempo y por un lado
eliminar los humores inconvenientes mientras
por el otro lado se infundía el nuevo espíritu vital.
Es cierto que la sangría declinó casi al mismo
tiempo que empezó a florecer la transfusión pero
este fenómeno no se debió a una relación directa
sino simplemente a las dificultades técnicas de la
segunda, que retrasaron por muchos siglos su
utilización adecuada.
Williams Harvey publicó su Motu Cordis en
Revista Biomédica
1628 y Cristopher Wren describió la inyección
intravenosa en 1957. Es dudoso que antes de esas
fechas se hubiese logrado la aplicación de sangre.
Lo que no impidió que las gentes se bañaran en
ella como lo hicieron los egipcios con sus enfermos,
o la bebían, como fue el caso del Papa Inocencio
VIII. Es seguro que los ejipcios utilizaron para sus
baños sangre animal, pero a Inocencio VIII le
dieron a beber la sangre de tres robustos jóvenes.
Los donadores murieron, y al Papa no le sirvió de
nada; murió también poco después. Esto ocurría a
fines del siglo XV.
Probablemente la primera transfusión
sanguínea practicada dentro de las venas de un ser
humano fue hecha en 1667 por Jean Denis, médico
de Louis XIV, quien conocía los experimentos en
perros afectados poco tiempo atrás. Denis utilizó
sangre de carnero en un enfermo que había caído
en “frenesí ocasionado por una desgracia que
había recibido en algunos amores”, lo que puede
interpretarse como sífilis del sistema nervioso
central. Señaló Denis que el creía que la sangre
utilizada, “por su suavidad y frescura, podría
mitigar el calor y la ebullición” de la del pobre
paciente. El recurso fue utilizado en cuatro casos;
el número cuatro recibió tres transfusiones, y
después de la última tuvo las manifestaciones de
una reacción hemolítica y falleció. La esposa del
paciente acusó a Denis de asesino y aunque la
corte lo encontró inocente, el revuelo creado
motivó a que la Facultad de Medicina de París
prohibiera el uso de transfusión y ésta se abandonó
casi por 150 años. Alrededor de 1818, James
Blundell un obstetra inglés decidió intentar la
aplicación de sangre humana a sus parturientas
víctimas de hemorragia aguda. Blundell había
experimentado con perros y había llegado a la
conclusión de que era mejor utilizar sangre de la
misma especie para la transfusión. Trabajo con 10
pacientes, aunque parece que dos de ellas había
muerto ya cuando recibieron la sangre. De los
ocho casos restantes, cuatro fallecieron, y
nuevamente la transfusión fue olvidada hasta el
descubrimiento del sistema ABO en 1900.
167
La sangre en la historia.
Llama la atención que la contribución de
Landersteiner, una de las más significativas en la
historia en la medicina, representó un costo material
equivalente a 150 pesos mexicanos de hoy
(alrededor de 50 tubos de ensayo).
Ya sin su principal riesgo, la transfusión
entró de lleno a la terapéutica. En 1915 se introdujo
el citrato de sodio (Hustin, Agote Lewisohn) y en
1936 empezaron a funcionar los bancos de sangre
(Barcelona y Chicago).
Ahora casi no tenemos problemas para
resolver los trastornos de volumen sanguíneo
ocasionados por una hemorragia profusa. Pero los
hombres primitivos estaban desarmados; no les
quedaba otro recurso que recurrir a procedimientos
mágicos para evitar mayor desperdicio del espíritu
vital. Las medidas locales (emplastos, suturas,
torniquetes) debían ir acompañadas de
innovaciones para que surtieran efecto.
El caballero Gawain, curandero y guerrero,
ya en tiempos de la corte del Rey Arturo, solía
ayudarse exclamando “¡Oh hemorragia, detente!”
como seguramente habían hecho todos los
chamanes que lo procedieron.
Más interesante y con significado similar,
era el procedimiento que seguía Mika Waltari, que
se empleaba en Egipto 3500 años antes de Cristo,
en tiempo de Akenatón. Cuando Sinubé el Egipcio
(el solitario, el hijo del asno salvaje) practicaba la
trepanación, utilizaba los servicios de un hombre
de mirada hemostática, que tenía la facultad de
detener la hemorragia de los tejidos incididos con
sólo fijar la vista en el campo operatorio. Del
poder de la mirada de este hombre dependía no
sólo la vida del paciente; si el enfermo sangraba
demasiado y moría, al hombre hemostático le era
cortada la cabeza. Sin duda los judíos no
dispusieron de un ayudante operatorio con estas
cualidades, porque si un recién nacido tenía
hermanos que hubiesen sangrado con la
circuncisión, el Talmud Babilónico ordenaba que
se le dispensara ese ritual quirúrgico. Es muy
posible, en opinión de los historiadores, que ésta
fuese la primera referencia a la hemofilia.
Hubo otras después, como la de Albucassis
el árabe, en el siglo XII, pero la descripción oficial
de esta enfermedad se le atribuye a John Otto, de
Filadelfia, 1803. Napoleón estaba al tanto, pues es
fama que le preguntó por Corvissart como podría
saberse si una mujer era portadora de la hemofilia,
a lo que el médico contestó con mucha sapiencia
“sólo teniendo hijos con ella, su majestad”. Puede
decirse que en los días que corren todavía no
estamos muy seguros de poderle corregir la plana
a Corvissart.
Hemos mejorado, en cambio, el acercamiento
terapéutico de Rasputín, que aparentemente utilizó
el hipnotismo para tratar la hemofilia de un biznieto
de la Reina Victoria, hijo de Nicolás II de Rusia;
su éxito con este caso le valió al misterioso monje
el favor de la Zarina y una gran influencia en los
asuntos de la corte.
No podemos censurar a Rasputín. En su
época las ideas sobre el mecanismo hemostático
eran poco claras. Apenas se conocía crudamente
el papel del fibrinógeno (Hammarsten, 1887) y la
existencia de las plaquetas (Bizzozero, 1882); la
importancia del calcio había sido descubierta en
1890 por Arthus y Pagés y los primeros esquemas
razonables sobre la coagulación fueron ideados
por Schmidtz en 1895 y Morawitz en 1904. El
siglo XX tuvo que avanzar bastante antes de que
los sutiles misterios del mecanismo hemostático
fueran develados.
No fue despreciable la contribución del
simpático John Hageman, ferrocarrilero del
Ferrocarril Central de Nueva York, al que le faltaba
una substancia de importancia capital para la
coagulación, si bien a él lo tenía sin ciudado.
Ironicamente murió de una trombosis coronaria
hace pocos años.
También el mecanismo de la fibrinólisis es de
conocimiento muy reciente, pero con seguridad
se había advertido hace siglos que la sangre de los
cadáveres no coagula. De eso se aprovecharon los
investigadores rusos Shamov y Yudin para efectuar
transfusiones baratas, pues no utilizaban
anticuagulantes y de cada cadáver extraían de dos
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A Gómez-Leal.
a cuatro litros.
En la literatura, ya Homero mencionaba la
circunstancia de que la sangre de los muertos en
batalla podían correr hasta el río.
Más impresionante es el relato de García
Márquez en Cien Años de Soledad, cuando José
Arcadio Buendía se suicidó de un pistoletazo. Un
hilo de sangre que le botaba del oido derecho,
salió por debajo de la puerta, alcanzó la calle,
dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda,
llegó a la casa de su madre, pasó por la sala
pegado a las paredes para no manchar los tapices
y apareció en la cocina, donde Ursula se disponía
a partir treinta y seis huevos para el pan. Ursula
exclamó “!Ave María Purísima!”, y siguiendo el
hilo de sangre en sentido contrario, encontró el
cadáver de su hijo.
Aquí podría terminar este relato en relación
a las ideas sobre la sangre. Pero no puedo resistir
la tentación de referir rápidamente algunos detalles
interesantes que he encontrado al escudriñar los
reportes originales de las enfermedades
hematológicas.
Relaté ya la primera mensión aceptada de la
hemofilia en el Talmud. En una momia ejipcia de la
vigésima dinastía (1,200 A.C.), se encontraron
esplenomegalia y cálculos en las vías biliares; uno
puede pensar que en vida sufría esferocitosis
hereditaria.
El uso del hierro fue recomendado en la
clorosis por Bavarius de Baveriis, en el siglo XV,
aunque la descripción del padecimiento se le
atribuye a Johannes Lange, en el siglo XVI. Ambos
lo hicieron a través de escritos llamados Concilia
(consejos) en los que, según la costumbre de la
época, se relataban casos clínicos y se daban
recomendaciones terapéuticas en cartas dirigidas
por el autor a pacientes imaginarios o a médicos
amigos que se suponía habían recurrido a ellos
como consultantes. La comunicación de Johannes
Lange, que es la epístola XXI de su libro
Medicinalium Epistolarum Miscellanea, editado
en Suiza en 1554, recomienda el padre de una
enferma de Morbus Virgineo que permita su
Revista Biomédica
matrimonio (motivo de la consulta), con lo cual
curará. Asegura, además, que tendrá gran placer
en asistir a la fiesta de bodas.
Se acepta que el cráneo de un indio de la
tribu Iraquois, que vivio alrededor del siglo X,
presenta en su estudio radiográfico lesiones típicas
de mieloma múltiple, que incidentalmente fue uno
de los primeros padecimientos diagnosticados por
medio de los rayos X (Wright, 1990).
En 1803, como lo dijimos, Otto hizo mención
a la hemofilia. Da gusto ver que la descripción de
Otto es muy apropiada en cuanto a la transmisión
hereditaria y los síntomas, pero es intranquilizante
su seguridad de que las hemorragias ceden
purgando al paciente durante tres días
consecutivos, con sulfato de sodio. Opinaba en
cambio que no estaba indicada la sangría.
Incidentalmente el término hemofilia fue utilizado
por primera vez en 1839 por Schönlein también
renombrado por su famosa descripción junto con
Henoch, de la púrpura anafilactoide.
Ya para terminar es justo volver al viejo
Hipócrates.
En su discurso “Sobre las epidemias”, en la
sección III del primer libro, describió catorce casos
de enfermedades febriles, de los cuales cuatro
presentaron “orina negra” en el curso de su
enfermedad. El primero era el de Filiscus, que
vivía cerca de las murallas; el segundo, Silenus,
tenía su casa en la calle ancha; el tercero se llamaba
Herofón, sin domicilio conocido, y el cuarto
respondía al nombre de Erasinus y vivía cerca de
un canal. Todos ellos eran residentes de la Isla de
Tasos, en el mar Egeo. Tres murieron; sólo Herofón
se salvó.
Los historiadores creen que estos enfermos
tenían paludismo por falciparum, combinado con
hemoglobunuria, lo que se ha dado en llamar
“fiebre de aguas negras”. Yo me permito disentir
y opino que el diagnóstico correcto en estos casos
fue el de deficiencia de glucosa-6-fosfatodeshidrogenasa, variedad mediterránea, complicada
con paludismo y el uso de algún medicamento de
efectos oxidantes en la sangre.
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La sangre en la historia.
Espero que esta afirmación, evidentemente
galénica, mantenga su veracidad durante unos
catorce siglos, para beneficio de la humanidad.
BIBLIOGRAFIA.
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