Zenobia Juan García Larrondo En torno a la metáfora y la simbología de Zenobia Y lucían las estrellas... Así reza el principio del hermoso monólogo de Cavaradossi ante el irremediablemente cruel final de "Tosca". La conclusión: nunca había amado tanto la vida. Sin embargo, Tosca se precipita desde Sant´Angelo. Un epílogo piadosamente justo para las ambiciones de una mujer que probó en sus labios el sabor de la plenitud y el poder. El orden natural de las cosas, alterado por el supremo ordenador que es el hombre, se inclina con absoluta paranoia a justificar en nuestros propios errores la imperfección con la que fuimos creados, formados o depositados en sociedad. Cayó como un Ángel la desesperada protagonista de la ópera de Puccini: la gravedad de nuestro Atlas es implacable. Aunque no todo lo que se eleva, se estrella contra la tragedia humana con la misma intensidad. La envidia no es sana, no beneficia a los hombres pero, con frecuencia, nos entretiene con paradigmas e interesantes temas de coloquio. Todos, en algún momento, reconocemos nuestra biológica estupidez, pero en la mayoría de las ocasiones, esa toma de conciencia es falsa, casi como todo. ¡Cuántos hombres y mujeres han acabado, acaban y acabarán exiliados -en el mejor de los casos- o silenciados por la fuerza justiciera de un pueblo en manos de la ira! Y, sin embargo, no dejan de lucir las estrellas, como tampoco se detiene el orden del Universo y la armonía terrenal. Así también se escribe la Historia, con los nombres y apodos de los caídos, con la sangre y las frustraciones de seres abocados desde el principio a la soledad, a servir de blanco en los procesos históricos que dan ritmo a las eras, a morir por la teoría de la uniformidad. La gloria también ha seducido siempre a los hombres, pero toda tentativa ha sufrido al menos la perspectiva del miedo, del ridículo, del fracaso e incluso de la marginación. En la Historia se suceden con asombrosa progresión las memorias de sus protagonistas y, por consiguiente, la alienación de las mismas. La reina Septimia Zenobia, que habitó durante el siglo III de nuestra era y que luchó contra el Imperio Romano no es, en cualquier caso, una excepción. Luchó y perdió. Zenobia quedó, teóricamente, vencida por 1 la justicia de la Historia y, aunque fueron sus vencedores los que nos transcribieron su "biografía", su recuerdo permanece en la conciencia imperturbable de los tiempos y en las ruinas, cenizas, vacíos y calvarios de una de las ciudades más extraordinarias de las civilizaciones antiguas: Palmira. Como Adriano, Zenobia pierde en el momento penúltimo de su vida lo esencial, aunque los caminos sean indudablemente diferentes. Quizá lo que me atrajo en un principio de esos personajes históricos fuese su propia conciencia de predestinación. La ausencia de Zenobia se grabó en mi corazón con la misma intensidad que un acontecimiento de mi vida. Sus miserias me interesaban tanto como las mías, la justa atención. Pero, de alguna u otra manera, todos somos inicio y conclusión de una providencia que, a veces, es intuida e, incluso, vivida bajo nuestra exclusiva voluntad y, de la cual, acabamos siendo nuestras propias víctimas. Y así, la nada, engrandecida, hermoseada, vuelve siempre a ser simple y llanamente lo que es: nada. Y sin poder evitarlo, lo ocurrido con Adriano y "El Último Dios", volvió a ocurrir años después con "Zenobia". Dejé escapar cierto matiz autobiográfico en el papel: ser, serlo todo, ser la nada otra vez. Preferí conscientemente profundizar en mi propia predestinación para hallar una intuición; el camino hacia una mujer que habitó un siglo después de Adriano y muchos cientos de años antes que yo, y describir, con su voz, el largo proceso hacia la intolerancia de los hombres. Esta vez la Historia no ha sido un obstáculo para unirme a ella, no lo necesitaba. Como un actor recreé la acción y la palabra. El margen de error es tan amplio o mínimo como podría serlo la reconstrucción de la vida de un amante, de una madre o de una hermana. He ido más allá de las verdades muertas, de las fuentes, para resucitar la "Zenobia" que se está gestando en mí, que vivirá por siempre en mi verbo y en mis actos. Las difuminadas y triviales realidades de hace diecisiete siglos se me escapan con la misma fragilidad y fantasía que mi propia infancia, plagada de vacíos que nunca recordaré y que ya nunca nadie podrá reconstruir por mí. No he pretendido ensalzar la figura de la princesa siria que retó a la Roma moribunda de la anarquía militar, ni siquiera justificar sus acciones. No tengo ni el derecho ni la posibilidad de juzgarla. Su vida ahora es mi invención. El trabajo me pareció lo suficientemente interesante como para reivindicar ante mí y ante los demás el proyecto y su ejecución. La obra permanecerá, por lo tanto, siempre incompleta frente al devenir. A pesar de todo, varios intentos acabaron -por fortuna- siendo destruidos. La nada debe concluirse, como la vida, definitivamente hasta el fin. 2 Respecto a la metáfora final, necesitaba una voz, una conciencia sobrehumana que me excluyera lo suficiente como para distinguirme de sus miedos y de su pecado, una presencia amiga que me aclarara el largo monólogo de Zenobia. Y la hallé en Luzbel, en el Ángel Caído. Nada mejor que alterar la jerarquía de los dioses que nos limitan, para hacer comprender a los hombres que la tragedia de Zenobia es tan sólo una muestra más de la divina tragicomedia de la Humanidad. Por añadidura, ya sólo me quedaba teorizar sobre el poder, y tomar conciencia de que no se había inventando apenas nada nuevo al respecto de la Antigüedad, ninguna aportación crucial con anterioridad a la Biblia o el Kaos: Augusto, Aureliano, M aquiavelo, De Vitoria, Roma... demasiados nombres para un sólo verbo: poder. Entonces Zenobia me desbordó. Ya no tenía ninguna duda, en mi eclosión, nadie me podía convencer de lo contrario. Zenobia solamente había usado mi voz, y no yo la suya. Salvo en lo esencial, Zenobia y yo no éramos nada, no existíamos en el laberinto. El único nombre se convirtió. La creación concluyó. Creo que apenas aporto nada nuevo, salvo mi postura, que me atrevería a compartir con la de algunos de los vencidos de la Historia: el enorme amargor que produce el reconocimiento de nuestra impotencia; la resistencia a creer que estamos solos y las mentiras de los dioses humanos, que nos hacen ver hermosas luces en el perfil del Universo. Sin embargo, antes de cerrar la última página y dar por concluido el acontecimiento en sí, siento que algo está incompleto. Ahora, quien debe apurar su caída soy yo. Espero al menos que, durante la travesía, el roce del viento otorgue al vacío que ocupo la dimensión y estructura definitivas y, si cabe, la proximidad de la amplitud y la sensatez. Juan García Larrondo 1990. 3 Por mi se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi se va hasta la raza condenada. La justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Anteriormente a mí no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza! DANTE "La Divina Comedia" PERSONAJES Personajes Reales: ZENOBIA, Reina de Palmira. UN ÁNGEL, indiferentemente, un Ángel de la Muerte o el Arcángel San Miguel. DOS ÁNGELES de Dios. LUZBEL, Ángel Caído, "Helel Ben Shahar". LOS VENCIDOS, galería de la miseria humana. Personajes del Recuerdo: EL PREFECTO Marcelino. SOLDADOS ROM ANOS. ZABDA, Lugarteniente de Palmira. LONGINO, filósofo de la corte de Zenobia. El SÉQUITO de Zenobia. LOS HIJOS de Zenobia. VABALLAT, segundogénito de la reina y príncipe de Palmira. UN LEGADO ROM ANO. UNOS ESCLAVO S. UNOS ANIMALES. LA MUCHEDUMBRE. 4 AURELIANO, emperador de Roma, "Restitutor Orbis". EL SÉQUITO de Aureliano. Personajes Contemporáneos: UNOS SOLDADOS. UN GENERAL. UNA MUJER M ILITAR. Obra atemporal que pretende ser un diálogo sobre el poder, la fugacidad y la reflexión de la existencia. En ningún momento Teatro Histórico. Abierta a una sensible interpretación y a una muy libre recreación escénica. Los mitos reflejados tienen su origen en el mundo hebreo, fenicio y arameo. Las citas bíblicas pertenecen, en su mayoría, al Apocalipsis. Tinieblas. Emesa, Siria. Año 273. Proceso contra la reina ZENOBIA. Cuando se hace la luz, la rea aparece sentada y cabizbaja. Presenta señales de malos tratos y unas largas cadenas que, desde sus manos, cubren el suelo del escenario con un mar de esclavitud. Al fondo parece distinguirse un muro, aunque más bien podría ser la inmensidad. Desde las alturas, un hermoso ÁNGEL observa la brevedad de la existencia mientras tensa el otro extremo de las cadenas. Entran de la nada DOS SOLDADOS romanos que se sitúan tras ZENOBIA. Instantes después lo hace el PREFECTO Marcelino, que camina en círculos y observa silenciosamente a la cautiva. A lo lejos se oye la repetitiva estrofa de una mujer que canta versos de amor, hasta que su voz es ahogada por el temblor de unos tambores de guerra. S e retiran lentamente las tinieblas y comienza la creación... ZENOBIA.- (S usurra varias veces en su lengua.) Recuerdo, ya solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días, en el perfil del universo... PREFECTO.- (La acecha.) Astarté. Luz. Universo. ¿No te duelen las manos de poseer tanto, reina Zenobia? ¡Vamos! ¿Acaso quieres más cadenas, más sufrimiento, más dolor? ¿Por qué no acabamos de una vez? No tiene ningún sentido, ¿sabes? Ahí fuera, en las calles de Emesa, celebran tu derrota y nuestra victoria, ¿no los oyes? Hablan 5 tu lengua. Son los mismos que te adoraban como reina y, ya ves, se olvidaron de ti. ¿A quién quieres defender entonces? ZENOBIA.- (Perdida.) Recuerdo, ya solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días... (A una señal del PREFECTO, el soldado la calla de un golpe.) PREFECTO.- Te conocemos, Zenobia. Roma ya sabe de tus engaños, de tus malas artes de hechicera y de las supersticiones de tu pueblo, pero se cansará antes tu cuerpo que la mano del verdugo, porque detrás de éste vendrá otro, y otro, y otro..., y, a pesar de todo, no será Roma la que pase a la historia por su crueldad, sino tú, por tu locura, por tus vilezas y, sobre todo, por que no tienes la razón. (Silencio.) Pero, claro, ya veo que ni quieres entenderlo ni estás dispuesta a facilitarnos las cosas, ¿verdad? Bien. (A su señal, LOS SOLDADOS vuelven a golpearla. El PREFECTO intenta calmarse.) Por lo que a mí respecta, si lo prefieres podemos seguir así mil doscientos sesenta días más. O también podemos parar este martirio que no nos conduce a nada. De ti depende. Ya te he dicho que lo único que quiero saber es la intención del rey persa. Dime, ¿es cierto que está organizando un nuevo ejército para invadir Roma? Basta con que me describas su fuerza real, sus estrategias, vuestros acuerdos secretos y te aseguro que... ZENOBIA.- (Exhausta. Habla ya en la lengua del PREFECTO.) Recuerdo, ya solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días, en el perfil del universo... PREFECTO.- ¡Puedo hacer que te tragues toda esa soberbia en un instante, maldita sea! ¡Habla, por los dioses! ZENOBIA.- (Extrañamente lúcida.) ¿Es que no me escucha? ¿En qué lengua debo decirlo? Vuelvo a repetir que yo únicamente me ocupé de la gloria de Palmira. De su desgracia sabéis vosotros más que yo. PREFECTO.- (Ríe.) Claro... Y después de todo lo que has sido capaz de tramar contra el Imperio, ¿esperas que piense que tras tus sueños de grandeza no existía toda una coalición sirio-persa para invadir Roma? ¿De veras tengo que creérmelo? ¡Ah, Zenobia! ZENOBIA.- (S onríe.) Deliras, Prefecto. Pierdes el tiempo. 6 PREFECTO.- Afortunadamente, nada de lo que urdisteis tuvo lugar. ¿No lo ves? Tétrico ha sido derrotado en la Galia, Palmira pronto será un recuerdo erosionado en el desierto y Roma vuelve a ser Roma: ¡La eternidad, Zenobia! Eso es la Eternidad. Y aún más... Acuérdate de lo que digo: Quizás vivas para ver como las legiones romanas conquistan Ctesifonte y clavan su estandarte en el trono de Sapor. (ZENOBIA, nuevamente ausente, repite la frase del principio.) Eres absurda, ¿lo sabes?... Acaban de comunicarme que el Legado del emperador ya ha desembarcado en Antioquía, pero hasta que sepas tu condena definitiva, te aseguro que pienso hacerte tanto daño que jamás podrás volver a reconocer tu cara. ¡Ni tus hijos tampoco! ZENOBIA.- ¿Absurda?... Sí, yo soy la reina de los absurdos, es verdad... Quemadme por ello, pero no toques a mis hijos. Te lo advierto, Prefecto... PREFECTO.- ¡No me amenaces! ¡No puedes! (Ríe.) ¿Qué vas a hacer para impedirlo? ¿M aldecirme? ¡Ah, qué poca luz queda ya en tus ojos, Zenobia! Busca... sigue buscando esa luz que dices de Astarté, en el perfil del universo... ¡Vamos! ¡Búscala! A ver qué es lo que encuentras... (El PREFECTO, entre risas, bebe y le aproxima luego el cántaro con agua a la prisionera, pero derrama el contenido ante ella con malicia. Acto seguido hace una señal a los soldados y éstos vuelven a golpearla. El ÁNGEL, desde su suprema morada, tensa las cadenas. Posee la altivez y la belleza de los jóvenes de la Bitinia, y la fuerza y el aspecto de un Grifo mesopotámico.) ÁNGEL.- Creo que ya hemos oído todo lo que sabíamos y no lo que queríamos saber. Reina Zenobia, ¿tienes algo más que decir en tu defensa? (ZENOBIA mira a su alrededor y calla, impotente. El ÁNGEL resplandece.) Desde este glorioso día y concluyendo la misión para la que fui creado, te nombro y afirmo como rehén de Roma. Tus bienes y tus esclavos pertenecen ya al Imperio. Tu séquito y tu ejército serán juzgados y ajusticiados por la autoridad de los hombres, como ordena la tradición. ZENOBIA.- (Grita.) ¿Por qué? ÁNGEL.- Por traición. 7 ZENOBIA.- ¿Por traición a quién? Sois vosotros los culpables de la miseria y la ruina de mi gente, de mi sueño... M e lo habéis quitado todo... Matasteis a mi esposo y a mi hijo. ¿A qué esperas, Ángel, para matarme a mí también? Si has de cortar una cabeza para calmar tu sed de castigo, sesga ya la mía. ¡Vamos! Pero deja a mi pueblo en paz. ÁNGEL.- Tuviste la oportunidad de defenderte y la despreciaste, así que ya no me alcanzan tus palabras. Vivirás como ejemplo permanente del destino que aguarda a todo aquél que levanta sus brazos contra el Imperio. El Emperador, el Senado y el Pueblo de Roma así lo mandan. Este es el deseo de Dios y la omnipotencia de su poder. (Breve silencio. El ÁNGEL se apaga y desaparece, también LOS SOLDADOS. El PREFECTO aún la observa unos instantes.) ZENOBIA.- (Asustada.) ¡No os vayáis! ¡Ten compasión de mí, Tánatos del mundo helado! ¡Prefecto, tu daga, te lo ruego! Dame la muerte, por favor. No me dejes vivir más... PREFECTO.- (La admira un momento, luego sonríe.) ¡He ahí a la que se proclamó emperatriz invencible de Oriente! ¿No decían de ti que eras la más sabia entre los sabios? ¿Por qué no haces un número de magia y te salvas a ti misma? ZENOBIA.- No me insultes más y dame una muerte digna... PREFECTO.- ¡M írame! ¡Vamos, mírame! ¿Ves ternura en estos ojos? M uchos de mis amigos fueron torturados y masacrados en tus prisiones de Palmira. Roma también es madre para sus hijos, así que no me hables de morir con dignidad... ZENOBIA.- Todo bien para mí se ha perdido; mal, sé tú mi bien. PREFECTO.- Ya estás sola, Zenobia. Reconsidera tu vida, tus errores y goza al fin de esa soledad que tanto aprecias. Nos veremos de nuevo en Roma, en los reflejos del Tíber, en el desfile del triunfo que ha de exhibirte por las calles ante el pueblo. Y luego, por mis dioses, espero 8 que desaparezcas para siempre de mi mente y no vuelva a verte nunca más. (El PREFECTO se marcha. ZENOBIA le sigue con la mirada, anhelante, vacía. Expulsada del paraíso, se arrodilla, tremendamente sola.) ZENOBIA.- (Casi arrogante.) Yo, Septimia Zenobia, reina indomable de Palmira; emperatriz de toda la Siria, M esopotamia y Egipto; esposa del que fue el mejor guerrero de la Historia, mi fiel Odenato, y madre de sus hijos, muertos o no... Recuerdo ya, solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté todos los días en el perfil del Universo... Nací en un barrio humilde, donde no se conocían las fragancias del Líbano. Yo misma hice construir sobre aquel erial la Academia y la Biblioteca de mi reino. He perdido mis recuerdos por la bonanza de mi pueblo, al que di riquezas y prosperidad, futuro y esperanza. Renuncié a la comprensión de los ancianos de mi casa y sembré en sus huertos la cultura y la filosofía. He adorado a mis manes y les he levantado dignos templos y santuarios. Formé a mis ejércitos -¡ah, la caballería Sagitaria!-; multipliqué el pan, arrinconando el hambre y la enfermedad, hasta que no quedó ni una sola aldea en mis dominios en la que no corriera el agua fresca y la alegría. ¡Por fin éramos libres tras cientos de años de esclavitud bajo el yugo romano! Y ahora... Ahora ésa es mi sentencia de muerte... ¡Pero no la de mis hijos! (Trata de sobreponerse.) De nada me avergüenzo. Todo cuanto tengo me lo debo a mí misma. Absolutamente todo lo que he logrado me lo merezco, pero no esta injusta penitencia. ¿Qué más da el método, si al fin se llega? Sé cómo manejar un estado y está grabada en mi corazón la ley de la vida. Ayer fui amiga y hoy soy esclava. ¡Qué gran farsa! Para quien nunca poseyó nada, perderlo todo es sólo agua que refresca la boca y después se tira. ¡M irad mi ocaso, hermanos de las profundidades! Pero seguiré en pie. Zenobia permanecerá inalterable al tránsito de los hombres y las eras. Quitádmelo todo y dejadme libre y viva. Antes de que muriera el sol de esa jornada, Zenobia volvería a ser grande, rica y poderosa, hermosa y altiva. ¡Ay, Tiempo! Tan sólo añoro la juventud. ¡Diez, quince años menos!, y ya no habría un sólo varón sobre la Tierra que se hubiera atrevido a ponerme la mano encima. Y, a pesar de todo, siete hijos ha parido este vientre al mundo y fui yo quien escogió a los hombres que gozaron bajo mis sabanas... 9 Si pudiera revivir aquellos días juveniles, alteraría sin vacilar el orden seguido por mi vida. Untaría mi cuerpo con aceites y polvos del desierto. M e entregaría, en toda mi belleza, a los hombres morenos que traen en los ojos sedientos el color del río sagrado de la India y las manos heridas del trayecto de las caravanas. Sí, eso haría. Con la agilidad de una niña, hundiría a cada uno de esos hombres bajo mis piernas y, como Lilit, me convertiría en un extremo más del mismo cuerpo, recibiendo en mis entrañas jugos de mundos lejanos que han existido desde siempre en mi imaginación. De ninguna manera volvería a pertenecer a un sólo hombre, ni a un sólo Dios, ni a un sólo súbdito de mi reino. Sería una mujer libre, deseosa únicamente del placer y el gozo de vivir. No necesitaría más que la ufanía, los ojos bien abiertos y el mundo y las estrellas abrigándome entera. ¡Oh, sí! Nunca más un ideal, nunca más la tristeza, ni la guerra, ni la codicia. Sólo conmigo el genio divino de la maleza, el rugido sensible de la brisa y la arena mojada como lecho de muerte, para no perder nunca la perspectiva de todo lo que me pertenece y me rodea... (Susurra con pasión el viento de los océanos. Resplandece LUZBEL, que llega con la brevedad de una ola. Se conmueven todos los órdenes ante el ave más bella de la Creación.) LUZBEL.- ¡Pobre Zenobia, antaño bienamada, y hoy, vieja y marchita! hermosa y ZENOBIA.- ¡Luzbel! A veces tus besos son crueles, hermano del Tártaro. Te permito la compasión, pues viene de un Dios de los cielos, pero jamás podrás evitar mi indolencia y mi desesperación. LUZBEL.- (Casi obsceno, juega entre las cadenas.) ¡Poder! ¡Poder! ¡Poder! ¿Quién menciona, sino tú, el enigma del poder! Escucha, reina instruida. Si pudieras revivir, como dices, aquellos días de juventud, no sólo te entregarías a los hombres, mujeres y fieras del desierto, sino que serías la mayor ramera de todo Oriente y acabarías tus días como alcahueta del más prestigioso prostíbulo de Ugarit, Antioquía, Palmira o quién sabe si de la mismísima Roma. (ZENOBIA sonríe. LUZBEL la atraviesa con sus ojos de lobo.) Pero serías tan sólo mía, y tu lengua, mi húmedo lecho de muerte. (Casi la besa. Cambia súbitamente de actitud y la abandona.) ¿Duele? (ZENOBIA le rehúye.) Amada alma, amiga alma... ¿No te da lástima ignorar el verdadero misterio del poder? 1 0 ZENOBIA.- Apenas recuerdo nada de la infancia. Imposible reconstruir, inútil juzgar si fue feliz o triste. Se quemó muchas veces mi piel con la arena del desierto y, la primera vez que desde los árboles vi el azul del mar dibujarse tras las ocres haciendas de Sidón, me subió por los recién nacidos pechos el olor de las algas y la salmuera. Allí conocí y me entregué a la sagrada morada de Astarté, y a su servicio, un día de lluvia, grandes dolores e ignorancias, una sacerdotisa me desveló que ya era mujer fértil. Teníamos dos cabras, una mula roja, una vaca con el santo emblema sobre la testuz y varios perros... LUZBEL.- (Postrado como una esfinge.) Domini Canem... ZENOBIA.- ... Tenía doce hermanos, pero ya casi no puedo recordar sus nombres. Yo ordeñaba cabras en la casa de un rico judío, mientras que su mujer me enseñaba a leer y a trabajar en las cosas que toda jovencita debía aprender. Claro que, en la noche que aquel anciano de brillantes ojos y hedor inolvidable profanó con su poder mi cuerpo intacto, enseguida comprendí que aquello era lo único que recibiría en adelante de los hombres. Creo que apenas tenía nueve años, y ya conocía el primer enigma de la fuerza: la sabiduría. M ientras pude, saqué provecho de aquel "idilio", obteniendo substanciosos regalos a cambio de retozar con él a escondidas de su esposa. (LUZBEL asiente y se lame, infantil.) El viejo se encaprichó conmigo. Al principio era sólo un juego, más tarde se convirtió en una disciplina de supervivencia. M is hermanos y yo empezamos a vestir entonces con el más blanco lino, y dejó de faltar en nuestra casa la leche tibia, el trigo y las especias variadas que, a menudo, traían al puerto los hombres rubios del otro lado del mar. Obligué a mis hermanas a hacer lo mismo con algunos ricos comerciantes de los alrededores hasta que llegó el momento en que, después de morir aquella a la que llamábamos madre, asumí su papel de dueña de las cabras, de la vaca y del resto de las fieras, así como de las pocas monedas y joyas que dejó la muerta. ¡Inmensa dote! Hasta de la miseria he sido reina. Años después, atraída un día por los gritos de las demás sirvientas, vi entrar en la casa de mis amos varios soldados romanos. Entre ellos había uno muy hermoso al que yo trataba y había empezado a amar en silencio desde hacía ya algún tiempo sin que nadie lo supiese. Vi sus manos viriles, tantas veces lamidas en secreto, cubiertas de sangre, y su coraza, dorada y bruñida con delirantes relieves, también empapada con las hieles de aquel matrimonio que había caído en des gracia y del que ya 1 1 sólo quedaba un par de cuerpos inertes sobre el suelo. Observé desde un escondrijo que sólo yo conocía como sesgaron sus gargantas y no hice nada para socorrerles. Una vez sola, entré en el almacén, robé todo lo que mis manos abarcaron y salí corriendo sin parar, sin mirar nunca hacia atrás. Creo que, cuando me detuve, yo ya estaba sentada en el trono de Palmira. Y si recuerdo ahora todo aquello, creo que no es en memoria de aquella pareja de ancianos tan brutalmente ejecutada, si no por que nunca he conseguido olvidar el rostro de aquel centurión romano al que tanto amé y al que nunca juzgué por la crueldad de sus actos. De hecho, su cara es lo único que recuerdo ya de esa horrible noche. ¿Cómo iba a saber entonces que volvería a verle con el tiempo y que aquel mismo soldado acabaría convirtiéndose años más tarde en el engreído césar que ahora nos gobierna? La vida está llena de crueles paradojas, hermano, y tú lo sabes mejor que nadie, así que no me preguntes si conozco o no el misterio del poder. LUZBEL.- (Adorándola.) Te equivocas. Yo estaba allí, y te vi, y te amaba igual o más de lo que tu me amabas. ZENOBIA.- No juegues más con mis tristezas, Satanás, y déjame para mí sola la caída. LUZBEL.- Todo estaba escrito, aun antes de que cuidaras mis rebaños en aquel tibio establo de Sidón. Yo fui el anciano que te despojó de tu inmaculado ensueño. Yo era y soy también aquel romano que idolatrabas de manera tan imposible y al que tanto habrías de aborrecer después. (Mostrándoselas.) Eran estas las manos que lamiste, la misma faz ensangrentada, ¿no la reconoces? Yo era también la esposa que te enseñaba a bordar y a la que tan mal serviste luego con tu engaño. Yo era tu madre, tu hermano, tu hermana, tu perro sin señor y la cabra que ordeñabas con aquellos dedos lascivos e inocentes. Yo era tu sangre resbalada entre tus piernas y la propia Astarté a la que suplicabas desde niña: "¡Dame todo el poder! ¡Dame el poder!" Yo ya no soy otro más que tú misma. Y eso lo has sabido siempre. ZENOBIA.- ¿Realmente eres tan débil, Prometeo? Dime entonces con lentitud, amado amigo, si estamos hechos de la misma esencia ¿qué es más infinito, el amor o el deseo? LUZBEL.- ¿Por qué preguntas si conoces la respuesta? 1 2 ZENOBIA.- Por que me gusta tu voz, tu mueca de león herido. En el aroma de tu aliento está la esperanza, la llegada de la muerte. Cuéntame, Luzbel. Repíteme hasta el final la historia de mi ocaso y mi grandeza. (El símbolo de LUZBEL cobra vida. S e ilumina la cúpula del Averno, y el ÁNGEL Caído, por fin, se expresa en toda su belleza.) LUZBEL.- Está escrito, Zenobia. Una gran señal apareció en el cielo: una M ujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores y el tormento del parto. Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón Rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas, siete diademas. El Dragón se detuvo ante la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo pariese. La M ujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada mil doscientos sesenta días. (Aparece el ÁNGEL, jamás precipitado, e iniciará la lucha con LUZBEL.) ÁNGEL.- Entonces se entabló una batalla en el cielo: M iguel y sus Ángel es combatieron con el Dragón. LUZBEL.- (Elevándose a su altura.) También el Dragón y sus Ángel es combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. ÁNGEL.- Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la Tierra, y sus Ángel es fueron arrojados con él. LUZBEL.- Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos. Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y el mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo. 1 3 (ZENOBIA contempla y sufre un combate que no es más que una proyección de su lucha interior. En él, el arrepentimiento y la soberbia se confunden, como jamás se distinguieron el Bien del Mal y el ÁNGEL perdido en los abismos del que permaneció.) ÁNGEL.- Cuando el Dragón vio que había sido arrojado a la Tierra, persiguió a la M ujer que había dado a luz al Hijo varón. Pero se le dieron a la M ujer las dos alas del águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde tiene que ser alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo. LUZBEL.- Entonces el Dragón vomitó de sus fauces como un río de agua, detrás de la M ujer, para arrastrarla con su corriente. ÁNGEL.- Pero la tierra vino en auxilio de la M ujer: abrió la tierra su boca y tragó el río vomitado de las fauces del Dragón. (Los DOS ÁNGELES se besan. Quedan desesperadamente abrazados durante un instante de eternidad. Al separarse, llenos de dolor, aún hablarán como cuando eran Uno sólo- con su única voz.) ÁNGEL Y LUZBEL.- Entonces, despechado contra la M ujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús. (Ambos ÁNGEL es caen al suelo, ausentes de divinidad y partidos por el desamor. Lágrimas. Avergonzado, el ÁNGEL M IGUEL le rechaza y huye. LUZBEL, desconcertado y otra vez abandonado, permanece inmóvil en el fondo. Cambia la iluminación y el tiempo. ZENOBIA en pie. Entra alterado ZABDA, jefe de las tropas de Palmira, que se arrodilla ante la reina.) ZABDA.- (Desde el pretérito.) ¡M i reina! Antioquía ha caído. Nuestros arqueros retroceden y las legiones romanas han cruzado ya el Orontes, enfilando sus estandartes contra las murallas de Palmira. Uníos a vuestros hijos y huid. Los mejores arqueros de la Sagitaria os escoltarán. ¡Huid, reina Zenobia! ZENOBIA.- (Inquiriendo a LUZBEL.) ¿Acaso tengo que morir huyendo? 1 4 LUZBEL.- (S eductor.) Recuerda que tú y yo somos, tan sólo, uno de los nuestros. (Crecen los ruidos de la batalla.) M ira por última vez tu sueño. ¿Recuerdas, amor mío? (Le desprende milagrosamente de las cadenas y la ayuda a caminar.) Templa tu espíritu de tiranía y orgullo. ¿Ya no recuerdas la derrota? ZENOBIA.- (Siente miedo, se arroja a los pies de LUZBEL.) ¡Oh, Baal Zebub! ¿Por qué lo permitiste? ¿Por qué tuvo que ocurrir? ¿Por qué Palmira? Por piedad, hermano... ¡Yo seré eterna para ti! No me abandones tú también. Por favor, por favor... LUZBEL.- Yo sólo beberé tu sangre el día en que me ames de verdad. ZENOBIA.- Pero... ¡Yo te amo! LUZBEL.- Entonces tus recuerdos han de ser los míos y los míos tuyos. ¿Ya no te acuerdas cuando Dios nos expulsó del Paraíso? M ira, ¿no es Palmira la que arde? Adiós, Zenobia. Nos veremos de nuevo en los reflejos del Éufrates. ZENOBIA.- ¡M aldito seas, falsa luz de los moribundos! LUZBEL.- M aldito soy, pero te amo. (Desaparece. Los gritos del combate cada vez son más violentos.) (Vuelve la luz a ZABDA, que no ha cambiado de posición. Ahora se nos mostrará más inquieto y asustado.) ZABDA.- ¡No hay tiempo ya, mi reina! El emperador Aureliano está en las puertas de Emesa. ¡Apresuráos y regresad cuanto antes a Palmira! (El recuerdo se queda nuevamente inmóvil.) ZENOBIA.- ¿Y quién tiene prisa por morir? Haya Dios o no lo haya, si Samael me abandona no supondrá ninguna diferencia. Al menos no tendré su poder en contra mía. (Cambia rápidamente de expresión.) ¡Oh, Luzbel! ¿Seré capaz? ¡Vuelve! ¡No quiero morir sola! (Nuevamente con fuerzas.) Hoy seré mujer implacable y madre instintiva de mi reino, por el dolor de tan fecundo parto moriré. Seré hombre, monarca y guerrero, digno de la estirpe de David. 1 5 Por la gloria de mi esposo y en su nombre, hoy moriré y resucitaré. Para Roma, para Aureliano y para todos los imperios que amenacen mi casta, no solamente un dragón, sino la mismísima Bestia seré. (Transición.) ¡Venga mi escudo y mi espada! ¡A mí la más hermosa caballería acorazada de la historia! Remontad las murallas y arrojad el oro que nos sobra, para que los sedientos aplaquen su avariciosa sed. Que canten vuestras trompas, aunque se desplome nuevamente Jericó. ¡Que se oiga nuestro grito de guerra en Babilonia, en Damasco, en Alejandría, en Ctesifonte e incluso en la Subura! ¿Dónde están mi séquito, mis amigos y mi familia? Que se adornen los templos, para que no vea Baal en nuestro triunfo la arrogancia. ¡Oh, mi adorada Palmira! Ciudad entre las ciudades. Utopía y recuerdo de mi felicidad, mi poder y mi amor. Hoy tus pórticos y ágoras lloran de júbilo la vida y la muerte que con la sangre de tus hijos se escribirá. Reuníos conmigo en este día de gloria y crucifixión. Potencias del subsuelo, Ángel.-es y arcángel-es, profetas y ninfas del sagrado cielo. ¡Alzo mi espada por los indeseables, los malvados y por toda la escoria de la Tierra! (Llora.) ¡Luz de mi vida y del Seol, mi amante Hijo de la Aurora, querubín resplandeciente, mírame! Yo, Septimia Zenobia, reina de Palmira, Augusta y Señora de Siria, M esopotamia, Egipto, el Bósforo y la Calcedonia, os invito a caer conmigo y os invoco... ZENOBIA. y LUZBEL.- ... porque subiré por encima de las nubes y las estrellas, e instalaré mi trono en Safón, el monte de la Asamblea, y así seré igual a Dios... (LUZBEL desaparece y ZENOBIA queda exhausta al borde de la sima infinita. Nueva luz a ZABDA.) ZABDA.- (Jadea.) ¡M i reina y señora! No podemos resistir más. Son más de treinta días y treinta noches sitiados. El agua se acaba y el cólera se ha cebado con la muchedumbre. Palmira agoniza, augusta. Decid a vuestro hijo que os acompañe y poned rumbo a Persia. ZENOBIA.- ¿Huir? (Ríe.) ¡Jamás, mi fiel Zabda! Ya no tengo otro destino más que éste. No abandonaremos Palmira. Aquí resistiremos un tiempo y tiempos y medio tiempo. (Pausa.) ¿Cuántos hombres nos quedan? ZABDA.- Que puedan luchar y todavía fieles, apenas unos setecientos. 1 6 ZENOBIA.- He sido una mujer deseada y amante a la vez de varios hombres. He amado, pero me han amado más a mí. He hecho daño a muchos corazones atrevidos. Siete, setecientos, siete mil... ¡Qué importa ya! Ahora voy a morir sola. Y también se ha desgastado mi piel por los sufrimientos que nos produce Amor, ese poderoso Dios que nació en el cuerno africano. Cada arruga, cada cana de mi cuerpo, lleva el nombre de un ausencia diferente, de un amado distinto, de un recuerdo imborrable, del sabor de unos labios que ahora son de tierra... ¿Oyes como llueve, Zabda? ZABDA.- ¿Llover, mi reina? Hace ya tantos meses que no llueve... ZENOBIA.- Son gotas de lágrimas saladas que se unen rubricando cárcavas en mis mejillas, arroyos en mis piernas y en mis sábanas. Gotas que afluyen a un gran río, a un río que muere en un mar lejano sin formar delta ni alterar las ondas de la orilla. Nunca ha dejado de llover sobre Palmira... (Transición. ZABDA escucha perplejo.) ¿Sólo setecientos hombres, guerrero? ZABDA.- Sí, mi reina. ZENOBIA.- (Muy dispuesta. S e gira y grita.) ¡Longino! (El recuerdo de LONGINO atraviesa el tiempo y se presenta ante ZENOBIA.) LONGI NO.- Aquí estoy, Zenobia. Siempre junto a ti. ZENOBIA.- Siempre, Longino. Siempre. Por eso es necesario que se funda todo el oro que haya para forjar aleaciones y armas nuevas. Es mi deseo inalterable que no quede un sólo hombre, mujer, anciano o niño que no tenga al menos una daga con la que defenderse y morir matando. Levantad a los heridos y atenderlos en el palacio, tened preferencia por los que se puedan sanar y luchar. Quemad los cadáveres de los caídos para que no infecten las calles. Que se abran los graneros reales y se repartan alimentos entre la población. Longino, si en algún momento las tropas romanas entran en la ciudad, en ti confío para que destruyas todos los bienes artísticos de Palmira. Quema las bibliotecas, el museo, y derriba todas las esculturas... 1 7 LONGI NO.- Pero... ¿Las estatuas? ZENOBIA.- Sí, Longino. Hasta las estatuas y los frescos. Si he de ser Bestia, es justo que sea la peor de todas. De Palmira no se llevarán más que añicos, cenizas y cadáveres. LONGI NO.- (S obrepasado por el dolor.) Así se hará. ZENOBIA.- (A ZABDA.) ¿Dónde está mi hijo? ZABDA.- El príncipe Vaballat está en el frente norte, luchando como el más valeroso de los hombres. ZENOBIA.- Es digno hijo... para el padre. ZABDA.- Pero también tiene vuestro orgullo y coraje. ZENOBIA.- Sí, y por eso no quiero perderlo. Hazlo venir inmediatamente. Su sonrisa, evocadora de días felices, es el único tesoro que quiero conservar. ZABDA.- Todo se hará como dices, y que sea Baal quien nos ilumine y nos hable a través de ti. ¿Deseas algo más, reina? ZENOBIA.- No. M árchate Zabda. y cumple mis órdenes. No vuelvas más que para comunicarme el triunfo. ZABDA.- (S e vuelve un instante antes de desaparecer.) Y si no es así, ¿tengo tu permiso para quitarme la vida? (ZENOBIA le da la espalda para que su lugarteniente no la vea llorar. Le indica que se marche con un movimiento de brazos. ZABDA se marcha. ZENOBIA le sigue con una mirada llena de desamparo y rabia.) ZENOBIA.- (S usurra.) ¡Ve, Zabda! Vuelve con los muertos y búscame entre ellos, pues tú has de ser mi brazo y la luz que ha de guiarme en las tinieblas. (Corre, como una niña, a los brazos de LONGINO.) ¡Longino! ¡Qué lejos quedan ahora esos días en que me enseñabas a recitar a los maestros en un griego incomprensible! 1 8 LONGI NO.- M ás lejos has llegado tú, pupila aventajada. Tú brillarás en el panteón de mis dioses y de los tuyos como la estrella más fulgente. Llegué de la distante Grecia para enseñarte y te vi levantar una nueva Atenas en el desierto, como la más digna sucesora de Alejandro. ¡Qué gran honor ha sido para mí modular tu acento asiático! ZENOBIA.- Casio Longino, ésta no es tu guerra, ni en esta tierra están tu familia y tus ancestros. Puedes, si lo deseas, marcharte. Llegaste como invitado y, como amiga, te suplico que no arriesgues la vida por una causa que te es extraña... LONGI NO.- No sigas, mi reina, o tendré, después de tantos años, que volver a regañarte. Cierto es que vine como invitado y que en otras tierras dejé a mis seres queridos y a mis héroes. Dame la oportunidad de vivir o morir por ti, y por ésta, tu ciudad y tu sueño, que tanto amo. ZENOBIA.- ¿No podría convencerte? LONGI NO.- Obviamente no. ZENOBIA.- Tú sí que me honras. (LONGINO desaparece también. Al quedar ZENOBIA sola, el ÁNGEL y LUZBEL vuelven a manifestarse como gotas hermanas de lluvia de un mismo llanto. Ambos, delicadamente, vuelven a encadenar a ZENOBIA.) El Ángel de la M uerte habita ya en Palmira, pero no quiere llevarme a ver el sol aferrada entre sus alas. ¿Habéis venido, quizás, a sacrificarme? Pues bien, aquí estoy, más indefensa que nunca. ¿Cuál de los dos ha de ser el verdugo? (Silencio. Los ÁNGELES se apartan.) ¿Por qué entonces este castigo? ¿Por qué la muerte y el dolor? ¿Para qué tanto sufrimiento? ¿Para qué? M e llenáis de cadenas, pero a mí la vida me ofreció antes la felicidad. ¿Cómo renunciar a ella? ¿Habéis tenido miedo alguna vez? Yo lo he tenido siempre, desde niña, desde que aprendí que había una ley de hombres para los hombres y otra ley de hombres para las mujeres, desde que tuve que heredar las culpas de pecados que yo ni siquiera había cometido. M iedo de mujer, miedo humano a la mediocridad de las gentes, miedo a las marcas de mi nacimiento, a mi sexo, a mi mente y a la vulnerabilidad de mi corazón. M iedo a ser ignorada y, por lo tanto, un miedo incomprensible a revelarme a mí misma las oscuras verdades y motivos que me hicieron así. He sido falsa, cruel y egoísta, como también eran a veces verdaderos mis llantos, mi amor y mis lagunas de 1 9 inocencia. Pero el mayor miedo ha sido a la soledad, a ese vacío que me hacía sentir, aunque estuviera siempre rodeada de afecto, sola y anhelante del único ser que me faltaba. ¿Quién de vosotros dos es? (A LUZBEL.) ¿Tú? Por miedo he arrojado mi alma a un ser que no sé muy bien qué es, a un ideal que me confunde y derrota constantemente, para caer más tarde en la cuenta de sus besos de paz y serenidad... LUZBEL.- (Luminoso.) ¡Yo no adoraré a ningún ser inferior! Cuando Adán fue hecho, yo ya estaba perfeccionado. ¡Que él me adore a mí más bien! (ZENOBIA, poseída, pierde por momentos, mientras cantan los ÁNGELES, toda lógica y voluntad.) ÁNGEL.- ¡Cuidado con la ira de Dios! ZENOBIA.- (Con la voz de LUZBEL.) Si Él se muestra irritado, yo pondré un trono sobre las estrellas y me proclamaré el supremo. (S e desploma, muy cansada, para incorporarse lentamente y dirigirse al ÁNGEL. Ya con su voz.) ¿O quizás tú? (En el firmamento truena la garganta vociferante de Dios.) Por miedo también me alejé de ti, por la inercia de mi egoísmo le dije adiós al ser más conocido, pero menos intuido por mi naturaleza. Ya... ya no sé quién soy realmente. ¿Quién lo duda? Al principio venció la luz y a ella se adaptó la vida. ¡Príncipe de las Tinieblas! ¿Dónde está tu reino? ¿Podré reinar yo en él? ¿Es una alternativa? Y si es así, ¿es mejor, igual o peor? Querido Bel, querido velador de mi conciencia. Ya no estoy segura de ser el veneno de Dios. Soy mujer humana, hija de hembra y de varón, y mi ambigüedad hebrea no puede permanecer siempre rozando el mal y acariciando el bien. ¿Cómo puedo distinguir nada si tengo miedo hasta de vivir? ¡Ay! M adre noche, ¿eres real? ¿No veis que tengo miedo a estrellarme, tal como Tifón, en vez de construir mi reino sobre tu tumba del norte, en la cima del monte Safón? (El ÁNGEL tira de las cadenas y arrodilla a ZENOBIA. Con un gesto inmoviliza a LUZBEL, que muerde el polvo.) ÁNGEL.- (En toda su luz y poder.) ¡Arrepiéntete, reina Zenobia! Se te acusa de luchar contra los intereses de Roma, incitando a la revuelta y al separatismo de los sirios y griegos de Egipto. Se te acusa de comerciar con los persas, violando la prohibición existente. Se te acusa de 2 0 adoptar títulos y honores que nunca te pertenecieron para engrandecerte de riquezas en contra de tu propio pueblo y del peculio imperial. Se te acusa de celebrar orgías y de ejercer la prostitución, humillando todos los nobles valores de nuestra civilización. Se te acusa de practicar rituales criminales y del sacrificio sistemático de niños a divinidades y cultos profanos. Se te acusa, también, de hurto y de impago de impuestos, siempre para satisfacer tus ambiciones personales, en detrimento de los intereses del Imperio. ZENOBIA.- Desconozco la mayoría de las culpas que me impugnas, al menos no las reconozco dichas con tus palabras. Sí, luché contra Roma, pero sólo porque Roma no podía velar ni proteger los intereses del pueblo sirio. ¿Cómo se puede confiar en una metrópoli decadente y corrupta, que se amuralla porque ni ella misma puede defenderse de los ataques de unas simples tribus bárbaras? ¿Creéis que inspira confianza un Imperio que constantemente envía barcos con efigies de emperadores distintos? No, angelical figura, no se aprende nada bueno de una monarquía lejana y explotadora, salvo a sobrevivir y a protegerse ciegamente. ¿Cómo voy a arrepentirme? Quedaos en vuestro Lacio, con vuestros dioses y recuerdos, y dejad a las gentes vivir según sus leyes y en paz. ÁNGEL.- Se te acusa de dar muerte a tu esposo Septimio Odenato, y a su hijo primogénito, por no secundar tus ideas de rebelión contra Roma. ZENOBIA.- (Ríe.) ¿Y de qué más? ¡Hipócritas! (Impotente.) ¿Pero por qué me culpas de algo que no hice? Odenato y Herodes fueron asesinados por M aonio, y M aonio cobraba con moneda romana, bien lo sabes, por eso yo le pagué su traición con moneda aramea. ¡Yo amaba a Odenato y nada valía más que su vida, ni Palmira, ni Roma, ni siquiera el mundo entero! De todos modos, con o sin él mi destino estaba llamado a cumplirse. Tras su muerte, no guardé el debido luto, es verdad. Tuve que tragarme las lágrimas para levantar a una nación que lloraba todavía al hermoso guerrero muerto. Había muchas cosas que hacer, la más inminente era castigar a Roma por su traición. ÁNGEL.- ¿Tú acusas de traición? Te recuerdo que fuiste tú quien rompió el pacto contraído entre tu esposo y Roma. Tus tropas continuaron la invasión de Egipto, y no te detuviste hasta asesinar a su gobernador, Tenagino Probo. 2 1 ZENOBIA.- Yo acuso porque vosotros habéis maltratado a mi pueblo desde hace cientos de años, arrasándolo en ocasiones sin piedad. Que permanezca inscrito en la Historia que fue la ciudad de Alejandría, tantas veces ultrajada por vuestros delirios de poder, la que vino a mí buscando auxilio y protección. ¿También soy culpable de las insurrecciones en Hispania, en la Galia o más allá de las Lindes del Danubio? ¿No os da vergüenza? Vuestro Imperio se pudre; se extingue vuestro sueño de vida, alado amigo, y mi condena no os salvará. Efectivamente, soy culpable de ser amada por mi pueblo, soy culpable por querer ser libre y soy culpable de querer mirar al futuro y prosperar. Pero sé que no es por eso por lo que me vais a castigar, ¿verdad? (Entra un LEGADO, que entrega un pergamino al ÁNGEL.) ÁNGEL.- Acepta entonces tu penitencia. El Prefecto M arcelino, en representación del emperador Lucio Domicio Aureliano, te hace saber que el César, de reconocido benévolo espíritu y siempre justo con los que en su día fueron fieles, ha decidido perdonar tu vida y la de tus hijos, condenándote a pasar el resto de tus días recluida en Roma. Asimismo, te comunica la inmediata ejecución del filósofo Casio Longino, tu consejero político, y la de tu lugarteniente Zabda. Una guarnición de seiscientos hombres permanecerá en Palmira para la posteridad, como emblema del poder eterno de Roma. Septimia Zenobia, desde este mismo instante dejarás de ostentar el rango de reina, no conservarás propiedades o bienes ni gozarás ya de poder. Partirás de inmediato hacia Roma, y te estará absolutamente prohibido - a ti o a cualquiera de tus descendientes- volver a pisar tu tierra. Tus fieles yacerán en la esclavitud, tu nombre y tu causa, en el olvido y el ayer. ZENOBIA.- (Vacía.) Yo no he pertenecido nunca a nadie, ni siquiera a la tierra. (Largo silencio. LUZBEL repta entre el mar de cadenas. El ÁNGEL desaparece. ZENOBIA queda inmóvil, fija la mirada en el infinito error humano. LUZBEL, posado a sus pies, busca el mismo punto de referencia.) LUZBEL.- Y Dios, observando las ambiciones de Lucifer, lo arrojó del Edén a la Tierra, y de la Tierra al Seol. Lucifer brilló como el relámpago al caer, pero quedó 2 2 reducido a cenizas; y ahora su espíritu revolotea a ciegas sin cesar por la oscuridad profunda del abismo sin fondo. (LUZBEL se transforma en fuego tras la caída. Lentamente, vuelven las tinieblas, mientras se retiran como serpientes- las cadenas y van desvelando bajo sus huellas el perfil arenoso del desierto. Un único y azulado haz luminoso dora el rostro de ZENOBIA. Al sobrevenir la noche definitiva, sólo se oye el rumor del agua, el chasquido de la hoguera que dejó tras de sí el demonio y las Bestias que rumian ignorantes la paz. Las sombras de las llamas dan un aspecto maternal a ZENOBIA. De la oscuridad emerge VABALLAT.) VABALLAT.- (Primero como un susurrado recuerdo, luego con la ternura de la juventud.) M adre. ¡M adre! ¡M adre! ZENOBIA.- (Aún hermosa.) ¡Vaballat! (Se abrazan y se acomodan frente al fuego.) VABALLAT.- No es prudente detenernos, madre. ZABDA.- no podrá contener a los romanos mucho tiempo... ZENOBIA.- Zabda no permitirá que nos alcancen, hijo mío. Los camellos tienen que descansar, y también nosotros. Pasaremos la noche aquí, junto al Éufrates, y partiremos al amanecer. VABALLAT.- ¿Pero aquí?... Las grandes hogueras que has ordenado encender parecen más bien señales para que el enemigo nos descubra y no focos para dar calor. ¿Es que esperas a alguien? ¿Quizás refuerzos? (Pausa.) Crucemos al menos el río... ZENOBIA.- No. (Mira hacia el cielo.) ¿Ves las estrellas que caen? Son Ángeles que se precipitan sobre la Tierra. Esta noche todo el desierto está iluminado por el fuego de sus impactos, por la luz de nuestra Palmira en llamas. Pronto todos seremos cenizas. VABALLAT.- ¡Permíteme luchar, madre! Los romanos nos siguen de cerca y no tienes por que arries gar aún más tu vida. ZENOBIA.- No subestimes el poder de Baal. (Mira hacia el fuego.) Él nos protege. (Tran quilizadora.) Ven, anda... Acércate. (Lo acaricia.) ¿Duermen tus hermanos? 2 3 VABALLAT.- Sí. Pero yo ni puedo ni quiero dormir. (Suspira, impotente.) M adre... ZENOBIA.- (Cariñosa.) ¡Lo sé! Se está formando en ti un gran hombre. Pero pase lo que pase, quiero que estés siempre junto a mí, y que mis alegrías sean las tuyas, y mis enemigos, tus enemigos. VABALLAT.- ¿Dudas de mí? ZENOBIA.- No. (Con más ahínco.) ¡Claro que no! Yo... Yo no fui una buena hija, como tampoco fui una hermana o una esposa ejemplar. Tengo miedo a encontrarme sola en el abismo y comenzar sin ningún rostro amado la caída. Nunca hasta ahora había conocido esta suerte de derrota, hijo mío, y me aterroriza su método y su sabor. (Transición.) No dudo de ti, Vaballat, simplemente es que la vida me ha enseñado a no confiar en nadie y se me han desencajado las mandíbulas a fuerza de obligarlas a gobernar con rectitud. Pero aquí estamos ahora, tú y yo, sin reinos ni protocolos, hablando como madre e hijo bajo el resplandor de los astros, oyendo respirar a las palmeras al abrigo de esta lumbre y, quizás por eso te confunda verme sonreír... ¿Sabías que es más fácil equivocarse que acertar? ¡Ah, pero quizás no debería decirte aún estas cosas! Vivimos tiempos difíciles y hay que estar siempre alerta. Es la vanidad del alma la que me mantiene inquieta. Para mí, eres todavía un niño, y aunque sé que eres fuerte, siempre temo por ti. Te queda tanto que aprender... VABALLAT.- ¿M ás ciencias? ¿M ás lenguas? ZENOBIA.- (S onríe.) No. Lo que se puede enseñar ya lo has aprendido. Todo lo que queda te lo mostrará la vida. Entonces serás grande y tu nombre coronará una constelación. VABALLAT.- ¿Como mi padre? (Largo y doloroso silencio.) ZENOBIA.Como tu padre. (Lo mira como si fuera la última vez.) ¡Vaballat! VABALLAT.- ¿Qué? 2 4 ZENOBIA.- No olvides nunca quién soy, ni el dolor que me costó parirte. Háblale a tus hijos de mí, y haz que ellos se enorgullezcan de descender de mi linaje. Eres hijo de padres poderosos, que aprendieron a sacrificar hasta lo más esencial o incluso lo impensable para sobrevivir, y sé que llevas escrito en tus venas mi mensaje. M antén, cuando yo falte, eterna mi verdad y mi memoria. Que en los siglos venideros, aún se comente la leyenda de Zenobia. (VABALLAT la mira con seriedad. Luego sonríe y abraza a su madre.) VABALLAT.- (Volviéndose antes de marcharse.) Realmente, madre. ¿Qué hacemos aquí? ZENOBIA.- Espero una señal. Aguardo solamente una muestra de compasión. Y ahora ve a dormir con tus hermanos, que ya está a punto de sorprenderles el mañana. (VABALLAT desaparece. Entra en escena LUZBEL, ataviado con pieles de diferentes animales, amuletos y, sobre su cabeza, como Heracles, la testuz de un león.) LUZBEL.- ¿Una muestra de compasión? ¿Acaso la tuvo Dios conmigo? ZENOBIA.- (Alegre. Lo busca orientándose por su olor.) ¡Estás aquí! Sabía que no faltarías a tu cita. ¡M uéstrate, Satanás! ¿Has venido a salvarme? ¿No tengo que morir? LUZBEL.- Y Dios me respondió: sólo un sol, sólo un poder, una sola gloria, y me despojó del lecho para limitarme al tormento. Ya no hubo más regalos, ni joyas, ni oro. No volví a pisar el Edén colgado de su cintura. Se acabó el amor y comenzó la ausencia. Creí que yo era su igual, pues entre nosotros no habitaba la diferencia. M e besó en el pecho y me lanzó con furia contra la ira y el oprobio de los hombres. (Llora.) Y yo no entendía..., no comprendía..., estaba solo. Destrocé mis manos golpeando su puerta y, durante un tiempo, sólo me alimenté de los desechos que del cielo caían. Yo era el preferido, pues gustaba de mis canciones, de la gracia de mis danzas y de mi sabiduría. Y me dejó aterrorizado, dueño de una roca flotante aún sin vida. Durante el paso de los tiempos, transformado ya en una Bestia salvaje, observaba caer por el cielo de las noches cientos de brillantes meteoros que se precipitaban sobre mares y desiertos. Ángeles y Arcángeles 2 5 caídos como yo. Hijos bastardos que perdieron su belleza y sus armoniosos miembros en el cataclismo de los impactos. Los primeros vencidos, tus hermanos y los míos, fueron los súbditos primogénitos de mi reino en el destierro. Y estábamos solos. No es fácil vivir en la tangencia, ¿verdad Zenobia? Tu ruta es la mía, y tu destino, el recuerdo de mi existencia maldita. Bebe, mujer, del agua turbia del Éufrates. Ámame en la tentación y en el acto de la entrega. Bebe de este canal de lágrimas que acumulé para ti desde el día de mi caída y saborearás del limo de los grandes ríos. ¿No ves? ¡Bebe! En el fondo del cauce está la eternidad, en la superficie tu reflejo y lo que estaba escrito. Tu destino y el mío unidos para siempre. (ZENOBIA se arrodilla a beber. Al contemplar su imagen reflejada, gritará. Un grito que se prolonga hasta que entran en escena unos SOLDADOS romanos agarrando preso a VABALLAT.) SOLDADO.- ¡Reina de Palmira, ríndete! ZENOBIA.- ¡Nunca! (Un soldado amenaza a VABALLAT con cortarle el cuello.) VABALLAT.- ¡M adre! ZENOBIA.- (Empuñando una espada.) ¡Nunca! LUZBEL.- (La obliga a desistir.) El padre nos ha abandonado, hermana... SOLDADO.- ¡Ya basta, Zenobia! No te resistas o tus hijos pagarán tus crímenes. (Arroja a VABALLAT al suelo, amenazándole con cortarle la cabeza.) ZENOBIA.- (Derrumbándose.) ¡Hijo mío! (Aparece el ÁNGEL que, junto a LOS SOLDADOS, tensará lentamente las cadenas.) LUZBEL.- Y vi surgir del mar una Bestia... se parecía a un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces, como fauces de león... ZENOBIA.- ¡M aldita seas Roma por siempre! ¡M aldita seas tú y todas las naciones que osen ennoblecer tu nombre! 2 6 LUZBEL.- ... Entonces la tierra entera siguió maravillada a la Bestia, y se postraron ante ella diciendo... LUZBEL y ZENOBIA.- ¿Quién como la Bestia? ¿Y quién puede luchar contra ella? LUZBEL.- ... Y ella abrió su boca para blasfemar contra Dios: para blasfemar de su nombre y de su morada y de los que moran en el cielo... (LOS SOLDADOS se llevan arrastrando a VABALLAT.) VABALLAT.- (Grita.) ¡M adre! ¡M adre! (ZENOBIA lo busca desesperada.) LUZBEL.- Se le concedió hacer la guerra a los santos y vencerlos: se le concedió poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación. Y la adorarán todos los habitantes de la tierra... El que tenga oídos, oiga... ÁNGEL.- (Acariciando con la espada el cuello de ZENOBIA.) El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a espada ha de morir. LUZBEL.- (Abraza por la espalda a su hermano alado.) Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos. ZENOBIA.- (Enloquecida. Confusa.) Pero, ¿quién es quién? ¿Quién es la Bestia y quién el Dios? ¡Oh, yo reniego de ambos! Reniego de Roma y de Palmira. (S e arranca el vestido.) ¡Reniego de ser madre y mujer! ¡Oh, ausencia!, ¿por qué este inevitable dolor? (S e golpea, arañándose el vientre y el pecho.) ¿Por qué no puedo morir si hasta he renegado de la vida? (Grita. Luego se desmaya.) ¡Vaballat! (Entra nuevamente VABALLAT en escena, vestido como un SOLDADO contemporáneo o del incógnito futuro. Redoble marcial de tambores. LUZBEL desaparece.) VABALLAT.- ¡M adre! (El joven va hacia ella y la acaricia con dulzura. Un grupo de SOLDADOS contemporáneos van apareciendo sucesivamente en escena, instalando con rapidez lo que 2 7 podría ser un puesto militar en plena batalla de este milenio o de venideros: banderas, mapas, retratos, muebles... VABALLAT sienta a su madre en una silla y la desencadena, mientras ésta recobra lentamente el sentido aunque permanezca como ausente. El resto de los personajes adoptan una actividad normal para la situación, mientras, a lo lejos, estallan todas las bombas del Mundo.) ÁNGEL.- (Cariñoso con el príncipe, habla dulcemente a la delirante reina, mientras le inyecta algo en el brazo.) Conozco tu conducta: tus fatigas y tu paciencia; y que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste su engaño. Tienes paciencia: y has sufrido por mi nombre sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. (Un hombre -¿UN GENERAL?- entra directamente y con rapidez en dirección hacia la singular "piedad". Es el mismo actor que interpretó a ZABDA.) Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. UN GENERAL.- (Al ÁNGEL, señalando a VABALLAT.) ¿Es ese? (El ÁNGEL asiente, besa al joven y se lo ofrece al alto mando. El GENERAL saca de su funda una pistola y dispara sobre la cabeza del príncipe, matándolo en el acto. A su señal, un par de soldados retiran el cadáver. El ÁNGEL se aleja, inexpresivo, hacia su lugar privilegiado.) Como ves, la vida no vale tanto como para renegar de ella. (ZENOBIA balbucea, casi ahogada.) ¿Qué? ¿Estabas diciendo algo? (UNA MUJER M ILITAR también se acerca al GENERAL.) Parece que, por fin, tiene ganas de hablar... ¿Decías?... ¿Acaso quieres más cadenas, más sufrimiento, más dolor? ¿Por qué no acabamos de una vez? No tiene ningún sentido, ¿sabes? Ahí fuera, en las calles celebran tu derrota y nuestra victoria, ¿no los oyes? Hablan tu lengua. Son los mismos que te adoraban y, ya ves, se olvidaron de ti. ¿A quién quieres defender entonces? ZENOBIA.- Recuerdo.... ya, solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días, en el perfil del Universo... (La M UJER M ILITAR la golpea.) UN GENERAL.- Te conocemos, Zenobia. Sabemos de tus engaños, de tus malas artes de hechicera y de las 2 8 supersticiones de tu pueblo, pero se cansará antes tu cuerpo que la mano del verdugo, porque detrás de éste vendrá otro, y otro, y otro..., y, a pesar de todo, no seremos nosotros quienes pasemos a la historia por nuestra crueldad, sino tú, por tu locura, por tus vilezas y, sobre todo, por que no tienes la razón. (Silencio.) Pero, claro, ya veo que ni quieres entenderlo ni estás dispuesta a facilitarnos las cosas, ¿verdad? Bien. (A su señal, la M UJER M ILITAR vuelve a golpearla. EL GENERAL intenta calmarse.) Por lo que a mí respecta, si lo prefieres podemos seguir así mil doscientos sesenta días más. O también podemos parar este martirio que no nos conduce a nada. De ti depende. Ya te he dicho que lo único que quiero saber es la intención de tu ejército. Dime, ¿es cierto que se está organizando para un nuevo atentado? Basta con que me describas su fuerza real, sus estrategias, vuestros acuerdos secretos y te aseguro que... ZENOBIA.- (Exhausta.) Recuerdo, ya solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté todos los días en el perfil del universo... UN GENERAL.- (A la soldado.) ¿Pero qué demonios dice? UNA MUJER MILI TAR.- Lo mismo, señor. Dice nombres de dioses fenicios. Ya no sé qué inyectarle. UN GENERAL.- (Visiblemente furioso. Zarandea a ZENOBIA.) ¡M aldita sea! Pues te juro que te pienso llevar a ese desfile aunque sea empalada, ¿te enteras? (La arroja contra la silla.) ZENOBIA.- ... ¿Zab...?... ¡ZABDA.-! (Observa al General, arrojándose a sus pies.) ¡No has muerto, ZABDA.-!... entonces... ¡Palmira ha vencido! ¡Palmira vive! ¡Oh, ZABDA.-, ven junto a mí! ¡ZABDA.-! (El GENERAL y la M UJER M ILITAR se miran y ríen.) UNA MUJER MILI TAR.- Le confunde con alguien, señor. UN GENERAL.- Compruebe esos nombres. Pueden sernos útiles. UNA MUJER MILITAR.- (Mostrándole un mapa al GENERAL.) Con su permiso, señor... No estoy segura, 2 9 pero creo... creo que se refiere a unas ruinas antiguas que existen en las proximidades de Tadmor. Aquí, ¿ve? Palmira. (Busca un significado.) Quizás... Justo cerca de esas ruinas pasa el oleoducto... UN GENERAL. - ¿Y qué? (A ZENOBIA.) ¿Qué nos quieres decir con eso? ¿El nombre de alguna operación secreta? (S ilencio.) ¡Contesta, rata! (La golpea.) UNA MUJER MILI TAR.- Es inútil, señor. (Le toma el pulso a la prisionera.) La droga ha debido afectarle al cerebro. Sería conveniente dejarla y seguir más tarde con el interrogatorio. UN GENERAL.- No podemos esperar. El presidente la quiere en su desfile y debemos prepararla. (Observa a ZENOBIA, inexpresiva.) Cumpla su trabajo con más eficacia, soldado. Quiero prisioneros que puedan hablar, y no un guiñapo drogado. Envíe mensajes urgentes. Que localicen todos los contingentes enemigos que aún resisten en el área del oleoducto. Hemos vencido, pero no quiero ningún problema, ¿me oye? (La M UJER M ILITAR se cuadra y se marcha, integrándose en la dinámica de los demás soldados. EL GENERAL se acerca a ZENOBIA y le habla al oído.) ¡He aquí a la que se proclamó emperatriz invencible de Oriente! ¿No decían de ti que eras la más sabia entre los sabios? ¿Por qué no haces un número de magia y te salvas a ti misma? Ya estás sola, Zenobia. Reconsidera tu vida, tus errores y goza al fin de esa soledad que tanto aprecias. (ZENOBIA reacciona.) ¡Ah, qué poca luz queda ya en tus ojos! Busca... sigue buscando esa luz que dices de Astarté, en el perfil del universo... ¡Vamos! ¡Búscala! A ver qué es lo que encuentras... ZENOBIA.- (Intentando tocar al GENERAL.) ¡Zabda! ¡M i fiel Zabadás! ¿Está contigo Vaballat? ¿Por qué no me contestas? ¡Zabda! ¡Zabda! (El GENERAL la golpea con tanta fuerza que ZENOBIA cae desmayada al suelo.) UN GENERAL.- ¡M aldita sea! ¡Lleváosla de aquí! (Unos S oldados obedecen la orden. Entra LUZBEL, vestido también como un soldado más. Porta alto estandartes y trae palabras que podrían cambiarse en cualquier momento. La situación podría ser la misma en cualquier época, en una nación cualquiera, siempre que ésta la habiten los hombres.) 3 0 LUZBEL.- ¡Vae Victis! Leges a victoribus dicuntur. Aqua conclusa facile corrumpitur... ÁNGEL.- (Desde las alturas.) Revestíos de las armas de Dios para poder resistir las asechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del M al que están en las alturas. LUZBEL.- ¿Quid agam, iudices? UN GENERAL.- ¡Presten atención! El desfile triunfal ha dado ya comienzo. Señoras, Señores... ¡La guerra ha terminado! ¡Viva el Imperio! ¡Gloria al emperador! TODOS.- ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria! (LOS SOLDADOS estallan en gritos de alegría, mientras van recogiendo aparatos y marchándose, entre felicitaciones. Algunos se quedan un poco más. De la más dolorosa e histórica memoria surge el desfile triunfal del emperador, que atraviesa las calles de Roma. Esclavos atados, animales, porteadores con los tesoros de Palmira, etc... En el fondo, los soldados contemporáneos continúan actuando. Aparece, como parte del botín conquistado, la reina ZENOBIA, ataviada como una grotesca emperatriz. Está encadenada junto con sus hijos a unos SOLDADOS ROM ANOS que arrastran de ella y apartan a la muchedumbre. ZENOBIA caerá al suelo tres veces. La metáfora de la Pasión toma forma. La MUCHEDUMBRE persigue al desfile. Ambientes jubiloso de triunfo. Música. Se arrojan algunos objetos. El largo calvario atraviesa el escenario. En un lateral permanece LUZBEL que comenzará a alzar los brazos en cruz y a elevarse. De sus manos y pies mana sangre, así como de su cabeza y costado. En un momento determinado LUZBEL entona con voz desgarradora un cántico triste, evocador del desierto: señal de luto de un hogar cualquiera del Creciente Fértil.) VOZ DE LA MUCHEDUMBRE.- (Una sóla voz o varias, pero los actores tendrán movimientos y actitudes diferentes.) ¿Y ese andrajo era una reina? ¿Te gusta Roma, nueva Cleopatra? ¡Traidora! ¡Asesina! ¡Ave, Zenobia! ¡Ave, Vaballat, emperador de nadie! 3 1 (Una voz única, familiar.) ¿Qué ha sido del pueblo de Roma? Estáis sedientos de sangre. ¿Es Roma una madre o una tirana? (Gritos y risas.) ¡M iradla! ¡Ahí va la reina que quiso escapar montada en un camello! ¡Endemoniada! ¡Gloria al emperador Aureliano, restaurador del M undo! (Todos.) ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Vieja puta del desierto! ¡La vergüenza está contigo, patética reina! ¡Así pagan los traidores su osadía! ¡Tétrico y Zenobia ya no existen! ¡Salve, Aureliano! (Todos.) ¡Salve! (El desfile se evapora y, con él, su algarabía. Quedan algunos personajes de LA MUCHEDUMBRE que descubrirán su nuevo entorno. Los soldados contemporáneos se acercarán a ellos. Se miran y tocan en principio con curiosidad, luego, toman una actitud reservada, incluso de violencia, hasta acabar estrellándose entre sí para desaparecer. Atrás se oyen los aullidos de una manada de perros que combate. LUZBEL desciende para hablar a los Hombres.) LUZBEL.- Lenguajes de guerra, padre. ¡Tanto odio! ¿Para qué? ¿Quid agam, iudices? ¿Eloquar an sileam? ...¡Cautus sis!... Hominem mortuum in urbe ne sepelito. M alae tenebrae Orci, quae omnia bella devoratis... (Queda solo LUZBEL, sin ningún vestigio de la apoteosis anterior. Entra ZENOBIA, escoltada por dos SOLDADOS ROM ANOS que la sitúan de espaldas al público. Clamores de gloria. Hace su entrada el emperador AURELIANO, junto a su Séquito. Silba el viento del desierto.) ¡Oh, Cósmos, qué cansado estoy! ¿De verdad crees, padre, que la Humanidad se merece mi penitencia? ¿Por qué no reconocer el error, hermanos? ¿Por qué no aceptar que, a pesar del Arte, la Creación ha sido un fracaso? ¿Por qué no terminar con todo y empezar de nuevo? (S onríe, realmente hermoso.) Nos acercamos, hermano. Aún arde la llama mutua de nuestro deseo. Jamás los extremos se aproximaron tanto... (Se marcha.) AURELIANO.- (Entronizado.) ¡Acércate, Zenobia, por favor! ZENOBIA.- (Desolada.) Hasta aquí llegué, Aureliano, y me siento cansada por lo andado. Acércate tú. 3 2 AURELIANO.- Observo que aún te queda orgullo. ZENOBIA.- Es algo que me viene de estirpe, pero quizás tú no puedas entenderlo. (LO S SOLDADOS hacen intento de callarla.) AURELIANO.- (Algo cínico.) ¡Quietos! No olvidéis que está ante vosotros una reina de rancia y nobilísima estirpe, no una vulgar prisionera. ZENOBIA.- ¿Ahora te acuerdas de que soy reina? ¿Y también recuerdas lo que hacíamos en el establo de la casa donde vivían aquellos esposos judíos que asesinaste? Entonces no éramos ni tan altos ni tan nobles... Simplemente carne contra carne... Ambos sabemos perfectamente de qué materia estamos hechos, así que no te des tan grandes aires... AURELIANO.- En cualquier caso, veo que tienes buen aspecto. Es evidente que no ignoré en ningún momento ni tu rango ni las buenas relaciones que antaño mantuvimos...,¿no? ZENOBIA.- Ya no hay cedros en el Líbano. Tampoco yo he olvidado, Aureliano. Pero conseguiste ser César. AURELIANO.- Y tú, emperatriz de Oriente. ¡Pobre, Odenato! ¡Si por algún don de los hados pudiera resucitar y verte ahora!... ¿Sabes? Roma y yo esperábamos con expectación el día de tu llegada... ZENOBIA.- ¿Sí? ¿Para reíros más de mí? ¿Qué pretendes? ¿Una nueva alianza? AURELIANO.- Tú y tu egoísmo sois los únicos culpables de que hoy estés aquí en calidad de prisionera. ZENOBIA.- ¡Ah, basta, Aureliano! ¡Estamos viejos! Fui Augusta, tuve todo lo que quise sin la necesidad de venderme a Roma. Supongo que eso ha debido de ser un golpe demasiado bajo para tu vanidad. Un revés... ¿imperdonable? AURELIANO.- ¡Yo sí puedo perdonar! Pero no Roma, ¿entiendes? ZENOBIA.- Entiendo solamente que tras la razones de Estado hay sinrazones y egoísmo, hay ansias de poder y 3 3 miedos. ¿Tú no temes a la muerte, Aureliano? Quedan ya tan lejos los tiempos en que no existían los imperios... AURELIANO.- ¡Hubo un tiempo en que tú y yo pudimos tenerlo todo! Pero sí, ya es tarde... tarde para los dos. La muerte se hospeda en mi palacio desde hace algunos años y me he acostumbrado a no temerla. Estamos viejos, sí, pero al mirarte, aún despiertas en mí recuerdos entrañables... éramos jóvenes y, efectivamente, no existían ni los imperios, ni Odenato... Pero, ¿qué hago hurgando en mis fantasmas? (Recupera su compostura.) Quiero que sepas que lo siento. ¿Piensas que me agrada verte en esta situación? Has hecho cambiar a muchos hombres, Zenobia. ¿Por qué habría yo de ser una excepción? Ya desde niña existían en tu cabeza demasiados anhelos imperiales... demasiados sueños de poder, demasiados intereses... (La admira un instante. Se levanta y camina un poco. Luego sentenciará.) Quiero que tus hijos, incluido Vaballat, crezcan felices y se hagan hombres y mujeres dignos... ZENOBIA.- (Cínica.) Romanos querrás decir, ¿no? Ellos ya son dignos, Aureliano. ¡No creas que Vaballat olvidará fácilmente cómo ha entrado en Roma! Fueron romanos los que le maltrataron como a un animal, ¿qué digo?, ¡peor que al más indeseable de los esclavos! Y él es hijo de reyes, Aureliano... (Ambos se miran unos instantes.) AURELIANO.- (Cansado.) ¡Tonterías! Tú no tienes ni una sola gota de linaje real. ¿A quién quieres engañar? ¿Acaso no fui yo quien te sacó de ordeñar cabras y de mendigar antes de que entraras en el harén de Odenato? ¡Por los dioses! (ZENOBIA, ¿avergonzada?, calla. AURELIANO la mira confidencial, serio.) ¿Vaballat lo sabe? ZENOBIA.- ¿M i pasado o el tuyo? (AURELIANO le da la espalda en un gesto de desesperación. ZENOBIA le hace sufrir.) Por supuesto que no. AURELIANO.- M ejor es así. ZENOBIA.- ¿Qué alternativa me quedaba? AURELIANO.- Cualquiera, menos la del rencor. M e encargaré personalmente del destino de tus hijos, sean bastardos o no. Pero a Vaballat tendré que reeducarlo. Ha estado demasiado tiempo junto a ti. 3 4 ZENOBIA.- ¡No te atrevas a hacerle ningún daño o...! AURELIANO.- ¿O...? No dejas de sorprenderme. En verdad veo que es cierto lo que murmuran de que estás poseída por algún mal extraño del desierto. Es hora ya de que tus hijos aprendan que en la vida hay algo más que fanatismo y mediocridad. Les haré saber que las palabras poseen sinónimos y que no todas las verdades tienen que ser absolutas o sagradas. La gloria de los romanos ha estado siempre en la formación de espíritus amplios, en la educación de individuos recios y severos. Tú perteneces a un pueblo obsesivo, limitado, sin perspectivas, lleno de bárbaras supersticiones. (Pausa.) Todavía no he podido comprender del todo qué es lo que hacías encabezando las absurdas manías de un pueblo anquilosado... ¿qué sentido tenía para ti dar la vida por una causa, de antemano, condenada al fracaso? Tú, que has sido siempre la mujer más sabia, la que de la nada llegó a la cúspide, la más culta, la envidia y la admiración de la clase política y las patricias de Roma. Tú, reina ZENOBIA.-, la diosa griega del desierto... ¿qué hacías reinando sobre muchedumbres salvajes, cuando podrías haber sido la más amada emperatriz con que jamás hubiera soñado Roma? ZENOBIA.- (Con autoridad.) Porque soy obsesiva. Porque soy limitada, bárbara y carezco de perspectivas. (Duda.) Todo esto es absurdo. Finalmente no somos tan distintos. Con la sabiduría, con la obsesión, con el fanatismo y la barbarie de mi pueblo, eduqué y preparé a Vaballat contra ti. AURELIANO.- Aún es joven, y sabré llegar hasta su corazón. Podrá aprender las glorias de su pueblo y del mío, naturalmente, siempre que sea en latín. ZENOBIA.- M oriré, Aureliano. Pasarán los años. Hagas lo que hagas, Vaballat no olvidará nunca que es mi hijo y que lleva dentro la fortaleza de su madre. AURELIANO.- Roma es mejor madre que tú, Zenobia. Además, seguro que cambia de opinión en cuando sepa que cualquier hombre, incluido yo mismo, podría haber sido su padre. No se sentirá tan orgulloso de ti cuando conozca la lista interminable de amantes que desfilaron por tu lecho durante tu matrimonio con Odenato... ZENOBIA.- (Arrebata la espada a uno de los soldados, éstos la detienen antes de que se arroje sobre 3 5 el emperador.) ¡Soltadme, cerdos! (A AURELIANO.) ¡Acuérdate, César! Llegará un día en que las manos de mi hijo serán las mías y te segarán de un golpe el brillo de los ojos. AURELIANO.- ¡Estás enferma! ZENOBIA.- (Ríe, luego llora. A una señal del emperador, los soldados la sueltan.) ¿Sabes? Así como el poder terrenal está limitado por las leyes de la naturaleza, un porvenir vendrá en que de los fastos de Roma no queden más que piedras, testigos mudos esparcidos entre la maleza de un campo. Hoy te sientes fuerte, brillas como el Sol Universal, gobiernas sobre el M undo. Cuando mueras, cuando mueran tus descendientes y los míos, cambiarán los nombres, las lenguas y las imágenes, pero nada cambiará el orden establecido desde el principio. Lo he soñado. Y también soñé que las ruinas de Palmira quedarán en el desierto para que los Hombres se cuestionen su sentido y el destino de tantos y tantos pueblos vencidos en el misterio, en el nombre y en la justificación de la ignorancia. Como los hubo en el pasado, en el futuro habrá Hombres que comprenderán que constantemente existe otra verdad, la no oficial, la que no se graba en los anales. Finalmente, hagamos lo que hagamos, el tiempo siempre acabará quitándonos y dándonos nuestra parte de razón. AURELIANO.- (Inalterable.) ¡Palabras, palabras, palabras! Teorías absurdas, ritos y dogmas propios de un pueblo inculto. Deja de soñar y recobra la cordura. ¿Dónde quedó la mujer coherente y amplia de espíritu que despertó mi admiración? ¿De qué te sirvieron los años de estudios, los sacrificios por implantar en el corazón de tu país los valores más nobles de nuestra civilización? (Pausa.) ¿Qué han hecho de ti, Zenobia? Lamentablemente, y para serte sincero, ya es imposible perdonarte por el daño que has causado a esta tierra con tus delirios de reina independiente. Nada justifica tanta barbarie, tanta sangre derramada. Ni la embriaguez, ni la locura, ni siquiera la venganza o los designios de un Dios. Acéptalo. Todo lo que soñaste se ha derrumbado sobre ti. Has perdido. Estás en Roma, condenada por traición, y vuelves a ser pobre. ZENOBIA.- (Largo silencio.) ¿Y qué será de mí? AURELIANO.- Por lo que a mí respecta, me haré a la idea de que has muerto. Nunca más volverás a ver a Vaballat, ni al resto de tus hijos. Quedarás recluida en 3 6 Tíbur, cerca de Roma, por si algún día me arrepiento y decido darte muerte. No ha de faltarte nada: biblioteca, baños, alimentos y dos sirvientas que te servirán hasta verte morir. Se te ha de tratar como a una reina, sí, pero sin poder ni reino. Roma nunca olvidará que un día fuiste su aliada y que en más de una ocasión la libraste, junto a tu esposo Odenato, del peligro persa. Yo tampoco olvidaré y, junto al resto de los espectros que ya siempre me acompañan, habitarás cerca de mí. Nunca te rozará de nuevo la brisa del desierto. ¡Que se escriba que en el día de hoy ha muerto la que fuera reina de Palmira! Aquí y con este gesto se han de cerrar para ti las páginas de la Historia. (El emperador AURELIANO se arrodilla ante ella y le besa los pies, luego, tras incorporarse y mirarla con ternura, desaparece, y tras él, su séquito y soldados. ZENOBIA queda sola. En escena entran LOS VENCIDOS. El ÁNGEL, alarmado, toma tierra para dispersarlos y echarlos con su espada de fuego, ya que con ellos habitan las tinieblas.) ÁNGEL.- ¡Haya luz! ¡Fuera de aquí! ¡Crearé mi mundo con la luz! ZENOBIA.- (S iguiendo al ÁNGEL, que expulsa del Paraíso a los Vencidos.) ¿Por qué no con la oscuridad? ÁNGEL.- ¡Apártate también Zenobia y huye con los Vencidos! Aléjate de mi reino de luz. ZENOBIA.- M iguel... Te llamas M iguel, y eres un Arcángel, ¿no es cierto? ÁNGEL.-¡No te dignes a tocarme, pues le está prohibido hacerlo a la Bestia! ZENOBIA.- ¿Y por qué no crear tu mundo con la oscuridad? ÁNGEL.- ¡Cuidado, no sea que te domine con un grito! (ZENOBIA, desconcertada, comienza a reírse tapándose los oídos. En el muro impreciso, aparecen súbitamente rápidas imágenes de desastres bélicos recientes o futuros, escenas de miseria, de los hipócritas y cobardes que gobiernan los cuerpos y las almas, ruinas y sueños de algo que deja constantemente de ser hermoso a una 3 7 velocidad vertiginosa. De una melodía de bombardeos, cánticos, disparos y llantos nace el grito más ensordecedor de ZENOBIA: la agonía y la inútil espera de la resurrección. Todo acaba en un preludio final a la nada. Entra LUZBEL, semidesnudo, cargado de hermosísimas joyas. MIGUEL se aparta, estremecido.) LUZBEL.- Entonces el grito de Dios la dominó. Samael y sus Ángeles fueron confinados en un calabozo oscuro, donde todavía languidecen con los rostros macilentos y los labios sellados; y ahora se les llama los Veladores. El día del Juicio Final el Príncipe de las Tinieblas se declarará igual a Dios y pretenderá haber tomado parte en la Creación, jactándose: LUZBEL y ZENOBIA.- (Llanto y locura.) ¡Aunque Dios hizo el Cielo y la Luz, yo hice las Tinieblas y el Abismo!... ZENOBIA.- (Risa y cordura.) ¡Oh, Luzbel! ¡Jamás mis ojos vieron con tanto detalle la dimensión del M undo! Alguien me grita todos los secretos con una voz interior. Creo que he tocado el fondo del Abismo, pero he perdido la presión que ejerce el techo del cielo. Soy Atlas, pero libre. Soy mujer, pero persona. Soy escoria, pero ancha. ¡Soy el M undo, pero mortal! ¡Qué etérea me siento sin los recuerdos que se alejan, sin identidad en el inicio de un vuelo último de libertad! Estoy sola, sí, pero ni miedo tengo ya. Estoy absolutamente sola, definitivamente marcada y sola, pero ni siquiera pesa sobre mis hombros la tristeza. (Ríe.) ¿Para qué necesito ya el poder? Que me sucedan otros héroes y que mientan sobre mí; que para ellos sea el control y la victoria, pues de todo me siento desprendida. ¿Dónde está el reino de los vencidos, Baal Zebub? No me imaginé nunca que fuera tan largo el camino hacia la cima del monte Safón, aún menos, que fuera tan breve, tan doloroso, este descendimiento. Así es, queridos hijos, queridos miembros, querida memoria: corazón que has de dejar de gritar mi vida al M undo. Ya nada me retiene aquí, dentro de este cuerpo que me obligó siempre a comprender lo incomprensible, a desear lo inalcanzable y que me condenó a una cuenta atrás insoportable. ¡Ven, Luzbel! Toma mi sangre, al fin, y reinaré contigo hasta el día del Juicio. Por que yo nací para ser reina y creo que apenas he servido para nada más. ¿Por qué habría de ser inferior el Imperio de las Tinieblas? (Irónica.) Ya he gozado de las bienaventuranzas de la luz, ahora quiero abstenerme. Creo que ya nada puede ser peor, y de todo habrán podido acusarme, menos de cobarde. ¡Los malditos serán, un día, 3 8 los elegidos! Hoy renaces para mí. Si a alguien he esperado, si a alguien he de pertenecer, ese des graciado eres tú, el ser más hermoso de la Creación, mi amado Ángel Caído. ¿Acaso escuchaste de otros labios una declaración de amor más desesperada? Tú me has hecho ver el cielo azul, como en los grandes años de Palmira. ¿Ha dejado de llover? ¿Es posible? Entonces, ese reflejo luminoso sobre el mar no proviene del sol, ni de Astarté, sino de tus manos. Este inesperado olor me devuelve a ti -por que ahora, por fin, comprendo que siempre hemos sido uno de los nuestros- y me lleva hasta la infancia, hacia ese misterio que ya acierto a perfilar en el umbral de mi muerte. ¡Oh, Luzbel!... ¿Qué pasa? ¿Sientes lo que siento? ¡Te amo! Te amo.... (Música arábiga. LUZBEL inicia una hermosa danza de apareamiento. Aparecen nuevamente las sombras de los Vencidos de toda la Historia, justos o no. ZENOBIA se acerca a ellos y los besa.) LUZBEL.- (Danzando.) ¡Hombres y Bestias del M undo! ¡Degenerados, pusilánimes e hipócritas! ¡Vírgenes y putas del Universo!... En el nombre de Dios, mi padre, mi hermano, yo os suplico que adoréis a la nueva reina del Seol. Hoy pasearé contigo, a la luz de la Aurora, mi madre, por el Edén. M i cuerpo resplandece ya repleto de esmeraldas, diamantes, zafiros y carbunclos. ¡Soy el hijo de Yaveh, el orgasmo primogénito de la Historia! M is tres nombres te harán llegar el amargor de la derrota, y miles de ÁNGEL.-es avisarán la llegada del ÁNGEL.- más sodomizado del Paraíso. Sí, reina hermosa, brillarás conmigo en la caída, como un relámpago, y de nuestras cenizas brotarán la M isericordia de los Hombres, el Amor y la M entira. Allá donde se estrellen nuestros cuerpos enlazados te confirmaré como tú misma. Porque entonces tú me pertenecerás, y yo te perteneceré. Será mío el calor de tus ingles, tus miedos y tus recuerdos, y serán tuyos los secretos que te atormentan. Beberán nuestros ojos de nuestros ojos, y comerá nuestra piel de nuestra piel. Allí seremos uno, y subiremos juntos por encima de las nubes y las estrellas, y en la cima del monte Safón instalaremos nuestro reino, y así, seremos iguales eternamente a Dios. (Abraza y besa a ZENOBIA.) ZENOBIA.- ¿Cómo caíste del cielo, lucero brillante, hijo de la Aurora, y fuiste arrojado a la tierra tú que enervabas a las naciones? 3 9 LUZBEL.- Como la reina de Palmira, implacable e instintiva madre de su pueblo. Como un hombre sobre la espalda del ser amado volveré a caer. ZENOBIA.- Pues tú dijiste en tu corazón: El cielo escalaré por encima de las estrellas de Él, elevaré mi trono y me sentaré en el monte de la asamblea en lo más recóndito del Septentrión. LUZBEL.- Por la mujer, por el guerrero, por la esposa imperfecta que amo. ¡Hoy escalaré las alturas de las nubes, me igualaré al Altísimo! ZENOBIA.- Por el contrario, al Seol has sido precipitado, al hondón de la fosa. LUZBEL.- Pero no temas, pues las llagas han endurecido con el tiempo. Éste es mi poder, tu poder; el poder de la naturaleza y de las entrañas de la Tierra. Abre bien los ojos y podrás ver en el perfil del Universo la luz hermosa de la eternidad. Abdica y ámame para siempre, Zenobia. Por fin ha cesado el diluvio, por fin sobre Palmira y todas las urbes y sueños del M undo, brillará el astro de la fecundidad. ZENOBIA.- ¡Qué eterno se me hará el tiempo hasta que volvamos a encontrarnos! LUZBEL.- Será breve. Nos veremos de nuevo en los reflejos del Aniene. ¡No dejes caer los párpados y extiende tus manos al morir! Allí estaré para unirme a ti y para hacerte olvidar, para siempre, los recuerdos de la soledad. ZENOBIA.- Hoy por ti, es la primera vez que me siento feliz al morir... (Entra el ÁNGEL con DOS ÁNGELES más y DOS SOLDADOS romanos. S e retiran por un momento las sombras de LOS VENCIDOS, dejando solos y abrazados a la reina y a LUZBEL prácticamente moribundos. Los DOS ÁNGELES recogen a LUZBEL y se lo llevan. DOS SOLDADOS romanos hacen lo mismo con ZENOBIA. Queda solo el ÁNGEL de la Muerte. Lentamente se arrodilla y recibe el misterio de Dios. Entran, sigilosas, eternas, las Tinieblas, sólo un rayo de luz divina ilumina al ÁNGEL.) 4 0 ÁNGEL.- ...Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir un Anticristo pues bien, muchos Anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es ya la última hora. Salieron de nosotros; pero no eran de los nuestros... (El ÁNGEL ríe, nuevamente escindido. Se derrumba la metáfora de la Anunciación.) Salieron... Salieron de nosotros, pero no eran nuestros... de nosotros, sí, pero no nuestros, no eran uno de los nuestros, no, al menos, uno de los nuestros... (La luz de Dios lo abandona también. Termina la Creación. Sólo permanece la oscuridad.) ¿TELÓN? A LOS QUE ME AMARON Y PENSARON COMO NUNCA FUI. A SEPTIMIA ZENOBIA. A LAS TINIEBLAS. "Zenobia" se concluyó durante los meses de octubre y noviembre de 1.989, a veces en el Lacio y, sobre todo, en las costas meridionales de la Bética. Esta obra hubiera sido imposible sin la compañía y las correcciones de Antonio Gutiérrez M ayi y sin la inspiración de José Berlanga Chaves. A ellos y, en última instancia, a mis circunstancias 4 1 de entonces, dedico también la autenticidad de estas páginas. Notas a Zenobia Sobre la posible irrealidad de los personajes y su función en esta obra he procurado que no me limitaran los hechos o las leyendas que de ellos nos ha legado la Historia. Soy consciente del riesgo. Resucitar a los muertos en su absoluta integridad es labor exclusiva de los dioses. Ante el espejismo, los hombres sólo podemos fantasear con una más o menos- coherencia libre. La bibliografía sobre Zenobia es casi siempre novelesca y, con frecuencia, bastante limitada. Sin lugar a dudas, para entender el último sentido de "Zenobia" habría que situarse dentro de su propia complejidad literaria. La mujer, el personaje que partió de la nada y lo obtuvo casi todo, conocía la amargura de la eventualidad y, probablemente, también su destino. A partir de ahí deriva la incertidumbre y la amplitud de interpretaciones. Algunos escritos de Petrarca y de diversos poetas de los siglos XVII y XVIII, sobre todo de Calderón, nos presentan a una heroína moralmente intachable, víctima estereotipada de la injusticia y la contrariedad. Los "Scriptores" Trebelio Polión y Flavio Vopisco Siracusano de la "Historia Augusta", no alcanzan más que en ver a la reina siria como una peculiar y vigorosa usurpadora y, salvo varios detalles o curiosidades más, la luz que nos arrojan es lamentablemente insuficiente, incompleta. Aún podemos considerarnos afortunados de conocer un poco más a la esposa a través de la vida de Odenato, y a la digna adversaria de Roma, entre las líneas biográficas de los Galienos, de Claudio el Gótico y del emperador Aureliano principalmente. Viajes y vueltas entre libros, recortes, mapas, diarios y lugares del M undo. Giro alrededor de la escultura del Ángel Caído que, perdida entre las sombras del Parque del Retiro, hace más eterna a M adrid. Las estelas y lápidas de Palmira que yacen "sepultadas" en el M useo Arqueológico de Estambul, me devuelven un fría mañana el calor del desierto y los sueños helénicos del eterno retorno. El M editerráneo: Atenas y Roma. Busco inútilmente en los parajes primaverales de "Villa Adriana" alguna milagrosa presencia. Trato de imaginar las prisiones más íntimas del emperador y de la reina que amé. Travesías, semejanzas y 4 2 metáforas: No vi nunca a Lucifer tan hermoso como le contemplé aquella tarde de amor, esculpido por M ontañés, en el retablo de una iglesia de Jerez. Releo a Hegel. Estoy convencido de que, a pesar de las distancias en el tiempo y la evolución de las lenguas, la Historia siempre vuelve a retroceder y de que la Torre de Babel -¿providencia o predestinación?- permanece aún, casi intacta, en el ombligo del desierto. Para llegar al conocimiento he tenido que atravesar y comprender a personas y hechos que fueron contemporáneos a Zenobia: un M undo, como siempre, en crisis, unos individuos que soñaron, gozaron y envejecieron como nosotros, y alguna que otra lágrima, en honor de una civilización que se fue. Algunos estudios recientes esclarecen la historiografía existente, aportan datos sugestivos, especialmente los obtenidos a partir de las investigaciones arqueológicas de Palmira y la Numismática de la zona. Las limitaciones son enormes y, tristemente, lo esencial yace escrito en las fuentes desde hace más de un milenio. El esfuerzo del historiador es casi inane, pero apasionante. He buscado la senda de una vida en unas palabras que se escribieron antes, durante y después de que ésta se produjera. Reconozco la fragilidad de todo lo hallado y que el proceso creativo es del todo discutible y probablemente incompleto. Cuando me aterra la duda, me vuelvo a sumergir en los textos clásicos y, en la inconsciencia, me entrego al sueño. La cercanía de las fuentes a sus tiempos nos ofrece conceptos inequívocamente erróneos, pero también es justo decir que más auténticos. M omentos vanos e inolvidables: Descubrir a Zenobia a través de Roma y, al mismo tiempo, la época excepcional que le tocó vivir. Sin lugar a dudas, el emperador Aureliano fue uno de los monarcas más dignos del M undo Antiguo, su reunificación imperial, uno de los últimos destellos de gloria que disfrutó la Romanidad. Para hombres como éste, jamás dejará de brillar la luz del Sol Universal. Determinadas alusiones deliberadamente históricas no pueden ser verificadas en su totalidad. A saber, es imposible afirmar que el Prefecto M arcelino ejerciera su cargo durante el proceso de Zenobia, o lo iniciara unos meses después. No está probado que fuera Emesa, o Palmira, o cualquier otra ciudad (no necesariamente Siria) la que albergara durante el juicio a la reina capturada. 4 3 Probablemente fue durante un verano, entre los años 272 y 273. Por otro lado, no existe ningún indicio, texto o inscripción que nos hable de una posible relación amorosa entre Aureliano y Zenobia, salvo la clarividente insinuación de Calderón en su drama. Nada lo prueba. Nada lo desmiente. Como esto, la omisión directa en escena de algunos personajes cruciales, o la aparición de otros, no altera en lo esencial la frágil verdad. Hombres como Odenato, hijo de Hairán, hijo de Vahballath e hijo de Nasor; y espíritus libres como el de Pablo de Samosata, habitan ya en mí. La cita de M ilton era inevitable, como necesaria la presencia de Luzbel y, con él, la sabiduría y el esperpento de la Cristiandad: "Todo bien para mí se ha perdido; mal, sé tú mi bien". La degradación, la niebla y la intolerancia también forman parte de los lenguajes humanos. Creo que Luzbel está aquí, con nos. Probablemente más cerca de los hombres que cualquier otra divinidad. La Biblia es, por su gravedad, una fuente exclusiva y fértil de conocimiento. Lo que yo interpreto o, digamos mejor que intuyo, es el fruto de una profunda lectura y reflexión personal. Ni exégesis ni hermenéutica, o quizás a un paso de cada distancia, entre el recato y la mezquindad. Tras Lucifer o Dios se esconden algo más que dos opciones o postulados distintos. Tras la metáfora incomprensible se descubre una irrefutable verdad. Somos pobres de conocimiento. Negar los símbolos, las alternativas y la existencia de una creencia religiosa individual es siempre negarnos a andar. Entre la fe y la razón se encuentra el alma y, por consiguiente, nuestra única posibilidad de comprensión. Lucho día a día por hallar el equilibrio y, tras él, la sabiduría. Las citas bíblicas que aparecen en la obra son parte exenta de una totalidad. No está en mi ánimo provocar recelos sobre el simbolismo, el nombre o el número de la Bestia, ni tampoco elaborar ningún tipo de dogma al uso. Nada más lejos de mi intención que el agravio. Hay tantas opciones como espacios abiertos en la eternidad, tantas bestias como cifras alcanza el infinito. Los reflejos del Éufrates, del Tíber y del Aniene son pretextos que justifican las frecuentes alteraciones de tiempo y lugar que se suceden en la obra. Si partimos de las fuentes, sabemos que Zenobia fue hecha prisionera por las tropas romanas en un lugar cercano al Éufrates, mientras huía hacia territorio persa. El Tíber eterno fue testigo del 4 4 ocaso de la reina siria y, un tiempo después, el río Anio actual Aniene-, a su paso por Tibur (hoy Tívoli, cerca de Roma), contempló quizás los últimos días de su existencia. Aqua conclusa facile corrumpitur... He buscado intensamente alguna señal, un punto de referencia o de unión entre un ser desconocido y mi propio yo. Unas manos arrugadas, el negro e intenso teñido del pelo de una anciana, unos ojos color de barro y la voz amarga, apagándose en la eternidad de los muertos. He soñado con la niña, con la mujer y la inconsciencia de pertenecer a un cuerpo. Esfuerzos todos vanos, tan efímeros como esculturas de nieve bajo el Sol Invicto. Si existiera una imagen, una vía de semejanza entre la Zenobia interior y la realidad, sería similar a la que hallé un día en un boceto de M iguel Ángel, conservado en la florentina Galería de los Uffizi. Su nombre: "L´anima dannata"; y aún más, su belleza, expresan suficientemente mi idea de la ausencia de libertad; y su mueca, ese soplo de vida, el enigma de la expiración, quizá el éxtasis del Averno. La Arabia Feliz sigue hipnotizada en su propia magnificencia, mientras feudatarios y encantadores de serpientes juegan a poner fronteras a los ríos y en las montañas, muros a las dunas y a las playas. Intento ver alguna diferencia entre el adolescente que porta un fusil en las calles de cualquier ciudad de Oriente M edio y el príncipe Vaballat, la hay, evidentemente, pero es tan insignificante, tan simple. "Zenobia" es, en cierta forma, una proyección esencial de mi fortuna y de mi desgracia. No dejo de preguntarme si todo esto que escribo o que se revela en mí transmitirá un sentimiento vivo a alguien. Por mi parte, el proyecto de "Zenobia", este boceto de apología, se extiende y completa cada día que vuelvo a ver la luz hermosa del perfil del horizonte. La fuente que me ha brotado en el corazón no ha cesado de manar y la brecha que me he abierto en la mente permanece abierta a la aventura de vivir. Vivo en paz, con la señal de Caín dibujada en la frente y con la esperanza de que, cuando tenga que llegar el día, inicie el vuelo abrazado al Arcángel que amo. Antes de la caída le rogaré que ponga rumbo hacia la aurora para ver por última vez que las ruinas de Palmira aún sobreviven en el desierto, pese a los hombres y a la adversidad. 4 5