el despertar en soria

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EL DESPERTAR EN SORIA
Claudio Rodríguez
Sin ver aún el resquicio, el seco gozne
entre el sueño y las cosas, con los ojos
adormilados, aún en el pasillo
tan luminoso de su alma que
no ve la luz del día, con torpeza
entra a tientas abre el grifo y oye
en el son de su agua el de las fuentes
y el cantar de los niños y despierta
un poco. Casi aún no se da cuenta
de si es su rostro envejecido el que anda
soñando aún sendas dentro del espejo
o si es su sed de compañía creando
el reflejo de un cuerpo con sus mismas
arrugas: el de España. Y se le ensancha
poco a poco el pulmón con este aire
de alta meseta, con el diario aliento
de su amor arropado. Y ve en la espuma
-corrida ya porque el jabón resiste
la frialdad del agua- el mar, la eterna
posada abierta siempre en su camino.
Casi no se da cuenta. Es su costumbre
feraz. Y se despierta, aunque parezca
que no. (Bien sabe él que está despierto,
más despierto que nadie.) Ahora que se pasa
la toalla. No dice nada. Cierra el grifo, pero suenan aún las fuentes,
suenan los ríos, le desbordan, le fecundan.
Y entonces sabe Dios por qué nace el Duero
a dos pasos. Y siente el rumor fresco
de su perenne servidumbre.
Culturas. Suplemento Semanal de Diario 16. Nº 197. 18 de febrero de 1989
HETERÓNIMOS
Ángel Crespo
La comparación se impone, apenas cumplido el centenario del portugués e
iniciado el cincuentenario del español. Ambos, contemporáneos, vivieron en una
época proclive como ninguna otra a hacer que se tambalease, se fragmentase y a
veces terminase por disolverse la personalidad, y cuanto más fuerte era, pues, al
oponer mayor resistencia, hacía que el choque fuese más fuerte y devastador.
Antonio Machado se defendió, huyendo de la quema, al crear a sus poetas
apócrifos. Fernando Pessoa se metió con sus heterónimos en medio del remolino.
Apócrifo significa supuesto o fingido. Pessoa habló con entusiasmo profético de un
Encubierto, de ascendencia críptica española, que había de salvar con su vuelta al
verdadero Portugal. Como se sentía fascinado por los giros del remolino, Pessoa lo
hizo insinuando que él mismo era la encarnación, el último avatar del Encubierto.
Había en él, en su audacia, algo de mártir, e incluso de suicida. Machado midió
más las distancias y se quedó en lo apócrifo sin permitirse la heteronimia. No es que
no le tentase, pues escribió: “Pero, además, ¿pensáis –añadía Mairena- que un
hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario,
que no llevase más de uno.” Y tan difícil que él tuvo sacarse los que llevaba dentro,
como Pessoa se sacó a los suyos, pero no de la misma manera. Machado puso a
sus poetas apócrifos un tanto lejos de sí mismo: a Abel Martín, en pleno siglo XIX; a
Juan de Mairena, a caballo entre aquel siglo y el nuestro. Nada de drama em
gente, de relación personal con aquellas dos criaturas, una de las cuales, Mairena,
bien pudo haber sido su maestro, como Caeiro lo fue de Pessoa, pues cuando
Mairena murió, Machado escribía muy buenos versos. Siempre el distanciamiento.
Mediante él, don Antonio trató de convertirse en historiador de sí mismo. ¿No dijo
Juan Ramón Jiménez que Machado “tuvo siempre tanto de muerto como de vivo,
mitades fundidas en él por arte sentido”? Machado quiso, pues, historiar su parte de
muerto y escribir la crónica de su arte vivo. Martín y Mairena fueron,
respectivamente, las máscaras de una y otra parte, y don Antonio midió y estableció,
como siempre, sus distancias: el primero más lejos y menos hablador que el
segundo.
Que Machado pretendió que sus dos grandes apócrifos fuesen figuras de la
historia se ve con claridad cuando titula uno de sus poemas “Otras canciones a
Guiomar a la manera de Abel Martín y Juan de Mairena”, como quien dice “a la
manera de Jorge Manrique” o de su admirado Lope de Vega. Relación con sus
textos, con sus maneras, pero no con los autores apócrifos. Siempre las distancias.
Es todo lo contrario que Fernando Pessoa, que trató, aunque poco, a su heterónimo
Antonio Mora y fue amigo íntimo y cotidiano de Campos. Y no sólo esto, pues los
personajes del drama em gente pesoano eran dados al trato mutuo, y cierta manera
al conflicto personal. Ricardo Reis y Campos discutieron por escrito –para quedase
testimonio de su desavenencia- sobre qué es y qué no es la poesía; el mismo Reis,
con todo y con lo mucho que le admiraba, puso importantes reparos a la poesía de
Caeiro; Campos llegó a interferir en los amores de Pessoa con Ofelia. Nada de
otras distancias que las que fuesen consecuencia inevitable de haberse sacado de
dentro, para ponerlos fuera, a los heterónimos, los cuales, tras esta operación
centrífuga, se sienten atraídos por el centro –por el “dentro” de su creador- y se
aproximan entre sí al mismo tiempo que, en mayor o menor medida, asedian con su
palabra poética al desventurado poeta ortónimo. Campos, decía, llega a intervenir
en los amores de Pessoa, le presta su pluma, cuando Fernando empieza a cansarse
de Ofelia, para ponerle a mal con ella. Martín y Mairena sólo le prestan a Machado
sus estilos, pues sus plumas –que ellos no pueden manejar ya- se encuentran
cubiertas de polvo como el arpa de Bécquer, aunque don Antonio, que tan poco se
cuidaba de estos detalles, no lo notase a veces. Se los prestaban, los estilos, para
que cantase a una Guiomar de la que no se cansaría nunca.
Muy diferentes, sí, los apócrifos de los heterónimos. Y no sólo por lo ya
dicho, sino, además, porque los heterónimos fueron una necesidad de las doctrinas
esotéricas de las que Pessoa era adepto; fueron, en realidad, los fundadores de una
religión nueva, el neopaganismo portugués, que un día había de predicar el
Apócrifo, quiero decir, el Encubierto, mientras los apócrifos verdaderos, es decir, los
de Machado, eran adeptos –o por lo menos Mairena- de una filosofía con la que
Machado quiso tal vez, y creo que lo consiguió en buena medida, consolarse de su
agnosticismo. Es que entre agnosticismo (Machado) y gnosticismo (Pessoa) hay una
distancia mucho mayor de lo que parece.
Culturas. Suplemento Semanal de Diario 16. Nº 197. 18 de febrero de 1989
HABLA MAIRENA
Aurora de Albornoz
En esta España de 1989 –diría Juan de Mairena a sus alumnos- sospecho
que las clases medias, “beautiful”, ya entontecidas, han logrado entontecer a un
pueblo, antaño maravillosamente dotado para la sabiduría (en el mejor sentido de
la palabra). Todos hablan de “éxito” –que parecen identificar con billetes de bancoy eso que llaman “movida” y que no puedo explicaros bien en qué consiste, aunque
sospecho que se trata de renovar o remover constantemente las cosas por fuera –
que es uno de los medios más eficaces para que no cambien nunca por dentro,
como ya os dije en otras ocasiones-. Ojalá que no se convierta en “movida” ese
homenaje, o multitud de homenajes, que durante este año piensan nuestros
compatriotas organizar para conmemorar los cincuenta de la muerte del profesor de
francés que me llamaba su maestro y que, muy sutilmente, confundió a muchos
lectores, atribuyéndome frases que no dije y mezclando a las mías una serie de
ideas suyas. No dudéis, sin embargo, que ese libro del cual se empeñó en hacerme
protagonista es una de las obras más originales de nuestro tiempo. Aunque, como
yo os aconsejo siempre la duda, mejor será deciros que lo leáis y juzguéis por
vosotros mismos, sin tomar demasiado en cuenta las opiniones de los otros.
Yo os aconsejo –continuaría Mairena- una lectura reposada de los versos del
citado profesor. Intentad leer sus versos sin prejuicios, cosa que parece difícil en
España hoy. Vosotros quitadles de encima todas esas adherencias que, a mi juicio,
los desvirtúan. Muchos lectores ven en esos versos no tanto la poesía como la
conducta humana de su autor –ejemplar, sin duda-; otros muchos los repiten
mecánicamente porque los han oído en una canción, o porque se han convertido
en citables lugares comunes; algunos snobs, en fin, les niegan su calidad…
Nunca me cansaré de repetiros que no me hagáis demasiado caso, porque
no siempre estoy seguro de lo que digo. Pero pensad en lo que ahora os propongo:
intentemos leer las palabras que nos dejó escritas mi discípulo Antonio Machado,
limpiándolas de toda suerte de adherencias que nada tienen que ver con su obra.
Culturas. Suplemento Semanal de Diario 16. Nº 197. 18 de febrero de 1989
HORA DE ESPAÑA
Juan Gil-Albert
Recuerdo, sobre todo, a Antonio Machado en su casa de Rocafort durante los días
de la Guerra Civil.
Allí, en Villa Amparo, solíamos visitarlo Antonio Sánchez Barbudo y yo, que
entonces era secretario de la revista Hora de España, para hablar con él y solicitarle
siempre alguna colaboración para aquellas páginas que solían ahorrarse con su
firma o con la de su heterónimo Juan de Mairena.
En aquella recogida y pulcrísima casa, Machado atendía con su amor
continuo a su madre, quien bamboleaba entre flores su pequeña y delgada silueta,
reclinada en una hamaca.
Yo solía sentarme frente a él, los dos en altos sillones de mimbre. Y era como
si aquellos tiempos terribles se desvanecieran por un momento, hundidos en la
conversación de don Antonio, que hablaba de los árboles y plantas del jardín, de
poesía, aun para volver al poco hacia las agitadas horas que estábamos viviendo.
Culturas. Suplemento Semanal de Diario 16. Nº 197. 18 de febrero de 1989
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