por Vilcanota

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Eulalia
por Vilcanota
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EULALIA
Por Vilcanota
Eulalia
“Y que yo me la llevé al río
Creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.”
García Lorca
I
Eulalia era la única mujer de los
siete hermanos. A los quince años era una adolescente alta, algo delgada y de una
singular belleza que desconcertaba a la madre y hacía suspirar a todos los jovenzuelos
de la comarca. El padre, que poco o nada le importaba la vida de sus vástagos, no
había reparado que la pequeña y traviesa hija estaba participando de las reuniones
casi clandestinas de todas las muchachas del barrio, que solían tratar asuntos de
mayores con verdadera sapiencia, mientras se entregaban a desaforados griteríos y
risotadas extravagantes. Advertido el buen hombre por algunos vecinos, la siguió
entonces un día al lugar donde concurrían todas las muchachas. Y llegó justo cuando se
aprestaban a reanudar la conversación del día anterior. Supo disimular su malestar con
una expansiva y forzada sonrisa y devolvió el saludo de todas las adolescentes con
mucha cortesía. Pidió permiso para llevarse a Eulalia porque la madre necesitaba ir de
compras al mercado del pueblo. Ya en el camino de regreso a casa, el indignado padre
recriminó a la hija por su comportamiento desvergonzado, considerando que apenas
era una niña inocente, recién salida del cascarón y virtualmente destinada a ser el
orgullo de la familia porque se vislumbraba que sería una verdadera belleza digna de
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Eulalia
admiración. Sin embargo, la escurridiza Eulalia se las ingeniaba para seguir asistiendo a
las inolvidables tertulias de sus amigas. Pronto su carácter abierto y dicharachero la
arrastró a eventuales problemas con algunas personas y la señalaron como la causante
de muchas peleas de pareja.
Entonces llegó a oídos de la tía María que una de sus sobrinas estaba
sembrando cizaña por estos lados y que comprometida en otros cargos estaba siendo
considerada una intrigante y perversa mujer. Apresurada visitó al hermano menor y
habló en privado. Necesitaba de una compañera y ayudante en el negocio. Su
condición de mujer sola, trabajadora y muy respetada bastaba para ser un verdadero
ejemplo. Se convino que Eulalia se fuera a vivir junto a la tía María. Ésta aceptó de
buen grado porque supuso que su entrañable deseo de contar con las mejores ropas
se haría realidad esta vez considerando que la anciana era muy rica. Estaba en lo
cierto. La tía no sólo se esmeraba en mimarla con la compra de hermosos vestidos,
sino que investida de una autoridad lindante con la rigidez castrense impuso un
régimen estricto de procaz vigilancia. Eulalia sabía que no podía entregarse a sus
devaneos acostumbrados con las amigas de infancia a quienes dejó de verlas aunque
quisiera.
La tía se mostró rejuvenecida y alegre con la compañía de su sobrina porque
había observado meticulosa y abiertamente que desde el comienzo su negocio estaba
mejorando. Sin lugar a dudas, el atractivo era la hermosa adolescente de amplia
sonrisa cuya virginal presencia provocaba en los clientes estados de ansiedad y
apabullantes frases de admiración. Muchos hombres, ya maduros, la rondaban con la
secreta esperanza de conseguir una cita y hubo oportunidades en que algún osado la
requirió de amores y en el fragor de la contienda desmedida ofreció todo lo que estaba
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Eulalia
a su alcance si accedía a casarse con él; pero ella, esquiva, despreocupada de toda
urgencia banal y muy apenada por la inútil y burda petición se desbarataba en una
carcajada dulce, lamentando que habían hombres que perdían el tiempo sin ton ni son.
Consciente de su despampanante figura que hacía retemblar los cimientos de
las casonas solariegas donde se alojaban, Eulalia cantaba hermosas canciones mientras
arreglaba la cabellera de la tía y en el aciago instante de la siesta, cuando la anciana
sucumbía a un conciliador sueño, solía salir a la calle a ejercitar las piernas con
agotadoras caminatas por las calles olvidadas del poblado. En un principio la gente la
observaba con cierta curiosidad y simpatía y se alegraba que fuera una agradable,
dinámica y perseverante joven que gustaba de pasear sin molestar a nadie. Los perros,
tras recibirla con
ladridos cortos, se unían a los entusiastas chiquillos y corrían
armando un barullo terrible. En los poblados de Tinta, Combapata, Checacupe y
Pitumarca su sola presencia causaba un revuelo de palomas.
Las mujeres avisadas
ya de la inoportuna aparición de la bella joven se lanzaban las consabidas contraseñas
y puestas de acuerdo, a propósito, se ubicaban en determinados lugares y formando
barreras infranqueables esperaban la llegada primero de los perros y niños. Entonces
simulaban regar el frontis de sus casas con pestilentes baldes de agua estancada y
orines podridos. El ambiente se saturaba de un desagradable olor y las polvorientas
calles se llenaban de barro y lodo. Eulalia parecía no reparar en este desagradable e
inoportuno hostigamiento y seguía trotando con el mismo entusiasmo, eludiendo los
charcos y las zonas resbalosas. Y para reafirmar su buen estado de ánimo, volvía a
pasar por los lugares donde sabía la estaban esperando sus desnaturalizadas
enemigas. De soslayo, advertía que la estaban observando con verdadero odio y
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Eulalia
rencor y en ese momento alcanzaba a escuchar una avalancha de improperios y
sandeces en las que hacían alusión a sus protuberantes senos que parecían dos bolas
sin forma y una estatura que la asemejaba a un hombre disfrazado de mujer, sin
contar que la cabellera castaña y ligeramente ondulada se debía a que usaba agua
oxigenada y clavos calientes. Y si mostraba una grácil y bien delineada silueta se debía
a que utilizaba corpiños y almohadones en las caderas. Toda ella era un engaña niños y
si su rostro irradiaba una lozanía espectacular se debía a que usaba cremas y pastas,
las mismas que usaban las chicas del oficio; en cambio, los hombres podían decir lo
contrario. Sinceramente halagados por tan exuberante visión se regodeaban en la
observación alabando cada uno de los detalles que la hacían más sugestiva.
La tía María había concluido que el
mejor baño de florecimiento que realizaba los viernes por las noches en la gruta del
curandero José no era nada frente a la atracción que producía su sobrina. Sin embargo,
luego de ocultar su gran secreto, un día viernes por la tarde cuando arribaron al
distrito de San Pedro donde abundaban los baños termales, dijo a la sobrina:
-Visitaremos un lugar y espero que guardes el secreto. Nadie debe
conocer lo nuestro.
Ella prometió que así lo haría. Eulalia recién entonces comprendió la meticulosa
obsesión de la tía por conseguir un manojo de flores frescas y abundante ruda todos
los jueves. Hasta el momento había ignorado sus frecuentes ausencias nocturnas todos
los viernes. Ella nunca preguntó ni le importó un bledo. Con tener libre la noche para
probarse todos los vestidos frente a un gran espejo, se sentía más que satisfecha,
infinitamente feliz de la vida.
Eulalia siempre recordaría que luego de recorrer las
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oscuras callejuelas del distrito bordearon un cerro a través de un camino de herradura
flanqueado por árboles y magueyes. A las dos horas llegaron a una cabaña donde vivía
el curandero y hechicero don José. Era un hombre mediano, robusto y bastante joven.
Por eso cuando vio a la nueva visitante no dejó de inquietarse y a ojos vistas empezó a
mostrarse muy servicial y atento. La tía María conversó con él, rogándole que a partir
de este momento ya no requería de sus servicios dentro de la gruta y que su único
servicio sería el de desmontar las piedras que tapiaban el ingreso a la gruta.
Convinieron que así sería e inmediatamente se dirigieron a la base del cercano cerro.
Entre las malezas y arbustos, se detuvieron frente a un roquedal. Por los costados
burbujeaban pequeños puquiales enquistados en medio del pantanoso lugar. Un
riachuelo turbio discurría por una acequia practicada entre las rocas, y lanzando un
imperceptible humillo se perdía entre las piedras. Eulalia, a pesar de su curiosidad,
percibió que aquellas aguas eran termales y que nacían exactamente del fondo del
roquedal donde se hallaban parados.
Don José, depositó la
lámpara sobre una roca, y concienzudamente, piedra a piedra, dejó expedito la
entrada de la cueva. La tía María recibió la lámpara y lanzando una dura mirada en la
que advertía que no necesitaba de impertinentes fisgones, lo despachó recordándole
que debía arreglar el cuarto y habilitar otra cama junto a la suya. El curandero José,
antes de retirarse con la dolorosa mirada sumergida en el brumoso fondo, alcanzó a
ver que doña María estaba colocando una cortina en el pasadizo principal.
Precauciones vana, considerando que el túnel volteaba hacía la izquierda y confluía en
un amplio recinto donde en medio mostraba un pozo de regulares dimensiones. Las
aguas aquietadas despedían una ligera vaharada azufrosa. Todo el recinto se hallaba
deliciosamente tibio. Tía y sobrina depositaron los bultos sobre las rocas, junto a la
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lámpara.
Doña
María extendió las flores sobre un mantel blanco, separando las ramas de ruda. Con
ayuda de Eulalia, lenta, prolija y concienzudamente desmenuzaron las flores de clavel,
rosas de distintos colores, crisantemos, junto a las cantutas rojas y amarillas,
boquisapos, calas y lirios; cuando tuvieron una agradable mezcolanza de distintos
colores y de disímiles fragancias, doña María colocó en las cuatro esquinas junto a las
velas encendidas ramitas de ruda. Y en pequeños platos de porcelana incineró
palosanto e incienso. Pronto el recinto se llenó de humo y todo quedó sumido en un
silencio sepulcral.
Doña María procedió a desnudarse mientras indicaba a la sobrina que debía
imitarla. La anciana se deshizo de sus cuatro corpiños y quedó convertida en una
escuálida ranita de pechos flácidos y miembros casi esqueléticos; en cambio la sobrina,
al soltarse la cabellera y deshacerse de la última prenda que arrojó a un rincón, quedó
expedita a convertirse en una prodigiosa estatua de relucientes y duras carnes donde
no sobraba ni faltaba nada. Era la perfección presente entre las cuatro paredes. La tía
María, pese a su parquedad y abierto rechazo a la alabanza, esta vez no dejó de
admirarse y firmemente orgullosa, vaticinó a su sobrina un provechoso matrimonio o
un desastroso porvenir si ocurría lo contrario. En su larga y escandalosa vida de joven
había experimentado los gloriosos momentos de triunfo y admiración de parte de los
hombres que la acosaban día y noche. Y a su vez había conocido los mil y un sinsabores
que le deparó la vida por una errada elección y posteriormente la racha de desdichas y
malos momentos con muchos hombres que sólo la asediaban hasta conseguir lo que
deseaban. En la desesperante espera del amado que nunca llegaba había perdido el
encanto de sus formas y se había convertido en una agria mujer que sólo pensaba en
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conseguir dinero y lo halló a montones sin que aquello lograra apaciguar sus
rencorosos recuerdos; pero cuando vio a la sobrina burlarse de todos los hombres,
despreciándolos con natural dureza, se alegró bastante y sintió que se estaba
vengando en alguna forma.
Ordenó a la sobrina que arrojara los pétalos de las flores al aquietado fondo del
pozo y ella se escurrió como una lagartija, desapareciendo en las aguas. Poco después
emergió muy reconfortada con la cabellera llena de flores. Invitó a la doncella a
compartir el baño, después de todo la pequeña piscina era lo suficientemente grande
como para albergar a muchas personas. Eulalia, pese a sus remilgos, resbaló al pisar y
pronto desapareció lanzando un grito de placer. El pozo era profundo y de no haber
impulsado su cuerpo hacia arriba, tal vez se hubiera sumergido hasta un fondo que
parecía no tener fin.
Eulalia, sumamente asustada, salió a flote y aferrándose a
las salientes rocas se recostó de costado junto a la tía. Era placentero y muy agradable
el agua caliente. La tía iba explicando que aquella sesión era un baño de florecimiento
para llamar la buena suerte y como tal la prosperidad en el negocio. Aseguraba que
desde siempre había asistido puntualmente a la cita cuando aún el padre de don José
era el curandero.
Y podía dar crédito que la buena suerte siempre lo había
acompañado y lo que no pudo explicar fue la mala racha en el amor.
Desde entonces tía y sobrina eran
partícipes de este baño de florecimiento todos los viernes, sin que nadie supiera sobre
este hecho hasta el último día en que la anciana falleció víctima de una neumonía
fulminante.
Eulalia, al quedar sola, continuó con el negocio y heredó toda la
fortuna de la tía. Pronto se vio dueña absoluta de la casona de dos plantas que
embellecía la plaza de San Pedro, sin contar el caserío principal de Trapiche y las
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muchas tierras junto a una considerable cantidad de bueyes y ovinos.
Admirada y desconcertada se enteró después que la tía poseía una respetable
cuenta en el Banco local. Esta halagadora fluencia de la bonanza a manos llenas le
deparó, sin embargo, momentos de terrible tensión y malestar, aunado a un
característico estado de inquietud y temor constante por
el inoportuno y
obsesionante pensamiento de que todos los ladrones la tenían vigilada y le
seguían los pasos. Sus acogedoras noches de antaño donde sucumbía a placenteros
sueños, se trocaron en noches espantosas llenas de sobresaltos y pesadillas que la
hacían lanzar desaforados gritos cada vez que el perro de la casa se alborotaba por el
menor ruido. Entonces completamente sumergida en espasmos de fiebre, se aovillaba
entre las frazadas esperando el advenimiento del nuevo día, mientras escuchaba
aterrada el agorero canto de las lechuzas y el maullar espantoso de los gatos.
Nunca se le conoció novio alguno. Eran muchos los
pretendientes, llegaban en el momento menos pensado y armaban desordenadas
serenatas en las brumosas noches de plenilunio. A veces chocaban dos o tres grupos y
se retaban a escandalosos contrapuntos que generalmente degeneraban en burdas
peleas. Eulalia asistía a estas expresiones desmañadas de sus admiradores sin sentir un
ápice de compasión. Más bien terminaba desahogándose en una carcajada terrible,
llena de desprecio. Y fue entonces que muchos atorrantes y algunos deslenguados
sacaron a relucir sus extravagancias al manifestar que Eulalia era una mujer entregada
a las malas artes y que por eso todos los viernes desaparecía del poblado, porque
según tenían entendido las brujas solían frecuentar lugares exóticos donde se
entregaban a orgías y desenfrenos propios del averno. Todo quedaba en la mera
habladuría y nadie se atrevía en averiguar más allá de los linderos de la provincia.
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Eulalia
al
quedar
heredera de toda una fortuna continuó con el negocio, mostrando en todo momento
un abierto desprecio por toda la gente que la trataba de continuo. Incluso los
familiares cercanos, antes de solicitar un pincelazo de su inusitada prodigalidad,
primero tenían que buscar un sutil pretexto para aproximarse sin demostrar que se
hallaban al borde de la desesperación por falta de dinero. Todos ellos buscaban el
momento apropiado para abordarla en el camino y tras muchos rodeos lograban su
propósito al recibir buenas sumas con la consigna de devolver antes de los seis meses.
Siguió visitando la gruta con la misma regularidad que lo hizo la tía, y la
relación con el sumiso curandero se vio fortalecido porque encontró en aquel hombre
un ser bastante comprensivo, respetuoso y servicial. Nunca que ella supiera permitió
que la acompañara al interior de la gruta, y bajo ninguna circunstancia aceptó que la
interrumpiera en su baño. Por precaución había mandado fabricar una pequeña puerta
de madera que ordenó empotrar en la mitad del túnel. Al menos, a partir de ese
entonces, se sintió liberada de furtivas miradas e infundados temores que solían
atacarla en las brumosas noches de insomnio.
Con el paso de los años se acentuó la avasalladora belleza
de Eulalia, y firmemente segura de que la gloriosa juventud pronto se le escaparía de
las manos y tal vez previendo un espantoso porvenir sin pareja por el resto de su vida,
el día menos pensado abrió las puertas de su corazón y se enamoró de un robusto y
atlético empleado de ferrocarriles. Pronto se les vio por los caminos olvidados de los
bosques, por las chacras llenas de forraje, y en las noches de plenilunio, al borde de las
acequias y en los cercos llenos de cactos, cantaban hermosas canciones de amor.
Los tres ansiados días, martes, miércoles y
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jueves, tenían una especial connotación para la pareja que se entregaba a sus
desafueros amorosos con verdadera pasión. Todas las tardes cuando el sol languidecía
entre los altos cerros, se encontraban a la vera del camino principal que lindaba con un
bosque de eucaliptos y que por su ubicación era un paradisiaco lugar lleno de flores y
exuberante vegetación. Los dos enamorados, firmemente convencidos del eterno
amor que se profesaban, se miraban por toda una eternidad, entrelazados en un
caluroso abrazo mientras se besuqueaban ardorosa y abiertamente, susurrándose
tiernas frases al oído. Sin previo aviso, casi a la defensiva, iban retrocediendo poco a
poco, chocando con las piedras del camino, con los arbustos y charamuscas. Pronto se
perdían detrás de los árboles con la finalidad de eludir el fisgoneo poblano y el acecho
pertinaz de algunos mozuelos.
Entonces Eulalia podía respirar tranquila. De esa manera evitaba
un desagradable encuentro con sus padres que investidos de una tradición familiar
muy conservadora, condenaban la abierta, desenfrenada y escandalosa euforia
amorosa de los jóvenes. Libres y felices continuaban con el ritual amoroso sin
importarles que se avecinara la noche. Sin embargo, un día de esos cuando se hallaban
apretujados entre el ramaje de los árboles ya dispuestos a cometer la primera
estupidez de sus vidas, sintieron la alevosa presencia de personas que los estaban
espiando. Desconcertados se calaron los sacones y disimuladamente retrocedieron
hacia el fondo oscuro del bosque donde existía un cerco de piedras y antes de
cualquier cosa saltaron a campo abierto. Agazapados huyeron hacia el otro bosque
que rodeaba el panteón local. Aliviados observaron que nadie los había seguido y
estaban seguros que los impertinentes mirones aún continuaban en el lugar sin poder
hallarlos. A pesar de todo aquello la aventura estaba resultando muy divertida, por lo
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que los dos enamorados no dejaron de lanzar calurosas risas mientras iban
inspeccionando los alrededores con aparente ansiedad. Sabían que a esas horas todo
aquel sector era poco frecuentado por las personas. Además Eulalia conocía la
disposición de los cercos, canales de regadío y los escasos caminos que bordeaban el
camposanto sin poder equivocarse. Sabía que la pared posterior era baja y de fácil
acceso por estar pegada al comienzo del pequeño cerro. Así que no fue obstáculo
alguno llegar por las inmediaciones pese a la abundancia de charamuscas y espinos.
Pronto estuvieron sobre la pared buscando un espacio abierto para descender al
brumoso fondo donde se vislumbraba la presencia de altas cruces y nichos de piedra
labrada. Una absoluta tranquilidad
sobrecogedora reinaba en cada uno de los
espacios donde crecían añosos árboles de eucalipto, proyectando sombras de disímiles
formas. Eulalia y su pareja, cogidos siempre de la mano, sortearon las tumbas
dispersas y evitaron chocar con las apolilladas cruces de madera que al simple roce se
desbarataban entre las piedras. Pronto arribaron a un singular retazo de terreno
cubierto de abundante yerba, al pie de un añoso árbol y flanqueado por enormes
nichos cuyas tétricas fachadas mostraban sus fondos oscuros.
Felices y muy
tranquilos, Eulalia y el fortachón primero se entrelazaron en un apasionado beso y acto
seguido sucumbieron a un extraño y terrible rito en el que ambos tomados de las
manos se miraron eternamente a los ojos y firmemente convencidos del eterno amor
que se profesaban, se deshicieron de las ropas, arrojándolos a los costados y
despreocupados por completo de presencia alguna que los distrajera, gozosos y
abandonados, se acariciaron con un entusiasmo febril en el que cada una de sus partes
recibían en su momento la frescura de unas manos tiernas, cálidas, temblorosas.
Enfangados en la contienda amorosa, rodaron de repente al alfombrado piso
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torpemente abrazados y en la desconcertante confusión de las volteretas y mordiscos
no reparaban que sus pies chocaban con la base de los nichos, desbrozando de raíz
algunas plantas de geranio, cuyo característico aroma se esparcía por el ambiente.
Poco o nada les importó la paz eterna de los muertos con sus clamorosos y
angustiados gemidos y sus procaces frases cada vez que sentían que sus cuerpos se
laceraban con las filudas piedras. Firmemente entusiasmados reptaban como dos
gusanos blancos por todo el pequeño cuadrilátero y libres cual si fueran bestias en
celo, se amaron hasta las postrimerías de la
medianoche. Antes de retirarse
deploraban muy molestos el hecho de abandonar la acogedora tibieza de su
nido de amor.
La singular pareja hubiera continuado
con
sus desastrosos, inauditos e inconcebibles encuentros en tan espantable lugar, de no
haberles sucedido un hecho que los alejó para siempre. Porque en el intervalo de un
juicioso intercambio de ideas, aceptaron que aquello tal vez podría ser una simple
advertencia de los difuntos que habían sido perturbados en su sueño eterno.
Era una noche oscura, no tan avanzada la hora como para ser tenebrosa. Los
amantes se hallaban tendidos de espaldas recobrando las alicaídas fuerzas. No
conversaban ni se miraban a los ojos, sino fuertemente cogidos de las manos
observaban el cielo estrellado, regodeándose con el paso fugaz de los aerolitos. En
torno reinaba un silencio único, los añosos árboles no crujían por el momento porque
no había una brizna de viento. Esta aparente calma, pronto influjo en el ánimo de los
amantes y sin proponérselo se quedaron profundamente dormidos.
Eulalia,
la
primera en despertarse a la hora, se sorprendió del hecho. Aliviada vio a su pareja
profundamente dormido. Se había despertado abruptamente por el ataque
imprevisible de miles de hormigas que recorrían por su lustroso cuerpo. Eran tantas y
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tantas que se habían entreverado en su frondosa cabellera, y le molestaba en extremo
el cosquilleo de sus orejas. Evaluó el daño causado en su delicada piel, produciéndole
un desagradable escozor acompañado de cierto ardor en los muslos y piernas. En ese
infausto e inesperado momento sólo atinó a levantarse y con ayuda de su blusa se
deshizo de una parte de los indeseables bichos. Pero todo fue en vano. Parecía que
aquellos insectos se habían puesto de acuerdo para atacarlo desde todos los flancos;
cuanto más limpiaba era tanto peor la presencia devastadora de las hormigas que
seguían recorriendo por cada una de sus partes con el alevoso propósito, al parecer, de
devorarla llegado el momento. Asustada en extremo se olvidó de su pareja y tomando
apresuradamente una bata blanca de la bolsa huyó del lugar. Necesitaba bañarse.
Sabía que por la quebrada cercana fluía un riachuelo, formando profundos pozos en
determinados sitios. De dos zancadas ganó la pared y pronto desapareció en la
oscuridad.
Media hora después
cuando Eulalia disfrutaba de un tonificante baño, en el silencio de la noche, de repente
se escuchó el alarido profundo, tétrico, un desgarrador grito cuya resonancias
dramáticas bordearon los confines del poblado:
-¡Eulalia, Eulalia, Eulaliaaaaa…!
Los perros empezaron a ladrar y aullar
espantados. Algunos vecinos sacaron sus cabezas por las ventanas y uno que otro se
aventuró a salir a la calle. En efecto era el grito de un hombre que pedía auxilio; pero
que el grito provenía exactamente del centro del camposanto. Dada la avanzada hora y
lo oscuro de la noche surtieron un efecto casi catastrófico en el ánimo de los muchos
valientes que quisieron acudir al llamado. Al final terminaron por santiguarse y
completamente asustados optaron por escurrirse a sus dormitorios. Antes de ello,
Eulalia
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vieron a la difusa luz de las estrellas, en la parte superior, sobre el cerco, la recia figura
de una mujer ataviada de blanca bata que ondeaba junto a una cabellera frondosa y
suelta.
La visión enigmática de la mujer o de un
espectro, de repente se desvaneció en la noche. El hombre ya no volvió a gritar; pero
los perros continuaban lanzando aterradores ladridos y a intervalos cortos lanzaban
plañideros aullidos. Los vecinos terminaron por cerrar puertas y ventanas y a comentar
sobre la aterradora visión de una mujer cuyo nombre les era tan conocido. Sin
embargo, a pesar de sus escrúpulos no dejaron de lanzar cruces a derecha e izquierda.
Eulalia presta como
pudo estuvo al lado del amado. Lo encontró en un lamentable estado de terror
temblando de pies a cabeza. Su pegajoso cuerpo sudaba frío. En el aturdimiento de la
explicación desordenada y febril, contó que mientras dormía había soñado que
estaban juntos. Y al estar acaballada sobre él con las manos posadas en sus muslos,
tenía el rostro cubierto por la frondosa cabellera; pero que en un momento dado
cuando cambiaron de posición, la vio en su más cruda y espantosa expresión. En vez de
los hermosos ojos y los dulces labios distinguió una calavera cuyos orbiculares eran dos
hoyuelos sin fondo y una hilera de dientes espantosamente delineados en un rictus de
ultratumba. Entonces despertó sobresaltado y lo primero que hizo fue palpar a su
costado con la esperanza de hallar cobijo entre los brazos de su amada, y en el
aturdimiento de la vigilia alcanzó a comprender su desastroso estado y fue entonces
que lanzó sus aterradores gritos sin que nadie acudiera a su llamado.
Eulalia se disculpó como pudo por la torpeza de haberlo
dejado solo. Casi llorosa la estrechó en sus brazos para infundirle valor, y en el aciago
instante, percibió espantada que su pareja no tenía una sola hormiga en el cuerpo. Su
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tersa piel estaba húmeda pero limpia de bichos. Acongojada y terriblemente
acometida por una serie de desagradables conjeturas, cogió los cabellos del amado y
volvió a experimentar el mismo estado de terror. Al parecer nunca habían existido las
hormigas porque de ser así hubiera sentido su presencia en los pies acalambrados, en
sus robustas piernas limpias de sudor que se negaban ya a sostenerla y llorosa,
próximo a sufrir un colapso, dijo suavemente: “ las hormigas, fueron las hormigas…”
Los lugareños a partir de esa fecha comentaban muy
intrigados sobre el extraño suceso, sobre la visión de una mujer en el cerco del
camposanto en una noche oscura y el grito de un hombre pronunciando repetidas
veces el nombre de Eulalia. Muchos entonces lo asociaron con la bella lugareña que a
decir de muchos deslenguados e hipócritas chismosos aseguraban que se trataba en
efecto de Eulalia, de la Eulalia de carne y huesos que estaba involucrada en oscuras y
terribles sesiones de brujería y que la ejecución de tales ritos se efectuaba
precisamente en un camposanto. Hombres y mujeres, a partir de entonces, empezaron
a cuchichear y a crear una serie de confabulaciones y supercherías propias del
momento y hondamente afectados evitaban toparse con ella porque no tenían el
suficiente coraje como para soportar la influencia nefasta de aquellos sugestivos ojos.
Por su parte, Eulalia, no dio importancia a la habladuría
poblana y siguió dedicándose a sus asuntos con aparente tranquilidad, sin importarle
que sus padres la amonestaran de continuo por su extraño comportamiento al no
responder a pregunta alguna. Pero un buen día, el menos pensado, se detuvo frente a
unos vecinos que murmuraban y hablaban algo que ella no alcanzó a escuchar.
Solamente los miró con altanería y visiblemente decepcionada de presenciar a un
grupo de cobardes que no tenían la aparente capacidad para
decírselo
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personalmente lo que pensaban sobre ella, entonces se rio en sus caras de borregos
mansos, lanzándoles un escupitajo de desprecio y se retiró convencida que estaba
tratando con guiñapos humanos, inservibles y torpes, ignorantes y brutos, cuyo
entendimiento de las cosas y de los fenómenos ordinarios de origen natural, no
alcanzaba más allá de ser pobres amantes de burras.
Un domingo cualquiera, ante la
asistencia de amigos y parientes, Eulalia, decidió casarse. Fue por civil. Nunca aceptó
hacerlo por religioso porque supuso que no se adecuaba a su temperamento impulsivo
y a su manera de vivir el mundo con verdadera libertad sin existir trabas de orden
moral que pudieran afectarla en lo más íntimo. Ser libre y gozar de la vida como se le
apetecía era lo que más extrañaba. Conocía de sobra la conducta humana llena de
errores en el que primaba la hipocresía, la envidia, la enemistad, el chisme y otros
males capitales. Y ella se consideraba inmersa en ese fatal círculo y no aceptaba por
eso lo contrario. Sabía de sobra que no podría comprometerse con ideales falsos
conociendo su naturaleza expansiva, su peculiar forma de vida
llena de ideas
extravagantes. Mostrándose tal cual era, alegre, dicharachera, lenguaraz, aventurera y
misántropa, estaba demostrando su sinceridad consiga misma. Por todo esto se
sentía una mujer realizada y jamás había pensado comportarse de acuerdo a las
circunstancias. Tanto es así que siempre había manifestado
su desacuerdo con la
solidaridad humana, no estaba dentro de sus planes continuar con la delicada y
abnegada labor social de su extinta tía María, que había socorrido en todo momento al
desvalido, a la viuda pobre y a los niños abandonados. Ella como mujer trabajaba duro
y parejo y nunca había estirado las manos y por lo tanto no estaba obligada a socorrer
a nadie. Vivía su mundo sin entremeterse con nadie, sin aceptar una dádiva para no
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devolver el favor. Todo compromiso con sus coetáneos se circunscribía entonces al
formalismo del simple y parco saludo.
Desde el principio, Eulalia, impuso una sarta de
condiciones y prerrogativas propias de su sexo. No permitió la intromisión de ninguna
persona en el desenvolvimiento de su negocio y advirtió a su desconcertada pareja que
para nada cambiaría el horario de su llegada los días martes y su partida los viernes.
Tres noches por semana y dos días y medio lo destinaría para cumplir con sus
funciones de buena esposa. Los viernes desde el mediodía hasta el martes por la noche
serían de su exclusividad. Manuel Bellido, el dichoso esposo
, entre sonriente y
zalamero, aceptó el trato. Pues se acomodaba a la perfección con los horarios de su
trabajo de brequero.
Vivieron muy felices durante el primer año, sin
que, al parecer, asomara un nubarrón en el horizonte. Sin embargo, Manuel Bellido,
empezó a sospechar que su dilecta y amorosa esposa le estaba ocultando algo y
porque, a pesar de su rechazo abierto a la habladuría poblana, había empezado a
sentir celos. Primero fueron celos pasajeros que le deparaban momentos de tensión y
nerviosismo; luego, ligeramente enquistados en sus sueños, se fueron tornando en
pesadillas. Entonces se valió de terceras personas que bajo una adecuada
remuneración, se prestaron a fungir de espías y a las dos semanas sabían todo lo que
el atribulado marido deseaba conocer: Eulalia era una abnegada y decente
comerciante que gozaba de buena reputación. En cambio los informantes desconocían
de un hecho aparentemente nimio pero extraordinariamente misterioso. Los viernes
por las noches la habían visto perderse en el silencio de una callejuela oscura rumbo a
las afueras del poblado. Atribulado y muy deseoso de conocer esta faceta oculta,
hurgó afanoso en los vericuetos de la inconsciencia de su abnegad esposa que en las
Eulalia
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brumosas noches sucumbía a un tranquilo sueño sin pesadillas ni asomo de diálogos.
Entonces recurrió muy disimuladamente a insospechadas conversaciones esperando
captar un pequeño atisbo de sinceridad sobre el itinerario de su recorrido por los
poblados adonde viajaba. En un momento determinado, Eulalia, explicó que su punto
de partida para un buen negocio
era visitar San Pedro, donde tenía un pequeño
almacén, y que a pesar de no ser una buena plaza siempre había sido así desde el
comienzo y además, dijo, que una entrañable costumbre la atraía sin poder desligarse
hasta el momento.
Manuel Bellido empezó a llenarse la cabeza de una serie
de conjeturas que lo arrastraron a espantosos estados de desvelamiento, causándole
graves e insospechados momentos de euforia y ansiedad. Disimuladamente observaba
a su adorable esposa y cada vez más convencido de su obsesión la encontraba
extremadamente bella, dotada de una atracción irresistible, fatal y fuera de control.
Entonces pensó que tal vez existía una persona que le estaba destrozando la vida sin
que él lo supiera. ¿Cómo saberlo? Era preciso ser adivino en todo caso para llegar a la
verdad. Dolorosamente aguijoneado por la necesidad de buscar una estrategia capaz
de dilucidar todo aquel misterio, lo arrastraron a pensar una y mil cosas sin hallar
solución a ninguna de sus preguntas. Noche tras noche se enfangaba en monólogos sin
sentido hasta sentir espantosos dolores de cabeza, y casi al amanecer sucumbía a un
sueño lleno de sobresaltos y pesadillas. Así fueron pasando los días, las semanas y los
meses y él continuaba con la pecaminosa obsesión de averiguar el lado oculto de su
esposa. Entonces, de pronto, un día de esos una lucecita tenue se asomó a su
inconsciencia y le deparó una grata satisfacción. Había encontrado por casualidad la
receta ideal para aclarar el misterio. La búsqueda de la apetecida solución a
cualesquier problema se hallaba en uno mismo. Bastaba analizar cada uno de los
Eulalia
/ 19
momentos vividos para llegar a la verdad. Con razón su padre solía contar la historia de
su vida tantas veces que todos en casa conocían aun los más nimios detalles. Era sin
duda una verdadera lección de vida con la clara intención de que sus hijos aprendieran
a sobreponerse a las dificultades y riesgos que les sucedería en el transcurso de sus
existencias. Manuel Bellido sonrió satisfecho al descubrir este secreto que lo tenía
presente pero que sin embargo se hallaba oculto en lo más hondo de su ser. Ahora
necesitaba analizar cada uno de los momentos pasados en su juventud y la forma
cómo se sobrepuso a las dificultades. Después de muchos sinsabores, por fin, había
encontrado una oportuna estrategia que lo redimiría de su eterna congoja y feliz de
la vida se entregó de lleno a sus recuerdos.
Eulalia
/ 20
II
Manuel Bellido, desde un principio y cuando aún usaba
pantalonetas
cortas, había empezado en
el
negocio
ambulatorio. Comenzó
recorriendo por los distintos distritos donde se efectuaban las ferias semanales; pues a
sus quince años había aprendido el oficio de buhonero. Su perspicaz observación de las
diferentes chucherías que adquirían los campesinos en las ferias locales, lo
encaminaron a las tiendas de los turcos. Con los dineros encontrados en una alforja de
coca, no sólo compró una infinidad de baratijas sino algunas prendas de vestir como
camisas de franela, faldas escocesas y gorros de casimir. Compró lo necesario, desde
botones de distintos tamaños y colores, hasta pañuelos multicolores; collares, dijes,
anillos, aretes y pequeños prendedores de bronce y algunos de plata pura. Hilos,
agujas, lápices y lapiceros, fósforo y tiras de medicinas para el dolor y la fiebre y hasta
un pequeño reloj despertador. Sin contar los vendajes, ungüentos, cremas, alcohol
medicinal y tintura de yodo en frascos pequeños de vidrio, junto a unas estampitas de
vírgenes y santos. Todo esto escrupulosamente ordenado en una caja de madera cuyo
Eulalia
/ 21
tirante de cuero se lo colgaba al cuello. Primero recorrió por el mercado local
pregonando su mercancía. Era poco o casi nada lo que vendió durante las primeras
semanas; pero un hecho determinante cambió el rumbo de su vida. La tía Nicolasa, la
voluntariosa comerciante, fue la que lo iluminó cuando la veía partir de viaje todos los
sábados por la mañana hasta el día miércoles, en que hacia su llegada luego de
negociar por los distintos distritos de la provincia. Decían que sus ganancias eran
apetecibles porque siempre hacia derroche de dinero y gustaba de vestir con vistosas
prendas y muy costosas. Don Nicasio Conza, el guardián de la capilla, aseguraba y
afirmaba que la tía Nicolasa tenía pacto con el macho cabrío, que toda su fortuna
procedía precisamente por estar involucrada en las malas artes. De ahí que nunca
se le veía la mayor parte de los días porque comparecía ante el cachudo para
reiterarle su fe, obediencia y sumisión luego de besarle el trasero. En retribución
recibía un poco de ceniza que al sortilegio del cofre de su dormitorio se convertía en
tintineantes monedas de plata. El abuelo Nicasio sustentaba su teoría en base a tres
hechos irrebatibles: una de las viviendas del patio posterior tenía una ventana que
daba exactamente al poniente, condición sine qua non para efectuar los vuelos. Los
habitantes de la casa eran un perro y un gato negros (No se sabía qué comían durante
la ausencia de la dueña durante cuatro días). Y la última, era el extraño carácter de la
mujer que despreciaba a todos sus vecinos a quienes los miraba como si fueran
gusanos o seres inservibles. Muchos de ellos recurrían ante ella a solicitar un préstamo
de dinero y terminaban endeudados o perdiendo la garantía por los altos intereses.
Pero lo que no sabían los
vecinos era la gran capacidad de la mujer para los negocios, y en cada feria distrital
ganaba suficiente dinero como para seguir ahorrando en el Banco local. Manuel
Eulalia
/ 22
Bellido decidió entonces seguirla sin que ella se diera cuenta. Pronto supo, entre
otras cosas, que cada día era una feria local en un distrito determinado. Con visitar
cuatro poblados bastaba para descansar tres días a la semana sin trabajar. Nunca
contó a sus padres sobre este descubrimiento. Llegaba a casa
el miércoles por la
tarde cargado de moldes de queso, porciones de cecina, abundante chuño, moraya y
apetitosos panecillos de cebada. Siempre que era necesario surtía su mercadería y
había implementado de mejor manera la disposición de su caja con tabiques. Incluso
se agenció de una buena mochila para cargar todo lo necesario. En cada ocasión
y las más de las veces satisfacía ciertos pedidos de los clientes como zapatos de
cuero, pantalones, correas y medicamentos costosos.
Fue por esa época cuando se topó accidentalmente con
Mauricio Portocarrero, un extraño y pérfido personaje que deambulaba por los
campos leyendo un extraño libro. La gente decía que el taciturno jovenzuelo, hijo del
registrador local, practicaba las ciencias ocultas. De ahí su afinidad y entrañable
amistad con la tía Nicolasa, pues en más de una vez los habían visto enfrascados en
cordial charla por varias horas a la vera del camino junto a un gran árbol de eucalipto.
En esta oportunidad Manuel
Bellido se topó con el susodicho personaje frente a una silenciosa quebrada que nadie
frecuentaba porque
era un
lugar accidentado y oscuro. Luego de los saludos,
Portocarrero, propuso al muchacho buscar ciertas hierbas medicinales que supuso
crecían por allí y que él no conocía todo a cambio de un billete de cincuenta soles. La
suma era tentadora para cualquiera considerando que sólo emplearía un par de horas
para ganárselo. El buhonero aceptó muy gustoso y sin más dilaciones se introdujo en la
quebrada con el torso inclinado buscando las pequeñas hierbas ocultas tras los
Eulalia
/ 23
matorrales. A sus espaldas le seguía Portocarrero a escasos centímetros de su nuca.
Manuel Bellido podía sentir el resuello de la respiración agitada y un leve siseo de los
labios como si estuviera repitiendo una canción. Entonces quiso volverse para echar
una ojeada hacia atrás con el fin de salir de dudas; pero, Portocarrero, ronco, inflexible
y autoritario, le conminó a seguir buscando las hierbas si quería obtener la propina. El
muchacho continuó con la búsqueda desbrozando de raíz los arbustos y malezas que le
dificultaban ver mejor. Parecía mentira, cada cierto trecho sentía una extraña, terrible
sensación de miedo y un escalofriante escarapelo de todo su ser. Sin embargo,
sobreponiéndose a sus temores siguió adentrándose en el desfiladero y llegado un
momento de mal cálculo en la pisada, rodó de costado al piso junto a un arbusto; y fue
en ese preciso instante que se dio cuenta de todo: el muy maldito le había colocado un
libro negro en las espaldas y estaba murmurando una oración. Se llenó de pavor e
incorporándose como pudo salió disparado hacia afuera, gritando como un poseído.
Llegó a casa con los cabellos erizados y el rostro demudado por una desconocida
sensación de terror. Contó a sus atribulados padres la causa de su infortunio y desde
ese momento se sumió en una galopante fiebre acompañada de desvaríos y gritos.
Estuvo postrado en cama durante dos días sin
probar alimento alguno; al tercer día por la noche entró en un estado de crisis
incontrolable.
Lanzaba
desarticulados
gritos mientras
arrojaba
espumarajos
acompañado de incoherencias y gestos simiescos con el alevoso propósito de fugar
cerro arriba. El padre y los dos hermanos mayores lo contenían a dudas penas,
maniatándolo de pies y manos. Así, en ese deplorable estado pasó la velada
rigurosamente vigilado. Al amanecer sucumbía a un conciliador sueño hasta el
mediodía. Al despertar se mostraba sereno y muy tranquilo y no sabía cómo explicar el
Eulalia
/ 24
extraño comportamiento de la noche anterior. Sin embargo, ni bien anochecía volvía a
los mismos estados de locura, gritando y lanzando improperios y amenazas a sus
familiares que lo mantenían maniatado a la base del catre. En esos terribles momentos
de sufrimiento, Manuel Bellido, padecía espantosas alucinaciones. Contaba al día
siguiente que en el dintel de la puerta se aparecían extraños personajes que le hacían
señas para llevárselo, incluso un gallo de tornasoladas alas permanecía muy cerca
observándole fría y concienzudamente y si no se aproximaba era tal vez porque su
padre estaba armado de un buen zurriago y un puñal.
En los subsiguientes días, Manuel Bellido, empezó a hincharse como un
sapo. Las prendas de vestir ya no le alcanzaban a cubrir el cuerpo y fue necesario
comprar otras prendas más holgadas. Era impresionante verlo de cerca con su extraña
adiposidad. Los dos ojos habían desaparecido entre las protuberancias de los pómulos,
las manos y los pies eran tan regordetes que parecían globos inflados. Todo aquello
llenó de pavor a la familia y miraban consternados al pequeño enano gordo que
apenas podía moverse. Entonces, don Alejo Bellido, partió en busca de Portocarrero
para averiguar a qué extraña maniobra infernal se debía aquel fenómeno. El
jovenzuelo había desaparecido y los familiares desconocían su paradero. Desconsolado
y próximo a perder la razón, de pronto, se acordó del tío Hipólito cuya fama de
curandero, adivino y hechicero eran bien conocidos. Decidió visitarlo a su domicilio. El
pariente, en efecto, consulto con la milenaria coca. Portocarrero había experimentado
un acto de magia negra, cuyo fin era entregar a Manuel al mismísimo diablo, situación
que no logró por la oportuna fuga del muchacho, que en esta oportunidad se hallaba
en una delicada situación asolado por elementos negativos que lo perturbaban
durante las noches.
Tío Hipólito marchó con el
Eulalia
/ 25
atribulado sobrino en busca de Manuel, a quien halló recostado en su cama en
completa tranquilidad. Impresionado el anciano curandero palpó cada porción del
cuerpo de su sobrino-nieto, sintiendo que la carne aparentaba flotar por encima de
una cámara de aire. Conversó con el muchacho durante una hora y sacó en conclusión
que estaba por el camino correcto y todas sus sospechas se vieron ratificadas cuando
supo todo lo acontecido de principio a fin. Reunió a la familia y planteó su punto de
vista sobre la extraña enfermedad de Manuel. Aseguró que la impresión sufrida había
sido tan fuerte que no sabía cómo explicar el fenómeno porque no hallaba los
términos adecuados para hacerlo. Sólo sabía que podía curarlo. Para ello necesitaba
ciertos ingredientes que se utilizaban para una ofrenda a la tierra, con la única
salvedad de que, en esta especial ocasión, se requería de ciertos aditamentos un poco
difíciles de encontrar. El huevo a emplear debía ser de una gallina negra primeriza sin
que haya sido fecundado por el gallo y asimismo solicitaba el feto de una gata
enteramente negra.
Se marchó tranquilizando a la
familia y prometió volver ni bien tuvieran a mano lo solicitado. Alejo Bellido y dos de
sus hijos, a partir de esa fecha, recorrieron por todos los lugares buscando los
ingredientes. La búsqueda se hizo infructuosa y era como buscar una aguja en el pajar.
Desconsolados, prometían gratificar con buenas sumas de dinero al primero que se
presentara con el huevo de la gallina y el feto de gata. Todo fue en vano. Aquello no
existía.
Alejo Bellido se retiraba a su domicilio completamente derrotado, cuando de
repente, en un recodo del camino principal, junto a una pared alta de tapiales, bajo la
sombra de dos añosos eucaliptos, lo esperaba don Nicasio Conza. Estaba sentado
sobre una piedra y chacchaba un poco de coca mientras fumaba un cigarro. Se
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saludaron cordialmente. Nicasio Conza invitó al amigo a sentarse bajo la sombra, y sin
preámbulos le pidió que le invitara una botella de buen pisco y él tal vez podría sacarle
del apuro en que se hallaba enredado.
Alejo Bellido sacó una botella de pisco y lo
depositó en las temblorosas manos del agradecido anciano, advirtiéndole que si la
información valía la pena escucharlo, no sólo se comprometía a gratificarlo con creces,
sino, en agradecimiento, le ofrecía una botella cada semana durante dos años.
Festejaron la ocurrencia con calurosas risotadas. Tras beber el ardiente líquido,
Nicasio Conza, hizo una detallada y pormenorizada exposición de los fenómenos extra
naturales y ya en la desesperante y tediosa perorata, dijo: “anda amigo en busca de
doña Nicolasa. Ella te conseguirá lo que pides, y si quieres hasta te puede traer al
mismo demonio a tus pies”.
Alejo Bellido, en efecto, lo había
olvidado y sonrió triunfalmente. Parecía mentira algo le indicaba que el viejo Nicasio
había dado con la solución. Satisfecho se despidió del anciano, depositando en sus
manos toda la dotación de coca, cigarros y la otra botella de pisco, indicándole que
todo aquello era sólo un anticipo de su magnánimo corazón.
En los sucesivos días buscó la forma de contactarse con la tía Nicolasa. La
encontró una tarde cuando se aprestaba a salir al poblado, En silencio escuchó el
extraño pedido y muy segura de sí, lanzó una estrafalaria risotada. Averiguó para qué
necesitaba aquellos menjurjes y acentuó su risotada cuando supo que era para la cura
de una impresión fuerte: “Querrás decir, vecino mío, para efectuar una sesión de
hechicería”. “Parece que sí, doña Nicolasa, es mi menor hijo el que se halla enfermo”.
Doña Nicolasa se
comprometió
para el día siguiente por la noche. Al entregar el pequeño envoltorio se negó a recibir
Eulalia
/ 27
pago alguno, aduciendo que era un regalo de su parte y mejor tratándose de un
vecino. El tío Hipólito fue notificado por Alejo Bellido que todo estaba listo. Se buscó
un lugar apropiado para efectuar la ceremonia. La mujer tenía un pariente que vivía
cerca al cerro Piñakontay y el lugar era aparente para ofrecer el pago a la tierra. El tío
Hipólito, Alejo Bellido y un amigo de la familia, un día antes de la ceremonia, subieron
al empinado cerro a estudiar la topografía y tras varios rodeos dieron con una
profunda y oscura quebrada. El lugar era adecuado por su lejanía y posición.
El viernes por
la noche se inició la ceremonia en compañía de familiares y amigos, quienes
firmemente instruidos cuidaban de Manuel. El tío Hipólito empezó ordenando la
triada de hojas de coca y en cada ocasión invocaba el nombre de los parajes, Apus y
espíritus. Y en todo momento imploraba a las fuerzas ocultas de la naturaleza para que
dejaran libre de ataduras y hostigamientos a su bien querido hijo Manuel, que en esta
oportunidad ofrecía una ofrenda con todo el cariño, fe y amor. Pronto la mesa se llenó
de los adminículos de plomo, los granos de maíz, las galletas, garbanzos, azúcar,
incienso y los pétalos de clavel, junto a porciones de sebo y el infaltable feto de gata
negra. Bebieron y chaccharon en amable charla hasta las proximidades de la
medianoche. Tío Hipólito extendió la manta de coca y concienzudamente arrojó las
hojas, advirtiendo que ya era hora de proceder. Pronto se apresuraron a cerrar la
ofrenda y tras sobar todo el cuerpo de Manuel con el pequeño envoltorio, los tres
hombres se calaron los sombreros y cogieron los bastones. El cerro Piñakontay
presentaba su silueta enmarcada en un cielo estrellado. La noche estaba oscura.
Los tres hombres bordearon por un
sector llano hasta la mitad del cerro y a partir de ese momento la caminata se hizo
Eulalia
/ 28
pesada por lo accidentado del lugar. De cualquier manera, cogiéndose de las matas de
las pajas y sufriendo rasguños y caídas, lograron llegar a las proximidades de la
quebrada oscura. El llegar al fondo fue toda una odisea por las constantes caídas y
golpes que se dieron en los filos de las rocas. Sin embargo, lograron su propósito muy
cerca a la medianoche. Alejo Bellido depositó en el piso el atado junto a las bostas
secas y esperó impaciente que tío Hipólito buscara el lugar apropiado. Entre dos
piedras superpuestas había un espacio regular. Pronto armaron una especie de horno
y con ayuda de un poco de paja lograron encender la fogata. Todos los contornos y las
frías siluetas de las rocas se iluminaron repentinamente. Los hombres constataron
consternados que se hallaban en un sector bastante accidentado y lleno de obstáculos.
Cuando las bostas se pusieron al rojo vivo, el tío Hipólito
se arrodilló sacándose el sombrero, invocó la protección de los parajes y Apus sagrados
y con antelación a la quema de la ofrenda, derramó abundante vino por los
alrededores. Entonces colocó el paquete al medio de las brasas y se volvió
rápidamente. En ese preciso instante, los hombres tomaron sus bártulos y
completamente aterrorizados experimentaron un fenómeno que estaba lejos de ser
verosímil por la forma cómo, de un momento a otro, del lejano horizonte surgió un
tornado de proporciones espantosas por su tamaño y fuerza. Avanzaba rugiendo y
haciendo retemblar la tierra y en escasos segundos llegó a la quebrada destrozando a
su paso las charamuscas y pajas, bramando con toda la fuerza acumulada de su
giratorio avance. Se detuvo en torno a la ofrenda y succionándola en su centro de
gravedad desapareció cerro arriba. Después de ello todo quedó sumido en la más
terrible oscuridad.
Los
tres
hombres
habían
huido
en
desbandada, arrojándose al fondo de la quebrada. Prestos como pudieron llegaron a
Eulalia
/ 29
la base del cerro y recién entonces empezaron a llamarse. Pronto se reunieron luego
de varias horas y entre espantados comentaban que no obstante el rugido del huracán
y el temblor de la tierra con desgajamiento de pequeñas rocas, al parecer nadie había
sentido. Incluso los perros de las cercanías ni siquiera habían ladrado.
Cuando llegaron al caserío de madrugada, encontraron a Manuel que yacía
durmiendo plácidamente. Los familiares habían comentado que como nunca se había
mostrado bastante dócil y no sufrió los acostumbrados accesos de locura.
A
partir
de
aquella fecha, Manuel Bellido, ya no volvió a mostrar los signos de agresividad y todo
rastro de alucinaciones desapareció por completo. La aparente y descomunal gordura
desapareció a medida que pasaban los días. Por lo tanto volvió a restablecerse la
armonía en casa y los atribulados padres dejaron de preocuparse; sin embargo,
Manuel había quedado marcado de por vida. Sentía mucho temor a la oscuridad y
temblaba a la sola visión de un extraño. Se volvió callado y pasaba los días en un
silencio glacial. Ya no volvió a su acostumbrado negocio y en alguna oportunidad había
manifestado que sólo le interesaba estar en casa, ayudando en la chacra o
pastoreando las ovejas.
A pesar de sus dieciséis años era un adolescente alto de
complexión atlética que aparentaba de mayor edad, por lo que llegado la época de
leva para el ejército, don Alejo Bellido huía con el hijo rumbo a una choza enquistada
en medio de los cerros y cuya aparente ubicación permitía otear todos los caminos.
Sabía que todas las noches muchos jóvenes dormían acurrucados en las quebradas y
así evitaban ser llevados al ejército. Entre los muchos jóvenes se hallaba Mariano
Apaza. Los soldados que asolaban en las noches, cabañas y caseríos, no encontraban
Eulalia
/ 30
conscriptos sino mujeres y hombres de mediana edad, muchos de ellos padres de
familia. Durante una semana caían de sorpresa y nunca hallaban muchachos. Las
mujeres informaban que todos los jóvenes se encontraban trabajando en la selva y
que generalmente llegaban para la época de sembríos. Los soldados se marchaban por
otros rumbos y prometían volver al año siguiente.
En
estas circunstancias arribó de la Capital el hermano menor de Don Alejo. Llegaba de
visita como era su costumbre. La parentela en su conjunto recibió al familiar
prodigándole especiales atenciones. En el fragor de los tragos y la música se
enfangaban en calurosas tertulias que se prolongaba de amanecida. Ahí supo el buen
familiar la desgracia acaecida en casa con la consiguiente consecuencia de tener que
cargar un problema al parecer sin solución por el extraño comportamiento del hijo que
había cambiado a partir de esa fecha. Don Malaquías, que así se llamaba el visitante,
sonrió ampliamente y sirviéndose un buen vaso de cerveza, explicó que ese aparente
mal tenía solución. Allá en la Capital había profesionales que curaban esos males del
alma y se denominaban si mal no se acordaba algo así como psicólogos o psiquiatras.
Desde ese momento se comprometió a llevárselo porque no tenía hijos que mantener
y aseguraba, sirviéndose otro vaso, que se los devolvería bueno y sano dentro de
algunos años.
Así de fácil se arregló
el asunto y Manuel pronto arribó a la Capital. La tía lo recibió con cierta desconfianza y
con visibles muestras de no caerle bien a primera vista. Se asustó tal vez al observar su
mirada torva.
Pronto el tío se apresuró en llevarlo a un
psicólogo. Entre sesiones y sesiones avizoró una mejoría ostensible y para beneplácito
suyo vio que su sobrino se mostraba más comunicativo. Poco a poco se fue amoldando
al nuevo régimen de vida y en las brumosas tardes, en la azotea de la casa estaba
Eulalia
/ 31
aprendiendo a tocar el saxofón sin contar que era experto en la manipulación de las
tarolas. El tío era miembro de una banda de músicos que se denominaba “Los
Halcones del Sur”. Cada cierto tiempo y frecuentemente en las fiestas patronales,
participaban del jolgorio de la gente que se divertía a sus anchas. Manuel
acompañaba al tío y era el encargado de vigilar los instrumentos, los equipajes y
vestimentas, mientras los músicos sucumbían a los suculentos potajes que circulaban
cada dos horas. Sin preverlo aprendió a degustar de las diferentes bebidas y su
primera embriaguez se dio precisamente en la fiesta de la Virgen del Carmen. Bailó
como nunca y se mostró efusivo con todos los presentes, aquello había resultado
extraordinario. Desde entonces se aficionó bastante con la cerveza y siempre que la
ocasión era propicia se enfangaba en una borrachera sin que el tío se diera cuenta.
Asistió a muchas fiestas patronales en los barrios populosos de la Capital,
incluso efectuaron viajes a lejanos poblados donde los requerían y eran objeto de
atenciones y mimos de los de cargo. Manuel Bellido había cambiado en su
comportamiento y se mostraba un muchacho pleno de vitalidad. El tío dejó de llevarlo
al sicólogo porque supuso que la terapia empleada por el profesional ya no servía para
nada. Sin embargo, se produjo un incidente
que volvió a postrarlo en una
desesperante depresión. Un día que salió a comprar al mercado fue abordado por
algunos policías militares y se lo llevaron en el camión junto a otros reclutas. Manuel
Bellido, rapado y uniformado, sufrió los primeros castigos y vejámenes
de los
antiguos. En las noches oscuras les hacían corretear por los desmontes y cuadras y por
cualquier cosa los castigaban con forzados ejercicios. Ese antiguo terror de juventud
se hizo realidad de la manera más cruda e inesperada. Para su suerte, estuvo
solamente dos días acuartelado, y una mañana se presentó un soldado en su busca. El
Eulalia
/ 32
tío, al enterarse, movió cielo y tierra y valiéndose de algunos conocidos dentro del
cuartel, presentó los papeles, recetas y entrevistas con el sicólogo y un informe del
especialista en el que explicaba que el paciente no podía hacer el servicio militar.
Después de este suceso no pudo recuperarse de
la traumática experiencia.
El sicólogo volvió a citarlo y en sucesivas y frecuentes
sesiones, terminó por volver a la normalidad. Para entonces el tío había dispuesto que
el muchacho hiciera sus primeros pinitos como músico. Uno de los trompetistas se
hallaba mal de salud y él podría sustituirlo. Fue así. Sin esperarlo se adecuó al
momento y a partir de aquella fecha conformó la banda y recibió sus primeros pagos
formales. Ese fue el mejor momento de su vida y a partir de esa fecha se entregaba a
deliberados sueños de grandeza cuya meta sería la de formar su propia banda; pero
detrás de todo aquello existía un obstáculo terrible que no avizoró por falta de
experiencia y conocimiento de la conducta humana. Nunca pensó que su entorno
estaba plagado de sórdidas amenazas y abierta envidia, disimulada y abruptamente
enquistados en una zalamera sonrisa. Así debió imaginarse desde un principio si se
hubiera tratado de un personaje observador, minucioso y desconfiado, cuando sin
proponérselo se había ganado un enemigo de alto calibre. Nunca lo supo hasta el
último momento. El trompetista Sifuentes al verse desplazado, relegado y muchas
veces hecho de lado en algunos conciertos, miraba a Manuel Bellido con un odio
terrible, aunque conversaban de continuo sobre diferentes aspectos y entre copa y
copa, de soslayo, el trompetista sacaba a colación sobre la falta de solidaridad y
compañerismo de ciertos advenedizos que no obstante ser bisoños en el oficio ya eran
considerados como maestros sin pensar que los antiguos fundadores de la banda de
músicos estaban siendo desplazados y virtualmente condenados a perecer de hambre.
Eulalia
/ 33
Manuel Bellido escuchaba pero no alcanzaba a comprender el sentido de las palabras.
Aturdido y ligeramente emocionado por el bullicio y las bebidas alcohólicas prefería
tener los sentidos liberados de toda preocupación.
Esta actitud desenfadada del
principiante enardecía los ánimos de Sifuentes, que no sabía cómo expresar su cólera y
angustia. Apesadumbrado se retiraba y prefería buscar la compañía de sus verdaderos
compañeros que sí sabían comprenderlo.
Siempre
que
la
banda
entraba en receso por la participación de otros conjuntos musicales, delegaban una
persona para el cuidado de los instrumentos. En este caso, el llamado era Manuel
Bellido. Ubicado en su rincón preferido se entregaba a desquiciantes devaneos que le
asaltaban en esos momentos cuando sin querer recordaba las apabullantes veladas
pasadas junto a Martina, la dulce niña de sus ojos, que solía cantar hermosas
canciones de amor.
Manuel Bellido siempre recordaría aquella infausta noche de mayo en
la fiesta de la Santísima Cruz. Cerca al amanecer quedó al cuidado de los instrumentos
y nunca supo cómo sucedió aquello. Se despertó por los gritos de sus colegas que
echaban de menos una trompeta y un saxofón. El ladrón se había llevado los mejores
instrumentos, desechando de plano aquellos que estaban al alcance de la mano.
Pronto se armó la de San Quintín y la fiesta estuvo a punto de perderse, de no haber
llegado a un satisfactorio acuerdo con los músicos afectados. Don Malaquías y su
sobrino se comprometieron a pagar el valor de los instrumentos. No quedaba otra
opción.
A partir de esa fecha se acordó que cada
persona debía cuidar lo suyo. Los músicos asistían pertrechados de mochilas y fundas.
Manuel Bellido continuaba con la trompeta que su diligente tío le facilitó desde el
primer momento. Al término de cada concierto, separaba una cantidad para seguir
Eulalia
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amortizando la deuda y todo continuó sin novedad.
En este discurrir monótono y ya sin futuro para el voluntarioso trompetista, que
se vio profundamente afectado por la pérdida de los instrumentos, un día de esos el
tío llegó a casa con una gran noticia. Había llegado a conocer a un sobrino, hijo de un
primo suyo. Se llamaba Juan José Macedo de profesión abogado y recién egresado.
“Por lo tanto es tu primo, Manuel. Quedó en visitarme estos días y desea conocerte”.
Manuel Bellido se alegró bastante y esperó ansioso
conocer al pariente que ya era todo un profesional. En efecto, se hallaba una tarde
limpiando la casa cuando sintió que alguien tocaba la puerta de calle. Estaba solo. Sus
tíos habían quedado en volver por la noche.
Resultó maravilloso el encuentro. Ambos primos se estrecharon en un
caluroso abrazo y tras observarse en completo silencio, empezaron a reírse por el
marcado parecido. La despensa del tío estaba repleta de cerveza y vino, por lo que
Manuel invitó con algunas cervezas. De esa manera se enfrascaron en una calurosa
charla. Conversaron entre risa y risa y llegado un momento, Manuel refirió su
infortunio por la pérdida de los instrumentos y que a causa precisamente por este
hecho pensaba volverse a casa. “El ladrón es uno de tus compañeros”, dijo el joven
abogado. “¿Por qué crees que es así?, preguntó Manuel Bellido. El abogado bebió un
sorbo de cerveza, y continuó: “fácilmente deducible por la forma cómo se llevó
solamente un par de instrumentos. Si se hubiera tratado de un verdadero ladrón
hubiera barrido con todo. Por lo que veo más parece un acto de venganza para hacerte
daño”. “Pero que yo sepa nadie me tiene mala voluntad, todos me aprecian”, dijo
Manuel. “¿Eso crees, pero no te pusiste a pensar alguna vez que tu inclusión en la
banda perjudicaría a alguien en especial?”. Manuel Bellido bebió la cerveza con
Eulalia
/ 35
verdadero entusiasmo. De súbito saltó ligeramente impulsado por un inesperado
recuerdo. “! Sifuentes ¡Claro que sí, ahora recuerdo. Muchas veces no fue convocado
por mi tío porque yo ya estaba considerado como miembro titular de la banda”. “El
daño ya está hecho y no hay pruebas fehacientes. Lo mejor en estos casos es olvidar.
En lo sucesivo debes tener más cuidado”, advirtió el joven abogado.
Por la noche llegaron los tíos y la juerga
continuó de amanecida. La velada resultó maravillosa e inolvidable.
Manuel Bellido continuó integrando la banda de
músicos y en cada ocasión que le tocaba interpretar de amanecida, observaba
disimuladamente a Sifuentes. Sabía que el músico al término del contrato se reunía
con varios de sus colegas a beber cerveza y degustar exquisitos platillos que los
de cargo ofrecían cada cierto tiempo. La valiosa trompeta estaba guardada en su
estuche y colocada al costado del asiento. Manuel Bellido se puso a estudiar una y otra
vez el itinerario del músico que disciplinadamente se retiraba antes de que amanezca y
volvía a la hora del almuerzo a cobrar sus honorarios. En una de esas oportunidades
halló propicio el momento para cobrarse la revancha. Había observado que Sifuentes
y dos de sus eventuales acompañantes bebían en un compartimiento cuyos tabiques
separaban de la siguiente mesa. La trompeta estaba en el suelo al alcance de las
manos. Manuel Bellido se sentó de espaldas en el siguiente compartimiento.
Rápidamente sacó el instrumento de su estuche y colocó en su lugar una vulgar
corneta de lata. Como se hallaba cubierto por un holgado abrigo, no le fue difícil
camuflar la hermosa trompeta y salió del local sin que nadie se diera cuenta. En el
silencio de su cuarto observó la reluciente trompeta que por fin era suya. No en vano
había terminado de cancelar una singular suma por algo que consideraba un atropello
Eulalia
/ 36
o un acto de maldad. Sonrió satisfecho y esperó la llegada del tío. En los sucesivos
conciertos, Sifuentes no se hizo presente, pretextando estar delicado de salud. Manuel
Bellido sabía que el impacto debió ser espantoso al cerciorarse del cambiazo. Sin
embargo, esta situación en vez de tranquilizarlo sencillamente le estropeaba los
ánimos y firmemente convencido de que la relación con sus compañeros ya no
sería el mismo a partir de ese momento, decidió renunciar a su puesto de
trompetista y el día menos pensado, notificó al tío su partida a casa. “Te quieres
marchar porque no soportas el golpe que le diste a Sifuentes. Me he enterado que
sufrió la pérdida de
su trompeta y tú se la robaste”. Manuel Bellido quedó
mortalmente sorprendido frente a las palabras del bondadoso tío. “No sé de qué
estás hablando, tío”, respondió el muchacho. “Calma sobrino, por algo soy viejo y muy
recorrido. Basté observarte para adivinar el resto. El muy pillo recibió su castigo. En
todo caso, hijo, te felicito por tu astucia. Bien sabes que todo mal que se hace se
paga a la larga. Sifuentes empezó jugando con fuego y se quemó”.
El
buen
tío
aun
trató
de
convencer a su atolondrado sobrino sobre las ventajas de vivir en la Capital que
de por sí ofrecía una serie de oportunidades tanto en el aspecto laboral como en
lo concerniente a la superación intelectual. Volverse a la tierra madre sin haber
alcanzado una meta en la vida era como retroceder en la historia. Pero para
Manuel Bellido todas estas observaciones le entraban por un oído y le salían por
el otro. En esos momentos se hallaba obcecado con la idea de
partir
a
casa
cueste lo que cueste. Sentía un imperioso llamado de los suyos, extrañaba la
belleza subyugante de los hermosos paisajes al que estaba acostumbrado desde
pequeño, añoraba la arrobadora sinfonía del canto de los pájaros, el rumor de
Eulalia
/ 37
las aguas al caer de las cascadas, la intermitente y lejana detonación de los
truenos que hacía retemblar la tierra
y la flamígera luz de los rayos que en
las noches oscuras delineaban las cumbres de los cerros dormidos; en fin, quería
estar en su tierra oliendo el fresco aliento de los prados floridos y bebiendo
leche directamente de las ubres de las vacas, junto a la inolvidable Martina, su
novia
III
Manuel Bellido había logrado refrenar en algo el terrible asedio de los
celos con la apabullante racha de recuerdos que le tuvieron entretenido durante
varias noches. Sopesó entonces cada uno de los terribles momentos en que se sintió
perdido y a decir verdad tenía la respuesta en las manos. Todo tenía su explicación, sus
ventajas y desventajas y tras muchos dolores de cabeza concluyó que no debía
hundirse en la desesperación. Era necesario entonces actuar con calma, sin
precipitarse y comenzar desde el principio hasta llegar a la verdad. Pues bien, después
de haber recordado cada uno de los episodios de su intensa vida, se sintió al fin
satisfecho y sonrió al pensar que estuvo a punto de cometer alguna estupidez que
le hubiera ocasionado muchas desgracias.
Estaba decidido que muy pronto despejaría de su cerebro
toda duda y para ello comenzaría sus averiguaciones con maquiavélica precisión. Se
Eulalia
/ 38
valió de una vecina que vivía al costado. Viuda como era, no puso reparo alguno y
marchó el primer viernes por la mañana. Aguardó escondida en una esquina la llegada
de doña Eulalia. La vio llegar y supo que uno de los caserones de la plaza era su
vivienda. Esperó que anocheciera y se mantuvo vigilante. En
efecto la vio salir a
las pocas horas rumbo a la tienda principal, y sin que mediara motivo alguno se le
cruzó en el camino como si fuera un encuentro casual. Se sorprendieron al verse y del
asombro momentáneo pasaron a la risa
franca y cordial, mientras se estrechaban
en calurosos abrazos. Allí, doña Juana, refirió que había visitado el
poblado
urgida
por unos malestares de la bilis y que indispuesta por la terrible purgación de las aguas
medicinales había quedado sumamente debilitada y en su afán por recuperarse las
horas habían pasado y sin pensarlo había perdido el último carro. Eulalia lamentó el
contratiempo pero se felicitó por su buena suerte al encontrar a una amiga con quien
podría pasar la velada. Pues a decir la verdad se hallaba sola y no deseaba dormir aún.
Invitó a la vecina al hermoso comedor, y sirvió una deliciosa sopa con varios panecillos
de cebada. Comieron entre bromas y risas y al final se bebieron varias tazas de café.
Luego salieron
al patio a sentarse bajo los arbustos a conversar un poco y la
conversación duró más de dos horas. Doña Juana empezó a bostezar y ligeramente
indispuesta por el cansancio vio a su compañera levantarse y entre amable y sincera
invitó a seguirla a un lujoso dormitorio. Eulalia manifestó muy satisfecha que debía
descansar para madrugar. Se marchó por el pasadizo y pronto sonó la puerta al
cerrarse y las dos ventanas crujieron al ser aseguradas con los pestillos. Todo quedó a
oscuras y un silencio sobrecogedor reinó en el ambiente.
Eulalia se deslizó por la puerta
trasera rumbo a la gruta. Sabía que estaba en la hora correcta y sin ningún apuro se
Eulalia
/ 39
internó en la oscuridad de la callejuela.
Doña Juana llegó a casa con la grata noticia de que
Eulalia era una matrona muy disciplinada y amante del orden. Informe que no satisfizo
la creciente ansiedad de Manuel Bellido, que juró averiguar sobre todo lo que aún le
faltaba conocer. Investido por esta notoria y obsesionante idea marchó un día al
poblado de San Pedro. A la hora ya conocía el suntuoso caserío de su esposa y la
supuesta ruta que tomaba ésta en las oscuras noches. Manuel
Bellido
inmediatamente siguió el curso de las calles y pronto salió a un espacio abierto.
Vio que aquel sector era una extensa zona pantanosa llena de agua turbia donde no
crecía ninguna planta acuática ni había rastros de aves. Una bien cuidada senda
bordeaba esta parte del pantanal y continuaba hacia adelante hasta perderse
tras un recodo. Manuel Bellido se detuvo indeciso al borde de una roca plana y desde
esa posición observó desilusionado el mismo paisaje desolador de la planicie que
presentaba en su irregular superficie enormes pozos de agua turbia. Ahora bien, al
seguir el curso del estrecho caminillo que bordeaba la base del imponente cerro,
distinguió que continuaba por un bosque de matorrales y se perdía luego entre unas
rocas grises. Pensó que la vía debía conducir hacia algún lugar lejano, pues al fondo, en
el otro extremo de la pampa se divisaba una infinidad de caseríos cuyos techos de teja
resaltaban entre los árboles de eucalipto.
Decepcionado
y
virtualmente agotado por el escabroso sendero continuó hacia adelante hasta el
momento en que se topó con una anciana pastora de ovejas. La mujer se hallaba
sentada bajo un arbusto y parecía una estatua de piedra.
Manuel Bellido lanzó un cortés
saludo
mientras se quitaba el sombrero. Luego con un acento de honda tristeza, abatido por
Eulalia
/ 40
el cansancio, preguntó con cierta ansiedad:
-Creo haberme perdido, señora. Lo cierto del caso es que no
hallo el caserío de cierto curandero donde pernocta todos los viernes la señora Eulalia,
mi patrona.
La anciana lo observó con cierta curiosidad y al verlo con el rostro abatido y
lleno de sudor, contestó:
-No
conozco a doña Eulalia.
-Pero a
mí me han dicho
que toda persona la conoce.
-Muchos
hombres y mujeres pasan a diario por aquí, sé que van a visitar a don José; pero
no sé más allá y no conozco a nadie en especial.
-Le comprendo, señora. Espero no
haberla molestado con mi pregunta.
-No, no se preocupe, al contrario me gusta conversar y
de esa manera me distraigo un poco.
-Por lo que veo, parece que mi patrona nunca vino por estos
lados, de ser así usted la conocería ya que siempre para por aquí; en fin qué se
hace- dijo Manuel Bellido mirando desconsoladamente el amplio espacio de una
extensa hoyada llena de agua turbia y rodeada de pantanos.
La anciana pastora dejo de
hilar y miró al foráneo con cierta curiosidad. Aquel fortachón parecía sincero y
muy bueno no obstante su torva mirada y su extraño andar como los grandes
simios con el cuerpo inclinado.
-Mire señor, lo único que puedo informarle es que todos
los sábados veo pasar a una hermosa dama que se retira del caserío de don José.
Eulalia
/ 41
Según tengo entendido dicha señora es sobrina de doña María, antigua cliente del
padre de don José que frecuentaba la gruta para bañarse entre flores y sahumerios. Es
más, para su conocimiento, ahora es el hijo quien está a cargo del negocio. Según la
gente es más versado y hábil que el padre y su especialidad son los baños de
florecimiento. Además es un buen adivino, hechicero y curandero. Tanta es su fama
que vienen a buscarlo desde lejanos poblados.
Manuel
Bellido sintió renacer todas sus esperanzas perdidas. Había recobrado su habitual buen
humor y como nunca aspiró el aire con verdadera pasión. Casi saltando de alegría, de
una inconmensurable alegría que le desbordaba por cada uno de sus poros abiertos,
dijo:
-Precisamente esa dama que Usted ve pasar todos
los sábados es doña Eulalia. Ahora quiero que me indique el camino para llegar al
caserío de don José sin perderme. Necesito verlo con suma urgencia.
-Está en la vía correcta, señor. Siga adelante por el único camino que
existe y pronto chocará con el caserío después de atravesar la hondonada y voltear
aquel cerro.
Manuel bellido se
despidió de la anciana rebosante de felicidad.
Inmediatamente se internó en el callejón estrecho lleno de piedras y charcos de
agua turbia que imposibilitaba avanzar con cierta regularidad sin sufrir un
pequeño resbalón. Hasta el momento ya conocía parte del misterio que lo había
mantenido en zozobra; ahora faltaba conocer a ese malhadado hechicero que podría
ser su rival. Pronto se sumergió en el tortuoso caminillo. No obstante estar flanqueado
de magueyes y pequeños arbustos, presentaba su irregular superficie
llena de
hendiduras y hoyos. Había que estar muy acostumbrado para sortear los innumerables
obstáculos que surgían a cada instante y hacia muy dificultoso el avanzar por aquel
Eulalia
/ 42
lodazal sin sufrir un percance. Las pequeñas piedras del camino estaban sueltas y
presentaban sus caras llenas de una arcilla pegajosa. A intervalos cortos surgían
pequeñas filtraciones de agua turbia y formaban regulares charcos. Manuel Bellido
bordeó todo aquel barrizal con sumo cuidado y en cada ocasión tenía que cogerse de
las ramas de los arbustos y apoyarse en las paredes lisas. Pronto salió a una parte alta
donde la inmensa roca gris había sido picada en la base y formaba una especie de
escalinata rústica que desembocaba en un espacio abierto. Era un singular y sugestivo
paraje donde se divisaba un hermoso caserío de amplias ventanas, enquistado en
medio de un accidentado terreno lleno de rocas y arbustos famélicos, junto a una
huerta rectangular con muchos árboles de capulí y un par de eucaliptos frondosos.
Como era aún temprano, la chimenea de la cocina dejaba escapar una columna
de humo.
Manuel Bellido se detuvo acezante frente a una
verja cuya única puerta estaba cerrada. Desconcertado lanzó un potente silbido. Al
llamado acudió un hombre ligeramente sorprendido por la presencia de un extraño.
Este hombre era don José, quién inmediatamente supo que el visitante era un esbirro
en busca de información. Porque en el aciago y desesperante momento que lo
distinguió a través de la ventana abierta, alcanzó a observar que estaba echando
furtivas miradas a los costados como si estuviera buscando algo.
-Buenos días,
estimado señor- dijo Manuel Bellido, quitándose el sombrero.
Don José respondió el saludo
y resueltamente estrechó la mano del visitante.
-Mire, señor, yo soy recomendado de doña
Eulalia- continuó Manuel Bellido-, Me imagino que la conoce porque ella me ha
hablado bastante de los baños de florecimiento. Y precisamente por el sortilegio
Eulalia
/ 43
de estos baños la suerte la acompaña y no deja de alabarse a todo el mundo
que todo le va bien en la vida.
Don José, a pesar de hallarse medio confundido por la apabullante locuacidad
del visitante, captó al vuelo la intención de aquel hombre por lo que inmediatamente
respondió con cierto aplomo y seguridad:
-No
la
conozco. Es que verá Usted que llegan tantas personas entre hombres y mujeres y
nunca me había ocurrido preguntarles sus nombres. En todo caso yo solamente
ofrezco mis servicios a cualesquier persona sin conocer su identidad. En mi condición
de curandero, hechicero y adivino prefiero la absoluta reserva, así como yo guardo el
secreto de las propiedades curativas de las plantas nativas.
-Pues verá, doña Eulalia, me ha recomendado
para que Usted pueda ayudarme en ciertos asuntos que quiero conocer.
-Por el momento, sinceramente hablando- respondió don José-,
no sabría decirle con precisión de cual de mis clientes se trata…En todo caso debo
agradecer la gentileza de dicha señora por las buenas referencias de mi humilde
persona y el haberme enviado a un cliente. Estoy a sus órdenes y espero poder servirlo
con todo lo que está a mi alcance. Para eso estoy y siempre dispuesto a satisfacer
cualquier demanda con mis escasos y rudimentarios conocimientos.
-En efecto, gracias a esa señora pude dar
con la vivienda, aunque en el camino casi me perdí y sólo de milagro llegué sin sufrir
contratiempos. Bueno, ahora estoy impaciente por consultarle un asunto de poca
importancia pero que para mí significa mucho. Doña Eulalia me ha asegurado que
Usted es todo un profesional y de los buenos.
-Bueno, a veces las personas exageran un poco y yo sólo hago lo
Eulalia
/ 44
que puedo…
-Ah, lo comprendo, por lo que veo es una persona franca, sencilla y muy
modesta.
Don José después de esta breve charla, invitó al foráneo a pasar a la amplia
habitación cuya única ventana estaba abierta de par en par, iluminando gran parte del
recinto. Pronto estuvieron sentados sobre cómodos asientos y se miraban en completo
silencio.
Manuel
Bellido hizo una rápida exposición de sus inquietudes y desazones con respecto a la
dama de sus sueños que ahora último lo tenía sobre ascuas. Una desacostumbrada
obsesión se había apoderado de su ser y sentía la mordaza de los celos con inopinada
violencia y él quería salir de este atolladero a como dé
lugar.
Don José escuchó en completo silencio sin
levantar la vista; pero llegado el momento de responder, observó al fortachón y
disimuladamente advirtió que de la camisa desabrochada pendía una hermosa cadena
de plata con una esmeralda valiosa. En el acto coligió que aquel hombre era el marido
de doña Eulalia, porque de no ser así no sabría explicarse cómo dio a parar la fastuosa
joya en el cuello de aquel hombre si hacía exactamente tres años atrás había
obsequiado ese suntuoso amuleto de la buena suerte a la sobrina de doña María
cuando aún era soltera. Y que en las continuas visitas de las dos mujeres, don José se
había asegurado de comprobar que la joya adornaba el grácil cuello de la adorable
adolescente. Sin embargo, con el correr del tiempo había olvidado este detalle. Y
ahora estaba participando de una desagradable sorpresa. La hermosa joya, pensó, no
estaba fabricada para colgar de un robusto cuello, sino estaba destinada a embellecer
a una dama.
-Consultaremos a la coca- dijo don José cogiendo
Eulalia
/ 45
un pequeño atado multicolor.
Extendió la manta multicolor que estaba llena de hojas de
coca. Lo desparramó al azar y completamente concentrado empezó a trasmitir el
mensaje con una serie de verdades que conocía de sobra y que para Bellido significaba
que el hechicero no estaba errado.
Don
José suspiró una y otra vez y dijo a su cliente que la bonanza cundía a raudales en su
vida, que su esposa era una mujer de mucha suerte y muy trabajadora y que a pesar de
sus constantes viajes siempre lo tenía presente como el único ser que lo inducia a
seguir luchando.
-¿Dices y afirmas que mi mujer me es fiel?-
preguntó Manuel Bellido, mirando al hechicero.
-Sí, señor, así lo dice la coca…
Don José estornudó mientras lanzaba otro puñado sobre
las otras hojas y tras observar la disposición de cada una de las hojas desparramadas,
eligió la más lozana, junto a otra lámina que mostraba su vértice en dirección al
consultante.
-Solamente piensa en ti y no hay otro hombre…
Volvió a entremezclar las hojas y observando detenidamente cada detalle, cada
disposición de las láminas resecas que formaban rimeros desordenados, lanzó un
suspiro, meneó la cabeza con mucha pena, y dijo:
-Pero veo en un futuro no
muy lejano que la desgracia asoma su cabeza y tal vez un hecho de sangre o qué sé
yo…
Levantó una hoja de coca doblada
en la punta en forma de capucha, lo dejó sobre la palma de sus manos y volvió a coger
otra con las mismas características.
-Tal vez sólo sea un presagio de un pasajero mal-explicó don
Eulalia
/ 46
José-; pero he cumplido con mi labor y he respondido a las preguntas sin eludir las
malas o buenas noticias.
Manuel Bellido lanzó una risotada despectiva y mirando de soslayo la pequeña
manta con las hojas de coca pensó que todo aquello no podría ser sino una burda
mentira maquinada por aquel desafortunado atorrante que sabía al parecer cómo
impresionar a sus clientes con el fin de sacarles
más dinero. Pero él, Manuel Bellido,
no era un tonto y no estaba para tragarse tamaño embuste y antes de cualquier cosa,
completamente abrumado y casi fastidiado, se levantó rápidamente arrojando varios
cheques sobre la pequeña manta. Presto como pudo se despidió con una terrible
inquietud a cuestas y sin ánimos para seguir pensando en la estupidez gratuita de
aquel charlatán.
A partir de aquella fecha, la relación con Eulalia tomó
nuevo rumbo. Había desentrañado el misterio y conocía a ese embaucador que había
logrado convencer a su querida esposa a participar de los semanales baños de
florecimiento, baños de la buena suerte como decían los lugareños.
Manuel Bellido ya no tuvo esos accesos de melancolía y terminó por aceptar
que su esposa era el ideal de su vida. Los tres escasos días de cada semana eran
placenteros en el sentido de que vivía su relación de pareja con verdadera pasión, y
ambos tomados de las manos volvieron a revivir los idílicos momentos cuando se
apretujaban entre los árboles, cuando se revolcaba en el alfombrado pasto junto a los
matorrales. Sin embargo, por un cambio inoportuno del horario en la empresa
ferroviaria lo condenaron a disponer de un solo día: el jueves. Resignado a su suerte
esperaba ese día con verdadera emoción. Ni bien pisaba tierra, cogía sus bártulos y
raudo como sus piernas lo permitían llegaba a su domicilio y estrechaba entre sus
brazos a su adorada esposa.
Eulalia
/ 47
Así estuvo viviendo por cerca de dos años sin que se produjera
incidente alguno que lo hiciera cambiar de opinión con respecto a su abnegada esposa;
pero dio la casualidad, por otros inesperados cambios en los horarios, llegó el
miércoles por la mañana y su primer impulso fue marchar a casa en busca de Eulalia
que seguro lo extrañaba. Estaba caminando a su morada, cuando un vecino le pasó el
dato que su preciada joya, en estos momentos, estaba enfrascada en una burda
borrachera con dos jóvenes en cierto local. Premunido de una desconcertante
curiosidad logró escurrirse al lugar y a pesar del impacto sufrido, observó que todo era
cierto cuando escuchó la destartalada risa de su cónyuge que festejaba algún suceso.
El local era amplio y tenía un techo alto de calamina. De los
travesaños más sólidos colgaban potentes focos y la iluminación era muy buena, no
obstante tener las ventanas cerradas y disimuladamente protegidas con cartones
dobles.
La
única puerta que daba a la calle tenía una mampara y el ingreso al local se hacía a
través de un pasadizo entre el mostrador principal y algunas mesas que estaban
alineadas hasta chocar con el fondo brumoso de la cocina. Sin embargo, existía un
considerable espacio donde los eventuales clientes
solían bailar al compás de
conocidos temas folklóricos. La atracción del local era su potente radiola que contaba
con un surtido repertorio de música andina.
El local era bien concurrido a partir del mediodía y
bastante conocido por presentar apetitosos platillos y la especialidad de la casa: la
chicha de jora bien fermentada y debidamente curada, es decir con los suficientes
ingredientes como para ser una bebida que embriagaba al más ilustre de los
bebedores. El propietario eludía en lo posible a sus afanados clientes que trataban de
Eulalia
sonsacarle los secretos de la fórmula empleada.
En
/ 48
aquella
oportunidad, Manuel Bellido echó una furtiva mirada al local y de un solo pincelazo
evaluó la disposición de las mesas y la cantidad de parroquianos. En ese momento,
Eulalia, era la única mujer y al parecer el centro de atenciones y admiración de los
borrachines que se esforzaban por aplaudir al compás de los ensordecedores zapateos,
mientras lanzaban destemplados gritos de alabanza.
Salió apresurado del lugar y pronto llegó a casa completamente
destrozado y con un fuerte dolor en la frente. Se derrumbó en el lujoso camastro de
madera mientras esperaba la llegada de su esposa.
Al
atardecer arribó la mujer completamente borracha y lanzando escandalosas carcajadas
cada vez que se equivocaba al cantar. Sus ocasionales acompañantes no quisieron
seguirla por temor a los vecinos. Desde el fondo de una chacra observaban inquietos
esperando que anocheciera un poco para escabullirse entre las sombras.
Manuel Bellido, se apresuró en conducir a su esposa al suntuoso
dormitorio. Eulalia entonces se desbarató en un copioso llanto en tanto explicaba que
se había tomado algunas cervezas con algunos de sus amigos de infancia, después de
todo tenía todo el derecho del mundo para entretenerse en algo después de tanto
bregar durante la semana. Bellido asentía que no había nada de malo en todo aquello
mientras se mantuviera el decoro, la decencia y el buen comportamiento; pero en lo
que no estaba de acuerdo era con el alboroto, el rumoreo de la gente al verla llegar
ebria en ausencia del marido. He ahí el problema que lo tenía muy preocupado.
La mujer, que se hallaba aturdida por los tragos, no escuchaba las
recomendaciones del marido, sino se distraía continuamente con el movimiento de las
ventanas al influjo de un vientecillo suave. Movía la cabeza de derecha a izquierda y
Eulalia
/ 49
farfullaba frases entrecortadas por un persistente hipo. Así estuvo por cerca de media
hora, al cabo de las cuales se levantó de su asiento y corrió en busca de cervezas a su
escondite preferido: una cómoda que estaba adosada en el rincón opuesto a la puerta.
Manuel Bellido, obligado a beber, miraba
muy entristecido el cambio operado en su pobre mujer. La veía deslumbrarse de
repente con algún recuerdo fugaz y entre carcajadas altisonantes besaba al marido, lo
acariciaba con verdaderas muestras de cariño llamándolo mi pobre bebé; pero ya en el
sopor de la borrachera extrema farfullaba incoherencias terribles y antes de sucumbir
al agotamiento, caía redonda al piso, roncando estrepitosamente. Manuel Bellido,
ebrio ya, trataba de levantarla y todos sus esfuerzos resultaban inútiles, porque
aquella mole de carne no despertaría aunque la estuvieran degollando. De cualquier
manera trasladaba pellejos de carnero y gruesas frazadas y acomodándolos en el piso,
primero desnudaba a la mujer y empujándola de costado lograba que su cuerpo
descansara sobre unos almohadones altos y a pesar de hallarse desconcertado y muy
agitado, miraba a su abandonada mujer con verdadera lástima, completamente
derrumbada y sin protección. Desolado y lloroso lo cubría con las frazadas, pensando
cosas muy desagradables si esto ocurriera en su ausencia. Apagaba las luces y se
echaba en el camastro sin quitarse las ropas. Afuera, en el cercano bosque se
escuchaba diversos ruidos como lejanas voces. Los perros alborotados ladraban y
aullaban a intervalos cortos. De rato en rato, arrastrado por el ligero viento de la
noche, llegaba el rumor del río. Sin embargo, pronto reinó un silencio completo.
En lo sucesivo,
Manuel Bellido, notificó a la parentela y puso en conocimiento sobre la delicada
situación de Eulalia cuando sucumbía a los estragos de la ebriedad. Rogó que todos
Eulalia
/ 50
debían vigilarla y si era posible acompañarla en su soledad. El pobre hombre se
marchó al trabajo con el convencimiento de que había alertado a la familia. Sin
embargo, a pesar de su rechazo por la habladuría poblana, se iba enterando que la
alegre esposa continuaba asistiendo a ese repudiable local y se embriagaba de
continuo con distintos hombres, todos jóvenes. En sí estas fatales noticias lo
martirizaban en extremo y no quería imaginarse siquiera cómo eran esos encuentros,
cómo se armaban esas francachelas en las que primaba el desorden, el bullicio, el
jolgorio inmoderado producto de la ingestión de bebidas alcohólicas; en fin toda una
mezcolanza de pasiones, desventuras y fracasos.
Cada
noticia llegada a sus oídos lo aturdía en vez de ponerlo triste y para refrendar lo dicho
por los informantes, se escabullía al mismo teatro de los hechos y veía no sin
desagrado a la luz de sus ojos bailando despreocupadamente. En el acto desaparecía y
simulaba no haber visto nada. A la llegada de la esposa no mostraba sorpresa alguna ni
la recriminaba, sólo esperaba que le lanzara la misma explicación de todas las veces:
que los amigos de infancia, que los compromisos de negocios y que el cumpleaños de
uno de ellos…
Manuel Bellido escuchaba en silencio y no respondía. Callado y cabizbajo
recibía las botellas de cerveza y bebía a grandes sorbos, botella tras botella,
empanzándose peligrosamente, eructando con verdadero estruendo y cada vez más
aturdido rodaba de costado al piso, mientras las cosas giraban en torno y la luz de las
velas adquiría tonalidades rojizas. Su lengua trabada no le permitía lanzar ninguna
frase y en el desvanecimiento de una borrachera bestial sentía que lo jalaban de los
pies, que su pantalón de casimir se escurría por entre sus piernas y que su camisa de
franela se desbarataba
por la rotura de las telas…Completamente desnudo
Eulalia
/ 51
manoteaba en un vano intento por levantarse y en ese momento desbordante, copos
de espuma cubrían su cuerpo. La mujer, entre risa y risa, sacudía las botellas y
abriéndolas derramaba sobre el cuerpo del marido.
Eulalia reía atragantándose con la espuma y antes de perder la
emoción del momento, impelida tal vez por la sugestiva visión del marido aprisionado
en un mar de cerveza, arrojaba sus ropas a los costados y en menos de lo pensado se
hallaba tan desnuda como cuando se entregaba al rito del baño de florecimiento.
Cogía dos botellas a la vez y vaciándolas por sobre su cabeza se echaba junto al
marido, gritando eufórica. Pronto numerosas botellas salían disparadas por la acción
de los gases comprimidos y toda la espuma cubría sus cuerpos. Entonces,
empantanados en una oleada espumosa, braceaban tratando de incorporarse y al
hacerlo se encontraban sus cuerpos y procedían a lamerse como dos perros en un
ritual casi obsesivo donde la pasión de la mujer era vaciar nuevas botellas en el pecho
del marido para bebérselo de a poquitos.
Jadeantes, ligeramente ensombrecidos por las
llamaradas agónicas de las velas que se escurrían por los candelabros, jugaban horas
de horas, revolcándose como dos cerdos y fuertemente apretujados en atrasadas
caricias y besos desenfrenados; al final, sucumbían a un pesado sueño. Al día siguiente
se despertaban muy asustados porque habían empezado a sentir espantosos dolores
en los costados y un desesperado agitar de sus pechos. Angustiados y casi al borde de
la desesperación llamaban a gritos a sus familiares y éstos al percatarse de la burda
extravagancia los encontraban nadando en un líquido amarillento, viscoso y turbio,
arrojando borbotones de espuma ácida, cuya exhalación los embriagaba al instante.
Eulalia
/ 52
IV
Volvía después de cinco años de ausencia y lo primero que hizo fue visitar a su
novia. El encuentro resultó decepcionante porque Martina, la esbelta y vivaracha
muchacha de rosadas mejillas, ya no era aquella chiquilla dulce que solía cantar
hermosas canciones en los amaneceres festivos y en las lluviosas tardes con rayos y
truenos, sino una mujer silenciosa, abatida y prematuramente envejecida a pesar de
sus veinte años. No dijo nada ni se alteró cuando vio ante sí al hombre de sus sueños.
Se mantuvo impasible, aparentemente serena y resuelta a ignorarlo por completo.
Pero, antes de cualquier cosa, a la carrera, arrojando el atado de forraje en el piso, se
escabulló entre los follajes del cercano maizal como si hubiera visto al mismísimo
diablo.
Manuel
Bellido,
frente a esta inesperada reacción, quedó desolado, abandonado, marginado y mil
veces rechazado. Entonces aspiró con vehemencia la calurosa fragancia de la tierra
recién volteada junto al suave perfume que despedían las hermosas cantutas rojas de
los cercos de piedra, y miró dolorosamente la pequeña cabeza de la muchacha que se
perdía detrás de los arbustos. En ese momento espantoso pensó muchas cosas
desagradables y en su afán por descubrir todo aquel desbarajuste que le hacía rabiar
terriblemente, terminó aceptando la inopinada verdad, la única y escabrosa verdad
que le aguijoneaba con inusitada crueldad todas las veces, desde aquella lejana,
absurda confidencia de un amigo que le dijo burlonamente: “pero Manuel qué miedo
causan tus ojos torvos y tu extraño andar, acaso no puedes sonreír un poco y mostrar
tus hermosos dientes”.
Desde entonces sabía que su melancólica y feroz
Eulalia
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mirada asustaba al más conspicuo de los valientes, aunado a todo esto su
característico andar con los brazos abiertos y los puños cerrados, con el cuerpo
ligeramente inclinado hacia adelante como los grandes simios.
Ahora ya establecido en su hogar, en su añorado terruño que le
deparó la magnificencia de sus paisajes hermosos, junto al canto de las avecillas y el
murmullo de los riachuelos que bajaban de las quebradas para unirse en el gran río
Vilcanota, experimentó con cierta pena y amargura el abierto y desenfadado rechazo
de sus antiguos amigos de infancia, de algunos vecinos que apenas le respondían el
saludo con una leve sonrisa; y para mayor desgracia parecía sentir a sus espaldas la
execrable mirada de sus familiares que murmuraban cada vez que lo veían cruzar por
los caminos. Él sabía que lo detestaban sin razón alguna, sin que él les hubiera
causado mal alguno. Lo eludían tal vez porque no soportaban esa mirada dura,
recelosa y maligna.
Manuel Bellido, evaluó al vuelo la desconcertante repulsa
hacia su persona. En vez de sentirse apabullado por la abrupta secuencia de
acontecimientos cuya intención aparente era causarle daño marginándolo de por vida,
lo condujeron más bien a la condición de un ser supremo, altivo y orgulloso,
importante en el sentido de que todos hablaban sobre su pasado revestido de cierto
misterio, de su desaparición por varios años y su arribo al poblado en un momento en
que se pensaba que había muerto. Por lo tanto se le consideraba un extraño, un
vagabundo, un paria, un advenedizo que no merecía ni siquiera la benevolencia de un
saludo. Sin embargo, aceptó la cruda realidad no sin cierta altivez, desprovista de
rencor y amargura.
A partir de ese momento se entregó de lleno a la
música. Con ello quería demostrar a todos que era muy diferente en gustos y
pareceres, en conceptuar la belleza de una noche de luna cuando sin proponérselo
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sacaba a relucir su trompeta e interpretaba hermosas, subyugantes piezas musicales
que enardecía de pasión a muchas jovencitas.
Algunas tardes, cuando el muriente
crepúsculo teñía de suaves fosforescencias doradas los altos montes, las muchachas de
la comarca, recostadas entre los árboles o desde sus ventanas, suspiraban escuchando
al taciturno músico enfangarse en bellas melodías. Día a día, en el silencio de los
bosques y en la vastedad apabullante de los cerros y quebradas dejaba escuchar el
sonido vibrante de su trompeta. Aquel solitario jovenzuelo de contextura hercúlea y de
mirada torva pronto se fue acercando a todos sus coterráneos con la magia de su
trompeta que destilaba hermosas canciones en los atardeceres brumosos. Entonces, a
pesar del inicial rechazo, empezaron a tratarlo con cierta cortesía y las mujeres a pesar
de todo le sonreían cariñosamente y algunas jovencitas se aventuraban a saludarlo con
las manos en alto. Manuel Bellido agradecía la buena fe de sus vecinos y sonreía
tímidamente. Pronto aprendió a comportarse como un buen y formal muchacho
respetuoso y solícito con los mayores. Bien había dicho su padre que todo se arreglaría
con el tiempo, que todo caía por su propio peso y él debió asimilar la lección con
creces. Orgulloso, sereno y feliz, pensó que jamás se había dejado arrastrar por la
amargura, el odio y la terrible depresión. Ahora podía jactarse que era un verdadero
vencedor. Estaba en su terruño firmemente dispuesto a triunfar en la vida, a forjarse
un destino a fuerza de coraje y empeño como lo había hecho su padre desde muy
joven.
Por el momento estaba ayudando en casa y relevando a
la madre en el pastoreo de las ovejas. Le asignaron esta tarea porque su hermana
menor se había casado y por lo tanto vivía en otro poblado. Así que todos los días
marchaba cerro arriba en busca de los mejores lugares donde crecía abundante pasto
y prosperaba la paja verde. Fue por esta actividad que un buen día, al pasar por un
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bosque de eucaliptos, se detuvo acezante, constreñido por una emoción que le
embargó hasta los tuétanos. Se escondió entre los arbustos y a través de las ramas
avistó a un centenar de pasos a una muchacha que sentada al borde de una roca
cantaba con dulce, angelical voz un huayno muy conocido. Era melancólico el tono y la
delgada voz destilaba una dulzura enervante, única. Manuel Bellido se sintió invadido
por una súbita inspiración. Había reconocido a la bella jovencita que era la novia de
Mariano Apaza, de ese cholo cimarrón que se había marchado del poblado tal vez
porque había comprendido que estaba hundiéndose en la desesperación de no poder
hacer nada que no fuera barbechar los terrenos, cosechar los sembríos y pastorear los
ganados. Actividades rutinarias que no satisfacían sus requerimientos de orden
monetario no obstante dedicarse íntegro todos los benditos días para que al final
continuara como al principio sólo esperando que las cosas mejoren y que algún santo
patrón eche sus bendiciones mientras que los años pasaban y los viejos se hacían cada
vez más viejos y los jóvenes tomaban a sus esposas para criar a sus hijos en una viciosa
repetición de costumbres y usos que no conducía sino a un sedentarismo peligroso y
sin porvenir.
Algunos vecinos aseguraban que lo habían visto en lejanos poblados vistiendo
hermosas chaquetas de adivino junto a una comparsa de saltimbanquis y payasos que
estaban visitando todas
las aldeas derrochando mucha alegría; otros, los más
maliciosos, decían que estaba metido de ladrón y asaltante y no faltó un atorrante que
aseguró haberlo visto en la cárcel de cierto pueblo cuyo nombre no quería mencionar
para no comprometerse ante los familiares; pero doña Nicolasa, la próspera
comerciante del barrio y que a la sazón era madrina de Mariano, anunció muy dolida
por tanta habladuría que su ahijado estaba en el servicio militar y que reenganchado
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continuaba en el cuartel.
Estas y otras cosas se manipulaban a diario en torno a la desaparición de
Mariano Apaza y que Manuel Bellido desconocía por completo. Ahora lo único que le
interesaba era la presencia altiva de la muchacha que lo absorbió en el acto. No
obstante la distancia avizoró la firmeza de unos bellos bustos y las redondeces de unas
caderas bien torneadas, aunado a un rostro angelical, levemente empalidecido por la
luz natural. Manuel Bellido inmediatamente descolgó la alforja y sacó a relucir la
trompeta. Con calculada y meticulosa precisión, siguió los acordes de la música y
ambos, sonrientes, enfrascados en lo que hacían continuaron con la serenata una y
otra vez. María Esther, que
así se llamaba la bella lugareña, satisfecha por el
acompañamiento, invitó al músico a continuar con el pastoreo de los ovinos mientras
se enfrascaban en calurosa y animada charla. Allí supo Manuel Bellido que sus
conciertos nocturnos la habían subyugado de tal manera que empezó a cantar aun
sabiendo que no lo hacía tan bien; pero los amigos y algunos vecinos la habían
felicitado por la dulzura de su voz. Y entusiasmada por este hecho había decidido
cantar día tras día, en el silencio de las quebradas y la amplitud de los cerros. Manuel
Bellido la escuchaba sumamente arrobado y cuando le cupo la suerte de hablar, lo hizo
con la seguridad y el aplomo de un diligente joven que quiere impresionar a la dama
de sus sueños. Se mostró sereno y risueño y declaró su admiración por tan bella voz.
Ambos se entendieron a las mil maravillas y
desde entonces se les veía juntos en todo sitio. Eran dos seres especiales que se
divertían de la mejor manera, cantando y riendo al soplo del viento de los atardeceres
silenciosos donde las campiñas verdes se teñían de una fosforescencia dorada. Día a
día, juntos, pastoreaban sus ovejas sin ‘pensar que la gente los miraba muy
Eulalia
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complacidos porque ya formaban una pareja ideal. Manuel Bellido, un día, el menos
pensado, tocó un delicado asunto con la sutileza del caso y habló por primera vez
sobre Mariano Apaza. María Esther entornó sus profundos y negros ojos, suspiró
dolorosamente y pareció despertar de su letargo, porque al instante empezó a lanzar
improperios, abiertamente dolida por la torpeza de haberlo tratado de cerca y que en
el momento menos esperado la había abandonado sin despedirse siquiera. Nunca
había esperado tal comportamiento y tanta deslealtad de un hombre aparentemente
bueno y sincero, cuando en el fondo era todo lo contrario. Así que era mejor olvidarlo
para siempre y no retrotraer un asunto doloroso. Por el momento estaba desligada de
todo compromiso y había jurado nunca volverse a enamorar para no sufrir otro
desplante que la mataría de seguro. Esto lo dijo con la seguridad y el aplomo del caso,
mirando disimuladamente a su silencioso compañero. Sin embargo, no cumplió con su
juramento porque al poco tiempo sucumbió a los requerimientos amorosos de Manuel
Bellido. La nueva pareja, sinceramente felicitados por sus progenitores, se decidió a
fortificar esos lazos de amor con frecuentes cánticos y serenatas en las noches
oscuras cuando todos se aprestaban a cenar en sus caseríos. Algunas tardes, desde los
lejanos cerros se escuchaba la trompeta de Manuel Bellido y la voz de María Esther se
esparcía por los contornos con verdadera pasión.
Decidieron casarse para San Juan. Aún quedaba tres meses para arreglar todo
lo concerniente a la boda y los padres de Manuel habían decidido obsequiarles el
caserío mayor.
Por
esos días, inesperadamente llego el cholo Mariano Apaza, vestido con su uniforme de
sargento primero. Alto, voluntarioso y muy gallardo se pavoneó frente a todo el
mundo que lo miraba absorto y sin dar crédito a lo que veía. María Esther sufrió un
Eulalia
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verdadero colapso y a partir de aquella fecha se enclaustró en su vivienda y para nada
se asomaba a la calle. No estaba para nadie, ni para el taciturno Bellido.
Mariano Apaza a partir de esa fecha insistía en
hablar con María Esther y buscaba un encuentro con Manuel Bellido. Este le rehuía y
prefería escurrirse por senderos opuestos. Ya no tocaba la trompeta y prefería
soterrarse en un prudencial silencio. En cambio Apaza se jactaba a voz en cuello que
era mejor músico que su contrincante y un día decidió demostrarlo con una ferviente y
estruendosa serenata al pie de la ventana del caserío de su bien amada María Esther.
Esa vez el instrumento no sólo había destilado su melodioso sonido sino que a través
de la notas se había vislumbrado una sutil queja, que lo eventuales oyentes asimilaron
como una muda y expectante reconquista de la amada.
Por su parte María Esther sufría un
terrible dilema. Con la llegada del bizarro soldado quedó aclarada su verdadera
inclinación amorosa. Sin lugar a dudas amaba a Mariano Apaza y su pasajero romance
con Manuel había sido un mero capricho femenino producto
tal
vez
de
su
inmadurez emocional. No sintió pena ni remordimiento alguno cuando se lo dijo a
sus apenados padres; pero no tuvo el suficiente valor para enfrentarse con Bellido
y prefirió más bien que se enterara por otros medios sin que ella tuviera que
soportar la terrible mirada de unos ojos torvos que de por si le causaban terror
.
Manuel
Bellido
y
Mariano Apaza, por fin, tuvieron un casual encuentro en la toma de agua cuando
regaban sus terrenos. Habían sido amigos de pequeños cuando pastoreaban juntos los
hatos de ovejas; pero ahora, adultos ya, y con un antecedente de por en medio se
miraron desafiantes por breves minutos. Mariano Apaza arrojó la pala a un costado y
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resuelto a terminar con ciertos malentendidos, dijo: “María Esther es mi novia y
espero que la dejes en paz…” Manuel Bellido acentúo su terrible mirada y avanzando
dos pasos por el irregular sendero contesto: “¿Así?... No será que tú debes dejarla en
paz”. “Eres un miserable…” Manuel Bellido rugió hecho una fiera y sin esperar un
segundo más, se lanzó sobre el cholo Mariano Apaza derribándole de un severo
puñetazo en el rostro. Ambos rodaron por los suelos mientras se lanzaban feroces
golpes acompañado de insultos y gritos desenfrenados. Era tal la escaramuza que
pronto llegaron algunos vecinos. En el tumulto se hallaban María Esther y Martina,
ambas cogidas de las manos y llorosas. Ante la expectación general las dos amigas
corrieron a separarlos y colocándose en medio rogaban que se amistaran como dos
buenos amigos. “Por favor Manuel, Manuel de mi vida sé razonable y estrecha la mano
de Mariano que es tu amigo”, decía Martina firmemente cogida de los brazos de
Bellido. “¡Nunca!, gritó, ese es un perro que no merece mi amistad”. “Y la mía menos
porque yo sí soy un hombre íntegro, valiente y disciplinado, militar de carrera que
desprecia a los miserables”. A duras penas, ambas féminas lograron separarlos ante la
expectación general que los vitoreaba por el feliz desenlace. Martina, a partir de esa
fecha, se mostró más efusiva y parlanchina y en las brumosas tardes empezó a cantar
con delicada y hermosa voz. Manuel Bellido volvió a sus quehaceres e integrado
nuevamente al pastoreo se resignó a sobrellevar su solitaria existencia firmemente
convencido que estuvo a punto de unirse a una mujer bella, alegre y torpe, pero
desprovista de sinceridad, de cariño y buenos valores. Había estado a punto de
cometer una barbaridad sin nombre si hubiera logrado juntarse con aquella mujer
hueca y sin sentido que no escatimó un segundo para dejarlo sin remordimientos. Lo
había desplazado por otro como si se tratara del cambiazo de un perro con un
Eulalia
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gato. Así de tan fácil, de la noche a la mañana sin que existiera motivo alguno
cuando todo ya estaba preparado para la formalización del enlace y la fecha
establecida junto a los invitados que no dejaban de bendecirlos día y noche.
Manuel Bellido sonrió dolorosamente al pensar en todo aquello y
considero razonable actuar con mayor tino y mucha serenidad en lo sucesivo. Había
recibido una pequeña lección y no sentía pena, sino más bien una inusitada
tranquilidad. Ahora, con referencia a Martina, que había vuelto a frecuentarlo y
buscaba estrechar los lazos de amistad, prefirió mantenerse un poco alejado y
conversaron algunas veces como buenos amigos. Para él la presencia de su antigua
novia no significaba nada. Estaba firmemente convencido, y se alegraba de ello, que
nunca la había amado; aquella relación había sido una pequeña locura de juventud y
nada más. Era mejor ser preciso y coherente en adelante con referencia a escoger
pareja sin cometer error alguno. En primera instancia jamás se dejaría arrastrar por la
pasión irrefrenable y la locura del momento, sino en toda mujer buscaría ese lado
oculto, valioso y eterno que la hace diferente del resto. Pensó que ahí radicaba el
secreto para encontrar su media naranja y por lo tanto la felicidad que tanto anhelaba.
Eulalia
/ 61
V
Manuel Bellido, a partir de esa fecha, decidió poner fin a todo aquel
desbarajuste y se abstuvo de compartir las locuras de su mujer. Se mantuvo a la
expectativa y prefirió ser mero observador de todas aquellas barbaridades.
Siempre callado recibía a la mujer entre sus brazos sin reprocharla de su mala
acción. Cariñosamente trataba de sentarla al borde de la cama con el fin de que se
durmiera sin hacer mucho ruido porque temía despertar la acerva curiosidad de los
vecinos que ya empezaban a murmurar y lanzar indirectas, en las que expresaban su
Eulalia
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desacuerdo por la forma incorrecta cómo el marido permitía que la mujer se
enfrasque en bacanales borracheras con personas de dudosa reputación.
Manuel
escuchaba o simulaba escuchar toda
Bellido
la mezcolanza de estupideces que se
decían a diario. Quería mantenerse, por el momento, al margen y deseaba de todo
corazón que su mujer se diera cuenta que toda su descabellada
aventura, a la larga
, la condenarían a ser blanco de procaces comentarios y maledicencias de la
gente, que estaba presta a ensañarse de sus víctimas en la primera ocasión.
Como
siempre,
Eulalia,
luego
de
permanecer en silencio por varios minutos, de repente, se levantaba impulsada por un
inesperado afán y corría presta a su rincón preferido. Cogía botella tras botella, las
enfilaba delante del marido y presentaba un vaso hondo para que le sirviera sin mucha
espuma.
Manuel Bellido obedecía a regañadientes, trataba de mantener
la calma y refrenaba sus denodados impulsos de arrojar todo aquello por las ventanas
al patio del fondo. Había comprendido, al fin, que no tenía la suficiente capacidad para
manejar el asunto con la sutileza e inteligencia como lo hubiera hecho otra persona
dotada de mayor disposición y criterio.
Sin lugar a dudas aceptó la derrota en la
conducción de su hogar y ahora estaba presenciando desconsolado la debacle final de
su relación de pareja que se estaba yendo al diablo y que pronto todo se acabaría para
siempre.
El último miércoles que arribó al
poblado, lo primero que hizo fue averiguar el lugar donde su esposa se divertía con
sus dos ocasionales acompañantes. Entró en el local ante la sorpresa general de todos
cuantos lo vieron y muchos presagiaron una catástrofe. La mujer se alegró bastante
al verlo y los dos muchachos, discretamente se aprestaron a retirarse; pero Bellido,
Eulalia
/ 63
atento, muy sereno, los retuvo amablemente. Dijo que estaba de pasada y su único
deseo era besar a su queridísima esposa como un formalismo natural. La mujer acogió
de buen grado el pedido y muy coquetona se ladeó de costado, esperando al amado.
Éste, con calculada y fría resolución, abrió la boca con decisión y lanzó un feroz
mordisco en la misma base de la nariz, amputándolo entre un espantoso chorro de
sangre que le bañó el rostro, y desesperado arrojó el pedazo de carne aún palpitante
con pedazos de huesos y cartílago desmenuzado. Y
huyó
despavorido
mientras
gritaba: “ahora, puta, ahora…”
La mujer lanzó un espantoso grito y se desvaneció en el piso en medio de un
charco de sangre. Los dos acompañantes y algunos presentes quedaron mudos, sin
articular frase alguna.
Manuel Bellido salió corriendo como un loco y desapareció por una de las calles
con el rostro bañado en sangre y con las ropas desgarradas.
El
cantinero y algunos vecinos acudieron a la mujer llevándola al más cercano hospital.
Cuando
le
dieron de alta, Eulalia tenía un tapujo de algodón en los orificios nasales. A partir de
aquella fecha juró que nunca se miraría al espejo. Todos los pretendientes y los que la
asediaban terminaron por olvidarla y evitaban toparse con ella. Era espantoso verla sin
la respingada nariz que la embellecía y muchos aseguraban que en sus tormentosas
noches soñaban con la bella mujer que se empeñaba en acercárseles; y entonces
despertaban gritando porque habían distinguido una mascareta de ultratumba y una
nasal y ronca voz que los llamaba.
Volvió a sus quehaceres y no admitió que nadie lo viera en ese estado. Por un
prolongado tiempo se encerró en su casa y no recibía a nadie que no fuera sus padres
Eulalia
/ 64
o sus hermanos. Hablaban sobre diferentes temas y nunca tocaban el delicado asunto
del accidente que la dejó sin ese adminículo facial. Y jamás volvieron a mencionar al
desnaturalizado, cobarde y despreciable sujeto que se había ensañado de aquella
forma tan brutal y espantosamente original, sólo concebido por una mentalidad
perturbada. Sin embargo, las heridas cicatrizaron y todo volvió a su normalidad
cuando aceptó que una de sus sobrinas se fuera a vivir a su lado con su pequeño hijo
de apenas un año. Se llamaba Graciela y a sus diecisiete años había perdido al marido
en un accidente vehicular. Viuda y abandonada se refugió primero en la casa paterna y
estaba dedicada a ayudar a la madre en los quehaceres del hogar, y fue por ese
entonces que se enteró que la orgullosa y altiva tía Eulalia había sufrido una terrible
desgracia. Inmediatamente sopesó la posibilidad de labrarse un futuro promisor si
lograba que la tía la acepte de buen grado. Habló con toda la parentela y muy
emocionada recibió, poco después, la halagadora noticia de que ya todo estaba
arreglado para su traslado definitivo a la casona solitaria donde sobraba habitaciones y
suficiente espacio como para que el niño pudiera jugar sin molestar a nadie.
Eulalia,
a
pesar
de
su
aparente rechazo por los niños, acogió a esos dos seres desvalidos con verdadero
entusiasmo y pronto se encariñó con el pequeño. Siempre que podía cargaba el niño
entre sus brazos y se divertía mucho con sus chillidos y su cantarina risa.
Ahora
costumbre, salía a dar un paseo
cuando
se hallaba
sola, por
mera
por los sembríos y gustaba de observar los tiernos
maizales que emergían de los surcos pletóricos de savia y verdor. Sus verdinegras hojas
ronroneaban al leve soplo del vientecillo; los trigales y habares también formaban
alfombras verduscas de diferentes matices. Al influjo de aquel encantador paisaje que
Eulalia
/ 65
le deparaba momentos de supremo éxtasis, de rendida contemplación de los altos y
grises cerros que se esfumaban en la lejanía inconmensurable, olvidaba todos sus
rencorosos recuerdos y momentáneamente transfigurada terminaba por echarse de
espaldas en un retazo de terreno de su predilección. A pesar de todo la vida era muy
bella. En esos momentos de delectación sus ojos se solazaban con la apabullante
presencia de nubes blancas que parecían copos de nieve y sin proponérselo se
entregaba a inusitadas sesiones de observación en la que su desbordante imaginación
se concentraba en un determinado punto y creía captar hermosas imágenes. A veces
eran espantosos monstruos, aves raras de exuberantes alas y colas largas, risueños
rostros de mujeres recostadas en suntuosos divanes. Y cuando había una acumulación
de nubes oscuras podía ver insólitos castillos de paredes altas y con sus torreones
llenos de banderas multicolores.
Se cansaba entonces y cerrando los ojos
se
entregaba a un ligero descanso. ¡Cuán fácilmente había olvidado el nefasto incidente
que la había dejado casi al borde de la locura! Mientras sus padres quizá permanecían
embebidos en dolorosos recuerdos, en cambio ella sucumbía a la ineludible belleza
del panorama; pero cuando creía haberse substraído a un hecho que le era incómodo
recordar, escuchaba de repente el silbato del tren que hacía su salida de la
estación. Inmediatamente saltaba más que se incorporaba y corría presta a esconderse
en su dormitorio, porque la visión de la pesada maquinaria la atormentaba y porque
sin evitarlo lo asociaba con el marido ausente y toda la atroz pesadilla parecía revivir
de nuevo en aquel momento.
Antes de cubrirse la cabeza con la colcha de uno de los camastros,
alcanzaba a observar a su querida sobrina correr como todos los días, a la misma horacon la misma paciencia y cariño con que aferraba a su pequeño hijo-, hacia el patio del
Eulalia
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fondo a observar el paso del tren, de la soberbia diesel arrastrando sus ocho vagones
repletos de pasajeros. Entusiasmada, eufórica, levantaba las manos y respondía el
saludo de algún pasajero que
enarbolaba un pañuelo blanco.
La
pobre
mujer
se
emocionaba bastante y sin querer soltaba algunas lágrimas. Con el paso de las
semanas, el pequeño bebé ya empezaba a farfullar algunas palabras y se inquietaba
apenas escuchaba el silbato del tren; entonces la madre dejaba de lado las rutinarias
tareas de la cocina y salía a la parte posterior y enmarcada en el vano de la puerta
colindante con los terrenos de cultivo, asistía
a este singular espectáculo que
para ella significaba mucho.
Eulalia los había visto entusiasmarse al paso del tren por la parte
baja de la extensa propiedad, incluso había visto al pequeño bebé levantar sus
manecitas, gozoso y expansivo, admirado y retozón, chillando de suprema felicidad.
Los perdonaba por su entusiasmo y alegría, por su apego y admiración a esa fastuosa
máquina que para ella significaba el recuerdo de su anterior vida junto al marido,
diligente y serio empleado de ferrocarriles y que ahora, desaparecido, se encontraba
tal vez en algún lugar perdido de la selva, pagando su cobarde y desatinado crimen.
Eulalia
/ 67
VI
Por esos días, su padre lo rescató de su tranquila vida de pastor para llevárselo
a conocer nuevas rutas y de paso enseñarle los secretos de su oficio de comprador de
reses.
Era ya tiempo que
empezara a labrarse un futuro. Manuel Bellido festejó la buena intención del padre y
se puso a su disposición con el mayor gusto. Además como buen jinete necesitaba
galopar por las extensas pampas y por los olvidados caminos de la puna. Sabía que
viajarían a lejanos puntos por varios días, que cruzarían caudalosos ríos y en la
generalidad de los casos dormirían en cuevas si no tenían la suerte de encontrar
posada.
Esta
actividad
era
muy
sacrificada
y
constantemente tenían que lidiar con reses ariscas y muy querendonas que solían
volverse en la primera ocasión. Para ello tenían que ser muy astutos y diestros en el
manejo del zurriago. Manuel Bellido supo tiempo después que a su padre le
Eulalia
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correspondía este año el cargo de mayordomo en los festejos a la Virgen de la
Natividad, patrona del poblado; y de ahí su afán por conseguir más dinero para no
pasar apuros y contratiempos de última hora. Pues sabía que cada 8 se setiembre de
todos los años se festejaba a la Virgen de la Natividad. Fiestas que duraban
generalmente de dos a tres semanas, de acuerdo a las posibilidades de los interesados.
Existía una especie de rivalidad entre los de cargo, quienes año tras año trataban de
superar en algo a sus antecesores, haciendo alarde de pomposidad inusual. Lo que
realmente los inducía a actuar así era el pueril afán de dejar un buen recuerdo a la
Virgen que estaba considerada como muy milagrosa; de ahí que existía una fe
profunda y única. Además, se sabía que toda la buena reputación y el respeto que se
profesaba a un vecino, se debía precisamente al empeño y entusiasmo con que
realizaba estas fiestas; persona que resultaba elegida para el siguiente cargo debía
ahorrar todo el bendito año, trabajando duro y parejo y privándose de otras
necesidades más urgentes.
En cambio cuando el elegido resultaba un
potentado, el problema quedaba resuelto. Con vender un par de yuntas y unos
cuantos ovinos, ya no había por qué preocuparse hasta el día de la fiesta.
Por eso padre e hijo se movilizaron desde el principio y
efectuaron juntos varios negocios con pingües ganancias. El capital incrementado
sirvió además para repartirlo en partes iguales y cada cual por su lado visitó lugares
diferentes. De esa manera Manuel Bellido, recorría las punas de Yanaoca, Langui y
Layo en compra de vacunos que luego revendía a los carniceros y ganaderos de
Sicuani.
En
cada viaje ganaba lo suficiente como para no quejarse, al parecer la Virgen lo había
iluminado, y consiguientemente todo marchaba a pedir de boca. Entusiasmado por
Eulalia
/ 69
este hecho siguió trabajando muy feliz porque aún faltaban dos meses para la fiesta;
mientras tanto su padre ya estaba contratando la banda de músicos, conversando con
el pirotécnico del pueblo a quien previamente había que llevarle una docena de
potajes bien preparados, cerveza y chicha. Hecho el ágape se podía contar con los más
sofisticados artefactos. “Está fabricado con pólvora importada de la China, no creas
que es material nacional”, decía a sus clientes cuando estos se ponían a regatear.
En una de esas ocasiones cuando Manuel Bellido se dirigía de Checca a
Descanso, se le anocheció en plena puna y por lo oscuro de la noche no pudo
continuar adelante. Un tanto desorientado se desvió del camino hacia un promontorio
de rocas y allí encontró una cueva amplia. El lugar era bastante favorable para
guarecerse del crudo y terrible frío que pronto arreciaría.
El caballo, por
extraños motivos que él no pudo explicarse, se negaba a avanzar hacia el oscuro
boquerón. Pujaba nervioso y orejeaba como si hubiera visto algo. Bellido de cualquier
manera ató el ronzal a una mata de paja y con las caronas y ponchos, hizo su cama en
uno de los rincones oscuros. Se durmió invocando la protección de la Virgen Natividad,
pues aquella soledad sobrecogedora causaba miedo.
De madrugada se dispuso a marchar, y a escasos metros
de su cama divisó un cadáver. Sobreponiéndose a su asombro, se acercó temblando de
terror y pudo comprobar que se hallaba en un desastroso estado de putrefacción, pues
de las fosas nasales salían gusanos blancos.
Bellido se impresionó bastante y en
su desesperado intento de zafar, alcanzó a ver un par de alforjas y un poncho
enrollado.
Montó en su bestia y
corrió a la cercana población de El Descanso donde dio parte al teniente gobernador
sobre el macabro hallazgo.
Mientras se dilucidara las investigaciones
Eulalia
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correspondientes, Bellido quedó detenido. De esa manera se vio en la cárcel Pública de
Yanaoca. Allí supo que el occiso era un acaudalado ganadero, y que de las alforjas
había desaparecido buena cantidad de billetes.
Los familiares del occiso de hecho sindicaron como presunto cómplice de los
asesinos a Manuel Bellido. Sin saber cómo por su inexperiencia, Manuel Bellido se vio
entre rejas, y por ser la primera vez, se desesperó tanto mientras gritaba que estaban
cometiendo un atropello con su persona porque él era inocente y no sabía nada de lo
ocurrido. Alguien trató de calmarlo diciéndole que pronto prestaría su declaración
ante el Juez y que muy probablemente lo dejarían libre al no encontrarle pruebas. Por
el momento se hallaba incomunicado y no hallaba la forma de comunicar a su padre
sobre su desesperada situación. Ya llevaba una semana preso y el terror de quedarse
para siempre lo impulsó a fugar una noche lluviosa aprovechando que no había tanta
vigilancia de parte de los guardias.
Manuel
Bellido llegó a la casa de sus padres a la medianoche. Contó su infortunio y la forma
cómo había huido; entonces el padre arregló lo necesario para que se marchara a la
selva de Santo Domingo donde tenían algunos parientes; pero los policías le habían
seguido los pasos. Apresado de nuevo fue conducido a la cárcel. Al día siguiente dos
guardias y un sargento le propinaron una golpiza para escarmiento del resto de presos.
Dos semanas después de este atropello, los verdaderos asesinos
del ganadero cayeron cuando se aprestaban a fugar a Arequipa. Se trataba de dos de
sus empleados, quienes confesaron ser los autores.
Manuel Bellido quedó en libertad y esta traumática experiencia le costó la
pérdida de sus preciadas pertenencias que se esfumaron de la noche a la mañana y
que los policías argumentaban no haber visto ninguna alforja con billetes y abundante
Eulalia
/ 71
sencillo. Total, verse libre le pareció lo más saludable y no procedió a interponer
demanda alguna por pérdida de bienes. Se marchó con la firme promesa de no volver
a incurrir en esta clase de errores que lo había condenado a la extrema pobreza, hasta
el extremo de que tuvo que vender el caballo para llegar a su caserío, donde el padre
se hallaba entregado a sus funciones de mayordomo. De hecho que la fiesta principal
fue todo un éxito y toda la concurrencia quedó satisfecho por la abundancia de
comidas y bebidas.
La fiesta se prolongó por una semana. Un día de esos se hallaban
reunidos en la casona de los de cargo, bailando al son de la banda de músicos, cuando
en forma sorpresiva paró un camión. Descendieron dos guardias civiles y cerca de diez
colegiales. Se entrevistaron con el mayordomo y tras una somera explicación dejaron
entender que eran órdenes del subprefecto para que la banda de músicos se
constituyera en el local del colegio Pumacahua, que estaba de aniversario y que por
tratarse de sus vísperas se efectuaría un paseo de antorchas. Bellido accedió de buen
grado e inmediatamente los músicos subieron al camión y en menos de media hora
estaban frente al colegio. A eso de las siete de la noche, los alumnos en su conjunto,
vivando y cantando, recorrieron con sus faroles por las principales calles de la ciudad.
Delante de la banda de músicos, los entusiastas pobladores de Hercca con
Bellido a la cabeza desfilaron gallardamente.
Dos horas después, el director, los alumnos y algunos padres de familia,
agradecieron a Bellido por su valiosa colaboración. Antes de embarcarse en el camión
de retorno a Hercca, ofrecieron una retreta en la Plaza de Armas. Los circunstantes, al
final, les prodigaron calurosos aplausos.
Manuel
Bellido recordó entonces que el cargo de mayordomo en honor a la Virgen de la
Eulalia
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Natividad había resultado todo un éxito; pero como era de suponer quedaron al borde
de la quiebra por la ingente suma de dinero invertido en la fiesta. Así que Manuel
Bellido habló en privado con su padre y tras plantear su punto de vista, dijo que
volvería al negocio de las reses. Para ello necesitaba un pequeño préstamo. El padre
miró a su hijo en completo silencio y sin decir una sola palabra le entregó el último fajo
de billetes.
Manuel Bellido volvió a sus habituales lugares de compra.
Se rodeó de dos empleados para que le ayudaran en la conducción de los vacunos,
pues muchas reses resultaban regresándose las muy fregadas y este hecho le causaba
dolores de cabeza y pérdida de tiempo. Poco a poco llegó a las inmediaciones de
Espinar, donde abundaban las reses y de esa manera se conoció con los hermanos
Llave. Estos se ofrecieron a proporcionarle diez vacunos cada mes; y el negocio se llevó
adelante con grandes beneficios para ambas partes; mas, Bellido desconocía por
completo que aquellos dos sujetos le estaban vendiendo ganado robado. Por lo que
en el momento menos pensado un día fueron interceptados por diez jinetes
escrupulosamente armados. El jefe del grupo de apellido Peña, expresó que había
sufrido el robo de vacunos hacia tres días y que esos ganados eran suyos. En vano
Bellido explicó con buenas razones que él era ganadero, que no era la primera ni única
vez que compraba reses y que estaba dispuesto a conducirlos al caserío de los
hermanos Llave. Peña se mantuvo firme en su determinación de recuperar las reses, a
él no le interesaba si era ganadero o cuatrero. Cumpliría con entregarlo a la policía de
Espìnar y luego vería lo conveniente con relación a los anteriores robos.
Bellido y sus dos ayudantes fueron
reducidos a golpe de zurriago, y obligados a marchar a pie hasta la cercana población
de El Descanso. Peña y sus hombres se alojaron en casa de un amigo, y los supuestos
Eulalia
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cuatreros fueron debidamente encerrados en uno de los cuartos más seguros. Cerca
de la medianoche, cuando Peña y sus ayudantes ya se hallaban ebrios, Bellido y sus
ayudantes lograron zafar por el techo de paja. De cualquier manera cogieron tres
caballos, y huyeron con dirección a Espinar. Llegaron al amanecer al caserío de los
hermanos Llave y al no hallarlos, a viva fuerza y tras reducir a las dos mujeres y algunos
hombres, se llevaron veinte reses y un par de carabinas que hallaron en una de las
habitaciones. Tomaron otro camino y después de muchas peripecias con breves
descansos y tras una cabalgata de casi veinte horas salieron a la altura de Maranganí.
Llegaron completamente asustados y muy agotados por la
travesía de muchos cerros, quebradas y pampas. Hombres y bestias se detuvieron en
el primer corralón que les facilitó un ganadero.
Para suerte de Bellido, en esos
momentos se hallaba en la estación de trenes un comerciante arequipeño
despachando un lote de reses. No fue necesario entrar en muchos detalles. Se
conocían desde hace poco por intermedio de su padre. Así que la transacción se
efectuó en forma satisfactoria para ambas partes; aunque Bellido consideraba que no
había cobrado lo debido porque se hallaba en esos momentos muy afectado por lo
ocurrido la víspera y que lo habían confundido con un cuatrero. Por su parte el
ganadero arequipeño se mostró magnánimo con Bellido, al ofrecerle una pequeña
comilona acompañado de varias cajas de cerveza. En esta ocasión cuando ya se
hallaban ebrios, Bellido se sinceró con el gordo comerciante y le dijo que el negocio de
la ganadería lo había cansado y esperaba buscar otra forma de trabajo. El comprensivo
ganadero lo escuchó en silencio y tras una calurosa palmada le ofreció hacer algo por
él. En esta oportunidad sus ganancias en la reciente transacción había sido fabulosa,
considerando que había pagado solamente por menos de la mitad. Feliz de la vida se
Eulalia
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hallaba dispuesto a prolongar la reunión hasta las últimas consecuencias; pero antes
de pedir otra rueda de cervezas, comunicó muy serio a Bellido que ya tenía un nuevo
trabajo porque él, como hermano mayor del jefe principal de los ferrocarriles del sur,
no sólo había colocado a uno sino a un montón de gente. Muchos de ellos trabajaban
como brequeros ya sea en los trenes de carga o en los de pasajeros que hacían
servicios diarios de Cusco-Arequipa y viceversa.
Bellido, que se hallaba ebrio, agradeció el ofrecimiento con
entusiasmo, pero con el pleno convencimiento de que todo aquello no era sino un
arranque del momento producto de la ingestión de cervezas donde los hombres
ofrecen el oro y el moro y ya lúcidos olvidan todo. Aunque el gordo ganadero parecía
decir la verdad por la forma cómo lo trataban con cierta conmiseración y afecto.
Suspiró profunda y abiertamente mientras sellaba el acuerdo con un fuerte apretón de
manos. Volvieron a tocar diferentes temas y la velada se prolongó hasta el anochecer
en que se acoplaron dos empleados de ferrocarriles, quienes entusiasmados se
llenaron la boca de alabanzas y frases de agradecimiento para con el ganadero,
llamándolo con mucho cariño: “Padrino”.
Bellido entonces supo que aquellos dos hombres
habían sido recomendados precisamente por el ganadero porque a cada momento
manifestaban su agradecimiento con ligeras genuflexiones de cabeza. Bellido, ni tonto
ni flojo, abarrotó la mesa con muchas cervezas y no permitió que nadie invitara. La
noche era suya y quería que lo acompañaran. Fue entonces que el gordo ganadero
dejó traslucir su buen ánimo cuando pidió al tendero que mandara llamar a los
músicos y sus dos cantantes. La ocasión era propicia porque se hallaba con tres de sus
ahijados.
Cerca al
amanecer
se
Eulalia
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retiraron a sus hoteles. Carpio, el ganadero, dijo a Bellido que ya tenía su puesto como
brequero en el tren de pasajeros y debía presentarse la primera semana hábil del
siguiente mes para firmar el contrato. Todo correría por su cuenta. Lanzó una risotada
franca y golpeando las espaldas del agradecido Bellido manifestó antes de marcharse
que él sabía servir a los amigos sin esperar nada de ellos, sólo quería una amistad
sincera.
Fue así. Bellido, que era muy reservado, no habló nada con su
padre hasta el día en que le mostró el contrato y dijo que trabajaría como brequero. Al
principio lo asignaron como boletero en los trenes locales de Cusco-Sicuani y viceversa.
De esa manera conoció a la bella Eulalia que siempre abordaba el tren los días martes
por la noche en la localidad de Combapata. Manuel Bellido se sintió inmediatamente
atraído por la bella mujer y desde un comienzo buscaba la forma de ayudarla a cargar
los pequeños paquetes y al arribar a Sicuani, con cualquier pretexto se le acercaba
para acompañarla hasta la calle donde conseguía un cargador. Se despedía con cierta
reserva, y fueron pasando las semanas y un día, Bellido, se propuso seguirla de cerca y
así supo que vivía en las afueras del poblado.
En los sucesivos días merodeaba por los alrededores y sentado a la vera
del camino interpretaba hermosas canciones con su trompeta. En las noches de
plenilunio el solitario músico dejaba destilar las melodiosas notas de su instrumento
por espacio de tres o más horas. Luego se retiraba entonces transido de amor y no
volvía sino a la siguiente semana con nuevas melodías.
Una tarde cualquiera,
cuando se hallaba interpretando unas hermosas marineras, de pronto, desde el fondo
fantasmal de un bosque de eucaliptos apareció la regia figura de Eulalia. Salió sin hacer
mucho ruido y poco a poco se aproximó por las espaldas del músico y lo sorprendió
con un caluroso saludo.
Eulalia
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Bellido quedó mudo y no recapacitó sino cuando la bella Eulalia
le pidió que siguiera interpretando aquellas marineras que tanto le gustaban. De esa
manera se hicieron amigos y poco a poco aquella amistad entrañable se solidificó
cuando Eulalia decidió aceptarlo como su novio.
Eulalia
VII
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Eulalia, no perdió su voluntarioso
afán de vida ni se traumó por la falta de ese adorno facial. Continuó tan igual como el
primer día en que la tía María la rescató de las malas juntas. Volvió a sus baños de
florecimiento y en aquella oportunidad valoró la entrega desinteresada de don José
que había repudiado al autor de tan execrable delito. Lloró convencido de que la
maldad humana era la más cruel de todas las existentes en el mundo.
Desde entonces, don José trataba de halagarla con cariñosos
presentes, la idolatraba preparándole suculentos guisos, y se esmeraba en decorar el
dormitorio con hermosas flores de cantuta y ramitas de ruda, con pequeños cristales
de cuarzo que refulgían a la luz de las lámparas; asimismo compró una serie de
adornos de plata que colgó en las partes visibles. Incluso un amigo le fabricó una
hermosa alfombra de lana con exóticas representaciones de hombres y mujeres que
bailaban alrededor de una fogata.
Subrepticiamente
desapareció todos los espejos de la casa y en su lugar puso hermosos cuadros de
paisajes alpinos. Diseñó lámparas que colocadas en los rincones y con una serie de
bastidores articulados proyectaban una luz tenue, muy opaca y de reflejos
opalescentes.
Como vio que el caserío necesitaba de una
refacción total, contrató un grupo de obreros que estaba entrenado para efectuar toda
clase de trabajos. Las paredes externas de la vivienda necesitaban de un revoque
total. En el sector abundaba una arcilla muy fina. Cernida y convenientemente
preparada con bastante paja sirvió para tal fin. Las verjas de la fachada principal
fueron cambiadas en su totalidad por nuevas maderas de pino. El descuidado jardín
Eulalia
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sufrió una transformación total. La mala hierba y algunas charamuscas fueron
extirpadas de raíz y la tierra fue renovada con otra tierra fértil cargada de bastante
humus. Solamente quedaron en pie las dos enredaderas de los extremos y las cantutas
rojas y amarillas. Pronto el nuevo jardín se llenó de hermosas flores. Habían vistosos
crisantemos, lirios de distintos colores, suntuosas rosas, margaritas y claveles,
boquisapos y amapolas, geranios y calas; en fin una infinidad de flores pequeñas.
Delante del frontis del suntuoso caserío
remozado, existía un espacio abierto lleno de malezas, pedruscos y otoñales cactos.
Don José consideró que todo ese terreno abandonado bien podría destinarse para un
hermoso parque, donde la atracción principal sería los tres robustos cactos, cuyas
enormes ramas armadas de filosas espinas aterrorizaba a cualesquier ser viviente que
se atreviera a acercarse más de lo debido, a excepción de los pequeños picaflores que
se regodeaban succionando el néctar de las flores rojas.
Desde
un
principio resultó tarea agotadora remover las enormes rocas y la cantidad apabullante
de pequeñas piedras. Un picapedrero y su ayudante partieron las rocas en pedazos
medianos y otro grupo de operarios levantó una formidable pirca al final del espacio
abierto colindante con el pantano. La enorme hondonada pronto se rellenó con todo el
material removido y a las dos semanas ya contaban con un considerable espacio
habilitado. El piso llano estaba cubierto de una fértil y olorosa tierra virgen. Don José
avizoró la posibilidad de sembrar algo de maíz y legumbres. Además un rumoroso
riachuelo pasaba por la base del cerro y desembocaba precisamente por un costado.
Las condiciones estaban dadas. Y ganar un espacio para la agricultura era en ese
momento un aspecto de vital importancia considerando la agreste topografía del lugar.
Dentro del grupo de
Eulalia
/ 79
entusiastas trabajadores no faltó un osado que sugirió la posibilidad de prolongar la
pirca hasta el final de la huerta. Don José calculó la distancia de más de un centenar de
metros y un aproximado de cinco metros hacia el pantano. No sonrió ni hizo
comentario
alguno.
Sencillamente
se
encogió
de
hombros
y
suspirando
profundamente comunicó que había mucho trabajo por delante. Festejaron el acuerdo
con varias botellas de pisco y empezaron ese mismo día. Un mes después la formidable
obra estaba a medio concluir. Como el lugar era pedregoso no existía la suficiente
tierra para cubrir el terreno preparado. Así que tuvieron que valerse de burros y
caballos para cargar toneladas de tierra fértil desde un terreno abandonado de la parte
trasera del cerro. Durante una semana, pálidos y sudorosos, asistieron al final de la
faena. Don José los agasajó con un inusual banquete y muy orgulloso ratificó su
pundonoroso afán de mejorar su vivienda y los alrededores en un momento especial y
único por la arrobadora presencia de una gran mujer que había sido el eje de su
inspiración. En todo caso era la segunda mujer en su vida después de su madre.
Hablar y recordar sobre su madre era lo máximo y cada vez que sentía necesidad
de recordar su infancia lo hacía con una ternura única, con un cariño hacia ese
ser humilde que toda su vida lo había pasado soportando a un marido torpe,
ambicioso y tacaño, tan tacaño que solamente le interesaban los billetes. Fue
preciso que le sucediera un accidente para que cambiara su forma de pensar. Don
José había sido partícipe de este cambio sustancial y en el fondo siempre que
podía se entregaba a rememorar estos sucesos como una gran necesidad para
sentirse mejor consigo mismo. Generalmente cuando se hallaba acometido por
una serie de inquietudes, solía acurrucarse debajo del añoso eucalipto y mientras
chacchaba la milenaria coca se entregaba a sus recuerdos y revivía cada uno de
Eulalia
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los aspectos de su niñez que lo tenían marcado de por vida.
Siempre recordaba a su padre recostado en su
silleta predilecta observando el cielo azul, puro, hermoso, sin toques de nubes. Y
siempre tenía presente la suntuosa habitación a la que no tenía acceso a pesar de
ser el engreído por ser el más pequeño de casa. Sólo sabía que a través de la
ventana abierta se filtraban los rayos del sol y todos los objetos arrumados, los dos
catres otoñales de pino y el único ropero de dos puertas adquirían un tono lustroso y
cada arista oculta de sus estructuras se tonificaba de bastante luz. Incluso una
infinidad de menudas arañas pendía de sus telarañas recibiendo en sus redondos
cuerpos el acariciante calor. Lejano se escuchaba el rumor del río y cada cierto tiempo
se confundía con el sonoro siseo de las hojas de los añosos eucaliptos. Una floración
abundante de las cantutas rojas y amarillas adornaba parte de la pared lateral
colindante con el huerto y unas enredaderas azules cubrían el techo de la cocina y
formaban una acogedora bóveda umbrosa, donde se enseñoreaban los moscardones,
avispas y una variedad de pájaros pequeños.
“Papá”, decía cuando tenía un
encargo de la madre. Entonces veía a su padre revolverse en la butaca y tras
lanzar un ruidoso bostezo, preguntaba: “¿Qué hay, hijo?” Por ese entonces era
pequeño y de complexión delgada, silenciosamente transponía el umbral de la
puerta y dócilmente se paraba en actitud sumisa. “Mi mamá dice que ya no hay nada
para cocinar, sólo queda un poco de maíz y algo de papas”. “¿Y las gallinas?”,
preguntaba el padre. “Nos la comimos todas, la negra fue la última y ayer mi mamá te
preparó un caldo”. El padre suspiraba profunda y abiertamente. Se rascaba la cabeza y
sentía en los dedos la suavidad de los cabellos grasosos, sucios y largos. A pesar de su
torpeza había olvidado que no se aseaba cerca de una semana por falta de jaboncillo.
“¿Cuántas ovejas nos quedan?”, preguntaba el padre. “Dos preñadas, un par de
corderillos y el padrillo”. “¿Y los vacunos?” “Pues, mamá, dice que los ganaderos no
quieren pagar el precio justo”.
Por primera vez en su vida lo veía revolverse
desesperadamente con un marcado dejo de inquietud y zozobra impreso en su
ajado rostro. En efecto, el voluntarioso padre, a sus cuarenta años sentía algo de
compasión por su desgraciada familia. Sus dos hijos y su mujer jamás, que él supiera,
los había interesado tanto como para un arresto de formal preocupación. Y ese
desconocido sentimiento de protección y amor por los suyos no cabía en su
endurecido corazón. Los consideraba simples y meros habitantes del caserío; y más de
una vez había apostrofado a los cuatro vientos que él como hombre práctico y seguro
de sí nunca confiaba en nadie. Su desconfianza era tal que prefería sumirse en la
ignominia de la soledad y mil veces hubiera preferido convertirse en ermitaño,
llevándose como único acompañante a Pilatos, su gran perro. Aunque la relación con el
animal se circunscribía a un simple gruñido cuando se hallaba malhumorado y un
silbido cuando había trabajo de por en medio. Los vacunos necesitaban de un buen
zurriago para reunirlos y un colaborador eficaz para las reses ariscas y querendonas
que solían volverse siempre; pero he ahí, Pilatos, altivo, furioso y fuerte, arremetía a
las bestias lanzando mordiscos terribles. Más de una sintió desgarrones en los belfos.
El padre apreciaba al buen perro por su eficaz desempeño en el arreo del ganado y lo
más gratificante del caso era que no cobraba un céntimo. Toda la ganancia de la venta
de las reses era para él, sin que nadie le rindiera cuentas. Algunas monedas sobrantes
y algunos cheques menores eran a duras penas destinados para la manutención del
hogar, aunque en el fondo sentía tanta lástima por ese dinero que hubiera
acrecentado la regular fortuna que escondía en algún lugar. Moneda sobre moneda y
cheque tras cheque, escrupulosamente separados por colores y hasta siguiendo la
numeración de las series, amorosamente amarrados con pitas de colores, formaban
rimeros apabullantes sobre la tosca mesa. Y en la soledad del dormitorio, cuando la
esposa y los hijos se desbarataban las columnas en el aporcado de los maizales, él se
regodeaba con el olor nauseabundo de los grasientos cheques, acariciando cada
manojo por separado. Entonces se quedaba dormido fuertemente cogido de su
fortuna, y despertaba asustado a la hora de reparador sueño y firmemente convencido
que nadie había perturbado su inusitado mundo de empedernido avaro. Salía afuera y
echaba aviesas miradas en torno, y tras un silbido ordenaba a Pilatos para que
sondeara los contornos en busca de algún fisgón o un inescrupuloso advenedizo de los
muchos que abundaban por los alrededores. El fiel can volvía ladrando muy feliz del
encargo y lanzando suaves gruñidos se echaba a los pies del amo; pero éste, aburrido y
malhumorado, lanzaba un puntapié en el apelmazado trasero del animal, arrojándolo a
un costado. Entonces cogía la enorme escalera y colocándola en medio del amplio
techo del dormitorio subía llevando a cuestas su pequeña fortuna. Sabía que diez tejas
hacia arriba, en la misma línea que formaba la cruz de madera, se hallaba su escondite.
Con sumo cuidado, de puntillas, pisando en las uniones y cuidando de no romper teja
alguna llegaba al lugar. Era una teja ancha y grande, desproporcionada y diferente al
resto de tejas. Ni bien levantaba la tapa, observaba con amoroso afán la alforja de
cuero enroscada y amarrada con gruesos tientos. Levantarla para apreciar el valioso
bien era un formalismo muy especial mescla de unción religiosa y temor rayano con la
expresión espantosamente estúpida de un hombre que ha perdido todo para
someterse al servil entrampamiento de la codicia. Los tres compartimientos estaban
destinados a cheques de diferentes colores; pero el más abultado era el destinado a
los cheques mayores. Junto a la ruma de cheques menores, se podía apreciar
abundante sencillo y en una bolsita de lino habían monedas antiguas de plata y dos
pesetas de oro. Diría siempre que la herencia de sus abuelos aún brillaba en aquella
bolsa y sin que faltara una moneda. Orgulloso y altivo, austero y misántropo por
formación, prefería seguir apercollando fortuna sin importarle en lo más mínimo el
fastidio de sus hijos que alguna vez pedían con cierto miedo: “Papá, ya no tenemos
pantalones”. Destemplado y
colérico miraba la ropa raída de sus hijos. Gruñía
desconsolado y firmemente convencido de remediar el asunto, se metía en el
dormitorio y salía al momento con dos pantalones algo usados. “Arremangados y con
buena correa les quedará bien”, decía arrojando las prendas al piso frente a sus dos
hijos. “¿Y zapatos, papá?” “Que zapatos ni que vainas, están pequeños para usar
zapatos… Los pies deben crecer libres y fuertes”. “Camisas y chompas también
necesitamos, papá”. Volvía a gruñir malhumorado y sabía que estaban en lo cierto al
pedirles las prendas porque observarlos resultaba desastroso por la tira de harapos
que cubrían sus espaldas. “Está bien pedazos de zamarros, me quedaré sin muda de
ropas por vuestra culpa”. Arrojaba un par de camisas, las más usadas, y a
regañadientes se deshacía de sus dos chompas. “No me vuelvan a pedir ropa hasta
dentro de un año, entendido…” Los dos muchachos se miraban en mutuo silencio y el
pequeño José, el consentido
del padre por llevar su mismo nombre, volvía a
hablar: “Papá, mi mamá ya no tiene faldas y la única que le queda la tiene rota por
todo lado e incluso se le ven los calzones…” “¿Cómo?, gritaba acezante, ronco,
estrujando sus manos y haciéndolas rechinar con dureza, y que puedo hacer yo si
apenas gano para comer. No ven que trabajo de sol a sol todo para mantenerlos, acaso
eso no es suficiente y encima me piden ropa como si yo fuera millonario”. “Es que
papá, volvía a refutar el pequeño José, los vecinos miran a mamá con atrevimiento
cada vez que se voltea y yo sé que le miran las…” “¡Basta!, gritaba el padre enfurecido,
enarbolando un palo o un pedazo de tiento para espantarlos.
Los muchachos huían llevándose las prendas y el padre
quedaba extremadamente furioso. Y su primer impulso era coger el brioso bayo y
siempre a la volada enrumbaba al cercano poblado donde olvidaba su cólera,
enfrascándose en una brutal borrachera con algunos amigotes que solían acompañarle
hasta verlo sacar sus últimas monedas.
Embrutecido,
completamente borracho y apenas manteniéndose en la cabalgadura, llegaba al
amanecer cuando los hijos salían a encender el fuego. La mujer lograba acostarlo en
completo silencio.
Como siempre viviendo su
mundo en compañía de una mujer callada y unos hijos que lo miraban a hurtadillas,
seguía dedicándose con creces a la productiva venta de ganado vacuno. Se ausentaba
a veces por dos y tres semanas y al volver traía las alforjas repletas de billetes. Entraba
a casa como si no se hubiera alejado por mucho tiempo y nunca que él supiera trajo
nada de nada para sus hijos, ni ellos se le acercaban porque sabían que su austero
padre era tan tacaño que prefería trabajar solo para no pagar un ayudante. Sin
embargo, esta situación pronto le acarreó un inesperado, fatídico accidente que lo
redujo en segundos a una sanguinolenta masa de huesos y carne. Sucedió así de
improviso, sin preverlo se aprestaba a enrumbar las reses por una encañada cerrada,
cuando las primeras en avanzar, se espantaron por el vuelo rasante de un cóndor que
apareció de repente detrás del cerro. Las reses retrocedieron espantadas, obligando al
resto a volverse entre mugidos de confusión y pisadas desordenadas. Todas se
volvieron de pronto entre bramidos y cornadas, y arrasaron inmisericordes
con el
desconcertado jinete que no alcanzó a voltear grupas. Entre una lluvia de pisadas, el
padre, se desvaneció junto al caballo. La bestia murió desangrado y con múltiples
fracturas.
Aquella vez si logró sobrevivir fue porque el voluminoso cuerpo del caballo le
protegió de un sinfín de pisadas, muchas de las cuales le rompieron los huesos de
ambas piernas y algunas costillas, sin contar innumerables golpes y contusiones en los
costados, brazos y piernas; y parte de la cara quedó amoratada por impacto de alguna
piedra con la consiguiente pérdida de tres dientes. Cuando lo hallaron agonizando
muchos creyeron que ya no sobreviviría para contarlo. Pero he ahí, la mujer se esmeró
en contratar un buen médico y al cabo de tres meses, después de un riguroso
tratamiento, donde el contenido de la alforja sudó hasta quedar vacía, el padre, volvió
a sonreír y su único deseo era volver a casa. Había recibido halagüeñas noticias de los
médicos que le aseguraron que volvería a caminar; y cuando se enteró por boca de su
mujer que todo el dineral de la alforja ya se había acabado,
sencillamente se
enfureció tanto que durante un mes no le dirigió la palabra. Ni volvió a sonreír. Se
enfrascó en un real mutismo y mirarlo resultaba sobrecogedor. Los médicos y
enfermeras arguyeron que el repentino cambio de carácter del paciente se debía a su
enconado arraigo al terruño, al campo lleno de árboles y pajarillos, de bueyes y ovejas,
de perros y labradores, cuyo empecinado jolgorio se mostraba en las cantarinas risas
que desgranaban sus gargantas cada mañana después del desayuno en pos de la labor
diaria.
Nunca volvió a conversar con nadie y se mantuvo en sus trece hasta el
día en que le dieron de alta. Los médicos aseguraron que se repondría volviendo a su
querencia. Y fue así. Ni bien se vio establecido en el dormitorio y solo ya con la esposa
empezó a berrear escandalosamente, arrojando espumarajos de la boca,
despotricando con la insensibilidad de una mujer torpe que sin medir las
consecuencias de una descabellada, desordenada y abrupta dilapidación de su capital,
lo había reducido a la indigencia.
“Gracias a todo esto estás vivo, hijo mío”,
concluía la mujer sin afectarla en absoluto la rabieta del marido. Sin embargo, el
iracundo hombre lograba calmarse y arrellanándose en la butaca, flexionaba ambos
miembros. Con ayuda de un bastón podía caminar por el reducido ámbito del
dormitorio. La mujer lo espiaba y sonreía satisfecha del avance en su caminar torpe.
Así pasaron varios meses y su mejoría ostensible le hizo tomar conciencia de un futuro
incierto, un futuro que lo reducía a un simple y vulgar soñador que ya no podría
jamás dedicarse a su antiguo oficio de ganadero. Este impedimento físico le hacía
desesperar tanto que hubiera querido que los huesos soldados no le dolieran con el
esfuerzo. En el silencio de las tardes, apesadumbrado y terriblemente cansado de
permanecer sentado por todo el día, comprendió su fatal inutilidad para dedicarse en
lo sucesivo a tareas muy pesadas como montar a caballo por escabrosos lugares. Es
más, en un año de inactividad se había llenado de grasa y presentaba un voluminoso
estómago; y ahora en el sopor de una hermosa tarde tenía frente a sí a su hijo menor,
a su querido hijo José que esperaba impaciente la determinación para solucionar la
falta de alimentos. “¿Dónde está tu madre?”
“En el río lavando las ropas” “¿Y tu
hermano mayor?” “En el huerto, comiendo duraznos”.
El padre entonces cogía el
nudoso bastón y a duras penas se incorporaba. Probaba avanzar con sumo cuidado y a
pesar de hallarse en terreno llano lanzaba una palabrota de alto calibre cuando sentía
unos aguijonazos en las ingles. El pequeño José al ver el apuro del padre, corría en su
ayuda y lo ayudaba a salir al patio. Afuera corría algo de viento y a pesar de la tarde
calurosa hacía frío. “Pronto, mi gabán, decía el padre, puedo resfriarme y me
duelen los huesos. El pequeño José corría en busca del abrigo y volvía en el acto.
“Llama a tu hermano, lo necesito”, rezongaba, mientras se colocaba la prenda. Los dos
hermanos volvían acezantes y muy nerviosos. Entonces el prepotente padre que
siempre solía estar de mal humor, ordenaba a los hijos que adosaran la escalera en la
misma recta de la cruz de madera y pedía que uno de ellos lo ayudara a subir al techo.
El pequeño José se colocaba detrás del padre y paso a paso, dificultosamente,
llegaban al alero pujando y sudando. De
imbricadas piezas de arcilla hasta la mitad.
cualquier
manera avanzaban por las
El padre resollaba y
su habitual color cetrino se tornaba pálido frente al esfuerzo desplegado. El hijo lo
miraba asustado y fuertemente cogido de las hendiduras mantenía una posición
agazapada y prefería aguardar inmóvil para no resbalar. Veía a su padre que removía
una teja, lo colocaba a un costado. Las anchas espaldas y el gabán verde anulaban toda
visión. Algo removía, pujaba y se empecinaba en desenrollar un objeto pesado. Sentía
una respiración desesperada y de repente crujía una teja al rajarse y veía el
voluminoso cuerpo del padre que trastabillaba y al perder el equilibrio lanzaba por
sobre su cabeza una teja que salía disparada al patio. El pobre muchacho
lanzaba un grito de terror. Es que no sabía que el padre había visto el cuantioso
bien reducido a polvo y en medio un nido de ratones con varias crías, por poco esa vez
había perdido el conocimiento y tras un desesperado intento por reponerse había
lanzado un grito maldiciendo aquel terrible momento que le participaba una cruda
realidad. Todo el esfuerzo de años ahora estaba reducido a un montón de papelillos. El
pobre padre tal vez quiso llorar pero se mantuvo estático, idiotizado, completamente
fuera de sí y su primer impulso había sido el de coger los residuos de su fortuna
para arrojarlo a sus espaldas. Entre los restos había distinguido diminutos cuerpecillos
rosados que pugnaban por escurrirse. Implacable los había arrojado uno a uno, sin
compasión. Todos los cheques mayores habían sido pulverizados; pero al abrir el
segundo compartimiento, donde el cuero era más grueso, presentaba parte de su
fortuna con las monedas y la taleguilla de lino intactos. Al menos no todo estaba
perdido y recién entonces había
vuelto a recobrar la esperanza, palpando con
amoroso afán los fajos de cheques y acariciando el otro compartimiento donde
sabía que guardaba los cheques nuevos, los recién salidos del banco. En efecto allí
estaba todo el valioso ahorro lo suficiente como para considerarlo una verdadera
fortuna. Por vez primera había aceptado el padre que los milagros se daban y en
circunstancias especiales como ahora. En ese momento había agradecido de todo
corazón al buen Dios por ser tan benigno con semejante monstruo, que solamente
pensaba en su bienestar sin interesarle en absoluto la suerte de sus hijos y su
consorte.
El pequeño José, al
ver a su padre en extraña posición, inmóvil, lo había llamado por repetidas veces sin
resultado alguno. Entonces asustado y próximo
a perder la razón había
descendido las escaleras gritando. Su hermano y él entonces habían huido en
busca de mamá. Entretanto el padre había reaccionado y tomando conciencia del
estado en que se hallaba había escuchado el rumor de varias voces. Por el
camino del fondo, a varios cientos de metros avanzaba una muchedumbre y entre
la multitud estaba su callada mujer y sus dos hijos. Asustado el padre al ver tanta
gente había tratado de escurrirse por entre las tejas y en su ofuscación apenas
había cogido los billetes mientras arrojaba la alforja vacía hacia un costado. Todo
se había realizado con la rapidez del caso. La pesada bolsita de lino se lo había
introducido en la cintura. Pronto arribaron unas veinte personas entre hombres y
mujeres y los reconoció a todos, eran sus vecinos. La mujer lloraba y pedía a gritos que
no se moviera. Los hijos imploraban de rodillas que hiciera caso a su madre. Dos de los
vecinos, los más robustos, subieron por la escalera y pronto se colocaron debajo del
padre. Algunas tejas se desprendieron y estuvieron a punto de resbalar.
El pobre padre permanecía agazapado y miraba desconcertado a sus vecinos
sin poder explicar su infortunio o la causa por la que estaba en el techo de su
casa. Desde el patio las mujeres chillaban y los hombres discutían sin poder llegar a
un acuerdo razonable para rescatar al pobre desvalido. La posición era incómoda y
el peso de los hombres sobre la escalera y con el padre encima desencadenaría sin
duda un verdadero accidente. Se valieron del cercano árbol de eucalipto para izarlo
por los aires luego que fuera envuelto en una resistente colcha. La mujer, alborozada,
lloraba junto al esposo, y los dos hijos gritando de felicidad se le habían prendido del
cuello mientras lloraban a raudales. Los vecinos arremolinados presenciaban aquel
cuadro familiar con verdadera emoción y firmemente convencidos de haber cumplido
con el desventurado vecino.
reconocido que sus tres queridos seres
Por su parte el
padre
había
no sólo lo amaban con creces sino lo
idolatraban y prueba de ello era aquella muestra de amor incomparable. Entonces
había comprendido que toda su azarosa vida de misántropo y mal vecino se había
desperdiciado en vano. Una pequeña lección de la fatalidad lo había hecho conocer el
verdadero significado de una convivencia pacífica y llena de sorpresas en la que
resaltaba la oportuna mano piadosa del que menos se esperaba.
Una vez solos marido y mujer, después de muchos años de vivir
distanciados y sin existir un ápice de amor, habían sucumbido a los beneficios de
un abrazo efusivo en tanto lloraban de pura felicidad. Necesitaban desahogarse y
hallaron propicia la ocasión. En aquella oportunidad, el padre había reafirmado su
compromiso de que los acontecimientos cambiarían a partir de hoy por la estocada
final del destino que le había hecho entender las cosas en su real magnitud. Victorioso,
eufórico, había dejado caer sobre la mesa parte de la fortuna rescatada del instinto
destructor de los roedores, mientras decía.: “Perdóname, madre mía, todo esto te
pertenece porque es fruto de muchas privaciones…Mis hijos han sufrido demasiado
por mi torpeza y mi mal carácter. Y yo tuve la culpa de todo lo sucedido para
estar como estoy casi paralítico y sin fuerzas. En todo caso me lo merezco por
malo”. Y como viera el gesto sorprendido de la callada mujer que no salía de su
asombro al ver tanto dinero junto, había vuelto a decir casi en un susurro: “Es
una historia muy larga y una verdadera lección para un animal como yo que nunca
supo pensar como un ser humano”.
Don José siempre gustaba recordar esta faceta
de su vida. Era tal vez la mejor etapa de su niñez en la que vivió feliz al lado de
sus padres que habían logrado reiniciar una nueva vida llena de satisfacciones y
logros, de triunfos y derrotas, de alegrías y penas; pero como la dicha no es
duradera, en el momento menos pensado, su pobre madre se contagió de un mal
que la llevó a la muerte. Ese fue el peor de los golpes para la familia. Su padre
que ya se había recuperado totalmente y caminaba arrastrado los dos pies, se
hundió en la profunda pena y cayó enfermo. La parentela en su conjunto entonces
deliberó sobre la suerte del pariente que se había empecinado en dejarse morir
porque ya no hallaba una sola razón para seguir bregando en este mar de
lágrimas. La salvación llegó en el momento oportuno. El hermano mayor de su
padre se hallaba agonizando y necesitaba ver a su único hermano antes de
morirse. Don José recordaría entonces que toda la familia había partido en el acto
a la cercana población de San Pedro y llegaron a tiempo para despedirse del
pariente. La pequeña casa, el huerto, algunos animalillos y la gran gruta quedaban
para él y su hermano. El alicaído padre inmediatamente se encariñó con el lugar
y decidió quedarse porque tal vez cambiando de lugar olvidaría la gran pena de
haber perdido a la madre de sus dos hijos. En esta ocasión decidió quedarse
junto al padre porque aquel lugar sencillamente lo había absorbido por completo
y se sentía muy feliz porque ahora era dueño de una pequeña piscina que existía
dentro de la gruta, donde solía pasar la mayor parte de los días zambulléndose en
las calientes aguas; pero en cambio el hermano mayor, adolescente ya, decidió
marcharse a casa junto a sus tíos porque manifestó su intención de dedicarse a
la agricultura en los extensos terrenos con que contaba la familia, antes de
soterrarse en aquel alejado rincón donde no había sino piedras y una gruta con
aguas termales. Antes de marcharse, deploró muy desilusionado que ese ófrico
lugar, casi espantoso, estaba bien para morada de lechuzas y búhos; pero no para
personas que estuvieran en su sano juicio como su padre y su hermano menor;
en fin se encogió de hombros y se marchó junto a la parentela que se
comprometió a visitarlos las veces que pudieran.
Así habían ocurrido las cosas y para don José la única mujer perfecta era
su madre, siempre que podía se arrodillaba frente a una fotografía que guardaba
en el dormitorio y en lo más hondo de su ser le pedía que siempre lo iluminara
y lo mantuviera libre de peligros. Ahora último la imagen de otra mujer le hacía
suspirar sin motivo y como nunca había empezado a tararear algunas canciones
que había cantado de niño. Por eso en esta ocasión en el que vio realizado parte
de sus proyectos, quedó sumamente halagado por las mejoras en su hogar y el
mejoramiento de sus reducidas tierras de cultivo. Se sintió rejuvenecido y feliz de la
vida porque había logrado concretizar parte de sus sueños, y solamente esperaba
ansioso la llegada de Eulalia todos los viernes por la noche. Antes que ella arribara ya
tenía preparado el baño, y el recinto despedía un perfumado aliento a rosas en
floración. Por otro lado de entre los resquicios de las rocas, pequeñas porciones de
incienso despedían suaves aromas, junto al palosanto que se desvanecía con el vapor
de la piscina.
Como siempre, Eulalia, se
bañaba sola. Ligeramente adormilada sobre las rocas, cerraba los ojos y pensaba en el
glorioso pasado donde su sola presencia levantaba polvareda en todos los lugares que
visitaba. Debía convenir con la habladuría poblana que la consideraba una deidad
surgida de las nubes para beneplácito de los hombres y abierta repulsa de las mujeres
que la señalaban como una vulgar cortesana surgida del averno para desgracia de todo
el mundo; ahora, olvidada, marginada, apenas era un espectro andante.
Dolorosamente aguijoneada por esta cruda realidad, derramaba algunas lágrimas y en
medio de todo este caos, surgía la bondadosa mirada de don José que siempre solía
decir: “para mí, doña Eulalia sigue siendo la misma niña bella, la única mujer valiente y
altiva, la más hermosa flor de estos valles”. Estas dulces, sinceras y cariñosas palabras
le llegaban al corazón y entonces miraba enternecida al pobre hombre y a pesar del
horrible aspecto de su rostro, le sonreía bastante agradecida
Se hicieron amantes. Todos los viernes se bañaban
juntos; pero antes del ritual, don José encendía muchas velas en el recinto de la gruta
e incineraba incienso y palosanto. El ambiente bien iluminado y perfumado con la
fragancia de las flores, parecía más bien un santuario y no una lóbrega cueva llena de
vapores sulfurosos.
La
nueva pareja se ubicaba en el centro mismo del recinto sobre un colchón recubierto de
mantos, frazadas y cojines. Entonces cogidos de las manos se miraban por toda una
eternidad. Como siguiendo una milenaria costumbre o un formalismo propio del lugar,
silenciosamente, con una taimada y desconcertante habilidad se sacaban las ropas. El
de la iniciativa naturalmente era don José. Primeramente desprendía el lujoso chal de
los hombros de su pareja, luego la blusa y así sucesivamente; pero con una diferencia
sustancial de que lo hacía con delicadeza y sin apuros, demorándose lo más que podía.
Era pacienzudo y
extraordinariamente consecuente con cada uno de los detalles
que, al parecer, lo divertía. Porque en cada ocasión se entregaba a la bondad de una
contagiosa sonrisa. Donde se demoraba era con las hebillas de los zapatos. Sin
embargo, lograba su propósito tras muchos sufrimientos y feliz de la vida saltaba
lanzando desarticulados gritos.
En ese momento se sentía virtualmente elevado a la condición de
vencedor y sucumbía a la delirante pasión de admirar la perfecta silueta y cada
recoveco oculto de aquel monumento de mujer significaba un verdadero triunfo cuyo
corolario era caer de rodillas al piso vencido pero feliz. Entonces la singular pareja se
tomaba de las manos e impelidos por el mismo sentimiento rodaban entre las piedras,
abrazados, apretujados, acariciándose con desenfreno y pasión. Y en el fragor de la
contienda amorosa terminaban hundiéndose en el fondo del pozo que estaba lleno de
pétalos de flores. Un borbotón inicial indicaba una lucha interna y poco después
quedaba todo quieto. Sin embargo, a los pocos minutos volvían a salir a flote con
verdadero estruendo, arrojando abundante agua a los costados. Firmemente
convencidos de la misma ilusión se deslizaban como dos anfibios por el resbaladizo
piso y quedaban de nuevo atrapados en la pequeña concavidad donde
estaban
extendidas suntuosas frazadas. Continuaban con las atrasadas caricias y besos, sin
importarles que tuvieran rasguñaduras en los codos y brazos y piernas y espaldas de
donde manaba hilillos de sangre.
Cansados,
desarticulados, pero felices al fin, caían de costado uno junto al otro y tendidos de
espaldas observaban la bóveda umbrosa de aquel recinto cuyas paredes lisas y
relucientes de humedad se hacía notorio cuando las velas chisporroteaban lanzando
llamaradas azules cada vez que aterrizaban mariposas nocturnas de distintos tamaños.
La feliz pareja quedaba quieta por un corto
espacio hasta sentir que los vapores sulfurosos se evaporaran y que una desesperante
frialdad se apoderara de cada una de su partes expuestas a la los estragos de un
insospechado viento helado que se colaba por el túnel. Entonces sin pensarlo dos
veces buscaban de nuevo la acogedora bondad del pozo humeante y entre chapaleos y
gritos de placer, se lanzaban agua a la cara donde las flores marchitas quedaban
suspendidas de las cabelleras como hilachas de carne sancochada. Jugaban hasta
cansarse, hasta el momento crucial en que las velas se desbarataban en agónicas
llamaradas lamiendo los bordes de los candelabros de bronce, y pronto todo quedaba
sumido en una espantosa oscuridad.
Esa era la rutina de sus encuentros desaforados y
la eterna congoja de ser solamente amantes.
Pero un buen día, don José quiso pavonearse ante su
pareja. Como nunca y tal vez impelido por un mero capricho
, empezó a efectuar
cabriolas y saltos mortales desde una roca plana. En cada ocasión se perdía en el pozo
de aguas medio verdosas lanzando abundante líquido a los costados y reaparecía
alegre soltando una sonora carcajada. Eulalia festejaba la ocurrencia con chillidos y
aplausos y reía muy feliz. Así estuvieron jugando horas de horas hasta cerca de la
medianoche. Cuando estaban por marcharse a casa, don José manifestó que antes de
retirarse quería salir de dudas y apaciguar su eterna curiosidad por averiguar si aquel
pozo tenía fondo o era como decía su finado padre un pozo sin fin. Dicho y hecho se
subió a la roca más alta para impulsar su caída y proyectó su cuerpo al centro del pozo.
Se produjo un restallar espantoso de las aguas y el hombre se sumergió limpiamente al
fondo. Eulalia, recostada en su rincón preferido, era la imagen de una mujer satisfecha
y feliz. En esos instantes se secaba el rostro con las manos y sonreía ampliamente.
Hasta el momento todo estaba en su lugar y no había por qué preocuparse; pero ante
la demora de don José que no salía a flote, empezó a inquietarse un poco.
Subrepticiamente se acomodó sobre la roca y dejó de sonreír. Sus bellos ojos se
hundieron por el repliegue de las cejas y las arrugas de su frente se acentuaron
peligrosamente. Había visto un ligero cambio en la coloración de las aguas termales y
que supuso era el reflejo de las velas; pero cuando se aprestaba a doblar el torso para
observar mejor, de pronto, del fondo, como una espantosa aparición, salió el cuerpo
de don José con el rostro bañado en sangre y la expresión desolada de unos ojos
desorbitados y la boca abierta por un grito que nunca alcanzó a salir. Eulalia en una
fracción de segundo apreció el cráneo abierto y la abundante sangre teñir el
agua…Espantada, loca, fuera de sí, lanzó un grito terrible que hizo trepidar las paredes
de la gruta y huyó así desnuda como estaba. Era tanto su espanto que le causó
aquellos desorbitados ojos y el forado en el cráneo que no se dio cuenta por donde
corría. Pasó por delante del caserío que a esa hora aún mantenía sus luces encendidas
y se precipitó a las aguas oscuras del pantano. Pronto su alarido interminable se apagó
al golpe sordo de la caída.
Después de esto sólo se escuchaba el extravagante canto de una
lechuza, el ladrido de un perro que a intervalos cortos aullaba desconsoladamente y el
lejano rumor del río al arrastrar piedrecillas en su cauce. Todo esto y nada más se
escuchaba en esa hermosa noche estrellada de agosto.
FIN
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