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Miguel Delibes
EL CAMINO
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ÍNDICE
Hacia El camino
Luis Mateo Díez caminos de delibes
«pequeña historia de una pequeña aldea»
Santos Sanz Villanueva XIII
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El camino 1
ANEXOS
Bibliografía Glosario
203
209
VII
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Caminos de Delibes
LUIS MATEO DÍEZ
Historia, pasión, paisaje y personajes. Cuatro elementos con
los que Miguel Delibes confesaba escribir sus novelas. El sustento de estas era, obviamente, la palabra narrativa, un sustento material en el que las resonancias de la vida se concretan en
las voces que contienen su eco. Las palabras de Delibes provienen de una realidad en la que el lenguaje resuena con el bullicio de la memoria.
Delibes es un caso extremo de escritor que escucha y, al
hacerlo, retiene ese fulgor sustancial de la naturalidad de las
voces. Un escritor castellano, un hombre de su tierra y de sus
palabras que, desde ese centro privilegiado de sus paisajes, urbanos o rurales, la ciudad o el campo, establece la peculiar
sintonía de lo que oye, como aliento y alimento de lo que acaba
siendo eso que llamamos un estilo literario.
Pocos escritores contemporáneos han tenido en nuestra lengua ese don tan extremo de transmutar lo coloquial en literario. La verdad verbal de las historias de Delibes deriva de ese
don. La palabra suena a la verdad de quien habla, sin que el
ejercicio de su recreación, el depurado estilo que nos la revela
en su expresividad estética, la contamine de artificio.
XIII
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LUIS MATEO DÍEZ
En realidad, esa palabra narrativa del escritor tiene mayor
solvencia, es más verdadera, redunda en el peso de la que puede escucharse, de la que nutrió su sentido en su reconocimiento coloquial.
Delibes escucha y mira. Siempre se ha dicho que la mirada
es la fuente crucial del artista. Todo gran creador es dueño de
una mirada compleja y peculiar del mundo. Las historias de Delibes provienen de su mirada, la que conecta la realidad con la
imaginación y, por supuesto, poniendo en marcha el acicate de
la memoria. No olvidemos aquella vieja idea de que la imaginación no es otra cosa que la memoria fermentada.
Contar una historia es el afán primero de un escritor que se
siente profundamente comprometido con la vida, que hace de la
vida la materia de sus novelas. Una historia puede ser algo más
o algo menos que el desarrollo de un argumento, pero siempre
la configuración de una trama, esa contextura o ligazón que se
establece entre las partes del asunto que se quiere contar, el
enredo novelesco, la ocurrencia que expresa el cuento de la
vida. Tramar es configurar esa urdimbre donde los escritores
complejos como Delibes tejen la composición con los elementos
significativos, sustanciales, de la historia que narran.
Contar la vida es, como bien sabemos, el intento de convertirla en esa otra realidad, la imaginaria, donde la vida late con
los dones de la ficción, la conquista de esa mirada creadora, de
la que Delibes fue dueño peculiar, y donde se concitan iluminaciones metafóricas y simbólicas, otros grados de conocimiento
y emoción. Por esa vía, recorriendo el camino de esa ambición,
se alcanza la universalidad, la pretensión del autor de llegar a
lo más hondo del corazón humano, donde el cuento que se
cuenta no tiene otras fronteras que las que marca la dimensión
de su complejidad.
XIV
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Caminos de Delibes
La vida que se cuenta, la vida contada, el patrimonio imaginario que contienen las novelas y que, como tal patrimonio universal, es algo así como el gran espejo donde el ser humano
puede reconocerse y recordarse de otro modo, en la experiencia de los infinitos entes de ficción, con el placer y la lucidez de
las palabras que se expresan en el estilo del narrador que las
emplea, y en las historias que suponen tantas formas de vida,
tantas ejemplaridades, de uno u otro signo, y arquetipos de lo
que en la condición humana puede ser explorado.
Contar la vida siempre tiene esa ambición que se parece a
una conquista. Es la vida, la vida imaginaria, la que discurre por
las novelas de Delibes, la vida con su trama de pasiones y personajes, en el paisaje donde se desarrolla.
Las historias de Delibes tienen el nexo común de la mirada
del escritor, también lógicamente de su conciencia, de sus ideas,
de su concepción del mundo y el aprecio de las cosas. Una mirada creativa y, al tiempo, crítica, alentadora y, a la vez, apesadumbrada, ya que en su mundo está también aquello que le
disgusta, el lado claro y el oscuro del ser humano, de sus pensamientos y acciones.
Contar la vida y, al tiempo, contar el sentido de esta, lo que
añadiría una renovada ambición contemporánea al género novelesco, ya nutrido de esa ambición en los grandes creadores
que lo cultivaron.
Las novelas de Delibes nos proponen fábulas morales que
implican ese sentido de la vida que transciende la mera composición del relato, que hace significativos los elementos narrativos que el escritor elige, sin que en absoluto quede coartada la
dimensión de lo que se cuenta en aras de cualquier tesis.
Delibes es un novelista de su tiempo, atento en todo momento a las posibilidades de experimentación, de apertura exXV
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presiva a lo que se quiere narrar, sin alejarse de la fidelidad a sí
mismo. Y como novelista de su tiempo, y conciencia narrativa
de un siglo tan explosivo y contradictorio, asume con un grado de
expresividad tan radical como complejo esa identidad de la novela contemporánea que no se conforma con contar la vida,
sino que pretende además contar el sentido de esta.
Las fábulas morales incitan a la reflexión, desde la inquietud
que promueven. Y lo hacen del mismo modo en que las tramas
dramáticas, con ese punto de ironía en el límite, tan grato al
autor, nos subyugan con la emoción más honda, mientras los
personajes imprimen el sello de sus existencias inolvidables.
Obtuvo Delibes una lección primeriza, que siempre valoró mucho, en los años dedicados al periodismo. Observador objetivo de
la realidad, inmiscuido sin paliativos en la crónica de lo cotidiano,
desde el periscopio privilegiado de una ciudad de provincias, el Valladolid de toda su vida, siempre recordó su llegada a la literatura
desde el periodismo. Y cómo en él se nutrió de, al menos, dos
componentes sustanciales, que el escritor heredaría: la valoración
humana de los acontecimientos cotidianos —los que la prensa refleja— y la operación de síntesis que exige el periodismo contemporáneo, para recoger los hechos y el mayor número de circunstancias que los rodean con el menor número de palabras posible.
La novela siempre tiene que contar algo, narrar una anécdota, contar una historia. Todo es posible en el uso de las técnicas
narrativas, y el reto de la expresividad se aviene a la eficacia
de la propia complejidad de la fábula, con el convencimiento de
que la novela es, ante todo, un intento de exploración del corazón
humano.
La historia, la pasión, el paisaje, los personajes, esos elementos que Delibes requería para identificar un género y que,
como venimos diciendo, provienen del compromiso vital que
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sitúa al escritor como dueño absoluto de su experiencia, en el
espejo de la observación y la invención.
El narrador es capaz de desdoblarse en la prolongación de
otros seres que no pierden su huella, que se nutren de su mirada. En la materia autobiográfica que imprimiría algo de la
propia vida de quien escribe, distingue Delibes entre lo que tú
has vivido, lo que podrías haber vivido, lo que quisieras haber
vivido y lo que temes o presientes que vivirás.
La conciencia del escritor es, antes que cualquier otra cosa,
la conciencia de su escritura, y el reflejo de esa constatación de
lo que su propia existencia compromete, ya que en tal caso se
escribe para vivir y se vive para escribir, lo que equivale a reconocer que la vida es la escritura.
Con la lúcida idea de que debemos escribir como somos, de
que entre el hombre que vive y el escritor que escribe no debe
abrirse un abismo, enuncia Delibes el compromiso de autenticidad que irradia en sus escritos, el espejo de su propio pensamiento, que tanto insufla el sentido de la vida en sus ficciones.
Es un legado de pensamiento de base humanista, fundamentado
en valores éticos, sociales y estéticos.
La novela debe inquietar, no complacer, y en lo que el novelista reclama desde su absoluta independencia, está la complejidad con que podamos advertir las contradicciones del hombre
contemporáneo. Inquietar es perturbar, criticar, molestar, aguijonear al sistema de hoy y de mañana, porque todos los sistemas son susceptibles de perfeccionamiento, y esto requiere
una conciencia libre.
Delibes mantiene como centro de su pensamiento la atención al hombre, la consideración del individuo por encima de la
sociedad y en armonía con el medio natural. Los perdedores,
los seres humillados y ofendidos, los pobres seres marginales
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que se debaten en un mundo irracional llenan su universo, constituyen las voces que generalmente expresan la resignación
desde el sufrimiento y la injusticia.
El acoso y la marginación de esos seres, nos dice el novelista, puede tener muy diversas causas (la ignorancia, la crueldad, el desamor) pero, en cualquier caso, nunca estarán lejos
el Dinero y el Poder.
el hombre como animal acosado por una sociedad insensible (duro
drama suavizado por una punta de ironía que desbloquea las situaciones extremas). Esto implica que yo he lastrado mi obra con una
preocupación moral, esto es, que a mi inquietud estética, he unido
una inquietud ética, que si literalmente es irrelevante, busca de alguna manera un perfeccionamiento moral.
Así, la obra de Delibes reincide, desde muy variadas perspectivas, en algunos asuntos candentes que él observa desde
el pesimismo de quien siente las contradicciones que se suscitan entre civilización y progreso: pérdidas, degradaciones, desaparición. La Naturaleza agredida, desvalijada, envilecida. Los
éxodos, las injusticias, la crueldad, el desamor.
No olvidemos que uno de los grandes temas de la literatura
del siglo pasado fue el de la desaparición y las pérdidas, el proceso de degradación del ser humano bajo las ideologías totalitarias, el paralelo proceso de una Naturaleza agredida en aras
del progreso, esa falta de equilibrio entre el hombre y el medio
en que vive, que tanto obsesionó al escritor.
La imagen del hombre acosado por una sociedad insensible. El intento de contrapartida de que el hombre sea un ser
vivo en equilibrio con los otros seres vivos [...]
XVIII
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«Pequeña historia de una pequeña aldea»
SANTOS SANZ VILLANUEVA
El camino, publicada a finales de 1950, es la tercera novela de
Miguel Delibes. Poco antes de su aparición, el autor le anunciaba, en carta del 5 de septiembre, al editor José Vergés, copropietario de la editorial Destino, donde habían aparecido sus dos
obras narrativas anteriores, La sombra del ciprés es alargada,
de 1948, y Aún es de día, de 1949, que le enviaba «una copia mecanografiada de mi nueva novela». Algún otro proyecto había habido por medio, según ahora veremos, pero ninguna noticia
conocía el editor de esta obra que —le explica—, «como verá,
nada tiene de común con las otras dos, sino, muy al contrario,
he pretendido hacer una cosa suave, intrascendente, buscando
siempre un punto de equilibrio entre la amenidad y la ternura».
Con rapidez, el 22 del mismo mes, Vergés le trasladaba la «buenísima impresión» que le había producido y añadía que la tenía
por «su mejor y más redondeada obra».
Este juicio movió a Vergés a publicar el libro enseguida
atendiendo la voluntad de Delibes, a quien convenía que saliera
antes de fin de año para presentarlo al Premio del Ayuntamiento de Barcelona y al Cervantes con el propósito de conseguir un
dinero que le ayudara en una economía doméstica muy ajustada. Aunque sumaba los ingresos de catedrático de la Escuela
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de Comercio de Valladolid, redactor de El Norte de Castilla,
donde se encargaba de la crítica cinematográfica, y colaborador de Vida Deportiva, revista barcelonesa también de Vergés,
le resultaban escasos para hacer frente a la prole ya numerosa. «No le oculto que me vendrían muy bien esas pesetas de
cualquiera de esos premios pues, aunque trato de forzarme a
escribir, los chicos me adelantan siempre. ¡Ya tengo cuatro y
el mayor apenas cuenta tres años y medio!», se justifica con el
editor en carta del 25 de septiembre al celebrar que este hubiera aceptado el original. En tiempo récord, mediando la dilación
que implicaba el visto bueno de la censura, que algún pequeño
estropicio causó, estuvo en la calle el libro que, en efecto, suponía un cambio fuerte en la todavía corta trayectoria del autor.
Es la primera de las novelas «que yo acepto como mía», dictaminará en 1994 en la antología temática de su obra Los niños.
El camino recibió calurosa acogida por parte de la crítica y, a la
larga, se convirtió en uno de los títulos fundamentales del vallisoletano. También los lectores han revalidado hasta hoy mismo la confianza en una novela que no ha parado de sumar reediciones.
El hallazgo de una «fórmula»
Nada tenía que ver ni en el fondo ni en la forma El camino con
la opera prima de Delibes, que había ganado el Nadal de 1947, La
sombra del ciprés es alargada, y tampoco con la siguiente, Aún es
de día, que había escrito un tanto obligado por la voluntad de no
sentirse autor de una única obra, según su explicación. La clave
está, en buena parte, aunque no solo, en las razones aducidas en
la correspondencia: la historia suave e intrascendente (es un
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«Pequeña historia de una pequeña aldea»
decir, claro) donde se equilibran amenidad y ternura. Las dos
precedentes eran obras graves, trágicas. La sombra del ciprés...
plantea en un tono de cierto envaramiento filosófico el tema de
la muerte, asunto que, por otra parte, constituye una preocupación permanente del autor. Era una obsesión personal del mismo Delibes, no tanto la muerte propia como la de las personas
cercanas, que de alguna manera halló una espita liberadora
volcándola en una novela. Aún es de día cuenta la terrible historia de un pobre hombre, contrahecho, a quien engaña una mujer fea y taimada, y que encuentra salida a su desesperación en
un pseudomisticismo religioso. La novela se inscribe en la corriente existencialista abundante en nuestra narrativa de los
años cuarenta y participa del realismo más crudo de la prosa
llamada tremendista.
Delibes, persona con acentuado sentido autocrítico, se mostró muy severo con ambas novelas. La primera la consideró
«un error» porque «yo mismo me falseé»: así de tajante se expresa en 1971 en las imprescindibles Conversaciones con Miguel Delibes de César Alonso de los Ríos (Alonso de los Ríos,
1993): «Se trata de una novela mediocre, de un libro balbuciente», escribe en el prólogo a la Obra completa de 1964. Más
estricto incluso fue con Aún es de día: en ella «se pasó de rosca», dice en este prólogo, y se sumergió en «un hiperrealismo
descarnado, de muy mal gusto», motivos por los que puso obstáculos a las reediciones y si no llegó a repudiarla sí pensó excluirla de las «obras completas». Los juicios adversos del
novelista sobre aquellos escritos de principiante son en exceso
rigurosos. La historia iniciática de la opera prima tiene el mérito
de recrear con emoción auténtica el proceso de maduración
vital de un muchacho cuyo estado anímico encuentra perfecta
correspondencia en el marco opresivo y duro de una ciudad,
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Ávila, «pequeña y comentadora». La segunda novela, con todas
las reservas que merezca, tampoco deja de ser un testimonio
más, no el peor, de una literatura de exasperaciones individuales escrita sobre viejos moldes neonaturalistas habituales en
la época. Sin embargo, sí le asiste la razón al denunciar las
carencias principales de ambos libros y al apreciar la gran novedad presentada en El camino. Que es, además de las señaladas, la conquista de la naturalidad estilística.
A esto último volveré enseguida porque antes conviene detenerse en algunas facetas que desembocan en la plenitud de
El camino, la obra en la que por vez primera Delibes alcanza
una voz propia, no impostada ni enrocada en un concepto erróneo de la literatura. Un aspecto fundamental se refiere a la
maduración literaria del autor, quien, en sus inicios, tenía una
idea muy adanista de la novela y se había lanzado a escribir
por un impulso autoliberatorio de las obsesiones mencionadas
y huérfano de una formación estética básica. Él mismo ha contado que cuando escribió La sombra del ciprés... apenas había
leído novela. Solo a partir de ganar el Premio Nadal comenzó
a frecuentar a otros escritores y a reflexionar sobre el arte narrativo, acerca del cual fue aprendiendo también porque empezó a hacer crítica de libros en su periódico; críticas muy sencillas, dirigidas a un lector común, atentas al argumento de los
libros reseñados y poco interesadas en los aspectos formales,
pero que de forma inevitable le pusieron en contacto con las
dificultades y retos de aquella afición suya. El espontaneísmo
de la escritura inicial iría siendo compensado o desplazado por
las alertas sobre el oficio requerido y por la necesidad de poseer unos recursos técnicos, si bien nunca fue partidario de
complejidades constructivas. De hecho, aunque El camino tenga
bastante malicia literaria —ya lo veremos—, Delibes atribuye,
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«Pequeña historia de una pequeña aldea»
en el prólogo a la Obra completa, el éxito de este libro «tierno
y espontáneo» a la simplicidad de la historia en un momento en
que la literatura universal «se empecina» en experiencias formales complicadas.
El narrador vocacional que había en Delibes, estimulado por
el éxito de su primera novela, se fue pertrechando con los útiles de lo que sería un oficio responsable. Nunca le gustaron los
virtuosismos formales, y aun los atacó sin contemplaciones
por lo que tenían de obstáculo para la expresión del alma cálida
del relato. No obstante, descubrió y apreció las exigencias del
arte de narrar. Aún es de día es una obra con una construcción
mejor diseñada, más sólida y coherente, que La sombra del ciprés..., aquejada por un claro desequilibrio entre sus dos partes. Y, sobre todo, incorpora a ella el recurso del estilo indirecto libre, esa gran conquista de la narrativa decimonónica que
permite introducir el pensamiento del personaje directamente
en el relato. Esta adquisición resultará fundamental en El camino. No será, sin embargo, una andadura fácil y Delibes aprenderá en su propia cabeza las dificultades del aprendizaje.
Ocurre con otra novela, intermedia de las dos mencionadas,
El «Antracita», que envió a Rafael Vázquez Zamora, crítico destacado y persona de confianza de Vergés, a comienzos de 1949.
Ramón García Domínguez reconstruye la curiosa peripecia de
esta obra con datos que le facilitó Delibes en la cumplida semblanza biográfica El quiosco de los helados. La sombra del ciprés... comenzaba con una especie de preámbulo donde un
alumno en prácticas en un mercante le pide al capitán del barco —Pedro, el protagonista de la novela premiada— que le cuente su vida. Los editores sugirieron a Delibes que suprimiera ese
arranque, y aceptó el consejo. El propio Vergés le incitó a que
convirtiera las setenta cuartillas eliminadas en una novela de
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tema y ambiente marineros, y Delibes, por el interés de «aprovechar un material cuyo primitivo destino era otro muy diferente», escribió El «Antracita».
No consta en el sustancioso epistolario entre editor y autor
que Vergés mostrara mucho entusiasmo por la novela inédita y
sí sabemos por la misma fuente que a Delibes tampoco le convencía. Mientras espera respuesta, Delibes escribe la futura
Aún es de día y al enviársela a Vergés le pide la devolución del
original de El «Antracita». Este libro «escrito con pie forzado y
sin ninguna espontaneidad», le dice, «tal como está lo estimo
ineditable». Habría «de darle una buena vuelta» antes de publicarlo, añade, y eso ocurrió. García Domínguez descubrió en los
papeles de Delibes que el texto se convirtió en el relato «La
partida» que encabeza el libro homónimo de cuentos publicado
en 1954. El relato, tras darle esa buena vuelta, se trasforma en
una novela breve, bastante breve, que cuenta la incorporación
del estudiante Miguel Páez, alias Valladolid, al carguero Cantabria para hacer las prácticas de náutica. En su primera noche
en el barco, el mozo pierde en una partida de póquer el dinero
que con esfuerzo le ha proporcionado su padrastro. La novelita
muestra que se han alcanzado los rasgos definitivos y definidores de la narrativa delibesana —concisión argumental, sencillez expresiva y un intenso conflicto humano—, y no queda en
ella huella de la escritura enfática del momento en que escribió
El «Antracita» [...]
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I
Las cosas podían haber acaecido de cualquier otra manera y,
sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el
fondo de sus once años, lamentaba el curso de los aconteci­
mientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y
fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él
algo más que un quesero era un hecho que honraba a su pa­
dre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mo­
chuelo, no lo sabía exactamente. El que él estudiase el bachi­
llerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un
progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para
abogado en la ciudad y cuando les visitaba, durante las va­
caciones, venía empingorotado como un pavo real y les mi­
raba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa
los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las
palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pro­
nunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse
a la ciudad a iniciar el bachillerato constituía, sin duda, la
base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la
cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un
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MIGUEL DELIBES
hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía
y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas
más cabían en un cerebro normalmente desarrollado. No
obstante, en la ciudad, los estudios de bachillerato consta­
ban, según decían, de siete años y, después, los estudios su­
periores, en la universidad, de otros tantos años, por lo me­
nos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento
exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora
contaba Daniel? «Seguramente, en la ciudad se pierde mu­
cho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas,
habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a
distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un ca­
gajón». La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso
era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
Daniel, el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles
de su camastro de hierro chirriaron desapaciblemente. Que
él recordase, era esta la primera vez que no se dormía tan
pronto caía en la cama. Pero esta noche tenía muchas cosas
en que pensar. Mañana, tal vez, no fuese ya tiempo. Por la
mañana, a las nueve en punto, tomaría el rápido ascendente
y se despediría del pueblo hasta las Navidades. Tres meses
encerrado en un colegio. A Daniel, el Mochuelo, le pareció
que le faltaba aire y respiró con ansia dos o tres veces. Pre­
sintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener
las lágrimas, por más que su amigo Roque, el Moñigo, le di­
jese que un hombre bien hombre no debe llorar ni ante la
muerte del padre. Y el Moñigo tampoco era cualquier cosa,
aunque contase dos años más que él y aún no hubiera empe­
zado el bachillerato. Ni lo empezaría nunca, tampoco. Paco,
el herrero, no aspiraba a que su hijo progresase; se conforma­
ba con que fuera herrero como él y tuviese suficiente habili­
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El camino
dad para someter el hierro a su capricho. ¡Ese sí que era un
oficio bonito! Y para ser herrero no hacía falta estudiar ca­
torce años, ni trece, ni doce, ni diez, ni nueve, ni ninguno.
Y se podía ser un hombre membrudo y gigantesco, como lo
era el padre del Moñigo.
Daniel, el Mochuelo, no se cansaba nunca de ver a Paco,
el herrero, dominando el hierro en la fragua. Le embelesa­
ban aquellos antebrazos gruesos como troncos de árboles,
cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos y
de nervios. Seguramente Paco, el herrero, levantaría la có­
moda de su habitación con uno solo de sus imponentes bra­
zos y sin resentirse. Y de su tórax, ¿qué? Con frecuencia el
herrero trabajaba en camiseta y su pecho hercúleo subía y
bajaba, al respirar, como si fuera el de un elefante herido. Esto
era un hombre. Y no Ramón, el hijo del boticario, empereji­
lado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presu­
mida. Si esto era progreso, él, decididamente, no quería pro­
gresar. Por su parte, se conformaba con tener una pareja de
vacas, una pequeña quesería y el insignificante huerto de la
trasera de su casa. No pedía más. Los días laborables fabrica­
ría quesos, como su padre, y los domingos se entretendría
con la escopeta, o se iría al río a pescar truchas o a echar una
partida al corro de bolos.
La idea de la marcha desazonaba a Daniel, el Mochuelo.
Por la grieta del suelo se filtraba la luz de la planta baja y el
haz luminoso se posaba en el techo con una fijeza obsesiva.
Habrían de pasar tres meses sin ver aquel hilo fosforescente
y sin oír los movimientos quedos de su madre en las faenas
domésticas; o los gruñidos ásperos y secos de su padre,
siempre malhumorado; o sin respirar aquella atmósfera den­
sa, que se adentraba ahora por la ventana abierta, hecha de
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aromas de heno recién segado y de resecas boñigas. ¡Dios
mío, qué largos eran tres meses!
Pudo haberse rebelado contra la idea de la marcha, pero
ahora era ya tarde. Su madre lloriqueaba unas horas antes al
hacer, junto a él, el inventario de sus ropas.
—Mira, Danielín, hijo, estas son las sábanas tuyas. Van
marcadas con tus iniciales. Y estas, tus camisetas. Y estos, tus
calzoncillos. Y tus calcetines. Todo va marcado con tus le­
tras. En el colegio seréis muchos chicos y de otro modo es
posible que se extraviaran.
Daniel, el Mochuelo, notaba en la garganta un volumen
inusitado, como si se tratara de un cuerpo extraño. Su madre
se pasó el envés de la mano por la punta de la nariz reman­
gada y sorbió una moquita. «El momento debe de ser muy
especial cuando la madre hace eso que otras veces me prohí­
be hacer a mí», pensó el Mochuelo. Y sintió unos sinceros y
apremiantes deseos de llorar.
La madre prosiguió:
—Cuídate y cuida la ropa, hijo. Bien sabes lo que a tu padre
le ha costado todo esto. Somos pobres. Pero tu padre quiere
que seas algo en la vida. No quiere que trabajes y padezcas
como él. Tú —le miró un momento como enajenada— puedes
ser algo grande, algo muy grande en la vida, Danielín; tu pa­
dre y yo hemos querido que por nosotros no quede.
Volvió a sorber la moquita y quedó en silencio. El Mo­
chuelo se repitió: «Algo muy grande en la vida, Danielín», y
movió convulsivamente la cabeza. No acertaba a compren­
der cómo podría llegar a ser algo muy grande en la vida. Y se
esforzaba, tesoneramente, en comprenderlo. Para él, algo
muy grande era Paco, el herrero, con su tórax inabarcable,
con sus espaldas macizas y su pelo híspido y rojo; con su
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El camino
aspecto salvaje y duro de dios primitivo. Y algo grande era
también su padre, que tres veranos atrás abatió un milano de
dos metros de envergadura... Pero su madre no se refería a
esta clase de grandeza cuando le hablaba. Quizá su madre
deseaba una grandeza al estilo de la de don Moisés, el maes­
tro, o tal vez como la de don Ramón, el boticario, a quien
hacía unos meses habían hecho alcalde. Seguramente a algo
de esto aspiraban sus padres para él. Mas a Daniel, el Mo­
chuelo, no le fascinaban estas grandezas. En todo caso, pre­
fería no ser grande, ni progresar.
Dio vuelta en el lecho y se colocó boca abajo, tratando de
amortiguar la sensación de ansiedad que desde hacía un rato
le mordía en el estómago. Así se hallaba mejor; dominaba,
en cierto modo, su desazón. De todas formas, boca arriba o
boca abajo, resultaba inevitable que a las nueve de la mañana
tomase el rápido para la ciudad. Y adiós todo, entonces. Si es
caso... Pero ya era tarde. Hacía muchos años que su padre
acariciaba aquel proyecto y él no podía arriesgarse a des­
truirlo todo en un momento, de un caprichoso papirotazo.
Lo que su padre no logró haber sido, quería ahora serlo en él.
Cuestión de capricho. Los mayores tenían, a veces, caprichos
más tozudos y absurdos que los de los niños. Ocurría que a
Daniel, el Mochuelo, le había agradado, meses atrás, la idea
de cambiar de vida. Y sin embargo, ahora, esta idea le ator­
mentaba.
Hacía casi seis años que conoció las aspiraciones de su
padre respecto a él. Don José, el cura, que era un gran santo,
decía, a menudo, que era un pecado sorprender las conver­
saciones de los demás. No obstante, Daniel, el Mochuelo,
escuchaba con frecuencia las conversaciones de sus padres
en la planta baja, durante la noche, cuando él se acostaba.
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MIGUEL DELIBES
Por la grieta del entarimado divisaba el hogar, la mesa de
pino, las banquetas, el entremijo y todos los útiles de la que­
sería. Daniel, el Mochuelo, agazapado contra el suelo, espia­
ba las conversaciones desde allí. Era en él una costumbre.
Con el murmullo de las conversaciones, ascendía del piso
bajo el agrio olor de la cuajada y las esterillas sucias. Le placía
aquel olor a leche fermentada, punzante y casi humano.
Su padre se recostaba en el entremijo aquella noche, mien­
tras su madre recogía los restos de la cena. Hacía ya casi seis
años que Daniel, el Mochuelo, sorprendiera esta escena, pero
estaba tan sólidamente vinculada a su vida que la recordaba
ahora con todos los pormenores.
—No, el chico será otra cosa. No lo dudes —decía su pa­
dre—. No pasará la vida amarrado a este banco como un es­
clavo. Bueno, como un esclavo y como yo.
Y, al decir esto, soltó una palabrota y golpeó en el entre­
mijo con el puño crispado. Aparentaba estar enfadado con
alguien, aunque Daniel, el Mochuelo, no acertaba a discernir
con quién. Entonces Daniel no sabía que los hombres se en­
furecen a veces con la vida y contra un orden de cosas que
consideran irritante y desigual. A Daniel, el Mochuelo, le
gustaba ver airado a su padre porque sus ojos echaban chi­
ribitas y los músculos del rostro se le endurecían y, entonces,
detentaba una cierta similitud con Paco, el herrero.
—Pero no podemos separarnos de él —dijo la madre—.
Es nuestro único hijo. Si siquiera tuviéramos una niña. Pero
mi vientre está seco, tú lo sabes. No podremos tener una hija
ya. Don Ricardo dijo, la última vez, que he quedado estéril
después del aborto.
Su padre juró otra vez, entre dientes. Luego, sin moverse
de su postura, añadió:
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El camino
—Déjalo; eso ya no tiene remedio. No escarbes en las co­
sas que ya no tienen remedio.
La madre gimoteó, mientras recogía en un bote oxidado
las migas de pan abandonadas encima de la mesa. Aún insis­
tió débilmente:
—A lo mejor el chico no vale para estudiar. Todo esto es
prematuro. Y un chico en la ciudad es muy costoso. Eso pue­
de hacerlo Ramón, el boticario, o el señor juez. Nosotros no
podemos hacerlo.
Su padre empezó a dar vueltas nerviosas a una adobadera
entre las manos. Daniel, el Mochuelo, comprendió que su
padre se dominaba para no exacerbar el dolor de su mujer.
Al cabo de un rato añadió:
—Eso quédalo de mi cuenta. En cuanto a si el chico vale
o no vale para estudiar, depende de si tiene cuartos o si no los
tiene. Tú me comprendes.
Se puso en pie y con el gancho de la lumbre desparramó
las ascuas que aún relucían en el hogar. Su madre se había
sentado, con las bastas manos desmayadas en el regazo. Re­
pentinamente se sentía extenuada y nula, absurdamente
vacua e indefensa. El padre se dirigía de nuevo a ella:
—Es cosa decidida. No me hagas hablar más de esto. En
cuanto el chico cumpla once años marchará a la ciudad a
empezar el grado.
La madre suspiró, rendida. No dijo nada. Daniel, el Mo­
chuelo, se acostó y se durmió haciendo conjeturas sobre lo
que querría decir su madre con aquello de que tenía el vien­
tre seco y que se había quedado estéril después del aborto.
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