Capítulo 9 Completo

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Napoleón
Capítulo 9
Austerlitz
ÍNDICE:
Sección I. 1
Sección II. 7
Sección III. 9
Sección IV. 15
Sección V. 18
Sección VI. 19
Sección VII. 20
Sección VIII. 23
SECCIÓN I
Notre-Dame temblaba con el sonido de 500 músicos y cantantes. Se disponían en cuatro
coros y dos orquestas. La música sonaba potente, militar, majestuosa. Compuesta por
Paisello, Lesueur y el abad Roze, en ese momento se oía la marcha triunfal.
Entraba de las ventanas y vidrieras haces luminosos de colores. La luz del interior
era limpia y esclarecedora. Napoleón pisaba una mullida moqueta de color verde turquesa.
La alfombra cubría casi toda la planta en forma de cruz de la catedral. De los altos techos,
con las bóvedas de crucería gótica, pendían colgaduras. Eran rectángulos alargados de
terciopelo. Tenían un marco ancho de color escarlata, con ribetes de oro de unos pocos
dedos de ancho que recorrían todo el perímetro. El fondo era blanco y tenía abejas
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doradas dispuestas en diagonal. Presidía los tapices, y en hilo de oro, las llaves de San
Pedro. Había tres plantas de gradas, repletas de gente, y con cortinajes de tono verde
turquesa con más abejas de oro. El papa esperaba sentado a la derecha del altar. Frente a
él, en los pies de las escaleras, había dos asientos. Tenían patas de león, y estaban
almohadillados y cubiertos de terciopelo de tinte azul marino con áureas abejas en
diagonal. Tenían reposapiés con el mismo terciopelo. Colgaban borlas con cordones
dorados. Y delante de ellos, se disponían dos reclinatorios con almohadas; una vez más,
con la misma tela y color que el de los asientos.
Bonaparte caminaba lento observado por ocho mil invitados. Cientos de ellos
estaban en la catedral. Los ministros y las grandes dignidades del imperio vestían zapatos
con decoración dorada. Finas medias de seda blanca. Y calzones del mismo color. Se
cubrían con un frac azul marino con anchos ribetes decorados con motivos vegetales en
hilo de oro. El cuello era alto y rígido. De tirilla, no cerraba, y dejaba al descubierto una
ancha corbata de suave y vaporosa seda de tono marfil. Todos tenían capas de terciopelo
azul marino que llegaban a la altura de las rodillas. Tenían abejas doradas y franjas
vegetales. Y cubrían los cabellos con un sombrero de plumas blancas. Las hermanas de
Napoleón y las esposas de los hermanos parecían diosas de la Antigua Grecia. Cubrían
los cuerpos con vestidos de talle alto, con la cintura ligeramente por debajo de los pechos.
La falda era larga, levemente recta y ajustada. Y las mangas eran cortas y abullonadas.
Todo el conjunto era de un opaco color blanco hueso, con pasamanería y abejas en hilo de
oro. Josephine, además, lucía un grueso manto de color escarlata. Permanecían todos de
pie. Veían a Napoleón entrar en dirección al altar. Lo seguían con la mirada. Escrutaban
todos los movimientos. Muchos sonreían; otros, se acercaban a las orejas vecinas a
comentar o murmurar. Los susurros no se oían por el sonido la música. La ceremonia los
mantenía a todos exultantes, sonrientes.
Era el 11 de frimario del año XIII. Fuera de la catedral, la gente titiritaba. Aquel día
era gélido. Bonaparte llevaba una túnica blanca, recia. En la parte inferior, tenía una franja
con motivos vegetales en hilo de oro; y bajo ella, pendían cordones dorados. Los zapatos
eran del mismo color y con la misma áurea decoración vegetal. Y cubrió el cuerpo con un
grueso manto de ochenta libras. Era de armiño y terciopelo carmesí con abejas de oro.
Ahora, la abeja de oro era el nuevo símbolo de la monarquía. Sustituía la flor de lis de los
borbones. Provenía de la tumba de Childerico I, rey merovingio del siglo V. Al abrirla, en el
siglo XVII, descubrieron que aquella sepultura estaba repleta de cientos de pequeñas
abejas de oro. Napoleón necesitaba una insignia para su nueva monarquía, algo que
enlazara con el viejo orden. No podía optar por la flor de lis de los Borbones, así que se
inspiró en las abejas de la tumba del rey merovingio.
Bonaparte entró en la catedral con la corona de los césares: una corona de laurel
en oro. Cerca, un lacayo lo seguía con la corona imperial. Napoleón llegó al altar y se
arrodilló. Enseguida, se levantó y tomó asiento. Se sentó al lado de la esposa, Joséphine,
frente al altar presidido por el papa Pio VII.
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El cardenal de Roma cumplía ya hace meses los sesenta y dos años. Tenía una
cabeza ovalada, con una barbilla picuda, y una melena corta de cabellos oscuros y
ondulados. Y para aquella ceremonia, vistió el cuerpo con el blanco manto papal.
Comenzó la ceremonia. Napoleón se puso de pie. El papa ungió la frente, brazos y
manos del general. Luego bendijo la espada y se la ciñó. Después bendijo el cetro y se la
dio en mano a Napoleón; y por último, fue a tomar la corona. Descansaba sobre una
almohada de terciopelo azul marino con la áurea insignia imperial. La almohada tenía en
las cuatro esquinas borlas de cordones en oro. Y recorría todo el perímetro un cordón aún
más grueso del mismo tono. Sobre esta almohada descansaba la tiara imperial. La corona
era de oro y joyas. Tenía ocho ramas. Todas se unían en el extremo superior. Y encima de
él, descansaba un globo crucífero: el globo terráqueo con una cruz encima.
Napoleón observó el movimiento de las manos del papa. Se dirigían directas a
coger la corona. Aquella corona no pertenecía al cardenal de Roma. Bonaparte bien lo
sabía, y debía cortar el momento: el papa no podía coronar a Napoleón.
La idea de convertirse en monarca gravitaba en la mente de Bonaparte desde
hacía meses. Obviamente, no podía mostrar sus ambiciones. De hacerlo, no sería visto
como un siervo de la república; lo verían como un amo que tomaba Francia como si fuera
de su propiedad. No se había secado aún la sangre del duque de Enghien, cuando el
ministro de Policía, Fouché, quiso darle una grata sorpresa al Primer Cónsul anticipándose
a sus deseos. ¿Quién si no iba a ser?... El antiguo partidario de la república, acudió al
Senado y promovió el primer paso. Ante los acontecimientos más recientes, con la
república en peligro por las agresiones de los complots realistas, el Senado propuso un
plan para la supervivencia de la revolución.
La revolución interesaba a mucha gente. Interesaba a la burguesía, que participaba
del gobierno, excluida como había estado durante los años del viejo régimen. Interesaba al
campesino, que se repartía las tierras de la Iglesia y de los emigrados. E interesaba,
además, a los militares, que ascendían y alcanzaban grados que antes solo podían
pertenecer a la alta aristocracia. La revolución convenía a mucha gente, pero tenía
enemigos poderosos que querían acabar con ella. Los realistas pedían establecer en el
trono a un rey, el poder lo compartirían la burguesía y el monarca. Y los más acérrimos
defensores de la corona, los ultrarrealistas, defendían el retorno del absolutismo del
Antiguo Régimen. ¡Nada de repúblicas burguesas ni de gobiernos mixtos!... La revolución
necesitaba a un hombre fuerte que la defendiera de las amenazas. Ese hombre fuerte era
Napoleón. Pero Bonaparte podía morir o ser asesinado. El general sostenía la revolución;
de caer, caería la república. Los revolucionarios necesitaban hacer inmortal a Bonaparte.
Puesto que sostenía la revolución, de ser inmortal, podría sostener la república por los
siglos.
La idea se repetía en periódicos extranjeros y nacionales, una y otra vez. Frente a
los ataques enemigos de la revolución, el Senado fue convocado para buscar una solución
al problema: se necesitaba una defensa de los logros revolucionarios. Se formó una
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comisión al respecto que estudió el caso. La solución que propuso era bien simple:
Napoleón sostenía la revolución, y para perpetuarla, había que perpetuar al sostén. Una
monarquía hereditaria hacia inmortal a Bonaparte. Gobernaría hasta su muerte, y le
sucedería un príncipe educado por el monarca en los valores de la revolución. Con la
fuerza y carisma militar de Bonaparte, eternizada por una monarquía hereditaria, con todo
ello, la revolución conseguía sobrevivir: Francia se salvaría de los atentados enemigos.
Bonaparte agradeció el gesto del Senado, pero se dio un tiempo para pensarse la
respuesta. Sondeó el apoyo del ejército y de las cortes extranjeras. Tardó en contestar un
mes. El 5 de floreal del año XII (25 de abril de 1804) se pronunció al respecto: Bonaparte
se sentía halagado por la propuesta de una monarquía hereditaria en su persona, pero el
Senado debía explicar por entero sus ideas acerca de una nueva monarquía gala.
En el Tribunado, un diputado tomó la palabra y lanzó la propuesta para ser
discutida. No fue espontáneo, todo había sido organizado por los partidarios de la nueva
monarquía. El Tribunado discutió la propuesta. Una semana después, el 13 de floreal (3 de
mayo), los tribunos aprobaron por mayoría presentar una moción al Senado: propusieron
la creación de una monarquía hereditaria en la persona del primer cónsul Napoleón
Bonaparte. La propuesta, a diferencia de la del Senado, era formal.
Al día siguiente, el Senado aceptó la moción. Pero la reforma debía concretarse en
un documento público que organizara el nuevo régimen. Una comisión senatorial se
constituyó al respecto. Estaba compuesta, además de Senadores, por los tres cónsules y
por los ministros de la república.
La Constitución del año VIII seguía vigente. Pero aceptaba reformas. Las reformas
de la constitución no eran sobre el texto; es decir, quitando y poniendo palabras.
Simplemente, las reformas de la constitución se escribían en un documento independiente
y se añadían al documento original. Las enmiendas eran documentos adicionales a la
Constitución del año VIII. Modificaban el texto constitucional en aquello que señalaba,
dejando el resto vigente. El Senado era el tribunal constitucional: de entre los candidatos
propuestos por la nación, elegía a los más aptos para la república según la constitución;
velaba por la constitucionalidad de las leyes; y podía enmendar la ley fundamental de la
república. El Senado servía a la Constitución. Así pues, el Senado era el encargado de
redactar la enmienda. A una enmienda adicional de la constitución se le llamaba, por aquel
entonces, senadoconsulto orgánico. En el año X se emitió un senadoconsulto que hizo
vitalicio el cargo de primer cónsul. Ahora, el Senado aceptó la propuesta del Tribunado.
Acto seguido, creó una comisión que redactaría un nuevo senadoconsulto orgánico. Sería
sometido al pleno; y de ser aprobado por él, daría a Francia una nueva organización. La
Constitución del año VIII, junto con los senadoconsultos del año X y de ese mismo año XII,
fueron llamados (mal-llamados) constituciones del imperio. Solo había una constitución, la
del año VIII, con sus enmiendas del año X y XII. Pero se entendía que eran tres
constituciones. La organización de la monarquía no vendría dada por una sola
constitución, si no por una acumulación de diferentes textos constitucionales. Y en caso de
colisión, los últimos, que enmendaban a los primeros, prevalecían sobre estos en solo
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aquello en lo que modificaban. La comisión senatorial tardó dos semanas en discutir y
poner por escrito su idea de monarquía hereditaria.
Siendo Napoleón el monarca a elegir, discutieron el título. Un rey era demasiado
monárquico. En cambio, el título de emperador recordaba a la antigua república romana.
Roma, respetando sus instituciones republicanas, enmendó su organización para
establecer un nuevo cargo, el de emperador. El nuevo cargo se solapaba a todas las
instituciones republicanas que durante siglos se fueron creando o modificando
gradualmente: el Senado, las asambleas, los cónsules y tribunos, etcétera. Todas ellas
pervivieron junto con el emperador. Ahora, los franceses imitaban la historia de la Antigua
Roma. Se confiaba el gobierno de la república, decía el senadoconsulto, en el emperador
de los franceses. Bonaparte sería el emperador de la república francesa. No había, en
apariencia, borrón y cuenta nueva de todo lo sucedido; simplemente, se continuaba la
historia.
La corona imperial era hereditaria en la descendencia directa, natural y legítima de
Napoleón Bonaparte, de varón en varón, por orden de primogenitura, y excluyendo
perpetuamente a las mujeres y a su descendencia: a Napoleón le sucedería el primer hijo
varón que tuviera; luego, los restantes hijos; y quedaban excluidas las hijas y todos sus
descendientes. Pero Bonaparte no había tenido hijos de su matrimonio con Joséphine. Ella
sí los había tenido con el anterior esposo, por lo que Napoleón pensó que quizá era estéril.
No pudiendo tener hijos, el proyecto de constitución establecía como norma sucesoria a
los hermanos de Napoleón, y por orden de primogenitura. Joseph Bonaparte era el mayor.
De morir Napoleón sin hijos varones, Joseph lo sucedería. Pero este tampoco tenía hijos
varones. Joseph sería emperador. Si al morir tenía hijos varones, le sucederían. Pero si
no, la corona pasaría a otro hermano o a su estirpe de descendientes varones. Lucien
seguía en orden, pero se había casado con una plebeya, por lo que fue excluido de la
sucesión. El siguiente era Louis Bonaparte. Estaba casado y tenía dos hijos varones:
Napoléon Charles y Napoléon Louis. Los hermanos serían tercero y cuarto en el orden
sucesorio, después de Joseph y Louis. Jérôme Bonaparte, el último de los cinco
hermanos, también fue excluido de la sucesión. El más joven de los Bonaparte, en misión
diplomática en los Estados Unidos, se enamoró de una americana. Era la hija del segundo
hombre más rico del Estado de Maryland. Él era William Patterson, un hiberno-escocés, un
irlandés descendiente de escoceses presbiterianos que colonizaron Irlanda. Había
emigrado a las colonias americanas antes de la independencia; y allí, de la nada, hizo
fortuna. Tenía solo una hija, Elizabeth Patterson, conocida como Betsy. El pintor Gilbert
Stuart hizo un triple retrato de ella. En el centro de una nebulosa con volutas oscuras, se
representaba un triple busto desnudo de la joven Betsy. Aparecía ella en el centro del
lienzo de frente; a la derecha, de perfil; y a la izquierda, en diagonal. Los tres lados de
Betsy se superponían en la composición pictórica. Su piel era blanca y rosada, y tenía un
cuello de cisne. Su boca era pequeña y carnosa. Sonreía grácil, como la Mona Lisa. Los
pómulos eran dos pequeñas manzanas rosas. Los cabellos, de color castaño cobrizo,
hacían bucles que caían sobre la frente y las patillas; y a la moda de la época, los recogía
en un pequeño rodete. Se decía de ella que era una de las mujeres más bellas de los
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Estados Unidos. En la víspera de la Navidad de 1803, Betsy y Jérôme Bonaparte se
casaron. Él tenía diecinueve años; ella, dieciocho; y contrajeron matrimonio contra la
voluntad del primer cónsul. La Constitución imperial del año XII ni mencionó a Jérôme. El
joven matrimonio viajó a Francia. Betsy estaba embarazada. Querían asistir a la
coronación, pero Napoleón se negó a que entraran en territorio galo. La americana tuvo
que parir en Londres, la capital del país enemigo. Nació un hijo varón: Jérôme Napoléon,
un calco de los Bonaparte. ¡Qué más daba! Napoleón tenía a Joseph, que podía tener
hijos. Y a Louis, que tenía dos y podía tener más. La sucesión quedaba garantizada con
dos varones en una sola generación, y dos más en la siguiente… De momento.
Una última cuestión quedaba pendiente: ¿qué podían hacer con los otros dos
cónsules de la república? Cambacérès, segundo cónsul, había sido la mano derecha del
general. Echaba pestes por el ascenso de Napoleón. Creía quedar atrás. A Talleyrand se
le ocurrió una magnífica idea y la expuso en la comisión senatorial. El senadoconsulto creó
las grandes dignidades del Imperio. Una especie de superministros, un escalón intermedio
entre el emperador y el consejo de ministros. Napoleón, para ejecutar las leyes, disponía
de diez ministros, diez auxiliares ejecutivos. A saber, un ministro de Asuntos Exteriores
(conocido internacionalmente como secretario de Estado). Otro de Interior. Otro de
Justicia. Otro de Policía. Otro de Guerra. Otro de Administración de la Guerra. Otro de
Marina y Colonias. Otro de Finanzas. Otro del Tesoro. Y otro de Asuntos Religiosos. Un
total de diez ministerios. Las grandes dignidades del Imperio serían seis, y algunas
tendrían bajo su custodia los ministerios que más estuvieran relacionados entre sí. El gran
elector se encargaba de convocar a elecciones y de disolver el cuerpo legislativo. El
archicanciller del Imperio se encargaba de la vigilancia general en lo relativo al orden
judicial de Francia. El archicanciller de Estado era lo mismo que el del Imperio, pero en lo
relativo al área diplomática. El architesorero englobaba a los dos ministros del área
económica: el del Tesoro y de Finanzas. El condestable, a los ministros de Guerra y de la
Administración de la Guerra. Y finalmente, el almirante superior sólo se superponía al
ministro de Marina. Las grandes dignidades del Imperio eran responsables de área,
coordinaban la acción de ministerios diferentes relacionados entre sí. Cambacérès, que
había participado en la redacción del Código Napoleónico, fue nombrado archicanciller del
Imperio. Se encargaría de los asuntos judiciales.
En quince días, el senadoconsulto estuvo finalizado. El 28 de floreal del año XII (18
de mayo de 1804) se sometió a discusión en el Senado. Los discursos fueron elogiosos, y
acto seguido se pasó a la votación. El senadoconsulto del año XII fue aprobado por
aplastante mayoría en el Senado. Se sometió a referéndum. Apenas unas décimas votaron
por el no. Casi el cien por cien de los votantes se decantaron por el Imperio. Pero la
abstención superaba más de la mitad de los llamados a votar.
No era, pues, el papa quien hacía emperador a Napoleón Bonaparte. Era el
pueblo. El papa solo estaba allí para bendecir la coronación. El cardenal de Roma sostenía
entre las manos la corona imperial, pero no podía dejarla suspender sobre la testa del
primer cónsul.
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Aquel 11 de frimario del año XIII (2 de diciembre de 1804) Napoleón Bonaparte
tomó de las manos del papa la corona imperial. La elevó sobre los cielos, y se coronó a sí
mismo. Al momento, estalló la composición para orquesta y coro del abate Roze: Vivat,
vivat in aeternum.
SECCIÓN II
La paz de Amiens duró un año. Por aquel tratado, Reino Unido debía abandonar Egipto y
la isla de Malta. Pero Egipto estaba en mitad del camino entre Londres y la India, colonia
inglesa. Y la isla, en medio del mediterráneo, era un enclave estratégico demasiado
valioso como para abandonarlo. Los británicos no cumplieron sus promesas, y se
reanudaron las hostilidades. En seguida, Bonaparte diseñó un plan para invadir Reino
Unido. Pero necesitaba dinero.
El presupuesto del año XII ascendía a más de 700 millones de francos. Con las
contribuciones ordinarias, el gobierno francés solo obtuvo un ingreso 560 millones.
Necesitaba 140 millones para cubrir el déficit. Gracias a la venta de Luisiana, obtuvieron
52 millones extras (descontados ya los gastos de negociación). Y España aportó 48
millones de francos como subsidio para financiar la guerra. En total, con el dinero aportado
por Estados Unidos y España, Francia obtuvo 100 millones de francos más, por lo que el
déficit se redujo a la cifra de 40 millones. ¿De dónde podía el emperador sacar dinero para
cubrir el déficit?
El norte de Italia había sido conquistado por Napoleón entre los años 1796 y 1797,
y vuelto a reconquistar en el año 1800. En el año 1802, el primer cónsul creó la República
Italiana, y se colocó a sí mismo como jefe del Estado. Quedaron libres Génova, Lucca, y
los Estados Pontificios; y el reino de Cerdeña, el de Etruria y el de Nápoles (junto con
Sicilia). Pero aún así, Napoleón reunía casi una tercera parte de la península itálica. Una
tercera parte de población y riqueza.
Bonaparte envió y mantuvo en la República Italiana un destacamento del ejército
francés. La legitimidad del gobierno de Bonaparte en Italia se basaba en la fuerza de los
soldados galos. Por la conservación del ejército francés en el país, la República Italiana
debía pagar un subsidio de 22 millones de francos. Ya solo restaba conseguir menos de
20 millones de francos.
Con el dinero en mano, Bonaparte desplegó su plan para invadir Reino Unido. En
Boulogne y otros puertos, construiría una armada que pudiera atravesar el canal de la
Mancha y conquistar las islas británicas. Los británicos, al vivir en una isla, solo tenían
comunicación y comercio con otros países mediante el mar. Con los siglos, se convirtieron
en expertos marineros, y tenían una de las mayores flotas del mundo. Los ingleses
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dominaban los mares. En cambio, Francia se situaba en mitad de la Europa Occidental.
Comerciaba y se comunicaba con otras naciones vía terrestre. Y era el país más poblado
de toda Europa, después de Rusia. La fuerza de Francia residía en el ejército de tierra, no
en la armada. Si Bonaparte quería conquistar Reino Unido, una isla de marineros, debía
dominar el mar, tanto para atravesarlo como para combatir a un pueblo de expertos
navegantes. ¡Una tarea de titanes!... Si Bonaparte quería vencer a los ingleses, debía
construir en pocos años lo que los británicos habían hecho durante siglos.
Al final, después de muchos años de retrasos, a mediados de 1805, Napoleón
estaba preparado para invadir Reino Unido.
Antes de comenzar las operaciones militares, Bonaparte se trasladó a Italia. Así
podía despistar a los ingleses. Además, tenía asuntos que tratar con ellos. Los italianos
pedían tener sus propias instituciones bajo sus normas constitucionales. Y querían no
pagar ningún subsidio al gobierno francés. El emperador accedió en parte. Napoleón
convirtió la República Italiana en el Reino de Italia. Tendría sus propios estatutos
constitucionales, a imagen y semejanza de las constituciones imperiales. Pero Bonaparte
se coronó Rey de Italia. Y el gobierno italiano seguiría pagando por las tropas francesas
situadas en el territorio.
—¿No es justo —dijo Napoleón— que contribuyan a mantener a los soldados que
derraman su sangre por ellos? ¿Quién, pues, ha reunido en un solo estado, para hacer un
cuerpo de nación, a cinco o seis provincias, gobernadas otras veces por cinco o seis
príncipes diferentes? ¿Quién, sino ese ejército francés y yo que lo mando? Si yo hubiera
querido, la Italia superior se encontraría hoy destrozada, distribuida en porciones, de las
cuales tendría el Papa una parte, otra los austríacos y otra los españoles.
Ah, el Reino de Italia era un Estado-Cliente del Imperio Francés, en el sentido
literal del término «cliente»: Italia pagaba a Francia por la protección que esta le ofrecía.
Un simple intercambio comercial… Pero ¿acaso Napoleón invadió el norte de Italia con
permiso de los italianos?... Italia era realmente un Estado-Vasallo de Napoleón: le
proporcionaba rentas al imperio, ingresos para financiar sus campañas bélicas y sostener
al gobierno de la nación; y el ejército galo estaba en Italia para que así fuera. Todo lo
demás era una simple justificación.
Para Napoleón era muy importante tener territorios vasallos que le proporcionaran
ingresos. Para eso servía la fuerza de los ejércitos. Su sola presencia intimidaba.
Ejerciendo Napoleón las funciones de Rey de Italia, la República de Génova pidió unirse al
Imperio. Lucca le siguió. Napoleón aceptó, ¡más ingresos para la Galia! Ahora Francia se
hacía más grande. Sobre el mapa, ya no era un hexágono. Aquello fue para Viena la gota
que colmó el vaso. Austria había dominado el norte de Italia. Con ello, tenía acceso al
mediterráneo. Ahora, no solo no tenía acceso directo al mar, además, se veía cada vez
más rodeada por Francia. Gruñía como un perro rabioso, y el emperador Francisco
movilizó las tropas hacia las fronteras de su Sacro Imperio.
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Napoleón se fue a reunir con las tropas en Boulogne. En cuestión de días,
atacarían por mar. Allí estaban todas las tropas preparadas para el ataque. Aún así, dejó
una pequeña reserva militar en la zona italiana. Bonaparte sospechaba de los movimientos
militares del emperador del Sacro Imperio. Poco después de la ceremonia de coronación
de Bonaparte, en diciembre de 1804, ingleses y suecos alcanzaron un acuerdo. Después
de tres años sin coalición, de paz en el continente europeo, nacía la Tercera Coalición.
Poco después, Reino Unido y Rusia ya tenían una alianza preparada entre sí. El joven
emperador ruso, el zar Alejandro, de veintisiete años, se apoyaba y dejaba asesorar por el
Comité Privado que él había instituido. Allí estaban los amigos más íntimos del zar:
Strogonoff y Czartoryski. Junto con el clérigo Piatoli, y siendo él el más prolífico autor,
crearon un conjunto de ideas y planes que influyeron en el emperador ruso. Según sus
ideas, Rusia debía ser el árbitro del mundo. Con ello, ganaría influencia sobre los demás
países, y la influencia traería más poder. Rusia era el país más poblado de Europa, y
podía hacer frente a los ejércitos enemigos. Con semejante fuerza, defendería a las
naciones europeas de invasiones extranjeras, crearía Estados-Tapón entre naciones
hostiles, e impondría a todo el mundo sus condiciones. Rusia sería el árbitro de Europa, la
policía de Occidente; y tal influencia era poder. Se pensaba ya en crear un Reino de la Dos
Bélgicas, una confederación germánica, otra italiana y otra suiza, para rodear y contener a
Francia. Los ingleses se unieron al plan, más por la alianza con Rusia que por las
quiméricas ideas del Piatoli. Y después de que Napoleón adquiriera Génova y Lucca,
Austria se unió a la alianza Anglo-Rusa. Formaron la Tercera Coalición: Reino Unido,
Suecia, Rusia y Austria. Todo en pocos meses después de la coronación de Bonaparte.
Napoleón tenía al grueso del ejército en Boulogne, listo para invadir Reino Unido.
Aquel plan era un imposible. Allí estaba él, con todas las tropas. Era el momento de atacar
a Bonaparte, por la espalda. Los ejércitos rusos y austriacos, subsidiados por Reino Unido,
se movilizaron. Juntos conquistaron Baviera, aliado de Napoleón, y se dirigieron hacia el
oeste. El emperador no dudó un segundo más. Había tirado millones de francos en
conquistar Reino Unido, y rusos y austriacos ahora le atacaban por la espalda. ¡Fin de
Boulogne!... Napoleón se reunió con lo mariscales para trazar un plan, ¡tenía un imperio
que defender!
SECCIÓN III
Desde el final de la Segunda Coalición en 1801, la paz con la Europa continental solo
había durado tres años. Con Reino Unido, apenas uno, desde 1802. Nada más descansar
la corona sobre la testa del general, se pusieron los ejércitos continentales en marcha.
Comenzaron Suecia y Reino Unido con una alianza firmada en diciembre de 1804. Pocos
días después de la coronación de Bonaparte, Reino Unido ya había conseguido su
ansiada Tercera Coalición. En 1805, se sumaron Rusia y Austria. Lunéville solo había
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traído cuatro años de tranquilidad con Austria. El emperador Francisco quería recuperar lo
perdido como fuera. Ese año de 1805, Napoleón estaba decidido a castigar a los aliados.
Las lonas blancas de las tiendas de campaña reflectaban los fluorescentes rayos
del sol. El azul celeste del cielo permanecía salpicado por unas pocas volutas blancas.
Una ligera brisa las movía con lentitud. Las gaviotas volaban en círculos. Planeaban entre
el campamento, la costa y el mar del estrecho de la Mancha. Y lo hacía con las blancas
alas extendidas, moteando el horizonte con los pequeños bemoles negros de sus cabezas.
Bonaparte entró en la tienda con los mariscales. Bajo el brazo llevaba largos rollos de
papel. Los lanzó al suelo. Todos excepto uno que retuvo en la mano. Lo desplegó sobre el
tablero de la mesa; y sujetó los cuatro puntos con dos tinteros, un compás y una regla.
Bonaparte tomó aire antes de comenzar la explicación; y sus fosas nasales se inundaron
del aroma salobre del mar, mezclado con el perfume de los tinteros.
—Mariscales —dijo—, observen este mapa de Europa. Estamos rodeados casi por
todas partes: Francia tiene tres frentes. Como bien sabéis, hace dos años, cuando
reanudamos la guerra con Reino Unidos, conquistamos las regiones de Hannover, al norte
de Alemania —y apuntó con el dedo índice—. Pertenecían al rey Jorge III de Inglaterra.
Conquistarlas, fue un golpe duro para nuestros enemigos ingleses, y al parecer, están
dispuestos a recuperarlas como sea. El primer frente lo forman suecos, ingleses y rusos.
Buscan desembarcar en la Pomerania, al este de la península de Dinamarca. Y quieren
desplegarse aquí, al norte de Alemania, sobre Hannover y luego Holanda.
Bonaparte movió su mano más abajo, entre los Alpes suizos y Hannover. El
segundo frente lo componían austríacos y rusos. Se desplegaban desde el este de Viena y
el Danubio. Y se moverían hacia Francia, cruzando Baviera y el sur de Alemania.
—Y el tercero es por Italia —continuó—. La Lombardía… Rusos e ingleses
desembarcarán en Nápoles y Sicilia. El rey de Nápoles, Fernando de Borbón, está casado
con la hermana de María Antonieta, María Carolina. ¡Pobre mujer!... Nos tiene un odio
terrible… Juntos; napolitanos, ingleses y rusos; cruzarán los Apeninos y llegarán al reino
de Italia. Allí atacarán la Lombardía desde el sur; y por el noreste, lo harán los austriacos.
Con la Reino de Italia bajo posesión aliada, Francia tendrá un tercer frente aquí —y golpeó
con el dedo el mapa—, al sur de los Alpes.
Los mariscales se miraron entre sí. Con los ojos buscaban los pensamientos
ajenos. Bonaparte los observó y arrugó el cejo. «¡De esta no sale!...», se decían con la
mirada. «¡Ya lo veremos!», respondía Bonaparte con la suya.
—Sire —afirmó uno de ellos—, tres frentes… No podemos luchar contra tres
frentes distintos… Bien lo sabe.
—¡Y tanto que lo sé!... Ya sabéis que odio tener que luchar contra tantos frentes
abiertos. Hay que escoger uno. Para que los enemigos tengan su frente norte, deberán
desembarcar y acceder por la Pomerania. Y Prusia es neutral. Intentan atraerla a la
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Coalición, pero nuestra diplomacia está trabajando para impedir tal cosa. Mariscales,
olvidémonos del frente norte.
Bonaparte metió una mano en el bolsillo y sacó un reloj de oro. Cogió con la otra
mano la regla que sujetaba una esquina del mapa, y dejó allí el reloj. Con regla en mano,
apuntó hacia Italia.
—El ataque por Lombardía me preocupa más. Pero aún está lejos —y Bonaparte
deslizó la regla hacia Baviera, dio sobre ella unos pocos golpecitos—. Aquí, señores. Este
es el frente que me preocupa en serio. Las tropas austriacas y rusas son las que más han
avanzado en esta dirección. Ellos ya han conquistado Baviera, nuestro aliado. La decisión
está tomada —y miró a los generales—. Ordenen a las tropas de Boulogne que den la
vuelta, ofrezcan la espalda a Gran Bretaña, y marchen conmigo. Nos dirigiremos al
Suroeste. A Estrasburgo, frontera con el Rin. Cruzaremos el rio, y nos dirigiremos hacia
Baviera. Y todo esto, debe ser en tan solo veinte días.
Y Bonaparte lanzó la regla contra Viena.
El emperador reunió todos los ejércitos, y dio una nueva organización y un nombre
que lo fijaría en la historia. Los ejércitos de Napoleón se llamarían la Grande Armée. Se
dividiría en siete cuerpos: El primero de ellos, dirigido por el mariscal Bernadotte, tenía 17
mil hombres. El segundo, por el general Marmont, disponía de 20 mil efectivos. El tercer
cuerpo, por el mariscal Davout, ascendía a 26 mil. El cuarto, por el mariscal Soult, era el
mayor de todos ellos, y tenía 40 mil. El quinto, liderado por el mariscal Lannes, contaba
con 18 mil hombres. El sexto, por el mariscal Ney, 24 mil. Y el séptimo, por Augereau,
tenía 14 mil efectivos. Ahora, Bonaparte no tenía un único ejército, ¡tenía siete!
Se desplegaron por un frente de más de doscientos kilómetros de ancho. Y lo
hicieron en tan solo veinte días. Cuando uno miraba a la derecha, veía a los galos entrar
en escena. Y al instante, lo hacían por el rabillo del ojo izquierdo. Ya pronto las tropas
flanqueaban. Y a los pocos minutos, el ruido de las pisadas de los soldados franceses, que
hacían crujir las piedrecillas del camino, se oía a lo lejos. Lo hacían con los ceñidos
pantalones blancos. Las botas de cuero azabache, que cubrían hasta la altura de las
rodillas, movían pequeñas volutas de polvo. Estas cubrían las botas con una blanquecina
capa mate. Y tras de sí, las tropas dejaban una larga cola de nube de arena blanca. El
uniforme azul marino con franjas blancas, y los shakos cubriendo las cabezas, se veían a
los lejos, en filas y columnas perfectamente alineadas.
Junto con los soldados andaba la caballería. La caballería pesada usaba coraza.
Por ello eran conocidos como los Coraceros. Las corazas de los jinetes no eran completas,
solo cubrían el pecho y el abdomen superior, y dejaban al descubierto brazos y piernas.
Estos petos eran de un luminoso acero pulido. Los jinetes llevaban casco con cimera y
penacho con cola; y portaban una espada larga y dos pistolas pequeñas. Los coraceros se
usaban para el ataque frontal.
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Además de la caballería pesada, también para el ataque frontal se usaba la
caballería de línea: los granaderos a caballo, los carabineros y los dragones. Los dragones
usaban espada y un rifle; y los carabineros, una carabina, es decir, un fusil corto.
Luego estaban los húsares (dragones ligeros o fusileros montados), que
patrullaban o inspeccionaban al enemigo con sable.
Y finalmente, otros caballos se usaban para arrastrar carretas cargadas de víveres,
o bien lo largos y oscuros cañones. Junto con los carros, cruzaban los carruajes de los
generales. Napoleón iba en carretela: Un coche de cuatro asientos, uno doble frente a
otro. La caja era abierta y poco profunda. Y las cubiertas permanecían replegadas y
guardadas en horizontal.
Escoltaba la guardia del general Bonaparte. El carruaje se balanceaba de un lado a
otro, tirado por seis caballos. Viajaban, junto Napoleón y el cochero, tres generales más
con amplios bicornios. Los sombreros giraban lentamente sobre el eje, a un lado y a otro,
observando el desplazamiento de tropas. Para Napoleón y sus acompañantes, todo
aquello era magnífico. ¡Los Alpes retumbaban!
Al sur de Alemania, el general austriaco Mack tomó la ciudad de Ulm. Pronto, el
ejército de Napoleón rodeó la localidad. Mack se encontró cercado por las tropas del
emperador. El general austríaco disponía de 70 mil hombres. Sus espías llegaban del
frente y le informaban de la relación de fuerzas. 20 mil austriacos, dirigidos por el general
Kienmayer, y 60 mil rusos, liderados por el general Mijaíl Kutúzov, venían juntos en su
ayuda desde la ciudad de Múnich. A estas fuerzas, se le unirían las organizadas por los
archiduques Juan y Carlos, 25 mil hombres. Mack dispondría en pocos días de una fuerza
militar de 175 mil hombres. ¿Qué tenía Napoleón? Los espías informaron que sólo habían
visto 40 mil franceses cruzar el Rin. Además, según estos espías, los ingleses iban a
desembarcar en Boulogne. Se suponía que en Boulogne estaba el grueso de las tropas
francesas, prevenidas para el ataque inglés. Y además, si se producía la invasión
británica, Napoleón se vería obligado a acudir y a repeler las fuerzas inglesas con las que
tenía cruzando el Rin. «¿175 mil austríacos frente a 40 mil franceses en desbandada? —
pensó el general Mack—. Napoleón está acabado.» El militar austriaco ordenó permanecer
en la ciudad y defenderla del ataque francés. ¡Bonaparte estaba acabado!...
Y lo estaría realmente, de no ser por los espías. Los agentes que informaban a
Mack, también lo hacían a Napoleón. Y el corso los enviaba al austriaco con información
falsa. Los ingleses no desembarcarían en Francia. En las costas de Boulogne no había
tropas francesas. Bonaparte no contaba con 40 mil hombres, tenía 160 mil. Y rusos y
austriacos no llegaban. Circuló una leyenda que explicaba la razón de la no-llegada del
ejército de Kutúzov. Los rusos no seguían el calendario gregoriano de la Europa
occidental, incluida Austria. Aún usaban el juliano; presentaba un desfase de días con
respecto al gregoriano; y con él, Austria y Rusia estaban completamente descoordinadas.
Kutúzov llegaría puntual el día previsto según el calendario juliano de Rusia; y Mack
esperaba la llegada de los rusos en el mismo día previsto, pero según el calendario
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gregoriano de Austria. Entonces, ¿qué fuerzas tenía Mack? Solo sus 70 mil hombres.
Bonaparte tomó el catalejo y lo desplegó en dirección al general enemigo. «70 mil
austríacos frente a 160 mil franceses. ¡Je, je!... —dijo—. Ahora, ¿quién está acabado,
eh?...»
A los pocos días entró el general ruso Mijaíl Kutúzov
Kutúzov cumplía sesenta años. Era grueso, tenía un redondeado bulto abdominal,
una melena corta de cabellos ondulados de color canoso, unos labios con volumen, y un
ojo destrozado. Pero ante todo, décadas de experiencia militar. Suficiente para comandar
el ejército ruso.
Cuando el general Kutúzov llegó a las inmediaciones del campo de batalla, el
general Mack, liberado por Napoleón, anunció la derrota: Napoleón había aplastado al
principal cuerpo de Austria. ¡Hacer frente a Napoleón, allí, era una locura! Kutúzov ideó un
plan. Los ejércitos aliados debían retirarse hacia el este. Debían marchar a Galitzia: la
región polaca, en manos de los rusos, al noroeste de la frontera con Austria. Kutúzov
lucharía en territorio propio. Para los rusos, un terreno conocido y con acceso a recursos.
Lo haría allí frente a Napoleón, una fuerza que desconocería el territorio y no contaba con
apoyos locales. Es más, conforme Napoleón se desplegaba hacia el este, más se alejaba
de París. Necesitaba comunicarse con Francia y abastecerse de provisiones. Para
mantener las líneas de comunicación y de abastecimiento con la capital, Bonaparte debía
guardarlas con tropas. De lo contrario, serían asaltadas y Napoleón quedaría
incomunicado y sin provisiones. Además, Napoleón, al avanzar hacia el este, no podía
descuidar su retaguardia. De ser así, lo atacarían por la espalda. Cuanto más avanzaba,
más tropas debía Napoleón dejar por el camino. Pronto, el emperador francés vería
reducido su ejército a una escuálida parte. Los franceses serían un reducido ejército
hambriento, perdido en Rusia, y hostigado por las fuerzas locales. Los rusos conocerían
todos sus movimientos, y desplegarían las tropas en los lugares adecuados. En esas
circunstancias, vencerlos sería cosa fácil. ¡Kutúzov enterraría a los franceses en Galitzia!
Así, con el plan del general Kutúzov, los rusos se dieron la vuelta y abandonaron el
lugar. Marcharon hacia el este y cruzaron el Danubio. Dejaron a su suerte Viena. El
emperador francés entró en ella en el otoño de 1805. Después, movió sus ejércitos hacia
Moravia, al sudoeste de Chequia. Cada vez que avanzaba, se estiraba su línea de
guarnición, ¡cada vez más larga! Napoleón conocía bien la debilidad de su posición bélica.
¡Estaba a más de mil cien kilómetros de Francia! No podía avanzar más hacia el este. Si
Bonaparte quería vencer a los aliados, debía ser allí, en Moravia, y no más lejos.
Aquel día, Napoleón vistió sobre el uniforme azul marino un abrigo gris que llegaba
a la altura de las rodillas. Lo lucía abierto. Y cubrió la cabeza con un bicornio. Napoleón
montó sobre un caballo castaño, y marchó con sus hombres a la loma de una colina. Allí,
desplegó el catalejo sobre la llanura que tenía ante sí.
Bonaparte veía una enorme extensión plana que no parecía tener fin. Una llanura
salpicada de pequeñas colinas. Todo lo cubría un grueso manto de verdes prados.
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Salpicado de árboles, unos se agrupaban en pequeños grupúsculos; otros, flaqueaban los
serpenteantes caminos polvorientos. Pero el otoño avanzaba, y a cada paso, raleaba el
lugar. La vegetación cada vez era menos numerosa. La llanura descubrió surcos de tierra
y piedras. Mientras, las hojas de los árboles caían, mostrando las desnudas ramas al aire.
Bonaparte, con el catalejo en mano, apuntó hacia el municipio de Austerlitz. Tenía un
castillo que se asemejaba a un palacete clásico, con un jardín geométrico al estilo francés,
lleno de fuentes y estanques.
El emperador soltó el catalejo y se dirigió a sus hombres:
—Caballeros —dijo—, examinad cuidadosamente este terreno, será un campo de
batalla; ustedes jugarán un papel en él.
Napoleón ordenó a sus generales que fingieran debilidad. Además, envió
desesperados mensajes a los aliados buscando un armisticio. Las fuerzas aliadas
parecían superiores a las de Bonaparte.
—¿Y por qué no atacamos aquí?
El joven emperador de Rusia, el zar Alejandro, de veintiocho años, se trasladó al
campo de batalla. Él y sus jóvenes consejeros estaban ansiosos de una victoria militar. Era
alto; de piel suave y pálida; ojos azules; y cabello rizados, cortos y rubios. Vestía uniforme
militar con espada al cinto. Y cubría la cabeza con un gran bicornio, redondeado y con las
puntas laterales levemente inclinadas hacia abajo. Estaba allí el autócrata de todas las
Rusias, impoluto, preparado para la gloria militar.
—¿Y por qué no atacamos aquí? —volvió a preguntar el emperador ruso.
El alto mando aliado se encontraba en el cuartel militar en Olmutz. Era de noche, y
bajo la luz del fuego de la chimenea y de las velas de cera, analizaban todos los aliados un
plan para atacar a las tropas francesas. El emperador Francisco II dudaba de atacar allí. El
emperador Alejandro no quería otra cosa que no fuera una victoria lo más rápido posible. Y
Kutúzov se negó en rotundidad a atacar a los franceses en Moravia. «¡Galitzia!,
¡Galitzia!...» No hacía más que pedir marchar a Rusia y vencer allí a los franceses.
—¿Qué no os dais cuenta? —preguntó el general austríaco Weyrother—. Los
franceses son inferiores en número. Están debilitados. ¡No hay más que observarlos! El
mariscal Soult ocupaba Austerlitz y las colinas de Pratzen. Intimidados al vernos, se han
retirado en desbandada, abandonando Austerlitz y Pratzen. Teníais que haberlo visto, la
retirada francesa fue un caos. Nosotros hemos ocupado las colinas. Ahora, desde los altos
de Pratzen, los vemos a ellos en las faldas, asustados.
El emperador ruso asintió las palabras de Weyrother. De pie, solemne, vestido de
militar, con la mano sobre la empuñadura de la espada, expuso su plan frente a los mapas
de Austerlitz.
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—Caballeros —dijo el zar—. Napoleón cuenta con escasas fuerzas y están muy
debilitadas. Bonaparte está desesperado por firmar un armisticio. Es la señal que
estábamos esperando. Confirma que está débil. Es el momento propicio de atacar. ¡Ahora
o nunca! ¡Deseo una victoria!
El emperador austriaco miró a Kutúzov. Estaba sentado sobre la silla, espatarrado
para dejar sitio a su gran abdomen.
—Señor —dijo Kutúzov con voz grave y gangosa—, conocemos a Bonaparte. Para
él, el arte de la guerra es el arte de la mentira. No creo que realmente esté tan debilitado
como parece. No es el momento ni el lugar de atacar a Bonaparte. Vayamos a Rusia. Allí,
en Galitzia,…
El zar cortó al general. De iure, Kutúzov comandaría las tropas. Pero sería el
general Weyrother quien realmente las lideraría. Se seguiría el plan del joven emperador
ruso: se daría batalla allí, en Austerlitz; no en Galitzia. Napoleón se salió con la suya.
—Mi señor —dijo Kutúzov—, no podemos permitir que el enemigo elija por
nosotros el campo de batalla.
SECCIÓN IV
En la madrugada del 11 de frimario del año XIV, Napoleón Bonaparte vistió botas negras,
uniforme azul marino, abrigo gris y bicornio oscuro. Montó en un caballo blanco, y se
dirigió a la colina más cercana a contemplar el campo de batalla por última vez. Solo era
cuestión de esperar unos pocos minutos. Tarde o temprano, alguien dispararía primero, y
con ello, se iniciaría la batalla.
La extensión de pequeñas colinas que tenía ante los ojos se encontraba moteada
de colores diferentes. Las llanuras y las faldas de los montículos tenían un fino manto
esmeralda. El manto albergaba grandes manchas de tierra compacta llenas de piedrecitas,
junto con charcos de agua y nieve. Los árboles, que flanqueaban los caminos o hacían
pequeños grupúsculos, estaban casi completamente deshojados. Ya el viento había
esparcido las hojas secas de color canela. Solo quedaban en pie los árboles, con las
ramas desnudas al viento. Los primeros rayos del sol del amanecer, de una tonalidad
anaranjada y ámbar fluorescente, apenas podían atravesar la gruesa capa de nubes grises
que cubría todo el cielo. Inundaba el ambiente una ligera niebla.
Bonaparte inspiró el aire fresco y húmedo de la atmósfera. «Será hoy el último olor
agradable.» La húmeda y gélida brisa acariciaba los pómulos con un tacto suave.
Bonaparte cogió el catalejo y lo desplegó a todas partes. Sobre su mente, dibujó el mapa
del lugar.
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Al noroeste se encontraba la ciudad de Brunn. Al noreste, y ligeramente más abajo
de Brunn, se situaba Austerlitz. Esta localidad era más pequeña que Brunn, y ambas se
mantenían comunicadas por un camino. La ruta de Olmutz recorría en horizontal, de oeste
a este, la parte septentrional del mapa. Un desvío hacia el suroeste comunicaba la ruta de
Olmutz con el municipio de Austerlitz. Cerca transitaba el rio Littawa. A su paso, y hacia al
sur, formaba pequeños lagos. Estos permanecían cubiertos de una resplandeciente capa
de hielo. El gélido suelo era sólido, cualquier persona podía caminar sobre los lagos.
Entre las localidades de Austerlitz y Brunn, en el centro y de norte a sur, se situaba
una pequeña columna de pueblos y aldeas. La columna se disponía en diagonal, con una
ligera inclinación hacia la derecha. Al norte, por encima de la ruta de Olmutz, se
encontraba Kritschen. Debajo del camino, y hacia el sur, se disponían en la columna las
villas de Puntowitz, Kobelnitz, Sokolnitz y Tellnitz. A la derecha entre Puntowitz y
Kobelnitz, y a la altura de Austerlitz, se encontraban las colinas de Pratzen. Casi en el
centro del mapa. Y al sur de Tellnitz, los lagos helados.
Los aliados ocupaban la parte oriental del mapa; y Napoleón, la occidental. Los
separaba las colinas de Pratzen, ocupadas por el ejército aliado, a iniciativa del emperador
francés. Apenas tenían una docena de metros de altura, y bajo ella, se concentraba la
niebla. Cada vez era más espesa.
Con esta disposición de los ejércitos, Napoleón tenía el flanco izquierdo hacia el
sur, entre Tellnitz y Sokolnitz; y el derecho, al norte, más al este de Kritschen y cerca de
Bosenitz. El ejército enemigo se situaba al revés. Su flanco derecho estaba al norte; y el
izquierdo, poco más abajo de las colinas de Pratzen.
El emperador Napoleón solo contaba con 70 mil hombres. Los emperadores
Francisco y Alejandro, 85 mil. Después de observar el terreno, Napoleón cerró el catalejo y
lo guardó en el bolsillo del abrigo. Ya había amanecido, y la espesa niebla cubría todo el
campo de batalla. Solo sobresalía las colinas más altas.
—¡Perfecto! —exclamó Bonaparte.
Al dar la vuelta al caballo, Bonaparte vio como todos los mariscales y generales
esperaban las órdenes que dictara.
—Mariscal Soult —dijo el emperador—, coge dieciséis mil hombres del IV Cuerpo y
posiciónate frente a las colinas de Pratzen. Sitúate en las faldas de las colinas.
Soult frunció el cejo.
—¿Bajo el fuego enemigo? —preguntó el mariscal.
—¡Bajo el fuego enemigo! Escóndete bajo la densa niebla y espera órdenes.
Mientras no os vean, no os atacarán. Justo allí, encima de las colinas de Pratzen está el
centro del ejército enemigo. Pues bien, les daremos algo con que entretenerlos. Debilitaré
mi flanco derecho. Debe ser algo visible. El ejército enemigo se percatará de ello. Verán mi
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posición derecha vulnerable, por lo que su flanco izquierdo se alargará para atacar nuestro
flanco derecho. No hay motivos para preocuparse, el III Cuerpo de Davout marcha desde
Viena hacia mi flanco derecho. 110 kilómetros en dos días. Estará justo para el momento
álgido de la batalla.
Los oficiales cumplieron órdenes y se dispusieron tal y como había dictado
Napoleón. Soult debía darse prisa en situarse en las faldas de la colina de Pratzen. De
disiparse la niebla, los descubrirían. Los soldados corrieron hacia las faldas, en medio de
las densas volutas blancas. Posicionados, solo quedaba aguardar.
Mientras, en Tellnitz, en el debilitado flanco derecho de Napoleón, comenzaron a
sonar los silbidos de los mosquetes aliados. Se unieron los rugidos de los cañones. Davout
aún no llegaba, y los aliados habían estirado demasiado su flanco izquierdo para atacar la
derecha de Bonaparte.
—¡Justo lo que buscaba! —exclamó Bonaparte, catalejo en mano—. Con el flanco
izquierdo de los enemigos atacándonos, ahora han descuidado el centro y el flanco
derecho.
Bonaparte se encontraba en Brunn. Lo acompañaban los generales Lannes, Murat
y Bernardotte. Todos permanecían montados a caballo, alrededor del emperador. El
general Kutúzov creía que el centro aliado, las colinas de Pratzen, eran vitales. Las ocupó
con su IV Cuerpo, pero el emperador ruso lo obligó a desalojar. Bonaparte sonrió mientras
observaba las maniobras enemigas con el catalejo.
—Que se prepare el mariscal Soult a recibir mis órdenes —expresó Bonaparte.
El mariscal, a caballo, subió y se posicionó al lado del emperador.
—¿Estáis viendo, mariscal Soult?... ¿Oís a nuestra derecha el ruido de cañones y
mosquetes?... El flanco izquierdo del enemigo persigue una quimera hacia el sur. Les
hemos hecho creer que nuestro flanco derecho es vulnerable. Han caído en la trampa.
Ahora nos atacan por el flanco derecho, por el sur. El III Cuerpo de Davout está al caer
justo ahí. ¡Refuerzos!, serán muchos los refuerzos que llegarán para defender nuestro
flanco derecho. Davout llegará pronto de Viena. Justo cuando los enemigos no se lo
esperen, ¡el III Cuerpo los aplastará!... Y no solo eso, aquí viene la parte que le toca,
mariscal. Con el flanco izquierdo del enemigo desplegado hacia el sur, persiguiendo una
quimera, ¿en qué situación deja el enemigo su centro y flanco derecho?... ¡Ah!, cierto,
mariscal Soult, en una situación de debilidad. Y no solo eso… Observe, observe bien los
movimientos enemigos en Pratzen. Ahora la niebla se está despejando. ¡Sale el sol justo a
tiempo!... Estos idiotas abandonan Pratzen. ¿El centro está despejado?... Observe, Soult.
¿Cuánto tiempo tardarán sus hombres en tomar los Altos de Pratzen?
—Menos de veinte minutos, sire.
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Napoleón sacó el reloj de bolsillo y observó. Eran las nueve menos cuarto. En
quince minutos, ordenaría al mariscal Soult atacar las colinas de Pratzen desde las faldas.
¡Lo nunca visto en guerra!
Napoleón guardó el reloj. Acto seguido, dio las ordenes al mariscal Soult. El
mariscal se despidió y cabalgó hacia sus hombres. Bonaparte apuntó su puño derecho
hacia la palma izquierda:
—Un golpe fuerte y la guerra ha terminado.
SECCIÓN V
Las volutas blancas de la niebla se confundieron con las de tonalidad gris de la pólvora de
cañones y mosquetes. Bonaparte oía a lo lejos temblar el campo de batalla. Los
mosquetes silbaban y los cañones rugían. Soltaban haces de color amarillo fluorescente,
con chorros de pólvora. Los soldados caían llenos de amapolas. Lo hacían sobre la tierra,
la nieve o el barro. Las heridas de balas sangraban. Sobre la nieve blanca, el color
carmesí de la sangre hacía charcos enteros de un color muy vivo. Mientras, los cañones
amputaban soldados enteros, y los que no eran despedazados se sometían a la metralla
caliente. Aquella planicie era inmensa, y aún así, a distancia, el hedor herrumbroso de la
pólvora y de la sangre inundaba las fosas nasales del emperador de los franceses. Pronto,
se le uniría el aroma inconfundible de la descomposición.
La niebla se disipó al completo, y al hacerlo, los franceses atacaron los Altos de
Pratzen. Los rusos estaban sorprendidos. Dispararon hacia abajo. Los franceses heridos
caían al suelo y rodaban por la pendiente. Pronto se formó una enorme polvareda. Pero
los franceses eran mayores en número. Los soldados corrían hacia arriba, jadeantes, y
con las bayonetas caladas, acuchillaban a los rusos. Los aliados huyeron de Pratzen. La
caballería salió al frente de batalla. A la niebla blanca que se disipaba, le sustituía el humo
gris de las armas y la polvareda color crema de la caballería.
En el sur, el III Cuerpo de Davout entró en escena. Entonces, los aliados
decidieron abandonar el campo de batalla. Para la huida, tomaron el camino hacia el sur,
por los estanques helados. Las casacas enemigas corrían despavoridas, algunos incluso
se resbalaban sobre los suelos de hielo de los lagos. La artillería francesa se apostó frente
a ellos. Se ordenó disparar, no contra los soldados, sino contra el agua. Las balas de los
cañones rompieron los suelos de hielo de los lagos. Los soldados enemigos cayeron al
agua. Algunos no sabían nadar y se ahogaron. El agua estaba gélida. Aunque supieran
nadar, los músculos de los soldados no funcionaron. Tenían la piel pálida y los labios
azules. En breves minutos, dejaron de moverse. Petrificados, se hundieron en el lago. En
la batalla de Austerlitz, la batalla de los tres emperadores, Napoleón consiguió 8 mil
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muertos y heridos; el zar Alejandro, 15 mil. Todo terminó con la enorme victoria del
emperador francés. ¡Una gran victoria!...
SECCIÓN VI
El 5 de nivoso del año XIV, Austria y Francia firmaron el Tratado de paz de Presburgo. La
Tercera Coalición se desmoronó en solo un año. Austria indemnizó al emperador de los
franceses con 40 millones de francos.
El 11 de nivoso (primero del año 1806), se restableció en Francia el calendario
gregoriano. Con ello, Napoleón ponía fin al calendario republicano.
El 23 de enero, fallecía el primer ministro británico William Pitt. Le sucedía William
Grenville, liderando un gobierno favorable a la reconciliación con Francia. Con la Tercera
Coalición desmontada, solo quedaba firmar la paz con los británicos. Las negociaciones se
alargaron.
La actividad diplomática también tenía lugar con los rusos. Solo quedaba el reino
de Nápoles, ese pequeño país al sur de Italia. No era como los gigantes de Rusia o
Austria. ¡Demasiado débil! Bonaparte ordenó al general Massena ponerse al frente de un
ejército de 40 mil hombres. No aceptaría ninguna proposición de paz o de armisticio, no
era eso lo que le convenía. Massena conquistó el sur de Italia. La familia real huyó a la isla
de Sicilia, y Napoleón convirtió a su hermano Joseph en el rey de Nápoles. No pudiendo
conquistar la isla de Sicilia, en manos del rey Fernando, Joseph sería rey de Nápoles sin
Sicilia. El general corso tenía la práctica totalidad de Italia a sus pies.
Además, Bonaparte tomó Venecia y Dalmacia. Convirtió la república Bátava en el
reino de Holanda, y se la entregó a Louis Bonaparte. Hizo, en pocos días, principados y
ducados sobre los territorios conquistados al enemigo. En ellos, Napoleón tendría tropas; y
a cambio de la protección que brindaba, cobraría rentas millonarias. El general corso
soñaba con un gran imperio. No el Imperio de los franceses. Bonaparte deseaba
restablecer el Imperio de Occidente.
Napoleón, para luchar contra Austria y Rusia, había conquistado la región alemana
de Ansbach. Pertenecía a Prusia; y Napoleón, después de la campaña bélica, se la
concedió a su aliada Baviera. Bonaparte buscó una manera de indemnizar a Prusia. Era
aquello mejor que entrar en guerra. Napoleón, para indemnizar a Prusia, le cedió
Hannover. El rey Federico Guillermo de Prusia, aunque lamentaba tener que tomar el
control de una región que había pertenecido a los reyes de Inglaterra, ambicionaba el
nuevo territorio. Contaba con hombres y recursos suficientes.
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Mientras, el corso deshizo el Sacro Imperio. No era más que una gran
confederación de pequeños territorios en manos de reyes, príncipes y duques. Un lienzo
elaborado con diferentes retales. Cientos de pequeñas piezas de un mosaico. Solo
destacaban Prusia y Austria, cuyos reyes contaban, además, con territorios extraconfederales. Eran dos gigantes en medio de liliputienses. El 1804, Francisco II,
emperador del Sacro Imperio, creó el Imperio Austriaco. No soportaba ver a Napoleón
convertido en emperador, por lo que ahora Francisco lo era por partida doble: Francisco II
del Sacro Imperio y I de Austria. Pero Bonaparte necesitaba un conjunto de Estados
pequeños en su frontera. Lo suficiente débiles como para plegarse a la voluntad del
general. Y grandes en su conjunto como para hacer de colchón amortiguador entre Francia
y los enemigos de esta. Napoleón deshizo el Sacro Imperio. Con todas las piezas del
antiguo mosaico germánico sobre el escritorio, excluyó las de Prusia y Austria, y reunió el
resto en la Confederación del Rin. Él sería su protector. Y con la nueva confederación,
Francia tenía en la frontera oriental un escudo fuerte que pudiera defenderla de una
invasión rusa, prusiana o austriaca. Eran Estados-vasallos y Estados-colchón. ¡Rentas y
un gran escudo!
Prusia veía a la nueva confederación como una amenaza. La gobernaba Napoleón.
¡Demasiado cerca de Prusia!... Bonaparte trataba de negociar con los ingleses. Para la
paz, el emperador de los franceses le devolvería a Jorge III sus territorios de Hannover.
Pertenecían ahora al reino de Prusia. A cambio, Bonaparte indemnizaría al reino prusiano,
o le devolvería lo que había tomado de él. Prusia no ganaba ni perdía nada. Pero las
noticias de las negociaciones anglofrancesas llegaron a medias. Solo se escuchó la noticia
de que Napoleón arrebataría a Prusia su nuevo territorio y se lo entregaría al rey Jorge III
de Inglaterra. ¡Una afrenta para Prusia! ¡Robarla a ella!...
La esposa del rey de Prusia, la bella María Luisa, lideraba el partido de la guerra.
Prusia debía luchar contra el monstruo de Bonaparte. Después de unos pocos meses de
negociaciones; prusianos, rusos, suecos e ingleses formaron la Cuarta Coalición contra
Francia. ¡Otra vez a la guerra!
SECCIÓN VII
Austerlitz no fue lección suficiente para los enemigos de Napoleón.
Los ejércitos francés y prusiano se encontraron al suroeste de la capital de Prusia,
Berlín. Fue a las afueras de una pequeña ciudad llamada Jena. Comenzó la batalla la
mañana del 14 de octubre de 1806. El mariscal francés Michel Ney se lanzó al ataque sin
que Napoleón lo ordenara. Ney nació en 1769. Era hijo de un artesano tonelero, veterano
de la guerra de los siete años. Creció con los relatas militares del padre. De niño, Michel
se empleó como aprendiz en una oficina comerciante de licores, y después, quedó a cargo
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de un vendedor comercial de una fundición. En 1787, con dieciocho años, y en contra de la
voluntad del padre, se alistó voluntario en el ejército. La revolución provocó la huida de la
nobleza, los únicos que eran oficiales del ejército. En la década de los años 1790, las
guerras revolucionarias y la escasez de oficiales ofrecen oportunidades de ascenso social
dentro de la graduación del ejército. Y Michel Ney, de la nada, emprende una ascendente
y exitosa carrera militar. Como tantos otros, como Lazare Hoche o Joachim Murat, hijos de
obreros o de artesanos y pequeños comerciantes, Michel Ney ascendió por méritos. El
mariscal era alto, robusto, de piel pálida, ojos azules y cabellos color rubio cobrizo. Por su
carácter, temerario y testarudo, unido al color del cabello, el mariscal era conocido como
«el rubicundo». ¡Demasiado cabezón!... El ataque hacia las tropas prusianas, sin que
mediara orden del emperador, fue un completo desastre.
Bonaparte ordenó al mariscal Lannes ir al rescate de Ney. Jean Lannes era de la
misma edad que la del emperador y la del mariscal Ney. Fue el quinto hijo de ocho de un
humilde comerciante francés. Debido a la pobreza de la familia, apenas recibió una
educación básica, y se empleó muy joven en una tintorería. Convertido en un adulto, era
alto, de piel pálida, y cabellos cortos y ondulados de color castaño. Para las mujeres, un
hombre muy atractivo. Con la revolución, se alistó en el ejército en el año 1792. Los
compañeros reconocían en él su inteligencia, y pronto fue ascendido a sargento. Gracias
al teniente Pouzet, conoció el arte de la guerra. Con Bonaparte, luchó en Italia. Lannes
aprendió del general corso, destacó en los campos de batalla, y Bonaparte lo nombró
general de brigada. Napoleón podía confiar en él si lo lanzaba al frente. Era, además, su
mejor amigo.
Bonaparte decidió rodear al ejército enemigo por los flancos. Aquella noche, el
emperador de los franceses venció a los prusianos. En pocos días, se dirigió a la capital de
Prusia y la tomó. Ya solo quedaba otro enemigo, Rusia. Pronto iría a por él, y los países de
la Cuarta Coalición se verían obligados a firmar la paz.
En Berlín, Bonaparte pensó qué hacer con los enemigos ingleses. Vencer a los
europeos en tierra era cosa fácil. Las guerras eran intermitentes. De 1792 a 1797; de 1798
a 1801; de 1804 a 1805; y ahora, a finales de 1806, Napoleón estaba a punto de terminar
con la Cuarta Coalición. Con los ingleses era cosa diferente. Lucharon sin interrupción
desde 1793 hasta 1802. Y lo volvían a hacer otra vez desde 1803. ¡No daban descanso!
«¡Ojalá los ingleses hagan la paz como hacen la guerra!»
La Royal Navy era una muy poderosa fuerza marina de guerra. Los ingleses, en
sus islas y con sus poderosas fuerzas marítimas, se defendían con facilidad y acosaban a
los franceses por todos los océanos. Francia era una fuerza armada de tierra, no podía
competir con los ingleses. Bonaparte, en Boulogne, pretendía crear una flota igual e invadir
Reino Unido. El almirante Nelson acabó sus sueños. El 21 de noviembre de 1805, en el
cabo de Trafalgar, al sur de España, una flota inglesa de treinta y tres buques se enfrentó
a un número igual de barcos franceses y españoles. Veintidós de ellos se hundieron en las
aguas, dos terceras partes; y los ingleses salieron ilesos. Horatio Nelson murió en la
batalla de un disparo. Y para recordar a Nelson y su heroica batalla, lo ingleses
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construyeron en Londres una plaza conmemorativa. Diseñaron la plaza rodeada de
edificios de estilo clásico de piedras pulidas de tono blanquecino. Se llamó Trafalgar
Square; y en su centro, colocaron una enorme y bella columna corintia en honor a Horatio
Nelson.
¿Qué podía hacer Napoleón para vencer a los ingleses?... Estaba claro que por
mar no podía luchar contra ellos. Ideó un plan B:
Un bloqueo continental. Él dominaba Francia: un país cuyo tamaño era ya casi un
tercio de la Europa occidental. Tenía aliados y Estados vasallos: los reinos de Italia,
Nápoles, España y Holanda; y la Confederación del Rin. Y por si no fuera poco, sometía al
Imperio Austriaco y a Prusia. Dominaba casi todo el Occidente de Europa. Para luchar
contra Reino Unido, Bonaparte no pensó en una guerra a sangre y fuego o en una invasión
por mar. Para luchar contra Reino Unido, Napoleón conjuró una guerra económica,
comercial: cerraría toda Europa y aislaría a Reino Unido.
El 21 de noviembre de 1806, el emperador de los franceses emitió el Decreto de
Berlín: Todas las mercancías procedentes de las manufacturas de Reino Unido debían
confiscarse, tanto en los puertos como en el interior, incluyendo aquellas mercancías
depositadas en las casas de los comerciantes. Toda carta que viniera de las islas, fuera
destinada a ellas, o estuviera escrita en inglés, se detendría en la oficina de correos y se
destruiría. Y todo inglés, cogido en Francia o en los países sometidos a sus armas, sería
declarado prisionero de guerra.
Aquello era un decreto, Derecho estatal con letras mayúsculas. Pero, ante todo,
aquello era robar, destruir y secuestrar; delitos, crímenes. ¡Ah!... Desterrada a justicia,
¿qué es un Estado sino una banda de criminales?... ¿Y que es una banda de criminales
sino un Estado?...
Más al noroeste, en los campos nevados de Eylau, el 8 de febrero de 1807,
Napoleón venció a Rusia y Prusia. En julio de ese mismo año, el zar ruso y el emperador
de los franceses firmaron el Tratado de Tilsit. Rusia y Prusia salían de la guerra, firmaban
la paz, y ahora se arrodillaban frente a Francia. La Cuarta Coalición se deshizo. ¡La paz!...
Napoleón impuso la paz en la Europa continental, y con ella, el bloqueo comercial al Reino
Unido. Ahora, Rusia y Prusia enteras se sumaban a la lucha comercial contra los ingleses.
Napoleón vio en el joven zar Alejandro de Rusia a un buen aliado. No pudo decir lo
mismo de Prusia. Pero Prusia ahora se mantenía en paz con Francia. El rey de Prusia,
Federico Guillermo III, se apoyó en ministros reformistas: el barón von Stein, el príncipe
von Hardenberg, y el joven Wilhelm von Humboldt. En 1792, con tan solo veinticinco años,
Humboldt escribió un libro titulado Los límites de la acción del Estado. De eso
precisamente trataban las reformas de Prusia. Alentados por la reina Luisa, los consejeros
redactaron leyes radicales que serían aprobados por el rey: Se abolió la servidumbre. Se
estableció el libre comercio de la tierra. Y se remodeló el ejército. Prusia debía estar en
paz con Francia. Cualquier esfuerzo bélico contra ella era inútil. Solo debía estar en paz,
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sanar y progresar. Algún día, quizá, ya podría enfrentarse a Francia… De igual a igual,
solo de igual a igual.
SECCIÓN VIII
Napoleón tenía ante los ojos el mapa de la península ibérica: la cabeza de Europa. La
península mira hacia Occidente. El cabo de San Vicente es la barbilla. Los cabos de Roca
y Espichel forman la nariz. A la altura de Oporto se ubican los ojos. Y toda Galicia es la
frente. Bonaparte contempla a España y Portugal con los ojos entrecerrados. Intentaba
abrirlos, peros los párpados pesaban demasiado.
El emperador permanecía sentado frente a la mesa de caoba. Se encontraba en
una de las lujosas habitaciones embaldosadas del palacio barroco de Fountainebleau,
ahora residencia imperia. Vestía, de blanco, medias de seda, calzones, camisa y chaleco.
No llevaba los zapatos puestos; y el nudo del corbatín permanecía desabrochado.
Su bloqueo comercial ya estaba puesto marcha. Los soldados franceses se
esparcían por casi todos los puertos de Europa; fueran franceses, vasallos o aliados. Se
incluía a España y a Prusia en el plan: de no acatar las directrices Bonaparte, serían
invadidos. Napoleón era el amo de Europa. Ahora se haría la voluntad del general: arruinar
a Reino Unido.
Las islas producían manufacturas que ofrecía a Europa. A cambio, Europa
producía materias primas que intercambiaba por los productos manufactureros de Reino
Unido. En las islas se desarrollaba la máquina de vapor. La máquina de fuego, como se le
llamaba por entonces, existía desde hacía muchos siglos como un simple divertimento. En
1768, James Watt perfeccionó la máquina y buscó para ella una utilidad mayor: la
generación de energía. Al año siguiente, Watt solicitó la patente. En 1774 se asoció con el
empresario Matthew Boulton, y juntos emprendieron la firma Boulton & Watt, para la
construcción de máquinas de vapor. La máquina de vapor de Watt era un potente
generador de energía. Un invento adecuado para la producción masiva. Y con él y otros
grandes inventos, Reino Unido entró, no ya en un gran cambio político como en Francia,
es decir, en una revolución política, sino en una revolución industrial.
La expropiación de los bienes ingleses y el cierre del comercio, que impedía que
Reino Unido pudiera vender sus productos, dañó la economía inglesa. En aquel año de
1807, la renta per cápita del Reino Unido alcanzó su máximo histórico. Desde ese año
hasta 1808, cayó un 6% a consecuencia del bloque. Aún así, Reino Unido era el segundo
país con mayor renta per cápita de todo el planeta. Solo los Países Bajos estaban por
encima. Aunque Gran Bretaña, Reino Unido sin Irlanda, superaba con creces la renta per
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cápita de los Países Bajos. Pero no la de Holanda. Italia, Alemania y Francia, y a la misma
altura, quedaban muy por detrás de estos dos países. Y más abajo, España y Portugal.
Con el bloqueo comercial, Europa no salió beneficiada. Necesitaba manufacturas
que ahora no podía comprar a los ingleses. ¡Con lo buenas que eran!, ¿dónde podían
obtenerlas? Con el comercio inglés cerrado a Europa, las naciones sustituyeron a sus
socios comerciales ingleses por los franceses. Francia podía salir ganando, pero no
producía ni podía competir igual que los ingleses. La Galia no era rival para Reino Unido,
sus productos manufactureros no eran tantos ni de tan calidad como los ingleses. Francia
era una mala sustituta de Reino Unido. Pronto floreció el contrabando. Los europeos
intentaban hacerse con las mercancías inglesas de tapadillo, ocultándose de las miradas
de la gendarmería francesa. Y aún así, Napoleón quería que toda Europa participara del
bloqueo continental. ¡Era la guerra contra los ingleses!... ¡Tarde o temprano se
arrodillarían!...
Ahí, sobre el mapa, estaba Portugal. En la concepción de Bonaparte, Portugal
también debía cerrar sus puertos a los ingleses. Debía unirse al sistema continental, al
bloqueo comercial contra Reino Unido. De no acatar las normas que él imponía, Napoleón
estaba dispuesto a invadir al vecino español. ¿Qué había hecho la Lusitania para merecer
semejante trato? ¡Nada!... Portugal, un país tranquilo, no había dañado a nadie. Solo
dependía del comercio inglés. Exportaba sus vinos, y tenía en sus territorios peninsulares
muchas casas inglesas de comercio. «¿Deshacerse de aliados comerciales tan
poderosos?... ¡Imposible!...» Portugal estaba dispuesta a no cumplir las órdenes de
Bonaparte: ellos no cerrarían los puertos a Reino Unido. Entonces, Napoleón se decidió
por invadir Portugal. Portugal cerraría sus puertas ¡por la fuerza de las armas!
Casi a punto de cerrar los ojos, Napoleón oyó un gemido. Los abrió al completo. En
la habitación de al lado, alguien lloraba.
Bonaparte despertó del sueño de sus reflexiones, cogió los zapatos negros de
hebilla de plata, y se calzó. Se puso de pie, y acudió al dormitorio contiguo. Al abrir la
puerta, Napoleón vio a la emperatriz en camisón blanco. Permanecía sentada en un lado
de la cama, con el cuerpo sobre ella, boca abajo, y las manos tapando la cara. Lloraba.
Napoleón se sentó al lado y la abrazó. Joséphine cogió al esposo con los brazos. El
cuerpo de Joséphine temblaba. Lloraba, y al no poder respirar, daba fuertes bocanadas
para intentar tomar aire. Apenas podía.
—¡Vamos!... ¡Vamos!... —dijo el emperador.
Napoleón acarició los oscuros bucles de la melena de la emperatriz. Ella lo miró a
los ojos. ¡Pobre Joséphine!... Surcaba por las mejillas las saladas lágrimas. ¡Verla así!...
Los Bonaparte solo tenían dos varones en la segunda generación, los hijos de
Louis: Napoléon Louis Charles y Napoléon Louis. La sucesión estaba garantizada por los
dos sobrinos del emperador, hasta que sobrevino la tragedia. En mayo 1807, el
primogénito de los dos hermanos, Napoléon Charles, murió con tan solo cuatro años y
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medio. Joséphine perdió a su primer nieto, el fruto de la unión de los Beauharnais con los
Bonaparte. Una fiebre terrible se lo arrancó de entre los brazos. Ahora había un varón sólo
en la segunda generación Bonaparte. De morir los hermanos Napoleón, Joseph y Louis,
heredaría el sobrino Napoléon Louis de tan solo tres años. Solo estaba él. ¿Y si moría
antes o sin hijos?... ¡Qué delicada sucesión!... Joséphine había sido abuela con tan solo
treinta y nueve años. Ahora, la emperatriz tenía cuarenta y cuatro. A esa edad, en casos
extremos, algunas mujeres podían tener hijos. La emperatriz perdió ya toda esperanza.
Para Napoleón, la muerte del sobrino fue un golpe duro. Pero era un militar. Él, que
había visto la muerte en los campos de batalla, no debía tener miedo a ella. Ante
Joséphine no derramó ni una lágrima.
Al mirar Bonaparte los ojos de la esposa, inundados, comprendió su situación. El
general necesitaba un heredero varón. El sobrino no bastaba. Un golpe más, y la corona
imperial de Bonaparte no tendría sucesor. El emperador necesitaba tener un hijo, y la
pobre Joséphine no se lo daba.
¡Lástima!... Napoleón sabía que la esposa podía leer en la mirada. Y Joséphine
leyó en los ojos del marido todas sus intenciones. El divorcio, algún día llegaría el divorcio.
Necesario, tal vez, pero ¡imposible de aceptar!...
Continuará…
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