PINOCHO Carlo Lorenzini La nariz que se alarga se ha convertido

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PINOCHO
Carlo Lorenzini
La nariz que se alarga se ha convertido en uno de nuestros más consabidos símbolos de
deshonestidad, gracias a esta famosa escena de Pinocho, la clásica historia que el italiano
Carlo Lorenzini escribió en el siglo diecinueve. Aquí el muñeco de madera, con la ayuda
del Hada del Cabello Azul, se recobra de los efectos de haber andado en mala compañía.
Cuando se marcharon los tres médicos, el Hada se acercó a Pinocho, le tocó la
frente y notó que tenía fiebre muy alta. Echó un polvillo blanco en un vaso de agua y se lo
dio, diciéndole gentilmente:
-Bebe esto y dentro de un rato estarás bien.
Pinocho miró el vaso, hizo una mueca y gimió:
-¿Es dulce o amargo?
-Es amargo pero te hará bien.
-Si es amargo, no lo quiero.
Sé obediente. Bébelo.
-Pero no me gustan las cosas amargas.
-Bébelo, y luego te daré un terrón de azúcar para sacarte el gusto de la boca.
-¿Dónde está el terrón de azúcar?
-Aquí tienes.
-Dámelo primero, y luego tomaré la medicina.
¿Lo prometes?
-Sí.
El Hada le dio el azúcar, y Pinocho pronto la terminó. Luego dijo, relamiéndose los labios:
-¡Qué bueno si el azúcar fuera medicina! La tomaría todos los días.
-Ahora cumple tu promesa y toma la medicina dijo el Hada-. Te hará bien.
Pinocho tomó el vaso y olió el contenido, se lo apoyó en la boca, lo olió de nuevo.
-Es demasiado amarga -dijo-, demasiado amarga. No podré tragarla.
-¿Cómo puedes decir eso cuando ni siquiera la has probado?
-Oh, puedo imaginario... lo sé por el olor. Dame otro terrón de azúcar y la beberé.
Y el hada, con paciencia maternal, le puso otro terrón de azúcar en la boca y le dio
de nuevo la medicina.
-¡Realmente no puedo beberla! -gimió el títere con mil muecas.
-¿Por qué?
-Porque esa almohada está demasiado cerca de mis pies.
El Hada movió la almohada.
-Es inútil... no puedo beberla.
-¿Qué otra cosa té molesta?
-La puerta está entornada.
El Hada cerró la puerta.
-Francamente, no puedo beber esa cosa amarga -protestó Pinocho-. ¡No, no y no!
-Niño, lo lamentarás.
-No me importa.
-Te morirás de fiebre.
-No me importa. Prefiero morir a tomar esa medicina amarga. -De acuerdo -dijo el
Hada.
Entonces se abrió la puerta y entraron cuatro conejos negros como tinta, llevando un
ataúd sobre los hombros.
-¿Qué queréis? -preguntó Pinocho, incorporándose.
-Hemos venido a llevarte -dijo el conejo más grande.
-¿A llevarme? ¡Todavía no estoy muerto!
-No, todavía no, pero lo estarás dentro de un rato, pues rechazas la medicina que te
haría bien.
-¡Oh, Hada, Hada! -gritó Pinocho-. Dame esa medicina... pronto. Luego échalos.
No quiero morir, no quiero morir.
-Vaya -gruñeron los conejos-, hemos venido en balde.
Y poniéndose el ataúd sobre los hombros, se fueron refunfuñando.
Poco después Pinocho saltó de la cama, totalmente recobrado. Pues debéis saber que
los niños de madera rara vez se enferman y se reponen prontamente. Cuando el Hada lo vio
brincando por la habitación, feliz como un pollo recién salido del cascarón, le dijo:
-Con que mi medicina te ha curado.
-En efecto. Me faltó poco.
-¿Y por qué hiciste tanta alharaca para beberla?
-Oh, todos los niños son iguales. Tenemos más miedo de la medicina que de la
enfermedad.
-¡Qué vergüenza! Los niños deberían saber que un buen remedio tomado a tiempo
ahuyenta enfermedades peligrosas, incluso la muerte.
-La próxima vez no seré tan malo. Me acordaré de los conejos negros y el ataúd... y
tomaré la medicina al instante.
-Eso es. Ahora cuéntame cómo caíste en manos de esos ladrones.
Pinocho refirió fielmente todo lo que le había sucedido. Cuando hubo terminado, el
Hada preguntó:
-¿Qué hiciste con las cuatro piezas de oro?
-Las perdí -respondió Pinocho. Pero era mentira, porque las tenía en el bolsillo.
En cuanto dijo esto, su nariz, que ya era bastante larga, creció diez centímetros.
-¿Dónde las perdiste? -preguntó el Hada.
-En el bosque, cerca de aquí.
Ante esta segunda mentira, la nariz creció aún más.
-Si las has perdido en el bosque, cerca de aquí -dijo el Hada-, las encontraremos
pronto. Pues aquí todo se encuentra.
-Ah, ahora recuerdo -dijo el títere-. No perdí las monedas, sino que las tragué
cuando tomé la medicina.
Ante esa tercera mentira, la nariz se alargó tanto que Pinocho no podía mover la cabeza. Si
la movía hacia un lado se le clavaba en la cama o la ventana. Si la movía hacia el otro,
chocaba con la pared o la puerta.
El Hada lo miró y se echó a reír.
-¿De qué te ríes? -preguntó el títere, avergonzado. -Me río de las tontas mentiras
que has contado.
-¿Cómo supiste que eran mentiras?
-Las mentiras, niño, se reconocen de inmediato, porque las hay sólo de dos clases.
Algunas tienen patas cortas, y otras tienen narices largas. Las tuyas son de las que tienen
narices largas.
Pinocho estaba tan abatido que trató de correr para ocultarse, pero no pudo. Su nariz
había crecido tanto que no podía pasar por la puerta.
El Hada dejó que el títere sollozara una buena media hora por su larga nariz. Lo
hizo para darle una lección sobre la necedad de contar mentiras. Pero cuando le vio los ojos
hinchados y el rostro rojo de llanto, se conmovió de piedad por él. Batió las palmas, y ante
esa señal una gran bandada de pájaros carpinteros entró por la ventana y, posándose uno
por uno en la nariz de Pinocho, la picotearon con tal fuerza que al rato quedó reducida a su
tamaño normal.
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