INVASOR Hernán Jorquera 1 Parte uno: Una visita inesperada El día en que él apareció yo andaba en Santiago resolviendo problemas. Era un día de esos de espalda mojada, pies doloridos, estómago triste y rabioso; largo como un aburrimiento. Un par de clientes importantes en Providencia, un problema estúpido en Ñuñoa, el reclamo furioso de un ingeniero comercial en La Cisterna que se negaba a pagar la visita técnica pues, según él, cuando cambié los automáticos de corriente el teléfono dejó de funcionar. Mi jefe me dio instrucciones de dejar así y no solucionarle nada al sinvergüenza ese, que él no era el padre Hurtado ni estaba para dar soporte técnico por caridad, tampoco para perderme por allá, sin hacer nada, cuando en Viña se necesitaba de mí. Pues bien, hice caso a mi jefe y regresé. Me bajé medio dormido y salí fuera del terminal, a esperar un taxi. Miré al frente, se había abierto un nuevo local de máquinas traga monedas. Hice sonar las monedas que llevaba en el bolsillo mientras meditaba con cierto recelo si acaso sería una buena idea entrar a jugar una partida, y de paso, sacarme un poco la modorra que llevaba encima. No esperé más y crucé la calle, a observar más de cerca. Estuve unos veinte minutos mirando a algunas personas entrar esperanzadas, y al cabo de un rato salir descoloridas por la derrota. Muchos de esos abnegados jugadores eran simples obreros, abuelitos jubilados, alguno que otro delincuente y dueñas de casa. No ingresé, no iba a colaborar con el vicio ni con el abuso inescrupuloso de los dueños de esos antros con la esperanza falaz de obtener dinero fácil. Si el municipio promovía la irresponsabilidad y la delincuencia era 2 muy poco lo que yo podía hacer, me dije. Di un último vistazo al glamuroso “casino”, caminé a la carnicería que está casi en la esquina de calle Uruguay con Pedro Montt y compré dos filetes grandes. Corría un viento muy agradable, así que no quise esperar taxi y me fui caminando a casa. No tardé mucho en llegar. Busqué las llaves en mi bolsillo derecho y abrí la puerta. Me sorprendió oír el sonido de muchas voces que venía del living. Quizá dejé el televisor encendido por la mañana, por el apuro de irme pronto a Santiago. Avancé a paso lento, con cierto temor, podía ser el televisor, podía ser un ladrón, pero un ladrón fuerza la propiedad donde entra, en mi caso las puertas y las ventanas parecían intactas. Asomé la cabeza: había un hombre gordo, grasiento y con rostro agresivo echado en mi sofá, bebía con avidez una lata de cerveza y devoraba como un cerdo un paquete de papas fritas. Veía la televisión como hipnotizado, la corbata le colgaba por el hombro izquierdo y su camisa desabotonada dejaba ver su prominente y velluda barriga, y encima de esta barriga yacía el control remoto como barco sobre marejadas. Sus pies seguían el compás de alguna música que sonaba en su cerebro. El tipo me dio una mirada y ni si inmutó, siguió viendo la televisión, y al mismo tiempo, tiró la lata de cerveza vacía a la alfombra. ¿Cómo entraste aquí?- atiné a preguntar. Supuse que todo se trataba de un sueño desagradable producido por el cansancio, lo más probable es que aún durmiera como un lirón en el bus. La nitidez del sueño era sorprendente debo decir: la mesa de centro permanecía tal cual la dejé en la mañana, decorada con una mancha de mermelada y 3 marcada por una taza de café. El cuadro de Neruda fumando pipa que estaba en la pared del fondo seguía volteado hacia la izquierda, y Crimen y Castigo de Dostoievsky permanecía en el suelo después de mi lectura del día anterior. Sobre la mesa del comedor estaban desparramadas unas piezas de dominó y una botella de Martini media vacía. Después miré a la ventana, los visillos algo sucios y descosidos dejaban pasar cierta luz desde la calle y las cortinas color damasco continuaban corridas hasta la mitad del vidrio. La alfombra verde tenía la misma mancha de vino de mi último cumpleaños. Yo vivo acá. El “yo vivo acá” retumbó en mi mente como una bolita de flipper. Se oía como un chiste de mal gusto. Bueno, que importancia podía tener si era un sueño, era cosa de despertarme. Me golpeé la cabeza contra la pared para constatar que todo era un sueño. Fue un golpe real, un dolor muy real. Después me pellizqué, fue como si una lanceta de abeja hubiera picado mi brazo. Incrédulo me tomé la cabeza entre las dos manos y masajeé mis sienes buscando una explicación. ¡Pero qué estás diciendo! Si yo vivo acá. ¡Yo compré esta casa! “¡Por Dios! Esto me pasa por no almorzar como es debido. Voy a hablar con mi jefe y exigirle mis horarios para almorzar y el viático. Creerá, el tirano de mierda, que con gente cansada podrá hacer más montañas de dinero. ¿Y si mejor pido vacaciones? Lo único que sé es que necesito descansar más horas para no tener sueños como este”. Eso no es cierto - respondió con la boca llena de papas fritas - yo compré esta casa. 4 Pero si yo tengo las llaves, ¿Acaso no las ves? Gordo hijo de puta. "Lo que necesito sin duda es un confortante baño de tina. La suavidad de las burbujas siempre consiguen llevarse al stress y agotamiento, el agua tibia calma el palpitar de mis pies y esa leve presión del agua en mis costillas es como si flotara por el aire. El brazo se me durmió y me arde la cara, voy a llamar al auxiliar del bus para que me cierre la cortina.” ¿Quieres que te muestre algo?- preguntó el gordo con una sonrisa. ¿Qué cosa? El gordo se incorporó un poco y estiró su brazo izquierdo hasta alcanzar un maletín en el suelo. Lo abrió y sacó unos papeles de su interior. Los ojeó despacio y separó uno de ellos a un costado. Después, metió el resto de los papeles al maletín y lo arrojó lejos. Ten- me dijo estirándome el papel. "Pero antes veré que cosas debo hacer mañana: tengo que ir a evaluar el cambio de iluminaria para una discoteca; luego debo ir a resolver un problema en el tablero eléctrico de una imprenta; y en la tarde tengo que tener listo el presupuesto para una nueva posible instalación, nada más y nada menos que la red eléctrica del nuevo edificio de oficinas que se está levantando en el sector de El Salto. Mi jefe me advirtió que no quiere fallos, pues se trata del negocio más gigantesco que le ha tocado en la vida, son diez pisos y cien oficinas al más alto nivel de calidad y construcción de la normativa chilena. Si ese proyecto resulta y todo funciona bien la pequeña empresa de instalaciones eléctricas donde trabajo va a estar lista para las grandes ligas”. Tomé el papel que el gordo me ofrecía y lo leí con avidez. Solté una 5 carcajada burlesca con todas mis ganas. ¡Es falso, amigo! te voy a mostrar el original en este mismo instante. Fui hasta el estante donde guardaba mis carpetas y saqué una de ellas. No me costó mucho encontrar lo que buscaba; ojeé con apuro el documento y casi me voy a tierra de la impresión. “¿Qué pasa? No puedo llamar al auxiliar. Por más que intento hablar la voz no emerge de mi garganta, el brazo me pesa como un barco y no siento las piernas. No puedo abrir los ojos y despertar de este sueño, ¡No puedo hacer que el gordo desaparezca!” Mejor empecemos a llevarnos bien, estimado ja ja ja- rió el gordo- no tengo problemas en compartir MI CASA contigo, pero eso sí, deberás seguir cada una de mis reglas, ¿Entendiste? Si no sigues las reglas te pongo de patitas en la calle. Y no digas después que no te lo advertí. Frente a mí estaban las cortinas a medio correr, los visillos sucios y descocidos, la mesa de centro manchada con mermelada, la mesa del comedor con las fichas de dominó encima, la alfombra y su estampa de vino y el gordo echado en el sofá riéndose a carcajada limpia. 6 Parte dos: Realidad Desperté. Me encontraba recostado en el mismo sofá donde estuvo desparramado el hombre gordo. Fue un verdadero alivio el no verlo. No lograba recordar como había llegado a casa; ni siquiera en la peor de mis borracheras estudiantiles tuve una pérdida de memoria temporal como esa. Estaba tan cansado que me tiré en el sofá y me dormí sin darme cuenta. Todo había sido un sueño ¿Qué dudas podía tener si las pruebas estaban a la vista? Mi estómago comenzó a rugir de hambre, me levanté entonces a freír los filetes que había comprado. La cocina estaba hecha un asco: restos de pichanga en unos pocillos, vasos con Martini a medio terminar en el fregadero, y muchos platos sucios y salsa tártara derramada en las baldosas. Limpié toda la inmundicia, aliñé los filetes con ajo, sal, los freí en abundante aceite y los acompañé con arroz de dos días y un vaso de jugo de naranja. Puse todo en una bandeja y me la llevé a mi cuarto, me encantaba comer en la cama y ver las noticias de las nueve de la noche. Frente a la puerta giré la manilla para entrar. Estaba trancada. Dejé la bandeja en el suelo y la giré otra vez, luego otra vez, y otra, cada vez con mayor violencia. Enfurecido golpeé la puerta con el hombro reiteradas veces, con los golpes se soltó un papel que estaba pegado en ella y que no había visto. Jadeé algo sorprendido y me agaché a recogerlo. Lo leí. Tuve que afirmarme de la manilla para no caer de la sorpresa: “Por haber llegado tarde desde ahora dormirás en el sofá. Si no te gusta la idea la puerta es bien ancha, amigo” En ese momento comprendí la realidad de mi situación. Tenía un 7 usurpador de propiedad en mi casa que, sin saber cómo mierda había llegado, se instaló como amo y señor. Tenía que echarlo como fuera. Tomé mi teléfono celular para llamar a la Policía, pero me detuve al momento de marcar; concluí que no era una buena idea, no sabía por qué. La rabia me poseyó como un demonio y golpeé la puerta con puñetazos y patadas hasta que no pude más. Me hice hacia atrás, trastabillando, y grité a todo pulmón. ¡Hijo de puta! Te voy a sacar de aquí ¿Me oíste? No hubo respuesta. Acerqué mi oreja a la puerta y pude oír unos ronquidos que parecían bramidos de toro salvaje. Dejé caer mi cuerpo junto a la puerta y quedé sentado en el suelo apoyado en ella. Puse mis manos sobre mi rostro y lloré, lloré amargamente lamentando mi suerte ¿Por qué me sucedía esto? ¿Acaso no tenía suficientes problemas? Pensé en el título de propiedad del gordo, no se me ocurría cómo lo había conseguido. No, de seguro era falsificado. Pero estaba muy bien falsificado, parecía el original, así no podría echarlo bajo la vía legal. Seguí llorando como un niño. Lloré hasta quedarme dormido. Al día siguiente me costó despertar. Para mi impresión estaba acostado en mi cama. No lograba entender aquello, ¿Cómo era posible esto, si recuerdo haberme dormido junto a la puerta? Había ropa tirada por todos lados, de talla cuarenta y ocho por lo menos, y restos de papas fritas entre las sábanas. Me incorporé para ir a trabajar. El no haber dormido bien me tenía con el cuerpo cansado, y con unas ojeras gigantescas. Busqué ropa en mi armario y no hallé que ponerme, de hecho, mi ropa no estaba por ninguna parte. Revolví cuanto cajón tenía, pero ni rastro. Salí de la habitación hasta el living, allí estaba mi 8 ropa dentro de varias bolsas plásticas de esas que se usan para tirar la basura, de seguro el hombre gordo pensaba en deshacerse de ella, por suerte la hallé a tiempo. Mientras me vestía pensaba en cómo sacar a ese parásito aprovechador de mi casa y en cómo anular ese título de propiedad falso que tenía. Planeé no almorzar y tomar mi horario de colación para consultarlo con un abogado directamente. Con cuidado anudé los cordones de mis zapatos y me puse el reloj de pulsera; lo miré, marcaba las 9:55 A.M, ¡Mierda! Dejé el pan tostado encima, la taza de café y salí corriendo como si los toros de Pamplona me persiguieran. Sudando llegué al paradero y tomé un taxi al centro de Valparaíso. Entré al edificio donde se ubicaba la empresa y me metí, sin saludar al conserje, dentro del ascensor de rejas metálicas plegables. Presioné como diez veces el botón del piso cuatro. El ascensor subía tan lento como un bolero, me tenía desesperado. Cuando por fin llegó arriba salí como en estampida y apuré el paso hasta la puerta de la oficina. Lamentablemente para mi ese era mi tercer atraso en el mes. 9 Parte 3: El juego de brisca ¿Qué es lo que pasa contigo, Óscar? Tu desempeño ha bajado de forma ostensible este último tiempo, de verdad que nadie se explica tu conducta en esta oficina. Me imagino que estás consciente de lo que te digo. Somos una empresa chica, Óscar, una empresa en pañales, cualquier fallo no te afecta sólo a ti, nos afecta a todos, pero sobre todo me afecta a mí, ¿Sabes quién pierde cuando perdemos a algún cliente? No, huevón, tú no pierdes, tampoco Miguel, ni Myriam. Pierdo yo. Yo pierdo, Óscar. Y lo sabes muy bien, nos tenemos confianza, hace dos años que trabajas para mí y creo haberte dado todas las facilidades para tu progreso, te he perdonado mil y un errores y como tu jefe no debería haberte aguantado más de dos. ¿Te has preguntado por qué te he tolerado tanta cagada? ¿Te lo has preguntado? Sabes a la perfección por qué, tu silencio dice más que si hablaras. No nos hagamos los idiotas, Óscar. ¿Ves allá a Myriam? Antes de que llegaras me dijo que te echara. Allá Ricardo y también Noelfa, son tus compañeros de trabajo, te llevas bien con ellos, pero varias veces me han dicho que están cansados de taparte las fallas. ¡Óscar, Huevón! Te estimo, te estimo como si fueras mi hijo, y por eso te soporto tanta pelotudez, hasta he puesto el prestigio cagón de esta empresa con tal de defenderte, pero créeme, todo tiene su límite. No abuses del aprecio que te tengo, lo tienes bastante claro, porque no eres estúpido, eres un tipo bastante inteligente, te cruje el cerebro, incluso mucho más que a mí, pero hay algo en todo esto que huele muy mal. ¿Te estás metiendo drogas? ¿Estás tomando algún psicotrópico? Hace algún tiempo conversamos este mismo tema y me 10 dijiste que no. Voy a creer tu respuesta, Óscar, voy a creerte una vez más, pero escucha, creo que sería muy bueno que fueras a médico, o al psicólogo, hay algo en tu vida que te hunde y no lo sabes o no lo quieres saber y escucha, pero escucha muy bien, esta empresa no va a asumir el costo de tu irresponsabilidad. Mi único gran problema era el hombre barrigón, pero eso lo callé. Mi jefe tenía razón, ya era tiempo de ordenar mi vida y responder a la confianza que me tenía, si hasta yo mismo me sentía un miserable. El sueldo (que no era mucho tampoco) me lo ganaba, por decir lo menos, sin hacer nada. Era cierto también que aún tenía chispazos de los tiempos en que era el mejor eléctrico de la empresa, pero uno debe superarse siempre, de lo contrario tu amigo, el que te presta apoyo cuando lo necesitas, el que se toma unos tragos a la salida contigo, hasta al que has invitado a tu casa saca un serrucho y lo usa sin contemplaciones. Necesitaba ser yo otra vez, y para eso, en primer lugar, tenía que deshacerme de mi principal problema. No fui donde el abogado y tampoco les conté mi desgracia a mis amigos. Creía que lo mejor era algo mucho más rápido, lógico y efectivo: molerlo a palos ¿Para qué andar perdiendo tiempo en demandas, juicios y lloriqueos? Llegué a casa y abrí la puerta dispuesto a lo que fuera. Miré, no se veía rastro alguno del parásito. Tampoco estaban su ropa y sus pertenencias. Recorrí por completo la casa; ni el patio se salvó de mi búsqueda acuciosa. Sonreí incrédulo al no encontrar rastro alguno del aprovechador. Concluí que se había marchado. Mi ánimo comenzó a subir y qué mejor cosa que celebrar. ¡Al fin era libre! Me cambié de ropa y salí rumbo al supermercado, feliz. Saqué un carro 11 de la entrada y fui directo al pasillo de licores. Eché al carro unas botellas de ron, de bebida cola, maní salado, aceitunas verdes y papas fritas. Vería una película quizá, o pondría mis discos de Nirvana y Pearl Jam favoritos a todo volumen y bebería hasta la última gota del ron que llevaba. Casi bailaba por los pasillos, extasiado por mis planes. Me acerqué a la caja a pagar y le hablé con galantería a la cajera. Ella bajó la cabeza nerviosa, y colorada como un tomate me entregó el vuelto. Salí a la calle, prolijo, y caminé en dirección al paradero. Pasé por fuera de una casa de apuestas de carreras de caballos. Observé por un rato a los apostadores que estaban dentro, no eran muchos, pero ninguno despegaba los ojos de la pantalla que mostraba las carreras, y todos portaban en su mano una plantilla arrugada como un repollo de tanto nervio. Surgió en mí una especie de rabia, quise gritarles: ¡Váyanse a su casa y atiendan a su mujer en vez de estar aquí jugando y apostando, Viciosos de mierda! Vi la hora en mi reloj, era hora de irme. Tomé el primer taxi que pasó y me subí. Me bajé frente a mi casa, saqué las llaves y con toda la calma del mundo las metí en la cerradura de la puerta. Empujé un poco y abrí. De verdad la situación era inaudita. Estaba el hombre gordo junto a dos invitados iguales de gordos que él inmersos en un juego de cartas y sentados en mi comedor. Encima de la mesa habían repartidas porciones de papas fritas, pichanga y aceitunas verdes en diversos pocillos que por demás eran míos. También tenían dos botellas de ron y dos de bebida cola medio llenas. Cada uno de ellos tenía su vaso respectivo de ron-cola con hielo que bebían entre jugada y jugada. Estupefacto dejé caer mis bolsas. Luego el desconcierto hirvió 12 en ira. Me abalancé a ellos dispuestos a aguarles la fiesta, pero el hombre barrigón me detuvo sólo con hablarme. ¡Justo llegaste, estimado! Te esperábamos. “Te esperábamos”. Eso me cayó como patada en el estómago ¡Qué descaro! Ven. Ve por un vaso a la cocina, sírvete un trago e incorpórate al juego. ¡Lárgate de aquí de una vez! No pienso jugar contigo. Sé que te mueres por jugar. Anda, sólo una ronda. ¡Qué no quiero, imbécil! No me gustan los juegos de naipes ¿Hasta cuándo me atormentas? Noté que mis ojos se llenaban de lágrimas. Por favor, déjame tranquilo y márchate. Anda, lo único que quiero es que lo pasemos bien juntos, ser tu amigo. Ambos vivimos en la misma casa. ¿Ayudarme? ¡Estaba muy bien hasta que tú llegaste! Por favor, vete. Te lo suplico. El hombre gordo guardó silencio un momento, luego miró a sus invitados. No me había fijado muy bien en las personas que lo acompañaban. Eran extraños, demasiado peculiares. Sentí miedo. Sus brazos eran tan cortos y rollizos que parecían ser los brazos de un bebé. Sus piernas no eran piernas propiamente tal, eran muñones de esas extremidades. La vestimenta de estos entes consistía en un abrigo negro largo que de seguro arrastraban al caminar y una bufanda roja a cuadros que colgaban de sus cuellos respectivos a la 13 usanza inglesa. No podía verles el rostro, pues portaban capuchas negras. Estas capuchas negras tenían orificios en el sitio donde usualmente están los ojos, la nariz y la boca. Las manos eran pequeñísimas y gordas, de dedos muy cortos. Miré bien, con horror noté que sólo tenían cuatro dedos en cada mano. Tranquilo, estimado (el gordo había notado mi sorpresa). Ellos son tan inofensivos como las moscas que vuelan por la casa ¿O no, mis compadres? Los dos seres asintieron moviendo la cabeza al mismo tiempo. No me había tranquilizado siquiera un poco. Te propongo un trato, pero antes debes decirme la absoluta verdad. ¿Quieres que nos vamos de aquí ahora mismo? ¿Quieres que te deje en paz? No podía digerir lo escuchado por el desconcierto que me produjo, sin embargo, cada fibra de mi cuerpo se tensó para contestar. Y ojalá no vuelvas nunca más. Perfecto. Juguemos los cuatro a las cartas. No me gustan los juegos de naipes ¡Ya te lo dije! ¿Y qué te gustaría jugar? Dominó, ludo... ¡Ya sé! vamos al casino. ¡Qué no me gusta ningún tipo de juego! ¡Odio las apuestas! Vaya, si era un buen panorama, estimado. ¿No me dijiste que te irías? Aún no te digo en que consiste el trato. Pues dímelo de una vez. 14 ¿Has jugado brisca antes? Brisca había dicho. No sabía por qué, pero un escalofrío me recorrió al pensar en ese juego. Si...si he jugado... pero... lo detesto. Pues de esto trata: jugaremos brisca en parejas, dos contra dos. Sólo una partida de cuatro juegos. Si hay empate se jugará un quinto juego definitorio. Corren todas las reglas, incluso los distintos tipos de corte del mazo y los renuncios. Las cartas a usar de brisca serán el as y el tres de cada pinta. Poco a poco mi angustia fue en aumento, ¿Por qué jugar cartas? ¿Por qué tenía que jugar el juego que más aborrecía en la vida? No deseaba jugar, pero sopesé el ofrecimiento con cuidado. Si la permanencia de ese desagradable individuo dependía de un partido de brisca no tenía ningún reparo en despedazarlo a él y a su pareja ahí mismo. La brisca era un juego que conocía bien, cuando niño mi padre me enseñó a jugar ese y otros juegos de naipes. Por mí no hay problema. Intuyo que ocurrirá si yo gano ¿O me equivoco? Así es. Si ustedes ganan entonces me iré para siempre de mi hogar, aunque me duela. Te entregaré mi casa sin condiciones. Volverás a tu vida anterior sin mí y serás libre de hacer lo que se te plazca, y tampoco estaré pendiente de tus actos. Nunca más tendrás noticias mías. ¡Me parece perfecto! Pero...si yo gano... 15 Si tú ganas, qué. Deberás ser mi esclavo para siempre. Cuidarás de mí en todo momento. Me cocinarás y plancharás mi ropa. Atenderás a mis invitados cuando tenga visitas. Lavarás cada calceta sucia que tenga, cada calzoncillo y desmugrarás mis camisas hasta dejarlas radiantes. Limpiarás la cocina, el baño, los dormitorios, el living, el comedor y el patio con pulcritud castrense. Saldrás a trabajar para mantenerme, y regresarás temprano. Te ocuparás de pagar las cuentas, de resolver problemas, de sacar la basura. Obedecerás cada orden que te dé sin reclamar y con la cara llena de risa. Me impresionó la seguridad con que impuso su condición, como si fuera a ganar. Yo por mi parte hace mucho tiempo que no tomaba una sola carta de naipe. Dudé, era demasiado lo que podía perder. Apreté un poco los dientes y los puños para recuperar mis ánimos, lo cual conseguí. No era posible que me retractara. ¡Era mi única oportunidad! Acepto. Me parece. ¿Quién será mi pareja? Puedo llamar a un viejo amigo ahora mismo para que venga. No es necesario. Elige a uno de mis invitados como tu pareja. No dudes de sus lealtades como jugadores. El que elijas te será leal durante el juego, te doy mi palabra. Era absurdo, pero confié en las palabras del hombre gordo. Me era difícil elegir a alguno de los dos, eran idénticos. La diferencia podría estar oculta bajo 16 sus capuchas. No sé a quién elegir, son iguales ¿Por qué no se descubren el rostro? ¿De verdad quieres eso? No lo estaría pidiendo. El hombre gordo miró a sus acompañantes. Estos nuevamente asintieron con la cabeza y levantaron sus grotescos brazos para desenfundar sus testas. Les costó algo de trabajo con esas manos tan pequeñas y esos brazos tan cortos, pero lo consiguieron. El terror me dejó paralizado. Uno de los seres poseía ojos azules de tamaño desmesuradamente grande y una boca igual de grande en proporción a los ojos. El color de su cabello era negro azabache y crespo, algo alborotado sobre la amplia frente y los pómulos lechosos. Lo más horrible era que no poseía ni orejas ni nariz. En el sitio donde debieran haber estado estos órganos sólo existían agujeros negros, enormes como cavernas. El otro ser era la copia antagónica del primero: de piel negra, cabello liso, rubio y bien peinado, dos agujeros negros en vez de ojos y de boca. Las orejas y la nariz en cambio eran gigantescas en comparación con el tamaño de la cabeza. Un temblor eléctrico me recorrió desde la cabeza a los pies ¡Estaba aún más indeciso que antes! Tómate tu tiempo- me dijo el hombre gordo como si fuera la situación más normal del mundo. Cerré mis ojos y así obviar lo grotesco de los dos acompañantes del seboso y pensar nada más que en el juego. Escogí al primero de los seres, supuse que con esos ojos enormes no se le escaparía detalle alguno del 17 partido. Elijo al tipo de la derecha. Impecable. Todos se distendieron, excepto yo. Se sirvieron más ron con bebida cola, papas fritas, maní salado y aceitunas. El hombre gordo fue más allá y cambió la luz de la ampolleta blanca por una violeta. Mi casa parecía casino barato, eso me irritaba muchísimo. Después, con todo el descaro del mundo, sacó un habano cubano auténtico y lo encendió. Sus acompañantes hicieron lo mismo. Empecemos. Las parejas nos ubicamos frente a frente y el hombre gordo tomó el mazo y empezó a barajarlo. Lo hacía con tal habilidad y rapidez que no era capaz de seguir sus movimientos. Arrojaba las cartas al aire, expandía el mazo hasta donde le daban sus brazos extendidos y luego lo contraía hasta ocultarlo con sus manos enormes, como si fuera un acordeón pequeño. Finalmente después de revolverlo en mis narices lo dejó de golpe en la mesa. Corta. Una sonrisa se dibujó en el rostro del panzón. Un entusiasmo repentino me llenó y respondí con mi propia sonrisa. Di vuelta la primera carta. Te gusta escoger el triunfo de entrada, estimado. No dije ninguna cosa. Vi como el gordo repartía las diez cartas siempre dando vuelta la primera de cada jugador, cosa contraria era renuncio. Lo que me había dicho respecto a mi compañero era cierto, el ente no despegó sus ojos de las manos del gordo hasta que éste terminó de repartir. Eso me dejó algo más tranquilo. 18 Adelante. Tú comienzas. Miré mis cartas. Tal como sabía hacerlo las agrupé por pintas. Dejé las cartas triunfo (que en este caso eran los bastos) en la parte inferior de mi abanico y las únicas dos briscas que tenía las dejé a la derecha. Tenía cinco oros. Sabía que si lograba adueñarme del juego de alguna forma podría mandar con los oros y ganar la primera vuelta. El resto de mis cartas eran dos bastos, una copa y dos espadas. Una de las espadas era el tres. Vamos ¿Qué esperas para jugar? Tenía el as de oro para empezar el juego, pero pretendía mandar con los oros así que lo reservé. En vez de eso jugué el siete de copas que poseía, mi única copa. Si mi compañero era listo sabría que no poseía más copas, en la brisca jamás se parte con una carta baja excepto si no se tiene otra carta de esa pinta, o bien si se desea sacar las cartas altas para luego gobernar el juego con alguna carta alta de esa pinta que no sea el as ni el tres. El compañero del hombre gordo cargó con el caballo de copas, mi compañero con el as. El hombre gordo arrojó una copa baja. El tres de copas no apareció en esta jugada. Recogí las cartas de la mesa y las acomodé a mi derecha. Mi compañero se apuró en jugar y lanzó el as de espada. El panzón otra vez arrojó una carta baja. Dudé que hacer. Habían salido dos espadas, yo tenía otras dos, habían seis más en juego. Miré a mi compañero, leí nítido en sus ojos que él no tenía muchas espadas, así que decidí arriesgarme y jugué el tres. El compañero del barrigón entonces jugó el rey de espadas. Eso me dio a entender que el barrigón era quien tenía casi todas las espadas. Comencé a entusiasmarme. Ni cuenta me di cuando ya disfrutaba del 19 juego con un vaso de ron en la mano. Se me olvidó el motivo del partido. Teníamos tres briscas, con dos más de seguro la primera vuelta sería nuestra. Enfilé mi vista hacia la mesa para no perder detalle alguno y no desconcentrarme. Mi compañero ya había jugado el dos de oro ¿Sabría acaso que yo tenía la mitad de los oros? Me dije que eso era imposible, pero bueno, había que probar suerte y cazar el tres dorado. El hombre gordo jugó un caballo de oro, eso hizo que la duda brotara en mí ¿Quién tendría el tres? Al no salir el as (que tenía yo) el hombre gordo podría estar guardándolo, o bien no tenía otro oro que no fuera esa carta alta. No era prudente correr riesgos. Miré el rostro de mi compañero. Debió ser producto de mi imaginación, o que nuestra comunicación era excelente, sólo sé que vi dibujado en ese par de ojos azules inmensos el tres de oro con todo detalle. No cavilé en la explicación y jugué el as de oro, había que asegurarlo, el gordo ya no tenía más cartas de esa pinta. El compañero del gordo jugó una carta sin valor. Teníamos cuatro briscas. El tres de oro es imposible tenerlo, me dije, es el momento de llevar al juego las cartas triunfo. Jugué mi última espada. El compañero del gordo cargó con la sota de espadas. Mi compañero lanzó el dos de bastos. Con eso supe que ni él ni yo teníamos espadas, lo que era un grave peligro para nosotros. Por suerte no ocurrió nada y el gordo jugó otra espada baja. Era un error imperdonable para un jugador experto como yo. Mi compañero me miró. Parecía que sus ojos me traspasaban, dos flechas que se clavaban en las profundidades de mi mente sin que yo pudiera evitarlo. Algo quiso advertirme, algo que no fui capaz de comprender. El 20 hombre desvió su mirada y la dirigió a sus cartas, tomó con sus manos pequeñas y rollizas una de ellas y la tiró a la mesa. Era el siete de oro. En ese instante entendí el objeto de su mirada tan profunda. Adiviné su plan como si lo leyera en un libro abierto. Era un jugador formidable. El gordo lanzó una carta triunfo baja, jugué un oro bajo y el compañero del gordo jugó una espada. Era una jugada muy extraña, teníamos que estar muy atentos con mi compañero y memorizarla, al parecer no era un renuncio, pero podía darse cualquier interpretación. Era evidente que nosotros teníamos el resto de los oros y que ellos tenían el resto de las espadas. Las copas se repartían entre mi compañero y nuestros rivales, en el caso de las cartas triunfo era imposible saberlo. Aún estaban dentro del juego el tres de oro, el tres de copas, el as y el tres de bastos. Si conseguíamos una de esas cartas, cualquiera de ellas, la primera vuelta sería nuestra. El gordo comenzó a sonreír, eso me descolocó un poco. Jugó una espada. No me sorprendí. Di un sorbo a mi vaso y jugué una carta triunfo. El compañero del gordo jugó su última espada, el rey. Nadie juega el rey cuando el jugador anterior a lanzado un triunfo, por eso concluí que era la última espada que poseía. Faltaba que jugara mi compañero. Se hizo un silencio estremecedor y tenso. Observé como clavaba sus ojazos en las cartas, de seguro discernía la carta adecuada a jugar, no tenía más espadas y las posibilidades no eran muchas. Me ponía nervioso. El gordo apoyó el codo sobre la mesa y sobre la palma de su mano dejó descansar su cabeza; con los dedos de la otra mano tamborileaba, era manifiesta su impaciencia. Mi compañero me observó un segundo y suspiró, luego para pasmo de todos puso 21 en la mesa el tres de oro, ¡Era una jugada brillante! El rostro del panzón se descomponía ante el error que había cometido y su compañero arrojaba con rabia a la mesa el resto de sus cartas. Di un grito de júbilo. Los teníamos en nuestras manos ¡La primera vuelta era nuestra! El resultado era aplastante a favor nuestro: Siete briscas contra una. La única brisca que ellos consiguieron fue el as de basto, la carta más alta del juego. Mi corazón saltaba de gozo en mi pecho. Una felicidad auténtica me repletó de un aire nuevo, de bríos nuevos. Con mi compañero éramos una dupla magnífica, un par de brisqueros que sin haberse conocido antes lograban entenderse como de toda una vida. Era pronto cantar victoria, pero al cerrar los ojos ya veía al gordo fuera de mi casa, de vagabundo por las calles. Con rapidez revolví el mazo y proseguir con la paliza. El juego me tenía hirviendo de emoción. Saqué un habano de los que estaban en la mesa, lo encendí y me eché hacia atrás. Era como estar en Cuba, o en un sótano de un barrio de mala muerte en New York, con un montón de dinero encima de una mesa manchada de whisky y una puta cara sentada en tus piernas, o pegándote una mamada de aquellas. Una seguridad furiosa abarcaba todo mi ser. Jugamos la segunda vuelta con la misma brillantez que la primera. Los rostros de nuestros rivales estaban oscurecidos por la derrota, y creo que sus ganas de seguir con el partido se esfumaban con cada carta que recogíamos. El marcador era seis contra dos briscas a favor nuestro, y dos vueltas a cero arriba ¡Una victoria más, y la pesadilla al fin terminaría! Creo que ya es tiempo de jugar en serio. El hombre gordo había dicho esas palabras. Lo miré sorprendido 22 mientras rellenaba mi vaso con más ron. ¿O no, compañero? El compañero del gordo asintió con la cabeza sin decir ni una palabra. Empieza a empacar tus cosas desde ya, es muy difícil que remontes este marcador. Ahora verás de lo que somos capaces. Proseguimos con el partido. Miré como el compañero del gordo revolvía las cartas. Parecía tener mínimo diez brazos, con qué velocidad, elegancia y viveza mezclaba las cartas, ni el jugador de casino más hábil sería capaz de revolverla como lo hacía ese ente de extremidades tan cortas y débiles. Su amigo, mi compañero, lo inquiría, inmóvil como un cactus, y parecía no estar sorprendido. Para finalizar el ente lanzó el mazo entero al aire. Como era de esperarse el mazo se desarmó y las cartas volaron con el impulso. Cuando las cartas empezaron a caer el compañero del gordo, moviendo sus manos con una rapidez indescriptible, las fue cogiendo una a una y en la misma caída armó el mazo de nuevo y lo dejó sobre la mesa con violencia. Estaba anonadado. Mi compañero lo miró sin mover un músculo y cortó el mazo a la mitad. El otro empezó a repartir las cartas sin perder un segundo. Sin darme cuenta tenía frente a mí las diez cartas vueltas hacia abajo, listas para que las ordenara. Observé el rostro del hombre gordo, algo era diferente en él, su cara agria y abatida de antes había dado paso a un rostro luminoso y radiante. El de su compañero también había cambiado, se notaba sereno, sin esa rabia terrible del final del segundo juego. No me explicaba la naturaleza de ese cambio. Si 23 perdían, era ridícula una confianza como esa. Los tres tipos tomaron sus cartas y armaron sus abanicos, el único que aún no cogía las suyas era yo. Fui tomando las cartas y las coloqué en mi mano sin otearlas aún, di varias quemadas a mi habano antes de hacerlo. Clavé la vista en mi juego y descubrí con horror que las cartas ya no eran las mismas, ¡Las cartas habían cambiado! ¿Cómo era posible? Estas cartas eran oscuras, en vez de tener los típicos dibujos del naipe español tenían horribles figuras. Miré con espanto a los demás: nadie se mostraba sorprendido. Antes de que mi compañero iniciara el juego me paré de mi silla y golpeé la mesa con ambas palmas de mis manos. ¿Es que nadie va a decir nada? Las cartas no son las mismas de antes. ¿Cuáles cartas? ¿Éstas?- respondió el panzón agitando las suyas- si el mazo es el mismo del principio. Eso no es verdad. Las cartas anteriores eran españolas. Estas otras me muestran figuras horripilantes. Las pintas de las cartas eran las mismas, era innegable, pero no sus dibujos. Las copas exhibían un color gris y parecían repletas de un líquido como la sangre. Las espadas ahora eran hachas vikingas que brillaban amenazadoras bajo la luz violeta del comedor. Los bastos eran negros y salpicados de agujas lacerantes. Los que más habían cambiado eran los oros: ya no eran oros, eran piedra amatista, piedra amatista reluciente y que sin embargo provocaba escalofríos. Los jinetes se transformaron en seres de gran envergadura, envestidos de armaduras negras macizas, brillantes y terribles como la muerte misma, los ojos de los caballos eran como el rubí y de sus narices salía fuego en todas direcciones. La figura del rey de espada que tenía 24 en mis manos en cualquier momento blandía su espada salpicada de piedras preciosas en la hoja y en el puño y me la clavaba en el corazón. Comencemos- dijo el gordo. Mi compañero inició la tercera vuelta lanzando sobre la mesa el dos de amatista. La amatista empezó a brillar de un color granate intenso al segundo de haber tocado la cubierta, como si fuera una piedra de verdad. No tenía explicación alguna. Era el turno del hombre gordo, este se encorvó ligeramente hacia adelante y arrojó una sota de bastos. Para mi total horror, de la carta se levantó la sota y caminó hasta la carta del dos de amatista y robó la piedra, después volvió hasta su carta quedando en la misma posición. Se me empezaron a ir las ganas de jugar. ¿Qué estás esperando? Es tu turno. ¿Por qué todos siguen jugando de lo más bien?, Me pregunté, ¿Acaso no notan lo que yo noto? Miré mi habano, ¡Claro, el habano! De seguro el habano era el responsable, aparte de tabaco probablemente tenía otra cosa, algún alucinógeno. Los demás debían de estar acostumbrados a sus efectos y por eso no se sorprendían, es más, quizá ni siquiera les afectaba. Lo apagué en el acto y no volví a fumar, sólo me restaba esperar a que la alucinación terminara. ¿Qué tanto esperas? Juega de una vez. Y eso hice. Cargué la sota con el as de oro. Mi actitud cambió, vi con diversión como la gigantesca piedra aplastaba a la sota, reventándola. El compañero del gordo arrojó el cuatro de oro, que corrió la misma suerte. Tomé entre risas las cartas y las dejé a mi lado. El juego me divertía otra vez. 25 Seguí jugando. Miré mis cartas y comprobé que ya no tenía briscas, en este caso- me dije- lo mejor es urdir un plan para llevar al juego las faltantes. Una de las cartas de mi mano brillaba con luz propia, era el mismo rey de espadas anterior. Lo observé con pavor: portaba la enorme espada entre sus manos y sus ojos estaban inyectados en sangre. El rey era perfecto para sacar al juego a las briscas, pues solamente el as y el tres le superaban en valor. En un acto casi impulsivo lo arrojé a la mesa. Era el turno del compañero del barrigón, estaba obligado a cargarme. El as de espada fue jugado, nada que hacer, el rey fue decapitado ahí mismo por una inmensa hacha que salió de la carta. Mi compañero arrojó el cinco de espada, corrió peor suerte, fue descuartizado. El gordo aprovechó la circunstancia y jugó el tres. Una amplia sonrisa iluminó su rostro rechoncho. El juego empezaba se nos ponía cuesta arriba. El gordo reanudó el juego por medio del as de copas. Cuando lo hizo, gotas de sangre cayeron de la copa y se derramaron en la mesa. Di un vistazo a mi juego, tenía dos copas de valor bajo y jugué una de ellas sin más; al hacerlo se volcó todo el contenido de ella y quedó vacía. El compañero del gordo aprovechó la buena racha y jugó el tres. El rostro de mi compañero empezaba a descomponerse, cuatro de las briscas ya estaban en poder de nuestros rivales. La tercera vuelta la perdimos indefectiblemente. Y también la cuarta. Estábamos empatados. Ni en mis peores cálculos imaginé que llegaríamos al quinto juego, a juzgar por los dos juegos iniciales donde arrasamos con ellos. ¿En qué momento cambiaron tanto las circunstancias del 26 juego?, Me cuestioné , ¡Maldito gordo! Como deseaba que se fuera de mi casa y me dejara en paz. Había que seguir con la partida para conseguirlo, estaba convencido que en el quinto juego no tendríamos problemas. Vi el rostro de mi compañero, notaba ausencia, sus ojos ya no brillaban como antes ¿Qué le sucedía? Al fin y al cabo era amigo del gordo, quizá estaba confabulado con él. Concluí que no podía confiar en su lealtad, el partido en el fondo era uno contra tres. Y aunque así fuese no pensaba dejarme vencer, como sea me quedaría con mi casa, y libre. Le tocaba al hombre gordo el turno de repartir las cartas en el quinto y definitorio juego. Tal como lo pensé, el habano fue el culpable de las alucinaciones y de la anterior derrota; ahora miraba las cartas y eran tan normales como en los dos primeros juegos. Las ordené y planeé mi estrategia. Tenía dos briscas: el as de basto y el tres de copas; la carta triunfo era el oro, y poseía tres de ellas. Necesitaba tener muchísimo cuidado, no iba a jugar carta alguna sin antes estudiar bien el escenario. Observé a mi compañero, nuestra comunicación estaba quebrada sin lugar a dudas; ya no podía ver en sus ojos las cartas que tenía y él tampoco podía adentrarse en mi interior para conocer mis pensamientos. Como dije, iba a jugar solo la última vuelta. Tenía el rey de espadas y lo jugué como carta inicial. El compañero del gordo jugó una espada de menor valor y mi compañero hizo lo mismo. El gordo jugó el as de espadas y recogió. Al analizar la jugada saqué la conclusión que el barrigón poseía el tres porque ni su compañero ni el mío cargaron cuando tenían la obligación de hacerlo. Estaba dispuesto a quedarme con esa brisca, esa era la carta clave para ganar. El gordo jugó el as de copas y yo jugué el cinco de copas. El 27 compañero del gordo jugó el rey de copas y el mío el seis de copas. Aún no lográbamos recoger ninguna carta. Comenzaba a preocuparme. La cara de hilaridad y el aplomo de hierro del gordo me irritaban de sobremanera. Con una sonrisa que me parecía patética lanzó el rey de copas. No pude dejar de sentir frustración, tenía que cargar o bien era renuncio de mi parte. Mi corazón me latió a mil Hertzs cuando arrojé el tres de copas. El gordo me quedó viendo como si hubiera visto el demonio a mi lado. El compañero del seboso jugó la sota de copas. Mi compañero no me quitaba la vista de encima, tomó su vaso de ron con toda la calma del mundo y se lo bebió de golpe. Yo también le devolví la mirada. El brillo de sus ojos azules era igual al brillo que producían los rayos del sol al acariciar la superficie del mar. Estaba absorto, me adentraba en su misterio azulado, era la primera vez en todo el juego que yo me adentraba en su interior. Algo fulguraba en el fondo de sus ojos, me acerqué más y pude ver algo así como un cofre dorado. El cofre se abrió ante mi presencia y dentro de él había una carta: el dos de oro. De golpe volví en sí y alcancé a observar cuando mi compañero tiraba esta carta sobre la mesa y ganaba el tres de copas para nosotros ¡Estábamos en carrera de nuevo! Había revivido. Mi compañero no perdió tiempo y jugo el rey de bastos, ¡Cómo jugaba el tipo! Volví a confiar en él, me sentí pésimo por haber dudado de su lealtad. Él, con sus ojos capaces de escudriñarlo todo, debía intuir mi arrepentimiento. En la mesa cayó el tres de bastos. Mi corazón al ver dicha carta empezó a zapatear como una pareja de baile de cueca en fiestas patrias. Rápidamente arrojé el as para asegurar nuestra victoria. Pegué mis ojos en la mesa y recé para que el gordo tuviera un basto, ¡Con uno pasábamos a la 28 delantera! Con furor celebré cuando el seboso tiró con enfado el cuatro de bastos ¡Estábamos tres briscas contra dos! El juego prosiguió con tensión y vértigo. Al cabo de un rato estábamos cuatro briscas contra tres a favor. Sólo faltaba el tres de espadas, estaba segurísimo que el hombre gordo tenía la carta, nadie más podía tenerla. Jugaba yo. Durante todo el encuentro guardé una espada justamente para forzar este momento. Era la última vuelta. No esperé más y puse en juego mi sota de espadas, era la última espada en participación además del tres. Tal como supuse el compañero del gordo jugó un triunfo, era lo lógico. Mi compañero debía de jugar un triunfo más alto según mis cálculos, y el gordo tenía que arrojar su tres de espadas que tanto cuidó. Vuelvo a repetirlo, con mi compañero éramos una dupla formidable. Tuve muchas parejas de brisca y gané muchos campeonatos con ellas, pero ninguno de mis ex compañeros había sido tan hábil como este. No quería perderlo como jugador de ningún modo, ya estaba pensando ofrecerle participar conmigo en los campeonatos venideros una vez que hubiéramos despanzurrado al gordo maldito. Lo miré y sonreí y él, por primera vez en todo el partido, dejó ver un atisbo de sonrisa, no con sus labios, si no con sus ojos. Con sus ojos lo decía todo. Tenía los nervios de punta. Un dolor en el costado izquierdo de la espalda empezó a torturarme, luego se trasladó al bajo vientre. Parecía que mi cabeza se hinchaba y que en cualquier momento explotaría. Mi compañero aún no jugaba y ya parecía una eternidad la espera. Movió sus brazos cortos con lentitud y dejó la carta volteada boca abajo en la mesa. De pronto sus ojos se llenaron de tristeza sin 29 que yo entendiera el motivo. De sus ojos cayeron dos lágrimas tan grandes como pelotas de pin-pon y la volteó. No puedo explicar la pena, el dolor, la frustración y la rabia que me azolaron al ver la carta que era. ¡Renuncio!- gritó el hombre gordo a todo pulmón. Eso era precisamente, un renuncio de mierda. ¡Ahora serás mi esclavo, estimado! Acuerdos son acuerdos y el juego fue justo. Ustedes perdieron por descuidados. No me cabía duda que los tres habían preparado esta trampa desde el principio, pero ya nada podía hacer. Me sentía tan abatido que no quise luchar, tampoco quise desconocer el acuerdo. Me convertiría en esclavo, una persona sin derecho a opinión ni ha decisiones propias. Mi vida no tendría otro fin que servir a un amo déspota que un día llegó y se apoderó de todo lo que era mío. Vi con la tristeza más amarga como el gordo abría cajones y sacaba el resto de mis pertenencias y las dejaba arrumbadas junto a la puerta de calle. También vi, sin mover un dedo, como sus invitados tomaban mis cosas sacadas por el panzón y las destruían, para borrar los vestigios de mi existencia. Guardaron ropa nueva en los roperos, pusieron otras cortinas y cuadros, cambiaron los muebles de posición y colgaron fotografías del gordo. El mundo se empezaba a transformar en algo oscuro, sin que lo oscuro empezara realmente aún. No noté cuando el hombre gordo, después de transformar mi casa, se aproximó a mí para decirme algo. Prepárate, porque desde mañana te levantarás más temprano. 30 Parte cuatro: Doble trabajo El proyecto del edificio de Viña del mar había comenzado. Se contrató a tres personas para que me ayudaran con el entubamiento y cableado. Tres personas eran muy pocas, pero el dinero no alcanzaba para contratar a más gente. El ingeniero a cargo me entregó los planos y me señaló, según avanzaban las obras de construcción, por donde debía empezar a cablear. Teníamos plazo de un mes para entregar el proyecto completo, sujeto eso sí, a cualquier eventualidad. Se aprobó el presupuesto que sugerí y se compraron los materiales que indiqué. En la primera semana todo avanzó de forma normal, incluso el hombre gordo ponía de su parte. Algunas veces con ironía me llamaba “hijo”, como si fuera el pastor de alguna congregación religiosa, o, en un acto de ironía de lo más abyecto, para refregarme en la cara su control absoluto sobre mí. Otras veces me sometía a las peores humillaciones que pueda someterse a un ser humano y, lo peor de todo, es que disfrutaba haciéndome sufrir. El día tenía una estructura bien definida: me levantaba una hora antes de lo acostumbrado y le preparaba el desayuno, a veces se ponía exigente, pero nada podía hacer al respecto. Salíamos juntos a trabajar, yo pagaba su pasaje y se bajaba donde mismo me bajaba yo. Sólo en ese momento nos separábamos, por ocho horas no veía su cara repugnante. En las tardes, al llegar, él ya estaba en casa, echado en el sillón, comiendo cualquier chatarra y cambiando con desgana el canal del televisor. Tenía que tirar sus sobras y lavar los cubiertos que ocupaba, también limpiar la casa y planchar su ropa. 31 Sus invitados llegaban a veces, con ello se triplicaba mi trabajo y debía tragarme las ganas de mandarlos a la mierda. Algunos días me acostaba después de las doce P.M y a las 6 A.M del día siguiente ya estaba en pie. Ni el fin de semana podía descansar. En esos días el gordo exigía labores completas, tenía que estar dispuesto y con la cara llena de risa para atender a sus secuaces durante sus juergas nocturnas. El poco tiempo libre que me quedaba lo ocupaba para dormir. Dormir era lo único que me permitía escapar y olvidar mi realidad de pesadilla. Tarde o temprano lo eliminaría de mi vida. Así llegó otro día lunes. Estaba agotado por el fin de semana lleno de trabajo ordenado por el gordo. Con mucho esfuerzo me levanté e hice lo acostumbrado. Fui a buscar la ropa nueva que había comprado para vestirme y no la hallé, en lugar de mi ropa encontré sólo ropa del panzón. ¿Dónde está mi ropa?, me pregunté. Supuse quien era el responsable. Herví de rabia y por primera vez perdí el respeto de esclavo. Entré con violencia a la pieza y lo desperté de una patada. ¿Dónde escondiste mi ropa? Recordé que intentó tirar mis pertenencias cuando llegó, y que tiró todo cuando se instaló definitivamente. Esperaba que esta vez no lo hubiese hecho. La tiré. ¿La tiré? ¿Quién mierda te has creído que eres? El dueño de esta casa, y tú eres mi esclavo. Ya te comprarás más ropa, hijo. ¿Puedes traerme mi desayuno? Era cierto, la obra. Como todos los lunes irían los inversionistas a 32 inspeccionar los avances y mi rostro tenía que exhibir la más zalamera de las sonrisas. Después de la revisión tocaba tirar el cableado del segundo piso. Si todo avanzaba según su curso normal, a media tarde tendría que estar colocando los enchufes y los automáticos del primer piso. Esta fue una exigencia: todas las oficinas debían tener automáticos propios pues no era una, sino varias empresas ocupantes, y todas tenían que tener cierta independencia para evitar caídas de tensión masivas. Miré al hombre gordo y caminé al baño para afeitarme. Prepáratelo tú. Ya no pienso seguir tus órdenes. ¿Escuchaste, seboso? Perdón ¿Qué me dijiste? Lo que oíste, sordo. Esto se acabó, hoy mismo te saco de acá. A mi máquina de afeitar eléctrica le faltaba una de las cuchillas, así que tuve que afeitarme de la forma tradicional. Por culpa de mi nula habilidad con la hoja normal me corté tres veces, nada grave, aunque se notaban las cortaduras. Luego fui hasta el closet y con todo descaro busqué algunas prendas del gordo. Seleccioné las que más se acercaban a mi talla y me las puse. La polera pasaba desapercibida, y gracias al abrigo disimulaba su anchura. El pantalón me lo puse con un cinturón, como yo no usaba tomé uno de los del gordo y le hice un par de agujeros más. Se veía ancho, pero tampoco parecía niño pobre de telenovela mexicana. Trato de poner mi mejor voluntad, hijo, y te comportas de esta manera. Di lo que quieras, mejor comienza a empacar. Me prometí que todo cambiaría a contar de ese día. Ignoré al panzón y a sus amenazas por completo, ni siquiera lo esperé, salí con autoridad de mi 33 casa y me fui a trabajar. Después de una jornada laboral exitosa, meditaba mi plan camino a la obra, me ocuparé de ponerlo de patitas en la calle, robaré su falso título de propiedad y se lo romperé en la cara, luego tomaré todas sus pertenencias y las arrojaré a la basura sin ningún remordimiento. Posteriormente iré al cerrajero y cambiaré todas las chapas de las puertas y de las ventanas. El maldito grasiento será expulsado y nunca volvería a poner un pie en mi propiedad. El día pudo haber transcurrido en forma normal, a no ser por un pequeño inconveniente: faltaron materiales. Mi jefe me reprendió con la misma severidad de siempre, o sea, a grito histérico, ya que esto significaba pérdidas, que de nuevo lo hacía gastar por mi ineptitud, que nuestro margen se reducía con estos gastos imbéciles y que la empresa no estaba para soportar este tipo de costos y que me lo descontaría de mi bono por caso de éxito (yo también suponía que la obra sería un éxito, no tenía motivo para suponer lo contrario). Como siempre no supe que decir y tuve que admitir mi error y bueno, el asunto no pasó a mayores y al día siguiente mi jefe aseguró que tendría mis materiales faltantes. A pesar de esto mi ánimo seguía positivo, pues eliminaría al invasor de mi vida para siempre aquella tarde, sin pretextos ni demora, por las malas, de forma definitiva y sin compasión, que bien me sentaría gozar de la libertad otra vez. Antes de irme a casa pasé por fuera de un local de máquinas traga monedas. Hice sonar las monedas que tenía en el bolsillo despacio, luego un poco más fuerte. Me paseé de un lado a otro un buen rato, odiaba las apuestas, pero tenía una duda que resolver y ese era el momento 34 de hacerlo. Mi idea era saber que sentían las personas que pasaban metidas en esos antros de perdición tirando su dinero. Me interesaba conocer sus motivaciones, sus esperanzas, ver sus caras mientras el demonio de las apuestas los poseía. Entré. Estuve más menos tres horas jugando; entre ganar unas veces y perder otras gasté más dinero de lo que esperaba, aunque muy poco. Las máquinas, llegué a esta conclusión, están hechas para engañarte, te hacen creer que eres el mejor, que tienes suerte, que el éxito te acompaña y cuando estás indefectiblemente atrapado en sus redes te cazan como si fueras una mosca, te inyectan su veneno pero no te matan, te dejan vivir, y este veneno inoculado en tu sangre te adormece de a poco, no te produce ningún dolor, al contrario, es un placer casi infinito, un conjunto de imágenes infinitas, el placer de ganar, de ser mejor que el otro, de tener más que el otro y darte alguna vez en tu vida pequeños placeres, un placer de ciudad y de taxi, de luces de neón y de algún trago caro y único, y de alguna puta que te espera afuera y de algún perro que quiere asaltarte, o seguirte, y ver si te animas y le compras algo de comer. Pero entonces quieres escapar de la red y es en ese momento cuando te percatas que estás atrapado, y aunque quieres salir no puedes, quieres jugar otra partida, quieres que la araña te inyecte más veneno y así perder la noción del tiempo y olvidar que eres pobre o creer por alguna vez en tu vida, como una especie de masaje al alma, esa alma tuya desgraciada que adolece de triunfo que eres, aunque tú sabes que no es así o que quizá sí es así y no lo sabes, alguien con suerte. Di una oteada al reloj, era tiempo de irse. Apuré mis pasos a la casa. Frente a la puerta saqué las llaves y las introduje en la cerradura. Traté de 35 hacerla girar pero no pude. Lo volví a intentar pero nada ocurrió, luego otra vez pero tampoco dio resultado. El gordo me observaba desde la ventana con una cara llena de hipocresía. El asunto estaba más que claro. ¡Infeliz! ¡Cómo te atreviste! A las once de la noche se cierra el conventillo, hijo. Luego de esa hora nadie puede entrar. ¡Ya verás! Junté todas mis fuerzas y pateé la puerta hasta que caí rendido de cansancio. Miré a la ventana, el hombre gordo desaparecía. Posteriormente escuché pasos aproximarse. ¿Quieres entrar?- preguntó el gordo del otro lado de la puerta. ¡Es mi casa, déjame entrar ahora mismo! No es tu casa ¿Recuerdas? No volveré a aguantar que te vayas por ahí de farra ¡Tienes mucho que hacer! Al diablo. ¿Me quieres hacer enojar? Golpeé la puerta con mis puños todo lo que pude. Las llaves aún estaban puestas en la cerradura. ¿Quieres llamar la atención de los vecinos? Me detuve y miré hacia atrás. Desde la casa de enfrente una vieja chismosa me observaba de forma tímida y desconfiada (me estaría confundiendo con un ladrón) y oculta tras la impunidad de una ventana. No quería que llegase a llamar a la Policía, lo mejor sería engañar al gordo y fingir 36 mi capitulación. De acuerdo, no volveré a rebelarme contra ti, amo. Así me gusta. No te mandas solo. Puedes entrar. Al instante se abrió la puerta. El hombre gordo no estaba tras de ella. Entré furioso. Hirviendo de ira fui hasta el living y allí lo encontré: bebía cerveza como un camello mientras veía la televisión. Me arrojé con la intención de machacarlo hasta pelarme los nudillos, pero lo único que conseguí fue azotarme contra el sofá. Para mi completa incredulidad el gordo estaba de pie tras de mí como si nada. No supe cómo diablos hizo para moverse tan rápido. Volví a arrojarle un puñetazo, pero el seboso otra vez se esfumó. Ahora estaba parado en la entrada de la cocina, riendo. Juro por Dios que no lograba comprender lo que sucedía. Mejor compórtate- me dijo- no quiero tener que azotarte. ¿Cómo logras moverte tan rápido? Mira- dijo enseñándome una mejilla- La hoja de afeitar estaba demasiado filosa, me corté. Algo no encajaba. Miré a mi alrededor preso de un miedo repentino, ahí estaban los sujetos del partido de brisca y otro más. Este último sujeto era tan delgado que se le notaban todos los huesos del cuerpo. Ni creas que atenderé a tus amigotes ahora, gordo. Imágenes de la obra llegaron de un soplo a mi mente. Había puesto un automático de diez amperes en cada oficina del primer piso, según mis cálculos, esto era suficiente para resistir el consumo eléctrico. El hombre delgado se aproximó a mí y sacó algo de un bolsillo de su abrigo largo (se 37 vestía de la misma manera que los otros dos individuos) y me lo entregó: era un automático de quince amperes. Me quedé quieto observando el automático y luego miré al flaco, su rostro denotaba mucho agotamiento, con esas ojeras tan prominentes y esa piel tan pálida como de enfermo. Apreté con fuerza el aparato y lo arrojé al sofá sin quitar la vista del hombre gordo. Desde hoy ellos tres vivirán con nosotros. Es una buena noticia ¿No crees? Los enchufes me preocupaban, ignoraba si los había puesto. La concentración en mi parte me impidió supervisar dicha tarea, además era la hora de salida. Revisaré eso con cuidado en la mañana, me dije, luego respondí. Ni lo sueñes, no pienso tolerar esto. ¿A qué quieres jugar, hijo? No pregunté si estabas de acuerdo o no. Al decir esto los dos jugadores de brisca me sujetaron de los brazos con fuerza y el hombre flaco se subió a mi espalda. A pesar de ser tan delgado pesaba más que una montaña. Me sentía ahogado bajo su peso monstruoso. Se afirmaba de mi cuello con sus manos largas, frías y huesudas y formaba un anillo en mi cintura con sus piernas flacas como un alambre. La presión era tal que temí desmayarme en cualquier momento. El rostro del hombre gordo se acercó tanto al mío que podía respirar de su propia exhalación. Mi amigo tiene problemas para caminar, serás su burro de ahora en adelante. Me sacudí lo más que pude tratando de liberarme. El hombre flaco me apretaba más y más. Me arrojé de espaldas contra las paredes, contra el sofá 38 para hacerle daño y forzarlo a soltarme, pero nada hacía que aflojara el cinturón de hierro que ceñía alrededor de mi cuerpo. Bajé los brazos, exhausto, mas no disminuyó mi espíritu de lucha. ¡Por favor, amo! ¡Dile que me suelte, ahora! En ese momento mi espalda crujió como tablas viejas. Mis piernas languidecieron y tuve que detener mi resistencia. Estas cansado, hijo. Mi cuerpo se sentó solo. Una tela brumosa y delgada me cubrió los ojos. A través de ella observaba los talones de mi verdugo enterrados en mi estómago. Me producían un dolor increíble. También sentía la presión de sus manos agarradas a mi cuello. A mi alrededor los amigos del gordo bebían y fumaban habanos como si estuvieran en Las Vegas. Música ranchera y cuecas llegaban a mis oídos quien sabe de dónde. De nuevo alumbraba la misma luz violeta del juego de brisca. Ignoraba si era verdad o producto de mi situación, pero vi con horror a los acompañantes del gordo transformarse en cerdos monstruosos. Tenían colmillos amenazantes y brillantes, se revolcaban en la alfombra como si fuera lodo, arremetían furibundos contra los muebles y lanzaban fuego de sus ojos rojos. Tuve una última visión ridícula antes de perder el sentido: el hombre gordo tenía el rostro bañado por un mar de lágrimas. 39 Parte cinco: El juego de pool El hombre delgado ni para dormir disminuía la fuerza con que me torturaba. No pude pegar un ojo durante esa noche y cada cierto rato las lágrimas me brotaban llenas de amargura. Los ronquidos bestiales del gordo se oían por toda la casa y acrecentaban mi angustia. Sus invitados dormían juntos, improvisaron una cama en la alfombra, justo a mi lado, y también roncaban como osos. Cuando al fin lograba conciliar el sueño sonó el despertador. Enceguecido por la rabia lo tomé y lo arrojé con fuerza contra la pared, ¡Si tan sólo pudiera dormir un par de horas más!, grité. Me levanté. El flaco no se despegó de mi espalda ni cuando me duché. Miré mi rostro en el espejo del baño: estaba demacrado y macilento, sumido en la oscuridad más tenebrosa. Me afeité, tal como hace días atrás me corté. El gordo, para mi sorpresa, no se despertó exigiendo su desayuno, me importaba una mierda en todo caso. Comí lo que encontré y salí a mi trabajo. Al llegar a la obra, sin que llegara a sospecharlo, el flaco se bajó de mi espalda y se perdió en sentido contrario. ¿Por qué me deja así, de pronto?, me pregunté extrañado, lo ignoraba por completo, pero que importaba, si lo importante era que al fin me había liberado. Me es indescriptible describir la sensación de libertad que eso significó para mí. Entré con un brío renovado y me enfoqué en realizar el trabajo pendiente: revisé los enchufes puestos el día anterior, estaban bien, al igual que el cableado de los automáticos. Después fui hasta el segundo piso a comenzar con la puesta de switchs y protecciones. Mis ayudantes me miraban atónitos, lo único que atiné a decirles fue que no se 40 relajaran y siguieran mi ritmo. Así pasó el resto del día, sin novedad alguna. A la salida fui hasta el centro de la ciudad para despejarme. Entré en una galería y animado por un aroma delicioso a galleta recién horneada compré medio kilo de ellas, después fui hasta la conocida esquina seiscientos sesenta y seis (pregúntenle a cualquier viñamarino dónde está esa célebre esquina) a beber una cerveza en mi boliche preferido, quería llegar lo más tarde posible para no ver al hombre gordo ni a sus invitados odiosos. Luego de beber la cerveza caminé sin rumbo por el centro, hasta que mis pies me llevaron a una casa de apuestas. Continué con mi experimento social: pedí un programa y me dediqué a mirar las carreras de caballos que se mostraban en la pantalla. Supe casi por arte de magia que “Zeus, el dios del rayo” sería el ganador de la próxima corrida. Me acerqué a la ventanilla a apostar todo lo que tenía a ese corcel. El cajero era un hombre delgado hasta los huesos que, cuando me vio, me regaló una sonrisa desdeñable. ¡No puede ser! Me dije. Aterrorizado viré en dirección contraria, salí del antro de vicio y me eché a correr con toda mi energía hacia el centro de la ciudad. Seguí corriendo por calle Valparaíso hasta llegar a calle Villanelo. Sin dudarlo atropellé a la banda tropical y al público que allí se ubicaban por las tardes para abrirme paso y salté a los estacionamientos del estero Marga-marga. Un poco más adelante había un circo que se llamaba “Circo del silencio”. Pasé furibundo por entre la carpa y no me detuve ni un sólo momento hasta que estuve bajo el puente Libertad y ahí me quedé, apoyado en uno de los pilares, rendido de cansancio. Miré hacia atrás, el flaco no me seguía. Esperé un par de minutos más y subí a la calle. Al llegar arriba sentí 41 como dos manos me aprisionaban el cuello y dos piernas formaban un círculo alrededor de mis costillas. Era inútil huir, u oponer resistencia. ¿Qué pretendías? Tus deberes te esperan, esclavo. ¿Por qué me haces esto? Lleno de tribulación empecé a llorar. Vámonos a casa. Obedecí, no tenía más alternativa. En la que fue mi casa estaba el hombre gordo esperándome con un montón de ropa para lavar y otros quehaceres. El peso del flaco había aumentado y con mucho trabajo lograba mantenerme de pie para realizar las labores que exigían mis esclavizadores. Ellos mientras tanto se divertían: jugaban a los dados, al dominó o a las cartas, bebían y comían groseramente, veían películas. Algunas veces me invitaban a jugar, trataban de hacerse los amables, sin embargo me negaba, ¡No iba a fraternizar con el enemigo, y menos si eran una tropa de viciosos! Era entonces cuando estos esperpentos, heridos en su ego por mi negativa, duplicaban mi trabajo. Además de limpiar, lavar, planchar y cocinar también me obligaban a rellenar sus vasos con ron si se les acababa, encender sus habanos si se les apagaban, prepararles emparedados si sentían hambre, ¡Hasta recoger las aceitunas que se les caían al piso! ¿Puedes sacarme los zapatos, hijo?. No tienes idea como me duelen los pies. Eso era una provocación evidente y una humillación. No estaba dispuesto a tolerarlo. ¡Eso sí que no, gordo miserable! No pienso dejar que me humill... 42 No terminaba de decir estas palabras cuando el flaco sobre mi espalda me apretó con tal energía que estuve a punto de perder el conocimiento. Recuerda que eres un esclavo, no es bueno no querer obedecer. No me quedaron ganas de rebelarme de nuevo. Por suerte a las doce de la noche el gordo y sus invitados se fueron a dormir y entonces recién tuve tiempo para comer, y llorar entre las sábanas. Así transcurrían los días: Me levantaba a tropezones, me vestía y me aseaba a medias (a veces ni siquiera me afeitaba). Salía a trabajar, camino al trabajo el flaco se bajaba de mi espalda y se perdía, realizaba mis labores a duras penas, luchaba contra el sueño y contra el abatimiento que atiborraban mi cuerpo y mi mente. A la salida del trabajo el flaco, puntualmente, me iba a buscar donde yo anduviera. Los primeros días intenté escapar, pero siempre me atrapaba sin saber cómo. Nunca lo veía perseguirme, siempre se quedaba ahí, en su lugar, con su sonrisa sarcástica. Otras veces caminaba más e intentaba perderlo por otro camino, no obstante también lograba encontrarme, ¡Maldito flaco! Al llegar a casa con él a cuestas debía atender al gordo y realizar los quehaceres de la casa, todo tenía que quedar pulcro y ordenado. A las doce de la noche, ni un segundo más y ni un segundo menos, el gordo y sus invitados detestables se iban a dormir. El hombre flaco en mi espalda también se dormía a esa hora, mas no menguaba la fuerza de su círculo de hierro. En la soledad de mi cama lloraba, lloraba con la tristeza más amarga hasta quedarme dormido. Al día siguiente la misma historia, el infierno se repetía en un bucle sin fin. Intenté muchas veces comentarlo con algún compañero de trabajo, incluso con mi propio jefe, pero temí ser tomado por 43 loco: ¿Quién podría creer una historia como ésta? ¿Quién sería capaz de tener en su casa a un hombre que de un día para otro invadió tu hogar y te hizo su esclavo? ¿Quién sería capaz de resistir los vejamenes a los que me sometían? ¿Quién aguantaría tenerlos más de un día sin darles una paliza y expulsarlos? ¿Por qué no llamar a la policía y denunciar al criminal? ¿Por qué no buscar ese título de propiedad falso y destruirlo? ¿Por qué no echarlo sin importarme nada? ¿Por temor? No tenía una respuesta que me convenciera, simplemente me dije que era un cobarde de mierda. Tenía que idear una forma de escapar y de denunciarlos a la policía, de lo contrario terminaría muerto; o bien sacarlos de mi casa con mis propias manos. Por otra parte la obra estaba a punto de concluir. Faltaban unos cuantos detalles de tipo estético, nada que impidiera el funcionamiento correcto de lo hecho. En una semana más se entregaría el trabajo. Un día como cualquier otro me llevé una sorpresa gigantesca: el flaco no estaba esperándome. Miré a todas partes incrédulo, ningún rastro del infame, ni su sombra. Sí, me hallaba solo. Lleno de dudas me pregunté si de verdad habrá decidido dejarme en paz, no quería cantar victoria antes de tiempo, pero me fue imposible evitarlo. Lleno de hilaridad anduve de aquí por allá, era maravilloso sentir mi espalda libre del peso abominable del flaco, sonreía al cielo como un demente, saludaba a cada transeúnte que pasaba junto a mí, hasta que sin darme cuenta mis pies me llevaron a un local de pool ubicado cerca del casino. Entré. Me quedé quieto y observé, todas las mesas estaban ocupadas, excepto la que se encontraba en el sitio más recóndito. Detestaba el pool y a los delincuentes que les gustaba. Alguien tocó mi espalda en ese 44 momento. Me volteé al sentir el contacto. Hermano, pasaba por aquí y me dieron ganas de jugar una mesita de pool, pero no tengo con quien. Si no le molesta podemos jugar juntos. Lo siento, amigo. No me gusta esta clase de juegos. ¿Pero entonces por qué está aquí, hermano? Sólo un rato, hasta que llegue alguno de mis amigos. De acuerdo, pero que quede claro que solamente jugaré hasta que consigas otro jugador. Pero claro, hermano. Fuimos a la caja y pagamos la mesa por una hora. El cajero, un hombre gordo y con barba nos pasó las bolas y la tiza de forma despectiva y siguió viendo en la tele un partido de fútbol. Buscamos los mejores tacos y nos dispusimos a jugar. ¡No lo haces nada de mal! Tu tampoco. Lo observé, su apariencia era extraña. Era más menos de mi porte, cabello largo y liso hasta los hombros y usaba gafas oscuras. Su vestimenta consistía en una polera de The Beatles algo desteñida, jeans rasgados y zapatillas de lona marca Converse. Lo extraño del sujeto eran sus manos: largas como las de una mantis y cubiertas por mitones negros. Durante lo que iba de partido jamás se sacó los mitones ni las gafas. Con esos mitones no sabía cómo hacía para tomar el taco con tal destreza y pegarle a las bolas. Como fuese, a mí no me gustaba perder, me exigí al máximo para equiparar la cuenta. 45 Deberíamos ir por una cerveza, hermano. No lo creo, está prohibido. ¿Prohibido? Mira bien. En efecto. Todos los jugadores bebían cerveza. De acuerdo. Fui al boliche de al lado y compré dos cervezas de litro. Le pasé una al tipo extraño mientras abría la otra. El tipo dio un sorbo largo y seco a su botella. Bueno, hermano, es hora de jugar en serio ¿No crees? Demos por terminado el calentamiento, si ambos sabemos que podemos jugar mucho mejor que esto. Al decir eso colocó su botella en la orilla de la mesa y se sacó los mitones. ¡Qué horror! ¡Tenía siete dedos en cada mano! Su pulgar era tan largo como mi cordial y grueso como el dedo gordo del pie. El resto de los dedos eran tan largos que, extendidos, hubieran cubierto la mitad del mango de una guitarra. Bueno, veamos quien parte. Dudé por unos instantes. Empecé a sudar por las manos y por las sienes, la deformidad de mi adversario me producía cierta inquietud e incluso pensé en abandonar el partido. No lo hice, un juego era algo sagrado para mí .y era imperdonable que lo dejara sólo por el hecho de que mi rival tuviera unos cuantos dedos más en las manos. Mi rival, en un gesto amable falaz, me entregó la partida. La bola número uno quedó bastante inaccesible, tendríamos que trabajar muy duro para poder embocarla. Después de varios golpes del taco yo fui quien logró echarla en la 46 butaca, y no tan sólo la bola uno, si no que la nueve, la dos y la diez. Tenía dos colores a mi haber y mi adversario ninguno. La sonrisa del principio se le perdía del rostro. Es pura suerte, la suerte siempre favorece al más débil. La suerte es cuando combinas la preparación con la oportunidad. Necesito más cerveza. Fui a comprar más cerveza. El muy idiota había llamado “suerte” a mi técnica. Será medio ciego, pensé, no ve o no quiere ver mi gran forma de jugar. Él, con sus manos largas y monstruosas, no era capaz de equipararme y como todo buen jugador en apuros se excusaba en eso de la suerte. El juego continuó en la misma tendencia: el tipo tuvo mucho éxito en lograr embocar la bola tres, pero yo sin querer le arruiné ese color embocando la bola once en una butaca, mi intención no era esa, era hacerme de la bola doce porque ya tenía la bola cuatro adentro. Después de algunas jugadas grandiosas (el sujeto no era un jugador ordinario, podía vencer a cualquiera sin duda alguna, excepto a mí) logré cachar la bola doce y además me embolsé la bola cinco y la trece. Mi rival se hizo con la bola seis y la catorce, las últimas, sólo quedaba la bola ocho en la mesa y yo, por medio de mi golpe más vistoso, la envié a una butaca como si fuera la cosa más fácil del mundo. Me venciste, no pensé que fueras tan bueno. Nadie me gana en el pool. ¿Te parece si jugamos otra partida, hermano? Quedan treinta minutos, juguemos. 47 Pero esta vez me gustaría que jugara otra persona más. Tres sería aún más interesante. Por mí no hay problema, pero ¿De quién se trata? ¿Es el amigo que esperas? De él. El tipo señaló la entrada. Con horror divisé que el otro jugador se trataba de mi peor pesadilla. Ahí estaba con su delgadez extrema, sus ojos rojos y sus manos dispuestas a asfixiarme hasta morir. Lo entendí todo enseguida: en efecto, eran amigos. Y si eran amigos entonces también lo era del gordo y de los jugadores de brisca. Mi estómago se apretó como la escotilla de un submarino. Sudaba. Mis pies trastabillaron mientras tiraba el taco sobre la mesa con furia e impotencia. Miré a todos los presentes: habían detenido su juego y me observaban entre risas. Pude reconocer en la mesa del medio a los jugadores de brisca, el blanco y el moreno. Más allá otro individuo, que tenía la cara como la de un caballo, me ofrecía el taco que portaba en sus manos que parecían pezuñas. Desde la izquierda un hombre vestido de bufón hacía malabarismo con unas bolas y usaba su lengua gigantesca y puntiaguda para lanzar las bolas al aire. Con el más terrible de los espantos noté que el cajero era nada más y nada menos que el hombre gordo. ¡Todos se conocen, maldita sea! ¿Por qué me hacen esto? ¡Están coludidos! Eres nuestro esclavo, no permitiremos que nos abandones. Y que importa, hermano. Si lo que importa es jugar y ganar. Eres nuestro. Nuestro. ¡Ja ja ja! 48 Un coro de risas martilleó en mi cerebro y me hizo caer al suelo. En mi desesperación coloqué mis manos en mis orejas para no oír sus burlas pero era inútil, sus risas llegaban directamente a mi mente como la peor tortura. Me revolqué en el suelo abrumado por el sufrimiento y grité para ahogar el sonido de sus risas con mis propios gritos. Mi cuerpo entero fue abatido por aquellas carcajadas macabras que destrozaban mis nervios. En un arrebato final tomé dos tacos y me arrojé contra el gordo con el propósito de rompérselos en la cabeza y así terminar con el suplicio. Antes de que pudiera hacerlo ya tenía al flaco montado en mi espalda y a los jugadores de brisca transformados en cerdos furiosos rompiendo con sus colmillos a destajo las mesas, las bolas, los tacos y las botellas vacías de cerveza. ¡Déjenme en paz!- grité. El bufón se acercó hasta mi cuerpo encorvado por el peso nefando del flaco y acarició mi rostro con su lengua repugnante. También se acercó el hombre caballo: se ubicó a mi izquierda y empezó a saltar sobre las baldosas haciendo sonar sus herraduras. El último en acercarse fue el hombre gordo. Al verlo levanté la cabeza y lloré, caí de rodillas y le supliqué que me dejara ir, que me dejara ser libre. El gordo no respondió nada, pero noté como su rostro se llenaba de congoja inexplicable y de las comisuras de sus ojos brotaban abundantes lágrimas. Con dificultad sacó un pañuelo de su bolsillo y secó mi rostro, luego me ayudó a levantarme. Hijo, ¿A qué vamos a jugar? 49 Parte seis: Rebelión El ingeniero a cargo entregó la obra a los clientes. Todo había resultado perfecto: se cumplieron los plazos prometidos a pesar del mal cálculo de materiales y errores de instalación propios de la gente inexperta que tenía a cargo. Para que voy a decir las reprimendas que eso me significó, y también las advertencias a la inspección del trabajo que me llevé. Mi relación con mis compañeros y con mis superiores había mermado, la confianza que antes todos me tenían estaba, por decir lo menos, quebrada. La empresa no me entregaba trabajos y clientes que fueran delicados, preferían dárselos a otro. Sabía que mis días estaban contados, por eso, esa obra significó demostrar que mis capacidades laborales estaban intactas, incluso por sobre mis problemas. Significó demostrar que seguía siendo el mismo hombre de confianza de antes; ese que era capaz de levantar castillos en el aire mismo. Esa obra me permitió superar la adversidad, y era un doble triunfo si tenía en cuenta las penalidades múltiples del último tiempo, las malditas penalidades debidas al hombre gordo y a sus secuaces, más aún con la llegada del bufón, el hombre caballo y el jugador de pool a mi casa, sin que pudiera protestar, o huir. En algunos momentos, incluso, pensé en quitarme la vida como única solución. Medité muy bien esa idea drástica y la planeé durante tres días. Antes que la cuerda de la cual me colgué rompiera mi cuello el hombre gordo salvó mi vida, y la salvó porque si yo moría no tendría quien le lavase sus calcetines, me dijo. Esos tres días anteriores al suicidio frustrado llegué atrasado al trabajo, y los días posteriores no fui argumentando que me encontraba 50 enfermo, pero en realidad no quería que vieran la marca que la cuerda dejó en mi cuello. Sin embargo, ahora, sentía que eso de alguna forma estaba quedando atrás. El hecho de haber sacado una obra de tamaña envergadura adelante, y sin mayores contratiempos, me demostraban que estaba muy lejos de estar acabado. Gracias a haber cumplido con mi trabajo de forma correcta y profesional encontré nuevos bríos y mi mente se atestó de nuevos proyectos personales y desafíos futuros. Y gracias a eso me sentí en la obligación de solucionar mi problema más grave de una vez por todas aunque mis manos se mancharan con sangre. Luego del partido de pool el flaco abandonó la costumbre de ir a buscarme al paradero. Me esperaba en la casa con una varilla delgada de fresno, se notaba que el tipo estaba muy molesto por mi intento de suicidio, y si notaba lentitud en mis movimientos me azotaba con ella sin piedad en el pecho. El hombre caballo había transformado el living de mi casa en un pesebre y yo era el encargado de llevarle el forraje y de limpiar las bostas que dejaba al pasearse por la casa del gordo. El bufón se dedicaba todo el día a colgarse de las cortinas y a hacer malabares usando su lengua. El jugador de pool había sacado la alfombra verde del suelo y la había clavado a la mesa, a modo de paño, y en ella jugaba a veces unas partidas con el bufón y con el hombre caballo. Los jugadores de brisca y el gordo tenían convertido el comedor en un verdadero casino, con fichas y apuestas incluidas. Tenía que pensar muy bien mi plan, así que cuando todos dormían fui al cuartito ubicado en la parte de atrás del patio para que nadie me molestara. Una vez consumado mi ardid llamaría a la policía. 51 Al día siguiente fui a trabajar sin decir palabras, para no levantar sospechas. A esas alturas el dolor de espalda y de cuello era crónico, por culpa del flaco que se colgaba de mí. Sentía además unas punzadas en la zona abdominal, principalmente en el bajo vientre, y si no, al costado izquierdo de mi espalda. Esa zona se hinchaba de forma notable y me llenaba de gases, a veces era tanto que me costaba respirar. Aún no llegaba a la oficina cuando recibí una llamada de mi jefe. Debía ir de inmediato a la obra, alguien había llamado temprano para avisar que el tercer piso no tenía electricidad. Me bajé rápido del bus y esperé otro para ir hasta allá, ¿Que habrá sucedido?, me pregunté. Ya en camino vi dos carros de bomberos adelantar como galgos por avenida Álvarez; era obvio que era por un llamado de incendio. Miré por la ventana, una cortina de humo negra como el ébano impedía ver más allá. Comencé a temblar sin control. Más adelante la Policía desviaba el tránsito, por lo que tuve que bajarme y hacer el resto del trayecto a pie. Sentí una opresión en el pecho. Un par de manos se colgaron de mi cuello y un par de piernas huesudas rodearon mi cintura apenas me bajé, ¡El flaco estaba ahí! Tuve que correr con él a cuestas. Tenía la esperanza de que nada malo le hubiera ocurrido al edificio. Apuré mi carrera bordeando los pastizales y las construcciones a medio terminar. La nube de humo se hacía cada vez más espesa mientras me aproximaba y el aire se ponía cada vez más sofocante. Me detuve, no se me permitió avanzar más. Desde esa distancia podía avizorar sin ningún problema el peor cuadro que recordara en mi vida: Un edificio en llamas, humo negro bailando alrededor y acariciando el cielo, un montón de 52 gente por doquier tomándose la cabeza, la policía dispersando a los curiosos y los bomberos apuntando sus mangueras al fuego intentando salvar lo insalvable. El flaco entonces se bajó de mi espalda y se puso frente a mí. Juro que no tenía ninguna intención de luchar al ver tamaña desgracia. Sus ojos se iluminaron de color rojo y su rostro se vio exornado por una sonrisa que, a pesar de la gravedad de la situación, me pareció hermosa. De entre su abrigo sacó un objeto el cual depositó en mis manos, luego dio media vuelta y caminó en dirección al incendio. Advertí con claridad que ni policías ni bomberos impidieron su avance, lo dejaron pasar sin objeción alguna. En forma difusa noté que el flaco, aquel torturador terrible que tuve durante mucho tiempo, se perdía entre las llamas. ¿Usted quién es? ¿No sabe acaso que es muy peligroso permanecer acá? No me había percatado que avancé de forma inconsciente hacia el incendio. Creí que no existía diferencia alguna entre lo que observaba y el infierno mismo. El aire caliente me abrazaba los pulmones. Soy quien instaló la red eléctrica de este edificio. Me llamaron para avisarme que se presentaban algunos problemas. ¿Algunos? Si está todo en llamas, amigo. No tiene nada que hacer aquí, hombre. Retírese si no quiere que le diga a la policía que lo saque por la fuerza. El bombero acomodó su casco y se subió junto a otro a la escalera de uno de los carros y sobre ella apuntaron la manguera a la parte alta del edificio. 53 Aún tenía el objeto que el hombre delgado dejó entre mis manos antes de hundirse en las llamas: era un automático de quince amperes, idéntico al que me entregó en la casa del gordo alguna vez. Desde las cercanías observaba el espectáculo, hasta que el incendio fue controlado. No quedó una viga en pie. Lo que quedaba en pie era una masa de hormigón retorcido humeante. Volví a mirar el automático y mis ojos se llenaron de lágrimas. Entendí que era el peor error que había cometido en toda mi vida. El informe de los bomberos y de los peritos respecto al incendio fue lapidario para mí: falla eléctrica causada por el mal cálculo hecho de las protecciones eléctricas, ¡Mal cálculo de las protecciones! Mala aislación eléctrica, chispas múltiples que iniciaron el siniestro en las vigas del tercer piso, se hubiera evitado la propagación si la aislación entre cada piso hubiera sido de fibra de vidrio. Óscar, compadre, de verdad no sé qué decirte. Tantas veces te lo advertí, en tantas otras conversamos, y no de jefe a subordinado, sino de jefe a amigo. ¿Recuerdas esa vez que fuimos al club nocturno? Estuvo bueno, más que bueno diría. La negra esa que se te montó de un salto mientras te tomabas esos cortos de whisky, nunca antes en tu puta vida habías tomado de ese whisky, y le metías la mano por todos lados a la negra, le chupabas las tetas, parecía que nunca en tu vida hubieras follado, ¿Lo recuerdas bien? En ese tiempo eras otro, eras responsable, si te supervisaba tenías el trabajo listo y ya estabas hincándole el diente al siguiente proyecto. Eras el mejor, Óscar, el mejor ¿Qué pasó, Óscar? Por la mierda, quiero que me lo digas, sólo tú tienes esa respuesta, al menos quiero sentirme seguro de estar haciendo lo correcto, 54 porque lo correcto en este caso es echarte, sabes muy bien que tu situación acá es insostenible y a la vez es la única forma de ayudarte. Se te acabó el crédito, Óscar, se acabó, y de paso también se acabó para nosotros. ¿Qué piensas que ocurrirá con la empresa? ¿Eres capaz de dimensionar el tremendo daño que nos has causado? Dudo mucho que alguien vuelva a creer en nosotros, que podamos tener algún negocio grande y que fructifiquen los proyectos actuales que están en fase de aprobación. Óscar, has hundido a esta empresa. Debemos pagar una indemnización millonaria por esto, y, lamentablemente para ti, esto fue negligencia exclusiva tuya, no fue un accidente, si hubiera sido un accidente me voy en contra todo el mundo y te defiendo hasta la muerte. Ahora nada podemos hacer. Te aconsejo que te busques un buen abogado, lo vas a necesitar. Y no te preocupes, aunque no debería, voy a pagarte estos dos años que estuviste con nosotros, y no lo hago por ti ni por la estima que te tuve, lo hago en nombre del Óscar que conocí alguna vez. Como profesional estaba acabado. Al dejar la empresa era un despojo humano. La mierda me llegaba al cuello, mejor dicho me tapaba por completo y me ahogaba. Seguramente terminaría en la cárcel, tal como mi jefe me había dicho. ¿Cómo argumentar mi nula intención de provocar la desgracia ante el fiscal? Debido al shock me era imposible demostrar algún tipo de sentimiento de culpa, algún esbozo de arrepentimiento, que todo se trataba de un accidente, un terrible y maldito accidente. Me dediqué a vagar durante todo el día, sin comer y sin ninguna intención de ir a la casa ¿Para qué? ¿Para seguir siendo el sirviente? Estaba 55 tan consternado que no tenía ánimos de luchar contra la tiranía del gordo, era mejor dejar todo así, tal como estaba. Me compré una botella de whisky y fui hasta la playa para beberlo, en la soledad más absoluta. Así estuve, dejando salir la amargura. Pensaba que a esa hora, si no hubiera ocurrido el incendio, estaría sacando al gordo de la casa con la policía, no sin antes haberle dado una buena paliza. Había descubierto que no tenía impedimento para hacerlo; ni el título de propiedad del gordo era suficiente. Los vecinos me conocían, también don Luis, el viejito del quiosco. Tenía testigos suficientes que podían declarar que el propietario de la casa era yo. Ahora no me importaba, el gordo era el triunfador. El gordo me había destruido por completo ¿Quién contrataría a un técnico eléctrico que no sabe poner protecciones? En la cárcel, al menos, no me moriría de hambre. La botella de whisky todavía tenía alcohol, la tapé y la arrojé al mar con todo mi vigor, luego me alcé de la arena y caminé rumbo al centro de la ciudad. Una fuerza del demonio me llevaba, por más que me resistía, hasta el local de máquinas de traga monedas que estaba al lado del terminal de buses. Me parecía absurdo que hubiera crecido tanto, si cuando lo vi por primera vez apenas era un boliche escuálido. Registré mi billetera, tenía ciento noventa y ocho mil pesos, no recuerdo por qué los tenía ahí. Saqué cinco mil pesos y los cambié por monedas. Las primeras monedas que introduje en la máquina tuvieron un efecto mágico, la amargura se difuminaba. Con cada movimiento de la palanca el dolor se alejaba, desaparecía, y daba paso a algo parecido al placer. Después de unas horas ya no quedaba nada de los cinco mil pesos. Saqué otros cinco mil y los jugué también. Poco a poco fui olvidando el incidente del incendio y también la cárcel del hombre gordo 56 mientras jugaba. Qué bien me hacia el jugar, mucho más que el alcohol. Jugué otros cinco mil pesos, luego otros, y otros más. Después del juego me quedaron ciento setenta mil pesos en la billetera; saqué un poco del fajo y fui por unas hamburguesas y una cerveza. Me dije que no tenía nada que ir a hacer a la que fue mi casa; no tenía nada propio allá, ni ropa. Me dije que nunca más volvería. Me quedaba en cualquier lugar: en la playa, debajo de los puentes Libertad o Mercado, o en la plaza O'higgins rodeado de vagabundos y de quiltros raquíticos de pelaje rasgado por la tiña. Apenas salía el sol en la ciudad me daba unas vueltas y esperaba a que el salón de juego más cercano estuviera abierto para jugar ¡Era tan feliz oyendo el sonido de la palanca en marcha! Notaba el destello festivo de mis ojos reflejado en cualquiera de las máquinas mientras esperaba que se formara alguna combinación ganadora y recoger el premio ¡Qué placer me producía el ganar! Había descubierto que las máquinas eran seres vivos, seres más nobles que los psiquiatras o los psicólogos, esos profesionales ingratos, los basureros de la raza humana, incapaces de entender toda la mierda y la miseria que llevaba dentro del alma, pero uno o dos movimientos de las palancas, tres o cuatro toques de los botones y era como si me hubieran escuchado por horas, horas que despejaban las sombras y entre luces de pantallas y de palabras de triunfo se borraba el problema y volvía a ser lo que era antes, o al menos me disfrazaba de eso, o me engañaba, porque en el fondo no tenía nada más que esa angustia, angustia que me buscaba como la abeja a la flor y que me succionaba de la misma manera, pero que importaba que así fuera, si no tenía nada más, ni casa, ni un plato de comida caliente, ni mujer para guarecerme y 57 follar y un montón de policías buscándome de seguro y un fiscal esperando por clavarme los dientes y desangrarme hasta morir. Aunque no tuviera salida, si permanecía entre las máquinas estaba a salvo, sólo ahí, con ellas, me sentía invulnerable. Y el sonido de las monedas al caminar por las calles del puerto era la prueba de aquello, era como un canto que me arrancaba sonrisas de los labios como si fueran polillas recién salidas del capullo. Pero lo que más me causaba alacridad era no ver al gordo, ni a los jugadores de brisca, ni al flaco, ni al hombre caballo ni al bufón ni al jugador de pool. Entre las máquinas no veía al gordo, ni al flaco, ni a los jugadores de brisca, ni al hombre caballo, ni al jugador de pool. El juego me había devuelto la libertad, ¿Qué necesidad de hogar podía tener entonces? Un día me vi forzado a regresar a la casa del gordo. Nadie quería dejarme entrar a sus boliches, y tampoco tenía dinero para seguir jugando. Y en la casa del gordo había dinero. Caminé porque no tenía para pagar un taxi. Quería seguir jugando como fuera ¡Sólo quería jugar y jugar! Llegué y entré sin dificultades con mis llaves. Adentro parecía no haber nadie. Por doquier habían, eso sí, ropas del gordo y de sus amigos odiosos y restos de comida de por lo menos una semana atrás; a juzgar por la fetidez y las moscas que infestaban el aire. El sillón estaba tal cual como lo dejé el último día que dormí ahí. La cocina y el baño eran un asco. Me importaba bien poco el estado de la casa en realidad, total ya no era mía. El título de propiedad del gordo decía bien claro que era de él, y tenía el derecho de mantenerla como quisiera; la única diferencia es que yo ya no era su esclavo. En fin, ya no quería recordar mis días pasados, ahora era un hombre 58 libre. Fui a buscar dinero donde solía guardarlo, resguardado de cualquier mano ajena. Ese sitio era mi mejor secreto, ni siquiera el gordo sabía su ubicación. Salí al patio y subí hasta el cuartito que estaba en la parte de atrás, tomé un formón y un martillo de la caja de herramientas y golpeé una tabla del piso hasta que esta crujió, cedió y se levantó. Metí la mano y saqué una pequeña caja metálica, de esas donde vienen galletas importadas. La abrí con la mayor ansiedad, adentro sólo había polvo y desilusión. ¿Qué esperabas encontrar ahí? Me di vuelta en el acto al escuchar la voz. El seboso estaba ahí, con los brazos cruzados y apoyado en la entrada del cuartito. Mira nada más, estás hecho un harapo, no recuerdo haberte enseñado a ser un hombre sucio. No llevas zapatos, tu camisa y tu pantalón huelen a basura. ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Maldito ladrón! Dime que mierda has hecho con mi dinero. Me enteré de todo, todo lo que te ha pasado. Dame mi dinero, hijo de puta. ¡Mi dinero! Dime dónde lo tienes. Todos estamos muy preocupados por ti, ¿Cómo caíste en esto? ¿Tratas de confundirme, idiota? No trates de hacerte el bueno conmigo ahora. Acabo de llegar hoy, y me encontré con esta desgracia. Me da muchísima tristeza. ¡Yo no he estado aquí en mucho tiempo! Sólo tú pudiste tomar mi dinero. Perdóname por no cuidar de ti cuando más me necesitabas. 59 El hombre gordo bajó la escalera y entró a la casa. No estaba dispuesto a aguantar que me robara el dinero que con tanto esfuerzo ahorré. Tomé el martillo y el formón que estaban en el piso y lo seguí. Pateé la puerta con todas mis fuerzas y rugí como una bestia salvaje. ¿Dónde estás, infeliz? No seas cobarde ¡Acércate para matarte! Eras demasiado niño, nunca supe lo que hacía... La voz venía del living. El hombre gordo estaba parado sobre la alfombra. Podía ver su maldita sonrisa cínica de siempre. Me enfurecí como nunca antes en mi vida. Este día no estas de suerte, cerdo ¿Dónde están tus amigos? Voy a matarlos a todos uno por uno. ¿Qué amigos? Los jugadores de brisca, el hombre caballo y no recuerdo a los otros. ¿Me vas a decir que no los conoces? ¿Pretendes que te crea esa mentira? No sé de qué estás hablando. Los ojos del hombre gordo empezaron a derramar lágrimas. Su cara sin embargo denotaba mofa e ironía. ¡El infame quería burlarse de mí! Sé que quieres verme hundido, gordo de mierda. No creo en tus lágrimas falsas. Me enteré por la prensa lo del incendio, y de tu responsabilidad en los hechos. También supe que la policía te está buscando. Si tan sólo hubiera tomado en serio eso que te sucedía esto no hubiera ocurrido. 60 Ja ja ja ¿Qué quieres hacerme creer? Necesitas ayuda. ¿Quieres volverme loco? ¿Eso quieres? ¡Ya sé! ¿Es porque vine a tu casa, no? Sabes que esta casa es tuya también. Pues ya no me interesa ¿Sabes? Después de matarte voy a quemarla. ¿Qué no me reconoces? Cuando dijo eso lo observé perplejo. Sacudí mi cabeza, aturdido, y levanté el formón en señal de desafío. El gordo pretendía embaucarme para salvar su vida ¡Qué cobardía! ¡Cállate de una vez! Entrégame mi dinero y me iré. Me abalancé sobre él. Puse el formón encima de su cabeza y con la otra mano blandí el martillo para clavárselo. El golpe caía seco y fatal en su nuca, pero el gordo desapareció. Giré lo más rápido que pude y lo vi, estaba parado en la entrada de la puerta de su pieza. Sonrió perverso y entró cerrando la puerta tras de sí. ¿A qué quieres jugar? ¡Desgraciado! ¡No me provoques! Corrí hasta la puerta de su cuarto, la pateé como mula sin conseguir siquiera moverla un poco. Observé como hipnotizado el formón y el martillo en mis manos, todo mi ser vibró con la idea que brotó y no perdí un segundo en ejecutarla. Golpeé la manilla de la puerta con el formón hasta destrozarla, después no tuve más que empujar la puerta para entrar. 61 ¡Mira!- me dijo el hombre gordo al verme- ¿Reconoces estos pantalones y esta camisa? No. Me quedan excelente ¿No crees? Y eso, ¿A Quién le importa? Obedece, si no quieres ser castigado. Ya te dije, dame mi dinero y me iré. Pues no saldrás de aquí hasta que termines con tus deberes, mi esclavo. El gordo terminaba con su actuación inverosímil y se mostraba tal y como era, un maldito tirano. ¡Silencio!- vociferé- ¡Disponte a morir! Me arrojé otra vez contra el seboso. Tal como ocurrió en el living mi golpe impactó el aire sin hacer mella en él. Por segunda vez el infame se había evaporado. El juego va a comenzar. “El baño”, me dije al oír la voz. Fui hasta allá, esta vez con pasos sigilosos. Tenía la intención de tomar por sorpresa al infeliz y hundirle el formón en el cráneo antes que se diera cuenta. La puerta estaba abierta hasta el final. El gordo permanecía inmóvil, con una sonrisa de oreja a oreja, y la cara salpicada de espuma de afeitar, a punto de rasurarse. El tipo no tenía miedo a la muerte. Te daré una última oportunidad- le dije- entrégame ahora mi dinero y 62 perdonaré tu vida. Me da lo mismo que hagas con la casa por cierto, total es tuya, tienes un título de propiedad que lo avala. Me lo gasté. ¿Cómo es eso que te lo gastaste? ¡No quieras pasarte de listo! Me lo gasté apostando. ¡Cómo pudiste hacerlo! ¡Era broma! Tú te lo gastaste apostando ¿No recuerdas? Me lo robaste y lo perdiste todo, ¿Acaso no te enseñé a jugar como el mejor? ¡Y pierdes como un principiante! ¡Ouch! Acabo de cortarme. Un hilo de sangre emanaba del cuello del hombre gordo. Tomó un poco de papel higiénico y se lo puso en la herida. En cosa de segundos el papel se tiñó de escarlata y tuvo que ponerse otro trozo. ¿Por qué sangras, esclavo? ¡Era verdad! Sangre brotaba de mi cuello. La herida estaba en el mismo sitio donde me corté la última vez. “Seguramente se abrió”, concluí y no le di importancia. Tampoco me importaba el hombre gordo y su cortadura. Has perdido el dinero. Tendré que darte una buena paliza ¡Odio a los perdedores! ¡Yo no lo tengo! ¿Estás preparado, esclavo? El gordo tomó una varilla enorme que estaba junto al lavamanos y caminó hacia mí. Me preparé para contenerlo, pero vi que se esfumaba en el aire. Fue otra vez hasta la pieza, de afuera escuché que estaba revolviendo 63 cajones. Quise entrar a matarlo en ese momento pero no pude mover un músculo. Cinco minutos después salió y se paró en la mitad del pasillo. ¿Te gusta este traje? Saldré a buscar trabajo con él. Reconocí el traje. Era el mismo traje con que me había titulado de Técnico Eléctrico. Y con ese mismo traje fui a mi primera entrevista de trabajo, en la que por cierto me fue excelente. Lo sorprendente es que al cerdo le quedaba impecable, como si fuera de su talla. ¿Ahora te pones mi ropa? Quieres estar elegante para cuando te mate. ¡Perfecto! Eres un imbécil. Nunca me había insultado. El sólo hecho del insulto exacerbó mis nervios. Apreté con fuerza el formón y el martillo y me arrojé sobre él. El gordo esta vez no se movió, se paró con firmeza y me contuvo. Sus ojos centellearon de un refulgente color bermellón mientras apretaba con energía mis muñecas. No voy a permitirlo ¡No lo permitiré! Esto debí hacerlo desde el principio. Desde un principio debí asesinarte y borrarte de mi vida para siempre. Quien sabe cuántas vidas has destrozado, a cuántos les has convertido la existencia en un infierno. Te atreviste a esclavizarme, a martirizarme, a usar mi casa como si fuera un casino de barrio inmundo. Destruiste mi tranquilidad ¡Destruiste mi vida! ¡Robaste mis ahorros! Pero ahora lo pagarás ¡Lo pagarás ahora mismo! Por favor, ¡Reacciona! El gordo otra vez intentaba embelecarme. ¿Reaccionar? No me hagas reír. 64 Levanté mi pierna derecha y lo pateé en el estómago. El gordo soltó un quejido y se echó para atrás, no obstante, aún me miraba con sus ojos encendidos y no soltaba mis muñecas. Volví a patearlo una y otra vez con mayores bríos, lo pateé hasta ver que botaba sangre de su boca. En ese instante el gordo no resistió más y me soltó. ¡Por tu culpa lo perdí todo! Mis amigos, mi trabajo, la confianza que tenían en mí. Tendré que tomar otras medidas para controlarte, esclavo. ¡Silencio! ¿Quieres un vaso de ron, y jugar una partida de póquer? ¡Dije silencio! Yo... Me importó un rábano lo último que dijo. Antes que pudiera terminar de hablar, había hundido con fuerza el formón en su cabeza. 65 Parte siete: Fuego Me dejé caer contra la pared, exhausto y cubierto de sudor. Un charco de sangre se había formado en la entrada de mi pieza, fluía por el pasillo y bañaba las orillas de la alfombra verde. Los latidos del gordo habían cesado (podía oírlos, aunque no tuviera una oreja pegada en su corazón), yacía muerto junto a la puerta, muerto y bien tieso. La casa me parecía repugnante en exceso, no tenía intenciones de limpiar el piso de la sangre, ni esconder el formón y el martillo. Es más, arrastré el cadáver hasta la entrada de la casa, abrí la puerta de calle y lo tiré para afuera sin preocuparme que lo vieran. Fui hasta el patio y tomé los galones repletos de parafina que usaba como combustible para la estufa. Los vacié uno por uno por toda la casa, después corrí a la cocina a buscar fósforos ¡Ahora habrá verdadero calor de hogar! Grité una y otra vez. Al volver al living casi me caí del espanto: allí estaba el hombre gordo de pie y sonriendo, ¡Vivo y sin herida alguna! ¿Quieres quemar mi casa, esclavo? Esta casa es tuya- respondí sobreponiéndome a la sorpresa- y como es tuya debe hundirse en las llamas. Te odio con toda mi alma. La policía y la ambulancia ya vienen en camino. Alguien les avisó. No me importa, seboso. Despídete del mundo. ¿Quieres un vaso de ron, y jugar una partida de póker? Ya no me interesa más. Deseo que ardas hasta la muerte. Es mi culpa, yo te convertí en lo que eres ahora. 66 Hasta nunca, cerdo hijo de puta. Saqué un fósforo de la cajetilla y lo encendí. La casa comenzó a arder entre explosiones estridentes, era como estar al interior de una explosión volcánica. Vi al gordo encenderse como si fuera un meteorito entrando en la atmósfera. Me senté tranquilo, con una sonrisa, a esperar su muerte, y la mía. Cerré mis ojos. Sentí como las lenguas de fuego lamían mi rostro con timidez, primero, y luego con mayor confianza, en una especie de romance de fuego, un abrazo con Prometeo. Pronto mi cuerpo se reduciría a cenizas. Pronto sería costras y hollín. Escuché el sonido de vidrios que se quebraban y también golpes en la puerta de entrada. Era increíble que pudiera oír entre el chisporroteo estridente de la madera ardiendo y la explosión de los vidrios. Los golpes en la puerta se acrecentaban en vigor y en frecuencia. Por entre los vidrios rotos de la ventana escuché el sonido del agua, y no sólo la escuchaba, también parecía que me mojaba ¡Qué delirio más exquisito! Mi propia mente trataba de bloquear el dolor producido por las quemaduras con la sensación refrescante del agua, el poder de la mente en plena manifestación, leal y fiel, la puta del alma, su herramienta de comunicación con el mundo tangible. Afuera se oían ruidos de sirenas y voces humanas. Dejé que mi memoria me sedujera, pues ella también le estaba prestando servicio a mi alma por medio de recuerdos disuasivos, quedaba en evidencia que ella era inmune a las llamas. Rememoré mis días de niñez, de estudiante; ¡Cuán feliz fui en aquella época! También recordé las cosas que me hubiera gustado hacer, sueños que ahora se consumían entre las llamas. Me imaginé sentado en verdes campos, esperando a que llegara la 67 primavera. Volví a aquellos días de lluvia en el sur, en lo mucho que me gustaba quedarme frente a la salamandra y dejar que el calor me diera en la cara. Pude degustar el sabor de los panes amasados que horneaba mi tía Florencia, y la mantequilla que chorreaba mis dedos cuando los untaba con ella. Lo más hermoso era pensar en los paseos a caballo con mi padre y mi hermano, sin destino alguno y cargado de emociones, por las praderas floridas salpicadas de moras y de rosa mosqueta. ¿En qué me había convertido desde ese entonces? No era ni la sombra de lo que quise ser en mi vida ¿Cómo había caído hasta estos extremos? En verdad ya no importaba, todo acabaría con el fuego. El sonido de las voces era creciente, más potente, al igual que la frescura del agua. Oí que varias personas discutían acerca de algo que no logré entender y después algo me levantó por los aires. Me estaba yendo, eso era sin duda. El abrazo del fuego terminó abrupto y fue cambiado por sábanas de aire fresco, por sirenas y más voces por doquier. “Tranquilo muchacho, te repondrás” , escuché decir en el limbo. Estaba muerto, muerto y libre al fin. 68 Parte ocho: El usurpador Este es su expediente, doctor. Muchas gracias, enfermera. El doctor me miró entonces como si yo fuera un experimento científico. ¿Está preparado para oír lo que dice? Si doctor, estoy preparado. Aquí dice que usted sufre de un trastorno mental acrecentado por una ludopatía severa. Las causas son desconocidas, pero según mi experiencia, todos estos traumas son causados por uno, o varios hechos ocultos en nuestra mente que impiden que el afectado vea la realidad, bastaría, quizá, hacer una regresión mental, psicoanálisis, pero no es tan simple como parece. El médico que lo atendió en Pucón, de donde es usted, diagnosticó erradamente que se trataba de un síndrome de ansiedad. Ravotril por treinta días fue el tratamiento, más un par de sesiones con el sicólogo. En esos tiempos usted vivía en el campo mismo, por lo que fue imposible determinar la naturaleza real de su enfermedad, y por consiguiente, dar un tratamiento más adecuado a su problema. El doctor se detuvo de pronto. Algo lo había perturbado. Se acomodó los lentes y siguió leyendo. Su padre adquirió una casa en Valparaíso para que usted y su hermano viniesen a estudiar. Durante esa época su hermano se marchó ante las constantes fiestas que usted celebraba, donde el alcohol y las apuestas 69 eran los protagonistas. Se recibió de Técnico Eléctrico y comenzó a trabajar. Mientras siguió viviendo en la casa de su padre su ludopatía se volvió severa. Cómo una forma de ocultar su vicio, en forma inconsciente, no toleraba en absoluto que se exhibiera delante de usted cualquier índole de juego, y si no podía evitarlo, se refugiaba en lo que le mencioné. Huía enajenado sin frenesí si se celebraba frente a usted alguna apuesta, incluso su cuerpo sufría reacciones alérgicas y episodios de violencia extrema. Por esa época aparecieron los primeros locales de máquinas traga monedas, que ahora son verdaderos casinos que funcionan amparados en un tremendo vacío legal de nuestra ley. Su calidad de vida disminuyó debido a su trastorno, y también comenzó a fallar en todos los ámbitos de su vida, principalmente el laboral. Su fallas se hicieron reiterativas, y todo eso trajo como consecuencia fatal el incendio de hace dos meses en el edificio nuevo que se construyó en Viña del Mar. Después de ese día usted desapareció, y ya sin control, se entregó por completo a su adicción. Después de un tiempo, y por motivos que sólo usted sabe, volvió a su casa en donde intentó suicidarse usando parafina y fuego. Al ser diagnosticado su trastorno se le declaró inimputable en el caso del incendio, y del homicidio ocurrido meses antes. ¿Homicidio de quién, doctor? Doctor, ¿Acaso maté a alguien? El doctor se quedó en silencio. Después de pensarlo un momento respondió. No es bueno que se lo diga ahora, todo a su tiempo. Ahora bien, 70 después de oír toda su historia: ¿Está usted consiente que padece un trastorno y necesita ayuda? Si, doctor. ¿Usted está dispuesto a empezar un tratamiento bajo su propia voluntad para sanar esta enfermedad que bajo el consentimiento del paciente es reversible? Si, doctor. Me quedaré internado todo el tiempo que sea necesario. Quiero volver a ser yo mismo. Lo primero será detectar el o los episodios de su vida que llevaron a que se desencadenara la neurosis. ¿Está dispuesto a colaborar en todo lo necesario? Me comprometo a colaborar en todo lo necesario para mi mejoría. Entonces, bienvenido al hospital psiquiátrico- me dijo el doctor poniéndose de pie- espero que no le asuste el nombre porque usted no está loco. De seguro su vida volverá a ser como fue alguna vez, si pone de su empeño, claro. El doctor me tendió la mano. Una emoción parecida a la alegría me recorrió al constatar su calor y sinceridad. Me prometí poner todo mi esfuerzo para salir adelante. Por cierto- me dijo- espero no se vaya a molestar por lo que le diré. Estamos en confianza doctor, no faltaba más. Era usted bastante más gordito hombre, por lo menos unos cuarenta kilos más que ahora. Se nota que en el sur se come bien ja ja ja. Vi unas 71 fotografías suyas que se salvaron del incendio de su casa. Los panes amasados de mi tía Florencia son lo mejor de esta vida. Y esperemos que la tía Florencia lo venga a ver, y el resto de sus parientes. Ya se les avisó sobre lo sucedido. Es muy importante la familia para una recuperación total. ¿Usted cree que pueda recuperarme doctor? He visto cosas peores que una alfombra verde clavada sobre una mesa de comedor y que han tenido buen final. Se lo agradezco de todo corazón, doctor. Es mi trabajo. ¿No sabe si viene mi padre? Bueno, hombre, la enfermera le llevará sus cosas. Espero le gusten los patios verdes y asoleados, y también que le guste socializar con otra gente. No tuve respuesta. La enfermera me condujo por un pasillo largo que parecía interminable. Era un día frío y gris. A mi derecha estaban las prisiones de los locos (el médico me había dicho que no estaba loco, pero bueno, había que ponerse en el peor de los casos), numeradas en orden correlativo con el número en bronce pegado en cada puerta, la número veintisiete correspondía ser la mía. A mi izquierda discurría una larga fila de vidrios dentro de marcos de fierro de color negro. Por entre los vidrios diáfanos observaba el verdor de los árboles del patio que se hallaba más abajo, y si miraba al patio veía a otros internos como yo dando vueltas por cada rincón. Quería salir y tenderme sobre 72 la hierba y oír el canto de los pájaros. No tuve necesidad de pedirlo, la enfermera misma me llevó hasta allá. Era un sitio que envolvía en calma, lleno de flores, y una fuente lanzaba chorros periódicos de agua al aire. Demás está decir que por entre los pacientes se paseaban enfermeros de bata blanca atentos a cualquier anormalidad. Se me había dicho que este no era un hospital psiquiátrico propiamente tal, era más bien un centro acondicionado para recibir a adictos extremos y con depresión severa. Aquí venían a parar enfermos de las más terribles adicciones, tal como dijo el doctor, causadas por episodios de vida prisioneros en el subconsciente: alcoholismo, drogadicción, los que sufrían de trastornos bipolares, psicóticos y ahora un neurótico ludópata como yo, entre otros. Mi idea no era pasar mucho tiempo aquí, tenía que recuperarme cuanto antes y reconstruir mi vida. Recuperar el tiempo perdido. Caminaba despacio por el patio. En la banca más alejada me pareció ver, sentado sin compañía alguna, a un hombre de aspecto extraño, o distinto. “Aquí todo el mundo socializa con todos”, me había advertido un enfermero minutos atrás. Me acerqué hasta él y reconocí en el acto quien era. Fue una felicidad tremenda al verlo ¡Qué buena sorpresa me había dado! Él me miró con los brazos cruzados, con su cara bonachona y sonriendo como planeando algo, como siempre. Lágrimas se acumulaban en el rabillo de mis ojos, sabía que debía pedir perdón por algo, la causa era ignota. No hace falta, hijo- dijo- Lo importante es que ahora vas a estar bien. Si hasta estás subiendo de peso, chiquillo de porquería. Me senté a su lado. Al hacerlo mi padre me dio golpecitos suaves en la 73 espalda. Tengo que alcanzar tu talla, papá. Los panes de la tía Florencia ayudarán. Dice que viene en camino, con tu hermano. ¡Mi hermano! Hace rato que no veo a ese chiquillo de mierda. Sigue igual de fanático de The Beatles. ¡Perdóname, papá! Siento haberte causado tanto daño, a mi hermano, a mi mamá, a la tía Florencia igual. No hijo, tú perdóname. Al notar tus extraordinarios dotes para el juego, fui yo quien te condujo por este camino del demonio. Lo que más me interesaba era ganar dinero jugando, y te entrené para eso. Fui una bestia cuando te castigaba a golpes cuando perdías, y tú igual seguías jugando a pesar de mis maltratos. No tengo nada que perdonarte, es mi culpa y de nadie más. ¿Nos perdonamos mutuamente entonces? Nos perdonamos, papá. Oye hijo, cuando salgas de aquí hay algo que me gustaría que hiciéramos juntos. ¿Qué cosa? Dime. Que al salir de aquí vamos al norte. Siempre he querido conocer Arica. Saqué los pasajes ayer. Tú y tus bromas, chiquillo. Es que tengo mucha fe de que todo será diferente de aquí a algunos 74 meses más. Claro, para que vamos a montar caballo por las huertas de la tía. Papá, ¿Puedo hacerte una pregunta? Todas las que quieras. ¿Cómo llegaste hasta aquí? Nadie me dijo que vendrías, y, o sea, cómo nadie te vio llegar hasta el mismo patio. Se cuenta el milagro, pero no el santo. Lo importante es que estoy aquí ¿O no? Tienes razón. Yo y mis preguntas sin lugar. Pues bien, creo que ya es hora de marcharme. Se que aquí te cuidarán muy bien, más que yo. Corrí hasta él y lo abracé lo más fuerte que pude. Mi papá de inmediato trató de separarme de la forma más sutil que podía. Vamos, dije sin mamoneadas. Tenemos un trato ahora. De acuerdo. Ahora con tu permiso, me retiro, tengo muchas cosas que hacer. Te acompaño. Mejor que no, no quiero que me descubran. Esperaré hasta que pueda salir sin que me vean. Si entré como ladrón, como ladrón voy a salir. Mi papa el mafioso. Me di la vuelta para que no me vieran con mi padre. Caminé en dirección al patio para conversar con otros internos; quería saber que los tenía dentro, cuál era el dolor dentro de su alma, si en algo me parecía a ellos. Más adelante 75 había un grupo de enfermos alrededor de una mesa redonda. Me aproximé a ver que hacían: jugaban cartas. Uno de los enfermeros se me acercó. ¿No le gusta jugar a las cartas? Lo detesto. El que gane se lleva esta cajetilla de cigarrillos. El enfermero me mostró la cajetilla. “Si voy a estar encerrado aquí, me va a costar un triunfo conseguir cigarros”- me dije. De acuerdo, ¡Jugaré! Me senté en el puesto libre que quedaba. El juego en cuestión era escoba, un juego ridículamente fácil para mí. Se revolvieron las cartas, se repartieron las tres cartas por jugador y en la mesa se colocaron las cuatro cartas con que se daba la partida. Tomé mis cartas y las volteé, al verlas un terror como el acero se apoderó de mi cuerpo, ¡Eran las mismas cartas horripilantes del juego de brisca! Escuché bisbiseos y risas por lo bajo de los otros jugadores. Los miré: eran el hombre caballo, el bufón y el jugador de pool. Me paré de golpe tirando las cartas sobre la mesa. ¡Es imposible que estén aquí! Escapé a toda velocidad. De mis ojos salieron lágrimas cargadas de angustia. Una presión horrible en el estómago me torturaba. Corría en dirección a la entrada principal, tenía que escapar como fuera de allí. Uno de los enfermeros me agarró y detuvo en forma violenta mi fuga. ¿Tan poco tiempo y ya se quiere ir? 76 Déjenme salir, unos tipos terribles me han seguido hasta acá, ¡Vienen a vengarse! Tranquilo, iremos con el doctor. En mí no cabía asombro cuando el enfermero se montó sobre mi espalda y rodeó mi cuello con sus manos largas y huesudas, también mi cintura con sus piernas delgadas como hebra de lana. No podía concebir tamaña situación. El monstruo me apretó hasta casi asfixiarme. ¡Ahora, a ver al doctor, enfermo! Con una varilla el monstruo me guió por una serie de pasillos y recovecos. No me percaté que el enfermero me condujo hasta la misma oficina donde antes me habían entrevistado. El monstruo se bajó de mi espalda y me hizo entrar de un empujón. ¡Se intentaba escapar, doctor! El doctor estaba de espaldas, oculto tras una sombra lúgubre. Escuché como se echaba a reír con todas sus ganas. ¿Otra vez intentando escapar, esclavo? Veo que ningún castigo es suficiente con usted, hijo. El doctor se volteó. Al verlo entendí que jamás podría escapar de él, jamás lograría volver a mi vida anterior, que nunca me dejaría en paz. Seguía siendo su esclavo y lo sería para siempre. Ahora, hijo, voy a sedarlo para que descanse. No es bueno andar apostando ¿No lo recuerda? El doctor sacó una jeringa gigantesca. Vi sus ojos rojos brillar con una luz demoníaca mientras movía su figura gorda con pasos lentos y pesados. La 77 aguja hería los rayos de luz como las espinas a dedos distraídos. El enfermero volvió a subirse a mi espalda y me inmovilizó. El doctor, con una sonrisa abyecta, levantó la jeringa y la clavó casi con furia en mi brazo izquierdo. Un alarido de dolor arrancó desaforado de mi garganta, una especie de temblor me hervía en la cabeza. Poco a poco se empezaron a cerrar mis ojos. 78