Los secretos del futuro www.librosmaravillosos.com Arthur C. Clarke

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Los secretos del futuro
Colaboración de Sergio Barros
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Arthur C. Clarke
Preparado por Patricio Barros
Los secretos del futuro
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Arthur C. Clarke
Índice
Introducción
1.
Riesgos de profetizar: la falta de nervio
2.
Riesgos de profetizar: la falta de imaginación
3.
El futuro del transporte
4.
Cabalgando en el aire
5.
Más allá de la gravedad
6.
Búsqueda de la velocidad
7.
El mundo sin distancias
8.
Cohete al renacimiento
9.
No se puede llegar desde aquí
10.
El inconquistable espacio
11.
Acerca del tiempo
12.
Épocas de abundancia
13.
La lámpara de Aladino
14.
Hombres invisibles y otros prodigios
15.
La ruta de Lilliput
16.
Voces desde el cielo
17.
Cerebro y cuerpo
18.
La antigüedad del hombre
19.
El largo crepúsculo
Carta al futuro
Colaboración de Sergio Barros
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Arthur C. Clarke
Introducción
A mis colegas del Instituto de Estudios del
siglo
XXI,
y
especialmente
a
Hugo
Gernsback, que pensó en todo.
Es imposible predecir el futuro, y todos los intentos para lograrlo, aunque sólo sea
en algún detalle, resultan inútiles a los pocos años. El presente volumen tiene un
propósito más realista y, al mismo tiempo, más ambicioso. No trata de describir el
futuro, sino de definir los límites dentro de los cuales está encerrado el posible
futuro. Al observar las épocas que se abren ante nosotros como un país inexplorado
y sin que sea conocida su situación exacta, lo que intento hacer es descubrir sus
fronteras y conseguir cierta idea de su extensión. La detallada geografía de su
interior tendrá que permanecer desconocida..., hasta que lleguemos al centro del
imaginario país.
Con muy pocas excepciones, voy a limitarme a un solo aspecto del futuro, a su
técnica, y no a la sociedad que está basada en aquélla. Esto no es una limitación en
modo alguno, como puede parecer a primera vista, ya que la ciencia dominará en el
futuro mucho más aún que en el presente. Además sólo en cierto aspecto es posible
formular ciertas leyes generales que gobiernan las extrapolaciones científicas, las
cuales, en cambio, no existen (pace Marx) en el caso de la política o de la
economía.
También creo —y espero— que la economía y la política dejarán de tener
importancia en el futuro, o que la tendrán mucho menos que en la actualidad;
llegará una época en que la mayor parte de nuestras presentes controversias nos
parecerán triviales, o sin el menor sentido, tal como hoy día nos lo parecen los
debates teológicos en los que disiparon y aun malgastaron sus energías las más
esclarecidas mentes de la Edad Media. Los políticos y los economistas se preocupan
por el poder y la riqueza, pero ninguna de ambas cosas es la primordial, y aún
menos la exclusiva, preocupación del hombre de la calle.
Naturalmente, muchos escritores han intentado describir las maravillas técnicas del
futuro, con distintos grados de suerte. Julio Verne es el ejemplo clásico, y jamás
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debe recurrirse a él, ya que nació en un momento único de la historia de la
humanidad y se aprovechó de ello. Su vida (1828-1905) coincidió casi por completo
con la aparición de la ciencia aplicada; cubre la mayor parte del intervalo existente
entre la primera locomotora y el primer avión. Solamente otro hombre ha excedido
a Verne en el número y seguridad de sus predicciones; me refiero al editor e
inventor americano Hugo Gernsback (nacido en 1884). Aunque sus dotes narrativas
no llegan a las del famoso autor francés, y su fama no ha alcanzado la misma
magnitud, la influencia indirecta de Gernsback a través de sus diversas revistas ha
sido comparable a la de Verne.
Salvo escasas excepciones, los científicos parecen ser muy malos profetas, lo cual
no deja de ser sorprendente, ya que la imaginación es una de las primeras
cualidades que debe poseer un buen hombre de ciencia. Sin embargo, repetidas
veces, distinguidos astrónomos y físicos se han cubierto de ridículo al declarar
públicamente que tal o cual proyecto era imposible. En los dos capítulos siguientes
daré algunos clarísimos ejemplos de ello. El mayor problema, al parecer, es hallar
una persona que en sí misma combine un perfecto conocimiento científico —o al
menos la intuición de la ciencia— con una imaginación verdaderamente flexible.
Verne reunía ambas en grado sumo, y asimismo Wells, cuando quiso. Pero Wells, al
revés de Verne, fue también un gran literato (aunque a menudo pretendió lo
contrario) y, muy sensiblemente, no se dejó alucinar por los hechos si no estaban
bien probados.
Habiendo evocado ya las dos grandes sombras de Verne y Wells, quiero llegar a
proclamar que únicamente los lectores o escritores de las obras de ciencia-ficción se
hallan realmente capacitados para enfocar las posibilidades del futuro. Hoy día ya
no es necesario, como unos años atrás, defender este género literario de los
ataques de los críticos ignorantes o maliciosos; los trabajos de ficción editados en la
actualidad pueden compararse con las mejores obras literarias de nuestra época1.
Pero aquí no tenemos que ocuparnos de las cualidades literarias de la ciencia
ficción, sino solamente de su contenido técnico. Durante los últimos treinta años,
decenas de millares de novelas han explorado todas las posibilidades del futuro
concebibles, y gran parte de las inconcebibles; existen muy pocas cosas que pueden
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Como guía simpática y detallada, ver la obra New maps of hell, de Kingsley Amis. (N. del A.)
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ocurrir que no hayan sido ya descritas en un libro o en una revista. Una lectura
crítica —el adjetivo es importante— de obras de ciencia-ficción es un adiestramiento
esencial para cualquiera que desee echar un vistazo a los próximos diez años. Los
hechos futuros escasamente pueden ser imaginados ab initio para quienes no se
hallan familiarizados con las fantasías del pasado.
Esto puede producir cierta indignación, sobre todo entre aquellos científicos de
segunda categoría que a veces se burlan de la ciencia-ficción (no he conocido nunca
a uno de primera fila que hiciera tal cosa, y en cambio conozco a varios que se
dedican a escribir obras de este tipo). Pero lo cierto es que cualquiera que posea
suficiente imaginación para encarar el futuro de manera realista se verá atraído,
inevitablemente, por esta clase de literatura. No sugiero ni por un solo instante que
más de un 1% de los lectores de ciencia-ficción fuesen en realidad buenos profetas;
pero sí quiero destacar que casi un 100% de los buenos profetas se cuentan entre
los lectores, o escritores, de ciencia-ficción.
En cuanto a mis calificaciones para este trabajo, me conformo con que sea la propia
lista de lo publicado la que hable por sí misma. Aunque, lo mismo que los demás
propagandistas de los vuelos espaciales, sobreestimé la escala del tiempo y
subestimé el coste, si bien no me hallo arrepentido en absoluto de este error. De
haber sabido, en 1930 y años sucesivos, que la construcción y planeamiento de las
naves espaciales costarían miles de millones de dólares, habríamos quedado
desanimados por completo; en aquellos días nadie podía creer que tales sumas
pudieran conseguirse.
La rapidez con que progresa la exploración del espacio también hubiera parecido
imposible. Cuando el libro pionero de Hermann Oberth, Die Rakete Zu Den
Planetenraeumen, fue reseñado por la revista Nature, en 1924, el crítico señaló, con
gran atrevimiento: «En estos tiempos de consecuciones sin precedentes nadie
puede aventurarse a sugerir que el muy ambicioso proyecto de Hermann no llegará
a realizarse antes de que la raza humana se extinga.» En gran medida, ya ha sido
realizado antes de que quien se extinga sea el mismo profesor Oberth.
Yo puedo mostrar un récord ligeramente mejor que el del crítico de Nature. Al
repasar mi primera novela, Preludio al Espacio (escrita en 1947), me divierte ver
que aunque me apunté un buen tanto al señalar el año 1959 como la fecha del
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primer cohete a la Luna, hablé de muchos satélites en 1970 y del aterrizaje 2 en la
misma Luna en 1978. A la gente de aquel tiempo esto les pareció exageradamente
optimista, pero ahora se ha demostrado mi innato conservadurismo. Una prueba
mejor aún es la que proporciona el hecho de que, en 1945, no intenté obtener la
patente del satélite de comunicaciones. (Ver capítulo 16.) No hubiera podido
hacerlo, pero al menos, de haberlo intentado, ¿hubiera podido soñar que los
primeros modelos experimentales estarían ya operando antes de cumplir yo los
cincuenta años?
Sea como fuere, este libro no se ocupa de escalas de tiempo, sino de las metas
finales. Ante la rapidez del progreso actual, resulta imposible imaginarse que
cualquier meta técnica no pueda ser alcanzada, si es que lo es, dentro de los
próximos quinientos años. Pero para los propósitos de la presente encuesta, es lo
mismo que las cosas que aquí se tratarán sean conseguidas en diez años o en diez
mil. Mi única preocupación es estudiar el qué, no el cuándo.
Por este motivo, muchas de las ideas desarrolladas en este libro serán mutuamente
contradictorias. Para dar un ejemplo, un sistema de comunicaciones perfecto
debiera tener un efecto inhibitorio sobre el transporte. Lo contrario resulta menos
obvio: si el viajar se torna algo instantáneo, ¿por qué nadie querrá molestarse en
comunicar? El futuro tendrá que escoger entre muchas competencias
superlativas; por ello he descrito cada posibilidad como si la otra no existiera. De
manera similar, el final de algunos capítulos posee una nota optimista y en otros
pesimista. Según el punto de vista, tanto un optimismo ilimitado, como un
pesimismo igual acerca del futuro, se hallan igualmente justificados. En el último
capítulo, he tratado de conciliar ambos extremos.
Se ha dicho que el arte de vivir reside en el conocimiento de saber cuándo hay que
detenerse, y seguir un poco más adelante. En los capítulos 14 y 15 he intentado
hacerlo así exponiendo conceptos que casi con toda seguridad no son hechos
científicos, sino de pura fantasía científica. Algunas personas considerarán que
temas como la invisibilidad y la cuarta dimensión son una pérdida de tiempo, pero
en este caso se hallan por completo justificados. Tan importante es descubrir lo que
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También se admite «alunizaje» (del nuevo verbo «alunizar»). (N. del E.)
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no puede conseguirse como lo que puede lograrse, y en ocasiones esto resulta
bastante más divertido.
Mientras pergeño la presente introducción, he leído la crítica de un libro ruso sobre
el siglo veintiuno. El distinguido científico inglés que ha hecho dicha crítica halla que
la obra es en demasía razonable y las extrapolaciones del autor, muy convincentes.
Deseo que no sea ésta la opinión que mi libro le merezca. Si esta obra parece
extremadamente razonable y todas mis extrapolaciones muy convincentes, será
señal de que no he conseguido ver muy lejos en el futuro, pues un hecho del futuro
del que podemos estar bien convencidos es que será altamente fantástico.
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Capítulo 1
Riesgos de profetizar: la falta de nervio
Antes de intentar convertirse nadie en profeta, resulta siempre muy instructivo
estudiar el éxito que los demás han obtenido en tan peligrosa ocupación..., y aún
mucho más aleccionador es ver en dónde los otros han fallado.
Con una monótona regularidad, hombres en apariencia competentes han dado a
conocer sus pronósticos sobre lo que técnicamente es posible o imposible...,
resultando que se hallaban muy equivocados en sus asertos, a veces cuando casi no
había tenido tiempo de secarse la tinta de sus plumas. Tras un análisis cuidadoso,
parece ser que tales desastres pueden dividirse en dos clases, a las que denominaré
faltas de nervio y faltas de imaginación.
La más corriente parece ser la primera clase, y tiene lugar cuando «dados incluso
todos los factores importantes», el presunto profeta no llega a comprender que los
mismos apuntan hacia una conclusión inevitable. Algunas de tales faltas son tan
enormes que resultan casi increíbles, y formarían un tema asaz interesante para un
análisis psicológico. «Afirmar que no puede hacerse» es una frase muy conocida en
el campo histórico de los inventos; ignoro si alguien se ha preocupado alguna vez
de averiguar las causas de por qué lanzan esta sentencia esos «profetas», a
menudo con una vehemencia por completo innecesaria.
En la actualidad resulta imposible para nosotros crear de nuevo, en nuestra
imaginación, el clima mental que existía cuando se estaba construyendo la primera
locomotora, cuando los críticos aseveraban con toda seriedad que «los pasajeros
morirían de sofocación al adquirir los trenes la estremecedora velocidad de treinta
millas por hora». Es igualmente difícil creer que sólo ocho años antes la idea de
disponer de luz eléctrica a domicilio fue ridiculizada por todos los «expertos»..., a
excepción del inventor americano de 31 años llamado Thomas Alva Edison. Cuando
la luz de gas estaba ya en trance de desaparecer en 1878 debido a que Edison (a la
sazón ya una conocida figura con sus acreditados fonógrafo y micrófono de carbón)
anunció que estaba trabajando en la lámpara incandescente, el Parlamento
Británico creó un comité para que investigase el asunto. (Westminster puede
apuntarse un tanto contra Washington en esa jugada.)
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Los distinguidos parlamentarios informaron, para alivio de las compañías de gas,
que las ideas de Edison eran «buenas para nuestros amigos transatlánticos..., pero
inmerecedoras de la atención de los hombres científicos o prácticos». Y sir William
Preece, ingeniero jefe de correos en Inglaterra, declaró rotundamente que «la
subdivisión de la luz eléctrica es un verdadero ignis fatuus». Ahora se ve claramente
que la fatuidad no residía en el ignis.
Debemos señalar que los absurdos científicos se han referido no ya a ciertos sueños
quiméricos como el movimiento continuo, sino a la humilde bombilla incandescente,
a la que tres generaciones de hombres se hallan muy agradecidos, salvo cuando se
funde y les deja en tinieblas. Pero si bien Edison, en este asunto, vio más allá que
sus contemporáneos, en sus últimos años también fue culpable de la misma falta de
visión que habían afligido a Preece y compañía, ya que se opuso a la introducción de
la corriente alterna.
Las más famosas, y tal vez las más instructivas faltas de nervio, han tenido lugar en
la historia de la aviación y de la astronáutica. Al comienzo del siglo veinte los
científicos opinaron que volar con aparatos más pesados que el aire era cosa
imposible y que cualquiera que intentase construir aeroplanos era un pobre loco. El
gran astrónomo americano Simón Newcomb escribió un ensayo muy celebrado que
concluía así:
«La demostración de que ninguna posible combinación de substancias, clases de
maquinaria y disposición de fuerzas conocidas, pueden unirse en la confección de
una máquina práctica en la que el hombre pueda volar a grandes distancias por el
aire, le parece al que esto escribe tan completa como pueda serlo la posible
demostración de cualquier hecho físico.»
Aunque parezca extraño, Newcomb poseía una mente lo bastante despejada para
llegar a admitir que algún descubrimiento inesperado —mencionó la neutralización
de la gravedad— tal vez pudiera dar practicidad a los vuelos. Sin embargo, no
puede acusársele de falta de imaginación; su error consistió en intentar analizar
hechos de aerodinámica, siendo ésta una ciencia que no comprendía. Su falta de
nervio residió en no darse cuenta de que los medios necesarios para volar ya
estaban al alcance de la humanidad.
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El artículo de Newcomb obtuvo una buena publicidad precisamente en los días que
los desconocidos hermanos Wright, sin que tuvieran ningún ingenio antigravitatorio
en su tienda de bicicletas, se hallaban construyendo una máquina con alas,
alimentada con petróleo. Cuando la noticia de su éxito llegó a oídos del astrónomo,
se quedó momentáneamente confundido. Concedió que las máquinas voladoras
podían tener un margen de posibilidades, pero que no llegarían jamás a adquirir una
importancia práctica, ya que era imposible que pudieran transportar más peso que
el correspondiente a un pasajero, además del piloto.
Tales actitudes negativas para enfrentarse con hechos que hoy día nos parecen
obvios esmaltan de continuo la historia de la aviación. Permítame el lector
mencionar a otro astrónomo, William H. Pickering, el cual hizo una declaración al
poco informado vulgo unos años después que los primeros aeroplanos hubieran
empezado a volar.
«La imaginación popular muy a menudo se inflama con la imagen de gigantescas
máquinas voladoras que van a grandes velocidades a través del Atlántico,
transportando innumerables pasajeros de manera análoga a nuestros modernos
transatlánticos... Creo que no me equivoco al afirmar que tales ideas son por
completo ilusorias, y que incluso aceptando el hecho de que una máquina pudiera
conseguir transportar a uno o dos viajeros, el precio resultaría tan elevado que
nadie, excepto los capitalistas que lograsen poseer su propio avión, podría volar.
Otra tontería popular es esperar que llegue a obtenerse una enorme velocidad.
Debe ser recordado a tal efecto que la resistencia del aire es proporcional al
cuadrado de la velocidad y el trabajo, al cubo de la misma. Si con 30 HP podemos
alcanzar actualmente una velocidad de 40 millas por hora, para poder lograr las 100
millas por hora deberíamos emplear un motor capaz de obtener una potencia de
470 HP... Por ello resulta claro que nuestras máquinas actuales no tienen la menor
esperanza de poder competir jamás en velocidad con nuestras formidables
locomotoras o nuestros modernos automóviles.»
Y hay que tener en cuenta que la mayoría de sus colegas astrónomos consideraban
a Pickering excesivamente imaginativo, debido a que se inclinaba a creer que había
vegetación, e incluso cierta forma de vida primaria, en la Luna. Me alegra poder
contar que cuando falleció en 1938, a la avanzada edad de 80 años, el profesor
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Pickering había visto aviones que volaban ya a gran velocidad con motores de 400
HP y transportaban una cantidad mucho mayor de «uno o dos» pasajeros.
Más actual aún, el comienzo de la era espacial ha producido una vindicación (y
refutación) en masa de las profecías, a una escala y a una rapidez desconocidas
hasta el presente. Por haber tomado cierta parte en ello quien esto escribe, y no
hallándose más inmune que otro hombre cualquiera al placer de exclamar «ya lo
había dicho», me complace recordar unas cuantas declaraciones sobre los vuelos
espaciales que en el pasado fueron hechas por destacados hombres de ciencia. Para
ciertas personas resultará necesaria esta revisión, así como para refrescar las
selectas memorias de los pesimistas. La rapidez con que aquellos que una vez
declararon «¡es imposible!» volvieron a decir «ya había dicho yo que podía
lograrse», es realmente asombrosa.
En cuanto se refiere al público en general, la idea de los vuelos espaciales como una
posibilidad a tener en cuenta apareció en 1920 en el horizonte, como resultado
principalmente de los informes periodísticos sobre los trabajos efectuados por el
americano Robert Goddard, y el rumano Hermann Oberth (ya que los anteriores
estudios del ruso Ziolkovsky en aquel país comunista eran desconocidos fuera del
mismo). Cuando las ideas de Goddard y Oberth, como es de suponer, muy a
menudo deformadas por la prensa, se filtraron entre las masas y el mundillo
científico, fueron recibidos con burlas y chacotas. Como ejemplo de la clase de
crítica con que los pioneros de la astronáutica tuvieron que enfrentarse, transcribo
el artículo, verdadera obra maestra, publicado por el profesor A. W. Bickerton en un
periódico, en 1926. Debe ser leído con toda atención, ya que casi es imposible hallar
otro ejemplo mayor de ignorancia arrogante y engreída:
«La idea loca de un disparo a la Luna es un ejemplo de la absurda pérdida de
tiempo a que la vacua especialización llevará a los hombres de ciencia que trabajan
en compartimientos estancos. Examinemos con ojo crítico esta propuesta. Para que
un proyectil escape por completo a la gravedad de la Tierra, es necesario que
alcance una velocidad de siete millas por segundo. La energía de un gramo de masa
a esta velocidad es de 15.180 calorías. La energía de nuestro explosivo más
violento —la nitroglicerina— está por debajo de las 1.500 calorías por gramo. En
consecuencia, aunque el explosivo no tuviera que transportar nada, sólo posee una
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décima parte de la energía necesaria para escapar a la gravedad terrestre. Por dicha
razón, tal idea resulta básicamente imposible.
Varios indignados lectores de la Biblioteca Pública de Colombo me indicaron,
coléricos, el cartelito de SILENCIO cuando descubrí esta preciosa muestra de joya
literaria. Importa analizarla con cierto detalle para ver adonde la «vacua
especialización», si es que puede entenderse la frase, condujo al profesor tan
mortalmente seguro.
Su primer error reside en la afirmación: «La energía de nuestro explosivo más
violento... —la nitroglicerina—». Debe resultar obvio que es energía y no violencia lo
que se necesita obtener del combustible de un cohete, y para dejar bien sentadas
las cosas, la nitroglicerina y otras substancias similares contienen mucha menos
energía, peso por peso, que mezclas como el keroseno y el oxígeno líquido. Esto ya
había sido bien señalado por Ziolkovsky y Goddard varios años antes.
El segundo error de Bickerton es aún de más bulto; para decirlo sin ambages, es
debido a su gran estupidez. ¿Qué importa que la nitroglicerina sólo posea un 10%
de la energía necesaria para escapar de la Tierra? Esto significa únicamente que
habrá que emplear como mínimo diez libras de nitroglicerina para lanzar una sola
libra de peso3.
El combustible no tiene que escapar de la Tierra; puede consumirse totalmente muy
cerca de nuestro planeta, y lo único que interesa es que comunique su energía a la
carga útil. Cuando el Lunik II se elevó en el espacio, treinta y tres años después que
el profesor Bickerton hubiese afirmado que era un sueño imposible de realizar, la
mayor parte de sus varios centenares de toneladas de keroseno y oxígeno líquido
mezclados no llegaron muy lejos de Rusia..., pero la media tonelada de carga útil
que era el vehículo lunar llegó a Mare Imbrium (Mar de las Lluvias). En plan de
comentario a cuanto antecede, puedo añadir que el profesor Bickerton, que fue un
activo propagador de la ciencia, contaba entre sus libros publicados con uno titulado
Los peligros de un pionero. Uno de los peligros con los que tales pioneros tienen que
encararse, entre todos ellos, y pocos son más descorazonadores, es precisamente
los muchos Bickerton que corren por el mundo.
3
El peso muerto del cohete (tanques propulsores, motores, etc.) torna en la actualidad mucho más alta la cantidad,
pero esto no afecta para nada la argumentación. (N. del A.)
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Durante las décadas 30 y 40, los eminentes hombres de ciencia prosiguieron
burlándose de los pioneros espaciales..., si es que se molestaban en ocuparse de
ellos. Cualquiera que tenga acceso a una biblioteca puede hallar, preservado para la
posteridad, un ejemplar de la Philosophical Magazine de enero de 1941, corno un
claro ejemplo especialmente interesante de la eminencia de su autor.
Se trata de un artículo del distinguido astrónomo canadiense profesor J. W.
Campbell, de la Universidad de Alberta, titulado El vuelo de un cohete a la Luna.
Empezando con la declaración de un periódico de Edmonton en 1938 sobre que «los
cohetes espaciales a la Luna parecen ahora mucho menos remotos que la televisión
hace un centenar de años», el profesor pasa a tratar de forma matemática el
asunto. Después de varias páginas de análisis, llega a la conclusión de que se
requerirían «un millón» de toneladas de empuje para transportar «una libra» de
carga útil alrededor de la Luna.
La cifra correcta, refiriéndonos a los primitivos combustibles y técnicas de la
actualidad, es en números redondos de una tonelada por libra..., cantidad
deprimente, pero ni con mucho tan pésima como la calculada por el profesor. Sin
embargo, sus matemáticas eran impecables. ¿Dónde residía la equivocación?
Sólo en sus presunciones iniciales, que carecían de toda realidad. Eligió para el
cohete un camino que resultaba fantásticamente extravagante en energía, y
propuso el empleo de una aceleración tan lenta que la mayor parte del combustible
se malgastaría a muy bajas altitudes, tratando de luchar contra el campo de
gravedad de la Tierra. Es lo mismo que si hubiera calculado el rendimiento de un
coche cuando está frenado. No es extraño que llegara a la siguiente conclusión:
«Aunque siempre es muy peligroso formular una predicción negativa, parece claro
que la declaración de que los vuelos con cohetes espaciales a la Luna son mucho
menos remotos que la televisión hace un centenar de años, es demasiado
optimista».
Estoy seguro de que cuando los suscriptores de la Philosophical Magazine leyeron
estas palabras, en 1941, casi todos pensaron:
«¡Bueno, esto pone en su justo lugar todas estas zarandajas de los hombrescohete!»
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Y sin embargo, los correctos resultados ya habían sido dados a conocer varios años
antes por Ziolkovsky y Goddard, si bien era muy difícil que, en aquella época, los
trabajos de los dos primeros pudieran llegar al conocimiento público; pero el artículo
de Goddard Un método para alcanzar una altitud extrema se había convertido ya en
clásico, siendo muy editado por la acreditada corporación que es el Instituto
Smithsoniano. Sólo con que el profesor Campbell (o cualquier competente escritor
sobre el asunto, y había ya algunos en 1941) lo hubiera consultado, no habría
engañado a sus lectores ni a sí mismo. Y tampoco hubiera tenido que tragarse el
sarcástico análisis de su artículo efectuado por mí en el ejemplar de septiembre de
1948 del Boletín de la Sociedad Interplanetaria Británica, que al aparecer le produjo
ciertas amarguras. Si ahora lee estas líneas el inteligente profesor le ruego excuse
mi rudeza, pero no mi crítica.
La lección que debe desprenderse de tales ejemplos es que éstos no deberían
repetirse demasiado a menudo. Dicha lección es raramente comprendida por los
legos, los cuales comparten un temor casi supersticioso por las matemáticas. Pero
las matemáticas no lo son todo, aunque resulten un arma muy poderosa. Ninguna
ecuación, por impresionante y compleja que sea, puede dar por resultado la verdad
si los datos iniciales son incorrectos. Asimismo resulta sorprendente por qué
estrechos márgenes, hombres de ciencia competentes pero de ideas conservadoras
pueden ser inducidos a error, cuando emprenden una investigación con la
preconcebida idea de que están investigando un imposible. Cuando tal cosa ocurre,
los hombres mejor informados sufren una ceguera mental impuesta por sus
prejuicios y son incapaces de ver lo que tienen ante sus propios ojos. Lo que
todavía es más increíble, se niegan a sacar enseñanzas de la experiencia; una y
otra vez continuarán cometiendo la misma equivocación.
Algunos de mis mejores amigos son astrónomos y lamento tener que echar piedras
sobre su tejado, pero es que los componentes de dicha profesión parecen detentar
un desdichado récord como profetas. Si el lector lo duda, déjeme referirle una
historieta tan irónica que casi puede acusárseme de haberla inventado, tan increíble
es. Pero no soy ningún cínico y los hechos que relato están debidamente archivados
para quien desee verificarlos.
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En la oscura época que era el año 1935, el fundador de la Sociedad Interplanetaria
Británica, P. E. Cleator, fue lo bastante valiente como para escribir el primer libro de
astronáutica publicado en Inglaterra. Su Cohetes a través del Espacio daba cuenta
(incidentalmente, de manera asaz entretenida) de los experimentos que en
astronáutica habían sido llevados a cabo por los pioneros alemanes y americanos,
así como de los planes relativos a cosas hoy en día tan comunes como las
gigantescas máquinas espaciales de varias fases y los satélites.
De manera más bien sorprendente, el periódico científico Nature criticó el libro en
su ejemplar del 14 de marzo de 1936, resumiéndolo como sigue:
«Debemos decir acto seguido que todos los procedimientos esbozados en el
presente volumen presentan dificultades de naturaleza tan fundamental que nos
vemos precisados a desecharlos por esencialmente impracticables, a pesar de los
insistentes ruegos del autor para dejar a un lado los prejuicios, recordando que la
supuesta imposibilidad de conseguir que volaran los objetos más pesados que el
aire se ha superado en la actualidad. Esta analogía debe ser refutada por completo,
ya que podría inducir a error y nosotros no queremos vernos en ese caso...»
Bueno, hoy día todo el mundo sabe ya si estaba o no desacertada dicha analogía,
aunque el crítico, amparado en el anonimato de las iniciales «R. v. d. R. W.», se
aferró, claro, por completo a su opinión.
Exactamente veinte años más tarde —después de haber anunciado el presidente
Eisenhower a los Estados Unidos el programa satélite— llegó a Inglaterra un nuevo
Astrónomo Real para hacerse cargo de su puesto. La prensa le rogó que diera su
opinión sobre los vuelos espaciales, y al cabo de dos décadas el doctor Richard van
der Riet Woolley no había visto razón alguna para cambiar de modo de pensar.
—Los viajes espaciales —profirió— son una tontería.
Los periódicos, sin embargo, no le permitieron que se olvidase de este comentario
despectivo cuando al año siguiente emprendió su vuelo el Sputnik I. Y ahora —
ironía sobre ironía— el doctor Woolley es, en virtud de su posición como Astrónomo
Real, un importante miembro del comité consultivo del Gobierno británico en las
investigaciones del espacio. Es fácil imaginarse los sentimientos que animarán a
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cuantos, durante toda una generación, habían estado intentando conseguir que el
Reino Unido se interesara por los asuntos del espacio. 4
Incluso aquellos que arguyeron que los cohetes podrían ser utilizados de manera
más modesta, pero también más censurable, se vieron fulminados por los hombres
de ciencia de todo el mundo..., excepto en Alemania y en Rusia.
Cuando el mundo, asombrado, se enteró de la existencia de las V-2 con su radio de
acción de 200 millas, se produjo una especulación muy considerable acerca de los
cohetes intercontinentales. La misma fue ampliamente negada por el doctor
Vannevar Bush, director civil del esfuerzo científico de los Estados Unidos para la
guerra, en su declaración ante un comité senatorial formulada el 3 de diciembre de
1945. Oigámosle:
—Se ha hablado mucho acerca de un cohete de 3.000 millas de alcance. En mi
opinión, tal cosa será imposible en muchos años. Las personas que han escrito y
hablado acerca de un cohete de 3.000 millas de radio, afirman que podrá ser
disparado de uno a otro continente, transportando una bomba atómica y tan
matemáticamente dirigido, que caerá con exactitud sobre un blanco preestablecido,
como una ciudad, por ejemplo.
»Yo afirmo que, técnicamente, no existe nadie en todo el mundo que pueda lograr
tal resultado, y tengo plena confianza en que tal cosa no podrá ser conseguida en
un período de muchos años. Creo que por ahora podemos alejar tales cosas de
nuestra imaginación. Y me gustaría que el pueblo americano dejara de preocuparse
por tales simplezas», añadió.
Unos meses antes (en mayo de 1945) el consejero científico del primer ministro
Winston Churchill, lord Cherwell, había expresado similares conceptos en un debate
en la Cámara de los Lores. Esto debía haber sido esperado, ya que lord Cherwell era
un conservador furibundo y un científico con opiniones propias, que ya había
asegurado a su Gobierno que las V-2 no eran más que un rumor de la propaganda 5.
En el debate sobre la defensa del mes de mayo de 1945, lord Cherwell impresionó a
los Pares mediante un asombroso despliegue mental de aritmética, gracias al cual
4
Con toda lealtad para el doctor Woolley, deseo recordar que su crítica de 1936 contenía la sugerencia —
probablemente por primera vez expresada — de que los cohetes contribuirían a obtener conocimientos
astronómicos, mediante observaciones de rayos ultravioleta más allá de la cortina absorbente que es la atmósfera
terrestre. La importancia de esto empieza en la actualidad a ser visible. (N. del A.)
5
La influencia de Cherwell —nociva o buena— ha sido tema de un vigoroso debate a raíz de la publicación de
Ciencia y Gobierno, de sir Charles Snow. (N. del A.)
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llegó a la correcta conclusión de que un cohete de largo alcance debía consistir en
más de un 90% de combustible, por lo que la carga útil sería mínima. Y la
conclusión final a que arrastró a sus oyentes fue la de que un ingenio de tal
naturaleza era prácticamente irrealizable.
Esto era bastante cierto en la primavera de 1945, pero ya no lo fue aquel mismo
verano. Un rasgo asombroso del debate de la Cámara de los Lores es la forma
casual en que los Pares mucho mejor informados emplearon la frase «bomba
atómica», en una época en que éste era el secreto mejor guardado de la guerra.
(Aún faltaban dos meses para que se celebrasen las pruebas en Alamogordo.) La
seguridad debió de quedar aterrada, y lord Cherwell —que como es natural conocía
todo lo referente al Proyecto Manhattan— estaba plenamente justificado al decirles
a sus inquisitivos colegas que no diesen crédito a nada de cuanto hubieran oído...,
aun cuando en este caso concreto todo fuese absolutamente cierto.
Cuando el doctor Bush habló ante un comité senatorial en diciembre del mismo año,
el único secreto importante tratado sobre la bomba atómica fue que su peso era de
cinco toneladas. Cualquiera hubiese podido pensar entonces —tal como había hecho
lord
Cherwell—
que
un
cohete
que
debiera
transportarla
a
distancias
intercontinentales tendría que pesar unas 200 toneladas… en contra de las
modestas 14 toneladas de las atemorizadoras V-2 de la época.
La consecuencia fue la mayor falta de nervio de toda la historia, que cambió el
futuro del mundo... y tal vez de muchos mundos. Enfrentados con los mismos
hechos y los mismos cálculos, los técnicos americanos y rusos emprendieron
caminos distintos. El Pentágono —de cara a los contribuyentes— abandonó
virtualmente los cohetes de gran radio de acción casi durante media década, hasta
que el desarrollo de las bombas termonucleares hizo posible la construcción de
cabezas de proyectil cinco veces más ligeras, si bien cincuenta veces más potentes,
que el «petardo» anacrónico que había caído sobre Hiroshima.
Los rusos no tuvieron tales inhibiciones. Ante la necesidad de un cohete de 200
toneladas, prosiguieron con sus estudios y lo consiguieron. Cuando empezaba a
quedar perfeccionado, no resultó ser ya necesario para fines bélicos, pues la guerra
había terminado. Pero sí habían sobrepasado a sus colegas americanos que poseían
la bomba de tritio «cul-de-sac» de mil millones de dólares, tras haber logrado la
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bomba de litio, mucho más barata. Habiendo montado un caballo equivocado en
balística, los rusos se preocuparon de un acontecimiento mucho más importante… y
ganaron la carrera del Espacio.
De las diversas enseñanzas que se desprenden de esta parte de la historia
moderna, la que deseo subrayar en ésta: todo aquello que es teóricamente posible,
debe ser conseguido en la práctica, sean cuales sean las dificultades que el
problema presente, si el trabajo se emprende con ardor. Decir « ¡esta idea es
fantástica!» no es una objeción a ningún problema. La mayoría de las cosas que han
ocurrido en los últimos cincuenta años de nuestra historia son cosas fantásticas, y
debemos creer que lo mismo seguirá sucediendo en los años por venir, sólo por
presunción, ya que no poseemos ninguna esperanza de adivinar el futuro.
Para conseguirlo —me refiero a eludir las faltas de nervio, para las que la historia no
posee ninguna compasión— debemos tener el valor de seguir el hilo de todas las
extrapolaciones técnicas hasta su lógica conclusión. Ni siquiera esto es suficiente,
como demostraré. Para predecir el futuro es necesario usar la lógica, pero también
necesitamos fe e imaginación, que a veces pueden desafiar a la misma lógica.
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Capítulo 2
Riesgos de profetizar: la falta de imaginación
En el capítulo anterior he sugerido que muchas de las negativas sobre las
posibilidades científicas y los grandes fallos sufridos por los profetas a lo largo de la
historia de los inventos al referirse a cosas que, sin embargo, casi podían haber
tocado con las manos, podían describirse como «faltas de nervio». Todos los hechos
básicos de la aeronáutica estaban ya al alcance de los científicos —gracias a los
escritos de Cayley, Stringfellow, Chanute y otros— cuando Simón Newcomb
«demostró» que el volar era imposible. Lo ocurrido fue, sencillamente, que le
faltaba valor para afrontar tales hechos. Todas las ecuaciones fundamentales y los
principios de los viajes espaciales ya habían sido formulados por Ziolkovsky,
Goddard y Oberth a lo largo de varios años, mejor diríamos décadas, en tanto que
distinguidos científicos se mofaban de los sedicentes astronautas. En este caso, el
fallo en apreciar los hechos era más moral que intelectual. Los críticos carecían del
valor que sus convicciones científicas debieron haberles dado; no podían creer la
verdad aun teniéndola ante sus ojos, expresada en su propio lenguaje de
matemáticos. Todos conocemos este tipo de cobardía porque, una u otra vez, la
hemos experimentado.
Este segundo tipo de fallo profético es menos censurable y más interesante.
Ocurre cuando todos los factores se hallan ya a mano, siendo apreciados y
correctamente interpretados, aun cuando los factores vitales siguen todavía sin ser
descubiertos, y no se admite la posibilidad de su existencia.
Un famoso ejemplo de tal clase de fallos lo proporciona el filósofo Augusto Comte, el
cual, en su Curso de Filosofía Positiva (1835) intentó definir los límites con que se
enfrenta el conocimiento científico. En el capítulo sobre astronomía (tomo II,
capítulo I) escribió estas frases referentes a los cuerpos celestes:
«Sabemos de qué manera podemos determinar sus formas, sus distancias, sus
masas, sus movimientos, pero nunca sabremos nada sobre su estructura química o
mineral; y mucho menos, sobre los seres organizados que moran en su superficie...
Debemos separar la idea de sistema solar y la de Universo, estando seguros de que
nuestro verdadero interés debe residir en el primero. Sólo dentro de estos límites la
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astronomía es la suprema y positiva ciencia que los hombres hemos determinado
que sea... Las estrellas sólo deben servirnos, científicamente, para proporcionarnos
posiciones con las que podamos comparar los movimientos internos de nuestro
sistema.»
En otras palabras, Comte decidió que las estrellas nunca serían otra cosa que
puntos de referencia celestes, sin que llegaran jamás a constituir una preocupación
intrínseca
de
los
astrónomos. Solamente podríamos esperar obtener algún
conocimiento definido en el caso de los planetas, y aun éste se encontraría limitado
por la geometría y la dinámica. Comte había decido, de antemano, que una ciencia
como la «astrofísica» era imposible, a priori.
Sin embargo, antes del medio siglo de su muerte, casi todo el conjunto de la
astronomía era «astrofísica», y muy pocos astrónomos profesionales mostraban ya
interés por los planetas. La conclusión de Comte se ha visto altamente refutada con
el invento del espectroscopio, que no sólo ha revelado la «estructura química» de
los cuerpos celestes, sino que también nos ha hablado de las características de
lejanas estrellas, a las que conocemos casi mejor que a nuestros vecinos
planetarios.
Comte no puede ser censurado por no imaginarse el espectroscopio; nadie podía
imaginárselo, como tampoco los instrumentos aún más sofisticados que hoy día
forman el bagaje del astrónomo moderno. Pero este hecho debe hacernos deducir
una enseñanza: incluso las cosas más fantásticas y sin duda imposibles, con ayuda
de la técnica ya existente o previsible pueden llegar a convertirse en una realidad
como resultado de nuevas experiencias científicas. A causa de su misma naturaleza,
estas experiencias jamás pueden ser anticipadas; pero en el pasado nos han
capacitado para vencer tantos y tan insalvables obstáculos, que si las ignoramos,
ningún cuadro del futuro puede esperar tener validez.
Otra falta de imaginación muy notable fue la de lord Rutherford, el hombre que más
que otro cualquiera ha ayudado a desentrañar la verdadera naturaleza interna del
átomo. Rutherford, con frecuencia, se burlaba de los sensacionalistas que predecían
que llegaría un día en que seríamos capaces de aprovechar la energía acumulada en
la materia, liberándola de la misma. Sólo a los cinco años de su fallecimiento en
1937, se consiguió en Chicago la primera reacción en cadena. Lo que Rutherford,
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pese a su maravillosa percepción había dejado de tomar en cuenta, es que podía
descubrirse una reacción nuclear que desprendiera más energía que la necesaria
para producir la reacción. Lo que se necesitaba para liberar la energía de la materia
era un «fuego» nuclear análogo a la combustión química, y esto es lo que
proporcionó la fisión del uranio. Una vez descubierto esto, fue inevitable la
liberación de la energía atómica, aunque de no haber sido por el apremio de la
guerra podría haberse necesitado casi todo este siglo para conseguirlo.
El ejemplo de lord Rutherford demuestra que no es el hombre quien más sabe sobre
un tema, cuyo conocimiento maestro de su especialidad puede darle los mejores
puntos de referencia para el futuro. Una carga excesiva de conocimientos puede
enmohecer las ruedas de la imaginación; he intentado formular esta observación en
la ley de Clarke, que puede ser expresada como sigue:
«Cuando un distinguido pero ya maduro científico declara que algo
es posible, tiene razón casi con toda seguridad. Cuando declara que
algo es imposible, probablemente se halla equivocado.»
Tal vez el adjetivo «maduro» requiera una definición. En física, matemáticas y
astronáutica, la palabra «maduro» significa por encima de los treinta años; en otras
materias la senilidad se cuenta a partir de los cuarenta. Claro está que existen
gloriosas excepciones, pero según saben bien los investigadores cuando acaban de
abandonar la Universidad, los hombres de ciencia de más de cincuenta años apenas
sirven ya más que para presidir consejos y asambleas, debiendo ser mantenidos a
toda costa fuera de los laboratorios.
Es más raro que se posea demasiada imaginación que muy poca; cuando esto
ocurre, usualmente su desdichado poseedor se ve asaltado por la frustración y el
abandono..., a menos que sea lo bastante sensible para limitarse a escribir sobre
sus ideas, sin intentar llevarlas a la práctica. En la primera categoría encontramos a
todos los autores de obras de ciencia-ficción, los historiadores del futuro, los
creadores de utopías... y los dos Bacon, Roger y Francis.
Friar Roger (1214-1292) imaginó instrumentos ópticos, buques a propulsión
mecánica y máquinas voladoras... es decir, una serie de ingenios que quedaban
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más allá de lo existente o lo previsible por la técnica de su época. Resulta difícil
creer que las siguientes frases fuesen escritas en el siglo XIII:
«Pueden
construirse
ingenios
mediante
los
cuales
los
barcos
de
grandes
dimensiones, con un solo hombre al frente, podrán ser conducidos a mayores
velocidades que si estuvieran llenos de marinos. Podrían construirse carros cuya
rapidez de movimiento fuese enorme sin la ayuda de animales. Pueden crearse
aparatos voladores, de tal forma, que un hombre sentado y entregado a sus propias
meditaciones, bata el viento con unas alas artificiales, al modo de los pájaros... y
asimismo, máquinas que permitan al hombre bajar hasta el fondo de los mares.»
Este pasaje es un triunfo de la imaginación sobre los hechos conocidos entonces.
Todo ello ha llegado a ser verdad, aunque en la época que se escribió fuese más un
acto de fe que de lógica. Es probable que toda predicción a largo plazo, si tiene que
ser ajustada, deba ser de esta naturaleza. El futuro real no es lógicamente
previsible.
Un ejemplo espléndido de hombre cuya imaginación voló muy por encima de su
época fue el matemático inglés Charles Babbage (1792-1871). Ya en 1819, Babbage
había establecido los principios en que se apoyan las máquinas automáticas
calculadoras. Comprendió que todos los cálculos matemáticos podían basarse en
una serie de operaciones separadas «paso a paso», las cuales, en teoría, podían ser
realizadas por una máquina. Con la ayuda de una subvención estatal, consistente en
17.000 libras, suma muy sustanciosa de dinero en 1820, comenzó a construir su
«ingenio analítico».
Aunque al proyecto dedicó el resto de su vida y gran parte de su fortuna particular,
Babbage no pudo completar su máquina. Lo que le derrotó fue el hecho de que, en
ingeniería, la clase de precisión que necesitaba para construir sus ruedas dentadas
y sus palancas no existía en aquel tiempo. Gracias a sus esfuerzos ayudó a crear los
útiles para máquinas de uso industrial, lo que a la larga le hizo ganar al Gobierno
mucho más dinero que las 17.000 libras prestadas, y hoy día sería un asunto muy
interesante completar la máquina calculadora de Babbage que se exhibe como una
pieza curiosa en el Museo de la Ciencia de Londres. Sin embargo, a lo largo de su
existencia, Babbage no consiguió demostrar más que la posibilidad de una parte
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relativamente pequeña de su máquina. Unos doce años después de su muerte, su
biógrafo escribió:
«Este extraordinario monumento de genio teórico sigue siendo, y sin duda así
continuará eternamente, una posibilidad teórica.»
De este «sin duda» casi no queda nada en la actualidad. En estos momentos existen
miles de calculadoras que trabajan según los mismos principios de Babbage, con
claridad formulados hace más de un siglo, pero con una eficacia y rapidez que ni él
mismo pudo soñar. Lo que hace tan interesante el caso de Charles Babbage —y tan
patético al mismo tiempo—, es que no provocó una, sino dos revoluciones técnicas
para el futuro. De haber existido en su tiempo los instrumentos industriales de
precisión, habría podido construir su «ingenio analítico», y hubiera empezado a
trabajar mucho más deprisa que una calculadora humana, pero muy despacio según
las necesidades de hoy en día, ya que habría tenido que adaptarse —literalmente—
a la velocidad a que las ruedas, las palancas, tuercas y tornillos podían operar
entonces.
Las calculadoras automáticas no han podido cumplir con su obligación hasta que la
electrónica ha hecho posible la rapidez de las operaciones miles y millones de veces
más de prisa que la conseguida con instrumentos puramente mecánicos. Este nivel
de la técnica se logró en los alrededores de 1940, y Babbage no tardó en ser
vindicado. Su falta no fue de imaginación, sino el haber nacido un siglo antes del
tiempo que le correspondía.
Sólo puede lograrse un ensayo de anticipación intentando mantener la mente
abierta a todas las ideas y sin prejuicios, lo cual es en extremo difícil de conseguir,
incluso para los cerebros mejor dotados del mundo. Por otra parte, una mente por
completo abierta sería una mente vacía, y la carencia de toda clase de prejuicios e
ideas preconcebidas es un ideal inalcanzable. Pese a ello existe una forma de
ejercicio mental que puede procurar una excelente base de adiestramiento para los
eventuales profetas: cualquiera que desee asomarse al futuro debe regresar con la
imaginación a una época determinada —digamos al 1900— y preguntarse hasta qué
punto
la
técnica
moderna
resultaría,
no
ya
meramente
increíble,
sino
incomprensible para los más destacados cerebros científicos de aquel tiempo.
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El año 1900 es una fecha magnífica a estos efectos, ya que fue entonces cuando
empezó a liberarse la ciencia de todas sus ataduras. Como J. B. Conant ha
puntualizado:
«En cierto momento de 1900 la ciencia dio un giro totalmente inesperado. Con
anterioridad se habían dado a la luz varias teorías revolucionarias, y se había
producido más de un descubrimiento sensacional en la historia de la ciencia, pero lo
que ocurrió entre 1900 y, digamos, 1930 fue algo diferente; se produjo una falta de
predicción general acerca de todas las cosas que, confiadamente, podían esperarse
de la experimentación.»
P. W. Bridgman todavía fue más lejos:
«Los
físicos
han
pasado
por
una
crisis
intelectual,
como
consecuencia del descubrimiento de unos factores experimentales
que no habían sido previstos con anterioridad, y que ni siquiera se
había pensado pudieran producirse.»
El colapso de la ciencia «clásica» empezó con el descubrimiento de los rayos X,
efectuado por Roentgen en 1895; ésta fue la primera y clara señal, en forma que
todo el mundo pudo apreciar, de que la imagen del sentido común aplicada al
Universo no era sensible, después de todo. Los rayos X —su nombre refleja el
desconcierto de los sabios así como el de los ignorantes— podían pasar a través de
materias sólidas, de igual manera que la luz a través de un panel de cristal. Nadie
podía haber imaginado o pronosticado nada semejante; que alguien fuera capaz de
ver en el interior del cuerpo humano —lo cual iba a revolucionar la medicina y la
cirugía— era algo que ni el profeta más atrevido hubiera osado sugerir.
El descubrimiento de los rayos X fue el primer gran paso dentro de ignotos reinos
por donde ningún cerebro humano se había aventurado antes. Y sin embargo, ello
no hizo más que insinuar ligeramente los acontecimientos aún más asombrosos que
estaban por venir, como la radiactividad, la estructura interna del átomo, la
Relatividad, la teoría cuántica, el Principio de incertidumbre...
Como resultado de todo esto, los inventos y los ingenios técnicos del mundo
moderno pueden dividirse en dos clases altamente definidas. A un lado están las
máquinas cuyo trabajo habría sido bien comprendido por cualquiera de los sabios de
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los tiempos pasados; al otro, se hallan aquéllas que habrían desconcertado a las
mentes mejor dispuestas de la Antigüedad. Y no sólo de la Antigüedad, puesto que
existen en la actualidad una serie de inventos cuyo uso habría podido llevar a la
locura a un Edison o a un Marconi, al tratar de penetrar su manera de operar.
Permitidme que exponga algunos ejemplos para resaltar este extremo. Si
pudiéramos mostrarle un moderno motor diesel, un automóvil, una turbina de
vapor, o un helicóptero a Benjamín Franklin, a Galileo, a Leonardo da Vinci, o a
Arquímedes— la lista abarca unos dos mil años de la humanidad— ninguno habría
tenido la menor dificultad en comprender la manera de actuar de tales inventos.
Incluso Leonardo habría reconocido varios de los mismos, latentes ya en su libreta
de notas. Los cuatro sabios habrían quedado asombrados ante los materiales
empleados y el trabajo realizado, pero una vez familiarizados con todo ello —que les
habría parecido de una mágica precisión— y recobrados de la sorpresa, lo habrían
aceptado como muy natural, en tanto no ahondaran demasiado en los sistemas de
control auxiliar y eléctricos.
Pero ahora supongamos que les enfrentásemos con un televisor, una calculadora
electrónica, un reactor nuclear, o una instalación de radar. Dejando aparte la
complejidad de tales ingenios, los elementos individuales de que se componen
serían incomprensibles para cualquier hombre nacido antes del presente siglo.
Fuera cual fuese su grado de educación o inteligencia, no poseería la necesaria
preparación mental para comprender qué cosa son los haces electrónicos, los
transistores, la fisión atómica, las ondas-guía y los tubos de rayos catódicos.
La dificultad, dejadme repetirlo, no reside en la complejidad; algunos de los
ingenios actuales más sencillos resultarían dificilísimos de explicar. Un ejemplo
particularmente bueno es el de la bomba atómica (al menos, sus primeros
modelos). ¿Puede hallarse algo más sencillo que golpear dos pedazos de metal? Sin
embargo, ¿de qué manera podríamos hacerle comprender a Arquímedes que su
resultado causaría una devastación mayor que la producida por todas las guerras
habidas entre troyanos y griegos?
Supongamos que nos dirigimos a cualquier científico del siglo pasado y le decimos:
—Aquí hay dos pedazos de una sustancia llamada uranio 235. Si los dejamos
separados no sucederá nada. Pero si de repente los juntamos, liberaremos tanta
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energía como la que puede obtenerse de la combustión de diez mil toneladas de
carbón.
Por muy imaginativo y de amplia visión que fuera, ese sabio ochocentista
exclamaría:
— ¡Esto carece de sentido! Esto no es ciencia, sino magia. Tales cosas no pueden
ocurrir en el mundo de la realidad.
Hacia 1890, cuando (al parecer) ya se habían puesto los cimientos de la física y la
termodinámica, dicho sabio habría respondido, explicando con toda exactitud por
qué aquello carecía de sentido.
—No puede crearse energía de la nada —habría dicho—. Por tanto, debe tratarse del
resultado de reacciones químicas, de baterías eléctricas, de muelles elásticos, de
gas concentrado, de hélices, o de cualquier otra fuente de energía bien
determinada. Y en el caso del uranio todas esas fuentes son inexistentes, y aun
cuando así no fuera, la cantidad de energía es absurda. ¡Vaya, si es más de un
millón de veces la resultante de la más potente reacción química!
Lo más fascinante que tiene este particular ejemplo es que, incluso cuando la
existencia de la energía atómica ya había sido apreciada en su totalidad —o sea,
hacia 1940— casi todos los hombres de ciencia se habrían echado a reír ante la idea
de liberarla juntando pedazos de metal. En efecto, se creía entonces que la energía
de
los
núcleos
debía
ser
liberada
mediante
unas
máquinas
eléctricas
complicadísimas— «trituradoras de átomos» y otras por el estilo— que ejecutasen la
labor. (A la larga, parece ser, de todos modos, que tal será el caso, ya que por lo
visto necesitaremos semejante clase de maquinaria para fusionar a gran escala los
núcleos de hidrógeno con fines industriales. Pero aquí también hay que preguntar,
¿quién sabe?)
Todo el inesperado descubrimiento de la fisión del uranio, en 1938, hizo posible
artilugios tan absurdamente sencillos (en principio, si no en la práctica) como la
bomba atómica y el reactor nuclear en cadena (o pila atómica). Ningún sabio podía
haberlo previsto; y de haberlo hecho, sus colegas se habrían mofado de él.
Resulta muy instructivo y estimulante para la imaginación esbozar una lista de los
inventos y descubrimientos que han sido anticipados, y de los que no lo han sido.
Por lo que sé, ninguno fue previsto mucho antes de su revelación. A la derecha se
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hallan los conceptos que han estado latentes durante cientos o miles de años.
Algunos han sido conseguidos, otros lo serán, y el resto puede que sea imposible de
lograr, pero, ¿cuáles?
LO INESPERADO
LO ESPERADO
Rayos X
Automóviles
Energía Nuclear
Aviones
Radio, TV
Motores a vapor
Electrónica
Submarinos
Fotografía
Teléfono
Cintas magnetofónicas
Naves especiales
Sumadoras
Robots
Relatividad
Rayos de la muerte
Transistores
Transmutación
Maser-Laser
Vida artificial
Superconductores superfluidos
Inmortalidad
Relojes atómicos Efecto Mossbauer
Invisibilidad
Determinación de la composición de los cuerpos
Levitación
celestes
Fechar el pasado carbono, 14 etc.
Teletraslación
Detectar planetas invisibles
Comunicación con
los muertos
La ionósfera
Observar el pasado,
el futuro
Los cinturones Van Allen
Telepatía
La lista de la parte derecha es deliberadamente provocativa; incluye a la par
extrañas fantasías y especulaciones científicas rigurosamente serias. Pero la única
manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco hasta las
fronteras de lo imposible. En los capítulos siguientes, es esto lo que espero hacer;
y, sin embargo, mucho me temo que de vez en cuando también yo caeré en alguna
falta de imaginación o, quizá, de nervio. Y lo temo más aún al contemplar la
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columna de la izquierda en la que veo varias partidas que, sólo diez años atrás,
habría considerado imposibles...
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Capítulo 3
El futuro del transporte
La mayor parte de la energía empleada en la historia del mundo se ha usado para
trasladar las cosas de un lugar a otro. Durante miles y miles de años el promedio
del movimiento fue muy bajo, menos de 2 ó 3 millas por hora, lo cual es el paso de
un hombre al andar. Incluso la domesticación del caballo no elevó de manera
apreciable dicha cifra, ya que, aunque un caballo de carreras puede llegar a hacer
más de cuarenta millas por hora en períodos de tiempo relativamente cortos, el
caballo se ha empleado siempre y con preferencia como animal de carga o para
arrastrar vehículos. Los más rápidos de esta clase —las diligencias inmortalizadas
por Dickens— difícilmente podían viajar a más de diez millas por hora en las
carreteras y caminos que existían antes del siglo XIX.
Casi durante toda la prehistoria y la historia de la humanidad, sin embargo, las
ideas y la forma de la vida del hombre estuvieron restringidas a la estrecha franja
de la escala de la velocidad existente entre una y diez millas por hora. En cambio,
en el transcurso de muy pocas generaciones, la rapidez de viaje ha sido multiplicada
por ciento; además, existen serios fundamentos para pensar que la aceleración
emprendida a mediados del siglo XX no será de nuevo igualada.
La velocidad, sin embargo, no es la única finalidad del transporte, e incluso hay
ocasiones en que resulta por completo incómoda, sobre todo cuando carece de
seguridad, confort o economía. En lo que atañe al transporte por tierra, es posible
que hayamos ya alcanzado (si no superado) el límite práctico de velocidad, por lo
que las futuras mejoras deben buscarse en otras direcciones. No hay nadie que
desee viajar por Oxford Street a la velocidad del sonido, y en cambio muchos
londinenses se sentirían muy felices si pudiesen hacerlo al paso de una antigua
diligencia pero con toda seguridad.
Existen muchas maneras de clasificar los medios de transporte, siendo la más obvia
la de: tierra, mar, aire o espacio. Pero tales divisiones van siendo cada vez más
arbitrarias, ya que en la actualidad hay vehículos que igual pueden operar con
eficiencia en dos o más de ellas. Para el presente propósito resulta el más
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conveniente el esquema basado en la distancia; en nuestro planeta, de 8.000 millas
de diámetro, sólo hay que tener en cuenta cuatro extensiones.
Longitud
Radio de acción
Pasaje
Flete
(Millas)
1-10
Muy reducido(local
A pie. A caballo. En bicicleta. En
Camión. Coches
urbano)
scooter (motos). En coche. En
cisternas. Cintas o
autobús. En metro. Cintas o
deslizadores
deslizadores pedestres
10-100
Reducido
Coche. Autobús. Tren. Barco.
Camión. Coche-
(Suburbano, rural)
Carretera móvil o anisotrópica
cisterna.
Tren
100—1.000
Medio (Continental
Coche. Autobús. Tren.
Barco. Avión. GEM
1.000—10.000
(1)
VTO
Camión. Tren. Avión.
(2)
GEM. VTOL
Largo
Tren. Avión. Buque. GEM
Tren. Buque. Avión de
(Intercontinental)
Avión a chorro. Cohete
transporte. GEM.
Submarino
(1)
GEM=Máquina de efecto campo terrestre.
(2)
VTOL=Avión de despegue y aterrizaje vertical
En la primera categoría —distancias muy cortas— sólo la policía, los médicos y los
bomberos tienen necesidad de viajar a más de cincuenta millas por hora, o el
derecho de hacer sufrir a la comunidad tales velocidades. Para esta distancia, yo
sugeriría que el medio de transporte individual «ad hoc» fuese la moto, o el coche
utilitario muy pequeño. Además me gustaría mostrarme reaccionario y sugerir que
el casi olvidado hábito de andar todavía se recomienda para conservar la salud,
tanto física como mental, así como para trasladarse con cierta rapidez de un lugar a
otro, como debe admitir cualquiera que se haya visto embotellado en una calle
concurrida a las horas punta. Tal vez la única excusa para no andar, cuando se trata
de cortas distancias, sea el tiempo reinante, e incluso esta excusa se desvanecerá
eventualmente. En las ciudades, por supuesto, se controlará en absoluto el tiempo
mucho antes de que haya transcurrido otro siglo; y fuera de ellas, aun cuando no
podamos controlarlo, sí seremos capaces de predecirlo con toda certeza y hacer los
planes de acuerdo con los pronósticos climatológicos.
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En tanto nos hallamos tratando de este medio tan antiguo de transporte,
permitidme que formule otra sugerencia aún más sorprendente. El mejor vehículo
personal de transporte que el hombre ha poseído, sólo para distancias cortas y si el
tiempo es bueno, es el caballo. Fácil de gobernar, se reproduce sin esfuerzo, no
pasa de moda, y solamente un autobús de dos pisos puede ofrecer una visión igual
del paisaje. Admito que ofrece algunos inconvenientes; los caballos son de
manutención costosa, prestos a mantener una conducta embarazosa y, en realidad,
no son demasiado inteligentes. Pero éstas no son limitaciones fundamentales, ya
que algún día podremos aumentar la inteligencia de nuestros animales domésticos,
o desarrollar otros nuevos de valores mucho más altos que los ahora existentes.
Cuando tal ocurra, gran parte del transporte para cortas distancias —al menos en
las zonas rurales— podrá volver a ser no-mecánico, aunque no sea necesariamente
equino. A largo plazo, es posible que el caballo no sea ya la mejor elección; tal vez
algo como un «compacto» elefante pudiera ser preferido, a causa de su destreza.
(Es el único cuadrúpedo que puede llevar a cabo operaciones manuales y seguir
siendo un cuadrúpedo.) En cualquier caso, debería ser un animal herbívoro; los
carnívoros
cuestan
mucho
de
mantener,
y
podrían
encapricharse
de
sus
conductores.
Lo que sugiero es un animal lo bastante grande para llevar a un hombre a buena
velocidad, y lo bastante inteligente para alimentarse por sí mismo sin originar una
molestia o una pérdida sensible. Podría cumplir sus deberes a intervalos regulares,
o dentro de un circuito dado, y ejecutar ciertos recados por sí mismo, sin
supervisión humana directa. Opino que existiría una enorme demanda de tal clase
de seres, y, cuando existe demanda, hay también un suministrador.
Volviendo de este ser «semi-pensador» al mundo de la maquinaria, la única
novedad en la categoría de las distancias cortas es el transportador. Por este medio
me refiero a todos los sistemas de movimiento continuo, como escaleras mecánicas,
o las «calzadas deslizantes», descritas por H. G. Wells en The Sleeper Wakes.
En Nueva York y en Londres se han realizado unos cuantos experimentos a pequeña
escala de sistemas de transportes pedestres, a fin de suprimir los enormes
embotellamientos entre Grand Central Station y Times Square, y entre el
Monumento y el Banco, respectivamente. Una ciudad perfecta, diseñada desde un
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principio para la comodidad de sus habitantes, debería estar cruzada por
pavimentos lentamente deslizables a diferentes niveles; quizá los de la dirección
norte-sur se hallarían al mismo nivel, y los de este-oeste a otro, con frecuentes
puntos de paso entre sí.
La disposición de una ciudad con calzadas deslizantes sería un poco triste y
mecánica, por motivos obvios de ingeniería, aunque no debía ser por necesidad tan
monótonamente rectilínea como Manhattan. Sospecho que las mayores dificultades
para una realización de esta clase no serían las técnicas o económicas, sino las
sociales. La idea de un transporte público libre, aunque sea de sentido común,
provocaría el anatema de muchas personas. Puedo ya imaginarme la violenta
campaña que emprenderían las asociaciones de taxistas en favor del individualismo,
y en contra de los horrores del transporte socializado.
Y sin embargo, está bien claro que los vehículos —salvo los de utilidad pública— no
pueden ya permitirse por más tiempo en las zonas urbanas. Enfrentarnos con este
hecho nos ha costado cierto tiempo; han transcurrido más de dos mil años desde
que el aumento de la congestión del tranco en Roma impelió a Julio César a prohibir
durante las horas diurnas la circulación de todos los carros, y desde entonces la
situación no ha hecho más que empeorar. Si los autos particulares deben continuar
circulando por las ciudades, no quedará más remedio que colocar los edificios sobre
pilastras a fin de dejar todo el suelo libre para ser usado como carreteras y
aparcamientos..., e incluso ni esta medida solucionaría por completo el problema.
Aunque parece muy improbable que los deslizadores pedestres lleguen a ser
empleados más que para cortas distancias, hay ciertas posibilidades de que puedan
tener mayores aplicaciones. Hace unos veinte años, en una novelita corta titulada
Las carreteras deben rodar, Robert Heinlein sugirió que los viajes efectuados incluso
sobre distancias ya considerables se basarían un día en el sistema de «cintas
transportadoras», aun cuando no fuese más que debido a la incesante sangría de la
Guerra del Petróleo que imposibilitaría el empleo continuo de los automóviles.
Heinlein desarrolló, con su usual y meticuloso detallismo, tanto la sociología como la
técnica de la aplicación de la Carretera Rodante. Imaginó grandes carreteras
multicintas, con sectores centrales rápidos moviéndose a 100 millas por hora, todo
ello completado con restaurantes y albergues.
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Los problemas de ingeniería de tal sistema serían enormes pero no insuperables
(difícilmente podrían ser comparados con los que se han tenido que resolver al
desarrollar las armas nucleares, aunque las sumas de dinero a invertir serían quizá
mayores). De todos modos, tengo la impresión de que las dificultades mecánicas
serían tan grandes que su solución «según la técnica moderna» no valdría la
molestia; el mismo Heinlein tuvo buen cuidado en señalar lo que podría ocurrir si
una cinta de alta velocidad descarrilaba con varios millares de pasajeros a bordo...
El problema fundamental de los deslizadores pedestres de movimiento contínuo es:
¿cómo lograr su seguridad? Cualquiera que haya podido observar a una señora
nerviosa agarrada al pasamanos de una escalera mecánica se dará cuenta de ello, y
creo que no habría la menor diferencia cuando se tratara de personas ordinarias,
posiblemente cargadas con paquetes o bebés, cruzándose a velocidades superiores
a las 5 millas por hora. Esto significa que un buen número de cintas adyacentes
serían necesarias si deseamos construir cintas centrales rápidas viajando a
cincuenta o más millas por hora.
La carretera móvil ideal sería aquélla que fuese aumentando suavemente el grado
de velocidad desde el borde al centro, de forma que no se produjesen súbitos saltos
de velocidad. No hay materia sólida que pueda actuar de este modo, por lo que a
primera vista el concepto parece ser por completo irrealizable. ¿Pero lo es?
La corriente de un río ofrece precisamente esta clase de conducta. Junto a la orilla,
el líquido está casi quieto por completo; luego se va incrementando la velocidad de
las capas superiores hacia el centro, para ir disminuyendo casi hasta la paralización
al llegar a la orilla opuesta. Esto puede probarse echando una línea de corchos a
través de un río de corriente uniforme; no tardará la línea en adoptar una forma
curva al moverse los corchos del centro con más rapidez que los de los extremos.
La naturaleza ha proporcionado el prototipo del camino móvil perfecto..., pero sólo
para los pequeños insectos que pueden caminar sobre el agua.
En una de mis primeras novelas6 sugerí, aunque no muy en serio, que algún día
quizá llegásemos a inventar o perfeccionar un material que sería lo suficientemente
sólido en dirección vertical para soportar el peso de un hombre, pero lo bastante
fluido en la dirección horizontal para permitirle moverse a velocidades variables. Un
6
Contra la caída de la noche (incorporada luego a La ciudad y las estrellas). (N. del A.)
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gran número de substancias son en cierto grado «anisotrópicas», esto es, sus
propiedades varían en distintas direcciones. El ejemplo clásico es la madera: como
saben todos los carpinteros, su forma de conducirse a lo largo del nódulo es
totalmente distinto del de los ángulos rectos al mismo, ofreciendo una mayor o
menor resistencia a su tallado y moldeamiento.
Quizá la electricidad local, el magnetismo u otras fuerzas, actuando sobre polvos o
líquidos densos, pudieran producir el efecto anisotrópico deseado; recordemos lo
que ocurre con las limaduras de hierro en presencia de un campo magnético. Lo que
trato de visualizar (y debo admitir que esto es un esperanzador silbato de atención
en la oscura técnica) es una fina capa de substancia X, mantenida sobre una base
sólida fija dentro de la cual se generen los necesarios campos polarizadores. Estos
campos le darán a X su rigidez en la dirección vertical, y al mismo tiempo
comunicarán la deseada velocidad gradual a través de la cinta. Se podrá caminar
con toda confianza por el borde, debido a que éste se hallará casi estacionado. Pero
al andar hacia el centro, se experimentará un suave y continuo aumento en la
velocidad hasta que se llegue al sector «Express». No existirán los saltos súbitos,
como es inevitable en un sistema de cintas paralelas.
Una variación continua de velocidad a través de la carretera resultaría muy molesta,
ya que sería imposible estarse fijo, pues un pie se adelantaría siempre al otro. La
solución sería instalar amplias cintas de velocidad uniforme, que podrían estar
señaladas con luces de distintos colores, separadas por estrechas fajas de
transición, en las que la velocidad se incrementaría rápida pero suavemente. Las
franjas podrían variar con facilidad de anchura y dirección según el flujo del tráfico,
sólo alterando la composición del campo que las produjese. Al extremo de la
carretera, el campo quedaría cerrado, la substancia X volvería a su estado normal,
líquido o polvo, y a través de unos conductos podría ser bombeada hacia el
comienzo del circuito.
Toda la concepción de esta idea es tan bella, y mejora de tal forma los esquemas
convencionales de las cintas deslizantes, que sería una verdadera lástima que
resultara imposible.
Por otra parte, todavía pueden existir otras soluciones más avanzadas para el
problema del tráfico pedestre. Si se llega a descubrir un método para controlar la
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gravedad (posibilidad que será examinada con más detalle en el capítulo 5), ello nos
ofrecerá un poder todavía mayor que el de la neutralización del peso. Seremos
capaces de producir no sólo la levitación, sino los movimientos dirigidos en
cualquier dirección: arriba, abajo, horizontal o verticalmente.
Como nuestra generación ya se ha familiarizado con la «ingravidez» en el mar y el
espacio, no deberíamos hallar fantástica en absoluto la idea de una ciudad llena de
peatones flotando sin esfuerzo..., si es que entonces podrá llamárseles así. Casi
pone los pelos de punta imaginar cuál sería el transporte vertical en una estructura
del tamaño del Empire State Building. No habría ascensores en cajas, sino
únicamente conductos, en forma de pozos, arriba y abajo, de un millar de pies de
altura. Pero sus ocupantes, bajo la influencia de un campo de gravedad que,
artificialmente, se habría hecho girar en unos noventa grados, parecería que
estuvieran en túneles horizontales a lo largo de los cuales irían siendo barridos
como las hojas de los cardos caídas ante una suave brisa, y no volverían a la
realidad más que si el campo de gravedad artificial fallaba.
Resulta obvio que cualquier persona de nuestro tiempo no resistiría mucho en una
ciudad de esta clase. ¿Pero cuánto tiempo sobreviviría un hombre de 1800 en las
nuestras?
Aun cuando estén destinados a desaparecer de las ciudades, los vehículos a motor
están llamados a dominar durante mucho tiempo aún en el transporte de distancias
medias y cortas (10-100 millas). Pocos de los hombres que viven hoy día puedan
recordar cuándo fue de otro modo; hasta tal punto el automóvil forma parte de
nuestra existencia, que parece difícil concebir que no sea más que un hijo de
nuestro siglo.
Mirándolo sin pasión, se trata de un artilugio increíble, que ninguna sociedad sana
toleraría. Si alguien, antes de 1900, hubiera podido entrever los alrededores de una
ciudad moderna un lunes por la mañana o un sábado por la tarde (en los países
sajones el éxodo se produce los viernes) hubiera podido creer que se hallaba a las
puertas del infierno..., y no estaría muy equivocado.
Hoy día nos hallamos en una situación en la que millones de vehículos, de los que
cada uno es un milagro de complicaciones (a menudo innecesarias), van danzando
en todas direcciones bajo el impulso de hasta más de doscientos caballos de fuerza.
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Muchos tienen el tamaño de casas en miniatura y contienen un par de toneladas de
metales sofisticados..., aunque no tengan capacidad más que para un solo pasajero.
Pueden viajar a 100 millas por hora, si bien su conductor es muy feliz cuando logra
llevar una media de veinte. En su existencia consumen más combustible que el que
ha sido usado en toda la historia de la humanidad hasta los umbrales del presente
siglo. Las carreteras y calles que les soportan, pese a resultar inadecuadas para
ello, cuestan tanto como el mantener una pequeña guerra, y la analogía es
valedera, ya que los accidentes se hallan en la misma proporción.
Sin embargo, pese al asombroso gasto de los valores tanto espirituales como
materiales (¡hay que ver lo que ha hecho Detroit de la estética!), nuestra
civilización no sobreviviría ni diez minutos sin el automóvil. Aunque sin duda puede
ser mejorado, parece difícil creer que pueda llegar a ser reemplazado por algo
completamente distinto. El mundo lleva seis mil años moviéndose sobre ruedas, y
no existe solución de continuidad entre la carreta de bueyes y el Cadillac.
Pero un día cualquiera esta continuidad se verá rota, tal vez por los vehículos de
efecto campoterrestre, que correrán sobre almohadas de aire7, tal vez por el control
de la gravedad, o quizá por otros medios más revolucionarios. En otro lugar trataré
de esas posibilidades; mientras tanto, echemos un vistazo, aunque breve, al futuro
del automóvil tal como lo conocemos en la actualidad.
Se convertirá en más ligero —y por ello más eficiente— a medida que se mejoren
los materiales. Su complicado y tóxico motor de gasolina (que probablemente ha
matado a tantos hombres por envenenamiento del aire como por choque directo)
será reemplazado por un motor eléctrico, limpio y silencioso, construido dentro de
las mismas ruedas, con lo que se ahorrará mucho espacio. Esto implica el desarrollo
de un sistema realmente compacto y de poco peso para almacenar o producir
electricidad, al menos en más cantidad que nuestras actuales baterías. Un invento
por ese estilo ha estado olvidado durante cincuenta años, pero puede llegar a ser
posible introduciendo mejoras en los tanques del combustible o por medio de un
producto físico en estado sólido.
7
7 El «Hovercraft» británico (del cual se trata más adelante) y que se desliza a menos de 1 metro de la superficie
del agua es un buen ejemplo de ello. Recientemente se ha divulgado que la Compañía «Denny's Hovercraft Ltd.» ha
terminado los planes para un nuevo Hovercraft de 130 toneladas, capaz de transportar a 500 pasajeros.
Reemplazará en su día al modelo D-2, que entrará en servicio a través del Támesis el próximo verano (1964). —
(N. del E.)
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Estas mejoras, sin embargo, serán de mucha menor importancia que el hecho de
que el coche del mañana no será conducido por su propietario, sino por sí mismo;
incluso puede llegar a constituir una grave ofensa conducir un automóvil en un
camino público. No me importa asegurar que se tardará bastante tiempo en
introducir por completo los motores computadores, pero ya se están desarrollando
técnicas que apuntan hacia esta idea en las líneas aéreas y en los ferrocarriles. Las
barreras automáticas, las señales electrónicas de las rutas, los detectores de
obstáculos por radar..., todos podemos darnos cuenta hoy día de cuáles son sus
elementos básicos. Un sistema de carreteras automáticas será, claro está,
fabulosamente caro de instalar y mantener, pero a la larga resultará mucho más
barato, en función del tiempo, impedimentos y vidas humanas, que los presentes.
El automóvil del futuro hará honor en realidad a la primera mitad de su nombre; su
dueño no tendrá más que decirle el destino —mediante un código al marcar una
cifra como en el teléfono, o incluso verbalmente— y por la ruta más práctica el
coche se dirigirá al lugar indicado, después de haber consultado el sistema de
información de carreteras, para averiguar los obstáculos y los embotellamientos de
tráfico previstos. De manera incidental, esto también solucionará el problema del
aparcamiento. Una vez el coche haya dejado a su dueño en la oficina, éste podrá
darle instrucciones para que se dirija a las afueras de la ciudad. Después, con
instrucciones radiadas, podrá volver a llamársele al atardecer, o bien se le habrán
dado ya órdenes para ello al despedirle por la mañana. Ésta es sólo una de las
ventajas de tener coche y chófer a la vez.
Sé que a ciertas personas les encanta conducir, por motivos sencillos y freudianos,
aunque no por otros peores. Su deseo podrá verse cumplido en momentos y lugares
dados, pero no en caminos públicos. Por mi parte, me niego por completo a tener
nada que ver con vehículos en los que no puedo leer cuando estoy viajando. Para
mí es imposible, por tanto, poseer un coche; en este estado primario de su
desarrollo técnico, sería un coche el que me poseería.
El más revolucionario —e incluso el más increíble desde el punto de vista de
nuestros abuelos— acontecimiento de la historia del transporte, ha sido el auge de
la aviación. Eventualmente, todo el tráfico de pasajeros se efectuará por el aire
cuando los viajes tengan la longitud de más de un par de cientos de millas; los
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propios ferrocarriles reconocen este aserto, como lo demuestran sus esfuerzos, a
menudo muy poco disimulados, para desanimar a los parroquianos del aire. Pero
sería preferible que se concentrasen en la cuestión de las mercancías, que son más
provechosas y producen muchos menos problemas, ya que casi nunca necesitan
servirse de la rapidez y no presentan objeción a quedar aparcadas durante varias
horas en los almacenes. Ni insisten tampoco en que sus pies sean calentados y sus
martinis enfriados..., como en la famosa historieta de Peter Arno.
La historia de los ferrocarriles, que durante un siglo y medio han estado al servicio
de la humanidad, está entrando en su capítulo final. A medida que la industria se
descentraliza, que disminuye el empleo del carbón como combustible y que la
fuerza nuclear capacita a las fábricas para trasladarse más cerca de sus fuentes de
suministro, la necesidad de transportar millares de toneladas de materias primas a
miles de millas de distancia va también decayendo. Con ello va terminando la
principal función del ferrocarril, que siempre ha sido el traslado de mercancías y no
de viajeros.
Algunos países jóvenes, como Australia, por ejemplo, ya han superado virtualmente
la edad del ferrocarril y sus transportes se basan casi por completo en las carreteras
y las líneas aéreas. Dentro de unas cuantas décadas más, los Pullmans, coches
restaurantes y coches camas, serán piezas de museo como los barcos de ruedas del
río Mississippi, que se evocan siempre con nostalgia.
Sin embargo, por una extraña paradoja, es muy posible que la era heroica del
ferrocarril siga subsistiendo aún. En los mundos sin aire, como la Luna, Mercurio y
la mayoría de satélites de los planetas gigantes, puede que sean impracticables
otros sistemas de transporte, mientras que la ausencia de atmósfera permitirá
grandes velocidades incluso al nivel del suelo. Una situación de esta clase exige
ferrocarriles..., si es que usamos el vocablo para designar un sistema que emplee
raíles fijos. En los mundos de superficie rugosa y débil gravedad tendrán suma
utilidad los monorraíles o las vagonetas suspendidas de cables, que podrán
atravesar impunemente los valles, los abismos y los cráteres, con la más completa
indiferencia por la geografía desarrollada a sus pies. Dentro de un siglo, es posible
que la superficie de la Luna se halle cubierta con una red de transporte de esa
clase, enlazando las febriles ciudades de la primera colonia extraterrestre.
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Mientras tanto, aquí en la Tierra, la anuencia de pasajeros por el aire irá cada vez
en aumento cuando los aviones VTOL (despegue y aterrizaje en vertical) vayan
siendo perfeccionados. Aunque el helicóptero, pese a su importancia en aspectos
más especializados, ha tenido poca influencia en el transporte público, esto no les
ocurrirá a sus sucesores, los autobuses aéreos de cortas y medias distancias, que
aparecerán en un futuro próximo. Por ahora nadie puede predecir qué forma
adoptarán, o sobre qué principios actuarán, pero nadie duda de que no tardarán en
ser desarrolladas nuevas versiones de las máquinas que tan horribles nos parecen
en la actualidad y que son movidas o impulsadas a despegar del suelo mediante el
empleo de la propulsión a chorro, los rotores o los planos inclinados. No
conquistaremos por completo el aire hasta que seamos capaces de subir o bajar por
él... con tanta lentitud como nos plazca.
En cuanto se refiere al transporte intercontinental, la batalla ya ha terminado y ha
sido adoptada la decisión. Donde hace falta la rapidez, las líneas aéreas no tienen
competencia. Pero en la actualidad se ha creado la ridícula situación de que viajar
hacia y desde un aeropuerto, y pasar desde los Telones de Papel al otro extremo,
requiere más tiempo que cualquier vuelo transatlántico.
Pese a todo, la rapidez aumentará de manera muy substancial dentro de las
primeras décadas siguientes, y las restricciones que existirán serán más de orden
económico que técnico. (Las líneas aéreas tienen que hacer frente al coste de la
moderna generación de aviones a propulsión, y es natural que aún deberán sentirse
mucho más desdichadas si de repente se ven enfrentadas con los transportes
supersónicos, que ya esperan tener que adquirir por la década de los años 70.) La
creencia de que los avances más grandes aún están por aparecer es una
consecuencia del período 1945-55, en que surgieron los aviones a propulsión y los
cohetes, período en el que todos los precedentes que existían fueron tan por
completo arrumbados que el conservadurismo al tratar del futuro parecía risible.
No ha sido siempre éste el caso, como demuestran los ejemplos expuestos en el
capítulo 1. Quisiera ofrecer uno más, porque es fácil olvidar cuán lejos de la verdad
están a veces los puntos de vista de las autoridades técnicas y científicas. Sin
embargo, los «expertos» continúan cometiendo los mismos errores, y muchos de
ellos seguirán con la misma rutina durante mucho tiempo.
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En 1929, un jefe ingeniero en astronáutica, actualmente muy conocido en otra rama
distinta del saber (no tardaré en nombrarle) escribió un artículo sobre el futuro de la
aviación, empezando con estas palabras:
«Se predice con toda libertad que dentro de muy pocos años los
aviones de pasajeros viajarán a más de 300 millas por hora, que es
el récord de velocidad actual.»
Esto, según él estableció pontificalmente, era una enorme exageración periodística,
ya que «el avión comercial tendrá un definido límite de desarrollo más allá del cual
ya no pueden preverse mayores avances».
Echemos un vistazo a los avances que el profeta anticipó, para cuando el avión
hubiera llegado al límite de sus posibilidades, probablemente hacia el año 1980:
Velocidad: 110-130 millas por hora
Alcance: 600 millas
Carga: 4 toneladas
Peso total: 20
Pues bien, cada una de estas cifras había sido multiplicada por más de cinco veces
cuando el profeta falleció en 1960, llorado por miles de lectores en muchos países,
ya que en 1929 no era más que N. S. Norway, jefe calculador de la operación aérea
R 100; pero en 1960 era famoso como Nevil Shute. Lo único que cabe esperar,
como él ya había hecho, es que On the Beach
8
resulte ser tan equivocada como
esta predicción anterior, menos conocida.
En la próxima generación, no hay que dudar que seremos capaces de construir
aviones «convencionales» de transporte a propulsión, que volarán a velocidades de
una a dos mil millas por hora. Esto significará que ningún recorrido sobre la Tierra
durará más de seis horas, y que muy pocos pasarán de las dos o tres horas de
duración. Esta clase de transporte en masa a tales velocidades terminaría, mucho
más que con los autocares y ferrocarriles, con todo lo que ahora ofrecen las líneas
aéreas. Las comidas y las azafatas resultarían tan inadecuadas como en el IRT o en
el metro de Londres; la analogía puede ser muy grande, ya que ciertos expertos
8
Famosa novela traducida al castellano y filmada bajo el nombre de «La hora final», que relata el trágico fin de la
humanidad después de una guerra atómica. — (N. del A)
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han sugerido que los coches aéreos ultra-baratos podrían volar sobre la base de ir
todo el mundo de pie. Aquellos que ya han experimentado las ventajas de un vuelo
económico transatlántico en compañía de una docena de bebés se alegrarán al
saber que el futuro les reserva delicias aún mucho mayores.
Para competir con el aire, las líneas mercantes se han dedicado sabiamente a
ofrecer comodidad y placeres. Aunque en ciertas rutas se viaja ya más por el aire
que por el mar, el tráfico marítimo no ha sido vencido gracias a los grandes
transatlánticos. Por el contrario, al menos en Europa, se ha estado desarrollando un
extenso programa naviero que ha producido la botadura de buques tan magníficos
como el Oriana, el Leonardo da Vinci y el Canberra. Algunos de éstos son
únicamente buques para pasaje, o sea, que la carga no forma parte en absoluto de
sus ingresos. Sea lo que sea lo que nos traiga el futuro, tales buques seguirán
surcando los océanos en tanto que los hombres continúen siendo hombres y sientan
la llamada de su antiguo hogar, el mar.
El fin de los buques mercantes —las barcazas, las pinazas, los galeones y los
cargueros, que durante seis mil años han transportado mercancías por todo el
mundo— se halla ya a la vista; dentro de un siglo no quedarán más que unos
cuantos exhibidos en lugares adecuados para dar fe de su antigua existencia.
Después de varias épocas sin haber tenido rivales, los barcos de carga se ven ahora
retados al mismo tiempo en tres frentes.
Uno de los retos procede de debajo del agua. El submarino resulta un vehículo
mucho más eficiente que un buque de superficie, el cual tiene que malgastar gran
cantidad de energía en abrirse paso entre las olas. Con el advenimiento de la
energía nuclear, el submarino de gran velocidad y largo alcance, tal como lo previo
Julio Verne hace ya muchos años, ha llegado a poder ser llevado a la práctica, si
bien hasta el presente sólo ha sido construido para fines militares. Lo que ya resulta
otra cuestión es si su enorme coste inicial y los problemas inherentes a las rutas
subacuáticas harán económico el mercante submarino.
Un ingenio interesante y que casi con toda certeza resultará económico es el
depósito flexible remolcado, que en la actualidad se está probando para cargas
líquidas en el Reino Unido. Estas gigantescas salchichas de plástico (que pueden ser
enrolladas y embarcadas —o incluso aerotransportadas— muy económicamente de
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un punto a otro cuando no se usan), se construyen hoy día en longitudes superiores
a los sesenta metros, y por supuesto no existe límite para su tamaño. Como pueden
ser remolcadas completamente sumergidas, poseen la eficacia de un submarino, sin
sus complicaciones mecánicas y de navegación. Y pueden construirse muy ligeras y
baratas, ya que su fricción estructural resulta en extremo baja. Al revés del barco
rígido, no ofrecen resistencia a las olas, sino que se entregan a las mismas. Incluso
podrán saltar en ángulos agudos, cuando sus remolques giren con brusquedad.
Con toda honestidad, el inventor del «Dracone» (nombre comercial del tanque
flexible submarino) ha admitido:
—Tomé la idea de una novela de ciencia-ficción.
Según toda probabilidad, se trata de la excelente novela de Frank Herbert El dragón
en el mar9, que trata de un peliagudo viaje en tiempo de guerra en un submarino
atómico que remolca por debajo del agua una serie de balsas de petróleo.
Naturalmente, tales ingenios submarinos podrán ser en especial empleados como
tanques de esencia: los productos del petróleo constituyen la mitad de los recursos
mundiales que viajan por mar, llegando en la actualidad a alcanzar la cifra de mil
millones de toneladas anuales. Ciertos armadores griegos no verán con muy buenos
ojos el reemplazo de sus hermosos petroleros por botellas de plástico.
Otras mercancías (grano, carbón, minerales y materias primas, sobre todo) podrán
ser transportadas del mismo modo. En la mayoría de los casos, la rapidez no es
importante, lo que interesa es que se mantenga un tráfico constante. Donde la
velocidad es vital se empleará el transporte de mercancías por vía aérea para todos
los usos excepto para cargas muy voluminosas, y algún día incluso para éstas.
El transporte aéreo se halla en los comienzos de su evolución; y es completamente
necio querer establecer sus límites, como demuestran los ejemplos que he
reseñado. Aunque hoy día viaja por el aire menos del 0,1 por ciento de la carga
mundial, llegará el momento en que toda viajará por este sistema. Tal vez gran
parte de la misma volará a gran altitud, pero la otra parte no se elevará más que a
unas pulgadas del suelo, ya que la Némesis de los mercantes marítimos puede que
9
Publicada originalmente en Astounding Science Fiction, con el título de Bajo presión, y también, en plan de libro
de bolsillo, como El submarino del siglo XXI. Esta novela es muy original, no sólo por sus estupendos detalles
técnicos, sino también por su contenido filosófico-religioso, tal vez en exceso cultivado para las revistas «al uso
corriente».
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no sea ni el submarino ni el aeroplano, sino la Máquina de efecto Campo terrestre,
cabalgando cortinas de aire sobre la tierra o el mar.
Este nuevo e inesperado invento puede resultar muy importante, no sólo en sí
mismo, sino apuntando hacia el futuro. Por primera vez nos permitirá flotar de
veras y que floten en el aire cargas muy pesadas. Esto puede o no revolucionar el
transporte, pero con toda seguridad hará que los hombres piensen seriamente
sobre un genuino control de la gravedad, una aplicación más bien trivial que ya he
mencionado.
El control de la gravedad —«anti-gravedad», como lo llaman los autores de cienciaficción— puede que sea imposible, pero la Máquina de efecto Campo terrestre ya
está aquí. Veamos ahora lo que la misma, y sus hipotéticos sucesores, pueden
llevar a cabo en nuestra civilización.
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Capítulo 4
Cabalgando en el aire
Nuestro siglo ha visto dos grandes revoluciones en el transporte, cada una de las
cuales ha transformado de modo profundo la pauta de la sociedad humana. El
automóvil y el avión han creado un mundo que ningún hombre de cien años atrás
hubiera concebido ni en sus más quiméricos sueños. Sin embargo, ambos en la
actualidad están siendo objeto de competencia por algo tan nuevo que ni siquiera
tiene nombre, algo que puede tornar el futuro tan extraño y ajeno a nosotros como
nuestro mundo de supercarreteras y aeropuertos gigantes lo sería para un hombre
del 1890. Esta tercera revolución puede traer la muerte o cuando menos la
decadencia de la rueda, nuestra fiel servidora desde el alborear de la historia.
En muchos países —Estados Unidos, Inglaterra, la URSS, Suiza, etc. — los mayores
esfuerzos de la ingeniería se proyectan en la actualidad hacia el desarrollo de
vehículos que literalmente floten en el aire. Varios de éstos —como el Curtis-Wright
«Airear» y el Saunders-Roe SR-N1 «Hovercraft»— ya han sido mostrados al público,
y los últimos modelos se hallan en el mercado. Todos ellos se apoyan para su
marcha en lo que se conoce con el nombre de «Efecto Campo», y por esta razón se
les ha llamado «Máquinas de efecto Campo terrestre», o G. E. M.10
Aunque los GEM, dado que son mantenidos por corrientes de aire, tienen cierta
semejanza con los helicópteros, operan de muy distinta manera a éstos, y sobre
principios diferentes. Si a uno le agrada flotar a unas cuantas pulgadas del suelo,
también le es posible soportar, con el mismo caballo de fuerza, varias veces la
carga que un helicóptero puede elevar al cielo. En el hogar es factible efectuar un
experimento demostrativo de este principio.
Suspended un ventilador eléctrico en medio de la habitación, de forma que pueda
moverse atrás y adelante, y luego ponedlo en marcha. Veréis que el ventilador
retrocede un cuarto de pulgada, aproximadamente, debido a la corriente de aire
que produce. Este retroceso no es muy grande, aunque se trata del mismo efecto
que mantiene y conduce los aviones y helicópteros a través de la atmósfera.
10
En inglés, Ground Effeet Machines. — (N. del E.)
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Ahora tomemos el mismo ventilador y colguémosle de cara a la pared, tan cerca de
la misma como lo permita su cable. Esta vez, cuando se le ponga en marcha, se
descubrirá que el retroceso es dos o tres veces mayor que el anterior, a causa de
que la corriente de aire queda atrapada en una especie de bache entre el ventilador
y el muro. Cuanto más efectivo sea el bache, mayor será el retroceso. Si se pone
una manta o capucha alrededor del ventilador, para impedir que el aire se proyecte
en todas direcciones, todavía se aumentará el retroceso.
Esto nos dice lo que se debe hacer si se quiere cabalgar sobre un almohadón aéreo.
Necesitamos una superficie lisa, con una pequeña plataforma ligeramente ahuecada
en su parte superior..., algo así como una salsera boca abajo. Si soplamos con
fuerza suficiente dentro de la salsera, ésta se elevará hasta que el aire se
desparrame alrededor
de su borde
circular,
y
permanecerá
flotando
unos
centímetros sobre el suelo.
En debidas circunstancias, incluso una pequeña cantidad de aire puede producir un
notable aumento de elevación. Los científicos del Centro Europeo de Investigación
Nuclear (CERN) recientemente llevaron este efecto al uso práctico. Se habían visto
enfrentados con el problema de mover equipos que pesaban más de trescientas
toneladas y, aún más difícil, de situarlos en el laboratorio dentro de una fracción de
milímetro.
Para ello emplearon discos en forma de salseras, de un metro de diámetro, con
llantas de goma alrededor de sus bordes. Cuando se sopla el aire a una presión de
4,250 kg por centímetro cuadrado dentro de tales discos, éstos pueden levantar con
facilidad de diez a veinte toneladas. Igualmente importante, existe tan escasa
fricción que con la simple presión de los dedos se puede arrastrar la carga por el
laboratorio.
Es obvio que la industria y la ingeniería pesada hallarán diversos usos para estas
Salseras Flotantes, y que una trivial aunque divertida aplicación ya ha sido
introducida en los hogares. En el mercado se encuentra una escoba «de vacío» que
avanza sin esfuerzo sobre el suelo, mantenida por su propia fuerza, de modo que la
atareada ama de casa puede seguir viendo la televisión, sin molestias.
Pero todo esto, ¿qué tiene que ver, puede pensarse, con el transporte en general?
No existen carreteras tan lisas como los suelos de los laboratorios, ni siquiera
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alfombrados comedores, por lo que parece que la rueda al estilo antiguo todavía
tiene mucho que hacer por el mundo.
Sin embargo, ésta es una visión muy pobre, tal como pronto descubrieron los
hombres de ciencia que empezaron a investigar sobre el efecto Campo terrestre.
Aunque los pocos artefactos que acabo de mencionar sólo pueden operar sobre
superficies muy lisas y tersas, cuando se construyan de mayores tamaños la
situación variará por completo, cambiando rápidamente la ingeniería del transporte.
Cuanto mayor sea el GEM, a más altura volará sobre el suelo y, por lo tanto, más
áspero será el terreno que podrá cruzar. El Saunders-Roe SR-N1 se eleva a una
altitud máxima de treinta y ocho cm, pero sus sucesores más grandes flotarán a la
altura del hombro humano sobre la cortina de aire que formará su invisible
almohadón.
Como no posee contacto físico con la superficie que tiene debajo, el GEM puede
viajar con la misma facilidad sobre el hielo, la nieve, la arena, los campos
cultivados, los cenagales y los ríos de lava; el GEM podrá atravesarlo todo. Todos
los demás vehículos de transporte no son más que objetos especializados,
adecuados sólo para una o dos clases de terreno, y todavía no se ha inventado nada
que pueda viajar lisa y suavemente sobre una sola de las superficies que acabo de
mencionar. Pero para el GEM, todas serán iguales... y una superpista no le
resultaría mejor.
Se tarda cierto tiempo en hacerse a esta idea, y comprender que las inmensas
redes de carreteras sobre las que dos generaciones de hombres han malgastado
una muy substancial fracción de su salud pueden llegar a ser algo por completo
anticuado. Naturalmente, los pasajes de cierta clase todavía serán necesarios para
guardar los vehículos fuera de las zonas residenciales y evitar el caos que resultaría
si cada conductor se dirigiese a su destino por la línea más recta que le ofrece la
geografía del suelo. Pero las carreteras ya no necesitarán estar pavimentadas, sino
únicamente formadas de grava, de forma que se vean libres de obstáculos,
digamos, a unos quince cm de altura. Ni siquiera tendrán que afirmarse sobre
buenos cimientos, ya que el peso de un GEM se extiende sobre varios metros
cuadrados, sin concentrarse sobre unos cuantos puntos de contacto.
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Las pistas actuales pueden durar aún varias generaciones sin grandes gastos si no
tienen que soportar más que vehículos aerotransportados; y aunque el hormigón se
resquebraje y se cubra de musgo, ello no importará en absoluto. Queda patente que
se reducirá enormemente el coste de las carreteras —que cada año asciende a miles
de millones de dólares— una vez que se haya abolido el empleo de las ruedas. Pero
se producirá, y es natural, un período de transición muy difícil, antes de que el
cartel característico de 1990 se convierta en universal:
EN ESTA CARRETERA NO SE PERMITEN VEHÍCULOS DE RUEDAS...
Como los GEM o aviones del futuro sólo necesitarán apoyarse en el suelo cuando lo
deseen sus conductores, lo que mayormente perseguirán y multarán los motoristas
de servicio no será la velocidad, sino las contravenciones. Sería esperar demasiado
que los refugiados de las ciudades, con el poder de moverse libremente como nubes
a lo largo y ancho de la Tierra, se abstuvieran de entrar y explorar cualquier
atractivo paisaje que se ofrezca a su fantasía. En el Lejano Oeste puede ser que
vuelva a instaurarse el reinado de las alambradas, por parte de los iracundos
granjeros, para impedir que los conductores de los «picnics» de fin de semana
invadan sus tierras con sus mochilas. Rocas colocadas estratégicamente sobre el
suelo serían mucho más eficaces, pero deberían estar situadas muy cerca unas de
otras, de otro modo el invasor podría deslizarse entre ellas.
Existen pocos lugares que un diestro conductor aéreo no pueda alcanzar, y las
destruidas
caravanas
del futuro
recibirán
llamadas
de socorro
de familias
extraviadas por los lugares más extraños. El Gran Cañón, por ejemplo, presenta un
magnífico reto a los nuevos conductores del aire. Podría ser posible construir una
forma especializada de GEM que trepara por las montañas; el conductor iría
despacio, anclando incluso sobre el terreno cuando fuera necesario, mientras con
precaución se abría paso eludiendo los amontonamientos de rocas, nieve o hielo.
Pero ésta no sería, desde luego, una tarea de principiantes.
Si tales ideas nos parecen muy lejanas de la realidad es porque todavía
pertenecemos a la era de la rueda, y nuestras mentes no pueden liberarse de su
tiranía, resumida perfectamente en el anuncio RESPALDOS SUAVES. Ésta es una
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frase que para nuestros nietos no tendrá ningún significado; para ellos, si una
superficie es bastante plana, no importará que esté compuesta de hormigón o
barrizal.
Lo que sí hay que hacer constar es que el empleo en gran escala de GEM
particulares o familiares tal vez no sea una propuesta muy práctica en tanto que
dependamos del motor de gasolina. El aéreo Curtis-Wright necesita 300 HP para
correr sólo a 60 millas por hora, y aunque en su desarrollo se introducirán
indudablemente grandes mejoras, parece ser que hasta el momento actual los más
pequeños tipos de GEM sólo presentan interés para las fuerzas armadas, los
granjeros que tienen que luchar con terrenos quebrados o cenagosos, los directores
de cine en busca de planos desusados, y otros interesados de similares
especializaciones que pueden burlarse del precio de la gasolina. Pero los motores de
esencia están ya muriendo, como cualquier geólogo puede asegurarnos. Sin que
pase mucho tiempo, impelidos por la imperiosa necesidad, debemos encontrar
alguna otra fuente de energía motriz, tal vez un tipo sofisticado de batería eléctrica,
que posea al menos una capacidad varios centenares de veces mayor que los
horrorosos monstruos modernos. Sea cual sea la respuesta, dentro de pocas
décadas existirán motores de alguna clase, de poco peso y gran resistencia, listos
para ser puestos en uso cuando los pozos de petróleo se agoten. Y éste será el
poder que impulsará a los aviones particulares del futuro, del mismo modo que el
motor de gasolina habrá llevado a todos los automóviles sobre la Tierra en el
pasado.
Con la emancipación del tráfico rodado de las carreteras, adquiriremos al menos
una movilidad real y efectiva sobre la faz de la Tierra. La importancia de esta
emancipación para países como África, Australia, Sudamérica, la Antártida y todos
los que carecen (y ya no los podrán poseer) de sistemas de pistas bien
acondicionadas, no puede ser echada en olvido. Las pampas, las estepas, las
praderas africanas, los ventisqueros, las ciénagas, los desiertos..., todo ello será
capaz de soportar un tráfico más veloz y tal vez más pesado, de forma más suave y
quizá más económica, que las mejores carreteras existentes en la actualidad. La
apertura de las regiones polares puede depender de la rapidez con que se
construyan los GEM de carga.
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Más adelante insistiremos sobre este tema, pero ya es hora de que nos fijemos en
el mar. Naturalmente, el GEM puede viajar con la misma facilidad sobre la tierra
que sobre el agua. Esto lo ha demostrado ya el Saunders-Roe SR-N1, que se ha
deslizado a ras de agua desde Inglaterra a Francia en una demostración tal vez tan
importante como la de Bleriot.
El SR-N1 Hovercraft pesa cuatro toneladas y su motor de 435 HP lo desplaza a una
«altitud» máxima de treinta y ocho cm. Tendrá sucesores mucho mayores,
incluyendo un «ferry» a través del canal que llevará 1.200 pasajeros y 80 coches
entre Inglaterra y el Continente, casi a cien millas por hora. Debido a semejante
tamaño, este vehículo podrá flotar a dos metros por encima del agua, estando a
salvo por completo de las olas ordinarias. Todos los que ya han viajado en el
Hovercraft cuentan maravillas de la suavidad y comodidad del viaje, por lo que
antes de mucho el mareo marino será un recuerdo del pasado en la ruta DoverCalais. Por favor, hay que construir más «ferris» como éste sobre el mar.
Estos vehículos más grandes pueden tener un efecto revolucionario sobre el
comercio, la política internacional, e incluso la distribución de la población. No
necesitamos ninguna hipotética fábrica potencial para ponerlos en práctica; cuando
empezamos a pensar en términos de miles de toneladas, las turbinas de gas
actuales son perfectamente adecuadas, y los reactores nucleares del mañana
todavía serán mejores. Tan pronto como poseamos más experiencia que la que
tenemos
en
los
presentes
modelos,
podremos
construir
un
GEM
gigante,
transoceánico, capaz de transportar cargas intercontinentales a velocidades que
rocen al menos las 100 millas por hora.
Al revés de los buques actuales, los transatlánticos y los mercantes soportados por
aire de las nuevas generaciones, serán barcos planos y lisos de fondo. Serán muy
manejables —el GEM puede moverse hacia atrás o a los costados alterando
simplemente la dirección de su corriente de aire— y flotarán con normalidad a una
altitud de más de tres metros. Esto les capacitará para flotar suavemente sobre las
aguas, salvo cuando el océano esté muy encrespado; incluso el pequeño SR-N1
puede capear las olas de un metro de altura. Consecuencia de esto es que podrá
construirse muy ligero, y sin embargo ser mucho más eficaz que los buques
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actuales, los cuales han de ser construidos para contender con enormes peligros y
tormentas.
Su velocidad les capacitará para eludir o desviarse de todas las tempestades;
además, cuando su manejo empiece a extenderse por el mundo, los satélites
meteorológicos nos procurarán un conocimiento climatológico de todo el orbe, y
cada capitán sabrá con exactitud lo que haya de suceder durante el tiempo de su
permanencia en el mar. En caso de huracán, un enorme GEM podrá incluso ofrecer
mayores garantías de seguridad que un buque convencional de igual tamaño, ya
que se hallará por encima de la acción del oleaje.
Como un «hovership» es en absoluto indiferente a los rompientes, los arrecifes y los
bajíos, podría operar en aguas donde ningún otro tipo de embarcación lograría
hacerlo. Esto puede proporcionar a los pescadores comerciales y deportivos una
enorme cantidad de millas cuadradas de territorio marítimo absolutamente virgen,
revolucionando al mismo tiempo la vida de las comunidades isleñas. Vastas áreas
de la Gran Barrera de Arrecifes —la muralla de coral de 1.200 millas de extensión
que preserva la costa noroeste de Australia— son casi inaccesibles salvo en los días
de calma chicha, y muchas de sus islitas más pequeñas jamás se han visto holladas
por la planta del hombre. Un servicio de autobús por GEM convertiría, por
desgracia, estas joyas de soledad y paz paradisíaca en una sucesión de haciendas y
casas de recreo.
Como el GEM es el tipo de vehículo que ofrece menos puntos de contacto para la
fricción entre los inventados, puede viajar con toda seguridad mucho más deprisa
que cualquier otro tipo de embarcación existente en la actualidad, incluyendo los
hidroaviones a propulsión a chorro y a 300 millas por hora. Esto significa que las
líneas aéreas pueden sufrir asimismo una fuerte competencia, ya que hay muchos
viajeros deseosos de pasar unos días —no semanas— en el mar, sobre todo si se les
puede garantizar un viaje suave. Un aparato que logre viajar a la modesta velocidad
de 150 millas por hora, desde Londres llegaría a Nueva York en un solo día, con lo
que vendría a obtener una media de rapidez fluctuante entre el Queen Mary y el
Boeing 707.
Lo que hace tan atractivo el GEM para vehículo de pasajeros es el factor de su
seguridad. Cuando fallan los motores de un avión, o se desarrolla cualquier otro
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defecto en su estructura, existen pocas esperanzas de salvación para quienes se
hallan a bordo. Pero a un GEM casi no podrá ocurrirle nada, salvo una colisión, cosa
harto improbable, y aun en tal caso podría posarse con suavidad sobre sus
flotadores, sin que ni una sola gota de líquido se derramara sobre el mostrador de
su cantina. No tendría necesidad de los retículos de navegación tan inmensamente
elaborados y demasiado caros, esenciales para el transporte aéreo; en caso de
emergencia, el capitán podría tomarse las cosas con toda calma, sin tener que
preocuparse por las reservas de combustible. Desde este punto de vista, el GEM
parece combinar las mejores ventajas de los buques y los aviones, con una notable
disminución de sus inconvenientes.
Las implicaciones más desastrosas de los GEM no se derivan, pese a todo, de su
velocidad o de su seguridad, sino del hecho que pueden ignorar las divisiones entre
tierra y mar. Un GEM marítimo no necesitará detenerse en la línea costera; podrá
proseguir hacia el interior de la tierra con suprema indiferencia a los grandes
puertos y radas comerciales que han sido las metas del comercio marítimo desde
hace cinco mil años. (El SR-N1 ha sobrevolado una playa con veinte marines a
bordo, totalmente armados; ello nos lleva a imaginar la clase de flota de asalto
marino que podrían haber representado unos cuantos en el célebre día D.)
Cualquier faja costera que no se viese amurallada por altos promontorios (tal los
acantilados blancos de Dover) sería una puerta de libre paso para los GEM
mercantes o de pasaje. Continuarían hacia el interior del continente sin hacer una
sola parada en mil millas si fuese necesario, para depositar a los pasajeros y las
mercancías en el corazón de la tierra firme. Todo lo que requerirían sería amplios
pasos o pasajes, limpios de obstáculos, con raíles situados a uno o dos metros de
altura; los viejos raíles de tranvías, de los que existen hoy día grandes cantidades
almacenadas y aun en tendidos en desuso ya, servirían de manera excelente para el
caso. Y estos pasos tampoco necesitarían estar sólidamente fijados al suelo, como
les ocurre a los tendidos actuales para ferrocarriles o tranvías. Podrían ser
empleados para una amplia variedad de proyectos agrícolas, aunque he de admitir
que no servirían para hacer crecer el trigo. Las corrientes de aire que provocaría el
hombre tal vez serían un poco fuertes para que los tallos de hierba pudieran
resistirlas.
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Todo esto no es nada agradable para el porvenir de puertos como los de San
Francisco, Nueva Orleans, Londres, Los Ángeles, Nápoles, Marsella y otros similares.
Pero todavía es noticia mucho peor para Egipto y Panamá.
Precisamente, los «buques» del futuro no tendrán necesidad de arrastrarse a lo
largo de estrechos canales de cinco millas, a 1.000 dólares la hora de travesía, ya
que podrán flotar sobre tierra a una velocidad veinte veces superior y podrán
escoger y seguir sus rutas casi con la misma libertad que en el mar abierto.
Las consecuencias políticas de este estado de cosas serán, y es lo menos que se
puede decir, en extremo interesantes. Toda la situación del Oriente Medio sería muy
distinta si Israel (o para el caso otra media docena de países) pudiera dejar fuera
del comercio el Canal de Suez, ofreciendo para el paso de los «buques» un desierto
a precios fuertemente competitivos. Y en cuanto a Panamá..., prefiero dejar esta
cuestión a la sosegada meditación de la Marina y el Departamento de Estado de los
Estados Unidos.
Es un ejercicio muy instructivo y bueno para el cerebro examinar un mapamundi en
relieve e imaginar dónde podrían estar enclavadas las futuras rutas de los GEM.
Dentro de medio siglo, ¿sería Oklahoma un puerto mucho mayor que Chicago? (No
hay que olvidarse de los millones de toneladas de mercancías que podrían
maniobrar sobre las Grandes Llanuras.) ¿Cuál sería el mejor camino para trasladar
una carga de cien mil toneladas, a través de las Rocosas, los Andes o el Himalaya?
¿Se convertiría Suiza en una gran nación armadora? ¿Sobrevivirían a la catástrofe
las embarcaciones ideadas exclusivamente para el océano, cuando la tierra y el mar
se tornasen en algo sin solución de continuidad?
Éstas son cuestiones a las que no tardaremos en dar respuesta. La súbita e
inesperada aparición del GEM requiere que nos enfrentemos con cierta gimnasia de
agilidad mental; preocupados con los mercantes aéreos que pueden atravesar la
atmósfera a la velocidad del sonido, nos hemos olvidado por completo de una
revolución mayor que está a punto de producirse al nivel del mar.
Una revolución que puede, literalmente, llevarnos a la liquidación de las carreteras y
rutas conocidas.
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Capítulo 5
Más allá de la gravedad
De todas las fuerzas de la naturaleza, la gravedad es la más misteriosa y la más
implacable. Controla nuestras vidas desde el nacimiento hasta la muerte,
matándonos o mutilándonos al menor descuido. No es extraño que, consciente del
lazo que le mantiene ligado al suelo, el hombre siempre haya contemplado con
ansia los pájaros y las nubes, e imaginado que el cielo es la morada de los dioses.
La frase «ser celeste» implica la liberación de la gravedad que, hasta el presente,
sólo hemos conocido en nuestros sueños.
Ha habido muchas explicaciones de tales sueños, ya que algunos científicos han
intentado descubrir su origen en nuestro pasado presumiblemente arbóreo, aunque
sea muy improbable que muchos de nuestros antecesores se hayan pasado la vida
saltando de rama en rama. Puede argüirse de forma convincente que el sueño
familiar de la levitación no es una reminiscencia del pasado, sino una premonición
del futuro. Algún día la «ingravidez» o la gravedad reducida será un estado de la
humanidad muy corriente y, tal vez, incluso normal. Puede llegar un día en que
haya más personas viviendo en estaciones espaciales y mundos de escasa gravedad
que en este planeta; además, cuando se haya escrito por completo la historia de la
raza humana, los 100.000 millones de hombres que han pasado toda su vida
luchando contra la gravedad pueden convertirse en una minúscula minoría. Tal vez
nuestros descendientes, amos del espacio, se preocuparán tan poco de la gravedad
como nuestros más remotos antecesores, cuando flotaban sin esfuerzo en el seno
del boyante mar.
Incluso ahora, la mayoría de los seres de este planeta están escasamente enterados
de que exista la gravedad. Aunque domina la existencia de animales y seres tan
grandes como elefantes, caballos, hombres y perros, así como la de otros tan
minúsculos como un ratón, con toda la gama intermedia, la gravedad no es para
todos ellos más que un inconveniente muy nimio. Para los insectos ni siquiera es
esto; las moscas y los mosquitos son tan ligeros y frágiles que el mismo aire les
eleva y sostiene, y la gravedad les molesta tanto como a los peces.
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Pero a nosotros sí nos molesta en grado sumo, sobre todo ahora que estamos
decididos a escapar a su influencia. Aparte de nuestro actual interés por los vuelos
espaciales, el problema de la gravitación siempre ha preocupado mucho a los
hombres de ciencia. Parece ser algo absolutamente aparte de las demás fuerzas—
luz, calor, electricidad, magnetismo— que pueden ser generadas de muy distintos
modos y son libremente interconvertibles. Además, la mayor parte de la técnica
moderna se basa en tales conversiones, del calor a la electricidad, de ésta a la luz,
etc.
Sin embargo, la gravedad es general para todos, pareciendo ser por completo
indiferente a todas las influencias que podamos emplear para anularla. Por cuanto
sabemos, la única manera de producir un campo gravitacional es en presencia de la
materia. Cada partícula material posee una atracción hacia otra partícula de materia
del Universo, y la suma total de estas atracciones, en cualquier punto dado, forma
la gravedad local. Naturalmente, esto varía de mundo a mundo, ya que unos
planetas contienen grandes cantidades de materia y otros, muy poca. En nuestro
sistema solar, los cuatro planetas gigantes: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno,
todos poseen gravedades mayores que la Tierra... siendo en el caso de Júpiter dos
veces y media más intensa. Por otra parte, hay lunas y asteroides en los que la
gravedad es tan débil que habría que estar mirando con suma atención desde el
principio de estar cayendo un objeto sobre ellos para darse cuenta de la caída.
La gravitación es una fuerza increíblemente débil, casi inimaginable. Esto puede
parecerle contradictorio al sentido común y a la experiencia diaria, pero si
consideramos atentamente el aserto resulta absolutamente exacto. Se requieren
cantidades realmente gigantescas de materia —los seis mil trillones de toneladas de
la Tierra— para producir el más bien modesto campo de gravedad en que vivimos.
Podemos generar fuerzas eléctricas o magnéticas centenares de veces más
poderosas con unas cuantas libras de hierro o de cobre. Cuando se levanta un
pedazo de hierro con un sencillo imán en forma de herradura, la cantidad de metal
que contiene el imán está atrayendo hacia sí a toda la Tierra. La extremada
debilidad de las fuerzas de gravitación hace que nuestra completa impericia para
controlarlas o modificarlas resulte aún más intrigante y exasperante.
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De vez en cuando se oyen rumores sobre equipos de investigación que están
trabajando en el problema del control de la gravedad, o «antigravedad», pero tales
rumores casi siempre carecen de fundamento. Ningún científico competente, en
nuestro presente grado de ignorancia en tal asunto, admitiría a sabiendas que se
halla buscando el modo de vencer la gravedad. No obstante, lo que cierto número
de físicos y matemáticos está llevando a cabo es menos ambicioso; sencillamente,
están tratando de descubrir algún dato básico sobre la gravedad. Si esta tarea
agotadora y fundamental conduce a cierta forma de control de la gravedad, será
maravilloso; pero dudo mucho que los interesados en este problema juzguen esto
posible. La opinión de la mayoría de los hombres de ciencia, probablemente, queda
resumida en una observación efectuada hace poco por el doctor John Pierce, de los
Laboratorios Telefónicos Bell.
—La antigravedad —dijo— es sólo para las aves.
Pero las aves no la necesitan..., y nosotros sí.
Existe cierta evidencia, aunque en verdad sorprendente, de que los industriales y
las compañías ejecutivas son menos escépticos que los científicos acerca de los
mecanismos anti-gravitatorios. En 1960, la Harvard Business Review efectuó una
«Encuesta sobre el Programa Espacial» y recibió casi 2.000 respuestas a su
detallado cuestionario de cinco páginas.
Cuando se les pidió que opinaran sobre el grado de probabilidad de varios proyectos
relativos a la investigación del espacio, los ejecutivos votaron por la antigravedad
como sigue: casi cierta, 11%; muy probable, 21%; posible, 41%; muy improbable,
21%; jamás ocurrirá, 6%. En conjunto, votaron con tanta seguridad a favor de su
existencia como si de extraer minerales o colonizar los planetas se tratara; me
sentiría muy confiado si los científicos llegasen a considerarla mucho menos posible.
Sin embargo, en el momento actual, el criterio de los hombres de negocios de
Harvard sobre el tema es casi tan bueno, o tan malo, como el de los físicos
profesionales.
Conocemos aún tan poco sobre la gravitación que ni siquiera sabemos si viaja a
través del espacio a una velocidad determinada —como las ondas de radio y de la
luz— o si «siempre está ahí». Hasta la época de Einstein, los científicos pensaban
que éste era el caso, y que la gravitación se propagaba instantáneamente. Hoy la
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opinión general es que viaja a la velocidad de la luz, y que, también como la luz,
está formada a base de ondas de alguna clase.
Si la «onda gravitacional» existe, será fantásticamente difícil de detectar, gracias a
la escasa energía que propaga. Se ha calculado que las ondas de gravedad radiadas
por toda la Tierra poseen una energía de un millón de caballos de fuerza, y la
emisión de todo el Sistema Solar —el Sol y el conjunto de planetas— es sólo de
medio caballo. Todo generador de ondas gravitaciones forjado por el hombre sería
todavía miles de millones de veces aún más débil.
Sin embargo, en la actualidad se están haciendo experimentos para producir y
detectar tales ondas. En varios de tales experimentos, se ha proyectado utilizar
toda la Tierra como una «antena»; las ondas radiadas por ella tendrían sólo una
frecuencia de un ciclo por hora. (Las ondas ordinarias de radio y TV tienen una
frecuencia de millones de ciclos por
segundo.) Incluso, si tales delicados
experimentos tuvieran fortuna, ha de pasar mucho tiempo antes de que puedan
esperarse aplicaciones prácticas de los mismos. Y a lo mejor, o a lo peor, esto no
ocurre jamás.
Pese a ello, cada cierto tiempo, algún inventor esperanzado construye, al menos
para
su
propia
satisfacción,
un
artilugio
antigravitario,
y
realiza
con
él
demostraciones. Siempre hay laboratorios modernos que producen (más bien
aparentemente) una muy pequeña elevación. Algunas de las máquinas son
eléctricas, otras puramente mecánicas, basadas en lo que podría llamarse el
«principio del cordón de zapato», conteniendo hélices desequilibradas, cigüeñales,
muelles y pesos oscilantes. La idea en que se funda la construcción de tales
aparatos es que la acción y la reacción no siempre pueden ser iguales y opuestas,
sino que a veces una pequeña fuerza puede actuar en una dirección sobre la otra.
Así, aun cuando todo el mundo está de acuerdo en que ninguna persona puede
separarse del suelo por el sencillo procedimiento de tirar hacia arriba por los
cordones de los zapatos, se piensa que tal vez una serie de tirones apropiados
podría obtener un resultado diferente.
Expuesta de este modo, la idea parece completamente absurda, pero no es fácil
refutar a un inteligente y sincero inventor que con docenas de piezas ha construido
una hermosa máquina que se mueve en todas direcciones, y sostiene que sus
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contracciones oscilatorias producen una limpia elevación de media onza y que un
modelo mayor llevaría a un ser humano a la Luna. Uno puede tener un 99,999 por
ciento de seguridad de que está equivocado, pero no es posible demostrárselo. Si
alguna vez llega a descubrirse el control de la gravedad, puede afirmarse que se
deberá a técnicas mucho más sofisticadas que tales artefactos mecánicos, y casi con
toda probabilidad será encontrado gracias a un producto descubierto de forma por
completo inesperada en el campo de la física.
También es probable que no hagamos muchos progresos en la comprensión de la
gravedad hasta que seamos capaces de aislar de ella a nosotros mismos y a
nuestros instrumentos, mediante el establecimiento de laboratorios espaciales.
Intentar estudiarla desde la Tierra misma es más bien como querer probar un
equipo de alta fidelidad en una fábrica de calderas; los efectos que estamos
buscando quedan absorbidos por el ruido de fondo. Sólo en un laboratorio-satélite
seremos capaces de investigar las propiedades de la materia bajo condiciones de
ingravidez.
La razón por la que los objetos son —usualmente— ingrávidos en el espacio es una
de estas engañosas simplicidades que casi siempre es mal comprendida.
Muchas personas, dejándose engañar por periodistas incompetentes, se hallan
todavía bajo la impresión de que los astronautas son ingrávidos porque se hallan
«más allá de la fuerza de la gravedad».
Esto es por completo falso. En cualquier lugar del Universo —ni siquiera en la
galaxia más remota aparecida como una simple manchita en el observatorio de
Monte Palomar— se estaría literalmente más allá del campo de gravedad de la
Tierra, aunque a unos cuantos millones de millas casi no se observe. Con la
distancia va disminuyendo lentamente, de modo que en las modestas alturas
alcanzadas por los astronautas terrestres es casi tan potente aún como al nivel del
mar. Cuando el mayor Gagarin contempló la Tierra desde una altura de casi
doscientas millas, el campo de gravedad en que se estaba moviendo aún tenía un
90% de su valor normal. Sin embargo, y pese a ello, Gagarin no pesaba
absolutamente nada.
Si esto parece confuso, es en gran parte debido a la pobre semántica. Lo malo es
que los habitantes de la superficie de la Tierra nos hemos acostumbrado a emplear
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las palabras «gravedad» y «peso» casi como equivalentes. En las situaciones
ordinarias terrestres, esto es cierto; dondequiera que existe peso hay gravedad, y
viceversa. Pero en realidad son entidades por completo distintas, y pueden tener
lugar independientemente una de la otra. En el espacio, ocurre así por lo general.
En ocasiones, también puede ser así en la Tierra, como demostrarán los siguientes
experimentos. Es mejor que el lector lo piense bien ante de formular alguna
objeción, pero si mi lógica no le convence, siga adelante. Se hallará en el tremendo
precedente de Galileo, quien también se negó a aceptar la argumentación, apelando
a la prueba experimental. Claro que declino cualquier responsabilidad por los
posibles daños.
Usted, lector, necesitará una trampilla de muelle rápido (como las usadas en las
ejecuciones sería ideal) y un par de balanzas de baño. Coloque las balanzas sobre la
trampilla y póngase sobre las mismas. Por supuesto, acusarán su peso.
Ahora, mientras mantiene los ojos fijos en el registro de la balanza, avise a uno de
sus conocidos («—Este no es oficio para un amigo, gran Señor»— como Volumnius
le dijo a Bruto en una ocasión similar) para que haga saltar la trampilla.
Al instante, la aguja señalará el cero; usted carecerá de peso. Y sin embargo, usted
no se encontrará más allá de la acción de la gravedad, sino que se hallará un 100%
bajo su influencia, como descubrirá una fracción de segundo después.
¿Por qué es usted ingrávido en tal circunstancia? Bueno, el peso es una fuerza, y
una fuerza no puede actuar si no tiene un punto de apoyo..., si no hay nada que le
replique en contra. Usted no puede sentir ninguna fuerza cuando está empujando
contra una puerta con la hoja abierta; ni puede sentir ningún peso cuando no tiene
soporte y está cayendo con libertad. Un astronauta, salvo cuando está disparando
sus cohetes, siempre está cayendo libremente. La «caída» puede ser hacia arriba o
hacia abajo, o hacia los costados, como en el caso de un satélite en órbita, que está
cayendo siempre alrededor de un mundo. La dirección no importa; mientras la caída
sea libre y sin restricciones, cualquier objeto o persona que la experimente será
ingrávida.
Por lo tanto, usted puede carecer de peso, aun cuando se halle plenamente dentro
del campo terrestre de gravedad. Lo contrario también es cierto: no se necesita
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gravedad para tener peso. Un cambio de velocidad —en otras palabras, una
aceleración— sirve para el caso.
Para probarlo, imaginemos un experimento todavía más improbable que el ya
descrito. Tomemos las balanzas de baño y llevémoslas a un punto situado cabe las
estrellas, donde la gravedad es, a todo propósito, igual a cero. Flotando en el
espacio, volveremos a sentirnos sin peso; pese a estar sobre las balanzas, éstas
marcarán el cero.
Ahora pongamos un motor cohete en la parte inferior de las balanzas, y
disparémoslo. Mientras las balanzas vuelven a apretarse contra nuestros pies,
sentiremos una sensación muy convincente de que volvemos a pesar. Si el impulso
del motor cohete está bien ajustado, puede darnos, en virtud de nuestra aceleración
y con exactitud, el mismo peso que teníamos en la Tierra. Para todos los efectos, a
menos que los demás sentidos nos revelasen la verdad, podríamos sentirnos como
si todavía nos halláramos sobre la superficie de la tierra, notando su gravedad, a
pesar de estar viajando entre las estrellas.
Esta sensación de «peso» producida por la aceleración es muy familiar; la notamos
en un ascensor cuando empieza a moverse en dirección ascendente, y— en la
dirección horizontal, no en la vertical— en un coche que da de súbito un salto hacia
delante o frena de improviso. Es posible producir artificialmente peso de casi
ilimitada magnitud mediante el simple procedimiento de la aceleración, y en la vida
diaria se hallan sorprendentes casos. Un niño jugando en un columpio, por ejemplo,
puede con facilidad llegar al cero de su peso en el límite superior de su oscilación,
cuando el columpio queda en suspenso un instante, y experimentar tres veces su
peso normal al llegar al límite inferior del arco. Y cuando se salta sobre una silla o
un muro, el choque al herir el suelo puede darnos varias docenas de veces nuestro
peso normal.
Tales fuerzas las medimos en términos de muchas «gravedades», o «ges»,
significando que una persona que experimenta, digamos, 10 G notaría diez veces su
peso ordinario. Pero la gravedad de la Tierra no se halla envuelta para nada en el
caso de que el peso-fuerza se produzca por la aceleración, y no es muy afortunado
que se emplee la misma palabra para describir un efecto que puede muy bien tener
dos causas distintas.
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La forma más conveniente de producir peso artificial no es la aceleración en línea
recta —que pronto le llevaría a uno sobre el horizonte— sino el movimiento circular.
Como bien sabe cualquiera que haya subido a un carrusel, un suave movimiento
circular puede originar substanciales fuerzas; éste fue el principio del separador de
cremas que algunos todavía recordarán de sus tiempos de granjeros. Las versiones
modernas de estas máquinas son las centrifugadoras gigantes usadas ahora en la
investigación de la medicina espacial, que pueden darle a un hombre diez o veinte
veces su peso normal.
Los pequeños laboratorios modelos pueden actuar aún mucho mejor. El Beams
Ultracentrifuge, girando a la increíble velocidad de 1.500.000 revoluciones por
segundo (no por minuto) produce fuerzas de más de mil millones de gravedades.
En esto hemos sobrepasado a la propia Tierra; parece casi imposible que existan
campos gravitacionales, en cualquier lugar del Universo, más de unos cuantos
centenares de miles de veces más poderosos que el de la Tierra. (Aunque un día
pueden existir; ver capítulo 9.)
Por lo tanto, resulta bastante sencillo producir peso artificial, y es lo que deberemos
hacer en nuestras naves espaciales o en las estaciones del espacio cuando estemos
ya cansados de flotar en su interior. Un leve movimiento de rotación nos dará una
sensación que es inseparable de la gravedad, salvo que «arriba» es en este caso
hacia el centro del vehículo, y no alejarse del mismo, como ocurre en la Tierra.
Podemos imitar la gravedad..., pero no podemos controlarla. Y por encima de todo,
no podemos anularla ni neutralizarla. La verdadera levitación todavía es un sueño.
La única forma en que podemos sostenernos en el aire es flotando, con ayuda de
balones de aire, o por reacción, como con los aviones, los helicópteros, los cohetes
y los artefactos a propulsión. El primer método es muy limitado en sus propósitos y
exige una gran cantidad de volúmenes de gases caros e ininflamables; el segundo,
no sólo es caro, sino demasiado ruidoso, y muy expuesto a dejarle caer a uno desde
las alturas. Lo que necesitamos y deseamos es algo bello, limpio, probablemente de
naturaleza eléctrica o atómica, que pueda abolir la gravedad con el solo giro de un
conmutador.
A pesar del escepticismo ya mencionado de los hombres de ciencia, parece que no
existen imposibilidades fundamentales para la invención de tales aparatos, puesto
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que ello obedece a ciertas leyes naturales bien establecidas. La más importante es
el principio de conservación de la energía, que puede enunciarse así:
«No puede conseguirse algo de la nada.»
La conservación de la energía trae en seguida a la mente la deliciosamente sencilla
«pantalla de gravedad» empleada por H. G. Wells en Los primeros hombres en la
Luna. En ésta, que es la mayor de todas las fantasías del espacio (¿cuándo un
Disney o un George Pal se decidirán a hacer una obra maestra de esta joya del
período eduardino?), el científico Cavor manufacturó un material que era opaco a la
gravedad, como lo es un pedazo de metal a la luz, o un aislador a la electricidad.
Una esfera revestida de «Cavorita» era capaz, según Wells, de flotar, alejándose de
la Tierra con todo su contenido. Mediante el procedimiento de abrir y cerrar los
porticones, los viajeros del espacio podían moverse en cualquier dirección deseada.
La idea parece factible —sobre todo cuando es Wells quien la preconiza—, pero por
desgracia no es así. La Cavorita comporta una contradicción física, como la frase
«Una fuerza inamovible y un objeto irresistible». Si la Cavorita existiese, podría
utilizarse como una ilimitada fuente de energía. Se la podría emplear para levantar
un gran peso, y luego dejarlo caer de nuevo bajo la fuerza de la gravedad para
hacer un trabajo. El ciclo podría repetirse indefinidamente, dando así forma al sueño
de todos los conductores: un motor sin combustible. Esto, para todo el mundo,
salvo para los inventores de máquinas de movimiento continuo, es una clara
imposibilidad.
Aunque una pantalla de gravedad de un tipo tan sencillo deba ser descartada, no
hay nada absurdo en la idea de que puedan existir substancias que posean
gravedad negativa, de forma que al caer lo hagan hacia arriba en vez de hacerlo
hacia abajo. Dada la naturaleza de las cosas, casi no debemos esperar hallar tales
materiales en la Tierra; deben de estar flotando en el espacio, evitando los planetas
como si se tratase de una plaga.
La materia con gravedad negativa no debe ser confundida con la «anti-materia» —
igualmente hipotética— cuya existencia defienden algunos físicos. Se trata de una
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materia formada de partículas fundamentales con cargas eléctricas opuestas a las
de la materia normal; así, los electrones son reemplazados por los positrones, etc.
Una substancia de tal naturaleza caería hacia abajo, y no hacia arriba, en un campo
gravitacional ordinario; pero tan pronto como entrara en contacto con la materia
normal, las dos masas se aniquilarían una a otra con un desprendimiento de energía
más catastrófico que el de la bomba atómica.
La materia antigravitatoria puede no ser tan difícil de manejar, aunque también
plantea problemas. Para hacerla bajar a la Tierra se requeriría tanta energía como
para elevar la misma cantidad de materia desde la Tierra al espacio. Así, un
asteroide-minero, la carga de cuyo «jeep» espacial se llenase de materia
gravitacionalmente negativa, emplearía mucho tiempo y esfuerzo para regresar
junto a la Tierra. Ésta la repelería con todas sus fuerzas, por lo que aquél tendría
que luchar a cada paso en su bajada.
Por eso, las substancias con gravedad negativa, caso de existir, tendrían una
aplicación muy limitada. Podrían ser empleadas como materiales de construcción;
los edificios que contuviesen cantidades iguales de materia normal y materia con
gravedad negativa no pesarían nada, por lo que su altura podría ser ilimitada. El
principal problema del arquitecto, en tal caso, sería el de protegerlos contra los
grandes vendavales.
Es concebible que mediante cierto tratamiento podamos llegar a «desgravitizar»
substancias ordinarias, de igual forma aproximadamente como un pedazo de hierro
lo transformamos en un imán permanente. (Menos conocido es el hecho de que
puedan
hacerse
cuerpos
cargados
siempre,
o
«electropermanentes».)
Esto
requeriría un gran desgaste de energía, ya que desgravitizar una tonelada de
materia equivale a elevar por completo la misma de la Tierra. Cualquier ingeniero
en balística asegurará que esto requiere la misma energía que levantar 4.000
toneladas de peso a la altura de una milla. Estas 4.000 toneladas-milla de energía
es el precio de la ingravidez, la entrada de pago al Universo. No hay concesiones ni
precios más baratos. Tal vez se tenga que pagar más, pero nunca menos.
En conjunto, una substancia permanentemente desgravitizada o ingrávida parece
menos plausible que un neutralizador de la gravedad, o gravitador. Debería ser un
ingenio, cuya energía le fuese suministrada desde alguna fuente de fuerza exterior,
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y que pudiese anular la gravedad al ponerse en marcha. Es importante comprender
que tal clase de máquina no sólo proporcionaría la ingravidez, sino algo mucho más
valioso: la propulsión.
En efecto, si neutralizásemos con exactitud el peso, nosotros flotaríamos en medio
del aire sin movernos, pero si lo sobreneutralizásemos, nos veríamos disparados
hacia arriba con constante e incesante velocidad. Por esto, cualquier forma de
controlar la gravedad sería también un sistema de propulsión, y esto ya debía ser
esperado, puesto que la gravedad y la aceleración están unidas íntimamente. Esto
constituiría una nueva forma de propulsión, y es difícil imaginar cuál sería el
«contraempuje». Cada móvil exige determinada reacción; incluso el cohete
balístico, el único ingenio conocido capaz de dar un empuje en el vacío, es
impulsado por la combustión de sus gases.
El término «navegación espacial», o simplemente «navegación», ha sido inventado
para tales sistemas inexistentes, pero altamente deseados, de propulsión, mas no
para ser confundidos con las superastronaves preconizadas por Detroit. Entre los
escritores científicos es un acto de fe, igual que entre un creciente
número de personas relacionadas con los asuntos de astronáutica, que debe existir
algún medio más seguro, más pausado, más barato y por lo general menos
desordenado para llegar a los planetas que los cohetes. Dentro de pocos años, los
monstruos que hay en Cabo Kennedy en sus tanques de combustible contendrán
tanta energía como la primera bomba atómica, y será mucho más difícil controlarla.
Más pronto o más tarde ocurrirá un desdichado accidente; por ello necesitamos un
nuevo «propulsor espacial», no sólo para la exploración del sistema solar, sino para
proteger el Estado de Florida.
Puede parecer algo prematuro especular sobre los empleos de un ingenio que tal
vez jamás llegará a ser una realidad, y que ciertamente se halla más allá del actual
horizonte de la ciencia. Pero es regla general que, cuando existe una necesidad
técnica, siempre viene algo a satisfacerla... o a superarla. Por esta razón, estoy
seguro de que se descubrirá algún medio de neutralizar la gravedad o de superarla
por la fuerza bruta. En cualquier caso, ello nos proporcionará la levitación y la
propulsión, en cantidades determinadas sólo por la fuerza disponible.
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Si las máquinas antigravitatorias tienen que ser grandes y caras, su uso quedará
limitado a instalaciones fijas y vehículos voluminosos, tal vez de medidas desusadas
hasta ahora en nuestro planeta. Gran parte de la energía de la humanidad se
emplea en mover de un punto a otro vastas cantidades de aceite, carbón, minerales
y otras materias primas, cantidades que se miden por cientos de millones de
toneladas anuales. Muchos depósitos de minerales del mundo están fuera de uso
debido a su inaccesibilidad; tal vez podamos ser capaces de abrirlos a través del
aire, usando para ello cargueros antigravitatorios de movimientos relativamente
lentos que cada vez arrastren unos cuantos centenares de miles de toneladas a
través del firmamento.
Incluso puede ser imaginado el gran movimiento de carga o de materias primas a lo
largo de «pasillos gravitacionales»..., especie de campos de gravedad dirigidos y
enfocados en los que los objetos permanecerían y se moverían como el hierro va
hacia el imán. Nuestros descendientes tal vez se hallarán ya acostumbrados a ver
que sus productos y sus bienes se trasladan de un sitio a otro sin medios de
transporte visibles. En mayor escala, los campos de gravedad y sus pasillos podrían
emplearse para controlar y dirigir los vientos y las corrientes oceánicas; si alguna
vez debe tener practicidad la modificación del clima, será necesario utilizar algo de
este estilo.
El valor del control de la gravedad para los vehículos espaciales, tanto para la
propulsión como para la comodidad de sus ocupantes, no necesita ser encomiado,
pero todavía existen otros usos astronáuticos que no son tan obvios. Júpiter, el
mayor de nuestros planetas, por su intensa gravedad, dos veces y media la de la
Tierra, queda fuera del alcance de la directa exploración humana. Este mundo
gigante
posee
otras
características
también
altamente
desagradables
(una
atmósfera muy densa, turbulenta y venenosa, por ejemplo), por lo que pocas
personas tomarían en serio la idea de intentar su exploración humana; según todas
las presunciones tendremos que valernos siempre para ello de los robots.
Yo me permito dudarlo; sea como sea, siempre habrá ocasiones en que los robots
se encuentren en situaciones apuradas y sean los hombres quienes tengan que
sacarlos de las mismas. Antes o después habrá requerimientos científicos y
operacionales para la exploración humana de Júpiter; incluso, algún lejano día,
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desearemos establecer allí una base permanente. Para ello será necesario haber
descubierto alguna clase de control de la gravedad..., a menos que hayamos dado a
luz una clase especial de colonizadores jovianos con las facultades físicas de los
gorilas. (Para más información sobre la exploración de Júpiter, consultar el capítulo
9.)
Si esto parece un poco remoto y fantástico, me permitiré recordar al lector que
existe un ejemplo mucho más importante y próximo de planeta de alta gravedad
que, quizás antes de cincuenta años, los hombres no puedan visitar. Este planeta es
nuestra misma Tierra.
Sin un control de la gravedad, los viajeros del espacio y los colonos del futuro
pueden quedar condenados a un exilio perpetuo. Un hombre que haya vivido unos
cuantos años en la Luna, donde no ha tenido más que una sexta parte de su peso
terrestre, sería un ser inútil al volver a la Tierra. Le llevaría varios meses de
penosas prácticas volver a andar, y los niños nacidos en la Luna (como los habrá
dentro de otra generación) tal vez serían incapaces de lograr el reajuste11). Y pocas
cosas pueden resultar más desagradables que una discordia interplanetaria
promovida por una «expatriación gravitacional».
Para evitar esta molestia, necesitamos poseer un artilugio individual controlador de
la gravedad, tan sencillo que un hombre pueda llevarlo sujeto alrededor de sus
hombros o arrollado a su cintura. Además incluso podría formar parte permanente
de sus ropas, lo mismo que un reloj de pulsera, o un transistor. Podría usarse para
reducir la sensación de ingravidez, o para proporcionar propulsión.
Todo aquel que se halle dispuesto a admitir que es posible el control de la gravedad
no debe vacilar ni dudar ante este desarrollo de la maquinaria. La miniaturización es
uno de los diarios milagros de nuestra época, para bien o para mal. La primera
bomba termonuclear era tan grande como una casa; las cabezas de proyectil de
tamaño económico de hoy día tienen la medida de las papeleras..., y de una de
tales papeleras se obtiene la energía necesaria para poder llevar el transatlántico
Queen Elizabeth a Marte, si fuera preciso. Este factor diario de la balística moderna
es, a mi modo de ver, mucho más fantástico que la posibilidad de llegar a controlar
la gravedad.
11
En efecto, los planes de la NASA prevén el nacimiento de los primeros niños de los colonos terrestres en la Luna
para. 1985. — (N. del E.)
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El gravitator individual, caso de poder fabricarse bastante barato, se contaría entre
los inventos más revolucionarios de todos los tiempos. Como los pájaros y los
peces, habríamos escapado de la tiranía de la verticalidad..., habríamos vencido la
tiranía de la tercera dimensión. En la ciudad no tendríamos que servirnos del
ascensor mientras dispusiésemos de una conveniente ventana. El grado de
movilidad sin esfuerzo que podría obtenerse necesitaría una reeducación casi
pajaril. Cuando esto ocurra, nos será ya familiar, puesto que incontables filmes de
hombres del espacio en órbita nos habrán acostumbrado a la idea de la ingravidez y
nos dispondrán a gozar de sus placeres. Tal vez el levitador logre hacer para las
montañas lo que el «Aqualung» ha hecho para el mar. Los sherpas y los guías
alpinos, claro está, estarán indignados, pero el progreso es inexorable. Sólo es
cuestión de tiempo que los turistas floten sobre el Himalaya y que la cumbre del
Everest se vea tan llena de gente como las playas de Cannes o los cayos de Florida.
E incluso, dado que resulta imposible la levitación natural, tal vez seamos capaces
de fabricar pequeños vehículos en los que podamos lograr ascensiones lentas y
silenciosas (ambas cosas son importantes) a través del cielo. La idea de surcar el
espacio, hace tan sólo una generación, era absurda y fantástica, hasta que el
helicóptero nos abrió los ojos. Ahora que las máquinas de efecto Campo terrestre
están flotando en todas direcciones sobre cojines de aire, no estaremos satisfechos
hasta que podamos flotar sobre la faz de la Tierra, con una libertad de movimientos
que ni el automóvil ni el avión nos han podido dar.
Cuál pueda ser la última consecuencia de esta libertad, nadie puede sospecharla,
pero tengo una sugerencia final por hacer. Cuando pueda controlarse la gravedad,
nuestras casas podrán ser llevadas por el aire. Los edificios ya no tendrán que estar
siempre fijos en un mismo sitio, pues serán mucho más móviles que los remolques
de hoy día, libres de moverse por la tierra y por el mar, de continente a continente.
Y también de clima a clima, ya que podrán seguir el sol con el cambio de las
estaciones, o encaminarse hacia las montañas para los deportes de invierno.
Los primeros hombres fueron nómadas; lo mismo puede ser el último, aunque con
una técnica mucho más avanzada en su nivel. La casa completamente móvil
requeriría, aparte del sistema de propulsión, por entero inalcanzable en la
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actualidad, unos servicios de fuerza, comunicación y demás, por encima de toda la
técnica moderna, pero no, como pronto veremos, más allá de la del mañana.
Esto significaría el fin de las ciudades, que muy bien pueden ser desmoronadas por
otras razones. Y significaría el final de todos los intereses regionales y geográficos
existentes, al menos en la forma tan intensa que se conocen hoy día. El hombre se
convertiría en un vagabundo sobre la faz de la Tierra..., un trashumante conductor
de una caravana con fuerza nuclear de oasis a oasis, a través de los desiertos del
firmamento.
Sin embargo, cuando este día llegue, no se sentirá como un exilado sin raíces al que
ningún lugar atrae. Un globo que pueda ser circunnavegado en noventa minutos
jamás significará para él lo que para sus antepasados. Para los que vengan después
que nosotros, la única verdadera soledad residirá en las estrellas.
Dondequiera que los hombres entonces puedan volar o flotar en esta pequeña
Tierra, siempre será su hogar.
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Capítulo 6
La búsqueda de la velocidad
Ésta, a menudo, ha sido llamada la Era de la Velocidad, y por una vez, la voz
popular es por completo correcta. Nunca hasta ahora la velocidad del transporte
había aumentado en una proporción tan abrumadora, ni volverá a hacerlo otra vez.
Ambas declaraciones se verán claramente si trazamos una tabla de valores
mostrando todos los posibles alcances o «bandas» de velocidad, clasificadas por el
orden de magnitud, anotando la década en que se logró cada alcance. El resultado
es muy sorprendente.
Banda
Alcance de velocidad
Fecha aproximada de su
(millas por hora)
logro
1
1 — 10
1.000.000 (a. C., aprox.)
2
10 — 100
Ídem
3
100 — 1.000
1880
4
1.000 — 10.000
1950
5
10.000 — 100.000
1960
6
100.000 — 1.000.000
7
1.000.000 — 10.000.000
8
10.000.000 — 100.000.000
9
100.000.000 — 1.000.000.000
Después de pasar toda la prehistoria y casi toda la historia en las dos primeras
bandas de velocidad, casi en un instante la humanidad se disparó hacia la tercera.
(Ignoro la fecha exacta en que la primera locomotora alcanzó las cien millas por
hora, pero con toda probabilidad fue hacia 1880. El «Empire State Express» llegó a
las 112 millas por hora en la línea New York Central, en 1893.) Aún más asombroso
es el hecho de que hayamos saltado por toda la cuarta banda en una sola década;
el período 1950 a 1960 cubre (y ahora sí tengo toda la seguridad) el salto de los
vuelos supersónicos en la atmósfera a los vuelos orbitales fuera de ella.
Esto, claro está, fue el resultado de la perfección de la balística, que ha producido lo
que los matemáticos llaman una discontinuidad en la curva de velocidad. Es difícil
esperar que esta aceleración continúe en la misma proporción,
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ya que ello implicaría, por ejemplo, que se ha llegado a las 100.000 millas por hora
antes de 1970. Esto es posible, pero muy improbable. Aún más inverosímil es el
resultado
obtenido
continuando
esta
ingenua
extrapolación...,
o
sea
que
alcanzaríamos la Banda Novena, y la velocidad límite del Universo, antes del año
2010.
La última partida de la tabla es imaginaria; la Banda Novena, en realidad, debería
decir: «100.000.000-670.615.000 millas por hora». Y más allá de esta cifra ya no
existe velocidad; es la de la luz.
Dejemos sin contestar la pregunta de por qué ésta es la velocidad límite y qué
podríamos hacer con ella, si es que nos servía para algo, y concentrémonos en el
extremo más bajo de la secuencia de la velocidad. Las bandas de la Uno a la Cuatro
cubren todas las velocidades necesarias para nuestros propósitos terrestres; mejor
aún, muchos de nosotros estaríamos muy contentos de permanecer en la Tercera, y
considerar que los actuales aviones a propulsión ya vuelan a suficiente velocidad.
Para los servicios de velocidad ultrarrápida, a varios miles de millas por hora, será
necesario emplear cohetes, y parece improbable que los mismos puedan resultar
económicos sobre la base de propulsores químicos. Aunque ahora podemos enviar a
un hombre alrededor de la Tierra en noventa minutos, para ello debe consumirse un
centenar de toneladas de combustible. Aun cuando los cohetes lleguen a estar
plenamente desarrollados, es dudoso que la cifra pueda reducirse a menos de diez
toneladas por pasajero. Esto es algo como veinte veces la ya impresionante media
tonelada de keroseno por pasajero consumida por los grandes «jets» de hoy en día
en los vuelos de larga distancia. (Naturalmente, el cohete también tiene que llevar
oxígeno..., y éste es el tributo que se tiene que pagar por viajar en el exterior de la
atmósfera.)
Como quiera que los cohetes que han dado la vuelta a la Tierra han sido fabricados
sólo con fines militares, quizá pronto se harán intentos para construirlos
adaptándolos al transporte de pasajeros. Toda la aviación civil le debe mucho a los
tipos militares, aun cuando no proceda de ellos directamente, y los contribuyentes a
menudo tienen la impresión de que con su dinero deben conseguir algo, además de
insoportables ruidos.
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Hay dos clases de desarrollo que podrían hacer muy grande la velocidad del
transporte y sus posibilidades económicas. La primera es un sistema de propulsión
nuclear barato, seguro y limpio, que reduciría enormemente la carga de propulsión.
Por ahora, un sistema de tal naturaleza se halla fuera de nuestros medios, porque
no podría basarse en la fisión, lo cual es hoy día el solo medio de desprender la
energía del átomo. Aun a riesgo de ser tomado por un reaccionario, no creo que
deba permitírseles a los aparatos movidos por la combustión del uranio y el plutonio
que se aparten del suelo. Los aviones (y ésta es una aventurada predicción)
siempre se estrellarán; y ya es bastante malo ser rociado con keroseno ardiente,
aunque tal desastre es al menos local y temporal. Pero no así la lluvia radiactiva.
Las únicas fábricas movibles de fuerza nuclear que pueden tolerarse en el aire y en
el espacio más próximo deben verse libres de la radiactividad. En este momento no
podemos construir tales sistemas, pero debemos ser capaces de hacerlo cuando
hayamos conseguido controlar las reacciones termonucleares. Entonces, con unas
cuantas libras de litio e hidrógeno pesado como combustible, podremos hacer volar
cargas substanciales de mercancías alrededor del mundo a velocidades orbitales...,
quizás 18.000 millas por hora.
También se ha indicado —y ésta es una de esas ideas que suenan demasiado bien
para ser ciertas— que llegarán a inventarse unos aviones sin combustible que
podrán volar indefinidamente por la atmósfera superior, alimentados por las fuentes
de energía naturales que allí existen. Dichas fuentes ya han sido detectadas en un
número de experimentos espectaculares. Cuando el vapor de sodio se descarga de
un cohete a la altura correcta, da lugar a una reacción entre los átomos
electrificados existentes en las fronteras de la atmósfera con el espacio. Como
resultado de ello puede extenderse a través de muchas millas de cielo una visible
luminosidad. Es la energía de la luz solar, recolectada por los átomos durante el día
y soltada cuando reciben el debido estímulo.
Por desdicha, aunque la cantidad total de energía acumulada en la atmósfera
superior es muy grande, también se halla muy diluida. Volúmenes enormes de gas
rarificado tendrían que ser recogidos y colocados bajo ese proceso para que diesen
algún resultado útil. Si cualquier clase de astronave pudiera servirse del aire más
rarificado y desprender bastante cantidad de su energía en forma de calor para
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producir un adecuado impulso, podría seguir volando eternamente sin gasto de
combustible. En la actualidad esto parece improbable, ya que el dragado del aire
sería mayor que el impulso que proporcionaría, pero la idea no debe ser rechazada
de plano. Unos años atrás, no teníamos idea de que existiesen tales fuentes de
energía; puede haber por descubrir otras aún más poderosas.
Después de todo, en esta idea no hay nada fundamentalmente absurdo. Durante
miles de años hemos estado recorriendo los mares en buques sin combustible
alguno, impulsados por la energía del viento. Y esta energía, al fin y al cabo,
procede también del Sol.
Sin embargo, aun cuando el combustible fuese libre e ilimitado, habría obstáculos
para los vuelos a grandes velocidades. El vuelo circular tolera que los cohetes sean
disparados como quien dice desde un cañón, pero los pasajeros que pagasen
tendrían mucho que objetar a tales aceleraciones, que serían inevitables si
queríamos lograr excesiva rapidez.
Incluso en la actualidad, el despegue de un cohete parece mantenerle a uno por
largo tiempo pegado a su asiento, y eso que la aceleración lograda no es más que
una fracción de una gravedad, y la velocidad eventualmente alcanzada, muy
modesta comparada con las que estamos examinando.
Repasemos otras cifras. Una aceleración de 1 G significa que a cada segundo la
velocidad aumenta en la proporción de 22 millas por hora. A tal proporción se
tardarían casi catorce minutos en alcanzar la velocidad orbital (18.000 millas por
hora), y durante todo este tiempo los pasajeros sentirían la impresión de llevar a
otro hombre sentado en la boca de su estómago. Luego (en el vuelo más largo
posible, o sea la mitad de la circunferencia de la Tierra) habría veinte minutos de
vuelo en completa ingravidez, que posiblemente aún resultaría más desconcertante.
Y, por fin, otros catorce minutos, un período de 1-G, en que la velocidad quedaría
reducida
a
cero.
En
ningún
momento
del
viaje
la
gente
se
sentiría
confortablemente, y durante la parte ingrávida del vuelo incluso los famosos
«saquitos» papeleras serían inutilizables. Puede no ser muy educado decir que en
un transporte satélite alrededor del mundo, la mitad del tiempo el lavabo queda
fuera de alcance, y la otra mitad fuera de uso.
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Una órbita satelitaria representa una clase de velocidad límite natural alrededor de
la Tierra; una vez un cuerpo se halla instalado en ella, sin esfuerzo da vueltas en
círculo a 18.000 millas por hora, tardando unos 90 minutos en completar cada
revolución. Si viajásemos con tanta rapidez; nos hallaríamos enfrentados con otra
serie de problemas.
Todo el mundo ha experimentado la «fuerza centrífuga» resultante de un viraje a
gran velocidad en coche o aeroplano. Lo he entrecomillado porque lo que se siente
entonces no es en realidad una fuerza, sino el resentimiento natural del cuerpo al
serle negado su indiscutible derecho a continuar viajando en línea recta a una
velocidad uniforme. La única fuerza que entonces se manifiesta es la que tiene que
ser ejercida por el asiento del vehículo para impedir la caída.
En un vuelo alrededor del mundo, o durante cualquier movimiento sobre la faz de la
Tierra, se viaja en un círculo de cuatro mil millas de radio. A la velocidad normal,
jamás se da uno cuenta de la fuerza extra negligible que se necesita para
mantenerse pegado al suelo, ya que el peso humano se basta a sí mismo para ello.
Sin embargo, a 18.000 millas por hora, la fuerza hacia dentro o hacia fuera
requerida igualaría exactamente el peso del individuo. Ésta, claro está, es la
condición para el vuelo orbital; el empuje de la Tierra es sólo suficiente para
sostener un cuerpo moviéndose a su alrededor a esta velocidad orbital.
Si viajáramos más deprisa que a 18.000 millas por hora, para mantenernos en
órbita deberíamos proveernos de una fuerza adicional; la Tierra sola no podría
hacerlo. Una situación de este estilo tiene lugar —y los pioneros de la aviación
podían con dificultad haberla imaginado cuando peleaban para despegarse del suelo
— cuando un aparato volador debe ser empujado hacia abajo para conservarlo en la
debida altitud; sin esta fuerza de compensación, volaría hacia el espacio, como una
piedra al salir de la onda.
En el caso de un vehículo dando vueltas a la Tierra a 25.000 millas por hora, la
fuerza de compensación para mantenerle en órbita sería exactamente de 1 G. Ésta
podría ser proporcionada por cohetes que llevasen la nave espacial hacia el centro
de la Tierra con una aceleración de 1 G. Sin embargo, no se lograría acercarlo, y la
única diferencia entre esta trayectoria impulsada y una órbita de satélite normal es
que sería más rápida —una hora en vez de noventa minutos— y que los ocupantes
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del vehículo ya no se sentirían ingrávidos. En efecto, tendrían su peso ordinario,
pero su dirección quedaría invertida. «Abajo» sería hacia las estrellas; la Tierra
colgaría sobre los inquietos astronautas, rodando sobre su eje cada sesenta
minutos.
A velocidades más grandes, deberían emplearse fuerzas aún mayores para
mantener el vehículo en su órbita artificial. Aunque parece imposible llegar a tales
hazañas, que requerirían enormes desgastes de energía, el amor del hombre por los
récords le conducirá presumiblemente a los circuitos de ultra-super-velocidad
alrededor del Globo, tan pronto como la técnica los haga hacederos. Es interesante
calcular las aceleraciones y los tiempos que tales vuelos comportarían; veámoslos
en la tabla siguiente:
Velocidad (millas por
Tiempo de una órbita a
Fuerza experimentada por los
hora)
la Tierra (en minutos)
pasajeros (Gravedades)
18.000
90
0
25.000
60
1
31.000
48
2
36.000
42
3
40.000
37
4
44.000
34
5
60.000
25
10
100.000
15
30
Dar la vuelta alrededor del mundo en menos de treinta minutos es una proposición
bastante desagradable, así como muy cara. Hacerlo en quince minutos necesitaría
que se emplearan treinta gravedades; esto podría ser posible si el ocupante— el
cual, por otra parte, tendría muy poco interés por los procedimientos — estuviera
por completo inmerso en el agua. Sugiero, sin embargo, que tal experiencia
sobrepasaría el grado de sensatez humana. Es impracticable dar vueltas tan rápidas
y astronómicas alrededor de una cabeza de alfiler tan pequeña como es la Tierra.
Aunque los hombres podrán viajar alrededor del mundo en ochenta minutos, jamás
podrán hacerlo en ocho con cualquiera de los métodos de propulsión conocidos hoy.
Esta última afirmación no es una idea de precaución. Un día poseeremos medios de
propulsión fundamentalmente distintos de los que hayan existido en el pasado.
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Todos los vehículos conocidos, sin excepción, aceleran a sus ocupantes dándoles un
empuje físico que ellos sienten a través de sus botas o del fondillo de sus
pantalones. Esto es cierto desde las carretas de bueyes a las bicicletas, desde los
automóviles a los cohetes. Esta necesidad no siempre lo será y ello viene sugerido
por la curiosa conducta de los campos gravitatorios.
Cuando se cae por efecto de la gravedad de la Tierra, la velocidad aumenta en 22
millas por hora, a cada segundo, aunque no se experimente la menor sensación.
Esto es verdad sea cual sea la intensidad del campo de gravedad; si se cayese hacia
Júpiter, la aceleración sería de 60 millas por hora cada segundo, ya que la gravedad
de Júpiter es dos veces y media mayor que la de la Tierra. Cerca del Sol la
velocidad aumentaría a las 600 millas por hora cada segundo, y de nuevo dejaría de
notarse fuerza alguna actuando sobre el cuerpo. Hay estrellas —las Enanas
Blancas— con campos de gravedad más de mil veces más fuertes que los de
Júpiter; en la proximidad de una estrella así, un cuerpo podría añadir cien mil millas
por hora de velocidad cada segundo sin el menor trastorno... hasta que,
naturalmente, fuese hora de vomitar...
El motivo por el que no se experimenta ninguna sensación o molestia física cuando
se acelera la intensidad de un campo gravitatorio, es que actúa simultáneamente
sobre cada átomo del cuerpo. El empuje no es transmitido por zonas a través del
cuerpo desde el asiento o el suelo del vehículo.
Sin duda, el lector habrá visto a dónde conduce esta argumentación. Si, como he
sugerido en el capítulo anterior, llegamos a controlar y a dirigir los campos de
gravedad, esto nos proporcionará la habilidad para flotar al estilo de las nubes. Nos
capacitará para acelerar en cualquier dirección, a una frecuencia sólo limitada por la
fuerza disponible, sin sentir ninguna fuerza ni molestia mecánica. Tal método de
propulsión podría ser llamado un «paseo sin inercia», término que tomo prestado
(con mucho más) del veterano escritor de ciencia-ficción, doctor E. E. Smith,
aunque él lo empleó en un sentido muy distinto.
Con
tal
paseo,
nuestros
vehículos
podrían
pararse
y
arrancar
casi
instantáneamente. Y lo que tal vez sea más importante, virtualmente se hallarían a
prueba de accidentes. Protegidos por sus campos de gravedad artificiales, podrían
correr uno contra otro a cientos de miles de millas por hora sin daño para nadie
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salvo para el sistema nervioso de sus ocupantes. Podrían girar en ángulos rectos o
dar vueltas completas de muy pequeños diámetros, y aunque las reacciones de un
piloto
humano
serían
demasiado
lentas
para
manejarlos,
los
hombres
se
desplazarían con perfecta seguridad y bienestar. Podría lograrse que, fuese cual
fuese la aceleración bajo lo que actuasen en un momento dado, habría una fuerza
sin compensar de 1 G actuando sobre los pasajeros, de forma que se sintieran con
su peso normal.
Aunque aquí en la Tierra podemos arreglárnoslas bastante bien sin tales sofisticados
métodos de propulsión, éstos tendrán que ser conseguidos como un producto de la
investigación espacial. El cohete —encaremos el hecho— no es un método práctico
para dar vueltas, como reconocerá cualquiera que haya estado sufriendo una
prueba estática de una milla en el vacío. Debemos hallar algo más sosegado, limpio
y conseguido, algo que nos capacite para llegar a las actualmente inalcanzables
bandas de velocidad 6, 7, 8 y, por fin, 9.
Ya que a la larga —y tal vez me estoy refiriendo a siglos— habremos empleado y
descartado todos los vehículos que hemos estado utilizando en nuestro ascenso por
el dominio de la velocidad, llegará una época en que el cohete balístico nos parecerá
tan lento como los carros de guerra asirios. Los tres mil años transcurridos entre
ambos no son más que un instante en el panorama de la historia, entre el pasado y
el futuro, y, durante la mayor parte de este tiempo, los hombres sólo se sentirán
interesados por los dos extremos de la banda de velocidad.
El hombre, y así lo espero, siempre experimentará alegría al poder viajar por el
mundo a dos o tres millas por hora, gozando de su belleza y sus misterios. Pero
cuando no lo haga así, lo hará a gran rapidez; y entonces no le satisfará más que
llegar a lograr las 670.615.000 millas por hora finales.
Incluso esta velocidad, es natural, será por completo inadecuada para vencer el reto
del espacio interestelar, si bien en lo tocante a la Tierra será suficiente para obtener
un traslado instantáneo. Una onda lumínica daría la vuelta al globo en un séptimo
de segundo; veamos ahora si el hombre tiene alguna esperanza de poder llegar a
hacer lo mismo.
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Capítulo 7
Un mundo sin distancias
La idea del traslado instantáneo —«Teletraslación»— es muy antigua, y ya se halla
en muchas religiones orientales. En este momento debe de haber millones de seres
vivos que creen que ya ha sido conseguido por los yogas y sus adeptos, mediante el
dominio
de
la
voluntad.
Cualquiera
que
haya
contemplado
una
buena
representación de «andar sobre el fuego», como yo he hecho12, debe admitir que la
mente posee poderes casi increíbles sobre la materia... pero en este caso particular
permitidme que sea escéptico.
Una de las pruebas mejores de que la teletraslación mental no es posible fue dada,
aunque irónicamente, en una novela que describe una sociedad basada sobre ella.
Las estrellas, mi destino, de Alfred Bester, empieza con la interesante idea de que
un hombre amenazado por una muerte súbita podría, inconscientemente y de
manera involuntaria, teletransportarse a sí mismo a la seguridad. El hecho de que
no existan sucesos reales iguales, pese a los millones de oportunidades previstas
cada año para someter el asunto a prueba, parece un excelente argumento a favor
de su imposibilidad.
Consideremos la teletransportación como una ciencia conocida y previsible, no como
un poder mental hipotético y desconocido. La única manera de abordar el problema
parece ser mediante la electrónica; hemos aprendido a enviar sonidos e imágenes
alrededor del mundo a la velocidad de la luz, entonces ¿por qué no poder hacer lo
mismo con los objetos sólidos... con el hombre?
Es importante comprender que la frase anterior contiene una mala interpretación
del hecho fundamental, aunque dudo que muchas personas se den cuenta. Por
radio, TV u otros medios, nunca hemos enviado sonidos e imágenes a parte alguna.
Todo ello continúa en su lugar de origen donde, al cabo de una fracción de segundo,
perece. Lo que enviamos es información —una descripción o plano que producimos
en forma de ondas eléctricas— de las vistas y sonidos originales que vuelven a ser
creados.
12
Ver Capítulo 17
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En el caso del sonido, el problema es relativamente sencillo y puede ya considerarse
como resuelto, ya que con equipos de verdad buenos es imposible distinguir la copia
del original. La tarea es simple (con mis excusas para las varias generaciones de
científicos e ingenieros de sonido que se han quebrado los cascos en el asunto)
porque el sonido es unidimensional. Es decir, cualquier sonido —no importa cuán
complejo sea— puede representarse como una cantidad que en todo instante posee
un solo valor.
Resulta, cuando se piensa en ello, por completo extraordinario que los poemas
sinfónicos orquestales de Wagner o Berlioz puedan estar contenidos en una sola
línea circular que surca un disco de plástico. Pero ésta es la verdad, si las líneas
están lo bastante detalladas y surcadas. Como el oído humano no puede percibir
sonidos de frecuencias que pasen de las 20.000 vibraciones por segundo, esto
sienta un límite a la cantidad de detalles que un canal de sonidos necesita trasladar,
o la banda de sonido, para usar el término apropiado.
Respecto a la visión, la situación es mucho más complicada porque tenemos que
operar con un modelo bidimensional de luz y sombras. Allí donde por un solo
instante un sonido puede poseer no más que un nivel de volumen, una escena
posee miles de variaciones de brillantez. Y todo ello tiene que ser trasladado si
queremos transmitir una imagen.
Los ingenieros de televisión solucionaron el problema no operando con el conjunto,
sino con fragmentos del cuadro total. En la cámara de TV una escena es
diseccionada en un cuarto de millón de elementos pictóricos, de igual forma que una
fotografía es grabada para su reproducción en el periódico. En efecto, lo que la
cámara hace es presentar una vista increíblemente rápida o muestra de los valores
lumínicos sobre la escena, y reportarlos al extremo receptor del equipo, que actúa
sobre la información y reproduce los correspondientes valores de luz sobre la
pantalla del tubo de rayos catódicos. En un instante dado, un sistema de TV
transmite la imagen de un solo punto, pero como un cuarto de millón de tales
imágenes se fijan sobre la pantalla en la fracción de un segundo, nos da la ilusión
de una imagen completa. Y como todo el proceso se repite treinta veces por
segundo (veinticinco en los países con canales de 50 ciclos) el cuadro aparece
continuo y en movimiento.
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En un solo segundo, por lo tanto, tiene que pasar a través de un canal de TV una
cantidad casi astronómica de información sobre luz y sombra. Treinta veces un
cuarto de millón significa 7.500.000 señales separadas por segundo; en la práctica,
una banda de 4.000.000 de ciclos por segundo proporciona el adecuado pero
escasamente brillante promedio de definición procurado por nuestros televisores
domésticos. Si alguien opina que son buenos, que compare sus detalles algún día
con una fotografía de excelente calidad e igual tamaño que su pantalla.
Vayamos ahora al encuentro de algunos sueños quiméricos técnicos, siguiendo los
pasos de los grandes autores de ciencia-ficción. (Quizá sea mejor empezar por
Conan Doyle; consultar una de sus menos conocidas historias del profesor
Challenger, La máquina de desintegrar, publicada en los años 20.) Imaginemos un
ingenio de superrayos X que pudiese atravesar un objeto sólido, átomo por átomo,
como una cámara de TV recoge una escena en el estudio. Produciría una sucesión
de impulsos eléctricos ajustados al efecto; aquí habría un átomo de carbono; una
billonésima de centímetro más a la derecha no habría nada; otra billonésima un
poco más allá habría un átomo de oxígeno, y así siguiendo, hasta que todo el objeto
hubiera sido descrito completa y explícitamente. Aceptando la posibilidad de tal
maquinaria, no parecería mucho más difícil invertir el proceso y construir, gracias a
la información transmitida, un duplicado del original, idéntico en todo a éste. A tal
sistema podríamos llamarle «transmisor de materia», aunque el término induciría a
error. No transmitiría más materia que una estación de TV transmite luz;
transmitiría la información gracias a la cual una disponible cantidad de materia
desorganizada en el receptor podría ser dispuesta en la forma deseada. En efecto,
el resultado podría ser un instantáneo traslado o, al menos, un traslado a la
velocidad de las ondas de radio, que pueden rodear el mundo en un séptimo de
segundo.
Sin embargo, las dificultades prácticas son tan gigantescas, que, tan pronto como la
idea queda expuesta, parece absurda. No hay más que comparar las dos entidades
involucradas en ello; existe un universo de diferencia entre una imagen lisa de
definición más pobre, y un cuerpo sólido con su infinita complejidad de detalle
microscópico átomo por átomo. ¿Pueden las palabras o la descripción salvar el
abismo entre la fotografía de un hombre... y el hombre en persona? Para indicar la
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naturaleza del problema, supongamos que se nos ha pedido hacer un duplicado
exacto de la ciudad de Nueva York, con cada ladrillo, panel de vidrio, acera,
cerradura,
conducto del gas,
canal de agua
y
cable
eléctrico.
Lo último
especialmente, ya que no sólo la réplica de la ciudad tendría que ser perfecta en
todos sus detalles físicos, sino que sus circuitos multitudinarios de fuerza y telefonía
tendrían que tener exactamente las mismas corrientes como si fueran los originales
en el momento de la reproducción.
Como es obvio, se necesitaría un ejército de arquitectos e ingenieros para compilar
la necesaria descripción de la ciudad, para conseguir el proceso de medición, si
hablamos en términos de televisión. Y al terminar, la ciudad habría experimentado
ya tantos cambios que el trabajo tendría que volverse a empezar; en efecto, jamás
podría quedar completado.
Sin embargo, un ser humano no es menos de un millón, y quizás un billón de veces
más complejo que un simple amontonamiento de piedras y personas como es
Nueva York.
(Por el momento preferimos ignorar la diferencia que existe entre una criatura
viviente y un objeto inanimado.) Por lo tanto, podemos dar por sentado que el
proceso de copia tardaría largo tiempo. Si se tardara un año en medir Nueva York —
tiempo altamente optimista— efectuar el mismo proceso con un ser humano quizá
requeriría más tiempo del que se necesita para que las estrellas fenezcan. Y pasar la
información resultante a través de los canales de comunicación posiblemente
costaría más tiempo aún.
Podemos darnos cuenta de esto con sólo dar un vistazo a las cifras que comporta.
En un cuerpo humano, muy aproximadamente hay unos 5 x 1027 átomos,
comparados con los 250.000 elementos pictóricos de una imagen de TV. Un canal
de TV tarda un treintavo de segundo para fijarse en la pantalla; la simple aritmética
nos muestra que un canal de la misma capacidad tardaría 2 x 1012, ó
20.000.000.000.000 de años transmitir la «imagen material» de un sitio a otro.
Creo que es más rápido ir andando.
Aunque el análisis anterior es angelicalmente ingenuo (cualquier ingeniero de
comunicaciones puede pensar en diversos modos de restarle cinco o seis ceros a
esta cifra), indica la magnitud del problema, y la imposibilidad de solucionarlo con
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las actuales técnicas imaginables. Ello no demuestra que jamás logre hacerse, sino
sólo que se halla fuera del alcance de la ciencia moderna. Para nosotros el intentarlo
sería como si Leonardo da Vinci hubiera tratado de construir un sistema de
televisión puramente mecánico (o sea, no eléctrico).
Esta analogía es tan exacta que vale la pena desarrollarla un poco más. ¿Cómo
habría encarado Leonardo el problema de enviar una exacta definición (250.000
elementos pictóricos) de una imagen de un punto a otro?
Nos sorprenderemos al descubrir que podía haberlo hecho, aunque ello habría
constituido un inútil «tour-de-force». Así es como hubiera procedido:
Una gran lente habría proyectado la imagen a transmitir dentro de una habitación
oscura, sobre una pantalla blanca. (La cámara oscura, que hace esto precisamente,
le era ya familiar a Leonardo, quien la describió en sus cuadernos de notas.)
Sobre el cuadro habría colocado una criba o cedazo rectangular, con quinientos
filamentos por lado, de forma que la imagen estuviera dividida en 250.000
elementos separados. Cada hilo iría numerado, para que cada par de coordenadas
de tres cifras, como 123:456, identificase cada punto del campo.
Entonces hubiera sido necesario que un individuo de ojos muy agudos hubiese
examinado el cuadro elemento por elemento y dijera «sí» o «no» según que cada
elemento estuviese o no iluminado. (Si nos imaginamos recorrer una foto de
periódico con una lente de aumento, tendremos una buena idea del procedimiento.)
Si «0» significaba oscuridad y «1», luz, todo el cuadro hubiese podido describirse,
dentro de estos límites de definición, por una serie de números de siete cifras.
«1:111:111» significaría que el elemento del extremo superior izquierdo estaba
iluminado; «0:500:500», que el último del fondo derecha estaba a oscuras.
Ahora Leonardo se enfrentaría con el problema de transmitir esta serie de 250.000
números de siete cifras a un punto distante. Esto podría lograrse de varios modos:
semáforos, haces de luz, etc. En el extremo receptor, la imagen podría ser
sintetizada colocando puntos negros en los lugares apropiados sobre un cedazo
blando de 500 x 500, o teniendo un cuarto de millón de pequeños porticones que
fuesen abiertos y cerrados frente a una sábana blanca, o por otra docena de
medios.
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Y ¿cuánto tiempo se tardaría en todo esto? Lo peor sería probablemente el
semáforo; Leonardo sería feliz pudiendo enviar un dígito por segundo, y tendría que
batallar con 1.750.000. Por lo tanto, ello le costaría veinte días, sin mencionar una
fantástica cantidad de esfuerzo y mal de ojos, para transmitir esta sola imagen.
Leonardo habría podido acortar el tiempo, a costa de una complicación mecánica,
teniendo un número de hombres trabajando en paralelo, si bien pronto se vería
obligado a disminuir las transmisiones. Veinte operadores, escudriñando todos la
imagen y enviando su información sobre semáforos separados, ciertamente se
cruzarían unos en el camino de otros; e incluso así, en menos de un día no podrían
completar su tarea. Que esto pudiera ser logrado en una treintésima de segundo le
habría parecido a Leonardo, tal vez el hombre de mayor visión de todos los siglos,
una absoluta e incuestionable imposibilidad. Sin embargo, quinientos años después
de su nacimiento, gracias a la electrónica, es una cosa que ocurre en la mayoría de
los hogares de todo el mundo civilizado.
Es posible que existan técnicas que sobrepasen la electrónica como ésta sobrepasa
la lenta maquinaría de la Edad Media; dentro de los ámbitos de tales técnicas,
incluso la disección, transmisión y reconstrucción de un objeto tan complejo como
un ser humano puede llegar a ser posible..., y en un período de tiempo
razonablemente corto, digamos en asunto de pocos minutos. Claro que esto no
significa que estemos capacitados para enviar a un hombre vivo, con sus
pensamientos, recuerdos y su sentido inequívoco de la identidad, por el equivalente
de un circuito de radio. Un hombre es más que la suma de sus átomos; al menos
esto, además de la inimaginable cantidad de estados de energía y configuraciones
especiales en que dichos átomos actúan en un momento dado del tiempo. Los
modernos físicos (sobre todo Heisenberg con su Principio de la Incertidumbre)
mantienen que es fundamentalmente, imposible medir con absoluta seguridad todos
estos estados y configuraciones y que, en efecto, la creación exacta carece de
sentido. Igual que una copia al carbón, el duplicado tendría alguna borrosidad,
debido a la naturaleza de las cosas. La borrosidad podría ser tan nimia que no
importase (como el ruidito en una grabación de alta fidelidad), o podría ser tan fatal
que toda la copia quedase irreconocible, como una plancha de imprenta demasiado
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rayada. Tomen nota los productores de películas de miedo: ocurrirán, tal vez, cosas
peores que La mosca.
No me excuso por el planteo puramente mecánico de este análisis; ya tenemos
bastantes problemas técnicos para tener que preocuparnos ahora del alma y del
espíritu. Se nos puede argüir que aunque lográsemos reproducir un hombre hasta
en sus menores átomos, el resultado no sería un ser vivo, o si lo era, no el ser que
nosotros animaríamos. Sin embargo, tal reproducción tendría un mínimum de
exigencias; sin duda tendríamos que hacer mucho más, pero ciertamente
deberíamos hacer esto.
Sin embargo, éste es un punto filosófico que no puedo ignorar y que sin duda ya se
le ha ocurrido al lector. Si este tipo de traslado fuese posible después de todo,
tendría algunas consecuencias como para poner los pelos de punta.
Una materia transmisora no es «sólo» un transmisor; potencialmente es un
multiplicador, que podría dar un número indefinido de copias indistinguibles del
original. Existirían tantas copias como televisores; o quizá la «señal» pudiera ser
grabada y pasada una y otra vez en el mismo receptor. A este respecto, es
interesante señalar que el coste de las materias primas de un cuerpo humano es de
un par de dólares...
Un día todos los procesos de manufacturación se basarán en esta idea, que es en
verdad práctica con objetos sencillos e inanimados, e incluso con materiales más
complejos aunque no vivos. No ponemos ninguna objeción a millares de idénticos
ceniceros, tazas de té o automóviles; pero la sociedad caería en una confusión de
pesadilla al verse confrontada con centenares de hombres asegurando cada uno —
con toda verdad— ser la misma persona. Incluso dos o tres réplicas de un hombre
de Estado «clave» podrían originar un caos, y las posibilidades de cometer un
crimen, una intriga o una guerra son tan asombrosas que, sin duda, se ve que
resultaría un invento mucho más mortal que el de la bomba atómica. Pero el hecho
de que algo sea horrible no lo torna imposible, como descubrieron los habitantes de
Hiroshima. Esperemos que un transmisor-duplicador de materia que pueda
transmitir seres humanos quede sin llegar a su consecución, pero sospecho que
algún día tendremos que enfrentarnos con los problemas que planteará.
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También sospecho que la fuerza bruta, la solución tipo televisión, insinuado con
justicia, no sería el mejor medio para lograr el traslado instantáneo; la verdadera
respuesta (si es que hay una) puede ser mucho más sutil. Y puede estar relacionada
con la misma naturaleza del Espacio.
El Espacio, como alguien observó con gran agudeza, es lo que impide que todo esté
en el mismo sitio. Pero supongamos que deseamos que dos cosas estén en el
mismo lugar ¿o, mejor aún, que dos lugares estén en el mismo lugar?
La idea de que el Espacio es fijo, invariable y absoluto, ha sido muy rebatida
durante los últimos cincuenta años, gracias en particular a Einstein. Pero incluso
antes de que la Teoría de la Relatividad nos hiciese mirar de otro modo las ideas
que siempre nos habían parecido de sentido común, el concepto del espacio clásico,
o de Euclides, ya había sido discutido por cierto número de filósofos y matemáticos.
(Especialmente Nikolai Ivanovich Lobachevski, 1793-1856, cuyo indignado fantasma
está ahora esperando sostener unas cuantas palabras con Tom Lehrer.)
Hay, al menos, dos formas de que el espacio posea propiedades más complejas de
las descritas en geometría, que la mayoría de nosotros recuerda con mucha
vaguedad de los días de la escuela. Puede que ello desobedezca los principios más
fundamentales de Euclides; y puede que existan más de tres dimensiones.
Modernos geómetras han apuntado la idea de posibilidades aún más aterradoras,
siendo su lema: «Si puede ser visualizado, no es geométrico»..., pero nosotros
podemos, por fortuna, descartarlos.
La cuarta dimensión ha estado pasada de moda durante cierto tiempo; fue muy
popular al doblar el siglo, y tal vez volverá a estar de moda algún día. No hay nada
particularmente difícil en la idea de que podría haber algo muy «superior» al cubo,
como el cubo lo es con respecto al cuadrado, y es muy fácil deducir las propiedades
de figuras de cuatro o de ene dimensiones, por analogía con las de menos; esto es
lo que se verá en el capítulo 14.
Aunque deseo (francamente, lo deseo) estar en la línea correcta en este asunto, no
creo que el espacio multidimensional de Euclides permita la posibilidad de
interrupciones entre puntos de nuestro familiar mundo de tres dimensiones. Dos
puntos con una cierta separación en un espacio-3 seguirían teniendo, al menos,
esta misma separación en un espacio de orden superior. Si, pese a ello, imaginamos
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que el espacio puede estar inclinado o ser curvo, de forma que el axioma de
Euclides no tenga ya aplicación, entonces se ofrecen interesantes posibilidades.
Una vez más, éstas sólo pueden ser apreciadas por analogía. Pensemos en esta
familiar pero misteriosa figura, la cinta Mobius, formada encolando los dos extremos
de una tira de papel después de haberle dado media vuelta. Como es bien sabido, el
resultado es una «superficie de una sola cara», hecho que puede comprobarse
fácilmente haciendo correr los dedos por encima. (Ahora le sugiero al lector que
haga una cinta de Mobius, en lo que no tardará más que treinta segundos, y vale el
esfuerzo.)
Sostenga la cinta entre el pulgar y el índice. Con un lápiz trace una línea continua
desde su pulgar a su índice, rodeando una vez la cinta. (¿O es sólo la mitad del
circuito? Pero esto es otra historia.) Si el lector fuese un «Flatlander», sólo capaz de
volar sobre la superficie de la tira, ésta podría ser una distancia muy considerable.
Por otra parte, si el lector pudiera moverse a través de la espesura del papel —la
línea directa entre el pulgar y el índice— la distancia sería muy corta. En vez de diez
pulgadas, sería unas cuantas milésimas de centímetro.
Este sencillo experimento sugiere algunas posibilidades muy complejas. Pueden
imaginarse tipos de espacio en los cuales dos puntos, A y B, pudieran recorrer una
gran distancia en una dirección, apartándose, y hallarse muy juntos en otra.
Aunque imaginemos esta situación, no quiere decir que sea físicamente hacedera, o
que hay «agujeros en el espacio» a través de los cuales podemos ver interrupciones
del Universo. Creemos, sin embargo, que la geometría del espacio es variable,
hecho que les había parecido absurdo a todos los matemáticos que han vivido dos
mil años a la sombra del gran Euclides.
El espacio puede ser alterado por la presencia de campos de gravitación..., aunque
esto sea lo mismo que poner el carro delante del caballo; los campos de gravitación,
así llamados, son el resultado, y no la causa, de las curvaturas en el espacio.
Un día, quizá, conseguiremos el control de campos o fuerzas que nos permitirán
alterar la estructura del espacio de manera útil, posiblemente atándolo en nudos
con propiedades aún más notables que las de la cinta de Mobius. La antigua idea de
ciencia-ficción del «espacio-mar» puede no ser pura fantasía; un día puede formar
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parte normal de nuestras vidas, capacitándonos para ir de uno a otro continente (¿o
de un mundo a otro?), con tanta facilidad como de una estancia a la otra.
O la respuesta puede llegar en forma por completo nueva e inesperada, como tan a
menudo ha ocurrido en el pasado. Debemos presumir que la velocidad de traslado
continuará aumentando hasta los límites de las posibilidades técnicas, y en la
actualidad, no estamos en situación de decidir dónde terminan dichos límites. Las
señales pueden viajar a la velocidad de la luz, y los objetos materiales no muy lejos
de ella. Algún día podremos nosotros hacer lo mismo.
Hay, sin embargo, una circunstancia que puede combatir el establecimiento de un
transporte global virtualmente instantáneo. A medida que las comunicaciones
mejoren hasta que todos los sentidos —no sólo la vista y el oído— puedan ser
proyectados a cualquier lugar de la Tierra, los hombres tendrán cada vez menos
incentivos para viajar. Esta situación ya fue tratada hace más de treinta años por E.
M. Forster en su famoso cuento corto, La máquina de parar, en el que pintó a
nuestros remotos descendientes viviendo en celdas solitarias, sin dejarlas casi
nunca, pero pudiendo establecer rápido contacto por TV con otro lugar cualquiera
de la Tierra, u otro cualquier individuo, estuviera donde fuere.
Durante su existencia, Forster previo una TV mucho más allá de lo que podía ser
imaginado hace treinta años, y su visión del futuro puede estar, en sus líneas
esenciales, no muy lejos de la verdad. La telecomunicación y el transporte son
fuerzas opuestas, que nunca han podido equilibrarse. Si ganase la primera, el
mundo de la historia de Forster sería el resultado.
Por otra parte, un invento en el transporte como el que llevaría consigo a las
comunicaciones la mejora de la electrónica, conduciría a un mundo de movilidad sin
límites ni esfuerzos. Viajar sería poder vencer todas las barreras que han separado
al hombre del hombre, a un país de otro país. La transformación que el teléfono ha
llevado a la vida social y comercial no sería nada comparada con la que el
«teletransportador» introduciría en nuestra civilización. Para dar en pocas palabras
una idea de esta posibilidad que revolucionaría (si no abolía) la mayor parte del
comercio y la industria, imaginemos lo que sucedería si pudiéramos transmitir
materias primas o productos manufacturados instantáneamente alrededor de la faz
del planeta. Esto sería billones de veces menos difícil, técnicamente, que transmitir
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entidades tan frágiles y complejas como seres humanos, y casi no dudo que será
conseguido dentro de pocos siglos.
A través de todas las edades, el hombre ha luchado contra dos grandes enemigos:
el Tiempo y el Espacio. Nunca ha conseguido conquistar por completo el primero, y
la inmensidad del Espacio puede también derrotarle cuando se aventure a más de
unos cuantos años-luz del Sol. Sin embargo, al menos en nuestra pequeña Tierra,
algún día podrá proclamar su victoria final.
No sé cómo se logrará, y tal vez cuanto acabo de escribir sirva sólo para que el
lector se convenza de su impracticabilidad. Pero creo que llegará un día en que
podremos movernos de Polo a Polo en el espacio de tiempo de un latido.
Será una de las bromas de la historia si, cuando alcancemos esta fuerza, ya no nos
interesa utilizarla.
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Capítulo 8
Cohete al renacimiento
La civilización europea, hace cuatro siglos y medio, empezó a penetrar hacia lo
ignoto, en una lenta pero irresistible explosión impulsada por las energías del
Renacimiento. Después de miles de años de vegetar cabe el Mediterráneo, el
hombre occidental había descubierto una nueva frontera más allá del mar. Sabemos
cuál fue el día exacto en que la descubrió..., y el día en que la perdió. La frontera
americana se abrió el 12 de octubre de 1492; se clausuró el 10 de mayo de 1869,
cuando se puso el último tornillo en el ferrocarril transcontinental.
En toda la larga historia del hombre, la nuestra es la primera época sin nuevas
fronteras en tierra ni en mar, y muchos de nuestros problemas provienen de tal
hecho. Es cierto que, incluso ahora, existen vastas zonas de la Tierra inexploradas y
otras sin explorar, si bien el ocuparse de ellas no sería más que una especie de
operación de barrido. Aunque los océanos nos tendrán ocupados durante varios
siglos, la última parte ya empezó para ellos cuando el batiscafo Trieste descendió a
la máxima profundidad abisal de las Marianas13.
No hay ya continentes que descubrir; si tendemos la vista por todo el horizonte, en
cualquier parte hallaremos a alguien esperando para verificar nuestros pasaportes y
nuestros certificados de vacunación...
Esta pérdida de lo desconocido ha sido un golpe muy amargo para todos los
románticos y aventureros. Según las palabras de Walter Prescott Webb, el
historiador del Sudoeste de América:
«El final de una época siempre está lleno de tristeza... La gente echará de menos la
frontera más de lo que pueden expresar las palabras. Durante siglos escucharon su
llamada, sus promesas, y apostaron sus vidas y fortunas sobre sus ingresos. Ya no
hay ninguna llamada…»
El lamento del profesor Webb, me satisface decirlo, se anticipa en unos millones de
años. Incluso mientras lo estaba redactando en el pequeño estado de Tejas, ni a mil
millas a su oeste los rastros de vapor sobre White Sands estaban apuntando hacia
13
10.916 metros, el 23 de enero de 1960. Actual récord absoluto. — (Nota del Editor)
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una frontera inimaginablemente más extensa que cualquier otra de las que haya
conocido el mundo: la frontera del Espacio.
El camino a las estrellas no ha sido descubierto demasiado pronto. La civilización no
puede existir sin nuevas fronteras; las necesita tanto física como espiritualmente.
La necesidad física es obvia: nuevas tierras, nuevos recursos, nuevos materiales. La
necesidad espiritual es menos aparente, pero a la larga más importante. No sólo
vivimos de pan; necesitamos la aventura, la variedad, la novedad, el romance. Tal
como los psicólogos han demostrado con sus experimentos sobre la falta de
sentidos, un hombre puede volverse rápidamente loco si se halla por completo
aislado en una habitación obscura y silenciosa, sin ningún lazo con el mundo
exterior. Lo que es cierto para los individuos también lo es para las sociedades;
pueden volverse locas sin el debido estímulo.
Quizá parezca excesivamente optimista proclamar que la próxima salida del hombre
de la Tierra, y el atravesar el espacio interplanetario, traerá consigo un nuevo
Renacimiento y comportará un nuevo molde en el que pueda inspirarse nuestra
sociedad y nuestro arte. Y sin embargo es esto lo que me propongo hacer; primero,
no obstante, es necesario destruir algunos conceptos equivocados.
La frontera del espacio es infinita, más allá de toda posibilidad de agotamiento;
pero la oportunidad y el desafío que presenta son por completo distintos de los que
hemos hallado hasta ahora. Todas las lunas y planetas de este Sistema Solar son
lugares desconocidos, hostiles, que jamás podrán albergar más que a unos pocos
miles de habitantes humanos, que tendrán que elegir sus moradores, al menos con
tanto cuidado como la población de Los Alamos. La época de la colonización en
masa se ha terminado para siempre. El Espacio tiene sitio para muchas cosas, pero
no para «nuestras agotadas, nuestras empobrecidas, nuestras desbaratadas masas
que ansían respirar con libertad...». Una estatua de la Libertad sobre el suelo
marciano deberá llevar en su base la inscripción:
«Dame tus físicos nucleares, tus ingenieros químicos, tus biólogos y tus
matemáticos.»
Los inmigrantes del siglo XXI tendrán en común mucho más con los del siglo XVII
que con los del XIX. Y es bueno recordar que el Mayflower iba lleno por completo de
gente adecuada para la conquista de América del Norte.
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La idea expresada tan a menudo de que los planetas pueden solucionar el
incremento
excesivo
de
nuestras
poblaciones
es
completamente
falsa.
La
humanidad va aumentando a razón de unas 100.000 unidades diarias, y no existe
ningún lugar del espacio que con tanta rapidez pueda albergar dicha cifra.
Con las actuales técnicas, los presupuestos combinados de los ejércitos de todas las
naciones podrían ser suficientes para enviar cada día diez hombres a la Luna.
Pero aun cuando el transporte espacial fuese mucho más barato, en lugar de ser
fabulosamente caro, de poca ayuda serviría, ya que no existe un solo planeta en el
que el nombre pueda vivir y trabajar sin una complicada ayuda mecánica. En todos
ellos necesitaremos una gran cantidad de trajes espaciales, fábricas de aire
sintético, cúpulas a presión, granjas hidropónicas por completo cerradas. Un día,
nuestras colonias de la Luna y de Marte podrán vivir por sí solas, pero si lo que
estamos haciendo es tratar de resolver el problema de nuestra habitación, nos
resultará mucho más barato ir a buscarla al Antártico... o, incluso, al fondo del
Océano Atlántico.
No; la batalla por la población debemos librarla aquí, en la Tierra, y cuanto más
tardemos
en
hacerle cara
al inevitable conflicto,
más horribles
serán
los
instrumentos que necesitaremos emplear para conseguir la victoria. (El aborto y el
infanticidio, las legislaciones antiheterosexuales —con sus reversos— pueden no ser
más que medidas blandas.) Pero aunque los planetas no puedan salvarnos, es éste
un asunto en el que la lógica no cuenta para nada. El peso del número en aumento
—la agobiante sensación de presión como ocurre con las paredes de los
hormigueros atestados, cada vez más estrechos— ayudará a llevar el poder del
hombre al espacio, aunque sólo pueda ir allí una millonésima parte de la
humanidad.
Quizá la batalla aquí, en el planeta, ya se haya perdido. Como Sir George Darwin
sugirió en su deprimente librito, El próximo millón de años, la nuestra puede ser
una Edad Dorada comparada con las interminables vistas de hambre y miseria que
deberán seguir cuando los hombres del futuro peleen contra la falta de recursos de
la Tierra. Si esto es cierto, es vital que intentemos establecer colonias que se
sustenten por sí mismas en los planetas. Allí tendrán la oportunidad de sobrevivir,
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preservando nuestra cultura, aun cuando la civilización se pierda por completo en la
tierra madre.
Aunque los planetas no puedan proporcionar alivio físico a la congestionada y
empobrecida Tierra, su contribución intelectual y emocional puede ser enorme. Los
descubrimientos de las primeras expediciones, los apuros de los pioneros para
establecerse en otros mundos..., todo esto inspirará un sentimiento de propósitos y
consecuciones entre los hombres que se queden en la Tierra. Comprenderán,
cuando observen sus pantallas de TV, que la Historia, con H mayúscula, está
empezando de nuevo. El sentido de lo maravilloso, que casi hemos perdido, volverá
a vivir, y con él el espíritu de la aventura.
Es difícil subestimar la importancia de esto, aunque es fácil hacer broma con ello
hablando cínicamente del «escapismo». Sólo unas cuantas personas pueden ser
pioneros o descubridores, pero todo aquel que vive, aunque sea en malas
condiciones, siente la necesidad de la aventura y la excitación. Si hacen falta
pruebas, no hay más que mirar las innumerables películas de cowboys que corren
por el mundo. El mito de un Oeste que jamás existió ha sido creado para llenar el
vacío de nuestras modernas existencias, y lo llena bastante bien. Antes o después,
no obstante, nos cansaremos de los mitos (ya hace mucho que algunos se han
cansado de éste) y entonces habrá llegado el momento de ir en busca de nuevos
territorios. Existe un simbolismo estremecedor en el hecho de que los cohetes
gigantes ahora se hallen al borde del Pacífico, en el mismo lugar donde hace algo
más de un siglo sólo estuvieron los carromatos de los colonizadores del Oeste
legendario.
En realidad, se halla ya a la vista una lenta pero profunda reorientación de nuestra
cultura, a medida que las ideas de los hombres se van polarizando hacia el espacio.
Incluso antes de que el primer ser viviente dejara la atmósfera de la Tierra, el
proceso había dado principio en la zona de más influencia: la juguetería. Los
juguetes del Espacio hace ya años que son muy corrientes; lo mismo ocurre con las
películas e historietas de dibujos y los chistes «lléveme a su jefe» que habrían sido
incomprensibles hace sólo una década. El creciente interés por el Universo ha
contribuido también, por desdicha, a nuestra psicopatología. Podría establecerse un
paralelo fascinante entre el culto de los Platillos Volantes y la manía por la brujería
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del siglo XVII. Las mentalidades son las mismas, y esta idea se la ofrezco desde
aquí a cualquier profesor en busca de una tesis 1414.
A medida que tenga lugar la exploración del Sistema Solar, la sociedad humana
irá adquiriendo nuevas ideas, con los descubrimientos y las experiencias de los
astronautas. Naturalmente, aquéllas obrarán los mayores efectos sobre los hombres
y mujeres que salgan al espacio para establecer bases temporales o colonias
provechoso especular acerca de las sociedades que pueden desarrollarse, dentro de
cien o mil años, en la Luna, Marte, Venus, Titán y los otros cuerpos sólidos, de más
tamaño, del Sistema Solar (podemos dejar de mencionar a Júpiter, Saturno, Urano
y Neptuno, que carecen de superficies estables). La consecuencia de nuestras
aventuras espaciales debe aguardar el veredicto de la historia; ciertamente,
nosotros atestiguaremos, en una medida que su autor jamás imaginó, la prueba de
las leyes de Desafío y Respuesta, de Toynbee. En su texto, estas frases del
abreviado Estudio de la Historia son dignas de reflexión:
«Las civilizaciones afiliadas... causan sus manifestaciones más sorprendentes en
lugares fuera del ámbito ocupado por la civilización «paterna». La superioridad de la
respuesta evocada por nuevas tierras está más asombrosamente ilustrada cuando
la nueva tierra ha tenido que ser alcanzada por un paso marítimo... La gente que
ocupa posiciones en la frontera, expuesta a los ataques constantes, consigue un
desarrollo
más
brillante
que
sus
vecinos
instalados
en
posiciones
más
resguardadas.»
Cambiemos «mar» por «espacio» y la analogía es completa; en cuanto a los
«ataques constantes», la Naturaleza los proporcionará más completos y furiosos
que los desencadenados por adversarios humanos. Ellsworth Huntington ha
resumido la misma idea en una frase memorable, señalando que la marcha de la
civilización ha sido «enfriada y barrida». Ha llegado el momento en que debemos
usar nuestra destreza y resolución contra climas y paisajes más hostiles que los que
la Tierra puede mostrar.
Como tan a menudo ha ocurrido en el pasado, el reto puede llegar a ser demasiado
grande. Podemos establecer colonias en los planetas, pero éstas pueden ser
incapaces de mantenerse por sí solas a más de un marginal nivel de existencia, sin
14
No obstante, los «Platillos Volantes», científicamente conocidos por «Fenómeno Arnold», son objeto de estudio
por una minoría de eminentes científicos. (N. del E.)
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energías para contribuir a ningún logro cultural. La historia posee un paralelismo tan
sorprendente como ominoso, ya que hace mucho tiempo los polinesios consiguieron
un «tour de forcé» técnico que muy bien podría compararse con la conquista del
espacio. «Al establecer un tráfico marítimo regular a través del mayor de los
océanos —escribe Toynbee— consiguieron establecerse en los picos de tierra firme
que se hallan esparcidos por el Pacífico casi tan separados como lo están las
estrellas en el espacio.» Pero el esfuerzo les derrotó al final, y volvieron a su vida
primitiva. Jamás nos habríamos enterado de su asombroso logro en las islas
orientales de no haber quedado un monumento que nos lo dijese. Puede haber
muchas Islas Orientales del espacio en los próximos años, planetas abandonados no
con monolitos, sino con restos igualmente enigmáticos de otras técnicas derrotadas.
Sea cual fuere el eventual resultado de nuestra exploración del espacio, podemos
estar razonablemente seguros de algunos beneficios inmediatos, y estoy ignorando
a conciencia provechos «prácticos» tales como las ganancias de multi-billones de
dólares en la predicción del tiempo y las comunicaciones, que pueden poner el viaje
espacial sobre una base de pago. La creación de la riqueza no debe ser, por cierto,
despreciada, pero a largo plazo las únicas actividades humanas que tienen valor son
la búsqueda del conocimiento y la creación de la belleza. Esto se halla más allá de
toda argumentación; el único punto a debatir es qué vendrá antes.
Sólo una pequeña parte de la humanidad se emocionará al descubrir la densidad
electrónica alrededor de la Luna, la composición exacta de la atmósfera de Júpiter,
o la potencia del campo magnético de Mercurio. Aunque un día la existencia de
todas las naciones pueda venir determinada por tales factores, y otros aún más
esotéricos, hay asuntos y problemas que conciernen a la mente y no al corazón. Las
civilizaciones son respetadas por sus logros intelectuales; son amadas —o
despreciadas— por sus obras de arte. ¿Quién puede adivinar en la actualidad qué
arte saldrá del Espacio?
Consideremos primero la literatura, ya que la trayectoria de toda civilización queda
trazada con más seguridad por sus escritores. Citemos de nuevo al profesor Webb,
según su obra La gran frontera:
«Hallamos que, en general, la Edad Dorada de cada nación coincide más o menos
con la supremacía de la nación en la actividad fronteriza... Parece que cuando el
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estallido de la frontera está a flor de suelo en cualquier país, el genio literario de la
nación se libera…»
El escritor, por más que quiera, no puede escapar a la influencia de sus paisajes.
(Si Lewis Carrol viviera hoy día, nos habría dado Lolita en vez de Alicia.) Cuando la
frontera está abierta tenemos a Homero y a Shakespeare, o, para escoger ejemplos
menos olímpicos y más próximos a nuestra era, a Melville, Whitman y Mark Twain.
Cuando está cerrada, ha llegado la época de Tennessee Williams y los Beatniks..., y
de Proust, cuyo horizonte era una estancia de corchos alineados.
Es demasiado ingenuo imaginar que la astronáutica restaurará la épica y la leyenda
en formas parecidas al original; los vuelos espaciales se hallarán demasiado bien
documentados, y el nuevo Homero tendrá la enorme ventaja de tener en su
posesión casi todos los hechos. Pero con toda seguridad, los descubrimientos y las
aventuras, los triunfos y las inevitables tragedias que deberán acompañar el camino
del hombre hacia las estrellas, un día inspirarán una nueva literatura heroica y
proporcionará los equivalentes al Vellocino de Oro, Los Viajes de Gulliver, Moby
Dick, Robinson Crusoe o El Antiguo Marino.
El hecho de que la conquista del aire no haya hecho nada parecido no debe
confundirnos. Es verdad que la literatura del vuelo es muy limitada (Lindbergh y
Saint-Exupéry son los únicos ejemplos que acuden a mi mente), pero la razón es
obvia. El aviador pasa sólo unas horas en su elemento, y viaja a lugares que son ya
conocidos. (En los pocos casos que vuela sobre territorios inexplorados raramente
puede aterrizar en ellos.) El viajero espacial, por otra parte, podrá estar en camino
semanas, meses y años, hacia regiones que ningún hombre habrá visto jamás,
excepto a través del telescopio. El vuelo espacial tiene, por lo tanto, muy poco en
común con la aviación; en espíritu se halla mucho más cerca de los viajes
oceánicos, que han inspirado gran parte de nuestra mejor literatura.
Es quizá demasiado pronto para especular sobre el impacto de los vuelos espaciales
en la música y en las artes visuales. No podemos hacer otra cosa que esperar, y la
espera es necesaria cuando se contempla la serie de telas sobre las que los pintores
contemporáneos expresan con excesiva minuciosidad sus «psiquis». La perspectiva
para la música moderna es algo más favorable; ahora que las máquinas electrónicas
han sido enseñadas a componer, podemos esperar confiadamente que pronto
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algunas de ellas aprenderán a disfrutar de esta música, y así nos ahorrarán tamaña
molestia.
Tal vez estas antiguas formas de arte estén llegando al final de sus vidas, y más allá
de la atmósfera nos aguarden nuevas experiencias que inspiren otras formas de
expresión. Por ejemplo, la débil gravedad o la ingravidez, sin duda, darán origen a
una arquitectura extraña, como propia de otro mundo, frágil y delicada como un
sueño. Y me pregunto cómo será el equivalente de «Swan Lake» (El Lago de los
Cisnes) en Marte, cuando los danzarines no tengan más que un tercio de su peso
terrestre, o en la Luna, donde su peso será únicamente de un sexto.
La ausencia absoluta de gravedad —sensación que ningún ser humano ha
experimentado desde el principio del mundo, aunque sea algo misteriosamente
familiar en sueños
15
—, causará un profundo impacto sobre cierto tipo de actividad
humana. Hará posible toda una constelación de nuevos deportes y juegos,
transformando muchos de los existentes. Esta predicción final podemos formularla
con confianza, aunque con impaciencia; la ingravidad abrirá unos nuevos e
insospechados caminos a la erótica. Y asimismo al tiempo.
Todas nuestras ideas y pautas estéticas se derivan del mundo natural que nos
rodea, pudiendo afirmar que muchas de ellas son peculiares de la Tierra. Ningún
planeta tiene cielos y mares azules, verde hierba, bajas colinas redondeadas por la
erosión, ríos y cascadas, una brillante y solitaria Luna. En ningún lugar del espacio
podremos contemplar las familiares formas de los árboles y las plantas, ni de los
animales que comparten nuestro suelo. En donde haya vida, ésta será tan
desconocida y ajena a nosotros como los seres de pesadilla de las simas abisales de
los océanos, o del imperio de los insectos cuyos horrores nos quedan por lo general
ocultos gracias a su tamaño microscópico (¡recordemos La mosca!). Incluso es
posible que los contornos físicos de los otros planetas sean parajes inhóspitos; es
igualmente posible que nos hagan experimentar nuevos y más universales
conceptos de la belleza, menos limitados por nuestra educación terrestre.
La existencia de vida extraterrestre es, por supuesto, la mayor de las incógnitas que
nos aguardan en los planetas. Casi estamos seguros de que existe cierta forma de
vegetación en Marte; los cambios de color con las estaciones, puestos de evidencia
15
Los astronautas americanos y rusos, a pesar de hallarse ingrávidos, siempre estuvieron sometidos a la influencia
de la Tierra. — (N. del E.)
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recientemente con el espectroscopio, da a ello un alto grado de probabilidad. Como
Marte es un mundo viejo y quizá moribundo, la lucha por la existencia puede
haberle conducido a resultados desastrosos. Será mejor que tengamos sumo
cuidado al aterrizar en él.
Donde hay vegetación puede haber más altas formas de vida; dándole tiempo
suficiente, la Naturaleza explota todas las posibilidades. Marte ha tenido mucho
tiempo, por lo que pueden existir los parásitos del reino vegetal conocidos con el
nombre de animales. Serán animales muy peculiares, ya que carecerán de
pulmones. No hay por qué respirar en una atmósfera prácticamente desprovista de
oxígeno.
Más allá de esto, toda especulación biológica no sólo carece de fundamento sino que
es por completo inútil, pues la verdad la conoceremos dentro de otros diez o veinte
años, y quizá antes. Se acerca el momento en que descubriremos, de una vez para
siempre, si existen los marcianos.
El contacto con una civilización contemporánea y no humana será lo más excitante
que le haya sucedido jamás a la raza humana; las posibilidades para el bien y para
el mal son interminables. Dentro de una década, aproximadamente, algunos de los
temas clásicos de la ciencia-ficción pueden alcanzar el reinado de la política
práctica. Sin embargo, es mucho más probable que si Marte ha producido alguna
vez vida inteligente, no la hallemos ya por la diferencia de edades geológicas. Como
todos los planetas llevan al menos cinco mil millones de años de existencia, la
probabilidad de que en dos de ellos florezcan dos culturas a la vez es
extremadamente pequeña.
Sin embargo, hasta el impacto de una civilización extinguida puede ser arrollador; el
renacimiento europeo fue impulsado por el redescubrimiento de una cultura que
había florecido más de un milenio antes. Cuando nuestros arqueólogos lleguen a
Marte, pueden hallar esperándonos herencias tan grandes como las que les
debemos a Roma y a Grecia. El profesor chino Hu Shih ha observado:
«El contacto con civilizaciones desconocidas acarrea nuevos tipos de valor, con los
que la cultura nativa es reexaminada y revalorizada, y cuyas consecuencias
naturales son la reforma y la regeneración conscientes.»
Hu Shih estaba refiriéndose al renacimiento de la literatura china, hacia 1915.
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Tal vez estas palabras puedan aplicarse al Renacimiento Terrestre, dentro de un
siglo.
Sin embargo, no debemos cifrar grandes esperanzas en Marte ni en los demás
planetas del Sistema Solar. Si existe vida inteligente en cualquier lugar del
Universo, debemos buscarla en los planetas de los otros soles. Están separados de
nosotros por un golfo millones —repito, millones— de veces más grande que el que
nos separa de nuestros más cercanos vecinos, Marte y Venus. Hasta hace pocos
años, incluso los científicos más optimistas juzgaban imposible que pudiera salvarse
ese abismo espantoso, que la luz tarda años en cruzarlo a 670.615.000 millas por
hora16. Pero ahora, gracias a uno de los más extraordinarios e inesperados
descubrimientos en la historia de la técnica, existe la oportunidad de poder entrar
en contacto con la inteligencia exterior al Sistema Solar antes de que descubramos
los más humildes musgos o líquenes de su interior.
Este descubrimiento ha sido la electrónica. Parece posible que la mayor parte de
nuestra exploración del espacio se haga por radio. Podemos ponernos en contacto
con mundos que jamás podremos visitar..., incluso con mundos que hace ya mucho
han dejado de existir. El radiotelescopio, y no el cohete, puede ser el instrumento
que establezca el primer contacto con la inteligencia existente más allá de la Tierra.
Hace sólo una década, la idea habría parecido absurda. Pero ahora poseemos
receptores de tal sensibilidad y antenas de tan enormes tamaños, que podemos
esperar captar señales por radio procedentes de las más cercanas estrellas..., si es
que allí hay alguien para enviarlas. La búsqueda de tales señales empezó en 1960
en el Observatorio Nacional de Radioastronomía de Greenbank, Virginia, y otros
muchos observatorios le seguirán en estos experimentos cuando posean los equipos
necesarios. Tal vez ésta sea la investigación más azarosa en la que los hombres se
hayan nunca embarcado; más pronto o más tarde tendrá éxito.
Desde el trasfondo del ruido cósmico, los estallidos y los gemidos de las estrellas al
estallar y las galaxias al entrar en colisión, algún día se nos filtrará el leve y rítmico
latido que es la voz de la inteligencia. Al principio solamente (¡solamente!)
sabremos que hay otras mentes, aparte de las nuestras, en el Universo; más tarde
aprenderemos a interpretar sus señales. Algunas de ellas, es fácil presumirlo, nos
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300.000 kilómetros por segundo.
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traerán imágenes..., el equivalente al cine telegráfico, o a la televisión. Será muy
fácil deducir el código y reconstruir estas imágenes. Un día, tal vez no muy lejano,
alguna pantalla de rayos catódicos nos mostrará la película de otro mundo.
Quiero repetir que no se trata de una fantasía. En este momento, millones de
dólares convertidos en equipos electrónicos se hallan invertidos en esta búsqueda.
Es posible que no se obtenga ningún éxito hasta que los radioastrónomos no sean
puestos en órbita, en algún lugar donde puedan construir antenas a miles de millas
de distancia, apartándolas del incesante ruido provocado por la Tierra. Puede ser
que tengamos que aguardar diez —o cien— años para los primeros resultados; no
importa. Lo que deseo señalar es que, si bien jamás nos será posible abandonar de
manera física el Sistema Solar, podremos al menos aprender algo respecto a las
civilizaciones que se han desarrollado en torno a las demás estrellas, y aquéllas
podrán saber de nosotros. Tan pronto como detectemos mensajes del espacio,
intentaremos contestarlos.
En eso reside una base fascinante e interminable de especulación y cálculo;
consideremos unas cuantas de las posibilidades. (Y en un próximo universo de cien
mil millones de soles, casi cualquier posibilidad es una certidumbre... en cualquier
sitio, en cualquier momento.)
Hace escasamente sesenta años que conocemos la radio, y la TV no más de una
generación; por lo tanto, todas nuestras técnicas de comunicación electrónica deben
ser asaz primitivas. Y, sin embargo, ahora ya podemos enviar todo lo que de mejor
tiene nuestra cultura impulsándolo a través de los años-luz. (Tal vez ya hemos
enviado mucho de lo peor.)
La música, la pintura, la escultura, incluso la arquitectura, no presentan problemas,
ya que ofrecen pautas fácilmente transmisibles. La literatura plantea mayores
dificultades; será factible transmitirla, pero ¿podría ser comunicada, aunque fuese
precedida por la radio más elaborada equivalente a la Piedra Rosetta?
El hecho de que en la Tierra muchos escritores y la mayoría de los poetas hayan
dejado de comunicarse en la actualidad con sus contemporáneos indica algunas de
estas dificultades.
Pero al entrar en contacto dos culturas algo debe perderse; más importante es lo
que se gana. En las edades del futuro podremos ver con nuestras mentes muchos
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seres extraños, y estudiar con incredulidad, deleite u horror, civilizaciones que
pueden ser mucho más antiguas que nuestra Tierra. Algunas de ellas pueden haber
dejado de existir durante los siglos que sus señales han estado atravesando el
espacio. Los radioastrónomos serán los auténticos arqueólogos interplanetarios,
leyendo inscripciones y examinando obras de arte cuyos creadores se habrán
extinguido antes que los arquitectos de las pirámides. Hasta ésta es una estimación
muy modesta; una onda de radio que llegue ahora desde una estrella situada en el
corazón de la Vía Láctea (el conjunto estelar local, en la soledad de cuya frontera
exterior gira nuestro Sol) debe de haber empezado su trayecto unos 25.000 años a.
de J. C. Cuando Toynbee definió el Renacimiento como «contactos entre
civilizaciones en el tiempo», escasamente debió de sospechar que esta frase, algún
día, podía tener una aplicación astronómica.
La radio-prehistoria —la arqueología electrónica— puede tener consecuencias al
menos tan grandes como los estudios clásicos del pasado. Las razas cuyos
mensajes interpretemos y cuyas imágenes reconstruyamos serán, por supuesto, de
un nivel muy alto, y el impacto de su técnica y de su arte sobre nuestra cultura
resultará enorme. El redescubrimiento de la literatura griega y latina en el siglo XV,
la avalancha de conocimientos cuando el Proyecto Manhattan fue revelado, las
glorias descubiertas al abrirse la tumba de Tutankamón, la excavación de Troya, la
publicación de los Principios y El origen de las especies..., estos ejemplos tan
distintos pueden darnos una ligera idea del estímulo y la excitación que nos
sobrecogerá cuando hayamos aprendido a interpretar los mensajes que desde
tiempos remotos están cayendo sobre la faz de la Tierra.
No todos estos mensajes —ni muchos, quizá— nos traerán consuelo. La
demostración —que sólo es cuestión de tiempo— de que nuestra joven especie está
muy abajo en la escala de la inteligencia cósmica, será un fuerte golpe para nuestro
orgullo. Muy pocas de nuestras actuales religiones sobrevivirán, contrariamente a
las optimistas previsiones de algunos filósofos. El aserto de que «Dios hizo al
hombre a imagen y semejanza Suya», está latente como una bomba de relojería en
los cimientos del Cristianismo. A medida que la jerarquía del Universo se vaya
descubriendo
ante
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nosotros,
tendremos
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que
enfrentarnos
con
este
hecho
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sobrecogedor: si hay algunos dioses cuya principal preocupación sea el hombre, no
pueden ser dioses muy importantes.
Los ejemplos que he dado y las posibilidades que he subrayado deberían ser
suficientes para demostrar que es mejor intentar la exploración espacial que poner
hombres en órbita, o tomar fotos del otro lado de la Luna. Éstos no son más que
preliminares triviales de la edad del descubrimiento que ahora está en su aurora.
Aunque esta edad proporcionará los ingredientes necesarios para un Renacimiento,
no podemos asegurar qué es lo que éste nos aportará. La presente situación no
tiene ningún paralelo en la historia de la humanidad; el pasado puede darnos ciertas
insinuaciones, pero no una guía firme. Para hallar algo comparable con nuestras
próximas aventuras en el espacio, deberíamos volver a los tiempos de Colón, a los
de la Odisea..., incluso más allá del primer hombre-mono. Deberíamos contemplar
el momento, ahora irrevocablemente perdido entre la bruma del tiempo, en que
nuestro primer antepasado salió arrastrándose del mar.
Ya que es así como empezó la vida, y donde la mayor parte de la vida del planeta
sigue aún hoy día, atrapada en un ciclo de vida y de muerte, sin significado alguno.
Sólo los seres que osaron desafiar la hostil y extraña tierra pudieron desarrollar la
inteligencia; ahora esta inteligencia tiene que enfrentarse aún con un reto. Incluso
es posible que nuestra hermosa Tierra no sea más que el lugar de un breve reposo
entre el mar salado en el que nacimos y el mar de las estrellas en el que ahora
debemos aventurarnos.
Naturalmente, hay muchas personas que lo negarán, con diversos grados de
indignación...
o
de
temor.
Consideremos
el
siguiente
fragmento
de
La
transformación del hombre, de Lewis Mumford:
«El ansia de vivir del hombre posthistórico debe alcanzar su punto culminante en los
viajes interplanetarios... Bajo tales condiciones, la vida volverá a limitarse a las
funciones fisiológicas de respirar, comer y excretar... Por comparación, el culto a la
muerte de los egipcios estuvo saturado de vitalidad; una momia en su tumba aún
permite recoger la mayor parte de los atributos de un ser humano mejor que un
hombre espacial.»
Temo que la visión del viaje espacial del profesor Mumford sea ligeramente miope, y
condicionada por el actual estado primitivo del arte. Pero cuando escribió:
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«Nadie puede pretender que la existencia en un satélite espacial o
en la cara oculta de la Luna tenga ninguna semejanza con la vida
humana», pudo expresar una verdad mayor de la que intentó.
«La
existencia
en
tierra
firme
—pudo
decirles
el
pez
más
conservador a sus parientes anfibios, hace mil millones de años— no
tendrá ninguna semejanza con la vida piscícola. Nos quedamos
donde estamos.»
Así lo hicieron. Y todavía son peces.
Casi no puede negarse que la visión del profesor Mumford está sostenida,
conscientemente o no, por un gran número de americanos, sobre todo por los más
ancianos y más influyentes en la determinación de su política. Esto trae consigo
ciertas conclusiones sombrías, que vienen reforzadas por los éxitos rusos en sus
esfuerzos espaciales. Tal vez los Estados Unidos han sufrido aquella falta de nervio
que es uno de los primeros síntomas de que una civilización está perdiendo
vitalidad.
Cualquiera lo bastante cínico, y además bien informado, puede obtener amplia
evidencia de esto gracias a los archivos del programa espacial de los Estados
Unidos. Es notoria la rivalidad entre los distintos servicios, y la fantástica historia
del Pentágono en su lucha con el Departamento de Cohetes Balísticos del Ejército
(que sentía repugnancia a lanzar el primer satélite americano) es casi un ejemplo
de libro de texto del proverbio: «A quien los dioses quieren destruir, hacen primero
enloquecer.» No existe indicio de que, en este caso, los dioses tuvieran que obrar
indebidamente.
Toda la estructura de la sociedad americana podría muy bien quedar desencajada
por los esfuerzos de las exigencias de la conquista del espacio.
Ninguna nación puede permitirse el lujo de emplear a sus hombres más capacitados
en ocupaciones tan poco creadoras, y parásitas, como la ley, la propaganda y la
banca. Tampoco puede permitirse el lujo de desdeñar indefinidamente el potencial
técnico y humano que posee. No hace mucho, Life publicó una fotografía que era un
horroroso documento social: mostraba a 7.000 ingenieros agrupados detrás del
coche que sus esfuerzos combinados, más varios centenares de millones de dólares,
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habían producido. Llegará una época en que los Estados Unidos, si desean
proyectarse al espacio, tendrán que considerar el abandono por unos años de sus
diseños automovilísticos, o mejor aún, volver a los últimos modelos que eran
bastante buenos, y que algunas autoridades fechan en 1954.
De esto no se sigue por necesidad que la Unión Soviética pueda obrar mucho mejor;
si espera hacerse dueña del espacio por sus propios esfuerzos, no tardará en
descubrir que ha cogido un bocado mayor del que puede engullir. Los recursos
combinados de la humanidad son inadecuados para esta tarea, y siempre será igual.
Podemos contemplar con cierta satisfacción los esfuerzos de los rusos para «ir
solos», y tener paciencia cuando hagan ondear su bandera, plantando la hoz y el
martillo sobre el suelo de la Luna. Todos sus entusiasmos de patriotismo vivirán por
necesidad muy poco. Los mismos rusos destruyeron el concepto de nacionalismo
cuando enviaron el Sputnik I volando a través de cien fronteras. Pero como esto es
perfectamente obvio, tendrá que transcurrir un poco más de tiempo hasta que esto
sea interpretado con exactitud, y todos los Gobiernos descubran que el único que
cuenta en la carrera del espacio es el hombre.
Pese a los problemas y peligros de nuestro tiempo, debemos dar gracias por estar
viviendo en esta época. Cada civilización es como un esquí acuático, arrastrado
hacia la cresta de una ola. Ésta nos sostiene con dificultad cuando escasamente ha
empezado su recorrido; quienes pensaron que estaba ya aflojando su ímpetu,
hablaron demasiado pronto de siglos. Ahora estamos colocados en la precaria pero
estimulante balanza que es la esencia de la verdadera existencia, la antítesis del
mero vegetar. A nuestras espaldas gimen los arrecifes que ya hemos atravesado;
debajo de nosotros, la gran ola, cubierta de espuma, alza su lomo por encima del
encabritado mar.
¿Adónde va?
No podemos decirlo; estamos demasiado lejos para entrever la desconocida playa.
Ya es bastante ir cabalgando la ola.
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Capítulo 9
No se puede llegar allí desde aquí
Existe una frase sorprendente y poco sutil de la autobiografía del escritor del siglo
XIX, Richard Jeffries, que durante muchos años ha estado presente en mi memoria:
«El inalcanzable azul de las flores del firmamento.»
Inalcanzable: he aquí una palabra pocas veces empleada en la actualidad, ahora
que los hombres han alcanzado las mayores alturas y abismos de la Tierra y se
están preparando para viajar hacia otros planetas. Sólo un siglo atrás los Polos eran
completamente desconocidos, la mayor parte de África todavía era tan misteriosa
como en tiempos del rey Salomón, y ningún ser humano había descendido a más de
treinta m en el mar o había subido a más de una milla en el aire. En muy poco
tiempo hemos llegado mucho más lejos, y es natural que lleguemos aún mucho más
allá si nuestra especie sobrevive a su adolescencia, por lo que deseo plantear una
cuestión que les hubiera parecido muy extraña a nuestros antepasados:
— ¿Existe algún lugar que deba permanecer siempre inaccesible a nosotros, sean
cuales fueren los avances científicos que el futuro nos traiga?
Al momento acude a la mente un candidato. Sólo a cuatro mil millas de donde yo
estoy sentado existe un lugar mucho más difícil de alcanzar que el lado oculto de la
Luna —o, para este— que el otro lado de Plutón. También se halla a 4.000 millas del
lector; como posiblemente ya ha sido adivinado, me refiero al centro de la Tierra.
Con todas mis excusas para Julio Verne, no es posible llegar a punto tan interesante
descendiendo por el interior del cráter del Monte Sneffels
17
. En efecto, es imposible
descender a más de un par de millas a través de cualquier sistema de cráteres,
cuevas o túneles, naturales o artificiales. La mina más profunda no llega más que a
7.000 pies.
Igual que en el mar, la presión bajo la superficie de la Tierra aumenta con la
profundidad, debido al peso del material de arriba. La superficie rocosa de nuestro
planeta es tres veces más densa que el agua; por tanto, a medida que nos
adentramos hacia el interior la presión se eleva tres veces más rápidamente que en
el mar. Cuando el batiscafo Trieste llegó a la sima Challenger, a siete millas bajo el
17
Referencia del autor a la obra de Julio Verne Viaje al centro de le Tierra. (N. del T.)
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Pacífico, había una presión de algo más de mil toneladas sobre cada cm 2 de
superficie, y los muros de la esfera de observación tuvieron que ser construidos con
acero de doce centímetros de espesor. La misma presión tendríamos que soportar a
sólo dos millas en el interior de la Tierra, y esto no es más que un simple arañazo
en la superficie del Globo. En el centro de la Tierra, la presión se calcula en más de
tres millones de toneladas por cm2, es decir 3.000 veces la que soportó el Trieste.
Bajo tales presiones, las rocas y los metales corren como líquidos. Además la
temperatura se eleva continuamente hacia el interior, llegando quizás a unos 3315°
C en el centro. Es obvio, por tanto, que no podemos esperar hallar con facilidad una
ruta trazada hacia el corazón de nuestro planeta, y la antigua idea de un «Corazón
Hueco» (planteado una vez como una teoría científica) debe ser descartada sin
tardanza, junto con toda la gama de fantasías subterráneas, como las de Edgar Rice
Burroughs en En el núcleo de la tierra.
Las mayores profundidades a que las compañías petrolíferas —que son los más
enérgicos exploradores subterráneos— han taladrado, llegan a algo más de cinco
millas. Esto significa un cuarto del camino a través de la corteza sólida de la Tierra,
que tiene unas veinte millas de espesor debajo de los continentes; bajo los océanos
la corteza es más fina y en la actualidad se está planeando horadar a su través (el
Proyecto Mohole) para obtener muestras de los materiales desconocidos sobre los
que flotamos.
La técnica del taladro convencional tiene como finalidad hacer girar un berbiquí al
extremo de cientos de m de taladro, que está en rotación merced a un motor
instalado en la superficie. A medida que el taladro va profundizando, más energía se
pierde contra el agujero, llevando horas elevar y abatir las millas de taladro cada
vez que un berbiquí debe ser cambiado.
Los métodos más nuevos suprimen el taladro de rotación y colocan la fuente de
fuerza en el mismo berbiquí, moviéndolo eléctricamente o por presión hidráulica.
Los rusos, que han sido los pioneros en este aspecto, también han desarrollado lo
que en la práctica es un cohete-taladro, que deja quemado el suelo a su paso tras
un chorro de oxi-petróleo a 3000° C. Empleando una u otra de estas técnicas, sería
posible taladrar un pozo de diez millas al coste de varios millones de dólares. Esto
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nos llevaría a la mitad de la corteza de la Tierra..., o a cuatro centésimas del camino
del centro.
Un agujero horadado de quince cm no es en absoluto la idea que tiene la gente
cuando se habla de la exploración subterránea, por lo que tendamos la vista hacia
otras posibilidades más excitantes. Los ingenieros en minería rusos han creado ya
una mole mecánica con un hombre para construir túneles a grandes profundidades;
son bastante similares a los ingenios empleados por el héroe de Burroughs para
llegar a Pellucidar, el mundo interior de la Tierra. Estas máquinas solucionan el
problema de disponer el suelo de igual manera que lo hace la corriente, o mola de
jardín, que fue el prototipo en que se basó el diseño original; la tierra aflojada por la
cabeza taladradora es apartada y taponada en forma compacta para construir la
pared del túnel.
Incluso en un suelo muy blando, la mola mecánica se mueve muy lentamente.
Su velocidad queda limitada a una milla por día, según la fuerza disponible (la
electricidad es suministrada a través de un cable de arrastre) y por el desgaste y
desgarro del mecanismo de taladro. Una «sonda terrestre» que de verdad esperase
conseguir algo debería poseer un tipo fundamentalmente nuevo de técnica de
excavación, y un suministro muy considerable de energía.
Las reacciones nucleares podrían proporcionar la energía subterránea, como ya lo
han hecho bajo el mar. En cuanto al método de excavación, también los rusos (que
parecen hallarse tan interesados en las exploraciones subterráneas como en las
astronómicas) han sugerido la respuesta. Ahora emplean corrientes eléctricas de
alta frecuencia para abrir un camino a través de las rocas mediante el calor, y un
arco subterráneo podría quemar el paso a través de la Tierra tan de prisa como se
le pudiera suministrar la energía. Las vibraciones ultrasónicas también podrían
conseguirlo; ahora están siendo empleadas en pequeña escala para abrir paso a
través de materiales demasiado duros para lograrlo con las herramientas ordinarias.
Un ingenio «subterráneo» llevando a un hombre y movido por fuerza nuclear es un
agradable concepto para que cualquier claustrófobo medite sobre ello. En cuanto a
otros propósitos, poco se lograría con un hombre puesto en tal máquina; tendría
que confiar por completo en los instrumentos de tal artilugio, y sus propios sentidos
en nada contribuirían a la consecución de la empresa. Todas las observaciones
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científicas y las colecciones de muestras podrían hacerse automáticamente según
un programa ya previsto. Además, sin tener que sustentar ninguna tripulación
humana, el vehículo podría ir más despacio. Lograría pasar semanas o meses
paseando por las raíces del Himalaya o bajo el lecho del Atlántico, antes de volver a
casa con su carga de conocimientos.
La profundidad que una sonda terrestre de esta naturaleza lograra alcanzar
quedaría limitada por la presión que sus paredes pudieran resistir. Claro que podría
ser muy alta, si el aparato estuviera diseñado como un cuerpo sólido y los espacios
vacíos de su interior estuvieran llenos de un líquido para proporcionarle fuerza
adicional. (Otro argumento para que vaya sin tripulación.)
En el laboratorio, las presiones continuas de un cuarto de millón de toneladas por
cada cm2 han sido ya producidas; ésta es una presión equivalente a la de
cuatrocientas millas en el interior de la Tierra. Esto no significa que podamos
construir vehículos capaces de ir teóricamente a cuatrocientas millas hacia el
interior, sino que una décima parte de esta cifra no parece estar en exceso alejada
de los límites de tal posibilidad. La temperatura es un problema menos serio; aparte
de los ocasionales lugares cálidos que son los volcanes, las temperaturas en la
corteza no exceden los 315-370° C. Parece ser, por lo tanto, que eventualmente
podremos explorar la mayor parte del caparazón de la Tierra, si en realidad
deseamos hacerlo, con máquinas construidas según las técnicas de ingeniería
existentes en la hora actual.
Por difíciles que puedan ser los problemas que presenta la exploración de las capas
menos profundas de la Tierra, son por completo triviales comparados con los que
tendremos que afrontar si queremos adentrarnos hacia el manto (las primeras
1.800 millas) o el núcleo (desde 1.800 millas hasta el centro). Ahí no existe ninguna
técnica que pueda ayudarnos; todos los materiales y fuerzas disponibles hoy día
resultan desesperanzadoramente inadecuados para actuar contra los esfuerzos
combinados de 3000° C y tres millones de toneladas por cada cm 2. Bajo tales
condiciones sólo durante la fracción de un segundo conseguiríamos mantener
abierto un agujero no mayor que la cabeza de un alfiler; nuestros más resistentes
metales no serían sólo líquidos acuosos, sino que se convertirían en materiales
nuevos y más densos.
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No puede efectuarse ninguna exploración del interior profundo de la Tierra, por
tanto, con nuestros actuales medios físicos, hasta y a menos que hayamos
conseguido el control de fuerzas de varios órdenes de magnitud más poderosas que
las que poseemos hoy día. Pero si no podemos viajar, sí podemos observar.
Ver en el interior de la Tierra con la precisión y la definición con que podemos
explorar el interior de nuestros cuerpos sería una maravillosa consecución del
mayor valor práctico y científico. Una fotografía por rayos X había sido algo
impracticable para un médico en 1860; sin embargo, hoy día estamos construyendo
lo que virtualmente son fotos de rayos X de la Tierra, gracias a la serie de ondas
producidas por los terremotos naturales o las explosiones. (En la actualidad,
podemos producir golpes suficientes para estremecer nuestro planeta; no es sabido
generalmente que la mayor explosión que se recuerda —la del Krakatoa en 1883—
podría ser igualada por una gran bomba de fusión.)18.
Las fotografías aún son muy simples y faltas de detalles; virtualmente, nada nos
dicen, en particular, sobre la densidad del núcleo central, que casi es de cuatro mil
millas de diámetro. Ni siquiera sabemos de qué se compone; la antigua teoría de
que estaba formado de hierro hace ya mucho que quedó desacreditada, para dar
paso a la creencia de que allí existen rocas convencionales comprimidas por
enormes presiones hasta adoptar una forma más densa que el plomo.
Lo que necesitamos a fin de poder explorar estas regiones son ondas que pasen a
través de la sólida Tierra con la misma facilidad que los rayos X pasan a través de
un
cuerpo
humano,
o
las
ondas
lumínicas
a
través
de
la
atmósfera,
suministrándonos información reunida durante su trayecto. Pero tal idea es
claramente absurda; sólo hay que pensar en las ocho mil millas de roca y metal
impenetrables que nos separan de las antípodas.
Bueno, volvamos a pensar. Si no ondas, hay entidades para las que la maciza Tierra
resulta tan transparente como una burbuja de jabón. Una es la gravitación; aunque
jamás he hallado un físico que me diera una respuesta directa a la pregunta: «¿Se
propaga por ondas la gravitación?», no hay duda de que así se propaga a través de
la Tierra.
18
Por «grande» hay que leer «pequeño». Tal ha sido el progreso desde que se escribió este capítulo. (N. del A.)
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También es por igual penetrante la más peculiar y activa de las partículas atómicas,
el neutrino. Todas las otras partículas quedan detenidas a unos milímetros o en su
mayoría a unos cm de materiales como el plomo. Pero el increíble neutrino, que no
tiene masa ni carga19, puede ser disparado sin la menor molestia a través de una
pantalla de plomo de cincuenta años-luz de espesor. En este mismo momento
torrentes de neutrinos están pasando a la velocidad de la luz a través de la llamada
capa sólida de la Tierra, y sólo uno entre un billón nota la insignificante obstrucción.
No estoy sugiriendo que podamos aprovechar las ondas de la gravedad o de los
neutrinos para obtener una fotografía exacta del núcleo de la Tierra; probablemente
serían ambos demasiado penetrantes para esta tarea, ya que no se puede observar
un objeto con unos rayos que lo atraviesen por completo. Pero si en la Naturaleza
existen
entidades
tan
extraordinarias,
puede
haber
otras
que
posean
las
propiedades que necesitamos, para poder emplearlas en hacer un mapa del interior
de nuestro planeta, como el radiólogo hace un mapa del interior de nuestro cuerpo.
Podemos descubrir, cuando se inicie tal investigación, que no hay nada en realidad
interesante en el interior de la Tierra, más que amontonamientos homogéneos de
rocas y metal, más densos cada vez al acercarse al centro. Casi invariablemente,
sin embargo, el Universo tiende a complicarse y a ser más sorprendente de lo que
se había pensado; consideremos la manera como se halló que el espacio «vacío»
estaba lleno de ondas de radio, polvillo cósmico, partículas atómicas y cargadas de
electricidad, y una porción más de cosas, tan pronto como se empezó su
exploración. Si la Naturaleza sigue fiel a su pauta, descubriremos tales maravillas
en el interior de la Tierra que no nos contentaremos con contemplarlas a distancia.
Desearemos llegar hasta ellas.
Podemos desear ir allá, como ya sugerí hace unos años en una corta historia
titulada El fuego interno. Estaba basada en el hecho de que existen formas de
materia, bajo altas presiones, tan densas que por comparación las rocas ordinarias
parecerían algo más tenues que el aire. Por otra parte, esto no tiene nada de
extraordinario; el granito es unas dos mil veces más denso que el aire, pero la
«materia comprimida» en el corazón de una estrella enana lo es cien mil veces, y en
algunos casos diez millones más densa que el granito. Aunque incluso las presiones
19
Para ponerse al abrigo de su desdicha, gira rápidamente sobre sí mismo. (N. del A.)
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en el interior de la Tierra son demasiado pequeñas para aplastar los átomos hasta
esta inconcebible densidad, presumo, a propósitos puramente de ficción, que los
seres formados de materia comprimida podrían estar nadando alrededor del interior
de la Tierra como un pez nada en el mar. Espero que nadie se tome esta idea muy
en serio, tal como yo lo hice, pero puede servir como leyenda para prepararnos a
verdades por igual sorprendentes, y mucho más sutiles.
Si nuestros descendientes —o sus maquinarias— logran penetrar muy adentro en el
interior de la Tierra, puede ser que lo hagan mediante el empleo de técnicas muy
raras y especializadas en fines muy distintos. Para considerarlas, volvamos de
nuevo al espacio, al planeta gigante Júpiter, al que nuestras primeras sondas
automáticas estarán rodeando y vigilando durante la década de 1970.
Ya me siento algo cansado de leer en las obras sobre viajes espaciales que Júpiter
es un planeta sobre el que los hombres jamás «aterrizarán», aunque no pretendo
estar muy ansioso de ir allá personalmente. Es un mundo de un diámetro once
veces mayor que el de la Tierra, y con un centenar de veces su área; si nuestro
planeta se aplastase sobre la cara de Júpiter, semejaría una mancha del tamaño de
la India en el globo terrestre. Pero nunca hemos trazado ningún mapa de Júpiter
porque jamás hemos vislumbrado su superficie; como la de Venus, se halla oculta
eternamente por nubes, o por lo que, a falta de mejor vocablo, llamamos nubes.
Éstas son arrastradas en bandas paralelas por la rápida rotación del planeta, y a
través de 600.000.000 de kilómetros de espacio podemos contemplar el progreso
de sus terribles tormentas o perturbaciones, muchas de las cuales son mayores que
las de la Tierra. La meteorología de Júpiter es una ciencia cuyos cimientos exactos
aún no han sido echados; en aquella oscura frialdad, tan lejos del Sol, una enorme
atmósfera de hidrógeno y de helio es desgarrada por fuerzas ignotas. Pero a pesar
de estas convulsiones, en un instante algunos detalles se las ingenian para
sobrevivir durante años; el más famoso de ellos es la Gran Mancha Roja, un objeto
ovalado, inmenso, de unas 25.000 millas de longitud, que ha sido observado, por
sobre y por fuera, durante 120 años y, quizá, tres siglos.
Debido al tamaño de Júpiter, y a la escala de los acontecimientos que allí tienen
lugar, es natural presumir que su atmósfera es mucho más profunda que la
nuestra..., tal vez mil millas de espesor. Pero éste no es el caso; como la gravedad
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de Júpiter es dos veces y media la de la Tierra, la atmósfera del planeta está
comprimida en una capa que puede ser sólo de cincuenta millas de profundidad.
En la parte más baja de esta capa, la presión debe ascender a unas cifras solamente
conocidas en la profundidad de nuestros océanos. Para penetrar en la atmósfera de
Júpiter, necesitaríamos no ya una nave espacial, sino un batiscafo. Allí no existe
ninguna superficie sólida definida en la que un vehículo pudiera aterrizar; el
hidrógeno puede llegar a ser tan denso que se convierta en un líquido espeso, y
luego —cuando la presión llegue a mil veces la del fondo de la sima Challenger— en
un sólido metálico.
Pero algún día los hombres irán a visitar este mundo; la exploración de Júpiter
puede ser una de las mayores empresas del siglo XXI. Júpiter será el laboratorio en
que aprenderemos a soportar, controlar y emplear realmente las altas presiones, y
de ello pueden derivarse grandes nuevas industrias en los años del porvenir. (No
habrá escasez de materias primas en un mundo que pesa trescientas veces lo que
la Tierra.) Cuando hayamos aprendido a sobrevivir en los más bajos estratos de la
atmósfera joviana, estaremos mejor preparados para adentrarnos en el interior de
nuestro planeta.
Nuestro principal problema en Júpiter será la presión, y quizá la violencia de las
galernas que allí soplan a cientos de millas por hora. No tendremos que contender
con las altas temperaturas; las capas exteriores de la atmósfera están a unos 120°
por debajo del cero C, pero al «nivel del suelo» el clima puede ser algo tropical,
aunque ahora nadie lo sospeche. Si hay lugares del Sistema Solar que sean
inalcanzables únicamente por tu temperatura, debemos buscarlos mucho más cerca
del astro rey.
El planeta Mercurio es la buena elección. Este pequeño mundo —que sólo cuenta
tres mil millas de diámetro— no sabe nada del día y la noche, puesto que una de
sus caras está vuelta siempre al Sol, y la otra yace en eternas tinieblas. En el centro
del hemisferio iluminado, en aquel mediodía interminable donde el astro solar brilla
verticalmente, la temperatura debe de ser de 370 a 425°. Y en el lado oscuro,
donde el único calor recibido es el ligerísimo procedente del resplandor de las
estrellas, debe de ser al menos de doscientos grados bajo cero.
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Estas temperaturas, muy extremas para las pautas ordinarias, entran dentro de la
línea de las técnicas científicas e industrias modernas. La conquista de Mercurio no
resultará un proyecto fácil, y no serán pocos los hombres y las máquinas que se
destruyan en su logro. Pero tendremos que hallarnos más cerca —mucho más cerca
— del Sol para estar en un verdadero apuro.
La temperatura se eleva con mucha lentitud al principio, cuando nos movemos hacia
el horno central del Sol; a continuación van unas cifras que muestran lo que le
ocurriría a una nave espacial cuya quilla estuviese a unos confortables 65° F en la
vecindad de la Tierra.
A medida que la nave pasase cerca de Venus, a 67.000.000 de millas del Sol, la
quilla llegaría a los 70° C; en la órbita de Mercurio, a 36.000.000 de millas del Sol,
alcanzaría los 204° C. Si nos acercábamos al Sol a menos de 10.000.000 de millas
de distancia, la temperatura pasaría de los 537°.
A cinco millones de millas de su superficie, nos aproximaríamos a los 1093°; a del
Sol, daría una temperatura de 4960° C.
Materiales que son conocidos por permanecer sólidos a temperaturas por encima de
los 3.000° C —como el grafito, que empieza a evaporarse a los 3.740° C y el hafnio,
que resiste los 4130° C— marcan el récord, según mi memoria. Por lo tanto,
podríamos enviar un objeto cuyo cono protector estuviera compuesto de hafnio, a
menos de un millón de millas del Sol —una centésima de la distancia desde la
Tierra— y esperar que volviera entero. Unas sondas exploradoras, transportando
instrumentos, bien protegidos con capas de material refractario que lentamente
fuese calentándose, podrían incluso llegar a la superficie del Sol antes de
desintegrarse.
Pero ¿hasta qué distancia del Sol podría acercarse una nave transportando con
seguridad a un hombre? La respuesta a esta cuestión descansa sobre la destreza e
ingenio de los expertos en refrigeración: mi sospecha es que 5.000.000 de millas es
una distancia alcanzable incluso con un vehículo tripulado.
Existe un truco muy útil que se puede emplear para aproximarse bastante cerca del
Sol en, casi, perfectas condiciones de seguridad. Es el empleo de un asteroide o
cometa, usado a propósito como sombra protectora, y el mejor conocido hasta el
momento actual sería la pequeña montaña voladora llamada con toda justicia Ícaro.
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Este planeta menor viaja en una órbita que cada trece meses le lleva a unos
17.000.000 de millas del Sol. Ocasionalmente, pasa también bastante cerca de la
Tierra; en 1968 pasará a 4.000.000 de millas.
Ícaro es un amontonamiento irregular de rocas de una o dos millas de diámetro, y
en el perihelio, bajo un Sol que aparece treinta veces mayor en el firmamento que
desde la Tierra, la superficie de este pequeño mundo puede alcanzar temperaturas
no menores de 537° C. Pero proyecta un cono de sombra al espacio; y en el refugio
de frialdad de esta sombra, una nave podría navegar impunemente alrededor del
Sol.
En una breve historia titulada Verano en Ícaro20, describí cómo los científicos
podrían embarcar para un viaje tan espeluznante, aproximándose junto con sus
instrumentos al Sol, que sería incapaz de tocarles mientras permaneciesen al
resguardo de su refugio rocoso, de una milla de espesor. Aunque sería posible
construir refugios artificiales contra el calor, pasará mucho tiempo antes de que
podamos proporcionarnos una protección mejor que la que Ícaro nos procuraría sin
esfuerzo. Por pequeño que sea, este planeta menor debe de pesar unos
10.000.000.000 de toneladas.
Puede haber otros asteroides que lleguen más cerca del Sol; si no es así, podemos
traerlos a esa distancia, desviándoles en el punto preciso de su órbita. Y luego, bien
protegidos bajo su superficie, los científicos podrán investigar la atmósfera del Sol,
rodeándolo desde el espacio exterior en una curva agudísima.
Es interesante calcular cuánto tardaría el viaje. Por ser una estrella de tipo más bien
pequeño, el Sol sólo mide tres millones de millas de circunferencia. Un satélite que
estuviera fuera de su atmósfera se movería alrededor de 1.000.000 de millas por
hora, rodeándole cada tres horas.
Un cometa o un asteroide que orbitara hacia el Sol desde la distancia de la Tierra,
se movería algo más de prisa al llegar al punto de su mayor vecindad.
Brillaría sobre la superficie del Sol a 1.250.000 millas por hora, y le daría la vuelta
en poco más de una hora, antes de volver a encaminarse hacia el espacio exterior.
Aun cuando se quemasen en el proceso unos cuantos millones de toneladas de roca,
los instrumentos y los observadores en el interior del asteroide se hallarían a salvo,
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Publicada, con gran sorpresa por mi parte y por mis lectores, en «Vogue», la cual la rebautizó muy poco
románticamente: El lugar más cálido de la finca del Sistema Solar. — (N. del A.)
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a menos, claro está, de sufrir un error navegacional y pasasen demasiado cerca de
la atmósfera solar, cuya fricción les desintegraría como ya ha ocurrido con muchos
satélites de la Tierra.
¡Vaya viaje!... Hay que figurarse el relampagueo sobre el centro de una gigantesca
mancha solar, un cráter de cien mil millas, surcado por puentes de fuego sobre los
cuales nuestro planeta Tierra podría rodar como el aro de un niño sobre el
pavimento. La explosión de la más poderosa de las bombas de hidrógeno ni se
notaría en aquel infierno, donde continentes enteros de gas incandescente saltan
hacia el firmamento a centenares de millas por segundo, escapando, a veces por
completo, hacia el espacio.
Ray Bradbury, en su corta historia Las doradas manzanas del Sol, describió el
descenso de una nave espacial dentro de la atmósfera solar para obtener una
muestra del Sol (que ahora, incidentalmente, sabemos compuesta por un 90% de
hidrógeno, un 10% de helio, más una leve traza de todos los demás elementos). La
primera vez que leí dicha obrita, la rechacé como una encantadora fantasía; ahora
ya no me hallo tan seguro. En un sentido, ya hemos alcanzado y tocado el Sol, ya
que en 1959 trabamos contacto por radar con él, ¡y cuan inverosímil les hubiera
parecido esto a una generación anterior! Incluso un mayor acercamiento físico no
parece estar por completo fuera de cuestión, gracias al desarrollo de la nueva
ciencia del plasma físico, nacida en los últimos diez años.
El plasma físico, conocido a veces con el difícil nombre de magnetohidrodinámico,
trata del manejo de los gases muy calientes en los campos magnéticos. Nos ha
capacitado ya para producir en los laboratorios temperaturas de decenas de
millones de grados, y en última instancia puede conducirnos a la meta del poder
ilimitado de la fusión del hidrógeno. Sugiero que, cuando hayamos adquirido una
verdadera experiencia en esta ciencia infantil aún, también será capaz de
proporcionarnos refugios magnéticos o eléctricos que nos procurarán protección
mucho más eficaz tanto contra la temperatura como contra la presión, de la que
puede obtenerse de los muros de metal. La antigua idea ciencia-ficción del refugio
impenetrable de fuerza, puede dejar de ser un sueño; podemos vernos forzados a
descubrirlo, como respuesta a los cohetes balísticos. Cuando lo poseamos, tal vez
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habremos adquirido una llave que nos conduzca, no sólo al interior de la fierra, sino
quién sabe si también al interior del Sol.
Esta búsqueda de lo inalcanzable nos ha llevado, en imaginación, a varios lugares
extraños y hostiles. El centro de la Tierra, las profundidades de la atmósfera
joviana, la superficie del Sol..., y aunque todos estos sitios se hallan, hoy por hoy,
más allá de nuestra técnica actual, ya he aducido razones para probar que no se
encuentran fuera de todo alcance, si en realidad deseamos visitarlos. Pero estamos
lejos de haber agotado la capacidad que posee el Universo para depararnos
sorpresas ingeniosas; y si el lector todavía me sigue, vamos a realizar una nueva
visita.
Ya he mencionado las estrellas enanas, que no son más que pequeños soles en los
últimos estados de la evolución estelar. Algunas de ellas son tan pequeñas o más
que la Tierra, aunque dentro de sus pocas millas de radio contienen tanta materia
corno la que constituye una estrella normal. Los átomos de que están compuestas
se hallan comprimidos en sus partes internas bajo enormes presiones, a densidades
que pueden elevarse a muchos millones de veces la del agua. Unos dieciséis cm 3 de
materia de una estrella así pueden pesar más de un centenar de toneladas.
Aunque la mayoría de las enanas son rojas o blancas, por el calor, las frías «Enanas
Negras» son una posibilidad teórica. Éstas se hallarían en el término de su línea
evolutiva, y resultaría muy difícil detectarlas porque, como los planetas, no
irradiarían luz propia, sino que deberían ser observadas por reflexión, o cuando
fuesen eclipsadas por otro cuerpo. Dado que nuestra galaxia es muy joven aún, no
tiene más de 25.000.000.000 de años de antigüedad, es probable que ninguna de
sus estrellas haya aún alcanzado el estado final de Enana Negra; pero llegará
alguna vez.
Estos cuerpos estelares se cuentan entre los más fascinantes (y siniestros) objetos
del Universo. Su combinación de grandes masas y pequeños tamaños les dará
campos gravitacionales enormes, por encima del millón de veces más que la Tierra.
Un mundo de tal gravedad tendrá que ser perfectamente esférico; sobre su
superficie no podrán existir colinas o montañas de más de unos milímetros y su
atmósfera no tendrá más de unos cuantos centímetros de altura.
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A un millón de gravedades, todos los objetos —incluso los fabricados con los
metales más resistentes— se aplastarían bajo su propio peso hasta no ser más que
una película delgada. Un hombre pesaría tanto como el Queen Elizabeth, y se
aplastaría con tanta rapidez que su desintegración no podría ser seguida por el ojo
humano, ya que tardaría menos de una milésima de segundo. Una caída desde la
distancia de unos «ocho milímetros» equivaldría a la caída, en la Tierra, desde la
cima del monte Everest al nivel del mar.
Pese, empero, a este enorme campo gravitacional, sería posible acercarse a poco
más de unos centenares de cm de un cuerpo tal. Una nave espacial o una sonda
espacial apuntada con precisión a una cierta órbita podría, al menos en teoría, llegar
a sus cercanías como un cometa cerca del Sol. Si un hombre iba en tal nave no
experimentaría ninguna sensación, ni siquiera en el momento de más proximidad. A
una aceleración de un millón de gravedades, se sentiría por completo ingrávido, ya
que se estaría en caída libre. La nave alcanzaría una velocidad máxima de
25.000.000 de millas por hora, cuando corriese sobre la superficie de la moribunda
estrella; luego volvería de nuevo al espacio, huyendo de su alcance. Pero, ¿qué
decir de un «aterrizaje» en una Enana? Bueno, tal logro es concebible si nos
apoyamos en dos presunciones, ninguna de las cuales viola alguna ley física
conocida. Necesitaríamos unos sistemas de propulsión varios millones de veces más
poderosos que los conocidos hoy día, y unos medios de neutralizar la gravedad
absolutamente completos y seguros, de manera que los campos externos de presión
gravitacional pudieran ser anulados en sus seis décimas partes. Sólo con que un
0,001% de esta espantosa gravedad «se filtrase» en la nave, sus ocupantes
quedarían pulverizados. No llegarían a sentir nada, claro está, si fallaban los campos
de compensación; todo pasaría con tal rapidez que las fibras nerviosas no tendrían
tiempo de reaccionar.
El mundo de una Enana Negra pesaría casi más allá de lo que podemos imaginar; la
geometría del espacio se vería afectada por el campo gravitacional, y la misma luz
no viajaría en línea recta, sino que sufriría apreciables curvaturas. En la actualidad
no podemos imaginar qué otras distorsiones del orden natural de las cosas podrían
ocurrir en un mundo tal; lo que es una razón para que deseemos llegar hasta una
de ellas, si alguna vez llega a ser posible.
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En nuestra época, los hombres han llegado a atisbar a través de los ojos de buey de
un batiscafo dentro de una región, sólo con la separación de unos milímetros donde
podían haber quedado aplastados en la fracción de un segundo por la presión de un
millar de toneladas de agua sobre cada cm2 de sus cuerpos. Éste fue un suceso
maravilloso, un triunfo del valor y de la habilidad de la ingeniería. Dentro de varios
siglos en el futuro, y a muchos años-luz de la Tierra, puede ser que haya hombres
que a través de otros ojos de buey investiguen por los alrededores aún más feroces
de una Estrella Enana.
Y resultará asaz extraño contemplar la lisa y geométricamente perfecta superficie
desde el otro lado del campo de compensación de la nave, y darse cuenta de que,
en términos de la débil gravedad de la Tierra, el hombre tendrá más de mil millas
de estatura.
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Capítulo 10
El inconquistable espacio
El hombre jamás conquistará el espacio. Después de cuanto se ha dicho en los dos
capítulos precedentes, esta afirmación parecerá risible. Sin embargo, expresa una
verdad que nuestros antepasados ya conocían, que nosotros hemos olvidado, y que
nuestros descendientes tendrán que aprender de nuevo, con el corazón lastimado y
en completa soledad.
Nuestra época es, en muchos sentidos, única, llena de acontecimientos y fenómenos
que jamás habían ocurrido y que no volverán a suceder. Esto ha distorsionado
nuestro cerebro, haciéndonos creer que lo que ahora es cierto siempre lo será, si
bien, quizás, en mayor escala. Como hemos aniquilado las distancias de nuestro
planeta, imaginamos que podremos hacerlo una vez más.
Pero los hechos son muy distintos, y podremos verlos con mayor claridad si nos
olvidamos del presente y volvemos nuestras mentes al pasado.
Para nuestros antecesores, la inmensidad de la Tierra era un factor dominante que
controlaba sus ideas y sus vidas. En todas las edades anteriores a la nuestra, el
mundo era muy vasto, y ningún hombre consiguió ver más de una ligera fracción de
su inmensidad. Unos cuantos centenares de millas —un millar, a lo sumo— era el
infinito, Grandes imperios y florecientes culturas podían desenvolverse sobre el
mismo continente, sin que unos supiesen algo de otros, salvo algunas fábulas y
rumores tan leves como de un planeta exterior. Cuando los pioneros y los
aventureros del pasado dejaban sus hogares en busca de nuevas tierras, se
despedían para siempre de los lugares de su nacimiento y de los compañeros de
juventud. Sólo sesenta años atrás, los padres les daban el último adiós a sus hijos
emigrantes, con la certeza de no volver a verlos jamás.
Y ahora, en el pequeño espacio de una sola generación, todo ha cambiado. Sobre
los mares por los que Ulises vagabundeó durante una década, el «Comet» RomaBeiruth susurra su paso en una hora. Y aún más arriba, los satélites más próximos
cubren la distancia entre Troya e Ítaca en menos de un minuto.
Psicológica y físicamente ya no hay lugares remotos en la Tierra. Cuando un amigo
se marcha a lo que antaño era un apartado lugar, aun cuando no tenga intención de
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regresar, no podemos ya sentir el mismo sentimiento de separación irrevocable que
entristecía a nuestros abuelos. Sabemos que se hallará sólo a unas horas de vuelo
en un «jet», y que no tenemos más que coger el teléfono para escuchar su voz. Y
dentro de muy pocos años seremos capaces de ver a nuestros amigos desde el otro
lado de la Tierra, con la misma facilidad con que ahora les hablamos desde el otro
lado de la misma ciudad. Entonces, el mundo dejará de encogerse, ya que se habrá
convertido en un punto sin dimensiones.
Pero el nuevo escenario que se está abriendo para el drama humano nunca se
encogerá como lo ha hecho el viejo. Hemos abolido el espacio de la Tierra, pero
jamás aboliremos el Espacio que se extiende entre las estrellas. Una vez más, como
en los tiempos que cantó Homero, nos enfrentamos con la inmensidad y debemos
aceptar su grandeza y sus espantos, sus inspiradoras posibilidades y sus
restricciones aterradoras. De un mundo que se ha hecho demasiado pequeño, nos
estamos acercando a otro que siempre será demasiado grande, cuyas fronteras
siempre se irán alejando de nosotros con mayor velocidad de la que nosotros
alcanzaremos para tocarlas.
Consideremos primero las distancias de nuestro modesto Sistema Solar, o
planetario, que ahora estamos intentando cubrir. El primer Lunik produjo una
impresión substancial sobre las mismas, viajando a más de 200.000.000 de millas
de la Tierra, seis veces la distancia a Marte. Cuando hayamos aplicado la energía
nuclear a los vuelos espaciales, el Sistema Solar se contraerá hasta que su
magnitud sea como la actual de la Tierra. Los planetas más remotos tal vez no se
hallarán a más de una semana de viaje de la Tierra, mientras que Marte y Venus
estarán sólo a unas horas.
Este logro, del que seremos testigos dentro de un siglo, puede hacer que hasta el
Sistema Solar se nos muestre confortable, y en el que los planetas gigantes Saturno
y Júpiter representarán el mismo papel misterioso de nuestra África y nuestra Asia
actuales. (Sus cualitativas diferencias de clima, atmósfera y gravedad, aunque muy
fundamentales, no nos conciernen en este momento.) Hasta cierto punto esto
puede ser verdad, aunque tan pronto como sobrepasemos la órbita de la Luna, a
sólo un cuarto de millón de millas de distancia, nos hallaremos con la primera de las
barreras que separarán a la Tierra de sus hijos tan distanciados.
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El maravilloso teléfono y la red de televisión, que pronto poblarán el mundo entero,
tornando vecinos a todos los hombres de la Tierra, no pueden extenderse hacia el
espacio. «Jamás será posible conversar con cualquier habitante de otro planeta.»
No hay que equivocarse sobre esta afirmación. Incluso con los equipos de radio
modernos, el problema de enviar la voz a los demás planetas es trivial. Pero los
mensajes tardarán minutos —y a veces horas— en su trayecto, porque las ondas de
radio y de luz viajan a la velocidad límite de 186.000 millas por segundo. Dentro de
veinte años podremos escuchar a un amigo de Marte, pero las palabras que oiremos
habrán salido de su garganta al menos tres minutos antes, y nuestra respuesta
tardará el mismo tiempo para llegar hasta él. En tales circunstancias, es posible un
intercambio de mensajes verbales, pero no una conversación. Incluso en el caso de
la más cercana Luna, serán una molestia los dos segundos y medio de intervalo. A
distancias de más de 1.000.000 de millas, será intolerable.
Para una cultura que ya ha aceptado como algo natural la comunicación
instantánea, como parte de la estructura de la vida civilizada, este «tiempo
obstáculo» puede tener una gran repercusión psicológica. Será como un recuerdo
perpetuo de las leyes universales y de las limitaciones contra las que no puede
prevalecer nuestra técnica, ya que es tan seguro como lo que más pueda serlo, que
ninguna señal —y aún menos un objeto material— podrá viajar nunca más deprisa
que la luz.
La velocidad de la luz es la velocidad límite, como parte de la estructura del espacio
y del tiempo. Dentro de los estrechos confines del Sistema Solar, no es un obstáculo
demasiado insalvable, una vez aceptado el retraso en las comunicaciones que lleva
consigo. Poniéndonos en lo peor, la demora será de diez horas… el tiempo que tarda
una señal en llegar a la órbita de Plutón, el más exterior de nuestros planetas. Entre
los mundos interiores, Tierra, Marte y Venus, nunca se tardará más de veinte
minutos, lo cual no es bastante para interferir seriamente el comercio o la
administración, pero más que suficiente para alterar los vínculos personales de
sonido o visión que pueden darnos la sensación de un contacto directo con los
amigos de la Tierra, se hallen donde se hallen.
Es al movernos más allá de los límites del Sistema Solar cuando tenemos que
enfrentarnos con otro nuevo orden de realidad cósmica. Incluso hoy, muchos
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hombres por otra parte educados —como los salvajes que pueden contar hasta tres,
pero se saltan limpiamente todos los números después del cuatro— no pueden
comprender la profunda distinción entre espacio solar y estelar. El primero es el
espacio que encierra a nuestros vecinos, los planetas; el segundo es el que abarca
los distantes soles, las estrellas. «Y es literalmente millones de veces mayor.»
En los asuntos terrestres no hay brusquedad de cambio de proporciones. Pero, para
obtener una pintura mental de la distancia a la estrella más cercana, en
comparación con la que nos separa del planeta más próximo, debemos imaginar un
mundo en el que el objeto más cercano a nosotros se halle a cinco pies de distancia,
y que luego ya no haya nada más que ver hasta que hayamos atravesado 1.000
millas.
Muchos científicos conservadores, derrotados por estos océanos cósmicos, han
negado que puedan llegar a ser cruzados jamás. Algunas personas no aprenden
nunca; los que sesenta años atrás se reían ante la posibilidad de los vuelos, y diez
(¡y sólo cinco!) años atrás se burlaron de la idea de viajar hacia los planetas, ahora
se hallan por completo seguros de que las estrellas se encuentran fuera de nuestro
alcance. Y de nuevo están equivocados, ya que no han conseguido aprender la gran
lección de nuestra época: que si algo es posible en teoría y ninguna ley científica se
opone a su realización, más pronto o más tarde se logrará.
Un día —puede ser en este siglo, o puede ser dentro de un millar de años—
descubriremos un medio realmente eficaz para la propulsión de nuestros vehículos
espaciales. Cada avance técnico se desarrolla siempre hasta sus límites (a menos
que sea superado por algo mejor), y la velocidad final para las naves espaciales es
la de la luz. Nunca se conseguirá esta meta, pero se llegará muy cerca de ello. Y
entonces, la estrella más cercana estará a menos de cinco años, viajando desde la
Tierra.
Nuestras naves exploradoras se extenderán desde nuestro mundo sobre una esfera
del espacio siempre en expansión. Es una esfera que crecerá a casi —aunque no por
completo— la velocidad de la luz. Cinco años al triple sistema de Alfa del Centauro,
diez a la doble Sirio A y B, extrañamente emparejadas, once al tantálico enigma de
la 61 del Cisne, la primera estrella en la que se sospecha la existencia de un
planeta. Estos viajes serán largos, pero no imposibles. El hombre siempre ha
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aceptado el precio que ha sido necesario pagar para sus exploraciones y
descubrimientos, y el precio del Espacio es el Tiempo.
Llegarán a intentarse incluso los viajes que pueden durar siglos o milenios. La
hibernación, una indudable posibilidad, puede ser la clave para el viaje interestelar.
Arcas de contenido cósmico, que serán pequeños mundos viajeros en sí mismos,
pueden ser otra solución, ya que harían posibles los viajes de extensiones
ilimitadas, durando generación tras generación. El famoso efecto de la Dilación del
Tiempo pronosticado por la Teoría de la Relatividad, en el que el tiempo parece
pasar con más lentitud cuando el viajero marcha a casi la velocidad de la luz, puede
ser una tercera solución. Y aún puede haber otras.
Con tantas posibilidades teóricas para los vuelos interestelares, podemos asegurar
que, al menos, una será puesta en práctica. Recordemos la historia de la bomba
atómica; existían tres modos distintos para fabricarla, y no se sabía cuál era el
mejor. Así que se ensayaron los tres… y todos sirvieron.
Mirando hacia el futuro lejano, por lo tanto, debemos figurarnos una lenta (¡aunque
a más de medio millón de millones de millas por hora!) expansión de las actividades
humanas al exterior del Sistema Solar, entre los soles esparcidos por la región de la
galaxia en que nos encontramos. Estos soles se hallan alejados a una media de
cinco años-luz; en otras palabras, nunca conseguiremos ir de uno al más cercano en
menos de cinco años, viajando a la velocidad de la luz.
Para hacer comprender lo que esto significa, empleemos una analogía terrestre.
Imaginemos un vasto océano, salpicado de islotes, algunos desiertos y otros quizás
habitados. En una de dichas islas, una raza enérgica acaba de descubrir el arte de
construir buques. Se preparan para la exploración del océano, pero tienen que
enfrentarse con el hecho de que la isla más cercana se halla a cinco años de viaje, y
que ninguna mejora en su técnica podrá reducir este tiempo.
En tales circunstancias (que son las mismas en que pronto nos encontraremos),
¿qué podrían lograr los isleños? Después de unos siglos, conseguirían establecer
colonias en algunas de las islas próximas, y habrían podido explorar brevemente
otras. Las colonias filiales podrían, a su vez, haber enviado pioneros a otras islas, y
así se lograría extender una especie de colonización por reacción en cadena que
llevaría la cultura original sobre una creciente área del océano.
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Pero ahora consideremos los efectos de la inevitable e ineludible laguna de tiempo.
Sólo podrían existir los contactos más tenues entre la isla madre y sus colonias. Los
mensajes de vuelta podrían informar lo que había sucedido en la colonia más
cercana... cinco años atrás. Nunca conseguirían comunicar información anterior a
esta fecha, y los despachos desde las más distantes partes del océano aún tardarían
más tiempo... tal vez siglos enteros. Nunca habría noticias de las otras islas, sólo
historia.
Ningún Alejandro o César oceánico establecería un imperio más allá de su arrecife
de coral; estaría muerto antes de que sus órdenes llegasen a manos de sus
gobernadores. Cualquier forma de control o de administración de las demás islas
sería imposible por completo, y todo paralelismo con nuestra propia historia
quedaría sin significado. Es por esta razón que las populares historias de ciencia
ficción de los imperios y las intrigas no son más que pura fantasía, sin la menor
base de realidad. Tratemos de imaginar cómo se habría desarrollado la Guerra de la
Independencia Americana, si las noticias de Bunker Hill no hubiesen llegado a
Inglaterra hasta que Disraeli hubiera sido el Primer Ministro de la reina Victoria, y
sus urgentes instrucciones para afrontar la situación hubieran llegado a América
durante el segundo mandato del presidente Eisenhower. Planteado de esta forma,
todo el concepto de una administración o cultura interestelar pasa a ser un absurdo.
Todas las colonias nacidas en las estrellas del futuro serán independientes, lo
quieran o no. Su libertad será inviolablemente protegida por el Tiempo, así como
por el Espacio. Deberán seguir su propio camino y trazarse su propio destino, sin
guía ni ayuda de la Madre Tierra.
A este punto, trasladaremos la discusión a un nuevo nivel y tropezaremos con una
obvia objeción. ¿Podemos estar plenamente seguros de que la velocidad de la luz es
un factor limitativo? En el pasado se han salvado tantos obstáculos «insalvables»,
que tal vez éste seguirá el mismo camino que los demás.
No discutiremos sobre este punto, no daremos razones por las cuales los científicos
creen que la luz jamás podrá ser superada por alguna forma de radiación o por
cualquier objeto material. En vez de ello, presumiremos lo contrario y veremos
adónde nos lleva esto. Tomaremos el más optimista de los casos, e imaginaremos
que la velocidad del transporte puede, eventualmente, convertirse en infinita.
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Imaginemos una época en que, gracias al desarrollo de técnicas tan alejadas de
nuestra presente ingeniería, como el transistor lo está del hacha de piedra,
podremos llegar instantáneamente a cualquier lugar, sin más esfuerzo que marcar
un número. Esto recortaría el tamaño del Universo y reduciría a la nada su
inmensidad física. ¿Qué quedaría?
Todo lo que realmente importa. Ya que el Universo tiene dos aspectos: su
proporción y su complejidad sobrecogedora, estremecedora. Habiendo abolido el
primero, ahora tendremos que enfrentarnos con el segundo.
Lo que ahora tratamos de visualizar no es el tamaño, sino la cantidad. La mayoría
de las personas hoy día se hallan familiarizadas con la sencilla cantidad que los
científicos emplean para describir grandes cifras; consiste simplemente en potenciar
los ceros, de manera que cien se convertirá en 10 2; un billón, en 1012, y así
sucesivamente. Este útil truco nos capacita para trabajar con cantidades de
cualquier magnitud, e incluso sirve para defender presupuestos cuyo total parece
más modesto expresado por 5,76 x 109 que por 5,760.000.000 dólares.
El número de los demás soles de nuestra galaxia (esto es, el conjunto de estrellas y
polvillo cósmico del cual nuestro Sol es un miembro bastante externo, ocupando
uno de los más remotos brazos espirales) se calcula en unos 10 11, o escrito
extensamente, en 100.000.000.000 de unidades. Nuestros actuales telescopios
pueden observar como unas 109 galaxias más, y no muestran signos de espaciarse
ni siquiera en el límite extremo de la visión. Hay probabilidades de que en todo el
Universo existan al menos tantas galaxias como soles hay en la nuestra, pero
ciñámonos a las que podemos ver. Deben de contener un total de 10 11 de veces 109
estrellas, o sea, 1020 estrellas en conjunto.
Uno seguido por otros 20 dígitos es, claro está, un número más allá de toda
comprensión. No hay esperanza de llegar a captarlo, pero hay formas de lanzar
insinuaciones sobre sus implicaciones.
Ahora presumamos que puede llegar una época en que cuando marquemos en un
dial, por algún milagro de transmisión de la materia, nos comuniquemos sin
esfuerzo e instantáneamente con cualquier lugar del Cosmos, como ocurre hoy día
cuando marcamos un número de nuestro teléfono local. ¿Qué parecería la Guía de
Teléfonos del Cosmos, si su contenido quedaba restringido a los soles, sin alistar los
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planetas individuales, y menos aún el millón de lugares de cada planeta? Las guías
que se emplean para ciudades como Londres y Nueva York en la actualidad ya no
pueden manejarse cómodamente, y no alistan más que un millón —10 6— de
números. La Guía Cósmica sería 1014 veces mayor, para contener sus 1020 de
números. Debería contener más páginas que todos los libros que se han impreso
desde la aparición de la imprenta en la Tierra.
Llevando nuestra fantasía un poco más adelante, hay otra consecuencia del teléfono
de 20 números dígitos. Pensemos en las posibilidades de un caos cósmico si al
marcar 27945015423811986385 en vez de 27945015243811986385, nos daban
línea con el otro extremo de la Creación... No es un ejemplo tonto; contemplemos
bien y cuidadosamente esta serie de números dígitos, apreciando su peso y
significado, recordando que podemos necesitarlos todos para contar la suma total
de estrellas, e incluso muchos más para numerar los planetas.
Ante tales números, incluso los espíritus más bravos para enfrentarse con el desafío
de los años-luz retroceden. El examen detallado de todos los granitos de arena de
todas las playas del mundo es una tarea más pequeña que la exploración del
Universo21.
Y con ello volvemos a nuestra declaración del principio. El Espacio podrá ser
coordenado, cruzado y ocupado sin límites definidos; pero jamás será conquistado.
Cuando nuestra raza haya conseguido su último logro, y las estrellas se hallen
pobladas no más ampliamente que la semilla de Adán, incluso entonces seremos
como hormigas arrastrándonos sobre la faz de la Tierra. Las hormigas han atestado
el mundo, pero no lo han conquistado, pues, ¿qué saben sus incontables colonias,
una de la otra?
Así ocurrirá cuando nos extendamos más allá de los confines de la Madre Tierra,
aflojando los nudos de amistad y comprensión, escuchando leves rumores de
segunda, tercera o milésima mano de una fracción siempre más disminuida de toda
la raza humana. Aunque la Tierra intentará mantenerse en contacto con sus hijos, al
final de todos los esfuerzos de sus archiveros y sus historiadores será derrotada por
el tiempo y la distancia, y la impresionante masa de material. Y es que la cantidad
de sociedades o naciones distintas, cuando nuestra raza sea tan sólo dos veces
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Nos parece que el autor no tiene en cuenta el progreso de los códigos de clasificación, ni los milagros de la
cibernética. — (N. del E.)
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como la de la era actual, puede ser mucho mayor que el número de hombres que
han vivido hasta nuestros días.
Hemos dejado el reino de la comprensión en nuestro vano esfuerzo de alcanzar la
escala del Universo; y así será siempre, antes o después.
Cuando os halléis fuera de casa en una noche de verano, volved la vista al cénit.
Casi verticalmente sobre vuestras cabezas brillarán las más resplandecientes
estrellas del cielo boreal... Vega de La Lira, a veintiséis años de distancia a la
velocidad de la luz, lo bastante cerca para ser un lugar de viaje sin retorno para
nosotros, seres de corta existencia. Más allá de este poderoso faro, cincuenta veces
tan brillante como nuestro sol, podremos enviar un día nuestros cerebros y nuestros
cuerpos, pero jamás nuestros corazones.
Porque ningún hombre volverá, si se marcha más allá de Vega, a saludar de nuevo
a los que conoció y amó en la Tierra.
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Capítulo 11
Acerca del tiempo
El hombre es el único animal que pasa apuros por el Tiempo, y de esta
preocupación proviene casi lo mejor de su arte más acabado, gran parte de su
religión, y casi toda su ciencia, puesto que fue la regularidad temporal de la
naturaleza —la salida del sol y las estrellas, el ritmo más lento de las estaciones—lo
que le llevó al concepto de las leyes y el orden, y a la astronomía, la primera entre
las ciencias. Los paisajes sin cambios apreciables como el profundo océano, o la
superficie rodeada de nubes de Venus, no proporcionan ningún estímulo a la
inteligencia, y en tales lugares ésta jamás podrá darse a conocer.
No es sorprendente, por tanto, que las culturas humanas que existen en regiones
de escasa variación climática, como la Polinesia y el África tropical, sean primitivas y
tengan muy poca concepción del Tiempo. En otras culturas, obligadas por su
geografía a enterarse del paso del tiempo, éste llegó a ser para ellas una obsesión.
Tal vez el clásico ejemplo sea el antiguo Egipto, donde la vida estaba regulada por
la anual crecida del Nilo. Ninguna otra civilización, antes o después, ha hecho tantos
determinados esfuerzos para retar a la eternidad, e incluso para negar la existencia
de la muerte.
El tiempo ha sido un elemento básico en todas las religiones, donde ha estado
combinado con ideas tales como la reencarnación, la previsión del futuro, la
resurrección y la adoración de los cuerpos celestes, como sabemos por el calendario
monolítico de Stonehenge, el Zodíaco del Templo de Dendera y la arquitectura
eclesiástica de los Maya. Algunas creencias (el Cristianismo, por ejemplo) han
colocado la Creación y el principio del Tiempo en fechas no muy lejanas del pasado,
y han anticipado el final del Universo para un futuro próximo. Otras religiones, como
el hinduismo, han llevado la vista hasta muy atrás en el tiempo y hacia delante, aún
a
mayores
lejanías.
Fue
con
frecuencia
que
los
astrónomos
occidentales
comprendieron que el Oriente tenía razón, y que la edad del Universo debía ser
medida en billones y no en millones de años... si es que podía medirse.
Y ha sido solamente en los últimos cincuenta años cuando hemos aprendido algo
sobre la verdadera naturaleza del Tiempo, habiendo llegado incluso a influir en su
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progreso, aunque sólo fuese en una millonésima de segundo. La nuestra es la
primera generación, desde que las ruedas de equilibrio y los péndulos empezaron a
oscilar, que ha llegado a comprender que el Tiempo no es absoluto ni inexorable, y
que la tiranía del reloj puede no ser eterna22.
Es difícil no pensar en el Tiempo como en un adversario, y en cierto sentido, todos
los logros de la civilización humana son los trofeos que el hombre ha conquistado en
su lucha contra el Tiempo. Sean cuales hayan sido sus motivos, la cueva de artistas
de Lascaux fue la primera en conseguir algún bien para la humanidad. Unas mil
generaciones atrás, cuando el mamut y el oso de las cavernas todavía merodeaban
por la Tierra, descubrieron una forma de enviar hacia el futuro no sólo sus huesos,
sino incluso algunos de sus sentimientos y pensamientos.
Podemos ver a través de sus ojos, a lo ancho del golfo del Tiempo, los animales que
compartieron su mundo. Pero no es factible contemplar algo más que esto.
La invención de la poesía, quizá como parte de los rituales de la religión, fue el
siguiente adelanto. Las palabras y las frases ordinarias vuelan y se olvidan tan
pronto son pronunciadas. Sin embargo, una vez han sido ordenadas según ciertas
reglas, sucede algo mágico. Como Shakespeare (el escritor más obsesionado por el
Tiempo) observó certeramente:
Ni el mármol, ni los dorados monumentos
de los príncipes, sobrevivirán a esta poderosa rima.
Los bardos y los juglares como Homero llevaban en sus mentes el único recuerdo de
prehistoria que poseemos, y hasta el invento de la escritura siempre corrió el riesgo
de distorsionarse o perderse para la eternidad.
La escritura —quizá la invención más importante de cuantas ha hecho o hará la
humanidad— lo cambió todo. Platón y César nos hablan a través de las edades con
más claridad que la mayoría de nuestros contemporáneos. Y con la invención de la
imprenta, la palabra escrita llegó a hacerse inmortal. Los manuscritos, los
pergaminos y los papiros son vulnerables y fácilmente destruidos, pero desde la
22
El autor se refiere a la relativa Dilatación del Tiempo observada a bordo de los vehículos espaciales. — (N. del E.)
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época de Gutenberg, pocas frases de valor permanente han caído en el olvido o se
han desvanecido.
Hace poco más de un siglo, la escritura y el arte visual se vieron reforzados por la
maravillosa máquina de grabar que es la cámara. La fotografía se ha convertido en
algo tan corriente que ya hemos olvidado por completo lo maravillosa que es; si
resultase tan difícil y caro tomar una fotografía como, por ejemplo, lanzar un
satélite, le concederíamos a la cámara el valor que tiene en realidad.
Ningún otro artefacto creado por el cerebro o la mano del hombre ha sido jamás tan
evocador como una fotografía. Sólo ella puede hacernos retroceder al pasado,
puede hacernos sentir —con alegría o con tristeza —:
—Así es como yo era, en tal sitio y en tal época.
Una cámara barata puede darnos a cada uno de nosotros lo que los mayores
escultores del mundo tardaron años en ofrecerle al emperador Adriano: la imagen
exacta de un amor perdido. Con el invento de la fotografía, algunos aspectos se
convirtieron por vez primera en directamente accesibles, con un mínimum de
intervención selectiva y de distorsión efectuadas por la mente humana. No es en
uno de los aspectos más pequeños donde la Guerra Civil Americana difirió de todos
los anteriores conflictos armados, gracias a la presencia de Matthew Brady.
La cámara —y sobre todo la cámara de cine, que llegó cincuenta años después—nos
dio poder no sólo para recapturar el tiempo, sino para diseccionarlo y distorsionarlo.
Imágenes demasiado rápidas o lentas para el ojo humano fueron hechas de repente
visibles gracias a la fotografía de gran velocidad o retardada.
Cualquiera que haya contemplado la feroz batalla a muerte entre dos enredaderas,
desgarrándose una a la otra con las cuchilladas lentísimas de sus tentáculos, no
podrá sentirse jamás de igual manera que antes acerca del reino vegetal. Los
movimientos de las nubes, el chapoteo de una gota de lluvia, el paso de las
estaciones, el batir de las alas de un pájaro mojado... Antes de nuestro siglo los
hombres sólo podían sospechar o adivinar tales cosas, o darles un independiente
vistazo, como a unos clisés sin relación.
Cuando el fonógrafo irrumpió en el mundo en 1877, el Tiempo perdió su absoluto
control sobre el sonido, así como lo había perdido sobre la visión. Como la cámara,
el fonógrafo fue por completo inesperado, aunque el ingenioso Cyrano de Bergerac,
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en una de sus novelas científicas, había ya mencionado «libros que hablasen». Sin
embargo, al revés de la cámara y las modernas invenciones, el fonógrafo
permanece en una clase aparte, debido a su extrema simplicidad. No es despreciar
la victoria de Edison decir que, con las necesarias instrucciones, cualquier artífice
griego hubiera podido construir un instrumento que hubiese captado las voces de
Sócrates o Demóstenes para nosotros. En el Museo de Atenas existen los restos de
un computador astronómico mucho más complejo que un fonógrafo acústico, y a
veces me pregunto...
Por impresionantes que hayan sido las consecuciones de los últimos cien años, no
son nada en comparación con lo que nosotros haríamos con el Tiempo si tuviésemos
ese poder. Los filósofos, los científicos y los poetas se han devanado sus cerebros
con el problema del Tiempo; un hombre que combinó los tres papeles expresó un
sentimiento universal cuando se lamentó, casi mil años atrás:
—El dedo móvil escribe, y habiendo escrito, sigue moviéndose...
Toda nuestra piedad e ingenio son impotentes para alterar el pasado, o incluso para
cambiar la frecuencia con que avanzamos hacia el futuro. Pero es posible que no
siempre sea así.
Si hacemos una lista de los poderes que nos gustaría tener sobre el Tiempo, sin
mirar su posibilidad, creo que sería como sigue:
Ver el pasado
Reconstruir el pasado
Cambiar el pasado
Viajar en el pasado
Acelerar o retardar el presente
Viajar en el futuro
Ver el futuro
No encuentro más posibilidades (o lo que es lo mismo, imposibilidades) que no se
hallen cubiertas por estas partidas; veamos lo que podemos esperar de cada una.
En lo que toca a la primera, es bueno recordar que nunca vemos o experimentamos
algo que no sea el pasado. Los sonidos que escuchamos proceden de una milésima
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de segundo atrás en el tiempo por cada pie de distancia que han viajado hasta
llegar a nuestros oídos. Esto se demuestra mucho mejor en una tormenta con
acompañamiento de truenos, cuando la crepitación de un relámpago a doce millas
de distancia no es oída sino al cabo de un minuto. Si alguna vez veis un relámpago
y oís el trueno simultáneamente, podréis dar gracias si seguís con vida. A mí me
ocurrió una vez y no recomiendo la experiencia.
Lo que es verdad para el sonido también lo es para la luz, aunque a una escala casi
un millón de veces menor. El sonido de un trueno procedente de un relámpago a
doce millas de distancia puede tardar un minuto en llegar a nosotros, pero nuestros
ojos se enteran en menos de una diez milésima de segundo. Para todos los fines
ordinarios de la Tierra, por lo tanto, la velocidad de la luz es infinita. Es sólo cuando
miramos el espacio que vemos acontecimientos que ocurrieron cientos, o incluso
millones de años atrás.
Ésta es una clase muy limitada de penetración en el pasado; en particular, no ofrece
posibilidad de ver dentro de nuestro pasado. Ni podemos esperar que, cuando
hayamos alcanzado los mundos de los soles más cercanos, encontremos razas
avanzadas que nos hayan estado contemplando y hayan investigado en nuestra
perdida historia a través de super-telescopios… idea que ha sido sugerida por
algunos escritores de ciencia-ficción. Las ondas de luz de cualquier acontecimiento
sobre la faz de la Tierra quedan destruidas al pasar a través de la atmósfera…
aunque las nubes les permitiesen escapar. Y, además, quedan tan sumamente
debilitadas por la distancia, que no podría existir ningún telescopio, ni en teoría, que
permitiese observar los más pequeños objetos de la Tierra ni desde la distancia de
Marte. Ningún ser de un sistema estelar a 900 años-luz de distancia está ahora
contemplando la batalla de Hastings. Los rayos que salieron de la Tierra en 1066
son, en la actualidad, demasiado débiles para mostrar una imagen de toda la Tierra.
Por lo tanto, existe un límite a la amplificación de la luz, impuesto por la naturaleza
de las ondas luminosas, que ningún adelanto científico puede orillar. Por lo mismo,
no podemos esperar volver a captar los sonidos desvanecidos, una vez que se han
fundido dentro del nivel general del ruido de fondo. A veces se ha dicho que el
sonido nunca muere, sino que se torna demasiado débil para que pueda ser oído.
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Esto no es cierto; las vibraciones de cualquier sonido se tornan tan sumamente
débiles que a los pocos segundos dejan de existir en un sentido físico.
Ningún amplificador puede volver a captar las palabras que acabamos de pronunciar
un minuto antes; incluso siendo infinitamente sensible, reproduciría sólo el siseo de
las moléculas del aire al colisionar unas con otras.
Si existe algún medio por el que podamos observar el pasado, tiene que depender
de técnicas aún no nacidas hoy día, ni siquiera imaginadas. Sin embargo, la idea no
comporta ninguna contradicción lógica ni absurdo científico, y en vista de lo que ha
sucedido con las excavaciones arqueológicas, sólo un hombre muy loco proclamaría
que ello es imposible. Lo cierto es que hemos obtenido conocimientos del pasado
que, según parecía obvio, se habían perdido para siempre, más allá de toda
esperanza de recuperación. ¿Cómo era posible que esperásemos conocer la cantidad
de lluvia caída en el año 784 antes de Cristo? Pues esto pudo saberse examinando
el grosor de los círculos de los árboles (sus troncos). ¿Cómo somos capaces de
descubrir la edad de un pedazo de hueso de origen desconocido? El carbono 14 nos
da la fecha exacta. ¿Hacia qué punto exacto se orientaba la aguja de la brújula
20.000 años atrás? La orientación de las partículas magnéticas de la arcilla antigua
nos lo dice. ¿En cuánto ha variado la temperatura de los océanos durante el último
medio millón de años? En la actualidad poseemos —y éste es tal vez el logro más
sorprendente de todos— un «termómetro del tiempo» que sigue el comienzo y el
término de los Períodos Glaciales, por lo que podemos afirmar con toda seguridad
que 210.000 años atrás la temperatura media del mar era de 29° C, y que 30.000
años después bajó a 21°. Casi es imposible sospechar de qué manera ha sido esto
descubierto; el truco consiste en saber que las conchas calcáreas de ciertos
animales marinos tienen una composición que depende de la temperatura del agua
en la que se han formado, por lo que aquélla puede deducirse mediante un delicado
y sofisticado análisis. Así, el profesor Urey pudo afirmar que un molusco fósil que
habitó el mar que cubría Escocia hace 1506 años había nacido en el verano, cuando
la temperatura del agua era de 21° F, vivido cuatro años y muerto en primavera.
No hace mucho, tal conocimiento del pasado habría parecido clarividencia y no
ciencia. Ello ha sido conseguido gracias al desarrollo de instrumentos de medición
muy sensibles (usualmente, productos de la investigación atómica) que pueden
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detectar los increíbles trazos que el paso de la historia deja sobre los objetos. Nadie
puede predecir hasta dónde llegarán estas técnicas. Puede existir un sentido por el
que todos los acontecimientos dejen alguna huella en el Universo, a un nivel todavía
no alcanzado por nuestros instrumentos. (Pero posiblemente, bajo circunstancias
muy anormales, por nuestros sentidos: ¿es ésta la explicación de los fantasmas?)
Puede llegar un momento en que podamos leer tales marcas, tan invisibles ahora
como las huellas de un rastro lo son para un explorador indio o para un rastreador
aborigen. Y entonces el telón se alzará sobre el pasado.
A primera vista, la habilidad de lograr ver hacia atrás en el Tiempo parece el poder
más maravilloso que se le pueda conceder al hombre. Todo el conocimiento perdido
podría ser recuperado; todos los misterios, explicados; todos los crímenes,
solucionados; todos los tesoros ocultos, hallados. La historia ya no sería un conjunto
de leyendas y conjeturas; todo lo que hoy adivinamos lo sabríamos. Y quizás incluso
pudiéramos llegar al estado tan poéticamente descrito por Wells en su historia corta
El espantoso mundo.
«Tal vez llegue un tiempo en que estos recuerdos recobrados sean tan vívidos como
si nuestras propias personalidades estuviesen allí y compartiesen la emoción y el
temor de aquellos días primitivos; puede llegar un tiempo en que los monstruosos
animales del pasado salten de nuevo a la vida en nuestra imaginación, en que
volvamos a caminar por lugares ya desvanecidos, en que podamos distender
miembros que ya creíamos convertidos en polvo, y sentir de nuevo el brillo del sol
de hace un millón de años.»
Con tales poderes seríamos igual que dioses, capaces de retornar a épocas pasadas,
a tenor de nuestra voluntad. Pero sólo los dioses, con seguridad, están capacitados
para poseer esos poderes. Si el pasado se abriera de repente a nuestra curiosidad,
nos quedaríamos sobrecogidos no sólo por la enorme cantidad de material, sino por
la brutalidad, el horror y la tragedia de los siglos que yacen detrás de nosotros. Una
cosa es leer acerca de las matanzas, las batallas, las plagas o la inquisición, o verlas
en acción en las películas. Pero ¿qué ser humano resistiría ver la inmutable maldad
del pasado, sabiendo que lo que estaba viendo era real y más allá de todo remedio?
Mejor es, claro está, que el bien y el mal permanezcan más allá de todo detallado
escrutinio.
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Y hay otro aspecto del asunto. ¿Qué efecto nos causaría la idea de que, en algún
momento desconocido del futuro, unos hombres iguales a nosotros, excepto por su
ciencia superior, podrán atisbar en nuestras vidas, contemplar todas nuestras
locuras y vicios, así como también nuestras más raras virtudes? La próxima vez que
vayáis a cometer alguna acción inconveniente, deteneos a considerar la idea de que
podéis ser un espécimen ante una clase de psicología primitiva, dentro de mil años.
Una posibilidad aún peor es que los voyeurs de una decadente edad futura puedan
emplear su pervertida ciencia para espiar en nuestras vidas. Sin embargo, quizás
incluso esto es mejor que la perspectiva de que nosotros podamos ser demasiado
simples y arcaicos, y no les ofrezcamos ningún interés.
La reconstrucción del pasado es una idea aún más fantástica que su observación,
porque la incluye y va aún más allá. Es nada menos que el concepto de la
resurrección, mirado en un sentido científico más bien que religioso.
Supongamos que en algún momento del futuro los hombres adquieren el poder de
observar el pasado con tanto detalle que puedan recordar el movimiento de cada
átomo que haya existido. Supongamos que reconstruyen, sobre la base de esta
información, personas, animales y lugares selectos del pasado. Por lo tanto, aunque
uno muera en el siglo XX, otro «uno», con todos los recuerdos que tuviera en el
momento de la observación, podría de pronto encontrarse en un futuro lejano,
prosiguiendo la existencia a partir de entonces.
El hecho de que esto no sea más que una fantasía casi inconcebible para la mente
humana no significa que deba ser descartado como ridículo. Se ha sugerido —creo
que por un filósofo francés— que por algún medio la gente del futuro podrá intentar
corregir los errores del pasado. Naturalmente, esto no serviría de nada.
Aun cuando alguna super ciencia volviera a crear a las víctimas de las injusticias ya
largamente olvidadas, o de los crímenes, permitiéndoles continuar sus vidas en
circunstancias más felices, esto no cambiaría en lo más mínimo los sufrimientos de
las vidas originales.
Esto —alterar el pasado y hacer que el dedo borre su inscripción— es un tema muy
bueno para la fantasía, pero no para la ciencia. Cambiar el pasado acarrea tantas
paradojas y contradicciones que estamos justificados, con toda seguridad, al mirarlo
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como un imposible. El clásico argumento contra la marcha del tiempo es que le
permitiría a un hombre regresar al pasado y matar a uno de sus antepasados
directos, haciéndose a sí mismo —y probablemente a una considerable fracción de
Algunos escritores ingeniosos (sobre todo Robert Heinlein y Fritz Leiber) han
aceptado este reto y han declarado, en efecto:
—Muy bien, supongamos que tal paradoja ocurre. Entonces ¿qué?
Una de sus respuestas es el concepto de los indicios de tiempos paralelos.
Presumen que el pasado no es inmutable, sino que se podría, por ejemplo, volver a
1865, y desviar la puntería de John Wilkes Booth en el Teatro de Ford23. Pero al
obrar así, se aboliría nuestro mundo y se crearía otro cuya historia diferiría tanto de
la nuestra que, eventualmente, sería por completo diferente.
Quizás en cierto sentido todos los universos posibles tengan una existencia real,
como las vías en un infinito y arreglado patio, pero nosotros sólo nos movemos
sobre un raíl a la vez. Si pudiéramos viajar hacia atrás, y cambiar algún
acontecimiento clave del pasado, lo que realmente estaríamos haciendo, sería
volver a un cambio de vías y pasar a otro raíl.
Pero puede que no sea tan simple, si se me permite la expresión, como esto.
Otros escritores han desarrollado el tema de que, aun cuando pudiéramos cambiar
los acontecimientos individuales del pasado, la inercia de la historia es tan enorme
que no habría ninguna diferencia. Así, podríamos salvar a Lincoln de la bala de
Booth… para que otro simpatizante confederado estuviera aguardando con una
bomba en el vestíbulo del teatro. Y así, en todo.
El argumento más convincente contra el viaje a través del tiempo, es la notable
escasez de viajeros en el tiempo. Por desagradable que nuestra época pueda
parecerle al futuro, seguramente esperaríamos que los profesores y los estudiantes
nos visitasen, si tal cosa pudiera ser posible. Aunque lograran tratar de disfrazarse,
ocurrirían accidentes… como sucederían si volvían a la Roma Imperial con cámaras
y magnetófonos ocultos bajo las togas de nylon. Viajar en el tiempo nunca podrá
ser mantenido en secreto durante mucho; una y otra vez, al correr de las edades,
los argonautas cronistas (para emplear el original y singularmente poco inspirado
título de Wells, La máquina del tiempo) se verían en apuros e inadvertidamente se
23
John Wilkes Booth fue el asesino del presidente Lincoln. (N. del T.)
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descubrirían ellos mismos. De todos modos, la principal evidencia de un derrame del
futuro aparece ya en las notas de Leonardo da Vinci. Su relación de inventos para
los siglos del futuro es asombrosa, pero no deja ninguna prueba concluyente de que
la Italia del siglo XV tuviera visitantes de otras épocas.
Algunos escritores de ciencia-ficción han tratado de soslayar esta dificultad
sugiriendo que el Tiempo es una espiral; aunque no seamos capaces de subirla de
una vez, tal vez podamos ir ascendiendo peldaño a peldaño, visitando así puntos
apartados en tantos millones de años que no hay peligro de embarazosas colisiones
entre las culturas. Los grandes cazadores del futuro pueden haber barrido ya los
dinosaurios, pero la edad del Homo Sapiens puede yacer en una región cegada que
no pueden alcanzar.
De esto el avispado lector deducirá que no me tomo muy en serio el viajar a través
del Tiempo; ni creo que lo haga nadie, ni siquiera los escritores que a ello han
dedicado más esfuerzo y habilidad. Pero el tema sigue siendo uno de los más
fascinantes —y a veces de los más filmados— de toda la literatura, habiendo
inspirado obras como Jurgen y Berkeley Square. Es que apela al más profundo de
todos los instintos de la humanidad, y por este motivo jamás morirá.
Una idea más real y menos imposible que viajar por el pasado es que seamos
capaces de variar la frecuencia de tiempo a que nos movemos —o parecemos
movernos— por el futuro. Hasta cierto punto, las drogas ya lo logran. Para un
hombre anestesiado, el tiempo pasa a una velocidad infinita. Cierra los ojos para un
segundo, y los abre quizás horas más tarde. Los estimulantes pueden tener un
ligero efecto en otras direcciones, y ya ha habido muchos informes de aceleración
mental, real o imaginada, producida por la mezcalina, el haxix y otros narcóticos.
Aunque estos efectos que llamaremos laterales no fueran indeseables, tal distorsión
del sentido del tiempo tendría que ser muy limitada. Sin que importe cuan de prisa
operase la mente de un hombre, la gran inercia de su cuerpo le impediría mover sus
extremidades a mayor velocidad de la normal. Si se coloca un supercombustible en
un tanque de gasolina de un coche, el motor quedará destrozado...
y el cuerpo humano es un organismo infinitamente más delicado y mejor
equilibrado que el motor de un coche.
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Podemos ser capaces de retardarlo hasta un punto casi ilimitado, haciendo posible
el antiguo sueño de la suspensión vital (hibernación) y un viaje de una sola vez al
futuro como el experimentado por Rip van Winkle. Pero no podemos acelerarlo
mediante las drogas, de manera que un hombre pueda correr a razón de una milla
por minuto, o ejecutar en una hora el trabajo de un día.
Sin embargo, tal vez esto se consiga por otros medios, si hacemos una distinción
entre el tiempo subjetivo y el objetivo. El primero es el tiempo experimentado o
captado por la mente humana, que parece ir más de prisa o con mayor lentitud
según el estado de variación mental… dentro de los límites que acabamos de
examinar. El segundo es el tiempo medido por objetos inanimados como los relojes,
los cristales oscilantes y los átomos vibrátiles, y hasta el presente siglo fue un acto
de fe entre los científicos que, fuera cual fuese nuestro pensamiento, el tiempo
objetivo corría a una velocidad fija, segura, inmutable. No fue el menor de los
chascos ocasionados por la Teoría de la Relatividad, de Einstein, haber descubierto
que esto no era cierto.
De forma bastante curiosa, los antiguos egipcios pudieron haber hallado muy fácil
aceptar la relatividad del tiempo. Sus primitivos relojes de sol tenían caras
graduadas
en
necesariamente,
arcos
iguales,
variaban
por
lo
que
las
extensiones
durante
el
día.
Cuando,
unos
de
sus
siglos
horas,
después,
descubrieron los relojes de agua que corrían a una frecuencia constante, estaban ya
tan acostumbrados a la idea del tiempo variable que dedicaron muchos esfuerzos a
la calibración de sus relojes, de manera que estuvieran de acuerdo con los de sol.
—En la corriente del agua —dice Rudolf Thiel en su libro, Y la luz se hizo— tenían
una imagen directa del constante fluir del tiempo. Pero con extraordinaria destreza
y habilidad producían irregularidades en un fenómeno natural y regular, a fin de
lograr que el Tiempo corriese del único modo que a ellos les parecía exacto; con la
inconstancia de sus relojes de sol.
La
variabilidad
del
Tiempo
es
una
consecuencia
natural
e
inevitable
del
descubrimiento de Einstein, según el cual el Tiempo y el Espacio no pueden ser
estudiados por separado, sino que son aspectos de una sola entidad que él llamó
«Espacio-Tiempo». Contrariamente a la opinión popular, los argumentos que llevan
a esta conclusión no son tan abstrusos y matemáticos que se hallen más allá del
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lego; en realidad son tan elementales como para sorprender por su misma
simplicidad. (Me pregunto cuántas veces Einstein se sentiría enfurecido ante la
frase: ¡Y esto es todo!) El problema de explicar la Relatividad es como el convencer
a un antiguo egipcio que su reloj de agua era superior a su reloj de sol, o persuadir
a un monje medieval de que la gente no tenía por qué caer por necesidad desde el
otro lado de la Tierra esférica. Una vez la mente ha quedado limpia de ideas
preconcebidas, el resto es sencillo.
No tengo intención de explicar aquí la Relatividad, ya que pueden hallarse gran
cantidad de libros sobre este tema (uno de los mejores La Relatividad Legible, de
Clement V. Durell, ha sido publicado hace poco, después de treinta y cinco años de
haber sido escrito. Y es gran coincidencia que el más célebre relativista literario de
hoy día tenga un apellido casi idéntico). Sin embargo, me propongo examinar una
analogía muy útil.
En la vida ordinaria, estamos acostumbrados a dividir el espacio en tres
dimensiones o direcciones, que llamamos ancho, largo y alto. Una de estas
direcciones no se halla por completo a la par con las otras, como cualquiera
descubrirá si se tira desde la ventana de un décimo piso, pero la longitud y la latitud
son completamente arbitrarias («relativas»). Dependen sólo del punto de vista del
observador; si se pone a girar, giran con él.
Cuando observamos más de cerca el asunto, hallamos que incluso la dirección a la
que llamamos altitud no es tan absoluta como pensábamos. Cambia a cada instante
sobre la faz de la Tierra, hecho que ha perturbado hondamente a los primeros
teólogos que intentaban localizar el Cielo. Incluso un mismo punto puede tener
direcciones diferentes en apariencia. Cuando se va en un avión a chorro durante el
despegue, se nota la inclinación vertical al acelerar por la pista, y si el asiento
pudiera girar quedaría alineado con una nueva serie de ejes. La latitud y la longitud
ya no son las mismas que para un hombre situado en el vestíbulo del aeropuerto;
ambas ocupan la misma región del espacio, pero ahora se hallan divididas de modo
algo distinto. Parte de su horizontal ha pasado a ser algo de su vertical.
En un modo comparable, observadores que se muevan a distintas velocidades
dividen el Espacio-Tiempo en proporciones ligeramente diferentes, de forma que
una, para expresarlo con llaneza, consiga un poco más de tiempo y un poco menos
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de espacio que la otra... aunque la suma total siga siendo la misma. (Sumar tiempo
y espacio puede parecer algo parecido a sumar manzanas y naranjas, pero no
debemos preocuparnos de la estratagema matemática empleada para lograrlo.) Así,
la frecuencia a que el tiempo corre en cualquier sistema —dentro de una nave
espacial, por ejemplo— depende de la velocidad con que se mueva dicho sistema, y
también de los campos gravitatorios en que esté experimentando.
A velocidades normales, y en campos gravitatorios ordinarios, la distorsión del
tiempo es por completo nula. Incluso en un satélite artificial girando alrededor del
globo a 18.000 millas por hora, un reloj perdería sólo una pulsación de cada tres mil
millones. Un astronauta que hiciera una sola órbita alrededor de la Tierra
envejecería una millonésima de segundo menos que sus compañeros de Tierra; los
otros efectos del vuelo más bien equilibrarían éste.
Sólo desde 1959 ha sido posible demostrar esta increíble distorsión del tiempo a las
modestas velocidades de los cuerpos terrestres. Ningún reloj construido por el
hombre podría lograrlo, pero gracias a la brillante técnica desarrollada por el físico
alemán Mossbauer, podemos utilizar las vibraciones atómicas para medir el tiempo
con una seguridad considerablemente mejor que una unidad en un millón de
millones. Tomen nota, por favor: no una unidad en un millón, sino una unidad en un
millón de millones.
Hagamos una leve pausa para considerar lo que esto significa, ya que es otra
victoria sobre el Tiempo, una victoria métrica que los fabricantes de los primitivos
relojes de sol y de agua podían escasamente haber imaginado. Un reloj acompasado
a una unidad en un millón de millones, que es el que nos ha dado el doctor
Mossbauer (para ciertas aplicaciones), perdería sólo un segundo en 30.000 años...
un solo latido entre los primeros pintores rupestres de la cueva de Lascaux y los
primeros colonos de Marte. Tal seguridad en la medición de la distancia nos
capacitaría para ver si el diámetro de la Tierra aumentaba o disminuía por el grosor
de una bacteria.
Aunque este efecto de distorsión o de dilatación del Tiempo es tan nimio a la
velocidad ordinaria, se torna mayor cuando se trata de velocidades considerables, y
muy grande cuando nos acercamos a la velocidad de la luz. En una nave espacial
viajando al 87% de la velocidad de la luz, o sea, a 580.000.000 de millas por hora,
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el tiempo pasaría a sólo la mitad de frecuencia que en la Tierra. Al 99,5% de la
velocidad de la luz —667.000.000 de millas por hora—, la proporción quedaría
rebajada en diez veces; un mes en una nave espacial sería casi un año terrestre.
(Espero que los relativistas me perdonarán ciertas simplificaciones y presunciones
disimuladas en estas declaraciones; los demás, por favor, ignoren el paréntesis.) Lo
importante es observar que no habría absolutamente nada raro en todo ello, de
forma que los viajeros del espacio no podrían decir que les estaba pasando algo
extraño. A bordo del vehículo todo aparecería por completo normal... y es que lo
sería. Hasta su regreso a la Tierra no descubrirían que había transcurrido mucho
más tiempo en ésta que a bordo de la nave. Esto es lo que se llama Paradoja del
Tiempo, que parece permitirá, al menos en principio, que un hombre volviera a la
Tierra siglos o milenios después de haberla dejado, mientras que él no habría
envejecido más que unos cuantos años. Para cualquiera que se halle familiarizado
con la Teoría de la Relatividad, sin embargo, no es ninguna paradoja; es sólo una
consecuencia natural de la estructura del Espacio y del Tiempo.
La principal aplicación de este efecto distorsionador del Tiempo está en el vuelo a
las estrellas, si es que se logra alguna vez. Aunque tales vuelos podrían durar
siglos, no les parecería tal cosa a los astronautas. Por lo que un subproducto de los
viajes espaciales a largas distancias será el viajar en el futuro... claro está, viajar de
una vez, es decir, sin retorno al pasado. Un viajero interestelar podría volver a su
propia Tierra, pero nunca a su misma edad.
Tal asombroso resultado habría sido llanamente negado cincuenta años atrás, pero
en la actualidad es aceptado como un axioma de la ciencia. Esto nos lleva a
considerar si no pueden existir otros medios para distorsionar o alterar el Tiempo...
medios que eludan el inconveniente de viajar varios años-luz.
Debo apresurarme a declarar que la perspectiva no parece muy prometedora. En
teoría, la oscilación o la vibración podrían tener un efecto similar sobre el tiempo...
pero las proporciones deberían ser tan enormes que ningún objeto material podría
resistir tales tensiones. Puesto que la gravedad, igual que la velocidad, afecta el
paso del tiempo, esta línea de acercamiento parece ligeramente más prometedora.
Si llegáramos a controlar la gravedad, podríamos asimismo aprender a controlar el
tiempo. Una vez más, empero, se requerirían fuerzas titánicas para producir un
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minuto de distorsión del tiempo. Incluso en la superficie de una estrella Enana
Blanca, donde la gravedad es miles de veces más potente que en la Tierra, se
necesitarían relojes muy equilibrados para revelar que el tiempo corría con mayor
lentitud.
Está comprobado que los pocos medios conocidos para distorsionar el tiempo son,
no sólo demasiado difíciles de aplicar, sino que también actúan en la menos útil de
las direcciones. Aunque existen ocasiones en que nos gustaría retrasarnos con
respecto al resto del mundo, de modo que el tiempo pareciese volar, el proceso
contrario sería mucho más valioso. No hay nadie que, en uno u otro momento, no
haya sentido una desesperante necesidad de tiempo; a menudo unos minutos —
incluso unos segundos— pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Trabajar contra reloj no sería problema en un mundo donde pudiera hacerse
detener el reloj, aunque sólo fuera por un rato.
No tenemos la menor idea de cómo podría lograrse esto; ni la Teoría de la
Relatividad ni nada, nos da una pista siquiera. Pero una real aceleración del tiempo
—no la subjetiva y limitada producida por las drogas— sería de tan gran valor, que
es muy posible que un día queramos descubrir la forma de conseguirla y utilizarla.
Una sociedad en la que las Naciones Unidas pudieran tener una sesión de todo un
día en el tiempo en el que el resto de Nueva York toma su desayuno, o en que un
autor pudiera entresacar una hora del tiempo general para escribir una obra de
80.000 palabras, es difícil imaginar y quizá, más bien, atacaría el sistema nervioso.
Puede que no sea deseable y, ciertamente, no es agradable, pero no me atrevo a
afirmar que sea imposible.
Viajar en el futuro es la única clase de viaje en el tiempo que nos está permitida, a
la velocidad sostenida de 24 horas cada día. Que seamos capaces de alterar esta
proporción no envuelve, como hemos visto, ningún absurdo científico. En adición a
los viajes espaciales a gran velocidad, la hibernación puede también permitirnos
viajar por los siglos del porvenir y ver lo que el futuro mantiene en reserva, más
allá de la normal expectación de la vida.
Pero, al referirse a los viajes a través del tiempo, la mayoría de la gente quiere
decir algo considerablemente más ambicioso que esto. Quieren decir adentrarse en
el futuro y «volver de nuevo al presente», sobre todo con una lista completa de
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anotaciones. Esto, claro está, implica viajar en el pasado... ya que desde el punto
de vista del futuro nosotros somos (¿o éramos?) el Pasado, y esto, ya lo hemos
decidido, es por completo imposible.
Me gustaría afirmar que ver en el futuro —un proyecto claramente menos ambicioso
que visitarlo— es por igual imposible, de no ser por la impresionante cantidad de
evidencias en contra. Siempre ha habido, claro, profetas y oráculos que han
proclamado la habilidad de predecir el futuro; «El rescate de los Idus de Marzo» es
quizá la más famosa de tales predicciones. En años más recientes, el trabajo del
profesor Rhine en la Duke University, y el doctor Soal y sus colegas en Inglaterra,
han producido muchas pruebas concretas de «pre conocimiento», aunque todo haya
sido en forma de estadísticas, hacia las que la mayoría de la gente siente una
profunda aversión. En este caso, la aversión puede hallarse justificada; quizás haya
algo fundamentalmente equivocado en el análisis matemático de los experimentos
adivinatorios de cartas sobre los que se basan la mayoría de las precogniciones.
Todo el tema es tan complicado y tan cargado de prejuicios y emociones, que
propongo salir de él y alejarnos de puntillas; para quien desee más información,
busque las obras de Rhine, J. B., en el índice de la biblioteca local.
Si el futuro puede ser conocido, incluso en principio, es una de las cuestiones más
sutiles de la filosofía. Un siglo y medio atrás, cuando la mecánica newtoniana hubo
alcanzado sus mayores triunfos al predecir el movimiento de los cuerpos celestes, la
respuesta hubiera sido un calificado «sí». Dadas las posiciones iniciales y las
velocidades de todos los átomos del Universo, un gran matemático podía calcular
todo lo que sucedería hasta el fin del tiempo. El futuro estaba predeterminado hasta
en el más mínimo detalle, por lo que, en teoría, podía ser anticipado.
Ahora sabemos que este punto de vista es demasiado ingenuo, ya que se basa en
una falsa presunción. Es imposible especificar las posiciones iniciales y las
velocidades de todos los átomos del Universo, al menos hasta el grado de seguridad
que tal cálculo requiere. Existe un intrínseco «embrollo» o incertidumbre acerca de
las partículas fundamentales, lo que significa que jamás podremos conocer
exactamente lo que están haciendo en este momento... y menos aún dentro de un
centenar de años. Aunque algunos sucesos —eclipses, estadísticas de población,
quizás algún día incluso el tiempo— puedan ser predichos con considerable
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seguridad, la ruta matemática hacia el futuro es muy estrecha y eventualmente se
hunde en el cenagal de la indeterminación. Si algún brujo o sibila ha obtenido en
realidad cierto conocimiento del futuro, ha sido por cualquier medio no sólo
desconocido por la ciencia actual, sino en contraposición flagrante con la misma
Ciencia.
Sin embargo, sabemos tan poco sobre el Tiempo y hemos realizado tan nimios
progresos para comprenderlo y controlarlo, que no podemos descartar posibilidades
tan aleatorias como el acceso limitado al futuro. El profesor J. B. S. Haldane observó
una vez muy diplomáticamente:
—El Universo no sólo es más extraño de lo que imaginamos, sino que es más
extraño de lo que podemos imaginar.
Acaso la Teoría de la Relatividad puede insinuar sólo la más elemental de las
rarezas del Tiempo.
En su poema El futuro, Matthew Arnold describió al hombre como un vagabundo
«nacido en un buque. Sobre el seno del río del Tiempo». En todo el relato, este
buque ha estado derivando sin timón ni control alguno; ahora, quizás, está
aprendiendo a hacer funcionar sus motores. Nunca serán lo bastante potentes como
para sobreponerse a la corriente; a lo sumo, podrán retrasar su partida, y conseguir
una mejor vista del paisaje que le rodea y de los puertos que debe abandonar para
siempre. O puede acelerar su progreso, y correr por encima de la corriente a más
velocidad que la misma corriente que le sostiene. Lo que nunca podrá hacer es
volver atrás y tornar a visitar los lugares superiores del río.
Y al final, como premio a todos sus esfuerzos, será barrido con todas sus
esperanzas e ilusiones, y arrastrado hacia el desconocido océano...
«Mientras la pálida inmensidad se agranda ante él,
Mientras las orillas disminuyen en la lejanía
Mientras aparecen las estrellas,
y el viento de la noche lleva
hasta la corriente los murmullos y
perfumes del infinito Mar.»
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Capítulo 12
Épocas de abundancia
Las materias primas de la civilización, como la vida misma, son materia y energía,
que ahora sabemos que no son más que las dos caras de una misma moneda.
Durante toda la historia humana, y toda la prehistoria, sólo se han usado de ambas
por los hombres cantidades muy modestas. Durante el curso de un año, uno de
nuestros remotos antepasados consumía un cuarto de toneladas de comida, media
tonelada de agua y casi nulas cantidades de piel, palos, piedras y arcilla. La energía
que gustaba era creada por sus propios músculos, más una pequeña contribución
ocasional en forma de fuego de madera.
Con la elevación de la técnica, este cuadro tan sencillo ha cambiado hasta no ser ya
reconocido. La consumición anual del ciudadano americano de término medio pasa
de media tonelada de acero, siete toneladas de carbón y centenares de libras de
metales y productos químicos cuya existencia era desconocida para la ciencia de
hace un siglo. Cada año, se extraen de la Tierra más de veinte toneladas de
materias primas para proporcionarle al hombre moderno todas sus necesidades —y
lujos— de la vida. No importa que de vez en cuando escuche avisos sobre escaseces
críticas, y que se le diga que dentro de unas cuantas generaciones el pobre o el
plomo tendrán que ser añadidos a la lista de los metales raros.
La mayor parte de nosotros no hace caso de tales alarmas, porque ya las hemos
oído antes... y no ha ocurrido nada. El inesperado descubrimiento de enormes pozos
de petróleo en el Oriente Medio ha silenciado, por mucho tiempo, a los Cassandras
de la industria petrolífera, que habían pronosticado que a finales del presente siglo
se agotarían las reservas terrestres del oro negro. Esta vez estaban equivocados...
aunque a la larga tendrán razón.
Sean cuales sean las nuevas reservas que podemos descubrir, los «combustibles
fosilizados» como el carbón y el petróleo solamente pueden durar para unas
cuantas centurias más; después, se habrán agotado para siempre. Habrán servido
para lanzar la cultura técnica del hombre a su trayectoria, procurándole fuertes de
energía de fácil alcance, pero no pueden sostener a la civilización durante miles de
años. Para esto, necesitamos algo más permanente.
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Hoy día existen muy pocas dudas de que la respuesta a largo (y quizás a corto)
plazo al problema del combustible es la energía nuclear. Las armas que se hallan ya
almacenadas por las potencias decisivas de la Tierra, podrían hacer funcionar todas
las máquinas del planeta durante varios años, si sus energías pudieran usarse
constructivamente. Sólo las cabezas de proyectil de los arsenales americanos son
equivalentes a miles de millones de toneladas de petróleo o carbón.
No es agradable que las reacciones de fisión (las que emplean elementos tales como
el torio, el uranio y el plutonio) jueguen más que un papel temporal en los asuntos
terrestres; hay que esperar que no sea así, ya que la fisión es la más sucia y
desagradable de las invenciones que el hombre haya podido descubrir para el
desprendimiento de la energía. Algunos de los radioisótopos de los reactores
actuales aún provocarán trastornos y quizás herirán a arqueólogos desprevenidos,
dentro de un millar de años.
Pero más allá de la fisión existe la fusión, la soldadura de los átomos ligeros, como
el hidrógeno y el litio. Ésta es la reacción que se opera en las mismas estrellas;
nosotros la hemos reproducido en la Tierra, pero aún no la hemos perfeccionado.
Cuando lo hayamos hecho, nuestros problemas de energía se habrán solucionado
para siempre... y no existirán subproductos venenosos, sino sólo las limpias cenizas
del helio.
La fusión controlada es el supremo reto de la física nuclear aplicada; algunos
científicos creen que se conseguirá en diez años; otros, en cincuenta. Pero casi
todos aseguran que habremos conseguido domesticar la fuerza de fusión mucho
antes de que se hayan agotado las reservas de petróleo y carbón, y que del mar
podremos sacar combustible (hidrógeno) en cantidades ilimitadas.
Quizás —y por ahora parece muy probable— las fábricas de fusión únicamente
puedan ser construidas en grandes tamaños, de forma que sólo unas cuantas
puedan proporcionar fuerza a todo un país. Ya parece más improbable que puedan
construirse pequeñas y portátiles, por ejemplo, para poder ser empleadas en los
vehículos. Su principal función será la de producir ingentes cantidades de energía
térmica y eléctrica, y tendremos que enfrentarnos con el problema de llevar esta
energía a los millones de lugares donde se necesitará. Existirán sistemas de fuerza
que podrán suministrarse a nuestras casas, pero ¿qué será de nuestros automóviles
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y aviones en la Era Postpetrolífera? La solución deseada sería algún medio de
electricidad almacenada que fuese al menos diez, y preferiblemente cien veces más
concentrada, que las baterías anticuadas que no han mejorado en lo fundamental
desde los tiempos juveniles de Edison. Esta urgente necesidad ya ha sido
mencionada en el Capítulo 3, en relación con los automóviles eléctricos, pero hay
otros muchos, casi incontables, requerimientos para la energía portátil. Tal vez la
influencia de la técnica espacial nos conducirá rápidamente a unas células de fuerza
de poco peso, que contendrán tanta energía por libra como el petróleo; cuando
consideramos algunas de las otras maravillas de la técnica moderna, esta suposición
nos parece con exceso modesta.
Una idea más exagerada, quizás, es que podamos radiar fuerza desde alguna
central generadora y captarla en cualquier punto de la Tierra por medio de algún
artefacto, como un receptor de radio. A escala limitada, esto ya es posible, aunque
con grandes dificultades y enormes dispendios.
Ondas de radio bien dirigidas, llevando 1.000 HP de energía continua podrían ser
producidas y parte de esta energía ser interceptada por un gran sistema de antenas
a varias millas de distancia. Debido a la inevitable expansión de las ondas, sin
embargo, la mayor parte de esta energía se perdería, por lo que la eficiencia del
sistema resultaría escasa. Sería igual que usar un faro, a diez millas de distancia,
para iluminar un edificio; la mayor parte de la luz se derramaría, perdiéndose sobre
el paisaje intermedio. En el caso de una onda de radio de alto poder, la energía
perdida no tan sólo se perdería sino que sería peligrosa, como ya lo han descubierto
los constructores de radar a largas distancias.
Otra objeción fundamental a la fuerza radiada es que el transmisor tendría que
irradiar la misma cantidad de energía, fuera o no usada en el otro extremo. En
nuestros actuales sistemas de distribución, la central generadora no produce
electricidad hasta que giramos el conmutador de una derivación; hay «pedido» del
consumidor al generador. Sería en extremo difícil, si no imposible, arreglar esto
igual mediante un sistema de fuerza radiada.
La fuerza mediante ondas de radio parece impracticable, por lo tanto, salvo para
aplicaciones especiales; podría ser usada entre satélites y vehículos espaciales si
estuvieran muy juntos y sin cambiar sus posiciones relativas. Pero, como es natural,
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no hay esperanza de que pueda mover vehículos... que es lo que precisamente más
falta hace.
El poder irradiado, si alguna vez se logra, tendrá que depender de algún principio o
técnica desconocidos en el presente. Por fortuna, no es algo que debamos poseer,
sino sólo algo que nos sería útil. Si es necesario, nos pasaremos sin ello.
Como pura especulación, debemos mencionar la posibilidad de que existan otras
fuentes de energía en el espacio que nos rodea, y que algún día podamos llegar a
descubrirlas. Varias ya lo son, pero todas son en extremo débiles, o sufren de
alguna limitación fundamental. La más poderosa es la radiación solar —o sea, la luz
del sol— y ya la empleamos para mover nuestros vehículos espaciales. El
desprendimiento
del
reactor
de
hidrógeno
solar
es
gigantesco,
unos
500.000.000.000.000.000.000.000 HP, pero cuando llega a la Tierra la corriente de
energía ha quedado drásticamente diluida en la distancia. Una cifra aproximada y
fácil de recordar, es que la energía de la luz solar al nivel del mar es de 1 HP por
metro cuadrado claro está, varía ampliamente con las condiciones atmosféricas. Si
lográsemos convertir en electricidad sólo una décima parte de esta energía (¡a un
coste tan enorme como 100.000 dólares por caballo de fuerza de las células solares
actuales!), un coche de 100 HP necesitaría 1.000 metros cuadrados de superficie
colectora, incluso en un día de sol muy brillante. Es una proposición escasamente
practicable.
No podemos aprovechar el flujo de la energía solar a menos que nos traslademos
más cerca del Sol; incluso en Mercurio, sólo podríamos producir 1 HP de energía
eléctrica por metro cuadrado de superficie colectora. Es posible que un día podamos
instalar colectores de luz muy cerca del Sol24, y que radiemos la energía conseguida
a los puntos donde se necesite. Si la fuerza de fusión no acaba de ser lograda,
tendremos que lanzarnos a drásticas medidas como ésta, impelidos por la
necesidad. Pero las naves espaciales harán bien en evitar estas ondas de fuerza;
para ellas serían efectivos rayos de la muerte.
Las demás fuentes de energía conocidas son millones de veces más débiles que la
del Sol. Los rayos cósmicos, por ejemplo, llevan tanta energía como la luz de las
estrellas; resultaría mucho más beneficioso construir un motor movido por las
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En la superficie solar hay 65.000 HP de energía para ser recogida en cada metro cuadrado. — (N. del A.)
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ondas lunares que por radiación cósmica. Esto puede parecer una paradoja, en vista
del hecho bien conocido de que estos rayos a menudo poseen tanta energía que
pueden infligir severos daños biológicos. Pero los rayos de alta energía (actualmente
partículas) son tan pocos y tan separados entre sí que su porcentaje energético casi
es nulo. De ser de otra manera, no estaríamos ya aquí.
Los campos magnético y gravitatorio de la Tierra son mencionados a veces como
potenciales fuentes de energía, pero poseen serias limitaciones. No puede obtenerse
energía de un campo gravitatorio sin dejar que un objeto pesado —colocado ya a
una conveniente altura— caiga hacia él. Ésta, claro está, es la base de la fuerza
hidroeléctrica, que resulta un modo indirecto de usar la energía solar.
El Sol, evaporando el agua de los océanos, crea los lagos montañosos cuya energía
gravitacional aprovechamos en nuestras turbinas.
La fuerza hidroeléctrica no puede proporcionar más que un pequeño porcentaje de
la total energía que necesita la raza humana, aunque todas las cascadas (que el
cielo me perdone) del planeta cayesen dentro de los embalses. Los demás medios
de aprovechar la energía de la gravedad traerían consigo el movimiento de la
materia en mucha mayor escala: allanar las montañas, por ejemplo. Si alguna vez
emprendemos tales proyectos, será con propósitos muy distintos de la generación
de fuerza, y la operación total, casi con certeza, nos dejará con una enorme pérdida
de energía. Antes de poder apartar una montaña habrá que desmenuzarla.
El campo magnético de la Tierra es tan débil (un juguete magnético es miles de
veces más potente) que ni siquiera puede tomarse en consideración. De vez en
cuando se oyen habladurías optimistas sobre «propulsión magnética» para vehículos
espaciales, pero éste es un proyecto comparable al de escaparse de la Tierra
mediante una escalerilla hecha de hilos de telaraña. Las fuerzas magnéticas
terrestres son tan duras como los mencionados hilos.
Claro que gran parte del Universo no es detectable para nuestros limitados sentidos,
y muchas de sus energías han sido descubiertas sólo en los últimos momentos del
tiempo histórico, por lo que no puede descontarse la idea de fuerzas cósmicas
desconocidas. El concepto de la energía nuclear parecía algo sin sentido hace unos
sesenta años, e incluso cuando se demostró su existencia, la mayoría de los
científicos negaron que pudiera ser nunca aprovechada. Hay una evidencia
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considerable de que a través de todas las estrellas y planetas corre un flujo de
energía bajo la forma conocida por radiación neutrino (estudiada con más detalle en
el Capítulo 9), que hasta ahora ha desafiado prácticamente todos nuestros poderes
de observación. Igual podía Sir Isaac Newton, con todo su genio, haber fallado al
detectar algo que emergiera de una antena de radio.
Para los proyectos terrestres, no importa mucho si el Universo contiene o no fuentes
de energía desconocidas y descubiertas. El hidrógeno pesado del mar puede hacer
funcionar todas nuestras máquinas y calentar todas nuestras ciudades, hasta la
época más inimaginable. Si, como es perfectamente posible, dentro de dos
generaciones nos hallamos escasos de energía, será por nuestra incompetencia. Nos
parecemos a los hombres de la Edad de Piedra, que morían de frío mientras estaban
acostados sobre un lecho subterráneo de carbón.
En cuanto a nuestras materias primas, como a nuestras fuentes de energía, hemos
estado viviendo sobre un capital. Hemos estado explotando los recursos fácilmente
disponibles, los filones de alto grado, las vetas más ricas donde las fuerzas
naturales han concentrado los minerales y metales que necesitamos. Estos procesos
han tardado mil millones o más de años, pero en unos pocos siglos hemos gastado
tesoros almacenados en grandes cantidades. Cuando se hayan agotado, nuestra
civilización no podrá reemplazarlos, teniendo que aguardar unos centenares de
millones de años hasta que haya nuevo almacenamiento.
Una vez más, nos veremos obligados a emplear nuestros cerebros en lugar de
nuestros músculos. Como Harrison Brown ha observado en su libro El desafío del
futuro del hombre, cuando todos los filones se hallen agotados tendremos que
volver a las rocas y la arcilla ordinaria.
«Un centenar de toneladas de roca ígnea ordinaria, como el granito, contiene 8
toneladas de aluminio, 5 toneladas de hierro, 1.200 libras de titanio, 180 libras de
manganeso, 70 libras de cromo, 40 libras de níquel, 30 libras de vanadio, 20 libras
de cobre, 10 libras de tungsteno y 4 libras de plomo.»
Extraer estos elementos requeriría no sólo unas técnicas químicas muy avanzadas,
sino considerables cantidades de energía. La roca tendría primero que ser
aplastada, tratada luego por el calor, la electrólisis y otros medios. Sin embargo,
como Harrison Brown también apunta, una tonelada de granito contiene bastante
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uranio y torio para proporcionar la energía equivalente a cincuenta toneladas de
carbón. Toda la energía que necesitamos, pues, para el proceso, está en la misma
roca.
Otra fuente casi ilimitada de materias primas básicas es el mar. Una sola milla
cúbica de agua salada contiene en suspensión o disueltas unos 150.000.000 de
toneladas de materiales sólidos. La mayor parte (120.000.000 de toneladas) es sal
común, pero los restantes 30.000.000 de toneladas contienen en cantidades
impresionantes casi todos los elementos existentes en la naturaleza. El más
abundante es el magnesio (casi 18.000.000 de toneladas) y su extracción en gran
escala del mar durante la Segunda Guerra Mundial fue un enorme y muy
significativo triunfo de la ingeniería química. No fue, sin embargo, el primer
elemento que se obtuvo del agua del mar, ya que la extracción de bromuro en
cantidades comerciales comenzó a principios de 1924.
La dificultad de «minar» el mar es que los materiales que deseamos conseguir se
presentan en concentraciones muy bajas. Los 18.000.000 de toneladas de magnesio
por milla cúbica es una cifra enorme (cubriría las necesidades mundiales, a la
proporción presente, durante varios siglos), pero está dispersa en cuatro mil
millones de toneladas de agua. Considerado como un filón, por tanto, el agua del
mar sólo contiene cuatro partes de magnesio por cada millón; en tierra, casi no es
beneficioso trabajar con rocas que contengan menos de una unidad entre ciento del
más común de los metales. Mucha gente se dejó hipnotizar por el hecho de que una
milla cúbica de agua de mar contiene unas veinte toneladas de oro, pero con toda
seguridad hallarían un tesoro más productivo en su propio jardín.
De todos modos, el gran desarrollo en los procesos químicos que han tenido lugar
en recientes años —sobre todo como resultado del programa de energía atómica, en
el que es necesario extraer muy pequeñas cantidades de isótopos de grandes
cantidades de otros materiales— sugiere que podemos ser capaces de dedicarnos al
mar mucho antes de que se hayan agotado los recursos de la Tierra.
De nuevo, el problema es principalmente de fuerza... fuerza para bombear, para la
evaporación, para la electrólisis. El suceso puede obtenerse como parte de una
operación combinada; los esfuerzos de muchos países para obtener agua potable
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del mar producirán salmuera enriquecida como subproducto, y éste podría ser la
materia prima para las fábricas del proceso.
Puede imaginarse, quizá para antes del final de este siglo, la existencia de grandes
instalaciones de utilidad pública, empleando la fuerza barata de los reactores
termonucleares para extraer del mar agua pura, sal, magnesio, bromuro, estroncio,
rubidio, cobre y otros metales. Una excepción notable de la lista sería el hierro, ya
que es mucho más raro en los océanos que bajo los continentes.
Si el minado del mar parece un proyecto improbable, bueno será recordar que
durante más de cincuenta años hemos estado «minando» la atmósfera. Una de las
grandes, si bien ahora olvidadas preocupaciones del siglo XIX, fue la escasez de
nitratos como fertilizantes; las fuentes naturales se iban agotando, y era esencial
hallar alguna forma de «fijar» el nitrógeno en el aire. La atmósfera contiene unos
4.000 billones de toneladas de nitrógeno, o más de un millón de toneladas por cada
persona de la Tierra, por lo que podría ser utilizado directamente si alguna vez
notamos escasez de ese elemento.
Esto ya fue conseguido, por distintos métodos, en los primeros años de este siglo.
Un proceso se apoyaba en la fuerza bruta «quemando» aire ordinario en un arco
eléctrico de alta tensión, ya que a muy altas temperaturas el nitrógeno y el oxígeno
de la atmósfera se combinan. Éste es un ejemplo de lo que puede conseguirse
cuando la fuerza barata está al alcance (los noruegos fueron los pioneros de este
proceso, gracias a sus prístinas instalaciones de generación hidroeléctrica), y es
quizás un recurso del futuro.
El uso en realidad pródigo de las fuentes de energía concentrada para la minería
apenas ha empezado, si bien, como ya ha sido mencionado en el Capítulo 9, los
rusos han estado experimentando con arcos de alto voltaje y cohetes de propulsión
a chorro para quebrantar o taladrar las rocas demasiado duras para ser trabajadas
de otro modo. Y últimamente, claro está, existe la perspectiva de usar las
explosiones nucleares para la minería en gran escala, si puede ser eludido el
problema de la contaminación radiactiva.
Cuando consideramos que nuestras minas más profundas (que en la actualidad
pasan de los 2.000 metros) no son más que simples arañazos sobre la superficie de
nuestro planeta, de 8.000 millas de diámetro, resulta muy absurdo que se hable de
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fundamentales escaseces de algún elemento o mineral. A cinco millas, tal vez a
diez, de nosotros yacen todas las materias primas que podemos llegar a emplear
por los siglos de los siglos. No necesitamos ir detrás de ellos; la minería con obreros
está, y no demasiado pronto, desapareciendo de bajo de la faz de la Tierra, pero las
máquinas pueden operar muy felizmente a temperaturas de varios centenares de
grados y a presiones de varias atmósferas, y esto es lo que las muelas robot del
próximo futuro harán, a varias millas bajo nuestros pies.
Todo esto es muy difícil de realizar, y resultaría muy caro, con las actuales técnicas.
Muy bien, tendremos, sencillamente, que descubrir nuevos métodos, como lo han
hecho los buscadores de petróleo y los mineros clásicos. Los proyectos examinados
en el Capítulo 9 tendrán que ser puestos de alguna manera en práctica, ante la
necesidad, más que por la curiosidad científica.
Pero ampliemos un poco nuestro horizonte. Hasta ahora sólo hemos estado
considerando este planeta como una fuente de materias primas, pero la Tierra sólo
contiene una tres millonésima de la materia total del Sistema Solar, Es cierto que
más del 99,9 por ciento de esta materia se halla en el Sol, donde a primera vista
parece fuera de alcance, pero los planetas, satélites y asteroides contienen entre
ellos la masa de 450 Tierras. Gran parte de dicha masa está en Júpiter (318 veces
la masa de la Tierra), pero Saturno, Urano y Neptuno son, asimismo, contribuciones
de no poca importancia (95, 15 y 17 Tierras, respectivamente).
En vista del astronómico coste presente de los viajes espaciales (casi 1.000 libras
de empuje por libra de carga útil para la más sencilla de las misiones orbitales),
puede parecer fantástico sugerir que intentemos minar y traer a la Tierra
megatoneladas de materias primas, a través del Sistema Solar. Incluso el oro casi
no valdría la pena de ser adquirido a tal precio, y sólo los diamantes proporcionarían
un beneficio.
Esto, sin embargo, es debido al primitivo estado del arte actual, que se apoya en
técnicas muy deficientes. Es muy chocante darse cuenta de que, si pudiéramos
emplear la energía de forma realmente efectiva, se requeriría sólo un chelín de
combustible químico para elevar una libra de peso completamente fuera de la
Tierra... y tal vez uno o dos peniques para llevarla de la Luna a la Tierra. Por
muchas razones, estas cifras representan ideales inalcanzables, pero indican
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cuántas mejoras pueden hacerse en este sentido. Algunos estudios de los sistemas
de propulsión nuclear sugieren que, incluso con técnicas que hoy ya podemos
imaginar, el vuelo espacial precisa no ser más caro que el transporte a chorro por
aire, pero en lo que atañe a las mercancías podría ser mucho más barato.
Consideremos primero la Luna. Nada sabemos todavía de sus recursos minerales,
pero deben de ser enormes, y quizás algunos únicos. Como la Luna carece de
atmósfera y tiene un campo de gravedad más bien débil, sería por completo
hacedero proyectar material de su superficie «hacia» la Tierra, mediante catapultas
de fuerza eléctrica, o tubos de lanzamiento. No se necesitaría ningún combustible
de cohete, sino sólo unos pocos céntimos de energía eléctrica por libra de carga. (El
capital de coste del lanzamiento sería, claro está, muy grande, pero podría ser
empleado un indefinido número de veces.)
Así sería posible teóricamente, tan pronto como empiecen en la Luna las
operaciones industriales en gran escala, traer los productos lunares en grandes
cantidades, a bordo de mercantes robots que podrían deslizarse hacia zonas de
aterrizaje ya asignadas previamente después de amortiguar sus 25.000 millas por
hora de velocidad de reingreso en la atmósfera superior. El único combustible de
cohete empleado en todo el proceso sería una cantidad casi nula para el gobierno y
el control de altitud; toda la energía sería proporcionada por la fábrica de fuerza
fijada en la base de lanzamiento de la Luna.
Yendo aún un poco más lejos, sabemos que existen enormes cantidades de metal
(la mayoría del más alto grado de pureza) de hierro y níquel, flotando alrededor del
Sistema Solar en forma de meteoritos y asteroides. El mayor de éstos, Ceres, tiene
un diámetro de 450 millas, y puede haber varios millares con diámetros de una
milla solamente. Es interesante observar que un solo asteroide de hierro, de 275
metros de diámetro, durante un año procuraría al mundo sus necesidades de hierro
actuales.
Lo que hace que los asteroides sean una fuente de materias primas muy
prometedora es su microscópica gravedad. Prácticamente, no se requiere ninguna
energía para escapar de ellos; un hombre podría marchar con toda facilidad de uno
de los más pequeños asteroides. Cuando se hayan perfeccionado los sistemas de
propulsión nuclear, puede resultar práctico desviar de sus órbitas a los asteroides
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menores e inducirles a otras que, al correr de unos años, les llevaran a la vecindad
de la Tierra. Entonces, podrían ser dejados aparcados en órbita hasta poder ser
cortados en fragmentos de debidas proporciones; alternativamente, podrían
permitírseles que sin desviarse cayeran a la Tierra.
Esta última operación requeriría muy poca consumición de combustible, ya que el
campo de gravedad de la Tierra ejecutaría todo el trabajo. Sin embargo, se
necesitaría una guía muy atinada y ajustada, ya que las consecuencias de un error
serían demasiado terribles para exponerse a ellas. Aun un asteroide pequeñísimo
podría aplastar una ciudad, y el impacto de uno que contuviese el suministro de
hierro de un año sería equivalente a una explosión de 10.000 megatones. Haría un
agujero al menos diez veces mayor que el Cráter Meteoro25, por lo que quizá sería
preferible que usáramos la Luna, y no la Tierra, como base receptora.
Si alguna vez descubrimos medios de controlar o dirigir los campos de gravedad
(problema estudiado en el Capítulo 5) tales operaciones de ingeniería astronómica
resultarían mucho más atractivas. Entonces, podríamos ser capaces de absorber la
enorme energía de un asteroide descendente y utilizarla con provecho, como
empleamos la energía del agua al caer. La energía tendría un beneficio adicional que
debería ser añadido al valor de la montaña de hierro que tan gentilmente descendía
a la Tierra. Aunque esta idea es pura fantasía, no debe descartarse como imposible
ningún proyecto que obedezca a las leyes de la conservación de la energía.
Extraer materiales de los planetas gigantes es una proposición mucho menos
atrayente que «minar» los asteroides. Los enormes campos de gravitación la hacen
muy difícil y costosa, aun dadas unas ilimitadas cantidades de fuerza termonuclear,
y sin esta presunción no hay forma de discutir el asunto. Además, los mundos tipo
Júpiter parecen estar compuestos casi exclusivamente de elementos ligeros sin
valor, como el hidrógeno, el helio, el carbón y el nitrógeno; los demás elementos
más pesados habría que ir a buscarlos en el interior de sus núcleos.
Los mismos argumentos pueden ser aplicados, aún a mayor escala, al Sol. En este
caso, sin embargo, hay un factor que algún día puede ser empleado como una
ventaja. La materia en el Sol está en estado de plasma, es decir, está a tan alta
temperatura, que todos sus átomos se hallan electrizados o ionizados. El plasma
25
25 El «Meteor Crater», de Arizona, es el mayor cráter de origen meteórico existente en nuestro planeta. Mide
1.200 metros de diámetro y 175 m de profundidad. — (N. del E.)
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conduce la electricidad mucho mejor que los metales, y sus manipulaciones por
campos magnéticos constituyen la base de la importante y nueva ciencia
magnetohidrodinámica, llamada, por razones obvias, por lo general, la MHD. En la
actualidad se emplean muchas técnicas MHD en la investigación y la industria, para
producir y contener gases a temperaturas de millones de grados, y podemos
observar procesos similares que tienen lugar en el Sol, donde los campos
magnéticos alrededor de las manchas solares y las fáculas son tan intensos que
dejan escapar nubes del tamaño de la Tierra formadas por gases a miles de millas
de distancia, desafiando la gravedad solar.
Barrenar el Sol puede sonar a concepción fantástica, pero ya hemos sondeado su
atmósfera con nuestras ondas de radio. Tal vez un día seremos capaces de hacer
desprender o disparar las titánicas fuerzas que allí trabajan, y selectivamente reunir
lo que necesitamos de su substancia incandescente. Pero antes de que intentemos
tales explotaciones dignas de Prometeo, será mejor que sepamos con exactitud lo
que estamos haciendo.
Habiendo, en imaginación, recorrido el Sistema Solar en busca de materias primas,
regresemos a la Tierra y exploremos una línea de pensamiento por completo
diferente. Nunca será en realidad necesario ir más allá de nuestro propio planeta
para todo cuanto necesitamos, ya que llegará un momento en que podremos crear
cualquier elemento, en indiferente cantidad, por transmutación nuclear.
Hasta el descubrimiento de la fisión del uranio en 1939, la transmutación práctica
era un sueño igual que en la época de los antiguos alquimistas. Desde que los
primeros reactores empezaron a funcionar en 1942, cantidades substanciales (para
ser medidas en toneladas) del metal sintético plutonio se habían ya manufacturado,
habiendo sido asimismo creadas grandes cantidades de otros elementos, como los
subproductos radiactivos, tan enojosos y desagradables.
Pero el plutonio, que ha obtenido una importante aplicación en el aspecto militar, es
un caso muy especial, y todo el mundo se halla enterado del coste y la complejidad
de las fábricas necesarias para manufacturarlo. El oro, en comparación, es muy
barato, y el sintetizar metales corrientes como el plomo, el cobre o el hierro parece
tan probable como «minar» el Sol.
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Debemos recordar, sin embargo, que la ingeniería nuclear está en la misma posición
que la ingeniería química a principios del siglo XIX, cuando las leyes que
gobernaban las reacciones entre los compuestos estaban empezando a ser
comprendidas. Ahora sintetizamos, en mayor escala, drogas y plásticos que los
químicos del ayer ni siquiera habían producido en sus laboratorios. Dentro de unas
generaciones, seremos, con mucha seguridad, capaces de hacer lo mismo con los
elementos.
Empezando con el más simple de los elementos, el hidrógeno (un electrón dando
vueltas alrededor de un protón), o su isótopo, el deuterio (un electrón alrededor de
un núcleo de un protón más un neutrón) podemos «fusionar» átomos para hacer
elementos cada vez más pesados. Éste es el proceso que se opera en el Sol, igual
que en la bomba H; por diversos medios, cuatro átomos de hidrógeno se combinan
para formar uno de helio, y en esta reacción se desprenden enormes cantidades de
energía. (En la práctica, el tercer elemento de la tabla periódica, el litio, también se
emplea). El proceso resulta en extremo difícil de poner en funcionamiento, y aún es
más difícil controlarlo... pero esto sólo en el primer paso podría ser bautizado
«química nuclear».
Incluso a más altas presiones y temperaturas que las producidas por las explosiones
termo-nucleares o las maquinarias de fusión, los átomos de helio se combinarán
para formar elementos más pesados; esto es lo que ocurre en los núcleos de las
estrellas. Al principio, estas reacciones sueltan energía adicional, pero cuando llegan
a elementos tan pesados como el hierro o el níquel, los cambios de equilibrio y la
energía extra deben ser suministradas para crearlos. Esto es consecuencia del
hecho de que los elementos más pesados tienden a ser inestables y a separarse con
más facilidad que a fundirse. Fabricar elementos es como formar una columna de
ladrillos; la estructura del principio es estable, pero al cabo de poco siempre está
presta a derrumbarse de repente.
Esto es, claro está, un esquema muy superficial de la síntesis nuclear; una
descripción detallada de lo que sucede al interior de las estrellas puede leerse en
Las fronteras de la astronomía, de Fred Hoyle. En esta obra se hallará que las
temperaturas oscilan entre 1.000 y 5.000 millones de grados, y las presiones a
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billones de atmósferas, lo que hace que esta línea de ataque sea muy poco
prometedora.
Pero hay otros medios de poner en movimiento las reacciones, aparte del calor y la
presión. Los químicos hace años que las conocen; emplean la catálisis que provoca
reacciones, o las hace tener lugar a temperaturas más bajas que por otros
sistemas. Gran parte de la moderna química industrial se funda en la catálisis (vide
los «gatos destructores» de las refinerías de petróleo), y su actual composición se
halla, a menudo, guardada como el mayor de los secretos.
¿Hay catálisis nucleares como las hay químicas? Sí, en el Sol, el carbono y el
nitrógeno desempeñan este papel. Puede haber muchas otras catálisis nucleares,
sin necesidad de elementos. Entre las legiones de partículas fundamentales
innominadas que están dejando perplejos a los físicos —los mesones, los positrones
y los neutrinos— puede haber entidades que logren llevar la fusión a temperaturas y
presiones que podamos manejar. O es factible que haya otros medios muy
diferentes de conseguir síntesis nucleares, tan impensadas hoy como el reactor de
uranio lo era hace sólo treinta años.
Los mares de este planeta contienen 100.000.000.000.000.000 de toneladas de
hidrógeno y 20.000.000.000.000 de toneladas de deuterio. No tardaremos en
aprender a utilizar los más simples de todos los átomos para que desprendan una
fuerza ilimitada. Más adelante —tal vez mucho más adelante— daremos el paso
siguiente, y construiremos nuestro edificio nuclear con bloques uno encima del otro
para crear cualquier elemento que nos plazca. Cuando llegue ese día, el hecho de
que el oro, por ejemplo, pueda llegar a ser ligeramente más barato que el plomo,
no tendrá particular importancia.
Esto sería suficiente para indicar —aunque no para probar— que nunca debe haber
una escasez permanente de materias primas. Aunque la predicción de Sir George
Darwin (capítulo 8) respecto a que la nuestra podría ser una Edad de Oro en
comparación con la enorme miseria de las venideras, puede ser muy cierta. En este
por completo inconcebible Universo podemos no estar nunca faltos de energía o
materia. Pero con facilidad sí podemos estarlo de cerebros.
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Capítulo 13
La lámpara de Aladino
Los hombres, al revés de los planetas, no pueden desarrollarse sólo con energía
pura y unos cuantos compuestos químicos simples. Ya desde que la entrada del
Paraíso se le cerró con deprimente totalidad, la raza humana se ha visto obligada a
una incesante batalla por el alimento, el refugio y las necesidades materiales de la
vida. Más de un millón de años ha durado esta larga lucha contra la Naturaleza, y
sólo en las últimas cuatro o cinco de las 50.000 generaciones con que cuenta la
humanidad ha dado señales de aligerarse un tanto la pesada carga.
Los éxitos de la ciencia moderna, y en particular el advenimiento de la producción
en masa y el automatismo son, naturalmente, los responsables de ello; pero incluso
estas
técnicas
no
son
más
que
los
fundamentos
de
otros
métodos
ultrarrevolucionarios de manufactura. Puede llegar una época en que los problemas
gemelos de la producción y la distribución se solucionen tan por completo que cada
hombre, casi literalmente, posea todo lo que le plazca.
Para comprender cómo puede conseguirse esto debemos abandonar todas nuestras
ideas presentes sobre los procesos de fabricación y volver a los fundamentos.
Cualquier objeto del mundo físico está por completo especificado o descrito por dos
factores: su composición y su forma o modelo. Esto resulta obvio
en un caso muy simple como un cubo de una pulgada de hierro puro. Las dos frases
«hierro puro» y «un cubo de una pulgada» dan una definición completa del objeto,
sin que haya más que añadir. (Al menos para una primera aproximación; un
ingeniero querría conocer las tolerancias dimensionales; un químico, el grado
preciso de pureza; un físico, su composición isotópica.) Con esta breve descripción
cualquiera con el debido equipo y la suficiente habilidad puede hacer una copia
perfecta del objeto especificado.
Esto es cierto, en principio, para objetos mucho más complicados, como aparatos de
radio, automóviles o casas. En tales casos es necesario poseer no sólo las
descripciones verbales, sino los planos o los diseños, o sus equivalentes más
modernos, las pulsaciones almacenadas en magnetófonos. La cinta que controla una
producción automática, en forma de código descifrable, lleva una completa
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descripción física del objeto que debe ser fabricado. Una vez ha sido hecha la cinta
maestra, el acto de creación ha concluido. Lo que sigue es un proceso mecánico de
recreación, como imprimir una serie de copias cuando la matriz ya está hecha.
Durante los últimos años, se han producido artefactos cada vez más complicados de
esta manera automática, aunque el coste inicial del equipo (y la habilidad) es tan
alto que el proceso sólo tiene valor si existe una demanda enorme de copias. Se
necesita para ello una maquinaria especializada para producir un objeto de un tipo
particular; una máquina de hacer botellas no puede fabricar cabezas de cilindro.
Una producción de líneas por completo generales, capaz de producirlo todo con un
sencillo cambio de instrucciones, es inconcebible dada la técnica de hoy día.
Parece inconcebible con cualquier técnica porque muchos (tal vez la mayoría) de los
artefactos que empleamos y los materiales que consumimos en la vida diaria son
tan complicados que es imposible especificarlos con todo detalle. Cualquiera que lo
dude debe tratar de reseñar una descripción completa de un traje, un litro de leche
o un huevo, de forma que una entidad omnipotente que nunca haya visto ninguno
de estos objetos pueda reproducirlos con perfección.
Tal vez podría hacerse en la actualidad la especificación para un traje, si fuese
hecho de materia sintética, pero no si lo era de materiales orgánicos como el
algodón o la seda. El litro de leche es un reto que los biólogos del futuro pueden ser
capaces de aceptar, pero mucho me sorprenderé si, en este siglo, tenemos un
análisis completo de todas las grasas, proteínas, sales, vitaminas y Dios sabe qué
más, que forma el más completo de todos los alimentos. Y en cuanto al huevo...
representa ya un orden mucho más alto de complejidad, tanto en su química como
en su estructura; la mayoría de la gente negaría que haya la menor posibilidad de
crear tal objeto, salvo por los métodos tradicionales.
Sin embargo, no debemos desanimarnos. En el Capítulo 7, cuando vimos la
posibilidad del transporte instantáneo, consideramos una máquina que pudiera
escudriñar átomo por átomo los objetos sólidos para hacer una «reconstrucción»
que luego pudiera ser «recordada», bien en el mismo lugar o a distancia. Aunque tal
máquina no pueda realizarse, ni remotamente pensar en ella con la técnica actual,
no existe ninguna contradicción o absurdo filosófico, si suponemos que sus
operaciones pudieran quedar limitadas a los objetos simples e inanimados. Bueno
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será recordar que una cámara ordinaria puede, en una milésima de segundo, hacer
una «copia» de un cuadro que contenga millones de detalles. Esto, para un artista
de la Edad Media, habría sido un verdadero milagro. La cámara es una máquina de
propósitos generales, para reproducir, con un considerable aunque no completo
grado de seguridad, cualquier forma de luz, sombra y color.
Hoy día tenemos máquinas que pueden hacer algo mejor, aunque sus nombres no
sean aún conocidos del público en general. Los analizadores de neutrones por
activación, los espectrómetros por rayos X e infrarrojos, los cromatógrafos de gas
pueden hacer, en cuestión de segundos, análisis detallados de materiales
complejos, análisis con los que los químicos de una generación anterior habrían
trabajado en vano durante semanas enteras. Los científicos del futuro poseerán
instrumentos aún más complicados, que pondrán al descubierto todos los secretos
de cualquier objeto que se les presente, y automáticamente reconstruirán todas sus
características. Incluso un objeto de gran complejidad podrá ser totalmente
especificado con una modesta cantidad de medios recordatorios; podemos poner la
Novena Sinfonía en unos pocos metros de cinta, y esto necesita o produce mucha
más información o detalle que, por ejemplo, un reloj.
El playback (reproducción), desde el diseño ideal a la realidad física, es más bien
difícil de visualizar, pero para mucha gente puede ser una sorpresa saber que ya se
ha conseguido para ciertas operaciones en pequeña escala. En la nueva técnica de
la micro-electrónica, se construyen circuitos sólidos por bombardeo de átomos
controlados, literalmente capa a capa. Los componentes resultantes son a menudo
demasiado pequeños para ser vistos por el ojo (algunos incluso son invisibles bajo
el más potente de los microscopios) y el proceso de fabricación está controlado
automáticamente. Quisiera sugerir que esto representa uno de los primeros
adelantos hacia el tipo de producción que hemos estado tratando de imaginar. Igual
que la cinta taladrada del telar de Jacquard controla el tejido de las más complejas
fabricaciones textiles (y lo viene haciendo desde hace 200 años), también algún día
podremos poseer máquinas que podrán formar una urdimbre y trama de tres
dimensiones, organizando materia sólida en el espacio desde el átomo para arriba.
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Pero para intentar el esquema de tales máquinas hoy día tendríamos que
imaginarnos los esfuerzos de Leonardo da Vinci (capítulo 7) para construir un
sistema de TV.
Saltando
ligeramente
descubrimientos,
a
través
consideremos
de
cómo
algunos
siglos
operaría
el
de
intenso
aparato
que
desarrollo
y
llamaremos
Multiplicador. Consistiría en tres partes básicas, que se podrían denominar almacén,
memoria y organizador. El almacén contendría o tendría acceso a todas las materias
primas. La memoria comprendería las instrucciones recordadas especificando la
fabricación (palabra que entonces aún podría ser peor comprendida que hoy día) de
todos los objetos dentro de las limitaciones de tamaño, masa y complejidad de la
máquina. Dentro de tales límites, podría hacerlo todo, lo mismo que un tocadiscos
puede interpretar toda la música envasada que se le presenta. El tamaño físico de la
memoria podría ser muy pequeño, aun cuando contuviese una especie de biblioteca
bastante capaz para las instrucciones de los objetos más comúnmente necesitados.
Puede pensarse en una especie de catálogo Sears-Roebuck, en el que cada partida
indicaría un número codificado que podría ser marcado según requerimientos.
El organizador aplicaría las instrucciones a las materias primas, presentando el
trabajo terminado al mundo exterior, o señalando su fallo si carecía de algún
ingrediente esencial. Tampoco podría ocurrir esto en ninguna circunstancia, si la
transmutación de la materia llega a convertirse en una operación en pequeña
escala, segura, ya que el Multiplicador podría actuar sólo con agua o aire.
Empezando con los más simples elementos, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno, la
máquina sintetizaría otros más complicados, y luego los organizaría según las
necesidades. Sería necesario un equilibro por completo delicado y exacto, pues de
otra manera el replicador podría producir, como subproducto poco grato, más
energía que una bomba H. Claro que ésta debería ser absorbida en la producción de
algún «residuo» fácilmente disponible, como plomo u oro.
Pese a lo que antes se ha manifestado sobre la enorme dificultad de sintetizar
estructuras orgánicas más complejas, es absurdo suponer que las máquinas no
puedan eventualmente crear ningún material formado por células vivas. Cualquiera
que aún esté aferrado a esta suposición, debe consultar el Capítulo 8, por qué los
artefactos inanimados pueden ser fundamentalmente más eficientes y versátiles
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que los vivos, aunque en el estado actual de la técnica estamos muy lejos todavía
de haber llegado a este grado de perfección. No hay razón para suponer, por lo
tanto, que el Multiplicador no sería capaz de producir cualquier alimento que los
hombres deseasen o imaginasen. La creación de un excelente solomillo no llevaría
más de unos segundos, sin necesitar más materiales que un perno, pero el principio
sería el mismo. Si esto parece asombroso, hoy día nadie se sorprende de que un
tocadiscos de alta fidelidad pueda reproducir una pieza de Stravinsky con la misma
facilidad que un solo golpe de timbal.
El advenimiento del Multiplicador significaría el final de todas las fábricas, y quizá de
todo el transporte de materias primas y de todas las granjas. Toda la estructura del
comercio y la industria, tal como ahora están organizados, dejaría de existir. Cada
familia podría producir todo lo que necesitara en un momento dado...tal como, por
otra parte, ha tenido que hacer durante toda la historia de la humanidad. La actual
era de la maquinaria para la producción en masa se miraría entonces como un
breve interregno entre dos largos períodos de autosuficiencia, y el único cambio
valioso serían las matrices o recordatorios que tendrían que ser insertados dentro
del Multiplicador para controlar sus creaciones.
Nadie que haya leído hasta aquí, argüirá que el Multiplicador sería tan caro que no
podría
ser
adquirido.
El
prototipo,
cierto
es,
no
costaría
menos
de
1.000.000.000.000 de libras esterlinas durante unos cuantos siglos. El segundo
modelo sería gratis, pues el primer trabajo del Multiplicador sería producir otro igual
y muchos más. Tal vez sea conveniente señalar que en 1951 el gran matemático
John von Neumann estableció el importante principio de que podría llegar a
diseñarse una máquina destinada a construir cualquier máquina describible...
incluyéndose a sí misma. La raza humana tiene buenas pruebas de esto más de cien
mil veces diarias.
Una sociedad basada en el Multiplicador sería tan fundamentalmente distinta de la
nuestra que el actual debate entre Capitalismo y Comunismo quedaría sin el menor
significado. La posesión de los materiales sería tan barata como la nada. Los
pañuelos de seda, tiaras de diamantes, Mona Lisas por completo indistinguibles del
original, estolas de visón algo desgastadas, botellas de campaña exquisito a medio
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consumir... todo volvería a la tolva cuando no hiciese ya falta. Incluso el mobiliario
de las casas del futuro podría cesar de existir cuando no hubiese que usarlo.
A primera vista parece que no haya nada de valor real en esta utopía de infinita
riqueza... este mundo más allá del más quimérico sueño de Aladino. Ésta es una
reacción superficial como la que podría haberse esperado de un monje del siglo X si
se le hubiera dicho que algún día el hombre poseería todos los libros que
posiblemente pudiera leer. La invención de la imprenta no ha hecho los libros
menos valiosos, o menos apreciados, porque en la actualidad son la cosa más
corriente, en vez del más raro de los objetos. Ni la música ha perdido su encanto
ahora que puede ser obtenida tanta como se desee con sólo girar un botón.
Cuando todos los objetos materiales carezcan intrínsecamente de valor, quizás
entonces se apreciará un exacto sentido de sus valores. Las obras de arte serán
encomiadas por su belleza, no por su rareza. Nada —ninguna «cosa»— sería tan
despreciada como la artesanía, la destreza personal, los servicios profesionales. Uno
de los cargos hechos a menudo contra nuestra cultura es que es materialista. Esto
resultará muy irónico si la ciencia nos proporciona un control seguro y absoluto
sobre la materia universal, de tal forma que sus productos ya no nos tienten porque
podrán ser obtenidos con toda facilidad.
Es en verdad una circunstancia afortunada que el Multiplicador, si alguna vez se
logra construir, lo será en un futuro muy lejano, al término de muchas revoluciones
sociales. Confrontado con él, nuestra cultura se desmoronaría rápidamente,
cayendo en un sibarítico hedonismo, seguido de inmediato por el cansancio de la
saciedad absoluta. Algunos cínicos pueden dudar de que cualquier sociedad de seres
humanos pudiera ajustarse a una abundancia ilimitada y al término de la maldición
de Adán... maldición que puede no ser más que una bendición disimulada.
Sin embargo, en cada edad, unos cuantos hombres han conocido esta libertad y no
se han dejado corromper por ella. Al contrario, yo definiría al hombre civilizado
como el que puede estar ocupado felizmente durante toda su existencia, aun
cuando no tenga necesidad de trabajar para vivir. Esto significa que el gran
problema del futuro es civilizar a la raza humana; pero esto ya es bien sabido.
Por tanto, podemos esperar que algún día nuestra época de fábricas humeantes y
atestados almacenes pasará, como el molino de viento y el telar a mano y la
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mantequera pasaron antes. Y entonces, nuestros descendientes, no teniendo que
luchar ya por la posesión, recordarán lo que muchos de nosotros hemos olvidado:
que las únicas cosas de este mundo que de verdad importan son los imponderables
como la belleza y la sabiduría, la risa y el amor.
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Capítulo 14
Hombres invisibles y otros prodigios
Aunque esta confesión me haga aparecer algo ridículo o atrasado, volviendo a los
tiempos de Rintintin o Mary Pickford, para mí uno de los grandes momentos del cine
fue cuando Claude Rains se quitaba de la cabeza los vendajes... y dentro de los
mismos no había nada. La idea de la invisibilidad, con todos los poderes que le daría
a quien la lograse, es siempre fascinante; sospecho que es uno de los sueños más
acariciados por la mayoría de los seres humanos. Pero ya hace mucho tiempo que
apareció en la ciencia-ficción, debido a que es demasiado ingenua para esta época
sofisticada. Es una idea procedente de la magia, y hoy en día la magia está pasada
de moda.
Pero la invisibilidad no es uno de estos conceptos que envuelva una flagrante
violación de las leyes de la naturaleza; al contrario, hay muchos objetos que no
pueden ser vistos. La mayoría de los gases son invisibles; asimismo lo son algunos
líquidos y unos cuantos sólidos, en debidas circunstancias. Nunca he tenido el
privilegio de buscar un gran diamante en un pantano, pero he tenido que buscar
una lente de contacto en un baño, y la lente estaba tan cerca de la invisibilidad
como yo quisiera conseguirla. La mayoría de nosotros ha visto esas fotos de obreros
que arrastran grandes paneles de vidrio; cuando el vidrio está bien limpio y provisto
de una capa anti-reflectora, es casi tan imposible de ver como el aire.
Esto proporciona a los escritores de fantasías (y El hombre invisible, de Wells, era
una obra de fantasía, no de ciencia-ficción) una fácil salida. Su héroe no tiene más
que inventar una droga que le dé al cuerpo las mismas propiedades que el aire, y se
tornará invisible. Por desdicha —o por suerte— esto no puede hacerse, y es fácil
comprender el porqué.
La transparencia es una de las propiedades menos usuales y la poseen muy pocas
substancias, debido a la disposición interna de sus átomos. Si sus átomos
estuvieran dispuestos de forma diversa, no serían transparentes... y las substancias
dejarían de ser las mismas. No puede cogerse al azar un compuesto y torturarlo
hasta lograr su transparencia. Y aunque pudiera conseguirse en algún caso
particular, esto no nos ayudaría a lograr el Hombre Invisible, ya que en el cuerpo
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humano hay miles de millones de complejos compuestos químicos separados e
increíbles. Dudo de que la especie humana dure lo bastante para llegar a recorrer
todo el necesario programa de investigación de cada uno de estos componentes.
Además, las propiedades esenciales de muchos compuestos (si no de la mayoría)
dependen del hecho de no ser transparentes. Esto resulta obvio en el caso de los
cuerpos químicos sensibles a la luz residentes en la parte posterior del ojo humano,
y en los que nos apoyamos para ver. Si no pudiesen atrapar la luz, no podríamos
ver, y si nuestra carne fuese transparente, el ojo sería incapaz de funcionar porque
quedaría inundado por la radiación. No se puede construir una cámara fotográfica
con cristal transparente.
Menos obvio es el hecho de que miríadas de reacciones bioquímicas sobre las que la
vida se apoya quedarían desequilibradas o paralizadas por completo si las moléculas
que en las mismas intervienen fuesen transparentes. Un hombre que gracias a las
drogas consiguiera la invisibilidad, no sólo sería un ciego, sino que moriría.
Necesitamos un modo más sutil de abordar el problema, y pueden sugerirse varias
posibilidades. Algunas ya han sido exploradas por la Naturaleza. Si algo puede ser
hecho, más pronto o más tarde lo hace. Hay muchas circunstancias en que el
camuflaje casi es tan bueno como la invisibilidad, e incluso mejor. ¿Por qué acudir al
logro genuino y molesto de la invisibilidad, si es posible persuadir a los demás de
que se es otra cosa? La carta robada, de Poe, y El hombre invisible, de Chesterton,
son interesantes variaciones sobre este tema. En el relato de Chesterton, menos
conocido, un hombre es asesinado en una casa en la que todos los observadores
juran que no ha entrado.
«—Entonces, ¿quién ha dejado estas huellas en la nieve? —pregunta el padre
Brown, con su inefable inocencia. Nadie ha visto al cartero... aunque todos le hayan
visto...»
Muchos insectos y animales terrestres han desarrollado notables poderes de
camuflaje, pero su disfraz sólo es eficaz en los sitios debidos; puede ser peor que
inútil en los demás. Los mayores maestros del camuflaje, que pueden cambiar su
apariencia para casar con el fondo que les rodea, deben buscarse no en la tierra,
sino en el mar. Muchos peces poseen un control casi increíble sobre el colorido y las
formas de sus cuerpos, siendo capaces de cambiar de color en pocos segundos,
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cuando de ello tienen necesidad. Una platija posada sobre un tablero de ajedrez
reproducirá el mismo modelo de cuadros blancos y negros en su superficie superior,
e incluso está capacitada para hacer una buena demostración en un tartán escocés.
La habilidad para fundirse con el escenario que hay a nuestras espaldas sería una
clase de pseudo-transparencia, pero es obvio que sólo podría engañar a los
observadores que estuvieran mirando desde una sola posición. Con el lenguado
tiene éxito porque es liso y trata, de ocultarse de sus enemigos nadando sobre
ellos. El mismo truco no tendría tanto éxito en el mar abierto, aunque podría
intentarse; he aquí por qué muchos peces muestran colores obscuros en la parte
superior de sus cuerpos, y colores ligeros en la inferior. Esto minimiza su visibilidad
desde arriba y desde abajo. Ningún sistema concebible de óptica o TV podría
transmitir una película del fondo a través de un cuerpo sólido de tal forma que
resultara invisible desde más de un número muy limitado de ángulos de visión. Esto
puede probarse llevando a cabo —mentalmente— un experimento complicado que
nadie puede intentar en la práctica. Es el equivalente electrónico de lo que el
lenguado intenta hacer cuando es colocado sobre un tablero de ajedrez.
Imaginemos a un hombre colocado entre dos maderos que sean en realidad grandes
pantallas de TV. También posee dos cámaras, una apuntando al frente y la otra
hacia atrás. La cámara que mira adelante lanza una vista a la pantalla de detrás, y
viceversa.
Si los circuitos de TV (¡a todo color!) estuvieran perfectamente ajustados, el hombre
sería invisible desde dos puntos de vista, uno directamente detrás suyo, y otro
enfrente. Los observadores desde ambos puntos pensarían que se hallaban mirando
a un fondo distante, pero parte de éste —la zona que cubriera al hombre—sería una
imagen que necesitaría imitar la realidad. El menor cambio del punto de vista
malograría la ilusión; el cuadro de la TV aparecería demasiado grande o demasiado
pequeño, o no casaría con el fondo, procurando un efecto como el de un panel del
cinerama cuando está desencajado.
Es obvio que este tipo de invisibilidad por «transmisión de imagen» sería muy
limitado, y creo que sólo ha sido empleado en una novela. Las Amazing Stories de
1930 publicaron un cuento describiendo una caja de cristal del tamaño de un ataúd
compuesto de prismas que refractaban el escenario de detrás, y contenía una
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cavidad interior en la que podía ocultarse un hombre. Quien observara la caja
pensaría que estaba mirando a través de una caja de cristal vacía, cuando la
realidad es que lo hacía a través de una ocupada. La idea es ingeniosa, y podría dar
buenos resultados en pequeña escala, a la conveniencia de los espías y ladrones.
Claro que sería imposible transmitir una imagen a través de una caja así, ya que
aparecería distorsionada a los observadores de los distintos ángulos de visión,
distorsión que en este caso debería ser esperada y aceptada. Me permito sugerir
este problema a los expertos en óptica, aunque ello no nos ayuda mucho en la
investigación de la invisibilidad general.
Otro método ficticio de lograr la invisibilidad es por el intermedio de vibraciones.
Hoy se sabe mucho más sobre las vibraciones que una generación atrás cuando,
con V mayúscula, formaban parte del aprovisionamiento comercial de cualquier
médium o espiritista. La radio, el sonar, los asadores infrarrojos, las lavadoras
ultrasónicas y lo demás las ha sujetado firmemente a la Tierra, y no esperemos que
produzcan milagros.
La invisibilidad por vibraciones es, sin embargo, poco más plausible que la ingenua
variedad química preconizada por Wells. Se basa en una analogía familiar; todo el
mundo sabe cómo se desvanecen las hojas de un ventilador eléctrico cuando el
aparato está en marcha a gran velocidad. Bueno, supongamos que todos los átomos
de nuestro cuerpo pudieran vibrar u oscilar a una frecuencia lo bastante alta...
La analogía, claro está, es engañosa. Nosotros no vemos a través de las hojas del
ventilador, sino por detrás de las mismas; cada momento deja al descubierto algo
del fondo, y esta persistencia de visión a gran rapidez nos da la impresión de que
gozamos de una visión continua. Si las hojas del ventilador se sobreponen siguen
siendo opacas sea cual sea la velocidad a la que giren.
Y existe aún otra complicación desafortunada. La vibración significa calor —en
efecto es calor— y nuestras moléculas y átomos trabajan ya lo más de prisa que
podemos resistir. Mucho antes de que un hombre lograra la invisibilidad por
vibración quedaría cocido.
La situación no resulta muy prometedora; la Capa de Invisibilidad parece ser una
quimera más allá de toda realidad científica. Sin embargo, ahora llegamos a una
sorpresa; tal vez hemos abordado el problema desde un ángulo equivocado. La
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invisibilidad objetiva puede ser imposible... pero es posible la invisibilidad subjetiva,
como ha sido públicamente demostrado a menudo.
Un hipnotizador experto puede persuadir a un sujeto de que no ve a cierta persona,
y es tal el poder de la mente humana que el sujeto llegará a extremos
extraordinarios para «alejar» de sí al hombre invisible, aunque éste último trate de
probar que se halla presente; el individuo bajo hipnosis puede, eventualmente,
tornarse histérico si, por ejemplo, ve lo que él cree que son partes del mobiliario
moviéndose por la habitación.
Esto es casi tan sorprendente como una invisibilidad genuina, y sugiere que en las
debidas circunstancias y bajo las influencias apropiadas (drogas evanescentes,
sugestión, diversión de la atención... para no mencionar más que unas ideas) una
persona u objeto podría efectivamente quedar invisible para un gran grupo de
personas que estuvieran seguras de hallarse en la plena posesión de todos sus
sentidos. Adelanto esta idea con cierta confianza, pero temo que si alguna vez se
consigue la invisibilidad, lo será bajo estas directrices. No se logrará con drogas
químicas, instrumentos ópticos ni vibraciones.
Hay, no obstante, un substituto más que adecuado para la invisibilidad, al menos en
ficción. Un hombre invisible podría ser detectado y atrapado de muchas maneras;
no así ¿lo diremos? uno impalpable. Puestos a escoger entre la invisibilidad y el
poder de pasar a través de los muros, sé muy bien lo que la mayoría elegiría.
Varios escritores de ciencia-ficción (sobre todo Will Jenkins, alias Murray Leinster)
han hecho valiosos esfuerzos para sentar sobre bases racionales el asunto de la
penetración; el argumento es como sigue:
La materia llamada «sólida» es en realidad casi todo el espacio vacío...únicamente
puntos de electricidad en un enorme vacío. Los espacios internos de los átomos son,
en proporción, tan grandes como los existentes entre los planetas y las estrellas.
Igual que dos sistemas solares, o incluso dos galaxias pueden pasar una a través de
otra sin que tenga lugar una sola colisión física, así dos sólidos podrían interpenetrarse, si supiéramos cómo hacerlo.
Más de veinte años atrás, el ingenioso Murray Leinster empleó una analogía que
desde entonces no se ha apartado de mi mente. Dos juegos de cartas pueden ser
pasados uno a través de otro con pocos apuros y menos resistencia, si se
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mantienen bien paralelos. Mezclémoslos de forma que las cartas apunten en todas
direcciones y ya será imposible. Lo que necesitamos, por tanto, es un campo
polarizante que alinee u oriente todos los átomos de un cuerpo; si lo conseguimos,
dos sólidos podrán deslizarse uno a través de otro con los juegos de cartas
paralelos.
El argumento fue bastante bueno para una historieta de las Astounding Stories, de
1935, pero temo que no llegue a convencer a esta nueva generación. Es cierto que
el sistema solar y las galaxias pueden interpenetrarse sin ninguna colisión física,
pero la experiencia deja una marca indeleble en ambos participantes. Aunque los
soles y los planetas que intervienen en la operación se hallen a millones y billones
de millas unos de otros, sus fuerzas gravitacionales les llevarían a órbitas por
completo diferentes. Y cuando dos galaxias chocan, la reacción entre sus tenues
nubes de gas interestelar produce los mayores estallidos de energía que hayan
podido descubrirse jamás en este Universo... explosiones titánicas de fuerza irradia
que hemos podido detectar a diez mil millones de años-luz de distancia.
De igual forma, sí dos objetos pasan uno al través del otro, las fuerzas entre sus
átomos y moléculas producirían tantos cambios que quedarían alteradas las
materias hasta ser irreconocibles. Los gases y los líquidos pueden interpenetrarse
porque no tienen (o casi) estructura interna; son amorfos y ningún cambio en la
disposición de sus átomos causa en ellos la menor diferencia. El caos siempre sigue
siendo caos por mucho que se lo agite. Pero todos los sólidos poseen una estructura
interna que puede ser muy compleja, y existe al menos en dos niveles:
microscópico y molecular. Esta estructura es mantenida por la fuerza eléctrica y
otras; si éstas se alteran, el cuerpo se convierte en otra cosa, y el proceso no puede
ser cambiado. Cualquiera que lo dude puede tratar de reconstruir un huevo roto; y
esto no sería más que un problema muy nimio en comparación con la restauración
de dos cuerpos sólidos que se hubiesen interpenetrado.
Existe, no obstante, otra ruta posible a través de la materia... una ruta tortuosa y
sin carteles indicadores, ya que nos lleva a la cuarta dimensión. Hagamos acopio de
valor e, ignorando los miedos y gemidos del otro lado, atravesemos este paso tan
dudoso.
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Todo el ocultismo y la falta de sentido común puede ser apartado del tema
mediante un sencillo truco de semántica. En este texto, «dimensión» no significa
más que «dirección», por lo que emplearemos este último vocablo, que no molesta
nuestro subconsciente ni alza recuerdos de H. P. Lovecraft, Arthur Machen o la
señora Blavatsky.
Todos sabemos lo que significa «dirección», y es un hecho experimentado que en
nuestro mundo normal de cada día cualquier posición o localización puede quedar
completamente especificada por las tres direcciones, o coordenadas, como las
llaman los matemáticos. Podemos, de manera conveniente aunque por completo
arbitraria, etiquetarlas así: la norte-sur, como la «primera dirección»; la este-oeste,
«segunda dirección», y la «arriba-abajo», «tercera dirección». Aunque se alterase el
orden, no tendría importancia con respecto a qué dirección es la primera, la
segunda o la tercera; lo importante es que sólo sean tres. Nadie ha descubierto
ningún lugar que no pueda ser alcanzado (en principio, al menos) moviéndose en
una o más de las direcciones primera, segunda o tercera.
Aunque nuestro Universo no consta más que de tres dimensiones, es posible
imaginar que hay más, pero que por alguna razón nuestros sentidos son incapaces
de percibirlas. Entonces es concebible una geometría mucho más compleja, o más
«alta» o «superior» que la geometría de los sólidos, como ésta lo es mucho más
respecto a la geometría plana. Podemos hablar, aunque no podamos verlo, de la
secuencia de la línea recta en una sola dirección, del cuadrado de dos direcciones,
del cubo de tres direcciones... y del hipercubo de cuatro direcciones. Las
propiedades de esta figura son fascinantes y fácilmente comprensibles (sus caras
constan de ocho cubos, como las caras de un cubo constan de seis cuadrados), pero
investigarlas con ciento detalle sería una argumentación que debo abandonar. Sin
embargo, tengo una buena razón para no hacerlo: mi primer contacto con la TV fue
una vívida lectura de veinte minutos sobre sus propiedades, ilustrada con modelos
hechos en el hogar. Después de este bautismo de fuego, todos los demás
programas de la TV han sido juegos de niños.
El mejor modo de tener algunos atisbos de la cuarta dirección es dar un paso hacia
abajo por el mundo de las dos direcciones. Es difícil concebir un universo plano en el
que la altura no existiera... un mundo plano, como aplastado entre dos capas de
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vidrio infinitamente juntas una a la otra. Llamémoslo «Flatland»26, y si tenía
habitantes racionales, éstos estarían familiarizados con la geometría plana —líneas,
círculos, triángulos— pero no estarían capacitados para imaginarse entidades tan
increíbles como las esferas, los cubos o las pirámides.
En Flatland, cualquier curva cerrada —por ejemplo, un círculo— encerraría por
completo un espacio. No se podría penetrar en el mismo más que rompiéndolo o
penetrando la curva. Los cofres del Banco de Flatland podrían ser simples cuadrados
y estar su contenido perfectamente seguro.
Sin embargo, para seres como nosotros, capaces de movernos en la tercera
dirección (o altura), dichos cofres bancarios estarían por completo al alcance de la
mano. No sólo podríamos verlos, sino que lograríamos cogerlos y vaciar su
contenido, izándolos por encima del «muro» y dejándolos caer de nuevo en
Flatland, presentándole así a la policía local un problema turbador e impresionante.
Una habitación sellada que había sido robada... pero nadie ni nada había atravesado
sus muros.
La analogía es obvia cuando la extendemos a nuestro Universo. No existirían
espacios cerrados en nuestro mundo tridimensional para un ser capaz de moverse
en cuatro direcciones. (Observen que sólo necesitaría viajar la mínima fracción de
una pulgada en esta dirección, igual que nosotros sólo necesitaríamos saltar por
encima del espesor de un cabello para pasar sobre los muros de Flatland.) Podría
llevarse el contenido de un huevo sin dejar ni un arañazo, no andar a través, sino
pasar los muros de una estancia cerrada. Todo ciudadano que eluda las leyes podrá
imaginarse una interminable serie de posibilidades a cuál más sugestiva.
No creo que carezca de lógica esta argumentación, aun cuando el mismo Flatland
ofrezca ciertas dudas al investigar su física. Puede existir una cuarta dirección del
espacio aunque sea muy difícil de hallar. (Aquí no debemos preocuparnos por el
hecho de que el Tiempo a menudo se cita como cuarta dimensión. Sólo estamos
examinando
dimensiones
espaciales;
cualquiera
que
desee
complicarse
innecesariamente la vida a este respecto puede llamar al Tiempo la quinta
dimensión, para conservarla apartada de la cuarta que estamos estudiando.)
26
26 Para un estudio definido de este interesante universo, consultar la obra clásica Flatland, de «A. Square» (E. A.
Abbott) fácilmente comprensible en El Mundo de las Matemágicas, de James Newman. Es una fantasía muy
entretenida, aunque a los más modernos lectores el pseudónimo Victoriano del autor les parecerá aún más
apropiado de lo que él sonó. (Flatland significa tierra plana.)
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Otra posibilidad es que, aunque no exista en la Naturaleza una cuarta dirección o
dimensión del espacio, podamos llegar a crearla artificialmente. Después de todo se
necesita muy poco: ¡Lo lograría una millonésima de milímetro! Cada vez que
generamos un campo magnético o eléctrico, inclinamos el espacio en cierta medida.
Tal vez algún día seremos capaces de inclinar un trozo del mismo en los ángulos
debidos.
Si se considera que todo esto no es más que mera especulación, sin base real y sin
hechos de observación para mantenerla, será cierto en un 99%. Pero deseo tomar
la cuarta dimensión con un poco más de seriedad de lo que lo he hecho durante
muchos años debido a una reciente y alarmante catástrofe nuclear, que ha dejado a
todo el mundo muy pensativo. Envuelve uno de los conceptos más fundamentales
aunque menos observados de la vida diaria... la diferencia entre la derecha y la
izquierda.
Por un instante volvamos a Flatland. Imaginemos un rectángulo en aquel mundo
bidimensional, y presumamos que está cortado en dos alas, al ser dividido en
diagonal. (Sugiero que el lector parta en dos una hoja de papel para seguir esta
demostración. El papel debe ser rectangular, de lados desiguales... no un
cuadrado.)
Ahora, las dos alas triangulares del rectángulo dividido son idénticas en todos los
aspectos. Esto puede ser probado colocando un pedazo sobre el otro y viendo cómo
el superior cubre por completo al de abajo. Los habitantes de Flatland, claro, no
pueden llevar a cabo este experimento, dada la naturaleza de su universo, pero
pueden hacer algo equivalente. Pueden poner señales en los tres ángulos de un
triángulo, quitarlo de su sitio, y ver cómo su gemelo ocupa el mismo espacio. Por
tanto, en todos los aspectos, los triángulos son iguales; o como diría Euclides,
congruentes.
(¿Pero qué tiene que ver todo esto con andar a través de las paredes y llevarse
unos cuantos «recuerdos» de los cofres de Fort Knox? Paciencia, por favor; no hay
una ruta de fácil éxito, ni siquiera vía cuarta dimensión.)
Al llegar a este punto les daremos algo en qué pensar a los habitantes de Flatland.
Levantaremos uno de los triángulos, le daremos la vuelta y volveremos a ponerlo en
su sitio.
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Al momento se podrá ver que ha sucedido algo extraño. Aunque siguen teniendo el
mismo tamaño, los dos triángulos ya no tienen la misma longitud. Ahora son
imágenes de un espejo: una diestra y otra siniestra. Nada que los de Flatland
puedan hacer con ellos les hará ocupar espacios idénticos. Difieren uno del otro
como un par de zapatos o de guantes, o de tornillos de distinta graduación.
Enfrentado ante el milagro de un cuerpo invertido ante el espejo, un habitante de
Flatlander bastante inteligente deduciría la única explicación posible: que el objeto
ha dado una «rotación» a través de un espacio en ángulos rectos para su propio
universo, la mítica tercera dimensión. De la misma manera, si nos encontramos con
casos de cuerpos sólidos convertidos en sus propias imágenes, ello será una prueba
de que existe la cuarta dimensión27
Algo casi tan malo, o peor, que esto ha ocurrido en la física nuclear, y los
teorizantes aún no se han recobrado del impacto. En 1957, una de las leyes más
antiguas de la física quedó desbaratada: el principio de la paridad. La misma, en
efecto, establece que no hay distinción real entre la izquierda y la derecha, y que en
cuanto concierne a la Naturaleza tan buena es una como la otra. Durante décadas,
el principio ha sido tenido por evidente en sí mismo, porque cualquier otra
presunción parecía absurda.
Bien, ahora se ha descubierto que en algunas reacciones nucleares la Naturaleza es
zurda, mientras que en otras es diestra. Esto ofende a todas las ideas de la simetría
y la ordenación de las cosas, y a mí me parece (aunque me estoy precipitando por
un lugar en el cual los ángeles con grado de maestros en cuántica mecánica
dudarían antes de visitarlo), que una manera de salvar la situación es invocar la
cuarta dimensión. Ya que entonces, la zurdez y la destreza dejarán de molestarnos,
pues serán idénticas. En un universo de cuatro dimensiones la distinción se
desvanece, lo mismo que la paradoja que ahora preocupa a los físicos.
El comité del Premio Nobel puede entrar en contacto conmigo a través de mis
editores.
27
27 H. G. Wells empleó esta idea en La historia Plattner, en la que un hombre que regresa de un viaje a la cuarta
dimensión, experimenta la misma confusión que si un cirujano hubiese tenido que operarle. En Error técnico, yo
señalé que podía haber otras complicaciones; un hombre «revertido» podría morir de hambre en medio de la mayor
abundancia, ya que muchos productos químicos orgánicos poseen un espejo simétrico, y podría ser incapaz de
digerir los esenciales ingredientes de alimento.
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En el caso de que alguien crea que los efectos cuatridimensionales en la escala
nuclear, si es que existen, serán demasiado pequeños para el uso práctico, debo
recordarle que hasta hace poco la fisión del uranio sólo afectaba a unos cuantos
átomos, no a toda la raza humana. El principio es lo que importa; el problema de su
magnitud lo dejaremos para más adelante.
Debo admitir que cuando empecé el estudio de la invisibilidad, unas miles de
palabras atrás, no tenía idea de que llegaría al terreno de la cuarta dimensión. Pero
esto es típico de la ciencia: el abordamiento obvio y directo es a menudo una cosa
errónea; el programa apuntado hacia un objetivo obtiene casi siempre resultados
muy distintos. Durante siglos los alquimistas mezclaron sin cesar pociones en busca
del oro; no lo consiguieron, pero descubrieron la química. La transmutación de los
elementos reside, no en la retorta y el alambique, sino en una ruta que empezó con
el plasma brillante de un tubo de vacío. Y llevará a metales más preciosos, y aún
más mortales, que el oro.
La invisibilidad, la interpenetración de la materia, la cuarta dimensión... son sueños
y fantasías de la ciencia, y hay una abrumadora probabilidad de que así lo sigan
siendo. Pero cosas muy extrañas han ocurrido en el pasado y están sucediendo
ahora. Mientras escribo estas cuartillas, esta habitación y mi cuerpo están siendo
bombardeados por una miríada de partículas que no puedo ver ni sentir; algunas
van hacia arriba como una galerna silenciosa a través del sólido núcleo de la misma
Tierra. Ante tales maravillas, la incredulidad debe enmudecer, y sería algo muy
prudente ser escéptico incluso del escepticismo.
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Capítulo 15
La ruta de Lilliput
Cuando se inventó el microscopio a principios del siglo XVII, se reveló a la
humanidad un nuevo orden de la creación. Bajo la capa de lo visible había un
universo
insospechado
de
seres
vivientes,
disminuyendo,
disminuyendo,
disminuyendo hasta una pequeñez inimaginable. Este descubrimiento, llegando al
mismo tiempo que las revelaciones del telescopio en el extremo opuesto de la
escala, hizo pensar a los hombres acerca de la cuestión del tamaño.
Uno de los primeros, y con toda seguridad el más famoso resultado de la
imaginación, fue Los viajes de Gulliver. El genio de Swift (inspirado por sus propias
observaciones de principiante, compró un microscopio para Stella) se volcó sobre el
cambio de perspectiva provocado por la magnificación como un medio de sátira, y
Liliput y Brobdingnag han pasado a formar parte de nuestro lenguaje corriente.
Como también, aunque invariablemente mal escrito, el cuarteto de Swift sobre el
mismo tema:
Así — observa el naturalista—, una pulga
tiene pulgas más pequeñas en su botín;
y éstas aún tienen otras más pequeñas que morder,
y así... ad infinitum.
Aunque se descubrió en seguida, para alivio general, que el Brobdingnag de Swift
no existía en la Tierra, la más atractiva idea de las diminutas o microscópicas razas
de hombres continuaron fascinando a los escritores. (Es más atractiva, claro está,
porque los gigantes nos asustan, mientras que todos creemos que podemos
contender con los enanos. En realidad, debiera ser al revés). La clásica historieta
del micromundo es La lente de diamante, de Fitz James O'Brien, publicada en 1858,
cuando el autor contaba poco más de veinte años, con sólo cuatro de vida por
delante de una brillante carrera, ya que murió en la Guerra Civil. La lente de
diamante describe lo que tal vez sea el romance más dramático de la literatura; es
la tragedia de un microscopista que se enamora de una mujer demasiado pequeña
para ser visible al ojo humano, y que vive en el mundo de una gota de agua.
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Escritores posteriores no hallaron obstáculos para el tamaño de sus protagonistas
en sus argumentos; inventaron drogas que contraían o expansionaban a aquéllos
según sus deseos o necesidades. La inmortal Alicia fue, tal vez, la primera en gustar
una de tales pócimas, que no se halla incluida en la farmacopea; y ninguna posee
las dificultades que debieron de causar para ser tan vívidamente descritas.
La idea del micro —y del sub-micro— mundo recibió una bocanada de vida en 1920,
cuando la obra de Rutherford y otros descubrió la naturaleza nuclear del átomo. El
pensamiento expresado por la cuarteta de Swift revivió con mucho más impulso.
Cada átomo podía ser un sistema solar en miniatura, con electrones desempeñando
el papel de planetas habitados y, al revés, nuestro sistema solar podía ser tan sólo
un átomo en un super-universo.
Este tema fue adoptado con entusiasmo por el prolífico autor de ciencia-ficción, Ray
Cummings, que poseía un entrenamiento que muchos colegas le hubieran
envidiado, ya que durante cinco años había sido secretario de Edison. En La joven
del átomo dorado (1919) y otras historias posteriores, Cummings disminuye a un
tamaño subelectrónico una serie de héroes, pasando con volubilidad sobre
problemas, tales como la navegación por el espacio internuclear y la localización del
debido átomo (y la debida joven) entre los muchísimos millones de millones de
millones de átomos distintos... que existen en unas cuantas onzas de oro.
Recientemente, Hollywood nos ha sorprendido haciendo una buena película sobre el
tema de la pequeñez; me refiero a The incredible shrinking man (El increíble
hombre encogido), que un 90% de inteligentes aficionados al cine, probablemente
aconsejados por su poco afortunado título, decidieron perderse. Lo más increíble del
hombre que se encoge (y me figuro que por esto debemos darle las gracias a su
autor y guionista, Richard Matheson) era el hecho de ser tan creíble, y la evitación
del convencional «happy end», ya que tenía un final conmovedor y extrañamente
inspirado. Pero quizás es que soy fácil de contentar; es tan raro hallar un átomo de
inteligencia entre los productores de cine cuando se deciden a rodar películas de las
que llaman de ciencia-ficción, que mi gratitud tiende a ser excesiva.
Estas historias de micromundos y de mundos en miniatura plantean dos cuestiones
distintas: ¿podrían existir tales mundos (no necesariamente en nuestro planeta), y
de ser así, podríamos observarlos o entrar en ellos?
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En lo que toca a la primera pregunta opino que puede darse una respuesta definida,
basada en las leyes familiares a todos los ingenieros y biólogos, pero no a los
periodistas que gustan de publicar tonterías tales como: «Si una hormiga fuese tan
grande como un hombre, podría llevar una carga de diez toneladas». Lo cierto es
que no podría llevarse ni a sí misma.
A cualquier nivel de tamaño, unas cosas son posibles y otras no. Todo el mundo de
los seres animados con toda su maravillosa riqueza y variedad está dominado y
controlado por el elemental factor geométrico que establece: si se duplica el tamaño
de un objeto, se multiplica cuatro veces su área... y su volumen (y de aquí su peso)
ocho veces. De este cálculo matemático surgen extrañas consecuencias.
Implica, por ejemplo, que un ratón no puede ser tan grande como un elefante, o un
elefante tan pequeño como un ratón... y que un hombre no pueda tener el tamaño
de ninguno de ambos.
Consideremos el caso del hombre. En realidad, ya es un gigante... uno de los
animales mayores que existen. Esto será una verdadera sorpresa para mucha gente
que olvida que los animales más grandes que el hombre podrían escribirse en una
hoja de papel, mientras que los más pequeños llenarían volumen tras volumen.
El Homo Sapiens muestra una considerable gama en su tamaño, aunque sean muy
raros los extremos. El hombre más alto que haya vivido nunca ha tenido quizá cinco
veces la estatura del más pequeño, pero habría que buscar entre un millón de casos
para hallar una proporción de cuatro a uno... a menos que nos dirijamos a un circo
donde exhiban a la vez a un gigante y a un enano. Y de hacerlo, posiblemente
veríamos que los dos son seres desdichados y enfermos, con muy pocas
oportunidades de alcanzar el límite normal de una existencia.
El cuerpo humano es una pieza de arquitectura dispuesta para actuar de la mejor
manera posible, dando el máximo rendimiento con una estatura de 1'5 a 1'80
metros. Doblemos su estatura y hallaremos que pesa ocho veces más, mientras que
los huesos que sostienen el cuerpo han visto aumentada su área en sólo cuatro
veces. Por lo tanto, la fatiga que pesa sobre los mismos se doblaría en intensidad;
un gigante de 3,5 metros es posible, pero se estaría rompiendo continuamente sus
huesos, y tendría que tener mucha precaución al moverse. Para hacer una versión
de 3,5 metros del Homo Sapiens, práctica, sería preciso hacer un nuevo boceto y no
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aumentar el existente. Las piernas, proporcionalmente, tendrían que ser mucho más
gruesas, como lo demuestra el caso del elefante. El caballo y el elefante tienen el
mismo boceto cuadrúpedo, ¡pero comparemos el grosor relativo de sus patas! El
elefante debe de llegar casi al límite sensible de tamaño para un animal terrestre;
éste fue alcanzado (si no excedido) por el brontosaurio de cuarenta toneladas, y el
más grande de todos los mamíferos, el increíble rinoceronte Baluchitherium, que de
pie medía 5'5 metros de altura. (La cabeza de una jirafa sólo mide 4'80 metros
desde el suelo.)
Más allá de este tamaño, ninguna estructura de carne y huesos podría sostenerse
contra la gravedad; si existen verdaderos gigantes será en otro lugar del Universo,
sus huesos estarán hechos de metal, lo cual planteará varios problemas difíciles a la
bioquímica. O tendrán que vivir en mundos de muy baja gravedad, posiblemente en
el mismo espacio, donde el peso deja de existir. Una de las cuestiones más
interesantes de la zoología extraterrestre es si la vida puede adaptarse al espacio
por un proceso puramente evolucionista. Casi todos los biólogos exclamarían:
— ¡Ciertamente, no! —pero creo que es poco prudente desdeñar a la Naturaleza en
nuestro presente grado de ignorancia.
En la dirección de la pequeñez, los problemas que se plantean no son tan obvios,
aunque sí son por igual fundamentales. A primera vista no parece existir ninguna
razón de por qué no puede existir un hombre de 30 cm de altura. Hay muchos
mamíferos de este tamaño, basados incluso en el mismo boceto general; por
ejemplo, algunos monos de los más pequeños son como hombrecitos, en realidad.
Sin embargo, un examen más minucioso revela que sus proporciones son por
completo distintas, y sus miembros mucho más finos que los del hombre. Así como
un hombre alargado a una altura de 6 metros sería impracticablemente frágil y sin
fuerza bajo su peso, al revés, uno disminuido a la estatura de 30 cm sería
rechoncho y supermusculado. Los animales pequeños necesitan miembros mucho
menores, como lo demuestran con patetismo los insectos con sus tenues patas y
alitas. Cuando el increíble hombre que se encoge empezó a medir su altura por
milímetros sus músculos super-forzudos le hubieran desgarrado en pedazos.
Pero ya mucho antes las cosas le habrían ido tan mal en su interior que habría
muerto por una docena de causas distintas. Todo el elaborado mecanismo de su
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cuerpo —respiración, circulación sanguínea, control de la temperatura, para no
señalar sino las más obvias— le habrían fallado. Al llegar a una décima parte de su
tamaño original, el ISM 28 tendría una milésima de su peso inicial. (No nos interesa
saber a dónde se ha ido el 99,9% restante; de poseerlo aún, sería cincuenta veces
más denso que el platino y ya ha caído al suelo). Sin embargo el área de la
superficie de sus pulmones, las paredes del estómago, las secciones de sus venas y
arterias, todo ha disminuido no en la proporción de mil, sino de ciento. Todo su
metabolismo avanzaría diez veces la anterior proporción por unidad de masa;
probablemente moriría por ataque cardíaco provocado por una superproducción de
energía.
Esta argumentación puede ser seguida a la misma reductio ad absurdum conclusión
para cada una de las funciones corporales, dejando muy claro que aun de existir un
hombre que se contrajera o se expansionase, sería un incapacitado y se vería
asesinado por un modesto cambio de escala de proporciones29. No hay la menor
probabilidad de que un hombre sea capaz de rondar a las hormigas guerreros
a través de la jungla de la hierba, y aún menos de casarse con una princesa en un
átomo dorado.
Habiendo dejado esto bien sentado, me gustaría añadir una ligera reserva. Puede
citarse un caso para demostrar que el hombre es considerablemente mayor de lo
que necesita ser. Y la fuerza física y el tamaño que por necesidad le acompañan
cada vez serán menos necesarios en el futuro. Al contrario, el tamaño será un
obstáculo —sobre todo en los reducidos habitáculos de los vehículos espaciales— y
se ha sugerido ya seriamente que un modo de detener las futuras escaseces de
comida y materias primas es criar gente pequeña. Incluso un 10% de reducción en
la estatura media de la raza humana produciría considerables efectos, ya que la
gente más pequeña necesita casas menores, y menores coches, muebles,
vestidos... todo en la misma proporción.
Nadie sería un enano, claro está, si todo el mundo tuviera tres pies de estatura, y el
mundo podría mantener confortablemente dos veces su actual población. Pocos
futuros, sin embargo, parecen menos probables que éste, ya que gracias a una
28
Iniciales de El increíble hombre que se encoge, en inglés.
Se hallará todo un tratado sobre este tema en On being the light size, de J. B. S. Haldane, y en On magnitude, de
D'Arcy Thompson, ambas en el volumen núm. 2 de El Mundo de las Matemáticas, de James Newman.
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mejor alimentación y cuidados médicos, los hombres tienden a desarrollarse en vez
de encoger. (Los graduados de Harvard, admitiendo a una clase privilegiada, han
ganado 25 milímetros por generación... asombrosa proporción que sugiere que por
el año 3.000 se hallarán en un verdadero apuro.) Sólo una dictadura mundial
antirreglamentaria y todopoderosa podría cambiar esta marcha; los dictadores
siempre son personas de poca talla, y podemos figurarnos algún futuro Hitler o
Mussolini decididos a eliminar su complejo de inferioridad haciendo que sus súbditos
sean más pequeños que ellos... aunque ello casi no daría ningún resultado práctico
durante su existencia.
Aunque las criaturas animadas no puedan ser como el hombre, y ningún hombre
pudiera continuar funcionando si drásticamente se redujera su tamaño, esto no
impide que haya la posibilidad de que seres en extremo pequeños, pero
inteligentes, puedan existir caso de ser concebidos según los modelos no-humanos.
Alterando sus bocetos, la Naturaleza puede administrar, en un grado considerable,
las limitaciones impuestas por el cambio de escala. Consideremos, por ejemplo, la
diferencia entre el albatros y el mosquito más pequeño, escasamente visible al ojo
humano. Ambos son seres aéreos que vuelan moviendo sus alas... y aquí cesa toda
semejanza. Cualquiera que sólo conociera el mosquito consideraría el caso muy
convincente para la imposibilidad del albatros... y viceversa. Sin embargo, ambos
existen, y ambos vuelan, aunque uno pesa mil millones de veces más que el otro.
Representan los dos extremos del espectro evolucionista, cuando los recursos de los
materiales y mecanismos biológicos han sido distendidos hasta el límite. Ningún
pájaro mayor que el albatros podría volar; como lo demuestra el avestruz y los
gigantescos animales de la prehistoria, terribles como el dinosaurio. Ningún insecto
más pequeño que el mosquito podría controlar sus movimientos en el aire; aunque
pueda flotar como los seres que forman el plancton de los mares, a merced de la
corriente, no podría volar.
Incluso un bosquejo nuevo permite solamente una limitada, y no indefinida,
reducción del tamaño. Antes o después, nos hallaremos ante el hecho de que los
elementos básicos estructurales de los seres vivientes —los cánones biológicos— no
pueden hacerse menores de lo que ya son. Todos los animales están formados de
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células, y éstas tienen todas el mismo tamaño. Las de un elefante no son más que
dos veces mayores que las de un ratón.
Es como si todos los seres vivos fuesen como casas, construidas con ladrillos que
variasen muy poco de tamaño entre sí. De esto se sigue, por tanto, que los
animales muy pequeños también deben ser animales muy simples, porque no
pueden contener más que un número reducido de componentes. No puede
construirse una casa de muñecas con ladrillos normales.
La inteligencia, sea lo que sea, es al menos parcialmente una consecuencia de la
complejidad celular. Los cerebros pequeños no pueden ser tan complejos como los
grandes porque contienen pocas células. Podemos imaginarnos el cerebro humano
dando todavía un buen rendimiento a la mitad de su tamaño actual... pero no
reducido a una décima parte. Si en los planetas con potentes campos de gravedad
los seres vivos están reducidos a una estatura de pocos milímetros, no pueden ser
inteligentes, a menos que equilibren su peso perdido incrementando su área, para
darle a su cerebro un adecuado volumen. Podría haber animales como muñecos en
mundos de 50 G, pero algo que fuese capaz de pensar racionalmente no parecería
un hombrecillo, sino un buñuelo.
No sólo la inteligencia, sino la misma vida es imposible cuando se sigue
descendiendo por la escala del tamaño. Sólo más allá del límite del microscopio de
hoy, hace su aparición la esencial granularidad de la Naturaleza. Mientras la célula
es la base edificadora de todos los seres vivos, los átomos y las moléculas lo son de
la célula. Algunas minúsculas bacterias no son más que un conjunto de unas pocas
moléculas: los virus, que marcan la frontera entre la vida y la no-vida, son aún más
pequeños. Pero ninguna casa puede ser más pequeña que un ladrillo, nada que viva
puede ser menor que una sola molécula de proteína, que es la base química de la
vida. Las proteínas mayores miden una millonésima de centímetro de longitud; ésta
es una cifra redonda muy fácil de recordar, como el último mojón en la ruta cuesta
abajo del mundo de la existencia.
Aunque es concebible que en otros planetas pueden existir tipos de organismos más
eficientes (incluso es inmodesto presumir lo contrario) parece muy improbable que
logren ser tan eficientes que lleguen a poder alterar estas conclusiones.
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Podemos, por lo tanto, rechazar estas ingeniosas historias de enanas (incluso
microscópicas) naves espaciales, como pura fantasía. Si nos sentimos molestos por
el continuo zumbido de un extraño objeto metálico que parece un escarabajo, es
que se trata de un escarabajo.
No se puede decir mucho sobre las teorías del sub-Universo y la sugerencia de que
los átomos puedan ser sistemas solares en miniatura. Las novelas basadas en este
tema están ya virtualmente agotadas; quedaron barridas cuando se descubrió que
los electrones se conducían de una manera menos planetaria, siendo ondas en un
momento y partículas en el siguiente. El átomo tan agradable y fácilmente pintado
por Rutherford-Bohr duró unos cuantos años, e incluso en este modelo los
electrones habrían estado saltando con vertiginosidad de órbita a órbita, lo que
habría resultado muy incómodo para sus habitantes. La mecánica de las ondas, el
Principio de Incertidumbre y la detección de partículas tan asombrosas como los
mesones y los neutrinos sentaron bien claro que los átomos no son sistemas
solares, ni nada que la mente humana hubiera imaginado con anterioridad.
Puedo mencionar, encogiéndome ligeramente de hombros, que en las Amazing
Stories, desde 1932-35, un tal J. W. Skidmore escribió una serie de cuentos sobre
un romance subatómico entre un electrón, Nega, y un protón, Posi. No puedo
comprender cómo un autor en el pleno disfrute de sus facultades pudo pergeñar
más de cinco relatos (ni uno siquiera) sobre tal tema; su éxito debe juzgarse del
hecho de que aunque leí toda la serie de Posi y Nega en la época de su publicación,
no he podido jamás recordar si el chico eventualmente encuentra a la chica y, si es
así, qué más sucede. El asunto empieza a atormentarme, pero me hallo a 10.000
millas de la biblioteca del Congreso y no puedo hacer nada.
Casi de modo invariable, los relatos de universos microcósmicos ignoraron el hecho
de que un cambio de tamaño siempre trae consigo un cambio en la proporción del
tiempo. Las pequeñas criaturas viven vidas cortas y activas; para los pájaros y las
moscas, nosotros debemos de ser seres que se mueven muy despacio.
Si recurrimos al caso límite del átomo y suponemos que los electrones en sus
órbitas son en efecto mundos en sí mismos, deben de tener unos «años»
fantásticamente cortos. En el modelo del átomo de hidrógeno de Rutheford-Bohr, el
único electrón orbital efectúa cada segundo un billón de revoluciones alrededor del
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núcleo. Si esto corresponde al año de 88 días de Mercurio, el planeta más interior
de nuestro sistema solar, significaría que el tiempo en el átomo de hidrógeno pasa
unos 10.000 trillones de veces más de prisa que en nuestro macroscópico Universo.
Ningún héroe de ciencia-ficción, por tanto, podría hacer dos visitas al mismo mundo
subatómico. Si regresase a su propio universo sólo por una hora, y volviera al
átomo, encontraría que en él han pasado cientos de miles de millones de años. Y, al
revés, todo viaje alrededor del micro-mundo sería casi instantáneo en nuestro
tiempo; de otro modo, el viajero moriría de vejez entre los átomos. Recuerdo un
relato en que un científico envía a su hija y a su ayudante a una breve visita al
universo subatómico, y queda desconcertado al tener que dar la bienvenida a varios
centenares de tataranietos un par de minutos más tarde; incluso así, temo que el
autor, aunque estaba en la buena línea, subestimó grandemente la magnitud del
problema. No sería cuestión de unas cuantas generaciones humanas... sino la
existencia de muchos soles.
El Tiempo puede ser un obstáculo mucho menos condescendiente que el Espacio;
esto será cierto sobre todo si descubrimos alguna vez e intentamos comunicarnos
con entidades en extremo inteligentes. Cierto número de autores ha explotado esta
idea, que no se halla en conflicto con mis primeras observaciones sobre la
imposibilidad de los gigantes. Entonces me refería a espacios planetarios... y puede
haber seres más grandes que los planetas.
Un escritor que trató este tema fue Fred Hoyle, y sea cual sea el punto de vista que
tome el profesor Hoyle en su cosmología, nadie duda de que conoce su física.
En La nube negra describió, con gran plausibilidad y convicción, un invasor gaseoso
desde el espacio interestelar, de unos cien millones de millas de diámetro... algo así
como una clase de cometa inteligente.
Aun cuando los «pensamientos» de una criatura así fuesen propagados por ondas
de radio, como sugirió Hoyle, se tardarían diez minutos para que un solo impulso
viajase de un extremo al otro. Un impulso nervioso puede viajar a través del
cerebro humano en unas milésimas de segundo, por lo que las operaciones
mentales referentes a toda la Nube Negra tardarían en realizarse tal vez un millón
de veces más de tiempo que los de una mente humana. Creo que nos cansaríamos
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aguardando sus respuestas; una corta frase tardaría un par de meses en ser
enviada.
Sin embargo, la Nube Negra podría hablarnos a nuestra velocidad, o incluso con la
rapidez de los más veloces teletipos, si dedicase una mínima y localizada fracción de
sí misma a ocuparse de problema tan trivial. En tal caso, no podríamos esperar
ponernos en comunicación con ella como un todo, como una hormiga no puede
afirmar estar en contacto con un hombre porque su dedo se haya estirado al pasear
ella sobre el pie.
Éstos son pensamientos más bien humildes, pero no creo que sean por necesidad
fantásticos. Si consideramos el átomo veremos, unas cuantas magnitudes por
debajo de nosotros, primero el fin de la inteligencia y luego el término de la vida.
No existe tal final en la otra dirección, ni nosotros tenemos aún el menor atisbo de
nuestra posición en la jerarquía del Universo. Puede haber intelectos entre las
estrellas tan vastas como mundos, o soles... o sistemas solares. Por otra parte, toda
la
galaxia,
como
sugirió
hace
mucho
tiempo
Olaf
Stapledon,
puede
ir
desarrollándose o progresando hacia la conciencia, si es que ya no lo ha hecho.
Después de todo, contiene diez veces tantos soles como células tiene el cerebro
humano.
La ruta a Liliput es corta y a nada conduce. Pero la ruta de Brobdingnag es otra
cosa; de su longitud sólo acertamos a divisar un mínimo trecho, a medida que
serpentea entre las estrellas, y no podemos sospechar qué extraños viajeros la
siguen. Sería bueno para la paz de nuestra mente que nunca lo supiéramos.
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Capítulo 16
Voces del cielo
En los cercanos días de 1958, una voz humana habló por primera vez desde el
espacio. Fue el presidente de los Estados Unidos, radiando un mensaje de Navidad
al mundo. Sin embargo, aquel amable saludo desde el satélite Atlas en órbita,
saltando por encima de todas las barreras geográficas y de nacionalidad, fue un
sonido especial como ninguno en la historia de la humanidad. Marcó el alba de una
nueva era en las comunicaciones, que transformará las líneas de cultura, de política,
de economía e incluso de lenguaje, de nuestro mundo.
Resulta bastante sencillo demostrar esto lógicamente —como espero hacerlo—, pero
es muy difícil comprender su pleno significado. Tan maravillosas son en la
actualidad las técnicas de comunicación, tan integradas dentro de la fábrica de
nuestra sociedad, que olvidamos sus grandes limitaciones, y hallamos difícil
imaginar cualquier mejora substancial. Somos como los primeros Victorianos que no
apreciaron la valía del telégrafo eléctrico; los semáforos o los faros siempre habían
sido bastante buenos para quienes deseaban algo más rápido que el correo...
Podemos reírnos ante esta actitud, aunque, pese a toda nuestra habilidad para
captar desde el aire el sonido y la visión, escasamente hemos salido de la edad del
telégrafo Morse. Dentro de unos años los satélites de comunicaciones harán que
nuestras actuales facilidades nos parezcan tan anticuadas como las señales de
humo de los indios sioux, y nosotros mismos tan ciegos y sordos como nuestros
abuelos antes del descubrimiento del tubo electrónico.
Todas estas revolucionarias consecuencias proceden de un hecho tan simple y obvio
que casi se duda en mencionarlo. Las ondas de radio que ahora son nuestros
principales transmisores, viajan, en línea recta, como la misma luz. Pero el mundo,
por desgracia, es redondo.
Sólo el curioso accidente de que la Tierra se halle rodeada de una capa reflectora —
la ionosfera— torna posibles las ondas de radio a larga distancia. Este espejo
invisible del firmamento refleja las ondas de radio en las bandas de onda corta, pero
su actuación es bastante limitada y no funciona en absoluto sobre las ondas muy
cortas. Éstas se propagan en línea recta a través de la capa reflectora, escapándose
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al espacio, por lo que no pueden ser empleadas para comunicaciones a larga
distancia. (Larga distancia para los tipos terrestres. Sirven muy bien para hablar
con los planetas y las naves espaciales.
La televisión es la más afectada por este estado de cosas. Por razones técnicas, la
TV está confinada a las ondas muy cortas —extracortas— precisamente las que no
son reflejadas a la Tierra. Los programas de TV salen, sin desviarse, al espacio;
podrían ser captadas muy bien en la Luna, pero no en el país vecino.
Éste es el motivo por el que centenares de estaciones de TV son necesarias para
cubrir grandes zonas como Europa o los Estados Unidos. Peor aún, es imposible que
atraviesen el océano; el mar es un obstáculo tan invencible para la TV como lo fue
para la voz humana antes de inventar la radio. Intercambiar programas de TV entre
Europa y América requeriría una serie de islotes electrónicos en cadena, o tal vez
cincuenta buques puestos en línea a través del Atlántico, pasando las señales de
uno a otro. Y no es ésta ninguna solución práctica.
Hay una respuesta más simple. Una estación relevo hará el trabajo... si está situada
en un satélite a unos cuantos miles de millas sobre la Tierra. Todo lo que se
necesitaría es un receptor para captar las señales de un continente, y un transmisor
para radiarlas a otro.
Pero la TV transatlántica está en sus modestos inicios. Si el satélite relevo estuviera
lo bastante lejos —unas 10.000 millas— su radiación llegaría a medio mundo. Y dos
o tres satélites iguales, espaciados simétricamente alrededor de nuestro planeta,
podrían proporcionar programas de TV de polo a polo. Las señales claras y diáfanas
procedentes del cielo, sin interferencias de fondo y sin ecos fantasmagóricos
captados por reflexión desde los edificios próximos, permitirían una cualidad de la
imagen muy superior a la que tenemos que tolerar en la actualidad.
Quizá me será permitido al llegar aquí lo que ha sido llamado la modesta tos del
poeta menor. Según mis mejores conocimientos, el uso de satélites artificiales para
procurar una TV global fue propuesta la primera vez por mí mismo en octubre de
1945, en la revista Mundo Inalámbrico, de la radio inglesa. El artículo, que
ostentaba el título restallante de Relevos extra-terrestres, preveía el empleo de tres
satélites a 22.000 millas sobre el Ecuador. A esta altura, un satélite tarda
exactamente veinticuatro horas en completar su órbita, con lo que quedaría fijo
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sobre un mismo sitio de la Tierra, para siempre. Las leyes de la mecánica celeste
pueden proporcionarnos con ello el equivalente de invisibles torres de TV de 22.000
millas de altura. Mientras escribo las presentes palabras, se están haciendo
preparativos en la «Hughes Aircraft Company» y en el ejército de los Estados
Unidos para lanzar satélites de comunicaciones en órbita de 24 horas30.
A primera vista, la TV global parece que no sea una fuerza capaz de revolucionar
nuestra civilización. Miremos, por tanto, con más detalle las consecuencias de ello.
En pocos años, toda nación de categoría será capaz de establecer (o alquilar) su
propio sitio del espacio para su radio y sus transmisores de TV, y estará capacitada
para radiar a todo el planeta programas de verdadera calidad. No habrá escasez de
longitud de onda, como la hay ahora incluso para los servicios locales. Una de las
ventajas incidentales del satélite televisor es que podrá aprovechar nuevas bandas
del espectro de la radio, proporcionando «éter espacial» para al menos un millón de
canales de TV simultáneos, o un billón de circuitos de radio.
Esto significará el final de todas las barreras que obstaculizan el sonido y la visión, a
la vez. Los neoyorquinos y los londinenses podrán sintonizar Moscú o Pekín con la
misma facilidad que su estación local. Y, claro está, viceversa.
Pensemos lo que esto significará. Hasta hoy, incluso la radio ha sido limitada, salvo
la onda corta que ha tenido que captarse soportando los ruidos, gemidos y siseos de
la ionósfera. Pero ahora el gran camino del éter nos abre las puertas del ancho
mundo, y todos los hombres seremos vecinos prácticamente... tanto si nos gusta
como si no. Será imposible toda clase de censura política o de otro estilo; obstruir
las señales que vienen del cielo es más difícil casi que bloquear la luz de las
estrellas. Los rusos no podrían hacer nada para impedir que su pueblo viese el
modo de vida americana; por otra parte, las agencias de Madison Avenue y los
Comités de Vigilancia estarían igualmente preocupados, aunque por diferentes
razones, al contemplar los telerreportajes sin inhibiciones desde Montmartre...
Esta libertad de comunicaciones tendrá su magnífico impacto en la cultura, la
política y el clima moral de nuestro planeta. Es tan peligroso como prometedor. Si
alguien lo duda, que considere la siguiente extrapolación por completo desprovista
30
En efecto, hasta la fecha —después del pionero «Telstar»— los satélites de TV tipo «Syncom» y «Relay» han
iniciado, con bastante éxito, las primeras experiencias en la órbita de 24 horas. — (N. del E.)
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de imaginación y fantasía, que podría titularse: Cómo conquistar el mundo sin que
nadie se dé cuenta.
En 1970 la URSS habrá establecido sobre Asia el primer satélite «enlace» de TV de
alta potencia, radiando en varias lenguas, por lo que más de mil millones de seres
humanos podrán comprender los programas. Al mismo tiempo, una campaña de
ventas bien organizada con demostraciones permitirá a los rusos inundar el Oriente
con receptores provistos de transistores. No habrá un poblado que no pueda
adquirir uno, y a Rusia no le costará prácticamente nada; incluso le dejará un
pequeño beneficio en su favor...
Y así, millones de personas que no habrán aprendido a leer, que jamás habrán visto
una película, que carecerán de distracciones reales, caerán bajo la influencia
hipnótica que incluso las naciones más educadas no han logrado resistir. Buen
entretenimiento, rápido (si es dirigido) informador de noticias, lecciones en lengua
rusa, programas culturales del tipo «Hazlo por Ti Mismo», útiles para comunidades
retrasadas, programas de concursos en que los primeros premios serán viajes a la
Unión Soviética... hace falta poca imaginación para ver la muestra. Con pocos años
de diestra propaganda, las naciones desconfiadas se tornarían crédulas31.
Puede no ser una exageración afirmar que la prioridad en establecer el sistema de
comunicación por satélites puede determinar si, dentro de cincuenta años, el ruso o
el inglés será el principal idioma de la humanidad. El satélite de TV es más
importante que los cohetes balísticos, y la TV intercontinental puede ser la última
arma.
Pero dejemos aparte los aspectos políticos de los satélites de la TV y estudiemos
con más detalle sus efectos domésticos. Uno será excelente; ya nos parece estar
viendo la desaparición de todas las antenas que han arruinado las techumbres de
nuestras ciudades y hecho burla de la arquitectura de los últimos años. Las antenas
del futuro serán pequeñas salseras limpias o sistemas de lentes como los familiares
radio-telescopios. En tanto permanezcan sobre sus espaldas, apuntando al cielo,
31
Puedo añadir una interesante nota. Mientras dirigía una discusión parcial en el New York Coliseum, en octubre de
1961, como parte del Informe para la nación de los vuelos espaciales, de la American Rocket Society, señalé que
sería una idea excelente que los Estados Unidos establecieran un sistema global de TV a fin de transmitir a todas
las naciones los Juegos Olímpicos de 1964. Al día siguiente, esta sugerencia (no sé por quién) había sido pasada al
entonces vicepresidente Johnson, que estaba hablando en el banquete del Waldorf Astoria que clausuraba los
procedimientos. El vicepresidente quedó tan impresionado con la idea que la incluyó en su discurso, preparado con
antelación; y ahora quiero hacer una pequeña apuesta, asegurando que habrá pocas ciudades del mundo que no
sintonicen con Tokio en 1964. (N. del A.)
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podrán ser alojadas en buhardillas o áticos, y no necesitarán balanceantes torres
para sostenerlas erectas. Este dividendo estético, aunque pequeño, no es para ser
menospreciado.
El efecto, el contenido cultural de nuestros programas de radio y TV locales, cuando
tuvieran que enfrentarse con la competencia directa de todo el mundo, es tema que
se presta a grandes especulaciones. Algunos cínicos sostienen que el sistema de TV
vía satélite es el mejor argumento contra los viajes espaciales; se estremecen ante
la idea de cientos de «westerns» simultáneos y miles de discos de rock y de twist,
Sin embargo, la abundancia de canales disponibles, capaz cada uno de estar al
alcance de la raza humana, hará posibles los servicios de una calidad y naturaleza
especializada, por completo fuera de cuestión hoy en día. Con toda probabilidad,
hay suficientes televidentes en la Tierra para lograr que los canales no den más que
obras griegas, discursos de lógica simbolista, o partidas de campeonato de ajedrez,
y que económicamente salgan bien parados.
Muchos van más lejos, con cierta mirada malévola, ante los efectos de la
competencia exterior sobre los programas comerciales. Al menos, 100.000.000 de
subprivilegiados americanos no han conocido nunca las alegrías de la radio o la TV
sin anuncios; son como los lectores que ya se han reconciliado con la idea de que la
quinta página de cada guión consiste en avisos sobre lo que no les está permitido
omitir. Si los rusos son lo bastante diestros para aprovecharse de su oportunidad,
pueden obtener un vasto auditorio por el solo hecho de omitir los anuncios de la
mejor sopa o el recomendado laxante.
El advenimiento de la TV y la radio globales terminará, para mal o para bien, con el
aislamiento cultural y político que aún existe en todo el mundo, salvo en las grandes
ciudades. Para quien ha viajado bastante como yo por los Estados Unidos, es una
enorme sorpresa el vacío intelectual en que queda uno hundido tan pronto como
abandona Nueva York, San Francisco, Boston, Chicago, y algunos otros oasis.
Esto debe aplicarse tanto a los periódicos como a la radio y a la TV; cuántas veces
he perdido horas en sitios como Skunksville, Ugh, buscando un ejemplar del New
York Times para enterarme de lo que estaba sucediendo en el planeta Tierra. Y en lo
que atañe a las ondas del éter, hay pocas experiencias más desalentadoras que una
carrera por las bandas de la radio en el Deep South, sobre todo un domingo por la
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mañana. En Inglaterra, al menos, no se está nunca lejos de la civilización (por
ejemplo, con el tercer programa de la B.B.C.).
La abolición de todas las barreras para el libre intercambio intelectual y cultural
completaría la revolución empezada con el automóvil hace medio siglo, continuada
tímidamente con la electrónica de corto alcance actual. Significaría el eventual final
de la mentalidad limitada, de pequeña ciudad, que, es cierto, posee su encanto
(sobre todo para los novelistas nostálgicos, y más aún a cierta distancia). Cuando
todos los hombres —estén donde estén— tengan igual acceso a la misma red de
comunicaciones, serán inevitablemente Ciudadanos del Mundo, y uno de los grandes
problemas del futuro será la preservación de las características regionales de valor e
interés. Existe un grave peligro de carácter global; los baches de la herencia cultural
del hombre no deben ser rellenados al precio de demoler los picos.
El sistema de comunicación universal causará un profundo impacto sobre el
lenguaje. Como ya he sugerido, llevará a una sola lengua dominante, no siendo las
restantes más que meros dialectos. Probablemente, quedarán dos o tres lenguas en
todo el planeta; a este respecto, Suiza puede ser el prototipo del mundo de
mañana. Por muy alto que lleguemos sobre la Tierra, al menos no se abatirá sobre
nosotros la maldición que cayó sobre los constructores de la torre de Babel.
Todo esto que se ha descrito con extensión, hasta su último desarrollo, resultará de
la aplicación de técnicas ya existentes en la actualidad, sólo con hacer más ancho el
mundo gracias al establecimiento de los satélites televisores. Ahora es el momento
de considerar algunos de los servicios por completo nuevos que serán hacederos, si
es que deseamos explotarlos.
El más obvio es el transistor personal, tan pequeño y condensado que todo el
mundo podrá llevarlo con la misma facilidad que un reloj de pulsera. Éste, claro
está, es un viejo sueño, y quien dude de su realización es que no está enterado de
los logros conseguidos por la electrónica. Los receptores de radio pueden ya
construirse tan pequeños que hacen que los transistores portátiles parezcan tener el
tamaño de los modelos de 1925. El más pequeño revelado por los expertos en
microminiaturismo, tiene el tamaño de un terrón de azúcar.
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Sin entrar en detalles técnicos (de gran interés para quienes pueden haber pensado
ya todas las respuestas) llegará un momento en que seremos capaces de llamar a
una persona desde cualquier lugar de la Tierra, sólo marcando un número.
El sujeto será localizado automáticamente, tanto si se halla en medio del océano
como en el centro de una gran ciudad, o cruzando el Sahara. Esta sola máquina
puede cambiar la pauta de la sociedad y el comercio como su primitivo antecesor, el
teléfono, ya lo hizo.
Son obvios sus peligros y desventajas; no hay inventos por completo benéficos.
Sin embargo, hay que pensar en las innumerables vidas que salvaría, las tragedias
y quebrantos que remediaría. (Recordemos lo que el teléfono ha significado en
todas partes para la soledad del hombre).
Nadie se perdería, ya que podría añadirse al receptor un artilugio sencillo para hallar
la posición y la dirección, basado en el principio de ayuda del radar de navegación
de hoy en día. Y en caso de peligro o accidente, la ayuda podría buscarse apretando
sencillamente un botón de «emergencia».
Si se piensa que esto haría del mundo un imperio de la claustrofobia, en el que no
se podría jamás huir de los amigos o de la familia, o donde jamás podrían correrse
riesgos estimulantes, todo esto es cierto. Pero no hay que preocuparse;
bastante peligro y distancias nos esperan en los abismos sin fondo del Espacio. La
Tierra es ahora nuestro hogar; hagámoslo bello, confortable y seguro. Los pioneros
que vayan a otra parte.
A medida que mejoren las comunicaciones, decrecerán las necesidades del
transporte. Nuestros nietos casi no creerán que millones de seres hayan perdido
tantas horas diarias luchando para llegar al trabajo, en donde, muy a menudo, no
hacían nada que no pudieran haber conseguido por enlaces telecomunicativos.
El teléfono y los servicios de visión globales capacitarán al hombre para conferenciar
con su semejante en cualquier lugar del planeta, pero esto no será más que el
principio. Incluso ahora poseemos ya sistemas para manejar datos que unen
fábricas y oficinas situadas a muchas millas de distancia unas de otras, controlando
grandes imperios industriales. La electrónica permite ya la descentralización, que
cada año se anima más ante las rentas elevadas, los costes del transporte... para
no citar la amenaza de la nube radiactiva.
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Los negocios del futuro podrán ser llevados a cabo por ejecutivos que casi no se
verán nunca entre sí. Ni siquiera se necesitará una dirección o una oficina central,
sino el equivalente de un número telefónico. En cuanto a los archivos y expedientes,
tendrán espacio alquilado en las unidades memoriales de los computadores, que
podrán ser localizados en cualquier lugar de la Tierra; la información almacenada en
ellos podrá ser leída por los transmisores de alta velocidad dondequiera que la
necesiten las empresas.
Llegará una época en que la mitad de los negocios del mundo se harán a través de
vastos Bancos de memoria bajo el desierto de Arizona, la estepa de Mongolia, la
península del Labrador, o cualquier otro lugar de la Tierra que sea barato e inútil
para otros propósitos. Todos los lugares de la Tierra, naturalmente, serán por igual
accesibles a las ondas de los satélites relevos; una carrera de polo a polo significará
sólo girar diecisiete grados la antena direccional.
Así, los capitanes de la industria del siglo XXI podrán vivir donde les guste,
dirigiendo sus negocios a través de los mandos de un computador y manejando
desde sus hogares las máquinas de información. Sólo en raras ocasiones tendrán
necesidad de establecer contacto personal, que también podrá ser obtenido por
medio de la amplia pantalla a todo color de la TV. Los almuerzos de negocios del
futuro podrán ser llevados a cabo perfectamente, estando las dos alas de la mesa
separadas por 10.000 millas; todo lo que se perderá serán los apretones de manos
y los cigarros puros.
Los administrativos y los ejecutivos no serán los únicos que vivirán con plena
independencia de la geografía. La distancia ya ha sido abolida para los tres sentidos
básicos de la vista, el oído y el tacto... este último gracias al desarrollo de los
ingenios de control remoto en el campo de la energía atómica. Cualquier actividad
que dependa de estos sentidos puede, por tanto, ser llevada a los circuitos de radio.
Llegará con seguridad una época en que los cirujanos podrán operar a muchas
leguas de sus pacientes, y cada hospital estará capacitado para llamar a su servicio
a los mejores médicos del mundo, se hallen donde se hallen. En los dos próximos
capítulos habrá algo más que decir sobre la relación de los sentidos humanos con
las redes de comunicación.
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Una aplicación que ya ha sido considerada con cierto detalle por los ingenieros en
astronáutica es lo que se ha llamado Correo Orbital, que probablemente en un
futuro próximo tornará anticuado el correo. Los sistemas modernos de facsímil
pueden transmitir y reproducir en menos de un minuto el equivalente de un libro
entero. Empleando estas técnicas, un solo satélite podría manejar toda la
correspondencia transatlántica de hoy en día.
Dentro de unos años, cuando deseemos enviar un mensaje urgente, compraremos
una carta de tipo «standard» en la que escribiremos lo que tengamos que decir. En
la oficina local de correos el papel será metido dentro de una máquina que
registrará las marcas y las convertirá en signos eléctricos. Éstos serán radiados al
satélite de enlace más cercano, convenientemente orbitando sobre la Tierra, y serán
captados en su destino, donde serán reproducidos sobre un papel idéntico al escrito
con anterioridad por el remitente. La transmisión no tardará más que una fracción
de segundo; la entrega a domicilio puede extender este tiempo a varias horas, pero
las cartas, en cualquier caso, nunca tardarán más de un día en llegar a su destino.
Claro está que existen problemas particulares, sobre asuntos secretos, que podrían
solucionarse con robots en todos los aspectos de la operación. Sin embargo, incluso
los carteros al estilo antiguo se permitían a veces leer el correo.
Tal vez una década más allá del Correo Orbital haya algo aún más asombroso... el
Periódico Orbital. Esto será logrado por los descendientes aún más sofisticados de
las máquinas reproductoras que ahora hallamos en la mayoría de las oficinas
modernas. Una de éstas, operando en conjunción con un televisor, será capaz, a
petición, de dar una información permanente del cuadro que se proyecte en la
pantalla. Así, cuando se desee el diario, habrá que apretar la clavija del canal
adecuado, y captar la última edición a medida que emerja del aparato. Puede
tratarse meramente de una hoja de noticias; las editoriales estarían en otro canal,
como los deportes, las críticas de libros, los dramas, los anuncios, etc.
Seleccionaremos lo que necesitemos e ignoraremos el resto, ahorrando a la
posteridad montañas inmensas de papel. El Periódico Orbital tendrá en común con
los diarios actuales muy poco más que el nombre.
No terminará aquí el asunto. En los mismos circuitos podremos obtener, desde las
bibliotecas centrales y los Bancos de información, copias de cualquier documento
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que deseemos, desde la Carta Magna a los boletines de pasajeros del correo
«Tierra-Luna». Hasta los libros pueden ser distribuidos de esta forma, aunque su
formato tendrá que ser modificado por completo para hacer posible esto.
Todos
los
editores
harán
bien
en
estudiar
estas
perspectivas
en
verdad
comprometedoras. Los más afectados serán los diarios y los libros de bolsillo; los
volúmenes de arte y las revistas de calidad quedarán prácticamente intocados por la
futura revolución. Los diarios pueden temblar; los magníficos mensuales tienen
poco que temer.
De qué modo la humanidad se las entenderá con la avalancha de información y
diversión que descenderá desde los cielos, sólo el futuro puede saberlo. Una vez
más la Ciencia, con su usual irresponsabilidad, ha dejado otro bebé llorón a la
puerta de la civilización. Puede crecer hasta ser un problema tan grande como el
que nació entre los ruidos de los contadores Geiger bajo el patio de la Universidad
de Chicago, en 1942.
¿Habrá tiempo para hacer algún trabajo en un planeta saturado de polo a polo con
grandes distracciones, música de primera categoría, conferencias brillantes, juegos
atléticos finamente ejecutados, y todo tipo concebible de información? Incluso ahora
ya hay quejas de que nuestros hijos pierden una sexta parte de sus vidas ante el
tubo de rayos catódicos. Nos estamos convirtiendo en una raza de mirones, y no de
ejecutores. Los poderes milagrosos que están al llegar pueden probar mayormente
lo que nuestra autodisciplina logra resistir.
Si ello es así, el epitafio de nuestra raza podrá proclamar con letras fluorescentes:
«A quienes los dioses quieren destruir, les entregan antes la TV».
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Capítulo 17
Cerebro y cuerpo
El cerebro humano es la estructura más complicada del Universo conocido, pero
como prácticamente nada del Universo es conocido, quizá está muy bajo en la
jerarquía de los computadores orgánicos. Sin embargo, contiene fuerzas y potencias
aún sin descubrir, y tal vez incluso insospechadas. Uno de los hechos más extraños,
que toda mente sensible no puede contemplar sin melancolía, es que al menos
durante 50.000 años ha habido hombres en nuestro planeta que habrían dirigido
una orquesta sinfónica, descubierto teoremas de matemáticas puras, actuado como
secretarios de las Naciones Unidas, o pilotando una nave espacial... si se les hubiera
dado la oportunidad. Probablemente, un 99% de la habilidad humana se ha
malgastado por completo; incluso hoy, aquellos de nosotros que nos consideramos
cultos y educados, operamos la mayoría de las veces como máquinas automáticas,
y sólo atisbamos en los más profundos recursos de nuestras mentes una o dos
veces en nuestra existencia.
En las especulaciones que siguen, ignoré todos los fenómenos paranormales y del
psiquismo. Si existen, y pueden ser controlados, podrían dominar todo el futuro de
la actividad mental y cambiar de manera impredecible la forma de la cultura
humana. Pero en el estado actual de nuestra ignorancia, tales suposiciones no
conducen a nada, a no ser a las lagunas poco esclarecedoras del misticismo. Los
poderes conocidos de nuestra mente son ya tan asombrosos que no hay necesidad
de invocar otros nuevos.
Consideremos primero la memoria. Nadie ha sido capaz de realizar un cálculo
aproximado del número de hechos o impresiones que el cerebro puede almacenar
durante su existencia. Hay una evidencia considerable de que nunca olvidamos
nada; sólo somos incapaces de recordarlo en un momento dado. En nuestros días
pocas veces hallamos hechos de memoria de verdad impresionantes, porque hay
poca necesidad de recurrir a ella en nuestro mundo de libros y documentos. Antes
de la invención de la escritura, toda la historia y la literatura tenía que ser
almacenada en la cabeza y transmitida de boca en boca. Aún hoy, hay hombres que
recitan toda la Biblia o el Corán, como antes recitaban a Homero.
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El trabajo del doctor Wilder Penfield y sus socios en Montreal ha demostrado, de
manera dramática, que los recuerdos perdidos hace tiempo pueden revivir por el
estímulo eléctrico de ciertas zonas del cerebro, casi como si pasara por el mismo
una cinta rememorativa. El sujeto revive, con vividos detalles (color, olor, sonido)
alguna experiencia pasada, pero sabe que es un recuerdo y no un suceso actual.
Las
técnicas
hipnóticas
pueden
producir
efectos
similares,
hecho
que
fue
aprovechado con ventaja por Freud en el tratamiento de los desórdenes mentales.
Cuando descubramos cómo se las arregla el cerebro para filtrar y almacenar la
avalancha de impresiones que sentimos en cada segundo de nuestras vidas,
conseguiremos el control consciente o artificial de la memoria. Ya no sería un
proceso ineficiente, de paso; si deseásemos releer la página de un diario que
hubiéramos visto en un momento dado treinta años atrás, podríamos hacerlo
estimulando las apropiadas células cerebrales. En un sentido, sería una especie de
viaje en el tiempo hacia el pasado, quizás la sola forma en que será posible hacerlo.
Sería un maravilloso poder de posesión, y, al revés que muchos grandes poderes,
parecería ser un caso benéfico por completo.
Revolucionaría los procedimientos legales. Nadie podría responder:
—Lo he olvidado —a la pregunta clásica:
— ¿Qué hizo usted la noche del veintitrés...?
Los testigos ya no se confundirían sobre lo que ellos pensasen que habían visto.
Esperemos que el estímulo de la memoria no sea compulsorio en los tribunales,
pero si alguien aboga por esta futura versión de la Quinta Enmienda, las obvias
conclusiones deberán ser extraídas.
Cuan maravilloso sería volver al pasado, revivir los antiguos placeres y, a la luz de
los últimos conocimientos, mitigar los antiguos pesares y aprender de las pasadas
equivocaciones. Se ha dicho, falsamente, que un hombre que se ahoga ve toda la
vida delante de sus ojos, como en un relámpago. Sin embargo, tal vez un día, ya en
una edad extrema, a aquéllos que ya no tengan ningún interés por el futuro se les
podrá dar la oportunidad de revivir su pasado, y saludar a los que conocieron y
amaron en su juventud. Incluso esto, como se verá después, podría no ser una
preparación para la muerte, sino un preludio para un nuevo nacimiento.
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Tal vez aún más importante que el estímulo de los viejos recuerdos, fuese lo
inverso... la creación de nuevos. Es difícil imaginar una invención más valiosa que el
artefacto que los autores de ciencia-ficción han denominado un Educador Mecánico.
Descrito por los autores y los artistas, este notable invento se parece a la máquina
de ondulación permanente de las peluquerías de señoras, con un funcionamiento
bastante similar, si bien en el interior de los cráneos. No debe ser confundido con la
máquina de enseñanza, ahora de uso muy extendido, aunque en algún tiempo por
venir ésta pueda ser reconocida como su antepasada remota.
El Educador
Mecánico
imprimiría al cerebro,
en
cuestión
de minutos,
los
conocimientos y habilidades que de otro modo podría tardar toda una existencia en
aprender y adquirir. Una analogía bastante buena es la fabricación de un disco
gramofónico; la música puede haber tardado una hora en ser interpretada, pero el
disco es imprimido en la fracción de un segundo, y el plástico «recuerda»
perfectamente la interpretación. Esto les habría parecido imposible, incluso en
teoría, hasta a los más imaginativos científicos de hace sólo un siglo.
Imprimir información directamente sobre el cerebro, de forma que podamos saber
cosas sin haberlas aprendido, parece también hoy algo imposible y en realidad debe
quedar fuera de cuestión hasta que nuestra comprensión del proceso mental haya
avanzado muchísimo más. Sin embargo, el Educador Mecánico, u otra técnica que
realice funciones similares, es una necesidad tan urgente que la civilización no
puede continuar muchas décadas más sin él. La sabiduría en nuestro mundo se
duplica cada diez años... y la proporción va en aumento. Veinte años
escolares ya son insuficientes; no tardaremos en morirnos sin haber aprendido a
vivir, y toda nuestra cultura sufrirá un colapso por culpa de su inmensa
complejidad.
En el pasado, cuando surgía una necesidad, se llenaba siempre con gran presteza.
Por este motivo, aunque no tengo idea de cómo se realizará, y sugiero que más
puede ser un conjunto de técnicas que un artefacto mecánico, estoy convencido de
que el Educador Mecánico se inventará. Si no, la línea de la evolución examinada en
el siguiente capítulo será pronto una dominante, y el término de la cultura humana
ya está a la vista.
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Existen otras muchas posibilidades, y algunas certezas, sobre la manipulación
directa del cerebro. Ya se ha demostrado que la conducta de los animales —y de los
hombres— puede quedar modificada profundamente si se imprimen impulsos
eléctricos mínimos en ciertas regiones de la corteza cerebral. Puede alterarse por
completo la personalidad, de forma que un gato quede aterrado ante la sombra de
un ratón, y un mono impertinente se torne amigable y colaboracionista.
Quizás el más sensacional resultado de esta experimentación, que puede causar
más consecuencias sociales que los primeros trabajos de los físicos nucleares, es el
descubrimiento del sedicente placer, o centros de recompensas del cerebro. Los
animales con electrodos aplicados a estas zonas aprenden con rapidez a manejar el
interruptor que controla los estímulos eléctricos de la inmensa alegría, y dan
muestras de no interesarles nada más. Se han visto monos que durante dieciséis
horas han oprimido tres veces por segundo el botón de la recompensa,
completamente indiferentes a la comida o al sexo. También hay zonas de dolor o
castigo en el cerebro; un animal actuará con igual premura para detener cualquier
corriente que las estimule.
Las posibilidades, para el bien o para el mal, son tan obvias que no hay por qué
exagerarlas o descontarlas. La posesión electrónica de robots humanos controlados
desde una estación emisora central es algo en lo que incluso George Orwell nunca
pensó, pero puede ser técnicamente posible antes de 1984.
Uno de los hechos más sorprendentes revelados por la hipnosis son recuerdos
falsos, pero en absoluto convincentes, que pueden ser administrados a un sujeto, el
cual más tarde jurará que tales cosas le ocurrieron en realidad. Todos hemos tenido
sueños tan vívidos que, al despertar, los hemos confundido con la realidad; durante
veinte años me he visto preocupado por el «recuerdo» de un espectacular accidente
de un Spitfire32, que jamás he podido clasificar como un suceso real o una
alucinación.
Los
recuerdos
artificiales,
si
pudieran
ser
fabricados,
grabados
y
luego
administrados por la electricidad, u otros medios al cerebro, serían como una
experiencia substituta, mucho más vívida (porque afectaría a todos los sentidos)
que todo lo que pueda ser producido por los recursos amasados en Hollywood. Claro
32
Avión (caza de combate inglés) que ganó la célebre Batalla de Londres e impidió el desembarco alemán durante
la II Guerra Mundial. — (N. del E.)
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está que serían una forma de entretenimiento, una ficticia experiencia más real que
la misma realidad. Se ha formulado la pregunta de si después de todo la mayoría de
la gente desearía vivir otras vidas estando despierta, si las fábricas de sueños
podrían llenar todos los deseos al escaso coste de unos peniques de electricidad.
No debemos olvidar que todo el conocimiento del mundo que nos rodea lo hemos
adquirido por unos pocos sentidos, de los que la vista y el oído son los más
importantes. Cuando se han superado estos canales sensoriales, o se interfieren sus
conductos normales, experimentamos ilusiones que no tienen realidad externa. Una
de las formas más simples de probarlo es sentándose durante cierto tiempo en una
habitación por completo a obscuras, y luego con los dedos apretar los párpados.
Entonces se «ven» las formas y los colores más fascinantes, aunque la luz no actúe
sobre la retina. Los nervios ópticos han sido engañados por la presión; si
conociéramos el código electro-químico donde las imágenes se convierten en
sensaciones, podríamos hacer ver a hombres sin ojos. En cuanto al más simple,
aunque aún en extremo complejo sentido del oído, ya se ha logrado algo similar
pero en forma experimental. Los «pulsos» eléctricos desde micrófonos ya han sido
aplicados, tras un necesario proceso, directamente sobre los nervios auditivos de
hombres sordos, que han podido así captar sonidos. Empleo la palabra «captar» en
lugar de «oír», ya que tendrá que pasar mucho tiempo antes de que podamos imitar
el sistema de señales usado por el oído; y el empleado por el ojo es aún mucho más
complicado.
Es bueno mencionar aquí un experimento llevado a cabo una vez por el gran
fisiólogo lord Adrián. Mejor aún que las brujas en Macbeth, cogió el ojo de un sapo y
lo conectó a un amplificador y a un altavoz. Al moverse por el laboratorio, el ojo
muerto le retrataba en su retina, y el cambio de luz y sombras fue convertido en
una serie de «clics» audibles. El científico estaba, de manera simple, usando su
sentido del oído para ver a través del ojo de un animal.
Pueden imaginarse casi ilimitadas extensiones de tal experimento. En principio, las
impresiones sensoriales desde otro ser vivo —animal u hombre— podrían ser
suministradas directamente a las apropiadas zonas del cerebro. Y así podría mirarse
a través de los ojos de otro hombre, e incluso tener alguna idea de lo que debe ser
habitar un cuerpo no-humano.
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Aceptamos que nuestros sentidos familiares nos dan un cuadro completo de lo que
nos rodea, pero nada está más alejado de la verdad. Somos sordos y ciegos en un
universo de impresiones más allá de la gama de nuestros sentidos. El mundo de un
perro es un mundo de olores; el de un delfín, una sinfonía de latidos ultrasónicos
tan significativos como la vista. Para la abeja, en un día nublado, la difusa luz solar
le da un sentido de la dirección mucho más allá de nuestro poder de discriminación,
ya que puede detectar el plano de vibración de las ondas de la luz. La serpiente de
cascabel golpea en plena obscuridad hacia el resplandor infrarrojo de su presa
viva... como han aprendido a hacer nuestros proyectiles dirigidos, en los últimos
años. Hay peces ciegos en los ríos fangosos que sondean su opaco universo con
campos eléctricos, el natural prototipo del radar; y todos los peces poseen un
órgano curioso, la línea lateral, que corre a lo largo de sus cuerpos para detectar
vibraciones y cambios de presión en el agua que les rodea.
¿Podríamos interpretar tales impresiones sensoriales, aunque nos las suministraran
a
nuestro
cerebro?
Indudablemente,
sí,
pero
sólo
después
de
un
gran
entrenamiento. Hemos aprendido a emplear nuestros propios sentidos; un niño
recién nacido no puede ver, ni un hombre cuya vista acaba de serle devuelta,
aunque el mecanismo visual en ambos casos funcione a la perfección. La mente
detrás del cerebro debe antes analizar y clasificar los impulsos que le llegan,
comparándolos con otra información del mundo exterior... hasta haber forjado un
cuadro consistente. Hasta entonces no «vemos»; tal integración debe tener lugar
asimismo respecto a los demás órganos, aunque tendremos que inventar nuevos
verbos para la experiencia.
El piloto de un avión, que recoge datos de sus contadores y controles, realiza una
hazaña similar. Se identifica con su vehículo, intelectual y quizás emocionalmente.
Un día, mediante máquinas telemensurables, seremos capaces de hacer lo mismo
con cualquier otro animal, y no con un simple aparato. Al fin sabremos la forma de
actuar un águila en el cielo, una ballena en el mar, o un tigre en la jungla. Y
volveremos a conquistar nuestro mando en el reino animal, cuya pérdida es una de
las más dolorosas privaciones del hombre moderno.
Volviendo a conceptos más terrenales, no hay duda de que el alcance y la
delicadeza de nuestros sentidos puede ser muy ampliado por medios en extremo
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sencillos, como un adiestramiento o las drogas. Quien haya contemplado a un
hombre invidente leyendo en Braille, o localizando objetos por el sonido, estará de
acuerdo sin vacilación. (Una vez vi a un árbitro ciego arbitrando una partida de
ping-pong, hazaña que yo jamás hubiera creído posible. ¡Hasta hubiera arbitrado
los campeonatos del mundo!) Aunque la ceguera proporciona los casos más
sensacionales de sensitividad, hay otros muchos ejemplos. Los catadores de té, los
viñateros, los perfumistas, los sordos que leen en los labios, acuden al instante al
recuerdo; igual que estos «clarividentes» que pueden localizar objetos ocultos
mediante la detección de intenciones pre manifestadas y otros movimientos casi
imperceptibles por parte de sus ayudantes.
Estos hechos son el resultado de un intenso entrenamiento, o compensación por la
pérdida de algún otro sentido. Pero como es bien sabido (quizá demasiado bien),
drogas como la mezcalina y el ácido lisérgico hacen que el mundo aparezca más
real y vívido que en la vida ordinaria. Y aunque esta impresión sea por completo
subjetiva —como la convicción de un conductor borracho de que está controlando su
auto con la destreza de un gran premio— el fenómeno es interesante en extremo y
puede tener importantes aplicaciones prácticas.
Un poder mental inapreciable que es en verdad alcanzable, porque ya se ha
conseguido varias veces, sería el control personal sobre el dolor. La famosa
afirmación de que «el dolor no es real», es, claro está, literalmente cierta, aunque
de nada nos sirva cuando tenemos dolor de muelas. La mayoría de los dolores (pero
no todos) desempeñan una valiosa función al actuar como síntoma preventivo, y
aquellas pocas personas que no pueden experimentarlo se hallan en peligro
constante. No hay que desear, claro, que llegue a abolirse el dolor, pero sería en
extremo útil poder superarlo cuando ha servido a su finalidad, oprimiendo un botón
mental.
En el Oriente éste es un truco muy corriente que no sorprende a nadie. Yo he visto,
y fotografiado, hombres y niños caminando hasta los tobillos sobre brasas al rojo
vivo. Algunos se quemaban, pero no sentían dolor alguno; se hallaban en un estado
de hipnosis debido al éxtasis religioso 33.
33
Uno de mis amigos, mientras conversaba con el jefe de los andadores sobre el fuego de un poblado hindú, dejó
caer la colilla encendida de un cigarrillo. El andador sobre fuego se plantó sobre ella, y de repente saltó en el aire. A
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El reciente desarrollo de la analgesia demuestra que el misterioso Oeste también
conserva algunos trucos en su manga. En esta técnica, usada con éxito por muchos
dentistas, el paciente escucha por un par de audífonos y debe mantener ajustado un
control de volumen, a fin de poder seguir oyendo la música en presencia del ruido
de fondo. Mientras atiende a esto, es incapaz de sentir dolor; es como si todos sus
conductos de ingreso estuvieran demasiado atareados para aceptar otros mensajes.
Probablemente esto, como la actuación de los andadores sobre el fuego, sea una
forma de auto hipnosis, pero nosotros sólo podemos lograrlo con la ayuda de
máquinas. Quizás un día, como los yogas y los faquires, no necesitemos estas
muletas mentales.
De la hipnosis hay un corto trecho al sueño, este estado misterioso en el que
consumimos un tercio de nuestras lastimosamente breves vidas. Nadie ha podido
demostrar que el sueño sea esencial, aunque no hay duda de que no puede pasarse
sin él más de unos días. Parece ser el resultado del acondicionamiento, a través del
tiempo, al ciclo diurno de la luz y de las sombras. Debido a la falta de iluminación se
hace difícil llevar a cabo de noche alguna actividad, y la mayoría de los animales
han adquirido el hábito de dormir hasta la salida del Sol. De igual forma, otros
animales adquieren la costumbre de dormir todo el invierno; pero esto no significa
que todo el mundo tenga que meterse en cama desde octubre hasta febrero. Ni
tampoco necesitamos estar en cama desde las 10 de la noche a las 7 de la mañana.
Algunos animales marinos nunca duermen, aunque descansen. Por ejemplo, la
mayoría de los tiburones tienen que mover continuamente sus aletas, o la corriente
de agua a través de las mismas cesaría y la falta de oxígeno les mataría. Los
delfines se enfrentan con el mismo dilema; deben volver a la superficie cada dos o
tres minutos para respirar, por lo que no pueden permitirse ni un instante de
inconsciencia. Sería muy interesante saber si el sueño tiene lugar entre los seres de
los abismos oceánicos, donde no hay el menor cambio de luz, sino que las más
grandes tinieblas han reinado durante más de 100.000.000 de años.
La reciente prueba del hecho largamente sospechado de que todo el mundo sueña
ha llevado a la teoría de que el sueño es más una necesidad psicológica que
fisiológica; como ha observado un científico, el sueño nos permite volvernos locos,
tierra con la teoría de las «duras suelas de los nativos»; lo importante es la actitud psicológica, la preparación
mental.
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con la máxima seguridad, durante unas horas cada día. Esto parece una explicación
muy poco verosímil, y es mucho más probable que los sueños sean un casual y
accidental subproducto del cerebro dormido, ya que es difícil esperar que un órgano
tan complejo quede por completo fuera de funcionamiento. (¿En qué sueñan los
computadores electrónicos?)
En ciertos casos, algunos seres prodigiosos, como Edison, han sido capaces de vivir
unas activas existencias sin más que dos o tres horas diarias de sueño, mientras
que la ciencia médica ha atestiguado casos de individuos que no han dormido nada
durante años, y en apariencia no lo han notado. Aunque no podamos abolir el
sueño, sería un inmenso bien si pudiéramos concentrarlo en unas pocas horas de
inconsciencia realmente profunda, elegida a la propia conveniencia.
Parece muy verosímil que el desarrollo de la TV global y las baratas redes de
teléfonos pasando a través de todos los husos horarios llevarán inevitablemente a
un mundo organizado sobre una base de veinticuatro horas. Esto sólo ya tornará
imperativo minimizar el sueño, y parece que los medios para lograrlo ya están al
alcance de la mano.
Varios años atrás, los rusos lanzaron al mercado un pequeño «aparato eléctrico de
dormir», del tamaño de una caja de zapatos y sólo cinco libras de peso.
Mediante electrodos que se apoyaban sobre los párpados y la nuca, se aplicaban
latidos de baja frecuencia a la corteza cerebral, y el sujeto caía pronto en un sueño
profundo. Aunque este aparato fue diseñado en apariencia para usos médicos, se ha
sabido que los ciudadanos soviéticos lo están empleando para acortar su tiempo de
dormir a unas pocas horas diarias. Los científicos de la base antártica de Mirny,
durante la invernada, se equiparon con uno, que ha de tener obvias aplicaciones
durante una noche de seis meses34.
Tal vez siempre necesitaremos el «bálsamo de la mente fatigada», pero no
tendremos que pasar un tercio de nuestras vidas aplicándonoslo. Por otra parte, hay
ocasiones en que la inconsciencia provocada sería muy valiosa; por ejemplo, sería
muy bien recibida por los convalecientes al recuperarse tras las operaciones, y, por
encima de todo, por los viajeros espaciales en sus largas misiones.
34
He dudado en citar esta máquina, ya que cuando me referí a ella en una comunicación presentada al Duodécimo
Congreso de Astronáutica Internacional en Washington, en 1961, durante semanas fui bombardeado con preguntas.
Por favor, no me escriban sobre el «aparato portátil de dormir», háganlo a V/O: Sojuzchimexport, Moscú. — (N. del
A.)
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Relacionado con esto, se ha pensado en la posibilidad de la hibernación, que
necesitaremos aplicar si queremos llegar a las estrellas, o viajar a más de unos
pocos años-luz de la vecindad del Sol.
Una forma práctica y segura de hibernación —que no encierra ninguna imposibilidad
médica y puede, en cambio, ser considerada como una extensión de la anestesia—
podría tener los mejores efectos sobre la sociedad. Los hombres que sufren
enfermedades
incurables
podrían
enfriarse
(para
mantener
al
ralentí
su
metabolismo) durante diez o veinte años, con la esperanza de que la ciencia médica
hubiera dado un paso adelante. Los dementes y los criminales más allá de nuestros
poderes de redención también podrían ser enviados al tiempo futuro, esperando que
éste pudiera salvarles. Nuestros descendientes podrían no apreciar mucho este
legado, claro está, pero al menos no podrían devolvérnoslo.
Todo esto hace presumir —aunque nadie lo haya probado— que la leyenda de Rip
van Winkel es científicamente posible, y que el proceso de envejecer debe
retrasarse, o detenerse durante la animación suspendida, o hibernación. Así, un
hombre dormido podría viajar por los siglos, deteniéndose de vez en cuando para
explorar el futuro, como hoy exploramos el espacio. Siempre hay inconformistas en
cada época que podrían preferir obrar así, si se les diera la oportunidad, de manera
que pudieran ver el mundo que existirá mucho más allá de la normal extensión de
sus vidas.
Y esto nos lleva a lo que es, tal vez, el mayor de todos los enigmas. ¿Hay una
extensión normal de vida, o mueren todos los hombres, en verdad, por accidente?
Aunque ahora se vive, por término medio, más que nuestros antepasados, el límite
absoluto no parece que haya sido alterado desde hace muchos siglos. Las tres
veintenas de años más diez de la Biblia, aún son válidas hoy día, como lo fueron
hace 4.000 años.
No se sabe de ningún ser humano que haya tenido una vida prolongada más allá de
los 115 años; otras cifras más altas suelen ser errores de cuenta... o fraudes. El
hombre, al parecer, es el animal mamífero de más larga vida, pero algunos peces y
las tortugas pueden llegar a su segundo siglo. Y los árboles tienen una existencia
increíblemente dilatada; el más viejo de los organismos vivos conocido es un
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pequeño pino de la falda de Sierra Nevada (EE.UU.). Ha crecido, aunque
escasamente haya florecido, durante 4.600 años35.
La muerte (aunque no por la edad) es obviamente esencial para el progreso, tanto
social como biológico. Aunque no pereciésemos por la superpoblación, un mundo de
inmortales no tardaría en quedar pronto inactivo. En cada esfera de la actividad
humana pueden hallarse ejemplos de la embrutecedora influencia de los hombres
que han sobrevivido a su utilidad. Pero la muerte —como el sueño— no parece ser
biológicamente inevitable, aunque sea una necesidad evolutiva.
Nuestros cuerpos no son como las máquinas; nunca se desgastan porque de
continuo
se
reconstruyen
con
materiales
nuevos.
Si
este
proceso
fuese
uniformemente eficiente, seríamos inmortales. Por desdicha, después de unas
décadas algo parece ir mal en el departamento de reparación y entretenimiento; los
materiales son tan buenos como siempre, pero los viejos planes se pierden o se
ignoran, y los servicios vitales no se restauran apropiadamente cuando se
interrumpen. Es como si las células del cuerpo no pudieran recordar las tareas que
un día cumplieron con tanta eficacia.
La forma de eludir una falta de memoria es guardar mejor los archivos, y para
ayudarles quizás un día podremos hacer lo mismo con nuestros cuerpos. El invento
del alfabeto hizo que el olvido mental ya no fuera inevitable; los instrumentos más
sofisticados de la medicina del futuro pueden curar el olvido físico, permitiéndonos
preservar, en algún aparato dispuesto como almacén, los prototipos ideales de
nuestro cuerpo. Entonces, de vez en cuando, podrían investigarse las desviaciones
de lo normal, y corregirlas antes de que haya complicaciones.
Como la inmortalidad biológica y la conservación de la juventud son señuelos tan
poderosos, los hombres no cesarán de buscarlas, atormentados por el ejemplo de
los seres que viven durante siglos, y acuciados por la desdichada experiencia del
doctor Fausto. Sería una tontería imaginar que esta búsqueda no tendrá nunca éxito
en las edades que yacen en el futuro. Si el éxito será deseable es otro asunto.
El cuerpo es el vehículo del cerebro, y éste es el asiento de la mente. En el pasado,
este trío ha sido inseparable, pero no será siempre igual. Si no podemos impedir
35
Ver la «National Geographic Magazine», marzo 1958. (N. del A.)
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que nuestros cuerpos se desintegren, podemos reemplazarlos cuando estamos a
tiempo.
Esta sustitución no necesitaría ser otro cuerpo de carne y sangre; podría ser una
máquina lo que puede representar el próximo estado en la evolución. Aunque el
cerebro no sea inmortal, podría vivir mucho más que el cuerpo, al que las
enfermedades y los accidentes eventualmente destruyen. Hace muchos años, en
una famosa serie de experimentos, los cirujanos rusos conservaron viva unos
cuantos días, por medios puramente mecánicos, la cabeza de un perro. No sé si
hubieran tenido éxito con un hombre, pero mucho me sorprendería que no lo
ensayaran.
Si se piensa que un cerebro inmóvil llevaría una vida muy triste, es que no se ha
comprendido lo que ya se ha dicho sobre los sentidos. Un cerebro conectado por
hilos, o conductores de radio a órganos al efecto, podría participar en cualquier
experiencia
concebible,
real o
imaginaria.
Cuando
tocamos algo, ¿estamos
enterados de que nuestro cerebro no se halla en la punta de nuestros dedos, sino a
1 metro de distancia? ¿Y se notaría la diferencia, si los tres pies fuesen 3.000
millas? Las ondas de radio pueden viajar mucho más rápidamente que los impulsos
nerviosos lo hacen a lo largo del brazo.
Puede imaginarse una época en que los hombres que habiten todavía cuerpos
orgánicos sean mirados con lástima por los que hayan pasado a un modo de
existencia mucho más cómodo, capaz de arrojar su consciencia o esfera de atención
a cualquier punto de la Tierra, del mar o del aire, instantáneamente, donde haya un
órgano sensorial al alcance. En la adolescencia dejamos atrás la infancia; un día
tendremos una segunda y más perfecta adolescencia, cuando le digamos adiós a la
carne.
Pero aunque indefinidamente podamos conservar vivo el cerebro, con seguridad al
final quedará cargado de recuerdos, abrumado como un palimpsesto con tantas
impresiones, sin tener sitio para más. Es posible que así sea, aunque debo repetir
que no tenemos idea de la verdadera capacidad de una mente bien entrenada,
incluso sin la ayuda mecánica que ciertamente llegará a estar disponible. Como una
buena cifra en números redondos, mil años parecen ser el límite final de la
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continuada existencia humana, aunque la hibernación pudiera extender este milenio
a cantidades más exorbitantes.
Claro que puede haber aún una forma de saltar también esta barrera, como sugerí
en la novela La ciudad y las estrellas36. Fue un intento de describir una sociedad
virtualmente eterna, en la cerrada ciudad de Diaspar dentro de mil millones de
años. Me gustaría terminar transcribiendo las frases del viejo tutor Jeserac, con las
que mi héroe aprende los factores de la vida:
«Un ser humano, como otro objeto cualquiera, está definido por su estructura... su
molde. El molde de un hombre es increíblemente complejo; pero la Naturaleza fue
capaz una vez de embutir este molde en el interior de una diminuta célula,
demasiado pequeña para ser vista por el ojo.
»Lo que la Naturaleza puede hacer, también pudo hacerlo el Hombre, a su manera.
Pero no sabemos cuánto tiempo duró la tarea. Tal vez un millón de años, ¿pero qué
es esto? Al final nuestros antepasados aprendieron a analizar y almacenar la
información que definiría a cualquier ser humano específico... y a emplear esta
información para volver a crear el original.
»No importa la manera en que la información es almacenada; lo que interesa es la
información en sí misma. Puede contenerse en forma de palabras escritas en un
papel, en campos de variación magnética, o en moldes de cargas eléctricas. Los
hombres han empleado todos estos métodos de almacenamiento, y otros muchos.
Basta decir que hace mucho tiempo pudieron almacenarse a sí mismos, o, para ser
más preciso, los desencarnados moldes desde los que podían ser llamados de nuevo
a la existencia.
«Dentro de poco estaré preparado para abandonar esta vida. Regresaré junto a mis
recuerdos, redactándolos y destruyendo los que no desee conservar. Luego,
caminaré hacia el Salón de la Creación, pero a través de una puerta que nunca has
visto. Este viejo cuerpo dejará de existir, y tendrá consciencia de sí mismo. No
quedará nada de Jeserac más que una galaxia de electrones helados en el corazón
de un cristal.
«Dormiré sin sueños. Luego, un día, tal vez dentro de cien mil años, me hallaré en
un nuevo cuerpo, junto a los que hayan sido elegidos para ser mis guardianes...
36
Recientemente publicada en la antología, Desde el océano, desde las estrellas (Harcourt, Brace & World). — (N.
del A)
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Al principio no sabré nada de Diaspar, ni tendré ningún recuerdo de lo que fui antes.
Estos recuerdos volverán con mucha lentitud, al término de mi infancia, y yo me iré
perfeccionando sobre ellos a medida que vaya adelantando en mi nuevo ciclo de
existencia.
«Ésta es la pauta de nuestras vidas... Todos hemos estado aquí antes muchas,
muchas veces, aunque como los intervalos de la no-existencia varían según leyes
casuales, esta actual población nunca se repetirá. El nuevo Jeserac tendrá nuevos y
distintos amigos e intereses, pero el viejo Jeserac —o lo que deseo salvar de él—
seguirá existiendo.
»Así, en todo momento, sólo una centésima parte de los ciudadanos de Diaspar
viven y caminan por sus calles. La inmensa mayoría duerme en los Bancos de
memoria, esperando la señal que volverá a llamarles de nuevo al estado de
existencia. Y así tenemos una continuidad... un cambio... a la inmortalidad, pero no
al estancamiento...»
¿Fantasía? No lo sé; pero sospecho que las verdades del lejano futuro aún serán
más inverosímiles. En el próximo capítulo, intentaremos entrever algunas de ellas.
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Capítulo 18
La antigüedad del hombre
Hace un millón de años, aproximadamente, un hombre descubrió que sus
extremidades podían ser empleadas para otros propósitos, aparte de la locomoción.
Los objetos como palos y piedras podían ser asidos... y, una vez agarrados, eran
útiles para el juego de matar, desenterrar raíces, defenderse, atacar, y cien tareas
más. Los instrumentos habían aparecido en el tercer planeta del Sol, y el lugar ya
no volvió a ser el mismo.
Los que primero usaron instrumentos no fueron hombres —hecho que sólo ha sido
apreciado hace uno o dos años— sino los antropoides pre humanos; y con su
descubrimiento se extinguieron a sí mismos, ya que incluso el más primitivo de los
instrumentos, como una piedra naturalmente afilada que por casualidad cayó en su
mano, proporciona un tremendo estímulo físico y mental a usarla. Tuvo que caminar
erguido, ya no necesitó colmillos largos, puesto que las hojas afiladas cumplían
mejor la tarea, y pudo desarrollar destreza manual de orden más alto.
Éstas son las especificaciones del Homo sapiens; tan pronto como empezaron a
desarrollarse todos los primitivos modelos cayeron en un rápido desuso, quedaron
anticuados.
Según
el
profesor
Sherwood
Washburn
del
Departamento
de
Antropología de la Universidad de California:
«—Fue el éxito de los más sencillos instrumentos lo que puso en marcha toda la
cadena de la evolución humana y condujo a la civilización actual.
Subrayemos esta frase, «toda la cadena de la civilización humana». La antigua idea
de que el hombre había inventado los instrumentos es, por tanto, una verdad a
medias, que llama a error; sería más apropiado afirmar que los instrumentos
inventaron al hombre. Eran instrumentos muy primitivos en manos de seres que
resultan poco más que monos. Sin embargo, nos condujeron hasta nosotros... y a la
eventual extinción de los hombres-monos que los empuñaron.
Ahora el ciclo está a punto de volver a empezar; pero ni la historia ni la prehistoria
se repiten jamás con exactitud, y esta vez habrá un fascinante cambio en la trama.
Los instrumentos que los hombres-monos inventaron les condujeron a su sucesor,
el Homo sapiens. El instrumento que hemos inventado es nuestro sucesor. La
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evolución biológica ha cedido ante un proceso mucho más veloz... la evolución
técnica. Para decirlo clara y brutalmente, la máquina va a arrollarnos.
Esto, claro está, es una idea muy poco original. Que la creación del cerebro del
hombre podría un día amenazar y tal vez destruirle es un cliché tan usado que
ninguna revista de ciencia-ficción que se respete osaría emplear. Es regresar, a
través de R.U.R., de Capek, de Erewhon, de Samuel Butler, del Frankenstein, de
Mary Shelley, y la leyenda de Fausto a la misteriosa, pero quizá no por completo
mítica, figura de Dédalo, el hombre del Departamento de Investigaciones Científicas
del rey Minos. Por tanto, al menos durante 3.000 años, una minoría de la
humanidad ha expresado graves dudas sobre el último hallazgo de la técnica.
Desde el humano punto de vista, estas dudas se hallan justificadas. Pero esto, lo
admito, no será el único —o incluso el más importante— punto de vista por mucho
tiempo.
Cuando aparecieron los primeros computadores electrónicos en gran escala, hace
unos quince años, fueron apodados rápidamente «cerebros gigantes», y la
comunidad científica, a la vez, sacó una triste impresión de la designación. Pero los
científicos objetaron que el vocablo estaba equivocado. Las calculadoras electrónicas
no eran cerebros gigantes; eran cerebros enanos y lo siguen siendo, aunque vayan
a crecer cien veces más dentro de una generación de la humanidad, o tal vez antes.
Incluso en su actual estado de evolución, han hecho ya cosas que hace poco se
habrían creído imposibles, como la traducción de un idioma a otro, la composición
de música, y el jugar una buena partida de ajedrez. Y mucho más importante que
todos estos jeux d'esprit infantiles, es el hecho de que han roto la barrera entre la
máquina y el cerebro.
Éste es uno de los más grandes —y quizá de los últimos— adelantos en la historia
del pensamiento humano, como el descubrimiento de que la Tierra se mueve
alrededor del Sol, que E=mc2, o que el hombre forma parte del reino animal.
Todas estas ideas tardaron bastante en ser captadas, y fueron con insistencia
negadas cuando se formularon. De igual modo los hombres tardarán en comprender
que las máquinas no sólo pueden pensar, sino que pueden un día pensar en
borrarles de la faz de la Tierra.
A este punto puede hacerse la siguiente y razonable pregunta:
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«—Sí, pero ¿qué se entiende por pensar?»
Propongo orillar la cuestión, empleando un aparato ideado por el matemático inglés
A. M. Turing. Éste imaginó una partida jugada por dos operadores de teletipo en
habitaciones separadas, empleando este enlace impersonal para suprimir todas las
pistas dadas por la voz, la apariencia y demás. Supongamos que un operador fue
capaz de hacerle al otro todas las preguntas que quiso, y que éste dio todas las
respuestas adecuadas. Si, después de varios días u horas de esta conversación, el
preguntante no pudiera decidir si su interlocutor telegráfico era humano o
puramente mecánico, entonces casi no podría negar que fuese capaz de pensar. Un
cerebro electrónico que pasara esta prueba tendría, con seguridad, que ser mirado
como una entidad inteligente. Cualquiera que piense de otro modo demostrará sólo
que es menos inteligente que la máquina; se trataría en realidad de una fruslería,
como el profesor que demostró que la Odisea no había sido escrita por Homero...
sino por otro ser de igual nombre.
Estamos todavía a décadas —pero no a siglos— de fabricar tal clase de máquinas,
aunque ya nos encontremos seguros de que pueden ser una realidad. Si el
experimento de Turing no se lleva a cabo nunca, será porque las inteligentes
máquinas del futuro tendrán otras cosas mejores que hacer, que perder su tiempo
en conversaciones con los hombres. A menudo hablo con mi perro, pero no por
mucho rato.
El hecho de que los grandes computadores de hoy en día no sean aún más que
máquinas de gran rapidez, incapaces de hacer nada más allá del programa de
instrucciones que se les ha asignado cuidadosamente, ha dado a mucha gente un
cierto sentido de seguridad.
«—Ninguna máquina —arguyen— puede quizá ser más inteligente que sus
constructores, los hombres que la han planeado y han programado sus funciones.
Puede realizar una operación un millón de veces más de prisa, pero esto no prueba
nada. Todo lo que un cerebro electrónico pueda hacer debe estar también dentro de
las posibilidades de un cerebro humano, si tuviera suficiente tiempo y paciencia. Y
por encima de todo, ninguna máquina puede mostrar originalidad o poder creador,
o los otros atributos que llevan la etiqueta «humano».
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El argumento es por completo falso; y aunque fuera cierto, no proporcionaría
ningún consuelo, como demuestra una atenta lectura de estas observaciones del
doctor Norbert Wiener:
«—Esta actitud —la presunción de que las máquinas no pueden poseer ningún grado
de originalidad— en mi opinión debe ser rechazada de plano. Mi tesis es que las
máquinas pueden trascender y trascienden las limitaciones impuestas por sus
constructores... Es muy posible que en principio no podamos hacer ninguna
máquina el comportamiento de cuyos elementos no podamos comprender más
pronto o más tarde... Pero esto no significa en modo alguno que estaremos
capacitados para comprenderla en menos tiempo del que tarda la máquina en
realizar sus operaciones, ni siquiera dentro de un cierto número de años o de
generaciones... Lo que no implica que, aunque teóricamente las máquinas se hallan
sujetas a la crítica humana, tal crítica puede ser ineficaz hasta mucho después de
ser aplicada.
En otras palabras, incluso las máquinas menos inteligentes que los hombres podrían
escaparse de nuestro control por la enorme velocidad de sus operaciones. Y en
efecto, existen muchos motivos para suponer que las máquinas llegarán a ser más
inteligentes que sus constructores, así como incomparablemente más rápidas.
Hay unas pocas autoridades que rehúsan conceder a las máquinas algún grado de
inteligencia, ahora o en el futuro. Esta actitud muestra un paralelo sorprendente con
la adoptada por los químicos a principios del siglo pasado. Entonces se puso de
manifiesto que todos los organismos vivos están formados por unos pocos
elementos comunes, sobre todo carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, pero se
creía firmemente que los materiales de la vida no podían estar hechos sólo de
productos químicos. Debía haber algún otro ingrediente, alguna esencia o principio
vital, que jamás estaría a la disposición del hombre. Ningún químico podría jamás
tomar carbono, hidrógeno y otros elementos y combinarlos para formar alguna de
las substancias sobre las que se basa la vida. Había una barrera insalvable entre los
mundos de la química «inorgánica» y la «orgánica».
Esta mística fue barrida en 1828, cuando Wohler sintetizó la urea, y demostró que
no existía en absoluto diferencia entre las reacciones químicas que tienen lugar en
el cuerpo y las que tienen lugar en el interior de una retorta. Fue un tremendo
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choque para aquellas almas pías que creían que el mecanismo de la vida siempre
debía estar más allá de la comprensión o la imitación humanas. Muchas personas se
hallan sorprendidas igualmente hoy por la sugerencia de que las máquinas puedan
pensar, pero su disgusto ante esta situación no la alterará en lo más mínimo.
Como éste no es un tratado sobre diseños de computadores, nadie esperará que
vaya a explicar cómo se construye una máquina pensante. En efecto, es dudoso que
ningún ser humano sea nunca capaz de hacerlo en detalle, pero sí pueden indicarse
la serie de sucesos que conducirán del Homo sapiens a la Máquina sapiens. Los dos
o tres primeros pasos ya han sido dados; existen en la actualidad máquinas que
pueden aprender por experiencia, aprovechándose de sus equivocaciones y —al
revés de los seres humanos— no volviéndolas a repetir. Se han construido
máquinas que no tienen que estar pasivamente sentadas esperando instrucciones,
sino que exploran el mundo a su alrededor en una forma que podemos llamar
inquisitiva. Otras buscan las pruebas de teoremas de lógica o de matemáticas, y a
veces dan sorprendentes soluciones que nunca se les habrían ocurrido a sus
constructores.
Estos ligeros destellos de inteligencia original están por el momento confinados en
unos pocos laboratorios modelos; éstos carecen de computadores gigantes, que
pueden ser adquiridos por cualquiera que posea unos cientos de miles de pesetas
de sobra. Pero la máquina inteligente crecerá, y se colocará más allá de los límites
del pensamiento humano tan pronto como aparezca la segunda generación de
computadores... la generación que habrá sido diseñada, no por los hombres, sino
por otros computadores «casi inteligentes». Y no sólo diseñados, sino también
construidos... ya que poseerán muchos componentes para ensamblarlos.
Incluso es posible que las primeras verdaderas máquinas pensantes puedan crecer
en vez de ser construidas; algunos primitivos pero estimulantes experimentos ya
han sido llevados a cabo en tal sentido. Se han construido varios organismos
artificiales que son capaces de rehacerse a sí mismos para adaptarse a las
mudables circunstancias. Más allá de esto existe la posibilidad de los computadores
que empezarán, desde relativamente simples principios, a ser programados con
miras a metas específicas, buscando que se construyan sus propios circuitos, quizá
mediante redes de hilos que crecerán en un medio conductor. Tal crecimiento puede
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no ser más que una analogía mecánica de lo que nos ocurre a todos nosotros en los
primeros nueve meses de existencia.
Todas las especulaciones sobre máquinas inteligentes se hallan supeditadas —o
mejor, inspiradas— a nuestro conocimiento del cerebro humano, el único aparato
pensante corriente en el mercado. Nadie, claro está, pretende comprender toda la
forma de trabajar del cerebro, ni espera que tal conocimiento sea asequible en un
futuro previsible. (Es un punto netamente filosófico saber si el cerebro puede, ni
siquiera en principio, llegar a comprenderse a sí mismo.) Pero sabemos ya bastante
sobre su estructura física para sacar muchas conclusiones sobre las limitaciones de
los «cerebros», sean orgánicos o inorgánicos.
Existen unos diez mil millones de mandos separados —o neuronas— en el interior
del cráneo, «unidos» en circuitos de inimaginable complejidad. Diez mil millones es
una enorme cantidad que, hasta muy recientemente, fue empleada como un
argumento contra el logro de la inteligencia mecánica. Unos diez años atrás, un
famoso neurofisiólogo hizo una declaración (aún aplicada como un encantamiento
protector por los defensores de la supremacía cerebral) al respecto de que un
modelo electrónico del cerebro humano tendría que ser tan grande como el Empire
State Building, y necesitaría las cataratas del Niágara para mantenerlo frío cuando
estuviese trabajando.
Esto, ahora, debe ser catalogado junto a declaraciones tales como «Jamás podrá
volar ninguna máquina más pesada que el aire», ya que el cálculo se hizo en los
días del tubo de vacío (¿lo recuerdan?) y el transistor ahora ha alterado por
completo el cuadro. En cambio —tal es la rapidez del progreso técnico actual— el
transistor está siendo reemplazado por aparatos aún más pequeños y más veloces,
basados en abstrusos principios del cálculo físico. Si el problema fuese sólo de
espacio, las técnicas electrónicas actuales nos permitirían disponer un computador
tan complejo como el cerebro humano en un solo piso del Empire State Building.
Interludio para una agónica revalorización. Es una tarea pesada estar en contacto
con la ciencia, y desde que escribí el último párrafo, la Marquardt Corporation's
Astro Division ha anunciado un nuevo aparato de memoria electrónica que puede
almacenar dentro de un cubo de 0,170 m3 toda la información obtenida durante los
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últimos 10.000 años. Esto significa no sólo cada libro impreso, sino todo lo que se
ha escrito en cualquier idioma, sobre papel, papiro, pergamino o piedra.
Representa una capacidad inaudita de millones de veces más que la sola memoria
humana, y aunque hay una enorme diferencia entre la información meramente
almacenada y el pensamiento creador —la Biblioteca del Congreso no ha escrito un
solo libro— ello indica que los cerebros mecánicos de enorme poder podrían ser de
tamaño físico muy reducido.
Esto no debe sorprender a nadie que recuerde cómo han disminuido los aparatos de
radio desde el voluminoso modelo de los años 30, a los de bolsillo (aunque mucho
más sofisticados) con los transistores actuales. Y el encogimiento va ganando
impulso, si puedo emplear esta frase, temerosa para la mente. En la actualidad se
construyen receptores de radio del tamaño de un terrón de azúcar; antes de mucho,
tendrán el tamaño, no de un terrón, sino de un grano de arroz, ya que el «slogan»
de los expertos en microminiaturización es:
«— ¡Si puede verse, es demasiado grande!
Para probar que no exagero, ahí van algunas estadísticas que el lector puede usar
ante el primer fanático en «hi-fi» (alta fidelidad) que le lleve a dar una vuelta por su
instalación de pared a pared. Durante la década de 1950, los ingenieros electrónicos
aprendieron a colocar 100.000 componentes en veintiocho dm 3. (Para dar una base
de comparación, un buen aparato dé «hi-fi» puede contener de dos a trescientos
componentes y una radio doméstica unos ciento.) Al comienzo de la década 60, la
cifra alcanzable era un millón de componentes en cada 28 dm 3; en 1970, cuando las
técnicas
experimentales
de
la
ingeniería
microscópica
hayan
empezado
a
desaparecer, pueden llegar a 100.000.000.
Por fantástica que resulte esta cifra, el cerebro humano la supera mil veces,
encajando diez mil millones de neuronas en una décima de dm 3. Y aunque la
pequeñez no es necesariamente una virtud, puede que esto ya se halle muy cerca
del límite posible de la estrechez.
Las células que componen nuestros cerebros son de actuación lenta, grandes y
gastadoras de energía comparadas con los elementos del tamaño de un átomo de
un computador como los que, en teoría, son posibles. El matemático John von
Neumann calculó una vez que las células electrónicas podían ser diez mil millones
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de veces más eficientes que las protoplasmáticas; ya son un millón de veces más
rápidas en la operación, y la velocidad a menudo puede ser dada por el tamaño. Si
llevamos estas ideas a su última conclusión, parece que un computador equivalente
en poder al cerebro humano no necesitaría ser mayor que una caja de cerillas.
Este pensamiento estremecedor se torna más razonable cuando echamos un vistazo
a la carne, la sangre y los huesos como materiales de ingeniería. Todas las criaturas
vivas son seres maravillosos, pero guardemos nuestro sentido de la proporción. Tal
vez lo más maravilloso de la vida es que trabaja a la perfección, cuando emplea
materiales tan extraordinarios, y tiene que solventar sus problemas de tan extrañas
maneras.
Como perfecto ejemplo de esto, consideremos el ojo. Supongamos que nos dieran
el encargo de diseñar una cámara, ya que esto es lo que es un ojo... y que tuviese
que ser construida enteramente de agua y gelatina, sin usar nada de vidrio, metal o
plástico. Claro, es imposible...
De acuerdo, es imposible. El ojo es un milagro de la evolución, pero es una cámara
pobre. Esto puede ser probado mientras se lee el siguiente párrafo.
Aquí hay una palabra de longitud mediana: fotografía. Cierre un ojo y mantenga el
otro fijo —repito, fijo— en la «g» central. Le sorprenderá descubrir que. a menos
que se altere la posición de la mirada, no puede leer con claridad toda la palabra.
Se desvanecen las tres o cuatro letras de la derecha y de la izquierda.
Ninguna cámara —ni siquiera las más baratas— actúa de tan triste manera óptica.
En cuanto a la visión en color, el ojo humano tampoco puede ufanarse, ya que sólo
es capaz de operar sobre una gama muy pequeña del espectro. Es por completo
ciego a los mundos del infrarrojo y del ultravioleta, visibles a las abejas y otros
insectos.
No somos conscientes de estas limitaciones porque hemos crecido con ellas, y si
fuesen corregidas el cerebro sería por completo incapaz de manejar el alud de
información excesiva que recibiría. Pero no hagamos una virtud de una necesidad;
si nuestros ojos tuvieran la perfección óptica de la más barata y pequeña de las
cámaras, viviríamos en un mundo inimaginablemente mucho más rico en colorido.
Estos defectos naturales son debidos al hecho de que los instrumentos de precisión
científica no pueden ser fabricados con materiales vivos. Con el ojo, el oído y la
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nariz —y todos los órganos sensoriales— la evolución ha obrado un trabajo
verdaderamente increíble contra la fantástica desigualdad. Pero esto no será
bastante bueno en el futuro; al contrario, no es ya bastante bueno en el presente.
Hay algunos sentidos que no existen, que quizá nunca serán creados por las
estructuras vivas, y que necesitamos indiscutiblemente. En este planeta, según
nuestro conocimiento, ningún ser ha desarrollado nunca órganos que puedan
detectar ondas de radio, o la radiactividad. Aunque detesto despreciar la ley y
proclamar que en ningún lugar del Universo pueden existir contadores Geiger o
televisores vivos, lo creo muy improbable. Hay algunos trabajos que sólo se hacen
con tubos de vacío o campos magnéticos u ondas electrónicas, y se hallan, por lo
tanto, más allá de las capacidades de las estructuras puramente orgánicas.
Existe otra razón fundamental para que las máquinas vivas como nosotros no
puedan esperar competir con las no-vivas. Por completo al margen de nuestros
pobres materiales, nos vemos obstaculizados por una de las más difíciles
especificaciones de la ingeniería. ¿Qué clase de función puede esperarse de una
máquina que tiene que crecer varios miles de millones de veces durante el curso de
fabricación, y que debe ser completa y continuamente reconstruida, molécula a
molécula, cada pocas semanas? Esto es lo que nos sucede a nosotros; uno no es el
mismo hombre que era el año anterior, en el verdadero sentido de la palabra.
La mayor parte de la energía y esfuerzo requeridos para regular el cuerpo se pierde
en una perpetua destrucción y reconstrucción... ciclo completo en varias semanas.
Las ciudades como Londres o Nueva York, que son de estructuración mucho más
sencilla que un hombre, tardan cientos de veces más en rehacerse.
Cuando se intenta describir las miríadas de contratistas de la construcción y
compañías de utilidades del cuerpo trabajando furiosamente, desgarrando arterias y
venas y hasta huesos, es asombroso que aún les quede energía para pensar.
Ahora sé bien que muchas de las «limitaciones» y «defectos» mencionados como
tales no lo son, mirados desde otro punto de vista. Los seres vivos, debido a su
misma naturaleza, pueden desarrollarse desde simples a organismos complejos.
Pueden ser el único sendero por el que se logre la inteligencia, ya que es un poco
difícil ver cómo un planeta sin vida puede progresar directamente y por sus propios
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esfuerzos desde las vetas de metal y los depósitos de minerales a los computadores
electrónicos.
Aunque la inteligencia no pueda surgir más que de la vida, puede también
descartarla. Quizás en un estado final, como han sugerido los místicos, también
pueda descartarse la materia, pero esto nos llevaría a los reinos de la especulación
que una persona poco imaginativa como yo prefiere eludir.
Una ventaja, a menudo violenta, de las criaturas vivas es que se reparan a sí
mismas y se reproducen con facilidad... incluso con entusiasmo. Esta superioridad
sobre las máquinas tendrá corta vida; los principios generales que yacen bajo la
construcción de máquinas que se reparen y se reproduzcan por sí mismas ya han
sido establecidos. Hay, por incidencia, algo irónicamente apropiado al hecho de que
A. M. Turing, el brillante matemático que inició este aspecto de la técnica indicando
el primero cómo podían ser construidas las máquinas pensantes, se mató pocos
años después de publicar los resultados. Es difícil no sacar una consecuencia moral
de esto.
El mayor estímulo para la evolución de la inteligencia mecánica —como opuesta a la
orgánica— es el reto del espacio. Sólo una parcial y pequeñísima fracción del
Universo es directamente accesible a la humanidad, en el sentido de poder vivir en
ella sin protección elaborada o ayuda mecánica. Si presumimos con generosidad
que el potencial lebensraum de la humanidad se extiende desde el nivel del mar a
una altura de tres millas, sobre toda la Tierra, ello nos da un total de quinientos
millones de millas cúbicas. A primera vista es una cifra impresionante, sobre todo
cuando se recuerda que toda la raza humana podría muy bien ser metida en una
milla cúbica. Pero no es nada en absoluto cuando se compara con el Espacio, con E
mayúscula. Nuestros actuales telescopios, que por cierto no son la última palabra en
la materia, captan un volumen al menos de un millón de millones de millones de
millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones
(1.000.00054) de veces mayor.
Aunque tal número queda, claro está, mucho más allá de toda concepción, puede
dar una idea aproximada. Si reducimos el Universo conocido al tamaño de la Tierra,
la porción en la que vivimos sin trajes espaciales ni cabinas de presión tiene el
tamaño de un solo átomo.
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Es cierto que algún día exploraremos y colonizaremos muchos átomos del volumen
de la Tierra, pero será a costa de tremendos esfuerzos técnicos, ya que la mayor
parte de nuestras energías estarán dedicadas a proteger de las temperaturas
extremas, la presión y la gravedad halladas en el espacio y otros mundos, nuestros
frágiles y sensibles cuerpos. Dentro de límites muy amplios, las máquinas son
insensibles a estos extremos. Aún más importante, pueden esperar con paciencia
durante años y siglos, que serán los que se necesiten para viajar hasta los confines
del Universo.
Los seres de carne y huesos como nosotros pueden explorar el espacio y conseguir
el control sobre fracciones infinitesimales del mismo. Pero sólo los seres de metal y
plástico podrán conquistarlo, como ya han empezado a hacer. Los reducidos
cerebros de nuestros «Rangers» y «Prospectors» se parecen muy poco a las
inteligencias mecánicas que un día serán enviadas a las estrellas.
Es posible que sólo en el espacio, al ser confrontada con ambientes más duros y
más complejos que cualquier otro de este planeta, la inteligencia logre su completo
desarrollo. Como otras cualidades, la inteligencia se desarrolla con la lucha y el
conflicto; en los tiempos por venir, los estúpidos podrán quedarse en la plácida
Tierra, y el genio auténtico florecerá en el espacio... el reino de la máquina, no de la
carne y de los huesos.
Un sorprendente parecido con esta situación ya ha ocurrido en nuestro planeta.
Hace millones de años, el más inteligente de los mamíferos se apartó de la batalla
en la seca tierra y retornó a su hogar ancestral, el océano. Todavía está allí, con
cerebro más grande y potencialmente más poderoso que el nuestro. Pero (por lo
que sabemos) no lo usa; el estático ambiente del mar no actúa sobre su
inteligencia. Los puercos marinos y las ballenas, que podían haber sido nuestros
iguales y tal vez nuestros superiores de haberse quedado en tierra, corren ahora en
un estado de mente simple y éxtasis inocente junto a los nuevos monstruos marinos
que transportan dieciséis megatoneladas de muerte. Quizás ellos, no nosotros,
hicieron la debida elección, pero ya es demasiado tarde para unirnos a ellos.
Si me han seguido hasta aquí, el computador protoplásmico del interior de su
cráneo debe ahora poder aceptar la idea —al menos en gracia al argumento— de
que las máquinas pueden ser más inteligentes y más versátiles que los hombres, y
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que ello puede ocurrir en un futuro muy próximo. Por lo que es cuestión de tiempo
enfrentarse con la pregunta:
— ¿En qué lugar queda el hombre?
Sospecho que ésta no es una cuestión de suma importancia... salvo para el hombre.
Quizá los hombres de Neanderthal hicieron similares protestas, unos 100.000 años
antes de Cristo, cuando apareció en escena el Homo sapiens, con su cabeza erguida
y su ridícula barbilla adelantada. Un filósofo del Paleolítico que les hubiera dado a
sus colegas la adecuada respuesta, quizás hubiera terminado en la olla de cocer; yo
estoy dispuesto a correr ese riesgo.
La respuesta a corto plazo puede ser animadora en vez de deprimente. Puede haber
una breve Edad de Oro cuando los hombres se glorifiquen en el poder y el alcance
de sus nuevos compañeros. Si terminamos con las guerras, esta Era yacerá
directamente frente a nosotros. Como señaló hace poco el doctor Simón Ramo:
—La extensión del intelecto humano por la electrónica se habrá convertido en
nuestra mayor ocupación dentro de una década.
Esto es cierto sin lugar a dudas, si recordamos que en algún momento más tarde la
palabra «extensión» puede ser reemplazada por «extinción».
Una de las formas en que podrán ayudarnos las máquinas pensantes es terminando
con las más humildes tareas de la vida, dejando al cerebro humano libre para
concentrarse en altos pensamientos. (Claro está que no existe garantía de que sea
así.) Quizá durante unas cuantas generaciones, cada hombre vivirá acompañado de
un computador electrónico, que podrá no ser mayor que los transistores actuales.
«Crecerá» con él desde la infancia, estudiando sus hábitos, sus negocios, tomando
sobre sí todas las tareas menores como la rutina de la correspondencia, el pago de
los impuestos y las citas. En ciertas ocasiones, incluso ocupará el lugar de su amo,
yendo a citas que éste prefiera esquivar, y luego informando de las mismas con
todo detalle. Podría sustituirle en el teléfono tan por completo que nadie fuera capaz
de decir si estaba hablando el hombre o la máquina; dentro de un siglo, el juego de
«Turing» puede haber pasado a formar parte integral de nuestras vidas sociales,
con complicaciones y posibilidades que dejo a la imaginación del lector.
Seguramente alguien recordará aquel delicioso robot, Robbie, de la película
Forbidden Planet (en español, Ultimátum a la Tierra), una de las tres o cuatro cintas
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que los aficionados a la ciencia-ficción han podido contemplar sin rubor; el hecho de
toda seriedad, que la mayoría de las habilidades de Robbie, junto con las más
conocidas de Jeeves, el mayordomo creado por Woodehouse, un día quedarán
incorporadas a una especie de criado-secretario-compañero electrónico. Será mejor
y más limpio que las latas andantes o los trajes mecanizados presentados por
Hollywood, con típica carencia de imaginación, cuando quiere describir un robot. Y
tendrá un talento extremado, con conexiones velocísimas que permitirán ser
aplicadas a una variedad ilimitada de órganos sensoriales y miembros. En efecto,
sería una especie de inteligencia desencarnada y de propósito general, que podría
unirse al instrumento que nos hiciera falta. Un día podría utilizar micrófonos y
máquinas de escribir eléctricas o televisores; otro, automóviles o aviones... o los
cuerpos de los hombres y de los animales.
Y éste es, quizás, el momento de aceptar el concepto que mucha gente halla aún
más horrible que la idea de que las máquinas pueden reemplazarnos o superarnos.
Es la idea ya expresada en el capítulo anterior, de que podrían combinarse con
nosotros.
No sé quién fue el que primero pensó en ello; probablemente el físico J. D. Bernal,
que en 1929 publicó un extraordinario libro de predicciones científicas titulado El
mundo de la carne y el diablo. En este volumen (a veces me pregunto lo que ahora
piensa de sus indiscreciones de juventud el viejo camarada de sesenta años de la
Royal Society, si es que las recuerda), Bernal decidió que las numerosas
limitaciones del cuerpo humano sólo podían ser superadas con el uso de ayudas
mecánicas, o sustitutos, hasta que, eventualmente, todo lo que como útil pudiera
ser dejado del hombre no fuese más que el cerebro.
Esta idea es ahora mucho más plausible que cuando Bernal la lanzó, ya que en las
últimas décadas hemos visto el desarrollo de los corazones, los riñones, los
pulmones y otros órganos mecánicos, y los aparatos electrónicos directamente
unidos al sistema nervioso humano.
Olaf Stapledon desarrolló este tema en su maravillosa historia del futuro Los últimos
y los primeros hombres, imaginando una era de inmortales «cerebros gigantes», de
muchos metros de extensión, viviendo en células en forma de solmena, sustentadas
por fábricas químicas y bombas de inducción. Aunque por completo inmóviles, sus
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órganos sensoriales podían estar donde quisieran, por lo que su centro de sabiduría
—o de conciencia, si se prefiere— podía hallarse en cualquier sitio de la Tierra, o en
el espacio exterior. Éste es un punto importante que nosotros —que llevamos
nuestro cerebro sobre la misma estructura que nuestros ojos, oídos y demás
órganos sensoriales, a menudo con efectos muy desastrosos— podemos con
facilidad apreciar. Dada la telecomunicación perfecta, un cerebro fijo no es una
molestia, sino al revés. El actual cerebro, por completo aprisionado tras sus paredes
de hueso, comunica con el mundo exterior y recibe sus impresiones por los cables
telefónicos del sistema nervioso... cables que varían en longitud desde una fracción
de pulgada a varios pies. Jamás notaríamos la diferencia si estos «cables» tuvieran
centenares o millares de millas de longitud, o conectados enlaces móviles de radio,
si el cerebro no se movía en absoluto.
De manera cruda ya hemos extendido nuestros sentidos visuales y táctiles lejos de
nuestros cuerpos. Los hombres que ahora trabajan con radioisótopos, manejándolos
con dedos mecánicos de control remoto y los observan por televisión, han
conseguido una separación parcial entre el cerebro y los órganos sensitivos.
Éstos se hallan en un sitio; sus mentes, en otro.
Recientemente la palabra «Cyborg» (organismo cibernético) es la encargada de
describir los animales-máquinas del tipo que hemos estado estudiando. Los
doctores Manfred Clynes y Nathan Kline, del Hospital Rockland State, Orangeburg,
Nueva York, que inventaron el nombre, definen un cyborg con estas palabras
prometedoras:
—Un complejo orgánico exógenamente extendido funcionando como un sistema
homeostático.
Traducido al lenguaje corriente, significa un cuerpo que tiene máquinas unidas al
mismo, construidas dentro del mismo, para reemplazarle o modificar algunas de sus
funciones.
Supongo que a un hombre con un pulmón de acero se le puede llamar un cyborg,
pero el concepto tiene implicaciones mucho más amplias. Un día podremos
establecer uniones temporales con máquinas bastante complicadas, siendo capaces
no ya de controlar, sino de convertirse en una nave espacial, un submarino o una
red de TV. Esto nos dará mucho más que satisfacción puramente intelectual; la
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emoción que puede obtenerse de conducir un coche de carreras o un aeroplano será
un pálido fantasma ante la excitación que nuestros tataranietos conocerán, cuando
la conciencia individual humana se libere para vagar a voluntad de máquina a
máquina, a través de todos los confines del mar, del cielo y del espacio.
Pero ¿cuánto durará este compañerismo? ¿Puede la síntesis del hombre y la
máquina ser estable eternamente, o el componente orgánico se convertirá en un
elemento digno de verse descartado? Si tal ocurre —y ya he dado buenas razones
para pensar que así será— no tendremos nada que lamentar, y menos aún que
temer.
La idea popular, apoyada por las caricaturas y las novelas baratas de ciencia ficción,
de que las máquinas inteligentes serán malévolas entidades hostiles al hombre, es
tan absurda que no vale la pena refutarla. Casi estoy tentado de argüir que sólo las
máquinas no inteligentes pueden ser malévolas; los que describen las máquinas
como enemigos hostiles están proyectando sus instintos agresivos, heredados de la
jungla, a un mundo donde tales cosas no existirán. Cuánto más alta es la
inteligencia, mayor será el grado de cooperación. Si hay alguna guerra entre los
hombres y las máquinas, es fácil sospechar quiénes la empezarán.
Pero por muy amigables que sean y por mucha ayuda que puedan prestar las
máquinas del futuro, la mayoría de la gente sentirá que es una negra perspectiva
para la humanidad que termine como un espécimen disecado en cualquier museo
biológico... aunque el museo sea toda la Tierra. Ésta, sin embargo, es una actitud
que no puedo compartir.
Ningún individuo existe para siempre, ¿por qué debemos esperar que nuestra
especie sea inmortal?
—El hombre —dijo Nietzsche— es una cuerda tensada entre el animal y el
superhombre... una cuerda a través del abismo. Habrá servido a un noble propósito.
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Capítulo 19
El largo crepúsculo
Volviendo la vista hacia los capítulos precedentes hallo numerosas inconsistencias y
omisiones. En cuanto a las primeras, no estoy arrepentido por las razones aducidas
en la introducción. Al intentar explorar posibilidades rivales y contrarias, en cada
caso he tratado de llegar al final de la línea; a veces esto ha llevado a un sentido de
orgullo en el pasado del hombre y en sus futuros logros... a veces a la convicción de
que representamos un grado muy bajo en la historia de la evolución, destinado a
pasar sin dejar huellas en el Universo. Cada lector deberá elegir su propio punto de
vista; pero adopte la postura que adopte, será aconsejable que deje una línea de
retirada.
Respecto a las omisiones, unas son debidas a una franca falta de interés por mi
parte; las otras, al sentimiento de que carezco de las necesarias calificaciones para
examinarlas. La última razón pesa en el hecho de que los temas médicos y
biológicos no estén desarrollados con más detalle. Parece muy posible que muchos
logros futuros de producción, sensación, recolección de datos y fabricación puedan
estar basados en los seres vivos o casi-vivos, en lugar de en aparatos inorgánicos.
La Naturaleza proporciona, sin coste, mecanismos tan maravillosos que parece
locura no emplearlos. No dudo que nuestros descendientes usarán muchos animales
inteligentes para tareas que de otro modo sólo podrían ser realizadas por robots
muy caros y complicados.
En relación con esto, podía haber examinado los intentos hechos ahora por el doctor
Lilly y otros para establecer comunicación con los delfines 37. Podía haber dicho
mucho
más
sobre
la
posibilidad
de
entrar
en
contacto
con
inteligencias
extraterrestres, por ondas de radio o láser (luz coherente o concentrada). Uno o
ambos objetivos se lograrán, más pronto o más tarde, pero los dos abren un campo
tan ilimitado que es innecesario especular sobre ellos; aquí no hay postes que
limiten la frontera entre la ciencia y la fantasía.
Siguiendo con el tema de la comunicación, también podía haber estudiado el
urgente problema de la comunicación entre los seres humanos. El desarrollo de las
37
Véase El hombre y el delfín, de John C. Lilly. — (N. del A.)
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«máquinas de idiomas» en computadores es, sin duda, tema para controversias
lingüísticas. Algunos profesores ya han intentado desarrollar lenguajes lógicos,
libres de las ambigüedades y defectos de los existentes. Éste es un proyecto más
ambicioso que inventar otro esperanto o interlingua, ya que va hasta la misma raíz
del pensamiento. (Un esfuerzo tal está descrito en el artículo Loglan, de Scientific
American, de junio de 1960.) Aunque sospecho que un lenguaje lógico no sería apto
para escribir poesías o cartas de amor, su desarrollo deberá ser bien recibido. Tal
vez el futuro tendrá dos idiomas, uno para pensar y otro para sentir. El segundo
podría ser específico de la raza humana, mientras que el primero tendría
aplicaciones universales.
El control del clima es otro tema que podría haber sido discutido con más extensión.
Aparte de su obvia importancia terrestre, esto conducirá eventualmente a lo que se
ha dado en llamar «ingeniería planetaria»... la modificación a gran escala de los
otros
cuerpos
celestes
para
hacerlos
habitables.
La
consecución
de
tales
actividades, en cualquier lugar del Universo, puede ser un gran proyecto para los
astrónomos del futuro. Por otra parte, ya lo ha sido en menor escala en el pasado;
el debate aún no resuelto concerniente a los famosos «canales» de Marte es buena
prueba de ello.
Ciertos
tipos
de
estructuras
ordenadas
y
simétricas,
algunas
clases
de
desprendimiento de energía, son tan anormales que apuntan hacia una inteligencia
de origen. Cuando la energía equivalente a varios megatones aparece en un área de
pocas millas de diámetro, puede ser un volcán; cuando aparece en un solo punto,
únicamente puede ser una bomba.
Los radioastrónomos ahora están descubriendo nuevos fenómenos en otras
galaxias; la Virgo A (Messier 87), por ejemplo, tiene un brillante chorro que sale de
su núcleo, como un faro de luz a centenares de años-luz de distancia. Lo que tiene
de peculiar este chorro es la concentración de energía que guarda, quizás
equivalente a la de millones de supernovas o a la radiación de billones de estrellas
ordinarias. En realidad, con el poder de este chorro, quedaría por completo
aniquilada una masa equivalente a cien soles.
Esto es por completo inexplicable sobre la base de cualquier proceso natural
conocido; es como comparar la bomba H a un geiser. Hay buenas posibilidades de
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existir una explicación natural, que aún no haya sido descubierta, pero es un intento
de especular con la alternativa. Con tiempo suficiente, los seres racionales podrían
lograr el poder de manipular no ya meros planetas, ni estrellas, sino las mismas
galaxias. Si el chorro de la M.87 es artificial, ¿cuál es su propósito? ¿Es un intento
de señalización a través del espacio galáctico? ¿Un instrumento de la ingeniería
cósmica? ¿Un arma? ¿O algún subproducto de una incomprensible religión o
filosofía... como en nuestro planeta, la Gran Pirámide es un gigantesco símbolo de
una mentalidad que ahora nos parece casi alienada?
Tales proyectos exigen lapsos de tiempo, y continuidad de culturas, a una escala
inconcebible para nosotros. El tiempo está allí, de esto no hay duda. Cada
generación de astrónomos multiplica por diez la edad del Universo; el cálculo
corriente parece ser de 25.000 millones de años. Decir que la civilización humana
ha existido durante una millonésima de tiempo de la edad de esta galaxia no está
muy equivocado. Pero también parece que la pasada duración de la galaxia es un
relámpago de tiempo comparado con los billones de años que quedan al frente. A su
presente grado de radiación, estrellas como el Sol pueden continuar quemándose
durante miles de millones de años; luego, tras varias vicisitudes internas, bajarán a
un nivel de existencia más modesto, convirtiéndose en estrellas enanas. Las
estrellas envejecidas podrán entonces brillar débilmente por períodos de tiempo
medidos no en miles de millones, sino en billones (millones de millones) de años.
Los planetas de tales estrellas, situados a la misma distancia que antes de su foco
(ahora mucho más débil), planetas como la Tierra e incluso Mercurio, se helarían a
temperaturas de centenares de grados bajo cero. Por la época que estamos
considerando, los planetas naturales o artificiales podrían haber sido trasladados
hacia el Sol para batallar contra la futura Edad Glacial como, hace ya mucho tiempo,
nuestros salvajes antepasados debieron haberse reunido alrededor de sus fogatas
para protegerse del frío y de los seres nocturnos.
En un famoso y elegiaco pasaje, Bertrand Russell observó una vez: «...todas las
obras de las edades, toda la devoción, toda la inspiración, todo el brillo
esplendoroso del genio humano, todo está destinado a la extinción en la vasta
muerte del sistema solar, y todo el templo de las consecuciones del hombre debe
inevitablemente ser enterrado bajo los restos de un Universo en ruinas... todas
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estas cosas se hallan más allá de cualquier discusión, y son tan verdaderas que
ningún filósofo que las rechace puede ser escuchado».
Esto puede resultar cierto; pero la ruina del Universo está tan lejos que no puede
tener ninguna relación con nuestra especie. O, quizás, con ninguna de las especies
que ahora existen, en cualquier lugar de la masa de estrellas que llamamos Vía
Láctea.
Nuestra galaxia se halla ahora en la breve primavera de su vida, una primavera
gloriosa merced a las brillantes estrellas blanquiazules como Vega y Sirio, y, en más
humilde escala, nuestro propio Sol. Y no será hasta que estos astros hayan
flameado a través de toda su incandescente juventud, en unos brillantes miles de
millones de años, cuando empezará la verdadera historia del Universo.
Será una historia iluminada por las estrellas resplandecientes con colores rojos e
infrarrojos, que resultarían casi invisibles a nuestros ojos; pero la sombra colorista
de este Universo casi eterno puede estar pleno de color y belleza para cualquier ser
extraño que se adapte a él. Estos seres sabrán que ante ellos yacen, no los millones
de años en que nosotros medimos las eras geológicas, no los miles de millones de
años que se extienden entre las pasadas vidas de las estrellas, sino años que
deberán ser contados por billones. Tendrán bastante tiempo, en estos billones de
años, para intentar todas las cosas, de reunir todos los conocimientos. No serán
como dioses, porque los dioses imaginados por nuestras mentes nunca han tenido
estos poderes que ellos poseerán. Pero, pese a todo esto, podrán envidiarnos,
mientras se calienten (como puedan) al brillante resplandor de la Creación, ya que
nosotros hemos conocido el Universo cuando era joven.
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Carta del futuro
La carta que sigue no es, por supuesto, para ser tomada demasiado en serio, pero
es divertido e instructivo interpolar la escala del tiempo de los pasados logros
científicos por los del futuro. Si más no, representa un resumen de lo que ha
ocurrido en los últimos 150 años, el cual debe convencer a cualquiera de que
ninguna imaginación actual puede esperar «ver» más allá del año 2100. Yo ni
siquiera he intentado profundizar más allá.
Fecha
Transporte
Comunicación
Información
1800
Materiales
Química
manufacturados
Biología
Motores a vapor
Física
Química
Teoría atómica
Inorgánica
Locomotoras
Cámara
Calculador
Instrumentos de
Síntesis de la
maquinaria
urea
Babbage
Buque
1850
Telégrafo
Espectroscopio
Conservación de la
energía
Automóvil
Teléfono
Electromagnetismo
Fonógrafo
Evolución
Máquinas de
oficina
1900
Motores Diesel
Avión
Motores de petróleo
Tintes
Rayos x
Electrón
Tubo de vacío
Producción en masa
Genética
Radioactividad
Vitaminas
1910
Fijación del
Plástico
Isótopos
Cromosomas
Teoría cuántica
nitrógeno
Radio
1920
Genes
1930
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Relatividad
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Lenguaje de
Estructura atómica
abejas
TV
1940
Hormonas
JET Avión a
Indeterminación
chorro
Cohete
Ondas mecánicas
Helicóptero
Radar
Magnetófono
Neutrón
Magnesio del mar
Calculadoras
Plásticos
Fisión del uranio
Antibióticos
Aceleradores
Silicones
Radioastronomía
electrónicas
Cibernética
Energía atómica
Transistores
Automatización
Maser Laser
GEM
Bomba de fusión
Tranquilizantes
Satélites
1960
Nave espacial
IGY
Principio de paridad
Comunicación vía
Estructura de la
satélite
Estructura del núcleo
proteína
Código Genético
Alunizaje
1970
Laboratorios
Máquinas
Eficiente
Idioma de los
espaciales
traductoras
almacenaje
cetáceos
eléctrico
Cohete nuclear
1980
Aterrizajes
planetarios
Radios
Fuerza de fusión
Exobiología
Ondas de gravedad
individuales
Cyborgs
1990
Inteligencia
artificial
2000
Colonización
Energía inalámbrica
de
planetas
Tiempo
Estructura
pronósticos
subnuclear
muy anticipados
2010
Biblioteca global
Minería marítima
Sondas
Aparatos
Control del tiempo
interestelares
telesensores
Idiomas lógicos
Catálisis nuclear
Control de la
herencia
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Sondas
terrestre
Robots
2030
Minería del espacio
Contacto con
Bio-Ingeniería
seres
extraterrestres
2040
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230
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