Pedro Páramo - Instituto Monterrey SC

Anuncio
Dedicatoria
Para todos los alumnos, maestros y directivos de
las zonas J058, P111 y S043
Para nuestros supervisores escolares porque no
imponen la obligación de leer; la promueven como
diálogo entre los hombres y ejercicio de la razón.
1
Índice
Páginas
Dedicatoria
1
Presentación
3
Prefacio
6
El cántaro de greda, Gabriela Mistral
8
Leyendas del Sombrerón, Miguel Ángel Asturias
10
La chascona, Pablo Neruda
17
Cien años de soledad (fragmento), Gabriel
García Márquez
21
El ramo azul, Octavio Paz
26
Los jefes (fragmento), Mario Vargas Llosa
30
La biblioteca total, Jorge Luis Borges
37
Cuento sin moraleja, Julio Cortázar
42
Chac Mool (fragmento), Carlos Fuentes
45
El otro yo, Mario Benedetti
53
Dos palabras, Isabel Allende
54
Pedro Páramo (fragmento), Juan Rulfo
67
Fuentes electrónicas
74
2
Presentación
Esta antología tiene el propósito de compartir el
placer de la lectura. Contiene una muestra,
minúscula por cierto, de la narrativa
latinoamericana representada por los más grandes
escritores y escritoras del género.
¿Cómo elegir autores y obras de un universo tan
vasto como el de las letras de América a Latina?
¿Cómo satisfacer el criterio de la brevedad que se
supone debe privar en cualquier antología? Nuestra
respuesta ha sido la decisión de escoger, en
principio, a quienes han sido galardonados con el
Premio Nobel de Literatura.
No obstante, si bien sus obras son extensas, los
autores premiados apenas son unos cuantos:
Gabriela Mistral (Chile, 1945), Miguel Ángel
Asturias (Guatemala, 1967), Pablo Neruda (Chile,
1971), Gabriel García Márquez (Colombia, 1982),
Octavio Paz (México, 1990) y Mario Vargas Llosa
(Perú, 2010). Por lo anterior, hemos incluido a
Jorge Luis Borges (Argentina), Julio Cortázar
(Argentina) y Carlos Fuentes (México), escritores
que son fundamentales pese a no haber sido
considerados por la Academia Sueca. También
están presentes Mario Benedetti (Uruguay) e Isabel
Allende (Perú). Ambos han hecho de su obra un
testimonio de las difíciles condiciones de vida que
han enfrentado los países latinoamericanos. Por
último, aparece nuestro querido Juan Rulfo
(México). Su obra, aunque breve, es un referente
fundamental de la literatura mexicana del siglo XX.
3
Los autores mencionados (y muchos otros que
faltan) hicieron posible que la literatura de América
Latina llamara la atención de Europa y alcanzara un
lugar prominente en el panorama mundial.
Exceptuando a Gabriela Mistral, todos los
escritores elegidos pertenecen al llamado “Boom
Latinoamericano”, esto es, un período comprendido
que se gesta entre 1940 y 1960, y que en la década
de 1960-1970 se constituye en un fenómeno
editorial sin precedentes. Cabe destacar que el
cuento es el subgénero narrativo con mayor
fortaleza.
La narrativa del Boom se caracteriza al mismo
tiempo por una falta de unidad temática o estilística
y por la construcción de mundos imaginarios, que
identifican y universalizan las realidades propias de
cada país. Esta corriente se ha conocido con el
nombre de Realismo Mágico y, en caso de Borges
y otros escritores, como Realismo Fantástico.
Otro aspecto que tienen en común la mayoría de
estos escritores del Boom es su lazo de amistad y
admiración por los ideales de la Revolución Cubana
y el rechazo al sistema capitalista norteamericano.
De tal suerte que muchas de sus obras fueron
escritas en el exilio. Por ello, son obras
autorreferenciales. Los recuerdos de la infancia, los
amores lejanos, los hechos históricos son los temas
que a través de las imágenes y las metáforas nos
permiten conocer una parte del alma de
Latinoamérica.
4
Un último comentario: todos los textos proceden de
sitios de internet. Resulta cómodo, económico y
satisfactorio contar con un recurso que democratiza
la cultura. Ciertamente cualquier búsqueda implica
saber buscar. Al hacerlo se aprende y desaprende.
Queda, pues, a juicio del lector, decidir si la
selección ha sido afortunada. Insistimos en nuestro
propósito, leer por el simple placer de hacerlo. Así
que, estimado lector, te ofrecemos esta pequeña
muestra literaria. Esperamos que la disfrutes.
Part. N° 0122 Instituto Monterrey, S.C.
5
Prefacio
Antes de presentar las obras seleccionadas,
permítasenos compartir las reflexiones de Borges
en torno a la lectura y su concepción de enseñarla.
Borges, como maestro de la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires desde
1957 hasta 1968, en sus cursos prescindía de la
historia literaria y ofrecía a los estudiantes la lectura
de textos sin obligarlos: “… la idea de la lectura
obligatoria es una idea absurda: tanto valdría hablar
de felicidad obligatoria”1. En sus exámenes nada
preguntaba, solo pedía al estudiante: “… háblenos
de Shakespeare, háblenos de Shaw…”2. Borges
sostenía que “maestro no es quien enseña hechos
aislados […], ya que en tal caso una enciclopedia
sería mejor que un hombre. Maestro es quien
enseña con el ejemplo una manera de tratar con las
cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el
incesante y vario universo.”3
En este sentido Borges coincide con José Martí:
“Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los
hombres es el que, so pretexto de dirigir a las
generaciones nuevas, les enseña un cúmulo
aislado y absurdo de doctrinas…”4
6
Podemos apreciar dos cosmovisiones de la
educación literaria en este caso, pero que puede
generalizarse a otros campos: la primera, la
educación como preparación para la vida, por
medio de una cantidad de conocimientos sacados
de un almacén; la segunda, la educación para
“cultivar el alma”5, idea de procedencia platónica (el
cuidado del alma), presente en el Modernismo
(movimiento literario también latinoamericano).
Con Borges inicia una nueva pedagogía literaria, el
comentario del profesor abre la obra: se trata de la
revelación en palabras, abierta a otro y a los otros:
… uno puede enseñar, no las cosas de los
libros, pero sí del amor de esos libros, el amor
de estos textos. Y hay autores, bueno, de las
cuales yo soy indigno, entonces no hablo de
ellos. Porque si uno habla de un autor debe ser
para revelarlo a otro. Es decir, lo que hace un
profesor es buscar amigos para los
estudiantes. El hecho de que sean
contemporáneos, de que hayan muerto hace
siglos, de que pertenezcan a tal o cual religión
es lo de menos. Lo importante es revelar la
belleza y uno puede revelar la belleza que uno
ha sentido.6 (Las negritas son nuestras.)
1 2
, , 3, 4, 5 y 6 Todas las citas proceden de libros del propio
Jorge Luis Borges y de José Martí o de otros escritos acerca
del primero, y pueden confrontarse en el texto de Anna
Housková, “Dedicatorias y prólogos de Borges”, en Sánchez
Garay, Elizabeth y Roberto Sánchez Benítez (coordinadores)
Literatura latinoamericana. Historia, imaginación y fantasía,
México, Plaza y Valdés, 2007, pp. 102 y 103.
7
El cántaro de greda
(Texto completo)
Cántaro de greda, moreno como mi mejilla, ¡tan
fácil que eres a mi sed! Mejor que tú el labio de la
fuente, abierto allá abajo, en la quebrada, pero está
lejos y en esta noche de verano no puedo
descender hacia ella.
Yo te colmo cada mañana lentamente,
religiosamente. El agua canta primero al caer;
cuando quedas en silencio, con la boca temblorosa,
beso el agua, pagándole su servicio.
Eres gracioso y fuerte, cántaro moreno. Te pareces
al pecho de una campesina que me amamantó
cuando rendí el seno de mi madre. Y yo me
acuerdo de ella mirándote, y te palpo con ternura
los contornos. Ella ha muerto, pero tal vez su seno
te esponjó para seguir refrescándome la boca con
sed.
Porque ella me amaba...
¿Tú me ves los labios secos? Son labios que
trajeron muchas sedes: la de Dios, la de la Belleza,
la del Amor. Ninguna de estas cosas fue como tú,
sencilla y dócil, y las tres siguen blanqueando mis
labios.
En las noches te dejo bajo el cielo para que caigan
en tu cuello las gotas de rocío, por si también
tuvieras sed. Y es que pienso que como yo puedes
tener la apariencia de la plenitud y estar vaciado.
8
Como te amo, bebo en tu mismo labio,
sosteniéndote con mi brazo. ¿Si en su silencio
sueñas con el abrazo de alguien, te doy la ilusión
de que lo tienes? ¿Sientes en todo esto mi amor?
En el verano pongo debajo de ti una arenilla dorada
y húmeda, para que no te tajee el calor, y una vez
te cubrí tiernamente una quebrajadura con barro
fresco.
Fui torpe para muchas faenas, pero siempre he
querido ser la dulce dueña, la que coge con temblor
de dulzura las cosas, por si entendieras, por si
padecieras como yo.
Mañana, cuando vaya al campo, cortaré las hierbas
buenas para traértelas y sumergirlas en tu agua.
¡Sentirás el campo en el olor de mis manos!
Cántaro de greda; eres más bueno para mí que
muchos que dijeron ser buenos.
¡Yo quiero que todos los pobres tengan como yo un
cántaro fresco para sus labios con amargura!
Gabriela Mistral
9
Leyenda del Sombrerón
(Texto completo)
El sombrerón recorre los portales...
En aquel apartado rincón del mundo, tierra
prometida a una Reina por un Navegante loco, la
mano religiosa había construido el más hermoso
templo al lado de la divinidades que en cercanas
horas fueran testigo de la idolatría del hombre—el
pecado más abominable a los ojos de Dios—, y al
abrigo de los tiempo de montañas y volcanes
detenían con sus inmensas moles.
Los religiosos encargados del culto, corderos de
corazón de león, por flaqueza humana, sed de
conocimientos, vanidad ante un mundo nuevo o
solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban
navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de
las bellas artes y al estudio de las ciencias y la
filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes a
tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio,
olvidábanse de abrir al templo, después de llamar a
misa, y de cerrarlo concluidos los oficios...
Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones
en que por días y noches se enredaban los mas
eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas de textos
sagrados, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la plácida
tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los
músicos y la inaplazable labor de los pintores,
todos entregados a construir mundos
10
sobrenaturales con los recados y privilegios del
arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas
de letra irregular, que a nada se redujo la
conversación de los filósofos y los sabios; pues, ni
mencionan sus nombres, para confundirles la
Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les
mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus
obras. Conversaron un siglo sin entenderse nunca
ni dar una plumada, y diz que cavilaban en
tamaños errores.
De los artistas no hay mayores noticias. Nada se
sabe de los músicos. En las iglesias se topan
pinturas empolvadas de imágenes que se destacan
en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre
panoramas curiosos por la novedad del cielo y el
sin número de volcanes. Entre los pintores hubo
imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos
y Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes y
españoles. Eran admirables. Los literatos
componían en verso, pero de su obra sólo se
conocen palabras sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar
cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo
en "La Conquista de Nueva España", historia que
escribió para contradecir a otro historiador; en
suma, lo que hacen los historiadores.
Prosigamos con los monjes...
11
Entre los unos, sabios y filósofos, y los otros,
artistas y locos, había uno a quien llamaban a
secas el Monje, por su celo religioso y santo temor
de Dios y porque se negaba a tomar parte en las
discusiones de aquéllos en los pasatiempos de
éstos, juzgándoles a todos víctimas del demonio.
El Monje vivía en oración dulces y buenos días,
cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los
muros del convento, un niño jugando con una
pelotita de hule.
Y sucedió...
Y sucedió, repito para tomar aliento, que por la
pequeña y única ventana de su celda, en uno de
los rebotes, colóse la pelotita.
El religioso, que leía la Anunciación de Nuestra
Señora en un libro de antes, vio entrar el cuerpecito
extraño, no sin turbarse, entrar y rebotar con
agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta
perder el impulso y rodar a sus pies, como un
pajarito muerto. ¡Lo sobrenatural! Un escalofrío le
cepilló la espalda.
El corazón le daba martillazos, como a la Virgen
desustanciada en presencia del Arcángel. Poco,
necesitó, sin embargo, para recobrarse y reír entre
dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro ni
levantarse de su asiento, agachóse para tomarla
del suelo y devolverla, y a devolverla iba cuando
una alegría inexplicable le hizo cambiar de
12
pensamiento: su contacto le produjo gozos de
santo, gozos de artista, gozos de niño...
Sorprendido, sin abrir bien sus ojillos de elefante,
cálidos y castos, la apretó con toda la mano, como
quien hace un cariño, y la dejó caer en seguida,
como quien suelta una brasa; mas la pelotita,
caprichosa y coqueta, dando un rebote en el piso,
devolvióse a sus manos tan ágil y tan presta que
apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr
a ocultarse con ella en la esquina más oscura de la
celda, como el que ha cometido un crimen.
Poco a poco se apoderaba del santo hombre un
deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su
primer intento había sido devolverla, ahora no
pensaba en semejante cosa, palpando con los
dedos complacidos su redondez de fruto,
recreándose en su blancura de armiño, tentado de
llevársela a los labios y estrecharla contra sus
dientes manchados de tabaco; en el cielo de la
boca le palpitaba un millar de estrellas. . .
—¡La Tierra debe ser esto en manos del Creador!
—pensó.
No lo dijo porque en ese instante se le fue de las
manos —rebotadora inquietud—, devolviéndose en
el acto, con voluntad extraña, tras un salto, como
una inquietud.
—¿Extraña o diabólica?...
Fruncía las cejas —brochas en las que la atención
riega dentífrico invisible—y, tras vanos temores,
13
reconciliábase con la pelotita, digna de él y de toda
alma justa, por su afán elástico de levantarse al
cielo.
Y así fue como en aquel convento, en tanto unos
monjes cultivaban las Bellas Artes y otros las
Ciencias y la Filosofía, el nuestro jugaba en los
corredores con la pelotita.
Nubes, cielo, tamarindos. . . Ni un alma en la
pereza del camino. De vez en cuando, el paso
celeroso de bandadas de pericas domingueras
comiéndose el silencio. El día salía de las narices
de los bueyes, blanco, caliente, perfumado.
A la puerta del templo esperaba el monje, después
de llamar a misa, la llegada de los feligreses
jugando con la pelotita que había olvidado en la
celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase
mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco
contestaba en la iglesia, saltando como un
pensamiento:
¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!. .. Sería una
lástima perderla. Esto le apenaba, arreglándoselas
para afirmar que no la perdería, que nunca le sería
infiel, que con él la enterrarían. . ., tan liviana, tan
ágil, tan blanca . . .
¿Y si fuese el demonio?
Una sonrisa disipaba sus temores: era menos
endemoniada que el Arte, las Ciencias y la
Filosofía, y, para no dejarse mal aconsejar por el
miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a
14
traerla, enjuagándose con ella de rebote en
rebote..., tan liviana, tan ágil, tan blanca . . .
Por los caminos—aún no había calles en la ciudad
trazada por un teniente para ahorcar— llegaban a
la iglesia hombres y mujeres ataviados con vistosos
trajes, sin que el religioso se diera cuenta, arrobado
como estaba en sus pensamientos. La iglesia era
de piedras grandes; pero, en la hondura del cielo,
sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose
ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas
mayores en la entrada principal, y entre ellas,
grupos de columnas salomónicas, y altares
dorados, y bóvedas y pisos de un suave color azul.
Los santos estaban como peces inmóviles en el
acuoso resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se esparcían tuteos de
palomas, balidos de ganados, trotes de recuas,
gritos de arrieros. Los gritos abríanse como lazos
en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos,
cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas,
formaban caminos blancos, que al cabo se
borraban. Caminos blancos, caminos móviles,
caminitos de humo para jugar una pelota con un
monje en la mañana azul. . .
—¡Buenos días le dé Dios, señor!
La voz de una mujer sacó al monje de sus
pensamientos. Traía de la mano a un niño triste.
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los
Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora
que llora, desde que perdió aquí, al costado del
15
convento, una pelota que, ha de saber su merced,
los vecinos aseguraban era la imagen del
demonio... (... tan liviana, tan ágil, tan blanca. . .)
El monje se detuvo de la puerta para no caer del
susto, y, dando la espalda a la madre y al niño,
escapó hacia su celda, sin decir palabra, con los
ojos nublados y los brazos en alto.
Llegar allí y despedir la pelotita, todo fue uno.
—¡Lejos de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!
La pelota cayó fuera del convento—fiesta de
brincos y rebrincos de corderillo en libertad—, y,
dando su salto inusitado, abrióse como por encanto
en forma de sombrero negro sobre la cabeza del
niño, que corría tras ella. Era el sombrero del
demonio.
Y así nace al mundo el Sombrerón.
De "Leyendas de Guatemala" (1930)
Miguel Ángel Asturias
16
La chascona *
(Texto completo)
La piedra y los clavos, la tabla, la teja se unieron:
he aquí levantada la casa chascona con agua que
corre escribiendo en su idioma,
las zarzas guardaban el sitio con su sanguinario
ramaje
hasta que la escala y sus muros supieron su
nombre
y la flor encrespada, la vida y su alado zarcillo,
las hojas de higuera que como estandartes de
razas remotas
cernían sus alas oscuras sobre tu cabeza,
el muro de azul victorioso, el ónix abstracto del
suelo,
tus ojos, mis ojos, están derramados de roca y
madera
por todos los sitios, los días febriles, la paz que
construye,
Mi casa, tu casa, tu sueño en mis ojos, tu sangre
siguiendo el
camino del cuerpo que duerme
como una paloma cerrada en sus alas inmóvil
persigue el vuelo y el tiempo recoge en su copa tu
sueño y el mío
en la casa que apenas nació de las manos
despiertas.
La noche encontrada por fin en la nave que tú y yo
construimos,
la paz de madera olorosa que sigue con pájaros
que sigue el susurro del viento perdido en las hojas
y de las raíces que comen la paz suculenta del
17
humus
mientras sobreviene sobre mí dormida la luna del
agua
como una paloma del bosque del sur que dirige el
dominio
del cielo, del aire, del viento sombrío que te
pertenece,
dormida durmiendo en la casa que hicieron tus
manos,
delgada en el sueño, en el germen del humus
nocturno
y multiplicada en la sombra como el crecimiento del
trigo.
Dorada la tierra te dio la armadura del trigo,
el color que los hornos cocieron con barro y delicia,
la piel que no es blanca ni es negra ni roja ni verde
que tiene el color de la arena, del pan, de la lluvia
del sol, de la pura madera, del viento,
tu carne color de campana, color de alimento
fragante,
¡tu carne que forma la nave y encierra la ola!
De tantas delgadas estrellas que mi alma recoge en
la noche
recibo el rocío que el día convierte en ceniza
y bebo la copa de estrellas difuntas llorando las
lágrimas
de todos los hombres, de los prisioneros, de los
carceleros,
y todas las manos me buscan mostrando una llaga,
mostrando el dolor, el suplicio o la brusca
esperanza
y así sin que el cielo y la tierra me dejen tranquilo,
así consumido por otros dolores que cambian de
18
rostro
recibo el sol y en el día la estatua de tu claridad
y en la sombra, en la luna, en el sueño, el racimo
del reino,
el contacto que induce a mi sangre a cantar en la
muerte.
La miel, bienamada, la ilustre dulzura del viaje
completo
y aún, entre largos caminos,
fundamos en Valparaíso una torre,
por más que en tus pies encontré mis raíces
perdidas
tú y yo mantuvimos abierta la puerta del mar
insepulto
y así destinamos a la Sebastiana el deber de llamar
los navíos
y ver bajo el humo del puerto la rosa incitante,
el camino cortado en el agua por el hombre y sus
mercaderías.
Pero azul y rosado, roído y amargo entreabierto
entre sus telarañas he aquí, sosteniéndose en
hilos,
en uñas, en enredaderas,
he aquí, victorioso, harapiento, color de campana y
de miel,
he aquí, bermellón y amarillo, purpúreo, plateado
violeta
sombrío y alegre, secreto y abierto como una
sandía
el puerto y la puerta de Chile,
el manto radiante de Valparaíso,
padecimientos el sol resbalando en la oscura
19
mirada
en los ojos más bellos del mundo
Yo te convidé a la alegría de un puerto agarrado a
la furia del oleaje metido en el frío del último
océano, viviendo en peligro,
hermosa es la nave sombría,
la luz vesperal de los meses antárticos,
la nave de techo amaranto,
el puñado de velas o casas o vidas
y se sostuvieron cayéndose en el terremoto que
abría y cerraba el infierno,
tomándose al fin de la mano los hombres,
los muros, las cosas,
unidos y desvencijados en el estertor planetario.
Pablo Neruda
* La Chascona es el nombre que Neruda dio a su
casa en Santiago, ubicada a los pies del cerro San
Cristóbal. Aquí trató de recuperar el entorno de su
infancia, su tierra natal en el sur de Chile. En ella
vivió junto a Matilde Urrutia, quien más tarde tuvo
que hacerse cargo de su restauración, tras los
graves daños sufridos durante el golpe de estado
de 1973.
Consultado en:
http://www.neruda.uchile.cl/chascona.html
20
Cien años de soledad
(Fragmento)
Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó
a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea
de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la
orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban
por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente,
que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarías con el dedo.
Todos los años, por el mes de marzo, una familia de
gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la
aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales
daban a conocer los nuevos inventos. Primero
llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba
montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el
nombre de Melquiades, hizo una truculenta
demostración pública de lo que él mismo llamaba la
octava maravilla de los sabios alquimistas de
Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos
lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver
que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes
se caían de su sitio, y las maderas crujían por la
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de
desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde
hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les
había buscado, y se arrastraban en desbandada
turbulenta detrás de los fierros mágicos de
Melquíades.
«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano
con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles
el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada
21
imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de
la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia,
pensó que era posible servirse de aquella invención
inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades,
que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no
sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel
tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió
su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes
imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con
aquellos animales para ensanchar el desmedrado
patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy
pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa»,
replicó su marido. Durante varios meses se empeñó
en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró
palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río,
arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en
voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró
desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas
sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo
interior tenía la resonancia hueca de un enorme
calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio
Buendía y los cuatro hombres de su expedición
lograron desarticular la armadura, encontraron dentro
un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el
cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un
catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que
exhibieron como el último descubrimiento de los
judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un
extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la
entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales,
la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al
alcance de su mano.
22
«La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba
Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo
que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse
de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una
asombrosa demostración con la lupa gigantesca:
pusieron un montón de hierba seca en mitad de la
calle y le prendieron fuego mediante la concentración
de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún
no acababa de consolarse por el fracaso de sus
imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como
un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de
disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes
imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio
de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero
formaba parte de un cofre de monedas de oro que su
padre había acumulado en toda una vida de
privaciones, y que ella había enterrado debajo de la
cama en espera de una buena ocasión para
invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de
consolarla, entregado por entero a sus experimentos
tácticos con la abnegación de un científico y aun a
riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los
efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él
mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió
quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron
mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su
mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a
punto de incendiar la casa.
Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos
sobre las posibilidades estratégicas de su arma
novedosa, hasta que logró componer un manual de
una asombrosa claridad didáctica y un poder de
convicción irresistible. Lo envió a las autoridades
acompañado de numerosos testimonios sobre sus
experiencias y de varios pliegos de dibujos
23
explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó
la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados,
remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer
bajo el azote de las fieras, la desesperación y la
peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las
mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital
era en aquel tiempo poco menos que imposible, José
Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como
se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer
demostraciones prácticas de su invento ante los
poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las
complicadas artes de la guerra solar. Durante varios
años esperó la respuesta. Por último, cansado de
esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de
su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba
convincente de honradez: le devolvió los doblones a
cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas
portugueses y varios instrumentos de navegación. De
su puño y letra escribió una apretada síntesis de los
estudios del monje Hermann, que dejó a su
disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la
brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los
largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que
construyó en el fondo de la casa para que nadie
perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado
por completo las obligaciones domésticas,
permaneció noches enteras en el patio vigilando el
curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una
insolación por tratar de establecer un método exacto
para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto
en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una
noción del espacio que le permitió navegar por mares
incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar
relación con seres espléndidos, sin necesidad de
abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que
adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por
24
la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los
niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el
plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y
la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su
actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una
especie de fascinación. Estuvo varios días como
hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un
sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su
propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre,
a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga
de su tormento. Los niños habían de recordar por el
resto de su vida la augusta solemnidad con que su
padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando
de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el
encono de su imaginación, y les reveló su
descubrimiento.
-La tierra es redonda como una naranja.
Gabriel García Márquez
25
El ramo azul
(Texto completo)
Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos
rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una
mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada
alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y
descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún
alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me
acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se
oía la respiración de la noche, enorme, femenina.
Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la
jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla.
Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado,
me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún
bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa,
me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de
verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño,
sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule,
fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me
preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí.
Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en
lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas
por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De
pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un
muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve,
ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento.
Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche,
26
llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban
entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también
habían establecido campamento las estrellas. Pensé
que el universo era un vasto sistema de señales, una
conversación entre seres inmensos. Mis actos, el
serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran
sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel
diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era
una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la
dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer,
describió una curva luminosa, arrojando breves
chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro
entre los labios que en ese momento me
pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un
jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se
desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a
distinguir nada. Apreté el paso.
Unos instantes percibí unos huaraches sobre las
piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía
que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté
correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente.
Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de
un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
-No se mueva, señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada.
27
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira,
aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es
algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No
vayas a matarme.
-No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy
a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos
azules y por aquí hay pocos que los tengan.
-Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene
azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré
otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la
vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma
la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho
un machete de campo, que brillaba con la luz de la
luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor
me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados
con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las
puntas de los pies y me contempló intensamente.
28
La llama me quemaba los dedos. La arrojé.
Permaneció un instante silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver,
encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome
de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos,
echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre
mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía
lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas.
Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza
entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones,
cayendo y levantándome, corrí durante una hora por
el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al
dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo.
Octavio Paz
29
Los jefes
(Fragmento)
Javier se adelantó por un segundo:
—¡Pito! —gritó, ya de pie.
La tensión se quebró, violentamente, como una
explosión. Todos estábamos parados: el doctor
Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando
los puños. Cuando recobrándose, levantaba una
mano y parecía a punto lanzar un sermón, el pito
sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito,
enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo
de Amaya, que avanzaba volteando carpetas.
El patio estaba sacudido por los gritos. Los de
cuarto y tercero habían salido antes, formaban un
gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casi con
nosotros, entraron los de primero y segundo; traían
nuevas frases agresivas, más odio. El círculo
creció. La indignación era unánime en la Media. (La
Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos
azules, en el ala opuesta del colegio.)
—Quiere fregarnos, el serrano.
—Sí. Maldito sea.
Nadie hablaba de los exámenes finales. El fulgor de
las pupilas, las vociferaciones, el escándalo
indicaban que había llegado el momento de
enfrentar al director. De pronto dejé de hacer
esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer
30
febrilmente los grupos: «¿nos friega y nos
callamos?». «Hay que hacer algo». «Hay que
hacerle algo».
Una mano férrea me extrajo del centro del círculo.
—Tú no —dijo Javier—. No te metas. Te expulsan.
Y lo sabes.
—Ahora no me importa. Me las va a pagar todas.
Es mi oportunidad, ¿ves? Hagamos que formen.
En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído
en oído: «formen filas», «a formar, rápido».
— ¡Formemos las filas! —El vozarrón de Raygada
vibró en el aire sofocante de la mañana.
Muchos, a la vez, corearon:
— ¡A formar! ¡A formar!
Los inspectores Gallardo y Romero vieron
entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el
bullicio y se organizaban las filas antes de concluir
el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la
sala de profesores, frente a nosotros, y nos
miraban nerviosamente. Luego se miraron entre
ellos. En la puerta habían aparecido algunos
profesores; también estaban extrañados.
El inspector Gallardo se aproximó:
— ¡Oigan! —gritó, desconcertado—. Todavía no.
31
—Calla —repuso alguien, desde atrás—. ¡Calla,
Gallardo, maricón!
Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con
gesto amenazador, invadió las filas. A su espalda,
varios gritaban: « ¡Gallardo, maricón!».
—Marchemos —dije—. Demos vueltas al patio.
Primero los de quinto.
Comenzamos a marchar. Taconeábamos con
fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda vuelta
—formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a
las dimensiones del patio— Javier, Raygada, León
y yo principiamos:
—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
El coro se hizo general.
— ¡Más fuerte! —prorrumpió la voz de alguien que
yo odiaba: Lu—. ¡Griten!
De inmediato, el vocerío aumentó hasta
ensordecer.
—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
Los profesores, cautamente, habían desaparecido
cerrando tras ellos la puerta de la Sala. Al pasar los
de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía
fruta sobre un madero, dijo algo que no oímos.
32
Movía las manos, como alentándonos. «Puerco»,
pensé.
Los gritos arreciaban. Pero ni el compás de la
marcha, ni el estímulo de los chillidos, bastaban
para disimular que estábamos asustados. Aquella
espera era angustiosa. ¿Por qué tardaba en salir?
Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas
habían comenzado a mirarse unos a otros y se
escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas
forzadas. «No debo pensar en nada, me decía.
Ahora no». Ya me costaba trabajo gritar: estaba
ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi sin
saberlo, miraba el cielo: perseguía a un gallinazo
que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo
una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada
por un disco amarillo en un costado, como un lunar.
Bajé la cabeza, rápidamente.
Pequeño, amoratado, Ferrufino había aparecido al
final del pasillo que desembocaba en el patio de
recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de
pato, que lo acercaban interrumpían abusivamente
el silencio que había reinado de improviso,
sorprendiéndome. (La puerta de la sala de
profesores se abre: asoma un rostro diminuto,
cómico. Estrada quiere espiarnos: ve al director a
unos pasos: velozmente, se hunde; su mano infantil
cierra la puerta). Ferrufino estaba frente a nosotros:
recorría desorbitado los grupos de estudiantes
enmudecidos. Se habían deshecho las filas:
algunos corrieron a los baños, otros rodeaban
33
desesperadamente la cantina de Teobaldo. Javier,
Raygada, León y yo quedamos inmóviles.
—No tengan miedo—dije, pero nadie me oyó
porque simultáneamente había dicho el director:
—Toque el pito, Gallardo.
De nuevo se organizaron las hileras, esta vez con
lentitud. El calor no era todavía excesivo, pero ya
padecíamos cierto sopor, una especie de
aburrimiento. «Se cansaron —murmuró Javier—.
Malo». Y advirtió furioso:
— ¡Cuidado con hablar!
Otros propagaron el aviso.
—No —dije—. Espera. Se pondrán como fieras
apenas hable Ferrufino.
Pasaron algunos segundos de silencio, de
sospechosa gravedad, antes de que fuéramos
levantando la vista, uno por uno, hacia aquel
hombrecito vestido de gris. Estaba con las manos
enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto.
—No quiero saber quién inició este tumulto—
recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado,
suave, las palabras casi cordiales, su postura de
estatua, eran cuidadosamente afectadas. ¿Habría
estado ensayándose solo, en su despacho?—.
Actos como éste son una vergüenza para ustedes,
para el colegio y para mí. He tenido mucha
34
paciencia, demasiada, óiganlo bien, con el
promotor de estos desórdenes. Pero ha llegado al
límite...
¿Yo o Lu? Una interminable y ávida lengua de
fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis mejillas a
medida que los ojos de toda la Media iban girando
hasta encontrarme. ¿Me miraba Lu? ¿Tenía
envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás,
alguien palmeó mi brazo dos veces, alentándome.
El director habló largamente sobre Dios, la
disciplina y los valores supremos del espíritu. Dijo
que las puertas de la dirección estaban siempre
abiertas, que los valientes de verdad debían dar la
cara.
—Dar la cara —repitió: ahora era autoritario—, es
decir, hablar de frente, hablarme a mí.
— ¡No seas imbécil! —dije, rápido—. ¡No seas
imbécil!
Pero Raygada ya había levantado su mano al
mismo tiempo que daba un paso a la izquierda,
abandonando la formación. Una sonrisa
complaciente cruzó la boca de Ferrufino y
desapareció de inmediato.
—Escucho, Raygada... —dijo.
A medida que éste hablaba, sus palabras le
inyectaban valor. Llegó incluso, en un momento, a
agitar sus brazos, dramáticamente. Afirmó que no
éramos malos y que amábamos el colegio y a
35
nuestros maestros; recordó que la juventud era
impulsiva. En nombre de todos, pidió disculpas.
Luego tartamudeó, pero siguió adelante:
—Nosotros le pedimos, señor director, que ponga
horarios de exámenes como en años anteriores...
—Se calló, asustado.
—Anote, Gallardo —dijo Ferrutfno—. El alumno
Raygada vendrá a estudiar la próxima semana,
todos los días, hasta las nueve de la noche. —Hizo
una pausa—. El motivo figurará en la libreta: por
rebelarse contra una disposición pedagógica.
—Señor director... —Raygada estaba lívido.
—Me parece justo —susurró Javier—. Por bruto.
Mario Vargas Llosa
36
La biblioteca total
(Texto completo)
El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca
Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil
confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el
mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar
esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye
a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad,
pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner
y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre
Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.)
Sus conexiones son ilustres y múltiples: está
relacionada con el atomismo y con el análisis
combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la
obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el
doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación,
o parodia, de la máquina mental de Raimundo
Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de
esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por
los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por
Nietzsche, regresa eternamente.
El más antiguo de los textos que la vislumbran está
en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles.
Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía
de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita
conjunción de los átomos. El escritor observa que
lo átomos que esa conjetura requiere son
homogéneos y que sus diferencias proceden de la
posición, del orden o de la forma.
37
Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de
N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por
la posición". En el tratado De la generación y
corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas
visibles con la simplicidad de los átomos y razona
que una tragedia consta de iguales elementos que
una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del
alfabeto.
Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón
compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula
irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el
segundo libro, uno de los interlocutores arguye: "No
me admiro que haya alguien que se persuada de
que ciertos cuerpos sólidos e individuales son
arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando
del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo
hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto,
también podrá creer que si arrojan a bulto
innumerables caracteres de oro, con las veintiuna
letras del alfabeto, pueden resultar estampados los
Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá
hacer que se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga
vida. A mediados del siglo XVII, figura en un
discurso académico de Pascal; Swift, a principios
del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su
indignado Ensayo trivial sobre las facultades del
alma, que es un museo de lugares comunes -como
el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.
Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a
Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado
38
espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas
de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de
esos hombres) no dice que los "caracteres de oro"
acabarán por componer un verso latino, si los
arrojan un número suficiente de veces; dice que
media docena de monos, provistos de máquinas de
escribir, producirán en unas cuantas eternidades
todos los libros que contiene el British Museum 2.
Lewis Carroll (que es otro de los refutadores)
observa en la segunda parte de la extraordinaria
novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que
siendo limitado el número de palabras que
comprende un idioma, lo es asimismo el de sus
combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy
pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué
libro escribiré?', sino '¿cuál libro?'
"Lasswitz, animado por Fechner, imagina la
Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de
relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los
elementos de su juego son los universales
símbolos ortográficos, no las palabras de un
idioma. El número de tales elementos -letras,
espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismoses reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto
puede renunciar a la cu (que es del todo superflua),
a la equis (que es una abreviatura) y a todas las
letras mayúsculas. Pueden eliminarse los
algoritmos del sistema decimal de numeración o
reducirse a dos, como en la notación binaria de
Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y
al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A
39
fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd
Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes
(veintidós letras, el espacio, el punto, la coma)
cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo
que es dable expresar en todas las lenguas. El
conjunto de tales variaciones integraría una
Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz
insta a los hombres a producir mecánicamente esa
Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que
eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la
tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las
dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la
historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de
Esquilo, el número preciso de veces que las aguas
de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el
secreto y verdadero nombre de Roma, la
enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis
sueños y entresueños en el alba del catorce de
agosto de 1934, la demostración del teorema de
Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin
Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma
que hablaron los garamantas, las paradojas que
ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó,
los libros de hierro de Urizen, las prematuras
epifanías de Stephen Dedalus que antes de un
ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio
gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las
sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la
demostración de la falacia de ese catálogo. Todo,
pero por una línea razonable o una justa noticia
habrá millones de insensatas cacofonías, de
fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero
40
las generaciones de los hombres pueden pasar sin
que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que
obliteran el día y en los que habita el caos- les
hayan otorgado una página tolerable.
Uno de los hábitos de la mente es la invención de
imaginaciones horribles.
Ha inventado el Infierno, ha inventado la
predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas
platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales
números transfinitos (donde la parte no es menos
copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las
óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y
el Espectro insoluble, articulados en un solo
organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un
horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria,
cuyos desiertos verticales de libros corren el
incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo
afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira.
Jorge Luis Borges
1- No teniendo a la vista el original, copio la versión española
de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio
Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y Mauthner hablan de
una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es
imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y haya
retirado la bolsa.
2- Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.
41
Cuento sin moraleja
(Texto completo)
Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien,
aunque encontraba mucha gente que discutía los
precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía
casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de
vendedores callejeros, algunos suspiros que le
compraban señoras rentistas, y palabras para
consignas, eslóganes, membretes y falsas
ocurrencias.
Por fin el hombre supo que había llegado la hora y
pidió audiencia al tiranuelo del país, que se parecía
a todos sus colegas y lo recibió rodeado de
generales, secretarios y tazas de café.
-Vengo a venderle sus últimas palabras -dijo el
hombre-. Son muy importantes porque a usted
nunca le van a salir bien en el momento, y en
cambio le conviene decirlas en el duro trance para
configurar fácilmente un destino histórico
retrospectivo. -Traducí lo que dice- mandó el
tiranuelo a su interprete. -Habla en argentino,
Excelencia. -¿En argentino? ¿Y por qué no
entiendo nada? - Usted ha entendido muy bien -dijo
el hombre-. Repito que vengo a venderle sus
últimas palabras.
El tiranuelo se puso en pie como es de práctica en
estas circunstancias, y reprimiendo un temblor,
mandó que arrestaran al hombre y lo metieran en
los calabozos especiales que siempre existen en
esos ambientes gubernativos. -Es lástima- dijo el
42
hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted
querrá decir sus últimas palabras cuando llegue el
momento, y necesitará decirlas para configurar
fácilmente un destino histórico retrospectivo. Lo que
yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de
modo que no hay engaño. Pero como no acepta el
negocio, como no va a aprender por adelantado
esas palabras, cuando llegue el momento en que
quieran brotar por primera vez y naturalmente,
usted no podrá decirlas.
-¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de
querer decir? -preguntó el tiranuelo ya frente a otra
taza de café. -Porque el miedo no lo dejará -dijo
tristemente el hombre-. Como estará con una soga
al cuello, en camisa y temblando de frio, los dientes
se le entrechocaran y no podrá articular palabra. El
verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá
alguno de estos señores, esperarán por decoro un
par de minutos, pero cuando de su boca brote
solamente un gemido entrecortado por hipos y
súplicas de perdón (porque eso si lo articulará sin
esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.
Muy indignados, los asistentes y en especial los
generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que
hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el
tiranuelo, que estaba pálido como la muerte, los
echó a empellones y se encerró con el hombre,
para comprar sus últimas palabras.
Entretanto, los generales y secretarios,
humilladísimos por el trato recibido, prepararon un
levantamiento y a la mañana siguiente prendieron
43
al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta
preferida. Para que no pudiera decir sus últimas
palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro.
Después se pusieron a buscar al hombre, que
había desaparecido de la casa de gobierno, y no
tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el
mercado vendiendo pregones a los saltimbanquis.
Metiéndolo en un coche celular, lo llevaron a la
fortaleza, y lo torturaron para que revelase cuales
hubieran podido ser las últimas palabras del
tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la
confesión, lo mataron a puntapiés.
Los vendedores callejeros que le habían comprado
gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno
de esos gritos sirvió más adelante como santo y
seña de la contrarrevolución que acabó con los
generales y los secretarios. Algunos, antes de
morir, pensaron confusamente que todo aquello
había sido una torpe cadena de confusiones y que
las palabras y los gritos eran cosa que en rigor
pueden venderse pero no comprarse, aunque
parezca absurdo.
Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre
y los generales y secretarios, pero los gritos
resonaban de cuando en cuando en las esquinas.
Julio Cortázar
44
Chac Mool
(Fragmento)
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en
Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque
había sido despedido de su empleo en la
Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación
burocrática de ir, como todos los años, a la pensión
alemana, comer el choucrout endulzado por los
sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de
Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida”
en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de
Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había
nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan
desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la
medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de
la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le
velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la
pensión; por el contrario, esa noche organizó un
baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto
esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que
saliera el camión matutino de la terminal, y pasó
acompañado de huacales y fardos la primera noche
de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a
vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo
un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo
acomodáramos rápidamente en el toldo y lo
cubriéramos con lonas, para que no se espantaran
los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la
sal al viaje.
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa
tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el
calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y
45
chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el
día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la
pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un
periódico derogado de la ciudad de México. Cachos
de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el
cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de
papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el
hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de
respeto por la vida privada de mi difunto amigo.
Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra
cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por
qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué
dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio
Efectivo. No Reelección”. Por qué, en fin, fue
corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los
escalafones.
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado,
amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar
cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos
de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque
me recuerda que a los veinte años podía darme
más lujos que a los cuarenta. Entonces todos
estábamos en un mismo plano, hubiéramos
rechazado con energía cualquier opinión peyorativa
hacia los compañeros; de hecho, librábamos la
batalla por aquellos a quienes en la casa discutían
por su baja extracción o falta de elegancia. Yo
sabía que muchos de ellos (quizá los más
humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela,
se iban a forjar las amistades duraderas en cuya
compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue
46
así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se
quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que
pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables
tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo,
nos quedamos a la mitad del camino, destripados
en un examen extracurricular, aislados por una
zanja invisible de los que triunfaron y de los que
nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en
las sillas modernizadas -también hay, como
barricada de una invasión, una fuente de sodas- y
pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos
compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de
luz neón, prósperos. Con el café que casi no
reconocía, con la ciudad misma, habían ido
cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me
reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo
-uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el
hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo
mediaban los dieciocho agujeros del Country Club.
Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron
en mi memoria los años de las grandes ilusiones,
de los pronósticos felices y, también todas las
omisiones que impidieron su realización. Sentí la
angustia de no poder meter los dedos en el pasado
y pegar los trozos de algún rompecabezas
abandonado; pero el arcón de los juguetes se va
olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a
dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas
de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron
más que eso. Y sin embargo, había habido
constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era
suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el
recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la
47
aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes,
debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy,
no tendría que volver la mirada a las ciudades de
sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho
mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de
Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él
es descreído, pero no le basta; en media cuadra
tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera
mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece
evidente.
Llegan los españoles y te proponen adorar a un
Dios muerto hecho un coágulo, con el costado
herido, clavado en una cruz. Sacrificado.
Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un
sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a
toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México
hubiera sido conquistado por budistas o por
mahometanos. No es concebible que nuestros
indios veneraran a un individuo que murió de
indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se
sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le
arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a
Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido,
sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una
prolongación natural y novedosa de la religión
indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra
mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en
México es eso: hay que matar a los hombres para
poder creer en ellos.
48
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas
formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono
estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana
los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por
esto le guste relacionar todas las teorías que
elabora para mi consumo con estos temas. Por
cierto que busco una réplica razonable del Chac
Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa
de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de
piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la
oficina, con la consiguiente perturbación de las
labores. He debido consignarlo al Director, a quien
sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de
esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis
costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...”
“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla.
Encontré el Chac Mool en la tienducha que me
señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño
natural, y aunque el marchante asegura su
originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero
ello no aminora la elegancia de la postura o lo
macizo del bloque. El desleal vendedor le ha
embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo
para convencer a los turistas de la sangrienta
autenticidad de la escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la
adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en
el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos
a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol
vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición.
49
Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del
sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca
parece reprocharme que le niegue la luz. El
comerciante tenía un foco que iluminaba
verticalmente en la escultura, recortando todas sus
aristas y dándole una expresión más amable.
Habrá que seguir su ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto,
dejé correr el agua de la cocina y se desbordó,
corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me
percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero
mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores,
me obligó a llegar tarde a la oficina.”
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas,
torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”
“Desperté a la una: había escuchado un quejido
terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué
atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de
males, la tubería volvió a descomponerse, y las
lluvias se han colado, inundando el sótano.”
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del
Departamento del Distrito Federal, más vale no
hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias
no obedece a las coladeras y viene a dar a mi
sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa
por otra.”
50
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de
lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la
masa de la escultura parece padecer de una
erisipela verde, salvo los ojos, que han
permanecido de piedra. Voy a aprovechar el
domingo para raspar el musgo. Pepe me ha
recomendado cambiarme a una casa de
apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar
estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar
este caserón, ciertamente es muy grande para mí
solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana.
Pero es la única herencia y recuerdo de mis
padres. No sé qué me daría ver una fuente de
sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de
decoración en la planta baja.”
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una
espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue
labor de más de una hora, y sólo a las seis de la
tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la
penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano
los contornos de la piedra. Cada vez que lo
repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No
quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader
de la Lagunilla me ha timado. Su escultura
precolombina es puro yeso, y la humedad acabará
por arruinarla. Le he echado encima unos trapos;
mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de
que sufra un deterioro total.”
“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a
palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no
vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero
escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la
51
carne, al apretar los brazos los siento de goma,
siento que algo circula por esa figura recostada...
Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac
Mool tiene vello en los brazos.”
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los
asuntos en la oficina, giré una orden de pago que
no estaba autorizada, y el Director tuvo que
llamarme la atención. Quizá me mostré hasta
descortés con los compañeros. Tendré que ver a
un médico, saber si es mi imaginación o delirio o
qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la
que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha
y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin
embargo, parecía escrita por otra persona. A veces
como niño, separando trabajosamente cada letra;
otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay
tres días vacíos, y el relato continúa:
[…]
Carlos Fuentes
52
El Niño Cinco Mil Millones
(Texto completo)
En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil
Millones. Vino sin etiqueta, así que podía ser negro,
blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día
eligieron al azar un niño Cinco Mil Millones para
homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su
primer llanto.
Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones
no fue homenajeado ni filmado ni acaso tuvo
energías para su primer llanto. Mucho antes de
nacer ya tenía hambre. Un hambre atroz. Un
hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos,
éstos tocaron tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra
con grietas y esqueletos de perros o de camellos o
de vacas. También con el esqueleto del niño
4.999.999.999.
El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre
y sed, pero su madre tenía más hambre y más sed
y sus pechos oscuros eran como tierra exahusta.
Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed
más antiguas aún y ya no encontraba en si mismo
ganas de pensar o creer.
Una semana después el niño Cinco Mil Millones era
un minúsculo esqueleto y en consecuencia
disminuyó en algo el horrible riesgo de que el
planeta llegara a estar superpoblado.
Mario Benedetti
53
Dos palabras
(Texto completo)
Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no
por fe de bautismo o acierto de su madre, sino
porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se
vistió con él. Su oficio era vender palabras.
Recorría el país, desde las regiones más altas y
frías hasta las costas calientes, instalándose en las
ferias y en los mercados, donde montaba cuatro
palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se
protegía del sol y de la lluvia para atender a su
clientela. No necesitaba pregonar su mercadería,
porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la
conocían. Había quienes la aguardaban de un año
para otro, y cuando aparecía por la aldea con su
atado bajo el brazo hacía cola frente a su
tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco
centavos entregaba versos de memoria, por siete
mejoraba la calidad de los sueños, por nueve
escribía cartas de enamorados, por doce inventaba
insultos para enemigos irreconciliables. También
vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía,
sino largas historias verdaderas que recitaba de
corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de
un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar
una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se
casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas.
En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a
su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar
y así se enteraban de las vidas de otros, de los
parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra
Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella
54
le regalaba una palabra secreta para espantar la
melancolía. No era la misma para todos, por
supuesto, porque eso habría sido un engaño
colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza
de que nadie más la empleaba para ese fin en el
universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia
tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para
llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la
región más inhóspita, donde algunos años las
lluvias se convierten en avalanchas de agua que se
llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo,
el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero
y el mundo se convierte en un desierto.
Hasta que cumplió doce años no tuvo otra
ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la
fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le
tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando
comprendió que llegaba su turno, decidió echar a
andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si
en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra
estaba erosionada, partida en profundas grietas,
sembrada de piedras, fósiles de árboles y de
arbustos espinudos, esqueletos le animales
blanqueados por el calor. De vez en cuando
tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el
sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos
habían iniciado la marcha llevando sus
pertenencias al hombro o en carretillas, pero
apenas podían mover sus propios huesos y a poco
andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban
penosamente, con la piel convertida en cuero de
55
lagarto y sus ojos quemados por la reverberación
de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar,
pero no se detenía, porque no podía gastar sus
fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos
cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que
consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los
primeros manantiales, finos hilos de agua, casi
invisibles, que alimentaban una vegetación
raquítica, y que más adelante se convertían en
riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además
descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a
una aldea en las proximidades de la costa, el viento
colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó
aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo
rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la
curiosidad pudo rnás que su timidez. Se acercó a
un hombre que lavaba un caballo en el mismo
charco turbio donde ella saciara su sed.
--¿Qué es esto?--preguntó.
--La página deportiva del periódico--replicó el
hombre sin dar muestras de asombro ante su
ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no
quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el
significado de las patitas de mosca dibujadas sobre
el papel.
56
--Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba
noqueó al Nero Tiznao en el tercer round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las
palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con
un poco de maña puede apoderárselas para
comerciar con ellas. Consideró su situación y
concluyó que aparte de prostituirse o emplearse
como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran
pocas las ocupaciones que podía desempeñar.
Vender palabras le pareció una alternativa decente.
A partir de ese momento ejerció esa profesión y
nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su
mercancía sin sospechar que las palabras podían
también escribirse fuera de los periódicos.
Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones
de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte
pesos a un cura para que le enseñara a leer y
escribir y con los tres que le sobraron se compró un
diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego
lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a
los clientes con palabras envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto,
se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de
una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo
argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su
pensión desde hacía diecisiete años. Era día de
mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se
escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó
los ojos de la escritura y vio primero una nube de
polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió
57
en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel,
que venían al mando del Mulato, un gigante
conocido en toda la zona por la rapidez de su
cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel
y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en
la Guerra Civil y sus nombres estaban
irremisiblemente unidos al estropicio y la
calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como
un rebaño en estampida, envueltos en ruido,
bañados de sudor y dejando a su paso un espanto
de huracán. Salieron volando las gallinas,
dispararon a perderse los perros, corrieron las
mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del
mercado otra alma viviente que Belisa
Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato
y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.
--A ti te busco--le gritó señalándola con su látigo
enrollado y antes que terminara de decirlo, dos
hombres cayeron encima de la mujer atropellando
el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y
manos y la colocaron atravesada como un bulto de
marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato.
Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario
estaba a punto de morir con el corazón convertido
en arena por las sacudidas del caballo, sintió que
se detenían y cuatro manos poderosas la
depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y
levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las
fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose
en un sueño ofuscado. Despertó varias horas
después con el murmullo de la noche en el campo,
58
pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos,
porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada
impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
--Por fin despiertas, mujer--dijo alcanzándole su
cantimplora para que bebiera un sorbo de
aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la
vida.
Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le
explicó que el Coronel necesitaba sus servicios.
Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a
un extremo del campamento, donde el hombre más
temido del país reposaba en una hamaca colgada
entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro,
porque tenía encima la sombra incierta del follaje y
la sombra imborrable de muchos años viviendo
como un bandido, pero imaginó que debía ser de
expresión perdularia si su gigantesco ayudante se
dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su
voz, suave y bien modulada como la de un
profesor.
--¿Eres la que vende palabras?--preguntó.
--Para servirte--balbuceó ella oteando en la
penumbra para verlo mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha
que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio
su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al
punto que estaba frente al hombre más solo de
59
este mundo.
--Quiero ser Presidente—dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en
guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio
podía transformar en victorias. Llevaba muchos
años, durmiendo a la intemperie, picado de
mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de
culebra, pero esos inconvenientes menores no
constituían razón suficiente para cambiar su
destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror
en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos
bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y
flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo
huevos frescos y pan recién horneado. Estaba
harto de comprobar cómo a su paso huían los
hombres, abortaban de susto las mujeres y
temblaban las criaturas, por eso había decidido ser
Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la
capital y entraran galopando al Palacio para
apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas
otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le
interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya
habían tenido bastantes por allí y, además, de ese
modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea
consistía en ser elegido por votación popular en los
comicios de diciembre.
--Para eso necesito hablar como un candidato.
¿Puedes venderme las palabras para un discurso?-preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
60
Ella había aceptado muchos encargos, pero
ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse,
temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los
ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar.
Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque
percibió un palpitante calor en su piel, un deseo
poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con
sus manos, de estrecharlo entre sus brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente
estuvo Belisa Crepusculario buscando en su
repertorio las palabras apropiadas para un discurso
presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien
no apartaba los ojos de sus firmes piernas de
caminante y sus senos virginales. Descartó las
palabras ásperas y secas, las demasiado floridas,
las que estaban desteñidas por el abuso, las que
ofrecían promesas improbables, las carentes de
verdad y las confusas, para quedarse sólo con
aquellas capaces de tocar con certeza el
pensamiento de los hombres y la intuición de las
mujeres.
Haciendo uso de los conocimientos comprados al
cura por veinte pesos, escribió el discurso en una
hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para
que desatara la cuerda con la cual la había
amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron
nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió
a sentir la misma palpitante ansiedad del primer
encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él
lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.
61
--¿Qué carajo dice aquí?--preguntó por último.
--¿No sabes leer?
--Lo que yo sé hacer es la guerra--replicó él.
Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces,
para que su cliente pudiera grabárselo en la
memoria. Cuando terminó vio la emoción en los
rostros de los hombres de la tropa que se juntaron
para escucharla y notó que los ojos amarillos del
Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que
con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.
--Si después de oírlo tres veces los muchachos
siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve,
Coronel--aprobó el Mulato.
--¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?--preguntó
el jefe.
--Un peso, Coronel.
--No es caro--dijo él abriendo la bolsa que llevaba
colgada del cinturón con los restos del último botín.
--Además tienes derecho a una ñapa. Te
corresponden dos palabras secretas--dijo Belisa
Crepusculario.
--¿Cómo es eso?
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta
centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una
62
palabra de uso exclusive. El jefe se encogió de
hombros, pues no tenía ni el menor interés en la
oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo
había servido tan bien. Ella se aproximó sin prisa al
taburete de suela donde él estaba sentado y se
inclinó para entregarle su regalo.
Entonces el hombre sintió el olor de animal
montuno que se desprendía de esa mujer, el calor
de incendio que irradiaban sus caderas, el roce
terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena
susurrando en su oreja las dos palabras secretas a
las cuales tenía derecho.
--Son tuyas, Coronel--dijo ella al retirarse--. Puedes
emplearlas cuanto quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del
camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de
perro perdido, pero cuando estiró la mano para
tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras
inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el
deseo, porque creyó que se trataba de alguna
maldición irrevocable.
En los meses de setiembre, octubre y noviembre el
Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de
no haber sido hecho con palabras refulgentes y
durables el uso lo habría vuelto ceniza.
Recorrió el país en todas direcciones, entrando a
las ciudades con aire triunfal y deteniéndose
también en los pueblos más olvidados, allí, donde
sólo el rastro de basura indicaba la presencia
63
humana, para convencer a los electores que
votaran por él. Mientras hablaba sobre una tarima
al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres
repartían caramelos y pintaban su nombre con
escarcha dorada en las paredes, pero nadie
prestaba atención a esos recursos de mercader,
porque estaban deslumbrados por la claridad de
sus proposiciones y la lucidez poética de sus
argumentos, contagiados de su deseo tremendo de
corregir los errores de la historia y alegres por
primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del
candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y
encendía petardos y cuando por fin se retiraban,
quedaba atrás una estela de esperanza que
perduraba muchos días en el aire, como el
recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el
Coronel se convirtió en el político más popular. Era
un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de
la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como
un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el
territorio nacional conmoviendo el corazón de la
patria. La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos
los periodistas para entrevistarlo y repetir sus
frases, y así creció el número de sus seguidores y
de sus enemigos.
--Vamos bien, Coronel--dijo el Mulato al cumplirse
doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo
sus dos palabras secretas, como hacía cada vez
con mayor frecuencia. Las decía cuando lo
ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las
llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba
64
antes de pronunciar su célebre discurso y se
sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en
toda ocasión en que esas dos palabras venían a su
mente, evocaba la presencia de Belisa
Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con
el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el
roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que
empezó a andar como un sonámbulo y sus propios
hombres comprendieron que se le terminaría la
vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
--¿Qué es lo que te pasa, Coronel?--le preguntó
muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el
jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su
ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas
en el vientre.
--Dímelas, a ver si pierden su poder--le pidió su fiel
ayudante.
--No te las diré, son sólo mías--replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un
condenado a muerte, el Mulato se echó el fusil al
hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario.
Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía
hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada
bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de
noticias. Se le plantó delante con las piernas
abiertas y el arma empuñada.
--Tú te vienes conmigo--ordenó.
65
Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó
el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los
hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No
cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al
Mulato el deseo por ella se le había convertido en
rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le
impedía destrozarla a latigazos. Tampoco esta
dispuesto a comentarle que el Coronel andaba
alelado, y que lo que no habían logrado tantos años
de batallas lo había conseguido un encantamiento
susurrado al oído. Tres días después llegaron al
campamento y de inmediato condujo a su
prisionera hasta el candidato, delante de toda la
tropa.
--Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus
palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la
hombría--dijo apuntando el cañón de su fusil a la
nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron
largamente, midiéndose desde la distancia. Los
hombres comprendieron entonces que ya su jefe no
podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras
endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos
carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella
avanzó y le tomó la mano.
Isabel Allende
66
Pedro Páramo
(Fragmento)
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi
padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y
yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella
muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo
haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan
de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me
recomendó. Se llama de este modo y de este otro.
Estoy segura de que le dar gusto conocerte."
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que
así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí
diciendo aun después de que a mis manos les
costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo
que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El
olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
-Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que
ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a
darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me
fue formando un mundo alrededor de la esperanza
que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el
marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de
agosto sopla caliente, envenenado por el olor
67
podrido de la saponaria.
El camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va
o se viene. Para el que va, sube; para él que viene,
baja."
-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se
ve allá abajo?
-Comala, señor.
-¿Está seguro de que ya es Comala?
-Seguro, señor.
-¿Y por qué se ve esto tan triste?
-Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos
de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de
suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala,
por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo
en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas
cosas, porque me dio sus ojos para ver: "Hay allí,
pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy
hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el
maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala,
blanqueando la tierra, iluminándola durante la
noche." Y su voz era secreta, casi apagada, como
si hablara consigo misma... Mi madre.
68
-¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? oí que me preguntaban.
-Voy a ver a mi padre contesté.
-¡Ah! - dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote
rebotado de los burros. Los ojos reventados por el
sopor del sueño, en la canícula de agosto.
-Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del
que iba allí a mi lado-. Se pondrá contento de ver a
alguien después de tantos años que nadie viene
por aquí.
Luego añadió:
-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una
laguna transparente, deshecha en vapores por
donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá,
una línea de montañas. Y todavía más adelante, la
más remota lejanía.
-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro
Páramo.
69
-¡Ah!, vaya.
-Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el "¡ah!" del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde
se cruzaban varios caminos. Me estuve allí
esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
-¿A dónde va usted? -le pregunté.
-Voy para abajo, señor.
-¿Conoce un lugar llamado Comala?
-Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su
paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo
seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después
los dos íbamos tan pegados que casi nos
tocábamos los hombros.
-Yo también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo
vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada
vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá
arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin
aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
70
-Hace calor aquí -dije.
-Sí, y esto no es nada me contestó el otro-.
Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando
lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas
de la tierra, en la mera boca del infierno. Con
decirle que muchos de los que allí se mueren, al
llegar al infierno regresan por su cobija.
-¿Conoce usted a Pedro Páramo? - le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota
de confianza.
-¿Quién es? -volví a preguntar.
-Un rencor vivo -me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad,
ya que los burros iban mucho más adelante de
nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa
de la camisa, calentándome el corazón, como si
ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido
en los bordes; pero fue el único que conocí de ella.
Me lo había encontrado en el armario de la cocina,
dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de
toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde
entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre
fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos
eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el
suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en
dirección del corazón tenía uno muy grande, donde
71
bien podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría
dar buen resultado para que mi padre me
reconociera.
-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve
aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues
detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié
para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y
ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja
que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno,
pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como
quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con
la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es
que nuestras madres nos malparieron en un petate
aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más
chistoso es que él nos llevó a bautizar.
Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
-No me acuerdo.
-¡Váyase mucho al carajo!
-¿Qué dice usted?
-Que ya estamos llegando, señor.
-Sí, ya lo veo. ¿Qué paso por aquí?
-Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos
pájaros.
72
-No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan
solo, como si estuviera abandonado. Parece que no
lo habitara nadie.
-No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
-¿Y Pedro Páramo?
-Pedro Páramo murió hace muchos años.
[…]
Juan Rulfo
73
Fuentes electrónicas
Gabriela Mistral. El cántaro de greda. Recuperado
el 23 de marzo de 2012 en:
http://cuentosdelatinoamerica.blogspot.mx/2011/06/
el-cantaro-de-greda-gabriela-mistral.html
Miguel Ángel Asturias. Leyendas del Sombrerón.
Recuperado el 23 de marzo de 2012 en:
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/realis
modelsigloxx/MiguelAngelAsturias/Leyendadelsomb
reron.asp
Pablo Neruda. La chascona. Recuperado el 23 de
marzo de 2012 en:
http://www.poemasyrelatos.net/poemas/L/216_la_c
hascona-pablo-neruda.php?Autor=487
Gabriel García Márquez. Cien años de soledad
(fragmento). Recuperado el 23 de marzo de 2012
en:
http://sololiteratura.com/ggm/cienannosdesoledad1.
htm
Octavio Paz. El ramo azul. Recuperado el 23 de
marzo de 2012 en:
http://miseleccion.blogspot.mx/2007/09/el-ramoazul-octavio-paz.html
Mario Vargas Llosa. Los jefes (fragmento).
Recuperado el 23 de marzo de 2012 en:
http://www.sololiteratura.com/var/vargaslosjefes.ht
m
74
Jorge Luis Borges. La biblioteca total. Recuperado
el 23 de marzo de 2012 en:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/borg
es/bibliote.htm
Julio Cortázar. Cuento sin moraleja. Recuperado el
23 de marzo de 2012 en:
http://www.juliocortazar.com.ar/obras.htm
Carlos Fuentes. Chac Mool (fragmento).
Recuperado el 23 de marzo de 2012 en:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/fuen
tes/chac.htm
Mario Benedetti. El Niño Cinco Mil Millones.
Recuperado el 23 de marzo de 2012 en:
http://www.sololiteratura.com/ben/selecciondecuent
os.html
Isabel Allende. Dos palabras. Recuperado el 23 de
marzo de 2012 en:
http://www.taringa.net/posts/arte/1003482/Cuento_Dos-Palabras_-Isabel-Allende.html
Juan Rulfo. Pedro Páramo (fragmento).
Recuperado el 23 de marzo de 2012 en:
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Litera
turaLatinoamericana/rulfo/pedroparamo/
75
Descargar