La madurez humana

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La madurez humana
Por medio de una formación sabiamente ordenada hay que cultivar (...) en los alumnos la necesaria
madurez humana, cuyas principales manifestaciones son la estabilidad de espíritu, la capacidad de tomar
prudentes decisiones y la rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres.
Habitúense los alumnos a dominar bien el propio carácter; fórmense en la reciedumbre de espíritu y en
general sepan apreciar todas aquellas virtudes que gozan de mayor estima entre los hombres y avalan al
ministro de Cristo, cuales son la sinceridad, el sentido permanente de la justicia, la fidelidad a la palabra
dada, la buena educación y la moderación en el hablar, unida a la caridad. Hay que apreciar la disciplina
(...) para adquirir el dominio de sí mismo, fomentar la sólida madurez de la persona y lograr las demás
1
disposiciones de ánimo que sirven sobremanera para la ordenada y fructuosa actividad de la Iglesia... .
En los últimos años se ha prestado una enorme atención al sustrato humano de la
formación sacerdotal. Ello responde a la comprensión de que no puede haber una
vivencia plena del ministerio sin la base de las estructuras y dinamismos humanos. La
gracia supone la naturaleza. El mismo magisterio eclesial ha hecho aportes notables al
tema. En realidad, lo específicamente sacerdotal hunde sus raíces en los requisitos de
madurez de todo discípulo de Cristo y de todo agente de evangelización 2 .
Nuestro Seminario ha sido un protagonista a este respecto, favoreciendo
particularmente los recursos técnicos: el apoyo de la planeación en la formación humana,
manifestada actualmente en los perfiles, o el subsidio de la psicología y la pedagogía. Sin
embargo, no hemos de olvidar que estos recursos no bastan si no se integran en el modo
natural de ser de quien es formado y en la dinámica ordinaria de la vida común. Las
mejores recomendaciones de la práctica pedagógica de la Iglesia y sus maestros (pienso
remotamente en Clemente de Alejandría, y más recientemente en Juan Bosco) en este
sentido mantienen toda su vigencia.
Me permito aventurar, a este propósito, una descripción de la madurez humana.
Se trata de la integración consciente, equilibrada y generosa de la identidad personal, de
las propias facultades, recursos y relaciones, de acuerdo con el horizonte vital,
comunitario y trascendente del propio ser.
La madurez del hombre hace contraste con el capricho infantil, con la
inestabilidad adolescente y con la remembranza de la vejez. Por el contrario, asume los
elementos más ricos del desarrollo varonil: la fuerza generativa de la juventud, la
1
OT 11. Una visión semejante, más amplia, en PDV nn. 43-44.
Considérese, a este propósito, la bella descripción del perfil del agente dada por el II Sínodo de la
Arquidiócesis de México, en donde se subraya la corresponsabilidad y el trabajo en equipo: «Estar
fundados en la común dignidad bautismal, con una conciencia clara de su identidad, vocación y misión
evangelizadora y de servicio, en comunión eclesial, corresponsable y fraterna, que implica una sólida vida
espiritual, en constante proceso de conversión manifestada en actitudes evangélicas y de servicio, según los
propios carismas, para ser signos y testigos creíbles al servicio de la Iglesia y del Reino de Dios en el
mundo. Tener un encuentro personal con Cristo, un conocimiento de la realidad y un programa de acción a
revisar constantemente; esto implica una formación adecuada y permanente, una inserción en los diferentes
niveles y ambientes, mantener la unidad en la diversidad, un trabajo conjunto en comunión fraterna,
subsidiaria y solidaria, y una fidelidad al trabajo común acordado. Tener sensibilidad apostólica con un
gran amor a la Iglesia diocesana, apertura al cambio y actitudes positivas frente a sí mismos y a los demás.
Poner un especial acento en el testimonio de promoción y defensa de la justicia en todos los niveles, de
acuerdo con la Doctrina Social de la Iglesia, y en la inculturación del Evangelio, con su dimensión de
auténtica promoción humana». La dimensión común de la vivencia del sacerdote respecto a todo agente
corresponde también a la perspectiva del documento de Aparecida.
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estabilidad de la edad adulta y la sabiduría de quien ha aprendido de la experiencia. En
nuestra perspectiva, se trata de un verdadero «anciano» entendido como hombre probado
en la virtud y sabio en el criterio.
Propongo a continuación una explicitación de los elementos constitutivos de la
madurez humana necesaria para el sacerdote a partir de una analogía musical,
entendiendo la melodía como la propia identidad, la armonía como el mundo de las
relaciones y el ritmo como el desarrollo y crecimiento en la propia misión.
a) Melodía: la madurez en la propia persona.
Una persona madura es, antes que nada, quien ha sido capaz de integrar de
manera consciente y responsable su propia identidad. Es alguien que se conoce a sí
mismo y ha tomado, en la medida de lo posible, las riendas de su existencia. Ello supone
en particular el cultivo de la conciencia. El cristiano maduro reconoce su propia
creaturalidad como un don y vive, en consecuencia, con gratitud. Ejercitándose en la
reflexión, el hombre maduro conoce su propia estructura y sus capacidades, su
temperamento y carácter, su historia, el camino de aprendizaje que ha recorrido, las
huellas e incluso heridas que la vida ha dejado en su persona. Esta conciencia lo lleva al
reconocimiento y valoración de su propia identidad. Así, el hombre maduro sabe estar a
gusto consigo mismo y disfrutar de sus espacios de soledad e intimidad. La aceptación
gozosa de sí mismo es expresada como una serena autoestima. Como prolongación de la
misma, sabe cuidar de su propia salud física, mental y espiritual. Sin eliminar la debida
seriedad ante la vida, el hombre maduro sabe mantener despierto el sentido del humor.
Característica indispensable de la madurez es la estabilidad de ánimo, la serenidad
con que se enfrenta la vida. Ello implica, por una parte, la necesaria solidez, fortaleza y
entereza con la que se enfrentan los problemas, así como la oportuna flexibilidad delante
de situaciones nuevas. En este sentido, el hombre maduro ha hecho propios aquellos
valores y convicciones fundamentales que orientan su vida, en los que no puede transigir,
y es capaz a la vez de reconocer las variables que esos principios pueden tener en
diversas situaciones. Sabe mantenerse firme, pues, sin ser intransigente. La inteligencia
consiste, en este orden, en la capacidad de adaptación. La fortaleza de su voluntad se
expresa como reciedumbre, que no cae en los extremos de la rigidez ni de la dejadez, y
que se educa a partir de una vida ordenada y disciplinada. Ello se debe a la capacidad de
haber integrado un proyecto de vida consistente, de modo que los diversos elementos de
la propia existencia giran en torno a un eje firme, a un sentido. Se trata de la unidad de
vida, asumida como ejercicio de la propia libertad. Su orientación depende de un criterio
formado, en el que los valores asumidos permiten juzgar la realidad de manera
equilibrada y tomar decisiones prudentes. En el plano concreto, la disciplina se expresa
en el cumplimiento autónomo y solidario de los propios deberes, dando la cara con
responsabilidad.
En síntesis, un hombre maduro, pues, acopla la vivencia de las virtudes humanas:
prudencia, fortaleza, justica y templanza. Es una persona íntegra e integrada.
b) Armonía: la madurez en las propias relaciones.
Un hombre maduro vive su propia identidad abierto a la realidad: al mundo, a los
otros hombres, a Dios. De la relación con el Señor hablaremos en otra ocasión. Respecto
al mundo, respeta su entorno y sabe administrar sus bienes con justicia y responsabilidad,
sin dejarse esclavizar por sus pertenencias. Modera sus deseos, sin dejarse atrapar por la
compulsión moderna del mercado. Hace buen uso, en particular, de su tiempo libre. Sus
lícitas aspiraciones se encuentran en acuerdo con la propia opción de vida.
Uno de los principales indicadores de la madurez humana, y requisito
indispensable de la madurez sacerdotal, es el sano y equilibrado cultivo de las relaciones
humanas. Sabe salir al encuentro de las personas y promueve el crecimiento del prójimo.
Es hospitalario, afable y educado. De manera particular, sabe ser respetuoso con su
prójimo y darse a respetar con sencillez, demostrando así que reconoce la dignidad de
cada persona. Esto se expresa en el trato amable. La apertura al otro lo lleva a ser
abnegado ante las necesidades del hermano, y a ser condescendiente ante las diferencias e
incluso los defectos del prójimo, sobrellevándolo con paz.
El sacerdote, en particular, debe ser capaz de mantener un trato con todo tipo de
personas, sin exclusiones, y ello implica la capacidad de generar relaciones profundas,
extensivas, cálidas y duraderas. Sabe, pues, cultivar la amistad. Ubicándose ante los
demás, el hombre maduro sabe valorarse a sí mismo y valorar a los demás, sin caer ni en
la arrogancia ni en la adulación, ni en la soberbia ni en el apocamiento. Indicadores
importantes de inmadurez son las envidias, los celos, la maledicencia y la incapacidad de
comunicarse con los demás, así como la cerrazón en un grupo particular.
Las estructuras básicas de relación son aportadas por la misma vida familiar. En
este sentido, el hombre maduro sabe integrar sus propias filiaciones, su fraternidad, su
esponsalidad y su paternidad fecunda en el orden de la realización de su proyecto de vida.
c) Ritmo: la madurez en el propio crecimiento y en el cumplimiento de la propia misión.
Por último, el hombre maduro desarrolla sus capacidades en la interracción con
los demás de modo que promuevee su propio crecimiento y el de los demás. Sabe, pues,
desarrollarse, y sentirse desafiado. Identifica los retos que la realidad plantea, y los
aprovecha con creatividad y entusiasmo. Se deja corregir. Enfrenta la frustración y sabe
levantarse de las caídas, asumiéndolas como una oportunidad de crecimiento. Sabe
también descansar. Maneja sus miedos y tensiones. Conduce con inteligencia sus
motivaciones.
Un pastor humanamente maduro es hábil en el congregar a los hermanos,
animarlos, reconciliarlos, dirigirlos y promoverlos. Al sacerdote de hoy se le pide saber
trabajar en equipo, integrándose con liderazgo en las actividades que le corresponden, y
acompañando también solidariamente el liderazgo de los demás. Expresa con gusto su
pertenencia a la comunidad y es colaborador efectivo en las actividades comunes. Sabe
promover el crecimento de los demás. Asume sus propias tareas y mantiene los
compromisos asumidos. Se preocupa por acompañar y ser subsidiario con las personas
que caminan a un paso más lento que él. Deriva la disciplina personal en una actitud
abnegada, generosa y sacrificada por el bien del hermano.
Conclusión evangélica
El hombre de fe maduro realiza sus virtudes humanas en la perspectiva de la vida
teologal. Sólo un hombre maduro puede encontrarse en un proceso de conversión
permanente. Sólo un hombre maduro puede expresar la convicción de la fe en una
profesión pública, asumiendo las consecuencias radicales del testimonio. Sólo un hombre
maduro sabe pedir perdón y ofrecer perdón. Sólo un hombre maduro puede ser obediente,
pobre y casto. Evangélicamente, un hombre maduro es pobre, manso, misericordioso,
limpio, sensible, pacífico, justo y fuerte. En pocas palabras, sabe vivir la libertad gloriosa
de los hijos de Dios. El punto central de esta madurez es la integración alegre, fecunda y
generosa de la propia capacidad de amar. En realidad, sólo el hombre maduro puede vivir
la caridad.
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