161 Rev Biomed 1994; 5:161-169. Evolución del concepto de la sangre a través de la historia*. Dr. Alvaro Gómez-Leal. Entre todos los tejidos del organismo humano, la sangre ocupa un lugar muy especial en la historia de la medicina. Desde el principio de los tiempos se le ha considerado con justicia como un líquido cuya importancia no es posible exagerar, es importante en forma absoluta. Por otro lado, ha sido tenazmente misteriosa; pudo resistir por miles de años los esfuerzos de los investigadores por descubrir su verdadero significado fisiológico y sólo en épocas recientes empezó a entregar algunos de los secretos de sus alteraciones patológicas. Y aunque otros tejidos también son importantes y misteriosos, ninguno ha motivado tanto la inventiva literaria, ninguno ha tenido tan íntima relación de los preceptos religiosos y ninguno ha impactado tanto el pensamiento popular. Seguir la evolución de las ideas sobre la sangre a lo largo de la historia es una labor placentera y no particularmente difícil (basta con ser inmortal, como dice Borges); presentar un resumen de lo que he revisado hasta la fecha, es el propósito de esta comunicación. Dicen los sabios que la aparición de conocimientos idénticos entre gente separadas en el tiempo y en el espacio se debe al desarrollo espontáneo de ciertas ideas elementales comunes al hombre primitivo en todas partes del mundo (teoría de la convergencia). Otros opinan que cada pueblo ha derivado algo de sus vecinos en el espacio y de sus antecesores en el tiempo (teoría de la difusión), porque nadie ha estado tan aislado para no influir a sus semejantes o ser influidos por ellos. Sea cual sea la verdadera explicación, el hecho de que un mismo concepto aparece en la historia en documentos que representan creencias de razas y épocas muy distintas entre sí. Este relato puede entonces comenzar cuando Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida y le otorgó de esta manera el espíritu divino llamado también espíritu vital y también alma. Así lo dice el Génesis en el capítulo 2, versículo 7. No debe de haber sido difícil para los primeros observadores decidir que la sangre es en sí misma el asiento del espíritu divino. No sólo el Génesis, sino el Levítico, el Deuteronomio y el Talmud Babilónico, insisten en la similitud entre el alma y la sangre. El Deuteronomio afirma con sencillez que la sangre es la vida. Por su parte, el Talmud aseguraba que era fabricada en el hígado. Empédocles e Hipócrates no negaron al hígado este papel, pero les pareció mejor asignarle a la sangre una simple función de transporte. (*) Publicación póstuma. Presentada durante la XIX Jornada Anual de la Agrupación de oct. de 1978, Monterrey, N.L. Mexicana para el Estudio de la Hematología, A.C., 5-7 Solicitud de sobretiros: Dr. David Gómez-Almaguer. Marco Tulio 532, Col. Cumbres. C.P. 64610, Monterrey, Nuevo León, México. 162 A Gómez-Leal. Además separaron el espíritu divino en dos fracciones: una conocida como alma, tenía carácter psíquico, su centro era el cerebro y se distribuía en el organismo por medio de los nervios; la otra, el espíritu vital propiamente dicho, con carácter físico, quedaba situada en el corazón y circulaba en la sangre. Persistía, sin embargo, la posición original del Génesis de que el espíritu vital había llegado al interior de nuestro organismo con el aire inspirado. Enpédocles pensaba que el niño al nacer, tenía vida, pero no aliento; al respirar entraba el espíritu a la sangre y su provición se seguía renovando toda la vida. El aire también conocido como pneuma, al llegar al cerebro y al corazón tomaría sus caracteres psíquicos o físicos, respectivamente. Aunque parezca extraño, Hipócrates no pensó que aire inspirado podría ir directamente a los pulmones; el pneuma, decía él, va en primer lugar al encéfalo, a través de los canales del etmoides, y de allí al vientre, a los pulmones y -por las venas- al resto del cuerpo. Vemos lo que decía Galeno: “Por lo que respecta al pneuma psíquico, hemos comprobado con certeza que tiene su origen en el cerebro. En lo que se refiere al espíritu vital, la demostración no ha sido clara, aunque no parece improbable que esté contenido en el corazón y las arterias y alimentado principalmente por la respiración”. Es típico de la personalidad de Galeno asegurar que había “comprobado con certeza” el origen del alma. Hipócrates era un observador serio y mesurado, cuyos relatos sobre casos clínicos frecuentemente terminaban con la muerte. Galeno, por el contrario, poseía una extraordinaria audacia intelectual; sus casos siempre terminaban con la mejoría o la curación y sus observaciones estaban unidas a interprestaciones teológicas en las que no era raro que la fisiología y la anatomía fueran tergiversadas a su arbitrio. Lo que le parecía razonable era cierto, como si lo hubiera comprobado experimentalmente. Y como lo Revista Biomédica entendía en que forma pasaba la sangre de una parte del corazón a la otra, decretó que ocurría a través de poros que debían de existir en el tabique interventricular. Por diferentes circunstancias, que tienen que ver con sus numerosos talentos y las características de las épocas que siguieron, Galeno influyó en el pensamiento médico durante mil cuatrocientos años. Sus errores sobre la circulación no fueron denunciados hasta el siglo XVI. Cuando Miguel Serveto describió la circulación pulmonar, dejó anotado lo siguiente: “El espíritu vital tiene origen en el ventrículo del corazón y los pulmones contribuyen grandemente a su generación. Es un espíritu tenue, elaborado por la fuerza del calor y de color rojo claro y de vehemente potencia, de suerte que es una especie de vapor claro, de sangre muy pura, conteniendo en sí mismo la sustancia del aire, fuego y agua. Se genera en los pulmones de una mezcla de aire inspirado, con sangre sutil elaborada, que el ventrículo derecho del corazón trasmite al izquierdo. Sin embargo, esta comunicación no se hace a través de la pared media del corazón, como se creía corrientemente....” etcétera. Como se ve, Serveto conservaba aún el concepto de la introducción de la sangre, a través de los pulmones, de algo necesario a la composición adecuada del espíritu vital. Un siglo después Willians Harvey hizo una famosa demostración experimental de la circulación sanguínea y comprobó las observaciones de Serveto, pero aún así, en sus días nadie sabía para que servía exactamente la respiración. El mismo Harvey opinó que era un asunto peliagudo y lo dejó por la paz, admitiendo de mala gana la vieja teoría de Galeno de que el objeto de la respiración era refrigerar la sangre y enfriar al “fiero” corazón. Todos los misterios empezaron a aclararse en el mismo siglo XVII. Swammerdam y Loewenhoek describieron los glóbulos rojos y Malpighi anastomosis capilares. Boyle y Hooke iniciaron la investigación del oxígeno y Priestley y Lavoiisier la completaron durante el XVIII. Y 163 La sangre en la historia. cuando en el siglo XIX Funke describió la hemoglobina y Paul Erlich clasificó los leucocitos y estableció claramente a la médula ósea como el órgano hematopoyético, la sangre quedó en el triste papel de un líquido sin significación divina o espiritual. También se perdió la concepción del origen sobrenatural de las enfermedades, el llamado animismo. Antiguamente existían a nuestro alrededor numerosos espíritus invisibles que eran las causas directas de la enfermedad y de la muerte. Era razonable suponer que si la sangre era el alma y por lo tanto la parte más importante de nuestro organismo; debía ser asiento favorito de los espíritus malignos. Y una forma apropiada de echarlos para afuera y hacer sanar al enfermo, era extrayéndole una buena cantidad de sangre. Todas las civilizaciones, desde los tiempos más antiguos, utilizaban la sangría; los babilonios y los egipcios, al igual que los hindúes, los chinos y los aztecas. Las ideas religiosas sobre la menstruación pudieron haber reforzado el fundamento de la sangría. La mujer es impura, y con cada ciclo lunar vierte el exceso de sus impurezas al exterior a través de su matriz. El levítico afirma que en esas circunstancias la mujer permanece contaminada por espacio de siete días; si un hombre se acuesta con ella adquiere su impureza durante siete días también. Si llega a tocar la más pequeña parte de su cuerpo, tendrá que lavar sus vestidos, bañarse en agua y será impuro hasta la tarde. Lógicamente, la sangría no sólo encontró una aplicación terapéutica, sino profiláctica. De acuerdo con la teoría con el animismo, ésta debía efectuarse en forma electiva en días propicios, de acuerdo a los astros, y de ninguna manera cuando la luna y las mareas estaban en su apogeo (días egipciacos). En las mil y una noches se asegura que el mejor momento para la aplicación de la sangría es en el menguante de la luna, con tiempo bueno, de preferencia el 17 del mes y en un martes. Hipócrates se burló del animismo en su discurso sobre la "Enfermedad Sagrada" (la epilepsia); para justificar la sangría hizo suya la vieja teoría de los cuatro humores, entre los cuales la sangre representaba el calor y la humedad; la flema, la humedad y el frío, la bilis amarilla, el calor y la sequedad, y la bilis negra, la sequedad y el frío. El equilibrio correcto entre los cuatro humores daba la salud mientras que la preponderancia (monarquía) de alguno ocasionaba la enfermedad y aún la muerte. No es fácil explicar que significaban en sí los humores. Al parecer se trataba de fluídos altamente miscibles que eran el substrato de las cualidades antes mencionadas y que circulaban libremente por el organismo y podían ser encontrados en la sangre. Cuando Hipócrates hablaba de la sangre como un humor quizás no lo hacía en un sentido físico estricto; más bien se refería a que principalmente se encontraban en ella lo caliente y lo húmedo, características del humor sanguíneo. Por eso la sangría encontraba buenos prospectos entre las personas de temperamento sanguíneo a las que supuestamente les sobraba ese humor (plétora). Las enfermedades febriles y las que causaban dolor eran en general buenas indicaciones también. Hipócrates recomendaba la sangría terapéutica cerca del órgano enfermo para eliminar los humores excesivos localizados ahí (efectoderivativo) y también lejos del órgano enfermo para evitar que continuasen llegando a él dichos humores (efectos revulsivos). La sangría derivativa no debía ser necesariamente copiosa y se acostumbraba practicarla con sanguijuelas o ventosas; la del tipo revulsivo era más abundante y se efectuaba por medio del cuchillo (flebotomía). Los hipocráticos mantuvieron una actitud discreta en relación a la sangría y lo mismo sus seguidores cercanos, como Galeno y los grandes maestros de la medicina árabe del medioevo, Avicena y Maimónides. Pero en el Renacimiento el recurso fue utilizado sin discriminación sobre todo en las enfermedades infecciosas y de ahí en adelante se mantuvo el criterio de sangrar en forma copiosa cerca del sitio de la enfermedad y aún se estipuló Vol. 5/No. 3/Julio-Septiembre, 1994. 164 A Gómez-Leal. la sangría total para las fiebres por medio de la aplicación de sanguijuelas en todo el cuerpo (10 a 50 para los casos comunes). Como hasta el siglo XIX no se tuvo una idea precisa de la relación directamente la pérdida de sangre y la disminución del volumen sanguíneo, no era raro que ocurriesen accidentes con el abuso de la sangría, generalmente atribuidos a la misma enfermedad. No se sabe bien si la viruela hubiese matado por sí sola a Louis XV de Francia. Sus médicos (parece que eran seis, auxiliados por cinco cirujanos y tres boticarios) le propusieron tres sangrías, pero el rey aceptó solamente dos porque temía debilitarse demasiado. Y para no violar los preceptos terapéuticos y al mismo tiempo exceder a la petición real, sólo se le practicaron dos, aunque la segunda fue de doble cantidad. En un año tan avanzado con 1824, ocurrió la muerte de Lord Byron. Este caso es aún más lamentable, porque parece seguro que fue desangrado hasta morir por su médico Francesco Bruno, en medio de una enfermedad infecciosa, cuando Lord Byron estaba a punto de entrar en batalla contra los turcos, luchando en favor de la independencia de Grecia. En caso de haberse producido el combate, su muerte hubiese sido gloriosa, muy de acuerdo con el estilo de vida del más genuino representante del romanticismo en la literatura. La actividad sangradora de los médicos franceses en la primera mitad del siglo XIX, capitaneados por Broussais, un cirujano militar agresivo, llegó a extremos pocos creíbles. En el año 1833, tuvieron que ser importadas a Francia 41 millones de sanguijuelas, mientras que diez años antes bastaban dos ó tres millones para satisfacer todas las demandas. Unos años antes Laennec se había pronunciado contra estos abusos y había calificado a Broussais como un vampiro. Pero fue la oposición terminante de Louis la que empezó a poner las cosas en su lugar. Louis, distinguido internista, considerado como el fundador de la estadística médica, sostuvo Revista Biomédica en 1835 una polémica pública con Broussais sobre la sangría. Sus argumentos fueron apabullantes y la popularidad del procedimiento disminuyó rápidamente. Para fines del siglo XIX ya la sangría había desaparecido de la terapéutica de la mayoría de las enfermedades y ocupaba el discreto lugar que hoy le corresponde. Volvamos otra vez a Hipócrates. En su tiempo se creía que el hígado producía la sangre y al mismo tiempo la liberaba del exceso de bilis amarilla, mientras que el excedente de bilis negra era manejado por el bazo. La bilis negra era un humor terroso y espeso, seco y frío, cuyo exceso, motivado por un mal trabajo esplénico, llevaba lógicamente a la melancolía (bilis negra), que con el tiempo acabó siendo sinónimo de “humor negro”, y tal vez de depresión. Estas ideas sirvieron a Bernardo de Mandeville, a principios del siglo XVIII, para acuñar el término hipocondría que califica la preocupación exagerada y sin fundamento sobre el estado de salud, atribuible a un mal funcionamiento del hígado y del bazo (su compañero de males). El bazo recibe en inglés el nombre de spleen, que en ese idioma también quiere decir melancolía. Un famoso caso de “spleen” es el del actor inglés David Garrick. Según Juan de Dios Peza “cierta vez ante un médico famoso, llegose un hombre de mirar sombrío”. El médico no conocía la identidad del paciente, y después de estudiar su caso por medio de un interrogatorio peculiar le aconsejó asistir a las funciones de Garrick, “cuya gracia artística asombrosa” podría ayudarlo a disipar su tristeza. A lo que el enfermo se vió obligado a responder “yo soy Garrick, cambiadme la receta”. El gran pintor alemán del renacimiento, Alberto Durero, posiblemente tuvo alguna afección esplénica. Este caso es interesante porque ejemplifica una forma peculiar de consulta médica a distancia. Durero acostumbraba a dibujar su cuerpo desnudo señalando alteraciones existentes y enviaba a su médico el dibujo acompañado de una carta explicativa. Es bien conocido su auto- 165 La sangre en la historia. desnudo de cuerpo entero en que se observa una hipertrofia testicular (por lo que se cree que Durero tenía sífilis). En otro, que es el que nos importa, el pintor muestra posiblemente una zona dolorosa en el área esplénica. Queda la duda de que esa zona más bien fuese la del hígado, pues al reflejar su imagen en el espejo para efectuar el auto-retrato, las posiciones resultaban invertidas. Y no sabemos si Durero enviaba sus dibujos al médico con la recomendación de que los estudiara contra un espejo, o sí deliberadamente, para no confundirlo, hacia los bocetos al revés. Es bien sabido que Galeno aceptó a regañadientes el criterio de Hipócrates a propósito del funcionamiento del bazo, es famoso el calificativo que le impuso de “órgano pleno de misterio”. Viniendo de él este concepto resultaba muy significativo, pues Galeno, como hemos visto, lo que no sabía lo inventaba con toda tranquilidad; lo que parecía cierto, debía ser cierto y por lo tanto lo era, aunque no se hubiese comprobado. Le hubiera encantado el cantar de Antonio Machado: “Se miente más de la cuenta por falta de fantasía; la verdad también se inventa” Y sin embargo, no pudo inventar ninguna función para el bazo que pareciese verdad. El descubrimiento de las falacias de Galeno ha dado pábulo a muchas anécdotas, quizá falsas. Una de las más simpáticas relata que Andrea Vesalio, el gran anatomista del Renacimiento, en una de sus clases en la Universidad de Padua, declaró que los hombres y las mujeres tenían el mismo número de dientes, en contra de lo que dijo Galeno había señalado. Y cuando sus escandalizados alumnos quisieron indagar cómo se atrevía a desmentir al gran maestro griego, contestó con toda sencillez: “porque se los conté”. Supuestamente Galeno había dicho que las mujeres por tener una boca más pequeña, debían tener menor número de dientes y no se los había contado nunca, de seguro. Pero en cuanto al misterio del bazo, no andaba muy errado Galeno. En el siglo XVII se hicieron esplenoctomías en perros y a fines del siglo XIX se practicaban ya en humanos; como no sucedía aparentemente nada con la extirpación, a todas luces el bazo carecía de significado fisiológico. Tuvimos que esperar hasta muy avanzado el siglo XX y sólo con el auxilio de isótopos radioactivos y microscopía electrónica pudimos corregir, y no mucho, las apreciaciones negativas de Galeno. Nuevamente volvamos atrás a los primeros tiempos. Si la sangre es la vida, si contiene facultades espirituales, no resultaba insensato pensar que por medio de ella las cualidades de una persona podrían transmitirse a otra. En algún tiempo se llegó a pensar que el esperma, tanto el masculino como el “femenino”, procedían directamente de la sangre y por lo tanto la herencia estaba ligada íntimamente a ella. Esta idea no progresó más allá de Aristóteles y en nuestros días nadie cree eso. Cuando un padre asegura con orgullo que su hijo es de su propia sangre o cuando se afirma que la realeza adquiere genéticamente su sangre azul, la implicación es meramente simbólica. Pero la transmisión de facultades psíquicas deseables o indeseables por el contacto directo con la sangre es un concepto que todavía esta vigente para muchas personas. La historia de la medicina registra a este respecto algunos incidentes curiosos. Plinio el viejo relata que el circo romano, alrededor del año 100 de nuestra era, la gente se lanzaba a la arena a beber la sangre de los gladiadores moribundos y adquirir así su fuerza y su valor. Un investigador del siglo XVII, Bartholinius, seguramente poco serio, informó el caso de una señorita epiléptica que recibió una transfusión de sangre de gato y luego, en las noches subía al tejado a maullar. En los estados de Louisiana y Arkansas de la Unión Americana existían leyes, que no sé si han sido derogadas, que prohibían la transfusión de sangre de negros a blancos. Se dice que un general del ejército británico, después de que sus tropas capturaron un campamento alemán Vol. 5/No. 3/Julio-Septiembre, 1994. 166 A Gómez-Leal. en el Africa del Norte durante la Segunda Guerra Mundial, mando destruir 100 unidades de sangre alemana que se encontraba en el refrigerador del hospital de campaña. Arguía el que si era usada en sus tropas, podría desarrollarles ideas nazistas. Afortunadamente los médicos no le obedecieron. Y cuando también un Lord inglés recibió transfusiones de sangre escocesa con intervalos de una semana; las transfusiones eran gratuitas, pero como el Lord era rico donó la hospital diez libras por la primera, cinco libras por la segunda y por la tercera simplemente dio las gracias. Lo más llamativo a este respecto es la actitud de los miembros de las sectas religiosas conocidas con el nombre de Testigos de Jehová y que apoyados en una libre interpretación libre del Levítico (12, 13 y 14) se niegan a recibir transfusiones so pena de contaminar su alma, lo que aparentemente los llevaría a perder la posibilidad de ingresar al cielo. Muy opuesto a estas ideas religiosas fue el criterio que condujo la uso de la transfusión sanguínea. Las buenas cualidades físicas de la sangre debían ser útiles a los enfermos debilitados, a los ancianos y sobre todo a los que habían perdido sangre. El triste espectáculo de un herido o de una parturienta desangrándose hasta morir motivó el deseo de hacerlas recuperar el espíritu vital aunque fuese con sangre extraña y aunque procediera de un animal. La sangría y la transfusión, aunque parezca extraño, no constituían ideas opuestas; cada una tenía sus indicaciones. Podían usarse al mismo tiempo y por un lado eliminar los humores inconvenientes mientras por el otro lado se infundía el nuevo espíritu vital. Es cierto que la sangría declinó casi al mismo tiempo que empezó a florecer la transfusión pero este fenómeno no se debió a una relación directa sino simplemente a las dificultades técnicas de la segunda, que retrasaron por muchos siglos su utilización adecuada. Williams Harvey publicó su Motu Cordis en Revista Biomédica 1628 y Cristopher Wren describió la inyección intravenosa en 1957. Es dudoso que antes de esas fechas se hubiese logrado la aplicación de sangre. Lo que no impidió que las gentes se bañaran en ella como lo hicieron los egipcios con sus enfermos, o la bebían, como fue el caso del Papa Inocencio VIII. Es seguro que los ejipcios utilizaron para sus baños sangre animal, pero a Inocencio VIII le dieron a beber la sangre de tres robustos jóvenes. Los donadores murieron, y al Papa no le sirvió de nada; murió también poco después. Esto ocurría a fines del siglo XV. Probablemente la primera transfusión sanguínea practicada dentro de las venas de un ser humano fue hecha en 1667 por Jean Denis, médico de Louis XIV, quien conocía los experimentos en perros afectados poco tiempo atrás. Denis utilizó sangre de carnero en un enfermo que había caído en “frenesí ocasionado por una desgracia que había recibido en algunos amores”, lo que puede interpretarse como sífilis del sistema nervioso central. Señaló Denis que el creía que la sangre utilizada, “por su suavidad y frescura, podría mitigar el calor y la ebullición” de la del pobre paciente. El recurso fue utilizado en cuatro casos; el número cuatro recibió tres transfusiones, y después de la última tuvo las manifestaciones de una reacción hemolítica y falleció. La esposa del paciente acusó a Denis de asesino y aunque la corte lo encontró inocente, el revuelo creado motivó a que la Facultad de Medicina de París prohibiera el uso de transfusión y ésta se abandonó casi por 150 años. Alrededor de 1818, James Blundell un obstetra inglés decidió intentar la aplicación de sangre humana a sus parturientas víctimas de hemorragia aguda. Blundell había experimentado con perros y había llegado a la conclusión de que era mejor utilizar sangre de la misma especie para la transfusión. Trabajo con 10 pacientes, aunque parece que dos de ellas había muerto ya cuando recibieron la sangre. De los ocho casos restantes, cuatro fallecieron, y nuevamente la transfusión fue olvidada hasta el descubrimiento del sistema ABO en 1900. 167 La sangre en la historia. Llama la atención que la contribución de Landersteiner, una de las más significativas en la historia en la medicina, representó un costo material equivalente a 150 pesos mexicanos de hoy (alrededor de 50 tubos de ensayo). Ya sin su principal riesgo, la transfusión entró de lleno a la terapéutica. En 1915 se introdujo el citrato de sodio (Hustin, Agote Lewisohn) y en 1936 empezaron a funcionar los bancos de sangre (Barcelona y Chicago). Ahora casi no tenemos problemas para resolver los trastornos de volumen sanguíneo ocasionados por una hemorragia profusa. Pero los hombres primitivos estaban desarmados; no les quedaba otro recurso que recurrir a procedimientos mágicos para evitar mayor desperdicio del espíritu vital. Las medidas locales (emplastos, suturas, torniquetes) debían ir acompañadas de innovaciones para que surtieran efecto. El caballero Gawain, curandero y guerrero, ya en tiempos de la corte del Rey Arturo, solía ayudarse exclamando “¡Oh hemorragia, detente!” como seguramente habían hecho todos los chamanes que lo procedieron. Más interesante y con significado similar, era el procedimiento que seguía Mika Waltari, que se empleaba en Egipto 3500 años antes de Cristo, en tiempo de Akenatón. Cuando Sinubé el Egipcio (el solitario, el hijo del asno salvaje) practicaba la trepanación, utilizaba los servicios de un hombre de mirada hemostática, que tenía la facultad de detener la hemorragia de los tejidos incididos con sólo fijar la vista en el campo operatorio. Del poder de la mirada de este hombre dependía no sólo la vida del paciente; si el enfermo sangraba demasiado y moría, al hombre hemostático le era cortada la cabeza. Sin duda los judíos no dispusieron de un ayudante operatorio con estas cualidades, porque si un recién nacido tenía hermanos que hubiesen sangrado con la circuncisión, el Talmud Babilónico ordenaba que se le dispensara ese ritual quirúrgico. Es muy posible, en opinión de los historiadores, que ésta fuese la primera referencia a la hemofilia. Hubo otras después, como la de Albucassis el árabe, en el siglo XII, pero la descripción oficial de esta enfermedad se le atribuye a John Otto, de Filadelfia, 1803. Napoleón estaba al tanto, pues es fama que le preguntó por Corvissart como podría saberse si una mujer era portadora de la hemofilia, a lo que el médico contestó con mucha sapiencia “sólo teniendo hijos con ella, su majestad”. Puede decirse que en los días que corren todavía no estamos muy seguros de poderle corregir la plana a Corvissart. Hemos mejorado, en cambio, el acercamiento terapéutico de Rasputín, que aparentemente utilizó el hipnotismo para tratar la hemofilia de un biznieto de la Reina Victoria, hijo de Nicolás II de Rusia; su éxito con este caso le valió al misterioso monje el favor de la Zarina y una gran influencia en los asuntos de la corte. No podemos censurar a Rasputín. En su época las ideas sobre el mecanismo hemostático eran poco claras. Apenas se conocía crudamente el papel del fibrinógeno (Hammarsten, 1887) y la existencia de las plaquetas (Bizzozero, 1882); la importancia del calcio había sido descubierta en 1890 por Arthus y Pagés y los primeros esquemas razonables sobre la coagulación fueron ideados por Schmidtz en 1895 y Morawitz en 1904. El siglo XX tuvo que avanzar bastante antes de que los sutiles misterios del mecanismo hemostático fueran develados. No fue despreciable la contribución del simpático John Hageman, ferrocarrilero del Ferrocarril Central de Nueva York, al que le faltaba una substancia de importancia capital para la coagulación, si bien a él lo tenía sin ciudado. Ironicamente murió de una trombosis coronaria hace pocos años. También el mecanismo de la fibrinólisis es de conocimiento muy reciente, pero con seguridad se había advertido hace siglos que la sangre de los cadáveres no coagula. De eso se aprovecharon los investigadores rusos Shamov y Yudin para efectuar transfusiones baratas, pues no utilizaban anticuagulantes y de cada cadáver extraían de dos Vol. 5/No. 3/Julio-Septiembre, 1994. 168 A Gómez-Leal. a cuatro litros. En la literatura, ya Homero mencionaba la circunstancia de que la sangre de los muertos en batalla podían correr hasta el río. Más impresionante es el relato de García Márquez en Cien Años de Soledad, cuando José Arcadio Buendía se suicidó de un pistoletazo. Un hilo de sangre que le botaba del oido derecho, salió por debajo de la puerta, alcanzó la calle, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, llegó a la casa de su madre, pasó por la sala pegado a las paredes para no manchar los tapices y apareció en la cocina, donde Ursula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan. Ursula exclamó “!Ave María Purísima!”, y siguiendo el hilo de sangre en sentido contrario, encontró el cadáver de su hijo. Aquí podría terminar este relato en relación a las ideas sobre la sangre. Pero no puedo resistir la tentación de referir rápidamente algunos detalles interesantes que he encontrado al escudriñar los reportes originales de las enfermedades hematológicas. Relaté ya la primera mensión aceptada de la hemofilia en el Talmud. En una momia ejipcia de la vigésima dinastía (1,200 A.C.), se encontraron esplenomegalia y cálculos en las vías biliares; uno puede pensar que en vida sufría esferocitosis hereditaria. El uso del hierro fue recomendado en la clorosis por Bavarius de Baveriis, en el siglo XV, aunque la descripción del padecimiento se le atribuye a Johannes Lange, en el siglo XVI. Ambos lo hicieron a través de escritos llamados Concilia (consejos) en los que, según la costumbre de la época, se relataban casos clínicos y se daban recomendaciones terapéuticas en cartas dirigidas por el autor a pacientes imaginarios o a médicos amigos que se suponía habían recurrido a ellos como consultantes. La comunicación de Johannes Lange, que es la epístola XXI de su libro Medicinalium Epistolarum Miscellanea, editado en Suiza en 1554, recomienda el padre de una enferma de Morbus Virgineo que permita su Revista Biomédica matrimonio (motivo de la consulta), con lo cual curará. Asegura, además, que tendrá gran placer en asistir a la fiesta de bodas. Se acepta que el cráneo de un indio de la tribu Iraquois, que vivio alrededor del siglo X, presenta en su estudio radiográfico lesiones típicas de mieloma múltiple, que incidentalmente fue uno de los primeros padecimientos diagnosticados por medio de los rayos X (Wright, 1990). En 1803, como lo dijimos, Otto hizo mención a la hemofilia. Da gusto ver que la descripción de Otto es muy apropiada en cuanto a la transmisión hereditaria y los síntomas, pero es intranquilizante su seguridad de que las hemorragias ceden purgando al paciente durante tres días consecutivos, con sulfato de sodio. Opinaba en cambio que no estaba indicada la sangría. Incidentalmente el término hemofilia fue utilizado por primera vez en 1839 por Schönlein también renombrado por su famosa descripción junto con Henoch, de la púrpura anafilactoide. Ya para terminar es justo volver al viejo Hipócrates. En su discurso “Sobre las epidemias”, en la sección III del primer libro, describió catorce casos de enfermedades febriles, de los cuales cuatro presentaron “orina negra” en el curso de su enfermedad. El primero era el de Filiscus, que vivía cerca de las murallas; el segundo, Silenus, tenía su casa en la calle ancha; el tercero se llamaba Herofón, sin domicilio conocido, y el cuarto respondía al nombre de Erasinus y vivía cerca de un canal. Todos ellos eran residentes de la Isla de Tasos, en el mar Egeo. Tres murieron; sólo Herofón se salvó. Los historiadores creen que estos enfermos tenían paludismo por falciparum, combinado con hemoglobunuria, lo que se ha dado en llamar “fiebre de aguas negras”. Yo me permito disentir y opino que el diagnóstico correcto en estos casos fue el de deficiencia de glucosa-6-fosfatodeshidrogenasa, variedad mediterránea, complicada con paludismo y el uso de algún medicamento de efectos oxidantes en la sangre. 169 La sangre en la historia. Espero que esta afirmación, evidentemente galénica, mantenga su veracidad durante unos catorce siglos, para beneficio de la humanidad. BIBLIOGRAFIA. 1.- Sagrada Biblia (versión de Straubinger). Chicago: The Catolic Press, 1958. 2.- Hipocratic Writings, translated by Francis Adams. En Great Books of the Western World. Chicago: Enciclopedia Británica, 1952. 3.- Latin-Entralgo P. Historia Universal de la Medicina. Barcelona: Salvat Editores, 1942. 4.- Major RH. Classic Descriptions of Disease 3a. ed. New York: Springfield, 1945. 5.- Garrison FH. Historia de la Medicina 4a. ed. México: Editorial Interamericana, 1966. 6.- Smijewsky ChM.: Inmunohematology. 2a. ed. New York: Appleton Century Crofts, 1972. 7.- Mollison PL. Blood transfusion in clinical medicine. 5a. ed., Oxford: Blackwell Scientific Publications, 1972. 8.- Orlandi E. Byron. En Los Gigantes. Madrid: Prensa Española, 1972. 9.- Loomis S. Madame Dubarry. B. Aires: Ediciones Selectas, 1959. Vol. 5/No. 3/Julio-Septiembre, 1994.